Los Escritores Han Enloquecido

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FRANCISCO HINOJOSA BOB DYLAN

CARLOS VELÁZQUEZ

DON CHETO VS. DONALD TRUMP

ESGRIMA

LUIS DE TAVIRA

El Cultural N Ú M . 7 1

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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

“LOS ESCRITORES HAN ENLOQUECIDO” OTRA MIRADA AL FIN DEL SIGLO XX MEXICANO

GUILLERMO FADANELLI

Poesía LAS CARRERAS

RECUERDOS DE OSCAR WILDE

ROBIN MYER S

Foto arte > ZEUS GM > La Razón

FORD MAD OX FORD


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Con este texto completamos tres entregas sobre los años finales del siglo XX en la Ciudad de México: en el número 69, la crudeza de la vida cotidiana a través de una “autobiografía novelada” de J. M. Servín; en el número anterior, el agotamiento y los desafíos de la escena literaria, en una revisión de Naief Yehya. Esta vez presentamos una crónica personal —contada en tercera persona— donde la narración fluye como un conjunto de fragmentos enlazados por una “ficción biográfica”: el personaje Willy Fandelli, quien relata sus años como habitante del Centro de aquella ciudad en el ocaso del siglo XX.

“LOS ESCR ITOR ES H A N EN LOQU ECIDO” G U I L L E R M O FA DA N E L L I

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sta es la historia de la nada que se ha tornado algo: sufrimiento, alarido, dicha y enfermedad; calles y letreros, esquinas, peanas de piedra, cortinas de metal; y después ese algo, ya sucio, retornará a la nada. Y, entre tanto, posee un nombre, por supuesto, esa nada: el granuja, macilento y necio Willy Fandelli; un pedazo de ladrillo caído de una barda próxima a ser derrumbada; antes de tiempo apareció este tipo; ¿quiere salvarse y ser alguien? Lo parieron en un hospital en la Calzada de Tlalpan, cerca de la avenida Ramos Millán, y cuando el pedazo de ladrillo cayó en los brazos de una enfermera que en las noches abría la pista en el salón California Dancing Club y los domingos se cubría de vapor dentro de una cámara en los Baños Rocío, cuando cayó, digo, en esos brazos, alguien en el hospital confirmó que Fandelli no lloró gran cosa, tiempo habría después para ello y para mucho más; no berreó, más que un par de gotas, sin gritos, acaso el recién nacido musitó un estertor mientras sus ojos estallaban por primera vez, horrorizados: “Ya me chingaron, soy un pedazo de un pedazo de una cosa entre cosas, y estoy sangrando y me cuelga un gusano del ombligo, el gusano que me unía a esa barda anestesiada, al muro lactante. ¿Qué es una cesárea?

Tenía que aparecer en escena un cuchillo partiendo la naranja, no podía ser de otra manera, un cuchillo en lugar de un martillo o un bat de beisbol; que me recibieran y me atraparan extendiendo una manopla de beisbol, sí, ello habría estado muy bien; soy Willy Fandelli y soy el producto de un jonrón, de un batazo encabronado que voló la pelota sobre la barda; me habría gustado. ¿Pero un cuchillo? ¿Y el tal gusano bañado en sangre? “Enfermera, bailadora, piruja al vapor, ¿podría usted cortar ese gusano en pedacitos? Yo le pagaré el favor cuando me convierta en un verdadero ladrillo y usted sea una anciana encorvada y sus huesos, astillados, formen un montón de palillos chinos, de fideos entrelazados, entonces yo la ayudaré.” ¿Y a dónde ha ido a parar esta piedra a lo largo de los años? Ha crecido y estudiado y abandonado todo a la mitad de su curso; no existieron metas ni confines para él; si hubiera un marco de referencia la piedra habría tenido sentido y alguna dirección, pero no, no hay manera de medir el curso de esta piedra. El fracaso es lo más hermoso que nutre la tierra, él piensa así, Fandelli; las décadas, tres, un poco más, se desgajaron y él no posee todavía un trabajo fijo; no logra encajar en ninguna otra barda, ni volver a la original porque ésta también se ha des-

gajado; su familia es un cántaro roto; una regadera que chorrea apenas unas cuantas gotas de agua y vida. “¿Te acuerdas, mamá, que me decías débil, y jactancioso, y llorón, y romántico? Un bolero que orina sangre y agua salada, eso lo digo yo. Tus ojos verdes se apagaron, mamá, y el monumento al asco continúa aquí, en la calle de San Jerónimo, en el Centro.” El petimetre se ha conseguido a una enfermera que todo se lo perdona; una hermosa guarrita, perrita, vaporosa que danza con el Ballet Independiente, en un edificio próximo al Colegio de las Vizcaínas, el palacio que fundaron los vascos para venerar a San Ignacio de Loyola, por allí, a una sola cuadra y atravesando el eje Lázaro Cárdenas va la medusa sexual, a ejercitarse ante la mirada de Raúl Flores Canelo y de Manuel Hiram; y ella siempre sonriente y esplendorosa, la enfermera que baila o la bailarina que cura. Y además esta mujer le lleva unos pesos al tipo, al chaquetón ése, y le alumbra la cama. Afortunado tú, Fandelli, plasta vehemente; tocón cubierto por la hojarasca y las bostas; ¿qué mereces? Y no conforme con que la chulita ésa te mime y te oculte entre sus piernas, quieres ser escritor. “No, no, ni madres, escritor es poco, deseo patearle el culo al mundo con mi presencia; ser un artista, y ser odiado.” En fin, lo que desees, ingenuidad no te falta, ni

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músculos, y tienes cabello negro, no rubio como el de tu madre, sino la melena oscura de tus antepasados paternos. Sólo piensa y da vueltas al lugar de dónde provienes. Echa un vistazo a tu infancia por los alrededores de Calzada de Tlalpan. ¿Recuerdas que acompañabas a tu madre a comprar vasos de vidrio a El Emporio, en la colonia Portales? “Mis hijos han desgraciado mi vajilla, no se conforman con tragar sobre un plato entero. Lo resquebrajan. Son los asesinos de la vajilla, y de los sillones y del yeso en las paredes. ¡Willy, animal! ¿Quién ha garabateado en la pared en medio de la litera? ¡Has hecho unas sumas, burro, rata, y además la suma está mal, 335 más 27 no son 367!” “Y bueno, madre, ¿qué querías? Hoy tampoco mi edad es correcta; 15 más 20 no son 30; los números nunca han sido lo mío.” ¿A quién engañas? ¿Por qué lees y deseas educarte, tú, precisamente tú? Abre bien los ojos y observa otra vez de dónde vienes: Iztaccíhuatl número 13, interior 5, a sólo 30 metros del almacén Sears, vives bajo las faldas de tu madre y de tu abuela que vive dos pisos arriba: departamento número 15. Estas mujeres sí que saben echar a perder a los hombres: alcohólicos y cobardes, enamoradizos y blandengues, su parentela, su progenie de larvas acurrucadas. “Yo pedía a gritos la salvación.” Él, Fandelli, pedía a gritos ser salvado y hasta entonces renunciar a la banal trayectoria de ser un profesional. Y Max Stirner martillando en su cabeza: Los grilletes de la realidad son causa continua de las mayores llagas en mi carne. Pero yo me sigo perteneciendo. “¡Sí! ¡Sí! Todo ello en mi cabeza; yo me pertenezco, soplamocos, hijos de puta, yo me pertenezco.” ¿Por qué se expresaba así Willy Fandelli? No se daba cuenta de que el tiempo pasaba y él se convertía en una cosa envilecida. “Es verdad, a los 35 yo me consideraba algo vil; y leía libros, y ensuciaba la nada de donde provenía.” Y no nada más Stirner, siempre anhelaba un poco más; la leche de la olla se consume, la nata se evapora y él lee: Sólo puede llamarse caos a un extravío del que puede surgir un mundo. No se sabe quién le dio a Fandelli libros de Federico Schlegel, ¿un bromista? No saben lo que han hecho con este pobre hombre, no va a curar su vileza ni su ansiedad así, sólo va a destruirse más y a exclamar burradas; déjenlo en paz, él no requiere educarse. Rubén M. Campos, sacudiendo la melenilla, lamentando su impecune e iluminado con sonrisas de bonhomía dionisiaca empecinado rostro de tolteca, nos ha hablado hasta el fastidio de su enferma vida sexual, de las noches rojas en que, espoleado por la satiriasis se ha debatido en el tálamo del contubernio oscilando la irritada areola de los pezones de alguna calipigia en brama.

“EN LAS MESAS RASGUÑADAS Y SALPICADAS DE GRASA, ALLÍ ESTÁ FANDELLI. LAS CERVEZAS TIBIAS A CAMBIO DE SEIS PESOS Y, A VECES, DESPUÉS DE COGER, LAS NUDISTAS, CON TRES O CUATRO ESPONTÁNEOS EN EL RUEDO.”

