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EL SECRETO DE EL GUERRERO DEL ANTIFAZ


El Secreto de El Guerrero del Antifaz Francisco García-Moreno Barco Segunda edición, 2015 Copyright © 2014 Francisco García-Moreno Barco Copyright © 2014 de esta edición: Calamar El Guerrero del Antifaz © 2015 Artists Rights Society (ARS), New York / VEGAP, Madrid Calamar PO Box 9974 San Juan, PR 00908-0974 www.ink-calamar.com Diseño, diagramación e ilustración de portada: José Hernández Díaz Hecho en Puerto Rico Impreso en EE. UU. ISBN: 9 7 8 - 0 - 9 8 5 6 4 0 7 - 8 - 1


EL SECRETO DE EL GUERRERO DEL ANTIFAZ Francisco García-Moreno Barco



Para todas las generaciones que han sufrido una guerra y luchado calladamente por un secreto. Para JesĂşs, que hizo su propia guerra y para mis padres que la vivieron desde niĂąos. Para Lissa y Nana que siguen en la batalla.



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Introducción: trasfondo histórico En 1936 las tropas conservadoras dirigidas por el general Francisco Franco iniciaron una revuelta contra el gobierno republicano que había sido elegido de manera democrática. La revolución desencadenaría la Guerra Civil Española en la que los terratenientes, apoyados por la Iglesia y los grupos monárquicos, se enfrentaron a los grupos de izquierda (socialistas y republicanos) del Gobierno. Durante los años 1936-1939 España se convirtió en un campo de batalla en el que murió medio millón de personas, incluyendo civiles, mujeres y niños. Franco obtuvo el apoyo económico y militar de Hitler y Mussolini, mientras que la Unión Soviética ayudó al Gobierno democrático. España sirvió como campo de prácticas a la Alemania Nazi para la II Guerra Mundial y su aviación destruyó la ciudad de Guernica; era la primera vez en la historia que la aviación atacaba a la población civil. El conflicto armado terminó con la victoria de Franco y sus aliados que se autodenominaban “nacionalistas” e inició un gobierno dictatorial que duraría casi 30 años, de 1939 a 1975. La primera medida que se llevó a cabo fue la eliminación de todos los grupos opuestos a sus ideas. Miles de personas serían fusiladas y encarceladas mientras que filas enormes de republicanos intentaban huir del terror franquista a Francia y a Portugal cruzando a pie la frontera o bien ocultándose en las montañas y en sus casas con la esperanza de que el aislamiento político


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internacional obligara a Franco a desistir de su estrategia. Sin embargo, el aislamiento internacional solo serviría para que la población civil sufriera hambre y la carestía de productos, y otros más arriesgados intentaran comerciarlo ilegalmente arriesgando su vida. Durante los años 40 y 50 la censura impuesta por el gobierno de Franco impediría el desarrollo cultural. La propaganda enseñaría a las nuevas generaciones a odiar a los republicanos y pensar que España era la despensa agrícola y espiritual de Europa. En medio de esta España represiva, algunos republicanos lograron sobrevivir ocultando su identidad e ideología y luchando contra el gobierno absolutista de Franco con las pocas herramientas que poseían. Los hechos de esta novela se desarrollan en Extremadura, región fronteriza con Portugal, que sufrió uno de los episodios más sangrientos de la Guerra Civil: el fusilamiento de la Plaza de Toros de Badajoz donde fueron asesinados entre tres mil y cuatro mil republicanos. La historia alterna la acción entre dos fechas principales: 1936, al inicio de la guerra y veinte años después, en 1954, cuando unos chicos descubren un secreto inesperado: dos historias paralelas que narran las luchas por los ideales de dos generaciones marcadas por una guerra fratricida.


Todo héroe guarda un secreto. Cuando se desenmascara no queda más que un pobre hombre golpeado por la vida. Braulio Zevallos, Vendedor de cómics



Primera Parte El Guerrero Del Antifaz



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1 LA TIENDA DE CÓMICS 1954 La puerta de la tienda de cómics chirrió al empujarla. Dentro se sentía un vaho caliente y malsano como el aliento de un monstruo gigante. Manuel oyó el gemido de la perra y la imaginó sentada a los pies de su dueña, junto a la camilla, al calor del brasero de picón. Desde dentro se oyó una voz arratonada. –Calla, Raquel, calla, que mientras más vieja eres, más cascarrabias te vuelves. El señor Braulio terminó de abrir la puerta hasta que se encajó en el suelo, hinchada por la humedad y dejó un espacio para que pasara el muchacho. Al entrar sintió la bofetada del olor agrio de la tienda. Era una mezcla de olor a rancio y meados de gato. –Pasa, hijo, pasa. ¿Qué vienes buscando hoy? –El viejo andaba encorvado por la joroba que le torcía la espalda y que le obligaba a mirar hacia arriba para ver a la gente. Se frotaba continuamente las manos como una mosca ante un festín de excrementos. –Vengo a cambiar algunos cómics. Los últimos que me llevé ya los he leído –respondió tímidamente. –Claro. ¿Cómo no? Pasa, pasa y busca lo que quieras. Las paredes estaban repletas de estanterías llenas de cómics ordenados por héroe y año. Había anaqueles completos de El Capitán


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Trueno, de El Jabato, de Roberto Alcázar y Pedrín, de El Guerrero del Antifaz… En las esquinas, las arañas habían tejido sus telas y esperaban pacientemente la llegada de alguna mosca o mariposa de luz que les sirviera de almuerzo. El aire olía a humedad y papel viejo. Al fondo de la pieza, sobre una mesa mohosa se amontonaban los cómics recién llegados sin ningún orden, unos encima de otros, boca arriba, boca abajo, doblados, derramándose de la mesa. Todos aquellos que habían sido cambiados esa misma semana y esperaban tranquilamente a ser anaquelados. Manuel se dirigió directamente a la mesa con cuidado de no molestar a la perra que gruñía dentro de la habitación contigua. Rebuscó entre los montones de fascículos los recién llegados de El Guerrero del Antifaz. Los gruñidos de la perra subieron de tono. –No le hagas caso, muchacho, esa perra no hace más que gruñir, pero no muerde. Ya sabes, perro ladrador… –pero no pudo terminar la oración porque un ataque de tos le interrumpió. Manuel comenzó a ordenar los cómics separando los de El Guerrero del Antifaz y colocándolos aparte. –Así que hoy tenemos el honor de que nos visite el gran Guerrero del Antifaz –comentó, entre carraspeos de garganta, el viejo sin dejar de frotarse las manos. –Vienes todas las semanas. ¿No has leído ya todos los capítulos? –No, señor Braulio. Es verdad que he leído gran parte, pero aún me quedan muchos por leer. Es tan apasionante. Algún día me gustaría llegar a ser tan grande y tan importante como él. –Claro, claro, chavalín, pero para eso tienes que crecer y ponerte tan fuerte como él. Je, je, je. Déjame ver tus músculos. –El señor Braulio se acercó y le apretó el brazo. Manuel sintió el olor ácido del viejo y no pudo evitar apartarse de golpe. El viejo perdió el equilibrio y se apoyó sobre la mesa de los cómics haciendo que se cayeran algunos y provocando un gran ruido. La perra salió de la habitación de al lado ladrando y enseñando los dientes al muchacho. –Quieta, quieta, Raquel. El muchacho es un amigo. No fue nada. Tranquilízate. –Manuel se había pegado a la pared evitando los dientes amenazantes de la perra. –No te asustes, je, je, je, no te asustes, chaval. Raquel es solo una perra inofensiva y tú eres un aprendiz de Guerrero del Antifaz. ¿No es así? –El viejo lo miraba desde abajo y en su mirada había un reflejo que Manuel no supo interpretar; un dejo de ironía, una burla escondida. Manuel seleccionó apresuradamente dos cómics que no había leído aún e hizo ademán de salir sin dejar de mirar a la perra. Tenía el presentimiento de que alguien lo espiaba desde detrás de la cortina


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grasienta. Tal vez la vieja se entretenía en mirarlo desde detrás de su escondite. Había miles de historias en torno a la extraña pareja, y ninguna era buena. –Creo que me llevaré estos dos –dijo tendiendo un par de monedas y sacando de su bolso otros dos cómics que llevaba para cambiar. –Muy bien, muy bien, muchacho. ¿Cómo es tu nombre? Nunca logro recordarlo. –Manuel, señor, Manuel Guerrero –contestó al borde de la puerta. –Ah, sí, claro, je, je, je, Manuel Guerrero, como el Guerrero del Antifaz. Vuelve pronto Manuel Guerrero. Hay un montón de aventuras esperándote aquí dentro ¿sabes? Manuel tiró de la puerta para desencajarla y salir de la tienda. –Sí, señor Braulio, buenas tardes. El viento frío del otoño le limpió la ropa y la piel de los olores añejos de la tienda. Bufó sintiéndose liberado mientras dentro se oía a la perra ladrando y arañando la puerta. En la acera de enfrente, apoyado contra el salvacantón de la esquina lo esperaba El Tuerto. –Tuerto, la próxima vez te toca a ti entrar. Esta vez la perra casi me ataca y ese viejo… me pone nervioso su risita extraña. El Tuerto, en realidad, no era tuerto ni le faltaba ningún ojo. Los tenía los dos, pero uno lo tenía caído por un accidente; la culpa la tuvo el padre aunque él siempre decía que la culpa la tuvo la guerra. –La guerra tuvo la culpa de todos los males de aquellos tiempos –sentenciaba con resentimiento El Tuerto que estaba harto de oírselo a su padre. Y de alguna forma, eso era cierto. Después de tres años de guerra civil y de pillaje la gente no tenía qué comer. Se morían de hambre por las calles. –Mi padre dice que la gente se peleaba por una cáscara de naranja o de banana o de lo que fuera –explicaba El Tuerto siempre que le preguntaban por qué tenía el ojo caído–. Así que había que buscarse la vida como fuera, en la calle, en el campo, donde fuera. Y mi padre siempre fue bueno en la caza y en pesca, así que furtiveaba. Se metía en la finca del conde cuando nadie lo veía y siempre traía algo a casa: un conejo, una perdiz, cuando menos algún pez que freír con patatas. En mi casa no nos moríamos de hambre, no. Algunos días lo acompañaba El Tuerto, que entonces no le llamaban El Tuerto, sino Benito. A Benito le gustaba ir de caza y de pesca con el padre. Saltar la cerca de Palacio Quemado, la finca del conde de Osilos y andar arrastrándose al pasar frente a la casa de don Marceliano, el administrador, para que ni los perros los sintiesen. Era un poco estar en la guerra, huyendo del enemigo, engañándolo. Había que buscar el viento


