FRANCISCO HINOJOSA
CARLOS VELÁZQUEZ
ESGRIMA
CADA QUIEN SU HUSO HORARIO
MUNDO DEATH
MARTÍN ACOSTA
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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
JUAN RULFO II
LECTURA Y CONTROVERSIA EN MÉXICO EDUARDO ANTONIO PARRA
GERARDO DE LA CRUZ
JUAN RULFO REC ARG AD O
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GENEY BELTRÁN FÉLIX
L A GUERR A DEL PADRE Y EL HIJO
Ilustración > A partir de un retrato de Rogelio Naranjo > Arte digital > Staff > La Razón
RUMORES Y MURMULLOS
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Los dos textos iniciales de este segundo número de El Cultural dedicado al centenario de Rulfo, plantean su desacuerdo desde ángulos distintos y reivindican el encuentro del escritor con sus lectores, más allá de cualquier criterio circunstancial o mercadológico. Y para celebrarlo, ventilan algunos aspectos de esa privatización de la imagen y el nombre que suscribe la obra excepcional de Juan Rulfo.
En los años recientes, la memoria de Juan Rulfo (1917-1986) ha sido tema de controversia. Aun cuando los festejos y actividades por su centenario continuarán durante el 2017, como sabemos, la Fundación a cargo de su legado ha restringido, en eventos culturales diversos, la cita misma del nombre o la aparición de cualquier imagen del escritor, con argumentos que resultan, por lo menos, cuestionables.
Rumores y murmullos
UN ESCR ITOR EN LA IMAGINACIÓN EDUARDO ANTONIO PARRA
N
unca lo conocí. Tal vez pude haberlo hecho, pues para cuando murió, hace poco más de tres décadas, andaba yo internándome en el oficio de escritor y había leído sus dos libros por lo menos un par de veces cada uno. Pero en ese entonces las distancias eran difíciles de salvar y, de haberme trasladado de Monterrey a la Ciudad de México, la verdad es que no habría sabido dónde buscarlo. Tampoco había leído ninguna biografía —no sé si ya circulaban las que existen—, así que en lo que respecta a su vida tuve que atenerme, como la mayoría de las personas, a lo que los demás decían de él. Chismes, comentarios de segunda, tercera o cuarta mano, incluso chascarrillos; todo lo que tratan de eliminar de la memoria colectiva quienes ahora pretenden santificarlo argumentando que es su propiedad, que les pertenece, que nadie más tiene derecho, que ellos registraron su marca. Se les olvida que los dos volúmenes que escribió han convocado a millones de lectores, y que cada uno puede imaginarlo como le dé su real gana, sin versiones “oficiales” de por medio. Se les olvida, sobre todo, que en “el país del rumor” lo que prevalece son las impresiones de la gente, fundamentadas o no. Ya lo dijo José Emilio Pacheco en un texto de 1973, refiriéndose a los
amores de Rosario, la de Manuel Acuña: “El paso del tiempo dignifica los chismes de una época y los convierte en historia”.
Uno de los primeros que escuché —chisme, habladuría, invención, da igual— fue que cuando su novela estuvo terminada se la llevó a Salvador Novo, el gran mandarín del mundillo literario mexicano de la época, y que tras unos días regresó por la opinión del poeta. Novo, desde la altura de los consagrados, le devolvió el manuscrito con gesto de desaprobación mientras le decía lleno de sarcasmo que para escribir una novela primero debió haber leído muchas. Nuestro autor, en ese tiempo un escritor novel, se fue a su casa rumiando: “Leer novelas... si no he hecho otra cosa en toda mi vida...”. No sé quién haya armado este pequeño relato ni de dónde lo sacó, y ahora más bien tiendo a creer que es falso, aunque reconozco que posee cierta lógica, sobre todo si se toma en cuenta la dificultad estructural de Pedro Páramo, la disolución del tiempo en el relato, la aparente falta de un esqueleto que sostenga las escenas; o lo que es lo mismo, esa dificultad de ciertos lectores para aceptar algo de verdad nuevo en el panorama de las estructuras literarias que hizo que alguien como Alí Chumacero, publicada ya la novela, escribiera una reseña donde sugería que en ella no había una estructura definida.
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Tal vez fue esa novedad radical, la forma por completo desconocida entonces —y aun hoy— en la que vertió su historia del cacique y los habitantes de Comala, el acicate para que desde el momento de su publicación se desataran las leyendas en torno al escritor y su obra. Acaso quienes lo trataban antes de ser el creador de Pedro Páramo no alcanzaban a concebir cómo un hombre tan retraído, de pocas palabras, que evitaba los reflectores, había podido crear la novela más sólida e inquietante de nuestras letras. Siempre sucede. Aquellos que convivieron en sus inicios con grandes hombres —negociantes, artistas, políticos—, que los vieron en su periodo de formación y de lucha con el oficio y el entorno, suelen negarse a aceptar que el principiante lleno de titubeos y el experto respetado por todos sean la misma persona. Lo único que al parecer se les ocurre es: “¿Cómo va a ser famoso, si yo lo conozco?” Y tratan de explicarse el triunfo del otro atribuyéndolo al amiguismo, a las palancas, a la suerte. Nunca al verdadero talento ni a la dedicación. Y entonces surgen la envidia, la maledicencia, el humor agresivo. Uno más de los relatos —apócrifo, por supuesto— que escuché en mis años juveniles acerca de cómo nuestro escritor consiguió darle a su libro esa estructura tan peculiar, tiene que ver con otro aspecto de los que sus ahora dueños pretenden olvidar, o que todos olvidemos, con el fin de que su “proceso de beatificación” prospere: su relación con el alcohol. En este cuento se decía que, cuando el autor al fin se decidió a entregarla al Fondo de Cultura Económica, el tiempo narrativo de la novela estaba estructurado de manera lineal, desde la infancia del protagonista hasta su muerte, y después la muerte de los habitantes del pueblo hasta que devinieron espectros deambulando por
Juan Rulfo.
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“ENTRE LAS REACCIONES QUE SUSCITAN LA PERFECCIÓN Y LA GRANDEZA, UNA DE LAS MÁS CONSTANTES ES LA INCREDULIDAD. QUIENES EJERCEN UN MISMO OFICIO TIENEN DIFICULTADES PARA CONCEBIR QUE UN COLEGA SE ALCE POR ENCIMA DE LOS DEMÁS.” las calles. Sin embargo, ese día nuestro hombre había bebido algunas copas de más por lo que, poco antes de llegar a las puertas de la editorial, tropezó en su paso tambaleante; el manuscrito se desparramó por la calle e incluso algunas páginas salieron volando al impulso del viento. Con esfuerzos, él volvió a reunirlas en la carpeta donde las llevaba, mas la hora de la cita con el editor había llegado y no tuvo tiempo de acomodarlas en el orden que había establecido. Entregó el ejemplar tal como lo recogió del suelo y, al ser publicada, la novela sorprendió a los lectores.
Fuera de envidias y gracejadas, el dibujo estructural de la novela ha suscitado otros rumores que, no importa que en su oportunidad hayan sido desmentidos una y otra vez por los implicados, parecen contar con un blindaje contra el paso del tiempo. Uno de ellos afirma que fue Juan José Arreola, paisano de nuestro autor y cómplice literario en sus años de formación, quien durante una tarde de copas en una de las tantas cantinas de la Ciudad de México trazó la estructura de la novela luego de esparcir, para visualizarlos bien, los fragmentos que la integran en la superficie de una mesa de billar. Hay quien dice que no fue Arreola, sino Alí Chumacero quien le dio la secuencia que ahora presenta. Aunque el poeta Chumacero, en una comida hace años, nos contó de viva voz a los comensales que él, como editor del fce, sólo metió mano en el original para corregir —“como con cualquier otro libro a mi cargo”— algo de puntuación y de ortografía, y para sugerir el cambio de un par de palabras. Al respecto, José Emilio Pacheco escribe en un “Inventario” de agosto de 1977: Unas cincuenta veces este redactor ha escuchado, en labios de interlocutores que pretenden hacerle la gran revelación, la teoría delirante de que en 1955 Rulfo entregó al Fondo de Cultura Económica un manuscrito informe y cercano a las mil cuartillas. De ellas, se dice, el poeta Alí Chumacero extrajo Pedro Páramo a base de recortes, tachaduras y collages. Otras cincuenta veces la respuesta ha sido desmentir la versión y restituirle a Rulfo la autoría absoluta de su gran obra. Las bases para la administrativa calumnia son: a) en efecto, como funcionario del FCE, Alí Chumacero ordenó los cuentos de El llano en llamas en la disposición que conservaron en ediciones posteriores; b) por esos años Juan José Arreola dedicó gran parte de su tiempo a la actividad, insólita entre nosotros, de reescribir gratuita y generosamente
muchos libros ajenos —pero en modo alguno los de su amigo Rulfo. Por lo demás, como se sabe, las editoriales mexicanas no hacen ni han hecho nunca trabajos de “edición” en el sentido que posee el término en lengua inglesa. Si Alí Chumacero hubiese sido el Maxwell Perkins de este Scott Fitzgerald, no hubiera reprochado a Pedro Páramo, en la reseña inicial que se escribió de este libro, precisamente “una desordenada composición que no ayuda a hacer de la novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la novelística moderna nos proporciona, se ha de exigir a una obra de esta naturaleza”. Entre las reacciones que suscitan la perfección y la grandeza, una de las más constantes es la incredulidad. Las personas, sobre todo quienes ejercen un mismo oficio, tienen dificultades para concebir que un colega se alce por encima de los demás de modo tan evidente. Eso ocurre sobre todo en países como el nuestro, donde para gozar de simpatías uno debe mantenerse dentro de un rango mediano, sin alejarse demasiado de los otros. Cuando ocurre lo contrario, como tras la publicación de Pedro Páramo, los resentidos enfilan sus baterías, si no contra la obra indiscutible, contra su creador, quien seguro sí tiene puntos débiles. Y si no los tiene, se le inventan. En este sentido, varias veces escuché que, cuando ambos aún eran aprendices de escritores, Juan José Arreola —no sé si alguien lo oyó en labios de él— anunciaba la inminente aparición de Rulfo y su obra diciendo algo así como: “Tengo un amigo que escribe como los mismos ángeles, nomás que avienta comas y acentos como si echara maiz pa los pollos”. Tal vez Arreola nunca dijo éstas ni palabras parecidas, a pesar de que según dicen era bastante maledicente, pero la especie se repitió y se sigue repitiendo debido a que detectar un defecto risible en un gran hombre hace que lo sintamos un poco más cerca de nosotros, más humano pues.