¿Quién ha escrito tal cosa y en ese estilo de champurrado y bisutería romántica? No Willy Fandelli, por supuesto, él no se adapta tampoco a tal descripción y no se llama Rubén; es probable que lo haya escrito Ciro Ceballos hace ya casi cien años; ¿qué es una calipigia?, por lo demás. Estamos en otros tiempos y eso lo demostrarán las caminatas de Fandelli; y sus continuos tropiezos. “Sí, yo comprendo bien el significado de las palabras y quiero masturbarme y toser y vomitar ante las nalgas de una calipigia de mármol; mas no, ¿qué estoy haciendo?, tienen razón, yo no podría escribir así; no recuerdo; es tiempo de hacer una sopa de nopales y utilizar estos diez pesos y comprar un poco de queso, pues pronto vendrá la bailarina y tendrá hambre. Tal vez podamos robar un pollo de una de las rejillas que están en las pollerías en las calles de López; y en la misma Vizcaínas; pero no, ladrones no somos, ni yo ni la bailarina.” En las noches se va Fandelli a los antros baratos, y allí ríe porque no se da cuenta de que la leche se consume y la olla se quedará pronto vacía. ¿Qué hace él en esa clase de tugurios, El Víbora, La Corneta, ambos por los rumbos de La Merced? Va a husmear a los espectáculos de sexo en vivo que regentea, dicen, un tal Antonio Valencia: “Hay personas que sólo tienen veinte pesos para divertirse en la noche: esos veinte pesos son míos.” ¡Vaya filosofía del señor Valencia! En las mesas rasguñadas y salpicadas de grasa, allí está Fandelli. Las cervezas tibias a cambio de seis pesos y, a veces, después de coger, las nudistas, con tres o cuatro espontáneos en el ruedo del escenario, tales clientes sentados en sillas a la vista de todos y ya el condón colocado por las manos perfectas y hábiles, y una vez eyaculados, hasta entonces, claro, después del acto de las nudistas aparecía la travesti que imitaba a Rocío Dúrcal y a la Pantoja; ¿todo eso qué significa? ¿Qué encuentra uno allí? ¿Qué tesoro? Desolación y bravatas, perras y perros, y su lengua excitada

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como un cíngulo fuera de su boca. Te has equivocado de vida, W. ¿Por qué le abrieron la panza a tu madre con un cuchillo? Vamos, sí, Fandelli, sí que naciste chingado. Ya nada podrá quitarte ese olor a taberna y sudor de muerto. ¿Recuerdas que en La Chaqueta, en Lázaro Cárdenas, junto a la calle de Perú, se plantaban tres patanes en la entrada y te cachaban, “no vaya a traer un punta, o un cohete, mijo, aquí no se sabe, es seguridad, para cuidar la piel de las chamacas; no se ponga mamón o no entra, aquí está su cerveza y diviértase. Y si se pone bien verga hasta coge y nadie le pide propina.” “Y ellos mismos, los malandrines cara de pucha que te cachaban en la entrada de La Chaqueta o de La Navaja te bolseaban y te robaban; no hacía falta cuidarse dentro del antro, lo poco que tenías te lo chingaban en la entrada.” “Y no la arme de tos, culero; porque nosotros sí andamos armados y tenemos permiso, diviértase, ya le dijimos, no sea pendejo, le recomiendo a la Tere, la hermana de éste.” “Malditos toltecas residuo de una sangre que no deja de brotar. Ustedes sí que son el cuchillo que le abre el vientre a la madre. Yo sólo me asomé, a la vida, a La Navaja, y ya me jodieron.” ¿Y luego qué cosa sucede con el apellido de lija? Se cultiva; y pasea de la mano de la bailarina. ¿Por qué es tan angosta la calle de Isabel la Católica? Y la de Bolívar tan vulgar, azorada por el ruido, sucia como si chorreara vinagre por las coladeras? No debe importar la anchura, basta el hecho de que haya banquetas para caminar y tipos así, parecidos a W. F. se paseen como si dominaran los rumbos y los sextantes. “Comíamos en la cantina La India, en Bolívar, porque Los Portales de la misma avenida ya no existía y sus bajorrelieves de la historia tarasca desaparecieron, igual que sus mojarras bañadas en aceite, mirándote a los ojos sus ojos de tela hueca, la botana, un plato con seis u ocho mojarras.” “Estamos en el Centro, Fandelli; llévame a ver edificios antiguos, la historia, me gusta que me cuentes historias.” “Hay


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unas casas gemelas, en Moneda, cerca de Palacio Nacional, las Casas del Mayorazgo de Guerrero, son muy viejas, las casas, una en el oriente y la otra en el poniente, frente a frente, y su solar es del siglo XVI, el arquitecto que las remodeló casi dos siglos después de levantadas se apellidaba Guerrero y Torres, a mí me dan tristeza, las gemelitas, pero vamos. Allí vivió Posada, el dibujante de las calacas.” “Sí, pero eso no me importa, ¿cuántos apellidos llueven todos los días? Yo quiero escuchar historias.” Ella quería una historia y la tenía justo frente a ella; una historia deformada y plagada de vericuetos que no daban a ningún lado; ¿son acaso ciegas las bailarinas? Sí, sólo miran su cuerpo y el movimiento que pasa a su lado y las acaricia. Y la piedra histórica de W. Fandelli insistía: “Pero antes nos pasamos un rato a El Nivel, la cantina, y tomamos tequila.” ¿Ya te vas a emborrachar, Fandelli? Cualquier pretexto es bueno cuando quieres llenarte de vino y comenzar a filosofar como el don señor que nunca serás. “No, a veces me olvido de beber.” “El tezontle de los edificios coloniales, odio esa piedra y su color, viene de la sangre, como la moronga.” “¿Quieres una historia, bailarina, enredo de piel y sonrisas? Mi tío, el hermano de mi madre tuvo una mujer de la que se enamoró hasta la rabia y el toloache, y ella no conocía la mesura, lo dejaba en la casa cuidando a sus cuatro hijos, mientras fornicaba con un vecino, y sólo una pared los distanciaba a ella y al amante, del marido y las crías; él, mi tío, escuchaba los balidos sexuales, subía el volumen de la televisión y los gemidos atravesaban las paredes; entonces él bebía vodka Oso Negro, mi tío, para no escuchar; pero los alaridos de placer e injuria crecían, y los niños lloraban por ver a su padre postrado así; y unas horas después la madre volvía como si nada, y ponía orden, eso sí: “Ya basta de llorar, pendejos escuincles. Y tú, pinche remedo de

hombre levántate del suelo”, y el tío echado en el sofá, gimoteando ahora él, su turno para berrear; maldita sea; no hay biberones suficientes para todos los hombres en el mundo; y él medía uno noventa y dos metros, mi tío; podría haber matado con sus manos, podría haber entrometido las manos hasta el otro departamento a través de la piedra, tan fuerte era, y tomar a los amantes, uno en cada mano, y torcerles el cuello. Pero se suicidó, un día se mató; y los niños se regaron por todos los puntos cardinales. ¿Dónde han quedado esos niños? Ya unos viejos todos, deben ser. ¿Qué te parece mi historia?” “Esa historia es maldita y desagradable, me hace llorar; ¿tú crees que no soy sensible? ¿Cómo puede haber gente así? Y de tu propia familia.” ¿De dónde extraía esa clase de relatos Fandelli? ¿Las manos del tío atravesando la pared para exprimirles la tráquea a unos desgraciados? Cosas que había escuchado en boca de su madre. Y no conforme con estar rodeado de vida moribunda andaba haciéndose el importante, escribía cuentos y los recitaba en voz alta. Qué pretensión. Y editaba una revista y colaboraba en fanzines plagados de purulencia y ofensa, de insulto y risa proveniente del más allá: La Chaira; Hemorroides; El Olor del Silencio; La Pecera de los Ahogados; Pelos de Cola; Fakir; A Sangre Fría; de este modo se titulaban algunos de estos fanzines y tabloides. ¿Por qué él escribía en estas publicaciones de arrabal urbano? Le gustaba ladrar e ir a la contra; ¿de qué? “Bueno, sé de primera mano que los mestizos, los aztecas, los idiotas y los blancos continuarán peleando entre sí; su rencor es inmenso, y se ahogan en la bilis que produce su maldad; nada hay qué hacer; yo digo; en esta parte del planeta el negocio de los seres humanos anda jodido; y me digo también que los conceptos, ideologías y caballos de Troya caminen juntos hacia el carajo; yo, Fandelli, me dedicaré al arte y al

