EDUARDO HUCHÍN SOSA OTR A RESEÑA NEGATIVA
CARLOS VEL ÁZQUEZ
BLOOD ON THE TRACKS
ESGRIMA
BL ANCA GUERR A
El Cultural N Ú M . 1 2
S Á B A D O
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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
OLIVER SACKS (1933-2015) DOS ENSAYOS
UN HOMBRE NO ES SÓLO MEMORIA Jesús Ramírez-Bermúdez
“ARREGLAR MIS CUENTAS CON EL MUNDO”
Fernanda Pérez Gay J. Rafael Pérez Gay
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El Cultural SÁBADO 05.09.2015
Los comentarios al reciente deceso de Oliver Sacks (1933-2015) destacan la singularidad y el sentido humanista de su obra. Un neurólogo poco ortodoxo y a la vez un escritor interesado en la experiencia subjetiva, donde “sentimiento, voluntad, sensibilidad” inducen el tema de la “memoria emocional” que aborda este recuento y testimonio.
UN HOMBRE NO ES SÓLO MEMORIA JESÚS RAMÍREZ-BERMÚDEZ
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1999. Durante las guardias interminables de la residencia médica, el peor escenario posible de este hospital neurológico es el sótano. Descender allí significa la obligación de realizar una autopsia a las cuatro de la mañana, exhausto, tras perder seguramente la batalla más álgida con la enfermedad. Una escalera conduce al cuarto frío, mal iluminado, donde un cadáver esconde secretos de la desventura. Salgo a la azotea: mi refugio en este edificio de cuatro pisos. El paisaje helado del amanecer estimula mis instintos de vigilia. Horas después, al pasar visita en el área de urgencias, recordamos al Sr. D. La figura final es un eufemismo. ¿Por qué no está en su cama? Se fue al quinto piso, decimos. La ironía melancólica esconde con dificultad la frustración de la pérdida. La metáfora de un piso superior inexistente es un residuo, supongo, de nuestra formación infantil en las mitologías del cielo, la tierra, el inframundo: pero ante todo es un artefacto o encanto verbal, una fórmula de resignación para seguir adelante y atender, sin demora, al enfermo que ocupará en cualquier momento la cama vacía. • Septiembre, 2015. Todo hospital tiene sus rituales, sus leyendas, una lista de supersticiones, un panteón ultraterreno en el quinto piso donde hablar a solas, cara a cara, con los maestros perdidos. Oliver Sacks conversaba siempre con los investigadores clínicos que lo formaron en vida o en las redes simbólicas de la cultura médica, y su obra se ha convertido también en una red de vivencias donde reconocemos figuras clínicas poco exploradas por la ciencia médica, debido a su extravagancia o su singularidad. En El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Sacks nos advierte que su proyecto clínico es ante todo un diálogo con los maestros que lo preceden. Un momento desconcertante del libro se refiere al Marinero perdido, donde el doctor Sacks invoca la figura rusa, decimonónica, de Sergei Korsakoff: ¿de dónde surge la necesidad de remontarse a la fundación de la neuropsiquiatría para entender un caso clínico que aparece en plena era tecnológica?
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arzo,
• Nueva York, 1975. Oliver Sacks entra en contacto con Jimmie, un hombre de 49 años, envejecido prematuramente, “desvalido, demente, confuso y desorientado”. Jimmie se aterroriza cuando el doctor le muestra un espejo, porque cree sinceramente que tiene 19 años. ¿Se trata de una pesadilla, estoy loco, es una broma?, pregunta, frenético, al mirar las canas sobre el rostro arrugado. No se preocupe, responde el doctor, es sólo un error, y lo lleva entonces a la ventana. A los lejos unos muchachos juegan beisbol en medio de un día soleado. ¿Verdad que es un maravilloso día de primavera?, pregunta el doctor, quien confiesa, en su escrito, que Jimmie “recuperó el color y empezó a sonreír, y yo me escabullí llevándome aquel espejo odioso”. Cuando el médico regresa, el paciente lo saluda tranquilo, mirando por la ventana, pero no guarda recuerdos de haber visto al doctor. Con tristeza, Oliver Sacks advierte en la historia clínica que la extraordinaria patología neuropsiquiátrica de Jimmie tiene como origen el más ordinario de los problemas humanos: el alcoholismo. • 25 de junio, 1884. Un escritor ruso, de 37 años, se aficionó a beber grandes cantidades de brandy durante sus viajes a Siberia. Su memoria se deteriora; la marcha luce inestable. Un día, el escritor decide suspender, para siempre, el consumo de alcohol. Los amigos ignoran el motivo. Su memoria se ha deteriorado tanto que olvidó seguir bebiendo, especulan. • 30 de junio, 1884. Tal y como lo hará Oliver Sacks muchas décadas más tarde, el doctor Sergei Korsakoff ha entrado en la habitación de un hombre que recuerda su alcoholismo, porque está inscrito en la memoria de largo plazo, pero ignora su situación actual: su abstinencia reciente, si ha comido o está en ayuno, dónde se encuentra. Desconoce al doctor, pero después de un rato de conocerlo sigue desconociéndolo. ¿O bien hay una parte de sí que recuerda, aunque ignora recordar? • Francia, 1889. El escrito de Korsakoff ha visto la luz: en el volumen número 28 de la Revue philosophique ha publicado su Étude médico-psychologique sur une forme des maladies de la mémoire. La historia del escritor amnésico, y no menos de
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treinta casos, han quedado inscritos en los pilares de la neuropsiquiatría: el alcoholismo aparece en el texto junto al vómito persistente, las complicaciones del parto, la intoxicación por monóxido de carbono, plomo o arsénico, como parte del conjunto de causas de un síndrome amnésico que perturba ante todo la formación de nuevos recuerdos. La sospecha de Sergei Korsakoff se confirma: a pesar de la profunda pérdida de memoria, el escritor parecía retener algún rastro de la experiencia, en palabras del médico, “en la esfera inconsciente de la vida psíquica.” Faltan seis años para la publicación de los Estudios sobre la histeria, de Sigmund Freud y Josef Breuer, faltan diez años para la monumental La interpretación de los sueños. Y Korsakoff plantea ya, sin titubeos, un estrato inconsciente donde se depositan rastros de memoria inaccesibles para la experiencia subjetiva. ¿En qué se basa para plantear una hipótesis impopular y arriesgada? Cuando el paciente ve a Korsakoff, clama que nunca lo ha visto. Cada vez es el primer encuentro, según su discurso. Lo afirma, convencido: nunca ha visto al doctor. Y sin embargo el doctor se aproxima en los nuevos encuentros sin bata, sin la indumentaria de un médico, sin anunciar su identidad profesional o sus intenciones clínicas, y el paciente lo trata cada vez con más familiaridad, como si ya lo conociera, como se trata a un médico. Sergei Korsakoff no revela su identidad ni su práctica, solamente conversa. El escritor dice que nunca lo ha visto, pero se relaciona con familiaridad, se dirige a él como a un profesional de la medicina. La contradicción, inaccesible para el enfermo, es percibida por el investigador, y aparece escrita en el Étude médico-psychologique, bajo la propuesta de un estrato inconsciente de la vida psíquica. • Nueva York, 1995. ¿Es el material de las contradicciones humanas lo que despierta la curiosidad de Oliver Sacks? En “El último hippie”, el segundo relato de Un antropólogo en Marte, Sacks regresa al problema de la memoria emocional en personas con formas graves de amnesia. “Que la memoria implícita (especialmente si tiene una carga emocional) puede existir en los amnésicos, fue demostrado cruelmente en 1911 por Édouard Claparede, quien, mientras le daba la mano a un paciente al que presentaba a sus alumnos, le clavó un alfiler en la mano —escribe Sacks—. Aunque el
paciente no lo recordaba explícitamente, a partir de entonces se negó a darle la mano.” La preocupación del doctor Sacks no es solamente teórica: le preocupa ante todo el diseño de mapas ortodoxos o heterodoxos hacia la recuperación, hacia el despertar de funciones capaces de suplir los recursos perdidos. Tras su diálogo con Sergei Korsakoff, el doctor Sacks invoca a otro maestro ruso de la neurología cognoscitiva, Alexander Luria, quien formalizó la neuropsicología contemporánea durante el espectáculo de la Segunda Guerra Mundial, como una consecuencia de las heridas bélicas. “Un hombre no es sólo memoria —le escribió Luria a Oliver Sacks durante su afortunada relación epistolar—. Tiene también sentimiento, voluntad, sensibilidad, yo moral… son cosas de las que la neuropsicología no puede hablar. Y es ahí, más allá del campo de la psicología impersonal, donde puede hallar medios de conmoverlo y de cambiarlo.” Sacks se apropia de la carta de Luria de manera creativa, aunque lejos del formato de las ciencias biomédicas: en “El último hippie”, encuentra a un joven obeso y calvo, llamado Greg, quien hace gala de una sonrisa invencible. Ha pasado cinco años recluido en forma voluntaria en dos templos de la Sociedad Internacional para la Conciencia de Krishna, a donde ha llegado tras una larga temporada de inmersión en drogas. En el segundo año de su reclusión informó a su maestro espiritual de ciertas anomalías: veía todo borroso, pero el maestro y sus compañeros dictaminaron un estado de iluminación. El comportamiento de Greg se alejó cada vez más de cualquier asunto mundano. Es un santo, concluyeron