La sequĂa. Abecedario ilustrado
Grassa Toro | Diego FermĂn
Para Isidro
© 2007 Carlos Grasa Toro © 2007 Diego Fermín Muchas gracias a Andrea Alonso y Stella Ibáñez Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir alguna parte de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado –electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.– sin el premiso previo de los titulares de los derechos de propiedad intelectual.
La sequĂa. Abecedario ilustrado
Textos de Grassa Toro Ilustraciones de Diego FermĂn
A de ahogados y Z de zagala Érase una vez una niña de abundante pelo rizado y largas pestañas a la que le gustaba bajar hasta el río cercano al pueblo donde vivía y tumbarse en la orilla a pensar hasta el anochecer. Un día de finales de primavera decidió darse un baño; se quitó la ropa, la dejó entre unas ramas y se metió al río. El agua todavía no le llegaba a las rodillas cuando vio pasar a su lado el cuerpo de un hombre muerto. La niña pegó un grito y salió corriendo en dirección al pueblo para avisar a sus padres y al resto de vecinos. Con las prisas y el espanto, olvidó sus sandalias y llegó a casa con los pies abiertos en heridas rojas y azules. Los padres y los vecinos la consolaron y le pidieron que los condujera hasta ese recodo del río. Allí fueron todos portando piedras, cuchillos de cocina, cuerdas, que son aquellas cosas que agarramos en la mano cuando tenemos miedo y no sabemos muy bien de qué. Al llegar al sitio de la aparición, las sandalias todavía estaban donde la niña las había dejado. Las golondrinas del atardecer ponían una nota de velocidad en medio del silencio con el que todos esperaban que sucediera algo. Y sucedió. No tardó en aparecer un segundo ahogado arrastrado por las aguas, y un tercero, y un cuarto… Una siniestra procesión de muertos avanzaba delante de las miradas atónitas de los vecinos. Quedaron como hipnotizados, sin atreverse a pronunciar palabra, ni siquiera a moverse. Fue la niña la que los sacó del pasmo cuando se atrevió a decir: —Estoy segura de que es el rey quien los ha lanzado al agua. Es la peor persona que conozco. Todos los vecinos exclamaron sorprendidos e iniciaron el regreso al pueblo sin saber muy bien qué hacer con palos, cuchillos y cuerdas. Efectivamente, al llegar a la plaza mayor, vieron a los soldados del rey sujetar en la puerta de la iglesia un pliego en el que se anunciaba a la población que todo aquel que no entregara las dos mitades de sus riquezas a su majestad, sería arrojado al río desde lo alto de la torre más alta del castillo del rey, justo la que daba sobre la parte ancha y profunda del cauce. Nadie en aquel pueblo quería perder todo lo que tenía. Por eso se reunieron los ancianos, los jóvenes y los demás y después de mucho discutir decidieron que lo mejor era remontar el río hasta su nacimiento, bajar unas grandes rocas desde lo alto de la montaña y tapar con ellas el manantial. —Sin agua que corra, no habrá río, y sin río, el rey no podrá ahogar a quien le lleve la contraria —dijo un joven que parecía un anciano.
