Entre Libros, Lecturas y Novelas

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FR ANCISCO HINOJOSA OTROS COBRONES

CARLOS VEL ÁZQUEZ ONE HIT WONDER

ESGRIMA

FR ANCISCO HERNÁNDEZ

El Cultural N Ú M . 3 7

S Á B A D O

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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

ENTRE LIBROS, LECTURAS Y NOVELAS UMBERTO ECO: ANTOLOGÍA PORTÁTIL

LA RELIGIOSIDAD LAICA DE UMBERTO ECO DANIEL RODRÍGUEZ BARRÓN ÁGUILA O SERPIENTE MARTÍN LUIS GUZMÁN Y JOHN REED IGNACIO HERRERA CRUZ Umberto Eco en su biblioteca.


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En su inagotable curiosidad, la obra de Umberto Eco (1932-2016) profundizó en los terrenos de la historia —desde la antigüedad hasta la sociedad contemporánea—, además de la filosofía, la estética, la comunicación, la semiótica, la cultura de masas. Se convirtió en una celebridad internacional a partir de sus novelas, y su vertiente literaria es el hilo conductor de esta breve muestra: los libros, la lectura, la ficción y la poesía, acompañados de algunas recomendaciones para los escritores.

E N T R E L I B RO S , L E C T U R A S Y NOV E L A S A N TOLOGÍ A P ORTÁT I L DE U M BE RTO ECO

L

os libros no están hechos para que uno crea en ellos, sino para ser sometidos a investigación. Cuando consideramos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué significa. Usamos las figuras retóricas con eficacia o prescindimos de ellas por completo. Si las usamos es porque suponemos que nuestro lector es capaz de comprenderlas, y porque creemos que así seremos más incisivos y convincentes. En este caso no nos deben avergonzar ni debemos explicarlas. Si pensamos que nuestro lector es un idiota no debemos usar figuras retóricas, pero si las usamos y sentimos la necesidad de explicarlas, lo que hacemos en esencia es decirle al lector que es un idiota. En su momento, cobrará venganza y dirá que el autor es un idiota.

si el propósito es hacer que el lector salte en su asiento y llamar su atención a una declaración vehemente, como: “¡Pon atención, nunca cometas este error!” Pero hablar con suavidad es una buena norma. El efecto será más fuerte si sólo dices cosas importantes. Abre nuevos párrafos con frecuencia. Hazlo cuando sea lógicamente necesario, y cuando el ritmo del texto lo requiera. Entre más lo hagas será mejor. No eres Proust. No escribas oraciones largas. Si vienen a tu mente, escríbelas, pero luego las desarmas. No dudes en mencionar dos veces el tema y aléjate del exceso de pronombres y oraciones subordinadas.

No uses elipsis ni signos de admiración y no expliques las ironías. Es posible usar un lenguaje referencial o uno figurativo. Por lenguaje referencial me refiero al que es reconocido por todos, en el cual las cosas son llamadas con su nombre más común, y que no se presta a malentendidos.

No eres e. e. cummings. Cummings fue un poeta vanguardista de Estados Unidos a quien se conoce porque escribía su nombre con iniciales minúsculas. Como es natural, usaba puntos y comas con enorme cautela, descomponía sus versos en piezas pequeñas y, en suma, hacía todas las cosas que un poeta de vanguardia puede y debe hacer. Pero tú no eres un poeta de vanguardia.

Evita los signos de admiración para enfatizar algún enunciado. [...] Se permite una o dos veces,

¿Eres un poeta? Entonces no busques un título universitario.

DIRECTORIO

El Cultural [ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

Roberto Diego Ortega Director @sanquintin_plus

@ElCulturalRazon

CONSEJO EDITORIAL

Delia Juárez G. Editora

Carmen Boullosa • Ana Clavel • Guillermo Fadanelli • Francisco Hinojosa • Fernando Iwasaki • Mónica Lavín • Eduardo Antonio Parra • Bruno H. Piché • Alberto Ruy Sánchez • Carlos Velázquez Director General Rubén Cortés Fernández Subdirectores ›General Adrian Castillo ›De Información Raymundo Sánchez ›De Diseño Fernando Montoya Corrección Carlos Olivares Baró Contáctenos: Conmutador: 5260-6001. Publicidad: 5250-0078. Suscripciones: 5250-0109. Para llamadas del interior: 01-800-8366-868. Diario La Razón de México. Nueva época, Año de publicación 7


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Todos los poetas escriben mala poesía. Los malos poetas la publican, los buenos la queman. Para sobrevivir debes contar historias. Si quieres convertirte en un hombre de letras y escribir Historias algún día, también debes mentir e inventar cuentos, de otra manera tu Historia será monótona. Pero debes actuar con cautela. El mundo condena a los mentirosos que no hacen otra cosa que mentir, incluso sobre las cosas más triviales, y recompensa a los poetas, que mienten sólo sobre las cosas más grandes. No juegues a ser el genio solitario. En narrativa, es el universo que ha construido el autor lo que dicta el ritmo, el estilo e incluso la elección de las palabras. La narrativa está gobernada por la norma latina Rem tene, verba sequentur (“Si dominas el tema, las palabras vendrán solas”), mientras que en poesía, deberíamos cambiarla por “Si dominas las palabras, el tema vendrá solo”. La narrativa es, en primer lugar y principalmente, un asunto cosmológico. Para narrar algo, uno empieza como una suerte de demiurgo que crea un mundo, un mundo que debe ser lo más exacto posible, de manera que pueda moverse en él con absoluta confianza. Cuando escribí El nombre de la rosa, me pasé un año y pico, si bien recuerdo, sin escribir una línea (y para El péndulo de Foucault fueron por lo menos dos, y los mismos para La isla del día de antes). Leía, hacía dibujos y diagramas, inventaba un mundo. Este mundo debía ser lo más preciso posible, de manera que pudiera moverme en él con absoluta familiaridad. Para El nombre de la rosa dibujé centenares de laberintos y de planos de abadías, basándome en otros dibujos, y en lugares que iba a visitar, porque necesitaba que todo funcionara, tenía necesidad de saber cuánto tiempo emplearían dos personajes para ir hablando de un sitio al otro. Y esto definía también la duración de los diálogos. Hemos comprobado que, en virtud de un acuerdo narrativo, el lector se ve forzado a dar por cierto lo que se narra y a fingir que vive en el mundo posible de la narrativa como si fuera su mundo real. Es irrelevante si la historia habla de una persona supuestamente viva (como un detective

Umberto Eco en la Biblioteca del Monasterio de Silos, que recrea en El nombre de la rosa.

específico que trabaja actualmente en Los Ángeles) o sobre una persona supuestamente muerta. Es como si alguien nos dijera que en este mundo, un pariente nuestro acaba de morir: nos sentiríamos emocionalmente ligados a una persona que sigue presente en el mundo de nuestra experiencia. Según un acuerdo tácito reiterado por los lectores de novelas, fingimos tomarnos en serio el mundo posible de la ficción. Así puede suceder que, cuando entramos en un mundo narrativo muy absorbente y cautivador, una estrategia textual pueda provocarnos algo similar a un raptus místico o alucinación, y que olvidemos que hemos entrado en un mundo que es simplemente posible. Un libro es una criatura frágil, sufre el paso del tiempo, teme a los roedores, los elementos y las manos torpes, por eso el librero protege a los libros no sólo de la humanidad, sino de la naturaleza y dedica su vida a esta guerra contra la fuerza del olvido.

El ideal de una biblioteca es ser un poco como el mostrador de una librería de viejo, un lugar para los hallazgos. Los contenidos del librero de una persona son parte de su historia, como un retrato ancestral. No entiendo a los que escriben una novela al año (pueden que sean grandísimos escritores, los admiro, pero no los envidio). Lo bueno de escribir una novela no es lo bueno de la transmisión en directo, sino lo bueno de la transmisión en diferido. Siempre tengo una sensación de incomodidad cuando me doy cuenta de que una de mis novelas se acerca a su fin, es decir que, según su lógica interna, es hora de que ella acabe, y yo la deje. Cuando me doy cuenta de que, si siguiera, la arruinaría. Lo bueno, la alegría verdadera es vivir durante seis, siete, ocho años (posiblemente hasta el infinito) en un mundo que estás construyendo poco a poco, y que se vuelve tuyo. La tristeza empieza cuando la novela está acabada.

FUENTES: Cómo se hace una tesis (1977), El nombre de la rosa (1983), Sobre literatura (2002), Confesiones de un joven novelista (2010), y blog del autor.

