FERNANDO IWASAKI
L A LECTUR A, ESA DISTINCIÓN
CARLOS VELÁZQUEZ L A ÚLTIMA DE ALLEN
JESÚS RAMÍREZ-BERMÚDEZ REDES NEUR ALES
El Cultural N Ú M . 3 8
S Á B A D O
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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
LAS POSIBILIDADES
DEL VIAJE GUILLERMO FADANELLI
ROSA S DE STALIN: L A OT R A B I O G R A FÍ A Monika Zgustova
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Como apunta Guilllermo Fadanelli, viajar es todavía —para algunos— una “experiencia de liberación”. No sólo como un desplazamiento geográfico, sino como una disposición o estado de ánimo, un trayecto no sólo físico sino mental, donde conviven lo real y lo imaginario; donde la compañía no siempre es recomendable, aunque puede resultar imprescindible, y los extraños aparecen “como las piedras o las verrugas que todos conocemos”. Cuatro escenarios que forman parte de un libro en preparación.
LAS POSIBILIDADES DEL V I A J E G U I L L E R M O FA D A N E L L I
CUARTÓP OLIS
C
I
uando el viaje se avecina y asoma y nada excepto la muerte o una enfermedad repentina puede evitarlo, comienzo a sentirme muy amedrentado. Los compromisos que deben cumplirse resultan letales a cierta edad en que uno ha alcanzado la sabiduría de los perros. Apenas me introduzco a un aeropuerto la atmósfera se torna enrarecida y el solo hecho de imaginarme sentado dentro de un avión al lado de un ejecutivo dispuesto a “hacer amigos” o a entablar una “amena charla” me pone irritable y nervioso. Sus computadoras, su arrogancia impostada, su vestimenta uniformada, su burda amabilidad, todo en ellos me parece enojoso, despreciable. Como he escrito, Thomas de Quincey, en sus viajes por las afueras de Londres, solía conversar con toda suerte de personas. Hablar con un desconocido abría para su causa la veta de un material extraño. El mundo se encuentra contenido en la experiencia de quien no conocemos, un solo extraño basta para ampliar el mundo un infinito número de veces. O para cerrarlo definitivamente. Y, sin embargo, hoy, como en la época en que el malhumorado Nietzsche vivió, los humanos se asemejan cada vez más entre sí y resulta sencillo predecir su comportamiento y anticiparse a sus reacciones. El viaje continúa siendo para algunos experiencia de liberación y, por tanto, un equipaje voluminoso es similar a grilletes o a jorobas que vuelven más penoso el transitar por tierras
extrañas. ¿Existen hoy las famosas tierras extrañas? ¿Hay una América perdida en el océano? Lo dudo mucho. A la hora de aliñar el equipaje, es bueno dar por sentado que las maletas se extraviarán en el camino: de ese modo no llevará uno consigo más que la osamenta original y un par de trapos para cubrirse y no provocar conmiseración. Las mujeres, en general, siempre en general, hacen caso omiso de tan selecto principio y son escasas las que viajan con un equipaje discreto. Van como mulas colgando bultos en ambos costados. Si lo hicieran, si ahorraran equipaje, el misterio que las rodea aumentaría y con ello también su belleza. La ligereza en la carga es señal de inteligencia y dominio. Una digresión más: he llegado a la conclusión de que la más profunda diferencia entre los hombres y las mujeres es que mientras ellas continúan siendo un misterio para los hombres, nosotros no lo somos en absoluto para ellas: somos niños a los que se soporta o se educa, a los que se quiere o se engaña, pero jamás encarnaremos un verdadero misterio a sus ojos. Es probable que nuestro misterio se pierda al nacer, al realizar el primer viaje a la vida. Qué sé yo. Cuando fui joven, y nunca apuesto, conocí mujeres sorprendentes en las tierras donde planté mi humanidad, pero el asombro que emitía su personalidad se esfumaba apenas decidíamos emprender un viaje juntos. ¿Por qué se obstina uno en viajar acompañado? Me pregunto. El ritmo de los pasos es distinto, la curiosidad transita por los más variados senderos y uno debe ceder cada día un poco de su independen-
DIRECTORIO
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Delia Juárez G. Editora
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cia. La democracia del ritmo y de los pasos es una contrariedad y es injusta y torpe. Viajar acompañado me niega el gusto de tomar malas decisiones, incluso suicidas, pues la amabilidad te exige que preguntes a tu acompañante acerca del destino que habrá de tomarse. Y además culminas la desastrosa faena cargando maletas que no son tuyas. Ningún amor es suficiente para soportar el exceso de peso: no se debe cargar un ataúd a destiempo. He visto a viejos dentro de un avión mirar a su pareja a través de una mirada agobiada que parece exclamar: “Llevo esperando tu infarto cerca de treinta años”. “Si te mueres volveré a nacer.” Y cosas por el estilo. En Cool Memories, Jean Baudrillard ha hecho notar lo excitante que resulta el momento en que una mujer se descalza y empequeñece de manera repentina. Se hace maravillosamente minúscula y su rostro cambia: “Inaugura la intimidad en lo que tiene de más seductor”. Lo dicho: un par de maletas menos torna a una mujer mucho más seductora y versátil, le ahorra bestialidad y se convierte ella misma en un perfume. Eso no sucederá: en la vigente opinión de una mujer las maletas y la belleza se encuentran íntimamente ligadas y resulta imposible divorciarlas. Los viajes se aproximan y mi joroba crece, los pies se bañan de plomo y la mirada entristece sólo de pensar en las horas de vuelo y en la carga que supone el encontrarse con extraños que no lo son porque son como las piedras o las verrugas que todos conocemos. Y aquí una irregular apostilla en pos de la nada reducida: como si fuera un castigo ejemplar impuesto a mi vanidad ya casi no me es posible viajar a solas: no tengo fuerzas y me he vuelto medroso: en caso de insistir en cultivar el movimiento viajaré acompañado el resto de mis días: sea por mi mujer, una enfermera, una cajera de banco o una gimnasta, cualquiera de ellas me permitirá mantenerme lo más posible alejado de la “gente interesante”. Benditas sean. Insistir y continuar avanzando a pesar de que se camina en círculos, seguir a un instinto que no sabe acertar (sus aciertos son los tropiezos), o responder a un nombre y apellido que no siempre corresponden al humor de una misma persona, son todas ellas acciones humanas, en el sentido más íntimo y arraigado de la palabra humanidad: ser y encarnar en una pregunta en vez de hacerlo en una respuesta. Si fuera posible decidir sobre las alteraciones del mundo físico no me perdería la oportunidad de ser una piedra, me partiría en
“VIAJARÉ ACOMPAÑADO EL RESTO DE MIS DÍAS: SEA POR MI MUJER, UNA ENFERMERA, UNA CAJERA DE BANCO O UNA GIMNASTA, CUALQUIERA DE ELLAS ME PERMITIRÁ MANTENERME LO MÁS POSIBLE ALEJADO DE LA ‘GENTE INTERESANTE’.”
cien fragmentos que mantendrían su consistencia: un meteorito o un basalto; una montaña o un planeta; piedras que poseen tamaño porque el hombre las mide a su conveniencia, pero que dan la impresión de ser esencialmente tan similares, serenas y pacientes. En cambio, el yo se transforma a cada golpe de viento, el hombre que toma una decisión no es la misma persona que sufrirá las consecuencias. Lavamos la ropa que usaron otros. E insisto en ello porque a lo largo de una vida disipada en las canaletas urbanas, no he hecho mayor descubrimiento que el siguiente: el ser que nace no es el ser que muere. No el Ser en su sentido trascendental (no soy filósofo), sino el ser vuelto existencia y gravedad: el ser que está. A lo largo de la vida este yo se dispersa y se transforma en otros yoes que ni siquiera se reconocen entre sí. “El yo cambia tanto como el cuerpo. Lo que tememos de la muerte, el fin de la estabilidad, sucede ya en gran parte de la vida.” (Ernst Mach).
