CARLOS VELÁZQUEZ
EL MUERTHO DE TIJUANA EN OJO DE TIGRE
NAIEF YEHYA
JULIETA: LA ECONOMÍA DE LA CULPA
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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
SIN CLÓSET ANTROS, CULTURA Y LETRAS GAYS CÓMO SOBREVIVIR A UNA NOCHE DE ANTRO WENCESLAO BRUCIAGA
LUIS ZAPATA / PASADO Y PRESENTE DEL MOVIMIENTO GAY SERGIO TÉLLEZ-PON
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Pese a los avances en el reconocimiento de la diversidad sexual y en particular del movimiento gay durante las últimas décadas, las resistencias —y aun la intolerancia— permanecen. Pero las expresiones de esa diversidad continúan, cada vez más visibles, como lo muestra esta edición sobre la actualidad de sus ambientes, manifestaciones culturales y literarias. Iniciamos con un recorrido libre de todo clóset y censura por algunos de los antros que forman parte del mapa actual, un tanto subterráneo, un tanto clandestino, de los espacios distintivos de la fiesta y el ligue en la vida gay capitalina.
CÓMO SOBREVIVIR A U N A NO C H E DE A N T RO G AY WENCESLAO BRUCIAGA
N
o recuerdo si el Viena fue mi primer bar gay. A mediados de los años noventa circulaba de forma gratuita Ser Gay, un pasquín del tamaño de un cuarto de una hoja carta que conforme la desdoblabas llegaba a ser tan grande o más que un periódico Excélsior de los sesenta, las yemas de los dedos te quedaban embadurnadas de manchas negras y casi indelebles, como esas que te ponen después de votar en una elección. Ser Gay era una guía de tiendas, sex shops, antros y clasificados de hombres buscando café, sexo y amor. Ahí vi el nombre del Viena por primera vez. Que se describiera como cervecería y cantina me significaba una probable fantasía de hombres que quizás la encarnaran con sobredosis de testosterona de una mezcla entre cualquiera de los Hermanos Almada y Humberto Zurita; que no tuviera cover era una gran ventaja para que la calentura homosexual pudiera liberarse a chorros a los 18 años. Sí habían varios sombreros vaqueros flotando por encima de las mesas cuadradas de formaica que intentaban dar el gatazo de madera, pero eran más bien como variaciones de Enrique Álvarez Félix ligando con sombrero vaquero. Creo que los señores que llamaban mi atención no vestían como los Hermanos Almada sino como Sergio Goyri cuando daba vida al detective Belascoarán, en
las películas inspiradas en Paco Ignacio Taibo II. No sé porqué se me vino el nombre del Viena a la cabeza cuando el Carlos Velázquez preguntó por una cantina para beber cervezas después de una mesa en la que discutimos sobre el Nobel de Literatura a Bob Dylan; después Víctor Lenore presentaría su libro Indies, hipsters y gafapastas, cuyo nombre es genialmente engañoso pues se trata de una feroz crítica a una de las generaciones más consumistas y enajenadas de la historia, en el marco de la FIL del Zócalo 2016. Tal vez no queríamos vernos indies sentándonos en cualquier lugar de mesas comunales y cervezas artesanales de casi cien pesos cada botella después de la reflexión del Víctor.
EL VIENA Siglos (por aquello de que el régimen del tiempo gay, a veces, me da la impresión que es similar a la edad de los perros: tres meses de relación estable con otro cabrón parecen dignos de bodas de plata) de no pisar el Viena, la cervecería a unos cuantos pasos del Eje Lázaro Cárdenas, en República de Cuba, en el Centro Histórico, al lado de otra cantina, El Oasis, un centro de espectáculo travesti, de homosexualidad fosforescente y algo grupera.
En 2016 los sombreros vaqueros siguen apareciendo en el Viena, aunque ahora los portan algo así como clones de AB Soto, el cantante de Los Ángeles que es la versión jotísima hardcore de Gerardo Ortiz cuyo motivo ideológico, según él, es burlarse de los estereotipos más comunes del machismo mexicano entre lentejuelas y un descarado asalto al fetiche naif-porn de los artistas Pierre et Gilles; yo digo que justificar la jotería teorizando tus actos es una forma de ondear la bandera blanca en la guerra contra la moral buga. Jotéale sin dar explicaciones y que los bugas se chinguen y se aguanten. Sólo los culpables se justifican. En fin, incluso hay quienes se recortan la barba con la misma contención que Soto. Nos sentamos alrededor de la mesa, el Velázquez, Lenore, Ángela, Idalia y el David Celestino. También permanecen intactos los mismos espejos panorámicos en la parte izquierda del Viena y los mismos meseros gruñones de bigotes anticuados que me sirvieron mi primera cerveza hace más de treinta años, resignados a atender a parroquianos homosexuales desde poco después de la segunda mitad del siglo pasado, cuando el Viena abrió sus puertas por primera vez y casi en automático se convirtió en un refugio clandestino para homosexuales de la capital azteca (según el historiador y activista gay Alonso Hernández el Viena asumió oficialmente su estatus
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de cantina gay hasta el 2000), sólo que ahora caminan un poco más jorobados que de costumbre, fatigados y canosos y con actitud regañona pero bondadosa al mismo tiempo. —¿Qué cerveza tiene? —¡Qué no está viendo la carta que tiene frente a sus narices! Nos gritó con una sonrisa con la que era difícil molestarse. Los meseros no son los únicos. Otras cosas han cambiado: ahora las mesas son redondas, adheridas al piso, y muchas tienen en el centro enormes artefactos que consisten en un tubo transparente como de un metro de largo relleno de cerveza, han puesto macetas y sillones naranjas al centro y banderas de arcoiris y parece la retorcida combinación de una cafetería Vips de provincia con el lobby de un hotel del tipo Fiesta Inn. Sigue siendo un punto de encuentro para gays, aunque los solitarios rebasan los cincuenta años y la talla 36 de cintura, y se ve que se untan esos menjunjes que desvanecen las canas. Los jóvenes, la mayoría, han quedado aquí después de intercambiar palabras en páginas como el Manhunt o apps para smartphones como el Grindr o el Scruff. También se juntan grupos de amigos que besan a los meseros como si fueran parte de su pandilla. El Viena no ha escapado al perverso fenómeno de la gentrificación, pues también vienen tipos con el último botón de la camisa estrangulándoles el cuello y sus chicas con botas Dr. Martens y actitud de feminismo alternativo. Justo cuando la rockola empezó a prenderse con canciones de Madonna, tuve que separarme del grupo, pues había quedado con un bato en el Guilt de Polanco, el club que de algún modo retoma la famosa cadena de las discotecas bugas de los ochenta, para esa parte de la comunidad gay que ve en el consumismo frito la forma más eficaz de inclusión y pertenencia. Me despedí con la promesa de volver así fuera a las ocho de la mañana. Emprendí la retirada. Cuando salí a la calle, ya había movimiento febril en El Oasis y más adelante, donde están el Marrakech y La Purísima, los clubes que lo mismo programan a Thalía que a los Pixies. Se podría decir que son la opción alternativa del parámetro gay chilango.
GUILT En la esquina de Anatole France y Presidente Masaryk se encuentra un pequeño mall con el mismo nombre del fundador de la República de Checoslovaquia, incluso hay un busto de él, en medio de las boutiques de corbatas y vestidos de novia y habanos de precios desorbitados, restaurantes gourmets y el par de antros escondidos al fondo. Uno de esos es el Guilt.
“ESE SÁBADO ME PARECIÓ VER MUCHOS MIRREYES HETEROSEXUALES SINTIÉNDOSE LIBERALES POR RODEAR LA CINTURA DE SUS NOVIAS ENTRE GAYS DE CAMISAS PLANCHADAS CON LA MISMA PRECISIÓN QUE UN PRIMER DÍA DE ESCUELA.”
