La Marquesita de la Sierpe

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gabo, el escritor que legó al mundo la soledad más hermosa sábado 26 Domingo 27 de abril de 2014

la razón tiene el honor de volver a publicar ESTE SUPLEMENTO, A PETICIÓN DE LECTORES QUE NO PUDIERON CONSEGUIRLO EL PASADO VIERNES SANTO, TRAS LA MUERTE DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ. SON REPORTAJES ESCRITOS PARA EL DIARIO El ESPECTADOR DE COLOMBIA, en 1954-55, CUANDO ERA UN REPORTERO DE SÓLO 27 AÑOS. LOS PRESENTAMOS POR EL VALOR QUE REPRESENTAN EN LA HISTORIA DEL PERIODISMO EN ESPAÑOL: MUESTRAN LA VENA LITERARIA QUE EN 1982 LE HARÍA GANAR A SU AUTOR EL PREMIO NOBEL DE LITERATURA. SIN REPORTAJES COMO “LA MARQUESITA DE LA SIERPE”, EN 1954, NO HABRÍA PODIDO ESCRIBIR EN 1969 “CIEN AÑOS DE SOLEDAD”. PORQUE FUE CON EL EJERCICIO DEL PERIODISMO QUE GARCÍA MÁRQUEZ LABRÓ EL ESTILO LITERARIO QUE LO HIZO INMORTAL, COMO DEMUESTRA ESTA ENTREGA DE LUJO.

Por Gabriel García Márquez

La marquesita de la sierpe Malaria, hechicería y supersticiones en una región de la Costa Atlántica. El hombre que pisó la leyenda.

Hace algunos años vino al consultorio de un médico de la ciudad un hombre espectral, vidrioso, con el vientre abultado y tenso como un tambor. Dijo: “Doctor, vengo para que me saque un mico que me metieron en la barriga”. Y explicó que venía del sureste del departamento de Bolívar, de un cenegal situado entre San Jorge y el Cauca, más allá de los cañaduzales de La Mojana, más allá de los bajos de La Pureza, de los breñales de La Ventura y de los pantanos de La Guaripa. Venía de La Sierpe, un país de leyenda dentro de la costa atlántica de Colombia, donde uno de los episodios más corrientes de la vida diaria es vengar una ofensa con un maleficio como ese de hacer que al ofensor le nazca, le crezca y se le reproduzca un mico dentro del vientre.

Viaje sin regreso No es una novedad hablar de La Sierpe, pues los comerciantes en arroz del San Jorge en Magangué saben que allí se cultiva un grano bueno y grande, y que es posible adquirirlo a precios normales, a pesar de las dificultades del transporte. Quien se sienta con deseos de viajar a esa región y tenga ánimos para hacerlo, puede tomar en Magangué una lancha que en pocas horas lo conducirá, navegando por el brazo Mojana, hasta el puerto de Sucre. Allí tomará en alquiler una bestia que en medio día lo conducirá a La Guaripa. Y, finalmente luego de dos días de viaje con el agua y el cieno a la cintura, se encontrará en los tremedales de La Sierpe. La ida es relativamente fácil. Lo difícil es el regreso, pues no tendría nada de extraño que a la vuelta de una ceiba lo bajaran de la bestia a machetazos y allí mismo lo enterraran sentado; o que reventara de peritonitis, con el vientre lleno de ranas. Continúa en pág. IV

ESPECIALes la razón


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García Márquez 1927-2014

García Márquez, en 1966, mientras escribía Cien años de soledad.

Por Gabriel García Márquez

El cartero llama mil veces UNA VISITA AL CEMENTERIO DE LAS CARTAS PERDIDAS Cuál es el destino de la correspondencia que nunca puede ser entregada. Las cartas para el hombre invisible. Una oficina donde el disparate es enteramente natural. Las únicas personas con autorización legal para abrir la correspondencia. Alguien puso una carta que no llegó jamás a su destino ni regresó a su remitente. En el instante de escribirla, la dirección era correcta, el franqueo intachable y perfectamente legible el destinatario. Los funcionarios del correo la tramitaron con escrupulosa regularidad. No se perdió una sola conexión. El complejo mecanismo administrativo funcionó con absoluta precisión, lo mismo para esa carta que no llegó nunca, que para el millar de cartas que fueron puestas el mismo día y llegaron oportunamente a su destino. El cartero llamó varias veces, rectificó la dirección, hizo averiguaciones en el vecindario y obtuvo una respuesta: el destinatario había cambiado de casa. Le suministraron la nueva dirección con datos precisos, y la carta pasó finalmente a la oficina de listas, en donde estuvo a disposición de su destinatario durante treinta días. Los millares de personas que diariamente van a las oficinas de correo a buscar una carta que no ha sido escrita jamás, vieron allí la carta que sí había sido escrita y que nunca llegaría a su destino. La carta fue devuelta a su remitente. Pero también el remitente había cambiado de dirección. Treinta días más estuvo su carta devuelta aguardándolo en la oficina de lista, mientras él se preguntaba por qué no había recibido respuesta. Finalmente ese mensaje sencillo, esos cuatro renglones que acaso no decían nada en particular o acaso eran decisivos en la vida de un hombre, fueron metidos dentro de un saco, con otro confuso millar de cartas anónimas, y enviadas a la pobre y polvorienta casa número 567 de la carretera octava. Ese es el cementerio de las cartas perdidas.