II Se cumplirán casi tres décadas desde que, encerrado en un minúsculo departamento de la calle Miramar, cerca del metro Ermita y a una cuadra de Calzada de Tlalpan escribiera yo cierta novela que nunca fue publicada y a la que puse por título Cuartópolis. Es indudable lo ridículo y ordinario de este nombre, mas sólo quiero llamar la atención en el hecho de que, siendo muy joven, relaté la historia de un personaje que circunscribía el mundo entero a su habitación, un hombre cuyas aventuras sucedían entre las paredes de su modesta vivienda. Como escritor en ciernes y aprendiz de borracho sabía desde entonces mentirme a mí mismo, y si bien creo haber sido sincero a la hora de escribir aquella novela y anhelar habitar un mundo reducido a las dimensiones de una modesta pieza, apenas amueblada por la cama y el buró, también poseía la fortaleza suficiente para abandonar esa habitación y viajar, como si mis pasos fueran palabras y tuviera yo un derecho legítimo a balbucear mi persona en cualquier parte de la Tierra. Ahora sé que existe la libertad para viajar, pero que sólo unos
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cuantos tienen derecho a hacerlo. Y yo no soy uno de ellos, porque mi alegría al viajar es siempre seca y limitada. Un miércoles del año 2012 me encontraba en Montevideo y el deseo de no haber zarpado nunca de aquella habitación en la calle Miramar volvió a hacerse vigente (la maldita rumia acobardada a la que no logro acostumbrarme). Aquel miércoles, el puerto fue cerrado debido a que vientos temibles abatieron la ciudad y la embarcación que me llevaría de vuelta a Buenos Aires condenó su partida a un futuro incierto. Los árboles forzados a salir de la tierra y a romper la loseta, las arrugas del presidente Mujica, la lluvia de vidrios sobre el piso y las miles de sombrillas destartaladas que sus propietarios lanzaron al piso al darse cuenta de que el viento las hacía inútiles, fueron constantes a lo largo de aquel caminar a la intemperie. A la hora de cruzar cualquier bocacalle de la Plaza Independencia uno debía formar cadena con otras personas tomadas del brazo para que el viento no las izara en la punta de un árbol o de un edificio. La peripecia me llevó a recordar a la secta sansimoniana, cuyos cofrades vestían un hábito que se abotonaba por la espalda para de ese modo hacer evidente la dependencia que cada uno tenía de los demás. Sádico aprendizaje. Como era de esperarse en un aprendiz de misántropo, preferí rodear la plaza que verme entrelazado con desconocidos que en otra clase de situación me rebanarían las venas del cuello. Y el sonido del viento parecido al de una espada en busca de mil cabezas. Allí, en Montevideo, atormentado por el habla de la ventolera a punto de trastornar la tranquilidad de la razón, me di cuenta de que era yo otro, uno que asoma el ojo cada cuatro o cinco años a la ventana de mi cuarto para decirme: “No seas bárbaro, quédate allí dentro, y no muevas un músculo”, el yo más cobarde y taciturno, encallado como un trasto viejo en una rambla macerada por los estrepitosos golpes venidos desde Río de la Plata, agua de un río que dos días después del ciclón parecía no haber roto un plato, mustio y melancólico, y gris como el lodo que ha descubierto el sol. Es posible que durante los más de cuarenta días que se prolongó el confinamiento en su casa, ya en el ocaso del
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siglo dieciocho, Xavier de Maistre, autor de Viaje alrededor de mi habitación, haya experimentado más olas y vientos que un antiguo almirante genovés, pero de lo que puedo estar seguro es de que, aun enclaustrado, De Maistre se desdobló en muchos otros desconocidos que lo hostigaban y lo conminaban a continuar, a insistir, a subir a una montaña a la que simplemente le habían robado la cima. Quién pudiera encarnar en la dura piel de una piedra.
LA MELENA DE IBSEN
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üdiger Safranski recuerda en el libro Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía que el padre del filósofo deseaba para su hijo una vida sedentaria, renuente a los placeres del viaje, una vida de estudio y preparación, una carrera comercial que Arthur aborrecía. Aquel que se comprometa a viajar alrededor de su mente tiene que dejar el cuerpo en casa y debe ser capaz de renunciar a la seducción de los vientos y al tentativo llamado de las tierras lejanas, suponía el padre de Schopenhauer. En su opinión la equitación y el baile ayudarían a su hijo a desterrar de su cabeza ambiciones filosóficas o ánimos trotamundos. Para la fortuna de sus lectores y en beneficio de la libertad elemental, Schopenhauer no le hizo mayor caso a su padre y además de viajar constantemente abominó de los negocios y escribió varios libros de filosofía esenciales y controvertidos. ¡Qué consejos tan necios y bellacos son capaces de ofrecernos nuestros propios padres! Hay que mantenerse alerta para mandarlos al infierno cuando se empeñen en confundir su vida con la nuestra. Mi padre, tan autoritario como el padre de Schopenhauer, no me dio ninguna clase de consejo respecto a los viajes. Éramos tan pobres que ni siquiera imaginó que su hijo fuera capaz de cruzar frontera alguna. Hasta cierto punto él podía ser considerado un hombre razonable y se conformó con el milagro de que no fuera yo un holgazán o un repartidor de pizza (una de las profesiones que yo más respeto, no está de más ponerlo muy en claro). Cuando llego a una ciudad cualquiera mis primeros pasos apuntan a visitar sus cementerios, sus mercados y sus zoológicos, esto en caso de que la ciudad sea tan grande como para contar con un parque de animales. ¡Cuántas bestias humanas solazándose y haciendo mal en las calles y tantos animales inofensivos y amables recluidos en cautiverio! Después pregunto y averiguo dónde se ubica el monumento o el sitio más alto de la ciudad: tomo aire suficiente, me lleno los pulmones de viento y comienzo la escalada sin importar a qué distancia o a qué altura se encuentre la cúspide. Tan sencillo que sería morir y descender un metro bajo tierra, pero a diferencia del padre de Schopenhauer, creo que la persona que desea viajar con la cabeza debe poner su cuerpo, axilas y zapatos también en movimiento.
“UN CEMENTERIO EN LAS ALTURAS, ESO SÍ QUE REPRESENTA UNA BELLEZA INMERECIDA. SUBIR PARA BAJAR, ASCENDER Y SER ENTERRADO, ECHAR A ANDAR CAMINO AL CIELO Y TERMINAR BATIÉNDOSE EN EL LODO.”
En la recurrida y minúscula ciudad de Sintra, en Portugal, tardé, por ejemplo, tres horas escalando la sierra en busca del Palacio de Pena. Alarde innecesario pues de Sintra partía, rumbo a la cima, un autobús colmado de turistas que husmeaban curiosos por las ventanillas. Y no conforme con el agobiante ascenso al Palacio, inicié al día siguiente una caminata de veinte kilómetros desde Sintra hasta Cabo de Roca, conocido como el lugar más occidental del continente europeo. “Tú no quieres viajar, lo que en realidad te emociona es sufrir”, me espetó Yolanda, mi compañera de viaje quien, en esa ocasión, se negó a seguirme hasta Cabo de Roca. “No es así —dije—, tengo la teoría de que las neuronas más desarrolladas están asentadas en las rodillas y hay que ejercitarlas.” En El buscador de almas, la novela de Georg Groddeck —novela publicada por Freud—, el personaje de doble personalidad August Müller-Thomas Weltlein, afirma en contra de los científicos de su época: “Se puede inferir que la melena erizada de Ibsen es un síntoma de esa ambigüedad entre la mentira vital y la verdad de la vida.” Y también dice: “Cuando el cerebro piensa, también lo hacen las puntas del bigote al igual que las uñas y las mucosas intestinales.” La descripción o la idea de que el cerebro se extiende por todo nuestro cuerpo e incluso más allá la encontré nuevamente en el libro más famoso de Gilbert Ryle, El concepto de lo mental, pero no entraré en ello porque de teorías sé poco: ya el sobrevivir día con día forma en sí una mala teoría que se comprueba con la muerte. Yo lo único que sé es que las rodillas me duelen cuando pienso, y viceversa. He comprobado esta dolencia en cualquier ciudad en la que me encuentro y así he ascendido a la Alhambra en Granada, al Cerro de la Bufa en Zacatecas, o al Castillo de San Jorge en Lisboa. Subir cientos de metros antes de ser enterrado un metro bajo tierra. Aclaro que no habita en mí ninguna clase de impulso místico y que abomino la metáfora de la ascensión divina. Sin embargo, encuentro saludable martillar las rodillas y despertar a las neuronas meniscos. Por ello insisto en trepar por un cerro hasta el cementerio inglés en Real del Monte, Hidalgo. Un cementerio en las alturas, eso sí que representa una belleza inmerecida. Subir para bajar, ascender y ser enterrado, echar a andar camino al cielo y terminar batiéndose en el lodo. Asciendo, agotado y encorvado. No tieso, como el padre de Schopenhauer, sugería. Qué miedo tenía ese hombre a que su hijo se encorvara: “Una posición erguida —le decía— es tan necesaria en el escritorio como en la vida común, pues cuando la gente ve a alguien en los salones tan encorvado, lo toman por un zapatero o un sastre disfrazado”. Mi padre, testigo también de mi espalda juvenil algo curvada, no perdió su tiempo en sugerencias y me envió directamente a una escuela militarizada. Y de allí, como es de suponer, salí más chueco y más zapatero. Sí, pero no dejé de andar y de subir —que no escalar— cerros, y de escribir libros.