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y ponerse frente a él para que los mastines no los olieran; arrastrarse despacio, como culebras, para que no los oyeran entre los trigales y después estar siempre al acecho de los guardias porque si venían, entonces sí que había que dejarlo todo y correr lo más rápidamente posible para evitar los disparos con escopetas de cartuchos de sal. Si te daban estabas apañado rascándote varios días. Aquella mañana madrugaron más que nunca. Antes de la salida del sol ya estaban allí Benito y su padre saltando la cerca de Palacio Quemado. Se arrastraron frente a la casa de don Marceliano, el administrador y padre de Marcelino, corrieron por los trigales sin que nadie los viera y al salir el sol ya habían pescado dos percasoles de buen tamaño. En la confianza que da la buena suerte no se dieron cuenta de que estaban siendo vigilados. Alguien avisó a los guardias y cuando se vinieron a dar cuenta los tenían encima. Uno de los guardias gritó: “Alto ahí, ¿quién va?” y disparó al aire. El padre de Benito tiró de la caña asustado, sin darse cuenta de que su hijo estaba muy cerca. Benito sintió el anzuelo clavársele en el párpado, muy cerca del ojo y el tirón fuerte y persistente de la caña de pescar; como si fuese uno más de los peces que pescaron en el día. Se libraron de una buena. Los guardias no fueron capaces de atraparlos, pero Benito perdería para siempre el párpado que se le quedó caído. A partir de entonces le llamaron El Tuerto y ya nadie se acordó de su nombre. –Si no hubiera sido por la guerra y el hambre, mi padre no habría tenido que ir a pescar a la finca del conde y yo seguiría teniendo mi párpado en su sitio –concluía resignado El Tuerto. El Tuerto se acerca a Manuel y mira los cómics que ha conseguido. –Tú sabes bien que yo nunca podré entrar en esa tienda. Es superior a mis fuerzas, Guerrero. Prefiero no leer más cómics, ese olor me produce náuseas. –Sí, claro, a mí el olor me encanta –respondió irónicamente–, y el viejo ni te digo. –Venga, si todos sabemos que la vieja te hace ojitos –bromeó El Tuerto. –Tuerto, con eso no se juega, que te quedas sin cómic hoy. –Bueno, venga, pero vamos al parque que deben ya de estar allí los otros.


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2 EL MARQUESADO DE AGUILAR –Te lo dije, el árbol está cargado de pájaros. –Manuel y El Tuerto están parados frente a un viejo olmo. Se necesitarían al menos cuatro personas cogidas de las manos para rodear el tronco centenario. A partir de cierta altura tiene unos clavos hendidos cada cierta distancia, hasta la primera rama que se extiende horizontal, como si quisiera meterse por la ventana de la casa contigua. Arriba, entre las ramas más altas, se entrevén los pies de varios niños. –¡Ehhhh! ¡Tiradnos la cuerda, que estamos aquí! Entre las ramas hay un revuelo de grandes pájaros discutiendo. –Pero si son Guerrero y El Tuerto. ¡Tiradles la cuerda, que traen cómics! Una soga serpenteó entre las ramas y vino a caer entre los dos muchachos. Manuel se escupió las manos y tiró con fuerza de la cuerda para asegurarse que estaba bien agarrada. El tacto era áspero. Saltó y fue apoyándose con los pies en los nudos hasta llegar a las primeras ramas desde donde podía subir ayudándose por los clavos que ribeteaban el tronco. Le hizo una señal a El Tuerto para indicarle que era su turno y miró alrededor. Estaba el grupo completo: apoyado en una rama frente a él Carasucia le sonreía mostrando un diente partido. Junto a él, Andrea se colgaba de una rama y lo saludaba boca abajo; el pelo cortado casi como un chico. Asomando la cabeza por el ventanuco de la casa adyacente, Marcelino lo miraba desafiante sujetando un cigarrillo en la mano mientras hacía círculos con el humo.


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–Ya era hora ¿no? Llevamos toda la mañana esperando –cortó a modo de saludo Marcelino–¿Dónde os habíais metido? ¿En la clase de don José con los otros chupatintas? –Los demás rieron el chiste a coro. Manuel abrió su bolso como respuesta. Todos se acercaron a ver el contenido del bolso del recién llegado; las últimas aventuras de su héroe favorito. El Tuerto se les unió también apretado entre las ramas del gran árbol para no caerse ni perderse una palabra del cómic. –Mejor vamos adentro, no vaya a ser que Andrea se emocione y empiece a dar patadas y nos tire del árbol –comentó Manuel sonriendo. Por respuesta, la chica hizo una pirueta y de un salto cayó sobre el balcón de la casa y entró por la ventana donde Marcelino le hacía espacio. Los chicos habían descubierto siguiendo a un gato que trepando a una de las ramas altas del árbol se podía acceder al interior del palacio a través de una ventana rota. Poco a poco habían limpiado el piso superior y acomodado algunos muebles en torno a la gran chimenea familiar que les servía de calefacción en las gélidas noches de invierno. Fuera del salón, un gran corredor cerrado con ventanales rodeaba, como un claustro monacal, el patio central cubierto de yedra y maleza, y al que nunca habían logrado bajar; una puerta sólida de nogal y, sobre todo, el miedo se lo habían impedido. Uno tras otro, todos los chicos saltaron desde la rama al balcón y, desde allí, se introdujeron en su interior. Dentro del viejo caserón al que se accedía a través de la ventana había todo un mundo de espacios misteriosos, secretos ocultos y plantas descuidadas que habían ganado acceso a las habitaciones; animales que correteaban a su gusto sin que nadie impusiera ningún tipo de ley. Le llamaban “la cueva” pero, lejos de ser una caverna era, en realidad, un palacio donde el grupo discutía las acciones que iban a llevar a cabo: saltarse a los pajares a robar huevos, molestar a los guardias del parque, hacer todo tipo de maldades a los chupatintas y sabelotodos de la clase de don José; aquellos que creían saberlo todo, que siempre alzaban la mano cuando el maestro preguntaba, que no les dejaban tiempo para pensar la respuesta y, en definitiva, eran los responsables de que sus notas no subieran de un triste “insuficiente”. El edificio era un viejo palacio de piedra de dos pisos que ocupaba la esquina de la calle General Mola con la del Pocito, la que bajaba hacia la escuela. Tenía un portalón de madera recia tachonado de clavos y coronado por un enorme escudo heráldico con las armas de la familia Gutiérrez de Ledesma, marqueses de Aguilar: en el pecho de una enorme águila, dos dragones se escupían fuego, uno frente al otro, bajo una corona flanqueada de torres. En el lateral izquierdo, un mural en azulejos blancos y azules representaba la imagen de Hermes Trismegisto, el tres


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veces grande, el mago por antonomasia, ilustrado con largas barbas y casulla alzada, una bola del mundo en la mano derecha y un libro en la izquierda representando el conocimiento que llega al mundo; sobre su cabeza, un pentagrama, la estrella de cinco puntas, símbolo del bien y del mal, de la sabiduría y la magia. A los pies del mago se lee el principio del mentalismo, “El todo es mente”. A ambos lados de la puerta sendos ventanales dejaban entrever por sus maderas rotas un mundo vegetal asilvestrado y húmedo que, como una enorme serpiente verde, iba abriéndose paso desde el patio central, escalando los muros, tapando ventanas y ocupando estancias y corredores. El caserón había sido sede de una familia ilustre venida a menos en extrañas circunstancias. Al parecer, su último dueño, el decimosexto marqués de Aguilar llevó una vida solitaria entre los muros del palacio, acompañado únicamente por una vieja sirvienta que había trabajado para sus padres desde muy joven y que dedicaba los últimos años de su vida a mantener el palacio y al “señorito” en condiciones humanas. El señorito, por su parte, pasaba el día metido en la biblioteca rodeado de libros y de gatos buscando sabe Dios qué extrañas quimeras heredadas de sus antepasados, algunos de los cuales, según contaba la leyenda, habían sido acusados de brujería y condenados a muerte en la hoguera en el famoso Auto de Fe de Logroño de 1610. A partir de esa fecha, sus descendientes intentaron limpiar su imagen huyendo a tierras lejanas donde nadie los conociera, pero nunca pudieron evitar ese aspecto esquivo y taciturno y ese olor a azufre que desprendían sus ropas. Era bien conocido que el marqués poseía la colección más completa sobre nigromancia de toda Europa. La colección incluía una gran variedad de textos antiguos sobre el arte de la brujería. Así, podían encontrarse libros grimorios con las fórmulas y los medios necesarios para realizar la evocación del demonio como el Liber Vaccae, atribuido al propio Platón o el Clavicula Salomonis, atribuido al rey Salomón. También cuentan que estaba, el Enchiridion del Papa León, esa compilación de oraciones contra todo tipo de adversidades, enfermedades y peligros que, según cuenta la tradición, habría sido realizada por el propio papa León XIII en el siglo IX para cuidar de todos los males al emperador Carlomagno. Los anaqueles de la biblioteca del palacio de los Aguilar también escondían entre sus libros tratados de magia natural como el De occulta philosophia, del más grande mago del Renacimiento, Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim, que incluye numerosos encantamientos, venenos y sahumerios, ungüentos y filtros de magia natural que la familia Aguilar debió de usar en sus conjuros con el objetivo de beneficiarse de ellos. También había libros de secretos, como el Magia naturalis, de Giambattista della Porta que revelaba los secretos


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de la naturaleza a quienes supieran leerlos; librillos con conjuros para desenojar a galanes, como aquel muy conocido que debía pronunciarse tapándose los ojos cuando se veía llegar al hombre furioso: Con dos te miro, Con tres, te ligo y ato La sangre te voto. El corazón te parto. Con las pavías de tu madre La boca te tapo ¡Hale asno, sobre ti cabalgo! o aquellos otros para quitar el sueño o para el mal de ojo. Asimismo, había entre los anaqueles libros de Alquimia como el Theatrum Chemicum que recoge, entre otras, la fórmula para crear la piedra filosofal, esa sustancia capaz de transmutar cualquier metal en oro; libros de suertes como el Triompho di Fortuna o el Alquiteb de suertes con los que podrían forzar la suerte a su favor. Pero también había libros más relacionados con la ciencia que con la nigromancia; libros de Fisonomía tales como La Metoposcopia que trata sobre la adivinación de las cosas pasadas, presentes y futuras mediante la observación de las líneas de la frente. Además, libros de pronósticos y lunarios como el Ramillete de astros de Torres Villarroel o el Lunario y Pronóstico general de Juan de Casanova que permitían predecir los sucesos según el aspecto del cielo en el instante en que se producía la consulta. Y, por supuesto, tratados demonológicos como el Fortalitium fidei o el Disquisitiorum Magicarum que explicaban las diferentes formas de alabar y presentar ofrendas al diablo. La biblioteca había acumulado todo el saber demoníaco conocido desde la Edad Media y se decía que mediante una puerta oculta se accedía a los sótanos donde cuentan que el último de los Aguilar llevaba a cabo sus experimentos y conjuros que profería sobre niños robados que la fiel criada le traía de los hospicios cercanos o de aquellos que escapaban de sus casas. Dicen los más viejos que el marqués convertía a los niños en gatos que le habían de servir durante toda su vida. Un día, la criada trajo consigo a una niña de piel tan blanca y brillante que parecía emanar luz de su interior y con unos ojos de un verde tan intenso que se dirían de cristal. Era tan única y tan hermosa que el marqués se enamoró perdidamente de ella y no se atrevió a embrujarla. Por el contrario, quedó él mismo hechizado por los hermosos ojos verdes de la criatura, así que decidió criarla y respetarla hasta que se hiciera una mujer con la que se desposaría y criaría su prole de hechiceros que continuarían una tradición mantenida durante generaciones. La niña creció entre gatos y hechizos, cada día más hermosa e inteligente y fue