Todos estaban de acuerdo y todos aplaudieron la conclusión; todos menos la niña, que se atrevió a decir: —Creo que lo que hay que hacer es matar al rey. Nadie le hizo caso. Emprendieron camino contra corriente, llegaron hasta el nacimiento del río, arrancaron a la montaña rocas que tenían que arrastrar entre más de cien personas, y taparon el manantial hasta que no salió ni una gota. El camino de regreso lo hicieron por el lecho del río, ya vacío de agua. Tenían que pasar por delante de la torre más alta del castillo del rey y esperaban ese momento para demostrarle que le habían vencido con su astucia: nunca más podría ahogar a nadie. Cuando, tras girar en el último meandro, se apareció ante ellos la maldita torre, los ojos se les salieron de las caras: ahí adelante crecía una montaña de cadáveres que se habían ido estrellando uno tras otro contra el cauce seco del río. Las tripas de los muertos se desparramaban por las dos orillas y el rey no aguantaba las carcajadas en lo alto de las almenas. —No me equivoqué —se atrevió a decir la niña—. Teníamos que haber matado al rey. Y en ese momento, comenzó a llorar tanto y tanto porque nadie le hubiera hecho caso que, pronto, el cauce recuperó el agua, los cadáveres se dispersaron corriente abajo, los vecinos se apartaron a las orillas y al rey se le empezó a cortar la risa. Fue entonces cuando la niña comprendió que merecía la pena seguir llorando, que si no dejaba de llorar, el agua seguiría subiendo y subiendo, hasta alcanzar lo más alto de la torre más alta del castillo. Así fue, la niña lloró millones de lágrimas, el castillo quedó completamente cubierto por las aguas y se vio flotar el cuerpo del último ahogado, el del malvado rey. Así se salvaron jóvenes, ancianos y los demás. Quien se acerca hoy hasta el río y bebe de sus cristalinas aguas reconoce un cierto sabor a sal. Es el precio del llanto.
B de botijo e Y de yerma Esta historia que vamos a contar, además de ser real, pertenece a la actualidad y si suena lejana y antigua será porque el tiempo no hace peores a los buenos ni mejores a los malos. Regresaba el Isidro cargando el botijo de barro lleno de agua desde el caño de la arboleda cuando se encontró, sentados en el porche de la parada del autobús de línea, al alcalde, al secretario del ayuntamiento y a un concejal. Dio las buenas tardes de corazón y sin pararse porque tenía prisa. En esto, y ya a sus espaldas, que oyó la voz del secretario: —Isidro, ¿dónde vas con semejante antigüedad? ¿A quién se le ocurre cargar un botijo en estos tiempos? Y oyó la voz del concejal: —Isidro, que donde estén las garrafas de plástico que se quite lo demás. Y las neveras, Isidro, las neveras eléctricas, que no te enteras. Y oyó la voz del alcalde: —Isidro, no pareces de este pueblo, aquí no vivimos tan atrasados, deberías aprender de tus vecinos, siempre al tanto de la última novedad. Isidro se volvió hacia ellos y sin inmutarse ni más ni menos les respondió: —No es un botijo, es una lámpara maravillosa. A la tarde siguiente la escena se repitió. Como los del ayuntamiento se habían reído de lo lindo el día anterior, quisieron ración doble. El Isidro, imperturbable, volvió a contestarles: —No es un botijo, es una lámpara maravillosa. El tercer día, se habían sumado a la chanza más concejales, el juez y el del banco. Todos simulaban esperar un autobús que a esas horas ya hacía rato que había pasado. Las gracias de los días anteriores fueron creciendo hasta la maledicencia y el insulto. —A lo mejor es que Isidro no se ha enterado de que hemos cambiado de siglo —dijo el juez, olvidándose de su condición. —Para mí que el Isidro se ha vuelto tonto —soltó el del banco.
