Los niños luminosos de Paracas
En los albores de la década de los setenta, en el Perú, la vida se empezaba a modificar significativamente en la escena social, y aunque esto sucedía, todavía existía en la capital, un orden relativo y no se producían aún los desbordes sociales que se dieron paulatinamente en los siguientes años. En aquellos días, vivíamos entre La Paz y Lima, con los recuerdos frescos de la infancia en la capital Boliviana, a causa del forzado y confuso retorno a nuestro país provocado abruptamente, por la inestabilidad política Boliviana. En el Perú, la revolución del General Juan Velasco Alvarado, ya había dictado la pauta férrea de llevar el país con dirección a una justicia social de carácter socialista, eliminando burocráticamente a la oligarquía; todo hecho sin fuerza, con la delicada persuasión del poder militar acuartelado, un par de tanques estacionados frente al palacio presidencial, soldados con fusiles que no dispararon un solo tiro en el desplazamiento del gobierno, y, con un golpe revolucionario que no costó ni una sola vida y expectoró en piyama, al exilio, al entonces presidente de la república, Don Fernando Belaune Terry. Era el lejano verano de aquel año, nuestro padre tuvo que quedarse viviendo en La Paz, mientras que nosotros y nuestra madre, en Lima, experimentábamos una constante ansiedad por la violencia e inestabilidad política boliviana, no por la preocupación de lo que allá ocurriese, sino porque nuestro padre permaneció en esa ciudad, arriesgando su vida y sorteando los embates de la brutalidad que salpicaba a los civiles de los choques entre mineros, campesinos, disidentes revolucionarios y el gobierno. Mi padre se tuvo que quedar en La Paz debido al trabajo y la responsabilidad que tenía frente a la representación de los laboratorios Lederle, empresa farmacéutica estadounidense, que por cierto, ya no existe. En esos días, mi visión de la vida, como es lógico, era muy diferente. Han pasado muchos años, “tantos” que hasta los hielos se derriten en el planeta, se hizo un agujero en la capa de ozono que protege la tierra, se han extinguido unas cuantas
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especies de animales, en la tierra, en el mar junto con algunos de los biólogos interesados en su salvación, y los rayos solares se volvieron más peligrosos. Todo esto es francamente analizable, no sólo eso, es ponderable hasta el punto de buscar un consenso por la buenas o por las malas. El escollo que interrumpe el cambio estriba en el egoísmo y estupidez supina generalizada entre los que detentan el poder económico y no les interesa el futuro de las generaciones venideras: en miles de años no se hizo tanto desmadre con la tierra por manos de los hombres como en estos últimos cincuenta años. Han pasado tantas cosas en este mundo, en tan poco tiempo, que la memoria histórica tendrá que reproducir mucho más páginas en estas décadas, que en millones de años, especialmente, por los detalles que se han ido creando, cosecha del brillante, peligroso, maravilloso y perverso, cerebro humano. Sin embargo, a pesar de todo lo transcurrido, mi memoria aún conserva la película de aquel entonces. Basta que cierre los ojos y apriete el cráneo, para estrujar el cerebro, echar a andar el rollo, y como los antiguos proyectores de ocho milímetros, veo la secuencia: Mi padre ha llegado por el verano del setenta a Lima procedente de la Paz en un vuelo de Braniff. En casa, estamos alborotados, mi hermano trata de demostrar su aplomo científico prematuro, nos tranquiliza. Mi corazón no cabe en mi pecho: mi padre es el que me engríe, departe tiempo conmigo, y lo extraño de verdad. Mi madre está visiblemente nerviosa. Ya estamos viviendo en San Felipe, la nonna Natalina acaba de llegar y conversa en italiano con mi madre, ofrece preparar los ñoqui que mi padre adora. Nos disponemos a ir al aeropuerto a recogerlo con mi madre: el Jorge Chavez en ese entonces era un aeropuerto modernismo, con todos los servicios en orden, donde sólo unos cuantos acudían, no era la plataforma del éxodo que devoró su alcance con el tiempo. MI padre llegó, lo recibimos muy felices, pasamos la Navidad del sesentinueve en casa de la nonna, esperando los regalos con ansiedad. Llega el año nuevo, paso la noche correteando en la calle Río de Janeiro, jugando con
“mis amigos” como llamaba de niño a los vecinos: Coco, Ramón, Bijou,
pisamos rasca pies, detonamos algunos petardillos, mi tío Armando nos cuida, nos ayuda, y los días pasan ligeros. Mi hermano y yo, estamos impacientes por salir