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Mientras esperaba al bato vi un grupo de jóvenes, debían ser más de treinta y tener menos de treinta años, hombres la mayoría con zapatos beige, ellas en el mismo molde de minifalda minimalista y tacones negros, sólo cambiaban los colores y acaso los peinados y los tintes. Discutían. Por lo que escuché, por culpa de uno de ellos no lograron cruzar la cadena de un antro. Se sentían unos perdedores. Cruzar la cadena es parte del ritual de la mayoría de la diversión nocturna de Polanco. Si no fuera por el dueño y el gerente, que son buenos compas, simplemente no podría entrar con mi camiseta que llevaba aquella noche, con la portada impresa del His ’n’ Hers de Pulp y unos tenis que le hacen juego al saco del bajista Steve Mackey y al top de la tecladista Candida Doyle. Hasta donde sé, aquí sólo se puede cruzar la cadena custodiada por un tipo de cuerpo ancho y gafas de montura de aluminio en camisa y zapatos, más 250 pesos de cover; 200 si contactas al gerente que también es relaciones públicas, te anota en una lista de invitados y te ahorras 50 varos. El bato llegó con la barba más crecida y no pude evitar tener erecciones y fantasías desmedidas. Los gays somos algo así como adolescentes perpetuos que creemos que una noche de antro será la más lujuriosa de nuestra vida. Irrepetible. Me apresuré a apantallarlo, demostrando que no sería cualquiera el que se la metería. Las cosas como son: nunca espero más de quince minutos un sábado afuera del Guilt, el único día que opera, a pesar de la reseña que escribí para TimeOut México hace ya varios años y donde no salieron muy bien parados, por lo mamón de la entrada y los precios y la actitud de algunos de los clientes; que el dueño no se haya ofendido y haya aguantado vara sin caer en el plan de la víctima me pareció un acto de estoicismo valemadres. Nos hemos hecho buenos cuates desde entonces y como norteño que soy, la amistad pesa más que mis prejuicios. Soy un fan desquiciado de Black Flag y Minor Threat pero también un pinche cursi, como buen puto. Como el Viena, tenía siglos gays de no venir. Hace mucho que decidí anteponer la buena música, o la que me gusta,
que es por lo general buena, por encima de mi homosexualidad paria. La última vez que estuve aquí, Karen, una gran amiga y yo tuvimos que sobornar al DJ para que nos pusiera al menos una canción que no siguiera la rutina de ese pop desmedidamente ingenuo, inofensivo y sumiso que ha enajenado a hordas de homosexuales desde los noventa. Una pinche rola de los Sisters of Mercy nos costó 500 pesos. Al menos fue la versión extendida de Dominion. Ahora abunda la madera y los grafitis aburguesados sobre barras de cedro, la consola del DJ se ha movido a uno de los extremos del salón, por lo que la pista de baile se amplió y la clientela convencida de que disfruta algo mucho más selecto que los mortales, compuesto por gays jóvenes, chicas bugas y señores homosexuales atravesando la crisis de los cuarenta, algo mamados y de lejos interesantes, pero ya que te acercas parecen la versión canosa de una mezcla entre un YouTuber ansioso de ser patrocinado por una marca de tenis y algún miembro de Acapulco Shore. Han instalado un cuarto con música un tanto más house de cepa e independiente. Por lo demás todo sigue igual, el techado cubierto de un laberinto de luces robotizadas y caleidoscópicas. Ese sábado me pareció ver muchos mirreyes heterosexuales sintiéndose liberales por rodear la cintura de sus novias entre gays de camisas planchadas con la misma precisión que un primer día de escuela. La música en el salón principal también sigue siendo más o menos igual que la última vez que estuve aquí, más o menos atrapada en 2007. Lady Gaga por ejemplo. El bato y yo fuimos a la barra. En el Guilt los tragos cuestan el doble que en el Viena pero el gerente invita unos vodkas, lo cual nos viene de maravilla, así nos alcanza para comprar el doble de pastillas de éxtasis. Dos chicos próximos a unos portavasos, con barbita diluida, peinados y sacos, siguen mentando madres contra la marcha que defendió la geometría de la familia normal que al menos yo ya había olvidado. Conversaciones como éstas se han potenciado desde la legalización del matrimonio igualitario en la hoy Ciudad de México. Hablar de cosas políticamente correctas es parte del outfit. Lo curioso es que
hablan de la solidaridad feminista con las chicas o del Frente Nacional por la Familia o del machismo de los comerciales de Tecate como hemorroides conservadoras a las que hay que extirpar, cuando en muchos sentidos el Guilt es más allegado a la idea de un sábado conservador que una promesa nocturna que se proponga transgredir la normalidad casi asexuada que habita en las mentes de los que apoyan a la familia normal —tal cosa sería en todo caso una orgía. Los dos chicos también hablan de la posibilidad de la próxima boda de un amigo suyo con un cabrón. Trato de fingir que el barman no me escucha para cachar algo más de su plática. Al parecer los futuros novios se conocieron aquí. Se respira algo de ansiedad por la búsqueda del marido ideal. Hablan de desayunos, cucharear y ver series como East Siders en Netflix como un cocainómano saborea el polvo blanco mientras espera al dealer. La conversación entre los chicos me detonó un déjà vu de las noches de disco sabatinas de Torreón, cuando mis primas se emocionaban porque un batillo que se decía ser gerente de una sucursal bancaria les invitaba tragos y todos sabíamos que ninguno de nosotros terminaría mamando verga, porque qué pensaría la sociedad lagunera. Recuerdo que también se paseaban los galanes de cinturón piteado con hebillas bañadas en litros de oro puro que aplastaban a los gerentes de banco como cucarachas, seguro eran protonarcos. El ligue en el Guilt o su hermano el Envy, que sólo abre los viernes y que en teoría tiene su playlist volcada al pop en español cuando en principio aquí sólo pincharían música sajona, de algún modo cumple la fantasía de levantar al güerito de la novela de las nueve de la noche. Hasta donde tengo entendido, lugares como el Guilt te venden la idea de que probablemente no te acostarás con gente común, según la canción de Pulp. Es más, que ni siquiera te acostarás. Por eso muchos asiduos agradecen el filtro de la entrada y que varios se queden afuera, pues tal proceso de selección es garantía de que aquí sólo bailarás con gente bonita. Un antro para supuestamente conocer al marido que sería más del agrado de tu mamá que un amante que te rompa el cuello. Soy de la rupestre idea que los antros gays se hicieron para conocer a un cabrón que te destrozará el culo o para montar una pequeña orgía hasta que amanezca, pero parece fuera de lugar en estos tiempos de corrección política. Aunque en el fondo y ya entrada la
“SE SUPONE QUE LOS OSOS SON ESE SECTOR DEL COLECTIVO GAY QUE APUESTA POR LLEVAR EL FETICHE DE MASCULINIDAD, PANZAS, PELOS Y BARBAS HASTA EL LÍMITE. PERO EN EL NICHO’S A VECES PARECE MÁS BIEN UNA CONGREGACIÓN DE HOMBRES DIABÉTICOS.” madrugada todos pensemos en quién tendrá la verga más grande del mundo. A ver, que no es el antro gay más caro y pretencioso. Nunca me la paso mal, en parte se debe a que no ponen en duda mis camisetas de Pulp o Black Flag o los Beastie Boys o Negú Gorriak ni los sombreritos que me cubren la calvicie, a veces prohibidos o eso entendí. Es sólo que me llama la atención la dinámica de lugares como éstos en una época donde supuestamente los homosexuales hemos conquistado derechos y visibilidad nunca antes imaginados. Me hubiera quedado más tiempo y volvería a corromper al DJ pero es de mala educación hacer esperar al dealer, así que debo despedirme con la promesa de que no pasará un lustro antes de volver a pisar el Guilt.
BOY BAR, NICHO’S BAR Y LA ZONA ROSA
Foto > * ALEJANDRA CARBAJAL PARA TIME OUT MÉXICO
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Mi amigo y yo nos metimos la tacha desde el Paseo de la Reforma. Se nos ocurrió mezclarla con cafeína sólo para ver qué pasaba. Nos la vende un tipo obsesionado con los maratones. Vende tachas al interior de su Fiat amarillo canario para pagarse tenis de corredor de más 2 mil 500 pesos e inscripciones y boletos de avión a distintas ciudades del mundo. Nunca he sabido si es gay y aunque me dice que las pruebe en el asiento del copiloto mientras me acaricia la rodilla, prefiero probar su mercancía cuando su cabeza rapada no me confunda. No me quiero imaginar si la tacha me hace efecto y resulta que mi dealer no es gay. Él correrá por todas las calles de Boston pero yo boxeo en los Baños Lupita de Tacubaya así que... Caminamos por el cuadro más agitado y gritón de la Zona Rosa. Nos metemos al Almacén de la calle de Florencia que se ha vuelto un bar improvisado e incómodo, estaba hasta la madre de lleno por lo que a cada rato me pisaban el dedo gordo del pie, lo cual es como si me lo mutilaran pues justo en la punta de mis tenis llevo escondidos los frasquitos de poppers, maniacos de potentes, que me traje del gabacho, uno por cada pie. Como no quería terminar cercenado bajamos a su legendario sótano, El Taller, que fue propiedad de Luis González de Alba, pero ya no es lo que era en los noventa, cuando lo conocí. Lo vi descuidado, como patio de un taller de refacciones. Nos fuimos al Nicho’s, la cueva para osos en la calle de Londres. Se supone que los osos son ese sector del colectivo gay que apuesta por llevar el fetiche de masculinidad, panzas, pelos y barbas hasta el límite. Pero en el Nicho’s a veces parece más bien una congregación de hombres diabéticos concursando en un reality tipo La Voz que buscan a la doble de Amanda Miguel o Paquita la del Barrio. Ya sé que hoy está de moda renegar de los fetiches masculinos pues según muchos
