Estampas del País del norte

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FR ANCISCO HINOJOSA

LOS NOMBRE DE L AS CALLES

CARLOS VEL ÁZQUEZ

JAVIER DUARTE YA NO CABE

ESGRIMA

JAVIER CAMARENA

El Cultural N Ú M . 1 1

S Á B A D O

2 9 . 0 8 . 1 5

[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

ESTAMPAS DEL PAÍS DEL NORTE ¿QUÉ ES L A P OESÍA? ED G AR LEE MA STER S Un ensayo centenario FICCIÓN INFANCIA EN TE X A S Steven Barthelme CRÓNIC A DETROIT, 2015 Bruno H. Piché


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El Cultural SÁBADO 29.08.2015

El número 11 de El Cultural aborda tres momentos y registros diversos en la historia y las letras de Estados Unidos, de 1915 a 2015. Iniciamos con la novedad de un ensayo de Edgar Lee Masters publicado hace un siglo, justo un año antes de su obra clásica: Spoon River Anthology. El hallazgo —inédito en español— de un autor que Antonio Saborit perfila y traduce en estas páginas.

EDGAR LEE MASTERS “ H A C E FA L T A L A V I D A PA R A A M A R L A V I D A” ANTONIO SABORIT

P

or un tiempo Edgar Lee Masters (1868-1950) fue la voz de una sola persona, Webster Ford —el seudónimo que usó en las páginas del Mirror de St. Louis entre mayo de 1914 y enero de 1915, a fin de salvar su identidad y prestigio de los inconvenientes que pudiera propiciar el oficio de poeta, en general, y en particular como el autor de la primera epopeya nítidamente americana del siglo xx: Spoon River Anthology. La idea de esta obra vivió en su cabeza durante años en forma de novela hasta el día que probó el epitafio como lienzo y desplegó así las breves vidas imaginarias de los antiguos habitantes de un lugar ubicado al margen del tiempo y del espacio, creado a partir de algunos de sus recuerdos de los condados de Petersburg, Concord, New Salem y el río Spoon. Fue así que Masters prestó la voz a Webster Ford y a los numerosos difuntos sin historia y sin sosiego en las tumbas de un cementerio abandonado. Los lectores llegaron por cientos desde la primera entrega del Mirror —que incluyó los medallones de Fletcher McGee y Hod Put junto con el poema que luego sirvió de pórtico, “La colina”— y después en tandas de miles cuando Spoon River Anthology ya en forma de libro empezó a circular en la primavera de 1915 en Estados Unidos, bajo la grata y memorable eufonía del buen seudónimo, Edgar Lee Masters. Ezra Pound, por entonces hecho a las labores de aduanero literario, celebró el hallazgo de Masters y escribió que la ausencia de su nombre y su obra de las páginas de la revista Poetry era “un gran boquete en nuestro historial”. Es factible que el propio Pound fuera el único lector capaz de degustar las diversas

claves literarias del libro de Masters y su apunte basta para anticipar aquí que para los más de sus primeros lectores la poesía de Spoon River Anthology no tenía nada que ver con lo que ellos entendían como poesía. Otra cosa es explicar la lectura al menos entusiasta de la minuciosa exploración que emprendió Masters entre sus almas muertas y la irregular revelación de los secretos de los más de doscientos cincuenta personajes que yacen literalmente bajo la maleza de sus páginas, entrelazados por un par de decenas de tramas que permiten recuperar el contento y estoicismo encerrado en su elenco. El interés creciente por Spoon River Anthology llegó a Van Wyck Brooks —el primer estudioso de Herman Melville y Mark Twain— quien por su parte apostó en favor de la obsolescencia del succès de scandale que rodeó en un primer momento la vida comercial del libro y sobre todo en favor del tránsito de este título hacia el estante de nuestros clásicos. Masters es un oído y una multiplicidad de ritmos y registros, pero asimismo una negativa a condescender con la obligación por el espacio de la llamada gran novela americana, en la que habría que incluir lo mismo a John Fenimore Cooper que a José Eustasio Rivera. El río de caballerías que formó Masters en Spoon River Anthology, a diferencia de la vida a lo largo del Mississippi, importa menos por su caudal o por la sucesión impredecible de enclaves con sus potentes sonoridades bíblicas, que por su capacidad para trascender los encantos de la crónica y usar la propia vida en servicio de la poesía, asomándose a la naturaleza humana en una nuez y sugerir que, como dice el personaje de Lucinda Mattlock, abuela de Masters, “hace falta la vida para amar la vida”.

DIRECTORIO

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¿QU É E S L A POESÍ A? EDGAR LEE MASTERS “La poesía sigue siendo un asunto de sustancia; y un asunto de forma tan sólo en la medida en que la forma es indispensable para transmitir la idea a cabalidad... El asunto de la sustancia en relación con la poesía es lo que los reaccionarios de este tiempo son incapaces de apreciar.”

H

ace poco me puse a revisar todas las definiciones de poesía que pude encontrar. Macaulay, Dr. Johnson, Coleridge, Shelley, Platón, WattsDunton y Poe, aparte de muchos más, ensayaron definiciones de lo que es la poesía. Unos reemplazan el efecto poético por la cosa que lo produce; unos toman los indicios como la cosa en sí. Unos llaman invención a la poesía, pero es claro que descubrimiento connota mejor el acto creativo que saca a la luz emociones y pensamientos ocultos. Sea que llamemos invención o descubrimiento al acto creativo, la definición de la poesía en esos términos no comprende todas las cualidades, y todas las causas y los efectos, de una producción poética. La poesía no es tampoco lenguaje rimado o rítmico, como creen algunos de estos pensadores. Tampoco es la creación rítmica de la belleza, como afirma Poe. La danza acaso sea la creación rítmica de la belleza; lo cual también es cierto de la música. No se ha dado una definición de la poesía que no excluya poemas de reconocida grandeza; y muchas de las definiciones incluyen composiciones que no cumplen con la atracción poética. No obstante esta contrariedad en el análisis de la sustancia de la poesía, el juicio de generaciones de poetas y de otros informados en el tema, coincide en ciertas obras. No sólo es cierto, sino que además la opinión promedio está de acuerdo en este juicio: Hamlet y Otelo cautivarán a una multitud. Los Psalmos, Eclesiastés, Isaías, los Proverbios, Evangelios, Revelaciones y muchos otros libros de la Biblia tienen casi una aceptación universal. Y son poesía. Las canciones de Burns interesan e inspiran al hombre común. No hace falta ampliar el

“NO VEO UNA RAZÓN PARA HACER MENOS AL SONETO, O LAS ANTIGUAS FORMAS FRANCESAS, O EL VERSO RIMADO, SI ESAS FORMAS EXPRESAN MEJOR LA EMOCIÓN Y LA IDEA.”

rero de 1905.

sters a su padre. Feb

Carta de Edgar Lee Ma

catálogo para demostrarlo. Acaso haga falta un gusto cultivado para disfrutar los coros de Esquilo, o las obras dramáticas de Browning, o la exuberante imaginería y la música de Swinburne; pero la poesía sigue siendo un asunto de sustancia; y un asunto de forma tan sólo en la medida en que la forma es indispensable para transmitir la idea a cabalidad. El asunto de la sustancia en relación con la poesía es lo que los reaccionarios de este tiempo son incapaces de apreciar. Puede haber revolucionarios en favor de una completa reorganización de nuestras ideas sobre la forma: futuristas que anhelen abarcar ideas que hasta hoy eludieron la materia de las palabras: vorticistas cuyas emociones se arremolinan sin reacción y sin caer ni ascender. Pero a mi juicio el artista completo debe aceptar las formas que sean necesarias para lograr el efecto poético. No veo una razón para hacer menos al soneto, o las antiguas formas francesas, o el verso rimado, si esas formas expresan mejor la emoción y la idea. Y, por el mismo motivo, cuando la idea y las emociones deban mutilarse por el uso de cualquiera de estas formas, estoy en favor de un manejo libre, del verso libre. A fin de cuentas, quienes apoyan exclusivamente las formas regulares se engañan al creer que la poesía es el

soneto, o el verso blanco, o alguna de las métricas habituales. No advierten que la poesía es la orientación del alma hacia manifestaciones de la vida y que como las grandes aguas puede murmurar u ondear o rugir. Si ondea, úsese una villanelle; si ruge, ofrézcanse palabras tan usadas que el rugido no se pierda. Además de lo anterior, los rigoristas de las formas antiguas olvidan que esas formas, en su momento, fueron innovadoras. ¿Qué había antes de los hexámetros dactílicos de Homero? ¿Y antes del verso blanco de Surrey? ¿Y cómo es que el verso libre de Teócrito se justifica ante Homero; o cómo se justifica la combinación de prosa y verso en las obras de Shakespeare ante el verso clásico del teatro francés? El poema surge de las vibraciones del alma, de la vibración rítmica del alma. En tanto que toda vibración es rítmica. Y esta es la vibración que por su dinámica surge en las palabras y realiza una cadencia sutil e intrínseca, aun donde no se busca un ritmo preciso. A partir de esta declaración, acaso alguien pueda formar una definición de la poesía: una definición que incluya toda la poesía que valga la pena incluir y que excluya el resto de la escritura que no es más que verso. Poetry, septiembre de 1915. Traducción de Antonio Saborit.