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de Lima, mi padre nos dijo que iríamos a pasar los tres meses de verano a Paracas, a la casa en la playa, con la tía Norma Madueño, la sobrina de Don Donofrio, el dueño de la fábrica de helados y chocolates Donofrio. La tía Norma, era nuestra vecina en la quinta en la que vivíamos en Arequipa, ella, como su esposo, Alberto Madueño, eran amigos de mis padres. Nosotros jugábamos con Albertito, Rocío y Marisol, los hijos de los Madueño. Hay una casa de verano en Paracas que compartiremos con esa familia, habrá una buena cantidad de niños y chocolates Donofrio. Estarán Albertito, Rocío, y Marisol que es rubia y en Arequipa la observaba encandilado, ya habíamos jugado con él y sus hermanas mayores en El Vallecito, la zona donde vivíamos en Arequipa. - Mamma, Paracas suena raro - Paracas es un lugar donde se desarrolló la cultura Paracas – explicó mi madre aclarando mi extrañeza. Mi padre iba preparando las cosas para abordar el auto y lanzarnos a la carretera, mientras ilustra: – En Paracas se tejían las telas más hermosas del imperio preincaico, se hacían trepanaciones – Acorralo a mi padre con preguntas, el siempre las resuelve contento, ahora más que nunca, hemos estado distanciados un buen tiempo, especialmente las relacionadas con la historia: me explica que se trataba de operaciones cerebrales, que se hacían, dos mil años atrás. Ya bajando del edificio para marcharnos, veo a Carmen y Maruja jugando en la puerta de su casa en las Gardenias, salé Carlos, está comiéndose un inmenso choclo, sonríe al verme, sus labios brillan - Nos vamos a Paracas – le digo, se acerca y me saluda. Maruja está sentada con sus muñecas en la entrada de la casa, me mira con sus intensos ojos negros, sus cejas pobladas se arquean, frunce el gesto, me saca la lengua, y Carmen nos mira parada a su lado, lleva una larga muñeca rubia en los brazos - Cuiden a esas muñecas que ya regreso para cortarlas en pedazos- amenazo. Carmen la aprieta contra su pecho protegiéndola de mi anuncio, Maruja se incorpora y grita: idiotas - mi papá los va a llevar a la policía - Carmen se ríe, le doy la mano a Carlos solemnemente, siento un pellizcón en la espalda, me vuelvo,
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allí está mi hermano: - Apúrate huevón que ya nos vamos, ¡ayuda a cargar las cosas carajo! Rodamos en el auto por la Panamericana Sur con dirección a Paracas, en un Datsun ensamblado en el Perú, auto pequeño, se han cerrado la general Motor, la ensambladora de la Ford, nunca más se producirán autos americanos en el Perú, sólo se pueden elegir tres tipos de marca: Datsun, Toyota y el escarabajo de la Vollskwagen. El auto familiar es de color rojo, vamos todos: mi madre abstraída, mi hermano mirando el paisaje, mientras, mi padre conduce fumando. Saliendo de Lima, una vez pasado el hipódromo de Monterrico, no hay nada, sólo arenales y más arenales,. Solamente a la altura de Chorrillos hay una especie de lugar de campo donde veo un complejo de la policía. Pasando la zona de Villa, donde tampoco hay nada, aparecen los campos de basura donde se deposita todo el desperdicio de Lima, están al margen de la carretera, se yerguen inmensos, hediondos, la alegoría a la podredumbre. Un olor nauseabundo incursiona en el auto – Cierren las ventanas – ordena mi madre que acaba de prender un cigarro. Preguntamos por qué la basura es depositada allí. – Es donde se deja- aclara mi madre sin mayor explicación. En esa montaña de desperdicios, la luz crepita entre los objetos dispersos, la percibo a contra luz, a la velocidad módica del auto de mi padre, los destellos vibran y aquella composición con el movimiento del vehículo parece también moverse, cobrar vida, palpita, es una paisaje extraño, lo proceso, observo a mi hermano, está mirando hipnotizado el cuadro. No puedo percibir los objetos que están apilados allí, aparecen formas, siluetas, rostros, personas, nada es claro, aquella composición respira, los contrastes de colores son incontables, brillan, hay fuego en algunos sectores y el humo se eleva disolviéndose en el cielo diáfano de la mañana - Hay un montón de personas en la basura – informó a los pasajeros. Agudizo la vista y distingo entre la podredumbre, los cartones, las columnas de humo pestífero que se alzan a la atmósfera, a una serie de individuos, hombres, mujeres, niños, ¡niños como yo! Están escudriñando entre los desperdicios, ¡están en la basura!. Mi madre también contempla el panorama, aquel cuadro pictórico de la irrealidad real, aquel cuadro que se hace impresionista en su composición, ella se vuelve, apaga su cigarrillo, levanta la pierna y