los habitantes del templo. Sus padres lograron contactarlo tras muchos esfuerzos. Lo encontraron completamente ciego. En el hospital se demostró la existencia de un tumor cerebral gigantesco que destruyó las vías visuales del cerebro. Tras la cirugía, Oliver Sacks debe hacerse cargo de él: descubre una profunda secuela amnésica que lo incapacita para el aprendizaje de manera global: no logra aprender, por ejemplo, el sistema Braille que le devolvería el mundo más amplio de la cultura. Se muestra desinteresado por cualquier tipo de reto, aunque la sonrisa permanente y superficial le da el aspecto poco común de la apatía amable. Pero el doctor observa que su mundo musical permanece intacto: el fluir del tiempo, interrumpido por la fragmentación de los recuerdos, alcanza su mejor estado melódico mediante la sucesión de música en el entorno hospitalario, a través de su propio canto devocional al estilo Hare Krishna, y mediante el recuerdo de sus amados conjuntos de rock psicodélico. Con ayuda del doctor y la familia, rehace su discografía, y es llevado incluso a un gran concierto del célebre grupo Greateful Dead: durante el concierto, Greg se encuentra en éxtasis, pero se desconcierta con las canciones recientes de la banda: han aparecido durante los años de reclusión, y la música le resulta extraña. En los días siguientes, no guarda recuerdos del concierto, pero al escuchar las piezas nuevas del conjunto, manifiesta un sentido innegable de familiaridad, y puede aprenderlas cantando. • Septiembre, 2015. El problema de la memoria emocional ha sido abordado por los mejores científicos de la actua-
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lidad, pero representa aún el punto de inflexión donde las contradicciones humanas se revelan frente al observador atento, el testigo clínico interesado en la construcción de puentes entre la subjetividad dislocada y la materialidad descompuesta. En esa zona de inflexión se requiere la empatía y curiosidad de un neurólogo británico que no está más con nosotros. En los pisos inferiores del edificio neurológico, hemos visto a un hombre hosco, taciturno, rígidamente honesto, que detesta a sus empleados en un banco, pues juzga que pierden el tiempo haciendo amistades. Durante décadas de esfuerzo malhumorado ha optimizado sus mecanismos controladores de eficiencia financiera y laboral. Un tumor crece en lo profundo de su lóbulo frontal derecho, en la región conocida como el giro del cíngulo anterior. El dolor de cabeza lo lleva al quirófano. La mano hábil del neurocirujano extirpa el tejido patológico, pero una lesión residual queda en su sitio. Al despertar, asegura conocer a personas desconocidas. Dice que yo soy su hermano, y otro médico es su primo. Se enamora de una paciente y pide a un enfermo hospitalizado que funja como juez y lo case con ella. Tras unos días, la medicación aminora el estado amoroso y ligeramente incómodo para la enferma que no quería casarse en el hospital con un desconocido, pues llevaba al menos una década de feliz matrimonio. El hombre que ha sobrevivido al tumor cerebral mejora notablemente, pero hay secuelas que le impiden ponerse a trabajar en la intensa labor de control en el banco: una deficiencia grave de la memoria de trabajo. Una observación fortuita de la familia revela, sin embargo, que la personalidad completa del enfermo ha cambiado tras la lesión: ahora se trata de un hombre afable, cuyo sentimiento de familiaridad ilusoria frente a personas desconocidas lo conduce a entablar relaciones amistosas en cualquier lugar: puede tardar horas en regresar a casa cuando realiza una diligencia en el mercado, pues conversa despreocupadamente con los agentes de seguridad, los vendedores ambulantes, la empleada de una tienda, las amas de casa que caminan junto a él. ¿Y dónde está el escritor neurólogo para comentarle esta historia clínica sobre los excesos de la memoria emocional? • Oliver Sacks mantuvo una relación epistolar con su maestro, Alexander Luria, quien estudió a su vez a los clínicos del siglo XIX. Luria no pudo conocer en persona a Korsakoff, pues la vida de Sergei se trasladó al quinto piso de la neurología en el año 1900, cuando tenía 49 años, como consecuencia de una enfermedad cardiaca. Aquí, en la azotea del hospital neurológico, es fácil aprender que el quinto piso es solamente un artefacto verbal, el mito de un domicilio donde las cartas que dirigimos al doctor Sacks serían bien recibidas. La primera carta es una larga pregunta sobre la memoria emocional, la que guarda en el “plano inconsciente de la vida psíquica” la presencia imaginaria de los maestros. JESÚS RAMÍREZ-BERMÚDEZ. Escritor y neuropsiquiatra. En 2009 recibió el premio de ensayo José Revueltas del inba. Autor de Paramnesia y Breve diccionario clínico del alma. Su próximo libro es Ensayo de la incertidumbre.
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“Me dediqué a un proyecto de tres años de dragado y recuperación de recuerdos, de reconstrucción, pulido, búsqueda de unidad y sentido, que finalmente desembocó en mi libro El tío Tungsteno”.
D O S E NS AYO S OLIVER SACKS LA REALIDAD Y EL RECUERDO
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n 1993, cuando iba a cumplir sesenta años, comencé a experimentar un fenómeno extraño: la no requerida y espontánea aparición de recuerdos tempranos en mi cabeza, recuerdos que llevaban enterrados incluso cincuenta años. No sólo recuerdos, sino también estructuras mentales, pensamientos, atmósferas y pasiones asociadas con ellos; recuerdos de mi infancia en especial. Conmovido por estos recuerdos, escribí dos breves memorias, una sobre los grandes museos de ciencias en South Kensington, que para mí fueron mucho más relevantes que la escuela cuando crecía en Londres; la otra sobre Humphry Davy, un químico de principios del siglo xix que fue mi héroe en esos días remotos y cuyos experimentos, tan vívidamente descritos, me emocionaban y me animaron a emularlos. Creo que más que moderar un impulso autobiográfico más amplio, estos breves escritos lo estimularon, y a finales de 1997 me dediqué a un proyecto de tres años de dragado y recuperación de recuerdos, de reconstrucción, pulido, búsqueda de unidad y sentido, que finalmente desembocó en mi libro El tío Tungsteno. Esperaba toparme con deficiencias de la memoria, en parte porque los asuntos sobre los que escribía habían sucedido cincuenta o más años atrás, y la mayoría de las personas que podrían haber compartido sus recuerdos, o revisado mis hechos, para entonces ya habían muerto; en parte porque al escribir sobre los primeros quince años de mi vida no podía recurrir a las cartas, cuadernos, etcétera, que empecé a guardar con asiduidad a partir de los dieciocho; y desde luego porque la memoria es flaca y falible. Acepté que debía haber olvidado o perdido mucho. Pero asumí que los recuerdos que sí conservaba, sobre todo los más intensos, concretos y circunstanciales, eran en esencia válidos y confiables, y me llevé una fuerte impresión cuando descubrí que algunos de ellos no lo eran. Un ejemplo de lo anterior, el primero que advertí, se dio con relación a los dos incidentes de bombas que describo en El tío Tungsteno, ocurridos ambos en el invierno de 1940-1941, cuando se bombardeó a Londres: Una noche, una bomba de mil libras cayó en el jardín vecino, pero por fortuna no explotó. Todos nosotros, la calle entera, al parecer, esa noche nos escabullimos (mi familia al departamento de un primo), muchos de nosotros en pijama, caminando con el mayor sigilo posible (¿las vibraciones podrían hacer estallar aquello?). Las calles estaban completamente a oscuras, pues el apagón era obligatorio, y todos llevábamos linternas eléctricas cubiertas con papel crepé rojo. No teníamos
la menor idea de si nuestras casas seguirían ahí a la mañana siguiente. En otra ocasión, una bomba incendiaria cayó detrás de nuestra casa y ardió con un terrible calor al rojo vivo. Mi padre tenía un extinguidor manual y mis hermanos cargaron cubetas de agua, pero el agua parecía inútil contra este fuego infernal —de hecho, lo hacía arder con más virulencia. Había un siseo y un parpadeo cada vez que el agua caía en el metal blanqueado por el calor, y mientras lael extinguidor derretía su propia cubierta y arrojaba amasijos y chorros de metal derretido en todas las direcciones.
Unos meses después de la salida del libro, hablé con mi hermano Michael sobre estos incidentes. Michael es cinco años mayor que yo y estudió conmigo en Braefield, la escuela primaria a la que nos evacuaron al inicio de la guerra (y en la que yo habría de pasar cuatro miserables años, acosado por condiscípulos abusivos y un prefecto sádico). Mi hermano confirmó de inmediato el primer bombardeo, diciendo: —Lo recuerdo tal como tú lo describes. Pero en cuanto al segundo, comentó: —Tú nunca lo viste. No estabas ahí. Las palabras de Michael me dejaron estupefacto. ¿Cómo se atrevía él a contradecir un recuerdo que yo no dudaría en declarar bajo juramento en un juzgado y que nunca dudé de que fuera real? —¿Qué quieres decir? —objeté—. Ahora mismo en el ojo de mi recuerdo está el extinguidor, papá con su extinguidor, y Marcus y David con sus cubetas de agua. ¿Cómo es que lo veo tan claro si no estuve ahí? —Nunca lo viste —repitió Michael—.
