GENEY BELTRÁN FÉLIX
TRES CADÁVERES DE CARLOS FUENTES
NAIEF YEHYA
NATIONAL BIRD
CARLOS VELÁZQUEZ
CON LOS EDITORES HEMOS TOPADO
El Cultural N Ú M . 4 8
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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
JOSÉ CARLOS BECERRA
IN MEMORIAM (1936-1970)
UN POEMA RECOBRADO UN MANUSCRITO DE CARLOS PELLICER
SEMBLANZA ENSAYO Roberto Diego Ortega Evodio Escalante
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E l C u lt u ral SÁBADO 21.05.2016
Este 21 de mayo se cumplen ochenta años del nacimiento del poeta mexicano José Carlos Becerra. La fatalidad —como sabemos— marcó muy pronto su destino, aunque no le impidió comenzar y avanzar una obra poética entrañable y fascinante para muchos lectores. Expresamos de manera muy particular nuestra gratitud con María Carlota Becerra —su hermana—, por la generosidad de compartirnos el archivo familiar con los motivos que ilustran estas páginas dedicadas a la memoria del poeta.
“ D O N D E E L O LV I D O ME NOMBR E SU HER EDERO” J O S É C A R LO S B EC E R R A ( 193 6 -1970) ROBERTO DIEGO ORTEGA
H
Primera edición, Ediciones Era, Alacena, México, 1967.
ay un momento superior de la poesía mexicana reciente —si este adjetivo puede contener casi medio siglo— en la obra interrumpida, y en consecuencia trunca, inconclusa, que constituye el legado y la huella profunda de José Carlos Becerra. Un caso excepcional del siglo XX mexicano: la aparición fugaz de un poeta que con un puñado de publicaciones y un título definitivo (Relación de los hechos, 1967) dio forma a un conjunto asombroso que muy pronto le atribuyó lo más cercano a un reconocimiento unánime, incluida la admiración no sólo de sus lectores sino también de autores tan notables como Carlos Pellicer, Octavio Paz, José Lezama Lima o Mario Vargas Llosa. José Carlos Becerra comenzó a publicar en el comienzo de la década de los sesenta. Su recuerdo sería resaltado por la leyenda y la desgracia del artista romántico fallecido en un accidente de automóvil, cuando conducía solitario por el sur de la península italiana, el 27 de mayo de 1970, sólo seis días después de cumplir 34 años (no 33, como afirma la repetida confusión que establece su nacimiento, de manera equívoca, el 21 de mayo de 1937; pero en realidad el año es 1936, como lo apunta, entre otras referencias, la fecha en la foto de la página siguiente). Durante aquel trayecto por Europa —y con destino a Grecia—, José Carlos llevaba en su bagaje los escritos que poco después reunieron sus amigos y colegas José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid para la edición ahora emblemática de El otoño recorre las islas (un verso de Lezama Lima, por cierto), donde conjugan una selección de los textos publicados y organizan la obra en curso, en el balance de una promesa cumplida y un futuro desde entonces condenado a ser un enigma, una pregunta sin respuesta, más aún a la luz de algunos poemas
que dejó esbozados y no tuvo tiempo de concluir. En todo caso permanece, como certeza inconfundible, la voz, el tono —ese atributo elogiado por Borges— que proyecta la identidad, el sello distintivo de un poeta. El ritmo que alimenta la seducción de su mirada en un raudal de imágenes poéticas; la trama y la materia de su lenguaje, plasmado a la manera de una travesía, una ruta de hallazgos entre frases y versículos de largo aliento que parecen invocar a los lectores como testigos de una creación en plena marcha. Sensualidad latente y desbordante, celebración del cuerpo femenino —“donde comienza la exploración del mundo”— desdoblado en asociaciones múltiples; pero a la vez nostalgia pura, melancolía profunda; ambición de nombrar y recrear el mundo; arte combinatoria de un poeta que aborda las estaciones y presencias de su impulso genésico “sobre letras que enlazan señales de viaje”. En su poder de evocación surge además una fuerza magnética, una capacidad de imantación que enlaza o restituye cada palabra bajo una densidad enriquecida. Ritmos marítimos que evolucionan como olas expansivas, ríos subterráneos y “vegetación desesperada” —añadiría Carlos Pellicer— como una cualidad a la vez sagrada y terrenal. En ese devenir potencia y comunica su intensa sensibilidad erótica, en una suerte de palpitación universal donde todo sucede, también, a la luz de una atmósfera intimista. Desde esa plenitud expresiva que aspira a trascender la fugacidad “para fijar el escenario”. Desde esa dimensión que José Carlos Becerra anticipó —y al mismo tiempo conjuró— en el principio de El otoño recorre las islas: Espero una carta todavía no escrita donde el olvido me nombre su heredero.
Primera edición, Biblioteca Era, México, 1973.
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Comparado con el poema inicial de El otoño recorre las islas (“Blues”, escrito en 1961), el que rescatamos en esta edición de El Cultural parece un intento previo: un ejercicio a partir de la lectura —entre otras— de la Antología poética, de Oscar Wladislas de Lubicz Milosz, el gran poeta lituano (1877-1939) que José Carlos Becerra leyó poco después de que Fabril Editora la pusiera en circulación en 1961. Hay en el poema de Becerra algunos rasgos que acusan la lectura de ese libro que lo apasionó, como lo recordaba otro poeta desaparecido, Guillermo Fernández:
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“Inesperadamente llegaba a mi casa para leerme ‘sólo uno o dos poemas’ de algún poeta que acababa de descubrir... y terminaba por leerme el libro entero. En una de esas visitas a deshoras me regaló esa antología de Milosz. ‘Toma, te la regalo. Ya verás qué grande es’.” Con su aire de letanía, “Nombramiento” se lee como un poema de formación. Vale la pena revisarlo porque muestra los riesgos y aptitudes que el sentido crítico de José Carlos Becerra le permitió sortear: menos de un año después pudo escribir Oscura palabra, y en 1967 publicaría Relación de los hechos.
NOMBR AMIENTO UN POEM A R ECOBR A DO JOSÉ CARLOS BECERRA Tú en el amanecer o en el augurio, en la sofocación o el crimen, rodeada por la inmensidad de tus ojos, sujeta a tu anochecer clandestino, resucitada sobre tus cabellos, inmóvil como un temblor profundo. Tú al borde de tus manos, tus manos donde se comprende el fondo del agua, el esfuerzo de los ríos que duermen hacia el mar, la ociosidad azul de la caricia, la ociosidad profunda de la tristeza. Tú en tu cuerpo de mar y zarpazo de selva, en tu vegetación dolorosa, en tu lugar común y en tu nombre común,
en tu espacio para practicar el agravio o lo que llamamos inevitable. Tú en la destrucción ósea de la tarde, bajo tu voz que puede pertenecer al mundo de los barcos, al rumor del follaje cuando la brisa casi es un secreto. Allí; levantada, menguada, inventada, crecida, oída. Tus gestos numerando la caída de tus astros, tu botín de espuma, tu paseo de sangre. Tú en el grito obstinado del mar, en la noche sentada al borde de mi pecho. Tú, mujer de quien la sangre siempre ha sido rehén.
Pobladora de cada espacio secreto, de cada subterránea agonía, de cada excursión mortal, boca desabrigada que no resiste al sueño. Tú en el poema único, en el incendio a nado, en el sótano del árbol y en sus ramas precursoras. Tú como la veracidad en tinieblas del océano, como el golpe de espada en la malla jadeante, como el rumor del viento en la hendidura de los muertos. Como el rumor del viento al correr por tu pecho que respira esperando.
* Publicado en Cuadernos de Bellas Artes, noviembre de 1964, pp. 7-9.
“A nuestras queridas hermanas para que conserven éste como recuerdo de nuestro primogénito. Carlos y Mélida [padres de José Carlos]. Enero 6, 1937.”
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Complementamos nuestras páginas en memoria de José Carlos Becerra con este ensayo sobre la originalidad, la importancia y trascendencia de su obra en el paisaje de la poesía mexicana. Una revisión puntual que no sólo precisa las formidables virtudes sino también las búsquedas y apuestas del poeta, acompañada —entre otras imágenes— por el obituario de puño y letra que en su momento le escribió Carlos Pellicer.