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Steven (1947), Frederick (1943) y Donald Barthelme (1931) conforman una estirpe de tres hermanos y escritores notables de Estados Unidos. Esta vez presentamos un pasaje de Steven Barthelme, de su libro Una temprana obra póstuma (The Early Posthumous Work), recreación de una infancia en Texas durante los años cincuenta del siglo xx: una época y un mundo que vibran con sus luces, presencias y motivos imborrables.

COSAS DE NIÑOS STEVEN BARTHELME

EL IRÓN ICO PORV EN IR DE U N PER RO

D

urante toda mi vida precoz me dijeron que las cosas iban a cambiar, que como era de niño no sería como hombre, la crianza era más importante que la naturaleza. Por supuesto que no tenía sentido. Lo comprendí a través de un perro. En el barrio del Lado Este de Houston donde crecí, había tres chicos más o menos de la misma edad y cada quien tenía su perro. Podías saber muy bien quién o cómo era cada uno, simplemente observando a sus mascotas. Cada perro establecía no el físico sino una misteriosa semejanza espiritual con el chico que era su amo. Uno era blanco, otro era rojizo y otro negro. El perro blanco, que se llamaba Frisky, no era todo blanco —tenía algo de negro y de café alrededor de las orejas, en las patas y otro poco en el rabo. Frisky era de tamaño medio, con cara de zorro y el temperamento de un caballero inglés. Poseía un sentido bastante amplio del decoro y la prudencia y, como si se tratara de un perro Tory,* todo el tiempo estaba listo para demostrarlo. Asimismo, su percepción de los territorios era muy intensa. Esto significaba que Frisky ladraría violentamente si caminabas por la acera cercana a la reja de su puerta, pero si por alguna razón notaba que no eras un intruso, se callaba de inmediato y perdía el interés en ti. Es posible que hiciera lo mismo aun cuando en realidad fueras un intruso, porque Frisky era susceptible a equivocarse. El nombre le quedaba bien porque era juguetón, alegre, de rabo tintineante y cuerpo rígido y pequeño, y los rebotes de sus pisadas remarcaban el andar de los perros chicos. Pocas cosas lo inmutaban. Era un optimista. Frisky veía al mundo más o menos como mi amigo

lo veía también, lo mejor de lo mejor de cualquier mundo posible. En otras palabras, como la familia que lo amaba, Frisky era un republicano. Mi amigo, hijo de esa familia y amo de Frisky, parecía moverse en un mundo invisible para mí, un mundo distinguido. Tenían servilleteros de plata con sus iniciales en inglés antiguo, grabadas al aguafuerte, y su cochera estaba forrada con madera de roble. A decir verdad, no teníamos nada en común. Mi amigo era apacible, amigable, entretenido. Yo le profesaba ese tipo de respeto que los sucios sienten por los elegantes. ¿Cómo lo consiguió? Como Frisky, mediante la confianza en sí mismo. Y como todo buen republicano, se hizo millonario. El perro rojo se llamaba Fang. Era un demonio guapo, un setter irlandés de pelo abundante y sedoso, color óxido, patas largas y flacuchas, marrulleros ojos color café y gracioso como un gato. Adoraba correr y perseguir cualquier cosa, especialmente a las ardillas que escapaban a lo alto de los pinos que ensombrecían los prados del vecindario. Le gustaba la acrobacia. Podía dar todo de sí en una carrera a muerte y luego detenerse abruptamente, levantar sus patas delanteras, como un caballo, elevarse otra vez y correr en otra dirección. Vivíamos no muy lejos de un pantano y cuando íbamos allá, mientras los otros perros olisqueaban la orilla, Fang salpicaba directamente en ella, luego chapoteaba orgullosamente en el agua lodosa. Eso nos preocupaba pero nunca causó ningún problema, ya que cuando volvía estaba feliz de sacudirse el agua del pelo abundante y oscuro, rociando todo alrededor de nosotros. Como lo sugería su nombre, Fang era un espíritu

* Tory: referente a quien pertenece o apoya al Partido Conservador Británico o al Partido Conservador Canadiense. (N. del T).


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“EL PERRO SE LLAMABA GEORGE, UN NOMBRE DEMASIADO CEREBRAL PENSADO POR GENTE PROPENSA A LA IRONÍA. NO OBSTANTE, ÉL TAMBIÉN ERA MUY CEREBRAL E IRÓNICO, SIEMPRE INTENTABA ESCLARECER LAS COSAS Y ALGUNAS VECES FRACASABA, LLENO DE DUDAS, DESCONCERTADO. YO ME SENTÍA DEL MISMO MODO.” libre, la libido canina del vecindario, y eso le venía de familia. Mi amigo de la infancia, como su perro, no le tenía miedo a nada. Una mañana húmeda, algunos años después, cuando estábamos en preparatoria, íbamos a toda velocidad en su auto, en una rampa de la autopista en plena lluvia. “¡Mira esto!”, dijo, mientras disparó su pequeño convertible, un intento por rebasar a otro coche. Derrapamos frente al otro conductor, fuera del borde de la rampa y el auto se deslizó hacia atrás, unos seis metros en el lodo, luego otro derrape hasta caer unos veinte centímetros o algo así. Frenó justo en el acceso por el que salimos unos segundos antes. Nos miramos uno al otro. Parpadeamos. Poco después se convirtió en piloto. Mi perro era bajo, de pelo negro, con un parche blanco en el pecho que tenía forma de Batman, y una cola de seis centímetros y orejas flexibles. Parecía un pequeño, triste labrador retriever. Se llamaba George, un nombre demasiado cerebral pensado por gente propensa a la ironía. No obstante, él también era muy cerebral e irónico, siempre intentaba esclarecer las cosas y algunas veces fracasaba, lleno de dudas, desconcertado. Yo me sentía del mismo modo. Las dos cosas que más le gustaban a George eran pelear y aullar. Se llevaba bien con Frisky y Fang, pero cualquier otro perro que merodeara por la calle tendría que enfrentar un desafío en caso de poner las patas en su patio. Inclusive los perros pequeños, por extraño que parezca. George lo dejaba en claro con tan solo unos gruñidos y olfateos, pero a los enormes ovejeros y retrievers, y especialmente los weimaraners, George les tenía una particular aversión que siempre terminaba en una pelea instantánea y feroz, con dientes, garras y volteretas en el pasto. Ocasionalmente, había visita al veterinario luego del juego; a George le encantaba pelear aunque no fuera precisamente bueno para eso. Para su infortunio, en aquella época los weimaraners estaban algo así como de moda, y aunque se hizo viejo las visitas al veterinario continuaron. Los aullidos de George podían ser mitigados por los de otro perro a la distancia, o por las sirenas aéreas que so-

lían probarse los viernes al anochecer, o por otro ruido cualquiera de tono y ritmo semejante. Algunas veces nosotros ladrábamos o aullábamos para animarlo y él replegaba la cola y lanzaba su bozal al aire y dejaba salir un largo, profundo, triste aullido, subiendo y bajando ligeramente en plan de juego, completándolo y volviendo a empezar. Después de algunos buenos aullidos, miraba alrededor, como sorprendido, avergonzado. George estaba siempre preocupado. Aún ahora vuelve a mí la imagen de sus ojos inquietos bajo el ceño arrugado. Desde la primera vez que apareció en el vecindario no era sólo un simple perro extraviado sino todo un caso mental, con esa tendencia a sobresaltarse como si anticipara un golpe. Era la época en que los jets solían atronar en las ventanas con un apogeo sónico, algo que siempre lo petrificaba. El miedo es algo terrible tanto en un animal como en una persona, y una forma especial del miedo proviene del desconcierto, de lo que no se entiende, de la confusión, la preocupación de lo que se piensa demasiado. Así que la mejor resolución de mi niñez fue dedicarme a convencer a George de que sí, que todo estaba bien. Todo está bien. Todo está bien. Está bien, chico. Era una buena terapia para mí también, aquello de decir y decir cosas en las que a ciencia cierta no creía. George fue nervioso toda su vida, así como el perro blanco fue juguetón y el rojizo un demócrata. Quince años de dulzura y tranquilidad no aliviaron su estructura psicológica, la ironía en sus genes y las cicatrices de tantas batallas y todo lo demás que debió de soportar antes de llegar a nuestro vecindario, correteando libre con otro perro negro, un compañero de tres patas que desapareció después. Con el tiempo, George confió en nosotros, dentro de los límites de su propia determinación. Poco a poco dejó su tendencia a encogerse por un ruido ensordecedor o una palabra aguda. Poco a poco se hizo viejo y gris, pero siempre estuvo preocupado. En realidad nunca cambió. Por eso mismo supongo que hoy, casi treinta años después, yo tampoco soy piloto ni millonario.

