In memoriam Sergio González Rodríguez

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DANIEL RODRÍGUEZ BARRÓN PINTA LA REVOLUCIÓN

FRANCISCO HINOJOSA NIÑOS MIGRANTES

El Cultural N Ú M . 9 3

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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

IN MEMORIAM SERGIO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ (1950-2017)

ADOLFO CASTAÑÓN CARLOS VELÁZQUEZ ALEJANDRO DE LA GARZA EDSON LECHUGA

Diego Rivera > Retrato de Martín Luis Guzmán. 1915. De la exposición Pinta la Revolución.

RAFAEL PÉREZ GAY


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La mañana del pasado lunes 3 de abril trascendió la penosa noticia y la inestimable pérdida del escritor mexicano Sergio González Rodríguez (1950-2017). Su repentina desaparición interrumpe una obra en marcha, una etapa de plenitud abierta a posibilidades múltiples. A través de los años, su trabajo como narrador, ensayista, crítico, investigador, periodista, acentuó su exigencia de una “voluntad radical”, con la apuesta por una escritura que decidió mirar de frente a la barbarie, registrar y desentrañar los horrores

de nuestra actualidad, fundada a un mismo tiempo en el rigor, la documentación, la imaginación. Un amplio bagaje de referencias y recursos literarios alimentaron la complejidad, la densidad y la fuerza de sus argumentos, además de la beligerancia, la precisión incisiva de un pensamiento y una voz que sin duda extrañaremos. Nos deja una obra inteligente y culta, destinada a permanecer. Esta edición de El Cultural dedica varias de sus páginas a la memoria del amigo y del autor.

L A A M ISTA D NO ENVEJECE R A FA E L P É R E Z G AY Ninguno de nosotros es tan joven como antes. ¿Y qué? La amistad no envejece. W. H. Auden

S

ergio González Rodríguez murió de un infarto a los 67 años de edad. Una muerte temprana que lo sorprendió en el mejor momento de su vida, si convenimos en que el reconocimiento trae plenitud, seguridad y lectores. En el laberinto de azares que enredan la existencia, González Rodríguez fue reconocido como el “cronista de la barbarie” por cuatro libros: Huesos en el desierto (Anagrama, 2002), El hombre sin cabeza (Anagrama, 2009), Campo de guerra (Premio Anagrama de Ensayo, 2014) y Los 43 de iguala (Anagrama, 2015). Menos conocida es su obra novelística, una exploración de la oscuridad, de los misterios de la violencia, de los pliegues de las revelaciones nocturnas. Ese estudio de las sombras empezó en el

año de 1992 con la publicación de La noche oculta. De esa pasión por las tramas extremas, destaco El vuelo (Random House, 2008), Infecciosa (Random House, 2010) y El artista adolescente que confundía el mundo con un comic (Random House, 2013). Al mismo tiempo, González Rodríguez fue un periodista de diversas densidades y un columnista de raza. El primer momento de esa larga historia ocurrió en El Centauro en el paisaje (Anagrama, 1992) un ensayo de tendencias culturales. Esa trayectoria le fue reconocida con el Premio Fernando Benítez de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Aquella noche de plenitudes, Sergio me dijo con su premio entre las manos: “Mira, casi cuarenta años después de publicar mi primera nota: más vale paso que dure”. El joven que fui e hizo sus primeras

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armas en el periodismo cultural no vislumbró la entrega a Sergio González Rodríguez del mayor reconocimiento del periodismo cultural mexicano. Aún recuerdo cuando González Rodríguez publicaba uno de sus primeros trabajos periodísticos, si no el primero, en la recién fundada revista Nexos: una reseña de dos cuartillas sobre el escritor peruano Manuel Scorza: La tumba del relámpago. Hoy, desde el futuro, veo al joven González Rodríguez iniciar una trayectoria dedicada a las letras. Desde ese día no dejó de poner en la prensa un artículo semanal. Así cumplió cuarenta años de escribir para revistas, periódicos y suplementos con la fe de un carbonero y la fuerza de un joven eterno. Nunca sabremos qué magia desatamos con un solo hecho cotidiano. Con aquellas cuartillas talladas a mano, González Rodríguez despertó una vocación. Había sonado el llamado del periodismo. Cuando eso ocurre, les aseguro, no hay retorno. México dejaba atrás la década de los setenta, ese momento oscuro en el cual la corrupción priista y la ineptitud de la clase política hizo estallar en pedazos la estabilidad financiera. Vendría detrás de esos añicos la larga noche de la crisis mexicana. Al lector obsesivo que González Rodríguez incitó libro tras libro, añadió el aprendizaje de la edición. En esos tiempos, un editor era ante todo un lector y la idea del mercado no dominaba todos los espacios. Su línea admonitoria era ésta: no es posible un escritor sin un lector decidido; nunca la abandonó, santo y seña de su profesión literaria. Eran los años del suplemento La Cultura en México de la revista Siempre! Un grupo de jóvenes nos incorporamos a la factura de esas páginas que dirigía Carlos Monsiváis. De él aprendimos la voracidad informativa, la audacia editorial y la idea de que el periodismo de cultura es sobre todo intentar esta hazaña: crear un público. Sergio escribió ensayos literarios y columnas de información nueva en el suplemento, le abrió una ventana a esa casa. Recuerdo su ensayo pionero sobre Marshall Berman y su libro clásico: Todo lo sólido se desvanece en el aire. Sergio había descubierto que la imaginación y el rigor no son agua y aceite, al contrario, ambos se difunden en el buen periodismo. En 1984, un sueño se hacía realidad: el viejo periódico La Jornada. Fernando Benítez era la proa cultural de esa

Foto > Archivo Delia Juárez G.

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Rafael Pérez Gay con Sergio González Rodríguez. 1977.

“EN 1988, GONZÁLEZ RODRÍGUEZ PUBLICÓ UN LIBRO EN TORNO DEL CUAL UN NUMEROSO GRUPO DE LECTORES EMPEZÓ A SEGUIRLO: LOS BAJOS FONDOS. EL ANTRO, LA BOHEMIA Y EL CAFÉ, UN ESTUDIO CULTURAL SOBRE ENCRUCIJADAS DEL FIN DE SIGLO XIX.” nave. Héctor Aguilar dirigía el suplemento La Jornada Semanal y atrajo a González Rodríguez y a Fernando Solana Olivares como editores. En ese camino, Sergio concibió un sello: investigación documental, claridad en el método expositivo, buena prosa. El momento culminante de esa fórmula secreta ocurrió en El Centauro en el paisaje, un conjunto de ensayos sobre la cultura finisecular y sus relaciones con las letras, el cine, la pintura y uno de los temas que Sergio investigó e interpretó con las armas de la curiosidad y la inteligencia: la posmodernidad. Dos años antes, en 1988, González Rodríguez publicó un libro en torno del cual un numeroso grupo de lectores empezó a seguirlo: Los bajos fondos. El antro, la bohemia y el café, un estudio cultural sobre encrucijadas del fin de siglo XIX y los misterios de la clandestinidad en los márgenes del siglo XX. El periodismo mexicano y sus relaciones con el poder cambiaron en los últimos treinta años del siglo XX. Los periodistas que hicieron Proceso y La Jornada encabezaron ese cambio y Fernando Benítez formó parte de esa independencia crítica. En ese tiempo, González Rodríguez se incorporó a la empresa que transformó al periodismo mexicano: el diario Reforma, la casa de Sergio durante más de veinte años. En sus columnas, “Escalera al Cielo”, que compartió con Christopher Domínguez, y “Noche y Día”, puso en marcha la vieja máquina de su juventud: narrar los hechos culturales, difundir las nuevas tendencias en busca de un canon y la propuesta de un gusto. En esas columnas González Rodríguez demostró que las fronteras de los géneros se han desvanecido: el cine, las artes plásticas, el teatro o las letras acuden al

