FERNANDO IWASAKI ¿ ANCIANAS DE 36?
CARLOS VEL ÁZQUEZ NO TENGO CA JONER AS
ESGRIMA
PEDRO VALTIERR A
El Cultural N Ú M . 2 2
S Á B A D O
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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
ARTE DIGITAL BASADO EN RETRATOS DE ROGELIO CUÉLLAR
NARRATIVA DEL MEDIO SIGLO MEXICANO ARREOL A Y RULFO: EL PARTO DE LOS MONTES
Alejandro Toledo
EL RÍO SUBTERR ÁNEO DE INÉS ARREDONDO
Geney Beltrán Félix
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El Cultural SÁBADO 14.11.2015
Entre equívocos y ambigüedades, ha prosperado una versión que acredita la estructura final de Pedro Páramo tanto al poeta y editor Alí Chumacero como a Juan José Arreola. El sentido soterrado de esa hipótesis le escamotea a Juan Rulfo la forma definitiva de su obra maestra. Alejandro Toledo rastrea aquí las etapas y verdades a medias de otra polémica alimentada por la especulación.
A R R E OL A Y RU L FO EL PA RTO DE LOS MON TES ALEJANDRO TOLEDO 1 Yo, señores, no soy de Zapotlán el Grande. Hasta hace unas horas, nunca había puesto un pie en este pueblo que de tan grande lo hicieron Ciudad Guzmán más de cien años atrás. Pero uno le sigue nombrando Zapotlán, porque ese fue su santo y seña original, primero, y porque la pluma vigorosa de Juan José Arreola lo rebautizó así en el texto “De memoria y olvido”, que abre en Confabulario. No viaja uno a Ciudad Guzmán, expresión que carece de poesía, sino a un sitio acaso tan mítico como el vecino, y vaporoso, pueblo de Comala, no el de Colima, sino el de Jalisco, que pudo haberse llamado, de modo pedestre, Tuxcacuexco, como apareció en un primer apunte de Pedro Páramo que publicó la revista Las Letras Patrias, en su número 1, de enero-marzo de 1954 (“Fui a Tuxcacuexco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”), y luego se transformó, por vía de la ficción, en Comala. Las geografías imaginarias exigen esas (des)ubicaciones: viaja uno al Zapotlán de Arreola o al Comala de Rulfo, a unas pocas páginas de distancia, y se sube o se baja a Zapotlán o Comala, depende si uno va o viene de un lado o del otro, hacia uno u otro lado. Vine, pues, a Zapotlán el Grande porque me dijeron que acá nació uno de nuestros padres literarios, un tal Juan José Arreola. Y son más o menos treinta mil los que en este lugar viven. Unos dicen que más, otros que menos. Son treinta mil desde siempre.
2 El viii Coloquio Arreolino propuso a los conferencistas resolver una ecuación que, sobre todo en las últimas décadas, ha resultado algo explosiva. En un ensayo incluido en Cuaderno de escritura (1969), llega Salvador Elizondo a la conclusión de que resulta imposible hablar de Joyce “y” Proust, como si hubiera algo que los pudiera unir; que, en tal caso, tendría que pensarse en estos dos grandes autores como si se tratara de un encuentro boxístico, pero del espí-
ritu: Joyce versus Proust, porque plantean, en cierto modo, posiciones literarias poco afines en las que antes parecían ser vías paralelas en la historia de la literatura. El tema del ensayo de Elizondo es la infancia, y cómo la desarrollan el irlandés y el francés en sus obras: invocación de ella, en un caso, y evocación en el otro. No me detengo en el texto de Elizondo, que sólo utilizo, ahora, para mostrar cómo dos posiciones literarias pueden provocar, si se les mira de cierta manera, una confrontación inevitable. En un principio de acuerdo con Elizondo, que era un admirador profundo de la escritura de James Joyce (e intentó incluso traducir esa novela imposible que es Finnegans Wake), sólo diré que ese versus a primera vista tan atractivo ha terminado por parecerme equívoco. En su arribo al tomo final de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust conquista una cima a la que había llegado ya, ese mismo año de 1922 y en la misma ciudad de París, Joyce: una jornada que es resumen, cifra, de todas las cosas. Si la maqueta de cada uno de estos proyectos es distinta, no lo son sus impresiones finales, ya que el Ulises de Joyce también podría describirse como una suerte de tiempo recobrado... Pero ese es otro cantar, y no hay espacio hoy para hablar de ello. Ocurre algo similar cuando se trata de Arreola y Rulfo, que la conjunción armónica, esa “y” que es generacional y prácticamente hasta geográfica (aunque al parecer no es lo mismo ser de Apulco que de Zapotlán), provoca un gran choque. Se piensa que hay aquí otro versus ineludible: un continuo, y a veces hasta doloroso, Arreola contra Rulfo. “Mancuerna dispar”, propone el mismo Arreola en su vida “contada a Fernando del Paso”, para enseguida definir a Rulfo y luego definirse a sí mismo, en cuanto a sus propuestas escriturales. Plantea, primero, que a partir del siglo xix hay en la literatura mexicana dos clases de autores: los que se apoyan en la realidad y los que han hecho del no apoyarse en ella una vocación. Rulfo estaría en el primer caso. Cito:
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“INÉS ARREDONDO RECUERDA QUE LA ASOMBRARON ‘LAS SUGERENCIAS DE RULFO, LAS PRECISIONES DE ARREOLA, EL MUNDO ABISMAL DE UNO Y EL APARENTEMENTE CLARÍSIMO DEL OTRO.’” “En él se subliman procedimientos que vienen de Azuela, Martín Luis Guzmán, Mauricio Magdaleno y Cipriano Campos Alatorre. Al destilarlos, logró productos cristalizados y esenciales”. Aunque aclara: “Más que realista, Rulfo es un escritor fantástico, un artista iluminado y ciego. Es decir, ha dado los más grandes palos de ciego en nuestra literatura actual porque el artista verdadero está ciego y no sabe adónde va, pero llega”. “Yo, en cambio”, dice Arreola, “soy, más que nada, un barroco.” Es el suyo un estilo ornamental, lleno de arabescos, al que salva la ironía, “la sorna agazapada”. Alguna vez le aseguró a Agustín Yáñez: “Yo también me sacrifico en altares barrocos”. Pero ha comprendido, sigue, y llegado (un poco, o mucho, bajo el magisterio de Borges) a economías expresivas que considera estimables: En Prosodia hay ejemplos de ese lenguaje al que aspiro y al que me he acercado alguna vez, el lenguaje absoluto, el lenguaje puro que da un rendimiento mayor que el lenguaje frondoso, porque es fértil, porque es puro tronco y lleva en sí el designio de las ramas. Este lenguaje es de una desnudez potente, la desnudez poderosa del árbol sin hojas. Es así como Arreola pinta su raya, y la desdibuja a la vez. Ocurre como con Joyce y Proust: si los puntos de partida son extremos, si en este caso uno se inicia desde la realidad (y asume las herencias de la novela de la Revolución e incluso de la novela cristera) y el otro desde la mera fantasía (como orfebre del lenguaje, con Marcel Schwob y Giovanni Papini como sus figuras tutelares), sus arribos son prácticamente parejos, aunque la meta se desmorone o difumine ante ellos, sea un árbol seco o un montón de piedras que se desparrama. En Rulfo y Arreola: Desde los márgenes del texto (2010), Felipe Vázquez traza el camino de estas vidas paralelas. Dice: Al principio de su carrera literaria, Rulfo y Arreola fueron catalogados como gemelos enemigos: Rulfo era el heredero de los novelistas de la Revolución Mexicana y Arreola era el cosmopolita afrancesado, uno hacía literatura realista y el otro literatura fantástica, uno criticaba el pasado inmediato de su país y el otro se dedicaba a hacer parábolas y juguetes verbales, Rulfo daba una imagen trágica y pesimista de México y Arreola se desvivía por inventar historias que podrían catalogarse dentro de la estética de lo absurdo, la prosa del primero era seca y minada por silencios de honda resonancia y la del segundo estaba llena de humor y preciosismo, etcétera. Los críticos de generaciones posteriores vieron que dichas oposiciones eran falsas
Mecanoescrito de un informe de Juan Rulfo al Centro Mexicano de Escritore s.
y abordaron las obras desde una perspectiva menos maniquea, más centrada en su singularidad literaria, y descubrieron que entre ambos escritores había notables afinidades en la forma de concebir el hecho literario. Sin embargo, después de la muerte de Rulfo surgió una polémica que los volvió de nuevo enemigos: la supuesta ayuda de Arreola en la estructura de Pedro Páramo. Me extenderé luego en este último punto. Antes, quisiera referirme a una conferencia, no muy conocida, sobre “La cocina del escritor”, dictada en junio de 1982 en la Capilla Alfonsina por la narradora Inés Arredondo, en donde refiere, ente otros sucedidos, su encuentro temprano con los libros de Juan Rulfo y Juan José Arreola. Recuerda que la asombraron “las sugerencias de Rulfo, las precisiones de Arreola, el mundo abismal de uno y el aparentemente clarísimo del otro”. El encuentro fue más allá, porque para lanzarse a escribir Inés Arredondo consideró necesario escoger entre uno y otro camino: No fue fácil, pero sí un ejercicio fructífero para mí. Sin aire en los sueños bajo tierra de Rulfo, preferí el mundo con sonido de cristal de Arreola, un mundo de luces y sombras de tamaño humano, hiladas no con la palabra sugestiva sino con la palabra exacta, que es más difícil y expuesto. Preferí el bordado sobre crudo que el sobrecosido. Y no por eso renegué de Rulfo, no, ni dejé de adivinarlo, simplemente escogí una postura: la del narrador que pone entre él y su sueño escrito el menor difuminado necesario. La actitud moral más recta hacia la escritura. No el menor artificio, que Arreola quizá sea más artificial que Rulfo, sino su moral, repito, su juego interno con la escritura.