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prácticamente se arrodilla en el asiento, me observa, sonríe y dice: son niños pobres hijo – y agrega en un suspiro compasivo: - los debería pintar algún pintor francés - mi padre se ríe y la mira de reojo. – En este país hay muchos pobresilustra él. Mi madre acota – Sí, quizá la revolución traiga cambios, basta mirar un cuadro como este para que quedes impresionado, se necesita más dignidad, más igualdad, estas realidades hacen que pensemos en que la justicia no funciona en el Perú - escucho, vuelvo a mirar por la ventana. Aguzo mi observación: todo ha transcurrido en minutos, los basurales se extienden a lo largo de dos o tres kilómetros, cientos de gaviotas revolotean en la basura, entre el humo, diviso chozas sobre un montículo de objetos, la gente vive allí, es un cuadro verdaderamente impresionista, es de verdad, impresiona. Dejamos atrás la pintura emplazada en el museo de la vida. El auto sigue rodando en la Panamericana, ahora estamos paralelos al mar, me acercó a la ventana, contemplo las olas inmensas romper en la orilla, observo siluetas de pescadores con el espinel tendido. Mi madre trata de sintonizar el radio, se escucha con interferencias, al cabo de unos treinta minutos ya hemos pasado Santa María, un par de pequeños pinos anuncian la entrada, hay una carretera asfaltada que entra, un cartel, una hilera de pinos pequeños corre paralelo a esa pista. Subimos por unas inmensa dunas donde la carretera las surca con el asfalto, en un lado está el mar, al otro lado, las montañas que van creciendo, de arena a tierra, de tierra a roca, y se siguen extendiendo hasta tocar con sus picos las nubes. Contemplo la arena, las huellas en ella, distingo uno que otro animal muerto sobre ella: esqueletos de pelícanos, gaviotas, el auto pasa raudo. Descubro en la banquina un perro muerto, está aplastado, queda atrás, saltó en el asiento y miro por la ventana trasera, se va empequeñeciendo, la interferencia es insoportable en el radio, mi madre lo apaga. Avanzamos y diviso un hombre solitario caminando al borde de la carretera, miro, pasamos a su lado, tiene barba larga, pelo largo, está descalzo, semidesnudo, sólo lleva un saco muy sucio encima, está loco, es un loco, saltó a la ventana trasera a observarlo, se va empequeñeciendo, desaparece. – Pobres dementes, deberían meterlos al manicomio, seguro se ha escapado de Larco Herrera- comenta mi madre – Ya no hay sitio para ellos, se quedan en la calle –
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añade mi padre. Mi madre prende un cigarro, fuma uno tras el otro, mi padre la observa, empezamos a descender, a lo lejos emergen dos gigantescas construcciones, es el control policial de Pucusana. La policía nos detiene, un guardia pide documentos, observa el interior, revisa los documentos que le entrega mi padre, hace una seña de saludo militar, un grupo de niños esgrimiendo bolsitas se aglomera frente al auto, justo detrás del policía: - alfajores, galletas de agua, alfajores de miel – ofrecen. Los miró desde el auto, se ven pobres, sus ropas están roídas, algunos no llevan zapatos, me entristece ver niños como yo en esas condiciones, nosotros vamos a disfrutar de la vida, ellos están trabajando, olvidados, sucios, los destellos de sus miradas entran al auto, percibo su observación, no sé si sienten envidia, nos miran con tristeza, no les hemos comprado nada. Arrancamos en el auto. Todos estamos en silencio, mi hermano tararea una canción argentina: “Movete chiquita movete, que estoy hecho un demonio, nadie me para esta vez...”. Mi padre carraspea, aborda un tema de conversación, del laboratorio, de sus colegas, hablan de una convención – se hará en Paracas- informa. Mi hermano es más rápido que yo, interviene en la conversación, mete la cuchara. En un momento mi padre dice entre dientes refiriéndose a uno de sus colegas de trabajo, que es una mala persona – es un putañero - ¿ Qué es un putañero? Pregunta mi hermano de trece años, sabe más, se imagina lo que es. MI madre lo mira, desplaza la mirada a mi padre, ambos se ríen, mi madre se vuelve, me mira, y dice: - tápate los oídos – mi padre ríe, ella también. Murmuran algo entre ellos. Ya mi padre me había explicado lo del sexo, lo hizo con un pedazo de papel en el que dibujó un hombre, una mujer, la mujer con las piernas abiertas, y luego hizo una especie de diseño anatómico para explicarme cómo funcionaba la penetración, dibujó el espermatozoide, dibujo los ovarios, el útero, sabía cómo explicarlo. Fue en casa de la nonna, sentados en la escalera de la entrada, frente al jardín con tréboles por doquier, unos meses antes, mi padre había venido en 28 de julio a visitarnos, y decidió arrancar la idea de mi cabeza, que los niños venían al mundo en el pico de la cigüeña, aunque yo ya había escuchado otras cosas.