En esa época los dos estábamos lejos, en Braefield. Pero David (nuestro hermano mayor) nos escribió una carta contando eso. La carta te fascinó. Es claro que no sólo me fascinó sino que debí haber construido la escena en mi cabeza, a partir de las palabras de David, y luego lo tomé, me lo apropié, y lo almacené en mi recuerdo como propio. A partir de que Michael dijo eso, traté de comparar los dos recuerdos: el primario, cuya directa impronta vivencial no estaba en duda, con el construido o secundario. Con el primer incidente me podía sentir yo mismo en el cuerpo del niño, temblando en su delgada pijama —era diciembre y yo estaba aterrado— y debido a mi baja estatura, comparada con la de los adultos que estaban a mi alrededor, tenía que estirar el cuello para verles las caras. La segunda imagen, era igualmente clara, me parecía: muy fresca, detallada y concreta. Traté de hacerme a la idea de que tenía una calidad distinta a la primera, que tenía evidencias de haber sido apropiada a partir de la experiencia de otro y de su traducción de una descripción verbal a una imagen. Pero aunque ahora sé, intelectualmente, que este recuerdo es “falso”, secundario, adoptado, traducido, me sigue pareciendo tan real, tan intensamente mío, como antes. ¿Se volvió tan real, me preguntaba, tan personal, se incrustó de tal manera en mi psique (y presumiblemente en mi sistema nervioso) como si se tratara de un recuerdo primario auténtico? El psicoanálisis, o para el caso una tomografía del cerebro, ¿podrían notar la diferencia? The Threepenny Review, número 100, invierno de 2005.
“AUNQUE AHORA SÉ, INTELECTUALMENTE, QUE ESTE RECUERDO ES ‘FALSO’, SECUNDARIO, ADOPTADO, TRADUCIDO, ME SIGUE PARECIENDO TAN REAL, TAN INTENSAMENTE MÍO, COMO ANTES... EL PSICOANÁLISIS, O PARA EL CASO UNA TOMOGRAFÍA DEL CEREBRO, ¿PODRÍAN NOTAR LA DIFERENCIA?”
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REGRESO A COL OR ADO SPRINGS El conductor de la limusina, que pasó por mí al aeropuerto de Colorado Springs, me lleva al Broadmoor —lo ignoro todo sobre este hotel, pero él pronuncia el nombre con una especie de reverencia y sobrecogimiento—, comenta: —¿Ya ha estado ahí? No, le digo, la última vez que estuve en Colorado Springs fue en 1960, y en ese entonces zigzagueaba por el país en mi motocicleta, con un saco de dormir en la parte de atrás. El conductor lo digiere. —Un lugar muy presuntuoso, el Broadmoor —comenta al fin. En realidad —con sus mil doscientas hectáreas— es una especie de Castillo Hearst; tiene lago, tres campos de golf, falsos baldaquines en las habitaciones, con hombres y mujeres aduladores, encantadores, entrenados para anticiparse a tus deseos o tus actos, que mueven sillas, abren puertas, ofrecen sugerencias para la cena. ¿Hasta dónde, me pregunto, llegará el exceso de este servicio? ¿Alguno de estos amables asistentes uniformados colocaría un pañuelo bajo mi nariz si me viera a punto de estornudar? Me incomoda que me atiendan de esta manera y prefiero hacer lo mío tranquilamente, abrir mis propias puertas, mover mis propias sillas, sonarme la nariz. Estoy sentado en la terraza de uno de los numerosos restaurantes del Broadmoor, uno informal que sólo sirve, según me informan, comida “sencilla” de bar. Sentado ahí, miro el manto de nieve sobre Monte Cheyenne y los bellos cielos despejados de las montañas, mientras como un sándwich de pollo del tamaño de mi cabeza y un avión se eleva ante mí casi en línea vertical, dejando a su paso unas brillantes estelas mellizas. Me pregunto si es de la cercana Academia de la Fuerza Aérea —con toda seguridad, ningún avión civil es capaz de elevarse de esa manera— y mi mente se remonta a 1960-1961, cuando andaba en moto por el campo, y dediqué una visita especial a la nueva capilla de la Academia, la cual, con su dramático perfil triangular parecía como si fuera a elevarse al cielo. Tenía veintisiete años. Había llegado a Estados Unidos unos meses antes y empecé por recorrer Canadá de aventón, luego me fui a California, de la que vivía enamorado desde que era un estudiante de quince años en el Londres de la posguerra. California significaba John Muir, Muir Woods, el Valle de la Muerte, Yosemite, los majestuosos paisajes de Ansel Adams, las pinturas líricas de Albert Bierstadt. Significaba biología marina, Monterey y “Doc”, la figura del romántico biólogo marino en Los arrabales de Cannery de Steinbeck. En mi mente, Estados Unidos no representaba tan sólo la amplitud espacial, sino también la apertura y la amplitud morales. En Inglaterra te clasificaban —clase obrera, clase media, clase alta— al momento de abrir la boca; uno no se mezclaba, uno no estaba cómodo, con gente de una clase distinta. El sistema, sin embargo, no era tan rígido, tan infranqueable, como el sistema de castas de India. Estados Unidos, me imaginaba, era una sociedad sin clases, un lugar en el que todos, no obstante su cuna, color, religión, educación
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“LLEGUÉ A SAN FRANCISCO EN 1960, CON UNA VISA TEMPORAL Y SIN MAYORES PERTENENCIAS QUE LA ROPA QUE LLEVABA PUESTA... PEDÍ PRESTADO ALGO DE DINERO, COMPRÉ UNA VIEJA BMW Y ME ECHÉ ANDAR SÓLO CON UN SACO DE DORMIR Y MEDIA DOCENA DE CUADERNOS EN BLANCO, PARA ENFRENTARME A LA VASTEDAD DE ESTADOS UNIDOS”.
o profesión, se podían reunir como seres humanos, animales-hermanos, era un lugar en el que un profesor podía hablar con un conductor de camiones sin las categorías que existían entre ellos. Una probada, un vistazo de semejante igualdad y democracia lo tuve al viajar por Inglaterra en mi motocicleta durante los años cincuenta. Hasta en la rígida Inglaterra, las motocicletas parecían evitar las barreras, abrir en todos una especie de reposo social y un buen espíritu. “Está bonita la moto”, me decía alguien, y ahí empezaba la conversación. Esto lo había visto de niño, cuando mi padre tenía una motocicleta —con sidecar, en el que me llevaba—, y lo volví a encontrar cuando tuve mi propia motocicleta. Los motociclistas eran un grupo amigable; nos saludábamos al cruzarnos en el camino, conversábamos con facilidad si coincidíamos en un café. Formábamos una especie de romántica sociedad sin clases.
Llegué a San Francisco en 1960, con una visa temporal y sin mayores pertenencias que la ropa que llevaba puesta. Debía esperar ocho meses antes de poder obtener una green card e iniciar mi residencia en un hospital de San Francisco, y durante ese tiempo quise ver todo el país —de la manera más intensa, sin ninguna barrera, directamente— y la manera de hacerlo, a mi juicio, era en motocicleta. Pedí prestado algo de dinero, compré una vieja bmw y me eché andar sólo con un saco de dormir y media docena de cuadernos en blanco, para enfrentarme a la vastedad de Estados Unidos. Por la Carretera 66 recorrí California, Arizona, Colorado... y fue así que, a principios de 1961, llegué a las afueras de la Academia de la Fuerza Aérea. La propia Academia estaba llena de jóvenes cadetes idealistas, todos héroes, para mi impresionable edad. Unos
meses antes me había presentado como voluntario ante la Fuerza Aérea de Canadá —ellos me querían como investigador fisiólogo y yo quería volar. Para mí, el hecho de volar implicaba un cierto glamour. Los pilotos, a mi parecer, eran los motociclistas del cielo, con gogles y cascos y gruesas chamarras de piel para volar, disfrutando éxtasis, enfrentando peligros, como Saint-Exupéry —y acaso, al igual que él, destinados a morir jóvenes. Así que me identifiqué con los jóvenes cadetes, con su juventud, sus aspiraciones, su optimismo, su idealismo. Eso fue parte fundamental de mi visión prístina de Estados Unidos, ese primer encuentro encantado con el país, cuando aún estaba enamorado del Estados Unidos con el que soñé —un Estados Unidos de amplios espacios y montañas y cañones—, joven, inocente, ingenuo, fuerte, abierto —lo que Europa había dejado de ser desde hacía tiempo y, por feliz coincidencia, con un gran presidente joven al timón. En breve me desengañaría, desilusionado en numerosos frentes. La muerte de Kennedy añadió un dolor casi personal. Pero ese día en la primavera de 1961, cuando tenía veintisiete años y estaba lleno de fuerza y esperanza y optimismo en mí mismo; ese día, esa visión de Colorado Springs y de la Academia de la Fuerza Aérea, hicieron saltar mi corazón, latiendo con fuerza de felicidad y orgullo.
Esto vuelve a mí ahora con una sensación de ridículo (pero no hay que condescender con nuestro yo más joven), sentado aquí en este afelpado Edén de mentiras, cuarenta y tres años después. Apenas me muevo en mi silla y el mesero, telépata, me trae otra cerveza. Columbia. A Journal of Literature and Art, número 48, 2011. Traducción de Elías Corro.