—¿Si es una lámpara maravillosa, por qué la llenas de agua? Vas a ahogar al genio —lanzó el alcalde, dándoselas de listo. —El genio es anfibio —respondió el Isidro—. Puede vivir en el agua y en la tierra. Era octubre y estos y otros vecinos no habían faltado una sola tarde a la cita con la burla. Hasta de otros pueblos cercanos llegaron a comprobar que era cierta la historia que corría. Claro que ningún chiste puede contarse tantas veces sin que los que lo escuchan se cansen; así que a las risas siguieron los enfados, que es otra manera de dejar constancia de que no se está entendiendo nada. A pocos o ninguno les hacía gracia ya la historia del botijo convertido en lámpara maravillosa. O el Isidro daba una explicación, o lo tendrían que echar fuera del pueblo, de ellos no se reía nadie. El ayuntamiento en pleno convocó al médico y al maestro para que aconsejaran acerca de la mejor manera de abordar el asunto. Se acordó una reunión con el implicado. El Isidro acudió con el botijo, tal y como se le indicaba en la citación. El alcalde lo planteó como un problema moral: —El Isidro está engañando al pueblo. —Yo no miento —insistió el Isidro. El médico lo abordó desde la salud: —Quizás Isidro tiene dificultades de percepción, alucinaciones para entendernos. —Doctor, yo veo un botijo, que es una lámpara maravillosa —le aclaró el Isidro. Esta afirmación fue determinante para que el maestro lanzara su hipótesis: —Isidro habla con metáforas. Él llama lámpara maravillosa al botijo porque la tradición es un tesoro. —No son metáforas. Es una lámpara maravillosa —replicó el Isidro—. Voy a frotarla para que salga el genio. Algunos de los presentes se echaron a reír que les cabía un pan por la boca, otros enfurecieron ante la terquedad del Isidro y algunos se fueron con el viento a otra parte, sin dar mayor explicación. Isidro empezó a frotar el botijo con tanto cariño que más parecieran caricias que otra cosa. Pronunció palabras que nadie alcanzó a oír, o a entender, y al momento, el genio asomó la cabeza por el agujero más grande. Cuando tuvo todo el cuerpo fuera, habló: —Isidro, sabes que puedo concederte dos deseos, piénsalos bien y dímelos.
La estupefacción de los presentes era de las que no se olvidan. —Ya los he pensado. El primero es que a todos estos les conviertas la cabeza en botijo, para que aprendan. Dicho y hecho: alcalde, concejales, secretario, juez, médico, maestro y el del banco vieron cómo les nacía un botijo en el lugar de la cabeza. Bueno, lo vio el Isidro, porque ellos dejaron de ver. —¿Y el segundo? El segundo deseo es que de ahora en adelante la voz les salga por el pitorro, para que suene a hueco lo que dice una cabeza yerma y no puedan engañar a nadie. Y así fue, y así sigue siendo, quienes se acercan hasta el pueblo se cruzan con dos clases de hombres, con los que llevan el botijo por cabeza y con el Isidro, que sigue llevándolo en la mano y lleno de agua.
C de cansancio y X de xerófila Estaba Benito en sus cosas cuando le llamó su padre y le dijo: —Benito, hijo, ve por allá, por donde las partidas y trae una xerófila, que buena falta nos hace. Benito ni preguntó ni quiso. Se puso en camino y a la primera vuelta, se encontró con una mosca negra como la falta de pan. —Mosca, mosca —susurró Benito—. ¿Me acompañas a buscar una xerófila? —No, seguro que aparece el pájaro y se acabó la fiesta; qué cansancio de vida, siempre huyendo del pájaro —dijo la mosca, y ahí mismo se despidieron. —Bueno, iré sin la mosca que teme al pájaro —decidió el niño. Siguió Benito su camino y en la segunda vuelta se encontró con un pájaro negro como la falta de pan. —Pájaro, pájaro —casi silbó Benito—. ¿Me acompañas a buscar una xerófila? —No, seguro que aparece el gato y se acabó la fiesta; qué cansancio de vida, siempre huyendo del gato —dijo el pájaro, y ahí mismo se despidieron. —Bueno, iré sin la mosca que teme al pájaro que teme al gato —decidió el niño. Siguió Benito su camino y en la tercera vuelta se encontró con un gato negro como la falta de pan. —Gato, gato —deslizó Benito—. ¿Me acompañas a buscar una xerófila? —No, seguro que aparece el perro y se acabó la fiesta; qué cansancio de vida, siempre huyendo del perro —dijo el gato, y ahí mismo se despidieron. —Bueno, iré sin la mosca que teme al pájaro que teme al gato que teme al perro —decidió el niño. Siguió Benito su camino y en la cuarta vuelta se encontró con un perro negro como la falta de pan. —Perro, perro —masculló Benito—. ¿Me acompañas a buscar una xerófila? —No, seguro que aparece el guarda y se acabó la fiesta; qué cansancio de vida, siempre huyendo del guarda —dijo el perro, y ahí mismo se despidieron. —Bueno, iré sin la mosca que teme al pájaro que teme al gato que teme al perro que teme al guarda —decidió el niño.