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Mi padre se ríe - tu repites la palabra puta ¿sabes que es una puta? Antes que contesté, mi madre explica: - una mujer mala – Mala, mala puede ser una brujapienso - Malo es muchas cosas -. Mi padre se ríe y aclara: - La mujer que cobra por sexo- no lo alcanzo a imaginar, está fuera de mi comprensión Mi hermano está a atento y dispara: - papá ¿qué pasa si una puta tiene un hijo?- nace un hijo de puta - repone mi madre rompiendo a reír a carcajadas con mi padre. Luego de una hora llegamos a Mala, detenemos el auto en la Manola, un restaurante al borde la carretera; seis niños se arremolinan alrededor del auto, nos miran, los miramos, mi padre abre la puerta: - le cuido el auto señor, soy José, no yo Pedro, no yo lo cuido señor, soy Gabriel – nos vamos bajando, observo a mi madre estudiarlos, son todos de mi edad, ocho, diez años a lo mucho - ¿Y quién los cuida a ustedes? - pregunta mi madre Los niños esgrimen inmensas sonrisas, uno de ellos responde por todos: Nosotros, nos cuidamos entre nosotros almorzamos, al salir mi madre les entrega una bolsa que le han preparado en el restaurante, es comida, todos se lanzan a tomarla – hay para todos dice, y se la entrega al más grande – reparte y sé justo - ordena, y seguimos el camino. Tras tres horas de viaje, hemos llegado a Paracas. Cruzamos Pisco, una pintoresca ciudad con perfil de pueblo, no llega a ser ciudad, es algo más grande que un pueblo. Pasamos por la Plaza de Armas y capto de inmediato, el talante abúlico de lugar, algunos ancianos están en las bancas del parque leyendo el diario. El trinar de millares de gorriones, en las copas de los árboles de la plaza, otorga una sensación de paz. Un par de niños lustrabotas nos miran desde la vereda con expresiones pazguatas, nosotros hacemos lo propio desde el auto. – No paressolicita mi madre –hay que llegar de día, Norma está esperando. Finalmente llegamos a la bahía de Paracas: allí está la zona de los pescadores, los restaurantes, hay carteles que anuncian: tortuga sudada- tortuga frita- cebiche de conchas de abanico- - ¿Se come la tortuga? – Pregunto aterrado pensando que matan a esos pobres animales – Es una carne extraordinaria, tiene todos los sabores, a chancho, a pollo, a vaca, a conejo, a pescado - Lo que no se come es el caparazón, huevón – me dice mi hermano –Son tortugas que viven dentro del mar, no como las que tiene la nona Lucía – aclara mi hermano con sorna, pienso,
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calló. El olor a mar es intenso, la bahía se extiende imponente, veo los botes de pesca en la orilla, hay muchas algas, una orilla de sargazos, negra, el olor es pestífero, no obstante no llega a herir el olfato como los basurales, es una pestilencia agradable, orgánica, natural, me gusta. Hay miles de gaviotas revoloteando alrededor de las embarcaciones que van llegando a distintos muelles artesanales. Levantó la vista, mi ventana da al océano, mi hermano se aprieta contra mí, quiere mirar también – el sol está cayendo al Pacífico, su luz se proyecta sobre nosotros, dispara las sombras de los objetos en la orilla, de las personas que están ayudando a los pescadores tras la faena del día. Mi padre se detiene de cuando en cuando, en lapsos de segundos o minutos para que apreciemos el espectáculo, nos va explicando distintas cosas: nos habla de la pesca, de la anchoveta, de las ballenas, y mientras, el auto sigue rodando. Dejamos la zona pesquera y nos volvemos a alejar de la costa cortando por la misma carretera que retoma el camino. Tras unos veinte minutos en una bajada, de donde se aprecia la espectacularidad de la bahía, aprecio el fuerte viento que llega del Pacífico, hace volar papeles y sacude las ramas de los arbustos que hay cerca de la pista. La bahía está muy agitada, un oleaje continuo, cruzado, no hay ninguna
embarcación
que
esté
navegando,
Diviso
árboles
imponentes
sacudiéndose, entre ellos, una construcción blanca, es monumental, con un largo muelle – es el hotel Paracas - informa mi padre que advierte que estamos viendo en esa dirección, y el sol enfrente proyecta aún más esas sombras. Al lado de la construcción, hay una serie de casas, bajamos con el auto, todos estamos cansados, contemplando el espectáculo natural, las gaviotas vuelan por doquier, alcanzo a divisar algunas embarcaciones ancladas bamboleándose sobre el oleaje causado por el intenso viento. - Son chupinas – informa mi padre, es el viento de la tarde, la paraca, no se puede entrar al mar en las tardes, es peligroso. Mi padre empieza a darnos una serie de advertencias: las rayas, están en todas la bahía, los pastelillos (rayas pequeñas) descansan en la mañana, sobre la orilla donde el océano reposa suavemente, pues se pone muy tranquilo y el viento de levante cesa completamente. Hemos llegado a la casa:
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Es una casa verde, grande como un barco, me la imagino como un barco, como la casa de Arrigo Donofrio en Pucusana, me parece un barco. Esta casa tiene algo especial, las paredes ampolladas, con costras de salitre, degastadas por el efecto del viento, de la paraca, en la entrada esta la camioneta Volkswagen de Alberto Madueño. Mi padre baja del auto estirando los pies, estira los brazos, a manejado un largo rato. Estoy ansioso, mi vista recorre todo, a todos: observo casas de playa, un desierto tras la casa, un mundo de miles de aventuras. Lo primero que diviso es una lagartija corriendo bajo el auto de Alberto, cruza, se acerca a la pared, se detiene, mueve la cabeza de forma prehistórica y empieza a trepar la pared. Quedó fascinado con el animal. El sol se oculta al otro lado de la bahía, sus rayos de colores naranja, rojo, se filtran rabiosos entre las montañas que se ahogan en la arena de las dunas que la rodean, frente a ellas, está la bahía, otras imponentes montañas mojan sus pies de roca en los arrecifes. Las tonalidades se proyectan contra la pared de la casa, las sombras se hacen incesantes, danzan lentamente. La tía Norma sale y abraza a mi madre, mi padre se funde en un abrazo con Alberto, todos se abrazan, Albertito sale, me saluda, me invita a entrar y a mostrarme la habitación donde dormiremos, no estamos solos, hay cinco niños más, los primos de Albertito, todos de nuestra edad, uno de la edad de mi hermano. Hemos llegado. Paso dos meses maravillosos jugando en la playa, buceando en la orilla y cazando con el arpón bajo el agua, rayas de distintos tamaños. Albertito me presta un arpón Champion baby, un arbalette francés, efectivo para la caza submarina practicada por niños. Nos dan una chalana y en las mañanas remamos por la bahía, en las noches, todos extenuados por el día, dormimos en una habitación, cinco niños, y comemos galletas Donofrio, Sublimes, helados, mermelada. Mi madre va a Pisco una vez a la semana a hacer las compras, y mi padre, junto con Alberto parte dos veces por semana en un pequeño yate, con Fredy Blume, a las islas, a todos los lugares posibles donde puedan hacer una buena caza submarina, regresa con ejemplares inmensos de lenguados, meros gigantes, cabrillas descomunales, pintadillas, todos esos peces ya pescados y arponeados en un certero lugar – todos hablan de Fredy Blume, es un cazador submarino
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imbatible, puede sumergirse largo tiempo bajo el agua y siempre emerge con una pieza en la mano, arponea sus presas con exactitud matemática, disparos tan certeros que siempre da en el mismo punto, fulmina a cada pez que caza. Los banquetes de pescado son extraordinarios en la casa de playa, una larga mesa colmada de voces cantarinas: - pásame esto, dame aquello, quiero agua, no me gusta esta parte, risas, bromas; mientras, las madres: - cuidado con las espinas, no ensucien el mantel, come bien, no dejes el arroz, límpiate la boca, no juegues -. Despertarse en aquella casa, con el olor a océano impregnado en las narices, los chillidos de las gaviotas suspendidas en el aire, y con el olor pestífero que de cuando en cuando la harinera de pescado envía con el viento, es reconfortante. Sentir el sol, ver la grandeza de la playa, todo es grande, imponente, espectacular. Camino todo el día sin nada más que mi ropa de baño, no utilizo zapatillas, sandalias, quisiera estar desnudo “in puris naturálibus”
El verano transcurre
cargado de emociones. Caminamos por el desierto, llegamos a un antiguo depósito de agua y encontramos allí inmensas lisas que no entendemos cómo pueden vivir allí, el lugar es árido, un ambiente lóbrego, misterioso, abandonado, que anuncia vida ausente que insiste en su presencia con los recuerdos marchitos de su estructura. Son depósitos de agua olvidada, verde capaz de asfixiar, con algas extrañas, y esos peces inmensos y rápidos viviendo allí, es enigmático, un depósito con motobombas oxidadas, con tubos desprendidos. La vida en el verano de Paracas es lo más bello del mundo, los atardeceres son espectaculares, y mi mente viaja y viaja en cada instante. Mi padre, una noche, antes que se marche, pues nos dejará dos meses más en esa casa, nos hace una referencia histórica que es avalada por Alberto.: Paracas fue el dominio de una gran cultura, cargada de conocimientos, con técnicas médicas y textiles únicas en la historia de las culturas preincaicas, con una policromía en sus telas y cerámicas que no sólo han perdurado en cientos de años, también con un sistema de organización único, en pocas palabras, un mundo que suena feliz. Además, nos cuenta: ustedes todavía no conocen el extremo final de la bahía, y allí, si caminan hasta ese lugar, pasando la inmensa casa de Richard Custer, verán que hay pantanos en la orilla de la bahía, son algas y depósitos orgánicos que están allí hace cientos de años.
