Rafael Tovar y de Teresa

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ALBERTO CHIMAL

LA PANTALLA EN LA VIDA

CARLOS VELÁZQUEZ EL LIBRO DEL AÑO

JESÚS RAMÍREZ-BERMÚDEZ

LA GEOGRAFÍA CEREBRAL DEL SELF

El Cultural N Ú M . 7 8

S Á B A D O

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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

RAFAEL TOVAR Y DE TERESA

UN ESTADISTA DE LA CULTURA ADOLFO CASTAÑÓN

COLLAGES

UNA NOVEL A DE ANAÏS NIN

CUARENTA AÑOS DEL PUNK RO GELIO G AR Z A


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La desaparición de Rafael Tovar y de Teresa, el pasado 10 de diciembre, reunió a buena parte de la sociedad mexicana —no sólo la comunidad intelectual y artística— en el consenso sobre una vida dedicada a la “pasión por el arte” y la promoción de la cultura que logró construir, desde el Estado, un proyecto excepcional —pese a todos los desafíos, adversidades que debió enfrentar y permanecen. Una figura que deja huella. Adolfo Castañón recuerda en estas páginas su gusto y trato, sus preferencias y aficiones más entrañables.

R a fa el Tov a r y d e Te r e s a

U N E S TA D I S TA D E L A C U LT U R A ADOLFO CASTAÑÓN

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onocí en persona a Rafael Tovar y de Teresa en una cena a principios de los años noventa. Me llamó la atención la vehemencia y detalle con que recordaba ciertas obras literarias. Esa noche hablamos de Lampedusa y de Proust, ambas figuras muy caras para él y para mí, charlamos de El gatopardo y À la recherche du temps perdu. Nos presumimos mutuamente aspectos que nos eran caros de esas obras. Le regocijó que yo recordara La piedra lunar y “El profesor y la sirena” del primero, a mí me gustó su apreciación de las obras de arte imaginarias en las obras del francés, la sonata de Vinteuil, la pintura de Elstir y su percepción de la naturaleza suntuosa de ciertas personas. Tenía desde luego afinidades y parecidos con su hermano Guillermo Tovar y de Teresa de quien yo era amigo por fuerza editorial y afinidades bibliófilas. Advertí que tenía, al igual que éste, una sólida formación musical y que era capaz de jugar al

juego de adivinar el compositor de una obra —ya fuese Mozart, Beethoven, Brahms, Chopin o Bach— a partir de la evocación de tres o cuatro compases que sabía tararear como si hubiese tomado clases de solfeo. Fuimos amigos a la distancia, lo sentía como un compañero, nunca trabajamos en un sentido estricto en la misma oficina, aunque barruntábamos que pertenecíamos a mundos afines o paralelos en distintas esferas del mismo palacio. Sabía que podía hablar con Rafael de Lord Chesterfield y de Jackson Pollock, de Iannis Xenakis y de Pablo Martínez del Río, de José Clemente Orozco y del Bosco, de Julio Torri y de Aldo Manucio, de Octavio Paz y de José Luis Martínez, de Goethe, de Schiller, de Byron y de Vincent Van Gogh, de Carl Sagan o Stephen Hawking, del Chateau d’Yquem y del vinho verde. Sabía de su pasión por el arte y de su genuina adhesión interior al hecho artístico y a su solidaridad con sus hacedores.

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Su posición como responsable de la cultura en México era indiscutible, en la medida en que la vivía en carne propia y día a día se desvivía por ella. Tenía entusiasmo, y una asombrosa y proteica capacidad de autodidacta genuino ávido de aprender y de medirse a sí mismo contra las reglas de oro de la geometría o las escuadras del cálculo político. Rafael era un político o, más bien, un estadista de la cultura, con algo de camaleón, al estilo de El Gatopardo y con aires astutos de zorro que sabe dar a cada cual su lugar o cederlo para permanecer en la fila a la espera de que maduren las uvas. A su gusto de dandy le gustaba llevar trajes de tweed, sweaters de cashmire. Le gustaba el color gris entre semana y el amarillo los domingos. Era como uno de esos virtuosos de la interpretación musical que terminan transfigurando la música que tocan para devolverla en un adagio al reino originario de donde salió.... Esa capacidad de interpretación artística le permitía ser un improvisador en el sentido fuerte de la palabra, uno de esos directores de circo ruso que lo mismo saben domar a un león, que tragar fuego o subirse al trapecio a danzar sobre la cuerda sin perder nunca el aplomo ni la elegancia. Era un ser bien nacido, hijo del amor y de la memoria No en balde una de sus novelas se titula Paraíso es tu memoria (2009). El titulo cifra un destino. El nombre compuesto de Rafael Tovar y de Teresa era indicativo de un linaje de noble cuna, que compartía con sus hermanos y, en particular, con Guillermo. Afinados ambos

Foto > ESPECIAL

“RAFAEL ERA UN POLÍTICO O, MÁS BIEN, UN ESTADISTA DE LA CULTURA, CON ALGO DE CAMALEÓN, AL ESTILO DE EL GATOPARDO Y CON AIRES ASTUTOS DE ZORRO QUE SABE DAR A CADA CUAL SU LUGAR.”

Rafael Tovar y de Teresa (1954-2016).

en una educación estética, artística y musical, los dos fueron artistas de la memoria a su manera. Rafael estudió historia, al final escribió novelas nostálgicas de la belle époque marcada por la saudade de Porfirio Díaz, que a su vez eran sintomáticas no sólo de su deseo de ser escritor, sino de aparecer como un heredero y un cronista digno de lo que había visto y oído, según ilustran El último brindis de don Porfirio (2012) y De la paz al olvido. Porfirio Díaz y el final de un mundo (2015). Estas obras lo presentan como un testigo de los testigos, un heredero de los libros trasatlánticos de la memoria. Era un entusiasta y un amateur de las artes en todas sus variedades, un catador del arcoiris de la civilización y un visitante asiduo de museos y galerías, salas de concierto, de exposiciones, espectáculos, sitios arqueológicos, mercados de antigüedades, brocanteurs, talleres, laboratorios, ciudades y puentes... Un curioso ávido de novedades —como lo prueba la cascada de proyectos, empresas, agendas, ciudades de la memoria y de la historia que impulsó—, sin perder el pie en el conocimiento y la estimación de los monumentos y documentos clásicos. A esa curiosidad hay que añadir el rigor del que conoce los delicados vasos comunicantes que rigen el derecho y la cultura, el patrimonio material e inmaterial de una cultura que él supo representar y administrar con modestia visionaria a lo largo de los años. Adivino que la fundación de la Secretaría de Cultura fue la realización de un sueño pero también la primera piedra de la construcción de una ciudad inspirada en el matrimonio de las artes, las ciencias y la técnica. Recuerdo haberlo oído hablar recientemente en

público dos veces. Las dos, improvisó como un orador de antes, es decir sin perder el hilo ni la sindéresis. Una fue en el homenaje a su amigo y compañero de andanzas diplomáticas, el novelista Fernando del Paso, la otra cuando se inauguró la librería del Fondo de Cultura Ecónomica en memoria de su hermano Guillermo. En la primera compartió su excitación por el progreso de composición de la novela Noticias del Imperio de cuya escritura fue testigo directo y cotidiano en París. En la segunda se permitió evocar sus años de infancia cuando recorría el centro con su hermano en busca de maravillas virreinales sepultadas por el tiempo. Mientras hablaba, pensé en aquellos precoces arqueólogos que a medida que transitaban por la ciudad iban sellando un pacto de lealtad inmemorial con ella. Lo imaginé bebiendo el agua que destila la memoria por entre las viejas piedras de los edificios en ruinas, acaso guiado por los estudios de Manuel Toussaint. Cuando terminó de hablar, me acerqué a él y le di un largo y apretado abrazo. No sabía que sería la última vez que lo haría así, aunque luego lo volví a ver. La última fue en la ceremonia de entrega de los Premios José Pagés Llergo, organizados por su hija Beatriz, en memoria de su padre, el fundador de Siempre! Nos saludamos de lejos y nos quedamos mirando largo como dos viejos conocidos que se reconocen en el camino. Que descanse en paz el comulgante de la Capilla Sixtina y de Miguel Ángel, de Leonardo da Vinci y de Rafael, de los antiguos abuelos mayas y de los prodigiosos etruscos cuyos sueños supo traer a México para fecundar con esas semillas un reino digno de la nueva América mexicana. C


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La última novela de Anaïs Nin (1903-1977), Collages (1964), extiende los habituales registros líricos y eróticos de su escritura a través de escenarios, personajes, situaciones y experiencias entrelazadas bajo el principio de su título. El pasaje que presentamos recrea un entorno mexicano que tiñe el curso de la historia con su flora y paisaje. De próxima publicación en Cal y arena, esta novela es traducida por primera vez al español.