Siguió Benito su camino y en la quinta vuelta se encontró con un guarda negro como la falta de pan. —Guarda, guarda —dijo Benito—. ¿Me acompañas a buscar una xerófila? —No, seguro que aparece el dueño y se acabó la fiesta; qué cansancio de vida, siempre huyendo del dueño —dijo el guarda, y ahí mismo se despidieron. —Bueno, iré sin la mosca que teme al pájaro que teme al gato que teme al perro que teme al guarda que teme al dueño —decidió el niño. Siguió Benito y en la séptima vuelta del camino se encontró con el dueño, un tipo blanco, negro como la falta de pan. —Dueño, dueño —gritó Benito—. ¿Me acompañas a buscar una xerófila? —No, seguro que cuando lleguemos está todo lleno de moscas y de pájaros y de gatos y de perros, y no soporto a los animales. Seguro que hasta el guarda está ahí, y a ése lo soporto todavía menos —dijo el dueño, y ahí mismo se despidieron. —Bueno, iré sin la mosca que teme al pájaro que teme al gato que teme al perro que teme al guarda que teme al dueño que teme a todo bicho viviente. Benito siempre decía iré, pero en realidad estaba yendo desde hacía rato, por eso nada más dar la última vuelta del camino, se encontró con una xerófila. —Xerófila, estás muy sola —se condolió Benito. —¿Cómo quieres que esté? Aquí es muy difícil la vida. Ya sabes, está todo tan seco. ¿A qué has venido? —A arrancarte, me ha mandado mi padre. —Tú también estás muy solo, nunca había visto a un niño tan solo. —Nadie ha querido acompañarme, se lo he pedido a la mosca, al pájaro, al gato, al perro, al guarda y al dueño, y todos se morían de miedo. —De algo hay que morir —dejó caer la planta. —Eso dice mi padre —concluyó Benito. Y sin más, arrancó de cuajo la xerófila y se volvió a casa por un camino negro como la falta de pan.
D de Desierto y W de Webslandia Max nació en Webslandia, por donde los ríos caudalosos y los árboles abundantes. Max nació en Desierto, vecino del lagarto y del tomillo. Max no era Max y Max tampoco era Max. Los dos habían nacido y a los dos los llamaban por el mismo nombre, pero estas circunstancias no son suficientes para ser la misma persona. Webslandia y Desierto estaban pegados, casi cosidos, compartían una extensa frontera. Max vivía a un lado de la línea divisoria y Max vivía al otro. Max se bañaba en un profundo lago azul todos los veranos y Max se protegía del frío de la noche envuelto en un tapiz de lana. Desde hacía unos años, el país de Max avanzaba. No, no eran las ciencias, las instituciones, los ciudadanos los que avanzaban; era el país. Cada nuevo día se ensanchaba, se alargaba, se crecía, y cada vez que caía la noche, la frontera había llegado más allá, mucho más allá. El país de Max, por el contrario, reducía su extensión, disminuía, se venía a menos. Es costumbre que tienen los países: mientras uno se hace grande, el que comparte frontera con él mengua. A nadie puede extrañarle. Al principio casi no se nota. Max ni se enteró. Y Max tampoco. Max siguió secando su traje de baño al sol y Max siguió oreando su casa al punto de la mañana, mientras todavía puertas y ventanas quedaban a la sombra. Max fue cumpliendo años. Max fue cumpliendo años. Max aprendió a pintar sobre un lienzo el azul del lago en el que se bañaba cuando era niño. Max aprendió a curar el mal de pulmón con una hierba que apenas despuntaba del suelo. Max se enamoró. Max se enamoró. El país de Max siguió creciendo y creciendo. El país de Max se fue volviendo minúsculo. Max y su enamorada viajaron durante meses por todo el país. Max y su enamorada se sentaron a la puerta de su casa y dejaron que el viento les recordara la vieja historia, quizás por última vez. Cuando Max y su enamorada llegaron hasta los confines de su país, desearon con todas sus fuerzas atravesar la frontera, llegar hasta la tierra extraña de la que tanto habían oído hablar, conocer a sus habitantes, descubrir abruptos paisajes, indómitos animales, exóticas semillas… Su intento fue inútil, Webslandia había avanzado tanto que había engullido al país de al lado.