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BERLÍN
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ebemos aceptar las cosas tal como son, aceptarse uno mismo y no darle demasiada importancia al destino, los berlineses somos enemigos de la fatalidad, no somos griegos”, son éstas las palabras que Alfred Döblin hace pronunciar a uno de los personajes de su novela Berlín Alexanderplatz. La escena se desarrolla en una vieja taberna en la Rosenthaler Platz en cuyo vientre los hombres se dedican a jugar billar y a charlar con desconocidos. Cuando leí esta novela tenía poco menos de un año viviendo en Berlín y podía ubicar más o menos los barrios a los que aludía Döblin en ella durante el periodo de entreguerras (la obra apareció en 1929 y con ella nació, en muchos sentidos, la novela moderna alemana). De hecho se volvió un pasatiempo para mí reconocer en un mapa las rutas de los tranvías que atravesaban la ciudad en los años veinte; y cuando paseaba por ciertas calles gustaba decirle a mi acompañante: “Sé que no te interesa, pero justo por esta calle, en Münzstrasse, paseaba Franz Biberkopf, el personaje central de Berlín Alexanderplatz, sin rumbo determinado antes de visitar la casa de sus amigos judíos”. Y armado de la misma paciente ociosidad me aprendí de memoria el itinerario del tranvía número 68 desde la Rosenthaler Platz hasta el manicomio de Herzberge, de modo que cuando deseaba poner de mal humor a mi mujer le recitaba con mala pronunciación cada una de las estaciones en las que se detenía el tranvía. Es una tragedia que la vida de un lector se desmorone de esa manera (viviendo mundos que no le pertenecen), pero siempre ha sido así y dudo mucho que, en mi caso, esta situación cambie. Es cierto que los berlineses son enemigos de la fatalidad, aunque no podría decir que carecen de espíritu griego, lo cual es bastante sencillo de comprobar después de dar una vuelta por la ciudad. Es como si desearan borrar de su mente la posibilidad de una tragedia próxima o si hubieran decidido no perder su tiempo en dramas que de todas maneras sucederán. Les debe parecer redundante hacer nacer el arte de la tragedia y vivir
al mismo tiempo bajo la carga de una fatalidad cotidiana: parecen estar preocupados. He tenido la impresión de que la cita que tomé de Berlín Alexanderplatz atrapa bastante bien mi experiencia con los alemanes que traté durante más de un año en Berlín y que casi nunca me hicieron sentir como a un extranjero. Comprendo que los berlineses no son precisamente alemanes, pero lo pasaré por alto. La ciudad es extendida y los dos ríos que la bañan, Spree y Havel, son pacíficos y transitables. Las bicicletas no cesan de moverse en todas direcciones, como electrones cuyo rostro no puede reconocerse, y durante el verano los lagos atraen a sus aguas a toda clase de visitantes: no podría contar el buen número de botellas de vino que en comidas de campo a orillas del Krumme Lanke bebí en compañía de mis amigos (yo, en realidad casi no comía, excepto una sopa, pero el vino y los vodkas son también “sagrados alimentos”). Es éste un relato trivial, pero cuando uno vive en una ciudad extraña son las experiencias más modestas las que sumadas le dan a uno la imagen que más tarde habrá de guardar en la memoria. El que durante el verano las jóvenes se desnudaran para tomar el sol en el Rudolph Wilde Park a sólo una cuadra de donde yo vivía, o el que decenas de conejos aguardaran la noche para salir de sus madrigueras y reunirse en pequeñas pandillas apenas iluminadas por una lámpara lejana, me vuelven a situar en medio de un Berlín que de tan real se ha vuelto imaginario. Es comprensible que siendo escritor haya dedicado buena parte de mi tiempo a la vagancia; a causa de ello me percaté de que la presencia de arte callejero en Berlín provoca que el paseo se vuelva una constante en el vivir urbano de los alemanes. No solamente los restos del muro que dividió la ciudad se convirtieron en superficie ideal para la pintura o el estarcido, sino que barrios como Kreuzberg o Prenslauerberg han tomado parte de su sangre de las imágenes anónimas que tapizan sus paredes. El impulso primitivo tan propio del romanticismo alemán más la necesidad de colmar el vacío de una ciudad arrasada por las bombas
y dividida durante casi tres décadas por un muro absurdo, dan a Berlín un aire de ciudad nueva y sabia a la vez (incluso dos de las construcciones que más sufrieron estragos durante la guerra, el Reichstag y la Iglesia del Kaiser Guillermo, se han mantenido en su sitio como metáforas de una vida que continúa sobre las ruinas y no se detiene). Y así como encontré a cada paso tabernas, bares o espacios para el arte sin mayor pretensión que el manifestarse o el poblar los andamios subterráneos de la ciudad, también visité complejos tecnológicos o fortalezas posmodernas como la estación de trenes (Berlin Hauptbahnhof) o el conjunto arquitectónico de la Postdamer Platz: vanidades de la tecnología. Las noches de noviembre son extensas y negras como una cueva de montaña y la melancolía o los sueños suicidas aparecieron por primera vez durante mi estancia en el barrio de Schöneberg. El cielo toma una coloración extraña durante los días, y el frío comienza a volver inhóspita una ciudad que normalmente es demasiado gentil. Justo en un noviembre de hace casi dos siglos se suicidaba en Potsdam un escritor extraordinario y poco conocido, Heinrich von Kleist, cuyos relatos leí durante un periodo de mi estancia en Berlín (el azar provocó que Michael Gaeb, mi amigo y agente literario, me obsequiara el libro Narraciones justo el día exacto en que muchos años atrás Kleist eligiera para suicidarse junto con su amada Henriette). Aludo a este pasaje sólo con el fin de acentuar que en situaciones extremas el invierno hace que las razones se conviertan en sospechas tenebrosas, sospechas que en mi caso logré paliar sólo a través de la escritura o con una buena garrafa de Jägermeister. En el andar nocturno me encontré con tantos lugares en los que escuchar música, beber y gastar las horas en parloteos que se dan sólo porque la atmósfera lo permite, desde sótanos hasta bares luminosos en los que un pinchadiscos ensimismado y escondido tras una barra apenas si levanta la mirada para echar un ojo a la clientela. Y pese a que nunca nos quitaremos de encima la triste pedantería que encarnan los bares de moda, éstos no dominan el horizonte nocturno de Berlín: aquí cada antro debe ganar su espacio en la aldea, echar raíces y vivir con plenitud su decadencia. Ejemplos vivos fueron entonces el Ball Haus, en Mitte, el cccp en Torstrasse o el White Trash, en Schönhauser Alle. Termino esta mirada oblicua con una observación totalmente imparcial ya sugerida antes: Berlín no es precisamente Alemania, aunque de algún modo la contiene, y parece marchar en otra dirección. Durante una visita que en 1950 hizo Hannah Arendt a Berlín remarcó el hecho de que la población berlinesa odiaba profundamente a Hitler y que una vez derrotado el ejército alemán esta población no hizo más que respirar aliviada y comenzar la construcción de su ciudad en escombros. Todavía hoy se pueden advertir aquí las consecuencias de ese desahogo histórico del que nos habla Hannah Arendt,
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“ESTUVE DURANTE EL INVIERNO EN FRIBOURG, UNA PEQUEÑA CIUDAD RODEADA DE PAISAJES BUCÓLICOS Y PASTORILES. Y CUANDO UNO SIENTE SER UNA VACA, ENTONCES ES UNA VACA.” además de que el placer que causa haber echado a tierra un muro dota a la ciudad de un humanismo mundano, saludable en una época en la que domina la barbarie tecnológica y las ciudades occidentales comienzan a parecerse cada vez más unas a otras. Un número oneroso de ciudadanos berlineses se desnuda para tomar el sol en verano, lo hacen regados en los jardines como víctimas del invierno, sobre la banca de un parque, alrededor de los lagos, a orillas del río e incluso sobre los toldos de los automóviles. La costumbre que tienen de desnudarse no oculta la algarabía demencial con que reciben el calor después de siete meses de soportar y sufrir los aires helados. Es un renacimiento anual que se vive como una fiesta a la vez íntima y colectiva. Este placer es muy contagioso, pero no tanto como para hacer que un hombre pudibundo como yo, proceda a encuerarse en cuanto una manada alemana lo hace. Si me avergüenzo de mi mente, con más razón lo hago de mi cuerpo y de sus formas poco equilibradas, tiradas al azar, toscas. Cuando finalmente me acomodé en Berlín acudí en varias ocasiones a Strandbad Wansee, la extensa playa que se encuentra en un ensanchamiento del río Havel. En este lugar se hallaba un centro nudista limitado apenas por una escuálida verja, y los cuerpos desnudos de los berlineses hacían más silenciosas las aguas tranquilas y tibias del balneario. Fiel a mis costumbres de ocultamiento buscaba el lugar más apartado de la playa, me desvestía hasta quedar en bermudas y me zambullía en el agua durante dos o tres horas. Después con los pies de nuevo en la tierra, compraba un litro de cerveza, un par de salchichas humeantes y leía un libro cobijado en alguna sombra antes de volver a mi departamento al atardecer. Nada digno de contarse o leerse. Todavía encuentro arena entre las páginas de los libros que llevaba conmigo. Confieso que el mar o los ríos ejercen sobre mí un efecto que impide mi concentración en la lectura. El movi-
miento de las aguas impone su ritmo y las letras se desvanecen ante un horizonte de sensaciones marítimas que todo lo cubren. En cambio, puedo leer durante varias horas a las orillas de un lago de aguas estancadas. No podría imaginarme a Berlín sin esos dos lagos en el bosque de Grunewald que casi se tocan, pero que llevan nombres diferentes, Schlachtensee y Krumme Lanke. Yo paseaba en sus alrededores principalmente en el final de otoño cuando los árboles parecen manos cadavéricas emergidas de una tierra helada y húmeda. Cuánta belleza encontraba en los atardeceres sentado sobre una piedra en Schlachtensee; y a diferencia de los berlineses que anhelaban la visita del sol y de los cielos claros, yo perfeccionaba mi amistad con el invierno. La rata que he sido siempre probó los dulces de la felicidad romántica, idiota, pastoril y corrosiva. No me retracto. Como nadie es dueño de sus actos, quiero decir de sus pasiones, que en sí son actos en potencia, una tarde me encaminé, acompañado de varios amigos, hacia Wandlitz, Brandenburgo, al noreste de Berlín, donde se hallaba Liepnitzsee, un modesto lago que a diferencia de los que yo conocí contaba con dos islotes en medio de sus aguas. Luego de beber una botella entera de vino blanco me sentí embriagado y no pude resistir la tentación de zambullirme en el lago con el propósito de nadar cerca de doscientos metros hasta tocar la tierra de la isla más grande. A mitad del camino estuve a punto de sucumbir, mis brazadas amainaron, mis piernas se pusieron tensas y el miedo hizo presa de mí. Estuve a punto de morir ahogado y, ahora que recuerdo el incidente, sé que ese hermoso lago habría sido una magnífica e inmerecida tumba para mí. Cuánto extraño el fondo letárgico que la suerte me quitó de las manos. Si al menos uno de mis pulmones hubiera reventado ésta crónica tendría un sentido único y exaltable.
