Con esta entrega especial, La Razón se suma al homenaje mundial, incluido el de la XXXIV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, por el aniversario 70 del natalicio de Reinaldo Arenas, uno de los escritores cubanos más significativos del siglo XX, cuya vida, intensa y atormentada, fue llevada al cine por Julian Schnabel: Antes que anochezca (protagonizada por Javier Bardem, nominado al Oscar como Mejor Actor, en 2001). La existencia de Arenas estuvo marcada por su condición homosexual, que en el sistema comunista cubano (particularmente homofóbico desde 1959 hasta finales de los 80) le hizo sufrir lo indecible como ser humano, y que durante su exilio iniciado con el Éxodo de Mariel en 1980, lo llevó a contraer sida y suicidarse el 7 de diciembre de 1990 en Nueva York, cuando apenas tenía 47 años. Celebramos su vida y sus libros con una recopilación de textos publicados por algunos de los mejores escritores de habla hispana en los últimos 50 años. Contiene también una crónica profundamente humana de su amigo íntimo de juventud, el musicólogo y crítico literario cubano Carlos Olivares Baró. Son ocho páginas ilustradas con san sebastianes pintados (en diferentes etapas, y, actualmente, en colecciones privadas) por el artista pop cubano Ernesto Lozano —colaborador-fundador de este diario, fallecido el 21 de marzo pasado—, además paisano de Arenas (ambos nacieron en Holguín y sus vidas se cruzaron fugazmente), también homosexual de vida pletórica de deseos, azares y, cómo no, de azahares. San Sebastián fue el motivo visual seleccionado, por ser un icono que ha escogido la comunidad gay para representarse, al considerar que simboliza belleza, glamour y fortaleza ante la adversidad, junto al placer que habría provocado al santo el dolor de ser penetrado por las flechas. Es, sin lugar a dudas, un material exquisito, recomendable para ser leído, siguiendo la clave del homenaje… antes que anochezca.
Rubén Cortés
Sábado 02. Domingo 03.03.2013
Obra: San Sebastián, el martirio de la creación V/2008/Colección privada
Reinaldo Arenas: deseos y azares
La Razón Especiales
Arenas en el canon de la literatura cubana Por Rafael Rojas moerotismo se resiste a las formas oblicuas, indirectas y estetizadas de Lezama, Ballagas, Piñera o Sarduy, y busca una plasmación cruda, casi brutal, en el texto. Esta carnalidad se desprende de una rebeldía inveterada que lo lleva a enfrentar todos los discursos autoritarios de la nación con la imagen de una “cultura regida por el sexo”. Cuba se perfila, entonces, como una utopía gay que intenta desactivar el efecto de los poderes políticos y morales sobre el territorio. Arenas, más que cualquier otro escritor, entendió la literatura como una realidad destinada a la inscripción del deseo. Su autobiografía Antes que anochezca es, tal vez, la mejor prueba de esa visión de una patria homoerótica. En este libro, la propia ascendencia literaria del autor aparece ligada a la tradición cubana de los poetas homosexuales. Arenas coloca a José Lezama Lima y Virgilio Piñera en el sitial más elevado de la literatura de la isla. Destaca la honestidad intelecutal y el rigor estético de ambos y agradece el deslumbramiento que ejercieron sobre su generación. Tampoco Arenas puede resistir esa tentación de abordar el ya clásico contrapunto LezamaPiñera. Sin embargo, sus alusiones a Carpentier y Guillén, aunque admiten cierto criterio de autoridad, son escasas y anecdóticas. En la hilarante obertura de aquella la más paródica de sus novelas titulada “La fuga de Avellaneda”, Arenas incluye a José Lezama Lima y Nicolás Guillén como personajes, ubicados siempre “en el malecón de La Habana”. Es interesante —señal de respeto, acaso, en el más insolente de los seis— observar
que Guillén y Lezama, al igual que Virgilio Piñera, conservan sus nombres y apellidos en los personajes; a diferencia, por ejemplo, de Cynthio Metier (Cintio Vitier), Miguel Barniz (Miguel Barnet), Bastón Dacuero (Gastón Baquero), Primigenio Florit (Eugenio Florit) o Zebro Zardoya (Severo Sarduy). En el personaje de Guillén, quien, por su complicidad política con el régimen, sería el más incómodo para Arenas, llama la atención que aparezca gritando, desde el malecón, estos versos disidentes a la Avellaneda, quien emigra de Cuba, como en su célebre poema “Al partir”: “partir no podrás / si conmigo no te vas... / Tú le temes a la reja / como tanto temo yo. /Lo soy yo de Camagüey como tú. / Oye bien, para el bus, /que nos iremos los dos”. Guillén, en la parodia de Arenas, termina como un poeta rebelde, que es mutilado por el gobierno de la isla; alegoría personal, acaso, del propio autor de El mundo alucinante, encarnada en la figura emblemática del oficialismo habanero. Las parodias de Arenas sobre el autor de Paradiso son, en cambio, reveladoras de una mayor empatía moral y literaria. Esa rara solemnidad en el trato literario con Lezama, antes que en El color del verano, aparece en dos artículos políticos, “La verdad sobre Lezama Lima” y “Muerte de Lezama”, incluidos en Necesidad de libertad, en los que Arenas critica la indiferencia del gobierno cubano ante la muerte del poeta, y, sobre todo, en el espléndido ensayo “Desagarramiento y fatalidad en la poesía cubana”, donde se afirma que “contra la chatadura o frustación de nuestra historia y hasta la mesura de nuestro paisaje, Leza-
Su soledad, el círculo de indiferencia que los otros escritores trazan a su alrededor, lo convierte en una figura inquietante, huraña, desconocida