llamado de un escritor si el tratamiento no litiga con la libertad imaginativa. Libro tras libro, Sergio quebró el falso dilema entre periodismo y literatura. Nuestros grandes escritores han sido periodistas de fuste y los grandes periodistas, escritores cultos. Una prueba de esta aventura ocurrió cuando Sergio fue tocado por una pasión perturbadora: la investigación de las muertas de Juárez, umbral y presagio, sombras y llamas del México que nos esperaba en la oscuridad. Ese escritor y ese periodista que se disputaban los sueños de Sergio no se cansaba de decir que la “fronterización” de todo el país con su cauda de violencia e inseguridad empezaba a ocurrir ante nuestros ojos y en los caminos sin ley del mapa mexicano. Cuando apareció Huesos en el desierto en la editorial Anagrama, la crítica y los lectores reconocieron en ese libro no sólo una completísima investigación sobre el feminicidio de Ciudad Juárez sino, además, una forma de periodismo de voluntad radical. Este libro es el punto de inflexión en la obra de González Rodríguez. A partir de entonces, Sergio le añadió a su método, a esa ansiedad de conocer, posturas políticas, causas, opiniones. No hay periodismo serio sin riesgo; renunciar a la audacia es abandonar la voluntad de saber. Los jóvenes que Sergio y yo fuimos no previeron que cuarenta años después yo lo despidiera al pie de su féretro. Recordé entonces nuestros veintes, cuando nos comíamos el mundo a puños mientras abrazábamos a la noche en bares de mala y buena muerte. Recuerdo que éramos invulnerables. Conservamos la facultad de la amistad a prueba de balas e intrigas. Les recuerdo que la amistad nunca envejece. Tampoco muere. C


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Rescatamos esta lectura de un libro definitivo, el primero de los tres vértices de una trilogía que Sergio González Rodríguez continuó con El hombre sin cabeza (2009) y consumó en Campo de guerra, Premio Anagrama de Ensayo en 2014. Desde entonces, de acuerdo con Adolfo Castañón, cultivó “una andadura prosística y ensayística particular que lo hacía a la vez capaz de mirar el conjunto y los detalles. Es la suya una de las voces más dignas de ser leídas en el orbe de las letras hispanoamericanas contemporáneas”.

Huesos en el desierto

U N E N S AYO A N T E EL ABISMO DEL PR ESENTE ADOLFO CASTAÑÓN

I.

En el mundo de las noticias virtuales y/o inventadas, en el universo de la mecanización de la información, el oficio del periodista es por fuerza un oficio audaz y aventurero. Tiene el periodista verdadero que ir arrancando la información, organizándola, asociando unos y otros datos, analizando infatigablemente lo recogido en la investigación sin dejar que el desánimo o la fiebre lo invadan. Ha de mantener la cabeza y la sangre fría, sin perder por ello la inteligencia que lo guía hacia la verdad. En medio del derrumbe de los lazos de confianza que aseguran la sobrevivencia de una sociedad, la acción inteligente de este tipo de investigador, escritor y periodista tiene sin duda un relieve y una consistencia civiles que aseguran el proceso de construcción social de la verdad que, más allá del interés inmediato de las instituciones y del propio Estado, termina o empieza fundándolos, proporcionándoles un cimiento confiable. El tipo de periodista, investigador y escritor que representa Sergio González Rodríguez es por estas razones tan necesario. Cuando todos mienten o se conforman con vivir acomodándose a la sombra de las medias verdades, el que sigue el hilo de la veracidad adquiere una nueva dimensión consistente. Ante el discurso plano y elusivo, aquél que ha sabido rescatar de los basureros y los escombros las pruebas incontestables del crimen, ha de aparecer como un atrevido fiscal que va armando pacientemente sus construcciones en el teatro en apariencia desierto de la justicia. El escritor como detective no es una figura inusual en las letras. El llamado a investigar dentro, pero sobre todo fuera y al margen de la versión oficial, lleva al investigador a reconstruir líneas intermitentes, errantes, que de algún modo lo contagian e infectan de nomadismo. Para el detective que ha hecho de la escritura

pasado sino una apuesta hacia el futuro; hay en el túmulo una fundación, y en el entierro de una comunidad masacrada al margen de las “versiones oficiales” una apuesta por la sobrevivencia solidaria de una comunidad que se busca en la justicia de un reconocimiento no por aplazado menos necesario.

su único solar y punto de sosiego, las certezas habituales de la gregariedad estallan. Ante el rigor exigente de una investigación que sólo puede practicarse libremente desde la intemperie, el escritor-detective reconoce en su búsqueda de la verdad el único consuelo que lo sabría aplacar, su única patria. El escritor-detective está incalculablemente solo. Su único abrigo es la intemperie; tiene algo en común con el poeta y con el filósofo, pero antes su solidaridad se afirma en la coincidencia con una figura: la de Antígona, la de la hermana que desafía al príncipe de este mundo para recordar y dar sepultura humana al hermano muerto. No puede haber figura humana más primitiva que Antígona, que se sacrifica para dar sepultura a su hermano pues que lo propiamente humano gravita en torno a ese oscuro mandato que nos lleva a enterrar a los difuntos. Dar sepultura a los muertos, ¿no es acaso una de las formas primarias de la cultura, es decir de la conmemoración? Se entierra a los muertos también como una forma de restituir—de volver a tejer el tejido que le da sentido a la sociedad. Hay en la inhumación no sólo un saldo de lo

II. Si el Estado es el responsable de administrar la violencia y el detectiveescritor es el encargado de investigar y de relacionar entre sí los actos aparentemente aislados de violencia, es claro que o bien el detective se declara funcionario y eventualmente subordina su acción detectivesca a la razón de Estado, o bien se declara independiente y asume el riesgo de enfrentarse con la razón de Estado. En una sociedad hegemónica e industrializada donde el ciudadano se ve reducido a un agente del consumo y la franja de civilidad que se puede ejercer se ve día con día reducida, queda claro que el llamado del detective independiente resulta definitivamente indeseable, incómodo por más que la acción investigadora ponga en juego en última instancia la sobrevivencia misma de la sociedad en cuanto conjunto de ciudadanos responsables. No hay laberinto más intrincado que una línea recta, escribe en algún sitio Gilles Deleuze. El detectiveescritor lo sabe como ninguno, pues su inflexible línea recta ha de pasar por no pocas pruebas, por no pocos ensayos en los cuales puede estar en juego su propia integridad física.

“CUANDO TODOS MIENTEN O SE CONFORMAN CON VIVIR ACOMODÁNDOSE A LA SOMBRA DE LAS MEDIAS VERDADES, EL QUE SIGUE EL HILO DE LA VERACIDAD ADQUIERE UNA NUEVA DIMENSIÓN CONSISTENTE.”