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Allí encontraran flamencos, bellos flamencos de colores. Para que sepan, fue el lugar donde llegó Don José de San Martín en su expedición libertadora, cuando vino a declarar la independencia del Perú, cuando vino a expulsar a los malditos invasores que destruyeron el imperio incaico. Dicen que estaba cansado, tomó su caballo y salió cabalgando por la orilla de la bahía. Desmontó y quedó mirando los flamencos, San Martín quedó dormido allí, en esa playa, hace más de cien años, y soñó que los flamencos volaban frente a él y dibujaban con su vuelo y sus colores, la bandera del Perú, entonces, así, creo los colores de la bandera. Vayan por allá y conozcan ese lugar, eso sí, siempre saliendo temprano sin regresar tarde, tienen nuestro permiso. Alberto Madueño, más pequeño que mi padre, da un salto y se pone a su lado, nos mira con su expresión inquieta, y dice: vayan, vayan rápido si quieren conocer el lugar. Y vean a todos esos flamencos. Quedo pensando en San Martín, lo imagino a caballo, en un caballo blanco e imponente, con su uniforme marcial colmado de laureles bordados en plata, botones dorados, las charreteras importantes, las botas relucientes con espuelas de plata que fulgura con los rayos brutales del sol. Pende en su cintura un largo sable para decapitar españoles abusivos; desmonta y cae rendido, entorna los ojos que he visto en los libros del colegio, azules y fríos, que contrastan con su negro cabello argentino; mi imaginación vuela como halcón peregrino. Esa tarde todos los niños están jugando, el hijo de Fredy Blume, Jaime, tiene un tractorcito en miniatura, funciona a gasolina, es la maravilla anhelada por cualquier niño, va con un remolque y todos los niños se suben a la carreta que va jalando. Me subo un par de veces, hasta que me empiezo a aburrir. Han pasado unos minutos después de la una de la tarde, los niños, en pandilla, están como locos detrás del tractorcito que Jaime maneja orgulloso y no deja manejar a nadie, sólo permite que se suban al remolque. Decido salir caminando por la playa con rumbo al final de la bahía, es más interesante conocer el lugar donde San Martín soñó con la bandera del Perú, ver a esos flamencos. El sol es fuerte, quema, empero, no me interesa, los reflejos del mar me hechizan, los piqueros se descuelgan desde el cielo como aviones atacando sus blancos en una guerra, y realizan sus clavados espectaculares,
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emergen con un pez en el pico que se sacude por la vida, percibo el viento de levante, la paraca, he contravenido el consejo de mi padre, no me interesa, quiero llegar hasta el lugar de los flamencos. Camino y camino, corro, recojo caracoles, valvas de abanico, y observo inquieto los esqueletos de las gaviotas muertas en la orilla mientras los cangrejos carreteros se dan un banquete con sus restos. Dejo la zona de las casas, la última, en la curva final de la bahía, es la de los Custer, está a distancia de la playa, un arenal media entre la casa y la orilla, tienen su propio muelle y un yate está anclado cerca, se mece con el vaivén de las olas que empiezan a azotarlo, el viento arrecia, no me importa, sigo caminando. He dejado atrás las casas, estoy solo con la naturaleza. Conforme voy avanzando, empiezo a percibir el aroma a los sargazos, a la acumulación de algas en la orilla, me acerco y trato de caminar con los pies en el agua, a esa hora ya no hay pastelillos, el agua está muy batida, mis pies empiezan a empantanarse, cada paso extrae con un “in promptus” el sonido vacuo que libera el efluvio atrapado de la descomposición orgánica, mis pies y mis pantorrillas se tiñen de negro, oscuro, es una sensación inefable. Continuo la marcha, me despojo de la camisa, me siento libre, no me concibo como un niño, como un infante párvulo, me siento parte de todo ello, de ese mundo, el mundo en el cual deseo quedarme. Levanto la vista, y diviso impresionado cientos de flamencos, sus patas largas entran como palos en el agua, parecen pájaros de otro mundo posados sobre largos zancos, sus pescuezos se tuercen, contorcionan y zambullen sus cabezas en el agua, picotean, es increíble, arranco a correr, a gritar sin que nadie se pueda quejar y una bandada de flamencos, los más próximo a la orilla despegan abruptamente, despliegan sus alas con sigilo, y las baten, con fuerza, como aviones imposibles, y aquellos colores, ese rosado casi rojo, los veo suspendidos en el aire, sí, es la bandera del Perú – me digo – lo que vio Don José de San Martín, el libertador del Perú. He corrido una y otra vez, gritando solo, feliz, finalmente, agitado, con la respiración acelerada, el corazón en la boca, caigo a la arena riendo solo, sin interesarme en nada ni en nadie, de espaldas sintiendo la humedad en mi piel, con los brazos extendidos en cruz, las nubes pasan con formas de animales, con caras, flotan el cielo y se deslizan con el viento, olvido a mi padre, a mi madre, a