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Hace algunas semanas, La Otra Aventura, el programa de libros de Proyecto 40, fue dedicado a Oliver Sacks. La zona científica fue el tema de la doctora Fernanda Pérez Gay J., la zona literaria estuvo a cargo de Rafael Pérez Gay. Éste es el guión editado, que revisa las etapas distintivas —casos, diagnósticos, ensayos clínicos y desde luego libros— en el trayecto del neurólogo británico.
OL I V ER SACKS “A R R E G L A R M I S C U E N T A S CON EL MUNDO” FERNANDA PÉREZ GAY J. / RAFAEL PÉREZ GAY
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acido en Londres en 1933, Oliver Sacks se graduó como médico de la Universidad de Oxford y se entrenó como neurólogo en el hospital Mount Zion de San Francisco. Tras la experiencia que inspiró Despertares, el joven Sacks empezó a explorar a través de la narrativa los mundos de los pacientes neurológicos. A través del dolor de la enfermedad, Sacks convirtió sus casos clínicos en historias que rayan en el realismo mágico, retratos conmovedores de la realidad humana, espejos de la vida de todos nosotros, un recuerdo de nuestra fragilidad y de la incapacidad de la ciencia más avanzada frente al misterio de la enfermedad indescifrable. En 1968, el neuropsicólogo ruso Alexander Luria publicó “La mente de un mnemonista”: el relato de la vida de S., un hombre con una memoria prodigiosa que sin embargo lo anulaba para la actividad cotidiana, la versión desde la vida real del ficticio “Funes el Memorioso”, imaginado por Jorge Luis Borges. Al sobreponer los análisis neuropsicológicos con los detalles de la biografía de su paciente, Alexander Luria tejió un relato sobre la mente humana. En la misma línea, Oliver Sacks publicó en 1985 El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Anagrama, sello que ha traducido los libros de Oliver Sacks), en donde veinte personajes como S., el paciente de Luria, nos muestran el lado fantástico de la condición humana con la excentricidad de sus padecimientos. A este libro le sigue, con
relatos similares, Un antropólogo en Marte, que describe y explora un poco más a profundidad las condiciones de la vida de otros siete enfermos. Los pacientes de Sacks tienen algo en común: padecen síntomas de enfermedades neurológicas y psiquiátricas que transforman su vida y sus formas de ver el mundo: autismo, esquizofrenia, accidentes que les arrebatan capacidades que parecen sutiles pero que transforman su vida una vez perdidas: ceguera para el color, incapacidad para reconocer los rostros, ataques epilépticos que se transforman en una rememoración vívida del pasado, son sólo algunas de las postales de la mente que encontraremos en los libros apasionantes de Sacks. ¿Alguna vez le ha pasado que una melodía se cuela en su monólogo interno y comienza a repetirse incansablemente durante el día, llegando incluso a atormentarlo? En su libro
“LOS PACIENTES DE SACKS TIENEN ALGO EN COMÚN: PADECEN SÍNTOMAS DE ENFERMEDADES NEUROLÓGICAS Y PSIQUIÁTRICAS QUE TRANSFORMAN SU VIDA Y SUS FORMAS DE VER EL MUNDO: AUTISMO, ESQUIZOFRENIA, ACCIDENTES QUE TRANSFORMAN SU VIDA...”
Musicofilia, Oliver Sacks les llama gusanos musicales. En este libro, publicado en 2008, el médico revela su lado melómano y nos comparte los casos de pacientes cuya enfermedad neurológica se ha manifestado a través de la música. El primer relato nos atrapa con una historia increíble: un cirujano ortopedista que jamás ha tenido interés por la música es alcanzado por un rayo y sufre una descarga eléctrica que le hace perder la conciencia. A salvo de los daños físicos causados por la electricidad, despierta sin manifestar síntomas psicológicos después del accidente. Convencido de una especie de milagro, regresa a su vida normal tras unas semanas. Sin notar ningún cambio, de pronto el cirujano experimenta unas ganas inexplicables de bajar a escuchar el sonido del viejo piano de cola de su abuela, que tiene abandonado en el sótano de la casa. Lo cautiva un súbito interés por el piano, comienza a estudiar música por su cuenta, a practicar todos los días, y convierte a la música en su interés central, por encima incluso de la práctica quirúrgica. Unos años después, el cirujano toca en algunos recitales en el pueblo donde vive. El único cambio en su vida tras ser alcanzado por un rayo es el surgimiento de una pasión inexplicable por la música.
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“DESPERTARES ES UN EJEMPLO PERFECTO DE LA VIDA Y LA OBRA DE SACKS, UN VERDADERO MÉDICO HUMANISTA CON UN TALENTO NOTABLE PARA LA NARRATIVA Y PARA EXPLORAR, EN SUS PACIENTES Y A TRAVÉS DE SUS TERRIBLES ENFERMEDADES, CADA RESQUICIO DE LA HUMANIDAD.”
DOS Robert De Niro en silla de ruedas, en el papel de un paciente paralizado en un hospital neurológico. Robin Williams, un neurólogo joven que se empeña en defender la humanidad y la posible recuperación de un grupo de pacientes que han quedado súbitamente paralizados, víctimas de una extraña enfermedad conocida ahora como encefalitis letárgica. La idea del joven médico de que la enfermedad puede ser una forma avanzada de Parkinson, lo lleva a probar en sus pacientes la “l-dopa”, un medicamento que devuelve momentáneamente la movilidad y conciencia a estos pacientes, luego de meses o incluso años de inmovilidad. Se trata de la película Despertares, que llevó a la pantalla el libro del mismo nombre, un relato autobiográfico de Oliver Sacks. El médico, interpretado por Robin Williams, es en realidad el propio Sacks, en el hospital comunitario del Bronx en el que realizó sus primeras prácticas como neurólogo en su juventud, en 1966. El libro es un paseo conmovedor por la condición humana en sí misma. La salud y la enfermedad, la vida y la muerte, la sensibilidad y el sufrimiento: Despertares es un ejemplo perfecto de la vida y la obra de Sacks, un verdadero médico humanista con un talento notable para la narrativa y para explorar, en sus pacientes y a través de sus terribles enfermedades, cada resquicio de la humanidad.
TRES El hombre que confundió a su mujer con un sombrero toma el título del primer relato, que describe al Dr. P., un hombre que padece de agnosia visual. A pesar de tener una agudeza visual perfecta, el Dr. P. pierde la capacidad para identificar los objetos y personas que ve a través de sus ojos, a tal punto que llega a confundir a su mujer con un objeto inanimado: un perchero de donde podría estar colgado su sombrero. La agnosia se define como la incapacidad para identificar objetos. Este síntoma neurológico, que puede suceder tras un infarto cerebral o a causa de algunas enfermedades neurodegenerativas, representa la imposibilidad de reconocer aquello que vemos, escuchamos o sentimos a pesar de haberlo experimentado antes. Un ejemplo de este fenómeno lleva por nombre prosopagnosia, que es la incapacidad para reconocer un rostro. El prosopagnósico verá dos ojos, una boca, cejas,
una nariz. Mirará la distancia entre ellos, su disposición, pero será incapaz de integrar un rostro unitario que asocie a una persona en particular. En un artículo publicado en The New York Times, periódico del que Sacks fue colaborador durante años, confiesa su propia incapacidad para reconocer los rostros. Al parecer, la prosopagnosia no es tan poco común como parece, ni obedece siempre a un tumor o infarto cerebral: mucha gente tiene versiones más leves de la incapacidad visual del Dr. P. para reconocer a su mujer, hasta confundirla con un sombrero. Curiosamente, el primer libro de Sacks no contenía casos clínicos específicos. Se trató de un magnífico ensayo literario sobre la migraña. A través de la experiencia propia y con su estilo autobiográfico, Sacks explora el complejo e inexplicado mundo de ese dolor de cabeza que parte en dos a quienes lo padecen. En esta misma línea de ensayo soportado en relatos sin ficción, Oliver Sacks ha escrito también Veo una voz, viaje al mundo de los sordos, donde se pregunta cómo perciben el mundo quienes han perdido ese sentido a través del cual adquirimos de manera natural el lenguaje. En fechas recientes se publicó también Alucinaciones, una antología de ensayos sobre el mundo de la “percepción sin objeto”, como definió el psiquiatra Esquirol en 1837 a estas experiencias en que nuestra mente proyecta sus creaciones al mundo exterior.
C UAT RO Cuando se enteró que el melanoma ocular que le diagnosticaron hace nueve años había hecho metástasis en el hígado, Oliver Sacks se despidió con un artículo en The New York Times cuya versión en español fue publicada en el diario El País: En los últimos días he podido ver mi vida igual que si la observara desde una
gran altura, como una especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada. Por el contrario, me siento increíblemente vivo, y deseo y espero, en el tiempo que me queda, estrechar mis amistades, despedirme de las personas a las que quiero, escribir más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión y conocimiento. Eso quiere decir que tendré que ser audaz, claro y directo, y tratar de arreglar mis cuentas con el mundo. Pero también dispondré de tiempo para divertirme (e incluso para hacerme el tonto). De pronto me siento centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. Debo dar prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el noticiero de televisión todas las noches. Voy a dejar de prestar atención a la política y los debates sobre el calentamiento global. No es indiferencia sino distanciamiento; sigo estando muy preocupado por Oriente Próximo, el calentamiento global, las desigualdades crecientes, pero ya no son asunto mío; son cosa del futuro. Me alegro cuando conozco a jóvenes de talento, incluso al que me hizo la biopsia y diagnosticó mis metástasis. Tengo la sensación de que el futuro está en buenas manos. No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo. Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.