ma antepuso la desmesura del verbo y pobló su interperie insular, esa nada que nos nutre y destruye, nos rechaza y llama, de jardines y arcos invisibles”. Por eso en El color del verano, un libro implacable con la comunidad literaria cubana, el fragmento titulado “La conferencia de Lezama” es, virtualmente, un manifiesto homoerótico que Arenas escribe dentro del universo simbólico lezamiano, y las páginas finales de “Muerte de Lezama”, otro apartado de esa novela, son la narración de un singular “acto de exorcismo y homenaje”. En dos ensayos poco conocidos, “Subdesarrollo y exotismo” y “Los dichosos sesenta”, Arenas expone con mayor transparencia su valoración literaria de Lezama, Carpentier y Cabrera Infante. Para Arenas ese neobarroco no es más que una confrontación retórica entre el escritor latinoamericano y sus referencias culturales europeas. La narrativa moderna de América Latina, a su juicio, alcanza el mayor esplendor en los años sesenta con las siguientes obras: El siglo de las luces de Alejo Carpentier, Rayuela de Julio Cortázar, La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, Paradiso de José Lezama Lima, Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante y El obsceno pájaro de la noche de José Donoso. Se trata, claro está, de los textos canónicos del llamado boom de la literatura latinoamericana. Sin embargo, Arenas fue y, en cierto modo, sigue siendo un marginado de la literatura cubana y latinoamericana. Su soledad, el círculo de indiferencia que los otros escritores trazan a su alrededor, lo convierte en una figura inquietante, huraña, desconocida. No hay dudas de que Arenas es el menos autorizado de los seis autores canónicos. Así, Arenas, el más joven y furioso de los seis, va tejiendo una posible solidaridad, la utopía de un banquete canónico, más ligada a la herencia intelectual que al contacto afectivo. Fragmento tomado de Un banquete canónico, “La soledad del canonizado”, editorial FCE, 2000
Obra: San Sebastián, el martirio colorido/2008/Colección privada
E
ntre Motivos de son de Nicolás Guillén (1930) y El mundo alucinante (1968) de Reinaldo Arenas se produce lo mejor de la poesía narrativa cubanas de este siglo. Asombrosamente, el clímax de la imaginación literaria de la isla coincide con otro menos significativo: el clímax de la imaginación política. La experiencia inconclusa de la soberanía insular generó, en la República (1902–1959), un discurso literario de restitución histórica que enfatizaba la identidad nacional. Luego, con la Revolución, dicho discurso, en vez de quedar superado, adquirió mayor fuerza. Los seis escritores que aparecen en el canon de Harold Bloom ilustran esta gravitación nacional de la escritura (Sarduy, Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Alejo Carpentier y Nicolás Guillén). Para reconstruir la relación entre estos seis escritores habría que inventar un banquete canónico en el que los comensales entablen un coloquio de ficciones. En 1960, unos meses antes del viaje sin retorno de Severo Sarduy a París, nuestros seis escritores vivían en Cuba. Es probable que, alguna vez, hayan coincidido Guillén, Carpentier, Lezama, Cabrera Infante y Sarduy en un mismo lugar de La Habana. Pero para esa fecha Reinaldo Arenas era muy joven y alucinaba en un campamento militar. De manera que no queda más remedio que imaginar ese ágape canónico. Guillén nació en 1902, Carpentier en 1904 y Lezama en 1910, de modo que estos escritores pertenecen a una misma generación cronológica. Los otros tres nacen en décadas diferentes: Cabrera Infante en 1929, Severo Sarduy en 1937 y Reinaldo Arenas en 1943. Lezama, Sarduy y Arenas se juntan en una erótica homosexual que deja su huella en la escritura. Guillén, Carpentier y Cabrera Infante comparten la pasión por la música cubana y el ambiente de los intelectuales comunistas en la República. La primera generación decidió permanecer en la isla después de 1959; mientras la segunda debió seguir el camino del destierro. Cabrera Infante y Arenas, desde el exilio, han combatido la Revolución, a sus dirigentes y a todos los intelecutales que la apoyan. Lezama y Sarduy, en cambio, se mantuvieron al margen de las pasiones políticas, en el hechizo de una creatividad literaria febril. Tres posturas frente al poder, tres variantes del letrado poscolonial: el oficialista, el disidente y el marginal... Cabrera Infante advierte que el contacto más tangible entre la escritura de Arenas y la nación cubana se da a través del sexo. Su ho-
Obra: San Sebastián, el martirio de la creación VII/2008/Colección privada
Así vivió y murió, pájaro tropical, fuera de la banda y el tropel, salvaje e inocente en medio del infierno de afuera y el que llevaba dentro, libre hasta la incandescencia
Pájaro tropical
T
odo el que haya leído Antes que anochezca, la autografía póstuma de Reinaldo Arenas, comprende que se trata de uno de los más estremecedores testimonios que se hayan escrito en nuestra lengua sobre la opresión y la rebeldía, pero pocos se atreverán a reconocerlo, pues el libro, aunque se lee con apetito incontenible, tiene la perversa facultad de dejar a sus lectores incómodos y maltratados, como despertando de una pesadilla infernal, de la que, por lo demás, no están excluidas la carcajada, la ternura y la ironía. Que muchas de sus páginas, dictadas de prisa por un hombre al que un sida terminal iba pudriendo en vida y abrumaba de terribles dolores, estén escritas con el desmaño y crudeza de un material de trabajo sin elaborar, no empobrece el libro. Al contrario, refuerza su naturaleza trasgresora, imprime a sus episodios esa peculiar autenticidad de ciertos libros malditos que deben su grandeza no, como las buenas creaciones literarias, a la pericia formal, a un arte de palabra capaz de insuflar vida a la ilusión, sino a la inmolación del que escribe, que en ellos se desnuda y entrega en una especie de sacrificio religioso del propio yo. Que, al poner el punto final a este libro, Reinaldo Arenas se matara, para acabar de una manera más digna que aquella que la enfermedad le reservaba, fue un simple trámite. Porque su verdadero y espléndido suicidio es Antes que anochezca. Los panegiristas del régimen tendrían que preguntarse al cerrar su libro: ¿es esto el hombre nuevo? ¿Ésta es la sociedad sana y purificada por tres décadas de socialismo