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mi hermano, al mundo entero. Siento una caricia en la espalda, la yema de los dedos de alguien me roza suavemente, saltó sobrecogido. Me vuelvo y me encuentro frente a frente con seis niños: tienen el pelo muy oscuro, sus ojos almendrados son negros, el color de su piel es oscuro, barnizado, bruñido, llevan en la cabeza una especie de vincha, de colores muy intensos. Se miran entre ellos, me sonríen, corretean, me incorporo mirándolos lentamente, estudiándolos, poseen un extraño brillo en sus pieles, me llaman con señas. Hablan otro idioma, un idioma que no he escuchado jamás, trasmiten tranquilidad, refuerzan el momento de paz. Vuelven a llamar con señas, uno de ellos está parado frente a mí, su intensa mirada atraviesa la mía, los demás revolotean a su alrededor, Los sigo, entramos al agua, chapoteamos, jugamos, hay dos niñas entre ellos, son hermosas, delicadas, las observo, llevan un atuendo diferente al de los varones, están cubiertas en el torso, muestran sus ombligos, sus piernas son delgadas, ágiles saltan, caminamos unos trescientos metros rodeando la bahía, y ellos corren, yo corro con ellos. Ignoro cuantas horas han pasado, pero estar con ellos es lo mejor que he sentido en mi vida. De pronto, escucho gritos, un bocinazo lejano, me hallo a la altura del vértice final de la bahía, prácticamente al otro lado, la carretera que conduce a Punta Pejerrey la circunda, y en ese punto se acerca, me doy vuelta y como un espejismo, entre el reflejo de verdaderos espejismos sobre el arenal, descubro la camioneta Vollkswagen de Alberto Madueño. MI padre está acercándose, cruza con dificultad el arenal hundiendo los pies en la arena, mi madre ha descendido del auto y está parada al lado de la camioneta fumando un cigarrillo. Me vuelvo, y los niños se encogen de hombros, me miran lejanos, con miradas transparentes, sus ojos negros intensos me observan, sus dientes adamantinos, sonríen, y me hablan en aquel idioma extraño. Mi padre está cerca, y yo me vuelvo y les hago adiós con la mano, me despido. – ¿De quien te despides? Te has vuelto loco - grita mi padre, un grito que se ahoga en el viento mis amigos, ellos están allí, están frente a mí, - allí no hay nadie, te ha dado el sol, vamos, nos has dado un susto terrible, tu madre casi se muere de la angustia reprime severo y aliviado. Mis padres me han venido a rescatar. Me subo en el
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auto aguardando la feroz reprimenda de mi madre, un cocacho en la cabeza, pero nada, están en silencio, murmuran entre ellos, hablan de mí. Y así es, detengo el proyector para recaudar el recuerdo fresco y explicarme lo acontecido. La mente, artilugio natural, es la que crea todos esos artefactos que nos dan la facultad de acelerar, detener, grabar, y repetir las situaciones de la vida con la nueva tecnología. Todo lo que se ha creado de forma virtual en el mundo, emana de la mente humana, y todo ha salido de ella. Esas imágenes virtuales, de composición fantástica suceden con mayor precisión en ella, mientras que vivimos, también ocurren en los sueños que se adelantan al tiempo, que anuncian futuros, o que nos guían para descifrar misterios que en el mundo real se hallan ocultos. Existe un límite, en la vida cotidiana, entre lo que es virtualmente pensado e imaginado por nosotros y lo que en realidad acontece, en la dimensión que no esperamos, que sentimos y no experimentamos. El límite entre lo real y lo irreal, agazapado en nuestra percepción, que a veces se revela en sorpresas fotográficas o fílmicas, late siempre cerca de nosotros. Por alguna razón se reproducen esos hechos en la virtualidad creada por nosotros e interpretada como producto de la imaginación. Aquella lejana tarde, en el momento que llegaron mis padres, eran ya las seis de la tarde, las horas se habían esfumado sin que lo percibiera, jugando con aquellos niños que mis padres no pudieron ver. Regresé días después, acompañado de todo el grupo de niños que vacacionaban en la casa de la playa, iba guiando el grupo con orgullo, como el conocedor aventurero que ya sabía exactamente dónde se hallaban los flamencos, fue nuevamente un espectáculo extraordinario. Todo el tiempo estuve pendiente, escudriñando mis derredores para avistar la presencia de mis amigos, los cuatro niños y las dos niñas que aparecieron de la nada y que me acompañaron durante esa tarde, pero no lo veía. Justo antes de emprender el regreso, levanté la vista y los pude ver parados en el borde de la orilla a unos doscientos metros, se encontraban uno al lado del otro, divisé sus perfiles inmóviles, sobre ellos revoloteaban las gaviotas, parecía un espejismo. Levanté la mano y ellos hicieron los propio, me saludaron, estaban allí. Los niños que estaban conmigo me miraron extrañados, dibujando expresiones de risa, de
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burla – ¿a quien saludas? ¿ A las gaviotas? – Ellos no los veían, nadie los veía. sí a las gaviotas – contesté a secas Las siguientes semanas, me alejé de los niños de la casa, dejé de jugar con ellos, y empecé a comportarme de manera introvertida, sinceramente, ya no me interesaba jugar con Albertito y sus primos, ni perseguir a mi hermano. Me las agencie para ir temprano al otro lado de la bahía, sin despertar sospechas, corriendo, haciendo mi maratón personal. Los volví a encontrar, y se hallaban en el mismo sitio, correteaban, saltaban en la orilla chapoteando, las niñas despertaban un sentimiento especial en mí, su ropa era llamativa, con dibujos incaicos, de colores policromados, con vinchas diferentes a las de los varones. Jugué con ellos, me enseñaban situaciones de su mundo mediante dibujos en la arena, y conversábamos con señas, sellando los diálogos inauditos con risas y abrazos Eran niños perfectos, sencillos, agradables, deseaba pasar más tiempo con