“EL MIEDO ES ALGO TERRIBLE TANTO EN UN ANIMAL COMO EN UNA PERSONA, Y UNA FORMA ESPECIAL DEL MIEDO PROVIENE DEL DESCONCIERTO, DE LO QUE NO SE ENTIENDE, DE LA CONFUSIÓN, LA PREOCUPACIÓN DE LO QUE SE PIENSA DEMASIADO.”

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CON SOMBR ERO

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principios de agosto de 1947, mi padre cumplió cuarenta años. Yo tenía cero. En realidad tenía un mes y convertirme en niño era un proceso lento que aún no sucedía, por lo que ser cuarenta años más joven que mi padre fue de suma importancia. Cuando yo cumpliera diez, él tendría cincuenta. Además de mí había otros cuatro niños, tres hermanos y una hermana mayores y, probablemente, en algún mes de mi vida tendría que escuchar sus consejos, por una parte, y defenderme por la otra. Mucho más tarde comprendí que mis hermanos tuvieron una infancia distinta a la mía. Lo comprendí por primera vez durante una visita a casa después de la universidad, cuando saqué la pantalla y el viejo proyector de películas Bell & Howell —hierro fundido, acero y cristal, pesado como el casquillo de un proyectil— con una buena cantidad de películas familiares de una bonita caja de madera maciza que estaba guardada en un armario. Mi padre era un inexperto pero cumplido fotógrafo amateur, sus películas caseras se remontaban a los años treinta. Me conmovió que las últimas dataran de principios de los cincuenta, cuando yo tenía cerca de cinco y él cuarenta y cinco. Sin embargo, en alguno de esos años perdió el interés o la energía o ambas cosas; ahora, cuando yo mismo me acerco a esos cuarenta y cinco, no me sorprende en absoluto. Lo que me sacudió no fue el hecho de haber visto estas películas por primera vez hace apenas unos años, siendo adulto, sino su contenido. Ahí, carrete tras carrete de ocho milímetros en blanco y negro, estaban mis hermanos y mi hermana como perros socarrones, leyendo libros, jugando beisbol y futbol, abriendo regalos de navidad, y jugando con el oleaje de la playa. Por lo visto, iban mucho a la playa. Varias de estas películas caseras tenían títulos, argumentos muy elaborados, marcos y todo tipo de cosas complicadas. Claramente se apreciaba un gran esfuerzo, en términos de energía y cuidado, en su manufactura. Principalmente en las primeras. Las de fechas más recientes eran películas menos cuidadas, de rodaje pueril. Al final del archivo había un metraje del antiguo barrio oeste de Houston donde crecí, y al fin pude entender lo que querían decir mis padres cuando contaban que, seis años antes de que yo naciera, se mudaron allí porque el

lugar era una pradera. En aquellas películas, los enormes árboles que conocí de adulto lucían como pequeños, flacuchos y jóvenes arbustos. Si es que se llegaban a ver. Gran parte de las películas habían adquirido un tono sepia, aquellas que registraron a mis abuelos de mediana edad y bien vestidos, subiendo y bajándose de coches que siempre me parecieron legendarios —Lincoln Zaphire y varios Studebakers de los que sólo uno, color verde, podía recordar. Había tomas de mi madre joven, casi una muchacha, tratando de evitar la cámara —un plano clásico en las películas familiares—, risueña y complaciente. Y también había tomas de un joven de pie al lado de uno de los coches, o nadando o columpiando a uno de sus hijos, o con sombrero (¡un sombrero!), o corriendo para entrar a cuadro y sonriendo mucho más de lo que yo pude verle sonreír. ¿Quién es ése?, pensaba, pero sabía quién era. Nunca lo vi de ese humor.

“EN LAS RARAS OCASIONES EN QUE IMAGINO SER PADRE, ESTO ES LO QUE PIENSO: PREFERIRÍA NO SER EL HIJO DEL HOMBRE QUE FUI A LOS VEINTICINCO.” Conocí a mi padre de mediana edad y luego como anciano. No nadaba. No usaba sombrero. No solía ir a la playa ni a pescar o jugar pelota en el patio. Jugábamos ajedrez. Y aunque todavía tomaba muchas fotografías, dejó de hacer películas. Lo que más recuerdo de él era su capacidad de trabajo. Mi padre era el campeón mundial para inventar quehaceres; una vez tejimos una alfombra. Probablemente esa es la razón por la que también recuerdo con cariño las reparaciones y sus proyectos de remodelación, el acopio de las herramientas y hasta la filosofía casera que siempre acompañaba las faenas, lo que terminó por forjar mi instrucción. Esto, junto con la temida “plática seria”. Era un gran conversador. La plática abundante, principalmente sobre temas de la edad, que siempre trascendía a la locura de ser joven. Recuerdo cuando mi padre me dijo que uno de mis hermanos, de treinta y cinco años, “pasaba por una etapa”. (Más tarde comprendí que tenía razón.) De todos modos, me ofen-

dí, me resistí a esa clase de conversación —no era difícil advertir quién llevaba la ventaja. Ser un niño con padres viejos también contribuyó al sentido que siempre tuve, aunque no del todo perceptible sino hasta poco después, de haber nacido con traje y corbata. No se trataba, como solía pensar, de un deseo de ser serio sino de la aspiración de ser mayor. Cuando tenía diez años no sólo mis padres tenían cincuenta sino que mis hermanos mayores y mi hermana rondaban la mitad de la veintena. A lo que se jugaba era a ser adulto. Por supuesto que perdí ese juego una y otra vez, y pronto aprendí a pasar la mayor parte de mi tiempo con los vecinos, niños que vagaban en los pantanos, campos y riachuelos colindantes. Mi libertad para buscar un espacio y compañía y hasta un modo de ser, también fue una consecuencia de la edad de mis padres —probablemente no fueron proclives a hacer una labor muy cuidadosa conmigo— tomando en cuenta lo que ya habían hecho con mis hermanos y mi hermana. Quizá aprendieron a no preocuparse demasiado. A los cuarenta y más allá, habían aprendido mucho. Me lo contaron y enseñaron. En las raras ocasiones en que imagino ser padre, esto es lo que pienso: preferiría no ser el hijo del hombre que fui a los veinticinco. Esto, pensé, es lo que significa nacer cuando tu padre tiene cuarenta años y ya ha tenido otros, muchos hijos. La mejor edad para poner todo el interés en el proyecto —criar a los hijos— se ha vuelto un tanto borrosa. Después de todo, la quinta vez que uno hace algo es diferente a la primera o la segunda. En suma, una persona no es la misma a los cuarenta que cuando tenía veinticuatro o veintiséis o treinta y dos. La discusión no es si está cansado, con menos energía, más afianzado a su modo de ser, menos idealista o menos entusiasta. Con suerte ya ha aprendido algo, tiene otras cosas qué decir. Uno habla distinto después de los cuarenta. Mis hermanos y mi hermana realmente tuvieron otro tipo de infancia. Pero si mi padre y yo jugamos ajedrez en vez de jugar beisbol, si me llevó a la ferretería en vez de a la playa, y si cuando lo conocí se dedicó a trabajar y no a filmar películas, ése fue el hombre que conocí a los cincuenta, cincuenta y cinco y sesenta y cinco. Un hombre más sabio que el padre que ellos tuvieron.

“HABÍA TOMAS DE UN JOVEN DE PIE AL LADO DE UNO DE LOS COCHES, O NADANDO O COLUMPIANDO A UNO DE SUS HIJOS, O CON SOMBRERO (¡UN SOMBRERO!), O CORRIENDO PARA ENTRAR A CUADRO Y SONRIENDO MUCHO MÁS DE LO QUE YO PUDE VERLE SONREÍR.”