ortodoxo que remplazó a este burdel de Estados Unidos manejado por gángsters que, según el estereotipo, era Cuba antes de Fidel? Dudo que ni en los peores momentos de la dictadura de Batista hubieran podido los “capitalistas” españoles y mexicanos ir a Cuba, como ahora, a disfrutar de adolescentes del sexo de sus preferencias, y a divertirse en playas, cabarets, hoteles y restaurantes exclusivos para extranjeros, bajo la protección de la policía del régimen. Todo ello se ve venir, como inevitable corolario del feroz monolitismo y rigidez del sistema, en las páginas donde Reinaldo Arenas narra su juventud de becario y brigadista, primero, y, luego, de contador agrario, bibliotecario, burócrata, escritor disidente y a salto de mata, prófugo, presidiario y lumpen, vagabundo y excrecencia social hasta que, debido a una feliz combinación del azar y los galimatías burocráticos, puede escapar
Por Mario Vargas Llosa de su país, con la riada de marielitos, en 1980. Antes, había intentado huir un par de veces, lanzándose al mar en una llanta de automóvil, sin brújula ni remo, y ganando la base de Guantánamo, tentativa en la que se salvó de milagro de ser devorado por cocodrilos o borrado por cargas de fusilería. Además, durante cerca de dos meses, vivió como un mono, literalmente, en lo alto de los árboles de un parque público, fue torturado y acosado sin descanso por la policía y por delatores del gremio literario, fracasó en dos intentos de suicidio y, con un grupo de hombres y mujeres tan marginales y apestados como él, sobrevivió muchos meses saqueando y desguazando un convento. El desenfado y buen humor con que muchas de estas peripecias están narradas, es un contraste refrescante, que el lector agradece, con los terribles padecimientos que acarreó a Arenas su rebeldía congénita, su ineptitud para amoldarse a las exigencias políticas y morales de la sociedad y su empeño de vivir a plena luz su acérrimo individualismo, a sabiendas de que ello sólo podía conducirlo a la prisión o a la muerte. Pero Arenas es un objetor del socialismo en nombre de razones que los opositores a la dictadura cubana no podrían hacer suyas sin verse en aprietos políticos: las de pensar, hablar y hacer lo que le parezca, en nombre de sus deseos soberanos. El de escribir sin acatar las disposiciones de censores y comisarios es un derecho que hoy, salvo en un puñado de países retardados —comunistas, fundamentalistas islámicos— reconoce casi todo el mundo. Reinaldo Arenas ejercitó ese derecho con un coraje ilimitado, sin dejarse arredrar por el feroz hostigamiento a que estuvo sometido. Acaso las páginas más intensas de su libro son aquellas en que lo vemos escribiendo a escondidas, como si la vida le fuera en ello, unas novelas que sabía de antemano nunca podría publicar en Cuba y que serían utilizadas contra él, si caían en manos de la seguridad, para devolverlo a la cárcel o el campo de concentración. Debe ocultar los manuscritos en los tejados, enterrarlos en el campo y, a veces, cuando la paranoia —arma suprema de disuasión de rebeldías en una sociedad totalitaria— llega al límite, llevarlos consigo, en bolsas de plástico, porque el mundo entero se ha vuelto un lugar sin escondites seguros y es preferible compartir la suerte de aquellos papeles. En medio de sus indecibles padecimientos —también antes y después de ellos, aunFeria Internacional del Libro del Palacio de Minería
que, en verdad, éstos no cesaron luego de su exilio— Reinaldo Arenas es templado (según su terminología) por varones de todas las edades, razas, profesiones y religiones. Un día, haciendo cálculos, concluye que ha tenido ya cinco mil amantes. No parece exagerado, considerando que, en períodos propicios, da cuenta de un batallón revolucionario casi completo y de manzanas enteras de vecinos. Éste es otro derecho que Arenas pone en práctica, a costa de la prisión: el de ser homosexual, promiscuo y exhibicionista. Sus apetitos sexuales son inseparables del riesgo que implica para él tratar de saciarlos en una sociedad oficialmente machista, donde aquello puede ser penado con años entre rejas. El peligro condimenta sus aventuras de la catacumba cubana con una excitación e intensidad que recordará más tarde con nostalgía, en Nueva York, esa babilonia donde lo peor que le puede pasar a una loca es ser golpeado o acuchillado por un drogadicto de los bajos fondos (a él le ocurre varias veces), mediocre afrodisíaco comparado con el dantesco Gulag. Además, la sociedad abierta y tolerante, al dar la libertad sexual derecho de ciudad, frustra a quien, como Arenas, la relación homosexual atrae sobre todo por lo que tiene de transgresión de la norma, de ruptura de un tabú: “Aquí (...) todo se ha regularizado de tal modo que (...) es muy difícil para un homosexual encontrar un hombre, es decir, el verdadero objeto de su deseo”. Ese derecho al placer, que para Arenas fue siempre indisociable del combate por la libertad política, puede ejercerse en las sociedades democráticas modernas con mucha mayor amplitud que en las sometidas a cualquier forma de despotismo, pero incluso en ellas tiene un límite, más allá del cual aguarda el apocalipsis, o el retorno a esa barbarie primigenia de la que el hombre partió en su inmemorial recorrido. Porque, como la valerosa franqueza de esta autobiografía revela, para los deseos de un individuo no hay otras bridas que las que la sociedad les impone. Ellos son hijos de la imaginación tanto como del instinto, y, liberados a sí mismos, autosuficientes, crecen y se multiplican y enrevesan y violentan hasta poner en peligro a quien trata de materializarlos, al respecto de la sociedad e, incluso, a la especie. Por eso, para hacer la vida posible, la civilización ha elaborado múltiples formas de amortiguar, sublimar o reprimir aquellos deseos asociados a la pulsión sexual, fuente de felicidad y de vida al mismo tiempo que de las peores agresiones y locuras.