De nuevo el “y” se vuelve imposible y se convierte en un match de boxeo, como diría Elizondo. No sólo se trata de leerlos y comprender su arte; hay además que definirse, tomar partido.
3 La “mancuerna dispar” tiende a emparejarse y los “gemelos enemigos” rehacen sus lazos... algunas veces. Aunque también es frecuente que entre Rulfo y Arreola se interponga, como entre Sayula y Zapotlán, y como solía decir éste, la cuesta de Sayula. Y una cuesta muy pronunciada, de alta peligrosidad y que a cada tanto surge en el camino, es la probable intervención de Arreola en el proceso de escritura de Pedro Páramo o su papel como testigo cercano al toque final. A ésta y otras historias similares se les ha englobado, con cierta exageración, pero también con algunas buenas razones, bajo el nombre de “leyenda negra”. José Pascual Buxó, por ejemplo, habla en un libro reciente (conmemorativo por los sesenta años de Pedro Páramo) de “la maliciosa leyenda según la cual la estructuración definitiva de su novela [de Rulfo] habría sido obra de Alí Chumacero y Juan José Arreola”. Hay dos textos a la mano para profundizar en ello: uno es de Víctor Jiménez, que en su versión actualizada circula en Pedro Páramo en 1954 (2014); y otro, ya citado, es de Felipe Vázquez, Rulfo y Arreola: De la fraternidad a la discordia. No agotaré los detalles de esa ruda polémica, territorio en verdad extraño por los excesos a los que se presta, y que en lo que corresponde a Arreola ha ocasionado que se le juzgue inquisitorialmente. Recordaré, no obstante, como punto de inicio, aquello que escribió José Emilio Pacheco en los años setenta, y que de algún modo abrió esta ardua secuela de una fórmula —“se dice”— que pretende minimizar la potencia creativa de Rulfo. Cito:
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Unas cincuenta veces este redactor ha escuchado, en labios de interlocutores que pretenden hacerle la gran revelación, la teoría delirante de que en 1955 Rulfo entregó al Fondo de Cultura Económica un manuscrito informe y cercano a las mil cuartillas. De ellas, se dice, el poeta Alí Chumacero extrajo Pedro Páramo a base de recortes, tachaduras y collages. Otras cincuenta veces la respuesta ha sido desmentir la versión y restituirle a Rulfo la autoría absoluta de su gran obra. En sus explicaciones, Pacheco menciona a Arreola (incluido en el paquete de lo que llama la “administrativa calumnia”), para aclarar que por esa época, mediados de los años cincuenta, éste “dedicó gran parte de su tiempo a la actividad, insólita entre nosotros, de reescribir gratuita y generosamente muchos libros ajenos —pero en modo alguno los de su amigo Rulfo”. Confirma esto último Arreola en su vida “contada a Fernando Del Paso”, Memoria y olvido (1994), cuando dice: “Y cosa curiosa: yo, que siempre revisaba los textos de otros y que a todos les hacía alguna sugerencia o alguna corrección, a Juan jamás me atreví a decirle nada”. Sólo que párrafos abajo, Arreola rememora las dudas de Rulfo para entregar Pedro Páramo a la editorial: Hasta cierto punto tenía razón, porque parecía un montón de escritos sin ton ni son, y Rulfo se empeñaba en darles un orden. Yo le dije que así como estaba la historia, en fragmentos, era muy buena, y lo ayudé
a editar el material. Lo hicimos en tres días, viernes, sábado y domingo, y el lunes estaba ya el libro en el Fondo de Cultura Económica. Esto mismo, añadiendo matices importantes, fue relatado a Vicente Leñero y otros participantes (a saber, Armando Ponce, Federico Campbell y el fotógrafo Juan Miranda), en un diálogo ocurrido el 23 de enero de 1986 y que se transformó en el libro ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? (1987). Yo aparezco mencionado al final de ese libro, porque en esa época, con mi amigo el ensayista Daniel González Dueñas, buscábamos afanosamente a Arreola para que nos hablara de Giovanni Papini, y ese día caímos en la casa de la calle Guadalquivir, en la colonia Cuauhtémoc, de la Ciudad de México, justo cuando salía el grupo de la revista Proceso. Se le veía agotado y excitado; había sido una larga charla. En el paisaje del departamento sobresalían los muertos (término restaurantero) dejados por los visitantes: botellas y copas de vino, tazas de café... Quiso seguir conversando y hablarnos, ahora a nosotros, de Papini, lo que nos pareció imprudente. Orso Arreola o Eduardo Lizalde, alguno de ellos (que por ahí andaban), le aconsejó descansar. Nos despedimos. Volvamos a ese lost weekend de la literatura mexicana; esto es lo que contó Arreola ese día al grupo que encabezaba Leñero:
“EN LOS AÑOS NOVENTA APROVECHÉ MI FRECUENTACIÓN DEL CENTRO MEXICANO DE ESCRITORES, DEL QUE ERA YO BECARIO, PARA EXAMINAR EL ARCHIVO DE RULFO. ME PARECÍA ALGO FANTÁSTICO, O FANTASIOSO, PENSAR QUE UN LIBRO, Y MÁS UNO COMO PEDRO PÁRAMO, HUBIERA PODIDO ARMARSE EN UN FIN DE SEMANA.”
Estábamos en Nazas, a cuadra y media del Fondo de Cultura... De sábado a lunes salió Pedro Páramo por fin, porque no iba a salir nunca. (Pausa) Lo que yo me atribuyo, no me lo
Mecanoescrito original de Juan Rulfo. El inicio y el final de lo que sería Pedro Páramo.
atribuyo: es la historia verdadera: cuando logré decidir a Juan de que Pedro Páramo se publicara como era, fragmentariamente. Y sobre una mesa enorme, entre los dos nos pusimos a acomodar los montones de cuartillas... Dios existe. Yo creo en Dios. ¡Esa tarde existió! Y no tengo más mérito que haberle dicho a un amigo: “Mira, ya no aplaces más. Pedro Páramo es así”. Intrigado por esta historia, de la que fui testigo indirecto, en los años noventa aproveché mi frecuentación del Centro Mexicano de Escritores, del que era yo becario, para examinar el archivo de Rulfo. Me parecía algo fantástico, o fantasioso, pensar que un libro, y más uno como Pedro Páramo, hubiera podido armarse en un fin de semana. Lo sé porque me tocó realizar ese trámite: al final de la beca, pedían entregar un mecanoescrito del proyecto terminado, con correcciones a mano (para que se notara su condición de obra en proceso, digamos), y era requisito para recibir el pago final. Rulfo entregó Los murmullos, que es, ahora sabemos, una copia al carbón del original que fue llevado, semanas después, al Fondo de Cultura Económica. Entre una y otra entrega debía notarse la intervención de Arreola, y no, no ocurre así, los dos originales son ya Pedro Páramo, aunque Arreola dice, también, que su mayor mérito es haber convencido a su autor a dejar la novela como estaba, fragmentariamente. Mi revisión del archivo de Rulfo se publicó en la revista Proceso el 7 de enero de 1991 bajo el título “Pedro Páramo se llamó originalmente ‘Los desiertos de la tierra’. Los papeles de Rulfo a cinco años de su muerte”, y en una versión más afinada aparece en Lectario de narrativa mexicana (2002). En fin, que esta anécdota probable se
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den revisarse los dos mecanoescritos, el del Centro Mexicano de Escritores y el del Fondo de Cultura Económica, para percatarse de que la novela ya era lo que fue cuando se imprimió y que del lost weekend salió casi intacta. Mi opinión es ésa, que se trata de un ratón imaginario, construido por Arreola una o varias veces para alegrar a los escuchas. Víctor Jiménez cuenta (y es sólo otra anécdota) que en una cena, ante la pregunta del crítico uruguayo Jorge Rufinelli sobre su intervención en la estructura de Pedro Páramo, Arreola respondió: “No, yo no tuve nada que ver en eso. Nada absolutamente. Nada que ver”. Algo más: en El último juglar: Memorias de Juan José Arreola (1998), de Orso Arreola, se vuelve al asunto. Leemos:
Juan José Arreola y Juan Rulfo. Retratos de Rogelio Cuéllar.