Nada quedaba de Desierto, nada, ni una mata de tomillo ni un lagarto reflexivo ni tierra donde poner los pies. Max y su enamorada habían partido hacia otro lugar. Max y su enamorada regresaron a su casa junto al lago sin haber podido conocer a sus vecinos. Durante el trayecto de vuelta, llovió y se mojaron, habían olvidado el paraguas. Se echaron la culpa del olvido el uno al otro. Todavía siguen enfadados. Y eso que han pasado muchos años. Max y su enamorada viven en un lejano Desierto que no se parece en nada a Desierto; que dos desiertos se llamen Desierto no quiere decir que sean el mismo. Allí recogen tomillo, persiguen a los lagartos, se miran, se sonríen. Y eso que han pasado muchos años.
E de emigración y V de verano Las espigas no eran sino decorado antiguo de tragedia: realidad imitando al cartón. Llegó el verano y no llegó el grano. Sobraba gente. Despidieron a los jornaleros. Marcharon las familias. No fue una mala cosecha; fue nada. Se sabía desde San Juan. Cuando, de madrugada, los jóvenes se lavaron el tizne de la hoguera con agua del pozo, no se les fue: amanecieron negros, como el carbón. Llegó el verano y tuvieron que salir. La mitad del pueblo, o más. Llegó el verano y no hubo fiesta. En casa de Nicolás recogieron a toda prisa lo poco que habían juntado en treinta años. La madre elegía, el padre llenaba el camión, los hijos no sabían muy bien dónde ponerse. Nicolás pidió que le cargaran la bicicleta, la grande, la de manillar plateado. Nicolás nunca había tenido bicicleta, nadie en su casa había tenido bicicleta, de dónde se había sacado el niño lo de la bicicleta. La madre no lo escuchó, el padre lo apartó. Juntaron ropa, cazuelas, cubiertos, cajas, algunas llaves. Nicolás volvió a pedir la bicicleta, la grande, la de correr. Sus hermanos se hubieran reído de no ser por la ocasión. La madre, sentada ya en la trasera del camión, le hizo caso: —¿Qué bicicleta ni qué niño muerto? —Eso,—respondió Nicolás— niño muerto. —Este chico ha perdido el juicio. El día más triste de nuestra vida y sólo se le ocurre pedir la luna. —Mamá —dijo Nicolás— cuando lleguemos a ese país al que vamos, tendré que mentir. —¿Y por qué vas a tener que mentir tú, que siempre has dicho la verdad? —Porque tendré que decirles que la bicicleta se quedó aquí. El padre arrancó el motor y el camión echó a andar. Era mediodía, no les acompañó ni su sombra.