Minería XXXIV 3
La ficción es una de esas formas, acaso la más privilegiada, mundo alternativo o paralelo donde el hombre puede, aunque sea de manera ilusoria, mirar a sus demonios cara a cara, gozar con ellos y gratificarse con aquellas transgresiones y excesos arriesgados sin los cuales no se resigna a vivir. Que la vocación de un creador de ficciones en un sucedáneo, una manera de transar con una realidad que sería de otro modo invivible, pocas veces se advierte de manera tan evidente como en el caso de Reinaldo Arenas. Ese muchachito guajiro, casi sin educación y sin contacto con la ciudad, que comienza a garabatear historias, y sigue inventándolas y escribiéndolas durante años, en los momentos más atroces de su azarosa existencia, sin esperanzas siquiera de ser leído, arriesgando con ello esa libertad que es lo que más ama, no busca reconocimiento, fama, premios, dinero, sino un refugio, un paraje hospitalario para su rebeldía indómita, un lugar donde poder vivir por fin hasta los tuétanos con la plenitud y exuberancia que su fantasía y su cuerpo reclaman. Ese lugar no es de este mundo y su intuición le enseñó precozmente que, si tanta falta le hacía, debía inventarlo. Hace tiempo que un libro no me conmovía tanto como Antes que anochezca. Las siluetas de Lezama Lima y de Virgilio Piñera, a quienes conocí por las épocas en que los evoca, enriquecen los recuerdos que tenía de ellos, añadiéndoles, en el caso de Piñera, sobre todo, unos contornos trágicos, y ensombrecen los de otros escritores, alguna vez amigos, a los que el miedo o el oportunismo corrompieron hasta el extremo de volverlos delatores al servicio de la policía. Acaso la más dolorosa sorpresa haya sido ver declinar en sus páginas, prostituyéndose para sobrevivir por las calles de La Habana, a una muchacha revolucionaria que cayó en desgracia y a la que, cuando yo la conocí, parecía sonreírle al mundo. Pero el más imborrable personaje que emerge de la fauna del libro es el propio Reinaldo Arenas, aventurero de muchas agallas, barroco fabulador, desvalido campesino al que ni la ciudad ni los suplicios ideológicos ni la ciudadela del capitalismo pudieron domesticar. Así vivió y murió, pájaro tropical, fuera de la banda y el tropel, salvaje e inocente en medio del infierno de afuera y el que llevaba dentro, libre hasta la incandescencia. Fragmento del prólogo de Adiós a mamá, de Reinaldo Arenas, editorial Áltera, 1995
El Reinaldo Arenas que yo conocí C
onocí al novelista Reinaldo Arenas Fuentes (Aguas Claras, Holguín, Cuba, 16 de julio de 1943 – Nueva York, 7 de diciembre de 1990) una tarde del mes de marzo de 1969. Yo era un muchacho de 16 años interesado en la literatura, que visitaba con frecuencia la Sala General de Lectura de la Biblioteca Nacional. Ese día me senté a una mesa en la que estaba un individuo recortando anuncios de varios periódicos, lo hacía con sigilosa actitud: los ejemplares pertenecían a la hemeroteca de la biblioteca. Yo estaba empeñado en la lectura de Sartre, tenía planes de estudiar filosofía. Llené mi ficha y me entregaron El ser y la nada del filósofo existencialista francés. El tipo que picoteaba los diarios puso cara de asombro y burla cuando vio el grueso manual que me concedían. Sonrió. Se acercó y me dijo con socarronería: “¿Tú entiendes toda esa monserga? Por qué mejor no pides Paradiso, de Lezama Lima, sé que no la prestan; pero, aquí trabaja un amigo mío y puede hacer una excepción contigo o, mejor, todo eso que dice ese sofista ahora de moda, lo comprenderás mejor en un libro que puedes consultar aquí El extranjero, de Albert Camus”. “¿Y tú por qué cortas los periódicos?”. “Silencio, niño, que te pueden oír. Son ejemplares de un diario de Holguín de los años 40, escribo una novela: esos recortes me sirven para contextualizar algunos planos narrativos”. Esa tarde me regaló Celestino antes del alba, me introdujo en el cosmos de Lezama Lima, supe que se llamaba Reinaldo Arenas y me presentó a su amigo Tomás Fernández Robaina, quien me permitió sacar dos ejemplares como préstamo circulante: el grueso tomo de Paradiso y una edición (¿Losada? ¿EMECE?) de El extranjero. Más tarde me enteré que los recortes de las gacetillas eran para El palacio de las blanquísimas mofetas (1980). Debo decir que tuve mi primer contacto serio con la literatura por mediación de Reinaldo Arenas. Leí, bajo su orientación, a todos los autores del boom (Cortázar, García Marquez, Vargas Llosa, Donoso, Onetti...), Faulkner (El ruido y la furia, Mientras agonizo, ¡Absalón Absalón!, Las palmeras salvajes...), Joyce (Retrato de un artista adolescente), Rulfo (recuerdo que me dijo de Pedro Páramo: “aquí está todo, léetela y la discutimos...”). “Aunque no estoy en total acuerdo con él tienes que leer a Carpentier”. Masqué
a Borges en las coordenadas de sus indicaciones. La poesía de Paz y del Grupo Orígenes (Baquero, Lezama, Diego, Fina García Marruz...), Garcilaso, Martí, San Juan de la Cruz, Quevedo, Cernuda, Rilke, Rimbaud, Eliot (La tierra baldía), La Biblia... Por él conocí a Lezama Lima: lo tuve frente a mí meciéndose en el balance de la sala de su casa de Trocadero con su respiración asmática hablando de la cantidad hechizada. Un día en el Teatro Estudio me presentó a Virgilio Piñera. Cuando mi madre se enteró de mi amistad con él puso el grito en el cielo por su evidente homosexualidad y amaneramiento. Después llegó a quererlo, lo complacía con frondosos platos de sopas con mucho fideo que Reinaldo disfrutaba goloso en la cocina de mi casa en La Habana Vieja. Salíamos juntos: Cinemateca de 23 y 12, Coppelia, Cine La Rampa, las playas de Miramar, conciertos de la Sinfónica Nacional... Todos los escritores de esa época decían que yo era su amante. He quedado con ese estigma. En la novela El color del verano (1991) aparezco como “Carlitos Olivares, la loca más grande de La Habana”; en Antes que anochezca, su autobiografía póstuma, soy “uno de los tantos delatores que ahora visitaban mi casa por orden de la Seguridad del Estado”. El Reinaldo que yo conocí era un ser de rabioso gesto y exaltados deseos sexuales. Lo vi conquistar a cientos de muchachos en la esquina de 23 y L. Las playas de Miramar, su lugar preferido para ligar adolescentes; el Parque Central, el espacio idóneo para levantar reclutas del Servicio Militar Obligatorio; los carnavales, circunstancias propicias para actos desenfrenados de terribles consecuencias. Cuando de homoerotismo se trataba, Reinaldo se exponía a riesgosas aventuras sin importarle nada. Una noche lo encontré todo golpeado en una calle contigua al cine Rialto en Centro Habana —nido de homosexuales activos (bugarrones) violentos— lo subí a una guagua y lo llevé a la casa de su tía donde habitaba el cuarto de servicio. Al otro día estaba, campante, buscando qué ligar en plena Rampa, en la esquina de la famosa heladería Coppelia. Regresar a la Habana coronaría en parte los deseos: cierta vez lo comentamos. Hoy sueño que regresamos y que vamos los dos, tomados de las manos, desandamos por los puentes y el puerto, y la luna de Fortunato nos alumbra y los árboles de Celestino ya los cor-
Obra: De la gran escena/2008/Colección privada
Por Carlos Olivares Baró
El Reinaldo que yo conocí era un ser de rabioso gesto tos de muchachos en la esquina de 23 y L. Las playas tes; el Parque Central, el espacio idóneo para le
el autor de El asalto, en la plaza Sain-German-Des-Pres, París, en 1983.