Detectivismo epistolar Por esa casa de una sola planta, de techo bajo y paredes desconchadas donde parece que no viviera nadie, han pasado millones de cartas sin reclamar. Algunas de ellas han dado vueltas por todo el mundo y han regresado a su destino, en espera de un reclamante que acaso haya muerto esperándola. El cementerio de las cartas se parece al cementerio de los hombres. Tranquilo, silencioso, con largos y profundos corredores y oscuras galerías llenas de cartas apelotonadas. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en el cementerio de los hombres, en el cementerio de las cartas transcurre mucho tiempo, antes de que se pierda la esperanza. Seis funcionarios metódicos, escrupulosos, cubiertos por el óxido de la rutina, siguen haciendo lo posible por encontrar pistas que les permitan localizar a un destinatario desconocido. Tres de esas seis personas, son las únicas que en el país, pueden abrir una carta sin que se les procese por violación de la correspondencia. Pero aun ese recurso legal es inútil en la mayoría de los casos. El texto de la carta no denuncia ninguna pista. Y algo más extraño: de cada cien sobres franqueados y tramitados con la dirección errada, por lo menos dos no tienen nada por dentro. Son cartas, sin cartas. ¿Dónde vive el hombre invisible? El cambio de dirección de destinatario y del remitente, aunque parezca rebuscado, es el más sencillo y frecuente. Los encargados de la oficina de rezagos —así se llama oficialmente el


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cementerio de las cartas perdidas— han perdido la cuenta de las situaciones que pueden presentarse en el confuso laberinto de los mensajes extraviados. Del promedio de cien cartas rezagadas que se reciben todos los días, por lo menos diez han sido bien franqueadas y tramitadas en consecuencia, pero los sobres están perfectamente en blanco. “Cartas para el hombre invisible”, se las llama, y han sido introducidas en el buzón por alguien que ha tenido la ocurrencia de escribir una carta para alguien que no existe y que por lo consiguiente no vive en ninguna parte. Cartas a Ufemia “José, Bogotá”, dice en el sobre una de las cartas perdidas. El sobre ha sido abierto y dentro de él ha sido hallada una carta de dos pliegos, manuscrita y firmada por “Diógenes”. La única pista para encontrar al destinatario es su encabezamiento: “Mi querido Enrique”. Se cuentan por millares las cartas que han llegado a la oficina de rezagos y en cuyos sobres sólo ha sido escrito un nombre o un apellido. Millares de cartas para Alberto, para Isabel, para Gutiérrez y Medina y Francisco José. Es uno de los casos más corrientes. En una oficina donde el disparate es algo enteramente natural, hay una carta dentro de un sobre de luto, donde no ha sido escrito el nombre ni la dirección del destinatario, sino una frase en tinta violeta: “Se la mando en sobre negro para que llegue más ligero”. ¡Quién es quién! Estos despropósitos multiplicados hasta el infinito, que bastarían para enloquecer a una persona normal, no han alterado el sistema nervioso de los seis funcionarios que durante ocho horas del día hacen lo posible por encontrar a los destinatarios del millar de cartas extraviadas. Del leprocomio de Agua de Dios, especialmente por los días de Navidad, llegan cientos de cartas sin nombre. En todas se solicita un auxilio: “Para el señor que tiene una tiendecita en la calle 28 sur, dos casas más allá de la carnicería”, dice en un sobre. El cartero descubre que no sólo es imposible precisar la tienda a todo lo largo de una calle de 50 cuadras, sino que en todo el barrio no existe una carnicería. Sin embargo, de Agua de Dios llegó una carta a su destino con los siguientes datos: “Para la señora que todas las mañanas va a misa de cinco y media a la Iglesia de Egipto”. Insistiendo, haciendo averiguaciones, los empleados y mensajeros de la oficina de rezagos lograron identificar al anónimo destinatario. A pesar de todo… Las cartas que se declaran definitivamente muertas no constituyen la mayoría de las que diariamente llegan a la oficina de rezagos. Don Enrique Posada Ucrós, un hombre parsimonioso, de cabeza blanca, que después de cinco años de estar al frente de esa oficina ya no se sorprende ante nada, tiene los sentidos agudizados en el fabuloso oficio de localizar pistas donde no existen en apariencia. Es un fanático del orden en una oficina que existe solamente en virtud del desorden abismal de los corresponsales del país. “Nadie va a leer las listas del correo”, dice el jefe de la oficina de rezagos. Y quienes van a leerlas, constituyen precisamente un escaso porcentaje de quienes realmente tienen una carta sin dirección. La oficina de lista de la Administración de Correos de Bogotá, está constantemente llena de gente que espera recibir una carta. Sin embargo, en una lista de 170 cartas con la dirección errada, sólo seis fueron retiradas por sus destinatarios.