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aprendiendo el oficio de tinieblas hasta convertirse en una mujer bella y malvada que hipnotizaba a sus víctimas con el brillo de sus ojos como esmeraldas. El día señalado para las nupcias, mientras el marqués y la empleada esperaban en la biblioteca la llegada majestuosa de la novia, ella ultimaba los detalles en el sótano e invocaba los poderes de Lucifer para conseguir su ayuda y su venganza. Dicen los que vivieron en aquella época que el día se oscureció de repente y una terrible tormenta se desató sobre la ciudad y los campos de alrededor. Uno de los rayos entró por la ventana de la biblioteca provocando un incendio en los libros y anaqueles que carbonizó al marqués y a su ayudante y propagando el fuego al resto del palacio. Solo los gatos que huyeron por los tejados pudieron salvarse y quedar como testigos mudos de la tragedia. Nunca más se supo del marqués ni de la criada, ni de la hermosa muchacha raptada. El tiempo y la lluvia se encargarían de borrar toda señal de vida en aquel palacio. Sin embargo, en las noches de tormenta los vecinos decían escuchar llorar a niños entre los maullidos de los gatos y una gata blanca de ojos verde esmeralda se deja oír maullando a la noche iluminada por los rayos. Durante muchos años, nadie se atrevió a poner un pie en aquella casa encantada e, incluso, clavaron tablones en el portón para impedir que cualquier inadvertido entrase en ella por descuido y sufriese las consecuencias de los hechizos. Fue Marcelino quien encontró la ventana lo suficientemente entreabierta como para poder escurrir su cuerpo a través de ella y tener acceso a la casa. Hace más de un año que el grupo se reúne en ella y nunca han tenido el menor contratiempo; eso sí, por si acaso, nunca bajan al piso inferior ni a la biblioteca ni los sótanos. Un ejército de gatos los acompaña, pero son gatos felices, inofensivos a los que les gusta jugar con las pelusas acumuladas bajo los muebles y tumbarse a tomar el sol en el corredor y los tejados los días luminosos de primavera. Los chicos nunca han sentido una mirada o un gesto amenazante por parte de los felinos; al menos hasta ahora.



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3 EL GUERRERO ENGAÑADO El grupo pasó a la habitación de lectura: un amplio corredor acristalado que daba al patio de la casa. Ellos mismos habían arreglado los cristales rotos aprovechando las salidas a casas limítrofes que habían sido tan “generosas” de permitirles tomar sus cristales prestados. Después, un poco de masilla para pegarlos y listo. La habitación estaba amueblada con viejos muebles desfondados de diferentes estilos y colores que habían ido acumulando a lo largo del tiempo y arreglando como podían. Hasta había un viejo piano de teclas desdentadas que los dueños de la casa habían despreciado. De su caja de resonancia asomaba la cabeza Mefisto, una gata blanca, de espesa cola y ojos verdes brillantes que gruñía en vez de maullar y que había convertido el piano en su hogar. –¿Qué capítulo has traído hoy? –preguntó Marcelino desde su sillón Art Decó a cuadros, estirando las piernas y poniendo los pies sobre el brazo del sillón de Andrea. –Es el primer capítulo. Es difícil de conseguir; no lo había visto antes en la tienda del viejo. Fue una suerte que fuera hoy a cambiar cómics. De haber ido otro día tal vez no lo habría conseguido nunca. –Bueno, empieza a leer, que se nos va la tarde –reclamó ansioso Carasucia. Manuel toma el cómic y mira detenidamente la portada. En ella, aparecen cinco viñetas en las que un guerrero enmascarado se enfrenta a diferentes peligros. En una, lucha a brazo partido contra tres soldados


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musulmanes; escuda la retaguardia contra un árbol y blande una espada larga y fina contra los musulmanes que lo acosan. En otra, montado en un hermoso corcel negro, ataca con su espada a un árabe que se le opone con lanza de torneo. En la tercera, tres leones se le enfrentan en el interior de lo que parece ser una mazmorra de piedra sin salida. Las tres imágenes restantes son retratos de personajes; a la izquierda su enemigo mortal, Alí Khan, con turbante y cimitarra ligeramente curvada, el puño de una daga sobresale del cinto. A la derecha, el retrato de su gran amor, Ana María, contrasta con el resto de las imágenes en su estatismo, como un remanso de paz al que volver después de una batalla; el pelo negro, la piel clara, el semblante pacífico. Finalmente, en el centro superior se encuadra el retrato de El Guerrero del Antifaz, vestido de rojo; en su pecho resalta una gran cruz amarilla. Complementan su indumentaria una capa azul oscura que contrasta con los colores vivos del vestido, gorro de metal y cota de malla cubriéndole el cuello. Ocultando su rostro, el emblemático antifaz negro que le da nombre. El carácter valeroso y noble resalta en su perfil afilado. Llama la atención de Manuel el precio de la revista, abajo a la derecha, 75 céntimos. A él solo le costó 25 y otro cómic a cambio, pero está seguro de que hay niños que pueden comprarlo nuevo por 75 céntimos y por una peseta y que se pueden dar el lujo de guardarlos y no tener que cambiarlos porque sus padres les pueden comprar cuantos cómics quieran. Eso le hace hervir la sangre. En las primeras páginas el Guerrero cuenta su historia. Su madre, la condesa de Roca, fue raptada por el malvado reyezuelo musulmán Ali Khan estando embarazada de él. Al nacer, le hacen creer que es hijo del árabe y lucha contra los reinos cristianos de Castilla hasta que, a la edad de veinte años, su madre le revela la verdad por lo que el reyezuelo la asesina. El Guerrero intenta vengarse, pero deja herido a Alí y huye. Agobiado por el remordimiento, decide ocultar su identidad con un disfraz y dedicar su vida a combatir el Islam desde las filas cristianas. Mientras Manuel lee, se instala un profundo silencio alrededor. Los chicos recrean la acción en su mente: el frío viento castellano hiere el rostro del Guerrero que, impertérrito, mantiene las bridas de su caballo negro camino adelante. Detrás de su antifaz, sus ojos muestran el dolor por la muerte de la madre, la ira y el ansia de venganza y la enorme rabia por haber luchado durante años contra los reinos cristianos, contra los suyos; engañado por un desalmado al que consideró durante años su padre. La tensión espesa el ambiente en el corredor y el Tuerto no puede soportar la rigidez, así que sale sigilosamente y se asoma a la ventana que da al parque, desde donde vigilan el paso de don José y de los muchachos a la salida de clase.


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–Qué extraño, darse cuenta de que ya no eres lo que siempre has creído ser –comentó pensativamente Andrea–. De repente, te levantas una mañana y te das cuenta de que todo tu mundo está al revés, que aquello en lo que habías creído era falso y que aquellos en los que tenías fe y pensabas que eran tu familia, en realidad no son más que un hatajo de traidores mentirosos. Pobre Guerrero, debió de sentirse fatal ¿no os parece? –Sí –contestó Marcelino–, es como si el Carasucia, después de verse toda la vida en el espejo con esa cara picada de viruela, de repente una mañana ve el reflejo de un hombre guapo. Se puede morir del susto. Todos rieron el chiste menos el aludido. –Claro, o como si alguien te dice a ti que eres inteligente, so imbécil –se defendió Carasucia. Marcelino saltó como uno de los muelles rotos de su sillón Art Decó y se lanzó sobre Carasucia tirándolo al suelo y revolcándolo por el polvo del piso. Los demás les hicieron corro y apoyaban a uno u otro según sus preferencias. –Dale, Cara, demuéstrale a ese bravucón quien es el verdadero Guerrero del Antifaz –gritaban algunos. –Fuerte, Marcelino, hazle que se trague sus sucias palabras de árabe traidor –coreaban otros. El Tuerto apareció de golpe poniendo fin a la lucha. –Eh, ya vale. Dejad de pelear, que están pasando don José y los muchachos de la escuela. Venid, a ver quién fue hoy a la escuela. Se agolparon en la ventana para ver pasar al grupo de estudiantes que salían de la escuela corriendo para llegar a sus casas, coger volando un bocadillo de Nocilla y salir pitando de nuevo a la calle a jugar antes de que se hiciera de noche. Algunos arrastraban una cartera pesada donde guardaban la Enciclopedia y alguna libreta vieja y un lápiz. Otros llevaban los libros debajo del brazo y algunos los llevaban atados con un cinturón deshilachado. El griterío hacía que la gente se parara y comentara al respecto. Entre ellos pasaba la figura espigada de don José, el maestro, conduciendo una bicicleta grande y pesada que chirriaba a cada pedaleada. –Mira quien va por ahí montado en la chaila, parece un pajarraco sobre un alambre –Don José era una figura insólita en el pueblo; largo y delgado paseaba su figura estirada enfundado en una capa de aguas que le daba un aspecto de ave zancuda destartalada. Al frente de la bicicleta, en una canasta, se agolpaban los libros que necesitaba para intentar inculcar en los chicos el amor por la lectura (con poco éxito, habría que aclarar). –Ese es uno de los antiguos comunistas que, cuando llegaron los nacionales, se perdió en el monte y luego apareció con la camisa azul como


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si hubiera sido toda la vida nacional. Habría que pasarlo por la piedra como a todos los traidores rojos –añadió Marcelino tirando la colilla del cigarrillo en dirección del maestro. –Algún día mandaré una carta al mismísimo Franco con una lista de los traidores que se esconden en este pueblo haciéndose pasar por camaradas y que tienen todavía escondida la bandera comunista en el armario de su casa. –Eh, mirad quien pasa ahora –anunció Carasucia con medio cuerpo fuera de la ventana y silbando ruidosamente–. ¡Si es Adrianita! Pero qué buena está, madre mía, si parece una aparición. Todos los chicos se asomaron a admirar el paso menudo y ligero de la chica que cruzaba el parque; llevaba el pelo recogido en una cola levantada sobre la nuca que le daba un aspecto etéreo y liviano que aumentaba la sensación de caminar por encima del suelo, casi levitando. El uniforme de la escuela: camisa blanca bajo un jersey azul marino y una falda escocesa azul y verde que se movía al compás de sus movimientos le prestaba un aire distinguido. Llevaba un paquete de libros en los brazos y la mirada pegada al suelo, evitando siempre cruzarla con alguien. Su caminar era elegante y felino. Manuel sintió un galope intenso en el pecho y un calor infundado que le impedía hablar. Siempre que la veía pasar le ocurría lo mismo y se acordaba de la escena en que una bruja le dice al Guerrero del Antifaz que conocerá a la mujer de su vida tan pronto la tenga delante. Si eso fuera verdad –pensaba– él ya sabía quién sería su compañera de por vida. La niña entró en una casa de paredes desconchadas pegada al palacio. Marcelino resopló indignado. –Parece mentira, se os van los ojos detrás de la primera roja que se os cruza en la calle. ¿Se os olvida cómo acabó su padre? Antes de fijaros en una chica deberíais averiguar de qué familia es. –¿Es verdad que su padre fue uno de los fusilados en la plaza de toros de Badajoz? –preguntó con ansiedad el Tuerto. –Sí –respondió ásperamente Marcelino–, fue uno de los muchos republicanos que pensaron que podían escapar de Franco simplemente cruzando la frontera y yéndose a Portugal. Je, je, lo que no sabían era que allí los esperaban los guardiñas de Salazar, que era amigo íntimo de Franco y conforme iban cruzando iban cayendo en las manos de los portugueses y eran enviados de vuelta a España. Claro, como ya no cabían más prisioneros en la cárcel los tuvieron que meter en la plaza de toros que es donde únicamente había sitio. Allí estuvieron meses esperando a que les tocara el turno para que los fusilaran: bajo el sol y la lluvia, sin comida y cama ni nada, como animales en el matadero. Más les hubiera valido pegarse un tiro antes de que los cogieran.