OTROS ECOS DE ECO He llegado a pensar que el mundo entero es un enigma, un enigma inofensivo que se vuelve terrible en nuestro loco intento por interpretarlo como si escondiera una verdad fundamental. La ausencia es al amor lo que el aire al fuego: extingue la pequeña llama, aviva la grande. Cuando estás en la pista de baile no te queda más que bailar. Pareciera que conozco todos los clichés, pero no cómo reunirlos de manera creíble. O quizás estas historias son terribles y grandiosas precisamente porque todos los clichés se entrelazan de una manera poco realista y no puedo desenredarlos. Pero cuando uno vive un cliché, lo siente como si fuera nuevo y le da vergüenza.

Dos clichés nos hacen reír. Cien clichés nos conmueven porque sentimos sutilmente que hablan entre ellos, como si celebraran una reunión. Tal vez la misión de aquellos que aman a la humanidad es hacer que la gente se ría de la verdad, hacer que la verdad se ría, porque la verdad única reside en aprender a liberarnos de la insana pasión por la verdad.

En la actualidad, no salir en televisión es un signo de elegancia. Sospecho que ningún intelectual serio detesta la televisión. Yo sólo soy el único que lo confiesa.

La conquista del aprendizaje se logra mediante el conocimiento de los idiomas.

Si la cultura no se depurara sería anodina —tan anodina como la informe, ilimitada Internet. Y si poseyéramos el conocimiento ilimitado de la Red, seríamos unos idiotas. La cultura es un instrumento para hacer un sistema jerárquico de labor intelectual.

Tus maestros de Oxford te enseñaron a idolatrar la razón, marchitando las capacidades proféticas de tu corazón.

Pertenezco a una generación perdida y sólo me siento cómodo en compañía de otros que están perdidos y solos.

También he aprendido que la libertad de expresión significa libertad de retórica.

Dios ha muerto, el arte dejó de existir, la historia ha llegado a su fin, y yo mismo no me siento del todo bien.


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Luego de plantear los múltiples alcances y registros de la obra de Umberto Eco, este ensayo aborda una pregunta sustantiva: en qué radica la importancia de su aventura intelectual. Pese a declararse un “católico renegado”, Eco mantuvo su convicción del hombre como “un animal religioso”. De ahí derivó a una idea de lo sagrado como denuncia de la injusticia, defensa de la dignidad humana y “acto de imaginación” que busca transformar el mundo —aquí, ahora—, al margen de los dogmas y la religión instituida.

LA RELIGIOSIDAD LAICA DE U MBERTO ECO DANIEL RODRÍGUEZ BARRÓN

Foto > ESPECIAL

U

mberto Eco falleció el pasado 19 de febrero, su partida provocó una serie de textos en periódicos y revistas, desde sencillos y sentidos obituarios, hasta artículos de autobombo sobre cómo y cuándo el redactor conoció a Eco y lo mucho que se querían; incluso ya en el extremo de no encontrar qué decir, Antonio Muñoz Molina escribió sobre las razones por las que nunca pudo cruzar palabra con Eco, pero lo vio bajar de un taxi o lo vio comer en la mesa de junto en un restaurante de París (Cf. “Cerca de Eco”, en Babelia, 26 de febrero de 2016). Eco habría sonreído, ya había previsto que para darse tiempo de reflexionar, los periódicos debían convertirse en semanarios, de otro modo, tendrían que contentarse con textos tipo “El día que nunca pude saludar a Eco”. Por ello vale la pena preguntarse, ¿cuál fue la importancia de Umberto Eco como escritor?, ¿qué nos dejaron sus polémicas con la Iglesia, con el poder político en turno, y con los medios de comunicación? Parecería una misión imposible porque Eco escribió sobre el cómic, la televisión, los migrantes, la fealdad y la belleza, los problemas sociales y estéticos en la Edad Media, y desde luego en sus novelas — acaso lo más leído de su obra— ironizó sobre el ocultismo y las sectas, rescató para todos nosotros la vida medieval, y poco antes morir intentó una estocada al mundo de internet y al “periodismo” como medio de poder y chantaje. Sin embargo, hay una misma postura en cada uno de esos textos, una visión del mundo, una forma de afrontar tanto las circunstancias sociales como los acontecimientos de ficción bajo una “dimensión ética” (Cinco escritos morales). Umberto Eco tuvo una educación católica —salesiana— durante toda su juventud hasta bien entrados sus estudios en la universidad, donde incluso estuvo al frente de una organización católica de estudiantes. Según cuenta en una entrevista, su organización estudiantil se ocupaba de problemas sociales, y un día un periódico publicado por el Vaticano atacó directamente al grupo progresista llamándolo comunista y heresiarca. Estas acciones desataron en el escritor una revisión de su fe y aunque mantuvo su tema de tesis —“El problema estético en Santo Tomás de Aquino”— se alejó del catolicismo, pero nunca demasiado, al punto en que se llamaba a sí

mismo un “católico renegado” (Cf. Paris Review. The Art of Fiction 197). Eco estaba convencido de que el hombre era “un animal religioso”. No era una idea original, ya en los sesenta la sociobiología —ciencia que promovió y desarrolló el biólogo estadunidense Edward O. Wilson cuya hipótesis básica es la evolución conjunta de los genes y la cultura— había señalado que “la religión constituía su mayor desafío” porque surgió muy tempranamente. Se cree que los Neandertales que enterraban a sus muertos ya tenían nociones religiosas, y Wilson llega a sugerir que “las creencias son mecanismos que capacitan para la sobrevivencia” (Edward O. Wilson, Sobre la naturaleza humana). Así, como animal religioso, Eco buscó a lo largo de su vida y de sus libros una visión que sin aceptar ya la influencia institucional de la iglesia mantuviera una idea de lo sagrado. Y adoptó una “religiosidad laica”.

LA RELIGIOSIDAD EN LOS TIEMPOS DE ECO La religiosidad laica es, como mucho de la obra de Umberto Eco, una reelaboración de ideas olvidadas o malinterpretadas. Durante el siglo XVIII, la Ilustración reivindicó todas las variantes de la experiencia religiosa, y nunca el ateísmo. Para la Ilustración el individuo tiene derecho a la religiosidad, es decir, el conjunto de

acciones y actitudes que no cumplen funciones prácticas inmediatas, y que ejercen una comunicación a través de símbolos que se dirigen a lo invisible, lo intangible: “Creo poder decir en qué fundamentos se basa hoy mi religiosidad laica, porque creo que hay formas de religiosidad y por ello sentido de lo sagrado, del límite, de la interrogación y de la espera, de la comunión con algo que nos supera, incluso faltando la fe en una divinidad personal y providente” (“Cuando entra en escena el otro”). Eco estaba convencido de la imposibilidad de ser ateo, “figura cuya psicología se me escapa, porque kantianamente no veo cómo se puede no creer en Dios, y considerar que no puede probarse su existencia, y luego creer firmemente en la inexistencia de Dios, considerando poder probarla” (ibídem). Esta religiosidad laica no es un simple intercambio de absolutos, poner, por ejemplo, al Hombre como centro, lo cual significaría una suerte de humanismo teológico; una de las razones por las que Eco ejerció la ficción es porque ésta refleja no la imagen idealizada del Hombre sino su diversidad que no conduce a leyes eternas, sino que muestran a hombres y mujeres en situaciones concretas. Esta religiosidad busca en principio liberarse de los efectos más nocivos de las creencias religiosas: las ideas del pecado original, la culpa, la autoprivación, que paralizan al individuo y lo condenan a un búsqueda perpetua y


casi imposible de redención, pero sobre todo le impiden por propia iniciativa encontrar el camino del bien, siempre tendrá que recurrir al “amor” de Dios “que ya no tiene ahora el carácter de un afecto sino de un indulto” (Peter Sloterdijk, “San Agustín”). En segundo término esta nueva religiosidad nos quiere llevar fuera de nuestros círculos tribales: la familia, la pareja, todo lo doméstico y reaccionario que hay en nuestra vida social, para abrazar la condición del otro. “La dimensión ética empieza cuando entra en escena el otro.” El otro real, no la otredad, esa abstracción que nos impide ver a la mujer, el migrante, el negro, el judío, el homosexual, la lesbiana, y respetar “los derechos de la corporalidad ajena, entre los cuales debemos incluir el derecho a hablar y pensar” (“Cuando entra en escena el otro”). Tampoco se trata de las supersticiones del New Age que o bien substituyen absolutos, Dios por la Madre Naturaleza, y a los milenarismos apocalípticos por el cambio climático, y confunden las viejas prebendas económicas con el esoterismo o la salud —tener tiempo para hacer yoga es la concesión implícita para tener un alma, comer carne kobe no es un privilegio social sino mi prerrogativa para mantener la salud. No, la religiosidad laica, tal como la veía Eco, es un acto de imaginación creativa, es decir, tiene orden y coherencia interna que exige del individuo no esconderse tras la oración y la resignación, sino una responsabilidad social enfrentada claramente a los poderes económicos y políticos.