no es una excitación propia, sino una diabólica estrategia complotada desde las entrañas del heteropatriarcado, pero a mí me valen madres sus supersticiones queers. Jotéenle lo que quieran y quédense sin saliva con chaquetas académicas, a mí no me excita. Punto. Pareciera que el discurso antimachista mediante la jotería es el nuevo catolicismo, y como la Virgen del Tepeyac, pobre de ti si se te ocurre cuestionarlo, o peor aún, negarlo. Aun así el Nicho’s es un bar divertido y sobre todo relajado. Escuchamos un par de canciones y seguimos caminado en lo que nos pega la tacha para luego irnos a explotarla como depravados. En Amberes, la calle más colorida de la Zona Rosa, la que más bares gays aglutina y la responsable quizás de darle la identidad de barrio gay millenial, descubrimos una vitrina con vista a la calle, donde un go go dancer musculoso y rapado, de piel chocolate, hace un torcido número del otro lado del vidrio para entretener a los transeúntes, acaso convencerlos de entrar. Se trata del bar antes llamado Lollipop, antes llamado Boy Bar y que tras una remodelación vuelve a llamarse como en sus orígenes, que recién tuvo una monumental fiesta de reinauguración. Caímos en la trampa de la vitrina que evoca la leyenda de Amsterdam y nos formamos en la hilera de los que muestran sus credenciales de elector a los hombres de seguridad para poder entrar. El cover es de 45 pesos y la verdad es que me sorprendió su nueva imagen. En la parte donde antes había un cabaret-karaoke ahora es un hot room sólo para hombres con un espectáculo de regaderas donde strippers se dedican a atizar las fantasías homoeróticas de los parroquianos con una selección de techno como emparentado a la tradición de Detroit del que casi no pulula en el resto de la Zona Rosa. También hay un cuarto oscuro más oscuro que cachondo, pero está bien para un rapidín sin necesidad de buscar motel. En la planta alta el espíritu de la Zona Rosa volvió a la normalidad. Aunque a diferencia de cuando era el Lollipop, la decoración es más minimalista. A decir verdad, exceptuando los códigos de vestimenta y los costos, los antros de la Zona Rosa no son muy distintos al Guilt y el Envy, sobre todo en cuanto a la música, ciertas andanzas contenidas y el grupo de amigos que se solidarizan mediante las reglas de homogenización básica y de afeminamiento domesticado impuesto por series como Glee o Sense 8. Sin embargo hay algo fresco en el Boy Bar. Algo próximo a lo único para el panorama de la calle de Amberes. Quizás que el dueño sea un heterosexual seguidor de Pearl Jam tenga que ver con eso. Se preocupa por ciertos detalles que para los gays serían
insignificantes, como la ecualización del sistema de audio. En la mayoría de los antros gay lo importante es que el pretexto para jotear te reviente los oídos aunque la música suene percudida. Les encantan las Jeans, ese grupo que en los noventa era compuesto por niñas idiotas y huecas. Por alguna razón, su mentecatez les significó algo valioso para cientos de gays que las han elevado a nivel de iconos del imaginario gay nacional. Muchos de los gays que las siguieron en su reencuentro del año pasado, son homosexuales que se enorgullecen de solidarizarse con las consignas feministas, a pesar de que las Jeans, hoy convertidas en señoras, sólo cantan de enamorarse de cualquier baboso, llamar su atención y servirle. Creo que la tacha empezó a explotar justo cuando nos fuimos a la terraza con vista a las banquetas de Amberes y donde la música es una secuencia de cínico pop en español. El bato y yo empezamos a besuquearnos con una lujuria inapropiada para estos tiempos en que lo gay en México se ha convertido en algo propenso a lo inocuo y la administración de calenturas. Quizás el internet, las páginas de contacto y el ligue de las apps ha dejado las porquerías para los mensajes de texto y en los antros hay que mantener las buenas formas y las selfies con poses como de esposas recargadas en brazos del marido en la mesa de una boda y las cejas en posición de duckface, o de éxtasis desnaturalizado, pero nunca escandalizar. El desmadre se ha partido en dos, la mitad transcurre en el antro y la otra en las pantallas de los celulares. Evidenciar soledad en redes sociales es la peste. Seguramente estoy amargado. En algún momento todos caemos en el autoengaño de conocer al hombre perfecto en lugares como estos. Por ejemplo, al barbón lo conocí en los pasillos de La Casita, quizás el primer sex club para homosexuales del entonces DF. Sólo que en estos días se ha vuelto más como una presión social. A menudo leo que muchos se quejan de la Zona Rosa porque promueve la borrachera entre gays. Suelen ser los mismos que acusan a la Marcha del Orgullo de convertirse en un negocio que desplazó la protesta para corromper a las nuevas generaciones vendiéndoles alcohol hasta vomitar. Qué mojigatos resultaron varios, ¿desde cuándo tenemos que echar mano de la sobriedad y guardar las composturas como parte de nuestra identidad? Chingan con la igualdad pero en eso de la cirrosis democrática prefieren alienarse con la superioridad del cuerpo sano. Fui por más cervezas con el único fin de ponerme pedo. En el camino
me encontré a un tipo con el que había cogido en una orgía pero fingió la misma demencia de los hombres casados, con una mujer, cuando se tiran a un cabrón. Yo alcé las cejas como cuando saludo a un desconocido con una camiseta del Cruz Azul o del América afuera del estadio pero se hizo pendejo. Me bajonea un poco esa actitud, me recuerda a mi madre cuando se encontraba a mi padre o sus ex novios. Bebemos unas cervezas más pero como nos pusimos como toros en celo, optamos por irnos a encerrar en la nueva tendencia gay de la capital: los clubes de orgías.
EL CLUB DE LA ÁLAMOS Cerca de la estación Viaducto se encuentra uno de los tantos departamentos adaptados como centros de orgías para homosexuales, exclusivos para hombres, en los que tras desembolsar 150 pesos, te dan a cambio una bolsa negra de plástico, de las que se usan para tirar la basura, en la que depositas tu ropa y smartphones. Se dejan a huevo en la paquetería para no andar de morbosos tomando fotos y evitar que algún listillo se quiera pasar de verga chantajeando a los invitados. Con eso del matrimonio igualitario, hay varios esposos que vienen a darse una escapada, romper la rutina como dicen los bugas, a lugares como éstos. Quizás a eso se refieren con la igualdad: nos casamos y escondemos nuestra igualdad como los bugas, como nuestros padres. Aquí se deambula en calzones, el desnudo es opcional. Adentro suele predominar la música que se conoce como circuit music, esa funesta combinación de progressive house y trance denigrante mezclado con remixes de éxitos del Billboard. Atravesamos el corredor-vestidor y nos encontramos con una barra de refrescos, cervezas, tequila, ron y vodka. La dinámica consiste en caminar en busca de las nalgas perfectas para expulsar la homosexualidad contenida. Lugares como el club de la colonia Álamos suelen atestarse ya entrada la madrugada, por ahí de las cuatro o cinco de la mañana, cuando los antros cierran sus puertas y sirven los últimos tragos y no se ha encontrado el amor de la vida. Su estatus legal coquetea con lo clandestino. Sigo sin entender por qué los clubes de sexo gay no poseen una regulación sanitaria como en otros países. Puede ser que la lucha por la legalización de este tipo de espacios tenga que ver con un reconocimiento de la promiscuidad susceptible al
“SIGO SIN ENTENDER POR QUÉ LOS CLUBES DE SEXO GAY NO POSEEN UNA REGULACIÓN SANITARIA COMO EN OTROS PAÍSES. PUEDE SER QUE LA LUCHA POR LA LEGALIZACIÓN DE ESTE TIPO DE ESPACIOS TENGA QUE VER CON UN RECONOCIMIENTO DE LA PROMISCUIDAD.”
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linchamiento buga. Salimos del clóset pero en el fondo nos avergonzamos todavía de lo que nos da placer. Hace poco un cuate me dijo que clubes de sexo como éste si bien eran cachondos, también están invadidos por una carga de depresión suicida. Que las orgías son compras de pánico gays para no sentirte un perdedor si no ligaste “decentemente” en los antros. Que al final le parecen almas excitadas, como perdidas en una especie de limbo de la lujuria. Es curioso, porque asumen la excitación mediante fetiches hasta la madre de masculinidad —no por voluntad propia sino impuesta por el heteropatriarcado—, pero creen que la búsqueda del placer desde el empoderamiento de la soledad es depresivo. ¿No será que la necesidad de tener a huevo compañía, avergonzarse de nuestra propia soledad, también sea una imposición? Jotas orgullosas de explorar su lado femenino, pero también incapaces de vivir su jotería a solas. O al menos eso me dan a entender. Al menos aquí no hay pantallas de smartphones que nos roben la atención. Hay un cuarto de videos con una pantalla de plasma que transmite videos porno y del otro lado un sling o columpio hecho de cuero y metal en el que te acomodas boca arriba y las plantas de tu pies quedan apuntando al techo. Unas escaleras conducen a la planta alta, donde hay un cuarto entre penumbras de neón y otro completamente oscuro. Debía haber poco más de cuarenta cabrones caminando de aquí para allá con los ojos hinchados de deseo. La idea de estos lugares es tener sexo entre hombres a lo bruto y frente a quien se deje y se deje tocar. Aunque el respeto es una cosa básica e implícita. No todos nos tenemos que gustar a huevo. Metes mano y si te rechazan debes continuar tu camino sin armar panchos. Así de simple. El bato y yo nos metemos al cuarto más o menos iluminado con luces de neón y gigantesco colchón cubierto de algo que debe ser imitación piel para aventarnos un show exhibicionista, sin más expectativas que la pornografía que pasa por nuestras cabezas. Vaya que las cosas han cambiado desde que tomé mi primera cerveza en el Viena. Cierto que hoy somos más visibles, aunque no estoy muy seguro de que esta visibilidad sea un logro nuestro, o si más bien la especie gay sobrevive al hacer la apología de ciertos rituales bugas que no incomodan. Por lo pronto yo trato de apurar mi misión, a lo que vine aquí. Mis amigos bugas me esperan. C
WENCESLAO BRUCIAGA (Torreón, Coahuila, 1977) es escritor y periodista. Autor de Funerales de hombres raros (Jus) y de Un amigo para la orgía del fin del mundo (Discos Cuchillo). También es colaborador de Reforma, SinEmbargoMx, TimeOutMéxico, Forward Magazine, Noisey México.