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so gesto y exaltados deseos sexuales. Lo vi conquistar a ciens playas de Miramar, su lugar preferido para ligar adolesceno para levantar reclutas del Servicio Militar Obligatorio tó el abuelo y en el mar Héctor canta y Fray Servando está encadenado en la prisión del Morro y La Habana como una mujer cansada, nos recibe y la algarabía de la calle Monserrate nos arropa y es verano, Reinaldo, y los deseos se prolongan en los parques, y ya no tiene gracia desandar por Trocadero, y qué hacer Reinaldo, ahora que las calles 12 y 23 no convergen con la furia de la llovizna. Es febrero del año 2013, Reinaldo, y tú cumples 70 años el próximo 16 de julio y el ángel de la jiribilla suelta su carcajada al vernos otra vez ahogados en el sudor del sábado, tocando las verjas de las casonas del Vedado desenfrenados y vivos en el Carnaval de la canícula, en la vuelta que soñamos Reinaldo, en los arrecifes, en el amanecer de La Habana envuelta otra vez en la música azorada de tu palabra. El tiempo es un pliegue y también una trencilla que nos estrangula. Te sudaban tan-
to las manos que Oneida siempre te traía de Holguín pañuelos de algodón almidonados. Ahí están tus novelas, tus relatos, tus furias y tus deseos. Contigo supe que la palabra es un aguacero interminable. Nunca olvido cuando salí de Cuba y nos despedimos con un abrazo en el Malecón. Nos encontramos años después en Miami: lograste salir por el Mariel. Tú estabas enfermo de soledad. Tú buscabas la luna de la infancia. Tú sólo querías un poco de amor: Una entrega mínima de Dios. Leo tus cartas, Reinaldo. Oigo tus palabras encrespadas. En las noches, el mar. En el alba esta confesión tuya: “Siempre he padecido por tener muchos deseos de vivir. Eso puede costarnos la vida o la libertad, pero la misma vida sólo vale por la intensidad con que hayamos vivido, no por los lloriqueos y lamentos con que la empañamos. Pido al cielo una muerte fulminante y súbita antes de llegar a la vejez". Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería
Minería XXXIV 5
Un muerto sin arrepentimientos Por Eliseo Alberto e imperfecta, un rosario de novelas que se imitan unas a otras, que se calcan, se clonan y se repiten, como ecos de un grito aterrador. Los ecos no siempre se entienden, porque la voz, al rebotar, se empasta. Cuatro de sus muchos libros bastan, sin embargo, para ratificar el sitio de preferencia que los académicos le han concedido en el canon de la literatura contemporánea: las novelas Celestino antes del alba, El mundo alucinante y La vieja Rosa, y sus destructivas memorias —donde tan cruel es con muchos de los que mucho lo quisieron, entre ellos mi padre, el poeta Eliseo Diego. ¡Qué implacable! No dejó títere con cabeza, hasta el punto de terminar él mismo degollado, de puño y letra. El “testimonio de mi odio por toda la humanidad” resulta un catálogo maestro de lo dañino que pueden ser la envidia y la ingratitud en el corazón de un genio. Entre el amanecer de su primer libro, hasta el crepúsculo de su último reclamo, Reinaldo Arenas escribió con semen y sangre una obra que parece pensada por un muerto que de nada se arrepiente. En paz descanse, si así lo desea. Lo dudo. Vuelvo al día que lo conocí. Hasta el momento de aquel primer abrazo, nunca me lo había topado en el camino... No pude frenar las ganas de que supiera cuánto lo admiraba. La última vez que coincidimos, por pura casualidad, fue en el paseo del malecón habanero, poco antes que Reinaldo escapara de Cuba por uno de los agujeros más negros de nuestra historia: Mariel, un puerto que quisieron convertir en basurero humano y resultó un símbolo de resistencia. Lo reconocí desde lejos. El sol del atardecer, insoportablemente anaranjado, recortaba a contraluz su guajira cabellera. ¿Estaría despidiéndose de esa ciudad ofendida que tanto lo cuestionó, de ese mar-madre donde tantas veces quiso extraviarse, dando volteretas bajo el agua, de ese cielo tan indiferente que nunca le regaló un sueño amable? Un ataque de hipo me dio una señal de terror. Crucé la calle. Le di la espalda. Desde enfrente tuve la impresión de que silbaba. ¿Me habrá visto? ¿Por qué me escondí? Por eso, por el terror. La leyenda negra que rodeaba a Reinaldo, echada a rodar por los pasillos de La Habana con lujo de detalle por sus enemigos poderosos, tuvo efecto, al menos en mí. Lo peor es, era y ya no es más, que me ganaba el tembleque a que un simple abrazo o un saludo pudieran comprometerme ante los ojos del espía que, de seguro, seguía a Reinaldo desde invisible distancia. Luego supe de su muerte en Nueva York, ahogado en una bolsa de hule. Recuerdo el alma de papá cuando le dije la noticia: el dolor lo transparentaba. Nunca lo había visto llorar de esa manera. Sabía que era tarde para decirle que lo admiraba, a pesar de los pesares, porque aseguran de buena tinta que a los muertos como él les importa un rábano el odio o el cariño: el verdadero infierno, para ellos, fue la vida.