LOS PELIGROS DEL LAICISMO Eco también sabía que el laicismo presentaba problemas que había que señalar y corregir con el mismo énfasis que los asuntos religiosos. El mayor peligro del laicismo es que quienes detentan el poder puedan fundar un nuevo culto: los medios de comunicación, los partidos políticos, las empresas transnacionales; por ejemplo, si la opinión pública es demasiado poderosa termina por dictarle al individuo lo que debe creer: “La situación conocida como cultura de masas tiene lugar en un momento histórico en que las masas entran como protagonistas en la vida social y participan en las cuestiones públicas. [...] Pero paradójicamente, su modo de divertirse, de pensar, de imaginar no nace de abajo: a través de las comunicaciones de masa, todo ello le viene propuesto en forma de mensajes formulados según el código de la clase hegemónica” (Apocalípticos e integrados). Los poderes laicos también pueden asumir un control “capaz de instituir gustos y tendencias, crear necesidades, esquemas de reacción y modalidades de apreciación, aptos para resultar, a breve plazo, determinantes para la evolución cultural” (“Apuntes sobre la televisión”). Para Eco, la religiosidad laica supone combatir o al menos denunciar la injusticia, acoger inmigrantes, proteger de la violencia de los ricos —lo sean por herencia, corrupción o crimen como los narcos— a los más pobres. Frente a la religiosidad institucional, la religiosidad laica

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“ECO SABÍA QUE EL LAICISMO PRESENTABA PROBLEMAS QUE HABÍA QUE SEÑALAR Y CORREGIR CON EL MISMO ÉNFASIS QUE LOS ASUNTOS RELIGIOSOS.” no busca un refugio que aleje al individuo del mundanal ruido, sino darle herramientas y motivos para transformarlo. Y es aquí donde se muestra la verdadera diferencia con las religiosidades tradicionales: mientras que la religión católica, por ejemplo, nos enseña la resignación, la religiosidad laica busca el combate; ambas son políticas, la primera ha funcionado como un arma para mantener a los pobres esperando una recompensa post mortem en el más allá, mientras que la religiosidad laica quiere un mundo justo aquí y ahora. “El silencio no es protesta, es complicidad; es negarse al compromiso” (Apocalípticos e integrados). No se trata tampoco del romanticismo social sansimoniano o furerista que creían en la bondad a priori del pueblo o en la exaltación de los buenos sentimientos; si ponemos atención a lo personajes de las novelas de Eco, son personas letradas que saben reírse de los “iniciados” o “adeptos” que creen en los “misterios” sólo a ellos revelados, lo mismo que descubren que “desde los modelos estelares del cine a los protagonistas de novelas de amor, incluidas las misiones de televisión para la mujer, la cultura de masas representa y propone casi siempre situaciones humanas que no tienen ninguna conexión con situaciones de los consumidores, pero que continúan siendo para ellos situaciones modelo” (Apocalípticos e integrados). Tampoco se trata de un moralismo, ese momento “cuando el bien impera sobre la verdad” (Tzvetan Todorov, “Verdad”). Eco rechazaba, por ejemplo, que los periódicos hicieran juicios implícitos y cita el caso de cuatro artículos en el periódico Repubblica que hablaban del abandono de niños en casas, hospitales y escuelas, y señala: “si se tratara sólo de cuatro casos, el asunto sería estadísticamente insignificante; pero la tematización hace que la noticia se erija en lo que la retórica judicial y deliberativa clásica denominaba exemplum: un solo caso del que se saca una regla” (“Sobre la prensa”). Es decir, dando notas que buscan aparentemente el bien de estos infantes dejados a su suerte, el periódico

expresaba una opinión implícita sobre la infancia que era falsa porque se basaba no en un estudio serio sino en cuatro notas verdaderas, lo que demuestra que “pueden expresarse opiniones dando noticias completamente objetivas”. En suma, su religiosidad laica busca lo sagrado en los otros: la dignidad humana, el reconocimiento de que todos pertenecemos a la misma cadena y convivimos con un elemento impersonal y preindividual que los romanos llamaban genio, y que nosotros no alcanzamos a reconocer salvo acaso en lo que llamamos ADN: una carga de realidad que no nos pertenece del todo (pues no la hemos creado nosotros, pero la heredamos) y que debemos honrar y respetar. Lo sagrado es admitir que la realidad no es inteligible por completo, o mejor aun, no se completa del todo, sin una gota de ficción: una imagen que evoca para nosotros algo más que el mero hecho, tal vez un modelo ético, un modelo de conducta, un signo que eleve la pura experiencia y nos conceda un sentido. “Lo sagrado ya no se encuentra en los dogmas y en las reliquias, sino en los derechos humanos” (Tzvetan Todorov, “Laicismo”). Este es el ejemplo de Eco. Un día, escribió: Cuando yo era todavía un joven católico de dieciséis años y me enzarcé en un duelo verbal con un conocido mío, mayor que yo, que tenía fama de “comunista” [...] como me estaba provocando, le planteé la pregunta decisiva: ¿Cómo podía, él que no creía, darle un sentido a esa cosa, de otro modo insensata, que habría sido la propia muerte? Y él me contestó: Pidiendo antes de morir que me entierren en un funeral civil. De esta forma, yo ya no estaré, pero les habré dejado a los demás un ejemplo (Cinco escritos morales). Hace unos días, en medio de docenas de personas que asistieron a su última aparición pública, Eco dio su lección final: un funeral civil, para dejar en claro que fue un ciudadano ejemplar.


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A cien años del ataque de las fuerzas de Pancho Villa contra el poblado estadunidense de Columbus, estas páginas sitúan la relación de dos escritores excepcionales —Martín Luis Guzmán y John Reed—, de orígenes y destinos muy diversos, que coincidieron con el Centauro del Norte en su trayecto. La vigencia de sus libros —El águila y la serpiente, Diez días que estremecieron al mundo— se explica, entre otros motivos, porque fundaron las bases del periodismo como “una vertiente sólida de la literatura”.

ÁGU I L A O SE R PI E N T E M A R T Í N L U I S G U Z M Á N Y J OH N R E E D IGNACIO HERRERA CRUZ

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l 9 de marzo de 1916 un grupo de soldados comandados por Pancho Villa, cruzó la frontera chihuahuense y atacó el poblado de Columbus, Nuevo México, lo que provocaría la invasión de la llamada “expedición punitiva”, un ensayo en campo del ejército estadunidense hacia la “Gran Guerra”. Dos hombres que habían conocido la fama o la alcanzarían por su contacto con el Centauro del Norte, estaban ese día dedicados a otras tareas; uno de ellos en Nueva York, “futuro apólogo del comunismo soviético” como lo definió el historiador John S. D. Eisenhower, vivía días de romance con su nuevo amor Louise Bryant; el otro se preparaba a embarcarse a la Babel de Hierro, tras residir en Madrid y haber escrito notas y reseñas de cine, junto con su viejo conocido Alfonso Reyes. Ambos nacieron en octubre de 1887 —el mexicano el 6 en la ciudad capital de Chihuahua, en la que residió breve tiempo; el yanqui el 22 en Portland, Oregon, perteneciente por línea materna a una de las familias notables de la ciudad. John Reed, con sus reportajes para la revista Metropolitan y el diario World luego recolectados en México insurgente, ayudó a glamurizar al guerrillero convertido en general, en un anticipo de lo que después haría Herbert Matthews con Fidel Castro; Guzmán proporciona en Las memorias de Pancho Villa la mayor perspectiva psicológica del nacido Doroteo Arango. Los dos recibieron la mejor educación que les pudo proporcionar su sociedad: Guzmán se formó durante la parte final del porfiriato en la Escuela Nacional Preparatoria, antes de estudiar brevemente Leyes en la Escuela Nacional de Jurisprudencia; Reed

“MARTÍN LUIS GUZMÁN VIVIÓ Y QUIZÁ DEFINIÓ LA EVOLUCIÓN DEL GOBIERNO POSTREVOLUCIONARIO; JOHN REED COFUNDARÍA EL PARTIDO COMUNISTA DE ESTADOS UNIDOS.”