C OL L AGE S U NA NOV E L A ANAÏS NIN T R A DUC C IÓN C R I ST I NA R A S CÓN

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uando Bruce llegó por primera vez a Viena, Renata se fijó en él por su semejanza a las estatuas que le sonreían a través de la ventana de su habitación. Era la estatua con alas en los tobillos, la que viajaba durante la noche, estaba convencida. Le observó cada mañana, durante el desayuno. Estaba segura de poder detectar señales de largos viajes. Su cabello se veía más revuelto, había lodo en sus pies alados. Ella reconoció en Bruce el cuello largo, las piernas de corredor, la falta de cabello sobre la frente. Pero Bruce negó su relación con Mercurio. Se veía a sí mismo como Pan. Le mostró a Renata qué tan largo era el vello en la punta de sus orejas. La familiaridad con la ágil, inquieta estatua le hizo sentirse cómoda con Bruce. Lo que aumentaba la semejanza era que Bruce hablaba poco. O hablaba con gestos y movimientos corporales más elocuentes que las palabras. Entraba a la conversación con un impulso de los hombros hacia adelante, como si fuera a volar o a nadar en su corriente, y cuando no podía encontrar las palabras, sacudía su cuerpo como si estuviera ejecutando una danza de jazz que las expulsaría como unos dados. Sus pensamientos, contenidos aún dentro de su cuerpo, sólo podrían transmitirse a través de él. Las palabras a punto de decir le sacudían primero el cuerpo y podían seguirse a través del mismo en el fluir de sus vibraciones, en el ritmo lento de sus pies. Ráfagas de palabras agitaban cada músculo, pero al final convergían en una, a lo mucho dos: —Hombre, verás, hombre, verás aquí, hombre, ay hombre. En otras ocasiones se aceleraban en patrones rítmicos, como variaciones de jazz tan raudas que apenas era posible captarlas. Él buscaba palabras equivalentes a ritmos jazzísticos. Era impaciente con secuencias, cronologías y construcción. Una interrupción parecía más elocuente para él que un párrafo completo. Pero Renata, habiendo sido entrenada por años para leer los labios inmóviles de las estatuas, escuchaba

las palabras que surgían del perfecto modelado de los labios de Bruce. El mensaje que ella escuchaba era: “¿Qué hace uno cuando es removido catorce veces de su verdadero ser, no dos, o tres, sino catorce veces alejado del centro?”. Empezaría dibujando un retrato de él. Él se vería como ella lo veía. Eso sería un comienzo. Trabajaron juntos muchas tardes. Lo que Bruce observó fue la compasión en su voz, lo que advirtió bajo sus párpados sensuales y pesados fue una imagen diminuta de sí mismo nadando en el filme de emoción que humedecía sus ojos. —Ven conmigo a México —dijo Bruce—, quiero deambular un poco hasta encontrar quién soy, qué soy. Y entonces comenzaron un viaje juntos. Bruce quiso poner espacio y tiempo entre los diferentes ciclos de su vida. Fue durante los largos trayectos en coche por los desiertos calurosos, las comidas en pequeños restaurantes con aroma a azafrán a la orilla del camino, las caminatas por los mercados prismáticos, a tono con los suaves cantos mexicanos que él dijo, como había dicho el padre de Renata: —Me encanta oírte reír, Renata. Si los chubascos les atrapaban en sus ropas más finas, de camino a una corrida de toros, Renata reía como si los dioses, mexicanos u otros, estuvieran jugando bromas. Si ya no había cuartos de hotel y si, por escuchar el consejo de un cantinero ellos terminaban en un burdel, Renata reía. Si llegaban avanzada la noche y soplaba una tormenta de arena y no había restaurantes abiertos, Renata reía. —Quiero llevarme todo esto de

vuelta, con nosotros —dijo ella una vez. —¿Pero qué es todo esto? —preguntó Bruce. —No estoy segura. Sólo sé que me lo quiero llevar de vuelta, con nosotros, y vivir de acuerdo a ello. —Ya sé lo que es —dijo Bruce, desperdigando los contenidos de sus valijas sobre las camas y buscando el reloj con alarma. Después volvió a empacar, negligente, y mientras se alejaban en el coche, unas horas más tarde, en un camino desierto, él frenó, cerró el reloj despertador y lo dejó en la mitad de la carretera. Mientras se alejaban, de pronto, se desató como un niño enojado, la campana de alarma sonó como un berrinche, y tembló con furia y protesta por el abandono. De vez en cuando se detenían, avanzada la noche, en un motel que aparentaba una hacienda. Los viejos hornos gigantes, en forma de conos, habían sido convertidos en habitaciones. Desde el centro del cuarto en forma de tienda, el brasero arrojaba el humo hacia la apertura convergente en la cima. La fría piedra estaba cubierta con sarapes rojinegros. Renata peinaría su largo cabello. Bruce saldría sin decir una palabra. Su salida era como un acto de desaparición, porque no la anunciaba, y era seguida por el silencio. Y este silencio no era como un intermedio. Era como una premonición de la muerte. La imagen de su pálido rostro desapareciendo le daba la impresión de alguien buscando ser calentado por la luz de la luna. El sol mexicano no podría broncearlo. Él ya había sido coloreado de forma permanente por el sol noruego de medianoche del país de origen de sus padres.

“DE VEZ EN CUANDO SE DETENÍAN, AVANZADA LA NOCHE, EN UN MOTEL QUE APARENTABA UNA HACIENDA. LOS VIEJOS HORNOS GIGANTES, EN FORMA DE CONOS, HABÍAN SIDO CONVERTIDOS EN HABITACIONES.”


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De algunas vagas y ocasionales descripciones, Renata había comprendido que sus padres lo habían criado en este silencio impenetrable. Ellos tenían una lengua que hablaban entre ellos y sólo tenían un inglés a medias para usar con el niño. Lo dejaron en Estados Unidos a los once años, sin una sola explicación, regresaron a Noruega y dejaron que fuera criado por un pariente lejano. —Sí que era lejano —dijo una vez Bruce, riendo—, mi primer trabajo me lo dio un vecino, quien era dueño de máquinas de dulces en las cuales los niños metían un penny y obtenían dulces y, algunas veces, si tenían suerte, un premio. Los premios eran anillos, silbatos pequeños, soldados de hojalata, un penny nuevo, un alfiler de corbata. Mi trabajo era poner un poco de pegamento para que los premios nunca resbalaran por la máquina tragamonedas. Rieron. —Cuando te conocí en Viena, iba a ver a mis padres. Entonces pensé: ¿qué caso tiene? Ni siquiera recuerdo sus rostros. Antes de que él dejara la habitación, habían bebido cerveza mexicana. Observando su vaso y girándolo en su mano, dijo: —Cuando estás borracho un vaso común brilla como un diamante. Renata añadió: —Cuando estás borracho una cama de acero parece una cama de plumas de sultanes sensuales. Él se rebeló contra toda atadura, incluso la amorosa red de las palabras, las promesas, las adulaciones. Se fue sin anunciar su retorno, sin siquiera usar las palabras que la mayoría de la gente usa todos los días: “Luego nos vemos”. Renata se quedaría dormida en su chal naranja, olvidando quitarse la ropa. Primero durmió, luego despertó y esperó. Pero esperar en un hotel mexicano en medio del desierto con tan solo el ladrar de los perros, el aleteo de las palmeras a la luz de una vela, le pareció ominoso. Así que una noche salió a buscarlo. El campo era oscuro, lleno de luciérnagas y el zumbido de las cigarras. Había sólo un pequeño café iluminado con lámparas de aceite color naranja. Campesinos en trajes blancos y sucios estaban sentados, bebiendo. Un guitarrista tocaba y cantaba lentamente, como si el sueño lo hubiera hipnotizado a la mitad. Bruce no estaba ahí. De regreso por el camino oscuro notó una sombra bajo un árbol. Pasó un auto. Sus luces delanteras iluminaron el camino y dos figuras de pie, junto al árbol. Un muchacho mexicano estaba de pie, apoyado en el vasto tronco del árbol, y Bruce estaba de rodillas ante él. El joven mexicano descansaba su mano oscura en el cabello rubio de Bruce y su rostro se elevaba hacia la luna, su boca abierta. Sollozando, Renata corrió de regreso a la habitación, empacó y se fue. Condujo hacia el mar, a Puerta