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III. Huesos en el desierto se sitúa en algunas localidades deprimidas de Ciudad Juárez, Chihuahua, el antiguo Paso del Norte, contiguo a El Paso, Texas. Ciudad fronteriza, Juárez es también un complejo entramado urbano donde se da una intermitencia o fractura en el orden legal, una ciudad de paso donde por lo visto el pasaje entre la vida y la muerte, la legalidad y la ruptura desafiante de la legalidad parecen darse cita en un complejo espacio de explotación industrial y semi-industrial naturalizando a la luz de la usura los actos contra natura, legitimando una ley turbia, exigente de sangre y tortura, y poniendo a la deriva Estado y gobernabilidad en virtud de la erosión de los consensos mínimos que garantizan la convivencia social. IV. Huesos en el desierto es a la vez ensayo, crónica, investigación, reportaje, reflexión en torno a los centenares de mujeres muertas (¿350?), asesinadas, torturadas anónimamente en Ciudad Juárez. El libro deja constancia de las redes de que se sirve el poder dentro del poder, de la descomposición del sistema policiaco en el norte del país, en particular en Ciudad Juárez. El libro, aparte de ser una valiente denuncia documentada de una lacra profunda en el tejido social, es ante todo un libro escrito, y no sobra decir bien escrito. No sólo eso: Huesos en el desierto resulta de un muy sólido trabajo de investigación, por así decir, en vivo. González Rodríguez reinventa con esta obra el periodismo y la literatura. Pone un ejemplo muy elevado de competencia ética y destreza interpretativa, hermenéutica: va disponiendo los hechos con progresión geométrica sin perder en ningún momento la orientación íntima, el sentido. V. El sistema tiende a hacernos creer que México es un país sin fronteras de clase y desde luego de reconocida pluralidad. Contra esa creencia, Huesos en el desierto opone un corrosivo y documentado ensayo donde el autor aborda un tema ya tratado (por ejemplo, por Víctor Ronquillo), dotándolo de una contundencia periodística y literaria difíciles de igualar y abriendo nuevas puertas al género. Quienes nacimos en México al promediar el siglo nos formamos con la idea de que México no sólo era (o había sido) la región más transparente en términos meteorológicos sino que lo era sobre todo en términos políticos y sociales: México sería un territorio sin fronteras, exento de conflictos, con igualdad de desarrollo y oportunidades para todos; México sería así la región más transparente. Esa ilusión quedaría desmentida cruelmente por el calendario sangriento que ha sido el mexicano a lo largo del siglo XX. Por poner algunos ejemplos, mencionemos la masacre de la familia de Rubén Jaramillo, las represiones a los ferrocarrileros, las matanzas periódicas de campesinos y maestros rurales, para no hablar de fechas como 1968, 1971, o de los diversos crímenes aislados

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“GONZÁLEZ RODRÍGUEZ REINVENTA CON ESTA OBRA EL PERIODISMO Y LA LITERATURA. PONE UN EJEMPLO MUY ELEVADO DE COMPETENCIA ÉTICA Y DESTREZA INTERPRETATIVA, HERMENÉUTICA.” que han afectado selectivamente a dirigentes y líderes sociales de la más diversa extracción, o bien de las violaciones a mujeres cada día en aumento. En ese turbio panorama de muertes deliberadas habría que inscribir los más de trescientos casos de mujeres asesinadas que dan materia y asunto al admirable libro de Sergio González Rodríguez: Huesos en el desierto. Los asesinatos misóginos se explicarían en parte como un resultado de la supuesta seducción femenina. Este burdo mecanismo está detrás de la naturalización de los crímenes contra la mujer. El caso de las más de trescientas mujeres asesinadas y torturadas en Ciudad Juárez es uno de los mayores escándalos jurídicos en toda la historia del derecho. El machismo como actitud exculpatoria de los anónimos culpables es una de las cuerdas de que cuelgan las explicaciones no dadas sobre esos asesinatos que comprometen una insondable complicidad entre miembros de la policía, narcotraficantes de uno y otro lado de la frontera y testigos silenciosos pero muy poderosos y muy comprometidos. A ese paisaje habría que añadir el de los pasquines o libros de “monitos” de corte pornográfico que inundan los kioskos de todo el país y que son una invitación y una escuela ilustrada de la violencia sexual en todos sus tonos, además de ser por supuesto un jugoso negocio editorial. VI. La reflexión sobre el caso policiaco y criminal de las más de trescientas mujeres asesinadas y torturadas en la fronteriza Ciudad Juárez lleva al planteamiento de una ominosa hipótesis de trabajo: la frontera entre México y Estados Unidos es como un hoyo negro de la ilegalidad, una insondable marea devoradora donde se consumen cadáveres de indocumentadas que mueren por centenares —si no por miles— al filo de uno u otro lado de la frontera, centenas de cuerpos de

mujeres asesinadas, y un caudal innumerable de recursos invertidos en la persecución del crimen como pueden ser, por ejemplo, los sueldos de los cuerpos policiacos que patrullan se diría que inútilmente la frontera de uno y otro lado, etcétera. La idea de la frontera como un hoyo negro de la legalidad permite quizá dar cuenta de esa caja negra que es el estado de derecho fronterizo donde al parecer reina la ley del (invisible) más fuerte. Pero, ay, la frontera crece y, como diría Federico Campbell, México está en proceso de tijuanización. VII. ¿Tráfico de órganos? ¿Espectáculos abominables? ¿Rituales oscuros? Cualquiera que sea la explicación, un hecho es insoslayable: los más de trescientos cadáveres de mujeres torturadas y asesinadas anónimamente son una razón de peso para pensar, en el contexto de la sociedad mercantil en que vivimos, en el negocio que pueden significar estos asesinatos. VIII. “El móvil general de por medio —apunta Sergio González Rodríguez— refiere a un rito homicida de contenido sexual que sirve para cohesionar, fraternizar y garantizar el silencio de quienes pertenecen a su secreto; una mafia muy influyente. El móvil particular sería un no móvil, como afirma Robert K. Ressler: ‘El asesino en serie mata por matar, no suele tener un móvil en particular’”. Los culpables estarían libres, y la gente inocente en la cárcel. González Rodríguez busca ahondar en Huesos en el desierto la comprensión de un presente turbio: el presente de ese espacio abismal que divide al país real del país formal, el estado salvaje del estado social de derecho. La investigación de ese presente exige no poco valor y raya en lo heroico: el escritor y periodista arrastra amenazas diversas y poco a poco su fidelidad a las letras rojas de la sangre


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le van abriendo los ojos a las letras negras que cifran ese mapa real pero inaprensible en la medida en que se enfrenta a las versiones oficiales. IX. La pirámide de la complicidad abarca conspicuos funcionarios panistas, (encabezados por el ex gobernador de la entidad, Francisco Barrio, o el entonces —1992-1995— responsable de la Procuraduría General del Estado de Chihuahua, Francisco Molina Ruiz, entre muchos otros). El admirable libro de Sergio González Rodríguez no hubiese sido posible sin la contribución muy amplia de un conjunto de periodistas, defensores de los derechos humanos y militantes de los derechos civiles que han realizado a lo largo de los años un trabajo de documentación de gran importancia y que han sido objeto en no pocos casos de amenazas y atentados. X. Otro tema que se desprende de la lectura del libro de Sergio González Rodríguez es el de la impunidad. El poder es intocable: “la seguridad del poder se busca en la inseguridad de los ciudadanos”, como deletrea el epígrafe de Leonardo Sciascia que ostenta el libro. Al igual que el investigador estadunidense Robert K. Ressler, autor del libro I have lived inside the Monster, se podría decir que Sergio González Rodríguez también ha vivido en el monstruo; ha tenido el valor de asomarse a una de las más violentas deformaciones de nuestra sociedad —la compuesta por el desprecio total a la vida humana, convertida en este contexto en la materia prima de una maquinaria literalmente innombrable. XI. Huesos en el desierto no es una obra literaria ni histórica más: indica la aparición de un nuevo género, de una página distinta, de una historia y de una literatura otras, escritas a contrapelo de las versiones oficiales. Se le podría comparar, por su rigor estilístico y su destreza literaria con la novela A sangre fría de Truman Capote, con una diferencia o matiz: Huesos en el desierto documenta una serie de crímenes cuya magnitud estadística mueve a la reflexión más profunda. XII. Si “al inicio del siglo xxi en México por cada nueve hombres, víctimas de homicidio doloso, se mata a una mujer,