La primera vez que vi a Reinaldo Arenas le di un abrazo; la segunda, la tercera, la cuarta y la undécima, hablamos de ballet y literatura; la última, le di la espalda
Fragmento tomado de Dos Cubalibres, “Reinaldo Arenas”,
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editorial Península Atalaya, 2004
Obra: San Sebastián, el martirio de la creación IV/2008/Colección privada
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a primera vez que vi a Reinaldo Arenas le di un abrazo; la segunda, la tercera, la cuarta y la undécima, hablamos de ballet y literatura; la última, le di la espalda. Entre una tarde y otra pasaron unos trece años, y en ese tiempo los dos debimos haber cambiado mucho —no necesariamente para bien. Reinaldo y yo sólo teníamos un defecto en común: ambos éramos tímidos. Y un par de tímidos cara a cara son dos trenes frente a frente. Como suele sucedernos a todos, existían dos Reinaldos: uno palpable, público, que se movía cabizbajo por los escenarios de la sociedad literaria habanera, siempre con la tentación de un buen libro bajo el brazo, y otro Reinaldo secreto, privado, que al menor descuido se quitaba la ropa, se afilaba las uñas y comenzaba a despellejar a los ausentes, embriagado por el veneno de la maledicencia, uno de sus licores preferidos. Lo confieso: la primera vez, yo estaba lleno de ilusiones; la última, me moría de miedo. Su libro de memorias, Antes que anochezca, no deja lugar a equívocos: el Reinaldo viperino acabó por sepultar al tímido —de quien sólo se salvaron unas cuantas fotos, casi todas de medio perfil y con camisas de mangas cortas, blancas y apretadas al antebrazo. Pienso que logró imponerse por una razón demoledora: parece haber tenido la premonición que iba a morir pronto, que el almanaque, gastado en cárceles y cuartuchos de hoteles, no le iba a alcanzar para pecar y escribir todo lo que le dictaba al oído su demonio de la guarda. Era un hombre no sólo inquieto: tenía apuro. Para colmo, le tocaron unos años incendiarios, los de una Revolución prejuiciosa y machista. Al autor de Viaje a La Habana, la policía lo persiguió con la furia de un sabueso que busca su liebre en el bosque, mientras suenan, a lo lejos, las cornetas de los elegantes cazadores. Él también dio batalla, porque no era hombre de dejarse doblegar sin pataleta: un poeta acosado es un gato boca arriba. Casi un tigre. Además, las islas son callejones sin salida, así que Reinaldo tuvo que escalar muros a mano limpia: por eso, cuando quiso volver a escribir en el exilio, las tenía tan duras. Sobrevivió de fuga en fuga, escapando, aunque siempre que huía, como era un loco de atar, alzaba las manos por encima de la cabeza y, a riesgo de perder el equilibrio, se ponía a palmear una invisible pandereta, sin volver la vista atrás. ¿Por quién aplaudía? ¡Por quién va a ser: por él! Tal vez, aunque lo dudo, sólo en el segundo antes de suicidarse, habrá conseguido un poco de paz... Debo admitir que no conozco ninguna sociedad lo suficientemente amplia y generosa donde Reinaldo hubiera podido encontrar un espacio menos hostil que el que consiguió, tanto en Cuba como en Estados Unidos. Acá lo acusaron de inmoral; allá, de impresentable, un doble de Oscar Wilde tropical, sin la elegancia del inglés. Entretanto, las pocas noches que logró un descanso, escribió a paso doble una obra voluptuosa
Obra: San Sebastián, el martirio de la creación XI/2008/Colección privada
Arenas, que parecía más un romano antiguo que un guajiro, no era un romano delicado. Más gladiador que poeta de la corte, era tosco, rudo y audaz, y no conoció nunca el miedo
La destrucción del sexo Por Guillermo Cabrera Infante
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res pasiones rigieron la vida y la muerte de Reinaldo Arenas: la literatura no como juego, sino como fuego que consume, el sexo pasivo y la política activa. De las tres, la pasión dominante era, es evidente, el sexo. No sólo en su vida, sino en su obra. Fue el cronista de un país regido no por Fidel Castro, ya impotente, sino por el sexo. Una reciente diatriba del semanario Juventud Rebelde (que debiera llamarse Senectud Obediente) alerta, con la prosa de una hoja parroquial, contra lo que llama “fornicación excesiva” a que se entregan, libertinos pero no libres, los citadinos forzados a trabajar en el campo en un uso orweliano del término voluntarios. El editorial acusa a esos súbitos labriegos urbanos de hacer no sólo exhibición colectiva del coito más desaforado, sino de entablar emulaciones nocturnas entre ambos sexos. En otras palabras, la orgía perenne, como el follaje. La llamada al orden ante el desorden del sexo no es nueva en Cuba. Una cédula real ya en 1516 (a poco más de 20 años del descubrimiento) condenaba las prácticas sexuales de los nativos y la Corona fruncía el ceño al acusarlos además de bañarse demasiado. “Pues somos informados”, terminaba la admonición real, “de que todo eso les hace mucho daño”. Algo se ha ganado de Carlos V acá: ahora los cubanos, por la poca agua y falta de jabón, se bañan mucho menos que sus antepasados. Pero las prácticas contra natura cobran nuevo auge. Si escritores homosexuales como Lezama Lima y Virgilio Piñera, difuntos, y el malogrado poeta Emilio Ballagas, dejaron una visión homoerótica del mundo, siempre la expresaron por evasión y subterfugio, por insinuaciones más o menos veladas, y, en el caso de Ballagas, por bellos versos epicenos. Incluso Lezama (que con el capítulo octavo de Paradiso causó sensación, en 1966, entre los lectores cubanos reprimidos por el régimen y el mismo Lezama sufrió de seguidas un monstruoso ostracismo) operaba en sus novelas y en sus poemas por símiles oscuros, por metáfora, como en su notoria declaración: “Me siento como el poseso penetrado por un hacha suave”. Mi pueblo, Gibara, produjo también lemas notables aunque anónimos. Uno era: “Doy por el culo a domicilio. Si traen caballo salgo al campo”. Otro era una prueba eficaz para determinar la locura: “Poner los güebos en un yunque y darles con un martillo”. Otro era exclamar: “Se soltó la metáfora”, para expresar un desvarío, un desenfreno. La misma declaración era una metáfora. Nunca como en Paradiso esta frase folclórica se convirtió en un sistema poético. Pero sus lectores nativos querían leer un realismo descarado que Lezama desdeñó por directo. Es decir, grosero. Ni aun Virgilio Piñera, que se veía a sí mismo como el epítome de la loca literaria (lo que le costó la cárcel en 1961, el desprecio peligroso del Che Guevara en la Embajada cubana de Argel, que presenció Juan Goytisolo, y el abandono últi-