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“SU PROPIA FALDA, ALMIDONADA Y VOLANTE, LE HIZO PENSAR EN LA FLOR DEL ÁRBOL DE CORAL, QUE NUNCA MARCHITABA SOBRE EL ÁRBOL.” María, donde se estaban exhibiendo sus pinturas. Y la imagen del árbol nocturno con sus flores de veneno fue sustituida por un árbol de coral bajo la luz de un sol resplandeciente. Los mexicanos le llamaban árbol colorín. Eclipsó a todos los otros árboles, con la intensidad de sus flores naranjas creciendo en amplios y ajustados ramos al final de sus troncos vacíos, de tal forma que no había hojas o sombras de hojas para atenuar la explosión de colores. Tenía pétalos que parecían hechos de pelaje naranja salpicado de zarcillos de un color rojo como la sangre. Tendría que haber sido la flor del árbol de coral la que recibiera el nombre de flor de la pasión. Tan pronto como lo vio quiso un vestido de ese color y de esa intensidad. Eso no era difícil de encontrar en un pueblo marítimo mexicano. Todos sus vestidos tomaban sus colores de las flores. Compró el vestido de árbol de coral. El algodón naranja tenía trenzados hilos de color rojo como la sangre, casi invisibles, como si los mexicanos hubieran urdido el teñirlo cual la mismísima flor del árbol de coral. El árbol de coral mataría la memoria de un árbol negro y retorcido y la de dos figuras refugiadas bajo sus ramas grotescas. El árbol de coral la llevaría a un mundo de festividades. Un mundo naranja. En Haití se decía que los árboles caminaban de noche. Muchos haitianos juraron que los habían visto moverse, o que los habían encontrado en lugares distintos por

la mañana. Así que al principio sintió como si el árbol se hubiera se había movido de su lugar de nacimiento y caminara por las calles especiadas de esa playa, festiva y deslumbrante. Su propia falda, almidonada y volante, le hizo pensar en la flor del árbol de coral, que nunca marchitaba sobre el árbol, al morir caía en una repentina estocada a la tierra. El vestido de árbol de coral no se deshilachó ni decoloró en la humedad tropical. Pero Renata no se impregnó con sus colores, como era su expectativa. Había tenido la esperanza de ser penetrada por las llamas naranjas y de que teñiría su ánimo para encajar con la vida gozosa del pueblo marítimo. Pensó que inmersa en su fuego podría reír con la algarabía naranja de los locales. Tuvo la expectativa de absorber su vivacidad de forma intravenosa. Pero para el ser que había buscado disimular sus remordimientos, el árbol de coral fue sólo un disfraz. Cada día el vestido se volvía más brillante, inundado de rayos de sol y en armonía con su hipnosis deslumbrante. Pero el paisaje interior de Renata no era iluminado por él. Dentro de ella crecía un gigantesco, tortuoso árbol negro y dos jóvenes que hicieron un lecho de él. La gente frenaba a su paso, las mujeres a envidiarla, los niños a tocarla, los hombres a recibir los rayos magnéticos. En la playa, la gente giraba hacia ella como si fuera el mismo árbol de coral descendiendo de la colina. Pero dentro de su vestido yacía un árbol negro, la noche. ¡Cómo caía la gente en el simbolismo! Se sentía un fraude, atrayendo a todos a su círculo de fuego naranja.


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Atrajo la atención de un hombre de Los Ángeles que vestía pantalones blancos de marinero, una camiseta blanca y que estaba bronceado y le sonreía. ¿De verdad es feliz —se preguntó— o viste también un disfraz? En la playa apenas había sonreído. Pero aquí, en el mercado, detrás de la plaza de toros, estaba perdido, y se dirigió a ella. No sabía dónde estaba. Sus brazos estaban llenos de sombreros de paja, burros de paja, figuras de barro, canastas y sandalias. Se había extraviado entre los loros, los melones rebanados y olorosos, los listones y las enaguas de las mujeres. Las enaguas henchidas por la brisa acariciaban su cabello y sus mejillas húmedas. Los techos de palma eran demasiado bajos para él y las puntas le cosquilleaban las orejas. —Debo regresar pronto —dijo él—, ya dejé mi carro solo por dos horas. —No son muy estrictos con los turistas —respondió ella—, no te preocupes. —Ah, es que no está en la calle. No lo dejaría en la calle. Pregunté en todos los hoteles del pueblo, hasta que encontré uno donde podía estacionarlo cerca de mi cuarto. ¿Quieres venir a verlo? Lo dijo con el tono de un hombre que ofreciera un atisbo a un Picasso original. Caminaron lentamente bajo el sol. —Es un carro tan hermoso —dijo él—, el mejor que se haya hecho. Lo corrí en Los Ángeles. Es tan sensible como un ser humano. No tienes idea del suplicio que fue el viaje desde la Ciudad de México. Están reparando la carretera, estaba llena de desvíos. —¿Qué te pasó? —A mí no me pasó nada. ¡Pero a mi pobre auto! Podía sentir cada bache en el camino, cada hoyo, el polvo, las piedras. Me dolía verlo luchar en la carretera, raspado por los guijarros, manchado de alquitrán, cubierto de tierra roja, mi hermoso automóvil, al que he cuidado tanto. Era como si mi propio cuerpo cruzara ese camino. Tuve que conducir a través de un río. Un niño se sentó a horcajadas en el cofre y me guió con ademanes como de hélice, indicándome la mejor ruta bajo el agua. Pero nunca supe dónde iríamos a quedar varados, mi pobre coche de bajas dimensiones en las aguas lodosas, donde la gente del lugar lava su ropa y se baña el ganado. Podía sentir la arena y la tierra en el motor. Podía ver las moscas, mosquitos y otros insectos aferrados a la salida del aire. No quiero que mi carro pase por semejante experiencia otra vez. Habían llegado a un hotel de bajo presupuesto, amplio y laberíntico, rodeado de un enorme jardín selvático. Ahí bajo una palma, entre helechos y

girasoles, estaba el automóvil, pulcro y brillante, sin vistas de daño alguno. —Oh, está en el sol —chilló el hombre de Los Ángeles y se apresuró a moverlo a la sombra—, qué bueno que regresé. ¿Quieres sentarte en él? Mientras ordenaré unas bebidas. Dejó la puerta abierta. Renata dijo: —Me encantaría ir en coche a la playa que está al otro lado de la montaña. Es bellísima a esta hora del día. —He oído de eso, pero no sería bueno para el coche. Están construyendo en ese camino. He escuchado que explotan dinamita. No confiaría en mexicanos con dinamita. —¿Has ido a la corrida de toros? —No puedo llevar ahí mi auto, los muchachos roban llantas y espejos laterales, según me han dicho. —¿Has ido al centro nocturno La Perla Negra? —Ese es un lugar al que podemos ir, tiene estacionamiento y un vigilante. Sí, te llevaré. Más tarde, al estar tomando una bebida, el sol descendió como un meteorito de oro antiguo y se hundió en el mar. —Ah —respiró el hombre, sonriendo—, qué gusto que refrescó, el sol no es bueno para mi auto. Entonces explicó que para el viaje de vuelta a casa había hecho algunos arreglos para llevar su auto sin más sufrimiento. —Reservé un pasaje en un barco carguero. Tomará tres semanas. Pero será más fácil para mi auto. —Asegúrate de comprar una botella grande de agua mineral —dijo Renata. —¿Para lavar el auto? —preguntó el hombre de Los Ángeles, con el ceño fruncido. —No, es para ti. Te podría dar disentería. Ella se ofreció a hablar con el capitán del barco carguero, pues sabía hablar español. Llegaron en coche hasta el muelle. El capitán estaba de pie, semidesnudo, dirigiendo una carga de plátanos y piñas. Llevaba en la frente un pañuelo anudado para evitar que el sudor descendiera sobre su rostro. El vestido naranja atrajo sus ojos y sonrió. Renata le preguntó si él aceptaría compartir su cabina con el americano, y si cuidaría bien de él. —Lo que sea por complacer a la señorita —dijo él. —¿Cómo te irá con el pescado y el frijol negro? —preguntó ella al adorador del auto. —Compremos comida enlatada, y una esponja para quitarle la sal a mi auto. Estará en la cubierta, al aire libre. El día de su salida el pueblo marítimo dispuso sus más festivos colores; los loros silbaron, los aromas a magnolia

“EN EL MERCADO, DETRÁS DE LA PLAZA DE TOROS, ESTABA PERDIDO, Y SE DIRIGIÓ A ELLA. NO SABÍA DÓNDE ESTABA. SUS BRAZOS ESTABAN LLENOS DE SOMBREROS DE PAJA, BURROS DE PAJA, FIGURAS DE BARRO.”

cubrieron el olor a pescado, y las flores eran tan profusas como en el Carnaval de Nueva Orleans. Renata llegó a tiempo para ver cómo tomaban medidas al automóvil y cómo lo encontraban demasiado grande para la red en la que usualmente elevaban la carga. Colocaron entonces dos tablones delgados, desde la cubierta hasta el muelle, y le pidieron al hombre que condujera el auto hacia el carguero. Una pulgada fuera del camino y ambos, hombre y automóvil, caerían a la bahía. Pero el dueño del automóvil era un chofer muy hábil y amoroso, así que finalmente lo maniobró hasta la cubierta. Una vez ahí, vieron que estaba tan cerca de la orilla que los marineros tuvieron que lazarlo, como si fuera un potro rebelde. Amarrado al barco por varias cuerdas ya no podría avanzar hacia la orilla. Entonces el hombre de Los Ángeles se fue a la única cabina con su botella grande de agua mineral y una bolsa de sopas enlatadas. Mientras el carguero se alejaba lentamente, gritó: —¡Ya te diré en qué estado llega mi auto! ¡Gracias por tu ayuda! Un mes después, recibió una carta: Querida y amable amiga: Siempre te recordaré tan alegre y relajada en tu vestido naranja. ¡Y qué sabia! ¡Si tan sólo hubiera escuchado a tus advertencias! Usé el agua mineral para lavar la sal de mi auto, así que lo primero que sucedió es que contraje la fiebre del turista, muy alta. El capitán cumplió su palabra y compartió su cabina conmigo, pero también con un barril de pescado, latas de gasolina y paja para los animales. Luego el mar se puso bastante violento y