Las leyendas y rumores que han rodea-
do desde hace décadas a nuestro escritor y su obra tal vez hubieran disminuido y perdido fuerza con el paso del tiempo si él se hubiera transformado en lo que se conoce como “un escritor profesional”, es decir, si hubiera publicado un libro cada año o cada dos, mostrando una calidad desigual en su producción, un corpus lleno de altibajos, como cualquier narrador hijo de vecino. Pero no. Él decidió no publicar más después de un único libro de relatos y una novela: los treinta y un años restantes que duró su vida colegas, críticos, académicos y lectores intentaron descifrar las causas de ese silencio editorial. Con ello, en vez
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de amainar, los chismes se recrudecieron y multiplicaron. Ahora al pasmo provocado por las virtudes narrativas de Pedro Páramo se añadía una suspicacia brutal, producto de “la esterilidad” del autor. Hubo, por supuesto, quienes comprendieron su actitud y su vocación de silencio, como puede advertirse por ejemplo en la fábula que le dedica Augusto Monterroso, donde equipara su astucia con la de un zorro. Pero también, en susurros y lejos de la letra impresa, hubo quien se atrevió a poner en duda su paternidad sobre el libro de relatos y la novela publicados, argumentando que si él los hubiera escrito habría publicado más tarde otros volúmenes. Para bien o para mal, nuestro autor se fue convirtiendo en un escritor mítico. Él mismo contribuía a su propio mito. Cuando los periodistas se le acercaban —y se le acercaron decenas a lo largo de los años, acaso cientos, de diversos países del mundo— para preguntarle por qué no daba a la imprenta un nuevo volumen, él reviraba con respuestas siempre distintas, imagino que según el estado de ánimo que lo dominaba en el momento. Esas respuestas podían ser, desde que se hallaba enfrascado en una larga novela con el título de La cordillera, hasta que ya se había muerto el tío que le contaba las historias que plasmó en El llano en llamas y Pedro Páramo (al dar esta última, me lo imagino con el rostro triste y una amplia sonrisa interior). En consecuencia La cordillera, como antes su creador, se convirtió también en algo legendario, al grado de que se han escrito ficciones en torno a ella, entre las cuales destaca un excelente relato de Vicente Leñero. Según los decires él trabajó en esa historia hasta sus últimos días, pero después de su muerte no se volvió a saber de ella ni fueron encontrados los manuscritos. En cuanto a la existencia de un tío que le contaba las historias, además de que todos hemos tenido familiares así, lo que muestra es una de las facetas menos conocidas, o menos comentadas del autor: su sentido del humor. Vuelvo a José Emilio Pacheco, quien en el ya mencionado “Inventario” de agosto de 1977 —cuando al creador de Pedro Páramo aún le quedaban unos nueve años de existencia— aborda el tema del silencio rulfiano y lo relaciona con las causas de su genialidad: ¿Dijo Rulfo cuanto tenía qué decir y prefirió callarse a repetirse? ¿No ha dicho aún su última palabra? Imposible responder a estas interrogantes. El talento de un escritor constituye un recurso natural no renovable. ¿Qué debe hacer con ellos una sociedad? Es un problema irresoluble como la educación de nuestros hijos. Entre el niño golpeado y el niño mimado, entre las facilidades y dificultades que se presentan a un escritor, hay un terreno que aún desconocemos. A juzgar por la evidencia todavía queda un espacio posible para las grandes obras aisladas. Lo que difícilmente volveremos a tener son condiciones que permitan a nuestros escritores madurar, alcanzar la continuidad y mantener de principio a fin su excelencia literaria.
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Foto > Lola Álvarez Bravo
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José Emilio Pacheco.
“ÉL MISMO CONTRIBUÍA A SU PROPIO MITO. CUANDO LOS PERIODISTAS SE LE ACERCABAN PARA PREGUNTARLE POR QUÉ NO DABA A LA IMPRENTA UN NUEVO VOLUMEN, ÉL REVIRABA CON RESPUESTAS SIEMPRE DISTINTAS.” El párrafo anterior se abre a la posibilidad de múltiples comentarios, pues Pacheco no sólo se pregunta, aún en vida de nuestro autor, si su silencio será definitivo, sino además pone en la mesa de debates la relación de la sociedad con sus escritores, y las últimas dos frases sugieren que el tiempo de las grandes obras literarias se terminó cuando las grandes editoriales y el mercado tomaron el control de la literatura en el país. En lo que respecta al silencio rulfiano, ahora sabemos que sí fue definitivo. Sobre las condiciones y el contexto de existencia en que se dio la obra de este autor genial, es difícil, si no imposible, precisarlo. Sin embargo, tratando de interpretar su línea de pensamiento, podría pensarse que José Emilio Pacheco atribuye, al menos en parte, el silencio del escritor a las presiones externas, ya fueran de los editores, de los críticos o del público lector que con seguridad lo atosigaban día a día con preguntas como ¿en qué está trabajando ahora, maestro?, o ¿cuándo nos entrega otro libro maravilloso? Sin contar con las ofertas monetarias que sin duda le ponían enfrente para animarlo a escribir. Hay artistas que se paralizan ante la presión y, según como lo recuerdan quienes lo conocieron, o como lo han retratado sus biógrafos, nuestro autor era de ese tipo de creadores. Desde mi punto de vista, tanto El llano en llamas como Pedro Páramo fueron concebidos, escritos y trabajados en la libertad absoluta que ofrecen el
retraimiento personal, la despreocupación por el dinero, la soledad voluntaria y una relativa ausencia de necesidades. También, acaso, la inmersión en la vida bohemia de bares y cantinas, donde el escritor —principiante o experto— suele intercambiar impresiones de lecturas y proyectos con su pares, animado por los tragos y el ambiente. No por nada muchos colegas afirman que “se aprende mucho más de literatura en torno de una mesa de cantina que en cualquier facultad de Letras”. Así, imagino sin problema al joven aspirante a escritor saliendo de su trabajo en el archivo de la Secretaría de Gobernación junto con su amigo Efrén Hernández, el otro archivista de la instancia, para dirigirse con paso calmo al tugurio de su preferencia mientras ambos discuten sin cesar en el camino los mismos temas literarios que habían abordado ya durante las ocho horas de la jornada laboral en la soledad del sótano de la secretaría, entre papeles polvorientos y carpetas más o menos desordenadas. Los imagino tratando de responder algunos interrogantes como ¿de qué manera plasmar nuestra realidad sin caer en lo manido?, ¿cómo encontrar una forma que sea lo más original, dentro de lo posible, y que al mismo tiempo refleje de un modo fiel la vida que nos ha tocado vivir en este tiempo y este país?, ¿qué lenguaje es el que corresponde al México actual? Supongo que estas cuestiones eran ineludibles para ambos, y que volvían a ellas una y otra vez, en el
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Esta libertad creativa, la del autor aún
inédito y sin editores ni lectores que esperen su obra, dura tan sólo unos cuantos años, por lo general los de formación que son los mismos de la juventud. Es una suerte de etapa paradisiaca que casi todos los escritores de cierta edad recuerdan con nostalgia. Después viene la publicación y, si hay suerte y la obra cuenta con calidad, la respuesta crítica, el reconocimiento y el prestigio. Y todo cambia. Empieza la época del asedio, de las presiones, de las exigencias familiares, de la angustia del creador. No es difícil pensar en las consecuencias que un cambio de tal naturaleza provoca en quien no está hecho para los reflectores ni para los ajetreos de la fama. Por eso puedo imaginar a nuestro autor paralizado por la timidez, sobre todo al principio, sintiendo cómo sus manos se llenaban de humedad y de temblores, tratando de dominar el impulso de escurrir el bulto a la hora de las presentaciones y entrevistas y salir disparado en busca de la cantina más cercana para refugiarse detrás de una botella. Y a causa de lo anterior, lo imagino también reviviendo una y otra vez ese terror, que él ya creía vencido, ante la nueva página en blanco. Pero, ¿es posible que alguien con tanto talento deje de escribir sólo por miedo a los reflectores y al asedio de la gente? No lo creo. Además, en el caso de nuestro escritor, un nuevo libro no hubiera modificado mucho la situación: él ya era famoso y siguió siéndolo hasta su último día. Creo más bien que ese terror renacido ante la nueva página en blanco pudo haberse generado por la presión de tener que competir consigo mismo, en lo que tal vez él consideraba una competencia por completo desigual: la de un hombre maduro, lleno de compromisos y responsabilidades, con los ojos de miles de lectores fijos en él, que se mide en el tiempo con un joven lleno de anhelos artísticos, despreocupado de su entorno, cuya única ambición es, como diría Joaquín Sabina, “escribir la canción más hermosa del mundo”. En otras palabras, el talento propio y ya demostrado ante el mundo se convirtió para él en una pesada losa sobre los hombros. Una losa que lo inmovilizaba. Que le paralizaba la mano que sostenía la pluma. Y al mismo tiempo le ofrecía una coartada plena de una lógica irrefutable: si ya di lo que tenía que dar, ¿qué necesidad hay de ofrecer más? Y, como sabemos, no lo hizo. Alguna vez escuché un comentario bastante maléfico acerca de que nuestro autor había preferido beber a escribir. La verdad, jamás lo creí. En la historia de la
literatura hay suficientes ejemplos, tanto en nuestro país como en el resto del mundo, de escritores que supieron combinar muy bien su afición al alcohol o a las drogas o a cualquier otro vicio con su talento literario. Desde Edgar Allan Poe hasta Malcolm Lowry, desde Dostoyevski hasta José Revueltas entre nosotros, desde Ernest Hemingway hasta William Burroughs, todos ellos han demostrado que no es necesario optar por una u otra actividad sino que, al contrario, en ocasiones ambas se complementan, incluso se enriquecen. Pero, ¿y si fuera al revés? ¿Si dejar de beber desactivara algún mecanismo interno que antes permitía que la escritura fluyera con naturalidad? Nuestro autor bebía, y mucho, pese a que en la actualidad intenten ocultarlo quienes se ostentan como dueños de su marca. Los testimonios orales y escritos acerca de sus tardes y noches de tragos son innumerables. Eso sí, todos parecen coincidir en que cuando se pasaba de copas seguía siendo tranquilo y callado, que no era escandaloso ni pendenciero.