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A TR A BA JA R

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i madre murió hace unos años, a los ochenta y siete. De pequeño fui muy cercano a ella, pasé horas acompañándola en su rutina cotidiana. Aunque su trabajo no fuera glamoroso ni gozara de novedad alguna, parecía que lo disfrutaba, días colmados de cosas ordinarias como ir de compras y cocinar y limpiar la casa. Se ocupaba del jardín. Preparaba platillos hogareños como estofados o rosbif o bocadillos de pollo con pan blanco suave, enriquecidos con margarina y sal, que sabían a gloria. A veces me preguntaba por qué ponía tanto esfuerzo y arte en esas tareas aburridas. La evocación acerca de mi padre es vaga, al menos hasta más tarde, tiempo después, cuando era adolescente, me increpó: “Consíguete un empleo”. Lo dijo y lo repitió. Estoy seguro de que no advirtió lo turbia que me parecía esa orden, lo misteriosa que era, ni mi total carencia de una sola idea para lograrlo. Así como cantaba alabanzas al trabajo que de ningún modo me parecían buenas, y relataba historias para ilustrar los puntos clave, también trató de explicarme pacientemente cuáles eran las tuercas y los pernos para conseguir trabajo, pero esas tuercas y esos pernos eran para un desesperado. El resultado fue que durante algunos veranos debía invertir semanas caminando por los centros comerciales de la periferia, acercándome, vacilante, a la mujer tras la caja registradora en, supongamos, una farmacia o una lavandería de 24 horas. “¿No necesita ayuda?”, diría yo. “Quiero decir, estoy en busca de trabajo.” Durante un tiempo, tuve un trabajo, uno de los mejores que he tenido. Aunque en apariencia no sea mucho, dado que en mi currículum anterior al empleo como docente, puede leerse: obrero de la construcción, administrativo de tienda, empleado, lavavajillas, taxista, personal de mantenimiento, empleado, escritor publicitario. Hubo otros, pero los he olvidado. El trabajo veraniego que conseguí fue como repartidor de flores. Probablemente aquel empleo fue un arreglo entre ciertos contactos de alguno de mis padres. Y como en un juego de niños, jamás hablé de la manera en que conseguí ese empleo. Es lo que se suponía que debías de hacer. Ese era el punto de una de las historias de mi padre, acerca de un joven que había venido una vez a su oficina en busca de trabajo y, justo antes de que lo echaran por la puerta, comenzó a señalar a izquierda y derecha, a las cosas que allí, en la oficina, él podría llevar a cabo. “Podría arreglar aquellos

trazos”, dijo el valiente chico. “Podría archivar todo ese correo. Esas cajas necesitan etiquetas”, etcétera. Lo contrataron. Realmente capté la moraleja de la historia, pero eso fue en aquel entonces ya que ahora no podría volver a hacerlo, me resulta como hablar un dialecto apache o separar el Mar Rojo. Antes de que pudiera comenzar en mi nuevo empleo, tuve que obtener una licencia de manejo comercial, lo que me causó problemas porque mi licencia regular había sido suspendida, pagué multas por exceso de velocidad e, inclusive, una de las multas decía “competidor en carreras”. Por tanto, le escribí al gobernador de Texas, John Connally, y le comenté mis dificultades, explicando que en mi prospecto de empleo tenía que conducir. Así era como se pedía una licencia en el pasado, de acuerdo con las autoridades. Amable y diligente, el gobernador Connally revocó la suspensión de mi licencia. Eso fue antes de que se hiciera republicano. Entré a trabajar a la trastienda de la florería. Era un lugar frío y húmedo, con herramientas extrañas y papel especial y alambre y espuma de poliestireno y soportes en los cuales se preparaban “los sprays”, todo de color verde. El lugar olía de maravilla, el rico aroma de las flores flotando en el aire fresco, el aire acondicionado. Mi jefa era una mujer guapa y elegante, de mediana edad. Cuando no hacía entregas, me ocupaban en tareas menores de la tienda. Una puerta lateral te conducía al sitio donde se estacionaba la blanca y estropeada camioneta Ford Econoline. Cuando tu trabajo es conducir, las calles comienzan a formar un sencillo patrón de atajos en el que confluyen los lugares congestionados, la sincronía de los semáforos, las rutas de retorno y los callejones, los puntos precisos para vueltas ilegales, etcétera. En poco tiempo fui capaz de encontrar cualquier dirección o de hacer una entrega antes del tiempo establecido. Dentro de la camioneta me sentaba lo más alto posible, directamente al lado del motor que siempre se recalentaba, de manera que mi equipo incluía un par de galones de agua para rellenar el sistema de enfriamiento. En la camioneta el calor era insoportable y el traqueteo ruidoso mientras tiraba subía y bajaba las calles, tan feliz como podía. Poco después comencé a conducir la camioneta con más velocidad y rudeza, agregando cierto estilo a la simple eficacia; me escabullía por espacios reducidos, casi volaba en cada vuelta, me estacionaba de la manera más ilegal posible. Lo que me motivaba era

hacer que el trabajo fuera interesante, aunque de modo accidental el efecto secundario consistiera en la impresión de que lo mío era “un trabajo bien hecho”. Fui a departamentos, casas, hospitales y funerarias. Una vez entregué un ramillete para un caballo en un establo. Los hospitales no eran del todo malos y el destinatario, por lo general, se ponía contento al verme, pues le llevaba el afecto y la preocupación de alguien más y desataba el nudo de su aburrimiento. En las funerarias, la gente tenía un comportamiento raro, artificialmente alegre. Era su incomodidad con la muerte. Se mantenían animados, como si se esforzaran en probar que no estaban muertos, que no eran el protagonista de la fiesta. Tiempo después, yo también comencé a portarme así. Tuve que aprenderme la ciudad, al menos el Lado Este, donde estaba la florería, y comparado con los otros trabajos que había desempeñado hasta ese momento, me parecía que la paga por pasear equivalía a que me pagaran por jugar. De hecho, comparado con la mayor parte de los empleos que he tenido desde entonces, esto sigue siendo cierto. Pero extrañamente, con el tiempo adquirí gusto por el trabajo, aunque no del modo en que mi padre me preparó con sus historias. Todavía odiaba el aburrimiento, lo repetitivo y el confinamiento en un solo lugar —ahora mismo, cuando doy clases, camino de un lado al otro. Conducir por dinero, solo y sin supervisión, me dio una pista, porque era más fácil pensar en eso que entender lo que lleva a alguien a trabajar más duro de lo necesario, hacer de una tarea un arte. Nadie trabaja mucho para el bien de su patrón, ningún trabajo está libre de pereza o de monotonía, y nada es más aburrido que el trabajo que no te importa. Pero esa ecuación puede revertirse: el descuido entorpece el trabajo. Lo que hice fue convertir el trabajo en un arte. Un truco que aprendí de mi madre. Incluso a sus ochenta años años, mi madre antes de morir, por más que se quejara de ello lo único que disfrutaba era hacer su trabajo, sobre todo cocinar. Una de las últimas imágenes que tengo de ella es llevando un asado al comedor, sus brazos temblorosos por el peso. Jamás dejaría que otro lo llevara. Y cuando ya no pudo cocinar, alimentó un agudo resentimiento por la empleada que vino a guisar y limpiar, de la que mi madre decía que “no sabía cómo” hornear una papa, entre otros defectos. Bromeaba, por supuesto, le gustaban los chistes: era su otro arte. Traducción de I. R. G.

“EN LAS FUNERARIAS, LA GENTE TENÍA UN COMPORTAMIENTO RARO. ERA SU INCOMODIDAD CON LA MUERTE. SE MANTENÍAN ANIMADOS, COMO SI SE ESFORZARAN EN PROBAR QUE NO ESTABAN MUERTOS, QUE NO ERAN EL PROTAGONISTA DE LA FIESTA. TIEMPO DESPUÉS, YO TAMBIÉN COMENCÉ A PORTARME ASÍ.”

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Los servicios de hospedaje entre particulares que se han desarrollado en internet pueden ser más que imprevisibles. Como en esta crónica de una estancia en Detroit —o Motor City— que revela episodios y escenarios con tintes de peligro y locura, en un entorno que fue paradigma del apogeo industrial del siglo xx y ahora sobrevive casi entre sus escombros.

L A BA L A DA DE MOTOR CITY BRUNO H. PICHÉ

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i hermano menor, una de las personas más desagradables que conozco, no pudo abstenerse de ponerme una última trampa en la ya larga historia de nuestras desavenencias y repetidos conflictos. No te compliques las cosas —me dijo, como si su propia vida se balanceara al ritmo de la suave melodía de las Gymnopédies de Satie, como si el tipo no mostrara una calvicie prematura, anteojos incluidos, por efecto de sus endebles nervios—, lo más sencillo es que te busques un lugar en Airbnb en lugar de pagar el dineral que te van a sacar en un hotel. ¿Y eso qué es? Una pregunta que jamás debí haber hecho, ya verán ustedes por qué. Googléalo, te va a sacar del apuro, dijo el hermanito con toda alevosía. Mi novia y yo no nos quedamos en hoteles cuando viajamos. Ajá, pero si tu novia te dejó, respondí, ¿no que ya no te soportaba? Además de la sólida moral que enarbolan mi hermano y mi padre, también carezco de dinero, así que de volada jalé para la casa de ustedes, y que cometo la primera de una larga serie de pendejadas. Y voy a la página del dichoso Airbnb. Ni caso tiene entrar en detalles, porque al parecer soy el único idiota en este planeta que desconocía esa felicidad, la dicha extrema de hospedarse en lo que básicamente son casas de huéspedes que se anuncian en línea, certificadas por una empresa o entidad fantasmagórica que solamente existe en la densa noche del ciberespacio. Vale decir que para ser huésped en los amigables albergues del hostil y peligroso siglo xxi, uno debe a su vez certificarse, dar datos privados y recibir, nunca me enteré de dónde, un frío código mediante el cual te anuncian que eres aceptable para Airbnb, una especie de autentificación de que no eres un asesino serial, ni un sociópata o un ratero que saldrá de la casa de sus anfitriones con la pantalla plana en el lomo o las almohadas de su habitación en calidad de préstamo permanente. Jamás te enteras de qué puta manera puedes estar seguro que tus anfritriones, gente