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“RECOSTÓ SU CABEZA CANSADA Y POLVORIENTA SOBRE SU HOMBRO Y BUSCÓ EN LO MÁS OSCURO DE SU CABELLO, EN LA BASE DE SU CUELLO, DONDE LOS NERVIOS NÍTIDAMENTE ENVÍAN MENSAJES DE FUTUROS PLACERES.” desapegado del cuidado que requiere. Tomó la cubierta de su máquina de escribir y le extendió a Renata unas páginas a leer. —Este es el inicio de mi novela —dijo Bruce. Y Renata leyó: El hotel en Acapulco tenía una serie de cabañas. Parecía que el patrón era muy puritano y no quería ningún escándalo, nada de visitas nocturnas. Al parecer él mismo vigilaba las cabañas por la noche. Quería que el lugar permaneciera bajo la categoría de ambiente familiar. Renata interrumpió con: —Pero ese es el hotel donde yo me hospedé. —Sigue leyendo.

el auto comenzó a rodar de un lado a otro, y a cada instante pensé que caería en el mar. Decidí dormir dentro de él, y que si algo pasaba nos pasaría a los dos. En el primer pueblo en el que paramos, recibimos un hato de ganado. Los animales estaban apretujados en la cubierta, empujaban contra mi coche, lo mojaron y hasta trataron de embestirlo. Por las noches se peleaban y no necesito explicar el hedor. El calor era tan pesado como una cobija. En la segunda parada recibimos a una Madame y unas veinte chicas que habían sido movidas a otra casa. El capitán galantemente ofreció su cabina. El tequila era gratis a bordo así que ya te imaginarás qué ruidosas fueron esas noches. Después de tres semanas llegué a Los Ángeles hecho una ruina pero mi automóvil en buena forma. Lo mandé lubricar y ojalá pudieras escucharlo ronronear por las carreteras. Los Ángeles tiene unas carreteras tan maravillosas. RENATA SE MUDÓ a Malibú, California. Semanas después, cuando ella estaba ya instalada en su casa, llegó Bruce, como si hubieran acordado tomar una desviación y retomar su relación. Recostó su cabeza cansada y polvorienta sobre su hombro y buscó en lo más oscuro de su cabello, en la base de su cuello, donde los nervios nítidamente envían mensajes de futuros placeres. Sus ojos eran claros e inocentes, libres de memorias. Sonrió con toda inocencia y se acomodó en la casa como un huésped privilegiado,

Una mujer llegó en un vestido naranja. No era sólo el vestido naranja lo que llamaba la atención. Ella emanaba alegría y su risa era cálida y espontánea. El patrón supo que ella viajaba sola y con frecuencia se asomaba a su cabaña para sorprender a algún extranjero en plena hospitalidad no precisamente sacra. Una noche una risa de un hombre se mezcló con la de ella, pero el patrón no la escuchó. Un vecino sí la escuchó. Se quedó despierto, para escucharla, diciendo para sí que debía avisar a la muchacha del vestido naranja si el patrón se acercaba. Era una chica afortunada. El hombre recordaba su propia agitación por esa risa, por la íntima calidez con que reían. Y a la siguiente mañana examinó a la chica del vestido naranja con mayor atención, como si hubiera fallado en detectar en su rostro o en sus maneras qué cosa produciría semejante risa avanzada la noche. Ella tomaba el desayuno, sus párpados hacia abajo. Y en eso llegó una camarera, sin aliento, y habló con el patrón, y el patrón vino y habló con la chica en el vestido naranja, y la chica se puso de pie sonrojada y salió del lugar a toda prisa. Resultó que había dejado a su visitante muy temprano por la mañana, para que se vistiera con calma, con discreción, y abandonara la habitación antes de que ella regresara. Pero al salir, de forma inconsciente, la joven cerró con llave la puerta exterior, aprisionándolo, así que él tuvo que llamar a la camarera, y la camarera, pensado que había atrapado a un ocupante ilegal, lo había reportado mientras él agitaba con furia la puerta y dejando entonces que todos supieran...

Renata comenzó a reír. Y continuó hasta que Bruce comenzó a reír con ella, aunque él no estaba tan seguro como ella del significado de la situación. Ella notó que el reía por contagio, confiando en su espíritu festivo, y esto la hizo reír todavía más, como una conmovedora forma de amor. —Debo haber estado pensando en ti, Bruce. En ti y en cómo te esfumaste en silencio por la noche. ¡Debiste haber sido tú a quien yo quería encerrar! —¿Lo amabas? Renata se carcajeó. —Parecía un Pinocho al piano, pero cantaba como Caruso, sólo que más ligero. Había regresado apenas de visitar a su madre, tan bella dijo él, con una piel luminosa y ojos justo como los míos. La tuvo toda para él, me dijo, sus hermanos y hermanas ya casados, y él la amaba a ella, él ahora entendía cuánto la amaba (y a mí, porque me parezco a ella), ¡tanto así como decía Freud! Unos días después ella le trajo a Bruce una paloma de la paz que había encontrado apoyada en la pared de una tienda sueca. Estaba hecha a partir de una madera tan delgadita como un papel, con alas transparentes como la luz, como el aliento. Renata enunció: —Colguémosla de un hilo para que gire. Bruce subió a una escalera y comenzó a colgarla. Le pidió el hilo a Renata, quien fue a traerlo. Se rompió. La paloma de la paz cayó al suelo. Bruce dijo: —Ahora entiendo por qué mis botones se desprenden a cada rato, si los coses con un hilo tan debilucho. Renata trajo entonces un hilo más fuerte. Se dirigió a encender la fogata. Hizo la cena. Preparó comida para los perros, Tequila y Sake. —¿Por qué no compraste toda una parvada de palomas? Me hubiera gustado toda una parvada de palomas volando por la casa. —Toda una parvada de palomas no traería paz a nuestra relación. —Tú sabes las consecuencias de abrir la caja de Pandora —dijo él. —Nunca me advertiste nada sobre tus salidas. A todo le llamas balas y cadenas. Tomas el único auto que tenemos para que yo no pueda siquiera escapar. —¿A encontrar otros Pinochos? —A encontrar lo que sea que me haga olvidarte. —Sabes que lo que doy a otros no es nada que te quite a ti, nada que nos pertenezca. —Pero Bruce, no es lo que le das a otros lo que me duele, sino lo que no me das a mí, tus secretos. C


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El punk cumple cuarenta años, se muda de las calles a los museos y las empresas. Expresión musical, moda, arte, estilo de vida, periodismo, literatura, diseño, cine, ideología, activismo, filosofía, movimiento: una manifestación cultural que deja huella hasta en los negocios. Unos afirman que sólo queda la moda y la pose; otros, que vive gracias al anarquismo. Pero también al capitalismo.

H A ZLO T Ú MISMO C UA R E N TA A ÑOS DE L PU N K ROGELIO GARZA

7.2 millones de emprendedores en el mundo iniciaron sus empresas el año pasado. Las startups brotan en 2016 como lo hacían los grupos de punk en 1976. Ambos se deben a la cultura del Hazlo Tú Mismo (DIY por sus siglas en inglés) que permite producir un disco independiente o poner una compañía discográfica sin recursos y sin conocimientos. La necesidad los iguala, la diferencia es que los startuperos lo hacen por negocio y los punks por una causa que también terminó siendo negocio.

EL BLUES DEL SELF-MADE MAN El DIY, una cultura de vida y trabajo individualista, nació con la mítica figura del self-made man, el hombre del sueño americano que logra ascender desde abajo hasta la cumbre social, política y económica de Estados Unidos con su habilidad y esfuerzo. Distinguidos gringos forjaron dicho concepto brincándose las clases sociales, desde el “primer americano”, Benjamin Franklin; el inmigrante Andrew Carnegie, a quien le debemos los primeros libros de superación personal; hasta el ex esclavo y luchador por los derechos humanos, Frederick Douglass, quien terminó por acuñar el término en un discurso de 1859: self-made man. El término Do It Yourself comenzó a popularizarse a principios del siglo XX en Estados Unidos. Se refería a los métodos, técnicas y habilidades para hacer manualidades y reparaciones en el hogar con los materiales, las herramientas y los manuales de tiendas como Sears Roebuck. Hágalo Usted Mismo, ahorro y satisfacción personal. Pero también se refiere a construir un imperio comercial, como lo hizo Richard Warren Sears, el hijo de un herrero que empezó vendiendo relojes de mano en mano, antes de idear los catálogos.