Homónimos La ignorancia, el descuido, la negligencia y la falta de sentido, de cooperación del público, son las principales causas de que una carta no llegue a su destino. Es muy escaso el número de colombianos que cambian de dirección y hacen el correspondiente anuncio a la oficina de correos. Mientras esa situación se prolongue, serán inútiles los esfuerzos de los empleados de la oficina de rezagos, donde hay una carta sin reclamar desde hace muchos años, y que está dirigida en la siguiente forma: “Para usted, que se la manda su novia”. Y allí mismo, paquetes procedentes de todo el mundo, con periódicos, revistas, reproducciones de cuadros famosos, diplomas académicos y extraños objetos sin aplicación aparente. Dos habitaciones se encuentran atiborradas de esos rezagos procedentes de todo el mundo, cuyos destinatarios no han podido ser localizados. Allí se han visto paquetes para Alfonso López, Eduardo Santos, Gustavo Rojas, Laureano Gómez, que no son los mismos ciudadanos que cualquiera se puede imaginar. Y entre ellos un paquete de revistas y boletines filosóficos para el abogado y sociólogo costeño doctor Luis Eduardo Nieto Arteta, actualmente en Barranquilla. El cartero llama mil veces No todos los paquetes que se encuentran en la oficina de rezagos tienen la dirección equivocada. Muchos de ellos han sido rechazados por sus destinatarios. Hombres y mujeres que hacen compras por correo y luego se arrepienten, se obstinan de no recibir el envío. Se niegan al mensajero. Son indiferentes a los llamados del señor Posada Ucrós, que localiza el teléfono del destinatario en el directorio, y le implora que reciba un paquete procedente de Alemania. El mensajero, acostumbrado a esta clase de incidentes, recurre a toda clase de artimañas para conseguir que el destinatario firme el correspondiente recibo y conserve el envío. En la mayoría de los casos resultan inútiles todos los esfuerzos. Y el paquete, que también en muchos casos no tiene remitente, pasa definitivamente al archivo de los objetos sin reclamar. En este caso se encuentran también los artículos de prohibida importación que llegan a las aduanas, y los de admitida importación cuyos destinatarios no los reclaman porque los gravámenes son superiores al precio de la mercancía. En el último cuarto del cementerio de las cartas perdidas, hay nueve bultos, recontienen toda clase de valiosos objetos, porque llegaron sin documentos de remisión y que por consiguiente no existen legalmente. Mercancía que no se sabe de dónde viene ni para dónde va. El mundo es ancho y ajeno A veces falla el complejo mecanismo del correo mundial y a la oficina de rezagos de Bogotá llega una carta o un paquete que no debía recorrer sino 100 kilómetros y ha recorrido 100.000. Del Japón llegan cartas con mucha frecuencia, especialmente desde cuando el primer grupo de soldados colombianos regresó a Colombia. Muchas de ellas son cartas de amor, escritas en un español indescifrable, en donde se mezclan confusamente los caracteres japoneses con grabados latinos. “Cabo 1º, La Habana”, era la única dirección que traía una de esas cartas. Hace apenas un mes, fue devuelta a París una carta que iba dirigida, con nombre y dirección perfectamente legibles, a un remoto pueblecito de los Alpes italianos. Diciembre, 1954

El colombiano frente al Ángel de la Independencia, en 1966.


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Por Gabriel Garcí

La Marquesita

Malaria, hechicería y supersticiones en una región de

El novelista y su esposa Mercedes, el 10 de octubre de 1982 a las 6 de la mañana al darse la noticia del Premio Nobel, en su casa en calle Fuego 144. Viene de la portada Quien decida correr los riesgos de esta aventura, no encontrará un pueblo. Encontrará una región cenagosa, enmarañada, en la que sólo a grandes trechos se sorprende un atisbo de sol. Cada dos o tres horas encontrará una casa primitiva, en la que viven hombres y mujeres devastados por la malaria, que racialmente no presentan diferencia alguna con los colombianos comunes. Hay gente buena y mala, como en todas partes, pero más desconfiada de los forasteros que en cualquiera otra. Se divierten como todo el mundo, con un tambor, una caña de millo y una tinaja de aguardiente destilado en uno de los cuartos de la casa. Es gente que vive mal y come mal, pero hace ambas cosas en abundancia; que ha inventado oraciones para preservarse de las mordeduras de las serpientes, pero está siempre dispuesta a viajar a través de los pantanos durante dos días y dos noches para pagar lo que le pidan por un analgésico. El día que canta el gallinazo A los habitantes de La Sierpe nada los hará abandonar su infierno de malaria, de hechicería, de animales y supersticiones. Cosechan arroz y tienen oraciones para que sea de buena calidad; lo venden en los pueblos cercanos y con el producto de la venta compran petróleo, ropa y medicinas de patente. Son católicos convencidos, pero practican la religión a su manera,

como la mayoría de los campesinos colombianos. Celebran el Viernes Santo con suculentas comilonas de carne de res, pero su Viernes Santo no es móvil, sino el primer viernes de marzo, día en que según ellos “canta el gallinazo”. Se enamoran como católicos y como españoles. Tienen un sentido trágico del amor, con celos, aguardiente y machetazos; y un sentido poético, que estimula a los galanes para cantar a su doncella largas y graciosas coplas de amor, de una belleza ingenua y extraña. Se casan católicamente en los pueblos vecinos, y celebran el acontecimiento con fiestas borrascosas, de una de las cuales, en alguna ocasión resultó muerta a machetazos la desposada. Es gente que cree en Dios, en la Virgen y en el misterio de la Santísima Trinidad, pero los adoran en cualquier objeto en el que ellos crean descubrir facultades divinas y les rezan oraciones inventadas por ellos mismos. Pero sobre todo —y en esto se diferencian del resto de los colombianos— creen en La Marquesita. La Marquesita Los más viejos habitantes de La Sierpe oyeron decir a sus abuelos que hace muchos años vivió en la región una española bondadosa y menuda, dueña de una fabulosa riqueza representada en animales, objetos de oro y piedras preciosas, a quien se conoció con el nombre de