Al respecto existen anécdotas —como
todas, tal vez inventadas— cargadas de humor, como aquella en la que se dice que, cuando pasaba por periodos de borracheras consuetudinarias, alguien de su familia, harto como todos los familiares en situación semejante, solía dejarlo solo y encerrado con llave en su departamento, sin dinero y sin alcohol, con el fin de impedirle que tomara. Y que sin embargo, cuando ese alguien volvía, lo encontraba completamente bebido. ¿La razón? No, no se trata de que nuestro hombre fuera brujo, ni de que tuviera —como sí lo hacía, dicen, Malcolm Lowry— pomos ocultos en los sitios más recónditos de su casa, sino de que su vecino del departamento de arriba, un pintor amigo, se había puesto de acuerdo con él y, en cuanto lo dejaban solo y escuchaba girar la cerradura que lo encerraba, nuestro hombre corría por la escoba y con el palo golpeaba el techo: la señal convenida para que el vecino hiciera descender por la ventana una botella de tequila amarrada por un cordel. La sorpresa, y el coraje, de quien volvía de fuera debió ser, pues, mayúscula. Bebía, pero en algún momento dejó de hacerlo y cambió el alcohol por el café. Sin embargo, la sobriedad no lo empujó a la escritura, o por lo menos no lo llevó a publicar un nuevo volumen, lo que tal vez demuestre que su afición por la bebida no tenía que ver con su silencio. ¿Y la falta de? Quizá tampoco, aunque sobre este tema también circulaba hace años, no muchos, un rumor algo peliagudo o cuento o habladuría. El relato decía que, con el fin de arrancarlo de las garras del alcoholismo, nuestro autor fue internado, ya fuera contra su
“BEBÍA, PERO EN ALGÚN MOMENTO DEJÓ DE HACERLO Y CAMBIÓ EL ALCOHOL POR EL CAFÉ. SIN EMBARGO, LA SOBRIEDAD NO LO EMPUJÓ A LA ESCRITURA, O POR LO MENOS NO LO LLEVÓ A PUBLICAR UN NUEVO VOLUMEN.”
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Foto > Especial
tiempo de la chamba, en las caminatas por el centro de la ciudad, en las interminables horas de cantina, donde se les sumaban otros aprendices de escritor.
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José Revueltas.
voluntad o con su consentimiento, en un sanatorio situado en Tlalpan. El nombre del lugar variaba según las versiones o la memoria de quienes repetían la especie, pero en lo que todos coincidían era en que, como en aquellos tiempos —la década del sesenta— aún no existían las llamadas clínicas de desintoxicación como ahora, aquella institución era más bien un hospital mental, un manicomio. Si ya de por sí la sola idea de que uno de nuestros mayores genios literarios haya sido internado en un sitio así provoca indignación, y ello a pesar de que la historia de la literatura esté llena de casos semejantes de escritores ilustres, más indignación causaría, en caso de ser verdad, que su tratamiento hubiera sido con base en electrochoques. ¿Invención? ¿Realidad? Quienes repetían la historia, eso sí, aseguraban que nuestro escritor jamás habló de esto, aunque esgrimían el argumento como una posible explicación al silencio literario en que se instaló el resto de sus días. En una versión inicial, él había titulado a su obra maestra Los murmullos. Aunque el significado de “murmullo” es en una de sus acepciones, en sentido estricto, distinto del significado de “rumor”, a mí siempre me han parecido sinónimos. Acaso al poner un primer título tentativo a su gran novela, nuestro autor profetizaba que después de publicarla su vida se daría a conocer a través de los murmullos, de los rumores, de esas “noticias” cuyo origen es impreciso y nunca son confirmadas ni comprobadas por nadie, pero a las que la gente, en especial en nuestro país, suele otorgar mayor credibilidad que a las investigaciones más rigurosas. O tal vez no haya en ello nada profético y se trate tan sólo de una ironía del destino. Sin embargo, lo cierto es que, como ya se mencionó líneas arriba, él mismo contribuyó a la proliferación de versiones sobre su vida, al surgimiento indiscriminado de interpretaciones
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RULFO: TRES PREGUNTAS PARA ANTONIO ORTUÑO*
Foto > Especial
—¿Cuánto influyó la literatura de Rulfo en la conformación de su imaginario sobre México? —No mucho, realmente. No veo a Rulfo como un heraldo de lo mexicano sino como un narrador habilísimo con el lenguaje. —¿A qué cree que se debe la atención que ha suscitado la obra de Rulfo para los estudiosos extranjeros? —Hay que poner en perspectiva eso: Rulfo ha sido muy estudiado por ser un autor extraordinario, pero también porque algunos decidieron “leer” al país con sus pequeños y perfectos libros como guía, cosa que me parece ajena a la voluntad del autor. —¿Cuáles son los mayores logros o méritos en la obra de Rulfo? —Su lenguaje inimitable. Rulfo creó una estética particular y un mundo literario singular. A Rulfo se le seguirá leyendo porque sus obras son estupendas. Ignoro el devenir de las modas críticas. Defiendo la idea de que a un buen autor hay que leerlo de muchos modos y ninguno está totalmente equivocado. —Roberto García Bonilla * Novelista de la autodenominada “Generación inexistente”.
sobre su actitud de escritor después de haber publicado sus dos volúmenes de narrativa. Lo hizo con su silencio, con sus respuestas cambiantes ante preguntas iguales, con su peculiar sentido del humor, con su carácter retraído y con su genialidad de narrador.