Después de Sacks, la enfermedad y la muerte han transformado el mundo de la literatura.
LA AGNOSIA SE DEFINE COMO LA INCAPACIDAD PARA IDENTIFICAR OBJETOS... PUEDE SUCEDER TRAS UN INFARTO CEREBRAL O A CAUSA DE ALGUNAS ENFERMEDADES NEURODEGENERATIVAS, Y REPRESENTA LA IMPOSIBILIDAD DE RECONOCER AQUELLO QUE VEMOS, ESCUCHAMOS O SENTIMOS A PESAR DE HABERLO EXPERIMENTADO ANTES.
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Bajo el sello de Cuadrivio, comienza a circular una compilación de ensayos titulada Crítica y rencor que se presenta este sábado. De acuerdo con los editores, concentra “la fuerza expresiva de una generación” señalada por su sentido crítico. El ensayo de Eduardo Huchín Sosa —reunido en ese tomo—cuestiona la “mediocridad imperante” en la valoración y el mercado de los libros.
O T R A R E SE Ñ A N E G AT I VA E S P O SI BL E (Y NECESA R I A) EDUARDO HUCHÍN SOSA —Metacrítico estáis. —Es que no como.
Don Quijote de la Mancha do esfuerzos intelectuales ni recursos retóricos para echar pestes de lo que les irrita del mundo porque se han visto a sí mismos como el niño que dice “el emperador va desnudo”, mientras una multitud hipócrita se encuentra demasiado ocupada guardando las apariencias. Esa imagen poderosa de una voz —al tiempo honesta e incómoda—, que aparece en medio de la complacencia ha servido para justificar lo mismo al narrador que al crítico literario y ha cobijado tanto a las ideas interesantes, aunque impopulares, como a las tonterías expresadas con cierto grado de determinación. Todos —el autor de ficción y el reseñista, pero también el cómico “políticamente incorrecto” de Twitter y el provocador sin gracia de Facebook—, se ven a sí mismos como el chiquillo que pone un poco de sentido común sobre la mesa.
¿
Son necesarias las reseñas negativas? Algunas voces razonables —de la academia, el periodismo cultural y en especial del gremio de creadores— dicen que no, que la crítica auténtica puede prescindir de textos que históricamente han mostrado mala fe, venganzas de grupo o excesiva confianza en el juicio personal antes que capacidad de lectura. Pero no hay que ir tan rápido en nuestro afán de echarlas a la basura y hacer un nuevo llamado a una crítica más sólida, reposada y de largo alcance. Quizá sea tiempo de renovar la reseña negativa, replantearla, librarla de vicios ancestrales, pero habría más pérdida que ganancia si decidimos desalentar su escritura. En “Do we really need negative book reviews?”, Francine Prose afirmaba que si bien la vida es demasiado corta para perder el tiempo leyendo malos libros y argumentando por qué es mejor que la gente se aleje de ellos, ese mismo carácter efímero debería animarnos a hablar sin cortapisas sobre las cosas que nos desagradan, incluso si se trata de obras literarias. Y es verdad: los novelistas, los cuentistas y los poetas no han escatima-
“TENGO LA IMPRESIÓN DE QUE LAS RESEÑAS DICEN MÁS DEL CONTEXTO DE MEDIOCRIDAD QUE MANEJA CADA CRÍTICO —Y CON ELLO DE CIERTO CONTEXTO DE MEDIOCRIDAD IMPERANTE EN CADA ÉPOCA— QUE DEL CRÍTICO EN SÍ.” Más de una vez, la actitud arrogante del crítico no corresponde a la coherencia, ya no digamos la profundidad, de sus argumentos. Una soberbia que, por otro lado, parte del hecho de que se siente socialmente apto para evaluar algo y, en consecuencia, transmitir una serie de valores culturales dignos de preservarse. Las débiles descalificaciones a las que recurren algunos reseñistas hacen pensar en oscuros intereses detrás de determinadas valoraciones negativas, pero no nos dicen nada acerca de por qué deberíamos abstenernos de hacerlas. En un potente llamado a los críticos periodísticos, John Updike describió algunos prejuicios que, a su criterio, nublaban
la apreciación de las obras literarias: “No imagines que eres el guardián de ninguna tradición, el vigilante de ningún estándar partidista, un guerrero en alguna batalla ideológica, un funcionario corrector de ninguna clase. Nunca intentes poner al autor ‘en su lugar’, convirtiéndolo en un peón de una partida entre críticos. Reseña el libro, no la reputación. Sométete a cualquier hechizo, débil o fuerte, que se lance. Mejor elogiar y compartir que culpar y prohibir”. Sin embargo, la misma idea de que todo escrito con cierta intención literaria alberga, en mayor o menor grado, un hechizo estético supone una tradición, un estándar y una batalla ideológica. Cree en el poder de la literatura, una facultad en la que también creen los críticos más intransigentes. Cierto es que la crítica de libros, al menos en su vertiente periodística, ha exigido a sus practicantes un nivel de severidad que a veces raya en la anhedonia. No es raro que se piense en los lectores profesionales como en personas que han abandonado el placer inocente de la lectura en aras de una misión de mayor calado: “leer, releer, describir, evaluar, apreciar”, en palabras de Harold Bloom. En particular “evaluar” y “apreciar” se han vuelto acciones problemáticas respecto de la manera en que el reseñista debe realizarlas. ¿Se aprecia sólo destacando las virtudes de las buenas obras? ¿Se evalúa señalando también los defectos? ¿Evaluar y apreciar no supone acaso tener un conjunto de obras mediocres, tópicas, carentes de vitalidad que nos sirvan de referencia? ¿Quién, por qué, con base en qué se formó ese conjunto? Todo reseñista tiene en su cabeza un grupo imaginario de libros contra los cuales oponer el título que está reseñando. Ese conjunto puede tener etiquetas muy concretas como “lo publicado por autores nacidos en los setenta”, “otros libros sobre hermanos que se enamoran de la misma mujer”, “la trayectoria literaria de fulano de tal” o acaso más etéreas como “la tradición”, “el mercado” o “el canon”, pero por lo común no se puede hacer una reseña sin ese contexto. Cuando ese contexto
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se llama “tanto libro mediocre que anda pululando por ahí”, el reseñista puede terminar escribiendo una nota sarcástica y hostil, pero a veces una sensible y entusiasta. “Tanto libro mediocre que anda por ahí”, como puede suponerse, es un conglomerado de títulos que no sólo no oculta su carga valorativa sino que incita a hacer juicios una y otra vez sobre el material a reseñar. Algunos amigos críticos me han confesado que el contexto de mediocridad se parece mucho a una voz que interrumpe tu lectura placentera para preguntarte si no has notado que éste o aquel personaje femenino se parece más a un manojo de estereotipos que a alguien que hayas conocido o si esta novela sobre sicarios ha perdido su oportunidad de ser profundamente política (aunque también puede ser que, al contrario, te diga: ¿no te parece extraordinario que este personaje no sea un manojo de estereotipos y que la trama no pierda su oportunidad de ser profundamente política?). Tanto el elogio emotivo como la descalificación propia de señores quejumbrosos, dependen de aceptar que existen muchos libros malos sobre los que valdría la pena exigir una orden de alejamiento. Cierto sector de la crítica apunta a no confundir la crítica con la reseña de novedades y recomienda pensar mejor en la construcción de un saber en lugar de la simple valoración de títulos disponibles en la librería. Ignacio Sánchez Prado ha sido especialmente punzante al describir la reseña periodística mexicana como un modelo narcisista “que dice mucho del crítico y poco del texto” (“La crítica literaria como saber. Apuntes hacia una reconceptualización”). Coincido en lo general con Sánchez Prado, pero tengo la impresión de que las reseñas dicen más del contexto de mediocridad que maneja cada crítico —y con ello de cierto contexto de mediocridad imperante en cada época— que del crítico en sí. Resulta sintomático que al entrar en esa discusión, el mismo Sánchez Prado acuda a su propio contexto de mediocridad aplicado a las prácticas críticas —que puede traducirse, con ciertas libertades, en “tanta reseña superficial que anda pululando por ahí”— para hablar de la crítica que nuestra tradición necesita. Así que incluso cuando abogamos por desterrar las reseñas valorativas de los suplementos culturales —y desaparecer en el camino a los suplementos culturales— , no podemos escapar de la valoración. En los debates entre críticos resulta divertido rastrear las palabras que unos utilizan para descalificar las prácticas de otros —“impresionista”, “conservador”, “un buen paper”, “ya superado”— y advertir en ellas los impulsos valorativos que luchan por salir a la superficie y el contexto de mediocridad detrás de esos impulsos. Conjeturo algunos motivos para los cuales las valoraciones suelen ser muy resistentes a los embates que escritores y críticos literarios les dirigen cada temporada: uno de ellos es que la autoridad, en los ámbitos humanísticos, debe mucho a las valoraciones y a la confianza que tenemos en que si un crítico exigente afirma que Nellie Campobello es mejor que Martín Luis Guzmán haya que tomar en cuenta esa afirmación. El otro es que la valoración cobra una enorme relevancia si aceptamos que algo llamado “crisis de la literatura” es una realidad sobre la que no hay que aportar mayores evidencias. Jean-