“RULFO Y ARREOLA ERAN GRANDES LECTORES; SUS VIDAS SON PARALELAS Y ADEMÁS PARA-LEERLAS. ADMIRABAN A RILKE Y A HAMSUN, POR EJEMPLO. NINGUNO DE ELLOS PARTE DE LA INGENUIDAD O EL DESCONOCIMIENTO PARA ESCRIBIR.” ha prestado a todo tipo de interpretaciones, e incluso ha hecho que Arreola sea puesto bajo la lupa, como si hubiera buscado montarse en el triunfo de Pedro Páramo o quisiera restarle méritos a su amigo. Como cita Felipe Vázquez, Antonio Alatorre llevó las cosas al extremo de decir que la estructura de Pedro Páramo se debía íntegramente a Juan José Arreola... Y no, ésta viene de muchos lados. Sabemos, por ejemplo, que Rulfo leyó La amortajada (1938), de la escritora chilena María Luisa Bombal, que es ya una novela en fragmentos, y también poesía en prosa. Se ha especulado que el papel protagónico de la novela lo tenía Susana San Juan, que monologaba en su tumba, y que la lectura de La amortajada, también una muerta de la que emana un monólogo interno, hizo que el peso estelar recayera en el cacique... Y hay otras muchas posibles influencias: Rulfo y Arreola eran grandes lectores; sus vidas son paralelas y además para-leerlas. Admiraban a Rilke y a Hamsun, por ejemplo. Ninguno de ellos parte de la ingenuidad o el desconocimiento para escribir. Su gran equipaje literario los hace avanzar a partir de lo ya hecho. Poco ayuda Rulfo a aclarar el enredo de los dos mecanoescritos, el del Centro Mexicano de Escritores y el del Fondo de Cultura Económica (copia al carbón y original, como se ha dicho), e inventó al académico José Carlos González Boixo, el editor español de Pedro Páramo, la siguiente extraña historia: Originalmente, el fce , cuando empezó a hacerse la edición de Letras Mexicanas, me pidió que le diera yo algo para ver si lo podían publicar. Entonces yo les entregué
La clave última viene enseguida, cuando Arreola parece estar consciente de los sobresaltos que ha ocasionado su posible intervención en la historia de Pedro Páramo, y acomete su defensa:
un borrador que tenía de Pedro Páramo —el original estaba en el Centro Mexicano de Escritores, donde yo tuve una beca de la Rockefeller y ahí se quedó el original y yo me quedé con un borrador— y como ellos no más querían ver qué era o de qué se trataba y si convenía publicarlo, pues me pidieron el borrador. Cuando me fui por ella ya la habían editado. Yo creo que una de las claves de este enredo, en la parte que corresponde a Juan José Arreola, podemos encontrarla en “Parturient montes”, el relato que abre Confabulario. Ahí Arreola describe a un orador en el trance de mantener la atención de su público. Ha agotado sus recursos retóricos y debe improvisar. Surge entonces, como quien se saca algo de la manga (aunque esto aquí será literal), el ratón legendario. “De buena fe y a mano limpia”, dice el narrador, “me pongo a perseguir al ratón.” Y: “Algo aquí se anima y se remueve... Suavemente, dejo caer el brazo a lo largo del cuerpo, con la mano encogida como una cuchara. Y el milagro se produce. Por el túnel de la manga desciende una tierna migaja de vida. Levanto el brazo y extiendo la palma triunfal”. Ese ratón, “entrañable fruto de la fantasía”, el ser que cobra vida con la palabra, pudo haber sido ese acto mágico de un fin de semana mediante el cual la novela de Rulfo quedó concluida. O la invención de ese momento. “¿Hubo trampa? ¿Es un ratón de verdad?”, se nos pregunta en “Parturient montes”. No lo sabemos. Tenemos el cuento contado por Arreola y la versión confusa de Rulfo de cómo concluyó y entregó Pedro Páramo; también pue-
Recuerdo el día en que Juan Rulfo me llevó a mi casa de Río Ganges su texto original de Pedro Páramo. Cuando lo leí, me di cuenta de que Juan no se había percatado de que había escrito uno de los libros más bellos de la literatura universal. Lo que a él le preocupaba precisamente es que no le veía forma de novela. La mayor virtud del texto era su desorden y su poesía [...]. Yo sólo le propuse un cierto orden para los textos, que eran fragmentos de todo lo que estaba ahí, y como amigos, le comenté: “Publícalo así, así es tu libro, ya no te atormentes más”.
Entre los escritores de a de veras es muy frecuente y natural que den a leer sus textos para que les hagan comentarios que ayuden a mejorar la obra. Sólo un espíritu malévolo puede pensar que este tipo de relación entre los escritores se da con propósitos malsanos. Si una cualidad tengo yo y la conozco muy bien, es la de saber orientar y ayudar al escritor que tiene dudas sobre su trabajo, me he dado, entregado totalmente a esa tarea durante muchos años de mi vida, porque de manera natural se me dio el don de ser maestro, de transmitir mi experiencia y mi conocimiento a los otros. Para mí sería una tragedia que mi mejor virtud se convirtiera en mi principal defecto. Mi trabajo de escritor nació de mi pasión por las palabras. La mayor parte de mi mejor tiempo, de mi tiempo maduro, la dediqué a los otros, no me arrepiento. ALEJANDRO TOLEDO es autor de Universo Francisco Tario y La gloria también golpea: De la Hoya-Chávez 1. Por su participación en el volumen “Literatura” de la Historia ilustrada de México recibió el Premio Antonio García Cubas.
No se puede, en este caso, llegar a una verdad científica, objetiva. Hay aún rulfistas y arreolistas para los que esa escena nunca ocurrió o que aseguran que así fue exactamente... También debe considerarse lo que comenta Arreola a Fernando del Paso: “En ocasiones, cuando conversaba con él [con Juan Rulfo], tenía la impresión de que los dos mentíamos pero que estábamos de acuerdo en hacerlo”. Los fabuladores, por oficio, al decir la verdad mienten, y al mentir dicen verdades. No los acusemos por ello*.
*Una v tiembr
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Lejos de las tendencias que en su momento consagraron Juan José Arreola y Juan Rulfo, la narrativa de Inés Arredondo explora la condición femenina y su mundo interior por una ruta alterna que a su modo refleja la sociedad y el país a mediados del siglo xx, bajo un impulso precursor y distintivo —no necesariamente feminista— en el conjunto de las letras mexicanas.
L A C U E N T I STA QU E V I NO
DE ELDOR ADO GENEY BELTRÁN FÉLIX
E
n una casa de verano, frente al mar, una joven viuda pasa jornadas de descanso al lado de su hijo adolescente y un amigo de éste. La convivencia está nutrida por el ocio y el juego: una tarde se escapan a bañarse a la playa, en otra ocasión los chicos pelotean al volibol, o van al pueblo para ver una película mientras ella permanece dormitando en su cama, o sale a vagar por los rumbos vecinos. Aunque el fuerte calor se hace ubicuo a lo largo del día, es éste un tropical locus amoenus en que habitan personajes con la vida resuelta, libres de cualquier adversidad y que, aun así, habrán de ser parte de un secreto conflicto. Se trata del ámbito apacible con que abre la obra de Inés Arredondo: “Estío” es el primer cuento de su libro de debut, La señal, salido de la imprenta con el sello de Ediciones Era el 10 de noviembre de 1965, hace cinco décadas. Medio siglo de vitalidad, pues, cumple la escritura elusiva de uno de los más notables nombres en la ficción breve mexicana. PARAÍSO CON INFIERNO
Difícil prever que el marco de ensueño en “Estío” habría de dar paso en narraciones posteriores a una imaginación de filones siniestros, con personajes apostados en las parcelas del decaimiento emocional y la derrota interior. Esto se debe al doble movimiento vivencial de la prosa de Arredondo: la búsqueda de la utopía y la belleza; el descenso a la impureza, la angustia y la locura. El paraíso y el infierno en las mismas páginas.
“‘ESTÍO’ ES EL PRIMER CUENTO DE SU LIBRO DE DEBUT, LA SEÑAL, SALIDO DE LA IMPRENTA CON EL SELLO DE EDICIONES ERA EL 10 DE NOVIEMBRE DE 1965, HACE CINCO DÉCADAS.”
Inés Arredondo. Retrato de Rogelio Cuéllar.