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–Pobrecillos –comentó compadecida Andrea–, no sabían lo que les esperaba. –Se lo merecían, por traidores a la patria y por no aceptar las órdenes de Franco que es el mejor caudillo que ha tenido España desde los Reyes Católicos –entonó marcialmente Marcelino–. Muchos murieron de hambre y de enfermedades que se propagaron entre ellos. Llegó un momento en que ya no cabían más y no sabían qué hacer con ellos, así que una mañana los limpiaron a todos. Desde las gradas de la plaza, docenas de soldados les dispararon hasta que no quedó ni uno vivo. Mi padre dice que les tomó una semana sacar todos los cuerpos de los rojos fusilados y que el reguero de sangre se puede entrever todavía a la salida de la puerta. Fusilaron a miles. –¿Y tu padre por qué lo sabe? ¿Acaso estuvo él allí? –preguntó Manuel. –Mi padre lo sabe todo de la Guerra Civil. ¿No ves que él es “camisa vieja” y pertenece a los comités de falangistas? Además su posición de administrador del conde le permite codearse con gente importante y se entera de todas esas historias. –¿Le permite dar de codazos al conde también? –preguntó maliciosamente Manuel–. Porque con lo bestia que es el conde, eso es lo único que se merecería. Mira que dar dinero para que maten a las pobres águilas y zorros. Ya hay que ser animal… –El conde es un hombre recto y defensor de la patria –defendió apasionadamente Marcelino –Es que, a veces, hay que ser estricto para limpiar de alimañas el bosque porque, de lo contrario, se comen a todos los conejos y perdices y acaban con la caza… y eso no le conviene al conde. –Sí, hay que limpiar el campo de alimañas y España de comunistas. Es lo mismo –añadió animado Carasucia–. Mi padre dice que los comunistas son ateos y queman iglesias y matan curas. Se necesita ser inhumano para matar a los curas, que no se meten con nadie. –Serán algunos curas, porque yo me sé de uno que da unas bofetadas en clase… ¿eh Tuerto? – añadió Manuel. –Ya lo creo –respondió exagerando el Tuerto–. Coge carrerilla desde atrás y te mete unos bofetones que te tuercen la cara. –Eso es distinto –defendió Marcelino–. Don Jesús tiene que velar por que aprendamos el catecismo y ya se sabe que la letra con sangre entra. –Pues si fuera por eso, yo me sabría ya el catecismo de memoria porque mira que he recibido bofetones de don Jesús; de todas las formas y colores –dijo con sorna el Tuerto. –Pero la pobre chica no tiene culpa de nada; ella no eligió nacer en


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una familia de comunistas –la defendió Andrea– y ahora vive sola con su madre en esa casucha de al lado y la gente la evita como si tuviera la peste. –Es que hay que saber elegir a las compañías. Dime con quien andas y te diré quien eres –sentenció Marcelino–. Si vives con un comunista es que probablemente también lo eres y si eres comunista eres un asesino ateo. No hay más que decir. –Pero qué bruto eres Marcelino –se defendió Andrea–. No todos los comunistas van a ser iguales, ¿no? Los habrá crueles y los habrá buenos, que de todo hay en la viña del Señor. Además mi madre me contó que su padre era maestro y que iba de pueblo en pueblo enseñando a los niños pobres que no tenían dinero para ir a la escuela. Eso también vale, me parece a mí. –Pues vete tú a saber qué es lo que les enseñaba. Probablemente a matar curas y quemar iglesias –contraatacó Marcelino. –Pues la madre trabaja limpiando en la casa de don José, el maestro, que fue el único que le quiso dar trabajo, que si no se mueren de hambre –añadió el Tuerto–. Hasta se tuvieron que mudar de la casa en la que vivían e irse a esa casucha destartalada porque no podían pagar la otra. Debe de ser triste, pasar de ser la esposa de un maestro que, aunque no tengan mucho dinero están bien considerados, a ser una limpiadora de suelos mal mirada, y todo por culpa de sus ideas políticas que yo no entiendo qué tiene que ver lo que uno piensa con que lo consideren un criminal. –Si es que no os enteráis aunque os lo digan mil veces. SON A– SE–SI–NOS, SON A–TE–OS, SON RE–VO–LU–CIO–NA–RIOS –enfatizó el hijo del administrador–; lo dice mi padre, lo dice el señor conde, lo dice el cura don Jesús, lo dice hasta Franco. ¿Quién más lo tiene que decir para que lo entendáis? ¿Tendrá que bajar la virgen de Guadalupe a explicaros lo mala que es esa gente para que os lo creáis? Bien lo dice mi padre: “No hay peor bruto que el que no quiere aprender”. Del grupo de muchachos salió un bufido general contra Marcelino acompañado de improperios que cayeron sobre él como una ducha de agua fría. Don Marceliano, el padre de Marcelino, fue uno de los pocos que se salvaron del incendio provocado en la cárcel en agosto del 36. Por la cabeza de Marcelino pasaban las imágenes truculentas de la historia que su padre le había contado con lujo de detalles, sufriéndolas en carne viva. Debió de ser al inicio de la guerra, a mediados de julio del 36. Los republicanos habían metido en la cárcel a unos cuarenta terratenientes y pobres gentes relacionados con ellos, según decían, para evitar que apoyaran al ejército de Franco que se acercaba inexorable desde Sevilla,


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pero don Marceliano, el padre de Marcelino había visto como los extorsionaban para obligarles a firmar vales de dinero del banco, no solo había envidia y odio, también había intereses personales. La cárcel del pueblo era pequeña, suficiente para los cuatro borrachos que a veces se enfrascaban en peleas entre ellos y tiraban navajazos a ciegas, así que los señoritos –como los llamaban “los rojos”– tuvieron que apiñarse unos contra otros en el patio, en un espacio mínimo y allí los dejaron durante un mes apenas sin comida ni agua. Los “señoritos” se preguntaban qué harían con ellos. No estaban muy lejos todavía las escenas aparecidas en los periódicos en las que hordas de rojos habían quemado iglesias y conventos, y asesinado curas y violado monjas. Pero eso ocurría en las grandes ciudades; en Madrid, en Barcelona, hasta en Badajoz, pero esto es un pueblo –pensaban– aquí nos conocemos todos; el que vigila en las noches es el Botello, el hijo del guarda de Valdorite. Son cuatro niñatos que quieren llamar la atención, pero no se atreverán a ir más allá. En unos días se cansan y nos sueltan. Marcelino recreaba la acción con precisión, como si hubiera sido él quien la vivió. La noche del 6 de agosto la luna brillaba espléndida tras los muros, con la torre de la iglesia esbelta y majestuosa al fondo, el silencio plagado de grillos, los susurros de los guardias y el olor a tabaco mezclado con el sudor de los compañeros. Alguno gimoteaba en la oscuridad, otros se habían hecho sus necesidades encima, tal vez de miedo, tal vez porque no tenían donde hacerlo. Fue el revuelo repentino lo que los alertó, las voces en grito, el miedo colectivo. Al parecer se acercaban las tropas de Franco desde el sur. Habían llegado a Los Santos; era cuestión de días o quién sabe si de horas que llegaran y los liberasen. La alegría iluminó la angosta prisión. Algunos lloraban de alegría, otros gritaban que por fin llegaba la justicia y la libertad, que era la hora de dar a los rojos su merecido. Daban patadas a las puertas. Los más juiciosos pedían tranquilidad, silencio, evitar las provocaciones. Entonces todo ocurrió de repente, sin darles tiempo a tomar conciencia de lo que ocurría. Abrieron el portón de golpe y empezaron a dar órdenes contradictorias, a voces: que salieran todos del patio, que no se moviera ni dios, que se levantaran, todos al suelo y enseguida los golpes, en la cabeza, en las caderas, donde fuera. Parecían buscar entre los caídos a alguien conocido. Escogieron de entre todos los prisioneros a los tres que más se habían quejado del trato y habían jurado que se haría justicia cuando llegara el nuevo gobierno. Algunos pensaron que había llegado el momento de la liberación, los miraban con envidia, con esperanza; pero, por el contrario, los levantaron entre dos y los apoyaron en la pared, los brazos extendidos y antes de que pudieran saber qué era exactamente lo que ocurría pasaron una soga por una viga y


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colgaron a uno de ellos. Marcelino recuerda las palabras del padre con una precisión tal que le hace sentir como si hubiese estado presente; los ojos sorprendidos ante la magnitud del hecho, los pies temblando en busca de apoyo y el horror pintado en los rostros de todos. Alguien gritó “venga, dadles a los señoritos lo que quieren, que cuando llegue el generalito se entere de lo que somos capaces. Ahorcadlos a todos”. Ahorcaron a dos y a otro lo crucificaron; con lo que pudieron, un par de clavos oxidados y un trozo de hierro viejo, entre risas y olor a aguardiente rancio. Después salieron y pasaron unos minutos en absoluto silencio. Nadie se atrevía ni tan siquiera a suspirar. Una lechuza gritó en la torre del campanario rompiendo el sonido monótono del arrastrar de algo pesado sobre el corredor, alrededor del patio y enseguida las carreras de los carceleros, un cuchicheo amenazador; la calma antes de la tormenta. Entonces sintieron una lluvia extraña que les calaba las ropas y la piel; una lluvia con olor tóxico que no acertaban a distinguir, pero que les horrorizaba. No se dieron cuenta de que se trataba de gasolina casi hasta que llegaron las llamas. Marcelino recuerda perfectamente –a través del olfato de su padre– el olor a carne quemada, los gritos de dolor, el humo negro que le asfixiaba. Milagrosamente, unos cuantos lograron salvarse escondidos en una cocinilla con techo de zinc que les libró de la gasolina y la muerte. Nunca permitirían que sus hijos olvidaran el horror sufrido ni que perdonaran a quienes lo habían perpetrado. Con la conversación no se habían dado cuenta de que el sol había empezado a descender disminuyendo la luz en la casa; el cielo se había cargado de nubes gordas, oscuras y bajas que aprisionaban el horizonte; una bandada de cuervos rajó el cielo gris llenando de graznidos la estancia. Había que abandonar el refugio. A pesar de que se sentían cómodos y confiados en el caserón, el aspecto del edificio cambiaba drásticamente en la noche. Las sombras dibujaban extrañas formas difíciles de interpretar, los muebles parecían cambiar de lugar y se oían extraños ruidos provenientes del piso bajo que asustaban a los gatos. No hizo falta tan siquiera decirlo; como si se hubieran puesto de acuerdo, uno tras otros, todos los chavales se dispusieron a salir del edificio a través de la ventana rota. El último en salir siempre era Manuel. Siempre miraba alrededor asegurándose de que todo estaba en orden, pero esta vez había algo extraño en la casa: una presencia invisible que parecía observarlos desde el anonimato de la oscuridad; en el fondo de la habitación brillaban los ojos verdes encendidos de Mefisto, la gata. Cerró la contraventana con fuerza y bajó el árbol lo más rápido que pudo. Al final del parque sus amigos corrían perdiéndose en la oscuridad.