F de fuego y U de urbanización A un hombre su vecino le regaló una semilla. Era costumbre. El hombre plantó la semilla. La semilla se hizo árbol. El árbol dio manzanas. El hombre vendió las manzanas. Con el dinero que ganó compró seis árboles. Los árboles dieron muchas manzanas y muchas peras. El hombre las vendió. Con el dinero que ganó compró un pedazo de tierra. El hombre no sembró en la tierra semillas ni plantó árboles. Esperó un año y vendió la tierra por el doble del doble de lo que le había costado. Con el dinero que ganó compró noventa y nueve pedazos de tierra. El hombre no sembró en la tierra semillas ni plantó árboles. La vendió por una barbaridad y con el dinero que ganó compró un valle, tres palas excavadoras, ocho camiones, doscientas cajas de herramientas, un millón de metros de cable eléctrico, infinidad de cemento y algunas cosas más. Con todo esto construyó casas y más casas hasta que ocupó todo el valle. El hombre no podía vivir en todas las casas. La mayoría la vendió a otra gente, que no era ni su familia ni sus vecinos ni sus amigos. Con el dinero que ganó por la venta de las casas se compró ochenta mil televisiones planas, setecientos coches del mismo modelo e igual color, quinientas mil camisas de rayas y una enciclopedia. Nunca más volvió a acordarse del vecino que le había regalado la primera semilla. Como era el hombre más rico del mundo, acudieron los periodistas a entrevistarle y cuando le hicieron la primera pregunta, en vez de contestarla con las palabras que había aprendido desde el día que nació, por su boca salieron lenguas de fuego, rojas, azules, llamas irreverentes que alcanzaban varios metros de altura y que se le enroscaron a su cuerpo desde las pestañas a las uñas de los pies hasta convertirlo en ceniza. Todos los periodistas presentes pensaron que habían conocido al mismo demonio. Se equivocaron: los demonios nunca conceden entrevistas. Al día siguiente, una esquela perdida en la última página del diario era la única noticia cierta acerca del caso. Decía: los familiares, amigos y vecinos del señor Paja por fin descansan en paz. Un año después de que el señor Paja muriera carbonizado por sus propios pensamientos, la urbanización que él había construido también ardió. Sucedió de noche, en pleno mes de agosto. Aquí se acaba el cuento, es lógico: ya no queda nadie vivo. Falta decir lo que se dice cuando se terminan los cuentos: y colorín colorado, por el humo se sabe dónde alguna vez hubo tejado.
G de guijarro y T de trasvase Cuando Zenobia se llegó hasta el río al punto de la mañana para recoger el agua que necesitaba cada día, no encontró agua. El río estaba donde siempre había estado, daba la misma curva hacia poniente, conservaba el vado frente a la sobria caseta de los pescadores, discurría un buen tramo a la sombra de los chopos desprevenidos, desaparecía en un laberinto de juncos. Pero no tenía agua, su cauce más que vacío, presentábase vaciado, como si alguien lo hubiera bebido de un solo trago. Zenobia quedó sorprendida, aunque no tanto como el día en que vio salir de su propio cuerpo una niña parecida a ella, ni tanto como la noche en que se acercó al ataúd donde habían dejado al tío Javier y se lo encontró vacío. No, quedó algo sorprendida; a esas horas ya sabía que lo que no pasa en esta vida, no pasa en otra. Más le preocupaba hacer el camino de vuelta a casa con las manos vacías. Si no había agua, llenaría los pozales de guijarros y santas pascuas. No contó con que un pozal de guijarros pesa más que uno de agua; tuvo que hacer dos viajes. Caminó tanto que le dio tiempo para pensar. Su marido era metaforista, un oficio antiguo, casi extinguido, que consistía en convertir unas cosas en otras, parecido a la alquimia. Le pediría a su marido que transformara los guijarros en algo que pudieran aprovechar y así no daría por perdida la mañana. El marido de Zenobia ya la estaba esperando cuando ésta apareció en la cocina y derramó los guijarros sobre la mesa. —Maridito, ya no corre agua por el río, he traído estas piedras para que hagas con ellas lo que mejor te parezca. —Esposa —respondió el metaforista— has hecho bien. Mis conocimientos alcanzan a convertir estas piedras en pájaros. ¡Aralá! ¡Aralá! ¡Si no hay agua, ya lloverá! ¡Aralá! ¡Aralá! ¡Lo que no volaba, volará! Fue decir eso y llenarse la cocina de pájaros de toda pluma y condición: estorninos, abubillas, colibríes, gorriones, palomas… Piaron de alegría los esposos contagiados por el aéreo jolgorio. A la mañana siguiente, Zenobia se sorprendió mucho menos de que el río estuviera vacío porque ya había imaginado que un río no vuelve a llenarse en una noche.