L A R E VOLUCIÓN L I T E R A R I A DE JOSÉ CARLOS BECERR A EVODIO ESCALANTE
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l relámpago que lo cambió todo en la poesía mexicana; el “parte aguas” que señaló una nueva época y una nueva forma de versificar, a veces demasiado cargada de melancolía, en los modos poéticos al uso en nuestro país: esto y más tendría que decirse de la fulgurante presencia de José Carlos Becerra (1936-1970). Escasos ocho años de colaboraciones desperdigadas en periódicos y revistas, a lo que hay que añadir un par de libros de poemas, entre los que se cuenta de modo notable Relación de los hechos (1967), fueron más que suficientes para que su figura alterara para siempre la fisonomía de nuestro paisaje poético. Su inesperada muerte ocasionada por un accidente automovilístico en Brindisi, Italia, ocurrida a los treinta y cuatro de su edad, cuando disfrutaba de una beca de la Fundación Guggenheim, no hizo sino catapultar su fama y otorgarle a su obra la cauterización de lo permanente. Sus seguidores formaron legión. Guardando las distancias del caso, que son muchas, podría decirse que el culto a Becerra es un poco análogo al del llorado Ramón López Velarde. Ambos mueren en la flor de la edad, ambos vienen de la provincia, ambos experimentan en la Ciudad de México una carrera meteórica que cabe con holgura en el compás de un decenio, ambos —en fin— acaban trastornando el ambiente poético e instauran una temperatura y un temperamento que resultarán ser no sólo nuevos sino también, hasta cierto punto, irresistibles para sus contemporáneos. José Carlos Becerra introduce un tono de subjetivación melancólica que era desconocido en la poesía mexicana. Esta subjetividad intensificada, que recurre de modo pre-
“LAS “ ISLAS DE BECERRA NO SÓLO LAS TRANSITA EL OTOÑO DE LA MELANCOLÍA, TAMBIÉN CIRCULA EN ELLAS EL TORBELLINO DE LA REBELIÓN.”
Ante un atril, José Carlos Becerra da lectura a sus poemas. Ca. 1968.
ferente a una expresión “suelta”, libérrima, podría decirse, que utiliza de modo magistral el versículo, coincide por extraño que parezca con los aires contestatarios de los años sesenta. El versículo le otorga al poeta una libertad acumulativa con la que puede expresar tonos de subjetivización, tan sutiles, tan finos, que a menudo avanzan por micras. Es la manera que tiene Becerra de escapar de la tiranía de la forma que suele aquejar a los poetas mexicanos. Este “saltarse las trancas” de los moldes formales, esta peculiar negación de la “mesura”, tiene que ver con una inquietud de fondo, con un ánimo de protesta que surge del terreno social pero que se trasmina, a veces con disimulo, otras abiertamente, en el trabajo con el lenguaje. La historia y la forma terminan por coincidir. Becerra, ¿un poeta de protesta? Por supuesto que no, sobre todo si se considera que identificamos este tipo de poesía con lo panfletario y lo meramente declarativo. Una lectura atenta de su obra, empero, no podrá negar que los desmelenados vientos de la inconformidad, que las frondas de la rebelión contra la historia y la sociedad de la época, recorren,
así sea de modo implícito, disimulados por capas y capas de tristeza, el bosque poético del autor. Las islas de Becerra no sólo las transita el otoño de la melancolía, también circula en ellas el torbellino de la rebelión. Al igual que Pacheco, que Monsiváis y que Arturo Cantú, José Carlos Becerra experimenta el impacto de la huelga ferrocarrilera de 1958-59, brutalmente reprimida por el gobierno y se solidariza con los obreros. De ello da testimonio uno de sus primeros poemas, titulado de manera sarcástica: “Vamos a hacer azúcar con vidrios”. De manera brechtiana Becerra informa a sus lectores, utilizando el título como ritornello: “Vamos a hacer azúcar con vidrios / cuando la luna empolle en la ventana. / Vamos a hacer azúcar con vidrios / cuando los ricos se quejen de lo malo que están los negocios.” Es obvio que se trata de un poema irónico, de denuncia, y que a través de este texto se advierte la rabia de un joven que se solidariza con el movimiento de los trabajadores, cuyos principales líderes han sido conducidos a la prisión en todo el país, Demetrio Vallejo y Valentín Campa entre ellos. Hay un claro llamado a lo que podríamos
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“ES “ EL PRIMER POETA MEXICANO QUE PARECE ASUMIR COMO PROPIO EL GIRO LINGÜÍSTICO, QUIERO DECIR, QUE LO INTERIORIZA, QUE LO VUELVE CARNE DE SU CARNE Y SANGRE DE SU SANGRE.” llamar la acción directa de procedencia anarquista. A Becerra no le tiembla la mano para escribir: “Vamos a patear a todos los gordos prósperos del mundo. / Vamos a romper los vidrios de las ventanas / como lo hicimos de niños, ¿te acuerdas?” No saco a colación este texto para proponerlo como paradigma, pese a que, hasta donde alcanzo a ver, tiene un final que recuerda un poco a César Vallejo: “Vamos a gritar, vamos a gritar. / Garganta, encomiéndate al grito. / Puño, encomiéndate al golpe.” Becerra publicó este texto en 1965 en la revista Pájaro Cascabel. Por razones que no comprendo, los compiladores póstumos de la obra poética de Becerra, reunida bajo el título lezamiano de El otoño recorre las islas (México, Era-SEP, Lecturas Mexicanas. Segunda Serie, 10), no lo incorporaron al libro. No importa. Antes que un gran poema, es un ensayo juvenil, todavía con los nervios demasiado a flor de superficie. Lo menciono porque a diferencia de mi amigo y colega Álvaro Ruiz Abreu, que se ocupa de él en la biografía que escribió acerca del poeta, no estimo que este grito sea “pasajero”. Pienso que el grito es duradero, y que persiste, eso sí, modificado, asordinado, retrabajado y hasta sublimado, y que se puede escuchar si uno afina el oído en toda o casi toda su obra de madurez. Este es otro atractivo secreto de la poesía de Becerra. Impresiona a los jóvenes no sólo por el desparpajo anaforizante de su versolibrismo, por su enorme poder y su libertad asociativos, sino porque de algún modo sus poemas están refractando el aire contestatario de la época. Lo refractan y lo interiorizan. Lo asimilan, lo giran hacia lo interior, y lo vuelven a poner sobre el candelero. Uno de los ejemplos más claros de lo que señalo se encuentra quizás en “Sueño de Navidad”, uno de los poemas finales de Relación de los hechos. Cierto toque terriblista o tremendista, pese a la veladura de la nostalgia, se diría, campea en esta estrofa que no puedo dejar de citar: Estoy sangrando por los cinco sentidos, por el olfato y por el gusto, por el tacto, por la vista y por el oído, sangrando por el nacimiento y la muerte, estoy sangrando por el color que no tiene la sangre, por la hemorragia del vacío, el salto de cada uno de mis sentidos, la antorcha que apago con el oído o con el olfato, con cualquiera de mis cinco huecos por donde el aire, la Historia o lo que sea,
circula libremente. Haciéndole nudos a la sangre, comiendo hacia afuera, vomitando hacia adentro lo que llamamos la verdad del mundo. El poeta, asegura, está buscando argumentos para vivir, y sabe que para encontrarlos tiene que hacerle “nudos” a la sangre, digerir hacia afuera y excretar hacia adentro, en una suerte de torsión vallejiana con el fin de poder enfrentar esa cosa vasta y tremenda llamada la verdad del mundo. Los cinco sentidos sirven para eso. Pero por ellos no sólo circulan el aire, la luz, los olores, los sonidos, la porosidad o la dureza de los materiales, sino un tótem terrible que él denota poniéndole mayúsculas a la palabra Historia. Nadie en sus cinco sentidos puede encerrarse en su habitación y hacer como que no pasa nada, o como que nada le afecta: la Historia está ahí, apenas nombrada, es cierto, pero en calidad de presencia insoslayable. La historia no sólo es una textura de los tiempos: es ese nudo que todos traemos dentro y que jamás podremos “desanudar”. ¿Cómo es que se torna posible vomitar “hacia adentro lo que llamamos la verdad del mundo”? La violencia que este acto implica ya es significativa. Como es significativo que Becerra anote en cursivas la verdad del mundo. Esto introduce una extraña ambigüedad que puede desconcertarnos (y desconcentrarnos) como lectores. La “verdad del mundo” es al mismo tiempo, y de modo imperioso, una verdad primaria, que nos concierne y a la que no podemos escapar, en tanto que somos o estamos en el mundo, como no se cansaba de repetir Heidegger; por otra parte, la verdad del mundo es casi de manera trivial una frase, una simple reunión de palabras que podrían resultar ajenas a cualquier referente real. ¿Se ha evaporado el referente? Esta disyunción no tiene por qué contrariarnos; es el resultado de la complejidad intelectual que se trabaja en la poesía de Becerra. Si el fantasma de Marx encarnaba en los ferrocarrileros mexicanos y en el clima general de la época, el pensamiento universitario proclamaba el llamado giro lingüístico en filosofía. Los estructuralistas, por un lado, y los partidarios de Wittgenstein, por el otro, sin olvidar a los chomskianos de nuevo cuño, todos enseñaban que se habría producido una vuelta hacia el lenguaje, y que esta vuelta sería definitiva en las ciencias humanas. Barthes con sus Elementos de semiología, Eco con su Tratado de semiótica general, Foucault con Las palabras y las