“HUESOS EN EL DESIERTO NO ES UNA OBRA LITERARIA NI HISTÓRICA MÁS: INDICA LA APARICIÓN DE UN NUEVO GÉNERO, DE UNA PÁGINA DISTINTA, DE UNA HISTORIA Y DE UNA LITERATURA OTRAS, ESCRITAS A CONTRAPELO DE LAS VERSIONES OFICIALES.” en Ciudad Juárez, en la frontera norte con Estados Unidos, la proporción aumenta a cuatro” (p. 11). La consideración de esa proporción resulta clave. Recuerdo a ese propósito una idea de Ernest Jünger: Supongamos que hay un asesino por cada diez mil habitantes. Un leve aumento de esta cifra tendría su efecto sobre las costumbres. Evitaríamos, según hemos hecho en ciertas ciudades y en ciertas épocas, salir en la oscuridad y sin armas. Si la cifra llegara a elevarse, habría que introducir cambios en las instituciones. De esos cambios quedaría alguna evidencia en la arquitectura, en la consolidación de la sociedad, en los códigos. En 1645 se sabía hasta qué punto resultaba peligroso vivir en una finca aislada; eso se volvió describir en 1945. Si para terminar el espíritu asesino se apoderara de la mayoría de la población estaríamos ante una organización ritual, sea en los juegos de circo, sea en las fiestas de sangre al estilo mexicano (subrayado de A. C.), se estarían esbozando ahí los principios de las ejecuciones públicas; siempre se puede temer que éstas se transformen en fiestas. (E. Jünger, “El caleidoscopio de los números en graffiti”.) XIII. La elevada estadística de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez lleva a reflexionar en torno al tipo de sociedad en que se vive en la frontera de México con Estados Unidos, una sociedad devastada por el silencio, la complicidad y la tolerancia ante una fábrica de la muerte que parte de la impunidad como un estímulo para seguir funcionando. El hoyo negro de la impunidad crece, ay de la sociedad que lleva en sus códigos legales la preservación del impune. El valor del valiente libro de Sergio González Rodríguez estriba precisamente en la ruptura de

ese silencio y, a través de ella, en el inicio de una rectificación civil tanto más apremiante cuanto más inasible. Si la justicia expresa la distinción mínima entre las palabras y los hechos, se puede decir que Huesos en el desierto es un libro justo y que permite constatar la ausencia de transparencia (y quizá, por ende, en todo el país) en esa región fronteriza en la que lamentablemente y a contrapelo se puede deletrerar la condición de la ley en todo el territorio nacional. XIV. Examinada como una obra estrictamente literaria, Huesos en el desierto se presentaría como un escenario vacío: algo así como una pieza teatral beckettiana cuyo título podría ser: esperando al culpable. A medida que crece el número de los cadáveres descubiertos, aumenta la tensión y la confusión en torno al o los culpables y las hipótesis o líneas de investigación: 1) tráfico de órganos; 2) rituales satánicos; 3) rituales de iniciación entre narcos y policías para sellar pactos de silencio, etcétera. Cualquiera que sea la hipótesis, al espectador libre pero comprometido con su libertad y con la necesidad de dejar un testimonio de estos hechos, de la dispersión y de la confusión de la información y de los informantes, se le ha de presentar como un desafío. Al concluir la lectura de Huesos en el desierto de Sergio González Rodríguez, recordé las últimas líneas de El Proceso de Franz Kafka. Cuando los agentes vienen a buscar a Joseph K., éste les tiende obedientemente su cuello desnudo y, al reconocer el filo helado de la navaja en su cuello, nos dice Kafka, “Joseph K. sintió nacer la vergüenza”. Esa vergüenza de la humanidad es una de las cosas que deja al lector confuso este libro helado, admirablemente documentado y organizado, que es Huesos en el desierto, ejemplo inimitable de valor civil; libro escrito con una pasión consistente y fría y que nos redime a todos de la frivolidad y la banalidad, al enunciar y denunciar los hechos inocultables. XV. Técnicas de investigación criminológica, manejo de la estadística, historia oral, habilidad para armar rompecabezas dispersos, voluntad de análisis neutral y de verificación de los hechos llevan al escritor-detective, al periodista impasible a establecer un nuevo oficio de redacción, de acción literaria conectiva, que le permitirá ir explayando los datos ocultos en la prosa fluida de un ensayo escrito sin concesiones, un ensayo que es un duelo civil y una conmemoración.


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El Museo del Palacio de Bellas Artes presenta —hasta el próximo 7 de mayo— la muestra Pinta la Revolución. Arte moderno mexicano 1910-1950, que reúne a buena parte de los artistas que definieron la estética y la plástica del siglo XX mexicano. La exposición ensaya una perspectiva nueva, más allá del nacionalismo fundacional que, sin embargo, persiste y reincorpora su influencia como un discurso y una “distribución de lo sensible”.

Pinta la Revolución

L A POLÍTIC A Y L A E S T É T IC A DANIEL RODRÍGUEZ BARRÓN

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© D. R. Juan O’ Gorman / Museo de Arte Moderno, INBA / SOMAAP / México / 2017.

00 piezas entre fotografías, grabados, obra de caballete, periódicos y libros, forman parte de la muestra Pinta la Revolución. Arte moderno mexicano 1910-1950, organizada por el Museo de Arte de Filadelfia y el Museo del Palacio de Bellas Artes que busca poner el acento ya no tanto en los aspectos nacionalistas de artistas como Diego Rivera, Rufino Tamayo, el Dr. Atl, Roberto Montenegro, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, María Izquierdo, Tina Modotti, Carlos Mérida, Alfredo Zalce,

Leopoldo Méndez, Isabel Villaseñor y Fermín Revueltas entre muchos otros, y verlos, esta vez, dentro del contexto modernista internacional. Sin duda, este es uno de los grandes méritos de la exposición: enfatizar la forma orgánica en que maduró el estilo mexicano, las influencias de Ingres y el Greco, los aprendizajes tanto del muralismo como del Quattrocento, y las corrientes de vanguardia surgidas en las primeras décadas del siglo XX en Europa, como el cubismo y el simbolismo; después, el fecundo contrapunto con la vida y

el arte de Estados Unidos de América acentuó nuestra veta hispana; y finalmente, el surrealismo encontró un acomodo casi natural en nuestro país. De esta manera, poco a poco, se comienza a revertir la famosa observación de Alfonso Reyes —“hemos sido convidados al banquete de la civilización cuando ya la mesa estaba servida”— para señalar que a la modernidad no sólo llegamos a tiempo, sino además nos sentamos con comensales destacadísimos en la mesa principal. Sin embargo,

Juan O’ Gorman: La Ciudad de México. 1949.


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es asombroso comprobar que a pesar de los esfuerzos curatoriales por domeñar nuestra mirada y volverla hacia los aspectos más internacionales de nuestra estética, la carga del nacionalismo fue tan fuerte que acabó por devorar todas sus influencias, integrándolas a un programa y creando con ellas una iconografía social y cultural.