SUIZA, WA L S E R Y UN PIANO
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os recuerdos que se tienen de una persona a quien se conoce sólo por sus libros son extraordinarios. Nos hacemos de este escritor una imagen tan personal que, seguramente, no coincidirá con la idea que del mismo escritor posee otra persona. Y, sin embargo, la imagen que muchos de sus lectores nos hemos formado del escritor suizo, Robert Walser, posee un punto en común: el hecho de que se haya internado en un hospital siquiátrico por voluntad propia durante casi tres décadas y que le fuera permitido pasear por los alrededores de la región cuando él lo deseara. Esos paseos tuvieron lugar en los alrededores de Herisau, en la Suiza alemana, y muchos de ellos los realizó junto a su albacea y amigo Carl Seelig, quien escribió la memoria de esos viajes en su libro Paseos con Robert Walser. En 1956, durante una de las largas y solitarias caminatas sobre la nieve, Walser se desploma muerto y desde entonces el mito de su libertad y encierro comienza a hilvanarse en la conciencia artística de nuestro tiempo. Cuando visité Suiza por primera vez era yo aún demasiado joven y mis lecturas de escritores suizos se reducían a Jean-Jaques Rousseau y a Denis de Rougemont. Aún no encontraba en mi camino a Cendrars, Ramuz, Max Frisch, ni mucho menos a Robert Walser. Estuve durante el invierno en Fribourg, una pequeña ciudad rodeada de paisajes bucólicos y pastoriles. Y cuando uno siente ser una vaca, entonces es una vaca. Me habían prestado un departamento por varias semanas y me sentía tan contento de haber encontrado en ese pueblo un atenuante al escándalo urbano que la primera noche comencé a aporrear el piano como un atorrante iluminado. No tardó una vecina de avanzada edad y mueca amarga en tocar a mi puerta e insultarme. ¿A mí? ¿Al instantáneo Sid Vicious que pateaba el culo de las ovejas? A los ojos de esta vecina, una morcilla en pie, no era yo más que un bárbaro sin virtudes y un enemigo del silencio nocturno: el más hermoso de todos los silencios puesto que precede y anuncia la paz del mausoleo. Qué idiota contradicción la mía: escapar del ruido urbano y llevarlo al mismo tiempo dentro de la maleta. El primitivo feliz, el hombre natural de Rousseau reprendido por el bulto arrugado, la vieja, la otra parte de Rousseau, la de El contrato social. Si lees a Walser reconoces que el pudor es una virtud que puede aprenderse con el tiempo, así como el cultivo de la desaparición y el silencio, el retiro como una forma del buen vivir, la mesura y sobre todo el disfrute de los más humildes sucesos cotidianos. Termino ahora citando una observación del escritor suizo que viene al caso: “Se viaja demasiado. La gente parte en bandadas hacia tierras extrañas, sin temor, como si fueran sus legítimos propietarios”.
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Nacida en Praga y residente en España, donde ha desarrollado su carrera como traductora, periodista y novelista —traducida a su vez a diversos idiomas—, Monika Zgustova recrea, en Las rosas de Stalin, la vida desdichada de Svetlana Allilúyeva, hija única del sanguinario dictador soviético. Por cortesía de Colofón, que distribuye en México el sello de Galaxia Gutenberg, publicamos el inicio de esta novela que en breve llegará a las librerías de México.
L A S ROS A S DE S TA L I N MOS C Ú, S O C H I (19 63-19 6 6)
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n el comedor del hospital, una mañana se dio cuenta de que en la mesa de al lado habían destinado a un extranjero. Era un hombre entrecano, italiano o quizá judío europeo, de unos cincuenta años, en cualquier caso mucho mayor que ella y sobre todo mucho más vivo y alegre que la mayoría de los pacientes rusos, ella incluida. A partir de entonces, lo observaba de reojo durante las comidas y las cenas: le resultaba atractivo, pero no era capaz de determinar en qué residía exactamente su encanto. La mayoría de mujeres estarían de acuerdo con ella en que sólo el atractivo que no se puede describir fácilmente es el verdadero. Como ella prácticamente no comía nada, lo examinaba durante largo rato. No podía tragar y apenas hablaba: le habían extirpado las amígdalas. La operación, generalmente sin importancia, se complicó, la convalecencia se prolongaba y le dolía horriblemente la garganta. Había adelgazado, toda su pequeña figura parecía haberse alargado. Era lo único bueno que tenía su estancia en el hospital: tras haber tenido dos hijos había tenido que engordar. Lo peor eran esas largas horas que pasaba en la cama y en esas sillas colocadas en los pasillos por donde paseaban los enfermos con sus pijamas a rayas. “Como presidiarios”, pensaba. Evitaba a los demás y ocupaba el tiempo leyendo. Últimamente estaba estudiando historia y literatura indias. Había traído la biografía de Mahatma Gandhi, cuya personalidad y trabajo admiraba desde siempre, sobre todo sus ideas sobre la necesidad de la igualdad social y su método de resistencia pasiva; Gitanjali y los cuentos de Rabindranath Tagore. Había muchos aspectos culturales de la vida india
que no entendía: ¿cómo podía alguien aceptar tan tranquilamente la idea de la muerte, fuera la propia o la de los seres queridos? ¿De dónde sacaba uno esa paz con la que recibía las tragedias de la vida sin separarse? En este hospital para extranjeros y para la elite rusa —actores famosos y otras celebridades aceptadas por el gobierno soviético, pero sobre todo altos cargos del Partido y sus familias—, había oído a su vecino canoso del comedor hablar inglés y francés, no sabía ruso; y se fijó en que tanto en la mesa como conversando con los demás pacientes extranjeros tenía distinguidas maneras europeas. ¿Quién era? ¿Cómo había llegado precisamente al hospital de Kuznetsovo, en las afueras de Moscú? Era cierto que, en la época de Jruschov, en toda Rusia había más extranjeros y que les estaba permitido establecer y mantener el contacto con los rusos. Un día, después del desayuno, oyó a un holandés hablar con él en alemán en el pasillo. Observó a ambos hombres y el del pelo entrecano se debió dar cuenta porque miró en su dirección, pero sus ojos no se detuvieron en ella ni un instante; no la vio, como si fuera transparente. A ella no la sorprendió: estaba pálida, tenía el rostro desencajado por el dolor y su cuerpo estaba deformado por el pijama y la bata del hospital; su espesa melena rojiza, de ondulado natural, estaba enmarañada tras largas horas de cama. No, no había nada que mirar. Svetlana se revolvió el pelo y escuchó la conversación en alemán: leía y hablaba en alemán desde que tenía cuatro años —su madre había insistido en que debía tener una niñera alemana—. Los dos hombres ya se estaban alejando, pero aún pudo oír que el holandés le decía a su acompañante:
“LE RESULTABA ATRACTIVO, PERO NO ERA CAPAZ DE DETERMINAR EN QUÉ RESIDÍA EXACTAMENTE SU ENCANTO. LA MAYORÍA DE MUJERES ESTARÍAN DE ACUERDO CON ELLA EN QUE SÓLO EL ATRACTIVO QUE NO SE PUEDE DESCRIBIR FÁCILMENTE ES EL VERDADERO.”
Foto > ESPECIAL
MONIKA ZGUSTOVA
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—En nuestro país no es costumbre tener una vida familiar tan intensa como en el suyo, en la India. Se quedó atónita, incluso se atragantó. No se lo esperaba: ella estudiaba literatura, historia y filosofía hindú y resultaba que su vecino de mesa era indio.