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Desde la publicación de El vampiro de la colonia Roma (1979), Luis Zapata reinventó el tema de la homosexualidad para las letras mexicanas desde esa visión, ese lenguaje regocijante, lúdico y desparpajado que distingue a sus personajes e historias. Este repaso sigue el rastro de tres novelas posteriores y el desarrollo de una propuesta resistente a los moldes narrativos de su tiempo. Lo acompaña una revisión del libro reciente de Braulio Peralta sobre Carlos Monsiváis, y del papel de este último en el desarrollo del movimiento gay en México.
Luis Zapata
SI L A V I DA F U E R A UNA PELÍCULA SERGIO TÉLLEZ-PON
Foto > CAL Y ARENA
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Luis Zapata (Chilpancingo, Guerrero, 1951) le gusta jugar con la literatura, y al divertirse él escribiendo también divierte al lector; lo anterior porque Zapata se toma bastantes libertades en la escritura y con los géneros dándoles un giro muy particular. Al hablar de El vampiro de la colonia Roma (1979), José Joaquín Blanco escribió que desde sus primeras novelas Zapata fue dueño de un temperamento y un mundo narrativo personales. Tomándose esa libertad creó su propio estilo: deliberadamente frívolo, muy lúdico, sagaz, humorístico. Por esos rasgos creo que varias de sus novelas son muy cercanas a una estética camp. En este caso, me enfocaré en tres de ellas: una publicada hace casi treinta años que, me parece, sirve para unir su obra a otras dos más recientes. En el caso de Melodrama (1983; Quimera, 2008) es una novela que está escrita de tal forma que parece el guión cinematográfico de una película de la Época de Oro del cine mexicano. El evidente homenaje paródico de Zapata a ese cine en esta novela le permite el tono artificioso, hiperbólico, dramático y melodramático, con su correspondiente soundtrack de canciones románticas de la época, principalmente boleros: “¿Por qué te hizo el destino pecadora / si no sabes vender el corazón?”. Además, hay otros guiños a las películas de los grandes años del cine nacional: el padre del protagonista se llama Arturo (¿de Córdoba?) y la madre Marga (¿López?), así como la esposa del otro protagonista gay se llama Estela (¿Pavón?). Zapata ha contado en varias ocasiones que luego de publicarla se propuso llevarla a la pantalla grande y aunque el proyecto no fructificó, de haberse hecho en su momento (a mediados de los años ochenta), habría coincidido con algunas de las mejores películas de Pedro
Almodóvar (Entre tinieblas, ¿Qué he hecho yo para hacer esto?, La ley del deseo, Mujeres al borde de un ataque de nervios), en las cuales también predomina la estética camp. O al menos yo encuentro, por ejemplo, una relación muy estrecha entre las dos mujeres de De pétalos perennes (1981) y las de Mujeres al borde de un ataque de nervios: en ambas hay una sensibilidad femenina, a ratos irónica y algo delirante. El joven Álex Rocha tiene primero una melodramática relación con un
amigo del que nunca se sabe su nombre para luego dar paso a un romance con el detective Áxel Romero, y se lee-ve que él es por momentos cursi, en otros explosivo y en muchos otros hilarante. Sin embargo, en Melodrama el humor se centra, me parece, particularmente en un personaje: en la madre de Álex, Marga. Sus azotes, su locuacidad, sus delirios, sus elucubraciones, sus conjeturas confesadas al psicoanalista, sus aprensiones de madre, sus exageraciones todas, sus arrebatos la hacen un poco neurótica y a la vez
“ENCUENTRO UNA RELACIÓN MUY ESTRECHA ENTRE LAS DOS MUJERES DE DE PÉTALOS PERENNES Y LAS DE MUJERES AL BORDE DE UN ATAQUE DE NERVIOS: EN AMBAS HAY UNA SENSIBILIDAD FEMENINA, A RATOS IRÓNICA Y ALGO DELIRANTE.”
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encantadora. Ella está convencida de que “ninguna preocupación está de más cuando se es madre”, es decir, el papel de madre le confiere todo el derecho para inmiscuirse en la vida del hijo que ella cree un descarriado. De hecho, lo que hace Zapata en esta novela es homenajear con bastante ironía todas esas películas dramáticas protagonizadas por Libertad Lamarque y Marga López, “esas dos ínclitas mujeres argentinas” con quienes hemos “sufrido, gozado, y lo que es más importante, vivido. Con ellas hemos aprendido el verdadero valor semántico de las palabras amor, ilusión, dolor, espera, súplica, piedad, corazón, desengaño, bendición, pasado, perdón, calvario. Hemos recibido una sólida educación sentimental que no habríamos tenido sin sus presencias”, dice el narrador de esta película-novela. Así, además de leer-ver el melodrama amoroso de Álex, el lector-espectador lee-ve la tragicomedia de la madre por el simple hecho de ser madre: en un momento en que conversan Marga y la comadre Estela, ambas se confiesan el melodrama que significa asumir ese papel, de los duros golpes que les da la vida cuando los hijos crecen y sólo entonces una y otra —quienes antes habían sido rivales— ahora encuentran un punto en común. Tal vez al lector de esta época, con la vida gay normalizada, la aprobación de los matrimonios gays y cierta aceptación social, le podrían parecer un poco anticuados ciertos pasajes, como que toda la trama se desate luego de que la madre oye a Álex hablar por teléfono y llamarse en femenino: “Ay, es que estoy muy desvelada, manita” (en otro momento, durante una tertulia chispeante en la que Álex les contará a sus amigos sobre el prospecto anónimo que lo persigue, todos se hablarán también en femenino). Cuando la madre, Marga, finalmente encara a Álex y lo acusa de “puto” compara la homosexualidad con algo tan pecaminoso como la drogadicción; o como cuando los dos enamorados, Álex y Áxel, se dan un beso a escondidas, cuando hoy vemos a parejas gays tomadas de la mano por la calle o fajándose en el metro; o bien, en el caso del detective Áxel, se dice que ya nadie contratará sus servicios pues nadie confiará en un hombre que vive “al margen de la moral y las buenas costumbres”. La homosexualidad se vuelve un drama, incluso va más allá, un melodrama, pero Zapata le da un giro humorístico y lo despoja de todo sentimentalismo y azote o golpes de pecho. Si Adonis, el de El vampiro de la colonia Roma vivía con total plenitud su sexualidad, incluso hasta con cierto desparpajo y cinismo, en Melodrama Zapata quiere burlarse de esas épocas recatadas y mojigatas. “LA VIDA ES UN DRAMA” , le dice el
compadre Rebolledo a la comadre Estela Andueza de Romero. Y agrega: “Es un drama, cuando no una farsa, y así hay que entenderla: somos sus títeres, sus juguetes; la vida dispone de nosotros como si fuéramos marionetas sin voluntad”. Los dos
amantes, Álex y Áxel, también son unos títeres de esa farsa y la vida ha dispuesto una serie de desgracias, han llegado a su fin las horas felices, los primeros momentos de éxtasis darán paso a las adversidades. En Melodrama todo es exceso y parodia, la exacerbación del drama y lo sobreactuado de los actores (si uno imagina las escenas en una pantalla) hacen que todo el drama se vuelva así comedia, todo es al mismo tiempo camp y kitsch (particularmente en el decorado de la gran mansión familiar y en esas “escaleras cinematográficas” que se describen al principio). Pero como sucede en las películas que homenajea, al final los dos enamorados sortean todas las dificultades que se les presentaban y, en la tradicional cena de Navidad con toda la familia reunida, viven su final feliz en una época en la que los personajes gays eran burdos, tanto en cine como en literatura, y los mataban o, peor aún, se suicidaban. Como continuación de la línea cinematográfica que a Zapata le gusta explorar, Autobiografía póstuma (Universidad Veracruzana, 2014) de inmediato recuerda a la película Belleza americana (1999), en la que el personaje interpretado por Kevin Spacey está muerto y desde esa otra vida cuenta la historia de sus últimos días en la tierra. Pero a diferencia de Belleza americana, que termina en tragedia, Autobiografía póstuma es una parodia en la que Zapata le da voz a Zenobio Zamudio, un escritor gay
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quien rememora sus días terrenales desde el más allá y esa voz para esta posteridad se vuelve un tenebroso ajuste de cuentas. Para empezar, Zamudio cuenta sus primeros años de vida en el feo pueblo de San Mateo del Río, que no por ser la capital del estado de Allende deja de mantener un estilo de vida provinciano, y es a esa ciudad a la que dirige sus primeros odios. Finalmente, desde el otro mundo ya no tiene nada que perder: puede decir lo que le venga en gana y nadie podrá replicarle. Las referencias cinematográficas, como en casi toda la obra de Zapata, no podían dejar de aparecer en Autobiografía póstuma porque el cine es lo único que saca a Zamudio de su monótona vida provinciana, en ese ambiente tan estéril sólo en la pantalla grande encuentra una fuente para su educación sentimental: con las escenas veladas pero candentes de rumberas y putas, aunque también, y sobre todo, de actores, esos sex symbols de la cinematografía mundial con quienes tiene sus primeras fantasías sexuales. Esas películas le hacen saber que es “diferentito desde chiquito”, como él mismo se describe. Sin embargo, Zamudio guarda todo su ímpetu para arremeter contra el mundillo literario y, en particular, contra aquellos que no supieron sopesar su obra mientras vivió. En Autobiografía póstuma, el Zapata irreverente vuelve a sacar todo su arsenal de humor e ironía pero esta
“EN MELODRAMA TODO ES EXCESO Y PARODIA, LA EXACERBACIÓN DEL DRAMA Y LO SOBREACTUADO DE LOS ACTORES (SI UNO IMAGINA LAS ESCENAS EN UNA PANTALLA) HACEN QUE EL DRAMA SE VUELVA ASÍ COMEDIA, TODO ES AL MISMO TIEMPO CAMP Y KITSCH.”