John Reed (18871920), cronista de dos revoluciones.

se enroló en Harvard, tras el paso por una high school para adolescentes privilegiados. Ambos participaron activamente en la política: entre su diputación en la xxx Legislatura (1922) y su escaño en el Senado en la xlviii Legislatura (1970), Martín Luis Guzmán vivió y quizá definió la evolución del gobierno postrevolucionario; John Reed cofundaría el Partido Comunista de Estados Unidos. Sus libros más ambiciosos, para uno El águila y la serpiente, para el otro Diez días que estremecieron al mundo, publicados por editores noveles, fueron éxitos inmediatos y de largo aliento. Diez días surgió en marzo de 1919 de Boni & Liveright, una editorial creada en 1917 que tuvo un papel muy importante en la difusión de nuevas corrientes artísticas en Estados Unidos, además de publicar la influyente selección de la Biblioteca Moderna. Nos indica Tamara Hovey que el reportaje vendió nueve mil copias en sus primeros tres meses y pronto se llevó a otros idiomas; a casi un siglo no brotó un mejor relato periodístico de esos días revolucionarios de noviembre en Rusia, tan es así que fue durante décadas incómodo para el stalinismo que lo censuró.

El águila y la serpiente fue publicada en Madrid por Manuel Aguilar, quien apenas en 1923 había creado su sello, que haría famoso por sus ediciones en delgado papel biblia. Además Aguilar, según confesión del propio Guzmán, fue quien pensó el título de esa obra que ya se había publicado por entregas en El Universal. La magnífica prosa de Guzmán alcanzó ese mismo año una segunda edición ya en Espasa-Calpe, se vertió en 1930 al inglés a través de Knopf y al francés por J.-O. Fournade, quizá el único caso de un escritor mexicano que publicando fuera del país alcanzara tal difusión antes del boom. Allí terminarían las similitudes que darán paso a enormes diferencias, uno de vida longeva, la del otro breve como una flama; uno príncipe de la bohemia comunista, el otro emblema del establishment.

FUNDACIÓN DEL PERIODISMO LITERARIO Si el espacio neurálgico de Martín Luis Guzmán lo podemos ubicar en el Zócalo —a pasos de Palacio Nacional, donde fue arrestado para que lo trasladaran a Lecumberri—,


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a unas cuadras de las viejas cámaras de senadores en Xicoténcatl y la de diputados en Donceles y Allende, donde se opuso a un gobierno y respaldó a otro en sus horas más obscuras; un recorrido sencillo a la preparatoria de San Ildefonso, donde se incorporó a la élite intelectual del país. El de Reed lo podemos colocar con precisión en Washington Square: vivió en las cercanías desde que se mudó a Nueva York en 1911, su departamento a la hora de su muerte estaba en el número 43 de esa plaza; su romance con Mabel Dodge arrancó en el número 23 de la 5a. Avenida, comía en los restaurantes cercanos y compraba libros en la librería de los hermanos Boni, antes de que decidieran fundar la editorial, o ayudó al nacimiento del teatro off Broadway a través de los Provincetown Players y los dramas de Eugene O´Neill en la calle MacDougal, a simple vista del arco erigido por Stanford White. En donde se emparejan y perduran Reed y Guzmán es en que Diez días y El águila fundan las bases sobre las cuales se puede hablar de que el periodismo se consolida como una vertiente sólida de la literatura. A cuarenta años de que Tom Wolfe publicitara y describiera el New Journalism y le adjudicara un rol menor al de Oregon, vemos que no es así. El elaborado trabajo sobre el nacimiento de la Unión Soviética anticipa, desborda y ejemplifica los límites del autopublicitado periodismo sesentero. Exhaustivamente documentado y presentado de manera dramática, Diez días que estremecieron al mundo es legible, a casi cien años, tanto por su intención política como por su planteamiento literario. Reed pertenece a una estirpe de corresponsales bélicos que adquirieron fama e influencia como filtros de la prensa americana entre la opinión pública de su país y la violencia foránea, y que va de Richard Harding Davis —la Hispano-Americana y la Primera Guerra— a Ernest Pyle —la Segunda Guerra— o David Halberstam — Vietnam—, y culmina en Jon Lee Anderson y Dexter Filkins en el siglo xxi. La diferencia radical de Reed con otros grandes reporteros estadunidenses es que él escribió en contra de los valores dominantes de su sociedad; no quiso reformar el sueño americano como sucedió con Primavera silenciosa de Rachel Carson, sino derrumbarlo y sustituirlo por otro. Y comparado con grandes reportajes, innovadores medio siglo atrás, como A sangre

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fría de Truman Capote o Los ejércitos de la noche de Norman Mailer, los relega a simples ejercicios de estilo. Reed escribió desde la perspectiva personal —muy diferente, digamos al punto de vista “neutral” de Hiroshima de John Hersey, considerada la mejor obra periodística del siglo xx estadunidense. Así, desde el inicio es su versión de la historia lo que vamos a descubrir: Hacia finales de septiembre de 1917, vino a verme en Petrogrado un profesor de sociología extranjero que visitaba Rusia [...]. El miércoles 7 de noviembre me levanté muy tarde. La fortaleza de Pedro y Pablo disparaba el cañonazo de medio día al tiempo que yo bajaba por la Nevski. Hacía un día frío y húmedo. John Reed es colorido y preciso en sus descripciones de los personajes que se volverán míticos: El gran Lenin. Era hombre de baja estatura, fornido, la gran cabeza redonda y calva hundida en los hombros, ojos pequeños, nariz roma, boca grande y generosa, el mentón pesado... No se prestaba mucho, físicamente, para ser el ídolo de las multitudes... Un extraño jefe popular, que lo era solamente por la potencia del espíritu. Sin brillo, sin humor, intransigente y frío, sin ninguna particularidad pintoresca. O: “Trotski se puso de pie, con el rostro pálido, la expresión cruel”. Podemos evaluar la capacidad de Reed para sintetizar una situación especial, contra versiones más actuales de los sucesos en la desaparecida Unión Soviética. Por ejemplo, en La tumba de Lenin el mejor corresponsal del fin del bolchevismo, David Remnick, escribe: “En las primeras líneas de Diez días que estremecieron al mundo, John Reed se refiere a su crónica sobre Petrogrado como ‘un trozo de historia intensificada’. Es difícil creer que los acontecimientos que concluyeron en 1991 fueran menos intensos”. A Remnick le tocó registrar el fallido golpe de Estado contra Gorbachev en agosto de 1991, estaban dados los elementos para una gran narración, y aunque su obra le valió un Pulitzer y tiene nervio y un conocimiento más preciso de cómo se desenvolvió la Historia y el estridente fracaso del leninismo, palidece frente a la maestría de su antecesor.

“EL ÁGUILA Y LA SERPIENTE OFRECE SIETE POSIBLES VERTIENTES DE LECTURA, LO QUE NO SE HA DEJADO DE ANALIZAR DESDE LOS AÑOS VEINTE: EN CIERTO MODO ES NUESTRA ENEIDA, UN ‘CANTO A LAS ARMAS Y AL HOMBRE’.” UNA OBRA CASI INCLASIFICABLE De entrada, El águila y la serpiente ofrece siete posibles vertientes de lectura, lo que no se ha dejado de analizar desde los años veinte: En cierto modo es nuestra Eneida, un “Canto a las armas y al hombre”. Es una disertación sobre la mexicanidad de la que abrevarán Samuel Ramos, Octavio Paz y el grupo Hiperión: “Como que la cosa, en cuanto espectáculo, no estaba desprovista de interés, de cierto profundo interés característicamente mexicano”; la presentación directa de la influencia política y material estadunidense en la Revolución: “la experiencia de la ocupación norteamericana de Veracruz proyectaba, hacia lo futuro, sombras profundas e inquietantes”; una crónica de su tiempo, cuando el telégrafo y el tren eran los medios de comunicación y transporte, los automóviles escasos y los telefonazos una rareza; el eslabón de una cadena que va de La bola de Emilio Rabasa e incluye Las ruinas de la casona de Esteban Maqueo Castellanos que presenta los movimientos políticos revolucionarios mexicanos como una ejemplificación de la barbarie y el uso de los ideales para el beneficio personal: “yo con el eterno aire de los civiles que a la hora de la violencia se meten en México a políticos: instrumentos adscritos, con ínfulas de asesores intelectuales, a caudillos venturosos, en el mejor de los casos, o a criminales disfrazados de gobernantes, en el peor”; emplea ya una visión cinematográfica de la narración, diferente al naturalismo decimonónico de Santa de Federico Gamboa: “Si en aquellos días Buster Keaton hubiera hecho ya su película The Navigator, habríamos sentido tal vez el escalofrío de que las puertas de todos los camarotes se abrieran y cerraran a una bajo el empuje de manos invisibles”. Y es a la vez un documento revelador de la psicología del narrador: “Ninguno de los seis hombres que allí íbamos tenía necesidad ni ganas