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4 LA ESCUELA GENERAL FRANCO La escuela había sido en otro tiempo un convento de monjas de clausura y, pese a las reformas que se habían llevado a cabo para convertirlo en un centro educativo, aún permeaba ese olor a incienso y a clausura que mantienen los edificios religiosos durante siglos; tal vez eran los muros anchos, carentes de adornos, de un blanco cegador y aséptico, tal vez la altura de las bóvedas, inalcanzables y que provocaban un eco amenazante en la voz de don Gregorio, siempre profunda y autoritaria, que rebotaba de esquina en esquina y llegaba magnificada a los oídos de los alumnos. Aún conservaba la antigua capilla donde cada viernes sin falta los muchachos recibían misa y bendición para cubrir los pecados que, sin duda, habrían de cometer durante el fin de semana. Pero, aparte de la capilla, todo hubo que ser cambiado; el refectorio se convirtió en sala de reuniones de profesores y comedor provisional durante los meses que recibieron las remesas de leche americana con que el gobierno de Estados Unidos, en su inmensa generosidad, combatía el hambre en los países que habían sufrido la Segunda Guerra Mundial. Y aunque España no había participado de este conflicto, su guerra civil la había postrado en una miseria similar a la de los países vecinos y a veinte años de distancia, si bien la gente no se moría de hambre, la alimentación era todavía muy deficitaria así que el plan Marshall y su leche en polvo fue implantada obligatoriamente para todos los niños. Cada día, a media mañana los niños hacían fila en el pasillo junto al comedor y veían como la señora


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Inés mezclaba en un barreño de cobre los polvos blancos con agua y se convertía en la pócima milagrosa. Poco después recibían en su taza de metal un cuarto de litro de leche espumosa y agria que habría de cambiar la raza hispana, pequeñita y enclenque en una raza grande, fuerte y poderosa como la del país americano que tanto admiraban los chicos en las películas de vaqueros de los domingos por la tarde: John Wayne, Gary Cooper, Robert Mitchum, ¡qué hombres tan grandes y qué buenos actores! Sí, muy grandes y muy fuertes, pero aquella leche no había quién se la bebiera así que tan pronto los chicos salían al patio iban regando las plantas con el líquido blanco y espumoso. Debía de ser por eso que las plantas estaban tan grandes y los muchachos tan pequeños. Las antiguas celdas de las monjas habían sido convertidas en salones de clase: altos, blancos y vacíos, y habían colocado una tarima con la mesa del maestro –una mesa grande y vasta de roble desde donde ostentaba su autoridad don Gregorio– tras la cual se recortaban como únicos adornos una foto enmarcada del Generalísimo Franco y un crucifijo. Ocupando el espacio central se agolpaban de quince a veinte pupitres dobles tras los que se refugiaban los alumnos de dos en dos. Todos los días, antes de entrar en la escuela los niños formaban en el patio como díscolos soldaditos de plomo y cantaban el “Cara al Sol”, el himno falangista, alzaban el brazo en saludo fascista al Generalísimo Francisco Franco y a José Antonio Primo de Rivera, ¡Presente!, el gesto marcial, impasible el ademán. Me hallará la muerte si me llega Y no te vuelvo a ver Todos los días, hiciera frío o calor, lloviera o nevara; así mantenían la esencia del espíritu espartano que forjaba el acero de las nuevas juventudes. Generaciones libres de las influencias perversas que habían ocasionado la guerra entre hermanos en España y entre vecinos en Europa: el socialismo, el comunismo, el anarquismo, a los que habría que añadir a los masones y judíos; muchachos fuertes, forjados en el espíritu religioso y castrense de Franco y la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Después de hacer la fila y recibir el blanco elixir, Manuel sale junto a El Tuerto al patio y riegan las plantas con la leche americana. Un grupo huele el contenido de la taza bajo la mirada inquisidora de dos maestros mientras apuestan a que no son capaces de bebérselo, otros hacen un agujero en el suelo para jugar a las canicas y en la pared de enfrente juegan Marcelino y Benito Carasucia con otros muchachos a las latillas. De repente la mirada de Manuel se queda fija en un punto en el lado opuesto del patio de recreo.


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–¿Qué te pasa, chico? Parece que hubieses visto un fantasma. –Al dar la vuelta a la cabeza, Carasucia vio un grupo de chicas entre las que se encontraba Adriana. –Ya veo el fantasma que te atormenta a ti. El fantasma de los ojos verdes, ¿eh? –Manuel no salía de su mutismo. Las chicas hacían corro y jugueteaban con la mirada murmurando sobre los diferentes chicos del recreo. Una de ellas miró a escondidas a Manuel y se puso a cuchichear con otra señalando a Adriana mientras reían con complicidad. Manuel no pudo evitar sonrojarse. –Parece que hablan de ti ¿no? –Pues… no sé, no creo… –Pues están mirando hacia aquí… y no creo que hablen de mí –añadió Carasucia con sarcasmo–. La última vez que una chica habló de mí fue para preguntar si mis pecas eran naturales o era que no me lavaba desde hacía meses. –Quizá se están burlando de tus pecas de nuevo, ¿no?–se defendió Manuel. –Quizá… no te digo que no… pero esas miradas y esas risas no me parecen de burla. –¿Qué sabrás tú? –se escudó Manuel–. Ahora resulta que eres un experto en miradas de mujer. –Lo que tú digas, Manuel, pero yo estoy seguro de que a Adrianita le gustas tú. Si siempre te mira con ojos de lagartija. –¿Tú crees? A decir verdad no era la primera vez que Manuel descubría a Adriana mirándole fijamente. En una ocasión, estando sentado en el parque sintió una mirada clavarse en su espalda; era como una presencia de algo inmaterial y, a la vez, corpóreo. Cuando se volvió a mirar vio un celaje huir de la ventana de su casa. Estaba seguro de que alguien le espiaba y quería pensar que había sido ella. Siempre había querido dirigirle la conversación, hablarle algo, saludarla siquiera, pero solo de pensar en acercársele le temblaban las rodillas, sudaba frío y no le salía la voz, así que sabía bien que no lo haría nunca. Sin embargo, estaba seguro de que no le era indiferente a ella y varias veces había sentido su mirada insinuándole que se acercara, que le hablara. ¿Qué habría hecho el Guerrero del Antifaz en su situación? Probablemente no tendría tanto problema en acercarse a su amada Ana María porque alguna aventura se lo habría facilitado: la habría salvado de las garras del malvado Ali Kan o habría evitado que mataran a su padre, con lo que se ganaría fácilmente la aprobación y el agradecimiento eterno de su amada. Eso es lo que él necesitaba, una hazaña que lo convirtiera en héroe ante los ojos de Adriana; en su Guerrero del Antifaz.


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Todos los muchachos habían salido ya al patio y había un revuelo de gritos, carreras y peleas que levantaban el polvo del patio. Las chicas se agrupaban en el fondo, cerca de la puerta de entrada a los salones de muchachas. Los maestros, por su parte, se reunían en uno o dos grupos fumando y comentando los sucesos del día; un par de monjas hablaba en voz baja en una esquina. Entonces, el Carasucia le llamó la atención sobre algo que sucedía en el grupo de muchachas de Adriana. –Pero, ¿qué demonios hacen esos imbéciles? Un grupo de muchachotes se habían formado en torno a Adriana y le habían robado su carpeta y se la pasaban de uno a otro haciendo que la chica lo persiguiera y ocasionando la burla general del grupo. Al frente de los muchachos estaba el Bull Dog, no podía ser otro. Le llamaban Bull Dog y el apodo le quedaba pequeño. Tenía la cabeza ancha y cuadrada con la mandíbula inferior hacia delante de forma que cuando enseñaba la poderosa dentadura para mostrar agresividad exhibía un aspecto terrorífico, muy acorde con el sobrenombre con que lo conocían. Tenía las orejas grandes y desabrochadas y la nariz ancha y tosca, ablandada a fuerza de golpes en peleas callejeras. Era repetidor de sexto curso por tercera o cuarta vez –habían perdido ya la cuenta– y su pasión era viajar en el camión de su padre repartiendo cajas de frutas por los pueblos de los alrededores. Por qué seguía en la escuela era un misterio para todos. Según contaban, su padre estaba empeñado en que el bebé llegara a abogado o médico para que no se deslomara subiendo y bajando cajas de frutas como le había ocurrido a él, pero el chaval tenía otras metas y tener que estar encerrado entre las cuatro paredes de la escuela sin poder salir lo frustraba y aireaba su fracaso molestando al resto de estudiantes. A su alrededor revoloteaba siempre un grupito de malandrines que aspiraban a ser tan duros y respetados como su líder. A Manuel la sangre le nubló la vista. Sin pensarlo dos veces se encaminó a grandes pasos hacia el grupo de gamberros y, empujando al primero que se puso en su camino, cogió el cartapacio al vuelo y lo devolvió a su dueña. Adriana le pagó con una mirada de asombro que no supo si interpretar como admiración, agradecimiento o simple sorpresa. Tampoco tuvo mucho tiempo para pensar porque un tremendo golpe lo tiró al suelo y sintió el sabor metálico de la sangre en su boca. Cuando pudo reaccionar vio al Bull Dog frente a él, enorme y congestionado, la mandíbula inferior amenazante y los puños crispados a la espera de que se levantara para terminar de destrozarlo. Si hubiera tenido unos minutos para pensar, si el sentido común le hubiera advertido, si se hubiera fijado bien en quién se le enfrentaba habría pedido perdón y se


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había marchado con el rabo entre las piernas como un perro asustado, pero no tuvo tiempo de nada. Solamente sentía el sabor de la sangre en la boca, el polvo aturdiendo sus sentidos, el coro de muchachos que se había formado a su alrededor y que los azuzaba como a gallos de pelea; la sangre acabó por nublarle la vista y antes de que se diera cuenta se había lanzado con toda su fuerza contra el estómago de su contrincante y lo había derribado y ahora estaba en lo alto de su corpachón golpeando sin parar y sin fijarse donde pegaba. A su vez, recibía golpes por todo su cuerpo, pero la rabia le impedía sentir dolor alguno. La pelea no duró más que unos minutos, los necesarios para que los maestros se dieran cuenta y corrieran a separar a los aprendices de boxeador. Los agarraron entre varios y los desunieron; el Bull Dog daba tirones de sus presas y gritaba que lo soltaran, que iba a matar a ese desgraciado. Hicieron falta cuatro maestros para sujetarlo; en cambio a Manuel lo agarraba –más para mantenerlo en pie que para separarlo– un solo maestro. Poco a poco se fueron tranquilizando los ánimos y el timbre del recreo hizo regresar a todos los estudiantes a su aula. A Manuel lo llevaron al botiquín para curarle las heridas. Todavía no tenía muy claro qué es lo que había ocurrido, pero a pesar de los golpes recibidos y de las amenazas y palizas que le esperaban por parte de su nuevo enemigo, sentía una extraña alegría que le abría el pecho y le coronaba con una especie de aura que solo los verdaderos héroes logran llevar en sus mejores aventuras. Claro que al director no le parecería igual y enfrentarse a él le resultaba más terrible que pelear contra el Bull Dog.