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cosas, Paz en México con Corriente alterna, los faros intelectuales se habían volcado hacia este descubrimiento del lenguaje como componente primordial de la experiencia del hombre. El tercer ingrediente que contribuye a la seducción que ejercería Becerra sobre sus lectores y seguidores tiene que ver con esta novedad: él es el primer poeta mexicano que parece asumir como propio el giro lingüístico, quiero decir, que lo interioriza, que lo vuelve carne de su carne y sangre de su sangre. En su trabajo como poeta, en el trance de “inventar” el poema, Becerra exhibe cuando el asunto así lo requiere una peculiar conciencia metalingüística que nadie antes que él poseyó entre nosotros. Esto no sucede con sus poemas de “madurez”; es algo que está desde el principio, desde que comienza a escribir. La mejor prueba de ello la encontramos en “Cosas dispuestas”, uno de los textos que Becerra publicó en revistas a principios de la década de los sesenta. La luz que el poeta necesita para ver a su amada está encendida no en el techo o en el farol de la esquina, sino en las palabras que necesita para evocarla. Cito un fragmento: Cada palabra es un sitio para mirarte, cada palabra es una boca para acercarme a ti, [...] Cada palabra es una lámpara encendida para verte cuando tú no estás. El protagonismo del lenguaje es aquí indiscutible: “... cada silencio nos llevará a la palabra que nos refleja”. La palabra, de tal suerte, aparece como otro modo de acariciar la cintura de la mujer amada o de introducirse en su sueño en una noche que velarían fantasmas. El poeta está convencido que con esto logra un objetivo definitivo, que conquista algo permanente y que no cesará. Es lo que dice, al menos, al concluir: “Así sostendré algo tuyo en el mundo, / así cada palabra
Ficha de documentación del equipaje y el boleto para el vuelo, a nombre de Carlos Becerra, que lo llevó a Nueva York el 20 de septiembre de 1969, con Londres como destino final.
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La placa del sarcófago que transportó a México los restos del poeta, luego del accidente fatal del 27 de mayo de 1970 en el sur de Italia.
quedará marcada para siempre.” ¿Y no es ese el verdadero objetivo del poeta, marcar las palabras para siempre para que el mundo se sostenga y no vuelva a desmoronarse? No exagero acerca del papel preponderante de la conciencia metalingüísica. Un primer asomo de ello, como se vio antes, está en la introducción en cursivas de la frase la verdad del mundo. La frase, de tal suerte, se convierte en una cosa acerca de la que el poeta puede hablar. Hay muchos otros ejemplos de ello. En “La hora y el sitio”, Becerra apunta: “el mundo cabe en una palabra porque el mundo no es una palabra”. En “Betania”, de Relación de los hechos, observa: “el amanecer va posando sus alas sobre los nombres escritos”. En “La otra orilla”, de este mismo libro, reitera su estrategia de convertir a las palabras en cosas acerca de las cuales se puede decir algo. Esto, como es obvio, para lograr acentos poéticos inesperados y de peculiar sutileza. Véase la siguiente estrofa: Una brisa muy joven sopla sobre los almendros, una brisa lejana sopla entre mis labios, y es el silencio, el silencio de la torre de la iglesia bajo la luz del sol, el silencio de la palabra iglesia, el silencio de la palabra almendro, el silencio de la palabra brisa. Quizás equivoco la expresión: no es que en estos versos el poeta hable acerca de ciertas palabras. Es que se invita al lector a escuchar el silencio que manaría de la palabra iglesia, o de la palabra almendra, o de la palabra brisa. A sopesar, en la cámara oscura de la conciencia, lo que hay de silencio en estos sustantivos. De cualquier manera, la palabra iglesia ya no denota una presencia arquitectónica, un monumento público, ahora se ha convertido en un objeto micrológico, casi insustancial: es sólo una palabra de la que el lector deberá extraer el coeficiente de silencio que la acompaña y que la constituye. En “El azar de las perforaciones” la palabra amor adquiere la consistencia filosa de una herramienta capaz de producir daño: “He utilizado
la palabra amor como un bisturí, / y después he contemplado esa cicatriz verdosa que queda en lo amado y en el amante”. En otro poema, “Las reglas del juego”, el lenguaje experimenta una palingenesia inesperada que en otro poeta menos dotado podría lindar con lo inverosímil: “en el lenguaje aparecen de nuevo los primeros caracoles, las primeras estrellas de mar”. ¡Es como si el universo mismo estuviera recomenzando! En “Épica”, el poeta se torna contemporáneo de los escribas de tiempos de los faraones y se atreve a afirmar: “En estas palabras hay un poco de polvo egipcio...” Podría ser que en algún momento Becerra se engolosine y llegue a abusar del recurso, como cuando en “La bella durmiente” sentencia: “Nos entregamos por un instante al instante” (?); o como cuando en “Licantropía” insiste, machacón: “y por los pasillos de este lenguaje / se oyen las pisadas de los dioses muertos”. Caídas y elevaciones las hay en todos los poetas. Si en los ejemplos anteriores se diría que desfallece, en “Ulises regresa” se recupera con gloria: “yo he depositado esa frase en el plato donde nos sirven la cabeza del Bautista”. Como quiera que sea, los asuntos del lenguaje y los de la política tendrían que ir de la mano. Jaime Sabines fue quien de manera más notoria se inconformó no sólo contra el lenguaje en general, sino contra el lenguaje de la poesía. Por eso, in media res, cuando estamos sumergidos en la lectura de Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1964), conmovidos por este canto fúnebre y a la vez rabioso, de protesta contra la muerte, nos estalla en la cara de modo sorpresivo este insulto que es a la vez una denegación: “¡Maldito el que crea que esto es un poema!”. Nos agrede el poeta: erramos si pensamos que lo que estamos leyendo es literatura. Nada de eso. Es el dolor puro, son las sílabas prístinas del dolor, parece subrayar Sabines, no importa que éste se transmita en endecasílabos. También la poesía sale perdiendo en este embate, pues ella, como se sabe desde los tiempos de Homero, es oficio de mentirosos. Y, Sabines, claro está, no es un mentiroso. José Carlos Becerra repite este gesto adaptándolo a su estilo. En “Sue-
ño de Navidad” se burla del “Arte y su canto de sirenas.” Es cierto que se trata de un texto de tintes terriblistas, que no vacila en afirmar: “Estoy sangrando por los cinco sentidos” (!) También es un texto escrito (y con cólera) en contra de los poetas: “Blasfemen, hasta que vuestra palabra tropiece con aquello que dice; / tírenle piedras a los buitres que se paran en los tejados del alma / y desde allí nos acechan”. Por si quedara alguna duda acerca de los destinatarios de estos versos quemantes, la siguiente estrofa es explícita hasta más no decir. En ella, en efecto, los poetas resultan ser los destinatarios de elegantes piropos: Becerra los llama, entre otras cosas, “charlatanes”, “buscabullas”, “bufones”. El sarcasmo y la ironía campean en esta estrofa final del poema que registra una violencia inaudita dirigida contra los versificadores de todo tipo: Canten, canten ustedes, poetas, charlatanes del designio, buscabullas del lenguaje, bufones; abran las llaves de vuestros cantos y ahóguense bajo ellas. Descarrilen la oración de los templos, dinamiten el idioma de vuestra ciudad, logren el corto circuito en el sueño, los Honores de la Ordenanza déjenlos sin gasolina en mitad del desierto. Blasfemen bajo la lluvia, bajo los arcos de la alabanza, en los puentes de la mujer desnuda, en el coro negro del insomnio. Un canto, un canto como una piedra: un muerto echando a andar su tumba. La sentencia final tiene su dosis de humor negro. Los poetas quieren dar su canto a rodar, pero cuando mucho lo que logran mover... ¡es la loza de su propio sepulcro! Parecería divertido ver un muerto echando a andar su tumba. Esto es algo, ¡quién lo duda!, un poco más ridículo que lo que hace Sísifo. Que un poeta como Becerra se dirija con esta ferocidad necrológica a los poetas, sus compañeros de raza, declarándolos pobres muertos en vida, es algo pocas veces visto en la poesía mexicana, y permite calibrar la medida en que Becerra sintoniza con el clima contestatario de la época.