Tengo
para mí que disfrutaba ser un escritor-mito. Así como puedo verlo lleno de gozo al mirar la expresión sorprendida de los periodistas después de responderles que ya no le era posible escribir más porque se había muerto el tío que le contaba las historias, lo imagino sonriendo, incluso carcajeándose interiormente al enterarse de los rumores y chismes que corrían entre la gente acerca de su persona y de su obra. Verdades o mentiras, se trataba de chismes y relatos que, al circular por todos lados, no hacían sino proteger su intimidad, sus verdades más hondas. ¿Y qué es lo que busca un hombre callado y retraído sino guardarse por completo nomás para sí mismo? Por eso azuzaba los misterios en torno suyo. Por eso y porque como todo verdadero creador, como todo verdadero amante de la literatura, debió estar convencido de que lo único que en realidad importa en un escritor es su obra, donde está volcada y sublimada su vida, su modo de pensar, su visión del mundo; de que la biografía es una suerte de fetiche contemporáneo que existe para uso de críticos, académicos, editores y administradores de marcas. También lo imagino, o quiero imaginarlo, haciendo una serie de muecas desdeñosas ante cualquier tipo de “verdades oficiales” o de “biografías autorizadas”. Lo suyo era el mito, la multiplicación del misterio. Los rumores. Los murmullos. Por eso cuando pienso en él, que es casi siempre al terminar de releer cualquiera de sus relatos ejemplares, lo veo joven y huraño, sentado ante una mesa de cantina con un libro abierto, la copa de tequila a medio vaciar y el cigarro humeando entre sus dedos, siguiendo con la vista las líneas del relato en busca de una frase inolvidable, un ritmo musical que encierre el canto del mundo, una técnica narrativa susceptible de ser adaptada a su universo personal,
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“LO IMAGINO, O QUIERO IMAGINARLO, HACIENDO UNA SERIE DE MUECAS DESDEÑOSAS ANTE CUALQUIER TIPO DE VERDADES OFICIALES O DE BIOGRAFÍAS AUTORIZADAS . LO SUYO ERA EL MITO, LA MULTIPLICACIÓN DEL MISTERIO. LOS RUMORES. LOS MURMULLOS.” seguro de leer como nadie más lo hace, pues sabe que cada lector es dueño absoluto de lo que lee y que lo que transcurre en su imaginación mientras devora las palabras impresas representa un espectáculo único, una puesta en escena que su mente en combinación con el autor del libro han creado nomás para su placer. O lo veo también sentado pero ahora ante un escritorio con un cuaderno enfrente y papeles llenos de tachaduras desperdigados alrededor, en una mano el cigarro y en la otra la pluma, la piel entera sudando a causa del esfuerzo de concentración, tratando de arrancarle a la nada los rasgos sonoros que harán de sus personajes seres vivos y de sus historias símbolos-espejo donde una nación, una cultura, un continente, una lengua, sean capaces de encontrarse y reconocerse. Mientras escribe, despacio, como saboreando cada roce de la pluma con el papel, visualiza un pueblo o varios, una región y a sus habitantes, elementos configurados con recuerdos vívidos, muchos dolorosos, otros felices, en mezcla con relatos escuchados y leídos, con imágenes capturadas a lo largo de los años en cientos de desplazamientos, con entes imaginados por completo o modificados con ayuda de la imaginación, hasta que en el papel memoria e imaginario se confunden y sintetizan en palabra viva y ya son sólo sonidos los que fluyen de la pluma, sonidos armónicos, ritmos, cadencias, contrapuntos, y nuestro hombre tiene la sensación clara de ser más músico que escritor pues en su mente todo se ha vuelto un tanto abstracto, con esa abstracción artística que va mucho más allá de los significados, aunque los contiene, pero que facilita la fluidez y al irse estructurando afecta
el interior del hombre —el suyo y el de quien leerá más tarde el texto publicado—, despierta las sensaciones y excita las emociones hasta provocar verdadera devoción, una devoción desinteresada, la devoción por la obra de arte. Y lo veo, un poco después, agotado, vaciado por completo, levantarse del escritorio y caminar hacia la cama tambaleante por el cansancio o por los tragos ingeridos, para tumbarse en el colchón inmerso en su soledad total, no importa si duerme acompañado o no, en su soledad de creador consumado y consumido, y encender el último cigarro de la madrugada antes de apagar la lámpara del buró, y fumar contemplando la brasa entre las sombras en un intento por limpiar su mente de las imágenes que la han ocupado durante las últimas horas. Un intento vano, porque no consigue deshacerse de ellas. No lo conseguirá, lo sabe. Aunque fume con avidez, con desesperación, esas imágenes seguirán en él, obsesivas, incluso en sueños, hasta que la obra esté terminada. Lo veo entonces cerrar los ojos y sonreír en la oscuridad seguro de que, poco a poco, está alcanzando lo que anhela: el relato redondo, la obra maestra que le hará saber a los demás que ya no es un aprendiz sino un oficial entero. La obra que le traerá, no el éxito pues no es lo que desea, sino la gloria, el reconocimiento, el respeto. La obra que llegará a otros lectores, no sabe cuántos ni le interesa, que serán tocados, transformados por sus palabras, por sus ritmos, por sus cadencias e imágenes. Un puñado de lectores que en el futuro, cuando él ya no esté y su persona y sus libros sean indisolubles, serán sus verdaderos dueños y continuarán imaginándolo tal como ellos quieran. C
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En vida, la admiración nacional e internacional convocada por la obra de Rulfo se mantuvo más allá o por encima de las circunstancias políticas del momento, como lo muestran los homenajes y distinciones que aceptó dentro y fuera de México. Este repaso plantea además problemas de autoría: títulos atribuidos —en falso— a Juan Rulfo. Dos puntos donde “el proceder de la Fundación choca con las pautas rulfianas”.
RULFO RECARGADO M A N UA L DE PROCEDIMIENTOS GERARDO DE LA CRUZ
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iene razón la Fundación Juan Rulfo ( FJR) cuando su presidente, el arquitecto Víctor Jiménez, afirma que hay mucho oportunismo en torno a la figura y la obra del autor de El Llano en llamas y Pedro Páramo. Es un verdadero problema éste de “esquivar el lucro político”, sobre todo cuando de la biografía de Rulfo se desprende una suerte de manual de procedimientos para responder ante escenarios de esta naturaleza.
PREMIOS En 1970 recibió el Premio Nacional de Letras, literalmente y sin reservas, de manos del desacreditado Gustavo Díaz Ordaz; pero ¿por qué “sin reservas”? Lo merecía, y el hecho de haber aceptado este reconocimiento no implicaba que respaldara la masacre de Tlatelolco, ni modificó un ápice el rechazo a Díaz Ordaz, juzgado y sentenciado por la opinión pública. Tampoco reaccionó de manera adversa cuando, apenas cinco años después de haberse reanudado las relaciones diplomáticas entre España y México, se le concedió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1983. ¿Debería hacerse una lectura política de este fallo? La pregunta y la respuesta son irrelevantes: la admiración internacional a la inconmensurable obra de Rulfo no ha requerido de avales, es un clásico moderno. En el rubro de los homenajes, en 1980 todo el aparato cultural, por órdenes del presidente José López Portillo, se puso a su servicio para rendirle uno de los mayores tributos que haya recibido en vida cualquier escritor mexicano. Son famosas las imágenes donde López Portillo y Rulfo, prácticamente
“QUIZÁ RETALES NO TIENE MAYOR INTENCIÓN QUE PRESENTARNOS AL RULFO LECTOR, CURIOSO, VORAZ, REFINADO Y NO HAY QUE RASGARSE LAS VESTIDURAS; PERO NO ES NECESARIO DAR GATO POR LIEBRE.”
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abrazados, contemplan desde el palco presidencial del Palacio de Bellas Artes el homenaje.
ATRIBUCIONES El homenaje nacional de 1980 fue pródigo para los lectores insatisfechos de Rulfo. Ese mismo año sumó un nuevo título a su bibliografía perfecta, gracias a los buenos oficios de Vicente Rojo: El gallo de oro y otros textos para cine, presentado por Jorge Ayala Blanco, quien contó con la complicidad de Pablo Rulfo, Monsiváis y los cineastas Reynoso y Gámez. Una obra de Rulfo casi original. Casi, porque de los tres textos para cine, dos son transcripciones directas del audio del filme: “El despojo” y “La fórmula secreta”. En cuanto al relato que da título al libro, hoy la FJR nos informa cuáles eran las verdaderas intenciones del autor: “Rulfo no elaboró un guión sino una obra literaria con posibilidades de ser llevada al cine”. ¿De veras pensó él lo que piensa la Fundación que Rulfo pensaba sobre El gallo de oro: que formalmente era una novela breve? Otra pregunta irrelevante: lo importante es que, como resultado de una eficaz estrategia de mercado para conmemorar el centenario, la FJR la reeditó junto con otros relatos, conocidos e inéditos, la tradujeron al inglés y, noticia de última hora, aseguran que The Golden Cockerel & Other Writings es un éxito de ventas en Estados Unidos. En cambio, sí es relevante cómo reaccionó Rulfo en 1984 cuando la editorial Grijalbo, bajo la dirección de Rogelio Carvajal, le endosó el título de compilador en Para cuando yo me ausente, una colección de ensayos críticos ¡sobre su propia obra! Más aún, le endilgaba la redacción de una “Advertencia” que explicaba el propósito didáctico de esta especie de autohomenaje. Rulfo rechazó la autoría de la compilación y del texto de presentación; no obstante, concedió haber facilitado material para la selección de textos (Proceso, 3-III-1984). Para él, el incidente era un fraude comercial; Grijalbo lo vio como un fracaso comercial: sin la firma del autor de Pedro Páramo, no tenía caso reeditar, y así concluyeron sus relaciones.