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5 LA OFICINA DE DON JORGE La oficina de don Jorge, el director del Centro, estaba localizada en el segundo piso del antiguo convento. Tenía un ventanal sobre el patio desde el que controlaba todas las acciones de los niños y los maestros durante el recreo. El director lo recibió sentado en su sillón y con los ojos le indicó que se sentara en la silla frente a él, a este lado de la sólida mesa donde tenía, pulcramente ordenados, varios libros, carpetas con papeles, una foto de marco con su familia –la señora sentada en una silla, él detrás en actitud de prócer y una barahúnda de muchachos de todas las edades y alturas que se arremolinaban a su alrededor– y una banderita de España con su mástil miniatura. Lo miró fijamente a los ojos mientras chupaba su consabido caramelo de eucaliptus, los dedos cruzados sujetando la barbilla. Al cabo de un minuto de inspección se decidió a hablar. –Eres muy valiente tú, ¿no? Manuel no supo qué contestar, así que permaneció en silencio, eludiendo la mirada inquisitorial del director. Al cabo de otro minuto interminable, don Jorge se levantó de su sillón y paseó por la oficina llegándose hasta la ventana y dando la espalda al muchacho. Fuera el cielo estaba nublado y caía una lluvia boba que convertía el paisaje en una acuarela de tonos grises. –Cuando yo tenía tu edad, Manuel –continuó flemático el director–. Manuel es tu nombre, ¿verdad? –Sí.


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–Sí, ¿qué? –Que sí, que ese es mi nombre, Manuel. –Sí, señor –alzó la voz don Jorge. –Sí, señor. –Cuando yo tenía tu edad, Manuel –continuó mascando palabra por palabra el director como si recordar le costara un trabajo enorme–, también jugábamos a ser héroes –dejó un espacio de tiempo para dar tiempo al muchacho a que se lo imaginase, pero Manuel no pudo más que imaginar a un anciano en pantalones cortos–. Nos gustaba pensar que podíamos cambiar el mundo, hacer que los malvados pagaran por sus culpas y rescatar a las niñas guapas aterrorizadas por sus desmanes. –Manuel enrojeció súbitamente. Don Jorge continuaba caminando a las espaldas de Manuel, taconeando pausadamente sobre el suelo de parqué. Manuel solo podía ver la silla vacía del director y los consabidos retratos de Franco y José Antonio en torno a una cruz deshabitada. Tenía una voz aflautada, como de canario encerrado que desdecía su autoridad y lo imaginaba paseando a sus espaldas, las manos cruzadas atrás, el bigotito recto fascista, recortado a lo galán de Hollywood y el pelo grasiento peinado al agua cubriendo apenas su calva brillante; los hombros de la chaqueta nevados de caspa. –Claro, eran otros tiempo y la sociedad necesitaba héroes… toda España estaba inundada de esos libertinos comunistas que pretendían hundir el país. No trabajaban, se metían en las casas y robaban sin que nadie pudiera hacer nada… a veces se les veía borrachos en la misma iglesia. ¿Has visto algo así hoy en día, Manuel? –No. –No, ¿qué? –Que nunca lo he visto. –NO, SEÑOOOOOR –gritó de forma sorprendente para su voz atildada a la vez que dejaba caer los puños sobre la mesa y le miraba fijamente a un palmo de su nariz. –Sí, señor, digo, no… señor. –El único que supo ponerse a la altura de las circunstancias –continuó don Jorge atusándose el bigotito como si nada hubiera ocurrido– fue ese señor que está ahí mirándote desde la pared –dijo apuntando marcialmente a la foto del Generalísimo que sonreía paternalmente desde su marco–. El único que supo ser un héroe de verdad y librarnos de toda esa moooorrrraaaallaaa y esa gentuza. Manuel lo oía sin saber adónde quería llegar. Le habían puesto en el botiquín un emplaste en el ojo y el dolor en toda la cara no le dejaba


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atender al director. Solo quería poder salir e irse a casa a descansar, pero el director seguía dando vueltas y cotorreando con su voz de barítono frustrado. –Pero ahora… ahora es otra cosa –se paró en seco alzando el dedo índice–, ahora en España hay paz y hay trabajo para todo el que quiere trabajar. Los ladrones y criminales de las hordas rojas están a buen recaudo entre rejas y el país pasa por una época de bonanza y desarrollo como no se recuerda en siglos. Ya no hay necesidad de héroes, muchacho… porque ese gran héroe, fíjate bien, muchacho, ese gran héroe que ves ahí –Franco se sonreía desde las alturas– vela por la paz y la seguridad de todos los españoles. Pero los jóvenes son inconformes y buscan problemas donde no los hay ¿verdad? Hay que llamar la atención para que las niñas nos miren. Sea como sea, interrumpiendo la paz de Franco, peleándose con un compañero a puños y patadas en medio del recreo de un pacífico colegio de niños y niñas, como gallos de pelea, rompiéndose las narices –don Jorge había ido subiendo el tono de voz conforme enunciaba los desastres–, destrozándose la ropa que vuestros padres compran con el sudor de sus frentes. Hay que ser héroes aunque para ello tengamos que hacer de villano ¿no es cierto, Manuel? Te crees muy hombre porque te peleas con ese mastín con piernas ¿verdad? Pero te voy a decir una cosa: la sangre que no se vierte en beneficio de la comunidad es sangre perdida y por ese derroche mereces un castigo. El silencio se adueñó de la oficina y Manuel esperó con ansiedad el castigo que se le iba a imponer. –Por la autoridad que me confiere mi cargo y poniendo por jueces y testigos a los presentes: el Generalísimo Francisco Franco Bahamonde, don José Antonio Primo de Rivera y al mismísimo Jesucristo en lo alto de su cruz, declaro que por los hechos cometidos por Manuel Guerrero contra la seguridad cívica de este colegio y como medida preventiva contra futuras acciones de mayor altura, y teniendo en cuenta los agravantes de premeditación, alevosía y derramamiento gratuito de sangre, este juzgado determina que el imputado debe recibir diez palmetazos a mano abierta. No obstante, teniendo en cuenta el atenuante de que se trata de la primera ocasión en que el imputado actúa de forma tan irracional, este magistrado decide reducir el castigo a la mitad. Así pues, se le penará con el castigo de cinco palmetazos a mano abierta. Además, como fórmula pedagógica para evitar posibles desmanes, el acusado deberá permanecer dentro de los predios del salón durante la hora de recreo a partir de mañana y durante una semana meditando sobre sus acciones vandálicas. De esta forma llegará al conocimiento de las leyes que rigen la armonía de nuestra sociedad. –Y a modo de colofón golpeó la mesa con el


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sujetapapeles donde hacía equilibrio una cruz con cristo famélico. –¡Visto para sentencia! ¡Que pase el verdugo! –El mismo don Jorge se retiró unos pasos y cambió el modo de andar. Ante el asombro de Manuel, el director venía con paso lento y cuerpo erguido cargando una regla con ademán de portar un hacha. –Por favor, extienda su brazo y exponga su mano –pidió don Jorge con aspecto compungido. Manuel hizo lo que se le pedía. El verdugo don Jorge alzó la palmeta y la dejó caer con fuerza sobre la mano de Manuel que resintió el golpe apretando los dientes. Don Jorge lo miró esperando ver la cara de sufrimiento, pero al ver la resistencia del chico alzó de nuevo la palmeta y golpeó con más fuerza. Así tres, cuatro y cinco veces. Manuel hacía fuerzas para contener las lágrimas y sentía la mano roja y tumefacta. En la cara del verdugo se dibujaba una pequeña sonrisa. Don Jorge se mantuvo en silencio esperando ver los resultados de su castigo, pero al ver que Manuel no tenía expresión en su cara, lo despachó. Manuel se levantó pesadamente de la silla y enfiló hacia la puerta con la cabeza gacha. –Y cierra la puerta al salir. –Sí. –Sí, ¿qué? –Que sí, que la cierro al salir. –SÍ, SEÑOOOOOR. Manuel cerró la puerta con un portazo y se alejó escuchando a don Jorge echar espumarajos contra esta juventud que no aprende nunca, que no tiene educación, que todo les ha venido dado, mientras ellos tuvieron que luchar por un mendrugo de pan y por…


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6 PRIMER ENCUENTRO Cuando Manuel cruzó el portón de hierro forjado que cerraba el colegio era casi de noche. Don Ramiro, el portero, paró de tararear una copla flamenca y lanzó un agudo silbido al ver la cara del muchacho: “estos muchachos…” Desde lo alto de la calle se veía, al final del pueblo, la era vacía y parda y detrás, a lo lejos, la silueta azulada de la sierra de Monsalud con las pequeñas luces amarillas que empezaban a encenderse en Feria. Unos nubarrones gordos y plomizos amenazaban el ambiente. Se había levantado un aire cargado de aromas de tierra húmeda y balanceaba las escasas luces que malalumbraban la calle; de cuando en cuando, espejeaba sobre el cielo la luz escueta de un relámpago. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… La tormenta no tardaría en llegar. Manuel se soplaba la mano y buscaba en su cabeza una excusa con la que justificar la pelea y evitar así el castigo adicional en su casa. No creía poder aguantar una tercera golpiza. Caminaba cabizbajo dándole vueltas al asunto cuando en la esquina de la calle Becerros vio la silueta de una persona apoyada en el guardacantón. Cuando se fue acercando a ella pudo comprobar que se trataba de una chica. –Hola Manuel, ¿cómo estás? La sorpresa le cortó el habla y no pudo más que balbucir un b…bi…bien, gracias. –Perdona. Qué pregunta tan tonta. Claro que estás mal. Después


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de esa pelea… ¿el director también te castigó? –Bueno… un poco –dijo mostrando su mano todavía roja e hinchada. Los ojos de Adriana se abrieron en una expresión de horror. –¡Qué bruto, cómo te ha dejado la mano! Déjame ver. Manuel extendió su mano y Adriana la cogió suavemente, como guardando un pichón de paloma en sus manos. Manuel no se atrevió a mirarle a los ojos. Ella le masajeó dulcemente los dedos que recobraron tímidamente su color rosado. –¿Te duele? –le preguntó mirándole a los ojos mientras guardaba la mano entre las suyas. –Un poco –mintió él sintiendo los pinchazos en la palma. –Vine a agradecerte por tu ayuda. –No te preocupes, no fue nada. –Claro que sí, fuiste muy valiente al enfrentarte a ese animal. Manuel sintió que enrojecía súbitamente e intentó quitarle importancia al hecho. –En realidad actué como un bruto armando ese alboroto en el patio. Ahora los maestros probablemente nos quiten libertad de reunirnos en el recreo. –Lo sé –respondió ella sin soltar su mano–, pero a veces hay que actuar de forma animal contra los que no entienden razones. ¿No te parece? A Manuel le parecía todo bien mientras ella le sujetase tan dulcemente la mano. Le agradecía al matón del Bull Dog que le hubiera golpeado y a don Jorge que casi le destrozara la mano con tal de sentirla entre las de Adriana. No estaba muy seguro de estar despierto. La cabeza le daba vueltas y tenía una extraña sensación contradictoria de dolor y de placer simultáneo. –Si quieres, te puedo acompañar parte del camino, hasta mi casa –le ofreció ella. –No te preocupes, estoy bien –y rectificando inmediatamente–; aunque si quieres te acompañaré yo, no vaya a ser que esos matones estén por ahí intentando molestarte de nuevo. Fueron caminando uno al lado del otro despacito, en parte porque la doble paliza había derrotado a Manuel y ahora empezaba a sentir el cansancio y en parte porque ninguno de los dos tenía prisa por llegar a la casa de Adriana y separarse. Un relámpago inundó la calle de luz e inmediatamente el trueno retumbó entre las paredes de la estrecha calle. Varios goterones presagiaron la inminencia de la tormenta. –Ven, vamos a refugiarnos en el portón de esa casa.