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“A ZAMUDIO EL RECONOCIMIENTO LE LLEGA PÓSTUMAMENTE PORQUE ZAPATA JUEGA CON LA IDEA DE QUE TODO ‘MUERTO FRESCO’, COMO ZAMUDIO, SE VUELVE INSTANTÁNEAMENTE UN SANTO: LA GENTE YA NO VE SUS DEFECTOS SINO SUS VIRTUDES.” vez para burlarse de la vida literaria, esa hoguera de las vanidades tan llena de prácticas viciadas, de envidias, de regateos, del ninguneo como arma letal y mezquindades entre “colegas”, pero en la que también se crean falsas famas a base de obras insostenibles: “sólo los mediocres triunfan”, escribe en un momento el resentido Zamudio. Porque la república de las letras no es muy distinta de San Mateo el Feo: ambas mantienen una actitud provinciana de chismorreos, de mensajes de corrillo, de polémicas estériles. A Zamudio el reconocimiento le llega póstumamente porque Zapata juega con la idea de que todo “muerto fresco”, como Zamudio, se vuelve instantáneamente un santo: la gente ya no ve sus defectos sino sus virtudes, no su lado oscuro sino el “humano, demasiado humano” y todo se le perdona. Es cuando entra la burocracia cultural con su maquinaria y llegan los homenajes de las instituciones culturales, las estatuas, “esa gloria que cagan las palomas” (Fernando Vallejo dixit), las calles con su nombre, la edición de las obras completas. Zamudio es víctima de ese regateo de su gremio, tanto así que él mismo tiene que asumir el papel de exégeta de su propia obra y hasta se da la licencia de autopublicar sus obras inéditas, todo en pos de su fama póstuma. En uno de sus aforismos asume su papel en la vida literaria, no sin un dejo de
altivez: “¿Soy lo que se conoce como un ‘has been’? En todo caso, más vale ser un ‘has been’ que un ‘never been’, como muchos que andan por allí”. Son el fracaso y el rencor los que lo hacen tan petulante. Entonces, no debe parecer extraño que en varios de sus aforismos Zamudio lance sus venenosos dardos contra los críticos literarios, esos primeros lectores que destruyen o consagran una obra y que para él son las criadas de la opulenta mansión que es la literatura, dice. Su resentimiento lo vuelve patético y gracias a esto último también risible. AL PRINCIPIO de Autobiografía póstuma, Zamudio refiere algunas teorías psicológicas en las cuales se habla “del poder terapéutico de la escritura” y de paso cita a Cioran, quien decía: “Formular es sanar, aun cuando se escriban disparates”. Y eso es precisamente lo que hace Orlando Barreto, el personaje de Como sombras y sueños (Cal y Arena, 2014), otra reciente novela de Zapata en la que vuelve a escribir con experimentalismo formal (utiliza recursos del ensayo para narrar, en sintonía con una técnica posmoderna, alterna narradores en primera y tercera persona, entre otras características). Zapata no pierde el sentido del humor ni cuando aparentemente toca un tema tan sinuoso como la depresión, la verdadera protagonista de Como sombras y sueños. Orlando Barreto es un escritor depresivo que
cuenta las distintas etapas por las que pasa antes, durante y después de una más de sus profundas depresiones. En uno de sus aforismos, Pessoa escribió: “Un hombre perfecto, si existiera, sería el ser más anormal que se podría encontrar”. Barreto es, pues, un hombre normal: con sus subidas y bajadas, con su vida fluctuando entre la vigilia y la vida onírica, justamente entre sombras y sueños, como bien se dice en el afortunado título tomado de Cervantes: “no sólo pasan como sombras y sueños los contentos de esta vida; también los descontentos de esta vida pasan como pasan las sombras y los sueños; todo se desagrega, se difumina, desaparece; todo tiene la consistencia de las sombras y de los sueños, y todo para con la misma velocidad”. Como sombras y sueños es una intelectualización de esta enfermedad tan temida. Si Zapata ya había intelectualizado el desamor en En jirones (1985), ahora en esta nueva novela lo hace con la depresión en fragmentos narrativos
PASADO Y PRESEN TE DEL MOVIMIEN TO GAY EL RECIENTE embate de los grupos más recalcitrantes de la sociedad mexicana (la jerarquía católica y grupos conservadores afines, incluidos los neonazis) contra los gays por los matrimonios del mismo sexo mostraron que los integrantes de la comunidad lésbica, gay, bisexual, transexual, trangénero, travesti e intersexual (LGBTTTI) somos uno de los grupos más vulnerables y al que se le siguen coartando sus derechos civiles. La Suprema Corte de Justicia de la Nación, las comisiones de Derechos Humanos y los consejos para prevenir y eliminar la discriminación tanto nacional como de la Ciudad de México han dado su respaldo legal a estas uniones, pero lo cierto es que los gays seguimos encabezando esta lucha a pesar de que algunos activistas gays han preferido medir fuerzas con los conservadores en vez de recurrir a medios legales para detener los pronunciamientos de los jerarcas católicos quienes, constitucionalmente, tienen prohibido hacerlos. Cuando escribo esto, además, han encon-
trado los cuerpos de cuatro mujeres trans que fueron asesinadas con violencia en menos de dos semanas: a Paola Ledezma, de 25 años, le dispararon dos balazos mientras ejercía el trabajo sexual a una cuadra de la casa de quien esto escribe y dos días después el juez dejó libre al agresor; Itzel Durán, de 19 años, fue apuñalada en la puerta de su casa en Comitán, Chiapas; una más en Chihuahua fue atacada en su casa por dos desconocidos y a Alessa Flores, de 28 años, la estrangularon en un céntrico hotel de la Ciudad de México. Esos son los nombres de quienes conocimos los casos gracias a las protestas de sus amigas o compañeras que trascendieron a los medios de comunicación, pero a lo largo del país hay muchos otros casos más que no llegan a los noticieros y quedan en el olvido de la gente y de la justicia. Todos esos casos ponen a México en el nada honroso segundo lugar de América Latina (sólo después de Brasil) en agresiones y asesinatos a personas de la comunidad LGBTTTI.
Todo lo anterior muestra que si bien en los casi cincuenta años de movimiento gay se han conseguido algunas libertades también hay grandes pendientes como la sensibilización de la sociedad hacia otras minorías sexuales para eliminar el estigma y la exclusión de la que son objeto por su sola condición sexual. En ese sentido, los activistas gays ponen todas sus fuerzas sólo en las uniones igualitarias, olvidándose de las demandas de otras minorías sexuales que no se ajustan al modelo gay. En este contexto ha aparecido El clóset de cristal (Ediciones B), de Braulio Peralta, un libro que se presenta como una crónica “perfectamente documentada” y cuyo autor ha dicho en entrevistas recientes que es una investigación periodística, no de rumores o chismes sobre la intimidad de Carlos Monsiváis. Sin embargo, dicha investigación no es muy exhaustiva y lo hace caer en varias imprecisiones. En este libro no se ve al personaje público sino a la persona en su vida
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“EN JUEGOS DE PALABRAS, EN LARGOS MONÓLOGOS INTERIORES, EN HILARANTES REFLEXIONES TOTALMENTE ALEJADAS DEL GAG FÁCIL, EL LECTOR SE ENCONTRARÁ SONRIENDO O SOLTANDO INVOLUNTARIAMENTE LA SONORA CARCAJADA.”