Cargó los dos pozales con cantos rodados y se los entregó a su marido. —Maridito, sigue sin agua el río. Te tengo estas piedras para que hagas con ellas todo lo que puedas. —Esposa —respondió el metaforista— has hecho muy bien en traerlas. Puedo convertir estos humildes guijarros en monedas de oro. ¡Aralá! ¡Aralá! ¡Si no hay agua, ya lloverá! ¡Aralá! ¡Aralá! ¡Lo que era opaco, brillará! No tuvo que decir más: por toda la cocina aparecieron monedas de oro, desde las más chicas a las más grandes. Tintinearon de alegría los esposos exaltados por el áureo repique. Día tras día, Zenobia recogía guijarros del cauce, los acercaba hasta la casa y, allí, su marido, el metaforista, los trastocaba en realidades útiles o inútiles, según su estado de ánimo, pero siempre gratificantes para la pareja. Por el arte de birlibirloque consiguieron panes con que comer un año; zapatos con los que andar por todos los caminos; flores con las que adornar su feliz existencia. Todo consiguieron, menos agua. El río seguía igual de vacío y las reservas acumuladas en depósitos durante el invierno estaban a punto de agotarse. La euforia provocada por su nueva fortuna les había hecho descuidar sus necesidades, ni siquiera se habían parado a pensar por qué ya no corría agua. Hasta que Zenobia tuvo sed, y siguió teniéndola porque no encontraba una gota con que calmarla. Ese día, le pidió a su marido que convirtiera los guijarros en agua. —Claro, esposa mía, no hay imposibles para un metaforista, escucha: ¡Aralá! ¡Aralá! ¡La más dura piedra, como agua correrá! Y no corrió. —Otra vez, esposa mía, si hemos convertido estos simples guijarros en todo cuanto nuestra imaginación ha deseado, ¿cómo no vamos a traer el agua hasta nuestras manos? ¡Aralá! ¡Aralá! ¡La más dura piedra, como agua correrá! Y no corrió. El metaforista siguió desgañitándose hasta que la garganta se le secó. Luego se le secó el resto del cuerpo. Zenobia no podía creer que teniendo todo, no tuvieran agua. Cuando la llevaron a enterrar, lejos de su casa, escuchó un rumor parecido al que acostumbraba escuchar en la orilla del río antes de que desapareciera el agua. Ya era demasiado tarde.
H de huerto y S de sed José y Josefa eran muy pobres. Trabajaban los campos de un señor muy rico, inmensamente rico, que, a cambio de su trabajo, les permitía cultivar un pequeño pedazo de tierra junto a la casa donde vivían y quedarse con lo que daba el huerto. Lo que José y Josefa no se comían lo vendían en el mercado, poca cosa, apenas para comprar algo con qué vestirse y con qué calentarse en invierno. José y Josefa tuvieron tres hijos varones, que crecieron a punta de patata y col, sin otra educación que la de acompañar todos los días a sus padres a trabajar en las tierras del amo. El huerto que apenas daba para alimentar a dos, tuvo que servir para dar de comer a tres, a cuatro y luego a cinco. En esa casa se comía poco, se trabajaba mucho y se penaba mucho más. Cuando José, de Pascuas a Ramos, se atrevía a reclamarle al amo algo más de tierra a cambio del esfuerzo de toda su familia, éste le obligaba a callar y le amenazaba con quitarle el huerto. —Nadie te ha mandado tener tantos hijos —le argumentaba el amo—. Si te hubieras conformado como yo con uno solo, ahora te sobraría la comida. Después de estos desplantes, José regresaba a casa maldiciendo en voz baja. Un día, Josefa tuvo una niña. José, temeroso, recordando las palabras del amo, dijo a Josefa que ellos no podían alimentar una boca más, que matara a la niña antes de que sus hermanos llegaran a conocerla. Josefa obedeció, mató a la niña por la noche y, más triste que la tristeza, la enterró en el huerto de la casa para tenerla siempre cerca. Donde quedó enterrado el cuerpo de la hija, Josefa sembró tomates, las matas crecían abundantes, generosas. Pronto