EL ROCK Y EL ROL CONTRACULTURAL Durante los años sesenta y setenta, la contracultura que todo lo torció a nuestro favor adoptó el pensamiento y método DIY como una postura de

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Leave him alone He is a self-made man He did it on his own. TOM PETTY

The Ramones.

rebelión anticapitalista y una herramienta de autoproducción: tomar una casa y hacer en ella una comuna hippie o un squat punk. Fabricar la ropa y sembrar los propios alimentos. Hacer periódicos, revistas y volantes subterráneos. Lanzar al aire estaciones de radio pirata. Grabar discos de rock, organizar conciertos y giras. Distribuir materiales, discos, cintas y fanzines por correo. Empresarios y rockeros empezaron de cero y en ambos casos hay un factor esencial (aunque suene a plática empresarial): la innovación. Ser hippie o punk era ser innovador, en lo musical y en lo existencial, como Grateful Dead en los sesenta, los Ramones y Suicide en los setenta, o Black Flag y Circle Jerks en los ochenta. Las memorias de Rock Scully y David Dalton con el grupo de Jerry Garcia, Living with the Dead, o las de Henry Rollins con Black Flag, Get In The Van, son manuales de sobrevivencia a contracorriente en el Gabacho. Hoy el modelo de negocio y la mercadotecnia alucinada de Grateful Dead se estudian en las universidades, mientras que Rollins despacha pláticas de motivación corporativa como sesiones de spoken word. En la historia de Los Ramones (An American Band, Lobotomy: Surviving The Ramones, On The Road With The Ramones y Commando) se subraya un dato interesante: la autoproducción y venta de playeras —con el logotipo diseñado por Arturo Vega— como algo fundamental para la sobrevivencia del grupo en las giras. Lo irónico es que en 2014 circuló una nota de humor involuntario, la mayoría de los adolescentes que usaban la playera desconocían al grupo, creían que Ramones era una marca de ropa. Cuando los cuatro originales

yacen cinco metros bajo la tierra, la empresa Ramones Productions se encarga de comercializar su parafernalia. ¿En qué momento el DIY punk se desvió de la ruta y terminó en una empresa? En los ochenta, con el post punk y el hardcore en el Este y el Oeste de Estados Unidos.

EL HARDCORE ANARCO PUNK En la década de Reagan el hardcore americano, musicalmente más agresivo y veloz, se politizó y radicalizó. Era la erupción del anarco punk. El DIY fue elevado al nivel de militancia en una rígida y austera ética existencial. En el libro The Philosophy of Punk (More Than Noise), Craig O’Hara traza esa línea que difiere del DIY tradicional: el punk comprometido lo hacía por objetivos comunes, no individuales. Su ética le impedía ganar y acumular dinero, la esencia era ser autosuficientes en cada aspecto de la vida sin dinero. El rock era un medio de expresión y concientización anticapitalista, si había utilidad se destinaba a las actividades de resistencia y acción directa. En el libro testimonial American Hardcore (A Tribal History), Steven Blush dedica un capítulo al nacimiento y ascenso de las principales disqueras del movimiento HC: SST (fundada por Greg Ginn de Black Flag), Alternative Tentacles (Jello Biafra de Dead Kennedys), Dischord (Ian MacKaye de Fugazi), BYO y Touch&Go, que empezaron sin dinero, sin estructura, sin idea de distribución, ventas ni administración. Nada, salvo conciencia, actitud y muchos huevos. Rock anticorporativo, autoproducido en un “sindicalismo tribal”, orientado a generar cambios culturales


en su comunidad. Pero todo eso se quedó en el discurso juvenil, los radicales de los años ochenta vieron crecer sus empresas como Juanito sus habichuelas mágicas. Entonces se convirtieron al anarco capitalismo. Ian MacKaye es el ejemplo del DIY hardcore y empresario de la causa punk sin proponérselo. Cantaba en Teen Idles y Minor Threat antes de fundar la fortaleza del rock que es Fugazi. Al iniciar los ochenta también creó el movimiento Straight Edge —de la canción de Minor Threat—, chavos que ante el atasque generalizado (alcohol, cocaína y heroína) dejaron de consumir cualquier substancia legal o ilegal, desde café hasta medicamentos. Sus primeros discos los hicieron con grabadoras caseras en el sótano de su casa, MacKaye salía a venderlos, tienda por tienda, desde Washington por toda la Costa Este. A dólar el disco de ocho canciones, a consignación. Así montó la disquera Dischord Records que, como puede apreciarse en el documental Another State of Mind de Adam Small y Peter Stuart, era una casarefugio en Washington donde los punks hacían squatting. Nadie imaginaba que en 2013 MacKaye iba a figurar en la lista de los diez punks más ricos (therichest. com), con una fortuna de 25 millones de dólares. Lo mismo sucedió con su hermano del alma, el incansable y multifacético Rollins, quien empezó fotocopiando sus manuscritos para venderlos de mano en mano (Sears style) y con el paso de los años montó la prestigiosa editorial 2 13 61 al ritmo de su canción Do It, con la que Rollins Band cerraba sus conciertos. En 2014 ocupaba el número siete de la lista dorada del punk con 12 millones. Esa lista es curiosa, la encabezan Travis Barker (85 milloncitos), Iggy Pop y John Lydon —a quien pudimos presenciar recientemente en un extraordinario concierto en la Ciudad de México— (ambos con 15), Tim Armstrong (13), Lars Frederiksen (8), Glenn Danzig (6) y Mike Ness (3).

EL DIY DE LOS PUNKS EN EAST L.A. Y EN LA CIUDAD DE MÉXICO Circula en Netflix el documental Los Punks: We Are All We Have, de Angela Boatwright, sobre el movimiento de hardcore latino en Los Ángeles. Adolescentes de clase media y baja que se reúnen los fines de semana en algún patio para tocar y reventarse, con el discurso y la práctica del Hazlo Tú Mismo adaptados a los tiempos que corren. Nacho Corrupted, cantante y organizador de la movida, sólo necesitó una laptop y trabajo duro para iniciar lo que sin duda será una lucrativa productora de conciertos y/o un foro de grandes espectáculos. El vocalista de Rhytmic Asylum, Gary Alvarez, tiene un objetivo anarco punk: “mejorar la sociedad y construir

comunidad”. Lo repite como mantra. Los fines de semana regala sus discos, diseña las portadas de otros grupos y los flyers de las tocadas. Pero entre semana es un sesudo estudiante de Derecho, lleva una vida familiar de clase media y durante el documental tiene que cortarse la mohicana “porque conseguí trabajo”. Otro más, Alex Pedorro, aplica para trabajar como ayudante en un lujoso restaurante de Los Ángeles. El ruido se les da muy bien, el trabajo formal y la buena vida también. En México hay casos de punks emprendedores como Raúl Senk, del grupo Lucha Autónoma. Senk es miembro de la Unión de Trabajo Autogestivo (UTA), cuya sede en Donceles se mudó a la Roma y se convirtió en el Club Under en 2006. Durante muchos años se dedicó a las artes marciales y fue propietario de una academia. Y también a la apertura de dos espacios que funcionan como puntos de encuentro, multiforos culturales y bares de rock: La Pulquería y el Under, donde Carlos Martínez Rentería presentó la revista Generación dedicada a los cuarenta años del punk. Ahí conversamos con Sergio Aknez, ex vocalista del grupo más representativo del hardcore nacional desde 1987, Massacre 68, y tenaz emprendedor de distintos negocios. ¿Qué significan para ti estas celebraciones por los cuarenta años? Ya no quiero saber nada de esto. El punk combativo ya se acabó. Es una pose. Para mí han sido cuarenta años de hacer jaque con todo. He vivido en jaque, jaque. Estaba muy enojado en los ochentas, pero ya no lo estoy. Quiero cambiar la frase de Hazlo Tú Mismo, porque me pone como anarquista. Y no lo soy. Ni soy punk. Muchos dicen serlo, pero a la mera hora no lo son. Alguien que dice que es, no es. ¿Cómo empezaste a trabajar y a fabricar la ropa de tu marca? Antes de empezar a trabajar con mi familia y con la ropa, trabajé tirando basura. Tocaba en las casas de la San Felipe de Jesús y me daban dinero por llevarme la basura. Fue de los primeros trabajos que tuve. No estudié mucho, sólo fui a la escuela hasta primero de secundaria. Tenía que apoyar a mis padres, ellos trabajaban con el desperdicio industrial. Me parecía muy interesante por el reciclaje y todo lo que hacían con eso. Después empecé a buscar por mi parte cinturones viejos, botas, chamarras, y a transformarlas para crear nuevos diseños. ¿Y cuándo nació tu marca de ropa y accesorios? En ese tiempo me dieron chance de estar en el Chopo y ahí trabajé los primeros años, antes de crear la marca Por los viejos tiempos. Esto me ha llevado a tener

“LA LISTA DORADA DEL PUNK LA ENCABEZAN TRAVIS BARKER (85 MILLONCITOS), IGGY POP Y JOHN LYDON (AMBOS CON 15) TIM ARMSTRONG (13), LARS FREDERIKSEN (8), GLENN DANZIG (6) Y MIKE NESS (3).”