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de matarse. Pero, insensibles a todo, allí estábamos los seis, jugando a cual más con la muerte”. Quizá porque El águila es una obra tan profundamente mexicana y casi inclasificable en sus innovaciones retóricas: ¿novela sin ficción? ¿autobiografía trucada?, ejemplo de las preocupaciones nacionales de reflexionar sobre nosotros mismos y observar tangencialmente lo exterior, no se le ha ligado a lo escrito por otro personaje que comparte rasgos con Guzmán y con Reed: T. E. Lawrence, de la misma generación (nació en 1888), también soberbiamente educado (Oxford) y que le tocó participar en la turbulencia de la década adolescente del siglo xx (la intervención británica en el levantamiento árabe durante la Primera Guerra Mundial). Lawrence en Los siete pilares de la sabiduría puede ser desdeñoso y descarnado en su otredad al contacto con el pueblo con que le toca convivir: “Los beduinos constituían un pueblo extraño... Llevados a la vida civilizada, habrían sucumbido, como todas las razas salvajes, a sus enfermedades, miserias y lujurias, a sus crueldades, deshonestidades y artificios. Y, como los salvajes, habrían sufrido exageradamente al no estar inmunizados”, diferente a la empatía de Reed o a la comprensión intrínseca aunque distante de Guzmán ante sus compatriotas. Si en El águila es la figura de Pancho Villa la que pende como nube sobre el relato, en Los siete pilares de la sabiudría Feisal juega el mismo papel, y ambas obras concluyen con los autores pidiendo permiso para irse del lado del gran hombre. Al igual que a Reed al inglés se le recuerda en igualdad por su biografía cinematográfica y por su obra escrita; al ejercicio plástico de Lawrence de Arabia de David Lean se le opondrían la austera Reed, México insurgente de Paul Leduc, las dos fallidas partes de Campanas rojas de Sergei Bondarchuk y la visión romántica de Reds de Warren Beatty.

LOS SOÑADORES DIURNOS Si frente a Martín Luis Guzmán estuvieron como espejo y referente Alfonso Reyes o José Vasconcelos, a través de su prosa los

Martín Luis Guzmán (18871976), autor fundamental de la Novela de la Revolución.

iguala o supera: no habrá libro de Reyes, el gran mandarín cultural de mediados del siglo xx mexicano, que alcance nunca la difusión y el interés que suscita La sombra del caudillo —tanto por lo subversivo de la propia novela, como por la leyenda tejida alrededor de la adaptación cinematográfica “maldita” de Julio Bracho—; y si el oaxaqueño escaló más en la pirámide gubernamental que el chihuahuense, se recuerda más al creador de la SEP como funcionario que como escritor, al revés de Guzmán quien es definido por sus palabras más que por su importante actividad pública. Lo mismo pasa con Reed y Walter Lippmann, T. S. Eliot y sus compañeros de la generación de Harvard 1910. El columnista más influyente “del siglo americano” es una nota a pie de página dentro del periodismo de su país; Eliot, el poeta que alcanzó los niveles de dominio del lenguaje con los que soñó Reed, está confinado a una jaula exquisita al haber perdido peso la poesía dentro del esquema cultural contemporáneo, mientras Reed vaga libre, cuestionado, admirado y estudiado por su compromiso social y por el impacto brutal e inmediato del periodismo. Dos de los grandes escritores de una generación posterior tomaron como modelo a Reed: Hemingway, menor reportero pero mayor prosista que el harvardiano, quiso emularlo en su aventurerismo viril, pero ni Fiesta, ni ¿Por quién doblan las campa-

nas? parecen haber soportado el paso del tiempo y el desgaste por la imitación, a diferencia de Diez días que sigue viva y fresca. John Dos Pasos y sus grandes novelas pioneras Manhattan Transfer o la trilogía USA fueron absorbidas por el personaje político, que quizá sobrevivió demasiado al golpe con la realidad comunista, a diferencia de Reed que con su muerte prematura dejó abierta la incógnita de si se volvería ateo o fanático creyente de la religión bolchevique. Tras cien años de aquel ataque efímero pero de tanto carácter simbólico en Columbus, podemos preguntarnos qué esperarían Martín Luis Guzmán y John Reed de la relación entre sus países, inextricablemente ligados como entonces; daría gusto ver cómo reaccionaría y escribiría sobre los vaivenes de esta centuria aquel reporter de pseudónimo Puck del Imparcial, y cómo el muchacho que comenzó ganando cincuenta dólares mensuales en la revista American enfocaría la elección presidencial de este año, tras haber cubierto la de Woodrow Wilson contra Charles Hughes en 1916. A la distancia, sólo nos queda estudiar sus grandes obras y sentir a la manera de Lawrence que “los soñadores diurnos son peligrosos, porque pueden vivir su sueño con los ojos abiertos a fin de hacerlo posible”, ya sea terminar como una vetusta e incómoda gloria nacional o como un proscrito de su patria en el muro del Kremlin.

“NO HABRÁ LIBRO DE REYES, EL GRAN MANDARÍN CULTURAL DE MEDIADOS DEL SIGLO XX MEXICANO, QUE ALCANCE NUNCA LA DIFUSIÓN Y EL INTERÉS QUE SUSCITA LA SOMBRA DEL CAUDILLO.”

IGNACIO HERRERA CRUZ es autor de Ridley Scott: La transparente visualidad del cine, y ha colaborado en diferentes publicaciones. Es maestro en periodismo por la Universidad de Arizona.


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El poeta portugués António Botto (1897-1966) no tuvo en vida el reconocimiento que ha ganado con la posteridad. “Provocador y narcisista hasta la megalomanía”, Botto siguió un camino difícil y sus poemas de amor homosexual fueron tema de escándalo. Fernando Pessoa, su amigo, editor, crítico y traductor al inglés, se propuso y logró reivindicarlo. Aquí una ventana a las hoy célebres Canções (Canciones) que en su tiempo fueron objeto de persecución y censura.

C A NCION ES ANTÓNIO BOTTO N O TA Y V E RS I O N E S SERGIO TÉLLEZ-PON

A

ntónio Botto es prácticamente desconocido en lengua española a pesar de ser uno de los poetas modernos más importantes de Portugal junto con Fernando Pessoa, su amigo y editor; y lo es porque, al contrario de la poesía pessoiana, la de Botto no ha sido traducida con abundancia. De extracción humilde, hizo estudios mínimos así que fue casi autodidacta y desde niño tuvo que trabajar, entre otros oficios, como dependiente en una librería lo cual le abrió el mundo de la literatura y lo puso en contacto con algunos escritores lisboetas. De personalidad irascible y voluble, Botto tenía una actitud de dandy y era provocador y narcisista hasta la megalomanía: siempre aspiró a que lo reconocieran como un gran escritor pero su imagen quedó opacada por la de Pessoa. Publicó su primer libro, Trovas, en 1917, un año después Cantigas de saudade, y Cantares en 1919; también escribió teatro e historias para niños. En 1920, publicó la primera edición de su libro de poemas Cançoes, que pasó desapercibida en el mundo literario lisboeta; dos años después, alimentó el libro con más poemas y volvió a publicarlo, esta vez editado por Pessoa bajo el sello de Olisipo. El

VIII

XI

Si me dejaras, yo diré Lo contrario a toda la gente; Y, en este mundo de engaños, Dice la verdad quien miente. Dices que mi boca Ya no suscita deseos, Ya no despierta otra boca, Ya no merece tus besos; Pero ten cuidado conmigo, No busques estar ausente: Si me dejaras, yo diré Lo contrario a toda la gente.

Tengo la certeza De que entre nosotros todo acabó. ¡Abandonado! ¡Bendita sea la tristeza! No hay bien que dure siempre Y el mío duró bien poco.

X ¿Quién es quien abraza mi cuerpo En la penumbra de mi lecho? ¿Quién es quien besa mi rostro, Quién es quien muerde mi pecho? ¿Quién es quien habla de la muerte, Dulcemente, a mi oído? Eres tú, señor de mis ojos, Quien tiene mis sueños a sus pies.