Marie Schaeffer ha alegado (Pequeña ecología de los estudios literarios) que detrás de la idea de que la literatura está en crisis se encuentra la crisis, acaso más real, de cierta idea de literatura. Sólo si unimos la ardorosa noción del poder de la literatura con la realidad, aparentemente empírica, de su crisis, entendemos porqué alguien exige de una novela algo más que trama y personajes y por qué no basta con una labor crítica que diga que Rulfo es “interesante”. Si todavía pensamos en los buenos libros —los libros necesarios— como en dispositivos capaces de concentrar innovación discursiva, ideas incendiarias y pertinencia política, lo común es que necesitemos colocarlos en un contexto de crisis donde todo eso haga falta. La crítica es el arte de poner en la crisis adecuada un objeto de estudio. Y si no le gusta esa crisis, tenemos otras. Ahora bien, la controversia sobre las críticas “demoledoras” parece centrarse en su razón de ser dentro de una sociedad cuyas estadísticas de lectura son de dos libros por persona al año. ¿Es necesario mostrarle a una pequeña comunidad lectora por qué esta novela, esta compilación de ensayos, este conjunto de relatos, no son dignos de su atención en lugar de orientarla hacia las obras maestras, las estéticas prometedoras, los últimos hallazgos en la mesa de novedades? Según Dwight Garnerson (“A critic’s case for critics who are actually critical”) no necesitamos más palmadas al hombro, tramas resumidas, adjetivos como “apasionante” en las reseñas, sino “críticos con autoridad y capacidad de castigo: lo bastante perspicaces para señalar las voces que deben alcanzar elogios legítimos; lo bastante insultantes para recordarnos que no todo el mundo recibe, ni tampoco merece, una estrella dorada”. Detrás de esa arenga propia de un domador de circo está la idea de que la reseña negativa sirve de contrapeso al entusiasmo de la publicidad editorial y al ilusorio estado de “admiración mutua” que muestran los escritores en sus redes sociales, tertulias, entrevistas, giras de promoción. El derecho que ciertos críticos defienden de hacer reseñas negativas y las razones que dan algunos autores para no hacerlas suponen crisis distintas. Si es que, como piensan los primeros, vivimos una época donde no escasean los elogios, acudir únicamente a los elogios “legítimos” —a reseñar libros que valen la pena— termina por no orientar a nadie, sino por sumar capas a la desorientación general. Si es que, como piensan los segundos, vivimos en un circuito cultural donde los críticos nunca han orientado a nadie, sino que se han servido de sus espacios para legitimar estéticas dominantes y parecer más listos que los autores, acudir a las descalificaciones tampoco contribuye a ninguna de las labores de la crítica. Ni siquiera a las más elementales. Wilde consideraba que decirle a las personas qué deberían leer es inútil o perjudicial, pero en cambio llevar un
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registro de qué títulos deberían evitar es casi un servicio a la sociedad. No se trata, como bíblicamente se ha pensado, de “separar el trigo de la cizaña”. No en la medida de que ciertos puñados de cizaña del siglo xix hoy son vistos como trigo y que, en algún lado del globo, se están trabando intensas discusiones universitarias sobre si el gesto de anunciar que no recogerás más trigo vale tanto como el trigo mismo. Las reseñas negativas todavía importan porque hacen patente el contexto de mediocridad, un canon que podría llamarse “el de todos tan temido”, y que como el canon “bueno”, está en constante transformación. Es decir: nos recuerdan que la mediocridad gana por mayoría y que con cada lectura uno va delimitando el tipo de crisis en el que su idea de literatura piensa insertarse. Nos recuerdan también que los libros son mercancías, regularmente encarecidas, a las que en ocasiones no es bueno atribuir, por definición, ciertos efectos espirituales. Pero en particular importan porque, al creer en una suerte de verdad intrínseca de la literatura, llevan las discusiones a cierto grado de pasión. Otra reseña negativa es posible, de hecho: otra reseña negativa es más necesaria que nunca, pero no debería ser más dócil, ni más temerosa de palabras como “bueno” o “malo”, sino, por el contrario, debería ser más exigente con las ideas de bueno o malo que haya en la cabeza de cada reseñista. Los autores de ficción y los poetas han demostrado que la negatividad puede ser vital en su origen y compleja en su forma. “Describir y explicar no son suficientes”, dice Leon Wieseltier y me parece que con razón. “Debe llegar el momento de juzgar [...] En un universo sin juicio crítico, ¿de qué sirve la admiración?”. EDUARDO HUCHÍN SOSA (Campeche, 1979). Autor de Salir con críticos que leen / Salir con críticos que no leen y de Una historia de la filosofía basada en hechos reales.
“WILDE CONSIDERABA QUE DECIRLE A LAS PERSONAS QUÉ DEBERÍAN LEER ES INÚTIL O PERJUDICIAL, PERO EN CAMBIO LLEVAR UN REGISTRO DE QUÉ TÍTULOS DEBERÍAN EVITAR ES CASI UN SERVICIO A LA SOCIEDAD.”
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Por
FERNANDO IWASAKI
FUERA DEL HUACAL
GRANDES PELÍCULAS MENORES
www.fernandoiwasaki.com
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l cubano Alejo Carpentier escribió una hermosa novela breve —El acoso— que siempre ha sido recordada como una brillante novela menor. ¿Cuántas veces hemos oído que La tía Julia y el escribidor es una obra menor de Mario Vargas Llosa? ¿El amor en los tiempos del cólera será la obra menor de Gabriel García Márquez? Uno daría cualquier cosa por escribir algo que tenga un nivel casi próximo a esas obras “menores”. La literatura ha dignificado no sólo las obras menores de los grandes autores, sino a los propios autores menores de las grandes épocas literarias. ¿Lo intuiría Cervantes cuando levantó ese catastro de autores insignificantes reunidos en su Viaje del Parnaso (1614)? Oscar Wilde solía decir que “un gran poeta es la más prosaica de todas las criaturas, pero los poetas menores son absolutamente fascinantes”. Y tenía razón, porque la única manera de apreciar la estatura de los árboles más grandes es contemplando el bosque. Sin embargo, en los dominios del cine no existe la misma condescendencia hacia las obras menores, pues en nombre de la complejidad y la sofisticación, los cinéfilos más exquisitos suelen ser lapidarios cuando no implacables. Pero como no soy exquisito y ni siquiera cinéfilo, me atrevo a confesar mi debilidad por algunas películas menores en las que ciertos artistas y directores se embarcaron por razones ignotas o acaso alimenticias.
Las Claves
EL CULTO A LOS LIBROS Y AUTORES MENORES NO TIENE EQUIVALENTE EN EL CINE, DONDE UN MURO DIVIDE LA FRONTERA ENTRE LOS EXQUISITOS Y TODOS LOS DEMÁS. PERO YO ME SIENTO FELIZ EXPULSADO DEL CINECLUB.
Y me haría ilusión elogiar dos en particular: Bedtime Story (1964) y The Secret War of Harry Frigg (1968). Bedtime Story contaba en su reparto con Marlon Brando y David Niven, quienes encarnaban a dos pájaros especialistas en desvalijar a las incautas. La película transcurre en los casinos de Montecarlo, donde Lawrence (David Niven) es un galán maduro y refinado que se siente un león en su montaña, hasta que llega Freddy (Marlon Brando), un joven militar que comienza a llevarse a las señoras de calle. Ambos se apuestan seducir y desplumar a una joven “Reina del Jabón Americano” (Shirley Jones), a condición de que el perdedor se marche de la ciudad. La película tiene estupendos diálogos y una divertidísima escena de bastonazos en los muslos, solicitada por el masoquista de Brando. Yo la vi en mi adolescencia bajo el título de Dos seductores, y hasta ahora conservo su buen sabor. The Secret War of Harry Frigg podría ser la única comedia de Paul Newman, quien encarna a un soldado raso especialista en fugas convertido de la noche a la mañana en general de cuatro estrellas, para poner orden en una
Malon Brando y David Niven en una escena de Bedtime Story.
lujosa prisión de altos oficiales incapaces de elaborar un plan de fuga porque todos tienen la misma graduación: generales de tres estrellas. La actriz de la película era la bellísima Sylvia Koscina, quien nunca más volvió a participar en una producción semejante. The Secret War of Harry Frigg (Comando secreto cuando la vi) todavía es despellejada en varios blogs cinéfilos, pero a mí me hizo reír varias veces porque era la típica película que pasaban los sábados por la noche un año sí y otro también. El culto a los libros y autores menores no tiene equivalente en el cine, donde un muro divide la frontera entre los exquisitos y todos los demás. Pero como yo veo películas para disfrutar de lo que no existe o lo que no puede existir, me siento feliz expulsado del cineclub.
Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ
PULSO DE LA GUITARRA: huellas. Tabalea el tambor para inscribir acentos. El saxofón silba para estampar prosodias. La trompeta merodea: funda escala de tornasoles en los compases. Untar para dejar indicios. La flama se extiende y funda huellas, resigna sospechas. Bailar las huellas que pronuncian el trombón y el sax barítono. Empinarse en los ascensos del clarinete. ¿Cuántas calcas en las enramadas de Bach, en los hechizos de Vivaldi, en la transparente fiesta de Mozart? / El flamenco demora los empalmes: el vocerío y las palmas son ecos empinados en las espirales de su habla bronca. / El mambo ondea: sella un tiempo sobre el tiempo tempestuoso de las síncopas. Huellas que borran los olvidos. La última canción del exiliado: huella perpetua en la memoria. Cántico: huellas: músicas. Huellas: proyecto más reciente del saxofón tenor y flautista español Jorge Pardo. Josemi Carmona (guitarra), Pablo Báez (contrabajo) y José Manuel Ruiz, Bandolero (batería, cajón flamenco): cómplices de estas rondas. Dos fonogramas (A/B): dieciocho composiciones suscritas por
el autor de “De la buena onda”, pieza que se ha convertido en identificación de la fusión del jazz con el flamenco. “Yo no sé explicar nada de esa cuestión de la fusión. De momento aquello que empezó como bulería ha entrado en ramblas colindantes con el bebop. De pronto la batería preludia un songo, el contrabajo se columpia en las raíces del son cubano y la batería repica en tiempo de guaguancó. El flamenco es música de entrecruzamientos”, ha dicho Pardo. Disco A / “Zapatito” (Bulería), “Chulo Miguel” (Bolero-Pasodoble-Tanguillo), “Y tú también” (Blues por Bulería), “En el humo” (Tango-Rumba), “Cora Cora” (Bulería), “El Río” (Jaleos), “El faro” (RumbaSongo), “De madrugada en el Tito’s” (Soleá por Bulería). // Disco B / “Al despertar” (Bulería), “Huellas” (Fandango de Morente y a tiempo de Fandango), “Los juncos” (Rumba de plaza de Santa Ana), “Puerta del Sol Expresso” (Zambra), “Sanlúcar-Mojácar” (Bulería), “Cometa” (Tanguitos de Teide), “Maid Marian” (Bulería al golpe), “Chungalí” (Rumba), “Una noche en el Alev Alev” (Fiestas por Bulerías). // Rondas en que
el arrojo flamenco se proyecta en cruzamientos con el songo, el bolero y prosodias afrocubanas. Vendimia en que guitarra, contrabajo, percusiones y sax/flauta compaginan estampas de animosos follajes melódicos-armónicos-rítmicos. Groove apoyado en una sección de instrumentos melódicos y rítmicos: sax tenor, flauta, trompeta, acordeón, guitarra española, percusiones, batería, contrabajo, bajo eléctrico y marimba que alcanzan un colorido de abrigadoras consonancias gitanas. Muestrario de madurez de uno de los grandes instrumentistas de la música española contemporánea. Enlaces de soplos flamencos: vigores y guiños de bebop, hard, funk, montuno cubano y mambo escoltados con la esencia de Andalucía, Extremadura y Murcia. Pardo apuesta por la mirada externa del jazz que sucumbe ante los aparejos de un cante jondo protagonizado por el habla virtuosa de su saxofón y flauta: hechizada fonología ibérica dialogando con el swing afrocubano. Surcos, ríos: puertas y aldabas. Huellas: evocaciones en los arenales.
HUELLAS
Artista: Jorge Pardo Género: Flamenco jazz Disquera: Cabra Road, 2014.
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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO
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CARLOS VELÁZQUEZ
@charfornication
T
odo dylanita consumado tarde o temprano se pronuncia respecto a la disyuntiva de cuál es el mejor álbum de su ídolo. Para un amplio sector Highway 61 Revisited es la cumbre dylaniana por excelencia. Por la ruptura con su pasado folk, por su incursión en el rock y porque contiene quizá la pieza más sofisticada del género, por encima de “A day in the life” o “Sympathy for the devil”: “Like a Rolling Stone”. Existen otros que ponderan sobre todos Blonde on blonde. El disco que cierra la trilogía (los dos mencionados más Bringing it all back home). Época que representa para muchos la era dorada de Dylan. Quien en tan sólo dos años, 1965-1966, con un puñado de canciones redefiniría el mundo de la música. También persisten los puristas, cada vez más difíciles de encontrar, que reverencian la dupla The Freewheelin’-The Times they are a-changing. Como documentos politizados no exentos de poesía y con una capacidad inusitada para despertar la conciencia. En un escalafón inferior nos encontramos aquellos que soslayamos lo revolucionario, la impronta histórica y la vanguardia de los álbums anteriores y nos inclinamos por New Morning. Un disco que quizá las generaciones posteriores tengan presente porque uno de sus tracks, “The man in me”, es la canción que se escucha durante los créditos de inicio de The Big Lebowski. New Morning es más que una rola. Es para una legión, indiscutiblemente, el mejor disco de la carrera de Dylan. No importa cuál sea tu favorito. Todos
NO IMPORTA CUÁL SEA TU FAVORITO. TODOS ESTAMOS EQUIVOCADOS. NADIE, NINGÚN CRÍTICO, NI EL PROPIO DYLAN PODRÍAN DICTAR CUÁL ES LA CÚSPIDE DYLANIANA.
El sino del escorpión
estamos equivocados. Nadie, ningún crítico, ni el propio Dylan podrían dictar cuál es la cúspide dylaniana. Sobre todo al tratarse de una carrera tan dilatada como la de él, quien cada diez años lanza una joya que compite por ocupar ese puesto que llevamos décadas por definir. La muestra más reciente es Time out of mind. De no existir New morning, yo me decidiría por éste último. Pero además de todos los mencionados, en el subterfugio milita otro bando, quienes este año se encuentran celebrando los 35 años de Blood on the tracks. Es una contradicción decirlo, pero quizá sean los únicos que tengan la razón. Blood on the tracks bien podría ser el disco más perfecto no sólo de su autor sino de la historia de la música. Parido en 1975, como terapia para dejar atrás una etapa oscura de su vida, es el disco que parte en dos la carrera de Dylan. Tanto en lo personal como en lo musical, el músico atravesaba por un proceso de separación de su mujer Sara, de la que se divorciaría en 1977. Lo que Dylan le dijo al mundo con este disco, entre otras cosas, es que ni convertirte en un rockstar te salva del dolor de perder a una mujer y a tu familia. Al ser Dylan heredero de Woody Guthrie, su cancionero se divide en dos, como el de su maestro. Por un lado están las canciones revolucionarias y por el otro las de desamor. En medio está el rock. Blood on the tracks es el disco más melancólico de la producción dylaniana. Partió en dos la vida de Dylan en cuanto a lo musical porque sería su última gran obra hasta Oh mercy. Si bien es cierto que Desire y Street Legal con-
tienen estupendos momentos, y que la publicación de The basement tapes mantendría la reputación de fenómeno de Dylan, y que Slow train coming es un álbum sumamente entrañable, no se presentaría otra gema perfecta en su carrera hasta la víspera de la entrada en escena de la Generación X. El redescubrimiento de Dylan en 2001 es resultado de su trilogía noventera. Durante el grunge Dylan arrojó tres joyazas: Oh mercy, Under the red sky y Time out of mind. Pero no sería revalorado hasta la década del 2000. Tres piezas componen la columna vertebral de Blood on the tracks. “Simple twist of faith” es la canción más esperanzadoramente triste que exista sobre un rompimiento. “If you see her say hello”, la añoranza encapsulada en menos de cinco minutos acerca de la imposibilidad del amor. “You’re gonna make me lonesome when you go”, una pieza festiva sobre la partida. Con una profusión de imágenes que caracterizaron al Dylan de la primera era eléctrica. Y al final dos piezas demoledoras sobre el tiempo (que con el trascurrir de los años se convertiría en una de las obsesiones y temas favoritos de Dylan): “Shelter from the storm” y “Buckets of rain”. Un efecto que se convertiría en sello de la casa, concluir con piezas monolíticas. Lo haría en Time out of mind con “Highlands” y en Modern times con “Ain’t talkin’”. Si Bob Dylan sólo hubiera sacado un disco, y ese fuera Blood on the tracks, sin duda estaría entre los mejores de su siglo. Y Dylan sería tan respetado como lo es ahora.