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l García Márquez

ta de La Sierpe

gión de la Costa Atlántica. El hombre que pisó la leyenda La Marquesita. Según la descripción tradicional, la española era blanca y rubia, y no conoció marido en su vida. Pero más que por su bondad y por su valiosa hacienda, La Marquesita era admirada, respetada y servida porque conocía todas las oraciones secretas para hacer el bien y el mal; para levantar del lecho a un moribundo no conociendo de él nada más que la descripción de su físico y el lugar preciso de su residencia; o para enviar a una serpiente a través de los tremedales, a que seis días después diera muerte a un enemigo determinado. La Marquesita era una especie de gran mamá de quienes le servían en La Sierpe. Tenía una casa grande y suntuosa en el centro de la que ahora es conocida como La Ciénaga de la Sierpe. “Una casa con corredores y ventanas de hierro”, según la describen ahora quienes hablan de aquella extraordinaria mujer, cuyo ganado “era tanto que duraba pasando más de 9 días”. La Marquesita vivía sola en su casa, pero una vez al año hacía un largo viaje por toda la región, visitando a sus protegidos, sanando a los enfermos y resolviendo problemas económicos. La Marquesita podía estar en diferentes lugares a la vez, caminar sobre las aguas y llamar desde su casa a una persona, en cualquier lugar de La Sierpe en que ésta se encontrara. Lo único que no podía hacer era resucitar a los muertos, porque el alma de los muertos no le pertenecía. “La Marquesita tenía pacto con el diablo”, explican en La Sierpe. La otra orilla del mundo La leyenda dice que La Marquesita vivió todo el tiempo que quiso. Y según la versión más generalizada, quiso vivir más de 200 años. Su muerte estuvo precedida de signos celestes, de trastornos telúricos y de malos sueños de las habitantes de La Sierpe. Antes de morir, La Marquesita comunicó a sus servidores preferidos muchos de sus poderes secretos, menos el de la vida eterna. Concentró frente a su casa sus fabulosos rebaños y los hizo girar durante dos días en torno a ella, hasta cuando se formó la ciénaga de La Sierpe, un mar espeso, inextricable, cuya superficie cubierta de anémonas impide que se conozcan sus límites exactos. Para quienes conocen la orilla accesible de la ciénaga, la región termina en la orilla opuesta. Pero hasta hace unos años, en esa orilla “se acababa el mundo y estaba custodiada por un toro negro con pezuñas y cuernos de oro”. Es en el centro de esa ciénaga donde los habitantes de La Sierpe creen que están sepultados el tesoro de La Marquesita y el secreto de la vida eterna. El hombre que pisó la leyenda Un personaje muy conocido en los villorrios cercanos a La Sierpe, es un arrocero que arrastra un pie hinchado y monstruoso. Es la persona que más cerca ha pisado los tesoros de La Marquesita. El mismo cuenta que un día resolvió no cosechar más arroz, y se aventuró hacia el centro de la ciénaga en busca de la riqueza sepultada. Como todos los habitantes de La Sierpe, éste sabía que la búsqueda debía realizarse en los dos primeros días del mes de noviembre, “en un año que no sea bisiesto”. El hombre esperó la fecha, llegó a la orilla de la ciénaga en los últimos días de octubre, y preparó una balsa con un fogón, una caja de arroz, plátanos, yuca, sal y una lámpara de petróleo. Llevó asimismo un calabazo de agua, porque la ciénaga produce hernia en el hombre, desarreglos en la mujer e infecciones internas en los animales. El 2 de noviembre, dice la leyenda, en el centro de la ciénaga crece todos los años “un totumo con calabazos de oro”, a

Gabriel García Márquez en Barcelona, España, en 1970.

cuyo tronco está amarrada una canoa “que irá sola, navegando sin patrón”, hacia el lugar en que la gran mamá sepultó sus riquezas. La leyenda agrega que la canoa está custodiada por gigantescas culebras de cascabel y por caimanes blancos. El viaje de las maravillas La descripción que hace el hombre de su aventura es tan fantástica como la leyenda de La Marquesita. Dice que durante las primeras doce horas del 1º de noviembre navegó por entre la flora acuática, cada vez más apretada y alta. No advirtió ese día nada extraordinario. Pero al anochecer sintió en torno suyo fuertes olores de alimentos en elaboración, que estimularon su apetito y lo obligaron a comer y beber sin medida hasta la madrugada. Luego los olores fueron reemplazados por ruidos fantásticos, “como el bramido de un viaje de toros”, y por la alharaca de loros, micos y gallitos de ciénaga. Al amanecer del 2 de noviembre vio volar en torno de la balsa

extraños animales, cuadrúpedos alados con cabezas y picos de aves y alcaravanes de plumaje metálico y resplandeciente. A pesar de los ruidos y de la lentitud con que la balsa avanzaba por entre la flora dura y enmarañada, el hombre dice que siguió bogando hacia adentro, en persecución del oro, las piedras preciosas y el secreto de la vida eterna de La Marquesita. Súbitamente, al atardecer del 2, cesaron todos los ruidos, la vegetación se hizo menos hostil y en el horizonte resplandeció el árbol de los calabazos maravillosos, entre un apretado cerco de espinazos blancos. Pero “estaba a una distancia como de tres días”. El codicioso aventurero dice que navegó entonces hacia atrás, porque no le alcanzaban el agua y los alimentos para el viaje hasta el árbol. Cuando desembarcó, el pie empezaba a hinchársele y se sentía extenuado, pero le quedaba la satisfacción de ser el único hombre de La Sierpe que se ha atrevido a pisarle los terrenos a la leyenda. Marzo, 1954.