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El portón de la casa donde decidieron guarecerse de la lluvia era un amplio zaguán de un edificio de comunidad con piso de piedra y bóveda cruzada, con un friso de azulejos decorados con motivos geométricos y una pila a mitad de camino a la puerta. Frente a ella había un banco de piedra donde se sentaron. Tras un minuto de silencio buscando un tema de conversación, finalmente Adriana comentó: –Te he visto entrar en ocasiones en la tienda de cómics del señor Braulio. ¿Coleccionas alguno en particular? –Sí, claro –respondió él, asombrado de que Adriana conociera la tienda y de que se hubiera fijado en los lugares que visitaba–, me gustan mucho las aventuras de El Guerrero del Antifaz. Tengo muchos capítulos. Me extraña que conozcas esa tienda. No me parece el lugar más apropiado para una chica. –Te sorprenderían muchas cosas de esta chica –contestó ella con un hilo de picardía en sus ojos–, pero sí, voy a menudo a visitar al señor Braulio y me presta los fascículos nuevos que van llegando, así que soy la primera en leerlos y los leo gratis, ¿qué te parece? –¡Que tienes una suerte enorme! A mí algunas semanas me cuesta conseguir los cincuenta céntimos y me tengo que aguantar sin leer. ¿Cuál es tu favorito? –Leo todo lo que el señor Braulio me pasa, El Capitán Trueno, El Jabato, Roberto Alcázar y Pedrín y El Guerrero del Antifaz también, pero el que más me gusta, al igual que a ti es, sin duda, El Guerrero del Antifaz. Me encanta su historia porque es un poco la historia de mi familia; ya sabes, una historia de engaños y falsas imágenes. En mi familia también hubo un héroe que quería cambiar el mundo y fue malinterpretado, perseguido y hecho desaparecer. Cuando leo El Guerrero… me identifico mucho con sus personajes ¿sabes? Manuel no entendía nada de lo que Adriana le quería decir, pero recordaba la conversación con Marcelino y lo que le había contado sobre su padre, que era comunista y había sido fusilado con otros cientos en la plaza de toros de Badajoz. Mejor que hacer algún comentario equivocado y meter la pata, decidió dejarla hablar. –Tú sabes que a mi padre lo mataron por ser republicano ¿verdad? –prosiguió ella ante el gesto de ignorancia de Manuel. –He oído algo, pero no estoy muy seguro. Pero, no te preocupes, no tienes que darme explicaciones sobre tu familia. Yo no soy quien para juzgar a nadie. La noche se había dejado caer como las alas de un murciélago gigante y un manto de oscuridad se había adueñado del pueblo. El viento fuera aullaba como un lobo hambriento y las ráfagas de lluvia hacían


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tambalearse a las farolas colgadas de cables en la calle. Dentro del zaguán la luz llegaba intermitente, pero se sentía confortable y seguro. La cercanía de los cuerpos de los muchachos permitía que no sintieran frío. Manuel pensó que en otra situación tal vez tendría miedo, pero al lado de Adriana se desvanecía y una especie de tranquilidad suprimía cualquier atisbo de temor. –No te preocupes –continuó ella–, por alguna razón siento que puedo abrirme a ti, que no eres como la mayoría de la gente que juzga sin conocer la realidad. Eso le ha hecho mucho daño a mi familia. Nos han cerrado todas las puertas sin intentar entendernos. Manuel no podía dejar de mirar sus ojos; estaba como hechizado por su mirada. Eso y el tremendo cansancio que se le había caído encima le impedían hacerse una idea justa de la situación de la familia de Adriana. Las ideas se le cruzaban en la mente. Por una parte, estaban todas las historias que la gente contaba sobre los republicanos, los comunistas, los socialistas; todos esos grupos que habían quemado iglesias, matado curas, robado sin parar y que habían iniciado la guerra civil que había hundido en la miseria a España, pero cuando miraba a Adriana no veía en ella a la hija de un asesino ni de un sacrílego, sino a una muchacha dulce y educada con sentimientos amorosos. ¿Sería cierto que su padre había sido fusilado injustamente? ¿Y si los republicanos no eran, en realidad, tan malos como los pintaban? ¿Y si, como el Guerrero del Antifaz, habían estado luchando contra los buenos por error, por estar engañados? –Mi padre nunca persiguió ideales políticos. Simplemente era maestro, pero no un maestro como don Jorge o don Gregorio, de los de “la letra con sangre entra”. A él le gustaba lo que hacía y su mayor alegría era estar rodeado de niños con los que jugaba mientras les enseñaba. –¿De verdad? ¿Es eso posible? No me hago la idea de jugar con don Jorge, ¿qué quieres que te diga? –comentó incrédulo Manuel. –Él trabajaba para un sistema llamado Patronato de Misiones Pedagógicas que pretendía llevar la educación a los pueblos más apartados y humildes de España. ¿Has oído hablar de eso alguna vez? Manuel negó con la cabeza. –Eran un grupo apasionante. Iban en camionetas hasta los pueblos y allí, limpiaban las escuelas, agrupaban a los estudiantes y maestros y hacían actividades divertidas como pasar películas para todo el pueblo, leer romances y poemas populares. Les interesaba, sobre todo, desarrollar la propia cultura de los pueblos así que siempre había ayudantes que seleccionaban los temas de discusión entre los intereses de la región. Eso fue antes de la guerra, durante la República. Mi padre se enlistó y estuvo por varios pueblos de la región formando grupos


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de teatro callejero, creando bibliotecas en los pueblitos y organizando festivales de cine. –Qué divertido –comentó Manuel que, poco a poco iba olvidando el dolor y se imaginaba al padre de Adriana como un joven de barba y pelo largo–. ¿Fue en esas misiones que conoció a tu madre? –Sí –Adriana tomó un aire ensoñador al imaginar el encuentro entre sus padres. La imagen que tenía, a su vez, era la que había heredado de su madre cuando le contaba cómo era la vida en aquellos tiempos. “No teníamos dinero, pero teníamos libertad y la libertad, Adrianita, vale más que todo el dinero del mundo”, recordaba a su madre contarle. En todo caso eran mejores tiempos que los actuales; ahora no tenían ni dinero ni libertad.



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7 OCTAVIO Y ÁNGELA 1932 –Mi madre vivía en un pueblito pequeño de la provincia de Cáceres, Navas del Madroño –continuó Adriana. –Estoy segura de que nunca has oído hablar de él. –A decir verdad, nunca he salido de aquí, así que conozco muy poco de otros lugares –se avergonzó Manuel. –Mi madre me contó que una mañana llegaron unas camionetas cargadas de gente y ocuparon la plaza del pueblo. De la parte de atrás sacaron un montón de trastos que fueron colocando bajo las arquerías de la plaza. Otros llevaban cajas con libros, libretas, lápices a un salón que se habilitó y al que luego bautizaría el concejal de cultura con el rimbombante nombre de “Sala de lectura y erudición”. En la fachada del Ayuntamiento colgaron una sábana enorme y enfrente una cámara de cine con la que proyectarían en la noche una película de Charlot, El chico. Con el grupo venían también jóvenes subidos en grandes zancos y otros con máscaras enormes y disfrazados de reyes y príncipes, de animales y monstruos, y recorrían las calles del pueblo con altavoces para llamar la atención de la gente y anunciando la película de la noche. Lo único que los vecinos tenían que traer era su propia silla si no querían ver la película sentados en el suelo. Mi padre entonces llevaba una barba cerrada y montaraz y mi madre dice que tenía una mirada pícara con la que engatusaba a las muchachas. –Manuel había acertado en su idea sobre el padre de Adriana,


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al menos parcialmente–. Al pasar junto a la casa de mi madre, como ella y sus hermanas habían salido a ver el desfile, él la cogió de la mano y se arrodilló exclamando: –“¡Oh, bella doncella si fueseis tan gentil de recibir a este vil lacayo, mi corazón volvería a latir, que muerto está desde que quedó deslumbrado por tanta belleza!” Y bajó la cabeza cogiéndose con la otra mano el corazón como si se le hubiese parado. Las hermanas de mi madre lo miraban entre risueñas y envidiosas. Mi madre quedó petrificada y lo miraba con unos ojos enormes que querían salirse de sus cuencas, así que él se levantó y, siempre cogido a su mano, le dio una vuelta sobre sí misma y guiñándole un ojo le susurró: “Espero verte en la película”. Mi abuela, que estaba asomada a la ventana viendo lo que ocurría, obligó a las niñas a entrar en la casa más rápido que deprisa. ¿Qué era eso de estar bailando con el primer titiritero que se le cruzara en la calle? ¡Que ni soñaran con ir a la plaza en la noche! Pero al final, tanto y tanto insistieron, y gracias a la intercesión de mi abuelo, fueron todas en grupo a ver la película, aunque, en realidad lo que querían ver era al joven de los ojos pícaros y la barba larga que luego sería mi padre. –La gente se había arremolinado frente a la fachada del Ayuntamiento y elegían el lugar más cercano posible a la improvisada pantalla de cine. Los niños corrían entre las sillas, las muchachas se habían colocado sus mejores ropas e intentaban impresionar al joven que les había robado el corazón. Habían instalado varios puestos de chucherías y en el aire se respiraba un perfume a churros y castañas asadas. Los mozos se habían colocado en una esquina de la plaza y apuntaban y sonreían a las muchachas. Varios perros olían entre los puestos intentando encontrar algo que llevarse a la boca. Entonces mi padre se subió a los escalones del Ayuntamiento y procuró la atención de todos. Tenía una voz profunda y armoniosa (no es pasión de hija) y la gente comenzó a guardar silencio para oír lo que el joven quería decir. –“Queridos vecinos de Navas del Madroño” –Adriana ponía gesto serio y ahuecaba la voz intentando imitar a su padre según su madre le había contado tantas veces–. “Es un honor dirigirme a ustedes en esta noche feliz para presentar esta actividad cinematográfica del Patronato de Misiones Pedagógicas. Antes que nada quiero que sepan que no hemos venido a pedirles nada ni a venderles nada. Muy al contrario, lo que pretendemos es traer ante ustedes una serie de actividades culturales que, por el pequeño tamaño de su población siempre quedan relegadas a las ciudades y nunca llegan a los pueblos. El propósito de estas Misiones es, precisamente, hacer llegar la cultura a todos los españoles, independientemente de donde vivan, en una ciudad o un pueblo pequeño y sin importar si tienen dinero o no. La República quiere la igualdad