EVODIO ESCALANTE (Durango, Dgo. 1946), ensayista y crítico literario, entre sus publicaciones recientes se encuentran Metafísica y delirio. El canto a un dios mineral de Jorge Cuesta (Ediciones sin Nombre, 2011), Las sendas perdidas de Octavio Paz (UAMIztapalapa-Ediciones sin Nombre, 2014) y el libro de poemas Crápula (Ediciones La Otra, 2013).
“¿Y “ NO ES ESE EL VERDADERO OBJETIVO DEL POETA, MARCAR LAS PALABRAS PARA SIEMPRE PARA QUE EL MUNDO SE SOSTENGA Y NO VUELVA A DESMORONARSE?”
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También Becerra incursionó, como muchos otros, en el poema del 68. No estimo que “El espejo de piedra”, con sus referencias a la iglesia de Santiago-Tlatelolco y el edificio marmóreo construido por Boari, merezca seleccionarse en una antología. Sin embargo, ahí aparecen dos líneas sin mayor ornato que me parece siguen siendo pavorosamente actuales: “Se llevaron los muertos a quién sabe dónde. / Llenaron de estudiantes las cárceles de la ciudad.” Como complemento de este poema, y dentro de la atmósfera persecutoria que se vivió en el país a partir de la Matanza de Tlatelolco, que entre otras cosas, también determinó la desaparición de la revista de poesía El Corno Emplumado que dirigían Margaret Randall y Sergio Mondragón, habría que considerar “El fugitivo”, el texto angustiado de un personaje que huye “como perro mojado” tratando de evadir a la policía. Toda escritura es testamentaria, afirmaba Derrida. Sin intentar desmentirlo, pero introduciendo un asunto de énfasis, yo diría que el verdadero testamento de José Carlos Becerra se encuentra en el poema que tituló “Ragtime”, justo el que escogió para cerrar Relación de los hechos. Primero que nada habría que indicar que ragtime, que de modo convencional se puede traducir como “tiempo de rag”, el estilo jazzístico que tuvo en Scott Joplin y en Jelly Roll Morton a dos de sus máximos exponentes, también puede significar, si se atiende a la letra, “tiempo de trapo” o bien “tiempo en harapos”. Si Becerra está jugando con los significados, y no me cabe duda que eso es lo que está haciendo, con este título alude a un tiempo “desgarrado”, “harapiento”, hecho “trizas”. ¿No es este acaso el tiempo que nos ha tocado vivir? No sé si suene exagerado afirmar que al poeta mismo le va idem. ¿Qué puede el poeta? ¿Qué puede el escriba que es José Carlos Becerra? Nada. O bien, muy poco. El poeta es un ser frágil y angustiado, que carece de las certidumbres dogmáticas de los letrados. El simple traspié de un borracho puede dar al traste con sus frases tan minuciosamente escritas, tan cerebralmente concebidas. Este es el tono emocional que recorre el poema: “La noche va arrojando sus coronas al mar, / y la ciudad, apoyada en sus muros, sentada en el polvo, / le dictará al escriba, y el traspiés de un borracho en una calle silenciosa y oscura / partirá en dos su frase.” El poeta no es un creador, no inventa lo pasmoso o lo inverosímil; es tan sólo un escriba, un trabajador obediente que anota en el papel lo que otros le dictan. Esos papeles, para colmo, quizás carecerán de lectores. Escribir parece un acto inútil. Así, con este patetismo que me gustaría llamar auténtico por no decir perturbador, arranca “Ragtime”: Hablar, tal vez hablar, en los devoramientos del alba, en las cenizas frías, en las consta cias que no habrá de leer nadie;
hablar en el mismo espacio de una voz que no llegó hasta estas palabras, que se perdió en el ruido de una frase como ésta; hablar donde respira aquello que ocultamos, crímenes que cometieron por nosotros los hombres de otra historia, la otra historia de nosotros mismos. Un pesimismo escritural se ha instaurado en el núcleo del poeta, y no lo va a abandonar nunca. “He aquí mi parte en este festín del polvo”, añade Becerra, o mejor dicho, el escriba que se ha colado entre los intersticios del poeta y que se ha adueñado de su subjetividad. El poeta no se ha rendido, no, busca salir de sí para encontrar al otro, y esto no es una fórmula. Por eso pide y se diría que hasta suplica: “Contadme un poco de mí: quiero aprender a hablar de ustedes.” Me sorprende la violencia de esta tentativa desesperanzada y sin embargo viva, esta tentativa por asumir la otredad, la comunión con los otros. La famosa frase de Benjamin: “Todo documento de cultura es también un documento de barbarie” se me aparece sin que pueda evitarlo al leer estas líneas. Becerra no ha abandonado la aspiración de una sociedad fraterna y comunitaria, pero no puede cerrar los ojos a la duplicidad de
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nuestra existencia, y sobre todo, al hecho de que hemos heredado una historia de crímenes y asesinatos de la cual somos cómplices, no importa que involuntarios. Son los hombres de otra historia los que han matado y robado y usurpado el poder arguyendo acaso las mejores ideas, pero esos otros hombres somos también nosotros. Es lo que dice a la letra el texto: “crímenes que cometieron por nosotros los hombres de otra historia, la otra historia de nosotros mismos.” No creo que haya elementos para comprobarlo, pero estos pasajes, con su cauda de irremediable pesimismo, me recuerdan un poco el tono de las Tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin. La historia no es sino una tormenta de escombros que vienen del pasado y que nos arrolla en el tiempo presente sin que podamos esquivarla. Esto se debe a que los vencedores nunca han dejado de vencer, y a que el testimonio del poeta será sin veracidad. Por eso hasta el absurdo traspié de un borracho en una calle ignorada de la ciudad puede partir en dos la frase escrita por el poeta y dar al traste con el sentido. Hace falta sobrellevarlo. El escriba persistirá, situado como está en los devoramientos del alba. Sabe que hay un mañana. La tarea de la poesía de José Carlos Becerra es recordarnos este destino y esta circunstancia.
“Un instante con José Carlos Becerra. El hombre que empezaba a hablar se nos ha ido. Era un poeta, un poeta en el horizonte mayor de esa palabra. Nos habló de su angustia por lo que es y ya no es o acaso casi no fue o si fue no fue exactamente lo que quisimos o soñamos. Fue el amante ideal cuyas mujeres poco supieron de él. Y es que el amor es angustia y la resignación es poesía... Poeta grande en cuya monótona sonoridad escuchamos lo más hondo de la experiencia. Poeta admirable cuya imaginación poderosa y su alta conducta humana nos renueva la fe en el hombre en medio de la desolación cuya muerte me deja. Carlos Pellicer. México. D. F., Junio 1º de 1970.”
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En el cuarto aniversario luctuoso de Carlos Fuentes (1928-2012) publicamos una lectura de su faceta como cuentista. Lejos de la veneración y la complacencia, arriesga un balance que tal vez no resulta favorable, pero sin duda enriquece el acercamiento crítico a una obra que —desde su etapa de madurez y hasta su posteridad— generaciones sucesivas de lectores consideran y cuestionan de manera diferente.
T R E S C A D ÁV E R E S DE CA R LOS FU ENTES GENEY BELTRÁN FÉLIX
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l primer cadáver es víctima de un dios indígena. El cuento inicial de Los días enmascarados (1954), libro de debut de Carlos Fuentes a los 26 años, narra la alteración en la vida de un burócrata cuarentón aficionado al arte prehispánico. Filiberto pierde su empleo, su casa y su vida luego de comprar lo que él cree una simple imitación de la escultura del dios maya del agua. Pero no sólo eso. El escrito juvenil de Fuentes inaugura, sí, una obra prolífica y dispareja que se expandió a los géneros de la novela, el ensayo y el teatro, y también abre la interpretación mitológica e histórica de la ficción que se volverá un signo muy visible en sus páginas.