Volvamos al primer avistamiento del paraíso. El conflicto está en “Estío” apenas insinuado. Si bien ve con gusto pasar los días, la madre de Román vive inconsciente los hálitos de un flujo escondido que de cuando en cuando da señales. Una de ellas es el gusto con que devora “tres mangos gordos, duros”, y que en su forma de relatarlo no reniega de inspiraciones sensuales: “Cogí uno y lo pelé con los dientes, lue-
go lo mordí con toda la boca, hasta el hueso; arranqué un trozo grande, que apenas me cabía y sentí la pulpa aplastarse y al jugo correr por mi garganta, por las comisuras de la boca, por mi barbilla...” Todo deriva en un instante detonador: cuando, entre las sombras, ella y el otro joven, Julio, se besan y acarician, pero la mujer rompe el éxtasis al pronunciar “el nombre sagrado”: el de su hijo.
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“HAY EN SUS MUJERES UNA SEXUALIDAD RENEGADA, CONTENIDA HASTA EL PUNTO DE LA REPRESIÓN, EN UN ENTORNO SOCIAL DE CLASES ACOMODADAS DONDE LO MASCULINO DESTAPA UN CARIZ DOMINANTE.” El cuento lleva, pues, a la revelación del impulso incestuoso en la protagonista. Lo que me interesa señalar es menos el tratamiento de un antiquísimo tabú cuanto la condición de un deseo femenino que desconoce su nombre, que no sabe expresarse porque late, constreñido, en un enclave adverso que ha hecho propio y naturalizado: es ésta una recurrencia en la ficción de Arredondo. Hay en sus mujeres una sexualidad renegada, contenida hasta el punto de la represión, en un entorno social de clases acomodadas donde lo masculino destapa un cariz dominante. “UN SUEÑO REPUGNANTE”
Otra portadora del deseo borrado es Luisa, la joven de “La sunamita”, una de las piezas perfectas de Arredondo. Luisa hace uso de la voz; su dicción es firme, sobria, con un minucioso dominio de la adjetivación para erguir un mundo asfixiante. Vive en una ciudad que durante el verano “ardía en una sola llama reseca y deslumbrante” y donde la única concupiscencia es la de los varones, ante la que su cuerpo es una muralla. Ella regresa al pueblo de su infancia para atender en su agonía a su tío político, Apolonio, con quien, presionada, acepta a disgusto casarse en artículo de muerte; así heredará sus bienes. La muchacha consigna con ávida vocación perceptiva los gestos de quienes la rodean, empezando por los de Apolonio, quien pronto sana y reivindica sus derechos de esposo. “¿Qué? ¿No eres mi mujer ante Dios y ante los hombres? Ven, tengo frío, caliéntame la cama. Pero quítate el vestido, lo vas a arrugar”. Dejo de lado la apropiación moderna de una leyenda del Antiguo Testamento para acercar la lupa al mundo anímico de Luisa: siente rabia y vergüenza. Lo que sigue es para ella “un sueño repugnante”; sólo ansía “la justa y necesaria muerte para mi carne corrompida”. Cuando, años después, el hombre muere, la vida la ha llevado a un rincón irreversible de suciedad moral: “Ahora la vileza y la malicia brillan en los ojos de los hombres que me miran y yo me siento ocasión de pecado para todos, peor que la más abyecta de las prostitutas”.
EL DESEO QUE NO TIENE QUIEN LO ESCRIBA
La pureza es, para Luisa, la condición original de su cuerpo. Haberla perdido es sinónimo de una caída irrevocable; se asume culpable desde la pasividad. Resalto no la dialéctica de lo puro y lo impuro —analizada por Rose Corral en el prólogo de las obras reunidas de Arredondo en Siglo xxi — sino en lo que esa noción se sustenta: el carácter asexuado de Luisa; su propio deseo omitido, nunca pronunciado, al parecer inexistente. No es que haya de responder con desafío o, mucho menos, aquiescencia a la humillante deriva de los hechos, sino que Apolonio y los demás varones son los únicos que manifiestan afanes sexuales. ¿Qué hay en el cuerpo de Luisa más allá del recato y la vergüenza? La lectura freudiana habría de permitirnos sospechar que las miradas lujuriosas de los varones son la proyección de sus propios no aceptados apetitos. La pureza no sería, o no sólo, una búsqueda de la trascendencia; sería también la introyección de una renuncia impuesta. Si, como ha apuntado el pensamiento feminista, para el sistema patriarcal la libido femenina es una desequilibrante amenaza a sus privilegios, su mayor triunfo es no el tener que reprimir a cada mujer sino el que ella misma rechace su naturaleza de sujeto sexual mediante el ardid de un anhelo religioso de lo absoluto. Hay en Arredondo, con sus variaciones, otras instancias de una feminidad negada. En “El amigo” (La señal), una bailarina empieza una relación con un hombre casado. Sin embargo, Mara no se permite hacer uso de su prerrogativa como narradora para inscribir sus pareceres, ya no digamos sus sentimientos y apetencias; lo suyo es la alusión subterránea. Esto lleva a que predominen los registros de la voluntad de su amante, frente a quien ella se asume en la inercia y la espera. Las dos excepciones serían “Las mariposas nocturnas” (Río subterráneo) y “Sombra entre sombras” (Los espejos, 1988), historias de mujeres que ejercen su sexualidad bajo parámetros disruptivos de la moral ortodoxa. Pero hay matices: en el primero, la audacia de Lía, amante del dueño de Eldorado, es referida sin profundidad por un narra-
“LA LECTURA FREUDIANA HABRÍA DE PERMITIRNOS SOSPECHAR QUE LAS MIRADAS LUJURIOSAS DE LOS VARONES SON LA PROYECCIÓN DE SUS PROPIOS NO ACEPTADOS APETITOS.”
dor masculino, volviéndola un personaje esquemático. En el segundo caso, la protagonista se envuelve en un menage-à-trois con su esposo y un hombre joven, pero no sin asumirlo como una caída en la más reprensible perversión. La instancia extrema es la de “Mariana” (La señal). Quien narra al principio es una compañera escolar de la protagonista; Mariana se enamora obsesivamente de Fernando, un muchacho que la golpea y que, cuando ya se han casado y tenido hijos, casi la asesina en un arranque de celos. Cuando él es recluido en un manicomio, Mariana tiene encuentros sexuales fortuitos, hasta que uno de sus amantes la mata. Lo inquietante es que Mariana, una mujer vuelta objeto de la libido masculina, se ve privada de la voz: son los otros, esos mismos que la han agredido, quienes después de su muerte fijan su versión de la historia. En Arredondo parecería que el libre deseo femenino no tiene quien lo escriba. CRÍTICA Y POÉTICA
O quizá he ido muy lejos. Aunque éstas y otras narraciones dan una representación de la represión inconsciente del deseo femenino, hay ocasiones en que la forma hospitalaria para su expresión es la imagen poética. En “Para siempre” (La señal), una mujer acude al departamento de su amante para terminar su relación; ha decidido casarse con alguien más. Tienen sexo llevados por una mezcla de despecho y arrebato. Y entonces ella describe el orgasmo con una imagen de indudable belleza, aunque incorpórea: “Los párpados se me hicieron transparentes como si un gran sol de verano estuviera fijo sobre mi cara”. ¿Es la escritura de Arredondo pudorosa ante los dilemas y ansias del cuerpo femenino? Evodio Escalante identifica en la obra de Arredondo “la presencia de un terror reprimido, un terror originario y congelado, puesto a distancia por gracia de la forma”. Esther Seligson en A campo traviesa señala en
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los personajes “una pasión por el noser, por el vacío, por la nada”, pues “se dejan llevar por la no menos voluptuosa sensualidad de la desesperanza, de la angustia”. Querría ver el tema desde otro ángulo: ¿no habría también una deliberada represión que impide dar paso a una visión concreta de la individualidad? ¿No hay un recato impuesto por las estructuras culturales? ¿Es injusto exigir a toda escritora que con amplitud despliegue, reivindicándolos en su suceder, los talantes del deseo de la mujer? En una entrevista de 1977 con David Siller y Roberto Vallarino publicada en unomásuno, la autora respondió: “No creo en el feminismo, no existe para mí... A mí me gustaría estar entre los cuentistas, pero sin distingo de sexo, simplemente con los cuentistas”, con lo que reducía el feminismo a una política de discriminación positiva, sin hurgar en las formas sociales que durante siglos han constreñido la expresión literaria de las mujeres y, con ello, la deposición franca de su inteligencia y sensibilidad. Con todo, sus cuentos dejan ver una prosa basada en la indirecta, la insinuación para narrar historias de relaciones de pareja y violencia de género, y por sus aspiraciones de universalidad renuncia a hacer explícitos tratamientos que serían considerados en su momento procaces, un punto anterior a la mayor libertad expresiva de las generaciones recientes de escritoras, para quienes la exposición de los afanes del cuerpo no requiere someterse a la reticencia. No se escapa que ya la misma obliteración narrativa de estas feminidades es un síntoma elocuente; es la tácita crítica a un país y una época en que, para no ir más lejos, las mujeres apenas habían conseguido pocos años antes el derecho al voto. No sería desmedido señalar a Arredondo como una autora feminista malgré soi. Única mujer en una promoción de varones escritores, Inés Arredondo formó parte de la Generación de la Casa del Lago. Hizo su incursión en el universo impreso cuando la Revista de la Universidad de México, dirigida por Jaime García Terrés, publicó su cuento “El membrillo”, en julio de 1957. Frente a vertederos inagotables como Fuentes o Poniatowska, llama la atención en Arredondo la parquedad de su obra: tres tomos de narraciones cortas en 33 años. Esa parquedad va de la mano de su prosa: una expresión densa y exquisita, con vivas tonalidades poéticas en su prendimiento de lo sensorial y una
“FRENTE A VERTEDEROS INAGOTABLES COMO FUENTES O PONIATOWSKA, LLAMA LA ATENCIÓN EN ARREDONDO LA PARQUEDAD DE SU OBRA: TRES TOMOS DE NARRACIONES CORTAS EN 33 AÑOS.”