II Se armó de valor. Le diría: “Disculpe, dígame, ¿qué piensa de Gandhi? ¿Y de su biografía? ¿Conoce a su autor?”. Varias veces había estado a punto de empezar. Se había preparado las preguntas en inglés, pero cada vez que tenía la oportunidad de hacérselas a su vecino, bien en ese momento le parecían ridículas e inocentes, o bien precisamente uno de los extranjeros del lugar se había acercado al indio y se había puesto a conversar con él. El indio tenía unos ojos en forma de almendras, que en la poesía sánscrita se llaman “ojos de loto” (Svetlana esbozó una sonrisa al imaginarse dos lotos que brotaban de los ojos), una nariz aguileña, un rostro delicadamente bronceado. “No estaré construyendo otra vez castillos en el aire?” Porque Svetlana, de treinta y cuatro años, conocía bien su tendencia a embellecer lo desconocido. Una vez revelado el secreto, la persona se desmontaba. Pero por ahora el indio le resultaba desconocido y Svetlana lo pintaba a su gusto como si se tratara de una figura de un libro para colorear: los ojos con un lápiz negro añadiendo un poco de amarillo para que parecieran apasionados, el marrón mezclado con el rosa para los labios, luego estiraría la piel en las mejillas... ¡Eso es! En una ocasión, el indio iba por el pasillo hacia ella; entonces se vio con ánimos y estuvo a punto de hablarle; él, sin embargo, se hizo a un lado y con una sonrisa cortés la dejó pasar. Y ella no dijo nada. Pero una vez, durante el almuerzo, él le pidió la sal y la pimienta, y mientras ella se los acercaba le preguntó a qué colectivo pertenecía. —¿A qué se refiere con “a qué colectivo”? —no entendía. —Es que aquí cada ruso pertenece a algún colectivo. Nadie está aquí por su cuenta, sino como miembro de una organización —sonrió sutilmente, con una modesta dosis de sarcasmo. —Estoy aquí sola, por mi cuenta. —¿En serio que no pertenece a ningún colectivo? En este hospital todavía no había encontrado a ningún ruso que fuera por la libre... Incluso en Moscú es raro. —Mi colectivo son mis dos hijos adolescentes. Y quizá mis conocidos y mis amigos, aunque tal vez ni siquiera ellos. Soy una solitaria. Él se sintió visiblemente aliviado. “Por fin una persona normal”, se dijo a sí mismo. Con coraje, ella le hizo las preguntas que tenía preparadas. El indio la invitó a un paseo; por el pasillo del hospital, por supuesto. —Me llamo Brayesh Singh. —Svetlana Allilúyeva, mucho gusto —le dio la mano.
“ÉL SE FIJÓ EN QUE LA MIRADA DE SU RECIÉN CONOCIDA ERA DE UN GRIS VERDOSO; UNA MIRADA ALGO TURBULENTA, COMO EL AGUA DEL GANGES EN LA TEMPORADA DEL MONZÓN, CUANDO SE MEZCLA CON BARRO.” Él se fijó en que la mirada de su recién conocida era de un gris verdoso; una mirada algo turbulenta, como el agua del Ganges en la temporada del monzón, cuando se mezcla con barro; y se lo dijo. Ella proyectó en el rostro de Brayesh Singh la sabiduría y la amabilidad de los escritores indios que estaba leyendo. Pero sabía que si le decía lo que estaba pensando parecería una ingenua o exagerada y, por tanto, se lo calló. Caminaron juntos por el pasillo. Svetlana le confesó que desde hacía mucho apreciaba a Mahatma Gandhi. —¿Qué piensa de la biografía de Gandhi? —¿De cuál? Se han escrito tantas. —En Moscú han publicado la que escribió un tal Nambudripad. —Ajá, Nambudripad —se encogió de hombros con desprecio—. Bueno, es uno de nuestros comunistas. —¿Así que la biografía no es de fiar? —El problema es que al autor le interesa más su propia ideología que la verdad sobre Mahatma. Discutieron durante horas sobre la historia contemporánea de la India. Se sentaban en las pequeñas butacas del hospital, luego se ponían de nuevo de pie y caminaban. Se miraron en la puerta de cristal de la cocina, que brillaba como un espejo: Svetla-
na gargajeaba con un pañuelo en la boca, de tanto que le dolía la garganta; a Brayesh Singh le salía algodón en los oídos, porque hacía poco que lo habían operado de unos pólipos nasales. Se echaron a reír: Svetlana, según la costumbre soviética, aguantó la risa y habló en voz baja, mientras que Singh rió a mandíbula batiente e inmediatamente después empezó a conversar ruidosamente en inglés. —Usted es joven, seguramente es su primera vez en un hospital. —¿La primera vez? ¡En absoluto! Cuando era pequeña, siempre estaba enferma. A menudo cogía bronquitis, y una vez tuve un soplo en el corazón muy problemático. Además, era irascible, melancólica y me venían depresiones y estados de ansiedad. De hecho, sigo arrastrando todo eso. Tengo miedo a las habitaciones oscuras y la ansiedad me mata... No puedo estar en un cuarto con mucha gente. —¿Y cómo empezó? ¿Algo de la infancia? —Creo que sí —dijo en voz baja—. Mi padre solía humillarme sin venir a cuento delante de los demás niños: por ejemplo, en la fiesta de mi cumpleaños empezaba a gritar y a decir que yo no valía gran cosa y que no tenía nada que hacer en el mundo. El hombre la miraba compasivamente y callaba. Svetlana dijo: —Pero no soy la única. En nuestro país se cometieron tantas injusticias, sabe, que mucha gente sufre de lo mismo que yo. —¿Cómo es la vida ahora en la Unión Soviética, tras la muerte de Stalin? —preguntó con vivo interés. Svetlana pensó: “Está claro que no sabe quién soy. ¿Debo decírselo?”. Relató durante largo rato que el país ahora podía respirar un poco, pero que todavía no gozaba de toda la libertad que ella y la mayoría de la gente desearían. Habló con ganas, pero no acababa de sentirse cómoda. “¿He de decírselo? ¿Cómo reaccionará?”, se preguntaba a sí misma una y otra vez. Singh preguntó si en el país ya había dejado de correr la sangre: —Ahora que Stalin ya no está —añadió. —Stalin era mi padre. No se asustó. Ni siquiera parecía sorprendido. Ni empezó a disculparse hipócritamente por su descortesía o su falta de tacto. Sólo dijo, a la inglesa: —Oh. Y Svetlana le estuvo muy agradecida por ello. La sombra de su padre se cernía sobre ella, siguiéndola, fuera adonde fuera. Por ello se repitió, agradecida, ese lacónico y ambiguo “Oh”.
III Durante la cena quisieron sentarse juntos en una mesa, pero los encargados del comedor no lo permitieron. Así que charlaron de una mesa a la otra y les dio absolutamente igual que muchos pacientes los miraran de soslayo. Cuando Brayesh se dispuso a acompañar a Svetlana a su habitación, no pudo más y le preguntó: —¿No le parece que los comensa-
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les en el comedor nos miraban con impertinencia? —Yo también me he dado cuenta. Pero sólo los rusos. Los pacientes rusos y el personal. —Pero ¿qué tenemos de extraño? —dijo estupefacto el indio. —En la Unión Soviética hay una ley no escrita según la cual los rusos deben evitar a los extranjeros. —¿Acaso somos la peste? —Durante décadas a los rusos nos han metido en la cabeza que el extranjero equivale a espía. Eso caló en la gente. Y quien trata con un extranjero debe ser un espía él mismo; así lo entiende la mayoría de los rusos. Brayesh se quedó atónito durante largo rato. Luego le propuso sentarse en las butacas del pasillo. Al agacharse, se le cayó del bolsillo del pijama una hoja de papel escrita. —Hoy he recibido una carta de mi hermano —dijo como explicación. Svetlana vio que la carta estaba escrita en un alfabeto que desconocía. —¿Es hindi? —Sí, se escribe en devanagari. —¿Y cómo se llama su hermano? —Suresh. De apellido Singh, como yo. ¿Y usted tiene hermanos? Svetlana no pudo evitar una sonrisa: constantemente se preguntaban el uno al otro por asuntos sin importancia, pero con auténtico interés. —Tengo, mejor dicho tuve, dos hermanos. Yákov, el mayor, murió en la Segunda Guerra Mundial. Cayó prisionero. Cuando los alemanes se dieron cuenta de quién era, ofrecieron a mi padre intercambiar a su hijo por un alto oficial militar alemán que había caído prisionero cerca de Stalingrado. Svetlana se quedó en silencio, reflexionando. —Y su padre se negó. —¿Cómo lo sabe? —Es lógico. Es decir, para él, para su padre. Un hombre y político, orgulloso de su fortaleza, no puede mostrar debilidad frente a toda la nación. Además, seguramente ningún político debería aprovechar su posición para hacer una excepción, para recuperar a su hijo de los alemanes, mientras otros millones de rusos siguen prisioneros. Aunque es verdad que desde un punto de vista humano es una decisión muy cruel, no lo niego. —Precisamente eso es lo que jamás pude perdonarle. —Es natural, era su hermano. Usted lo ve como padre, no como político. Para usted es algo drástico, así que cree que su padre es culpable de la muerte de su hermano, no los nazis. Y disculpe que le hable así de su familia, no quiero parecer indiscreto. —Gracias —dijo casi en un susurro, con emoción. —Tal vez sea algo precipitado que le pregunte eso, pero, ¿y su hermano menor? —preguntó él también en voz baja. —¿Vasili? Murió el año pasado de manera misteriosa. Debería hacer exhumar sus restos para que averigüen científicamente la causa de su muerte, que a todos los miembros de la familia nos resulta sospechosa. Pero ahora no es el momento.