LA NACIONALIZACIÓN DEL ESPÍRITU Ya Rubén Gallo en Máquinas de vanguardia (publicado originalmente en 2005 por el Massachusetts Institute of Technology y editado en español por Sexto Piso en 2014) había intentado descubrir la “otra” Revolución; es decir, analizar en qué medida influyeron los nuevos medios de comunicación y de reproducción artística como el radio y la cámara fotográfica, o los nuevos materiales de construcción como el concreto, tanto en el arte como en la vida social; pero nuevamente, el nacionalismo cultural y político los incorporó a su propio programa y se convirtieron en parte del “milagro mexicano”:

El nacionalismo es una fuerza que aún no se agota, y ante cada reto global o local sentimos la necesidad de repensar una posible identidad colectiva. Es improbable que logremos deshacernos del todo de esa tentación mientras sigamos viviendo en un mundo ideado por el Romanticismo. La propia idea de la Revolución es romántica —subvertir el orden a favor de los desposeídos—, y el nacionalismo es, acaso, la más fabulosa de las joyas en la corona romántica. Johann Herder, fundador del Sturm und Drang [“tormenta e ímpetu”], pudo escribir enormidades como ésta:

Colección FEMSA, Monterrey, México.

La modernidad había llegado a México, pero no reemplazó el pasado premoderno; coexistía con él, y la vida de la capital se convirtió en una yuxtaposición paradójica de artefactos ultramodernos y rituales conservadores, de ambiciones cosmopolitas y tendencias nacionalistas. (Máquinas de vanguardia, p. 270.) Frida Kahlo: Mi vestido cuelga ahí. 1933.

El prejuicio es bueno en su tiempo. Devuelve a los pueblos a su centro, los vincula sólidamente a su origen, los hace más florecientes de acuerdo con su carácter propio, más ardientes y por consiguiente también más felices en sus inclinaciones y sus objetivos.

“PARA OTROS ARTISTAS (TAMAYO, MÉRIDA, MODOTTI, IZQUIERDO, ÁLVAREZ BRAVO), LA REVOLUCIÓN DEJÓ DE SER UN IDEAL PARA CONVERTIRSE EN UNA POSIBILIDAD DE FORMA Y SE LANZARON A LA BUSCA DE NUEVOS MODOS DE EXPRESIÓN.”

La nación más ignorante, la más repleta de prejuicios, es muchas veces la primera. (Citado en Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento, p. 24.) La idea romántica del prejuicio útil y necesario para la constitución de un fervor colectivo traza de inmediato el camino a seguir: hay que dar voz a un mundo primitivo, y por tanto inocente, hay que construir un pasado glorioso y rescatar o acentuar las costumbres populares. Supongo que al principio no hubo un plan, la Revolución Mexicana desarraigó a los individuos, la bola los levantó de norte y del sur de México y los convocó en el centro, ya sin coordenadas ni referencias, y tuvieron que afirmar su singularidad volviéndose los guardianes del alma del pueblo. El concepto de nación irrumpió en la historia mexicana justo como oposición a las clases cuyos privilegios quería acotar. Más tarde, quienes pintaron la Revolución no descendieron lo bastante para encontrar los verdaderos rasgos del pueblo (sea éste el que fuere), y prefirieron tomarse a sí mismos como ejemplo y base de lo que debía ser un mexicano. Había que transformar la condición social en modelo; las fortalezas en aptitudes universales; las costumbres en criterios absolutos. Es cierto también que para otros

artistas (Tamayo, Mérida, Modotti, Izquierdo, Álvarez Bravo), la Revolución dejó de ser un ideal para convertirse en una posibilidad de forma y se lanzaron a la busca de nuevos modos de expresión. Y durante un tiempo a Tamayo, por ejemplo, se le quiso ver como abanderado de un cambio radical en la pintura mexicana; en esta exposición, en cambio, forma parte de un mismo crecimiento estético.

LA DISTRIBUCIÓN DE LO SENSIBLE “Llamo distribución de lo sensible a ese sistema de evidencias en los modos de percibir que ponen al descubierto la existencia de algo en común, y al mismo tiempo delimitan y definen sus lugares y partes respectivas”, dice en una ya famosa entrevista Jacques Rancière (The Politics of Aesthetics, p. 7, la traducción es mía). El nacionalismo estético de nuestro país fue precisamente eso: una distribución de aquello que parecía encontrarse en la cotidianeidad y la exclusión de aquello que en cierto modo la contradecía o la ponía en tela de juicio. El nacionalismo estético fue menos una idea que un discurso generalizador que buscaba legitimarse al traducirse a sí mismo en términos de historia, sociología y ciencia política.


Colección particular

Muy pronto, lo que fue un acontecimiento vital degeneró en manual de estilo: mirando la exhibición uno encuentra, en general, una tendencia al dramatismo —figuras crispadas, puños en alto, gestos enfáticos—; o bien una resignación a la fatalidad —caras compungidas, miradas al vacío. También, hay que admitirlo, hay una conciencia de estar vivo y de estar participando en algo —el cambio social y cultural, o el cambio de una sola tuerca en esas máquinas lúbricas pintadas lo mismo por Tamayo que por Rivera, por Kahlo que por María Izquierdo—, y existe una certeza que, creo, hoy nos falta, la de que estaba ocurriendo algo, de que estábamos en una fase de cambio donde todos tenían un lugar: lo mismo en la narrativa proletaria que en el establecimiento de una clase media, lo mismo en las calles apresurando los cambios políticos que usando y aceptando los nuevos medios de comunicación y de transporte. Asimismo, es raro encontrar sentido del humor en el nacionalismo mexicano. Está el sarcasmo y la burla, desde luego —hay que ver Los paranoicos de El Corcito, o Las masas de Orozco—, pero no hay verdadera alegría. Existe, también, un desdén general por la ciencia —pese a los cameos de Darwin y las células y el universo en el mural El hombre controlador del universo de Rivera—, en favor de una vida a la intemperie y “natural” a lo Rousseau. Incluso y pese al optimismo brutal que despliega el ascenso del proletariado al poder, o por el contrario el regreso de artistas sofisticados y cosmopolitas al rescate de un arte popular, no hay o no lo veo, ningún atisbo de felicidad, como si en la búsqueda de igualdad y de justicia no cupiera ese sentimiento

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© 2017 Luisa Barrios.

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José Chávez Morado: Carnaaval de Huejotzingo. 1939.

“ES RARO ENCONTRAR SENTIDO DEL HUMOR EN EL NACIONALISMO MEXICANO. ESTÁ EL SARCASMO Y LA BURLA, DESDE LUEGO —HAY QUE VER LOS PARANOICOS DE EL CORCITO, O LAS MASAS DE OROZCO—, PERO NO HAY VERDADERA ALEGRÍA.” María Izquierdo: Altar de Dolores. 1943.

al parecer frívolo o burgués, y por tanto el nacionalismo sólo fuera posible en el drama, en la tragedia o la sordidez. Casi nada parece estar fuera de este gran mural mexicano, todas las nostalgias eran bienvenidas y al mismo tiempo se proyectaban las ideas de futuro —la calavera prehispánica y la luz eléctrica, el altar de dolores y el dinamo como Virgen (según Henry Adams)—; si hay que revisar este periodo, y la sincronía de la muestra con lo que está ocurriendo en México y el mundo es puntual, es porque inventó nuestro pasado tanto como nuestro futuro, para bien y para mal, y la exposición da cuenta de esa construcción a la vez cultural y social, popular y elitista que al final se convirtió en nuestra idea de país. La estética nacionalista educó —¿prejuició, afinó?—, si puedo llamarlo así, nuestro ojo: nos hizo ver las geometrías ocultas en papel picado, rastros metafísicos en las calaveritas de azúcar; nos hizo ver con sospecha a Estados Unidos —a pesar de los guiños a sus maquinarias— mientras nos volcábamos lo mismo hacia adentro que hacia el exterior, devorando las vanguardias para convertirlas en parte de nuestra tradición.