RULFO ABULTADO Visto lo visto, el proceder de la Fundación choca con las pautas rulfianas. Pero los manuales de procedimientos son dinámicos, la familia no tiene por qué perpetuar lo que en vida consintió el autor, aunque eso sí, debe ceñirse al marco normativo, la legislación autoral. Es obligación suya, y por ende de la Fundación, no atribuirle obras que nunca firmó, como Retales (Terracota, 2008). En su afán por abultar una bibliografía que no requiere de añadiduras, a Los cuadernos de Juan Rulfo (1995) y las Cartas a Clara (2000; 2012), creaciones indubitables de Juan Rulfo, la Fundación agregó en 2008 la compilación Retales, equivalente póstumo a Para cuando yo me ausente. Los investigadores Alberto Vital y Sonia Peña reunieron las diecisiete contribuciones de Rulfo para la revista El Cuento en su sección “Retales” (1964-1966), donde compartía textos breves de diversos autores, principalmente literarios; los organizaron, los cotejaron, los anotaron, los presentaron en forma de libro y, en vez de publicarlo como lo que es, un trabajo de investigación a partir de esta especie de columna, se la endilgaron a Juan Rulfo en calidad de compilador, prologados por Jiménez, que está en todo. Lo cierto es que este es un conjunto singular de textos notables, arbitrario, dispar, sin cuerpo, sin la cohesión que ofrece, por ejemplo, Edmundo Valadés en El libro de la imaginación, o la canónica Antología del cuento fantástico. Eso porque obtuvieron un libro de donde no había tal cosa. ¿Habría pasado el severo filtro de su autocrítica? Como en 1984, el escritor aportó los textos, pero la compilación es obra de los investigadores. Quizá Retales no tiene mayor intención que presentarnos al Rulfo lector, curioso, voraz, refinado y no hay que rasgarse las vestiduras; pero no es necesario dar gato por liebre. Y vuelvo a la relevancia: no importa, a fin de cuento ni la obra ni el personaje requieren el aval de la crítica, de su propia Fundación y menos de las instituciones. Por eso autores como Rulfo son clásicos.
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Señalada por el abuso, la venganza, el egoísmo, la relación de padres e hijos o la representación de la paternidad en Juan Rulfo contiene un germen de violencia, “el eco de una sociedad de rasgos primitivos, tutelada por el macho”, afirma Geney Beltrán Félix en este breve ensayo, y puntualiza que no se trata de un vínculo negativo invariable, sino que incluye también —algunas veces— “la ternura, el sacrificio y el afán de protección”.
LA GUERR A DEL PA DR E Y EL HIJO GENEY BELTRÁN FÉLIX
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n arriero cuenta la historia. Tranquilino Herrera se presenta como un testigo de los hechos. Conoció a los protagonistas, un padre y su hijo, ambos de nombre Euremio Cedillo, pues fue compadre de uno y padrino del otro. Tranquilino narra cómo Matilde Arcángel, la madre, murió en un accidente del cual quiso proteger a su hijo. Esto fue tomado por el esposo —ahora viudo— como una razón para detestar al recién nacido ya de por vida: “Se hizo arco [ella], dejándole un hueco al hijo como para no aplastarlo”, alega Euremio. Así que, contando unas con otras toda la culpa es del muchacho [...] Y yo para qué voy a quererlo. Él de nada me sirve. La otra podía haberme dado más y todos los hijos que yo quisiera; pero éste no me dejó ni siquiera saborearla. La narración que hace el arriero en “La herencia de Matilde Arcángel”, el penúltimo cuento de El Llano en llamas, no deja sitio al matiz: Euremio Cedillo es un padre que busca la destrucción de su hijo. Se dedicó a la bebida y a dilapidar sus bienes para no heredarlo; lo golpeaba con frecuencia. La existencia del muchacho fue miserable. “Todos los días amanecía aplastado por el padre que lo consideraba un cobarde y un asesino y si no quiso matarlo, al menos procuró que muriera de hambre para olvidarse de su existencia”. La historia sólo termina con la muerte de uno a manos del otro. El viejo Euremio Cedillo sólo puede querer junto a sí a alguien que le avale un beneficio. No es que amara a su mujer, sino que, por tratarse de una mujer hermosa, él habría deseado tenerla más tiempo para “saborearla”; por añadidura, ella le traería muchos hijos, los que él quisiera. Y los hijos serían, claro, una afirmación de su hombría y una prolongación de su propia persona. He aquí, pues, la representación de una paternidad de rasgos sociopáticos, que sólo se define por el lazo biológico. Es este el perfil de un Saturno que devora a sus hijos. Hay, pues, una resonancia muy antigua en el hacer y decir de Euremio Cedillo: el eco de una sociedad de rasgos primitivos, tutelada por un macho alfa cuyo bienestar, placer y
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dominio son la única ley que sustenta la existencia de la familia.
EL SACRIFICIO INSUFICIENTE Me interesa detenerme en la representación del ejercicio de la paternidad de El Llano en llamas, una de las obras supremas que conoce la nómina universal de la ficción breve. Querría abundar con ánimo exegético en los comportamientos que harían suponer un oficio, asumido o no, de ser padre. De entrada, ha de aclararse que las representaciones de la paternidad en El Llano en llamas no son por entero negativas. También incluyen la ternura, el sacrificio y el afán de protección. El cuento “No oyes ladrar los perros” invierte los términos presentes en “La herencia de Matilde Arcángel”: el hijo es un criminal que ha llenado de deshonra y angustia a sus progenitores. La historia se sostiene en la difícil, cansada travesía que el padre realiza, con su hijo herido en la espalda, en busca de un médico. Su sacrificio parece no ser recompensado, y la nota final es una de vehemente desesperanza. Otro caso está en “El hombre”. Uno de los personajes es un individuo que persigue al asesino de su pequeño hijo. Él se había comprometido a protegerlo. Siente remordimiento por no haber estado a la altura de su palabra, además de que el chamaco fue ultimado por equivocación, en lugar suyo. “Ahora su hijo se estaría burlando de él. O tal vez no. Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado en nuestra última hora. Porque era también la mía; era únicamente la mía. Él vino por mí”. En estos casos, y en algún otro, como en “Es que somos muy pobres”, tenemos a hombres que no reniegan del compromiso emocional con sus descendientes. Pero fracasan: su actuación no consigue alterar los movimientos de un destino trágico. La suya es una paternidad más valiosa por los propósitos que por los resultados.
LOS PADRES ENEMIGOS A pesar de estos ejemplos, habría que señalarlo: la mayoría de las representaciones de la paternidad en El Llano en llamas tienen un cariz adverso.
La narración de “Paso del Norte” consta de tres diálogos; el primero y el tercero son entre un hombre que, llevado por la pobreza, ha decidido irse de mojado a Estados Unidos, y su padre. En la elección de la técnica narrativa, de un absoluto talante escénico, se hace ver un rasgo orgánico: los personajes son dejados a la deriva de su confrontación, sin una voz externa u omnisciente que les desmenuce el escenario o indague en sus motivaciones más allá de las palabras. El diálogo es ríspido, como ríspido ha sido el vínculo entre los dos personajes; no se asoma un árbitro o un testigo que otorgue con su presencia un respiro o una explicación neutra. El hijo recrimina al padre nunca haberlo proveído de armas para valerse por sí: “Me puso unos calzones y una camisa y me echó a los caminos pa que aprendiera a vivir por mi cuenta y ya casi me echaba de su casa con una mano adelante y otra atrás”. Juvencio Nava es otra instancia de la paternidad egoísta. “¡Diles que no me maten!”, uno de los cuentos perfectos que ha conocido la humanidad, parte de un momento presente: un anciano ha sido detenido y será fusilado. De ahí, a través de los movimientos de su memoria, se reporta la historia: décadas atrás mató a su compadre, Guadalupe Terreros. Desde entonces —alega—, ha tenido que comprar cara su supervivencia. Ha vivido a salto de mata, temiendo a cada instante ser aprehendido y juzgado. “He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos”. Sin embargo, fiel a los ecos juveniles que involucra su nombre de pila, se apega a la existencia: “Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran”. Juvencio miente, y de un modo que lo delata. No le han quitado todo; tiene algo más que sólo la vida: una familia. Su hijo Justino, su nuera y sus nietos. Pero, así como tiempo atrás, por un pleito de tierras y aguas, asesinó a su compadre, rompiendo un vínculo sagrado pues involucra dotar de un guardián a la descendencia, ahora no tiene reparo en arriesgar la vida de su hijo y el futuro de su familia con tal de, una vez más, salvarse a sí mismo. Insta a su hijo a pedir clemencia. Éste lo hará no sin temor de revelar su parentesco:
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—Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos? —La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
LA LEY DEL HIJO En “¡Diles que no me maten!” conocemos también la otra franja de la historia: la de la muerte de Guadalupe Terreros y el devenir de su familia. El hijo huérfano de Terreros abunda:
Fuente > www.deviantart.com
Podría, ciertamente, cuestionarse la reluctancia de Justino a buscar el perdón a la vida de su padre. Sin embargo, Justino también es fiel a su nombre, y por eso su elección es la opuesta a la de Juvencio: por una cuestión de intuitiva justicia, su preocupación es la supervivencia de la familia que depende de él. Richzela: Imagen de Comala.
Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron, tirado en un arroyo todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia. Guadalupe Terreros no tuvo modo de ejercer la paternidad, pues al momento de ser asesinado sus hijos eran muy pequeños. Uno de ellos es ahora un coronel que no habla otro lenguaje que el de la venganza: ha ordenado la detención y asesinato extrajudicial de Juvencio Nava. Podemos suponer que esta búsqueda suya es un rasgo individual, el de quien ansía valerse de la antigua y despiadada ley del talión llevado por el deseo de infligir un daño letal al asesino de su padre. Pero también podría ser la consecuencia de lo que significa crecer sin el horizonte ético que, de acuerdo con Freud, se derivaría de la figura del padre, figura que se identifica con la ley y que exige su necesario respeto para la convivencia en sociedad. “¡Diles que no me maten!” enlaza, así, las dos manifestaciones que tomarían los vínculos destructivos entre los padres y los hijos: el ejercicio abusivo y egoísta de los primeros, del cual es emblema Juvencio Nava, y la repercusión adversa en la órbita emocional de los segundos, ejemplificada por los ímpetus de venganza del coronel Terreros.