Hamtrack, Detroit, como escenario después de la batalla.

que aparece en el sitio de internet siempre sonriente, estúpidamente alegre, vestidos todos ellos y ellas con ropa de GAP —lo cual en sí ya debería hacer sonar las alarmas—, no son ellos mismos unos psicópatas a la espera de la víctima propiciatoria. Y ahí vas de pendejo, a buscar la opción más conveniente a tu bolsillo y a la duración de tu estancia, sin preguntarte si saldrás con vida de esa casa, a ciegas, sin contemplar que te vas a ir a meter a la madriguera de un desconocido que no sabes si te va violar o a cortar en cachitos para que entres en su horno de microondas. Las opciones para alojarse con un anfitrión de Airbnb por una temporada en el mero centro de Detroit resultan tan prohibitivas como gastar una noche en una suite de lujo en Las Vegas, putas y rock&roll incluidos. No acabo de entender a quienes hablan del robusto y continuo risorgimento de la ciudad. ¿De qué están hablando exactamente? ¿El solo aumento en el valor de la propiedad es de veras la señal del bienestar y la prosperidad? La respuesta es sí: this is America, mother fucker. Revisar los “perfiles” de los anfitriones me provoca náuseas crecientes: presentan sus credenciales de manera que aquello parece un concurso universal de bobería. Por fin encuentro una opción con una representante de la “hermandad latinoamericana”. Propongo las fechas en las que necesitaré alojamiento y nuestra hermana

“LAS OPCIONES PARA ALOJARSE CON UN ANFITRIÓN DE AIRBNB POR UNA TEMPORADA EN EL MERO CENTRO DE DETROIT RESULTAN TAN PROHIBITIVAS COMO GASTAR UNA NOCHE EN UNA SUITE DE LUJO EN LAS VEGAS, PUTAS Y ROCK&ROLL INCLUIDOS.”

latinoamericana, así la llamaremos para efectos de este informe, responde que sí, que de acuerdo, que la vida es wonderful y mágica y chévere. Pregunto, vía el sistema de mensajería en línea, si quiere que hablemos, pues así lo solicita en su “perfil” antes de recibir a nuevos huéspedes. Recibo una respuesta en plan de guerra de guerrillas, pura rudeza gratuita: que ella no tiene tiempo para hablar por skype, ni para escribir ni leer nada, como yo, que sí escribo y leo. Hay en esto último una alusión artera a mi propio perfil: se me ocurrió la tontería de decir que eso es precisamente lo que hago y en una de las fotos que subí al chingado perfil aparezco de pie, en mi estudio, y obvio, en la imagen se ven mis libros. Primera bandera roja que dejé pasar. No había de otra: traía el tiempo encima, así que mi respuesta consistió en reconfirmar, usando la mayor frialdad posible, la hora y fecha exactas de mi llegada. Me olvidé del asunto, seguí empacando mi vida y haciendo maletas como si nada, hasta que la hermana latinoamericana me mandó un mensaje: que por favor le hablara a tal teléfono. Ya valió, pensé, a ver si no me cancelan a saber por qué razón. Marqué al número de la hermana latinoamericana, quien contestó a ritmo de samba, hablando sin parar, toda una guacamaya tropical: mila, aqué va a etar muy bien, me decía la hermana latinoamericana, a quien preferí limitarme a escuchar. Yo tambén soy altista, hago mij diseñas, chévere, y me gosta mocha la poetría, Pablo Neruda eh mi plefelido. Después de veinte minutos estaba aterrado ante la cantaleta que comenzaba a ser interminable, digna de hacer correr a cualquiera en dirección contraria. No fue el caso: a estas alturas del parti-


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“NO INCURRO EN EXAGERACIÓN ALGUNA NI NECESITO PRESUMIR DE UN DOCTORADO EN CIENCIAS SOCIALES PARA AFIRMAR QUE ESTA CADENA DE HOTELES DE ESTANCIA PROLONGADA ES EL ÚLTIMO REDUCTO DE LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA QUE TESTIMONIÓ EL CONDE DE TOCQUEVILLE.” do, es decir a escasas horas de abordar el avión a Motor City, necesitaba a la hermana latinoamericana. Y dicho y hecho: a las primerísimas horas de la mañana me hallaba tomando mi vuelo y en la tarde llegué a su casa. Segunda señal de alerta: al entrar, el visitante certificado abría la puerta y, una vez que se descalzaba atendiendo a la petición en tono marcial que se leía en una especie de pizarrón mugroso, era recibido por un buda de tamaño mediano, con la panza y las manitas pintadas de dorado, así como de unos retratos horrendos, presumiblemente obra de la “altista”, y de todo tipo mierditas new age colgando de las paredes. Después de las horas de vuelo y desvelo, yo venía hecho una piltrafa. La hermana latinoamericana no cerraba el pico. Temí que comenzara a declamar su “poetría”, pues me confesó que también era escritora. La escuché hasta que me convertí en un zombi, hasta que caí fulminado y me quedé dormido. Creo que se molestó, porque para mi fortuna no la volví a ver en dos o tres días. Una mañana, mientras me desayunaba, la hermana latinoamericana volvió a aparecer, esta vez hecha una fiera. Haza mocho luido, ¿pol qué? ¿pol qué no lespeta el sueño de lo demá?, gritaba a todo pulmón, azotando la puerta del refrigerador, del horno y de las gavetas de la cocina. Habrá durado unos diez minutos la gritadera, no exenta de insultos. Me quedé atónito, no supe cómo revirar el ataque, ni fue necesario, ya que dos horas después, temerosa quizás de que le dejara un comentario negativo, lo que en el amigable sistema de Airbnb se denomina una bad review y que puede hacer pedazos el negocito, la pinche vieja loca ya me había dejado un mensaje en el télefono en el que aullaba de arrepentimiento y como en las mejores telenovelas, daba a entender que estaba muy apenada y que pobrecita de ella que tenía que mantener una casa de huéspedes siendo toda una ex-princesa latinoamericana rodeada de riquezas y sirvientes y ahora devenida en una “altista” al borde de la bancarrota en plena tierra prometida, y que muchos sorrys porque se había comportado de manera inadecuada en su cocina. He aquí un ejemplo de hasta dónde puede llegar la pendejez de uno: imagínense ustedes, le respondí por el sistema de mensajería que no se preocupara cuando en realidad poco le había faltado para clavarme un cuchillo en el cuello o dejarme parapléjico de un sartenazo. Esa misma noche, apenas había pisado la entrada de la casa al volver de mi trabajo, como si nada, la hermana latinoamericana me estaba presentando a sus amigos, una joven y sonriente pareja de afroamericanos. Insistía que los acompañara a no recuerdo qué bar. Por supuesto que me negué, aduciendo que ya tenía planes, cosa que además era cierta. Tiré la hueva un rato

en mi habitación y salí a la noche de Detroit. Nada del otro mundo, salvo la escena dantesca que me esperaba de vuelta a la casa de la hermana latinoamericana. Volví como a las tres de la mañana, y en mi camino a la cocina para tomar un vaso con agua, tropecé con los que según conté, serían al menos unos seis cuerpos, entre hombres y mujeres, regados de pedos y cogidos por toda la sala. Esa noche me fui a dormir con la imagen de un tenis de basquetbolista talla súper lancha y el temor de que al otro día mi casera se quejara de que había pisado a uno de sus amigos, echadores monumentales de pata colectiva. No ocurrió así; sin embargo, el siguiente y aterrador mood swing no tardó en llegar. Esta vez yo ya estaba preparado. Había buscado en los “términos de servicio” de Airbnb, qué demonios hacer en estos casos: no mucho, intentar arreglar el problema de manera “amistosa”, y ya si las cosas se salían de control, llamar a la policía y enviarles copia del reporte. Sucedió que un día la humedad ambiental alcanzaba el 90 por ciento. En Motor City estábamos respirando agua. Con cada transpiración se corría el riesgo de deshidratarse, de caer muerto en el acto. Regresé, otra vez, de mi trabajo y entrar a la casa donde me hospedaba fue como caminar los hornos crematorios de Buchenwald. Apenas alcancé a encender el aire acondicionado antes de caer medio desmayado, agarrado a mi botella de agua como si se tratara de la viga de madera roída que me permitiría flotar y prolongar mi vida unas cuantas horas más en altamar. Cuando la temperatura adentro de la casa había disminuido y se alcanzaba a divisar la costa, llegó la hermana latinoamericana. Escuché sus estruendosos pasos desde mi habitación en el segundo piso, seguidos de unos alaridos y las que supuse, pues no entendía nada, unas buenas mentadas de madre. A continuación la agarró a patadas contra la puerta de mi habitación. Ahora qué pinche pedo, pensé, mientras medio me despertaba y un penetrante olor de algo que se quemaba comenzaba a inundar el ambiente. Seguían las patadas a la puerta. Seguían los gritos incomprensibles. Hasta que me paré y abrí y dije, o grité yo también, ya no me acuerdo, vámonos a la chingada, ¿qué pues, cabrona? La hermana latinoamericana estaba como en trance, aullaba en lenguas, la pinche chaparra, al tiempo que sostenía un encendedor en una mano y un manojo de hierbajos secos en la otra. Que se vaya e’ d’monio, que se vayan las malas vib’las y vengan lo anjeletos a e’ta casa. Aquello habría podido pasar por una escena del Exorcista, el Exorcista tropical en pleno pinche Michigan. Ahí me ven, una vez más haciéndole al pendejo. Estás violando los términos de servicio de Airbnb, deja