El nacionalismo fue una educación visual, pero también moral. La exposición acierta al poner sobre la mesa esta doble necesidad, el nacionalismo y el cosmopolitismo; por un lado nos previene contra el primero, que sabe de memoria la ruta hacia el autoritarismo, y también nos muestra el desencanto frente al progreso y los delirios del inconsciente; entonces, ¿a dónde ir?, ¿qué ruta tomar frente a la presión del país vecino, y la necesidad siempre renovada de cohesionar un grupo social? La muestra debería sonar como una alarma contra incendios en nuestra cabeza. Quizás sea hora de desmontar los engaños trascendentalistas, acaso haya cosas allá afuera más importantes que nuestra propia identidad. Tal vez ya no funcione hacer del mito nuestro origen, ni de los símbolos patrios nuestra iconografía de bolsillo, acaso ya no nos quede otra cosa que mirar sin vértigo el sinsentido de la existencia y entrar de lleno a un mundo donde otros países exacerban su nacionalismo y entender que nosotros ya lo vivimos. No estamos perdidos en ningún laberinto ni somos huérfanos de nada; si un día fue necesario, ya legitimamos nuestra existencia, es hora de emprender otras cosas.


10 Por

FRANCISCO HINOJOSA

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LA N OTA NEGRA

NIÑOS MIGRANTES

M

igrar es un libro escrito por José Manuel Mateo y dibujado sobre papel amate por Javier Martínez Pedro, originario de Xalitla, Guerrero. Publicado por Ediciones Tecolote y ganador en el 2012 del premio Nuevos Horizontes que se otorga en la Feria del Libro de Bolonia, el libro se despliega como un abanico y narra la historia de dos niñas que migran, desde un idílico poblado entre la sierra y el mar, hasta Los Ángeles, California, a través del tren conocido como La Bestia o El Tren de la Muerte. Viajan acompañadas por su madre, cuyo esposo se fue a buscar oportunidades al otro lado de la frontera. Como tantas historias, al principio les enviaba dinero, hasta que un día dejó de hacerlo, lo que obligó a las tres a hacer ese peligroso periplo. Antes de la época Trump, hasta 50 mil niños por año migraban a Estados Unidos, con frecuencia sin la compañía de un adulto. En el camino, algunos morían, quedaban lisiados o eran explotados. Durante la administración de Obama, muchos fueron deportados para frenar la entrada de menores, especialmente de Guatemala, Honduras y El Salvador. Son niños y jóvenes de siete a diecisiete años que huyen de la violencia, el desempleo y la miseria que impera en esos países, conocidos como El Triángulo de la Violencia, en busca de una vida digna. Otros, ya nacidos en Estados Unidos y con ciudadanía norteamericana, han sido separados de sus padres, a quienes han deportado a sus países de origen. Se quedan

Las Claves

EL FLUJO NO SE DETIENE. EL LARGO CAMINO QUE VA DEL SUR DE MÉXICO A LA FRONTERA CON ESTADOS UNIDOS A TRAVÉS DE ESTA RED DE TRENES CONTINÚA RECORRIÉNDOSE.

al cuidado de amigos. Los que regresan, tienen problemas escolares y de adaptación ya que su idioma materno es el inglés y sus referencias culturales las de ese otro país. Está el otro lado de la moneda: los niños cuyo padre o madre, o ambos, los dejan con familiares para irse a trabajar al otro lado y poderlos mantener con los dólares que les envían. Muchas son las historias que leemos a diario de estas separaciones que pueden durar años o terminar siendo definitivas. Lo cuenta bien Ana Romero en Puerto Libre, novela publicada por la Editorial SM y merecedora del Premio Juan de la Cabada. Su escritura permite percibir el abandono y la tristeza que siente su protagonista durante el largo tiempo de ausencia de su padre, que como muchos, migró al norte para poder mantener a su familia. Aunque su final es feliz, la novela también habla de algunos casos en los que, a bordo de la Bestia, los sueños se hacen añicos. La travesía de Enrique, de Sonia Nazario, cuenta el viaje de un adolescente hondureño en su octavo intento por reunirse con su madre, que lo dejó a él y a su hermana en Tegucigalpa para buscar trabajo en Estados Unidos y así poder mantenerlos a distancia. El libro, que le valió a su autora el Premio Pulitzer, habla no sólo de ese avatar, sino también de las razones por las que migran mexicanos y centroamericanos al país vecino. A pesar de las amenazas del gobierno de Trump contra los migrantes, el flujo no se detiene. El largo camino que va del sur de México a la frontera

Foto > ESPECIAL

@panchohinojosah

con Estados Unidos a través de esta red de trenes continúa recorriéndose. El documental Which Way Home cuenta muy bien las historias desgarradoras de niños que viajan solos sobre La Bestia. Unos se han ido con la anuencia de sus padres. Otros solo han dejado una nota de despedida. Arriesgan la vida al aventurarse a hacer el viaje porque los riesgos de morir en casa son mayores. En algunos puntos del trayecto hay casas del migrante que ofrecen víveres, agua y colchones para dormir de manera gratuita. En otro punto, un grupo solidario de mujeres, llamado Las Patronas, regala a los polizones comida desde hace veinte años. Pero así como encuentran aliados en el camino, también se topan con maras salvatruchas, zetas o policías corruptos que los extorsionan, secuestran y asesinan. Y los niños son las principales víctimas de la desatención gubernamental que es corresponsabilidad de todos los países involucrados en la migración. C

Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ

ANTONIO GAMONEDA (Oviedo, España, 1931) cierra los ojos y de sus párpados brotan pasiones añadidas a los prontuarios de todas las apetencias que se agolpan en las confidencias. Estaciones que son puertos: dársenas que son tranqueras: aldabas que punzan el jugo de la madera: cerrojos de bronce para proteger la cordialidad de la elipsis. “La claridad hablada, tiene la boca en la tumba de los sonidos”. Los versos de Gamoneda se columpian en la amanecida perplejidad de lo inocente: llegar a su alborada, inscribirse habitante de explanadas desvestidas. La prisión transparente (Vaso Roto, 2016), de Antonio Gamoneda: poemario que irrumpe acuoso en las hondonadas del castellano. Extravío de verbos insinuantes y también liviandades apiñadas en los eventos del dudoso olvido. Instantes que se abrevian en la memoria para que la designación sea la posibilidad de borrar los excesos del hombre: “Me pregunto si en este instante nada es cierto o incierto, si al menos en este instante, / es posible

fingir / hasta creer. / No / sé. / Apenas / es posible / olvidar.” Escasamente es viable decir ahora por qué estamos pendiente de la pausa y no de la eterna trascendencia del sueño. Mudanzas en las sediciones de Georg Trakl (Es sombrío el otoño en su frutal plenitud…), Nezahualcóyotl (Levantad vuestro corazón sabiendo / que nadie vivirá para siempre), Stéphane Mallarmé (Mi incertidumbre, mi viejo cúmulo de sombras, se agota / en el sutil ramaje que aún es materia de los bosques), Herberto Helder (Somos estrellas que cantan; cantamos con nuestra luz), Plinio (Sierpe pequeña, de ojos encendidos y encono mayor), Dioscórides (Humores: licores vagabundos en los cuerpos vivientes) / Expediciones a un catálogo de supuestos, trenzado a postraciones bordeadas desde alterada geometría verbal: acasos empapados en un agua amordazada. “Hasta aquí, mi primer extravío. En adelante, voy a decir o no de mis circunstancias, de mi soledad en mí.” Habla extraviada en los descensos que