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Iggy Pop.

un gusto por las cosas viejas y las motos antiguas. Después empecé a fabricar la ropa y los accesorios porque tenía más opciones y podía reproducir las piezas originales. Dejé el Tianguis del Chopo y me mudé a La Lagunilla, y a otros tianguis en Sullivan y en San Felipe. Entonces decidí proyectar algo más grande y fue cuando puse la tienda en Insurgentes Sur a mediados de los noventa. ¿Qué otros negocios has iniciado? Puse un puesto de hamburguesas de camarón. Pero duró poco tiempo. Pienso rehabilitarlo y abrirlo otra vez. Y ahorita estoy en otro proyecto, vamos a lanzar un licor de frutas que se fabrica en Michoacán. La venta es para apoyar a la gente que lo hace en el campo. Se llama Valemadrina, muy pronto lo presentaré. ¿Conoces a otros punks que hayan emprendido negocios? Sí, la mayoría de los de mi época hicieron sus negocios en paralelo con la influencia de lo que hicimos en El Chopo y La Lagunilla. Muchos conocidos. Por ejemplo, uno tiene una empresa de cámaras y equipos de seguridad. Otro es dirigente del tiradero de Santa Fe. Para mí eso también es ser empresario, aquel que hace crecer su trabajo para dar trabajo a otros. Esto lo han hecho muchos amigos punks. Otros abrieron tiendas de instrumentos musicales o se dedicaron al audio. Es gente que está produciendo empleos. Traición a la Patria Punk o no, guardadas las respectivas distancias entre allá y acá, en todos estos casos es un hecho que las fortunas y los negocios son producto del trabajo DIY, tan enraizado en la cultura gringa. Aquella línea ideológica que les impedía ganar dinero por su trabajo se difuminó con los años entre el rock y el slam. De la sobrevivencia a la opulencia en dos minutos y medio (When they can’t do it themselves / Rise above! We’re gonna rise above!). El mismo principio que hoy permite a los emprendedores iniciar su startup con lo básico. Las víctimas de la revolución digital, los que se rehúsan a un trabajo fijo para un empleador o un corporativo y los egresados universitarios encuentran la forma de hacer lo más con lo menos. Un foodtruck, un café co-working, una isla de relojes, tal y como lo hicieron Los Ramones con su rock y sus playeras hace cuarenta años. C


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L A PA N TA L L A E N L A V I D A Por ALBERTO

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lo largo de muchas páginas, el libro Un oficio del siglo xx (1973), de Guillermo Cabrera Infante, reúne textos de crítica de cine escritos por él entre 1954 y 1960, poco antes y justo después del triunfo de la Revolución en su Cuba natal. Varios de sus lectores consideran que el libro vale como documento de la reacción de un intelectual como Cabrera Infante a los grandes hechos históricos de aquel tiempo, o bien como constancia de cómo el futuro escritor de grandes novelas se entrenaba haciendo textos chiquitos. Yo lo recuerdo como la historia de G. Caín, el seudónimo que Cabrera Infante usaba para escribir sobre cine, y que a lo largo de Un oficio del siglo xx aparece convertido en un personaje, independiente de su creador, en textos escritos especialmente para el libro, intercalados entre reseña y reseña. G. Caín platica con Cabrera Infante, se pasea con él por las calles de La Habana, se disgusta cuando le señalan errores en sus artículos, se pone a discutir por tonterías y resulta un estupendo alivio cómico, que hace del libro algo mucho mejor que una colección de recortes. Sospecho que Cabrera Infante se aburrió de copiar y pegar sus reseñas y por eso decidió darle vida a G. Caín, es decir, hacer literatura a partir del cine, y no sólo al revés, como es la costumbre actual y lo era también en aquel tiempo. Porque a veces el cine solo no es suficiente y necesita del apoyo de las palabras. Lo mismo, aunque de formas muy diferentes, sucede en todos los textos reunidos por Jorge Arturo Abascal en Próximamente en esta sala. Antología de cuentos de cine publicada por Cal y Arena. A fin de cuentas, la narrativa no tiene por qué estar exenta o aislada del cine. Como cualquier otra parte de la realidad, el cine puede ser escenario de una novela, pretexto para un cuento, fuente de símbolos y personajes, resumen de una educación sentimental o emblema de una vida a secas. Además, los escritores de México, igual que el resto de las personas de México, hemos estado tan expuestos al cine como cualquier otra población del occidente durante los últimos cien años. Hasta tenemos (o tuvimos) nuestra industria, nuestra época de oro, nuestros ganadores de premios y nuestros reyes y reinas de la belleza global. ¿Por qué no íbamos a interesarnos por cómo resuena en nuestras vidas lo que sucede en las pantallas? Como sí estamos interesados, y mucho, en este libro hay melodramas como dirigidos por Douglas Sirk; hay mujeres enigmáticas como Alida Valli o vivísimas y complejas como Sally Field o Sonia Braga; hay tipos rudos y cansados de la vida como cualquier Humphrey Bogart; hay narraciones lánguidas y despaciosas como película de Béla Tarr —aunque la editora de esas películas es en realidad la esposa de Tarr, Ágnes Hranitzky— y otras velocísimas y entrecortadas, como hechas por Kathryn Bigelow. Hay enigmas como de Christopher Nolan, desconciertos como de Luis Buñuel y escenas pulidísimas como de Wong Kar-Wai. Una de las ventajas de las buenas

CHIMAL antologías es que no son homogéneas: que permiten asomarse a las maneras e intereses de muchos escritores distintos, y Próximamente en esta sala es de ésas hasta el punto de que no se centra en una sola generación o grupo de escritores. Los lectores no tienen por qué saber estos chismes gremiales, pero es probable que el único nexo entre la totalidad de los autores presentados —también están Eusebio Ruvalcaba, Eduardo Sabugal, Ethel Krauze, Edmée Pardo, Agustín Monsreal, Mónica Lavín, Gerardo Porcayo, Jose Luis Zárate, Guillermo Samperio, Isa González, Ave Barrera— sea el propio antólogo, quien por cierto también entrega un cuento dentro del libro. Es como si él nos hubiera invitado al cine a todos, sin importar si nos conocíamos de antes o no, a ver un estreno en el que confía tanto que no importa nada salvo el acto de reunirnos e ir juntos a ver qué historia es esá, quiénes salen y qué tomas memorables se quedarán con nosotros. A lo mejor es el comienzo de una hermosa amistad, o más de una. Por cierto: digo “nos” pues, como debo agregar ahora, yo también estoy en la colección. Escribí un cuento ramificado, medio interactivo, pienso ahora que con influencia de obras en los bordes del cine como Los Falls de Peter Greenaway, que es una película-directorio, sin principio verdadero ni fin claro, que se ríe y canta pues es de cuando aquel cineasta quería divertirse por encima de todo y aún no se había puesto a pensar en su lugar en la historia del cine. A lo mejor ustedes se pueden brincar ese texto en el libro y no pasa nada, igual que casi siempre nos saltamos las películas experimentales en la cartelera. Pero algo que me parece claro al ver el conjunto entero, incluyendo sus textos más excéntricos, es que las historias hechas de letras no van a dejar de comunicarse con las hechas de imágenes por más cambios que haya en éstas. El cine se transforma y tiene nuevos retos igual que la literatura. No hay nada que impida a los dos afrontarlos juntos. La presente, claro, es una época en la que el cine parece en crisis, y el gran arte narrativo de nuestro tiempo podría estar más bien en ciertas series de televisión, más semejantes a las novelas gordas de los últimos siglos que los largometrajes. Pero éstos, en realidad, tienen a su pariente más cercano en el cuento, como decía Alfred Hitchcock: se le parecen porque uno y otros se dejan leer, o ver, de una sola sentada, y sueltan de una vez toda su carga de emoción o de belleza. Próximamente en esta sala es como un festival a donde podemos meternos sin más obligación a ver qué encontramos, abrir el programa por la mitad o por el final, quedarnos exclusivamente con los relatos que nos llamen la atención o adentrarnos por el índice entero como los huéspedes del hotel misterioso de El año pasado en Marienbad, aquella película de Alain Resnais en la que la cámara se mueve como en sueños por corredores interminables, profusamente adornados, repletos de horror o de hermosura o de misterio. C

Presentación de Próximamente en esta sala. Antología de cuentos de cine (Cal y arena), celebrada en la FIL 2016.

El sino del escorpión

Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza

La cultura o el poder MEDIANTE un mensaje encriptado (ni el Cisen lo ha podido descifrar) llegan al nido del alacrán los nombres de los posibles sucesores de Rafael Tovar y de Teresa en la Secretaría de Cultura, funcionario fallecido hace una semana y quien aguantó una docena de años al frente de las oficinas patrocinadoras de las actividades culturales del Estado mexicano (ogro filantrópico, como lo conocemos acá). El rastrero escuchó comparaciones (con Sierra, Vasconcelos, Torres Bodet y más), alabanzas (fundador, constructor, impulsor de instituciones) y homenajes. Atestiguó también los ataques en redes sociales, mediante trolls y cuentas fantasma, contra quienes osaron cuestionar su gestión. El venenoso se atiene mejor a las palabras de Carlos Prieto, uno de los amigos más cercanos del difunto: “Sólo el tiempo aquilatará el papel de Rafael”.