mo), nunca tuvo la franqueza oral (en todos los sentidos) de su discípulo Reinaldo Arenas. Sus memorias, Antes que anochezca, son de una escritura en carne cruda y de una lectura entre indecente e inocente. Como su vida. Dice Borges que no hay acto obsceno. Sólo es obsceno su relato. En el libro de Arenas, tan cerca de Borges, no sólo es obsceno el relato; son obscenos todos sus actos. Esta narración, sin embargo, no tiene nada que ver con Piñera ni con Lezama, sus maestros mentores, sino que entronca directamente con otro libro cubano extraordinario que está dominado por la sexualidad en general y en particular por la pederastia y su juego de manos cubano: el homosexual pasivo es una mujer extrema, el homosexual activo es un super macho, porque, razona, fornica machos. No es extraño que Arenas rinda ahora homenaje a Carlos Montenegro. La novela o confesión de Montenegro se llama Hombres sin mujer (de 1973) y a su autor sólo le concierne la vida sexual en la cárcel. Reinaldo Arenas va más allá que Montenegro y habla del sexo en la cárcel, en libertad, en la ciudad, en el campo, en su niñez, en su vida adulta, y su clase de sexo se manifiesta entre niños, con muchachos, con adolescentes, con bestias de corral y de carga, con árboles, con sus troncos y sus frutas, comestibles o no, con el agua, con la lluvia, con los ríos ¡y con el mar mismo! Y hasta con la tierra. Su pansexualismo es, siempre, homosexual. Lo que lo hace una versión cubana y campesina de un Walt Whitman de la prosa y, a veces, de una prosa poética que es un lastre de ocasión en ocasiones. Reinaldo era un campesino nacido y criado en el campo y educado por la revolución, que se concibió y se logró y casi se malogró como escritor. Muchas veces me he preguntado por qué el régimen castrista que lo hizo trató tanto de destruirlo. Una respuesta posible es que Arenas nunca fue revolucionario y siempre fue un rebelde, que demostró con su vida y con su muerte (“Siccut vitae, finis ita”, decían los romanos) ser un hombre valiente. Con un talento bruto, que en ese libro póstumo casi llega al genio, si su vida es como su final, desde el comienzo fue un largo coito sostenido. A veces en solitario, casi siempre en compañia de otros hombres. Pero si es verdad, como advierte Cyril Conolly, en un libro que parece un justo epitafio para Arenas, La tumba sin sosiego, que un hombre que no conoce en su vida siquiera una mujer, muere incompleto, Reinaldo, al haber tenido una vida homosexual tan activa, no pareció nunca incompleto. Tuvo, sí, una relación sexual con una prima (esas primas del campo, siempre adelantadas a sus primos), aunque ocurrió allá lejos y hace tiempo. Los dos no tenían todavía seis años y su extremo placer juntos era comer tierra hasta el paroxismo no erótico, sino gástrico. Arenas, que parecía más un romano antiguo que un guajiro, no era un romano delicado. Más gladiador que poeta de la corte, era tosco, rudo y audaz, y no conoció nunca Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería
el miedo. Aunque, como todos los valientes veraces, el primer sentimiento que confiesa, es la cobardía. Me pregunto si esta confesión, entre tantas confesiones audaces, no es más que una vanidad. Pero su vida fue una azarosa aventura en un bosque penetrable de penes, dejando detrás la señal de su semen y de su escritura. Era un Hansel que quiso ser siempre Gretel en la leyenda. Pero en el mito político fue un sir Roger Casement del trópico, con sus confesiones nefandas; siempre un patriota de las islas. El caso Arenas es mucho menos conocido que el caso Padilla. Pero de los dos el que más sufrió a manos de la Seguridad del Estado fue Reinaldo Arenas. Nacido en Aguas Claras, un caserío entre Gibara y Holguín, al extremo este de la Isla, más que pobre era miserable desde la cuna. Bastardo y fantasioso, en su confusión de lecturas adolescentes se unió a una guerrilla castrista confusa que peleaba una guerrita confusa contra un enemigo invisible, y más que buscar camorra buscaban comida. A la toma de poder de Fidel Castro vino a La Habana como miles de muchachos campesinos, buscando como los labriegos del Lacio buscaba Roma. Todavía adolescente, ganó un premio con su primera novela, Celestino antes del alba, cuyo título recuerda al de su último libro. Celestino es un poema demente situado no lejos del territorio de Faulkner, pero muy contemporáneo en su paranoica descripción de un bosque de hachas y un abuelo que derriba cada árbol en que escribía el nieto un poema. ¿Alegoría? Su segunda novela, El mundo alucinante, es una obra maestra de la novela en español. Pero ganó con ella un segundo premio en un concurso local, cuando debía haber ganado primeros premios continentales. Como premio cubano la novela no se publicó nunca en Cuba. Arenas, ansioso como cualquier escritor novel de verse publicado, envió el manuscrito al extranjero y cometió un delito. Ahí comenzaron lo