No levantes los brazos Para amarrar de nuevo Mi carne de seda; —Voy a dejarte... voy a irme... Y si un día te acuerdas De mis ojos color de bronce Y de mi cuerpo delgado, Calma Tu sensualidad Bebiendo vino y cantando Los versos que te mandé Aquella tarde cenicienta. ¡Adiós! Sufre el que se queda, lo sé bien; Pero sufre más quien se ausenta...

libro habría pasado desapercibido de nuevo si Pessoa no hubiera publicado un largo artículo (recogido en Crítica: ensayos, artículos y entrevistas, El Acantilado, Barcelona, 2003) en el que llamaba a poner atención en él por la valentía al afrontar su sexualidad y la sinceridad al cantar el amor homosexual. El tema abiertamente homoerótico de Cançoes hizo que la edición fuera confiscada por el Gobierno Civil de Lisboa a petición de la conservadora Liga de Acción de los Estudiantes, quienes calificaron el libro de “inmoral” y hasta demandaron un auto de fe para Botto; la polémica desembocó en un opúsculo de Raúl Leal, Sodoma divinizada (también publicado por Pessoa en Olisipo). Entre 1922 y 1932 aparecieron cinco ediciones de Cançoes, a las que sucesivamente fue agregando más poemas; fue esa quinta edición la que Pessoa tradujo al inglés (mis versiones en español están cotejadas con esa versión al inglés). Finalmente, en 1941 apareció la sexta y definitiva edición, que Pessoa ya no conoció. Al decir de Luis Antonio de Villena, la de Botto es una “poesía sencilla, directa, evidente y llena de encanto, a ratos tierno y otras altivo, Cançoes se convirtió en un libro básico al unir la naturalidad de su carácter homófilo con el aura sutil y liviana de las

canciones, tan de moda en los diferentes sesgos neopopulistas del periodo”; un claro ejemplo sería el Poema del cante jondo, que García Lorca publicó por esos años. El propio Pessoa escribió, en 1920 o 1921, un poema titulado “À la manière de Antònio Botto” (“Para qué tanta claridad? / A veces los días largos / Pesan tanto!”), que no se conoció sino hasta la edición de la poesía ortónima publicada en 2005, donde aparecieron otros poemas pessoianos desconocidos hasta entonces; el poema no sólo confirma la estrecha amistad que hubo entre ellos, sino también la influencia de Botto en los poetas de su tiempo. Botto se vio envuelto en otro escándalo en 1942 por el que fue despedido de su empleo de una oficina gubernamental. Se le acusó de desobedecer órdenes, de ponerse a recitar sus versos durante las horas de trabajo pero, sobre todo, de tratar de seducir a un compañero de oficina. Eso motivó su salida de Portugal rumbo a Brasil, primero a São Paulo y luego a Río de Janeiro donde fue atropellado, hospitalizado y días después murió el 16 de marzo de 1959. Había nacido en Lisboa el 17 de agosto de 1897, tenía 62 años cumplidos. Sus restos fueron repatriados en 1966, ya reconocido como el gran poeta que siempre fue.

XVI Oh, tesoro mío, por quien Padece mi corazón Adolorido. —Qué bella noche será...

Lucien Freud, Leigh en un sofá verde. Óleo sobre tela, 1993.

XV De nostalgias voy muriendo Y en la muerte voy pensando; Mi amor, ¿por qué te fuiste Sin decirme cuánto tiempo? En mi boca tan hermosa, Oh, ¡alegrías cantaba! ¿Pero quién se acuerda de un loco? Llenaste de agua mis ojos, Llenaste de agua, ¡lloran!

Tu carta La he leído miles de veces. Nunca me cambies por otro, No me engañes, vida mía. ¡Sufro tanto! ¿A quién contaré mis males, Negros males, tristes quejas... Si me dejas?


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FRANCISCO HINOJOSA

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LA N OTA NEGRA

OTROS COBRONES

@panchohinojosah

E

n febrero de 1990 tuve la oportunidad de entrevistar a Pita Amor para Los Universitarios —revista que entonces yo editaba—, junto con Roberto Fernández Sepúlveda. Cuando le llamé para hacer la cita me preguntó cuánto le iba a pagar. No acostumbrado a este tipo de situaciones, improvisé una cantidad, ligeramente mayor a la que se pagaba por escribir un artículo, a la que ella no puso mayor reparo. Creo que Pita tenía toda la razón: el reportero hace su parte, pero sin ella no puede haber un texto. Si se le paga a uno, por qué no pagarle al otro. Sé que este caso es uno entre mil. A ningún periódico o revista se le ocurre desembolsar una cantidad para compensar el tiempo que le destina, por ejemplo, un novelista a responder a las preguntas que se le hacen: el pago consiste en la promoción que significa para su obra. Con este mismo argumento le llueven a los escritores invitaciones a dar conferencias o lecturas, participar en mesas redondas o impartir cursos o talleres: todo resulta redituable como promoción. Si se trata de la presentación de un libro, por lo general el autor suele invitar a sus amigos a comentarlo: es un acto de amistad. Pero otras veces lo manejan las editoriales: le piden a un crítico o escritor que presente alguna de sus novedades y, como es costumbre, sin remuneración, a pesar de que no aplican el mismo razonamiento ya que ellas son las beneficiadas por la publicidad y venta de ejemplares. En cambio, a pesar de que hay quien se

Las Claves

A NINGÚN PERIÓDICO O REVISTA SE LE OCURRE DESEMBOLSAR UNA CANTIDAD PARA COMPENSAR EL TIEMPO QUE LE DESTINA, POR EJEMPLO, UN NOVELISTA A RESPONDER A LAS PREGUNTAS QUE SE LE HACEN.

queja, sí me parece justo que aquellos que tienen apoyos por parte del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes cumplan con actividades de retribución social sin pago de por medio. Hace poco me escribieron un correo para invitarme a una feria del libro a dar una conferencia. Respondí enviando mi número de teléfono para ponernos de acuerdo acerca de los pormenores, entre ellos el tema de los honorarios. No volví a tener noticias suyas. Supongo que habrán pensado que era un acto de soberbia el mío el querer cobrar por mi trabajo. En cambio sí hay dinero en esas ferias para pagarle a grupos musicales o cantantes, muchos de los cuales nunca han leído un libro. Claro, los presupuestos que hay para cultura en municipios, estados y universidades son muy limitados. Por el contrario sí sobra, por ejemplo, en instituciones bancarias, que se pueden dar el lujo de invitar a impartir conferencias a comunicadores muy conocidos de la televisión. Sus pagos casi siempre tienen seis dígitos, viajan en primera clase y se hospedan en hoteles de lujo, en cuyos cuartos los espera una botella de whisky etiqueta negra. Y en esas charlas de connotados comentaristas que algunas empresas ofrecen a sus empleados o clientes distinguidos lo que menos importa es el contenido: lo que realmente atrae al auditorio es la posibilidad de tomar fotografías o videos del personaje o incluso, con un poco de suerte, una selfie. Me sucede a menudo que alguna escuela me invita a platicar con sus

alumnos. Pongo como condición que exista un pago. A veces aceptan sin chistar y todo es cuestión de llegar a un acuerdo acerca de la cantidad. Pero en otras ocasiones me argumentan que no tienen dinero para cubrir mis honorarios o bien que otros autores han ido sin cobrar. Al ver las instalaciones de algunos de esos colegios y de más o menos calcular el costo de las colegiaturas, queda claro que no está en sus costumbres reconocer el tiempo y el trabajo ajenos, pero sí en cambio cobrar altas sumas por sus servicios, cuya calidad ponen en alta estima. También pasa que me dicen que se venderán mis libros y con ello queda cubierto el pago, dado que se verá claramente reflejado en las regalías. La respuesta es que si se vendiera un cierto número de ejemplares, cosa que muy rara vez sucede, la actividad “gratuita” estaría justificada. Otros sí pueden ser cobrones: quienes me rentan el departamento y me cobran la luz, el gas y el agua.

Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ

EL VERSO TRANSITA por esquinas inesperadas. Entra en aposentos oscuros. Se detiene en la apariencia de la luz. Carcome la espera. Se refugia en pausas aparentes. Desnuda al hipócrita, acompaña al errante, dibuja cifras en el perfil del inocente, cura el moretón del culpable y corroe la vehemencia. / Copla en la centella de la lluvia: en los ángulos del embarazo. Copla en la alforza de la vihuela fluyendo en su pulso antiguo. Copla en el convite del amor y en los efluvios de la codicia. / Desanda el habla. Reanudan el viaje los verbos por el filo de la majada: expedición de murmullos: una niña sueña la extrañeza del desvelo: una muchacha descalza consuela al soldado herido por los albores. Verso emigrante en la gota del agua: bifurcado en los mínimos esplendores de la brizna: / cayendo en la extensión de una noche sitiada por tinieblas caprichosas: el poema vaga por márgenes

imprevistos. Replegarse en el lenguaje para desandar una dulce claridad / contra el duro silencio / entre un rumor de árboles cegado por nidos de pájaros hambrientos. Desandar. Poesía Reunida, de Ricardo Yáñez (Guadalajara, Jalisco, 1948) conforma un sumario de andanzas por trochas en que las formas tradicionales de la lirica castellana se entrecruzan con un decir de incitaciones arrulladas en desandares diversos. Contigüidad a la canción popular (“A un helecho seco cantas / pajarito blanco y negro / en una piedra con nieve / en un piedra con yelo”, “Decires”, Piso de tierra), exploración por el soneto (“Si no amor soy entonces qué carajos / qué nube de pesar qué estrella herida / bandera por qué vientos abatida / conversación resuelta en qué estropajos”), consonancias clásicas (“Amor, no por su daño temas, se lo busca. / Amor no la detengas, que es su vida”) y disposi-

ción de los recursos de la prosa (“Una estrella en el fondo del cielo, una estrella en el fondo de la noche, una estrella, lejana, lejanísima. Una estrella entre otras, pero única...”): sumario de brozas singulares dentro de la lírica mexicana contemporánea. Ni lo que digo (1985) —Divertimento, 1972; Escritura sumaria, 1977—, Dejar de ser (1994), Antes del habla (1995), Si la llama (2000), Estrella oída (2002) y Vado (2004). Sentido quevediano (Mientras la muerte nos pudre beso a beso), corazones en vigilia bordando portales de armónicas barandas, aturdidos infantes en los ascensos de papalotes rojos, vendimias de una flauta incendia, de bordón huidizo. Un ahonda los presagios: el agua transfigura los sollozos: los ojos exclaman premuras, la tarde se alza contra la soledad del alucinado. Desandar: borrar los olvidos: entrar perplejos a la hondura.

DESANDAR. POESÍA REUNIDA Autor: Ricardo Yáñez Género: Poesía Editorial: FCE, 2014.


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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

ONE HIT WONDER

11 Por

CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

L

a publicación de un libro de cuentos siempre es un acontecimiento. Por los sobadísimos contratiempos alrededor del género. A las transnacionales no les interesa publicar libros de cuentos. Y otros tantos bla bla bla. Cuando apareció One Hit Wonder de Joselo Rangel no me apresuré a devorarlo. No por no darle una oportunidad. Porque no me despertaba ningún morbo que el autor fuera miembro de Café Tacvba. Motivo que orilló a ciertos escritores a husmear el volumen con recelo. Le administraría el mismo tratamiento que a todas las novedades. Concluidos los dos o tres libros en turno en mi buró, me lo chentaría. Entonces leí una reseña de One Hit Wonder en Confa bulario. Pésimamente escrita, contradictoria y con un tufo a reclamo. En ella se le reprochaba a Joselo que la música de su banda ya no fuera lo que había sido al principio de su carrera. Como si esto fuera relevante para el libro. Además se le acusaba de que ninguno de los cuentos tuviera una estructura innovadora. Se le recriminaba que no existiera frase alguna que permaneciera en la memoria del lector. Su falta de capacidad para conmovernos. Y su nulo interés por exaltar el alma del lector. En resumen: que Joselo no había pagado el derecho de piso para publicar un libro. Si pensaba leer One Hit Wonder en unas semanas, la reseña me impelió a entrarle de inmediato. Que despertara una reacción de ese tipo sí aguijoneaba mi morbosidad. Más que el elogio de BEF en la cuarta de forros.

UN LIBRO DEBE SER ATRACTIVO DESDE EL TÍTULO. ONE HIT WONDER DESTACA ENTRE LOS ABURRIDÍSIMOS TÍTULOS QUE PUEBLAN EL PANORAMA.

El sino del escorpión

Todo primer libro es deficiente. A menos que seas un prodigio. One Hit Wonder no es la excepción. Sin embargo, sí es mejor que muchos de los debuts de libros de cuentos que se publican. Un libro debe ser atractivo desde el título. One Hit Wonder destaca entre los aburridísimos títulos que pueblan el panorama. No es ninguna garantía de que el volumen vaya a resultar bueno, de acuerdo. Pero es la invitación al baile. Y debe contar con el punch suficiente para arrastrarnos hacia sus páginas. Para un sector es indisociable la faceta de músico del autor. Por lo que la ironía implícita en el título no deja de ser significativa. Joselo se burla de su propia habilidad para fungir como aspirante a escritor. Pero se toma bastante en serio su labor como cuentista. One Hit Wonder no es un libro falto de coraje. Aunque no proponga estructuras innovadoras. No está obligado a cambiar el rumbo de las letras nacionales. Posee la ambición de contar buenas historias. Y eso es suficiente. No es ningún secreto que Joselo no cuenta con una preparación literaria. No estudió letras. Y mientras muchos invertían su tiempo en leer y escribir, él se dedicaba a perfeccionarse en el ámbito musical. Tampoco lo justifica. Pero no lo invalida para publicar un libro de cuentos. Pero aunque la fama de Joselo es notoria, One Hit Wonder es una obra no exenta de modestia. No pretende venderse como el cuentista de moda. Como tampoco censuraría a un escritor que de repente decida colgarse una guitarra y formar una banda de rock.

Las historias contenidas en One Hit Wonder se dividen en dos tipos. Las narraciones breves. Viñetas divertidas. “El primer hombre”, “El futuro”, “Indie”, “Escuela de rock”, “Béisbol”, etc. Y las historias apegadas al modelo del cuento tradicional. Como “Rockstar”, “En sueños”, “Zorra”, etc. Las primeras, postales, anécdotas, denotan a un autor ingenioso. Con el talento para resolver una ficción breve. En las segundas se observa a una narrador que lidia con la estructura tradicional del cuento. Y que es capaz de manejar puntos de tensión dentro de las tramas. Aunque éstas sean de corte fantástico. Y ésta es una de las más grandes virtudes de One Hit Wonder. El libro no es artificioso. Todo en él, sus aciertos y sus fallas, es honesto. Como la sencillez de su lenguaje. No tiene por qué fingir que es Capote. Aunque en “One Hit Wonder”, el cuento, establezca sin querer una teoría del género. Quién podría definir el cuento perfecto. Ninguna explicación alcanza. Salvo aquella de que se trata de un one hit wonder. Ignoro si algún otro miembro de Café Tacvba también se dedique a la escritura. Pero la lectura de One Hit Wonder me ha despertado una tremenda curiosidad por la biografía de la banda. Al parecer todo indica que será Joselo el encargado de escribirla. Cada semana se publican biografías de músicos de todo el planeta. Pero de rock mexicano hay pocos. Y no tan bien hechos como a uno le gustaría. No soy un entusiasta del rock mexicano, pero si Joselo publica las memorias de Cafeta no me resistiría a leerlas.

Por ALEJANDRO DE LA GARZA

El Eco de la estructura ausente HASTA EL FONDO de su resquicio en la pared llegó al escorpión el sentimiento de pérdida intelectual generalizado en los medios académico, cultural y literario ante el fallecimiento hace unos días de Umberto Eco, uno de los más avanzados pensadores multidisciplinarios de la posguerra por sus propuestas semióticas, contribuciones a la teoría de la recepción literaria y sus estudios culturales pioneros, además, claro está, de su obra literaria: siete novelas impulsoras de su popularidad entre los lectores del mundo. El arácnido evocó aquel momento de su juventud universitaria cuando asistió al Encuentro Mundial de la Comunicación, organizado por Televisa en 1974 en Acapulco, donde junto con una decena de estudiantes pudo conversar con il dottore Umberto, simpático, dicharachero, italianísimo, tal lo describe Miguel Sa-

bido, uno de los organizadores de aquella reunión, en el suplemento Confabulario (27-02-16). Alentado por el recuerdo, el venenoso fatigó la semana en la lectura de obituarios, semblanzas y comentarios diversos sobre el teórico italiano sólo para confirmar su sospecha: se recuerda sobre todo al novelista de El nombre de la rosa, no al teórico. Los aportes de Eco al desarrollo de la semiótica desde su libro La estructura ausente (1968) son de enorme peso intelectual. Ahí dialoga con los estructuralistas, revisa las diversas teorías semióticas y colabora en la consolidación de esta disciplina a partir de aplicar a su móvil campo de estudio, siempre en proceso, una estructura provisional, la hipótesis de una estructura, valdría decir, inexistente, de ahí el título. De igual forma,

en Obra abierta (1962) contribuyó a definir la teoría de la recepción de la obra literaria, imprescindible desde entonces por estudiar la indisoluble y múltiple relación autor-lector. Por si fuera poco, Eco trasladó a los estudios culturales sus propuestas teóricas hasta plantear a la semiótica como “el estudio de la cultura como comunicación”. De ahí sus análisis de los signos de la arquitectura, el cine y el cómic, de la propaganda, la publicidad, la ideología. Eco cambio así paradigmas y consolidó la semiótica para llevarla hacia nuevos ámbitos. El venenoso respeta el duelo de quienes sólo vieron la película de la primera novela y best-seller mundial de Eco, pero antes de tornar a su cicatriz en el muro llama al respetable de gayola a leer alguno de sus más de cincuenta libros de ensayos.