pero también ensayísticos alternándose para que los demás, los que no son depresivos, entendamos, pues lo que se propone Barreto al contar sus cuitas es un afán de entender su propio padecimiento y en ese afán hacer que los demás entendamos, que tengamos empatía con quienes sí lo son. En ese sentido, pienso, Orlando Barreto escribe esta novela pues la enfermedad es un asunto íntimo, al que los tímidos (o “basuritas”, para usar un término angelicomariano muy caro a Zapata) tenemos miedo de nombrar, de pronunciar, cuanto más de escribir; he allí, además, el mayor mérito de esta novela. Lo que muchos no logramos comprender es que el cerebro, en tanto órgano humano, también se enferma y que todos alguna vez hemos sufrido alguno de los distintos grados de depresión que existen. Al depresivo pocas cosas lo entusiasman, así, la actividad física disminuye, las fuerzas para acometer las empresas del día a día se ven menguadas y prefiere pasar
íntima. La homosexualidad de Monsiváis fue develada públicamente cuando Horacio Franco puso la bandera del arcoiris en su ataúd, al lado de la bandera nacional y la de la UNAM: así lo sacó del clóset post mortem, aunque su estilo de vida era muy conocido (sus salidas nocturnas a bares gays no sólo por motivos antropológicos o a vapores a ligar). Monsiváis desde sus columnas defendió los derechos de indígenas, mujeres, trabajadores y hasta las mascotas (perros y gatos), pero de los derechos de los gays nunca habló en primera persona: se refería a ellos, “los gays”, no a “nosotros los gays”. Muchos activistas gays le pedían, casi le exigían, que saliera del clóset, pero su posición fue igual a la de Susan Sontag, lo que escribió sobre ella bien pudo haberlo dicho de sí mismo: algunos activistas radicales optan por el outing, la delación que “vuelve inútil” la permanencia en el clóset, [Sontag] se niega y defiende su privacidad […] va a
fondo en su desafío político, y el comeout, el salir del clóset, es decisión ajustada a situaciones y actitudes que varían de una persona a otra (en Debate feminista, núm. 31, abril de 2005, p. 158). Así como no quería salir del clóset, Monsi tampoco quiso salir a la calle, hacer una protesta pública a favor de los derechos: por eso se opuso a que un pequeño contingente gay se uniera a la marcha conmemorativa por el inicio de la Revolución Cubana el 26 de julio de 1978. Una noche antes les llamó para decirles que no lo hicieran (nunca asistió a una Marcha del Orgullo Gay). Esto me lo contó en Tijuana una de las personas que marcharon esa primera vez, Max Mejía, y es extraño que Juan Jacobo Hernández no se lo haya dicho a Peralta en la entrevista que le hace, o que sí lo haya hecho pero el autor no lo consigne en su libro. En todo caso, el testimonio se puede encontrar fácilmente en el
el lento transcurso de las horas postrado en cama; es entonces cuando la vida onírica aumenta, todo sucede en ese otro mundo: “si alguna vida tiene Orlando Barreto es su vida onírica”, escribe el narrador. Y la depresión además conduce a la hipocondría: en el caso de Orlando Barreto, si escucha que la amiga de su hermana tiene cáncer, se sugestiona y piensa que todos los síntomas que ha sentido se deben a que él tiene cáncer, que en caso de verse en un asunto así, pediría tranquilizantes aunque volviera a ser adicto a las benzodiacepinas. Todo es una bola de nieve que crece conforme el depresivo Barreto, ladrón de enfermedades, se alimenta de los padecimientos de otros: como a Marga, la madre de Melodrama, toda su neurosis hace de Barreto un personaje entrañable. Zapata ha cumplido su misión: he hecho entender al lector sobre este padecimiento y tener empatía con su personaje. Como si se tratara de la terapia basada en la risa, tan new age, Zapata sabe que las carcajadas son el mejor remedio para todos los achaques y dolencias. Así, con conocimiento de causa, Zapata pasea al lector por los laberintos de la mente y eso me parece que queda muy bien registrado en el lenguaje, la narrativa que también va y viene en episodios muy azotados pero también otros muy chuscos, escritos en una especie de escritura automática. Tal vez lo más interesante de Como sombras y sueños es justo ese vaivén, ese deambular por la mente
archivo de Colectivo Sol que resguarda el Centro Académico de la Memoria de Nuestra América (CAMENA) de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Peralta escribe que “nunca hubo pleito por la separación. La amistad siguió”, sin embargo, esa salida y esa llamada previa provocó la ruptura total entre Monsiváis y Juan Jacobo Hernández. Monsiváis hizo suya la lucha contra el sida, los estigmas y los derechos de las personas que viven con VIH, una actitud loable sobre todo cuando, repito, la mayoría de los activistas gays sólo se concentran a favor del derecho al matrimonio y dejan para después programas de prevención de nueva generación. Hay otros aspectos que Peralta no toca en su libro, por ejemplo, que José Joaquín Blanco le dedicó su valiente crónica “Ojos que da pánico soñar” que publicó por primera vez en el suplemento Sábado, de unomásuno (y no en La Cultura en México, de Siempre!, que dirigía el
y por la escritura. Para no enloquecer del todo, Orlando Barreto escribe: Tengo la impresión de que mientras escribo, no puedo enloquecer La palabra escrita, la palabra escribiéndose, como un medio de fijar la cordura Otros hablan, otros lloran, otros rezan, otros agreden Yo, Orlando Barreto, nada más escribo, nada más escribe En este caso, el humor no se halla tanto en episodios o anécdotas sino, más bien, se encuentra en el lenguaje, con el que Barreto desvaría, esos disparates tan sanadores de que hablaba Cioran: en juegos de palabras, en largos monólogos interiores, en hilarantes reflexiones totalmente alejadas del gag fácil, el lector se encontrará sonriendo o soltando involuntariamente la sonora carcajada. Entre Melodrama y Como sombras y sueños y Autobiografía póstuma, Zapata ha publicado otras novelas también de corte humorístico como De pétalos perennes (que Jaime Humberto Hermosillo adaptó al cine como Confesiones), La hermana secreta de Angélica María (1989), ¿Por qué mejor no nos vamos? (1992), La historia de siempre (2007), entre otras. En la acartonada y no pocas veces solemne y poco arriesgada narrativa mexicana del siglo XX, el humor y las peripecias literarias de Zapata son toda una bocanada de aire regocijante. C
propio Monsiváis). O que Monsiváis fue de los primeros en leer teoría queer, ahora tan de moda en las universidades mexicanas. En su presentación, Peralta habla en primera persona: “En estas páginas me ocupo de gente que hizo”, o bien: “Es una crónica de lo que vi”, pero luego, sin ninguna razón aparente, cambia a la segunda persona: “Cuéntalo, no le des más vueltas. Es tu visión. De nadie más […] Anda, no te angusties por las palabras. Ni dudes que habrá peores que tú a la hora de escribir. Tu relato será personal e intransferible. Nadie podría reseñarlo porque es parte de tu vida”, y así continúa a lo largo del libro. Pero ese recurso literario le da a todo el relato un tono cursi y plañidero, pues no tiene la maestría para usarlo como lo hace un Cernuda (en varios de sus poemas pero sobre todo en Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano) o Carlos Fuentes (en Aura y La muerte de Artemio Cruz). Sergio Téllez-Pon
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CARLOS VELÁZQUEZ
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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO
@charfornication
Las Claves
Fuente > YOUTUBE
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uando entré al camerino El Muertho ya estaba maquillado. Se rumora que sólo unos cuantos le han visto el rostro. Cuando anda de civil se cubre la cara con su cabello de muñeca arrumbada y unos sunglasses baratos. Sin aspavientos, sin divismos, mientras nos trasmitíamos la hepatitis pasándonos una caguama, El Muertho desapareció. Necesitaba estar a solas antes del show. Mentalizarse. Cualquier otro nos abría abierto a la chingada, pero El Muertho se salió a pasear, como una viejecita que sale por el pan. Imaginen la escena. Gómez Palacio, una ciudad postindustrializada, devastada por la guerra vs. el narco, luchando por recuperar su vida nocturna, con un vejete con un brasier, pintarrajeado, con unas plataformas que hacen ver a Gene Simmons como un pendejo, deambulando por sus calles. O se trata de una aparición, una alucinación producida por el dengue, un güey fugado de con Nicho, un extra de The Walking Dead o de El Muertho de Tijuana, músico, performancero, fan de Kiss y abanderado del nuevo posmodernismo. La muerte del modernismo engendró el posmodernimo, la muerte del posmodernismo engendró el nuevo posmodernismo, y el nuevo posmodernismo engendró a El Muertho. A simple vista podría parecer, por el desparpajo que promueve su figura, que se toma las cosas con ligereza. Pero El Muertho es cosa seria. No tanto por la disciplina que exige su personaje, sino por ese momento a solas que reclama antes de cada actuación, un gesto cercano a la meditación. Si El Muertho fuera una
LA NOCHE ANTERIOR HABÍA TOCADO EN SALTILLO PARA MENOS DE VEINTE PERSONAS. QUÉ PENSABAN LOS PROMOTORES. SALTILLO ES UN PUEBLO DENTRO DE UNA IGLESIA.