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Por Gabriel García Márquez

Un grande escultor colombiano “adoptado” por México DE FREDONIA A MÉXICO, PASANDO POR TODO Breve visita a su patria hace el grande escultor colombiano Arenas Betancourt, que ha dado a México lo mejor de su obra. Cómo ha realizado su vida contra las vicisitudes del medio. Su triunfo en un país que reconoce el mérito del arte. En 1953, un grupo de artistas de México visitó en comisión al presidente Ruiz Cortinez. Uno de ellos vestía un polvoriento y gastado overol. Entre el grupo de pintores y escultores, el pequeño y sólido visitante del overol parecía el más mexicano de todos, un indio puro, con su cabello indómito y su indescifrable rostro de cobre. Sin embargo, ese era el único de los comisionados que no había nacido en México, sino en la fracción rural del Uvial, en el departamento colombiano de Antioquia. Muy pocos compatriotas suyos sabían entonces que se llamaba Rodrigo Arenas Betancourt, y acaso ninguno lo admiraba tanto como el presidente Ruiz Cortines, que había pasado una tarde completa contemplando el monumental colombiano de siete metros de altura que el sencillo colombiano del overol había levantado frente a la Torre de las Ciencias Exactas, en Ciudad de México. Ya en ese momento Arenas Betancourt estaba considerado como el escultor más vigoroso del país, como uno de los grandes intérpretes de la raza, capaz de desentreñar de un bloque de piedra volcánica el más intrincado secreto de la personalidad azteca. Pero no por eso visitó al presidente en overol. Lo hizo porque estaba en su taller a las dos de la tarde cuando le dijeron que la audiencia era a las dos y media y no tuvo tiempo de cambiarse. “Hay que conocer a México para saber que allá el presidente no califica a nadie por el vestido”, explica Arenas Betancourt ahora que está en Colombia en una visita de quince días, con una buena cantidad de gloria, de dinero y de prestigio, pero sin corbata. En el hombro de América Antes de volver en carne y hueso, Arenas Betancourt había vuelto a Colombia en los periódicos y las revistas de arte mexicanos, casi siempre trepado como un mico, con su cara de mico, en el hombro de su Prometeo, cuya sola pupila es más grande que la cabeza del escultor. Allí se le veía, con una gorra ajustada a la cabeza y un laberíntico saco sin mangas que es la única prenda parecida a un chaleco que ha usado desde cuando se fugó, a los trece años, del Seminario de Misiones de Yarumal. Al verlo retratado a semejante altura, junto a una cosa tan grande, muchos de quienes lo conocieron en Colombia, viviendo pobremente en Medellín, en 1938, en una sórdida habitación de “El hueco de ña Rafaela”, o un año después en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, pensaron que el retrato no era del mismo Rodrigo Arenas Betancourt que habían conocido. El de aquí, pequeño y conflictivo, no parecía capaz de llegar a la oreja de un monumento que tuviera siete metros de altura. Pero lo que se ignoraba era que cuando Rodrigo Arenas Betancourt de Colombia no pudo obtener su diploma de maestro en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, porque Luis Vidales lo calificó con 2.9 en la clase de historia, ya había recorrido, a tropezones, muriéndose de hambre a pedacitos, por lo menos la cuarta parte del camino que lo conduciría al hombro de su Prometeo. Al compás de un bambuco Cuando vino a Bogotá, en 1939, todavía no había pasado lo peor. Pero ya había pasado una parte, desde esa madrugada de 1919 en que respiró por primera vez el aire oloroso a tierra cuarteada, a leche caliente y a bramido de vaca, en la fracción del Uvital, a dos kilómetros de Fredonia. Nació el 24 de octubre bajo el signo Scorpio, pero en su casa nadie tenía con los astros relaciones distintas de las puramente agrícolas. Sus padres eran, cuando nació Rodrigo, dos campesinos antioqueños como esos de carriel y alpargates que llegan los domingos a través de un bambuco, a vender frutos de la tierra en la plaza del pueblo. Pero antes de cumplir cinco años, sin proponérselo y sin recordarlo ahora con mucha precisión, Rodrigo los obligó a cambiar de oficio, a abandonar la áspera fracción del Uvital y a instalarse en Fredonia, para que el niño pudiera ir a la escuela. Nadie había pensado entonces que cuando fuera hombre sería escultor. Pero habiendo sido agricultor desde niño, tampoco había pensado su padre que sería albañil en Fredonia para que el hijo de cinco años pudiera asistir a la escuela. Fue una casualidad, pero ahora parece más lógico que sea escultor el hijo de un albañil. Su personaje inolvidable Rodrigo Arenas Betancourt tiene un personaje inolvidable: Don Miguel Yepes, el robusto y paternal maestro de la escuela primaria de Fredonia, que le puso un tres en historia patria —a pesar de que nunca pudo entender el libro de Henao y Arrubla— porque hizo a lápiz, a los seis años, una copia de “Bolívar en el ocaso”, que el maestro clavó en la pared para ejemplo de los otros niños. Entre ellos, el actual gerente del Instituto Colombiano de Seguros Sociales, doctor Barrientos Cadavid. El maestro Miguel Yepes, convencido de que el pequeño Rodrigo no tenía vocación para la historia, pues sólo abría el texto para copiar tres Bolívares al día, decidió empujarlo en las

El escritor en Bogotá, Colombia, en 2002.