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y progresivamente, a petición del
kgb , lo borró de la faz de la Tierra:
“DURANTE DÉCADAS A LOS RUSOS NOS HAN METIDO EN LA CABEZA QUE EL EXTRANJERO EQUIVALE A ESPÍA. ESO CALÓ EN LA GENTE. Y QUIEN TRATA CON UN EXTRANJERO DEBE SER UN ESPÍA ÉL MISMO; ASÍ LO ENTIENDE LA MAYORÍA DE LOS RUSOS”. —¿Lo quería? —Sí, a Vasili también lo quería mucho. Mucho. Svetlana bajó aún más el volumen de su voz y se acercó al indio. —Las paredes tienen oídos. Sabe, mi hermano era un general de éxito. Tras la muerte de mi padre, en 1953, o sea hace diez años, afirmó que a Stalin lo había matado el Politburó. Así que lo destituyeron y lo encarcelaron. Luego, Jruschov le concedió la amnistía, pero fue como salir de la sartén para caer en el fuego: en lugar de la casa, lo enviaron a un sanatorio psiquiátrico en Kazán. Hicieron que lo acompañara una enfermera, Masha, que tenía que ocuparse de él. Se trataba de una agente a sueldo del kgb. Lo sedujo y se casó con él aunque Vasili ya estaba casado y no se había divorciado. Es lo que solía hacer el kgb cuando convenía. —¿No conoce el caso del compositor Prokófiev y de su mujer? ¿No? Pues lo dejaremos para otra ocasión. Ningún médico podía acercarse a Vasili, sólo se “ocupaba” de él esa tal Masha del kgb . Evidentemente, le proporcionaba alcohol y drogas, quizás incluso veneno,
el 19 de marzo de 1962 Vasili murió en circunstancias misteriosas. No se realizó ningún análisis médico ni se redactó informe alguno. Y nosotros, su familia, ignoramos de qué murió mi hermano. Se cuentan muchas cosas acerca de su muerte, muchas historias improbables, pero no conocemos la verdad. Masha aprovechó el derecho de esposa legítima y enterró a mi hermano rápidamente y de manera secreta en Kazán, aunque le correspondía ser enterrado en el cementerio de Novodévichi, en la tumba de mi madre. En voz baja, con un tono que transmitía compasión por el dolor ajeno y tal vez porque entreoyó un temblor apenas perceptible en la voz de su interlocutora al pronunciar las palabras sobre la tumba de su madre, el indio dijo: —Es una verdadera tragedia. Lo siento mucho. Si no la incomoda, cuénteme si es verdad que Stalin no murió de muerte natural. —Sucedió así: en enero-febrero de 1953, unos dos o tres meses antes de su muerte, mi padre hizo encarcelar a sus colaboradores más cercanos: al general de la seguridad Vlasik y a su secretario personal Poskrébyshev, llamado el perro de Stalin. Su médico personal, el académico Vinográdov, ya estaba en la cárcel, y aparte de él Stalin no permitía que se le acercara ningún otro médico. Por eso, cuando la tarde del 1 de marzo de 1953, el personal de la dacha de Kúntsevo encontró a mi padre inconsciente, nadie se atrevió a llamar a un médico. —Qué raro. —Mucho. Pero escuche esto. Luego todo el gobierno se desplazó a la dacha. La que entonces era su camarera, Motia Butuzova, fue quien dio con el diagnóstico: había tenido una aplopejía. El personal y la seguridad de Stalin anunciaron que era necesario llamar inmediatamente al médico. Pero los miembros del gobierno que se encontraban ante el cuerpo exánime de Stalin declararon: “Es mejor que cunda el pánico”. Beria aseguró que a Stalin no le había pasado nada, que sólo estaba durmiendo. —Perdone si la interrumpo y disculpe mi ignorancia: Beria era ministro del Interior, ¿verdad? —Sí, y por ello también director del KGB. —Continúe, por favor... —Entonces, el gobierno se permitió algo inadmisible desde el punto de vista médico: los propios ministros trasladaron al enfermo a la habitación contigua, allí lo desvistieron y lo metieron en la cama. Aun sin médicos. Sé que es improcedente mover a los enfermos, sin embargo lo hicieron. No fue sino hasta el día siguiente, el 2 de marzo, cuando vinieron varios miembros de la Academia de Medicina. Buscaron el historial médico de Stalin para saber cómo tratarlo, pero no lo encontraron: estaba cerrado a cal y canto en la caja fuerte del Kremlin, donde lo había guardado el doctor Vinográdov por orden de mi padre. Pero Vinográdov estaba en la cárcel.
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Por
FERNANDO IWASAKI
FUERA DEL HUACAL
L A LECTUR A , ESA DISTINCIÓN
www.fernandoiwasaki.com
T
iendo a creer que ciertas estadísticas terribles para España podrían ser más horrísonas todavía en América Latina. Los índices de lectura, por ejemplo, que en España están por los suelos y en Sevilla por los subsuelos. ¿Sería justo afirmar que si en España se lee poco, en Perú o México se leerá incluso menos? Las cifras de venta no tienen por qué ser los únicos indicadores de la lectura, pues nadie realiza el mismo escrutinio entre los lectores de bibliotecas universitarias y públicas. Y luego está el asunto de la piratería, que en América Latina supone un universo de lectores imposible de mensurar. Las editoriales sí saben cuánto dinero les hace perder la piratería, pero nadie sabe cuántos lectores existen gracias a la piratería. El caso es que el Gremio de Libreros de España ha difundido unas cifras escalofriantes. A saber, que en el último año cerraron 912 librerías a razón de dos por día. Si extrapolamos esa investigación a Andalucía los resultados serían igualmente desoladores, pues hemos perdido 162 comercios especializados. En toda Andalucía subsisten 441 librerías, que en función de nuestra población indican que contamos con 5,2 librerías por cada cien mil habitantes. ¿Será que los andaluces leen más eBooks o son usuarios de bibliotecas públicas? Tampoco, porque en enero pasado el cis reveló que el 35% de los españoles jamás lee libros en ningún formato y en Andalucía esa cifra se eleva hasta alcanzar el 56%. Por tanto, aparte de la crisis y otros factores derivados de la precariedad económica, hay que admitir sin com-
Las Claves
HAY QUE ADMITIR SIN COMPLEJOS QUE LA LECTURA SÓLO LE INTERESA A UNA MINORÍA CADA VEZ MÁS RAQUÍTICA.
plejos que la lectura sólo le interesa a una minoría cada vez más raquítica. No deseo entonar la típica letanía al uso. Más bien, me gustaría reconocer todo lo que tengo en común con mis compañeros de minoría. Es decir, con los lectores de ficción y de ensayo, poesía y teatro, historia y sociología. Con los lectores de best sellers y de worst sellers, dragones y detectives, biografías y memorias. Con los lectores de izquierdas y de derechas, mística y teología, ciencia y filosofía. Con los lectores de cómics y de fanzines, diccionarios y enciclopedias, diarios íntimos y cuentos infantiles. A quienes llevan un libro en las manos siempre les atribuyo una vida poderosa y fascinante. Soy un prejuicioso —lo admito—, mas no puedo evitar tener un concepto más alto de las personas que leen. Las mujeres que sacan un libro de su cartera —como Ana Karenina— siempre me parecen más bellas, sofisticadas y misteriosas que las que salen con ropa deportiva de los gimnasios. Creo que rasgarnos las vestiduras por la escasez de lectores no conduce a nada. ¡Celebremos a los lectores que existen! Gracias a una entrevista descubrimos que Paco de Lucía leía en su casa de México un promedio de cincuenta libros anuales y que la muerte le sobrevino con una novela de Dickens por terminar. Admiré al músico que fue Paco de Lucía, pero me descubro ante el gran lector que era. Guardo en casa como un tesoro los dos tomos del Diccionario Enciclopédico Ilustrado de la Lengua Española que don José Alemany y Bolufer publicó en Sopena sobre los años treinta del siglo
xx . Mi edición perteneció a mi padre, quien la compró cuando se recibió de teniente y lo mandaron a un pueblo remoto de los Andes donde vivió cuatro años. Me lo imagino a sus veintipocos años leyendo al azar las entradas de su diccionario a la vera de una lámpara de gas. El mismo diccionario que desde niño leía yo también para saber quiénes fueron Anteo y Polinices, qué era una gaveta o un regojo y por qué lo cerúleo era azulado. En La isla misteriosa de Julio Verne leí que los náufragos cazaron un “onagro”, animal que no supe si era más antílope que búfalo. Mi padre me mandó al Sopena para que no fuera un onagro y así descubrí una nueva variedad de burro. Para qué nos vamos a engañar. Leer no nos hace mejores, pero sí distintos. Y los que leemos advertimos la diferencia.
Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ
FRANCIS ALBERT SINATRA (diciembre 12 de 1915-mayo 14 de 1998), intérprete de expresividad absoluta (fraseo conversacional exacto, manejo preciso de los silencios, control de la respiración) por encima de las especulaciones que se puedan hacer de su calidad vocal. Exploró un repertorio basado en grandes compositores populares estadunidenses (Cole Porter, George Gershwin, Sammy Cahn, Van Heusen, Paul Simon), que le redituó notables éxitos de ventas. Demostración de su versatilidad cuando grabó temas del brasileño Antonio Carlos Jobim (1927-1994), compositor, cantante, guitarrista y pianista: pionero de la fusión de la bossa nova con el jazz. Álbum que suscribe uno de sus mejores momentos: Frank Sinatra & Antonio Carlos Jobim (Universal Music, 1967): arreglos y banda conducida por Claus Ogerman. Swing y bossa nova. Grandiosidad en “Dindi”; inolvidable,
“Corcovado”; “Garota de Ipanema”, repleta de sutilezas armónicas. Junto a Nat King Cole, el intérprete de “April in Paris” es el modelo perfecto del crooner (vocalista de melodías sentimentales y seductoras en los cotos del jazz desde la prosodia de la Big Band). Fue acompañado por las orquestas de Tommy Dorsey, Duke Ellington, Woody Herman, Count Basie o Quincy Jones. Sus tiempos lentos de atinado swing se engrandecen en los diálogos que sostuvo con Stan Getz (sax tenor) y Harry Sweets Edison (trompeta). Quién puede desdeñar sus recitaciones en “That Old Black Magic”, “My Funny Valentine”, “My Way”, “New York, New York”, “All My Tomorrows”, “Mood Indigo”, “Yesterday”, “The Look of Love”, “Nice N’ Easy”, “Night And Day”, “All The Way”, “All or Nothing at All”, “Misty”, “Wave”, “Moonlight Becomes You”, “The Look of Love”, “Mrs. Robinson”... Live at the Meadowlands, Sinatra,
My Way, Sinatra With Love: algunos de sus discos que los melómanos guardamos con cuidadoso esmero en nuestras discotecas. Hay que tener al interprte de “Bewitched” siempre a la mano. Las grietas fortuitas del amor necesitan canciones de urgencia en cualquier instante: Sinatra lo cura todo. Aparece Sinatra. All or Nothing at All: estuche con dos DVDs que hacen un examen de la vida del legendario vocalista a quien sus cercanos llamaban “The Chairman of The Board” (“El Presidente del Consejo”). Entrevistas inéditas, imágenes con amigos y familiares, fragmentos de conciertos... Testimonios de Quincy Jones, Jerry Lewis, Mia Farrow, Jerry Weintraub y Emil Davidson. Dirección del ganador del Óscar en 2007 por el documental Taxi to the Dark Side, Alex Gibney, en colaboración con Nancy Sinatra Barbato, Frank Sinatra Jr. y Tina Sinatra. Todo o nada en absoluto: viaje a la redonda por el carismático Ol’ Blue Eyes.
SINATRA. ALL OR NOTHING AT ALL Director: Alex Gibney Género: Documental Producción: Eagle Vision, 2015 Distribución: Universal Music.
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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO
L A Ú LT I M A D E A L L E N
11 Por
CARLOS VELÁZQUEZ
@charfornication
W
oody Allen sigue traumado con Dostoyevski. Después de la estupenda relectura que hizo de Crimen y castigo en Match Point, vuelve a ensayar la trama en Irrational Man. Su mejor película desde Blue Jasmine. En Crimen y castigo Raskolnikov asesina a dos personas para luego purgar una condena y una vez pagada su deuda reintegrarse a la sociedad. Una delirante enseñanza moral que inaugura la novela moderna. A partir de esta premisa Woody Allen formula una pregunta. Qué habría ocurrido si Raskolnikov no se hubiera entregado a la policía. Es así como surge Match Point. Contar la misma historia pero subvirtiendo el desenlace. Tunear a Dostoyevski. Sólo un genio como Woddy Allen puede atreverse. Ubicada en el contexto social opuesto, frente a la pauperización de Crimen y castigo, Match Point relata los vicios de la alta sociedad inglesa. Toda la película está musicalizada con ópera, para reforzar la sensación de aburguesamiento. Y utiliza el tenis como metáfora del azar. Chris Wilton se casa con una mujer ultra fresa. Y comienza a tener un affaire con su concuña Nola Rice (Scarlett Johansson). Cuando ésta lo amenaza con contarle todo a su esposa, Chris decide matarla. Finge un robo y le dispara en la puerta de su departamento. Por casualidad una vecina presencia el asesinato y Chris le dispara también para no dejar testigos. Como en Crimen y castigo existen dos muertes. Pero para acentuar el dramatismo, en Match Point son
CONTAR LA MISMA HISTORIA PERO SUBVIRTIENDO EL DESENLACE. TUNEAR A DOSTOYEVSKI. SÓLO UN GENIO COMO WODDY ALLEN PUEDE ATREVERSE.
El sino del escorpión
tres, Nola está embarazada de Chris. A diferencia de Raskolnikov, Chris jamás confiesa y vive el resto de su vida con la culpa en su conciencia. El fantasma de la vecina se le aparece para atormentarlo. Al final su esposa, quien no conseguía quedar embarazada, tiene un hijo. Cerrando así el círculo. Las referencias a la obra de Dostoyevski en Match Point (y en Irrational Man) están a la vista. Ambas películas son claramente un tributo. Tanto Chris como Abe Lucas (Joaquin Phoenix) leen novelas de Dostoyevski en las cintas. Irrational Man nace a raíz de una segunda pregunta a propósito de Crimen y castigo. Si en la novela Raskolnikov expía su culpa y en la pantalla Chris vive con ella, ¿qué sucedería si Raskolnikov no fuera a la cárcel ni tampoco permaneciera libre? ¿Existe un tercer desenlace de esta historia? Es lo que plantea Irrational Man. Abe Lucas es un profesor de filosofía con una insuperable apatía por la existencia. Que se enamora de una de sus alumnas, Jill Pollard. Interpretada por Emma Stone, la musa de moda de Allen. Un día decide matar a un juez corrupto. Y como Raskolnikov y Chris elabora un plan. Hay matices entre las tres tramas. En Irrational Man vuelve a la idea sembrada en Crimen y castigo. La vieja usurera merece la muerte. Pero en Match Point se sacrifica a un inocente. Lucas envenena al juez con cianuro. Y se elabora la teoría del crimen perfecto, establecida por Dostoyevski. Una vez más, como Raskolnikov, coquetea con la idea de que
lo puedan descubrir. Y hasta cierto punto se burla de la policía. Pero entonces la estudiante lo descubre. Y emerge una tercera posibilidad para resolver la trama. Ya se ha cometido un asesinato. El del juez. Para replicar la trama de Crimen y castigo hace falta un segundo. Todo indicaría que la víctima sería Rita Richards, una profesora con quien Abe sostuvo un affaire, quien es la principal propagandista de la versión de que Abe es el asesino. Pero no. A quien decide matar es a Jill. Quien lo amenaza contantemente con delatarlo si no se entrega por su propio pie a la policía. Le prepara a Jill una trampa. Daña a propósito el elevador del edificio donde Jill toma clases de piano. En Crimen y castigo es la mente de Raskolnikov la que lo trastorna. En Match Point es la amenaza de Nola la que empuja a Chris a asesinar, no desea perder el statu quo que ha conseguido. En Irrational Man es la idea de pagar el crimen. Pero en contraste con Nola, Jill no esperaría a Abe a que terminara su condena. Por lo que la tercera posibilidad para resolver la trama es eliminar al testigo. Abe falla en su intento por empujar a Jill a través del hueco del elevador. Y por obra del azar, se resbala con una lámpara que cae del bolso de Jill y es él quien se despeña y muere. El trasunto moral en Irrational Man queda fuera de juego. Abe no paga como Raskolnikov ni se queda impune como Chris. Estructuralmente esto podría parecer una deficiencia. Pero la obsesión de Allen con Crimen y castigo revela que no existe la historia perfecta.