EL PADRE AGACHA LA CABEZA No es difícil señalar que el vínculo destructivo entre padres e hijos es
“EL “ VÍNCULO DESTRUCTIVO ENTRE PADRES E HIJOS ES MUCHO MÁS QUE UN ASUNTO RECURRENTE EN LA OBRA DE RULFO. TAN SÓLO EL PROTAGONISTA DE SU ÚNICA NOVELA ES EL ARQUETIPO DEL PADRE COMO UN SOCIÓPATA.”
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mucho más que un asunto recurrente en la obra de Rulfo. Tan sólo el protagonista de su única novela es el arquetipo del padre como un sociópata. La agonizante Dolores Preciado pide a su hijo Juan cobrarle caro a Pedro Páramo el olvido en que los tuvo. Las instancias que he glosado de El Llano en llamas hacen ver, a través de un puñado de seres abusivos, un retrato más amplio: el de una sociedad regida por la precariedad, la lucha por la supervivencia, la agresividad y la venganza como sustituto de la justicia. Se disciernan o no sus vínculos con la figura paterna, la raíz de los personajes rulfianos está vulnerada. “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó”, confiesa el coronel Terreros. Esta condición sería no sólo la de personajes que, como él, han crecido sin un padre. El resto de las creaciones rulfianas también parecieran moverse en una parcela de orfandad que los hace fáciles víctimas de una realidad política y una naturaleza contrarios. Es decir, no es sólo la figura del padre la amenazante. Hay en los parajes de El Llano en llamas inundaciones y sequías; hay funcionarios rapaces, corruptos y viles; hay traiciones entre hermanos, padres, hijos, compadres. La familia, la naturaleza y las instituciones del Estado forman una trinidad de poderes aciagos para los personajes. Parecería haber un escaso sitio para la solidaridad, el consuelo y el auxilio que viene de confianza en la otredad. Los campesinos que avanzan por una tierra seca en “Nos han dado la tierra” no hablan de sus padres, pero el representante del Estado, un funcionario a cargo de labores de reparto agrario, es una figura de autoridad que, con la displicencia de un padre insensible, entrega una dádiva inútil, una tierra “deslavada, dura” en que no “es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá”. Aunque, ¿no se está yendo demasiado lejos al llevar a la esfera social lo que sería una deriva más que nada discernible en el interior de la familia? Esto ocurriría si la familia y la sociedad fueran entidades separadas, sin el menor enlace entre sí. Y no es de este modo. Antes bien, las historias de El Llano en llamas pueden ser leídas como un conjunto de representaciones en torno a los efectos sociales de paternidades abusivas, lo que hace discernir los lazos que llevan y traen la violencia de la infancia y la familia a los
espacios abiertos en que se despliegan los vínculos con la otredad. Todo tiene un eco. Los personajes traen una herida fundacional: son huérfanos, real o simbólicamente. Crecen carentes del cuidado necesario para sobrevivir, y por esto van desprovistos de las armas emocionales de la seguridad y el equilibrio con las que salir al paso de las adversidades. Además, no traen consigo una educación ética que les permita otra respuesta ante la otredad que no sea la de recurrir a la violencia o dejarse vencer por el fatalismo. La supervivencia ante un estado de cosas injusto y una naturaleza agreste va, de antemano, amenazada. Por esto, se notan entrañables las instancias, así sean fugaces, en que surge la esperanza de una mutación. “El Llano en llamas” es el recuento de las atrocidades cometidas por un grupo de revolucionarios. El narrador es un hombre conocido como El Pichón. Él dedica la casi totalidad de sus palabras para hacer constar, sin la menor nota de compunción, episodios de pillaje, barbarie, estupro y cobardía. En las dos últimas páginas pasa con velocidad por un hecho: fue encarcelado. Al terminar su condena, lo espera una mujer a quien él raptó y violó años atrás. Ella le anuncia: ha traído consigo al hijo de ambos. —También a él le dicen el Pichón —volvió a decir la mujer, aquella que ahora es mi mujer—. Pero él no es ningún bandido ni ningún asesino. Él es gente buena. El relato termina con un lacónico apunte del narrador: “Yo agaché la cabeza”, en que habría de quedar condensada la vergüenza y acaso también el arrepentimiento por una conducta que El Pichón no quisiera ver repetida en su hijo. Quizá no sea tan inocente la elección del título del libro: no sólo “El Llano en llamas” da nombre a la recopilación de los cuentos de Rulfo por la sonora hermosura de la aliteración. También podría esconder la insinuación de una esperanza: la educación ética, contraria a la deriva natural de las generaciones, no se dio del padre al hijo pero podría darse en sentido contrario. Como Justino Nava, el hijo de El Pichón se negaría la reiteración de una conducta violenta. Tal vez no sea total el pesimismo de la obra rulfiana: el hijo puede convertirse en el maestro de su padre a la hora de firmar la renuncia a un pasado de brutalidades. C
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FRANCISCO HINOJOSA
El Cultural SÁBADO 20.05.2017
LA N OTA NEGRA
CADA QUIEN SU HUSO HORARIO
@panchohinojosah
A
partir del Observatorio de Greenwich se definen los horarios de cada meridiano que atraviesa el planeta. El término viene de la forma que tiene el huso de hilar, aunque también podría escribirse sin la “h” porque define los usos y costumbres de cada región de la Tierra. Cuando en Australia reciben el año nuevo, aquí apenas estamos abriendo los ojos a las ocho de la mañana: aun falta casi todo un día para atragantarse con doce uvas, en caso de que puedan comprarse o se acostumbre tan ridículo ritual acompañado por una docena de campanadas. Ellos viven en el futuro y nosotros en el pasado. Para ver un partido de futbol que empieza en el Azteca a las 21 horas, en Madrid hay que levantarse a las cuatro de la madrugada si lo queremos ver en vivo —suponiendo que lo pasen por la televisión o que obtengamos alguna señal vía internet que lo transmita. Pero cada quien tiene su huso horario propio. Al menos en México si alguien te cita a cenar a las ocho de la noche, debe entenderse que la fiesta empieza a partir de las diez, dos zonas horarias más tarde, como si la invitación se hiciera desde Nueva York. Llegar a tiempo es de muy mala educación. Y si se convocara a las diez significaría que todo empieza a media noche. Yo soy de esos impertinentes que llega a la hora en la que me dicen. Ya no sucede lo mismo con las funciones de teatro o los conciertos: ciertamente hay una tolerancia de algunos minutos, pero el
CADA QUIEN TIENE SU HUSO HORARIO PROPIO. AL MENOS EN MÉXICO SI ALGUIEN TE CITA A CENAR A LAS OCHO DE LA NOCHE, DEBE ENTENDERSE QUE LA FIESTA EMPIEZA A PARTIR DE LAS DIEZ.
El sino del escorpión
que no llega a tiempo se queda afuera. Y para todo esto hay que calcular, en la Ciudad de México, que las vías suelen estar congestionadas. Gracias al tráfico, no más de una vez me ha pasado decir “Pinche tráfico: llegué media hora antes a la cita con el doctor”. Ir de México a Tijuana, por ejemplo, supone dos horas de diferencia: ciento ochenta minutos menos que se resienten en una especie de jet lagcito que aparentemente es muy manejable, siempre y cuando no te citen a comer a la una o dos de la tarde, cuando en tu horario biológico apenas estás haciendo la digestión de tu primera comida del día. En Bogotá se desayuna temprano, luego viene un tentempié llamado “las onces” (cuyo nombre hace referencia a las letras que tiene la palabra “aguardiente”), le sigue el almuerzo (entre la una y las dos de la tarde) y se termina con la cena a horas más o menos normales. El problema es cuando te piden estar al frente de alguna actividad a las tres de la tarde, hora en la que los españoles, y algunos mexicanos como yo, solemos tomar la siesta. Suele interpretarse mal que la participación esté llena de bostezos y de un evidente intento por mantener los ojos abiertos. Y hay usos horarios, que no husos, que dependen de cada persona. Mi amigo Poncho, con quien he viajado muchas veces, suele recorrer un museo —de arte, fotografía, instrumentos quirúrgicos o zapatos— en el cuádruple de tiempo en el que yo lo visitaría.
Para cuando él sale extasiado y con la sonrisa en los labios, yo ya me eché otros dos museos y comí. El manejo del tiempo en cada lugar es distinto. Que alguien diga “Ahorita paso por ti” (o su variante: “En quince minutos”) puede significar muchas cosas, menos puntualidad: se trata de dejar en una zona nebulosa algo que va a suceder entre media hora o una hora después. “Aquí cerquita”, una frase que mide distancias y por lo tanto tiempo por recorrer, no es menos engañosa: el diminutivo lo que hace es darle un toque de confianza. También me sucede con frecuencia lo inverso: si tengo que dar una charla a las siete, los organizadores me dicen que pasan por mí al hotel a las seis. “¿Está muy lejos el lugar al que tengo que ir?” “No, a cinco minutos caminando.” “¿Entonces?” “Pues por cualquier cosa.”
Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza
¿Leen los androides novelas eléctricas? EN SUS COTIDIANOS VIAJES en transporte público, el alacrán suele concentrarse en la lectura, aunque ya difícilmente de libros físicos. El arácnido lee los textos guardados en el archivo de documentos de su Smartphone Android iOS 7: ensayos de Immanuel Wallerstein o Slavoj Žižek, adelantos y fragmentos de novelas mexicanas recientes, poemas escritos por Borges o Juarroz. Una de las ventajas de este mini archivero personal es la posibilidad de su renovación constante: se puede “bajar” cualquier documento a ese cacharro tecnológico y después borrarlo para cargar otro. Si no se tiene iPad o Kindle, el “teléfono inteligente” es una posibilidad de lectura durante esos trayectos citadinos o en la cama antes de dormir. El artrópodo escucha ya las quejas de los puristas, la inquina de los fanáticos
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de la lectura en papel y de quienes prenden veladoras al fetiche del libro. Y sí, el rastrero tiene libreros polvosos a los cuales acude con asiduidad, pero negar otras posibilidades de lectura le parece limitado y absurdo. En apoyo a su tesis, el venenoso lee en su teléfono el New York Times Book Review del 14 de mayo, donde J. D. Biersdorfer hace un recuento de las aplicaciones diseñadas específicamente para los nuevos tipos de lectura (y de lector) en Estados Unidos y mayoritariamente en Asia. La app más reciente es Radish, llegó a principios de 2017 y busca consolidar el concepto de “historias seriales” para smartphones tan exitosamente como ha ocurrido en China, Japón y Corea, donde esta práctica de lectura es popular desde hace una década. Los lectores se suscriben por pagos muy bajos y reciben
capítulo a capítulo los textos de sus escritores seleccionados. Los autores se autopublican ubicándose por género —romance, fantasía, paranormal, adolescentes, misterio, LGBT, ciencia ficción, ficción general. Su calidad es variable, dice Biersdorfer, pero Radish está orgullosa de ofrecer narraciones estilo pulp fiction en pequeñas dosis para leer en veinte minutos. Eso suena a puro marketing, le dirán al rastrero, pero también están Serial Box, Wattpad, Tap, Hooked, CityLite y desde luego Amazon Rapids, todas con literatura serial, mezclada con ilustraciones, cómic o audio y especialmente diseñada para ser leída en smartphnes y iPhones. Ya al fondo de su nido al artrópodo lo asedian dos dudas: primera, ¿cómo afectará a la escritura esta innovación en la lectura?, y segunda, ¿leen los androides novelas eléctricas?
LA APP MÁS RECIENTE ES RADISH, LLEGÓ A PRINCIPIOS DE 2017 Y BUSCA CONSOLIDAR EL CONCEPTO DE “HISTORIAS SERIALES”.
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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO
M U N D O D E AT H
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CARLOS VELÁZQUEZ
@charfornication
L
eí Vacaciones permanentes, el primer libro de cuentos de Liliana Colanzi, como quien escucha una canción de los primeros Beach Boys. Un artefacto pop perfectamente consciente de sus limitaciones y sus alcances. Como toda obra primeriza es autorreferencial e iniciática. Era como encender la radio y prenderte un cigarro con un dejo de travesura y ponerte los lentes de sol de tu hermano mayor. Tiempo después Liliana Colanzi descubrió el LSD. Cuando un autor publica una obra madura o en vías de consolidarse se tiende a afirmar que las semillas de esos logros se encontraban anunciadas en su debut. Pero nadie que escuchara “I Wanna Hold Your Hand” podría haber hecho la predicción de que los Beatles grabarían Sgt. Pepper’s. Cualquiera que se acercara a Vacaciones permanentes jamás hubiera imaginado que Liliana Colanzi acabaría grabando Revolver. Y lo ha hecho en Nuestro mundo muerto (Almadía, 2016), su segundo o tercer libro, asegún. Porque para Colanzi, además de cuentos, sus relatos son pistas. Y como tal aparecen en sus publicaciones, como un track que es lanzado como sencillo para luego aparecer en un EP que al final formará parte del álbum. Entre Vacaciones permanentes y Nuestro mundo muerto se encuentra La ola, una especie de Aftermath. Como el disco de los Stones que tuvo una versión para Estados Unidos y otra para Inglaterra, la vocación de viajante de los cuentos de Colanzi poseen una estación diferente para cada país. Y esta colisión pop, como
EL CUENTISTA CUANDO QUIERE BAJAR LA CORTINA SE TOPA CON QUE ESTÁ ATORADA Y SE REINTEGRA EN LA VIDA CON EL CUENTO PISÁNDOLE LOS TALONES
Ciudad anónima
denunciara Fito Páez, este circo beat, le ha otorgado a Colanzi un aura de rara entre los raros. Y por rara no me refiero a inabordable. Sino a lo psicodélica star. Si Vacaciones permanentes es una canción de Charly García, una continuación del video “Crying” de Aerosmith, Nuestro mundo muerto es “Tomorrow never knows”. En qué momento Liliana Colanzi aprendió a tocar la cítara. Si abuso de las referencias musicales para abundar en Nuestro mundo muerto es porque a pesar de los referentes literarios de Colanzi, el manejo del habla, las referencias al mundo indígena y la exploración de lo sobrenatural, sus historias tienen el brillo del rock & roll. Sus relatos cuentan una historia pero suenan como las canciones. Y algunos suenan a todo volumen. A primera vista Colanzi parece provenir de la nada, sus textos no son una transpiración normal del género, y sin embargo son cuentos en toda regla, a los que ni Poe pondría objeciones, pero sí proviene de algo, del walk man. Nuestro mundo muerto es un mix tape. Son todos aquellos sonidos, literarios o no, que Colanzi ha recopilado a lo largo de los años. El cuento es el género literario por excelencia. El novelista puede irse a la hipotética oficina de su mente y trabajar en un texto y después marcharse a casa a ver la tele. Pero el cuentista no. Cuando quiere bajar la cortina se topa con que está atorada y se reintegra en la vida con el cuento pisándole los talones. En Nuestro mundo muerto se puede percibir cómo estas historias atosigaron a
Colanzi. Se ve la trabajada obsesión por darlo todo. Y este crecimiento se puede advertir, lo mencioné antes, de un libro a otro. Y sobre todo en los dos relatos que cierran esta colección: “Nuestro mundo muerto” y “Cuento con pájaro”. Colanzi es una cuentista difícil de clasificar. No hace literatura fantástica, pese a que los ovnis son un tema recurrente en sus tramas. Es una cuentista pop. Y ya conocemos la gravedad del pop. Es un asunto serio. Porque en él cabe todo. Y cuando alguien sabe combinar los ingredientes como Colanzi el resultado es de extrema plasticidad. El futuro de Colanzi es como un capítulo de los Picapiedra con Pablo y Pedro con cascos de astronauta. Y no, esto no es una caricaturización de los textos de Colanzi, es su carácter de indeleble posmoderno. Porque si algo tienen estas tramas es que no son triviales en lo absoluto. Aspiran a retratar la conducta del mundo. Es imposible hablar del cuento sin referirse a alguna de las maldiciones que persigue al género. Pero obviedades más o menos se escribe demasiado cuento (y se empieza a publicar) en la actualidad. Pero a la ligera. Como mero trámite. Los cuentistas de calidad escasean. Colanzi nació para escribir relatos. Y eso se advierte en Nuestro mundo muerto. No existen secretos para ser un gran cuentista. Ni recetas. Es un don. Se trae o no. Existen aquellos que buscan los cuentos. Otros a los que el cuento los persigue. Colanzi no pertenece a unos o a otros. Sus cuentos son un trance. Una epilepsia narrativa. C
Por DELIA JUÁREZ G.
José Emilio Pacheco y los frijoles saltarines El poeta José Emilio Pacheco, conocedor como pocos de la vieja Ciudad de México, dejó en su estampa “Mexican Curious: Jumping Beans” del libro La edad de las tinieblas (Era, 2009) un recuerdo personal de una ciudad, que podría ser cualquiera, y que no volverá.