Escucha Blood on the tracks
El Cultural En la
web
razon.com.mx
Por ALEJANDRO DE LA GARZA
La era post Snowden SIGILOSO EN SU HENDIDURA en la pared, el escorpión atestigua el fin de los secretos. La razón y el secreto de Estado (derivaciones de la Arcana Imperii romana) rigieron desde el siglo xvi hasta finalizar la guerra fría, pero en la era post-Snowden son insostenibles. El arácnido ha visto a gobiernos, ejércitos y ciudadanos de todo el mundo rasgarse las vestiduras por la irrefrenable revelación pública de sus secretos mejor guardados. Pero desde la aparición del papel, el libro y la imprenta; de la fotografía, el teléfono y la fotocopia, y desde luego de la computadora, internet, las redes sociales y los smarthpones, la tecnología transgrede siempre la secrecía cultural, financiera y política de las élites. El fundador de Wikileaks, Julian Assange, permanece encerrado desde junio de 2012 en la embajada de Ecuador en Lon-
dres, acusado de presunto abuso sexual y violación por el gobierno sueco. El trasfondo es sabido: Assange reveló (y sigue haciéndolo) secretos militares, políticos y diplomáticos de Estados Unidos y otras naciones; se presupone de ahí la persecución en su contra. Uno de sus informantes, el ex soldado Bradley Manning (hoy Chelsea Manning, según su ambición transgenérica) fue detenido en 2010, juzgado y condenado a 35 años de prisión. A su vez, el consultor y ex empleado de la cia Edward Snowden hizo públicos, en junio de 2013, documentos probatorios del espionaje realizado por su país a medio mundo; por ello fue acusado de traición y vive refugiado en Rusia. Como irrefutable paradoja, de ese país huyó en abril pasado Pavel Durov, fundador en 2006 de la mayor red social rusa,
VKontakte, y de la mensajería instantánea Telegram, con más de 270 millones de usuarios. Las presiones del Kremlin para obtener información de los suscriptores obligaron a este “Zuckerberg ruso” a dejar Moscú y manejar sus servidores desde distintas ciudades (Roma, Londres, San Francisco). A este relato se añade el del hackeo al sitio Ashley Madison, la conocida red social estadunidense de relaciones sexuales extramaritales. Los datos de 37 millones de usuarios fueron hechos públicos y se comprobó la existencia de cuentas a nombre de respetables pastores cristianos, conocidos políticos y probos padres de familia. Camuflado en su resquicio del muro, el escorpión mejor no habla de los ciberataques industriales y financieros de China y Corea del norte. No vaya a ser mal fario...
LA RAZÓN Y EL SECRETO DE ESTADO RIGIERON DESDE EL SIGLO xvi HASTA FINALIZAR LA GUERRA FRÍA, PERO EN LA ERA POSTSNOWDEN SON INSOSTENIBLES.
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El Cultural SÁBADO 05.09.2015
EL COMPROMISO ARTÍSTICO SEGÚN BLANCA GUERRA Blanca Guerra es presidenta de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, cargo honorario que está a punto de abandonar luego de dos años en funciones. En su administración salvó a la ceremonia de entrega del Ariel, que estuvo a punto de naufragar, además de otros avances que ella misma detalla en entrevista. Como actriz posee un baúl en el que caben un centenar de películas de todo tipo, que le han dado fama y muchos premios. Ha trabajado con directores tan diversos como Alejandro Jodorowsky
(Santa sangre), Arturo Ripstein (El imperio de la fortuna), Carlos Carrera (Un embrujo), María Novaro (Danzón), Alejandro Pelayo (Morir en el golfo), Alberto Cortés (Ciudad de ciegos), Raúl Araiza (En la trampa), Julián Pastor (Estas ruinas que ves), y un largo etcétera. Estudió en el Centro Universitario de Teatro de la unam, entonces bajo la batuta de Héctor Mendoza, con maestros tan prestigiados como Ludwik Margules, Julio Castillo y Luis de Tavira; pertenece a una generación de la cual surgieron Margari-
ta Sanz, Julieta Egurrola y Rosa María Bianchi. Ha participado en obras experimentales (Los insectos, de Losca y Karel Capek) y clásicas (El Rey Lear, de Shakespeare). Recientemente trabajó en ¿Quién teme a Virginia Woolf? y Agosto, condado de Osage, de autores galardonados con el premio Pulitzer (Edward Albee y Tracy Letts). Algunas de las telenovelas en que ha participado son Yara, Juana Iris, La casa en la playa y Abismo de pasión. Alma de Hierro fue un éxito que permaneció durante veinte meses al aire.
Por ESGRIMA
Blanca Guerra es un buen nombre artístico, por los contrastes. Así me llamo en realidad. Soy Blanca Guerra Islas. La Guilmain era Ofelia Puerta. Hizo bien en cambiárselo. ¿No te gustaría escribir tus memorias? No, para nada. No me interesa andar ventilando mis vivencias, mucho menos mis intimidades. Ya te mereces un Ariel de Oro. Mi carrera profesional me ha dado enormes satisfacciones personales y varios premios en México y en el extranjero, que agradezco mucho, pero no creo que me tengan que dar algo por mi trayectoria. Simplemente elegí la profesión adecuada y me formé en el lugar correcto. No sé si crees en Dios, pero te dio belleza y talento. Tú has puesto la dedicación. Yo misma no sé si creo en Dios, pero en los momentos rudos sí pienso en él; así es uno de oportunista. Mi papá y mi mamá me hicieron como soy, y esa combinación dio como resultado lo que tú calificas como belleza. El talento, que quiero suponer que existe en mi caso, es un ingrediente sin el cual no se puede avanzar. ¿Cómo definirías a Héctor Mendoza en pocas palabras? Compromiso, congruencia, entrega. Dueño de una autoridad moral intachable. No hizo concesiones jamás. Un hombre que amó su trabajo por encima de todo, alguien que te hacía crecer. ¿Y qué tal Margules como maestro? Con él aprendías durante su clase, Corrientes renovadoras del teatro, y también platicando con él. Después de que me gradué, tomé con él un curso de dirección. ¿Y Julio Castillo? Un gran maestro, muy lírico. Y como ser humano, divertidísimo. Un amigo entrañable. Con él hice Los insectos en teatro, y también algunas cosas en televisión. Ernesto Alonso te abrió las puertas de la tele. Sí, él me dio la primera oportunidad en telenovela. Era un tipo muy cordial, cariñoso. Con Ripstein la cosa empezó mal y acabó bien, ¿no?
FERNANDO FIGUEROA
Sí hubo un desencuentro inicial entre Arturo y yo. Entonces él me dijo que no íbamos a hacer la película (El imperio de la fortuna) si yo no estaba feliz de tener el personaje estelar femenino. Me fui a mi casa y no estuve de acuerdo con lo que yo misma había provocado; le llamé y le dije que me gustaba mucho el guión y mi personaje, y que no estaba dispuesta a que nadie más lo hiciera. Hicimos la película y luego volvimos a trabajar juntos.
¿Qué ha pasado con el proyecto de llevar al teatro La mujer justa, de Sandor Marai? Mi amigo Eduardo Mendoza me mandó la adaptación que él hizo, y sí quisiera ponerla, pero es un trayecto muy largo el que hay que seguir, empezando por pagar los derechos primigenios. No me imagino ese texto en teatro. Es una adaptación bastante literal. No es dramaturgia como tal sino que está más apegada al formato de la novela. Diría que es una dramaturgia muy moderna, con pinceladas de dramatización, de pocos diálogos muy en su lugar. ¿Cuál es tu balance al frente de la Academia? Han sido dos años de cambios muy buenos, en los que la Academia se ha posicionado y potencializado. Apenas es un inicio, hay que seguir
¿En el set aceptas todo lo que digan los directores o propones cambios? Cuando acepto un proyecto, me responsabilizo, me comprometo. Todos los actores llegamos con una propuesta de personaje y el director te da elementos para hacerlo mejor. ¿Había buena química cuando trabajaste al lado de Vicente Fernández? Sí, por supuesto. La relación era muy fluida, por eso trabajamos juntos en seis películas. Yo no me oponía a hacer ese tipo de cintas, con la plena conciencia de llegar a un público masivo. Desde aquella época y hasta la fecha, la gente me brinda mucho afecto adonde quiera que voy.
CUANDO ACEP TO UN PROYECTO, ME RESP ONSABILIZO, ME COMPROMETO. TODOS L OS ACTORES LLEGAMOS CON UNA PROPUESTA DE PERSONA JE Y EL DIRECTOR TE DA ELEMENTOS PARA HACERL O MEJOR.”
Arte digital >Fernando Montoya >La Razón
trabajando. De la Academia deben salir distintas maneras de apoyar a nuestro cine, pelear por una ley federal de cinematografía que legalmente obligue a una exhibición con mayor equidad. La Academia tiene que ser un órgano de liderazgo que impulse avances en ése y en otros rubros. La distribución es el cuello de botella. Es obvio que tenemos gente muy talentosa en nuestra industria y no es justo que a su trabajo le suceda lo mismo que pasa con algunos libros, que se editan en las universidades y se quedan almacenados. ¿Está gorda la caballada mexicana para el Goya y el Óscar? Sí, hay como veinte películas inscritas. Por supuesto que se inscriben menos que para el Ariel, porque en el Ariel hay de todos los géneros. Hay algo sobre Alaide Foppa. Sí, de María del Carmen de Lara y Leopoldo Best, acerca de la vida de esa mujer, más allá de la militancia. Hay varias películas interesantes. ¿Tus arieles los tienes en una vitrina o están deteniendo libros? Ninguna de las dos cosas. Por lo pronto están resguardados en casa de mi hermana. Le pedí que me los cuidara mientras me cambiaba de casa y pongo bien mi estudio. Leí en un diario que ya sólo te quieres dedicar al teatro. Nunca he dicho eso. Mis intereses van más allá del teatro: el cine, la televisión, mi familia, el amor, la lectura, los viajes, todo. Dime tres películas que te llevarías a una isla desierta. Me llevaría Amarcord y, la verdad, haría trampa y me llevaría todo mi arsenal.