sedimentan el abandono. Voz que se multiplica: tonos que se involucran en acentos forasteros para reconstruirse en el delirio. (Trakl era un perturbado por los encantos de su hermana: transgresión de íntima conjuración. El incesto es un lenguaje que nunca encuentra su consuelo). Mallarmé se ensimisma en la música de Debussy: el mar envuelve su prosodia de violas desafinadas que escaldan la armonía de su yo. Nezahualcóyotl se mira en los espejos donde Gamoneda busca el resplandor de Texcoco. / ¿Sigue la palabra en su desnudez provocativa abjurando el tiempo?: todo poema es una traición al lenguaje, parece decir Gamoneda. Vaguedades que se erigen como atribuciones. “Yo soy el poeta // Como el ave del agua, permanezco en la celebración y sobrevuelo / la celebración. Yo soy el que canta sobre el temblor del agua”, advierte el autor de Canción errónea. / La prisión transparente: abraso en inferencia de amor, dolencia, franqueza, soledad. Un desamparo ronda estas coplas de redundado aticismo quevediano.

LA PRISIÓN TRANSPARENTE

Autor: Antonio Gamoneda Género: Poesía Editorial: Vaso Roto, 2016.


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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

D U R O D E M ATA R

11 Por

CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

S

ergio González Rodríguez era un hombre pequeño (que no diminuto), pero tenía tremendos güevotes. Él solito puso patas pa arriba al sistema judicial mexicano al evidenciar, con sus investigaciones primero y con Huesos en el desierto después, a los responsables de los feminicidios en Ciudad Juárez. Lo que le valió un levantón y una madriza que le dejó varias secuelas. Pero el hombre, el periodista, no se amilanó. Se volvió ilocalizable, se convirtió en un ser esquivo, pero no pidió ayuda al PEN para exiliarse. Permaneció en México. Y esto, cómo no, lo convirtió en una leyenda. Aquellos que leímos Huesos en el desierto antes de conocer a su autor nos imaginábamos a un perro rabioso, a un tiburón, a un Terminator, pero resulta que no. Sergio no era nada de eso. Era un señor chaparrito de lentes, toda amabilidad, todo candor. Costaba creerlo, pero sí, ese señor era la inteligencia privilegiada detrás de Huesos en el desierto. Sobre Sergio pendían varias sentencias. Una recurrente era la que él mismo platicaba con frecuencia sobre cómo, en distintas entrevistas, pretendían que repitiera el nombre de los inculpados en los feminicidios de Ciudad Juárez. Nombres que aparecen en Huesos en el desierto. Sergio elaboró una lista de personajes y sugirió que se les investigara. Indagación que jamás se llevó a cabo por parte de las autoridades. Las complicaciones a raíz de la golpiza que sufrió en el 99, su niñez enfermiza y las caídas de

NO ERA VORAZ, ERA UN AVORAZADO. DESPUÉS DE SEIS DÉCADAS DE ESTAR AQUÍ TODAVÍA QUERÍA ENGULLIRLO TODO.

El sino del escorpión

la bicicleta se sumaron a los riesgos con los que Sergio tuvo que convivir a lo largo de su existencia. Lastres que no le impidieron pergeñar su obra ni pusieron en riesgo su carácter prolífico. Era un obsesivo de la escritura. Ninguna de las sentencias o amenazas pudieron con él. Fue un ataque al corazón lo que puso fin a una vida brillante. Sergio fue un producto de corrientes marginales: músico de rock. Si retrocediéramos en el tiempo y alguien nos dijera que el bajista de Enigma sería honrado por la FIL con el premio Fernando Benítez no lo creeríamos. Pero Sergio era desde entonces una navaja suiza del pensamiento. Era cuestión de tiempo para que desplegara sus habilidades. Tuvo que abrirse paso a golpes en el campo de las letras. No era proclive al gimoteo. El sentimentalismo de Sergio González Rodríguez consistía en una mesa para compartir el trago y los alimentos. Una o dos ocasiones relató que en su juventud nadie lo pelaba. Pero eso no representó ningún impedimento para él. Siempre peleó a la contra y jamás se quejó por ello ni renegó. Crítico insobornable, Sergio González Rodríguez puso su existencia entera al servicio de la lectura, la escritura, el periodismo y la investigación. Sería injusto decir que pasó por la literatura mexicana, más bien la literatura mexicana pasó por Sergio. Este hombre, con su capacidad de análisis, cambió las letras nacionales. Su generosidad, y

sobre todo un profundo conocimiento de sí mismo y de su papel, lo llevaron a documentar con fidelidad el fenómeno de la literatura mexicana. Una de sus máximas pasiones. Pero si algo lo caracterizaba era su honestidad brutal para decir la verdad. Tanto en su papel de periodista, de ensayista y crítico literario. En su célebre lista de los mejores libros del año desenmascaró a Zepeda Paterson al calificar a su libro, premiado, como el peor del año. Era una denuncia explícita a lo peor de la literatura, los premios fabricados. Ese era Sergio y sus güevotes. Se ganó enemigos. Cortesía de su brutal honestidad. Pero no sufría del mal del escritor mexicano: la envidia. A Sergio lo dominaban sus afectos, si te quería te quería para siempre, con los altibajos que la amistad conlleva. Su amor a la música. Su pasión por la literatura. No era voraz, era un avorazado. Después de seis décadas de estar aquí todavía quería engullirlo todo. Y aprisa. Era condescendiente. Con las personas. No con las obras. Era sumamente fiel a sí mismo. Incluso cuando se equivocaba. Cuando recibió el Premio Casa América Catalunya a la Libertad de Expresión en Iberoamérica en Barcelona estuve presente. Al día siguiente nos corrimos una pedota fenomenal por el Barrio Gótico y el Raval. Me dio un consejo que nunca voy a olvidar. “Haz cosas chingonas”, me dijo. Ese era el espíritu de Sergio. Escribir, producir, publicar. C

Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza

Evocación de Sergio DESDE SU CICATRIZ en el muro el alacrán ha visto a las mejores mentes de su generación “dejar el edificio”, como se dijo del mismo Elvis. La más reciente partida es la del querido Sergio González Rodríguez, nacido el 26 de enero de 1950 y fallecido la mañana del pasado lunes 3 de abril por causas relativas al corazón. Nos hará falta su calidad de ensayista, investigador literario, cronista de los horrores de la violencia en México y narrador de historias enigmáticas, pero sobre todo, en estos años sombríos, nos hará falta el amigo, el generoso ser humano. Una tarde de primavera de hace treinta años (1987), el escorpión ríe a carcajadas con Sergio en las oficinas de la Jornada Semanal, adonde el propio Sergio y Fernando Solana (editores del suplemento y de los primeros ensayos del venenoso), lo invitaron a conversar

con Fernando Benítez. El legendario periodista narra anécdotas picantes de los personajes de la cultura mexicana mientras, con vivacidad inaudita, persigue jovencitas por los corredores. A esa tarde le siguieron años de amistad incondicional: la presentación de su libro Los bajos fondos. El antro, la bohemia y el café (1988); la admiración por su narrativa en La noche oculta (1990), la celebración del premio de ensayo Anagrama 1993, entregado ex aequo (“con igual mérito” que el ganador) por El Centauro en el paisaje. En los noventa, Sergio se embarcó en la más documentada, extensa y arrojada investigación de uno de los mayores horrores contemporáneos de nuestro país: las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. El resultado se publicó en 2002 (y se amplió en 2005) con el título Huellas en el desierto, y

ello le costó, como quiere el aserto de Nietzsche: “mirar largo tiempo al abismo mientras el abismo también miraba dentro de él”. No agotaré aquí los títulos de Sergio ni los premios a su escritura. Apenas en 2014, con generosidad, se dejó entrevistar en público por más de dos horas en el Centro Xavier Villaurrutia, donde conversamos del gran arco de su obra. Y aún en 2015, obtuvo el premio Anagrama de ensayo por Campo de guerra. Mientras sale evocativo de la funeraria, el artrópodo recuerda la flexibilidad de la mente de Sergio, su apertura al arte contemporáneo, a los nuevos movimientos sociales, a los escritores jóvenes y la literatura experimental, a los avances digitales y en materia de redes sociales. Eso aprendió al alacrán de su amigo, tras treinta años de amistad insobornable. C

EL ARTRÓPODO RECUERDA LA FLEXIBILIDAD DE LA MENTE DE SERGIO, SU APERTURA AL ARTE CONTEMPORÁNEO, A LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES, A LOS ESCRITORES JÓVENES.