otras materias, para que continuara dibujando a Bolívar. Mientras el maestro leía en voz alta “Corazón”, de Edmundo de Amicis, que fue su primera emoción literaria, Rodrigo seguía dibujando a Bolívar. Al finalizar el cuarto año, el salón de clases estaba empapelado con la imagen del Libertador. Acaso a eso se deba que en la actualidad en nada desea trabajar tanto Rodrigo Arenas Betancourt como en un monumento a Bolívar. El problema del chaleco Cuando abandonó la escuela primaria, Rodrigo no tenía otra aspiración que permanecer en casa, jugando con esos articulados muñecos de madera, de colores vivos, que su padre fabricaba para entretenerlo. Pero su padre pensaba otra cosa. Pensaba que el niño sería cura, en segundo término, porque era de carácter suave, hogareño y piadoso, a pesar de que era el único de su grupo que no había ido ni fue nunca monaguillo, y en primer término, porque el párroco de Fredonia le ofreció una beca para el Seminario de Misiones de Yarumal. Y al Seminario se fue, como la mayoría de los niños antioqueños, con un vestido que no tenía nada de particular, salvo el chaleco. Por eso, y por la inflexibilidad en la disciplina, no le gustó el Seminario. En 18 meses perdió la devoción y en la madrugada, en lugar de ir a misa, salió a la carretera y abordó un camión cargado de cerdos que lo llevó por cuarenta y cinco centavos a Fredonia. En la primera vuelta de la carretera quedó tirado el chaleco. Su regreso fue una catástrofe doméstica, pero para Rodrigo fue un acontecimiento inolvidable. Porque mientras su madre le cantaba la tabla de las recriminaciones y su padre abandonaba el palustre para empuñar un cinturón, Rodrigo silencioso, sentado en el banquillo, pensaba, sin saber por qué, con una extraña delectación, que deseaba tallar en madera un Cristo Bárbaro, ulcerado y sangriento. Por qué no hay estadísticas en Fredonia En 1935 regresó de España Ramón Elías Betancourt, un remoto pariente de la madre de Rodrigo que tallaba y vendía cabezas de Cristo. Pero a nadie le llamó la atención en Fredonia porque el pueblo estaba invadido por los destrozados Cristos de Rodrigo. Eran unos crucifijos tremendos, embadurnados de pintura roja y monstruosamente martirizados, que ningún pá-


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VII

García Márquez 1927-2014 rroco quiso bendecir por la implacable concepción de su tortura. Todos esos Cristos habían salido de la estrecha y confusa oficina de estadística de Fredonia, donde Rodrigo tallaba santos arbitrarios, y en cuyos libros no se registró el catastro, ni los degüellos, ni las defunciones en los dos años en que Rodrigo estuvo de oficial, ganando veinte pesos mensuales. Antes había sido cartero por doce pesos. Después de repartir el correo, tallaba santos. Y nada distinto hizo hasta ese día en que cayó en sus manos un ejemplar de la revista “Pan”, que dirigía el ingeniero Enrique Uribe White, donde vio la fotografía de una escultura del colombiano Tobón Mejía. Rodrigo la reprodujo en barro, sin preocuparse de que fuera la estatua de una mujer desnuda. Pero en Fredonia se preocuparon los vecinos y luego las congregaciones de damas católicas y por último el concejo municipal. Los vecinos y las damas católicas le hicieron destruir la escultura, pero los concejales le cambiaron el puesto en la oficina de estadística por un auxilio de quince pesos mensuales y lo mandaron para Medellín, a que se perfeccionara —antes de José Horacio Betancourt, autor de “Bachue”— en el arte de hacer mujeres desnudas. De la mula al avión El 29 de marzo de 1944 llegó Rodrigo Arenas Betancourt al aeródromo de México, con dos vestidos y un par de maquetas en una deteriorada maleta de cartón. Pero entonces tenía la ventaja de ser extranjero y de haber conocido en Bogotá al embajador de Colombia en México, Jorge Zalamea. Pero seis años antes, cuando llegó por primera vez a Medellín —donde pagó diez pesos mensuales por vivir en “el hueco de ña Rafaela— era apenas un desconcertado muchacho que parecía sacado a lazo de Fredonia. Su principal desventaja era ser colombiano. Lo mismo en Medellín que en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, y lo mismo otra vez en Medellín, en 1942, cuando regresó derrotado por el 2.9 de Luis Vidales. Pero entonces conoció al pintor Pedro Nel Gómez y al grupo de estudiantes que dirigían el suplemento literario de “El Colombiano”. Algunos de ellos eran conservadores en política, pero revolucionarios en arte: Miguel Arbeláez, Otto Morales Benítez, Hernán Merino, Belisario Betancur y Alberto Durán Laserna. Este grupo escribió notas en el suplemento literario de “El Colombiano”, con el seudónimo común de PRAB, que significaba: “Para Rodrigo Arenas Betancourt”. Las notas con esa firma eran liquidadas por la gerencia del periódico y abonadas a un fondo especial, que le fue remitido a México a Arenas Betancourt. El escritor recuerda haber recibido un cheque de cien dólares durante su época más difícil. Por primera vez alguien se dio cuenta de que Rodrigo Arenas Betancourt era capaz de hacer algo de lo que decía. Entonces su nombre apareció por primera vez en letras de molde y por primera vez en un cheque de 1.000 pesos que le pagaron por un trabajo en la exposición industrial de Medellín. Su primer cheque y Pedro Nel Gómez —en un país que podría salvarse con cinco Pedroneles, según dice ahora Arenas Betancourt— le abrieron las agallas. Los muchachos de “El Colombiano” ayudaron a abrírselas. Y Ramón Jaramillo Gutiérrez, director de educación de Antioquia, hizo una maroma presupuestal y lo sentó en un avión para México. De no haber sido así, se habría ido de fogonero en un barco. De todo como en botica Cuando en Colombia se supo que un colombiano era uno de los mejores escultores de México, hacía ocho años que Arenas Betancourt había salido del país. Todavía no se entiende por qué no se murió de hambre desde cuando Jorge Zalamea lo instaló con otros estudiantes colombianos en “República de Chile”, número 38, hasta cuando vendió sus primeros 450 pesos de terracota, cuatro años después, en una exposición colectiva en el bosque de Chapultepec. Durante esos años, no hubo en México ocupación u oficio que no desempeñara. Por largo tiempo su amigo más solvente fue el escritor Manuel Olivella, que había llegado sobre las suelas de sus zapatos y con quien compartía la camilla de operaciones en el consultorio de un médico cubano. Alternativamente fue ayudante del escenógrafo de “La reina de la opereta”, una mala película con la colombiana Sofía Álvarez, que le produjo 200 pesos semanales. Fue obrero del