SE RECUERDA SOBRE TODO AL NOVELISTA DE EL NOMBRE DE LA ROSA, NO AL TEÓRICO.


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FRANCISCO HERNÁNDEZ “NO SOY MÁS QUE UN IMITADOR DE VOCES” De Francisco Hernández se ha dicho prácticamente todo. Quién es, de dónde viene, cómo escribe; que tiene un tatuaje en el brazo izquierdo, que fuma los sábados, que decidió retirarse de la publicidad para dedicarse de lleno a la literatura, que su heterónimo “Mardonio Sinta” es un coplero muy simpático, y que, sin duda, es uno de los poetas más importantes de nuestros tiempos.

Nació en San Andrés Tuxtla, Veracruz, y este 2016 cumple setenta años. Ha recibido innumerables premios, entre ellos el Nacional de Ciencias y Artes, el Xavier Villaurrutia y el Nacional de Poesía Aguascalientes. Hernández es un poeta polifónico: lo mismo es él en su infancia que los demonios de Robert Schumann, Georg Trakl, Emily Dickinson o

Charles B. White; la experiencia de habitar tantas historias y personajes se ha convertido en su sello poético. Pero más que una reflexión intelectual, Hernández comparte en esta conversación sus pasiones, esos lados oscuros que alimentan la poesía; mira al pasado y habla, sobre todo, de su nuevo libro, Odioso caballo (Almadía, 2016), que está por llegar a las librerías mexicanas.

Por

ESGRIMA

Ya casi setenta años. ¿Cómo se vive esa edad? Me acuerdo de esa frase para mí inolvidable de Max Aub, que dice: “Se nos va el tiempo, se nos fue”, y así es. Me acuerdo de muchas cosas, sobre todo de muchos inicios. Te das cuenta de lo más obvio: que el tiempo está hecho de inicios. Nadie puede decir: “Aquí me paro, ya llegué, ya estoy acomodado”, eso sería un símbolo de mediocridad. Yo no respiro así. Por eso, si mi poesía reunida se publica próximamente, el título sería En grado de tentativa, o algo así, porque para mí todo está en grado de tentativa, todo lo estoy tratando de hacer. “En grado de tentativa” es un término jurídico, es “asesinato en grado de tentativa”, entonces esto es poesía en grado de tentativa. Yo sólo sigo intentando las cosas hasta el día de hoy, y supongo que así será hasta el último suspiro, y después les quedará a los demás saber si había ahí algo que se pueda llamar poesía. A lo largo del tiempo, ¿ha cambiado algo en tu oficio de poeta? ¿En tu voz? Me siento igual de inseguro. A veces pienso: “Ojalá pudiera decir estas cosas pero con otras voces, de otra manera, no regresando a los tonos que usé en los principios”; no soy más que un imitador de voces, para citar a Thomas Bernhard, ese autor que tanto me gusta —soy un mal lector de novelas, lo confieso, pero Bernhard me gusta mucho. Él, en su libro de cuentos cortos El imitador de voces, presenta a un imitador que tiene mucho éxito y cuando le preguntan por qué no habla como él mismo, por qué no muestra su voz, el personaje contesta: “No sé cuál es mi voz”. Y eso quizá me da ciertas respuestas a lo que yo hago. Me siento muy a gusto hablando como ciertos personajes o contando la vida de Emily Dickinson, Robert Graves, Georg Trakl, Robert Schumann, Friedrich Hölderlin. Y antes de eso, ¿qué había? Sí habló mi voz, sí conté mi infancia en Mar de fondo, pero últimamente ya no lo hago. Ahora parte de mis impulsos

SIGO INTENTANDO LAS COSAS HASTA EL DÍA DE HOY, Y SUPONGO QUE ASÍ SERÁ HASTA EL ÚLTIMO SUSPIRO, Y DESPUÉS LES QUEDARÁ A LOS DEMÁS SABER SI HABÍA AHÍ ALGO QUE SE PUEDA LLAMAR POESÍA.” poéticos se encuentran en la obra gráfica: la fotografía, la escultura, la pintura. Sin embargo, tu obra siempre tiene un encuentro con la infancia. Hay un artista plástico que firma “Moris”, que tiene una obra muy particular. Lo conocí, me invitó a su estudio y lo visité. Sólo fui una vez. Y empecé a ver todo lo que había ahí y tomé notas. Y Leticia, mi esposa, es la que platicaba con él, yo tomaba notas y escribí más de treinta textos que me gustaron tanto que saqué del nuevo libro toda una sección dedicada a París y metí la del Moris. Así que... un mes en París valió... Sólo bastó un momento para vivir la creación totalmente novedosa, que te despierta sensaciones que no esperabas, que resultan absolutamente desquiciantes y me conectaron con recuerdos que no esperaba. [Hernández muestra una escultura: una tabla vertical de aproximadamente 25 centímetros, donde está colocada la mandíbula de un animal, como de un chivo; abajo, una dentadura postiza y en medio, una segueta. Continúa:] Mi padre era dentista y nunca tuve una buena relación con él. Entonces, te explicarás todo. Eso fue el detonador. Cuando empecé a escribir, escuchaba la voz de mi padre y veía cómo la dentadura

ALICIA QUIÑONES

postiza avanza por mi cama, llega y me muerde el cuello; se vuelve algo aterrador, pero es que eso también soy yo. Y mientras estaba escribiendo esos poemas, Moris tenía una exposición en Stuttgart, Alemania, y se me mete también Alemania. Y entonces se aparece Hitler, Berlín, y Paul Celan con ese verso que nunca se olvida: “La muerte es un maestro de Alemania”. Así se hizo este texto que dejó fuera a París. Me gusta ahondar en esas geografías que me hacen recordar lugares donde nunca he estado. Está próximo a publicarse tu nuevo poemario, Odioso caballo. ¿Qué significado tienen los caballos en tu vida? Vienen de la infancia. Cuando era niño, vivíamos junto a una calle empedrada y los lecheros utilizaban caballos para llevar sus peroles, la leche. Oía los cascos contra las piedras y me gustaba mucho. Quería que me dieran un paseíto pero mi mamá no me dejaba, menos mi papá. Un día, mi mamá se atrevió a decirle al lechero. Y me subió. Mi madre —que falleció hace quince días—, me cuenta que mientras me daban el paseíto, al lechero le avisan que acababan de apuñalar a su padre en una cantina. El lechero corrió con todo y chamaco a la cantina, y al llegar encontró a su padre muerto. Siempre quise tener un caballo, porque según yo cabía en nuestro patio, pero mi padre no me dejaba,

él me contestaba: “Ponte a leer la historia de la literatura hispanoamericana o El llanero solitario”: yo creo que eso desembocó en este libro. Los personajes son caballos casi en todos los textos de la primera parte del libro; la segunda se llama “Paterson, la horrible”, y tiene que ver con un libro de William Carlos Williams que se llama Paterson, de donde era Williams; y “la horrible” tiene que ver con un libro del peruano Sebastián Salazar Bondy, Lima, la horrible. Los uní porque descubrí que Paterson es la ciudad de Estados Unidos donde más peruanos hay. Por último están los poemas sobre la obra de Moris y cartas a escritores como Vicente Rojo, Juan Gelman, otra vez Trakl, Mark Rothko y Leila Guerriero, entre otros.

Arte digital > FERNANDO MONTOYA >La Razón


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