“ARREDONDO BUSCA DECIR LO SUFICIENTE, O LO NECESARIO, CON APENAS LO NIMIO, CON LAS MUY POCAS PALABRAS QUE DOTARÍAN DE ESENCIALIDAD A SUS HISTORIAS, LO QUE MANIFIESTA UNA VISIÓN ELITISTA Y COSMOPOLITA” inclinación por el registro especulativo. Es un fraseo de acusada hermosura a partir de un pulimiento obsesivo de la forma. Arredondo busca decir lo suficiente, o lo necesario, con apenas lo nimio, con las muy pocas palabras que dotarían de esencialidad a sus historias, lo que manifiesta una visión elitista y cosmopolita, que se afianza en referentes de la modernidad —Flaubert, Woolf, Mansfield—, y que luciría afinidad con las propuestas coetáneas de Elizondo en Narda o el verano (1966) y De la Colina en La lucha con la pantera (1962), en la esquina opuesta a las apropiaciones regionalistas de El llano en llamas de Juan Rulfo (1953) o Benzulul de Eraclio Zepeda (1959). UN NOMBRE SIGNIFICATIVO
Aunque no conocí a Inés Arredondo —falleció el 2 de noviembre de 1989—, su nombre me fue significativo desde adolescente en virtud del gentilicio. Ella nació el 20 de marzo de 1928 en Culiacán, y aunque desde su juventud abandonó el terruño, con el tiempo se convirtió, para los aspirantes a escritores que a principios de los noventa errábamos a tientas en la inexistente vida literaria del estado, en un referente clásico. Fue su ejemplo de mudanza —se estableció en la Ciudad de México en 1947 con el propósito de estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam— el que me hizo creer que la única forma posible de seguir la vocación literaria con que contaba un mocoso sinaloense era, en esa época anterior al internet y la compra de libros por Amazon, largarse sin más a la capital del país para, claro, estudiar como ella la carrera de letras. Leí en aquel tiempo su obra con un agudo sentido de identificación; recuerdo haber escrito un grandilocuente “trabajo final” sobre “La sunamita” para alguna materia. Luego ocurre lo usual: pasan los años y otros orbes, otras lecturas, colocan las afinidades primarias en una suerte de limbo que impide rememorar con precisión los porqués y pormenores del viejo entusiasmo. Ahora que la he releído, he confrontado su obra con una emulación peculiar: la de un explorador que ha trazado mapas distintos del mismo territorio. No es sólo este ensayo un ejercicio crítico de relectura sino un rastreo en sus páginas de las pautas discordantes ante lo que ahora más me compromete de la ficción en su vínculo con la geografía natal. “Como todo mundo, tengo varias infancias de donde escoger, y hace mucho tiempo elegí la que tuve en casa de mis abuelos, en una hacienda azucarera cercana a Culiacán, llamada Eldorado”, confesó Inés en 1965. Con todo, a lo largo de sus tres colecciones, hace clara sólo
ocasionalmente la geografía: menciona a cuentagotas los nombres de Culiacán, el río San Lorenzo, el estero Dautillos... Más que los topónimos, uno de los elementos predominantes de la región es el clima extremo, en general visto como una experiencia abrumadora: “El calor, seco y terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la respiración”, se lee en “La señal”. En “La extranjera”, una chica alemana que llega a vivir a Sinaloa dirime el sol como “una columna vertebral que lo sostenía todo, el mundo entero, y a ella de paso”. El calor tiene, cierto, una relación orgánica con el recinto interior de los personajes, pero reparo en que es casi el único factor insistentemente vinculado con la región. Es decir: fuera del clima y dos o tres atributos más, Inés despoja a la comarca de cualquier rasgo folclórico, telúrico o pintoresco. Hay la asunción de que sólo así es dable universalizar Eldorado, sin la enojosa inclusión de color local que haría necesarias notas al pie para el lector fuereño. Este nudo genera en mí un distanciamiento: ¿dar presencia a más ingredientes de la región propia habría de restarle validez, potencia a su escritura? Ya el ejemplo de Rulfo sería el mayor mentís a esa actitud. Claro que en Inés no hay historias de narcotráfico —sería un gesto anacrónico—, pero un hecho como la Revolución en Sinaloa no merece gran invocación. PUERTAS ADENTRO
“Río subterráneo”, que da título a su segundo libro, es sintomático de esta borradura. Una mujer escribe a su sobrino la historia de su familia. El escenario es una casona señorial al lado de un río. La llegada de los revolucionarios al pueblo es “la noche del saqueo”. La mujer los ve llegar “gritando y disparando, rompiendo las puertas, riendo a carcajadas, sin motivo”. Sergio, su hermano, se arregla la corbata, abre las puertas de la casa, enciende las luces; afirma: “Estos sólo quieren el dinero”. No hay más. Ante la convulsión histórica que partió en dos el devenir de México, “Río subterráneo” se ensimisma en una narración de corte gótico: la decadencia de una familia por la locura que ataca a dos de sus varones. Como Seligson afirma: “en la narrativa de Inés Arredondo no hay fugacidad; o todo se queda pasmado, o todo se rompe de pronto”. Así, la autora no sólo reduce sus elecciones fabuladoras a ciertas franjas de Eldorado, sino que su visión de Sinaloa es tan atemporal cuanto intimista: de espaldas a la Historia, de puertas adentro. Salvo raras excepciones, su imaginación es poco sensible a los ires y venires de la otredad en esferas sociales diferentes a la suya. Como relata Claudia Albarrán en Luna men-
guante. Vida y obra de Inés Arredondo, Inés fue la hija primogénita de una familia acaudalada. Tuvo una educación escogida y destacó siempre como una niña de lúcida inteligencia, aunque conoció y sufrió las tiranteces y distancias que se incrustaron en el matrimonio de sus padres. Si bien se deslindó de una “posición política reaccionaria”, en su obra no hay una conciencia de las relaciones de clase ni un examen, así sea implícito, de las tensiones sociales que definen las décadas de su ciudad o el estado. Perspicaz inquisidora del orbe relativo a los vínculos de pareja, con sus fisuras y derrumbes, Inés privilegió los demonios interiores de sus opulentos personajes, taras casi carentes de asideros con lo concreto. Por lo menos, la locura de Pablo y Sergio en “Río subterráneo” toma el aura de una condena mítica que iría más allá de la neurología o la psicología. La prosa escamotea así cualquier “cualidad de mundo”, para usar el término (wordliness) de Edward Said, y anula la violencia, la injusticia, el sufrimiento de seres en entornos históricos que harían más penetrante el asedio de lo privado. Graciela MartínezZalce explica: “Eldorado aparece como escenario indispensable para el desarrollo de personajes que actualizarán mitos y mitificarán con ello, a su vez, ese espacio”. Tenemos esto: la cuentista que llegó de Eldorado lo recuperó con un aura de belleza idílica, aunque, visto desde otro ángulo, también lo delimitó, volviéndolo asépticamente presentable, no sé si exagero al decir: traicionándolo. Regresó a su paraíso de origen con una operación retórica acrisolada y le anexó tintes góticos, elevándolo así de la condición simplemente norteña hasta emparentarlo con los brumosos entornos del romanticismo inglés. Si bien el goticismo sería la faceta terrorífica del paraíso, su versión lúgubre y perversa —donde la vuelta al paraíso infantil se enfrenta a fuerzas viriles que anulan cualquier aspiración de pureza en los personajes femeninos—, esta imaginación escapista explicaría la ausencia de jerga local. No hay oídos hospitalarios para las voces vernáculas; a diferencia de Óscar Liera o César López Cuadras, en Inés los parlamentos tienen un aire neutro. No se debe, creo, al menor uso del diálogo frente al resumen, el monólogo o la descripción. Hay, más bien, un intento de destemporalizar y desterritorializar Eldorado, como si fuera un sitio despojado de latitudes. “Las palabras silenciosas” (Río subterráneo) tiene como protagonista a un inmigrante chino. Manuel, llamado así por los vecinos, trabaja la tierra y nunca logra expresarse con soltura en español. Su historia, construida con delicada sensibilidad por una voz omnisciente a partir de la percepción que la afasia define y condiciona en el personaje, es excepcional: una audaz apropiación de la otredad masculina en un umbral vulnerable, una tersa fábula sobre la primaria imposibilidad de la comunicación humana. Y hay algo en su fina atemporalidad que nos lleva a sospechar que esta historia podría ocurrir también en cualquier otro sitio. “Sería difícil decir hasta qué punto im-
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“¿ERA OBLIGACIÓN DE LA ESCRITORA SINALOENSE ADENTRARSE EN LOS MIASMAS SOCIALES DE SU TIERRA, DARLE ESTATUTO LITERARIO AL HABLA DE SU GENTE?” portan o no la situación, la anécdota, el tiempo o el espacio en que se inscriben estas distintas experiencias”, apunta Fabienne Bradu sobre la prosa de Inés en Señas particulares: Escritora. UN SITIO PRIMORDIAL
De nuevo he ido muy lejos: ¿era obligación de la escritora sinaloense adentrarse en los miasmas sociales de su tierra, darle estatuto literario al habla de su gente? Quizá los penetrantes cuentos sobre relaciones de pareja, sus gozos, violencias y deseos renegados, dan por sí solos forma a una geografía distinta, no una con apoyos en las cartografías reales sino otra intimista, innegociable manifestación de un temperamento. Con todo, la respuesta está en el cuento más extraordinario de cuantos Inés escribió: “Olga”, de La señal. Dos jóvenes se enamoran. La voz omnisciente hace ver con sutileza los gestos, las voces, los movimientos interiores del apego: ternura, inquie-
GENEY BELTRÁN FÉLIX es autor del libro de relatos Habla de lo que sabes, el libro de ensayos El biógrafo de su lector y las novelas Cartas ajenas y Cualquier cadáver (Cal y arena, 2014), Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2015.