El santuario del viajero en Detroit.

de insultarme y de gritar, hija de tu puta madre, o llamo a la policía. ‘Amala, ‘amala. ¿Qué chingados dices, que amé, a quién quieres que amé? ¡Ya, tranquila! Total, tomé el phone y marqué el 911. A los minutos apareció un policía con aspecto de nazi, un cabeza rapada súper ponchado, súper embutido en su uniforme negro. Hasta que se calló la pinche vieja loca. Entonces me animé a largarme y decir ahí te ves hermana latinoamericana, si no me regresas mi lana te demando. Fue así que vine a dar al santuario del viajero, de los pobres güeros y negros que sobreviven por igual del miserable chequecito de la seguridad social, de los ejecutivos de bajo y mediano perfil que se disputan un microgramo de poder oficinesco, del ingeniero en sistemas asiático e hindú, actores y actrices del porno, entre otros entes humanos, mejor conocido como Extended Stay America. No incurro en exageración alguna ni necesito presumir de un doctorado en ciencias sociales para afirmar que esta cadena de hoteles de estancia prolongada es el último reducto de la democracia en América que testimonió el conde de Tocqueville. Me consta que Mike, veterano de guerra, o la gordinflona y ostensiblemente deprimida Brittany, ambos empleados de Extended Stay America, tratan con la misma cordialidad a quien pasa por su mostrador, sea para pedir el reemplazo de una cafetera que ya chutó, para cambiar un billete de dólar por monedas de veinticinco centavos, las únicas que aceptan las lavadoras y secadoras del hotel, o simplemente servirse un café por la mañana y tragarse un muffin esponjoso, para echar el cotorreo barato muy a la gringa, para platicar acerca del clima, de los Tigres de Detroit, de autos y motocicletas, este sitio es un edén, no olvidemos que estamos en un suburbio de Detroit, de pura pendejada sana y llana. Qué mejor. La recepción del Extended Stay America como espacio de convivencia de razas, clases sociales, oficios, profesiones y buenos para nada. Sobre todo de buenos para nada. De aquí soy, amigas y amigos. Si preguntan por mí en estas tierras motorizadas, ya saben dónde encontrarme.

Bruno H. Piché es autor de los libros de ensayo y crónica Robinson ante el abismo (2010) y El taller de no ficción, así como del libro de cuentos Noviembre (2011). Su reciente novela Los hechos es “una extradordinaria reflexión sobre el espejo roto de la memoria”, en palabras de Juan Villoro.


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Por

FRANCISCO HINOJOSA

LA N OTA NEGRA

LOS NOMBRES DE LAS CALLES

@panchohinojosah

S

in alguien dice que vive en la calle de Hidalgo, tendríamos que preguntarle necesariamente de qué ciudad, pueblo o colonia. En el país hay más de 14 mil que llevan el nombre del Padre de la Patria. Le siguen, según el inegi, Emiliano Zapata, Benito Juárez y 5 de mayo. En cambio, si otra persona nos dice que vive en Barranca del Muerto, no hay pierde: difícilmente habrá otra en el país distinta a la que nace en Río Mixcoac y muere en Las Águilas. Esa singularidad la comparten otras vialidades de ingenioso nombre: Niño Perdido (hoy Eje Central Lázaro Cárdenas), Rayando el Sol, Zopilote Mojado, Tiro al Pichón, Callejón del Trancazo o Matapulgas. ¿Quién bautiza las calles? Existe una Comisión de Nomenclatura del Distrito Federal que eventualmente ejerce su papel regulador. Una colonia llamada Del Periodista tendrá que llevar necesariamente los datos de comunicadores importantes. Alguna vez fui con Vicente Rojo a conocer la colonia Pintores Mexicanos en Aguascalientes. Recién inaugurada y lejana del centro, aún se veía despoblada. Además de su nombre, estaban los de Cuevas, Felguérez, Goitia, Soriano y Coronel, entre otros. Sólo dos nombres saltaban: el escritor Renato Leduc, de quien desconozco su obra plástica, y un tal Carlos Fuentes Mares, que ni la una ni la otra. Un amigo de Cuernavaca construyó su casa en una zona que aún estaba siendo urbanizada y, por supuesto, sin haber sido cartografiada en su totalidad. Las calles cercanas se llamaban Colorines, Cerrada de Colorines y Privada de Colorines, por lo que le pareció sensato ponerle a la suya, que

Las Claves

HAY UNA COLONIA EN CHIMALHUACÁN LLAMADA CIUDAD ALEGRE, Y VAYA QUE LE HACE HONOR AL NOMBRE. SUS CALLES SE LLAMAN DON PEDRO, BOBADILLA 103, AZTECA DE ORO Y BRANDY CHEVERNY.

era la última, Colorín Colorado para que cuando pasaran por allí los de la Guía Roji consignaran el nombre. Si no se hizo fue porque los vecinos se opusieron a vivir en una calle “chistosa”. Hay vías que recuerdan fechas importantes: 5 de mayo, 16 de septiembre, 20 de noviembre. Cada estado y cada país tienen las propias. También en Cuernavaca hay una que llama la atención, 20 de julio de 1969, que no le diría nada a la gran mayoría a no ser por su contexto: Armstrong, Collins, Aldrin, W. Von Braun, Apolo xi y, para meterle un poco de humor: Julio Verne y Tranquilidad. Pablo Boullosa me habló de una colonia en Chimalhuacán llamada Ciudad Alegre, y vaya que le hace honor al nombre. Sus calles se llaman Don Pedro, Bobadilla 103, Azteca de Oro y Brandy Cheverny. Unas cuadras más arriba están algunos poetas (Neruda, Díaz Mirón, Nervo y Paz) y entre Añejo de Bacardí y Luis Donaldo Colosio, corre Sor Juana Inés de la Cruz. A propósito, el nombre del candidato a la presidencia asesinado en 1994 aparece a lo largo del país bautizando colonias, calles, calzadas y avenidas. Raro por tratarse de un candidato (no existen por ejemplo calles López Obrador ni Gabriel Quadri), ya que los egos de presidentes y gobernadores suelen recordarnos su paso triste por el país gracias a la nomenklatura que le imponen a las ciudades para inmortalizarse. Hay una colonia en Ecatepec de nombre Carlos Salinas de Gortari. ¿Sus calles? Fernando Gutiérrez Barrios, Ignacio Pichardo Pagaza, Alfredo del Mazo y Hank González. Vicente Fox tiene sólo algunas callecitas (por cierto, muy cerca de su rancho, en Guanajuato, hay una

localidad llamada Nuevo Jesús del Monte, pero es conocida por todos como La Torta Atorada; gentilicio: tortaatoradense). En cambio, Felipe Calderón no nos dejó huella en google maps. Ahora falta saber cuál será el testamento urbano de Enrique Peña Nieto. Hay muchas calles llamadas Gaviota, pero al parecer ninguna de las vecinas tiene que ver con actrices de Televisa o primeras damas, sino con aves variopintas. Hay una en Bosques de Tarango llamada Casa Blanca, pero es anterior al escándalo. Otra se llama Reforma Educativa, en Iztapalapa, pero las aledañas también son reformas, aunque sean inexistentes: fiscal, política, petrolera, mineral, textil, deportiva y científica. Solo esperemos que al final su legado no esté por los rumbos de Ojo de Agua, Estado de México, entre las calles Mar de las Crisis y Océano de las Tempestades.

Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ

EL P OETA GONZAL O ROJAS (Lebu, 1917-Santiago de Chile, 2011) viene en un caballo mojado de llovizna / viene en su casa de aire y en su silencio gozoso de acordes / en los huecos del cielo y en “todo el hueco del mar”. Persistentemente a la intemperie. Siempre glotón de retratos que nos muerden. Siempre en los matorrales del tropel. Siempre como un niño escribiendo “poco y mal. Asmático y tartamudo”. Gonzalo en la vorágine del ritmo que Dios arrojó “desnudo y llorando”. / Gonzalo conviviendo en hosterías acuosas y oscuras con Catulo, frente a André Breton y emborrachándose con su compinche Pablo de Rokha en una taberna lóbrega y solitaria del Báltico: sin desconfianza, con la liturgia como única recompensa en los ojos. Todavía. Obra en prosa (edición de Fabienne Bradu), muestra la otra cara del autor de La miseria del hombre. En las consideraciones de Paul Valéry de una “linealidad de la prosa” en sentido de mar-

cha, y de la “circularidad envolvente” de la poesía en vecindades con la música: estos pergaminos de Rojas son curvilíneos, a manera del flujo de un río que se ramifica en redondeles empalmados. Música reflexiva, jazzística, bachiana: ostinato de cadencia en ascua. Palabras encrespadas sobre un lienzo de heredad rabiosa: “... nací tierra, comí tierra, pensé tierra, escribí tierra y más tierra, hice hijos de tierra, me acostaré asimismo tierra...” (Del zumbido, 2003). Diversos afluentes: La poesía es mi lengua (poemas en prosa), Perdí mi juventud (cuentos), Desocupado lector (prólogos), Los verdaderos poetas son de repente (ensayos), Mucha lectura envejece el ojo de la imaginación (reseñas), Desafinado en Concepción (enseñanza y diálogos), La vuelta al mundo (diarios de viaje), Revelación del pensamiento (poética), Caída y fascinación de la historia ( historia y política), Échenle agua a los muertos (elegías), De qué más se te acusa Gonzalo Rojas (páginas auto-

biográficas), Música ligera (notas), No al lector: al oyente (preliminares de lecturas públicas), A quien pueda importar (discursos), Arenga en el espejo (autoentrevistas). Espesura temática: diálogos conjeturables —sumario— entre creación y literatura. Refundición de tonalidades grecorromanas (Catulo, Píndaro, Ovidio…), Siglo de Oro (Quevedo, Lope, Góngora...), matices de la vanguardia latinoamericana y guiños surrealistas. Prueba del combate del hombre contra “la serpiente que avanza en el silbido / de las cosas, entre el fulgor / y el frenesí”. Convite sonoro: albores que nunca se apagan. (Leo en un mismo aire a mi Catulo y oigo a Louis / Armstrong, lo reoigo / en la improvisación del cielo. / Me moría, adiós vieja fragua; un minuto y soy piedra para / siempre, oh voz, única voz.) / Todavía: árbol invadido de golosas palomillas que vienen volando de cielos distintos, escoltadas por muchas ventoleras: unas muchachas impúdicas corretean sobre estas planas.

TODAVÍA. OBRA EN PROSA

Autor: Gonzalo Rojas Género: Ensayo, cuento, diario Editorial: FCE, 2015.


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J AV I E R D UA RT E YA N O C A B E

Por

CARLOS VELÁZQUEZ @charfornication

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l pasado 15 de agosto un grupo de artistas, intelectuales y periodistas destinaron una carta abierta al presidente de la República Enrique Peña Nieto. Demandaban que se garantizara el ejercicio del periodismo en México y se esclarecieran los homicidios acaecidos el 31 de agosto en la colonia Narvarte. El fotoperiodista Rubén Espinosa, corresponsal de Proceso en Veracruz, fue asesinado en la ciudad de México, tras huir al recibir amenazas en su entidad. Un crimen que se suma a una lista conformada por otros catorce periodistas ultimados más tres desaparecidos. El multihomicidio, donde también murieron Alejandra Negrete, Yesenia Quiroz, Nadia Vera y Mile Virginia Martín, desencadenó un circo mediático por parte de las autoridades. Hipótesis infundadas de bajeza intentaron en vano restarle tintes políticos a los crímenes. Pero detrás de todas las teorías permeaba la sombra de Javier Duarte, gobernador de Veracruz. En dos días se cumple un mes de la matanza de la Narvarte y hasta el momento sólo se han obtenido dos reacciones por parte de las autoridades. 1) Mancera va a llamar a rendir declaración a Javier Duarte, y 2) Una respuesta a la carta abierta, fechada el 18 de agosto, escueta y plagada de la retórica gubernamental de siempre, firmada por Roberto Campa Cifrán, subsecretario de Derechos Humanos de la segob. En ella se asegura que ninguna línea de investigación está descartada. Cuesta no ser apocalíptico, pero conocemos de antemano el desenlace. La investigación de la muerte de Rubén Espinosa se empantanará como la de los otros periodistas asesinados en el país. Esta es la segunda ocasión que escri-

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

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tores y periodistas se enfrentan al gobernador Duarte. Meses atrás, un grupo de intelectuales solicitó la cancelación del Hay Festival en Xalapa, Veracruz. A la luz de lo ocurrido en la Narvarte el asunto del Hay Festival cobra una nueva dimensión. Malentendimos el problema. Nunca se trató del Hay Festival. La discusión siempre giró alrededor de Duarte. Resultaría de una ingenuidad sin precedentes afirmar que si en lugar de pedir la salida del Hay Festival de Xalapa hubiéramos presionado por la destitución de Duarte, Rubén Espinosa continuaría con vida. Pero existió un equívoco. En lugar de cargarse al festival se debió exigir la salida del gobernador. El Gobierno Federal debe cuestionarse la pertinencia de Javier Duarte entre sus actores. Además de las peticiones contenidas en la carta abierta, debe exigirse la salida de Javier Duarte del escenario político del país. Duarte ya no cabe. Por los periodistas asesinados. Por los desaparecidos. Porque Rubén Espinosa jamás habría tenido que huir al df si en su estado hubieran existido garantías. Porque Veracruz es uno de los estados con crisis de seguridad más aguda del país. No es la primera ocasión que la opinión pública y grupos de resistencia se enfrentan a un gobernador. Y en to-

El sino del escorpión

VERA CRUZ

NOS FUIMOS NOSOTROS, LOS QUE PENSAMOS, LEEMOS, DIALOGAMOS, Y SE QUEDÓ EL ASESINATO, LA IMPUNIDAD, LA CORRUPCIÓN.

dos las contiendas jamás se ha conseguido la destitución de un jefe de gobierno. Baste Oaxaca como ejemplo. Sin embargo, este país no resiste un periodista más asesinado. México ya no soporta más crímenes. Con el caso Rubén Espinosa hemos tocado fondo. ¿Qué esperamos? ¿Otro colega, otro periodista más finiquitado? Duarte se debe marchar. A raíz de los sucesos de la Narvarte el tema del Hay Festival ha resurgido en distintas plumas. Juan Villoro menciona que Duarte otorgaba cerca de un millón de dólares al Hay Festival. Lo que remite a la misma discusión acerca de los recursos. El dinero no provenía de los bolsillos de Duarte. Y un evento de la magnitud del Hay Festival, que reúne a personalidades de todo el mundo, no es precisamente barato. Lo que da rabia es que las condiciones no cambiaron nada al retirar el festival. Un periodista más de Veracruz, Rubén Espinosa, fue asesinado. Y al gobierno estatal nunca le preocupó que el Hay se fuera de Xalapa. Duarte se precipitó a anunciar la creación de su propio festival. Me opuse a la salida del Hay Festival de Veracruz porque me parecía, con su proporción guardada, un embargo cultural, parecido al embargo económico de Estados Unidos contra Cuba. Los cubanos qué culpa tenían. La población cultural de Xalapa tampoco era culpable. Me inunda un profundo coraje reconocer que nos fuimos nosotros, los que pensamos, leemos, dialogamos, y se quedó el asesinato, la impunidad, la corrupción. No debemos volver a dejar a Veracruz solo. Duarte tiene que irse. Exijámoslo, es nuestro deber. Fuera Duarte.