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Unos días antes de su fallecimiento, Sergio González Rodríguez concedió esta entrevista donde plantea, con absoluta actualidad, su visión del momento que vive el país, el Estado, los desafíos urgentes de nuestra sociedad y el compromiso fundamental de la literatura: la comprensión de lo humano.

Sergio González Rodríguez

“EL RETO DE LA LITERATURA HOY” El pasado lunes 27 de marzo entrevisté a Sergio González Rodríguez con el equipo de “Ojos de perro”. Por supuesto, ni remotamente imaginé que sería ésa su última entrevista. Sergio se veía sereno, de buen humor y durante la entrevista, como siempre, dejó caer un puño de reflexiones hondas, críticas, de aquellas que

dejan su eco en tu cabeza por días, o noches, o días y noches. Una semana después vino su deceso insospechado y súbito a mostrarnos una vez más la fragilidad de la vida. Pero me quedan sus comentarios agudos, acertados y mordaces que comparto con usted, lector, aquí, con toda mi admiración. Transcribo:

Por E N T R E V I STA

En estos momentos México como país vive un enorme cambio en su estatuto jurídico administrativo que es el Estado mismo. Tenemos un Estado sumamente vulnerado. Yo lo he denominado en alguno de mis libros un an-Estado, es decir un Estado que está fuera y en contra de la propia legalidad, mientras simula respetar la Ley. En México actualmente desaparecen diecisiete personas al día, una cantidad extraordinaria que nunca se vuelve a saber de ellas, y en la mayoría de los casos, nunca se encuentran los cuerpos. Ni siquiera tenemos un respeto para el estatuto de ciudadano. Muchas veces no sabemos ni siquiera los nombres (...) no sabemos quiénes son. La nuestra es una sociedad que ha perdido de vista, integralmente, el estatuto de dignidad de la persona, el estatuto de identidad de las personas. Yo no estoy de acuerdo con la idea de cancelar la memoria y empezar de cero hacia adelante. Ahora está de moda este concepto solamente porque lo promueven algunos intelectuales anglosajones; claro, lo promueven desde la comodidad del imperio; pero para sociedades como la nuestra, que vive en un estatuto prácticamente colonizado o de muchos modos colonizado, pues vemos que es una recomendación atroz. Desgraciadamente se acaba de aprobar (acaba de divulgarse, mejor dicho) una reforma educativa que dice que hay que vivir en el presente y olvidar el pasado. Por lo tanto no debemos de tener un concepto de historia del país, sino que debemos vernos en un mundo cosmopolita interconectado por la tecnología, que por desgracia está en manos corporativas, que no van a permitir que los ciudadanos lleguemos a tener ninguna injerencia en ello y, además, que nos desenvolvamos en un mundo que aspira al éxito individual. Verdaderamente es atroz la cancelación de la memoria, del pasado, para construir un presente absolutamente artificioso. Mencionabas (y es muy importante) el hecho de que las autoridades apuestan también al olvido. ¿Por qué? Porque es el modo como pueden seguir funcionando en el futuro.

EDSON LECHUGA

Hay que sumar el hecho de que la desmemoria juega a favor de las instituciones anómalas en las que vivimos. Nuestra única posibilidad de contrarrestar esto es manteniendo la memoria. La literatura tiene un compromiso frente al país, que a su vez es un compromiso que puede ser político, pero no necesariamente. Se trata de un compromiso que no tiene que atravesar por el panfleto ni por la ideología. Un compromiso de comprensión con lo humano. La literatura habla del drama humano, del misterio humano, de la supervivencia, de la lucha por la supervivencia, del encuentro con los amantes, del roce con la locura, el límite, el destino. El gran reto que la literatura tiene hoy en este país, es el drama más profundo que puedas encontrar en Dostoievski, en Balzac, en Cervantes, en cualquiera de los grandes autores. Y el hecho de que la literatura le dé la espalda a la realidad mexicana me parece grotesco. No hay imaginación sino mediocridad en quien defiende aislarse de esta sociedad (...). Muchas de las mejores obras literarias se dieron en contextos bélicos, la de Cervantes, las de William Shakespeare. Y hay escritores que están esperando un mundo perfecto. Me parece ridículo quien piense eso. Por desgracia tenemos un país fragmentado, una sociedad fragmentada. No sabemos realmente qué pasa en Veracruz o en Querétaro si vivimos en la Ciudad de México. En Tamaulipas no saben lo que pasa en esta ciudad. ¿Me explico? Es un gran país integrado por una historia común pero que, sin embargo, no se conoce entre sí. Cuando suceden fenómenos provenientes de la literatura, cuando el lenguaje se abre a esta sociedad, generalmente son ignorados, generalmente son parte de la representación momentánea del acto político y no tienen la resonancia que deberían de tener. La responsabilidad de nosotros que tenemos el control de la letra, el lenguaje, que tenemos educación por encima de la media, es justamente tratar de establecer estos puentes a partir del raciocinio, la investigación, el respeto al lenguaje y no incurrir solamente en el golpe ideológico,

ES ATROZ L A CANCEL ACIÓN DE L A MEMORIA, DEL PASADO, PARA CONSTRUIR UN PRESENTE ABSOLUTAMENTE ARTIFICIOSO. ”

político, partidario, o en la defensa de una causa. Cuántas veces hemos oído: en México vivimos un Estado de Derecho; sin embargo esto es falso, al menos por dos razones empíricas muy concretas: en primer lugar, por definición se entiende que un Estado es aquel que tiene el control de la violencia íntegramente en el territorio nacional; y en México esto no sucede ya que sabemos que hay territorios, trayectos, incluso localidades de pronto tomadas por el crimen organizado. Es decir, el Estado no existe. Y en segundo lugar, y es quizá más dramático, el índice de impunidad. Estadísticamente, entre el 98 y el 99 por ciento de todos los delitos que se cometen en el país quedan impunes. Es decir que si una persona sale a la calle y mata a alguien con una pistola, tiene entre el 98 y el 99 por ciento de probabilidades de que la autoridad no lo detenga y ni siquiera pase un periodo en la cárcel por su delito. Muchos hablan de que en México tenemos un Estado con aspiraciones democráticas, un Estado de derecho en crisis. No: yo hablo claramente de un Estado de simulación, un Estado que, intencionadamente, funciona fuera y en contra de la Ley. La memoria, la condición humana, la tragedia de la supervivencia, del horror de vivir frente a una violencia que te rebasa como en Guerrero, Michoacán, Tamaulipas, Veracruz: ese es el reto de la literatura hoy. C


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