Tovar fue designado secretario del ramo hace apenas un año, sin un andamiaje jurídico moderno para tan gigantesco organismo y sin el sustento de una ley de cultura. Las discusiones al respecto se perpetúan hoy entre funcionarios, trabajadores, intelectuales, diputados y más interesados. De seguro imperará la continuidad de la visión de apoyo a la cultura como labor monopólica y condicionada (quid pro quo) del Estado. El escorpión escribe estas líneas el lunes 12 de diciembre (ya de vuelta de la Basílica), por lo cual, cuando el lector lea esto, acaso ya tendremos nuevo secretario. No obstante, el artrópodo ofrece sus premoniciones. Con dos trastabillantes años de gobierno por delante, sin popularidad ni impulso, el licenciado tiene delante a la cultura o al poder. Y optará (aunque deba sacarlo del fondo) por su

compañero de partido y hombre del régimen, quien lo acompañó en la campaña y lo protegió desde la Ibero durante el difícil trance del #yosoy132. Otros posibles serían los burócratas menores de los institutos, direcciones y oficinas de la Secretaría, más los advenedizos, donde se apuntaron las dos ex presidentas de Conaculta y un personaje muy apoyado en Guadalajara a pesar de sus antecedentes oscuros. El ponzoñoso apuesta iluso por quien ha aportado inteligencia y trabajo al Conaculta por tantos o más años que Tovar. Un historiador irrefutable y discreto, quien, contra la desorientación intelectual del régimen, daría norte y dirección a las instituciones culturales. Aguijón en alto, el alacrán ensaya de chambelán para la fiesta de Rubí, pero promete volver en 2017. C

TOVAR FUE DESIGNADO SECRETARIO DE CULTURA HACE APENAS UN AÑO, SIN UN ANDAMIAJE JURÍDICO MODERNO .


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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

EL LIBRO DEL AÑO

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CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

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esconfío de las recomendaciones literarias de cintillo. O de cuarta de forros. También de las de boca en boca. Tras varios fiascos en mi vida como lector opté por darle la espalda a autores o libros escandalosamente publicitados. Quieres toparte un libro malo: busca que en la contraportada se anuncie como la última sensación. O que sea objeto de una ridícula comparación. El nuevo Cortázar, por ejemplo. Las editoriales hacen cualquier cosa para vender. Menos decir la verdad. Cuando cayó en mis manos Manual para mujeres de la limpieza (Algafuara, 2016) de Lucia Berlin me atacó la incertidumbre. De entrada me repateó la comparación con Carver. Las definiciones en la cuentística norteamericana están estancadas. No hay nuevos Cheever, puros Carver. Y me incordió porque no soy fan de Raymond. Para mí no es un cuentista. Escribe relatos. Pero apenas me adentré en el libro de Berlin descubrí que una vez más el mundo editorial miente. No tiene nada que ver con Carver. Es incluso una escritora superior. Hacía tiempo que el cuento norteamericano no refulgía con tanta fuerza. Berlin es una escritora muerta, no así sus historias. Manual para mujeres de la limpieza es una selección de relatos. Más de cuatrocientas páginas de puro músculo. Una técnica narrativa que la crítica se esfuerza por desentrañar. Suena el nombre Chéjov, como explicación al fenómeno. Obviedades a las que recurre el aparato crítico siempre que se encuentra en aprietos. Antes que cualquier

Las Claves

EN LA OSCURIDAD. POR COMPLETO ALEJADA DEL MUNDO. HIZO SUS DESCUBRIMIENTOS COMO UN CIENTÍFICO LOCO ENSIMISMADO EN SUS PROPIOS EXPERIMENTOS.

escritor Berlin es fiel a sí misma. Fue una mujer que decidió quedarse sola. Sí, lejos del ambiente literario. Así que no le debe a ninguna figura sus hazañas. Berlin se desplazó gran parte de su vida por Estados Unidos. Tuvo residencias en Nuevo México y en El Paso. En México y Sudamérica. Esto, sumado al poco reconocimiento y su alcoholismo engendraron una de las obras con más fuerza que se haya escrito hasta nuestros días. Bukowski decía que si eras escritor y tenías un hijo no tenías derecho a quejarte. Pero que si tenías tres le pidieras ayuda a Dios y al diablo para sacar la escritura adelante. Se refería a un varón. En este caso, Lucia tuvo que navegar sola con su familia. Tuvo una vida al filo, y eso se refleja en sus historias. Sólo al final de su vida encontró estabilidad. Pero lo mejor de su producción ya estaba escrito. La extensión de las narraciones de Manual para mujeres de la limpieza es variada. Algunas no rebasan siquiera los dos párrafos (no se malinterprete, esto no es minificción, ni aspiró nunca a serlo). Pero todas, absolutamente todas las historias de Berlin son estremecedoras. No existe material de relleno en el volumen. Cada uno de los cuentos posee una luminosidad especial. Y eso no es fácil de encontrar en un narrador. Lo que hace de Berlin una auténtica maestra del arte del cuento. Más grande que varias de las figuras ya consagradas, como el mencionado Carver. El gran tema de Berlin es la vida cotidiana. Observada a través de su propia figura. Todas las historias poseen un

sustrato autobiográfico. Se desarrollan en distintas ciudades. Y sin proponérselo resulta tremendamente actual. En sus tramas la migración es un tema central. Y resulta tremendamente cercana para el lector en español. El grado de identificación es superior al que se podría tener con otros cuentistas de la tradición. Todas las historias, unas más sencillas que otras, algunas más completamente disparatadas pero verosímiles, poseen un elemento perturbador. Manual para mujeres de la limpieza es un libro duro. De una mujer que tuvo una vida difícil y tuvo que luchar doble o triplemente. Contra la época, contra su circunstancia, y para tratar de sacar adelante una carrera literaria. Anécdotas brutales, no sobre el sinsentido de la existencia, sino del estado de las cosas. De los mecanismos que conforman eso que llamamos vida. Una caja fuerte a la cual Berlin le descubrió la combinación. En la oscuridad. Por completo alejada del mundo. Hizo sus descubrimientos como un científico loco ensimismado en sus propios experimentos. Pero la justicia es un artefacto complejo. Y la publicación en 2004 de esta antología puso en marcha el mecanismo de su descubrimiento. Es sin duda un gran acontecimiento literario. Y el imbatible libro del año. La más profunda melancolía del siglo xx se encuentra en los relatos de Berlin. Lo mejor del existencialismo gringo no ha salido de los filósofos sino de los escritores. El mundo está envejeciendo. Y la primera en dar noticias de ello fue Lucia Berlin. C

Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ

PEDRO TORRES, FIDELA PELÁEZ, Chogo Prudente, Los Tres Amuzgos y Las Hermanas García son vocalistas que mantienen en pie el bolero en los territorios serranos que se extienden del sur de Acapulco hasta Huatulco: la llamada Costa Chica. Territorio “costeño”: mestizo, indígena y negro: presencia de una música en que el bolero es predominante. El amor y el desamor reflejados en textos de concluyente belleza complementados con absorbentes melodías y cadencias. Guitarras, requinto, contrabajo, bongoes, percusiones y voces. Las huellas de Álvaro Carrillo suscriben las nostalgias. Como un lunar. Boleros de la Costa Chica (Discos Corasón, 2016), resultado del más reciente trabajo de investigación de Eduardo Llerenas y Mary Farquharson. “Hace años que quisimos hacer este disco, tal vez desde la noche en que terminada la grabación de chilenas y sones en la casa de Eulalio Gallardo nos relajábamos con unas cervezas y Vicente, el hijo mayor de Eulalio, tomó su guitarra y empezó a cantar un bolero tras otro, la

mayoría de ellos compuestos por Álvaro Carrillo”, comenta Farquharson. Preludio de este álbum que como un lunar en las cicatrices de la añoranza se impregna para siempre en las rendijas de nuestras tajaduras amorosas. Cánticos pronunciados por tres solistas (Pedro Torres, Fidela Peláez, Chogo Prudente), un trío (Los Tres Amuzgos) y un dueto (Las Hermanas García). Piezas registradas por Álvaro Carrillo (“Eso”, “Sabor de mujer”, “Ya no estás”, “Luz de Luna”, “Magia negra”, “Cáncer”, “Sabor a mí”, “Jamás, jamás”, “Cancionero”, “Como un lunar”), Indalecio Ramírez (“Demente”, “¿A quién?”), Francisco Melo (“Chiquilla mía”), Marco Martínez (“Un amigo como tú”), Ignacio Guillén (“Tres besos”), Higinio Peláez (“Paz y gloria”, “No somos eternos”), Vidal Ramírez (“¿Por qué me pides más?”) y Élfego Torres (“Wi’ts’oon’u / Mi gran amor”). Repertorio que muestra la riqueza del cancionero romántico de la Costa Chica en un afectuoso tributo al hijo consentido de Cacahuatepec, Oaxaca, Álvaro Carrillo, quien