“FANDELLI SONREÍA Y MANTENÍA ARRESTOS PARA ESCRIBIR FICCIONES E IMAGINARSE SIENDO OTRO; PERO ESTA CIUDAD VA A MATARLO; LO ANIQUILARÁN, LA SANTA SANGRE Y LA SANTA MUERTE Y LAS JETAS DE DESPRECIO.” placer; y a cocinar. No lo hago mal.” Pues ahora el idiota quiere cocinar, habráse visto al holgazán. “Un pozole, servido a los reyes, y rico en trozos de carne humana; tal como lo describió Fray Bernardino de Sahagún.” Los españoles cambiaron la carne humana por la carne de puerco. “La diferencia, la diferencia... creo yo, tal vez no es mucha. El alma de los puercos tiene su valor.” ¿Quién ha dicho eso? “Nadie, yo no, son ideas que me pasan por la cabeza; los escritores han enloquecido. ¿No es eso lo que andan buscando sus visiones, el desasosiego y la inquina mental?” Y así pasaron varios años en la calle San Jerónimo, desde 1994, a unos pocos metros del Claustro de Sor Juana. El tal Fandelli, y esa enfermera pálida dedicada a la danza y a llevar unos pesos a casa del búfalo ebrio y furioso. Los visitaban varios amigos de ralea mediocre y sed inmensa, y el W. F. los recibía apuntándoles con una pistola de plástico en la frente. Se espantaban y amedrentaban unos, salían corriendo otros, y sólo aquellos que conocían la broma se reían y entraban al departamento de San Jerónimo 28 departamento 1. Allí paraban todo tipo de alimañas, escritores y músicos, perdidas y extraviados. Ya la pistola de plástico no podía contener a las alimañas. Había que hacerse de un arma real. Y él, Fandelli, no se daba cuenta de que las llaves de la leche y el agua estaban abiertas al máximo y la tubería amenazaba con quedarse seca. Nadie lo rescatará, ni el ejército de los diez guerreros: Dostoiewski; Kafka; Walser; Salinger; Pessoa; Roth; Cioran; Bukowski; Gogol y Cervantes. “¿Cómo hemos podido, niña, soportar la efedrina y los cristales, la cocaína, los odres y barriles de licor y la fanfarronería de los artistas? No se salvarán, marmotas engreídas; nadie lo hará. ¿Creen que poseen un presente envidiable y eterno? De ninguna manera: no tienen nada más que su risa y su juventud ya malbaratada.” Aborrezco este mundo bestial que te hace sonreír. Odio cada vez más a los hombres y a las mujeres. Es John Keats, niña sucia, el poeta misántropo, lo citaba aquel tipo, Felipe, que vomitó en el piso y limpió con periódico la enorme mancha blanca, ese chico que se sobrepuso a la pistola en la frente: “Tienes razón Willy, deberías balearnos a todos.” “Él limpiaba y gastaba kilos y kilos de papel para eliminar su porquería, en nuestra recámara; y la bola de papel crecía y él embarraba más el piso de barro.” “Recuerdo su mirada de arrepentimiento y sus pupilas de santo: pobrecito.” Y Fandelli sonreía pese a todo, y mantenía arrestos para escribir ficciones e imaginarse siendo otro; pero esta ciudad va a matarlo; lo aniquilarán, la santa sangre y la santa muerte y las jetas de desprecio, las charamuscas agrias y los atorrantes. ¿Ustedes creen que es gratis vivir así, como lo hace él? No, pero dejemos a nuestro héroe de albañal


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hacer lo suyo, como el resto de las personas normales. Ya cumplirá cuarenta años, de un momento a otro, y aún le da por inventar sandeces. “Oye, te voy a llevar a conocer mi edificio preferido; está frente a la Alameda Central, y no está. Vamos, caminemos, chica y verás una de las maravillas de la ciudad. Nunca fue construido, por cierto, el edificio, pero yo lo veo, sabes, tengo visiones. Déjame describírtelo y después nos marcharemos del Centro; y adiós al 33, la taberna gay, y a El Pájaro, en la calle Perú ambos; y al Oasis, en República de Cuba, y a Los Rosales, la vecindad adaptada como cabaret, a un lado del Teatro Blanquita. Y adiós a aquel bodegón de baile y ficheras, el Dos Naciones. Que se hundan y sumerjan en el barro y para siempre estas cuevas barriobajeras. Vayamos al edificio que no existe, sí. ¿O quieres más historias de la familia?” “Por supuesto que no.” “Estaba planeado para ser un modesto rascacielos, coronado por un remate en forma de pirámide truncada, en la esquina de Dolores y Avenida Juárez. Los planos están allí, a la mano, son del arquitecto José Luis Cuevas, que los trazó en 1927. El híbrido, la pirámide neoyorquina, la vertical hacia arriba: ¡Doce pisos! El plano es mejor que la casa; es la obra misma; el dibujo; la idea de lo que puede ser. ¿No decía algo muy parecido John Cage? Yo tuve una casa palpitante y la abrieron a punta de cuchillo, sí, la cesárea, y después ya no hubo manera de volver. ¿No es bello lo que no existe? Obsérvalo, no el edificio de La Nacional que se alzó cinco años después. Y voy a mostrarte otro edificio que jamás se construyó, en las calles de Independencia y Luis Moya, el Banco Capitalizador de América, que fraguó en su mente el arquitecto y servidor de los ricos, Juan Segura, en 1945. El primer rascacielos gringo en la Ciudad de México. ¿Lo ves? Son casi veinte pisos; ¿o más? Cuenta, cuenta, uno, dos, tres, cuatro... los hombres modernos otean hacia arriba y cuentan; ¿comprendes?” “No te entiendo Willy, ¿por qué haces esto? Miras hacia lo alto como si en realidad hubiera algo allí; tendremos que consultar a un médico. Voy a pedirle dinero a mi hermana. Y vamos. La efedrina, ¿de dónde sacaste la efedrina esa?” “¿No te parece hermosa la ciudad que no pudo ser, que no nació? ¿Que sea el puro proyecto y no la plasta de cemento y fierros real, un proyecto etéreo y no la realidad y la sangre? Tanta mugre y llanto de corderos urbanos, eso es la droga, no quiero médicos y menos el dinero de tu hermana, ya le debemos mucho; en el unomásuno van a pagarme más y cuando lo hagan no iremos al doctor, de ninguna manera, iremos a beber coñac y tú verás como siento a un par de putas en mis piernas.” Los Caifanes; Santa Sangre; Los Olvidados; eso ya

“ES LA UNA DE LA MAÑANA Y ALGUIEN LE HA PUESTO EL PIE CUANDO CAMINABA EN LÁZARO CÁRDENAS, UN POLICÍA JUDICIAL O UN MILITAR VESTIDO DE CIVIL, QUIÉN SABE, UN BORRACHO ARMADO, UN ESPUTO HUMANO QUE HA SALIDO TAMBIÉN A DIVERTIRSE.”

no tiene sentido; estamos camino al siguiente siglo y es momento de que este pedazo de ladrillo, el tal Fandelli, abandone el Centro y busque una nueva vida, aún no tiene empleo ni un lugar seguro en su sociedad, mas hay oportunidades para todos, claro, aquí había un lago y si uno no flota ni toma camino, se hunde y se vuelve lodo. Y sanseacabó. Ahora, a sus cuarenta años, lo vemos tomando café, cruzando la pierna y leyendo un libro, el bulto Fandelli poniéndose serio, a veces en el café Emir, de Bolívar, acompañado de su enfermera bailarina y a veces de una judía de nariz respingada; o en la Cafetería Río, en Donceles, recibiendo el café de mano de las abuelitas. “¿Ya cerraron el café Esla?” “¿El Tupinamba, quiere usted decir? Sí, pero aquí tenemos mejor café. Así se llamaba antes, Tupinamba, el que estaba en Bolívar.” Café La Blanca; Café Popular; el Café Trevi; es todo lo mismo, la cuestión es hacerse disimulado y pasar el rato y pensar en escribir y crear la gran obra. “Nadie puede negar que la gran obra, la mega mierda literaria es una robusta y enhiesta tontería; nadie tiene los intestinos tan grandes. Mejor sigamos editando nuestra revista, pintándole mocos a las grandes obras de la literatura súper universal.” El Fandelli se ha enfrascado ahora en una pelea con un grupo de ebrios a las afueras del cabaret Piel Canela, a unos metros de la Plaza Garibaldi. Ha roto un par de narices, le han desgarrado la camisa, nada más, y se ha echado a correr y a su lado el silbido de dos balas lo rebasaron impactando un parabrisas. Es la una de la mañana y alguien le ha puesto el pie cuando caminaba en Lázaro Cárdenas, un policía judicial o un militar vestido de civil, quién sabe, un borracho armado, un esputo humano que ha salido también a divertirse. Fandelli pega rápido, es fuerte y veloz, no se queja, él pega una, dos, tres veces y luego intenta salvarse. “Ya deja de salir en las noches, ¿qué buscas? ¿Por

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qué estás ahora tomando tragos con un basurero, recargados ambos en la pared a las afueras de un tugurio, a un lado del Tenampa?” “¿Y por dónde has estacionado el carrito de la basura?” Aquel hombre, su contertulio, su importante compañero de copas, viste aún su uniforme color naranja y las manchas de mugre y sudor se adivinan alrededor de las muñecas y en el cuello, pues las manos, eso sí, están más que limpias. Se ha gastado jabón en lavarse las manos, Fab en polvo, mucho Fab. No, no, jabón Roma, más bien; seis puños de Roma. “Lo dejé por allí, el carro, a la vuelta, cerca de la Nueva Internacional, ese antro; alguien tiró en plena calle, la de Ecuador, un feto envuelto en cartón y yo lo recogí, lloré, la verdad, ¿un fetito? Mejor me vine a poner pedo, aquí está muy barato.” “¿Barata la banqueta, don basurero?; limpiar la banqueta le ha costado a usted la vida.” “No, no estoy hablando de la banqueta; en la cervecería de la Plaza Garibaldi, allí donde nos vimos hace rato y nos conocimos, en el lugar ese en el que apenas si cabe la sinfonola; ya no quiero volver a empujar el carro, está maldito. Yo pensé son cartones, y luego vi la carne y la carita.” Vuelve a tu casa, W. F. que allí te esperan unas piernas tibias, aún son las seis de la mañana y te esperan, no desaproveches la oportunidad, vuelve, vuelve al único lugar que te queda en medio de esas piernas y bajo un techo provisional, no hables con los basureros, no entienden tus desgracias y tú crees entender las suyas. Y allí vuelve nuestro héroe desgarbado, la imagen del fetito en su mente, quiere escapar, Fandelli, pero ya es tarde. La suerte ha sido echada y sus pretensiones de gran escritor se han venido abajo. Ningún estudio le ha servido para maldita la cosa, la prepa, algo de Ingeniería. Sólo letras y locura y el tiempo entre las piedras que no logran detenerlo, al tiempo. Y de repente todo se acabará, y del ejército de los diez guerreros no se verá ni el polvo. C


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El pasado 14 de octubre se cumplió el 162 aniversario del nacimiento de Oscar Wilde, el célebre escritor irlandés. El próximo 30 de noviembre se cumplen 116 años de su fallecimiento. Entre ambas efemérides rescatamos la siguiente memoria de Ford Madox Ford, quien recuerda al personaje desde su gloria hasta el desastre y la etapa final de “un clásico” por excelencia, como Borges señaló en su momento.