UN MEXICANO VÍCTIMA DEL PASADO De “Chac Mool” quiero llamar la atención sobre un elemento que parecería menor. La historia la conocemos en sus líneas centrales por el diario que el mismo Filiberto escribía; pero es un amigo suyo, el mismo que se encarga de ir a Acapulco y desde ahí transportar su cadáver a la capital del país, quien durante ese trayecto lee el cuaderno del fallecido. La muerte de Filiberto es sintomática no sólo por la lectura que da sobre el México del medio siglo, sino por el papel que el narrador asume, sin cuestionarse ni cuestionarlo: ser el depositario de la palabra y el cadáver del mexicano; en ese papel entrega la primera a los lectores y el segundo al mismo enemigo Chac Mool. “Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco”, reporta el narrador en la primera línea. Intermediario a través del cual nos llega la versión de Filiberto, hacia el final, luego de leer el diario, el hombre consigna su interpretación: “pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo psicológico”. Hasta ese punto llega su curiosidad por dilucidar los hechos,
“EN 1954, USAR UN MOTIVO RELIGIOSO DEL MÉXICO ANTIGUO PARA CREAR LITERATURA FANTÁSTICA SÓLO PUEDE SER VISTO COMO UNA DECLARACIÓN DE LO CONTRARIO: SE TRATA DE UN AYER YA MUERTO.”
El joven Carlos Fuentes. Foto de Lola Álvarez Bravo.
pues, al llegar a casa de Filiberto, el narrador dice encontrar ahí a “un indio amarillo, en bata, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata; su cara, polveada, quería cubrir las arrugas...”. El cuento termina cuando ese extraño ordena al narrador: “Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano”. Al no consignarse otra acción más, es fácil asumir que el amigo de Filiberto obedece. Al lado de su curiosa pasividad, insisto en un detalle: no se desarrollan las interpretaciones del narrador en torno a la veracidad del diario de Filiberto; el encuentro final con el Chac Mool las cancela, y coloca la relación de su amigo en el plano de una realidad maravillosa.
No está de más volver a la descripción que da el narrador: el Chac Mool es un indio de aspecto “repulsivo” por querer alcanzar una apariencia humanizada (en este contexto eso significa europeizada) que esconda su naturaleza pétrea y antigua. El narrador es el portador de prejuicios racistas que el propio texto no coloca en una posición irónica ni crítica; “Chac Mool” traduciría la visión derogatoria del indígena, usual en el mestizo y el criollo, no sólo por creérsele un peligro para la modernidad sino por verlo ambicionar los atributos occidentales. En el Libro III de la Historia general de las cosas de la Nueva España, fray Bernardino de Sahagún recuenta las creencias religiosas de los antiguos mexicanos. Como es
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“SI UN PROBLEMA HAY EN LA FICCIÓN DE FUENTES, ES SU DEBILIDAD ANTE LA RELECTURA. EL INTERÉS QUE PROVOCA EN LA ADOLESCENCIA, AL LEER LAS BUENAS CONCIENCIAS O AURA, NO SE VE REITERADO EN LA ADULTEZ.” bien sabido, no se limita a consignarlas, sino que las califica como idolatrías; Quetzalcóatl es llamado un “nigromántico”. Para Sahagún, como es lo habitual en su época, no se trata de supersticiones; los dioses antiguos existen, son manifestaciones del demonio. El hecho de que estas prácticas estén recuperadas con ánimo antropológico pero descalificadas desde el mirador católico ratifica una cosa: en la segunda mitad del siglo XVI, el pasado indígena sí estaba vivo, y era visto como un enemigo de la nueva fe. En 1954, usar un motivo religioso del México antiguo para crear literatura fantástica sólo puede ser visto como una declaración de lo contrario: se trata de un ayer ya muerto, arrasado por cuatro siglos de opresión. Es decir, no funciona como un recurso de la narrativa de terror la idea de que los dioses milenarios estén vivos. La mejor prueba de que el giro maravilloso del texto es un divertimento inofensivo —ingenioso, acaso—, está en que, si bien mantiene los atributos destructores que Sahagún identificaba en los dioses pretéritos, Chac Mool es una experiencia leída, no vivida. No sólo el joven Fuentes habría abrevado de un orbe culto para dar con la idea del cuento, sino que el narrador lee la historia en un diario; la experiencia nos llega mediada. El narrador representa sólo la incredulidad del lector coetáneo ante el fenómeno, y la fábula deviene una simple curiosidad, una observación superficial de la sociedad mexicana del medio siglo XX. Fuentes se muestra demasiado respetuoso —casi diría: epigonal— de la fórmula del cuento fantástico europeo del XIX, al elegir la solución predecible: cerrar el texto con el encuentro del narrador y Chac Mool, que disuelve la incertidumbre: Filiberto no enloqueció, su testimonio es verídico. Esto vuelve el texto susceptible de una lectura muy adversa: si el verdugo es el indígena y la víctima es el mexicano moderno, el joven Fuentes se vería insensible a la realidad que se hallaba no en los libros de Historia sino en el México real, donde la explotación de la población indígena era, como ha seguido siendo, la norma.
UN VARÓN VÍCTIMA DE LA MUJER El segundo cadáver también ha de ser transportado del lugar de su muerte, en el extranjero, a la Ciudad de México, en este caso por su hermana Claudia, quien además funge como narradora. Esto sucede en “Un alma pura”, del segundo libro de cuentos de Fuentes, Cantar de ciegos (1964). El relato es una larga carta mental de Claudia en la que deja ver entre líneas un fuerte vínculo incestuoso. Juan Luis, un joven de clase media alta, dejó México para trabajar en una oficina de la ONU en Suiza. Claudia rememora las explicaciones que él dio para sostener su decisión: “Me dijiste que no aguantabas más los prostíbulos, la enseñanza de memoria, la obligación de ser macho, el patriotismo, la religión de labios para fuera, la falta de buenas películas, la falta de verdaderas mujeres, compañeras de tu misma edad que vivieran
contigo...”. No deja de ser reveladora la concepción dramática que aquí se desliza: el personaje rige su conducta no con base en sucesos personales, en encuentros o desencuentros con personas de carne y hueso, sino a raíz de situaciones generales, intangibles... entre las que destaca su ambición de encontrar mujeres que quieran un vínculo sexual permanente pero sin las exigencias del matrimonio. Más que un personaje, en Juan Luis vemos un pretexto para señalar de manera genérica una serie de rasgos premodernos de la sociedad mexicana, pues nunca se ve al joven en una circunstancia específica en que padezca alguna de las hostiles condiciones que enumera. Resulta difícil negar que la visión de lo masculino es contradictoria; parece presentar una crítica del machismo (“No quiero seguir de burdel en burdel”, dice Juan Luis), pero encarna sólo una conveniente variación en la que los deseos de satisfacción sexual del varón están por encima del compromiso emocional. Juan Luis huye de México para coger ya no con prostitutas sino con mujeres liberadas de Europa. Así ocurre con la galería de chicas de que a lo largo de los meses en Suiza Juan Luis va hablando en sus cartas; son retratadas desde una perspectiva supeditada al capricho y la voluntad viriles. Una de ellas “habla demasiado pero me entretiene”; otra es “una estatua porque la puedes observar desde todos los ángulos: la hago girar, desnuda, en el cuarto”. Cuando por fin se establece como pareja con una chica de nombre Claire, Juan Luis se exhibe inmaduro y esquivo en las decisiones del corazón. Por entonces ella queda embarazada. “Ha sido buena y comprensiva conmigo y a veces hasta la he hecho sufrir; ustedes no se avergonzarán de que quiera compensarla”, argumenta Juan Luis en una carta su determinación de casarse, casi como si se tratara de una concesión graciosa. El retrato de una masculinidad egoísta, inconsciente de sus privilegios, convive con la revelación del maquiavelismo a distancia de la hermana; a través de su correspondencia ella destruye la relación. La atracción incestuosa de Juan Luis y Claudia habría estado en el fondo de la resolución del primero de dejar México y le habría fijado el patrón de relaciones amorosas; incluso no se escapa la similitud fonética de los nombres: Claire y Claudia. Sin embargo, el recurso del incesto como una pasión subrepticia lo que hace es exonerar al varón de la responsabilidad de sus actos, y transferirla a su hermana. El mecanismo es hábil, pero no deja de ser cuestionable: un varón escribe un cuento en que una mujer relata cómo controló desde lejos la vida sentimental de un varón, a quien prefirió llevar a la muerte antes que compartir con alguien más.