tutela las conformidades: composiciones que recrean el cosmos melódico-armónico del “El Andariego” de la canción oaxaqueña. Irradiaciones de pasodoble, chilena, bambuco, ranchera y bolero. Se advierten conexiones con el bolero de Santiago de Cuba (escúchese con atención “¿Por qué me pides más?”) en la presencia de ecos de Pepe Sánchez, Sindo Garay y Manuel Corona. Seductora propuesta armónica (registro vocal) de Las Hermanas García en “Sabor a mí” (tesitura, postura en el fraseo, desde natural recitación), sugerente arreglo y oratoria de Chogo Prudente en “Luz de luna” (arreglo con enlaces afrocubanos y líneas de bolero moruno). Destaca el bolero escrito en amuzgo (lengua otomangue de Guerrero y Oaxaca), “Wi’ts’oon’u”, glosado con locuacidad fonética por el trío de Xochistlahuaca, Los Tres de Amuzgo, que también logra sugerente avenencia declamativa en “Cáncer”. Como un lunar: seductoras abreviaciones de coplas que dejan trazas adentro, huellas en los bordes de muchas almas enamoradas. C

COMO UN LUNAR Boleros de la Costa Chica Artistas: Varios Género: Bolero Disquera: Discos Corasón, 2016


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LA GEOGRAFÍA CEREBRAL DEL SELF REDES NEURALES

Por

JESÚS RAMÍREZBERMÚDEZ

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n su ambición ilimitada, las neurociencias buscan respuestas para problemas que han sido propiedad de filósofos, psicólogos, críticos literarios, incluso teólogos. Una búsqueda tan amplia no está exenta de cometer errores de principiante, aunque también se corre el riesgo, como diría Jean Pierre Changeaux, de realizar descubrimientos inesperados. En su libro The Lost Self, el neurólogo Todd Feinberg utiliza casos neuropsiquiátricos para incursionar en un campo enigmático: la investigación de eso que en inglés se llama el self, en alemán el selbst, y para lo cual no hay traducciones satisfactorias al español: ¿el Yo? ¿el Sí mismo? ¿O simplemente el Sí? Parafraseando a Paul Ricoeur, ¿cuál es el Sí de la reflexión acerca de Sí mismo? En su artículo Where In The Brain Is The Self ? Feinberg describe individuos sometidos a la prueba de Wada, mediante la cual es posible anestesiar primero un hemisferio cerebral, y luego el otro. En tales condiciones, el sujeto observa fotografías de su propia imagen o de otras personas, pero es incapaz de reconocerse cuando el hemisferio derecho duerme, lo cual apoya la hipótesis de una lateralización hemisférica en el procesamiento del self. El hemisferio derecho sería dominante para esta función. Pero al hacer afirmaciones semejantes, ¿no pisa el neurólogo un terreno quebradizo? ¿Podemos saltar desde el auto-reconocimiento visual hacia una neuropsicología de la identidad personal? Con su lucidez habitual, los psiquiatras británicos Ivana Marková y German Berrios han escrito que el self no es un objeto físico, como el corazón o los pulmones: si no se trata de una estructura visible, con peso y volumen, ¿cómo podemos atribuirle un lugar preciso en la anatomía cerebral? Haríamos mal en subestimar de un manotazo los atractivos planteamientos de Feinberg, pero es evidente que, sin una definición precisa y válida del self, las neurociencias cognitivas están en riesgo de reducir el problema a un mero fetiche. ¿Nos referimos al self trascendente de Carl Gustav Jung, o al self narrativo del psicoanálisis posmoderno? ¿Hablamos del Sí reflexivo de la filosofía hermenéutica, o bien del Sí planteado por la teología cristiana como un espacio de conversación íntima con la divinidad? Sin una definición conceptual, la investigación científica desemboca en un estado de confusión, en una torre de Babel neurofilosófica. Una lectura antropológica enriquece la discusión: La intimidad como espectáculo (FCE, 2008) es un libro de Paula Sibila que estudia las transformaciones históricas de la subjetividad. La autora estudia una dimensión del self que evoluciona en función de los cambios culturales, arquitectónicos y tecnológicos de los siglos recientes:

registra el proceso mediante el cual la noción de intimidad dio cimientos para construir un sentido privado de la identidad personal, en los entornos burgueses de los siglos XVII y XVIII. Pero la intimidad se ha transformado en un espacio para el espectáculo público. La trayectoria hacia la ciudadanización masiva de las redes digitales plantea escenarios inéditos en la formación de la individualidad. Paula Sibila parte de temas milenarios, como la idea del “yo narrador y la vida como relato”, o del “yo autor y el culto a la personalidad”, y desemboca en problemas actuales como “el show del yo”, “el yo visible y el eclipse de la interioridad”, o el “yo espectacular y la gestión de sí como una marca”. El riesgo de esta transición es que “las subjetividades pueden volverse un tipo más de mercancía, un producto de los más requeridos, como marcas que hay que poner en circulación, comprar y vender, descartar y recrear siguiendo los volátiles ritmos de las modas. Eso explicaría la fragilidad y la inestabilidad de ese yo visible, exteriorizado y alterdirigido; de ahí los peligros que también acechan a esas subjetividades construidas en la deslumbrante espectacularización de las vidrieras mediáticas.” La elegante investigación de Paula Sibila nos muestra un self sujeto al modelamiento histórico y tecnológico, que parece difícil de ser capturado como un objeto mental estable en las redes neuroanatómicas. Las preocupaciones de Sibila se acercan, por otra parte, a los fascinantes planteamientos de otro ensayo reciente: me refiero a Retrato involuntario (Tusquets, 2014), de Marina Azahua, quien evoca escenas de personas que anhelan la invisibilidad como un estado ideal (seguramente mitificado) de la privacidad, pero son sometidos a la violencia de actos fotográficos involuntarios. Marina abre su itinerario (una suerte de contraexposición fotográfica) con el caso del escritor J. D. Salinger, quien buscó por todos los medios evadir la popularidad generada por sus obras clásicas, El guardián en el

SI EL SELF SE TRATA DE UNA ESTRUCTURA VISIBLE, CON PESO Y VOLUMEN, ¿CÓMO PODEMOS ATRIBUIRLE UN LUGAR PRECISO EN LA ANATOMÍA CEREBRAL?”

centeno y Franny y Zoey. Salinger escapó a los 34 años de edad hacia los bosques de New Hampshire, para nunca más volver a los escaparates sociales. Retrato involuntario hace un estudio cuidadoso de la cacería fotográfica a la cual se vio sometido mientras su aislamiento alcanzaba rangos míticos, y en los capítulos subsecuentes se detiene en la semiología y la historia de imágenes que capturan momentos de aislamiento interrumpido, de privacidad violada. Un lector escéptico podría creer que el ensayo utiliza tesis exageradas para añorar estados de soledad inalcanzables, pero el discurso es altamente persuasivo. El capítulo “Souvenir de un linchamiento” relata un linchamiento racial en Estados Unidos, contra una mujer negra “salvaje” y su hijo adolescente. Durante décadas, nos informa Marina, un hombre blanco que iba de paso por cualquier ciudad del sur de Estados Unidos, podía sacarse una foto posando junto a la persona linchada, “y después enviarla a su mamá en Alabama como correspondencia. Las fotografías de linchamientos rápidamente se convertían en postales para ser vendidas como recuerditos o souvenirs del evento”. Es inevitable pensar en las escalofriantes noticias actuales de violaciones masivas en América Latina, documentadas y compartidas por los criminales en las redes digitales, donde alcanzan repugnantes índices de popularidad. Retrato involuntario plantea la incómoda articulación de la fotografía como ritual predatorio, y la imposibilidad de escapar (en escenarios particularmente siniestros) a la publicidad analizada en La intimidad como espectáculo. Ambos ensayos nos conducen por territorios reflexivos donde la imagen de sí, voluntaria o involuntaria, pierde su inocencia. Por una parte, resulta difícil asimilar en el esquema de las neurociencias la versión del self como un espacio interactivo para las narrativas de la identidad personal, con sus respectivas transformaciones históricas y su modulación tecnológica. Pero es más urgente reconocer las advertencias de estos ensayos. Según Paula Sibila, el modelamiento de la identidad personal está sometido a presiones de mercado capaces de formatear nuestra subjetividad. En el escenario más oscuro revelado por Marina Azahua, estas mismas presiones pueden arrancarle a un sujeto su propia imagen. La economía del deseo exige sus rituales de cosificación fetichista, y los anhelos de aislamiento privado no gozan de privilegios frente al hambre de los consumidores. ¿En qué parte del cerebro se encuentra el self?, se pregunta el neurólogo Todd Feinberg. Al parecer, la defensa de la identidad personal como un espacio de autonomía y libertad responsable es más urgente que su localización cerebral.


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