RECUERDOS DE OSCA R WILDE FORD MADOX FORD TRADUCCIÓN ANTONIO SABORIT

ESTE ESCRITOR, sin embargo, no fue consciente de ninguna de estas cosas, hasta el estreno de La importancia de llamarse Ernesto. Ejemplos, o el conocimiento en sí de lo que se llamaba “perversión” nunca se habían atravesado en su camino; incluso el exhorto del señor Rossetti le había parecido casi incomprensible. Y el que se pudiera atribuir alguna culpa al señor Wilde le habría parecido absurdo. El señor Wilde era un sujeto callado que, por

Foto > ESPECIAL

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n el mes de diciembre del año anterior al juicio de Oscar Wilde, el tío de este escritor reunió a los hombres jóvenes de su familia y con solemnidad les notificó que si algún otro hombre de mayor edad nos hacía “proposiciones o insinuaciones de una cierta naturaleza”, teníamos la libertad moral y legal para matarlo “con el arma que estuviera a la mano”. Quien así se expresaba no sólo era hermano de Dante Gabriel Rossetti, el poeta pre-rafaelita, sino también Secretario de Ingresos de Su Majestad; uno de los funcionarios fijos más poderosos y responsables de la Gran Bretaña y el ser humano más razonable que haya habido en la Tierra. De ahí se inferirá que a fines de 1894 los padres de hijos adolescentes de Londres veían “pervertidos” al acecho en cada sombra; y que Wilde y los oscarismos, en sus diversos tipos, fueron la preocupación de esa metrópoli casi hasta excluir el resto de la quincalla intelectual. Y bajo las confortables capas de la Sociedad gruñían las inmensas y aterradoras arenas movedizas de las Clases Inferiores y el bajo mundo, con las orejas bien paradas para oír los detalles de los encuentros de su propio Marqués Pugilista, un ricachón de nombre Wilde, y la gentuza del Mews. Cada dos o tres días, inspirado por el generoso oporto de su comida, el Secretario del Interior emitía una orden de arresto contra el señor Wilde; pero en las brumas de la indigestión previa a la cena ordenaba que la retiraran. La Reina y el señor Gladstone, para entonces retirados, estaban piadosamente a salvo de estas murmuraciones, ¡o quién sabe lo que habrían hecho!

“MADOX BROWN MURIÓ UN AÑO ANTES DEL JUICIO WILDEQUEENSBERRY, SE FUE SIN SABER NADA SOBRE LA SINGULAR NATURALEZA DE ESTA AVE DEL PARAÍSO.” años, todos los sábados venía a tomar el té con el abuelo de este escritor, Ford Madox Brown. Wilde se sentaba en un sofá de respaldo alto, estirando ligeramente una mano hacia el resplandor del fuego de los leños y hablaba de las cosas más aburridas posibles con Ford Madox Brown, quien, con sus rozagantes mejillas y su cabello blanco cortado como el Rey de Corazones, sentado del otro lado del fuego en otro sofá de respaldo alto, estirando la otra mano hacia el fuego, difería por lo general con el señor Wilde en temas como el de la autonomía para Irlanda o la conversión de la deuda interna. De hecho, el señor Wilde representaba, para este escritor y, hasta donde sabe, para sus primos, los Rossetti menores, lo que nosotros habríamos llamado uno de los objetos cotidianos de la campiña. Al igual que otros

Oscar Wilde (1854-1900).

viejos amigos o protégés y las amistades pobres de Ford Madox Brown, el señor Wilde tenía su día de la semana para irle a mostrar sus respetos al padre de los pre-rafaelitas. Esta costumbre la inició durante la larga etapa de una enfermedad muy seria que padeció el hombre de más edad, y persistió en ella, según lo dijo después, por el gusto que le insipiraba la única casa en Londres en la que no tenía que andar de cabeza. ES CIERTO QUE AHÍ podía estarse todo lo quieto que quisiera, pues más de una vez él y Madox Brown callaban por largos minutos durante el atardecer. De ahí que el pintor se formara el hábito de negar que el joven poeta que se sentaba frente a él tuviera algún ingenio, y como Madox Brown murió un año antes del juicio Wilde-Queensberry, se fue sin saber nada sobre la singular naturaleza del ave del paraíso que las tardes de los sábados se acurrucaba en el bergère de respaldo alto junto a la chimenea. Así, la única expresión de ese tiempo que este escritor considera como auténtico respecto al señor Wilde, fue que admitiera haberse equivocado en una profecía política. El gobierno conservador de entonces decidió reducir la tasa de interés sobre


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“NO SE JUZGÓ TANTO A WILDE COMO AL ESPÍRITU DE IRRESPONSABILIDAD, Y MUCHOS DE NOSOTROS —TODO LONDRES— FUIMOS CULPABLES DE SIMPATIZAR CON EL ESPÍRITU DE IRRESPONSABILIDAD.”

La tarjeta que escribió el Marqués de Queensberry a Oscar Wilde, donde lo acusa de “sodomita”.

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la deuda pública. El señor Wilde había profetizado que semejante “conversión” sería desastrosa para las finanzas del país. Sin embargo, la tasa se redujo del 3 al 2.75 por ciento sin provocar ningún pánico en la Casa de Bolsa. El gobierno había triunfado, y este escritor aún recuerda muy vívidamente la robusta figura de Wilde al entrar al estudio la tarde de un sábado, detenerse, desabrochar su enorme saco, quitarse los guantes y, como se usaba entonces, golpearlos contra la palma de su mano izquierda, exclamando con una voz inusualmente sonora: —¡Veo que me equivoqué, Brown, con lo de la deuda pública! Y este escritor podría añadir que el último poema de Christina Rossetti — cuyo manuscrito resulta que obra en sus manos— está escrito en el dorso de un sobre usado en cuya parte delantera la poetisa realizó algunos garabatos sobre las fluctuaciones en el precio de la deuda pública. A tal punto se parecían aquellos días a los nuestros. Así, el primer indicio de lo que Wilde significó para Londres y más tarde para el mundo, así fuera un indicio irresponsable o siniestro, fue el ramo que Lord Queensberry le obsequió la noche del estreno de La importancia de llamarse Ernesto. Vaya acontecimiento. Este escritor pudo haberse demorado o tan sólo carecer de experiencia. Pero era imposible durante la representación de la pieza no sentir que tanto el público como la calidad de las emociones del público eran algo distinto a los de cualquier otro estreno a los que había asistido. Ese público era casi infinitamente “sabihondo”. Lo integraban, presumiblemente, una mitad de “decadentes” más o menos imprudentes e irresponsables, y de ricos, gente más o menos cultivada y titulada que, por lo menos, estaba en el secreto y presumiblemente no desaprobaba lo que representaba Wilde. Lo que en ese momento Wilde representaba es demasiado extenso para analizarlo aquí. Al caer el telón, Wilde salió, muy pálido, parpadeando ante el resplandor de las candilejas y anticipando de manera singular la apariencia del señor Morley el otro día en el Oscar Wilde del Fulton Theatre. Algo dijo, en la voz del señor Morley, esa especial combinación de irlandés y estudiante del colegio Balliol. Luego la agitación del público lo hizo dudar. Sus ojos, siempre inquietos, deambularon más inquietos que de costumbre sobre el público de la galería a la luneta. Un inmenso ramo blanco y rosa avanzaba por el pasillo entre las butacas. Sólo eso bastó para provocar una risa nerviosa, ya que los ramos se ofrecen únicamente a las mujeres. Pero cuando el ramo llegó a la solitaria figura de negro con el rostro pálido y el público