El autor en el estudio de su casa en la calle Fuego, en México DF, en 1995.

escultor colombiano Rómulo Rozo, por 100 pesos mensuales; tallador de falsas miniaturas aztecas para descrestar, por cuenta del patrón, a los turistas norteamericanos; redactor del “Diario del Sureste” en Mérida, y allí mismo asistente ocasional de diversión de “La nena alpuche”. Una noche de 1947 lo encontró en ese lugar un borracho que le ofreció un contrato como profesor de dibujo. Arenas Betancourt aceptó, por llevarle la corriente al borracho, y veintinueve días después viajó a enseñar dibujo en Quintana Roo, un territorio en la selva, en el extremo sureste del país, donde lo único que llevó, por recomendación del contratista, fue “un calabazo con bastante agua”. La historia se hace de pronto En Quintana Roo, que es el único nombre pronunciable en una región donde se encuentran Yaxcaba, Kanabsonot, Taxhibishen, el pequeño y aindiado antioqueño se dio cuenta de que llevaba tres años de vivir en México y en realidad no conocía a México. Misteriosamente, viviendo entre los indígenas, enseñándoles dibujo por 218 pesos mensuales como profesor de la misión rural No 5, comiendo otra vez frijoles y arepa como en Fredonia, empezó a entender retrospectivamente toda la historia que no entendió al maestro Miguel Yepes. Cuando regresó a Ciudad de México, volvió a ser ilustrador de revistas; fue el muchacho que le cargó las cámaras y los trípodes al fotógrafo colombiano Leo Matiz; escribió reportajes, comió cuando pudo y durmió como pudo, hacinado en una casa de vecindad, hasta cuando le permitieron participar en la exposición colectiva del bosque de Chapultepec. Allí vendió dos esculturas que había hecho en Quintana Roo. Y esa venta fue como un milagro. Tres meses después era amigo de Diego Rivera, José Clemente Orozco, y de todo lo que vale y pesa en el arte mexicano. En 1949 participó en la exposición colectiva del Palacio de Bellas Artes, con “Mujer maya torteando”, que el ingeniero José Domingo Lavín adquirió por mil pesos. Fue allí donde conoció al arquitecto Raúl Cacho, que iba a construir la Torre de las Ciencias Exactas. Raúl Cacho conversó con Arenas Betancourt, se pusieron de acuerdo en la necesidad de “incorporar la escultura a la arquitectura” y pidió que le llevara un proyecto. Arenas Betancourt, que mide un metro con sesenta y dos centímetros, se le presentó con un impresionante monstruo de siete metros de altura: Prometeo, dos toneladas de bronce que en seis meses lo hicieron famoso en medio mundo. El mexicano de Fredonia Ahora Rodrigo Arenas Betancourt vive bien en México, casado con Lidia Rosas, y con un hijo de tres años, José Patricio. Su casa, centro ocasional de reuniones artísticas, es el número 18 de la calle doctor Río de la Loza, a pocos metros de un coliseo de lucha romana, donde los luchadores se rompen los huesos para comer. En el palacio de comunicaciones, donde trabajó la plana mayor de los artistas mexicanos, está su monumental “Homenaje a Cuauhtémoc y la patria”, más grande, más imponente y mejor logrado —según el autor— que su famoso Prometeo. Una obra incorporada ya al patrimonio artístico e histórico de México, que le produjo 40.000 pesos, y que para ser trasladada fue preciso desarmarla en piezas mayores. Al volver a Colombia, los amigos de Rodrigo Arenas Betancourt se han dado cuenta de que sigue siendo sencillo, emotivo y cordial, como si acabara de llegar de Fredonia, pero más optimista y maduro. Atribuye más importancia al conocimiento de sus límites que al de sus posibilidades. Ha leído mucho, novela especialmente, y especialmente novela americana. No es fumador, salvo cuando trabaja. Considera que es capaz de expresarse adecuadamente en dibujo y fotografía, que cultiva como entretenimiento y va al cine tres veces a la semana, cuando menos, de preferencia a las películas italianas y de preferencia a las de su amigo personal, César Zabattini, a quien conoció en México y a quien visitó recientemente en Italia. Rodrigo Arenas Betancourt tiene el pasaje de regreso en el bolsillo y varios compromisos en México. Pero sus amigos aspiran a que demore un poco más en Colombia. Aspiran a que haga en Bogotá el monumento a Bolívar que de todos modos hará en cualquier parte del mundo, pensando en sus primeros y olvidados monigotes de Fredonia. Febrero, 1955