ellos, sin embargo, no era posible porque sabía que me esperaban, y ante mi ausencia, vendrían por mí, y me hallarían nuevamente solo, sin poder explicar los mayores que estaba acompañado por niños maravillosos. En el cuarto encuentro con ellos, el día se nubló ocultando el sol, una intensa neblina emergió procedente del mar, era difícil determinar la hora pues me guiaba por el sol, y cuando empezaba a descender, calculando el punto entre Punta Pejerrey y el sol, sabía que era ya la hora de partir. Estar con mis amigos, terminaba con el tiempo, acababa con los minutos, y me catapultaba a una sensación que nunca seré capaz de describir en vida. Advertí esa tarde, que ante la ausencia del sol, y la presencia de la bruma marina, aquellos niños poseían un fulgor que emanaba de su cuerpo, un brillo desconocido en cualquier niño que haya visto, una luminosidad de luciérnaga. Cerca de la playa, habían una serie de osamentas de ballenas diseminadas que no había visto en mis anteriores excursiones, los niños me la enseñaron, estaban enterradas a flor de tierra, levantamos entre varios una inmensa costilla, desenterraron una vértebra del tamaño de una mesa de noche, y acto seguido, en la orilla de la playa, dibujaron una ballena para darme a entender que aquellos huesos gigantescos le pertenecían, cuando levanté la vista, estaban tristes, y con señales me explicaron que ya no había ballenas, que las habían matado, que todo se iba muriendo, y me dieron a entender, que de donde ellos
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venían, había muchas ballenas junto con muchos animales, niños felices y mucha comida. Pensé en los niños que vendían alfajores, en los lustrabotas, y pensé que ellos quizá poseían el mismo brillo, pero estaba tapado por la suciedad y la ropa harapienta que utilizaban. Descarté aquellas ideas, y seguí corriendo con los niños, contemplando inquieto el fulgor de sus cuerpos, la agilidad con la que se movían, y la felicidad que los embargaba. Me costó despegarme, y regresé a la casa de playa corriendo, jadeando, para llegar a la hora de almuerzo, con retraso. Mi madre, me esperaba parada en el umbral de la puerta y me castigó con la mirada, entré atolondrado y me senté en la mesa de todos los días para almorzar con los demás. Me sentía ausente, callado, sin ánimo de jugar con ellos. Mi madre se percató que me encontraba absorto en mis ideas, y se acercó a la tía Norma diciéndole que en el momento de regresar a Lima me llevaría a un psicólogo. Lo escuché, y no me interesó porque ya había desfilado por muchos psicólogos. Los siguientes días, me sentaba en la playa, esperando el momento de regresar al extremo de la bahía y encontrase con mis luminosos amiguitos, ágiles como felinos, sonrientes, de cabello azabache, de miradas llenas de energía, sin maldad en el corazón. Comencé a pensar que ellos no pertenecían a este mundo, y que eran los fantasmas de los niños paracas que vivieron en la bahía. No era posible acompañarlos a su mundo, conocer a sus padres, nunca en vida, nunca siendo miembro del mundo existencial. Sé que suena imposible, empero, un niño también puede discernir entre la realidad de la vida y la irrealidad real de la muerte. Las últimas semanas en Paracas, anduve triste porque me tenían controlado, y mi hermano y su amigo Mauricio, tenían la misión de supervisar mis escapadas, mi madre les encomendó la misión de guardianes. En las tardes, me sentaba en el pequeño muelle cerca de la casa, y trataba de hurgar con la vista la lejanía de la bahía, el sol se ocultaba tras las montañas del otro extremo y la bahía se oscurecía poco a poco, hasta que salía mi hermano, mi madre, o cualquier enviado de la casa, a avisarme que regresara. No era normal para ellos, tener a un niño absorto mirando el mismo punto cada día. Todos pensaron que me volvía loco. Empezaron a darme un trato especial, el trato deferente que se le da al niño inadaptado. Me percaté, que los demás niños, con seguridad, por consejo de los
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mayores, me trataban bien, con delicadeza, como si fuera un bichito de laboratorio. El niño problema que ellos los también comprendían. Mi hermano, a duras penas trataba de tratarme bien, pero con esfuerzo lo hacía. Nunca estuve loco, nunca tuve una visión, y en aquellas épocas, sabía exactamente lo que veía y no veía. Uno de los últimos días, pensando en mis amigos luminosos, quedé en el muelle mirando el mismo punto, la misma orilla, y el sol cayó pesado tras las montañas, en cámara lenta, sus rayos desquiciados escapaban por los contornos de las dunas en los bordes bajos del extremo de la bahía, hubo un retraso en el llamado, y la oscuridad avanzaba en el crepúsculo marino, cuando me disponía a levantarme, observé el otro lado de la orilla, y divisé con el corazón acelerándose, con claridad, el movimiento de un brillo luminoso, celeste y blanco, el brillo de mis amiguitos paracas, - sí – me dije y salí corriendo para la casa sin decir, ni contar absolutamente nada. Ese fue mi secreto, y pasé todas esas semanas pensando como alcanzarlos, y llegar a conocer aquel mundo. Sé que tenía que esperar, y aún espero, que llegue ese día, en el cual, pueda conocer el mundo donde viven ellos, un mundo, que con seguridad es mejor del que me ha tocado vivir.
Ivo Moran Albonico Gasparotto marzo 2010
Recuerdos de Paracas 1968- 1970
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