Por ALEJANDRO DE LA GARZA

La ocurrencia de la Onda DESDE SU RESQUICIO en la pared el escorpión celebra los 71 años de José Agustín y le desea salud y perseverancia. Leerlo fue una aventura para el púber escorpioncito cuando visitó La tumba (1964), se vio De perfil (1966) y realizó luego el viaje psicodélico de Se está haciendo tarde (1974). El arácnido no ha dejado de leerlo, pero recuerda también al recién fallecido Gustavo Sainz (1940-2015) y sus conversaciones dentro y fuera del salón universitario; ya nostálgico, revive además las discutidoras pláticas con René Avilés (1940). Este itinerario finaliza con Parménides García Saldaña, con quien el escorpión compartió una tarde inolvidable de histórica y breve huelga telefónica. Todos ellos fueron clasificados como escritores de la Onda por ocurrencia de Margo Glantz, a partir de su discutible ensayo de 1971, Onda y

escritura: jóvenes de 20 a 33. Texto en parte basado en ideas ya rebasadas de Octavio Paz sobre los pachucos, y en parte sustentado en Gombrowicz y su visión de la juventud y la belleza como propias del rechazo a crecer. Glantz va del reconocimiento a la subvaloración de estos autores (incluye a Manjarrez, Aguilar Mora, Ulises Carrión, Juan Tovar, Gerardo de la Torre), y juega a oponer y reunir “onda” como crítica social y “escritura” como creación verbal. Su ensayo etiquetó a este grupo de escritores nunca conformes con esa simplificación, pues más allá de lo juvenil, el albur, el slang, el rock, las drogas, el sexo libre y demás lugares comunes, como lo escribió Sainz, citado por Glantz: Estos escritores han comenzado a distinguirse por su lenguaje, algo que ya no se acepta con inocente

consentimiento. La preocupación de “escribir bien” tiene ahora una oposición: la de aquellos que no creen más en los ceremoniales literarios. Si escribir es entrar en un templum que nos impone (independientemente del lenguaje que es nuestro por nacimiento y por fatalidad) una religión implícita, un rumor que cambia de antemano todo lo que podemos decir, (entonces) escribir es, también, querer destruir el templo incluso antes de edificarlo; es por lo menos, antes de franquear el umbral, interrogarse sobre las servidumbres de semejante lugar, sobre el pecado original que constituirá la decisión de encerrarse en él. Ya de regreso en la cicatriz de su muro, el escorpión pregunta: ¿Cuántos escritores actuales mantienen esa actitud?

MARGO GLANTZ JUEGA A OPONER Y REUNIR “ONDA” COMO CRÍTICA SOCIAL Y “ESCRITURA” COMO CREACIÓN VERBAL.


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LA CONEXIÓN CON EL PÚBLICO SEGÚN JAVIER CAMARENA Desde hace varios años, el tenor mexicano Javier Camarena ha conquistado recintos como la Ópera Estatal de Viena y la Ópera de París, pero en abril de 2014 se voló la barda en el Met de Nueva York. Ahí se presentó como Don Ramiro en La Cenicienta, de Rossini, y su desempeño fue tan notable que lo obligaron a repetir un aria (“Si, ritrovarla io giuro”), algo que durante los últimos setenta años sólo han conseguido en ese espacio

Luciano Pavarotti y Juan Diego Flórez. En The New York Times lo calificaron como “príncipe entre tenores”. Anthony Tommasini, el crítico de ese diario, escribió: “Camarena tiene buena técnica, un montón de energía y vitalidad rítmica. Su voz es cálida y penetrante, ya sea en frases suaves o en ráfagas de intensidad”. En noviembre de 2014, en el Teatro Real de Madrid, Camarena también hizo un bis en La hija del regimiento (Donizetti); el público

se lo pidió en el aria “Ah! Mes amis”, que exige nueve notas de do sobreagudo. Actualmente, el cantante nacido en Xalapa promueve su álbum Recitales (Sony Music), que contiene canciones italianas y mexicanas, grabado en vivo en el Palacio de Bellas Artes y en el Teatro Juárez de Guanajuato. A veces con seriedad, o entre risas que reflejan su carácter alegre, Camarena nos responde.

Por ESGRIMA

En el cuadernillo de Recitales hay una foto tuya con Ángel Rodríguez, en la que parece que ves al pianista que quisiste ser. Más bien veo a un artista que admiro muchísimo como músico. Un colega y un cómplice. Sí quise ser pianista, pero estoy muy convencido de mi vocación y feliz de ser tenor. De algún modo, el álbum resume tu vida artística y personal. Es un disco muy completo por los autores que están ahí: Bellini, Scarlatti, Donizetti, Rossini. En ellos se reflejan mis gustos interpretativos aunque no hayamos incluido ópera, porque yo pienso que eso debe escucharse con orquesta. Por otro lado, también están nuestros grandes compositores populares como José Alfredo Jiménez, Agustín Lara y María Grever. ¿Ya te gustaba el italiano antes de ser cantante de ópera? Siempre me gustó, pero lo empecé a estudiar hasta que entré a la escuela de música, y luego me seguí otros dos años con clases particulares. ¿Entiendes perfectamente cuando cantas en alemán? Ya llevo siete años en Suiza, una ciudad (Zúrich) donde predomina ese idioma. Lo entiendo bastante bien y lo hablo con relativa fluidez. Ahora estás coqueteando con el repertorio francés. Esa sí es la vaca más flaca. Lo entiendo más o menos, lo hablo poco, pero cantar es otro rollo. Sí está en mis planes ese repertorio, pero voy a necesitar de un coach especializado en fonética. ¿Estudiaste actuación? Hay algo en el plan de estudios, pero no tuve la fortuna de seguir una educación sólida en ese terreno. Me he hecho actor sobre las tablas. ¿El método “Stanistablas”? Ése mero. ¿Quién fue tu primer modelo a seguir como tenor? Yo creo que Ramón Vargas. El primer disco que compré con mi dinero fue uno de él: Canzoni. ¿Quién es tu cantante favorito de todos los tiempos? Fritz Wunderlich. ¿Cuál ha sido la mayor enseñanza de tu maestro Francisco Araiza? Comunicar, transmitir, y no sólo cantar bonito. Saber decir lo que hay en la partitura y proyectarlo al público.

Él ha dicho que perteneces a un selecto grupo de cantantes tipo Stradivarius. Es un honor oír eso, viniendo de una leyenda viviente. Leí que oírte cantar en Nueva York fue como ver a un equilibrista sobre una cuerda y sin red de protección. ¿Es una buena analogía? Yo creo que sí. En la ópera estás con el alma desnuda sobre el escenario, y tienes una orquesta en vivo y un público diferente cada noche. Por eso es tan emocionante. ¿Repetir un aria en el Met es algo parecido a un orgasmo? Yo siento distinto en los orgasmos. Ya en serio, fue una experiencia maravillosa, pero no por el hecho del bis o porque me sienta muy fregón, sino por la atmósfera que se creó, por la retroalimentación súper intensa con el

EN L A ÓPERA ESTÁS CON EL ALMA DESNUDA SOBRE EL ESCENARIO, Y TIENES UNA ORQUESTA EN VIVO Y UN PÚBLICO DIFERENTE CADA NOCHE. P OR ESO ES TAN EMOCIONANTE.”

FERNANDO FIGUEROA público. En esos momentos no pensé para nada en la trascendencia dentro de la historia del Met. ¿Para ti es igual cantar en Nueva York que en Torreón? Lo mismito. Todo lo que rodeó el concierto en Torreón fue muy especial y lo atesoro. Mucha gente se involucró para que se llevara a cabo la presentación en el Teatro Isauro Martínez, y en la plaza mayor se transmitió en directo para miles de personas. ¿Qué factores intervienen para que decidas cambiar de repertorio? Tu voz cambia, se desarrolla, se fortalece, toma más cuerpo. También tiene que ver tu gusto personal y el repertorio con el que tu voz se siente más a gusto. Yo empecé a cantar a Rossini para aprovechar las oportunidades que se me presentaban. Cuando me invitó el Teatro de Zúrich fue con La italiana en Argel, y yo no tenía ni idea de Rossini, excepto La scala di seta que había hecho para la Universidad de Monterrey. Luego vinieron invitaciones de Viena y París para hacer cosas de Rossini. Yo me siento más pleno con Donizetti y Bellini, en óperas más líricas. Quiero regresar a donde estaba en un principio.

Quisiste estudiar ingeniería, guitarra y piano. ¿Nadie se daba cuenta de la voz que tenías? Siempre fui afinado. Naces con un timbre y un color de voz, pero no me pasaba por la cabeza dedicarme profesionalmente al canto. ¿Cuál fue el primer dinero que ganaste como cantante? Yo creo que al ganar la beca Carlo Morelli. ¿Y antes en serenatas? Ésas las hacía por gusto. Estuve en un grupo con el que ambientábamos fiestas, pero ahí yo era tecladista. De las cantantes con las que has trabajado, ¿cuál es la que más te impresionó? Cecilia Bartoli. Es alguien que se supera a sí misma cada día y es un gran ejemplo para todos los que nos dedicamos a esto. ¿No te gustaría cantar con Elina Garanca? Por aquello del taco de ojo. Trabajé con ella en Viena, en El barbero de Sevilla. Canta bellísimo y sí es una muñeca de porcelana, pero es tan alta que yo le quedaba de llaverito. De chavo escuchabas a Sandro, Leo Dan y Piero porque le gustaban a tu mamá. ¿A cuál preferías oír? A ninguno. Yo prefería a Pedro Infante, Javier Solís y Jorge Negrete. Dime tres discos de música popular que te llevarías a una isla desierta. Mi disco Serenata, uno de Agustín Lara y una compilación de Pedro Infante. Y tres de música clásica. Uno con todas las sinfonías de Mozart, otro con los conciertos para piano de Rachmaninov, y uno que yo grabara de El barbero de Sevilla. ¿Viajas a tu casa de Zúrich cargado de chiles enlatados? Enlatados y no enlatados, tortillas, todo lo que puedo.

Arte digital > Fernando Montoya >La Razón


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