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para todos los españoles y eso es lo que hemos venido a hacer”. Te puedes imaginar que mi madre no hacía más que mirar a mi padre y lo encontraba tan hermoso subido en los escalones, con su barba y sus ojos brillantes, que lo creía un héroe venido de otras tierras para liberarla de la mediocridad de su pueblo. No prestó atención en toda la película y cuando terminó volvió a casa suspirando y con la sensación de que el corazón se le había escapado. –Pero ¿cómo, no pudieron hablar? ¿Cómo se hicieron novios entonces? –preguntó ansioso Manuel. –Espera, no seas desesperado, hombre –le recriminó Adriana–. Mi padre tenía todo bien planeado. Como sabía que no era bien visto por mi abuela, no intentó acercarse a ella, pero después fue hasta su casa y cuando se apagaron las luces se fijó en cuál era la habitación de los padres y tiró piedritas a la ventana opuesta con la esperanza de que fuera la de mi madre o, al menos, la de una de sus hermanas. Así fue, mi tía Margarita se asomó y lo vio haciendo señas para que abriese la ventana. Se armó un revuelo entre las hermanas que casi despierta a mis abuelos, pero, finalmente mi madre se asomó a la ventana. –“Estás loco”, le dijo. “Si mis padres se despiertan te matan y a mí me meten en un convento.” “Baja. Necesito hablar contigo.” “No puedo. Mis padres cierran la puerta con llave y solo ellos pueden abrir.” “Pues salta desde la ventana. Yo te recojo.” Mi madre se moría de la risa de las ocurrencias de mi padre pero, en el fondo, hubiera saltado en sus brazos aunque corriera peligro de romperse la cabeza en el intento. “No puedo, de veras. Márchate que se van a despertar mis padres.” Entonces mi padre que, como puedes ver, no se daba por vencido fácilmente le dijo: “Pues si no bajas tú, subo yo. ¿Qué me dices?” –Mi madre no sabía dónde esconderse cuando vio a mi padre trepar por la reja de la ventana del piso inferior y encaramarse hasta su balcón. Un vaho de calor le subió a la cara cuando se vio tan cerca de él. Mi madre dice que olía a perfume de pino y que traía el misterio de los montes en sus ojos verdes, pero, si te digo la verdad, creo que exageraba. Debía de oler a jara y tomillo, al orégano de los montes por donde llevaban semanas viajando. A ella le brillaban los ojos. –Estuvieron hablando de esta manera curiosa varias horas en las que se pusieron al día de todo lo que habían hecho en el pasado y lo que pretendían hacer con sus vidas. Cuando se marchó, mi padre besó furtivamente los labios a mi madre que volvió a encenderse de vergüenza y le prometió que al día siguiente iría al baile que habían organizado las Misiones.


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–Mi padre tenía mucho trabajo al día siguiente. Nada menos que la propia María Zambrano, una de las mayores filósofas que ha tenido España, llegaba al pueblo montada en una furgoneta que traía la biblioteca ambulante y que habría de quedarse en el pueblo. Mi madre dice que venían cubiertos de polvo del camino y que, al bajarse del vehículo, doña María miró los tejados de la plaza y exclamó: “Qué chimeneas tan hermosas. Los inviernos aquí deben de ser muy bellos y olorosos a leña de encina.” La condujeron hacia el edificio que habría de albergar los libros que traían y estuvieron toda la mañana bajando cajones con libros, organizando la biblioteca y anotando sus fondos. Cuando terminaron era ya el atardecer. En la plaza se oía el bullicio de la gente y el ruido seco y detonante de las tracas. Un denso humo proveniente de los fuegos artificiales envolvía la plaza y la cubría de olores a pólvora. –Habían montado un escenario para la banda que habría de tocar más tarde y toda la plaza estaba adornada con farolitos de colores y banderas tricolor republicanas. Al poco tiempo, comenzó la banda a tocar pasodobles. Al principio solo bailaban los niños y algunas mujeres con otras mujeres porque a los hombres les daba vergüenza, pero conforme el vino fue haciendo su efecto liberador, algunas parejas se unieron al grupo y al rato los jóvenes buscaban pareja para bailar. Mi madre esperaba pacientemente junto a su madre y hermanas la aparición del galán que habría de pedirles un baile. Se había vestido con sus mejores galas y se había maquillado con unos colores que realzaban la belleza de sus ojos. Un vestido ligero de gasa rosa le ceñía el talle y se abría en una falda amplia hasta las rodillas que permitía entrever sus piernas bien torneadas. Varios muchachos pululaban como moscas sin atreverse a sacar a bailar a las chicas que, desde la altura de su belleza los miraban con desdén desalentando sus impulsos. –Mi padre, por su parte, se había colocado una chaqueta que usaba para las recepciones oficiales y, aunque bastante arrugada, le daba un aspecto distinguido. Se había afeitado la barba y recortado el cabello y puesto gomina con lo que estaba irreconocible. Apoyado en la esquina del escenario miraba a mi madre sin ser reconocido. Aprovechando el descuido de mi abuela que fue a buscar a su marido un momento, apareció de entre las sombras y se colocó ante los ojos atónitos de mi madre. –“Su Altísima Dignidad, ¿me honraría concediéndome este baile?” –Tras un momento de asombro e indecisión, miró a sus hermanas que reían divertidas y afirmaban con la cabeza, y aceptó la mano de mi padre que la llevó entre los grupos de parejas hasta el centro de la plaza. A partir de ese momento, mi madre dice que entró en un torbellino de luces,


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olores y sensaciones que la emborracharon y la perdieron en los ojos de mi padre. Dieron vueltas y vueltas al ritmo de los pasodobles, las luces giraban en torno a ellos y todas las estrellas parecían haberse asomado a la noche para ver una pareja tan linda. El brazo diestro de mi padre guiaba a la dama sin dejar de mirarla a los ojos. Fue el momento más feliz de la vida de mi madre, pero mi abuela tenía planes muy distintos para ella, así que tan pronto pudo, la sacó del baile y se la llevó a casa rodeada por sus hermanas quienes iban quejándose del poco tiempo que habían disfrutado de la fiesta y de ni tan siquiera haber bailado una vez. –“No voy a consentir que mi hija acabe con uno de esos revolucionarios rojos de pelo largo que van a acabar con nuestro pueblo”, rezongaba mi abuela Margarita mientras mi padre veía a la mujer de sus sueños alejarse de la plaza. –Y ¿cómo pudieron terminar juntos finalmente? –preguntó Manuel. –Mi padre volvió varias veces al balcón de mi madre, pero nunca consiguió verla. Mi abuela había puesto un férreo cerco a la dignidad de su hija y vigilaba continuamente a la damita, pero no hay puertas que puedan contra el amor. Un día, ayudado por mis tías, logró colarse en la habitación de mi madre y convencerla de que se escapara con él. Mi madre lloró mucho y lo pensó detenidamente, pero finalmente decidió que era su vida y su felicidad la que se jugaba, estaba tan enamorada de mi padre que aceptó huir con él. –Las Misiones abandonaron el pueblo un mes después de su llegada. Ese día, el pueblo les dedicó un festejo e hicieron chocolate con churros para todos. En la tarde, las furgonetas salieron dejando un rastro de polvo. Todo el pueblo salió a despedirles y los niños corrieron detrás de las camionetas gritándoles adiós y los perros ladrando y siguiendo el escándalo. A la salida del pueblo, una furgoneta paró y esperó que llegara la noche escondida en lo más profundo de la alameda. Al llegar la noche, un hombre desandaba el camino hasta el pueblo y se acercaba, aprovechando la oscuridad, hasta un balcón del cual se descolgaba una joven con una maleta atada con una correa. Mi abuela nunca les perdonó la traición, pero mi madre no se arrepintió. Desde entonces nunca se separaron. –Tu madre debe de ser muy valiente y muy fuerte para atreverse a dejar a su familia por un hombre –comentó Manuel. –Es cierto. Y tú, Manuel ¿serías capaz de hacer algo así por alguien a quien amas? –preguntó Adriana clavando sus ojos en los de Manuel. Él sintió ruborizarse de nuevo. Nunca se lo había planteado, de hecho era la primera vez que


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sentía algo tan profundo y que le hacía actuar como un idiota. No podía hablar, actuaba como un payaso. Debía de ser amor, sí. Debía de ser que estaba enamorado, pero ¿hasta cuándo iba a actuar así? De esa forma Adriana nunca se enamoraría de él. Necesitaba actuar como un hombre, no como un idiota si quería conquistar el amor de Adriana. Se aclaró la voz en un intento de parecer seguro y varonil, pero no acertó a soltar más que un vergonzoso gallo porque sintió la mano de Adriana que tomaba la suya y sus pupilas verdes esmeralda clavándose en sus ojos como si pretendiera hipnotizarlo. Balbuceó algo ininteligible. Ella parecía decirle que no tenía que preocuparse, que se dejara llevar. Una fuerza superior le impedía pestañear. Nunca supo cuántos minutos pasaron en esa posición. En algún momento intentó separarse, pero no pudo; estaba literalmente pegado a ella por las manos. Las percibía suaves, pero firmes. Sentía el aliento de Adriana en su boca; olía el perfume de su piel. Se apoderó de él una necesidad desconocida de acariciar su cabello. Alargó la mano y no pudo creer que estaba tocando su pelo, sintiendo la suavidad de sus cabellos. Ella se dejaba hacer sin apartarle la mirada: su cabello era suave como la seda. Rozó su cara con la mano, la sintió fría y tensa. Ella lo siguió mirando muy fijamente. Pudo sentir su palpitar. Se acercaron un poco más; sus labios estaban a punto de tocarse, podía oler su aliento. En ese momento sintieron una voz en la puerta. –Adriana, ¿estás ahí? Te estaba buscando. Con la nochecita como está, me preocupa que estés en la calle, hija. –Ah, sí, claro. Mamá, este es Manuel Guerrero, el compañero de clase del que te hablé. –Buenas noches, señora –saludó Manuel levantándose–. Estábamos viendo unos fascículos de El Guerrero del Antifaz, pero ya hemos terminado. Ya me iba para casa yo también. La madre de Adriana lo miró dulcemente desde el vacío de unos ojos cansados de llorar. –Adrianita me ha hablado mucho de ti –comentó con una sonrisa suave. –¿De veras? Espero que no haya sido todo malo. –Qué va. Al parecer tenéis muchas cosas en común –dijo la madre mirándolos a los dos. Antes de doblar la esquina volvió la cabeza para ver a Adriana por última vez, pero no vio más que el reflejo de unos ojos verdes, como el de los gatos. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral y le erizó la piel.


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