VIII

La Razón| Sábado 26 Domingo 27.04.2014

García Márquez 1927-2014

Por Gabriel García Márquez

EL MUERTO ALEGRE EL CEMENTERIO DE LA GUARIPA. “LA ZAFRA DEL DOLOR PROFUNDO” El ataúd llega antes del amanecer. Entonces se transforma el ambiente, porque algo parece indicar a la gente de La Sierpe que lo que proporciona a la muerte una dimensión de pavor, no es propiamente el cadáver, sino la caja mortuoria que el carpintero de La Guaripa fabrica a la carrera, con tablas mal claveteadas y sin cepillar, cada vez que de los pantanos surge un hombre con una soga cortada a la medida del muerto. A cualquier hora del día o de la noche en que un mensajero de La Sierpe toque a las puertas del carpintero de La Guaripa, el hombre se levanta dispuesto a trabajar, pues sabe que por muy diligente que sea el mensajero, quien está necesitando el ataúd tiene por lo menos seis horas de estar tirado en un rincón, pudriéndose entre los cerdos y las gallinas. No siempre ha sido el hombre que viene por el ataúd lo suficientemente veloz como para no cruzarse en el camino con otros mensajeros que viajan a La Guaripa en busca de más ataúdes. El aguardiente que se consume en La Sierpe produce una embriaguez de mala índole, cuyas consecuencias no son en todos los casos el convencional dolor de cabeza y el malestar del día siguiente. La intoxicación y la reyerta pueden poner también sus velas en el entierro, si la tardanza del ataúd prolonga los festejos hasta las horas de la mañana. Sólo una vez colocado el muerto dentro de la caja, la gente recoge sus mesas de juego y sus ventorrillos y regresa a sus casas, para volver a la de los dolientes nueve noches después, a repetir la fiesta. El cementerio de La Guaripa Por tradición, los muertos de La Sierpe son enterrados en La Guaripa. No es preciso llenar los formulismos del registro civil ni solicitar permiso para ocupar el cementerio. Allí están, apiñados e indiscriminados bajoun montón de cruces, hombres, mujeres y niños anónimos, víctimas dela malaria y la disentería. O los cuerpos hinchados y deformes de uno por cada diez mordidos de serpiente. Sólo los cadáveres de los ahogados o los muertos a machetazos no reposan en el húmedo y estrecho cementerio de La Guaripa. A los primeros se les deja insepultos, para solaz de los gallinazos, porque la del ahogado es muerte impura en el extraño código moral de La Sierpe. A los segundos los sepulta quien los encuentre en el camino, después de cavar un hueco donde pueda reposar el cuerpo sentado. El largo viaje de regreso El cadáver es acompañado hasta La Guaripa por hombres y mujeres voluntarios, que lo hacen por afecto al muerto, por consideración a sus dolientes o, simplemente, por seguir adelante con la fiesta. El ataúd es amarrado a cuatro palos y transportado en hombros a través de los pantanos, por los senderos menos profundos, de manera que el aguano le vaya a los conductores más arriba de la cintura. Al cuerpo lo sigue un cortejo de hombres cargados con calabazos de aguardiente y de mujeres con niños y animales, que aprovechan la compañía para hacer compras en La Guaripa. Pero el viaje dura el doble que uno normal, pues es viaje con prolongadas estaciones, en el que vuelve a ser el muerto la cosa menos importante. Donde encuentra una casa, la comitiva fúnebre se detiene a conversar, a beber café y aguardiente. Si a más de sed hay hambre, los propietarios de la casa improvisan un almuerzo con el sacrificio de un cerdo o varias gallinas, como contribución al duelo. Pero el motivo del viaje no penetra a la casa. El muerto es abandonado en un lugar distante de la vereda, desde donde no llegue el acre testimonio de que tiene más de veinticuatro horas. Del lugar menos distante de La Sierpe a las primeras casas de La Guaripa los dolientes más urgidos no transportan un muerto en un día. La carga es demasiado incómoda de llevar a través del pantano y a esa circunstancia se recargan la parsimonia y la indiferencia de quienes convierten el viaje en una bulliciosa y pintoresca travesía. Generalmente, un cadáver que abandona su casa acompañado por media docena de personas, llega a La Guaripa seguido por un grupo de más de veinte, pues a lo largo del camino se incorpora a la comitiva todo aquél que tiene un viaje aplazado por falta de buena compañía. O una juerga aplazada por falta de oportunidad. Durante un día y media noche, cuando menos, el grupo chapalea en el pantano, abriendo trochas, bebiendo, conversando, conduciendo una caja por cuyas junturas se escapa el espeso tufo del muerto. Sólo cuando llegan a las tierras secas de La Guaripa los dolientes procuran recuperar el tiempo perdido y se echan a trotar. El muerto alegre Aquello no es un capricho. Es una ceremonia. Quien ha oído hablar de La Sierpe, tiene también noticia de una de sus más patéticas prácticas: el muerto alegre. Es la dramática ceremonia a través de la cual el cadáver informa a quienes lo llevan a la sepultura, si está conforme o insatisfecho con su estado. Como el cadáver no es amortajado, sino colocado en una caja hecha sobre medidas imprecisas, el cuerpo no ajusta siempre en el ataúd. Cuando el cortejo se echa a trotar en los terrenos secos de La Guaripa, el cadáver desajustado golpea contra las tablas, al compás del trotecillo alegre de quienes lo conducen. En determinadas circunstancias el cuerpo no da tumbos dentro de la caja y sus conductores consideran su silencio como una confesión de su incomodidad en la muerte. Pero en la mayoría de los casos el cadáver golpea, adquiere y conserva el ritmo del trote. Esa señal precipita el regocijo de la comitiva y estimula la juerga. “Va alegre el muerto. Va alegre el muerto”, gritan entonces los sencillos habitantes de La

El autor de El coronel no tiene quien le escriba, en octubre de 1994.

Sierpe, que irrumpen jadeantes y dichosos en la calle de La Guaripa, donde vienen a sepultar un cuerpo maltratado y descompuesto. El cadáver de un hombre que fue justo, y pregona, con fuertes y acompasados golpes de su cabeza contra las tablas, que se siente feliz en el paraíso. Final en Zafra En dos casos se canta la “zafra” en los campos del departamento de Bolívar: en la recolección de las cosechas y durante la cavación de las sepulturas. En La Sierpe se conserva esta práctica, sólo para el último de los casos. Así que cuando el cortejo llega al cementerio con el muerto alegre, el sepulturero está aguardándolo al borde de la fosa y lo saluda con una tonada afilada y vibrante, original de la región, cuya extraña belleza y cuya desconcertante sabiduría recuerdan por algún motivo las coplas de Jorge Manrique. La tonada tiene un nombre sencillo: “La zafra del dolor profundo”. Abril, 1954


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