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pudo ver en qué consistía, un trasfondo extraordinario de pánico negro surgió en ese recinto semi ovalado. Los hombres se pusieron de pie y las mujeres se cubrieron rápidamente los hombros con sus capas de armiño, como sintiendo que en el acto debían huir de una escena en la que la violencia estaba a punto de estallar. Resultó que el ramo, a la vista de todos, estaba hecho de zanahorias y nabos envueltos en la espuma de un vulgar papel de estraza. El pánico en el rostro de Wilde superó el pánico final que le sobrevino en el careo con Sir Edward Carson en el juicio de Wilde vs. Queensberry. Se estremeció y sus labios mostraron su turbación. Durante el juicio su desplome fue muy gradual; ahí, tras las candilejas, le cayó un rayo encima. Él, como cientos de personas en el teatro en ese instante, comprendió que ese era el insulto final de Queensberry al autor de la obra. Este asunto no podía mantenerse bajo la alfombra. Y la veloz salida del público en el teatro fue como una deserción pública de ése desdichado ídolo de lo impensable. Se vio gente correr hacia la salida y los gritos de apoyo de los contados decadentes que tuvieron el valor de salir en su defensa se vieron completamente ahogados por las voces de quienes salían y se explicaban entre sí lo que significaba todo aquello. Al día siguiente todo el Londres murmurador oyó que el Marqués había dejado en el vestíbulo del club de Wilde una tarjeta suya con un insulto irrefutable. Así, la demanda por difamación de Wilde contra el Marqués en realidad fue un acontecimiento espantoso. No se juzgó tanto a Wilde como al espíritu de irresponsabilidad, y muchos de nosotros —todo Londres en el grado más remoto— fuimos culpables de simpatizar con el espíritu de irresponsabilidad. Y HUBO ALGO MÁS. Hay que recordar que por primera y última vez en toda la historia de Londres, las artes —al menos la pintura y la poesía— fueron consideradas durante cerca de un año como uno de los atributos importantes de la metrópoli. Los poetas y pintores de Londres, por primera vez en la historia del mundo, fuimos noticia de primera plana. Se hicieron fotos de nuestras chimeneas, nuestros libreros, nuestros perros favoritos, nuestros patios traseros para publicarse con los honores del relumbrón. Sí, la propia pluma de este escritor, y también su tintero, se reprodujeron en las relu-

cientes páginas de los semanarios de la ciudad capital. De ahí la duda del Secretario del Interior al emitir y retirar su orden de aprehensión. En Londres, la gente de la pluma integraba entonces un clan que había que tomar muy en serio. Y ese mismo hecho produjo el desplome de Wilde. Él no podía creer que el estado victoriano se atreviera a medirse contra el principal poeta pre-rafaelita y el más destacado dramaturgo de la hora. El desplome de Wilde durante el juicio de Queensberry ocurrió muy lentamente y, por lo mismo, fue toda una agonía. El careo con Carson duró por lo menos tanto como toda la pieza de Oscar Wilde en el Fulton. Y fue desde luego imposible que nuestras simpatías no se inclinaran a esa rata condenada en esa ratonera sin causa. Cada vez que respondía a Carson, como cuando dijo: “No, no es poesía cuando usted la lee”, respirábamos aliviados como si un héroe que inspira pena hubiera logrado lo imposible. Pues en la árida armadura con la que procede la legislación inglesa los dados están tan cargados en pro del demandado que podemos dudar de que el arcángel Miguel, o en su defecto Maquiavelo, lograran librarse con una sabia defensa. Wilde, sin embargo, estuvo cerca de lograrlo una o dos veces. No, nuestras simpatías debían estar con Wilde, en ese lugar y en esa circunstancia. Se trata de un punto que de ningún modo es una crítica al arte que se desplegó en el escenario del Fulton, donde el careo que se mostró no replicó de ninguna forma el proceso en los juzgados de Londres. En la corte no hubo los gritos ni los desplantes del abogado que mostró la obra del Fulton. Sir Edward Carson habló desde una especie de palco, a cierta distancia del demandante y en voz muy baja, aunque también clara. Esto hizo que pareciera lo más horrible cuando de pronto empezó a temblar la mano izquierda del hombre pálido en la parte baja de su saco. Y luego su mano derecha, con la que sostenía sus guantes, temblando contra la solapa de su saco. No hicimos más que esperar y esperar la siguiente señal de descompostura hasta que al fin apareció, cuando arrojó histéricamente los guantes al pozo del juzgado, sus labios musitando palabras ininteligibles hasta concluir en el silencio. Las tres etapas del desplome tal vez necesitaron una hora y media para su realización. Sí, Wilde sobrestimó el sitio en la jerarquía victoriana de un poeta-dramaturgo que era el centro de la atención


De izquierda a derecha: Ezra Pound, John Quinn Ford, Madox Ford y James Joyce. París. 1923.

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de dos continentes. ¿Acaso sintió toda la imprudencia y lo impensable de Londres, París, Nueva York, y por qué no, las ilimitadas praderas del Medio Oeste? Chicago lo había recibido como a un rey. ASÍ, ENSEGUIDA DEL FINAL del juicio de Queensberry, el Secretario del Interior informó a Robert Humphreys, quien era abogado de Wilde —y también de este escritor— que a las 6:51 de esa misma tarde saldría una orden de arresto contra Wilde. Fue un aviso de que el tren para tomar el barco hacia París salía de la estación Victoria a las 6:50. Muchísimos sabihondos se fueron en ese tren pero por desgracia Wilde no fue uno de ellos. Llegó al despacho de Humphreys a las dos en punto de esa tarde y antes de que éste pudiera decir una palabra, se arrellanó en una silla, se cubrió el rostro con las manos y lloriqueando deploró los excesos de su juventud, el desperdicio de su talento y su aborrecible madurez. Pero en el momento en que Humphreys, tras rodear su mesa, estaba por darle una palmada en el hombro y decirle que se animara, que se comportara como un hombre y se fuera rumbo a París, Wilde apartó de pronto las manos de la cara, le guiñó con jovialidad al abogado y exclamó: —¡Te la creíste, viejo! Ningún argumento de Humphreys convenció a Wilde de salir rumbo a París. No. Se envalentonó, asumió su pose de autócrata y exclamó: —¡Cómo crees que atreverán a tocarme! ¡Al autor del Abanico del Lady Windemere! Te digo que si lo hacen caerá el gobierno. Los franceses le declararían la guerra. ¡Hasta Estados Unidos! Era, por cierto, una figura más firme que la del señor Morley. Este escritor recuerda haberlo visto a pleno sol en Fulham durante la fiesta al aire libre del obispo de Londres, con un sombrero de copa blanco y un saco de cola gris y botones negros y galones, muy ceñidos para él. Y parecía, como se dijo, muy erguido, una figura casi viril, si bien demasiado tiesa. Este escritor conserva una visión muy vívida del señor Wilde, quien era un objeto común de la campiña, se sentaba en un sofá de respaldo alto, consumía té y galletas con el lujo de un gran gato persa acurrucado junto

al fuego. ¿No sería ése el auténtico Wilde? ¿El hombre que suspiraba aliviado al verse en la única casa en Londres en la que no tenía que andar de cabeza? Todavía hoy, el escritor o poeta que quiera asegurar el mínimo plato de avena que le conserve la piel sobre los huesos, debe realizar toda una serie de trucos para obtener alguna publicidad sobre sí mismo. Pero en los días victorianos esos trucos debían ser todavía más absurdos porque aún no había agentes de prensa y el público era aún más indiferente hacia las artes. Casi ningún gran poeta o pintor victoriano logró la mitad de la impresión que él causó en el público con una u otra singularidad en el vestir o una u otra excentricidad en su conducta pública. A este proceso se le llamó alternadamente épater le bourgeois o “tocar al filisteo en la llaga”. Y como Wilde estaba decidido y logró mantenerse en el centro de la escena, parecería inevitable que acabara donde acabó gracias a su gusto personal o a la lógica despiadada de la publicidad. ESTE ESCRITOR SE AFERRA a la mediana convicción de que Wilde pecaba por esnobismo, debido a la naturaleza de sus escasos contactos con Wilde en París durante los años finales. Cierto que Wilde, llorando y musitando y rodeado de alumnos vulgares, era un espectáculo bastante lamentable de indulgencia, soledad y alcoholismo. Los estudiantes hacían con él casi a diario una comedia nocturna. Fueron los días del gran temor a los Apaches. Wilde poseía una sola cosa de valor, la única que atesoraba: un pesado bastón negro de caoba con un garfio por manguillo y numerosas incrustaciones de marfil. Los estudiantes llegaban a su mesa y le decían: —¿Ve ahí enfrente a Bibi la Touche, el Rey de los Apaches? Se le antojó el bastón de usted. Se lo va a tener que dar o su vida peligra. Y luego de insistir por largo tiempo, Wilde, llorando aún más copiosamente, terminaba por ceder su bastón. Los estudiantes se tomaban la molestia de regresarlo a su hotel en la Rue Jacob, y a la mañana siguiente, Wilde, quien parecía haber olvidado el incidente de la noche anterior, encontraba su bastón, salía rumbo a Montmartre y todo el asunto volvía a comenzar.

Y quizá no estemos del todo seguros de que este fuera un último intento, o casi el último, por “espantar al burgués”. De manera muy obvia —y casi melodramática— Wilde estaba disminuido, perdido y ahogado en alcohol, y se sospecharía que montaba esa triste puesta en escena para complacer al paseante. En ese entonces los contactos de este escritor con Wilde se limitaron a invitarle tragos muy raros o a llevarlo en fiacre a la Rue Jacob, cuando era muy tarde y si él estaba solo. Desde luego, no se sabe hasta qué punto sus amigos realmente lo abandonaron. Tal vez agotó la paciencia de la gente. A este escritor le agrada pensar que tal vez Wilde, con todo esto, en realidad obtenía provecho de un mundo del que se había burlado de manera consistente. COMO HAYA SIDO, una noche ya muy tarde, este escritor se topó con Wilde, irremediablemente ebrio, tirado sobre una mesa afuera de algún bistrot de Montmartre. En ese momento este escritor se encontraba en la penosa situación de sólo traer dos francos. Era presumible que Wilde no tuviera un centavo. Por lo tanto había que caminar con él un largo trecho antes de llegar adonde fuera posible tomar un taxi a su hotel por dos francos. Al principio fue muy difícil poner de pie al poeta; pero cuando se dio cuenta de quién le hablaba se recompuso y dijo de pronto: —Ah, sí, no me opongo —Wilde trastabilló unos metros, en su papel, y luego enderezó la espalda y caminamos juntos un largo trayecto por la oscura Rue Pigale, mientras él se refiría con notable pesar al abuelo de este escritor y a la gran casa en Fitzroy Square. Daba la impresión de conservar aún entonces un gran afecto por el recuerdo de Madox Brown, quien para entonces ya había muerto. Esa caminata es para este escritor algo sumamente doloroso. En esa época era muy joven y que el silencioso caballero de los sábados de Madox Brown hubiera caído tan bajo le parecía terrible. De pronto Wilde exclamó: —Hey, ¿qué pasa? ¿Por qué caminamos? El hombre no nació para caminar cuando hay llantas en las calles. —Lo siento mucho, señor Wilde —dije yo—. No tengo dinero para pagar un taxi. —Ah, ¿eso es? —dijo. Y metiendo su mano derecha en el fondo de la bolsa de su pantalón sacó un buen rollo de pequeños billetes. Detuvo un taxi con una señal, lo abordó y desapareció como cualquier caballero inglés, dejando a este escritor parado en la banqueta. Véase como se quiera. A este escritor le gusta verlo así: que Wilde recuperó al final un poco de lo suyo —quitándoselo a este escritor y al resto de imbéciles— y que murió como vivió: no sobregirado sino con la vista puesta, como dice la frase, en sus propios recursos. Al menos es grato imaginarlo guiñándole un ojo a San Pedro, tal y como lo hizo con Bob Humphreys, y exclamando: —¡Te la creíste, viejo! Texto publicado originalmente en The Saturday Review, núm. 20, EUA, mayo 27 de 1939.