tud, ensoñación, despecho, angustia, celos... hasta que las miradas y pasos espontáneos de su vínculo chocan con la llegada de Flavio, quien regresa al pueblo convertido en médico y pide la mano de Olga. Aunque el registro de las emociones —el desconsuelo y la ira ante la pérdida del amor— se da con meticuloso esmero en la interioridad de Manuel, el relato incorpora con cronística empatía las respuestas anímicas de Olga. Y así llega el punto en que los parajes de Eldorado, plasmados desde una porosa riqueza sensorial en su imbricación con la experiencia del gozo y el sufrimiento de los dos muchachos, anulan mi necedad de recriminarle a Inés su retrato de la común región sin regionalismos: es este un paraíso bello y doloroso, un sitio primordial alzado en la ficción desde las inminencias y vaivenes de la piel misma, el lugar más allá de todos los lugares donde la individualidad busca disolverse así sea en la rota y lacerante quimera del primer amor, la utopía más elusiva de todas.
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Por
FERNANDO IWASAKI
FUERA DEL HUACAL
¿ANCIANAS DE 36?
www.fernandoiwasaki.com
A
hora que el culto a la juventud (o al look juvenil) cortocircuita todas las meninges, me gustaría recordar que hace menos de cincuenta años los jóvenes de entonces no sólo querían parecer mayores, sino que veían como vejestorios a todos los prójimos que estuvieran por encima de los treinta años. Y como de nada serviría citar a manera de ejemplo mis propias mitomanías setenteras, me remito a una película que felizmente ha devenido clásica: El Graduado (1967). Pasemos por alto el aspecto del joven Benjamin Braddock (Dustin Hoffmann), quien a sus 21 años apenas se quitaba el saco y la corbata, para centrarnos en su romance con la espléndida señora Robinson (Anne Bancroft), madre de su adorada Elaine (Katharine Ross). Así, mientras la despampanante señora Robinson seducía a su jovencísimo vecino, le confesaba con coqueta naturalidad: “Soy dos veces más vieja que tú” (“Benjamin, I am twice your age”). Y entonces me pregunto perplejo: ¿qué edad tenían Anne Bancroft y su personaje —Mrs. Robinson— para resultar dos viejas tan convincentes? En la ficción y en la realidad ambas tenían 36 años. ¿Quién pensaría hoy que una mujer de 36 años es una anciana? Para colmo de males, la letra de “Mrs. Robinson” —la hermosa canción de Simon & Garfunkel— no tiene nada que ver con las maravillosas piernas de Anne Bancroft liberándose del nylon, sino con rezos, despensas, pastelitos y aburridos fines de semana viendo programas políticos desde el sofá. ¿Así eran las mujeres
Las Claves
UNA CHICA DE 40 PUEDE SER UNA SEÑORA, PERO UN SEÑOR DE 40 JAMÁS PODRÁ SER UN CHICO, NI AUNQUE TRAPEARA EL SUELO CON LOS FUNDILLOS DE LOS PANTALONES DE SU HIJO ADOLESCENTE.
de treintitantos en los años sesenta? Las nuevas generaciones se han “peterpanizado”, porque no conozco a ninguna mujer de 36 años que se parezca hoy día a la señora Robinson de El Graduado. En efecto, actualmente las mujeres de 36 años son “chicas” y si por casualidad llegan a ministras reciben tratamiento de “niñas”, porque la mayoría de sus colegas varones pasa como mínimo de los 50. Por eso la estampa política más frecuente es la del líder carrozón y la “niña” portavoz. En cualquier caso, lo que merece una reflexión es cómo en menos de medio siglo las mujeres de 36 han dejado de ser unas “ancianas” para transformarse en unas “niñas”. ¿Y a los hombres por qué nadie nos ha hecho el mismo lifting iconográfico? En realidad, los hombres lo tenemos mucho más crudo, aunque los carcamales más audaces se dejen coletas, se pongan aretes, se hagan tatuajes o se vistan como raperos acromegálicos recién levantados después de dos quinquenios de coma etílico: —Pareces un chiquillo, pero dentro de treinta años. —Es que estoy saliendo con una niña de 36. Una chica de 40 puede ser una señora, pero un señor de 40 jamás podrá ser un chico, ni aunque trapeara el suelo con los fundillos de los pantalones de su hijo adolescente. Por lo tanto, de los carrozones de 50 ya ni hablemos, porque vamos en caída libre por el tobogán de la decadencia y lo que natura no da, Naturhouse no lo presta jamás.
Hoy ni siquiera sería posible hacer una nueva versión de El Graduado en las mismas condiciones porque cuando Anne Bancroft encarnó a Mrs. Robinson tenía 36 años, pero Dustin Hoffman tenía 30 cuando hizo de aquel Benjamin Braddock de 21. En un hipotético remake de El Graduado, la nueva protagonista exigiría sin duda un jovencito de verdad y no un treintañero aniñado, como demandó Kate Winslet cuando filmó El Lector (2008) con el fáunulo David Kross. ¿O alguien se imagina a una actriz de casi 40 interpretando a Lolita? La verdad es que las de 40 también están tremendas. Desde que tenía la edad de Benjamin Braddock ya me fascinaban las mujeres mayores de 40, y ahora que he alcanzado la edad de los lideresos de la política las sigo encontrando estupendísimas, igual que a las de cincuentitantos, porque si las de 36 ahora son “niñas” las de mi promoción están en el momento más cañón de su segunda adolescencia.
Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ
JUAN LEOVIGILDO Brouwer (La Habana, 1 de marzo, 1939) —compositor, guitarrista y director de orquesta— emprendió estudios de guitarra a los 13 años atraído por la sonoridad flamenca y piezas de Tárrega que su padre ejecutaba. Sobrino nieto del pianista y compositor Ernesto Lecuona, fue discípulo de Isaac Nicola, quien lo conmina a ejecutar su primer recital a los 17 años. Becario destacado de la Universidad de Hartford, profundiza conocimientos de composición con Stefan Wolfe en la prestigiosa Julliard School. Concierta sus primeras piezas bajo marcada influencia de Bartók y Stravinski: Preludio (1956) y Fuga (1959). Interesado por Joplin, la música popular cubana, el jazz y Los Beatles, fundó el Grupo de Experimentación Sonora del Instituto Cinematográfico de Cuba, taller musical en el que aprendieron composición y armonía Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. The String Quartets & String Trio — Grammy Latino, Mejor Álbum Clásico— lo confirma como referencia obligada de la música cubana contemporánea. Yamir Portuondo (primer violín), Eugenio Valdés (segundo violín), Jorge Hernández
(viola) y Deborah Yamak (cello): miembros de The Havana String Quartet, que por instancia de Brouwer, se organizó en 1980. Prestigioso cuarteto de cuerdas —capaz de asumir estilos musicales variados—: ha colaborado con el guitarrista Elliot Fisk, el contrabajista Orlando Cachaito López, el cantante Ibrahim Ferrer o el percusionista Angá Díaz. En su repertorio aparecen composiciones de Revueltas, Ginastera, Villa-Lobos, Manuel Enríquez, Garrido Lecca o Leo Brouwer: tradición y vanguardia de la música latinoamericana de concierto. Agrupación ganadora del Festival de Música de Cámara de La Habana (1987) y, asimismo, reconocida en Cubadisco (2010) con el Premio Mejor Álbum de Música de Cámara. Quartet 1 (To Memory of Bela Bartók) explota el recurso de la simetría rítmica/ armónica en consonancia tímbrica del contrapunteo característico del autor de The 6 String Quartets. // Quartet 2 juega con lo aleatorio —intermitencia textual—: improvisación en azares fluctuantes de los violines, diálogo con tenues e incitantes tabaleos de percusión japonesa. //
Quartet 3, figuraciones segmentadas de acentos litúrgicos afrocubanos. Virtuosismo ejecutante en el logro de una conceptualización sonora percutiva a partir de la reverberación de las cuerdas. // Quartet 4, allegro rítmico que recrea pujantes dicciones de la música popular cubana con inflexiones clásicas. La presencia recurrente de basas de la música tradicional cubana —sumario de toda la obra de Brouwer— se patentiza en este gozoso y representativo cuarteto, modelo de su trabajo más reciente. String Trio, aprovechamiento de interrupciones melódicas y desarrollo de textualidades lineales en matices de locuaz colorido sonoro. Álbum concebido desde la invocación. Cinco composiciones: elogio de retumbos barrocos, clásicos y románticos que obsesionan desde siempre al autor de Suite Guitarra y orquesta (From Yesterday to Penny Lane). The Havana String Quartet confirma sus cualidades de conjunto de cámara de indiscutible peculiaridad interpretativa. The String Quartets & String Trio, testimonio indispensable de uno de los grandes guitarristas/compositores de Iberoamérica.
LEO BROUWER. THE STRING QUARTETS & STRING TRIO
Artista: The Havana String Quartet Género: Música de concierto Disquera: Zoho Music, 2014.
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N O T EN G O C A J O N ER A S, ¿ YA S O Y A D U LT O?
EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO
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CARLOS VELÁZQUEZ
@charfornication
H
ace unos días me descolgué a casa de una amiga de sopetón. Sin anunciarme. Celebraba una pary. No era su cumpleaños. No había acabado la tesis. El festejo obedecía a la compra de una cajonera. O cómoda, depende de la región. Pa atajar, un mueble de madera con cajones para guardar la ropa. Era la primera en su existencia. Tiene 37 años. La misma edad que yo. La invadía una alegría comparable a la que atañe a aquellos que se han ganado la lotería. Conforme avanzaba la fiesta su dicha se convirtió en mi tortura. Yo no poseía una cajonera. Me invadió la envidia y me largué. Me marché desobedeciendo uno de mis principios básicos. Nunca me esfumo de un reven si todavía quedan drogas y alcohol. Pero me resultó insoportable que la morra se hubiera autorregalado la cajonera. Salí de ahí y comencé a caminar. Fue imposible no cuestionarme mi vida. Me sentí un fracasado. De qué me servía teclear tanto si no contaba con un mueble para colocar mi ropa. Sólo aquellos que no han tenido una cajonera saben de lo que hablo. Colocamos la ropa en donde se pueda. Encima de sillas. En rejas de fruta. En maletas. Qué hermoso sería tener una cajonera. Y acomodar dentro la ropa interior. Y que no esté a la vista de la señora de la limpieza. La derrota de mi generación consiste en nuestra ineficacia para comprar una cajonera. Me siento triste. Creo que nunca seré un adulto. No mientras no cuente con un mueble de madera para mis prendas. Lo que me angustia más es que quizá alguien interprete esta
Y TENGO ALUCINACIONES CON CAJONERAS TERRORÍFICAS, DENTADAS, QUE DESGARRAN LA ROPA CON VIOLENCIA. NO LO VOY A OCULTAR.
El sino del escorpión
conducta como una actitud hippie. Pero no. Tampoco se trata de que comprar una recámara sea un gesto burgués. La vida con cajoneras es más fácil. Mi habitación es como la de un yonqui. Enorme y desolada. Vacía. Con un colchón sobre el piso. No hay espejos. Cuadros. O televisión. Mi hija por el contrario tiene una recámara violeta. Con una enorme cajonera. Un baúl para juguetes. Dos burós. Y un mueble para que lo rellene con lo que se le antoje. Es una monserga colocar mi ropa sobre el piso. Pero a pesar de ello nunca he invadido el cuarto de mi hija. No le he expropiado un cajón. Ni se lo he pedido prestado. No me atrevo a decirle: aquí van a estar los calzones y los tines de papá. Todo el asunto me causa una tremenda angustia. No sé qué ejemplo le doy. Si la enseño a ser adulta o una eterna adolescente como yo. Ella tiene una recámara, pero ve que su padre es un vago. Ah, lo olvidaba, en mi enorme cuarto hay una bici estacionaria. Que uso para tender la toalla después de tallarme la dona. Después del último viaje me hice el firme propósito de apropiarme de una cajonera. Pero apenas entró el carpintero nos fuimos al estudio y concluimos que hace falta otro librero. Entonces el proyecto cajonera se soslayó. La ropa puede estar en el piso. Los libros no. En estos días hay un desmadre. Está pintando el librero dentro del departamento. Y onque abramos las ventanas no se orea lo suficiente. Y yo me drogo sin proponérmelo con la pintura que flota en la atmósfera. Y tengo alucinaciones con cajoneras terroríficas, dentadas, que
desgarran la ropa con violencia. No lo voy a ocultar. Me avergüenza que las morras que viene a coger a casa se enteren que no tengo cajonera. Pero la calentura es más poderosa. Me ataca una especie de pudor. Seguro se marchan de aquí para contarle a todo el mundo que vivo como un puberto. He intentado olvidarme del asunto de la cajonera. Pero es inútil. Me persigue como si fuera el sat. Por estos días leí un artículo en las “reses” sociales que decía: “no estás gordo, eres soltero”. Se refería a que la gente que vive sola se alimenta pésimo. A mí ese me parece un mal menor. Siempre se podrá optar por lo macrobiótico. Pero qué hacer con la ropa. ¿Meterla en bolsas negras? Para que mi habitación parezca un depósito de cuerpos descuartizados. He pensado que hago demasiado oso a propósito. No es para tanto el drama. Pero estoy tocando fondo. Necesito una cajonera. Y me asusta. Porque sé que con esa necesidad vendrán otras de la misma especie. El camino a la adultez es bastante arduo. Pero hubo tiempos en que no fui cajoneraless. Cuando estuve casado. Pero esas cajoneras me eran ajenas. Como el matrimonio mismo. Una cajonera resolverá mis problemas de insomnio. Mi preocupación más grande al respecto es que me gaste el dinero equivalente a otro librero para al final no darle a la cajonera el uso apropiado. Que la utilice para guardar cualquier mugrero, menos la ropa. Lo que sí es seguro, es que el día que la compre o la haga el carpintero haré una fiesta. Porque ese día me convertiré por fin en un hombre.
Por ALEJANDRO DE LA GARZA
Intelectuales y lustres SUSPENDIDO en su resquicio en la pared, el escorpión leyó las entrevistas realizadas por Luciano Concheiro y Ana Sofía Rodríguez a dieciséis “intelectuales públicos” mexicanos. Conversaciones compiladas en el libro El intelectual mexicano: Una especie en extinción (Taurus, 2015), adquirido en librería por el arácnido a un nada módico precio. He aquí una narrativa coral en contrapuntos diversos y aun encontrados de las ideas literarias, culturales y políticas transversales en la segunda mitad del siglo xx mexicano. Historia de las intelectualidades nativas tramada por los mismos inquiridos, todos con impronta clara en medios letrados y académicos, librescos o periodísticos, y varios con la ambición incontinente de influir en el poder político. El ponzoñoso no pudo evitar sonreír con las ácidas repulsas de Emmanuel Carballo, ni carca-
jearse con los dardos de Huberto Batis o ponerse memorioso con los recuentos de Poniatowska, Aguilar Camín, Bartra o Cordera. Pero tampoco disimula su desacuerdo con la militancia en rediles contrastantes de Flores Olea, Lorenzo Meyer, Jorge Castañeda o Woldenberg. Sobre todo ello, el ponzoñoso celebra la negativa de los entrevistadores al réquiem a la vida intelectual, así como su testimonio en favor del futuro de las intelectualidades colectivas en formación. Mentes desprendidas del ego, la importancia personal y esa ambición de poder acomodaticia de intelectuales y lustres del viejo siglo (de Sierra y Vasconcelos a Fuentes y Paz). Algunas de las causas terminales de la figura del intelectual son trazadas por los autores en el provocador ensayo final, donde apuntan: a) la democracia liberal como modelo hegemónico hace
pensar en el disenso ideológico como algo infértil, terreno donde el intelectual debe ser útil sólo para la resolución de problemas técnicos del modelo dado, no para cuestionarlo o criticarlo; b) la Academia como reiterada torre de marfil, un espacio de producción de conocimiento inasimilable y alejado de la sociedad; c) el inmenso poder de los medios para enfocar sólo la coyuntura y la consecuente inhabilidad de opinólogos y periodistas para proponer ideas profundas, abstractas y sistemáticas, y d) la aparición de Internet, el cual ha desmontado “las cadenas unidireccionales de comunicación” y erosiona cualquier autoridad vertical. Ese futuro distinto, de plurales intelectualidades colectivas, bien vale el porvenir, celebra el escorpión desde una cápsula del tiempo al fondo de su grieta en el muro.