VÍCTIMAS DE UN MÉXICO ABSTRACTO El expediente resulta similar. En cuentos separados por una década, Fuentes narra las historias de dos cadáveres que son llevados
por sus deudos a su último destino. Cada uno ha visto su vida vulnerada por los hechos de otros personajes; en ningún caso se asoma el menor proceso de introspección que permita suponer una escisión de la conciencia o una pauta de responsabilidad moral. Tanto Filiberto como Juan Luis se notan víctimas de fuerzas ajenas. En los dos casos, México es una entidad abstracta, más que una realidad concreta. “Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos”, diserta un amigo de Filiberto explicando las formas del sincretismo religioso en la historia nacional. Juan Luis define a México como un lugar donde, “si sólo quieres vivir, eres un traidor en potencia... es un país sin libertad de ser uno mismo”. No es raro en Fuentes que sus personajes parezcan devenir profesores de Historia patria, voceros de las ideas sobre lo mexicano tan caras a las generaciones intelectuales de la primera mitad del siglo XX. A ratos parecería que, más que un narrador a la Balzac, interesado en las tensiones y conflictos de personajes en contextos sociales mutables, Fuentes se vería más como un dieciochesco autor de apólogos, no filosóficos como en Voltaire, sino mitohistóricos. La interpretación de la experiencia personal siempre tendrá su raíz en los modos inveterados del devenir nacional; los personajes no son individuos sino profesionales de la mexicanidad. Esto no sólo se refiere a dos cuentos. Si un problema hay en la ficción de Fuentes, es su debilidad ante la relectura. El interés que provoca en la adolescencia, al leer Las buenas conciencias o Aura, no se ve reiterado en la adultez ante tantos tomos carentes de profundidad dramática, escritos en una prosa prolija y flácida y con una visión esquemática de la realidad, ya sea Los años con Laura Díaz o La Silla del Águila, ya hablemos de Agua quemada o La voluntad y la fortuna. El tercer cadáver es, así, la concepción mitohistórica de la ficción que hay en Carlos Fuentes, una visión impostada y conservadora que se sostiene no en una confrontación crítica de la realidad sino en su exoneración, al colocar en el pasado o en la otredad la causa de todo infortunio. Una voluntad escritural inagotable y disciplinada no tuvo de su lado una trascendente aprehensión de los pulsos complejos de la existencia humana independientemente del código postal de sus personajes. Es la de Fuentes una voz literaria envejecida, ya caduca en el territorio de la ficción mexicana.
Carlos Fuentes. Foto de Sara Facio.
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L A TOR R E Y EL C A L A BOZO ¿Qué nos enseñan las figuraciones de José Luis Cuevas? VÍCTOR MANUEL MENDIOLA
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n primer lugar, la agilidad de la línea en un grado extremo y, por ello, difícil de enunciar, pero que podría tratar de explicar señalando que, cuando vemos sus dibujos, tenemos la impresión de que las formas, bajo la punta de su plumilla, pincel o buril, no sólo poseen una elasticidad sorprendente sino que pueden pasar, sin ninguna clase de violencia, del aspecto externo a la hechura interna en un proceso que se me ocurre llamar el efecto de la media de seda, cuyo funcionamiento no tiene otro significado que trabucar la organización de las cosas y de los seres. Comprendo que la operación de este efecto no sería posible sin el entendimiento, por un lado, del dibujo anatómico (con sus obsesiones descriptivas) y, por el otro, sin la composición o, mejor dicho, sin la descomposición de las estructuras ordinarias de la realidad. También comprendo que estas operaciones sólo son viables en un espíritu que ha dejado atrás el orden logocéntrico y que ha logrado apreciar lo múltiple en la fragmentación de la arquitectura del cuerpo. Creo que también es claro que la inversión de lo interior en exterior y viceversa alcanza, en la obra de José Luis Cuevas, una realización eficaz y fuera de lo común, gracias al juego de interacciones entre la reproducción figurativa, la contingencia del trazo y las deformaciones deliberadas y sistemáticas. El contrapunto entre lo real y lo irreal, que vemos en el dibujo de Cuevas, todo el tiempo está
Las Claves
desvistiendo o volteando al revés no tanto las prendas del vestido como cuanto la propia organización del cuerpo. En algunas ocasiones, esta transformación sucede de un modo parcial y, entonces, la “media de seda” sólo está ligeramente arrugada o medio caída en el muslo. En otras ocasiones, en cambio, el trastrocamiento asume un giro radical y el cuerpo cobra un aspecto inédito y a la vez obsceno y, lo que es más inesperado, la diferencia entre cuerpo y vestido queda anulada, ya que en el dibujo una y otra estructura —la suavidad de la piel o la textura de la prenda— constituyen un solo organismo, de tal modo que el pliegue de la blusa brota del diafragma como un órgano más. Este efecto tiene, entre otros, dos términos alusivos que vale la pena destacar: las figurillas de Tlatilco (elemento que señaló en su momento Fernando Benítez) y el sentido juguetón y admirativo (rostros pensativos y asombrados) de muchas de las obras de Henri Rousseau. No quiero dejar de apuntar, de paso, que tanto las figurillas de Tlatilco como los rostros pensativos de Rousseau expresan un arte ingenuo que en la obra de Cuevas actúa como un contrapunto de una oscuridad barroca. También hay una alusión a un espíritu abierto y desfogado que no teme subir ni bajar y que tiene como emblema un
escudo formado con dos divisas. En este punto, paso al segundo elemento que me interesa destacar. La relación entre ojo y mano que formula el dibujo de José Luis Cuevas provoca un espejismo dominado por un intermediario que, en la suerte de las cartas, lleva por nombre “el vanidoso”. Sin embargo, esta figura a pesar de que apunta hacia la especificidad del espacio donde sucede el dibujo de Cuevas, no señala con certeza la operación espiritual que éste nos ha propuesto. El intermediario entre el ojo y la mano o entre la mirada y el modelo que Cuevas introduce es, a primera vista, esta persona, esta máscara, este ser orgulloso y centrado en sí mismo, pero en realidad es otro personaje, que estando a poca distancia del mohín vanidoso o de la mueca soberbia, nos ofrece un gesto mucho más fuerte. El desplante profundo que Cuevas realiza en su obra tiene que ver con un movimiento fino pero impetuoso y sobre todo con el acto de alzarse, con el gusto de remontar un collado o una sierra, un dominio y el deseo mismo. Erguirse, enderezarse es, entonces, el movimiento o la ambición de esta máscara. Para el gesto altivo, las resistencias acaban convirtiéndose en pugnas y nuevos estandartes. Levantar las tiendas y elevar las enseñas son el comienzo de un goce refinado que tiene por signo
la altura. La palabra altivo trata precisamente de este gesto y de este goce. Pero esta forma no sólo es un movimiento de ascenso sino también una operación de descenso o, para decirlo de otra manera, esta figura pujante ofrece una perspectiva ideal tanto en la observación a distancia y desde arriba como en el examen de cerca y desde abajo. Es decir, desde esta posición —desde la altivez—, la luz del cielo y la oscuridad de la Tierra aparecen reunidas en la red de un sistema peculiar. La torre y el calabozo constituyen los extremos necesarios de la misma arquitectura y, sobre todo, del mismo espíritu. El altivo sube al cielo por la torre y baja al infierno por el calabozo. Su alma mora y reina en este mecanismo amable y maligno. Lejos de lo que podríamos imaginar, esta postura no es común en nuestros días, dominados por las escisiones o por la blandenguería como cartas de presentación. Así, pues, tengo la impresión de que la mirada que Cuevas nos ha propuesto posee como puntos extremos esta dualidad formada por lo alto y lo bajo, por la luz y la sombra, por la escalera que sube y por la escalera que baja, por la torre y el calabozo y que en razón de esta dualidad el dibujo de Cuevas transfigura, precisamente, la diversidad del mundo. Bajo estas condiciones, los seres tenues y casi alados o los personajes complicados, esperpénticos, excesivos y como sacados de una novela del divino marqués de Sade, me parecen no solo naturales sino de una exactitud perfecta.
Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ
ENRIQUE VILA-MATAS (Barcelona, España, 1949) es uno de los escritores más destacados de la literatura contemporánea. Obra traducida a 32 lenguas. Galardonado con los Premios Rómulo Gallegos 2001, Herralde 2003, Real Academia Española 2006, Leteo 2011, FIL de Literatura en Lenguas Romances Guadalajara 2015... Itinerario por diversos géneros: cuento, ensayo, autoficción, novela, textos misceláneos...: cosmos narrativo insinuante, incitador y provocativo. Entrar a los folios del autor de En un lugar solitario: reto de infinitas alusiones. “Escribo porque no sé explicarme el mundo, ni los misterios que éste encierra”. El mal de Montano, de Enrique VilaMatas, ganó en 2003 el Premio Herralde de Novela: la Colección Debolsillo de Penguin Random House lo incorpora a su catálogo. Regreso a estas páginas y vuelvo a las mareas del asombro sigiloso. Regreso a las rutas del clamoreo penetrante. Metaliteratura, apuntes de un
diario, autoficción, autobiografía, “novela”… ¿Qué son estas planas en las que uno entra para salir untado de sinuosas perplejidades? Indiscutiblemente, uno de los mejores textos de este empedernido barcelonés: aquí las apariencias son el todo de un argumento cifrado en ensimismamientos que inventan “otra vida que bien pudiera ser la nuestra”: la invención del doble. La enfermedad, el mal que es obsesión por la literatura: cifrar el mundo desde las palabras (“hablar en letras”). En diciembre de 2015 en la FIL de Guadalajara le pregunté: ¿Quién es Montano?: “Ya ni me acuerdo quién es. Lo único que recuerdo es la cita de Faulkner referida por el narrador: Una novela es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre. En esa novela quizás se despeña mi vida oculta, uno de mis embozos”, me respondió sardónico. Texto exasperadamente lúdico en que
se ponen en riesgo muchas posibilidades escriturales: personajes brumosos, género anfibio, regodeo de la literatura... André Gabastou lo define como un relato acosado por un desesperado nihilismo alegre. “Mi estilo es —sospecho— el estilo de la felicidad”, ha dicho el autor de Autobiografía caprichosa. “Lo mejor de la biografía de un escritor no es la crónica de sus aventuras sino la historia de su estilo”, redunda Vila-Matas. Espejos sobrepuestos en que Walser, Kafka, Valéry, Gide y Musil, entre otros, dibujan y confirman correlaciones de una perniciosa presencia personal, la cual sólo tiene esclarecimiento en los recovecos del lenguaje. “Propenso como soy a pensar en literatura. Enfermo de literatura como estoy, ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo”, insiste el relator. El mal de Montano: exégesis que despliega el disimulado y procaz acto de la escritura.
EL MAL DE MONTANO
Autor: Enrique Vila-Matas Género: Novela Editorial: Penguin Random House, Colección Debolsillo, 2015.
El Cult ural S Á B A D O 2 1 . 0 5 . 2 0 1 6
CON LOS EDITORES HEMOS TOPADO
Por
CARLOS VELÁZQUEZ
@charfornication
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ste espacio se tambalea. Hoy por la mañana recibí una llamada del director del suplemento. “Velázquez, necesitamos que le imprimas más seriedad a la columna. Que seas más literario”. Ok, Bob, respondí. Pero hace poco... “Sí, ya sé”, me interrumpió. “Entiende, esto no es un foro para que promuevas a tus amigos. Y ya bájale a tanto obituario de rockero muerto. Esto no es Frente”. Puta, ya me van a correr, pensé. Justo cuando fantaseaba con tener un monero que ilustrara mis debrayes. Pues sí, me voy a ir. Pero con la frente en alto. Les daré lo que quieren. Y me puse a buscar en mi biblioteca Las correcciones de Franzen. Siempre había querido reseñarlo. Pero no lo había hecho por temor a que me confundieran con un académico. Gordo ya estoy, así que sólo me faltaba el texto de gracia. Malgasté toda la tarde lejos de Netflix buscando la novela de Franzen. No estaba. Me lo habían volado. Hijos de la chingada, grité. Pero juro que nadie, nadie, nadie vuelve a entrar a mi casa. Les abre uno la puerta, les prende el aire acondicionado, hasta les picha la peda, y así es como pagan. Bola de culeros. Me tuve que tomar un ketorolaco sublingual del pinche dolorazo de cabeza que me dio. Qué hago, qué hago. Ya sé. Le hablé a Prosa Bonita. Oye, güey, mi dignidad como escritor está en juego. ¿Tienes Las correcciones? “Sí, sí lo tengo”, contestó. “Tú me lo diste ¿no te acuerdas? Tabas pedo. Te dije que lo iba a comprar y te aferraste a regalármelo.” Uta, me regañé. Cada peda es lo mismo. Me pongo generoso gratuitamente. Soy tan sensible a la pobreza ajena. Pero lo anterior no significa que no he sido víctima de los hurtos. Tocaron la
EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO
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CADA PEDA ES LO MISMO. ME PONGO GENEROSO GRATUITAMENTE. SOY TAN SENSIBLE A LA POBREZA AJENA.
El sino del escorpión
puerta. Me asomé por la mirilla. Era mi hija. Venía de la escuela. Qué quieres, le pregunto. “Ay, papá. Entrar”, me dice con su vocecita de nueve años. Me lo pensé como dos minutos. No estaba dispuesto a tolerar que me extrajeran más títulos. Me prometes que no me vas a robar nada, amagué. “Ay, papá seguro no encuentras un libro otra vez”, responde. Le permito el paso y me entretengo en pensar que necesito un lugar seguro para esconder otras pertenencias de valor. Dónde guarda la gente sus reliquias. Debajo de la cama. Entonces necesito una base. Tengo el colchón tirado sobre el piso. No, no por jipi. Pero no tolero los burós. Me parece el gesto más identificable de la burguesía. Con tu lamparita y el libro que nunca leen descansando sobre un mantelito tejido. Asco. Repugnancia. Chagalaguez. Hace unos días me invitaron a impartir un taller en Jojutitlán El Alto. Me rehusé. Todo lo que necesitan aprender está en los libros. “Qué me recomiendas leer”, me cuestionó una aspirante. Vicio propio de Pynchon. Mientras metía el uniforme de mi hija a la lavadora cayó un mensaje. “Ya vi la peli con Joaquín Phoenix”. Me abstuve de responder. Que Phoenix te enseñe entonces a estructurar. A edificar esos párrafos de capas y capas de referencias de Pynchon. Estaba de promotor porque voy por mi cuarta relectura de Vicio propio. Simplemente no lo puedo soltar. Entonces un hueco se abre entre las nubes y una luz celestial se posa sobre mi cabeza. Haré la reseña sobre Vicio propio. Para darle gusto a los intelectuales de la capital. Pero me dijeron que me pusiera serio, reconsidero. La historia de un detective mariguano puede no ser tan conveniente. Pero es Pynchon, me dije, a la mierda.
No cabe duda que el karma existe. Si tuviera burós no habría ocurrido lo que sucedió. El libro de Pynchon yacía junto a mi colchón con una copa de tinto encima. Todo pegoste como las páginas de las revistas Playboy de mi juventud. Merde. La muestra de que la tomadera no deja nada bueno. Tomo para no enamorarme pero echo libros a perder. Técnicamente soy un alcohólico de buró. Aunque descanse la copa en el piso. Además del libro el daño colateral es una copa de cristal cortado de 850 pesos. Dios mío, por qué me hiciste pobre. Estas excentricidades sólo las tiene alguien que ha tenido todas las carencias. Unos piden amor, otros cristalería. Lo de la copa me devastó. Era la última de un juego que además de su valor monetario era el reflejo de una era dorada de borracheras. Cuando fui grande. Y no el insecto con el estómago jodido por el abuso de cocaína que soy ahora. Ni pedo, me dije, cada vez me acerco más al despido. Me aplasté y me puse a hacer mi columna sobre los siete años de muerto que cumplió Antonio Vega el pasado 12 de mayo.
Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza
Urgen independientes AL FONDO de su cavidad lunar en lo alto del muro, el escorpión desafía su progresivo encanecimiento con un radical corte de cabello neo-punk, ad-hoc para asistir a la fiesta hipster de la VII Feria del Libro Independiente, auspiciada por el tutelar Fondo de Cultura Económica en su librería Rosario Castellanos. La muestra reúne por más de un mes (del 7 de mayo al 6 de junio) a casi ochenta editoriales nacionales más la argentina Mansalva. Festejo al cual el arácnido fue invitado un par de veces en años anteriores para discurrir sobre temas editoriales. Pero los tiempos y los amigos cambian. A pesar de su cabello punketo, el alacrán no llegó este año como participante sino como atento escucha a las discusiones y presentaciones de libros, luego de las cuales el rastrero reactivó su ponencia de 2013 para festejar la existencia y expan-
sión de la Alianza de Editoriales Mexicanas Independientes (este año la feria llegará a la ciudad de Monterrey), pero también para poner al día las mismas dudas y preguntas de aquella mesa redonda de hace tres años. El informe más reciente (2014) de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (http://goo.gl/bFxtao) contabiliza la producción editorial de ese año en 306 millones de ejemplares, de los cuales 165 millones los produjo el sector público (Conaliteg, principalmente) y 141.4 millones los produjeron editores privados (y aún 31 por ciento de esta producción se vendió al gobierno). El mercado privado facturó ese año 10 mil 693 millones de pesos, lo cual significó un decremento de 1.8 por ciento (196 millones de pesos menos) con respecto al año anterior. Sin embargo, las ventas digitales ascendieron
123 por ciento (por si alguien duda aún del futuro). En este panorama de competencia estatal abrumadora (compra y vende al por mayor y por todas las causas nobles a gusto del público), ¿dónde queda el sector privado? Y aún más, ¿dónde quedan las editoriales independientes? ¿Se conforman con un mes de espacio de ventas cedido graciosamente por el FCE en la librería Rosario Castellanos? Cercado por los libreros en su hendidura espectral, el venenoso reitera la urgencia de una política editorial pública de apoyo al editor, la necesidad de la desconcentración de la producción gubernamental y del estímulo a la producción privada e independiente. La industria y la cultura libresca es un bien social de todos, no sólo del gobierno y sus ilustres funcionarios en turno.
EL VENENOSO REITERA LA URGENCIA DE UNA POLÍTICA EDITORIAL PÚBLICA DE APOYO AL EDITOR.
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NATIONAL BIRD
LA POLÍTICA DE LOS DRONES ARMADOS EN SONIA KENNEBECK FILO LUMINOSO
Por
NAIEF YEHYA
U
na de las cintas más memorables que se estrenaron en el reciente Festival de cine de Tribeca fue National Bird, un agudo documental de la directora alemana radicada en Estados Unidos, Sonia Kennebeck (Sex: Made in Germany, 2013), producido por dos autores y documentalistas extraordinarios: Wim Wenders y Errol Morris. El ave del título no se refiere a la emblemática águila calva, sino a los drones armados, Predator y Reaper, que se han convertido en símbolos ominosos de una faceta de la “guerra contra el terror” que consiste en una cacería humana sin fronteras ni limitaciones que llevan a cabo Estados Unidos y algunos aliados, en una variedad de países, en guerra y en paz, asesinando sospechosos, sin juicio ni proceso legal, con misiles hellfire (explosivos antitanques dirigidos por láser que al impactarse contra cuerpos humanos tienden a convertirlos en jirones). La cinta no es un análisis exhaustivo ni histórico de la campaña de asesinatos de presuntos terroristas que comenzó en noviembre de 2002. En cambio la cineasta da voz a tres veteranos del programa, quienes participaron en la matanza desde “cabinas” en tierra y bases donde analizaban imágenes y datos. Estos tres “whistle blowers” o informantes tienen en común una profunda desilusión, ansiedad y tristeza, pero sobre todo un angustioso sentimiento de culpa. Kennebeck no incluye comentarios de académicos, periodistas, historiadores o expertos ni narración en off u opiniones propias, sino que se limita a testimonios de primera mano. Por un lado está Heather Linebaugh, una joven que se enlistó en la Fuerza Aérea, seducida por las imágenes promocionales de la guerra como videojuego. Heather soñaba salir de su pequeño pueblo de Pensilvania para ver el mundo y defender a su país con la más alta tecnología. En vez de viajar fue asignada al análisis de video transmitido por drones y su trabajo consistía en identificar sospechosos en los monitores para ser ejecutados y después de los ataques debía reconocer víctimas y partes humanas. Heather, quien ahora se gana la vida como mesera y masajista, se retiró por padecer un caso extremo de trastorno de estrés postraumático (TEPT). El ejército decidió ponerla en vigilancia de suicidio pero inicialmente se negó a reconocer su TEPT ya que no consideraba que su labor fuera equivalente a estar en el frente de combate. Además, debido a la naturaleza de su trabajo, tan sólo puede ser atendida por terapeutas
KENNEBECK P ONE UN ROSTRO HUMANO A L OS ‘ASESINOS’ Y HACE VISIBLE EL SUFRIMIENTO EMOCIONAL Y L A CULPA DE QUIENES CREYERON EN EL MITO BÉLICO, PERO NO P OR ESO PIERDE DE VISTA A L AS VERDADERAS VÍCTIMAS.”
que tengan autorización de seguridad militar suficientemente alta, lo cual no es fácil de conseguir y la pone en peligro de ser acusada de traición (por la ley de espionaje de 1917, bajo la cual ya han sido condenadas 12 personas) si es tratada por alguien no autorizado. Heather comenta: “Yo sé que el programa de drones es injusto porque ni siquiera sé a cuanta gente maté”. Por otro lado está Lisa Ling, quien fuera sargento técnico y se dedicaba a identificar blancos para ser destruidos. Tras dos años de actividad recibió un reconocimiento por haber ayudado a localizar 121 mil blancos insurgentes. Sin embargo, lejos de sentirse orgullosa, Lisa declara: “Perdí mi humanidad por participar en este programa”. Cuando entendió la magnitud e impacto de su trabajo en las vidas de miles de afganos, paquistanos, yemenitas y demás, decidió ir a Afganistán a distribuir semillas y a conocer a algunos sobrevivientes de las bombas de los drones. Y por último está Daniel, quien a pesar de no creer en la guerra se enlistó porque no tenía dinero para estudiar ni un trabajo decente. Daniel trabajó como analista civil de señales de inteligencia pero cuando se expresó en contra de la guerra fue objeto de una razzia del FBI que levantó cargos en su contra por divulgar información confidencial. Su abogada, Jesselyn Radack, quien lo
defiende pro bono (así como a Edward Snowden), describe en cámara la gravedad del caso y el hecho de que para el juicio, Daniel necesita ser representado por abogados especializados que tan sólo para comenzar el proceso cobrarán alrededor de un millón de dólares, por lo que aún librándose de la cárcel quedará en la ruina. Frente a la cámara Daniel es un manojo de nervios que trata de expresarse con extremo cuidado para no complicar más su caso. Las tomas aéreas de dron sobre suburbios y barrios apacibles estadounidenses que incluye Kennebeck enfatizan que cuando el homicidio a control remoto sancionado por el Estado se vuelve viral, nadie en ningún lugar estará a salvo de ser volado en pedazos desde el cielo. Buena parte del objetivo del filme es que al presentar a estos tres informantes se exhibe el estado de vigilancia e intimidación dominante desde los ataques del 11 de septiembre de 2001. Heather escribió un artículo denunciando el silencio del gobierno al respecto de lo que los drones hacen en realidad en The Guardian (29-122013) y eso la puso en el radar del FBI. Así, tanto ella como Daniel viven aterrorizados y profundamente frustrados por la política bélica del gobierno de Obama, que pretende estar llevando a cabo una campaña humanitaria, precisa y con un mínimo de daño colateral, para eliminar líderes que amenazan a los Estados Unidos, algo que ellos saben es falso. Heather no es la primera en revelar que entre los operadores de dron hay numerosos casos de alcoholismo, drogadicción y depresión, así como algunos tienen una actitud deshumanizada y ven sus acciones como parte de un videojuego que produce regocijo con cada “bug splat” (insecto aplastado) como llaman a sus asesinatos. Kennebeck pone un rostro humano a los “asesinos” y hace visible el sufrimiento emocional y la culpa de quienes creyeron en el mito bélico, pero no por eso pierde de vista a las verdaderas víctimas. De esa manera muestra a sobrevivientes de ataques mutilados y que han perdido familiares, incluyendo a algunos que escaparon con vida del atroz ataque del 21 de febrero de 2010, en la provincia de Oruzgán, Afganistán, en el que drones y helicópteros asesinaron a 23 inocentes. Los testimonios de estos tres valerosos veteranos demuestran que la ilusión de que los drones salvan vidas es una falacia grotesca. Asesinar no es nunca una actividad humanitaria, y ésta es una política peligrosa, porque desde las alturas todos parecemos hormigas fáciles de aplastar.