señora seguro sería yogui. El cuerpo ya lo tiene. Exhibe una flacura correosa (es la envidia de Robert Smith de The Cure). El Muertho pertenece a esa generación para la cual Kiss lo es todo. De unos años a la fecha se puso de moda denostar a Kiss. Incluso un sector de metaleros se refieren a ellos como los Payasónicos. Pero su influencia es incalculable. Sin ellos El Muertho, Pellejos y los Melvins no existirían, por citar tres ejemplos. “Zombie” de Cranberries inundó el ambiente. Era el preámbulo para “Sadness” de Enigma. Que es a su vez el preámbulo para que El Muertho vuelva de la tumba. El Ojo de Tigre estaba abarrotado. Unos ochenta fieles aguardaban por el show. El Muertho tuvo que abrirse paso entre la gente. La noche anterior había tocado en Saltillo para menos de veinte personas. Qué pensaban los promotores. Saltillo es un pueblo dentro de una iglesia. Pero Gómez le hizo justicia al arte de El Muertho. Sin más escenografía
que la escueta decoración de halloween del lugar, y acompañado de su teclado, se posicionó del escenario. Se trepó sobre un banco y el público le propinó una ovación pletórica. Todos los congregados eran fans auténticos. Y se conocían el repertorio. La siguiente hora corearían, unos a grito pelado, las canciones. “Chingue a su madre Peña Nieto” fue el buenas noches. “A la verga, los viejos”, profería. Luego comenzó el jelengue con “Viejo decrépito”. “Viva la juventud”, “ustedes son la promesa de este país”, “los viejos ya valimos verga”, salmodiaba. Y en este mensaje, que bien se puede interpretar con sorna, una crítica a su público, conformado en su mayoría por morros, se encierra en gran medida el arte de El Muertho. Su principal instrumento de trabajo es él mismo. El escarnio hacia su persona es su materia prima. Le fascina burlarse de sí mismo. Sería sencillo afirmar que El Muertho no se la cree. Pero es un error. Se la cree. Y un chingo. Pero entre
Por CARLOS O LI VA R ES B A RÓ
DOS MÚSICOS ALEMANES contrapuestos: Johannes Brahms (1833-1897), el más clásico de los compositores románticos. Ferviente seguidor de Mozart, Haydn y, sobre todo, de Beethoven, se opuso a las propuestas radicales de Franz Liszt (18111886) y mantuvo siempre una actitud conservadora en su alegato armonioso. Robert Schumann (1810-1856), fue, sin embargo, un compositor y crítico musical considerado como uno de los más representativos del romanticismo. Su obra se caracteriza por tintes pasionales y dramáticos de gran fervor e intensidad lírica. / Brahms y Clara Schumann —esposa del autor de la famosa pieza para piano solo, Carnaval— fraguaron una relación artística que adquirió tonos amorosos. Dos compositores confrontados en lo musical y, sigilosamente, por el amor de la gran pianista y compositora admirada en su época por Mendelssohn, Chopin, Liszt y Paganini. Tres concertistas virtuosos (Joshua Bell, violín; Jeremy Denk, piano; Steven Isserlis, cello) se reúnen en For the Love of Brahms
(Sony Music, 2016) para interpretar el Double Concerto in A Minor, Op. 102 for Violin, Cello and Orchestra (Allegro, Andante, Vivace non troppo), Piano Trio in B Major, Op. 8 —versión de 1854— (Allegro con moto – Tempo un poco Piú Moderato, Scherzo: Allegro Molto - Trio: Piú lento - Tempo primo, Adagio non troppo – Allegro - Tempo primo, Finale: Allegro molto agitato - Un poco Piú lento - Tempo primo, Adagio non troppo - Allegro- Tempo primo, Finale: Allegro molto agitato – Un poco Piú lento – Tempo primo) de Brahms, y Violin Concerto in D Minor, Woo 23: II Langsam (coda de Benjamin Britten), de Schumann. Participación de Academy of St Martin in the Fields (Joshua Bell, director musical). Allegro del Double Concerto, de Brahms, en que el cello de Isserlis se compenetra con la prosodia de la orquesta y logra atenuar la afectación (falsedad armónica) de un concierto que fue muy cuestionado en su estreno, incluso por la misma Clara Schumann, por falta de “brillantez instrumental”. Andante y vivace non tropo que Academy of
St Martin glosa con colorido de cautelosa pronunciación melódica-armónica. Piano Trio de Brahms en la versión de 1854. Jeremy Denk lo acota con incitante brillo desde resueltos clústeres. Dicen que Clara Schumann llegó a ejecutarlo magistralmente. Complicidad de los instrumentistas en el Adagio y el Finale. Glosa de las variaciones y los compases rápidos del Scherzo en escarceos que violín y cello superponen a las acentuaciones del piano. Violin Concerto, de Schumann, que Joshua Bell ilustra con entrega. El único concierto para violín del compositor alemán, quizás un poco desconocido. Schumann opta por la distribución tradicional: “rápido-lento-rápido” que se aleja del colorido lírico y apasionado de sus obras maestras. El segundo movimiento está dibujado en un intermezzo de redundada intensidad, que Bell asume con soltura técnica jugueteando con el rondo y el remate rítmico de polonesa del tercer movimiento. Álbum de arreboles: tres instrumentistas en los asideros del amor de Brahms.
FOR THE LOVE OF BRAHMS
Artistas: Joshua Bell, Steven Isserlis & Jeremy Denk Género: Romanticismo alemán Disquera: Sony Classical, 2016
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EL MUERTHO DE TIJUANA EN OJO DE TIGRE tanta irreverencia asoma una declaración de principio implacable. Desde siempre, y no nos engañemos, la gente ha incursionado en la música persiguiendo la fama. El Muertho lo tiene claro: no se metió a la música para hacer dinero, tener coches y todas esas puñetas mentales que acompañan el rock. “Chinguen a su madre los chilangos”, “Chinguen a su madre los regios”, “Chinguen a su madre los tapatíos”, “Chingue a su madre Tijuana”, “Arriba Gómez Palacio”, exclamaba. Pero no como el artista extranjero que viene a México y grita “arriba el EZLN”. Salpicado de iconoclastia, El Muertho establece un vínculo con el público como pocos artistas. Y es la prueba viviente de la gran salud de la que goza el underground mexicano. Y en medio de tanta mentada de madre soltó ese grito de guerra que es “Satánica”. Que fue coreado por la asistencia. Y la audiencia rugió. El Muertho es más que un performance. Detrás del show, de las lamidas que le propina a la cruz que cuelga en su pecho, como si fuera un falo, está la música. Y con un solo teclado, al que le exprime samplers y secuencias, El Muertho ha conseguido unas canciones que destacan por su personalidad. E hilarantes hasta lo friki. En un punto de su presentación se volvió a trepar al banco y con Alejandra Guzmán como fondo inició un streap tease. Se bajó los calzones, lo que arrancó los chiflidos y los aplausos de los congregados. El kitsch solo no alcanza a explicar un fenómeno como El Muertho de Tijuana. Y cuando volvió a sentarse al teclado se puso a brindar con la concurrencia con cuanta caguama le ofrecían. Y volvió a arremeter contra las principales ciudades
SALPICADO DE ICONOCLASTIA, EL MUERTHO ESTABLECE UN VÍNCULO CON EL PÚBLICO COMO POCOS ARTISTAS. Y ES LA PRUEBA VIVIENTE DE LA GRAN SALUD DE LA QUE GOZA EL UNDERGROUND MEXICANO.
El sino del escorpión
del país y a echarle porras a Gómez. En un punto de la noche subió a un morro al escenario y le asestó un beso en la boca. Y en otro subió a un bailarín y simuló una cópula entre su boca y el miembro del extra. Acto que no escandaliza a nadie. En 1969 Jim Morrison hizo lo propio con su guitarrista. Y estuvo a punto de ir a prisión por exhibicionista. Sin embargo, el teatro de El Muertho está cargado de simbolismo. En la actualidad, cuando la guerra en contra del machismo está en su punto más álgido, se nos olvida lo que el arte de El Muertho propone. Como ningún otro artista, socava el machismo de manera inmisericorde. Con un outfit que remite a cierto hair metal y al glam de Kiss, pero que también anuncia el machismo del heavy metalero, subvierte los roles. Evidencia los vicios del género. Muy malos, tatuados, rockeros: pero putos. El Muertho hace un señalamiento añejo, pero siempre pertinente. Crítica al machismo sin miramientos. Despoja de su máscara la hipocresía de la heteronormatividad. Todo musicalizado con su teclado que a ratos suena a Depeche Mode, (ochentas puros y duros), por momentos a bar de mala muerte, a teclado del bar de Sanborns y en ocasiones a vil rock Chavana. El Muertho es un letrista hábil. Sus canciones no son chistes, aunque no puede uno dejar de pensar que si Polo Polo se hubiera dedicado a la música sería El Muertho. Si buscáramos referentes en el arte de El Muertho, además de lo evidente y lo citado, se antoja como el hijo, no, más bien el hermano, del movimiento rupestre.
Pero en la estela de la parafernalia del rock entendido como espectáculo circense a la manera de Kiss. Y la maledicencia de El Viejo Paulino. Sonaron “Rock para Satán” y “Malandro”. Y el público demostró que no era de villamelones. Cantaron con El Muertho. Que ha amasado a sus fieles seguidores con sus letras ingeniosas mezcla de crítica social (sin panfleto en mano) y lenguaje popular. En cada una de sus composiciones se escucha la ciudad de Tijuana. Una pausa devino para que El Muertho, que ya está ruco, agarrara aire. Con “Eye of the Tiger” de Survivor, tenía que rendir tributo al recinto, recorrió todo el lugar. La pipol se tomó fotos con él. Lo palmeó como si fuera el mismísimo Rocky. Y lo regresaron cargado al escenario. “Con esta rola me voy a despedir”, amenazó. “Cristo ha regresado”, el himno de esta generación, funcionó como una falsa salida. Porque apenas acabó atacó otra rola. Un amague de encore. Luego volvió a tocar “Viejo decrépito”. Porque El Muertho es un desmadre. Y en medio del desconcierto calculado que es también hay espacio para el caos. Y repetir una canción, más allá de una petición del público (que no fue el caso, El Muertho la tocó porque se le hincharon) es un gesto que sólo tiene el borracho de bar. Está tan pedo que no sabe ni lo que acaba de hacer. Como besar güeyes. Y entonces El Muertho se despidió. Después de recetarnos una dosis de nuevo posmodernismo. “Viva Gómez Palacio”, gritó. “Me quiero quedar a vivir aquí”, confesó. Dios nos libre. Ojalá lo haya dicho por la calentura del momento. Y no lo esté considerando seriamente.