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El poema que presentamos forma parte de Amalgama, de la autora neoyorquina Robin Myers (1987), avecindada en la Ciudad de México. Una mirada que observa “no sólo las cosas en sí, sino la sensación de asombro al encontrarlas todas juntas”, en edición bilingüe y de inminente aparición bajo el sello joven de Ediciones Antílope.

LAS CARRERAS ROBIN MYERS VERSIÓN EZEQUIEL ZAIDENWERG Debe haber algo. Si todo se mueve cada vez más rápido, debe haber algo que no se mueva cada vez más rápido. Algo si no completamente quieto, lo suficientemente lento como para tocarlo. ¿Qué piensa de eso el agente de tránsito con su gorra y su chaleco amarillo, inmóvil, parado exactamente sobre la línea divisoria de lo que está entrenado para detener cuando no se detiene: cuatro carriles que confluyen sólo si hay un choque, y de lo contrario fluyen como un río [hacia su muerte, o como aquellas cosas que desea el río y con las que hace [lo que quiere: peces, cieno, basura, el cadáver de alguien que le tuvo confianza. ¿Qué pasa con las líneas amarillas pintadas en mitad de la calle, paralelas, que de inmediato [empiezan a descascararse por la fricción de las ruedas contra el pavimento? Debe haber algo que sepa cómo bajar la velocidad sin frenar; debe haber una manera de mirarlo de frente [mientras aún se mueve. Una vez, en las montañas, con calzado inadecuado, me recosté con otra gente en una escalinata limpia de piedras alargadas y planas que la nieve había aprendido a rodear al bajar derritiéndose por las laderas. (No sé si la presencia de otra gente lo haya hecho más lento o más rápido.) Cuando cerré los ojos, lo único que escuchaba era el agua. (Hubo una vez en que lo único que escuchaba era el agua.) Pero el agua se movía con rapidez. ¿Hay algo que avance sin avanzar todavía más rápido? ¿Cómo lo vivirá la joven estudiante de ópera que se para [en el parque para cantar, con la gente que corre alrededor de ella con su [ropa de neón como láseres? ¿O el vendedor de mangos que pela una [infinidad de mangos y que corta rodajas de una fruta tras otra tras otra más? ¿O ese grupo de amigos que se empeña en hacer volar un globo de aire caliente con [forma de estrella sobre la autopista sin que se incendie? No se me ocurre cómo hacerlo

sin que se incendie, o se detenga. No se me ocurre nada que no empiece con una vez, aunque se repita sin parar. Una vez, a un amigo, un colibrí se le cayó muerto a los pies; me dijo que le sorprendió lo [pesado que era cuando lo levantó. Una vez, vi a un borracho tambaleándose por las vías [del tren. Una vez, escuché caer un vaso, que se quebró mientras el saxofonista sostenía una nota grave y dulce por [tanto tiempo que me quedé esperando que volviera a respirar o que se le parara el corazón. Una vez, y otra vez, y otra vez, el momento de acercar mi cara a otra, como si fuera la primera vez, o la última; aunque el acercamiento la arranca de raíz, la abre como una naranja, la boca detenida para encontrarse con otra boca aunque sea un instante. Si hay algo que sepa bajar la velocidad y sin embargo seguir siempre adelante, me gustaría enterarme. ¿En qué es que se convierten, el nadador profesional, el hacktivista insomne, el ávido coleccionista de latitas, [el padre de una hija que sola se hace trenzas en el pelo antes de dormir? Debe haber una forma de mirarlos mientras aún están [creciendo, ver el agua, los números, la avidez y la hija, de alguna forma, sin tenerles miedo a ellos ni a dónde van. No la forma en que yo esperaba dentro de un autobús, [en un semáforo en una ciudad a la vez detenida y atestada: esa pausa duró de una manera que sentí en verdad eterna, o que podía volverse eterna, todo mi deseo agolpado en el movimiento que se me negaba, una frustración casi erótica en su impotencia. Lo que pensé, una vez, cobardemente, antes de que otra vez el autobús se tambaleara hacia adelante [y siguiera camino hacia quién sabe dónde después de que bajara yo, porque ésa es la parte de la que no me acuerdo, fue me voy a quedar acá para siempre, fue me voy a quedar acá el resto de mi vida.


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Por

FRANCISCO HINOJOSA

LA N OTA NEGRA

BOB DYLAN

@panchohinojosah

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a noticia de que Bob Dylan ganó el premio Nobel me causó al principio una gran alegría. Pensé que se trataba de otra travesura de la Academia Sueca para decirnos que no son, como suelen ser muchas academias, un grupo de ancianos que dictan el canon, en este caso de las letras, sino que están más allá de todos aquellos que cada año apuestan por sus candidatos eternos y a quienes pocas veces escuchan (Roth, Adonis, Murakami, DeLillo, Kundera y otros cuantos más). Es un premio que ellos dan y no tienen por qué atender los gustos literarios que prevalecen fuera de Estocolmo. Han tenido aciertos que muy pocos pondrían en duda (de Rudyard Kipling y William Faulkner a Samuel Beckett y García Márquez). Otros han sido muy sorpresivos e inesperados (Fo, Jelinek, Le Clézio, Munro, Modiano, por mencionar algunos recientes). Entre ellos, como lector, agradezco a la Academia Sueca que me descubriera a autores como Svetlana Aleksiévich, cuyas Voces de Chernóbil, un periodismo sin duda de extraordinaria calidad literaria, me dejó muy impresionado. Quizás sin esa decisión, no la hubiera leído. Han tenido también muchos desatinos: ¿quién lee ahora a Henrik Pontoppidan, Roger Martin du Gard o Harry Martinson? Y muchas más omisiones: de Kafka y Proust a Joyce y Borges. En cambio, lo han obtenido siete suecos, tres noruegos, dos daneses, un finlandés y un islandés: catorce escritores poco o nada leídos fuera del mundo nórdico. El problema es de quienes pensamos que se trata del máximo reconocimiento mundial en ma-

Las Claves

SUCEDE AHORA QUE QUIEN MÁS ESTÁ EN DESACUERDO CON LA DESIGNACIÓN DE ESTE NOBEL 2016 ES EL PROPIO GALARDONADO, A QUIEN POR SUPUESTO NO LE INTERESA LA POLÉMICA QUE HA DESATADO.

teria literaria y que por lo tanto debe ser inobjetable. Pero aquí no opera la justicia. Soy fan de Bob Dylan desde hace casi cincuenta años. No creo que haya habido uno de ellos en el que no lo hubiera escuchado y cantado. Pero después de varias conversaciones al respecto, quedé convencido de que esa decisión, disfrazada de travesura, es cuestionable porque el reconocimiento, tanto económico como de prestigio internacional, no lo necesitaba, ya lo tenía. Leo los argumentos en pro y en contra. Es un poeta, ciertamente. Alguien lo defendió diciendo que usa métrica, rimas y encabalgamientos (como sucede a menudo en cualquier concurso de poesía floral). Tache. El uso de esos recursos no hace a un poeta, y menos cuando otros premios no lo presumen como sus principales atributos. Pensemos en Eliot, Yeats, Perse, Seferis, Neruda, Paz, Elytis, Brodsky, Walcott, Szymborska y Heaney. La poesía de Dylan (Bob, y no Thomas, que bien lo hubiera merecido) es pequeña a su lado. ¿Se traducirá a otras lenguas? ¿O se le oirá más? ¿Será más (re)conocido con el Nobel que sin él? Bob Dylan son tres en uno solo: el letrista (poeta), el compositor y el que graba discos y sale al escenario. Hace algunos años (2007) aceptó el premio Príncipe de Asturias de las Artes, que poco después (2011), en el ramo de las letras, obtuvo Leonard Cohen, sin que nadie levantara la voz para reclamar ambos merecimientos. Sucede ahora que quien más está en desacuerdo con la designación de este Nobel 2016 es el propio galardonado, a quien por supuesto no le interesa la po-

lémica que ha desatado. No contestó a las llamadas de la Academia ni se ha pronunciado al respecto. En su momento, hace más de cincuenta años, Jean-Paul Sartre se rehusó a recibirlo incluso antes de que se le otorgara. Como su nombre sonaba como fuerte candidato, una semana antes del pronunciamiento escribió a la Academia diciendo que no lo quería. Aun así, en otra travesura, los académicos suecos se inclinaron por él. Diferente el caso de Boris Pasternak, que fue obligado por el gobierno soviético a rechazarlo. Y lo hizo, como Sartre, a través de una carta dirigida a quienes habían tomado la decisión. Dylan, hasta ahora que escribo estas líneas, ha declinado aceptarlo por la vía de ignorarlos. Algo similar sucede en sus conciertos: el público le puede pedir que cante alguna canción y él no escucha. Su respuesta “is blowing in the wind”.

Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ

STIG DAGERMAN (1923-1954) es un escritor sueco poco traducido al castellano: en la fiebre creativa de la juventud (entre los 21 y 26 años) escribió cuatro novelas, cuatro piezas de teatro, una colección de noveletas, poemas, ensayos, cuentos, diversos artículos, crónicas y reportajes de corte político en la corriente anarcosindicalista. En 1952, dos años antes de suicidarse, publicó un texto desgarrador y hermoso que muchos consideran su testamento: Nuestra necesidad de consuelo es insaciable. Kafka, Rimbaud y Lautréamont merodean por sus abrevias textuales. La isla de los condenados (Sexto Piso, 2016) circula en librerías de México por primera vez en versión castellana de Carmen Montes Cano. La crítica especializada considera esta fábula, aparecida en 1946, como la mejor novela de Stig Dagerman y, asimismo, una obra maestra de la literatura escandinava del siglo pasado. Siete náufragos atribulados ante la segura muerte en un islote desolado se convierten en

metáfora de las secuelas de la Segunda Guerra Mundial: Dagerman traza iconografías habitadas por oscuros, recelosos y desvelados caviles de estas criaturas enfrentadas al infortunio. (“Cada vez más estrellas brotaban en la noche incipiente, dudosas de si quedarse o si desaparecer”). Atmósfera marcada por una desesperada mirada que hace referencia a las turbaciones y zozobras presentes en la Europa del siglo XX: “La caída a través de la noche no era menos espantosa, pero se producía más lentamente, los enjambres de chispas que, en forma de estrellas, revoloteaban por la isla se elevaban despacio y podían observarse muy al fondo en una capa gris lechosa en la que se filtraban chorrillos diminutos como procedentes de una ubre gigantesca y escondida”. Dos acápites: “Los náufragos” (La sed del alba, La parálisis de la mañana, El hambre del día, La tristeza del atardecer, La obediencia de la tarde, El anhelo del anochecer, Los fuegos de la noche) y “La lucha por el León”. Angustia compendiada en cabal-

gantes signos surrealistas desde resueltas acotaciones poéticas: “Ahora abre los ojos y ve cómo el horizonte vibra por encima del sol ya ido; unas últimas pinceladas de rojo resplandecen aún sobre el mar y en la cabellera de la muchacha inglesa que corre por la hierba donde la luz del crepúsculo lanza destellos como el rocío en unos tallos”. Tercera persona narrativa en abrazo de un sinuoso ‘yo’. Dagerman explora la proclive mudanza de los seres humanos a inclinaciones animales descarnadas y crueles. ¿Leyó William Golding a Dagerman para la escritura de El señor de las moscas (1954)? Los niños del novelista británico franquean la inocencia y se enclavan en el salvajismo; los náufragos de Dagerman disipan todas las posibilidades de ensueño: no hay asomo de ilusión en sus gestos, han perdido la noción de pretender. Una roca es su ‘Dios’. La isla de los condenados: despliegue escéptico, tempestuoso y autodestructivo de la orfandad que acosa al hombre desde siempre. Camus y Alain-Fournier merodean estos folios.

LA ISLA DE LOS CONDENADOS

Autor: Stig Dagerman Género: Novela Traducción: Carmen Montes Cano Editorial: Sexto Piso, 2016.


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DON CHETO VS. DONALD TRUMP

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

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CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

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na mañana Los Ángeles despertó tomado por espectaculares. El responsable de la invasión era Don Cheto. En los billboards se leía la leyenda: “Taking an american’s job since 1972”. La acompañaba la imagen de un Don Cheto galán de cine oxigenado. Con un peinado de algodón de azúcar rubio platino a la Don Trump. De inmediato las alarmas se prendieron en el cuartel general de El Cultural. Se contactó a Eduardo Salazar, nuestro corresponsal estrella, para que le realizara una entrevista a Don Cheto. Pero se encontraba cubriendo una de las guerras más cruentas que han asolado al país: la de Oxxo vs. Seven. Sabedores de mi afición de fungir como plato de segunda mesa, me compraron un boleto de avión hacia Tijuana (no tengo visa). No me fue difícil cruzar la frontera. Me confundí entre los tres mil haitianos que buscan asilo en el Chuco. En San Ysidro me trepé a una de las combis Sáenz. Me sentía el mismísimo Eduardo Salazar en Gaza, ijo e su. Tres horas después estaba en el centro de Los Ángeles. Pero no saben el sacón de onda que me llevé. Achingá, exclamé apenas me bajé del transporte con las nalgas más dormidas que los labios cuajados de botox de Madonna, me trajeron al Mercado Alianza. Pero no, no era mi terruño. Era la meritia Los Ángeles, que está más mexa que La Lagunilla. Deambulé por piñatas y tamales oaxaqueños hasta dar con el subway, dueño de cosmopolitismo. Si no me pierdo en el DF menos aquí, su mercé. Un chico rato más tarde deambulaba por el Sunset. Hasta que topé con el Pollo Loco. La catedral del sabor. Entré y ya me estaba esperando sentao Don Cheto. Con

QUIÉN NO HA ESCUCHAO EL “GANGA STYLE”. ORA ES TODO UN ROCKSTAR DE LA RADIO. Y HACE POCO SE ENFRENTÓ A ILL MÁSCARAS EN UNA BATALLA DE RIMAS QUE PASARÁ A LA HISTORIA.

El sino del escorpión

su sombrero enjaretao y despachándose una orden y media de pollo asao. Don Cheto es originario de Michoacán. Pero una madrugada la providencia quiso que se fuera de espalda mojada y pues el pelao cruzó. No en busca del Sueño Ameriquequi, sino huyendo del clima de violencia que la Familia Michoacana regó por todo el estado. En los yunaites emprendió una carrera como rapero. Y pegó bien recio con “El Tatuao”. Quién no ha escuchao el “Ganga Style”. Ora es todo un rockstar de la radio. Y hace poco se enfrentó a Ill Máscaras) en una batalla de rimas que pasará a la historia. Sé que en el suplemento me pidieron una incisiva entrevista sobre política, que reflejara el sentir del pueblo latino en el Chuco. Pero pues por eso mismo lo primerito que le pregunté a Don Cheto cuando me le aplasté en frente fue: —¿Le pudo la muerte de Juanga? —Ah cómo no. Qué forma de alcanzar a todo mundo con sus canciones tan simples y a la vez tan profundas. Y es que de eso se trata, de llegar con ese lenguaje universal a todos. Y Juanga y José Alfredo son los reyes. Me duele la muerte del artista, del paisano, del que hizo bailar y cantar hasta al más macho. Al más crítico. Qué artistazo. Se le escapó una lagrimita de la emoción. Hasta pensé de a tiro que se iba a atragantar con una alita. Pero no. Se la aspiró cuando se arremangó un suspiro de nostalgia. Ya instalados en el mundo de la música se me salió otra indiscreción. —Qué opina del Nobel a Dylan. —Uy pos ai tá difícil. A los escritores que han estado rayando bonito y en la lista de nominados cada año, lo más seguro es

que no les parezca. A mí en lo personal me gusta la idea. Porque hay canciones que son poesía. Pero siendo Dylan un hombre muy solitario y raro (como muchos genios) pueque no lo acepte. Igual si no lo quiere que me lo den a mí. Aunque sea el millón. Digo, “El Tatuado” taén es poesía. Me levanté pa refilarme Pepsi. Era Pollo Loco pero taba más seco que el cuerpo de la Hillary. Nos pusimos a hablar de cuanta babosada se nos ocurrió. De vacas y chivos. De mulas y chanchos. Y el tiempo corrió y corrió. —Oiga, yo vine a entrevistarlo a propósito de Don Trump. —No pos el tiempo de la entrevista ya se terminó. —De perdida respóndame esto: ¿así como en el boxeo un peleador predice que noqueará a su contrincante en tal o cual round, en un combate de sumo, en qué segundo Don Cheto aniquilaría a Donald Trump? —Mmm, no pos así a ojo de buen cubero, bien comido yo, él de seguro que si anda bien tragao. En pleno uso de mis facultades, sin andar peliao con mi vieja (es que soy muy sosectible pues) si lo ando tumbando o sacando del ruedo o lo que sea, en los primeros cinco segundos. Ora que si me amarro la mano derecha y la pata zurda pueque me dure unos diez segundos. Es que le agarra coraje uno a esas gentes, ve, con las mensadas que dice de uno. Imagínese, yo que tengo la mayoría de mi vida aquí en los yunaited, partiéndomela bonito, haciendo de todo un poco, llega este zafao y nos dice criminales. Nos llama violadores, yo qué culpa tengo que, a lo mejor, lo aiga manoseao algún paisano. C

Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza

Disidencias culturales LUEGO DE UNA SEMANA de permanecer en su nido leyendo las transcripciones de las audiencias públicas “oficiales” sobre la iniciativa de ley de cultura, el rastrero pide esquina, un poco de aire y está a punto de tirar la toalla. Ante tal galimatías, hartos temas (técnicos, financieros, legislativos, políticos, burocráticos) y participaciones tan variopintas, el venenoso compadece a quienes tienen la tarea de procesar esa información (¿funcionarios, expertos, operadores, burócratas?). Como premio de consolación, el arácnido les sugiere rescatar algunas joyas de la grilla política enterradas entre tanto palabrerío, como ocurrió durante la audiencia realizada en Puebla el 30 de junio, cuando el presidente de la Comisión de Cultura del Senado, el panista Javier Lozano (of all our culture men), se

da tiempo de felicitar afectuosamente al gobernador de esa entidad por ser día de su cumpleaños (happy birthday Moreno Valle). Mientras tanto, y sumadas a las trece reuniones de discusión del tema organizadas por el Sindicato de Trabajadores de la Secretaría de Cultura, el escorpión escucha otras voces en la discusión. El portal horizontal.mx, por ejemplo, durante su Simposio Internacional de Teoría sobre Arte Contemporáneo, elaboró un cuestionario para indagar la “Razón política de la gestión cultural del Estado”. Una veintena de artistas, intelectuales y académicos respondió a interrogantes sobre del papel del Conaculta durante sus 27 años de existencia y las perspectivas de la Secretaría de Cultura. La información se encuentra en http://sitac. horizontal.mx/cuestionario/29

El alacrán destiló su veneno al leer el libro de Eduardo Cruz Vázquez Sector Cultural. Claves de acceso (Editarte, 2016). El autor acusa falta de políticas públicas y califica de fracaso no haber diseñado una reforma cultural, sin la cual la Secretaría será otro ente burocrático. Incluso sugiere extender la aprobación de la ley de cultura hasta el próximo sexenio. Cruz Vázquez destaca el potencial económico de la cultura y exige liberar recursos para dejarla crecer y ya no mantenerla encorsetada por un modelo organizativo de principios del siglo XX y una burocracia nacionalista digna del más rancio priismo. La cultura liberal no llegó al Estado en este ramo, insiste. El escorpión vuelve a su oquedad en lo alto del muro pensando en el 2.8 por ciento del PIB generado por el sistema cultural en México. ¿Será? C

EL PORTAL HORIZONTAL.MX, ELABORÓ UN CUESTIONARIO PARA INDAGAR LA “RAZÓN POLÍTICA DE LA GESTIÓN CULTURAL DEL ESTADO”.


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E l C u lt u ral S Á B A D O 2 9 . 1 0 . 2 0 1 6

EL TEATRO SEGÚN LUIS DE TAVIRA Luis de Tavira (Ciudad de México, 1948) es el gran pedagogo y pensador del teatro actual. Director y dramaturgo, durante su juventud fue seminarista, y las primeras obras que llevó a escena fueron de corte religioso y litúrgico, para después trabajar a autores como Bertolt Brecth, el teatro social y político, y obras del Siglo de Oro de la tradición hispánica. Es cofundador del Centro Universitario de Teatro de la UNAM, entre otros espacios. En 2006 fue galardonado con el Premio

Nacional de Ciencias y Artes en el área de Bellas Artes y es miembro del Consejo Mundial de las Artes de la Comunidad Europea. A unos días de dejar la Compañía Nacional de Teatro (CNT) y de ingresar a la Academia de las Artes, Luis de Tavira nos habla del resultado de su gestión, en la que estrenó 59 obras distribuidas en 162 temporadas; funciones que llegaron a 389 mil 664 espectadores a lo largo de ocho años. Una gestión no exenta de hostilidades, a decir del propio Tavira.

Por

ESGRIMA

¿Por qué deja la Compañía Nacional de Teatro? Porque toca. Se han cumplido los plazos del propio diseño que hice sobre la compañía, en el que se prevé la duración de la gestión del director artístico en un periodo de cuatro años, que puede ser renovado —en el caso de que así se considere— sólo hasta un segundo periodo. Después de esos ocho años el cambio es necesario: no es saludable eternizarse en un puesto directivo de esta naturaleza, aunque la propia compañía y su gente quería que siguiera, pero hay que dar este paso. ¿Ocho años fueron suficientes? No sé si sea suficiente, pero es lo que conviene, es sensato. No es la compañía de un artista. Durante el periodo que me tocó, se reestructuró la condición real de la CNT. Nos tomó mucho tiempo a todos armarla, construirla, experimentarla y consolidarla; y eso que esta compañía es un barco prodigioso que navega hacia un puerto donde la tripulación baja y sube otra. ¿Sintió hostilidad de sus colegas? En el inicio la CNT fue cuestionada. Se decía que se iba a hundir y, sin embargo, ha conseguido resultados asombrosos que incluso a mí me sorprenden. ¿Cuál es su balance? Se integró una compañía de excelencia. Lo mejor de ella son sus artistas, y no me refiero sólo a los actores: también a sus técnicos, productores, artesanos, a los organizadores y a la comunidad que ha participado de la construcción de los espectáculos; han participado muchísimos artistas nacionales y extranjeros que también han venido a sumarse a la construcción de repertorio que está destinado a la formación del espectador. Un repertorio clásico y moderno, lo que no siempre es común en una compañía teatral. El concepto que

EL ARTE DE L A ACTUACIÓN SIGUE SIENDO UN ENIGMA DE ABSOLUTA INCOMPRENSIÓN PARA L OS PENSADORES E HISTORIADORES.″

ALICIA QUIÑONES rige a esta compañía es la creación de un repertorio, que es una estructura modélica paradigmática en la historia del teatro, no la única. Éste es un modelo del elenco estable, y es estable fundamentalmente porque no produce obras eventuales, obras que cuesta mucho trabajo levantar y luego dan una temporada cada vez más corta, y una vez que termina la temporada se deshace el elenco y esa obra no se vuelve a presentar. Hacer teatro de repertorio es volver patrimonio cada puesta en escena. En este momento, en esta compañía se podría remontar al primer espectáculo que hicimos hace ocho años, y que fue Pascua de Strindberg, dirigida por el maestro Héctor Mendoza. Aunque el maestro ya no está, ese espectáculo puede ponerse en escena; lo mismo Final de partida, dirigida por Abraham Oceransky; Los grandes muertos de Luisa Josefina Hernández y José Caballero; eso es posible porque los actores están ahí de modo estable: el repertorio articula. Hay compañías de repertorio monotemático, la Royal Shakespeare tiene su especialidad; la Compañía Nacional de Teatro Clásico en España trabaja el barroco o el llamado teatro del Siglo de Oro que comprende lo clásico. Nuestra compañía no es así porque considera el derecho del espectador nacional, es decir, el derecho al patrimonio universal del teatro, que va desde Esquilo hasta Harold Pinter, pasando por la emergencia de nuevas teatralidades. Se va pero ingresa a la Academia de las Artes. Es muy honroso haber sido invitado y propuesto para formar parte de la Academia, que es un simposio admirable de diversos artistas y disciplinas que se reúnen para reflexionar sobre el arte en todas sus manifestaciones, y llegar ahí como gente de teatro propuesto por el maestro Alejandro Luna es un honor y una responsabilidad. ¿Qué quiere hacer por el teatro ahí? Animar a la reflexión sobre el arte en nuestro país, sobre el arte de la actuación. ¿No se valora a los actores? Al teatro le hace falta este Arte digital > FERNANDO MONTOYA >La Razón

nivel de apreciación. Abrirse a la compresión del hecho teatral. Los propios hacedores del teatro a su vez no se han preocupado suficientemente por la reflexión sobre su hacer. Sin duda, el arte de la actuación sigue siendo un enigma de absoluta incomprensión para los pensadores e historiadores. Es un arte que se ignora, incluso se le desprecia porque se le considera un oficio de intérprete. He dedicado mi vida a estar sentado horas y horas, por años y decenios, contemplando el fascinante espectáculo en la mente del actor. Toca ser testigos y poner la valoración ante tanta ignorancia e incomprensión. ¿Hay que establecer un canon? Hay que establecer requerimientos epistemológicos y hay que aspirar a criterios al margen de todo este ejercicio de adjetivación indiscriminada con la que se habla del trabajo del actor. Evaluarlo en su consistencia, no en los adjetivos. “Excelente, extraordinario, fresco” —se dice, como si fuera lechuga. Estamos rodeados de incomprensión crítica. Y el teatro no puede crecer sin ella, aunque la crítica tampoco es el sinodal calificador como solemos verla, que siempre está acompañada de mafias, filias y fobias; ese es un ejercicio irresponsable, lamentable y perverso. Y luego habría que preguntarse dónde se formó ese crítico. Muchos pasan de la tarea periodística, que es muy importante, a ser sinodales de lo que no entienden. ¿Respeta a algún crítico? Tenemos a uno de los grandes críticos en la historia del mundo: Luis Enrique Diez Canedo, exiliado español que se estableció en México. Aquí escribió y publicó su libro de crítica más importante: Los enemigos del teatro. Con Alfonso Reyes fundó la Casa de España y El Colegio de México. Él es, con mucho, uno de los críticos más importantes de la historia. Cincuenta años haciendo teatro. ¿Se habría dedicado a otra cosa? Lo intenté. Y ese camino me trajo al teatro. Me pasó lo que al profeta Jonás, que no quería ir al Nínive: se subió en una ballena y al final lo escupió ahí.


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