EN AQUEL AÑO la Avenida Juárez, que será arrasada por el terremoto de 1985 en la Ciudad de México, aún es el centro del turismo. Abundan las tiendas de Mexican Curious. En la Casa Cervantes llaman mi atención de niño no las más bellas artesanías mexicanas, sino las pulgas vestidas y sus bodas con mariachi y cortejo en una cáscara de nuez, los dijes de plata, las miniaturas talladas en hueso y sobre todo los jumping beans, los frijoles saltarines. En un cuenco de cristal brincan y se entremezclan las semillas pintadas de rojo. Por unos cuantos centavos compro diez jumping beans. La agitación prosigue en el tranvía y
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en mi cuarto. Como el globo de gas que si no escapa permanece desinflado, al día siguiente sobrevienen para los frijoles saltarines la inmovilidad, el triunfo de lo inerte, la vuelta al reino vegetal. Parto de un martillazo un jumping bean. La atrocidad se revela ante mis ojos: en cada semilla, en el sarcófago que constituyen sus paredes, se agita un leve gusano en busca de aire, de espacio, de luz y de la salvación imposible. Colmo de lo absurdo, el insecto nace enterrado en vida. Sólo puede consumir su existencia en la asfixia, la angustia y el sufrimiento infinitos. Su instinto de vivir se manifiesta con tal desesperación que su fuerza hace danzar una jaula hermética, una celda de manicomio, un sarcófago mil veces más pesado que su cuerpo. La infancia terminó, la vida pasó, se fue la Casa Cervantes, el desastre borró la antigua Avenida Juárez. Nunca he vuelto a comprar frijoles saltarines. Ante ellos
caben dos actitudes. La primera, la más cobarde y tranquilizadora, descansa en no indagar jamás acerca de lo que hay en el fondo de las cosas. Si lo hacemos nuestra búsqueda revelará siempre alguna forma de horror. La segunda actividad invita a pensar sin resignarse en que cuanto nos divierte, nos deleita, nos complace o exalta implica por necesidad un sufrimiento al que, para protegernos, debemos sentirnos siempre ajenos. Los jumping beans son una alegoría insultante de nuestras vidas: estamos encerrados en un cuerpo, un lugar, un tiempo y un sector social que no elegimos. Nos oprime la doble herencia histórica y genética. No podemos ir más allá de los muros que nos confinan entre una fecha de nacimiento y otra de muerte. Hagamos lo que hagamos nunca saldremos de la cárcel que nos ahoga bajo un yo inescapable. Me pregunto quién se divierte con nuestros sobresaltos. C
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MARTÍN ACOSTA EL TEATRO DE JAMES JOYCE En 1989, Martín Acosta (Guanajuato, 1964) fundó la compañía Teatro Arena. Desde entonces trazó un camino sólido para convertirse en uno de los directores y dramaturgos más interesantes y destacados de México. Por sus más de sesenta montajes realizados, que incluyen autores clásicos y contemporáneos, ha recibido numerosos premios y apoyos
como el de la Foundation for Contemporary Performance Arts de Nueva York. Ha dirigido distintos tipos de espectáculos escénicos, en Alemania, Estados Unidos y en nuestro país. En días pasados, Martín Acosta estrenó Exiliados, la única pieza teatral escrita por el autor dublinés James Joyce, en el Teatro El Granero, del Centro Cultural del Bosque.
Por
ESGRIMA
¿Cuál es el reto de montar una obra como Exiliados? Más que reto, es un placer. Yo creo que cualquier obra siempre te reta en algún aspecto de tu vida y de tu vida como creador. Exiliados es una pieza con la que yo he convivido desde mi juventud. Llegué a Joyce a través de su teatro; entonces, digamos que su lectura se ha ido decantando con el paso de los años. El reto es ser fiel a este autor a quien admiro tanto: no es tan fácil arreglarle la plana, no es fácil introducir cosas que resulten atractivas por el puro hecho de dar un espectáculo. Se trata de darle una lectura lo más fiel e inteligente posible, sobre todo tratándose de un escritor tan profundamente intelectual, volcado hacia el interior de sí mismo, pues está hablando de la relación con su esposa pero en forma de estructura dramática. ¿Cómo lidiar con el llamado “teatro de escritores”? Por la acción dramática. El hecho de que no sólo digan cosas de manera bella, sino que esté pasando algo. Por ejemplo, en textos como La hija de Rappaccini, Octavio Paz (aunque fue un enorme literato), no logró darle acción dramática a la obra. Joyce sí lo hace: aun cuando hay una gran cantidad de reflexiones y de interiorización de los personajes hay también acción, a diferencia de incursiones en el teatro de autores como Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes. Creo que Joyce sí escribió una obra de teatro. ¿Cuál sería la aportación de Joyce al teatro contemporáneo o de su tiempo? La enorme sinceridad con la que habla. Él mezcla la ficción y la realidad de un modo que ningún autor lo hizo. En Exiliados está hablando de su esposa, de un amigo, de una alumna y de él mismo, aunque esos personajes no interactuaron en la vida real, él los juega de una forma clara. No maquilla la figura del escritor, de sí mismo, sino al contrario, lo presenta lleno de contradicciones, de recovecos, con muchos resentimientos y con un profundo dolor. Joyce es muy consciente de ello. No hay un romantización de su propia figura, y esto no lo hace ningún dramaturgo de la época. Ese detalle es muy nuevo en ese momento, y en nuestros tiempos aún no hay muchos dramaturgos que lo hagan. ¿Esa sinceridad, digamos, extrema, fue lo que palpó del realismo y del teatro ibseniano? De alguna manera... Yo creo que el realismo
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ALICIA QUIÑONES
es un asunto muy complejo, el realismo no tiene que ver con la realidad, ni con la honestidad del creador, sino con una forma y con una intención de crear algo que pueda reflejar la realidad de manera artística, y no digo bella, sino que nos dé un reflejo de un pedazo de verdad, que es diferente a la realidad. Es verdadero porque contiene un rasgo que le da esa cualidad. Lo que hace Joyce en su narrativa es entrar en la intimidad de los personajes. Por ahí se dice que es el primer autor que pone a un héroe con piojos (Stephen Dedalus, en Retrato del artista adolescente), o que entra al baño mientras tiene la intención de masturbarse, como Leopold Bloom en el Ulises. Es decir, acompaña a sus personajes no sólo en momentos representables sino también en momentos irrepresentables, y eso no tiene que ver propiamente con el realismo, sino con una franqueza y con una percepción de los personajes que no necesitan maquillar lo que hacen, sienten o dicen. La técnica básicamente es realista, pero en ese sentido yo diría que tiene más que ver con una obra simbolista. Ha hecho referencia al famoso montaje de Exiliados con Ofelia Medina, en la década de los ochenta. ¿Cuál fue su apuesta escénica con este precedente? Bueno, yo no vi ese montaje, eso fue en 1980, no era tan chiquito pero aún no vivía en la Ciudad de México. Mi referente fue una fotografía que vi en el Teleguía de Ofelia Medina y Ricardo Blume: tenían tal intensidad en sus miradas que me llamó la atención. Despertó mi curiosidad y me llevó por un lado a Joyce y por otro lado al teatro. Entonces creé un mito de esa obra que he reconstruido a partir de pláticas con las personas que trabajaron en ese montaje, como Alejandro Luna; sin embargo, creo que ésta es una reconstrucción fantasiosa y tuve una gran libertad para trabajar. Seguramente tendrán sus conexiones pero creo que ambos montajes tienen su personalidad. Después de tantas obras que ha montado, de casi tres décadas de trabajo intenso en escena, ¿qué es lo que busca de un dramaturgo? Inteligencia. Busco un discurso lúcido pero al mismo tiempo personal, que me diga algo de sí mismo, que no esté obsesionado por la forma y la perfección sino, al contrario, que en sus propios defectos tenga su poder y su valor. Por eso monté esta pieza de Joyce. Podría haber trabajado en una pieza de Ibsen, pero Joyce tiene una serie de imperfecciones
HAY DRAMATURGOS QUE SON DE UN P OSDRAMATISMO EXACERBADO Y DRAMATURGOS MUY ACADÉMICOS, PERO QUE TAMBIÉN ESTÁN DICIENDO COSAS NUEVAS.”
Arte digital > STAFF >La Razón
que permiten enfrentar el reto sin la sensación de que se está profanando un pilar... Cuando hice Marlowe me sentía igual, me sentía con una libertad que con Shakespeare no tienes; sabes que tienes una serie de imperfecciones y no tratas de maquillarlas sino al contrario, las usas en tu favor. A mí eso me gusta de los dramaturgos, me gusta trabajar con estructuras que cojean de un lado para retarme, para plantearme otras posibles respuestas a esa pregunta que el autor se está haciendo. ¿Qué le da y dice la dramaturgia de jóvenes mexicanos? Hay una potencia y una identidad que tardó mucho en darse. No quiero sonar mal agradecido, pero siento que maestros como Emilio Carballido —que fue mi maestro—, aun si fueron grandes dramaturgos, también fueron un peso muy fuerte, y para las siguientes generaciones quitarse de encima primero a Rodolfo Usigli, después a Carballido, a Hugo Argüelles, a Vicente Leñero, fue difícil. Ellos establecieron un canon y sus alumnos escribían de acuerdo con ese canon, algunos de manera brillante, otros tratando de satisfacer al maestro. Creo que la generación actual de jóvenes finalmente ha encontrado una gran libertad, ha diversificado los temas y las formas. En este momento hay dramaturgos que son de un posdramatismo exacerbado y dramaturgos muy académicos, pero que también están diciendo cosas nuevas. Yo creo que es una gran época para los dramaturgos, así como ha habido épocas para los directores mexicanos y ha habido épocas para los escenógrafos, ésta es una época para los dramaturgos en México. ¿Por qué una persona que no acostumbra ver teatro debe ir a ver su obra? La obra trata de un asunto muy básico y muy personal, digamos que cualquiera se puede identificar o empatizar con él: los celos, la posesión, porque creemos que el amor se traduce en posesión, que debemos poseer aquello que amamos. Son cosas que nos seguimos preguntando y que en esta puesta son interpretadas por cuatro actores magníficos: Verónica Merchant, Pedro de Tavira, Tenoch Huerta y Carmen Mastache. C
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