Por ALEJANDRO DE LA GARZA
Los usos de la cultura y el señor gobernador de Puebla EL ESCORPIÓN se había prometido dejar de lado el enredado y burocrático tema de la iniciativa de Ley de Cultura, así como no insistir más en las difusas perspectivas de la trastabillante Secretaría de Cultura, temas usuales de su sino semanal. Por ello pospuso la destilación de su narcótico para después del puente y se dejó llevar al desfile de Día de Muertos, una las más arraigadas tradiciones mexicanas, la cual esta vez fue bien representada por la franquicia inglesa de una película de James Bond. ¡Viva Mexicou! Por cierto, durante la tumultuosa caminata, el arácnido pudo advertir al jefe de Gobierno encabezando la fila de los muertos-vivientes. En esos infiernitos gastaba el arácnido su veneno cuando el malhadado tema volvió a aparecer ante su aguijón. El rastrero ha tratado aquí el penoso asunto
del uso dado por los gobernadores a los consejos estatales de cultura. Ya se sabe, la idea del ornato, de las “bellas artes”, “la república de las letras”, “el mexicanismo plástico” y demás conceptos huecos y cursis, han llenado la boca de los mandatarios estatales cuando de quedar bien se trata. Acaso por ello, el gobernador de Puebla, Rafael Moreno Valle, buscó otro buen uso para el Consejo Estatal de la Cultura y las Artes de su patria chica. Según informa el reportero Enrique Aroche Aguilar, al gober se le hizo fácil usar esa institución como caja chica y tener ahí unos milloncitos destinados a promover su imagen en cuarenta y un medios de comunicación (diarios regionales, radios, televisoras, noticieros y más). De esa elegante manera, el ejecutivo poblano presumió en la cuenta pública haber bajado
el presupuesto destinado a los medios de comunicación, cuando en realidad mantenía su cochinito al amparo del Consejo Estatal de Cultura presidido por Jorge Alberto Lozoya Legorreta, quien aún no justifica ese manejo anormal de unos 115 millones de pesos entre 2014 y 2015. Mientras tanto en Ciudad Gótica, el alacrán junto con muchos se pregunta si acaso la Secretaría de Cultura podrá de verdad llevar a cabo una reforma cultural, siendo tan sólo un Conaculta grandote, con una estructura más vertical, centralizada, multiplicadora de la burocracia y con un presupuesto menor. Y si además estará a la altura de los cambios requeridos un viejo-nuevo secretario, quien pronto alcanzará una docena de años priistas al frente de las agencias culturales del Estado. ¿Pidió ya explicaciones a Moreno Valle?
AL GOBER SE LE HIZO FÁCIL USAR ESA INSTITUCIÓN COMO CAJA CHICA Y TENER AHÍ UNOS MILLONCITOS DESTINADOS A PROMOVER SU IMAGEN.
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E l C u lt u ral S Á B A D O 0 5 . 1 1 . 2 0 1 6
LA ECONOMÍA DE LA CULPA JULIETA, DE PEDRO ALMODÓVAR FILO LUMINOSO
Por
NAIEF YEHYA
P
edro Almodóvar seguramente pasará a la historia como un cineasta que dedicó su carrera a retratar personajes femeninos y que en su trayectoria pasó de la caricatura histérica de Pepi, Luci y Bom y otras chicas del montón (1980) a los excesos melodramáticos de La flor de mi secreto (1995) y de su más reciente filme, Julieta (2016). De los años del delirio del Destape, el autor de Mujeres al borde de un ataque de nervios fue deslizándose por territorios de angustia, melancolía y tensión a lo largo de casi una docena de filmes serios, a los que ha contrapunteado con trabajos diversos y comedias ligeras como la inefable Los amantes pasajeros (2013). En su búsqueda por alcanzar la atronadora elocuencia sentimental de un cineasta como Douglas Sirk, Almodóvar ha disecado la tragedia personal, la soledad y el desamor a machetazos. Julieta, incluida en el pasado Festival de Cine de Nueva York, es un collage de tres cuentos de la escritora canadiense Nobel caracterizada por su prosa y sensibilidad temperadas, Alice Munro. Esta es una curiosa elección de un director que opta siempre por la exuberancia. Julieta (Ema Suárez) está a punto de mudarse a Portugal con su pareja, Lorenzo (Darío Grandinetti), sin embargo poco antes del viaje se encuentra con Beatriz (Michelle Jenner), quien fuera la mejor amiga de su hija, Antía. Entonces descubrimos que la angustia de Julieta se debe a haber sido rechazada y abandonada por su única hija. La revelación de que Antía vive en Suiza, tiene tres hijos y sabe que su madre vive en Madrid la hace abandonar sus planes y separarse de Lorenzo. Julieta se muda al edificio donde vivió con su hija antes de perderla y comienza a escribir un largo recuento para narrarle todo lo que nunca le dijo de su vida y que comienza en el tren donde conoció y se enamoró de Xoan (Daniel Grao), un pescador cuya esposa estaba en coma. Esta confesión da forma a la narrativa del filme. Arranca ahí un flashback en el que, treinta años antes, Julieta es interpretada con toda gloria ochentera por Adriana Ugarte. Julieta es profesora de literatura clásica y la última clase que da antes de perder su empleo trata sobre Ulises y su viaje al Ponto, el mar de acuerdo con Homero, una historia que da la clave a la tragedia personal de Julieta, quien busca a Xoan, y lo encuentra oportunamente poco después del entierro de su mujer. Julieta y Xoan comienzan a vivir juntos, tienen a Antía y la vida parece sonreír hasta que ella descubre que su marido “folla ocasionalmente” con su amiga de la adolescencia, la artista Ava (Inma
Cuesta). Adolorida, Julieta sale de la casa negándose a discutir con Xoan, mientras éste decide ir a pescar pese a que se avecina una tormenta en la que pierde la vida. Julieta se convierte a partir de entonces en una especie de zombi permanentemente deprimida. Su hija y su inseparable amiga, Beatriz, se ocupan de ella en una curiosa inversión de roles. Almodóvar lanza una evocación buñueliana al reemplazar a la Julieta joven por la Julieta mayor, mientras las chicas le secan el pelo con una toalla. El cambio súbito de protagonistas implica el envejecimiento que trae el dolor pero parece un recurso un tanto mañoso y fácil. La amistad-pasión entre Antía y Bea termina el verano antes de entrar a la universidad, cuando la primera decide pasar tres meses en un retiro espiritual y la segunda viaja a Nueva York a estudiar. En vez de regresar con su madre, Antía desaparece, pues “ha elegido su propio camino y su madre no tiene lugar en él”. Aparentemente Antía se convierte en una fanática que se avergüenza de haber tenido una relación lésbica con Beatriz y que culpa a su madre, a Ava y a sí misma de la muerte de su padre. La culpa pasa a la siguiente generación como fuente de desprecio. La obsesión central del relato no es tanto la maternidad, como lo fue en Todo sobre mi madre (1999), sino la culpa femenina ante las oportunidades desperdiciadas. Julieta tiene culpa por haber abandonado a su madre que se deterioraba mientras su padre comenzaba una nueva vida al lado de una mujer marroquí, siente culpa de haber empujado al suicidio a un desconocido en un tren y más tarde a su marido, se cree culpable de haber sido una madre ausente (o por lo menos irrelevante) para su hija y por haber maltratado a Lorenzo. En este mundo los hombres aparecen como figuras simbólicas, pretextos
ALMODÓVAR PARECE INTENTAR UN PASTICHE HITCHCOCKIANO, CON UN MISTERIO SIN CRIMEN AL QUE HA DECORADO CON SU TRADICIONAL PALETA DE ELECTRIZANTES COL ORES PRIMARIOS.”
para dar vuelo a las culpas y la tristeza. El cineasta no muestra a los hombres como unos desgraciados, simplemente aparecen como seres pragmáticos que pueden parecer egoístas, pero son sólo relevantes en la medida en que provocan emociones en las mujeres. No por nada las esculturas de Ava, realizadas en bronce pero con apariencia de terracota, son de hombres incompletos. De manera muy deliberada Almodóvar establece paralelos entre Julieta y la amante marroquí de su padre, con lo que intenta desestigmatizar a los hombres del relato. De hecho lo más parecido a una villana es Mariam (Rossy de Palma) quien revela a Julieta que su marido sigue acostándose de cuando en cuando con Ava. Las referencias mitológicas que Almodóvar parece obligado a introducir son evocaciones vacuas y evidentes que pretenden añadir solemnidad a un melodrama impregnado de origen por elementos deliberadamente cursis en la tradición camp que Almodóvar no parece poder evadir. Cuando su hija desaparece, Julieta la busca desesperada, tan sólo para descubrir lo poco que la conoce. Julieta argumenta que toda la vida trató de evitar que su hija heredara ese sentimiento de culpa que la atormenta, sin embargo la culpa hará que eventualmente su hija vuelva a buscar a su madre más de doce años después de desaparecer. Con lo cual hay una extraña reivindicación de ese sentimiento. En esta ocasión Almodóvar parece intentar un pastiche hitchcockiano, con un misterio sin crimen al que ha decorado con su tradicional paleta de electrizantes colores primarios, cabelleras rubias y la música de Alberto Iglesias en clara evocación del trabajo del compositor Bernard Herrmann. Por desgracia la intriga no es ni de lejos tan apasionante como la de cualquier filme de ese maestro del suspenso. Lo más evidente es la incapacidad de Almodóvar de manejar las sutilezas y los silencios que deberían proyectar el abatimiento y pesar de Julieta y su hija. A final de cuentas el cineasta emplea confesiones y revelaciones, a falta de escenas impactantes, para iluminar el comportamiento a veces irracional de sus personajes. El autor de Matador (1986) no ha aprendido a dominar el arte de la introspección ni puede construir un drama a partir de un mínimo de gestos y señales. No todo mundo puede hacer ese tipo de cine y definitivamente no es lo que se le da mejor a un cineasta que es incapaz de controlar su obsesión por las imágenes shock, los decorados incandescentes y Chavela Vargas.