Por ALEJANDRO DE LA GARZA
Una banda liberal-conservadora ANTES DE ABANDONAR su hendidura en el muro, el escorpión se encomienda al retrato en sepia de su abuelo (jacobino, masón y profesor vasconcelista), para pedirle amparo ante la banda de intelectuales autodefinidos hoy como “liberales y demócratas”, una clasificación política en expansión a partir de los años noventa del siglo viejo para diferenciarla del “satánico” intelectual neoliberal. Pero el arácnido no se llama a engaño: los conservadores van a misa de 7, los liberales a la de 12 y los neoliberales le besan el anillo al Papa a la primera oportunidad. Esos intelectuales liberales de nuestras sociedades capitalistas dicen apoyar los principios mínimos del liberalismo del nuevo siglo: elecciones democráticas, libertad de prensa, reivindicación de los derechos de mujeres, indígenas y minorías; el matrimonio gay y su derecho
a la adopción, el libre albedrío para consumir cualquier tipo de sustancias sin riesgo para los demás. Acaso también, expandiéndoles un poco la conciencia, acepten a regañadientes el derecho de la mujer (todas menos mi mamá, mi hermana, mi esposa y mi hija) a decidir sobre su propio cuerpo. Pero este liberalismo hoy hegemónico tiene un límite: apoya y reconoce la posibilidad de cambiarlo todo menos un ápice del sistema económico dominante no obstante sus ineficiencias, estragos sociales y resultados en términos de precariedad económica e inequidad. El venenoso observa cómo estos intelectuales “humanistas” trasladan luego a la estética su ideología política hegemónica para rechazar cualquier expresión fuera de los cánones conservadores en literatura, arte contemporáneo, avances
académicos, estudios culturales y postcoloniales o innovaciones artísticas. Son quienes monopolizan la voz en medios de comunicación, entornos políticos y ámbitos académicos, y encima se quejan con rencor de las redes sociales porque, según les confió Umberto Eco en un trasnochado aserto, “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas”, cuando en realidad la fuente de su incomodidad es la existencia misma de otras voces “no autorizadas”, desafiantes de su jerarquía y carentes del lenguaje especializado del cual se apropia la burocracia del conocimiento. El escorpión no generaliza, pero antes de bajar veloz y untuoso del podio de su perorata hasta la cicatriz del muro donde habita, pide reconsiderar las limitaciones del curioso oxímoron liberalconservador.
LOS CONSERVADORES VAN A MISA DE 7, LOS LIBERALES A LA DE 12 Y LOS NEOLIBERALES LE BESAN EL ANILLO AL PAPA A LA PRIMERA OPORTUNIDAD.
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REVOLUCIONES EN LA IMAGEN DEL MUNDO REDES NEURALES
L
a transformación de la novela, según Milan Kundera, es la historia de las revoluciones sucesivas en nuestra concepción de la identidad personal: primero elaboramos variaciones del mito del héroe, mediante relatos en tercera persona acerca de hechos extraordinarios. Más adelante, la literatura explora la perspectiva en primera persona, hasta alcanzar una observación microscópica de nuestra conciencia en movimiento perpetuo. A partir de Kafka, la literatura se plantea la pregunta: ¿Cuáles son las posibilidades del hombre en un mundo en el que los condicionamientos exteriores se han vuelto tan demoledores que los móviles interiores ya no pesan nada? Kundera va más allá y afirma: Que la vida es una trampa lo hemos sabido siempre: nacemos sin haberlo pedido, encerrados en un cuerpo que no hemos elegido y destinados a morir. En compensación, el espacio del mundo ofrecía una permanente posibilidad de evasión. Un soldado podía desertar del ejército y comenzar otra vida en un país vecino. En nuestro siglo, de pronto, el mundo se estrecha a nuestro alrededor. El sentimiento de asfixia anunciado por Kundera es el fundador de la narrativa contemporánea, y la novela es un testigo insobornable de este desconcierto. ¿Existe alguna grieta en el callejón sin salida? Todo indica que vivimos en una sociedad tejida a base de fuerzas económicas y militares, pero también mediante ficciones que toman la forma de mitos sobre nuestro origen y destino. Al mirar la historia de las religiones y los sueños nacionalistas confirmo el poder de ciertas ficciones transgeneracionales: de los pueblos elegidos a la guerra santa, de las razas superiores a la visión de los vencidos, el poder de la ficción participa en la formación de identidades individuales o colectivas. De manera complementaria, la imagen de nuestro mundo sufre revoluciones debidas a la filosofía y las artes. Pero pocas herramientas han conmocionado la imagen del mundo como lo hacen las ciencias naturales, con su amplia ramificación de innovaciones tecnológicas. Los conocimientos generados por las ciencias físicas, químicas y biológicas expanden nuestros campos semánticos, y socavan creencias basadas en el apego a dogmas, a preferencias estéticas o convicciones políticas. En el plano ideológico, la ciencia es probablemente el mejor aliado de las sociedades laicas. La divulgación científica aparece como un eslabón crítico en la transformación cultural provocada por la ciencia. Pienso en Charles Darwin o Stephen Jay Gould, autores de libros dirigidos al gran público que también
Por
JESÚS RAMÍREZBERMÚDEZ
Imagen generada en el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares.
L A DIVUL GACIÓN CIENTÍFICA APARECE COMO UN ESL ABÓN CRÍTICO EN L A TRANSFORMACIÓN CULTURAL PROVOCADA P OR L A CIENCIA. PIENSO EN CHARLES DARWIN O STEPHEN JAY GOULD”. son textos de referencia en sus campos de investigación. Aquí se ubica la reciente aparición de Universo: la historia más grande jamás contada (2016) de Gerardo Herrera Corral, quien colabora desde 1994 en el experimento alice , del Centro Europeo de Investigaciones Nucleares, considerado el laboratorio más grande jamás construido. El punto de partida de Universo es la conciencia, que hace posible el conocimiento físico. El doctor Herrera revisa el concepto de la conciencia computacional, es decir, la posibilidad de modelar mediante algoritmos matemáticos, y en última instancia mediante inteligencia artificial, el fenómeno de la conciencia. La exposición no se limita a la prueba de Turing y los
modelos informáticos: la mente consciente depende de redes cerebrales, de neuronas gobernadas por leyes biológicas. ¿Pero qué condiciones físicas hacen posible el surgimiento de la vida? Universo es como un telescopio abstracto dirigido a lo más remoto, que nos permite realizar, como Alejo Carpentier, un viaje a la semilla. Esta dialéctica reversa se detiene en cada etapa cósmica, y analiza elementos críticos de la naturaleza física del mundo, que hacen posible el surgimiento de estados mentales, capaces de estudiar la naturaleza física del mundo... la conciencia depende de la vida, que sólo ha podido surgir en las profundidades oceánicas cuando el universo tenía 10 mil millones de años de edad, a partir de materia orgánica, dependiente a su vez del carbono y sus peculiaridades químicas. ¿Qué circunstancias y presiones físicas determinan la formación del carbono? Para responder esta pregunta, Gerardo Herrera se desplaza hacia atrás, al periodo en que ocurrió el nacimiento de las estrellas, y a partir de allí describe la síntesis nuclear estelar. Para formar carbono es necesaria una temperatura de casi mil millones de grados. Nuestro Sol no alcanza la temperatura adecuada: se requieren estrellas con al menos diez veces más materia que el Sol. Cuando las estrellas mueren, su estallido arroja por el espacio los elementos pesados, incluyendo el carbono, que forman planetas y organismos vivientes. El material esencial para la vida depende del nacimiento estelar, pero ¿qué condiciones físicas hacen posible la formación de estrellas? El autor se desplaza al universo temprano, mediante el
estudio de la luz fósil. En la página 97, encuentro la imagen del universo temprano, a la edad de 380 mil años, obtenida por la misión cobe. Sabemos que los telescopios monumentales permiten no sólo la observación del espacio remoto, sino también del pasado cósmico. Según el doctor Herrera, esta imagen es “la más valiosa del mundo, primero por el valor intelectual que posee, luego por el valor cultural que implica la mirada a nuestro pasado remoto, y finalmente, por el costo en tiempo, dinero y esfuerzo que implicó tomar esta imagen”. Al mencionar su costo, el autor no le pone una tarifa económica a la fotografía: revela una filosofía de respeto hacia el carácter colectivo de la ciencia, con sus héroes anónimos que trabajan en “espacios a media luz, en talleres sin decoración”, bajo condiciones de aislamiento. Durante el viaje a los orígenes, la historia se hace cada vez más sorprendente y remota, no solamente en términos espacio-temporales, sino también en cuanto a las ideas científicas emergentes: por ejemplo, el universo líquido formado por quarks y gluones, simulado en el experimento alice : En 2012 se logró una temperatura de 5.5 billones de grados centígrados, casi 350 mil veces mayor que la temperatura que existe en el centro del Sol. El líquido creado en la colisión de iones de plomo es tan denso que una pequeña porción con un volumen del tamaño de la cabeza de un alfiler pesaría lo mismo que el acero de más de cien torres Eiffel juntas. Este párrafo revela las fronteras de nuestro conocimiento experimental, y hace evidente el mayor alcance de Universo: su capacidad de provocar en el lector un estado de vértigo conceptual, que incluye una discusión acerca de los viajes en el tiempo, la pluralidad inimaginable de multiversos descritos por la teoría de cuerdas, y la estructura misma de nuestra existencia. El universo humano asfixiante descrito por Kundera en el Arte de la novela aparece renovado tras la inmersión en este texto audaz de física teórica, que muestra la capacidad científica para generar revoluciones en nuestra imagen del mundo. Si bien la cultura contemporánea ha comenzado a asimilar, con esperanza o pesimismo, la concepción del universo provocada por el descubrimiento de la radioactividad, con sus armas de destrucción masiva y su medicina nuclear, es justo aceptar que la imaginación artística y la historia de las ideas serán territorios fértiles para una renovación conceptual desencadenada por la física de nuestros tiempos, con sus aceleradores de partículas que movilizan, también, los estratos más sensibles de nuestra cultura.