que las buenas y malas conciencias de la isla llamaron “su problema”. Su problema se hizo grave y luego agudo cuando fue condenado por pederastia, un crimen que parecía de lesa autoridad, y Reinaldo se volvió furtivo por toda la isla y al final, como el acosado protagonista de Yo soy un fugitivo de una cadena de forzados, pudo musitar desde la oscuridad: “Ahora... robo”. Pero hubo un final después del final y Arenas se vio como Edmundo Dantés, peor que Dantés en el castillo de If, prisionero entre asesinos sin nombre y, una vez más, entre homosexuales que no eran locas alegres, sino peligrosos desesperados. El resto de su vida pasa en la otra prisión mayor que es la isla (en un campo para homosexuales, La Habana homosexual), hasta que en su penúltima fuga se escurrió entre los náufragos del éxodo del Mariel y logró escapar a Miami usando un subterfugio como refugio. Luego vino su libertad extremada en Nueva York, otros libros, otros amantes y en un último final de su vida venérea fue atrapado
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por el sida y murió por propia mano para evitar una muerte atroz. En una última foto se ve a Arenas como lo que siempre fue: no un romano sino un indio cubano, con la cara triste del cautiverio de su vida. Antes, leyendo o no pudiendo leer los libros libres de Arenas, creía que debió quedarse en Cuba y repetir los logros de Celestino y El mundo alucinante. Como otras veces, estaba equivocado: Arenas hubiera terminado siendo un prófugo de profesión, no un escritor. Para el escritor que planeó pentalogías y otros proyectos, Antes que anochezca es un libro en partes de difícil lectura no por el estilo, sino por el estilete. Escrito en una carrera contra la muerte, chapucero, muchas veces no ya mal escrito, sino escrito apenas: dictado, hablado, gritado, este libro es su obra maestra. Nunca habría podido ser escrito en Cuba, ni como funcionario, ni como forajido. Algunos lo han comparado con Genet, delincuente delicado, o con Celine, profesional de la amargura: los dos son escritores sin el menor humor. Es por eso que su verdadero par hay que buscarlo en la novela picaresca, porque su protagonista es un pícaro sexual; sin duda un buscón. Pero muchas veces trae a la memoria esa primera novela, obra maestra de la picaresca erótica, que es El Satiricón. Aunque en el libro de Petronio, donde los pederastas son héroes y los sodomitas heroínas, hay relaciones heterosexuales, aun depravadas o tenues o fugaces, pero las hay. En la novela de la vida de Reinaldo Arenas no hay más que penes y penas. Pero si algo prueban estas memorias es que, mientras más arreciaba la persecusión contra los homosexuales en Cuba, más auge gozaba (ésa es la palabra) la mariconería, en privado y en público. La isla, al retroceder económica y políticamente, regresaba al imperio de un solo sentido. Los despidos, el acoso y los campos de concentración sólo para homosexuales, parecían ser, de creer a Arenas, más un acicate que un alicate. Ahora, con los homosexuales enfermos tras las rejas de los infames sidatorios, Castro continúa revelando que el homosexualismo es una obsesión dominante. Sólo las alambradas eléctricas y los barrotes son buenos para los que no se llaman compañeros, sino ciudadanos. O, más familiarmente, enfermitos. Sin embargo, contradicciones del comunismo, La Habana es de nuevo un paraíso sólo para turistas ahora, y entre las frutas prohibidas que se ofrecen, tanto Adán como Eva, están las putas más deliciosas y los putos más codiciados, jineteros tras los que viajan muchos a la isla. Ambos objetos de placer no lo hacen por dinero, que nada puede comprar, sino por una cena, por la entrada a un cabaret, para pasar la noche del night-club, a la cama de hotel sólo para extranjeros. Es la única forma de burlar el apartheid castrista. A menos, claro, que sea un informante de la variante tropical de la Seguridad del Estado y así pasar del éxtasis a la Stasi. Fragmento tomado de Mea Cuba, editorial Plaza & Janes, 1982
La obra en tres etapas
La familia
Escritor que aborda la novela y el cuento desde una exploración del imaginario infantil y las agonías de una familia gobernada por gestos femeninos; el teatro, en afán experimental; el ensayo político, el libelo, la poesía y la biografía novelada, en desborde de fantasías y empalmes intertextuales lúdicos. Varios de sus libros pueden considerarse renovadores dentro de la literatura cubana: Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas, El mundo Alucinante y La vieja Rosa. Prosa de intensa configuración poetica en Otra vez el mar y Arturo la estrella más brillante. Múltiples registros de irreverencia discursiva en Viaje a La Habana, El asalto, El color del verano y La loma del Ángel.
Carlos Olivares Baró
Celestino antes del alba (1967) El palacio de las blanquísimas mofetas (1980)
Lo subversivo
Termina el desfile (1980) El mundo alucinante (1969)
Necesidad de libertad (1986)
Arturo la estrella más brillante (1984)
Otra vez el mar (1982)
El central (1981)
Persecución (1986)
El asalto (1988)
Voluntad de vivir manifestándose (1989)
Leprosorio (1990)
La memoria
El portero (1988)
La Razón SUPLEMENTO ESPECIAL
La loma del Ángel (1987)
»Edición Anabel Clemente Trejo
Viaje a La Habana (1990)
»Diseño Elizabeth Cuevas
Final de un cuento (1991)
El color del verano (1991)
Reinaldo Arenas Fuentes
Antes que anochezca (1992)
»Retoque digital Jesús Díaz
Nació: 16 de julio de 1943 Lugar: Aguas Claras, Holguín, Cuba Murió: 7 de diciembre de 1990 Lugar: Nueva York, Estados Unidos Premios: Menciones Honoríficas en el Concurso Nacional de Novela, en Cuba, 1965 y 1966 Medicis, en Francia, 1969
Adios a mamá (1995)
»Corrección Alfonso González Panzzi
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