EL PONZOÑOSO NO PUDO EVITAR SONREÍR CON LAS ÁCIDAS REPULSAS DE EMMANUEL CARBALLO.
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LA TOMA DE ZACATECAS SEGÚN PEDRO VALTIERRA Como dirían los clásicos, Pedro Valtierra “puso en el mapa” a San Luis de Ábrego, un pequeño poblado de Zacatecas, donde nació en 1955. Todavía siendo niño, vendió periódicos en una peluquería de Fresnillo y ahí se enamoró de las fotos que desplegaba con amplitud El Heraldo de México. Su familia emigró a la Ciudad de México y él se puso a trabajar de bolero. El destino quiso que esa actividad la desarrollara inicialmente afuera de la residencia oficial de Los Pinos y luego adentro. En
alguna ocasión entró al laboratorio de fotografía y eso marcó su rumbo profesional para toda la vida. Ganador de muchos reconocimientos, entre ellos el Premio Rey de España en 1998, ha trabajado en El Sol de México, Unomásuno y La Jornada. En 1984 dirigió la Agencia Imagenlatina y desde 1986 desarrolla esa misma actividad en la Agencia Cuartoscuro. De 1988 a 1991 fue presidente de la Sociedad de Autores de Obras Fotográficas; en 1993 crea la revista Cuartoscuro, que
dirige hasta la fecha. Ha realizado más de 200 exposiciones individuales. La revista Foto Zoom lo nombró Fotógrafo de prensa de la década 1975-1985. En 1999 publicó una primera edición del magnífico libro Zacatecas, que fue reeditado en 2004. En 2006 fundó la Fototeca de su estado natal. En 2016 recibirá un reconocimiento por parte del Festival Internacional de la Imagen, por parte de la Universidad Autónoma de Hidalgo.
Por ESGRIMA Sé que fuiste bolero, ¿igual que Zedillo? Sí. Eso fue en 1971. El presidente era Luis Echeverría, y como él trabajaba desde muy temprano, yo tenía buena chamba afuera de Los Pinos, con los guardias de seguridad de los secretarios de Estado. ¿Y cómo lograste entrar a la residencia oficial? Una vez faltó el bolero del Estado Mayor y me dijeron que, a partir del día siguiente, llegara a las siete de la mañana para trabajar adentro. ¿Cómo recuerdas tu primera visita al laboratorio de fotografía de Los Pinos? Al cuarto oscuro, pues. Yo tenía 16 años. Entré muy encandilado. Poco a poco veo que los laboratoristas Leopoldo Morales y otro de apellido Gordoa, están revelando fotos. Veo la tarja donde Polo termina el revelado de cada foto y la avienta a la charola. ¿Igual que los churros en El Moro? Más o menos. Yo estaba muy asustado y pensé: esto es brujería. No era brujería pero sí me embrujó. Y luego de 45 años de aquella visión al estilo de García Márquez, ¿cuántas fotos has tomado? Estoy trabajando en mi archivo y hasta ahora van 300 mil. En total han de ser 350 mil. ¿Cómo va la Fototeca de Zacatecas que lleva tu nombre? Es un archivo histórico no sólo de Zacatecas sino de la región. Un sitio así es importante para conservar la memoria de la sociedad. Yo mandé para allá mi laboratorio y di mil libros. ¿Por qué salió tu familia de San Luis de Ábrego, Zacatecas? Toda la familia de mi papá tenía tierras que fueron hipotecadas. Vino una gran sequía y el banco les quitó el rancho. Pasamos de ser pequeños propietarios a desplazados, de clase media campesina a proletaria. ¿Qué te dio y que te quitó la famoso foto “Las mujeres de X’oyep”? Me dio alguna fama y me quitó la misma foto, que anda por todos lados. También te dio el Premio Rey de España. Sé que le regalaste esa imagen, enmarcada, a la entonces reina Sofía. Sí, y le gustó mucho. Estaba muy interesada en los acontecimientos de Chiapas, me preguntó acerca de Marcos.
FERNANDO FIGUEROA
Y luego de aquel éxito profesional no te echaste a dormir. No te puedes echar a dormir porque, aunque des un jonrón con la casa llena, el partido continúa. ¿Te halaga más que te digan artista o reportero? Reportero, por supuesto. Anduviste en las guerras de Nicaragua, El Salvador, Guatemala y el antiguo Sahara español. ¿Te marcó la guerra? Sí te marca, es un dolor muy fuerte que no se borra. Cuando surgió el movimiento zapatista en México, tuve mucho miedo de que en mi país hubiera algo parecido. ¿El pasamontañas de Marcos lo hizo fotogénico? Sí, claro. Tal vez sin pasamontañas no hubiera sido tan atractivo para los medios, y eso él lo sabe. En México gustan mucho las máscaras, desde Santo a Blue Demon y Místico. No hay otra obra de teatro como la de Marcos. ¿Fue puro teatro? No. Yo creo que sí fue algo sincero. ¿Fidel Castro es fotogénico o lo respalda su historia? Las dos cosas. ¿Tú hubieras tomado la foto de Julio Scherer con el “Mayo” Zambada? Sí, por supuesto. Somos periodistas y no damos cátedra de moral. Tenemos ética, pero hay que hacer las fotos. Si no vamos a fotografiar a quienes violan la ley, nos van a quedar muy pocos personajes. ¿Coincidiste con Julio Scherer en Centroamérica? Sí, y hasta creo que me salvó la vida. Él se enteró que yo estaba en una lista negra, y se lo dijo a Carlos Payán para que me regresaran. En El Salvador todos los periodistas extranjeros éramos tachados de comunistas. La guerra actual es la del narco, ¿no? No es una guerra como tal sino otra cosa con características nuevas. En una guerra convencional sabes quién pelea contra quién. En la del narco no sabes de dónde vienen los balazos y los periodistas somos la parte más débil. ¿Eres el mismo Pedro que entró a trabajar al laboratorio de fotografía de Los Pinos?
EN UNA GUERRA CONVENCIONAL SABES QUIÉN PELEA CONTRA QUIÉN. EN LA DEL NARCO NO SABES DE DÓNDE VIENEN LOS BALAZOS Y LOS PERIODISTAS SOMOS LA PARTE MÁS DÉBIL.”
Quisiera serlo, pero el tiempo no perdona. Ya no tienes la misma energía para andar todo el día en calle, que es donde suceden las cosas. Al paso de los años, Luis Echeverría elogió tu foto más famosa, ¿no? Sí, él me dijo que esa imagen sintetizaba lo que era México: la lucha del pueblo contra el pueblo, los soldados contra las mujeres indígenas. ¿Alguna vez cruzaste palabras con él cuando fuiste fotógrafo de la Presidencia? Sí, sobre todo durante el último año de su mandato, cuando ya nadie lo pelaba. Todo mundo andaba ya con el candidato. ¿Qué es la luz para ti? La luz es todo. Hasta los dinosaurios desaparecieron sin ella. ¿Prefieres alguna hora del día para tomar fotos? Eso es un invento. A lo mejor te ayuda la luz de la mañana o de la tarde, pero tú debes cargar la cámara todo el tiempo. Debemos retratar hasta los sueños. Supongo que prefieres tomar fotos en blanco y negro, ¿o no? Sí. Para empezar, el color se deteriora más rápidamente. El blanco y negro te obliga a atenderlo más, es más exigente y más creativo. La toma puede ser la misma, pero no el proceso que sigue. Si existieron los hermanos Casasola y los hermanos Mayo, ahora existen los hermanos Valtierra, ¿verdad? Nosotros fuimos once hermanos... ¿Como los del Necaxa? Así es. De esos once, cuatro somos fotógrafos: Eloy, Rodolfo, Victoria y yo. Soy el de mayor edad y les puse el mal ejemplo.
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