vinieron tiempos de escasez, el amo obligaba a trabajar a José a Josefa y a sus hijos de sol a sol. Cuando regresaban a casa no les quedaba tiempo ni fuerzas para ocuparse del huerto, así que fueron olvidando su cuidado, dejando que las verduras se agostaran y las hortalizas se achicharraran. En pocos días, el huerto abandonado se convirtió en tierra baldía. Sin embargo, entre el rastrojo seguía erguida, tersa, limpia, la mata de tomates y los frutos no podían ser más grandes, más brillantes, más colorados. El hermano mayor, asombrado, se acercó hasta la planta una tarde que fue el primero en regresar a casa. Alargó la mano para arrancar un tomate, dudó, buscó otro más maduro y en ésas estaba cuando oyó esta canción que llegaba desde el tallo que escondían las hojas:
Hermanito, hermanito, decídase de una vez, que mientras yo muerta viva, no tendrá hambre ni sed. El hermano salió espantado. Corrió a contar lo sucedido a sus dos otros hermanos y acordaron que al anochecer del día siguiente sería el mediano quien se acercara a la tomatera. Tal cual lo hizo: se acercó a la mata con un cántaro lleno de agua con la que pretendía regar la tierra cuando, de repente, por entre las hojas escuchó: Hermanito, hermanito, lo canto y lo cantaré: no quiero riego ni lluvia; de justicia es mi sed. El hermano mediano soltó el cántaro del susto y voló a encontrarse con los otros dos. Repitió ante sus hermanos las palabras de la canción sin pararse a entender qué querían decir o qué no, y juntos decidieron que el hermano pequeño se acercaría a la noche siguiente hasta la planta. Así lo hizo, mientras se acercaba, el rostro se le rompió en lágrimas sólo del pensamiento de lo que allí podría encontrar. Con la mano se limpiaba la cara cuando escuchó salir de la misma tierra una voz: Hermanito, hermanito, no lloro, no llore usted, bastante ha llorado madre y yo con la misma sed. Entonces, el hermano pequeño abrazó la tomatera con todas sus fuerzas y, sin soltarla, se quedó dormido. A la mañana siguiente, cuando José, Josefa y los dos hijos mayores salieron a trabajar las tierras del amo, al pasar por delante del huerto vieron al pequeño de la familia abrazado a una joven hermosa dormida junto a él. Era difícil distinguir quién era uno y quién era la otra. De la tomatera no quedaba ni rastro. Y aunque las ganas de reír, de cantar y de gritar se les crecían a cada instante ante esa visión, no se atrevieron a despertar a los dos hermanos. Siguieron su camino, llegaron hasta las tierras del amo, esperaron a que se asomara por el portalón de la gran casa para dar las órdenes del día como hacía todas las mañanas y cuando apareció, se abalanzaron sobre él para cortarle la cabeza. No pudieron hacerlo, el amo no tenía nada sobre los hombros, nunca había tenido nada. Ahora caían en la cuenta. Arrojaron las herramientas, regresaron a casa. Por el camino se encontraron con los dos hijos pequeños que ya se habían despertado, y felices y contentos decidieron nunca más ser esclavos de nadie.
I de inundación y R de regar Justo vivió muchos años después de que nosotros, todos nosotros, hubiéramos muerto. Sabemos poco de él, lógico. Sabemos lo suficiente para contar una historia. El hogar donde nació Justo ocupaba el vértice de una escasa llanura definitivamente verde. La brevedad de la planicie permitía abarcar con la vista sus contornos a poco que se avanzaran unos pasos desde la puerta de la casa. Más allá de esa hierba eterna, se adivinaba un mundo desconocido que no parecía interesar demasiado a Justo. En realidad, había pocas cosas a las que Justo prestara alguna atención. Descendiente de varias generaciones que habían nacido y vivido sobre aquel uniforme tapiz verde, su ánimo había heredado la serenidad y la placidez propia de quien contempla noche y día una belleza eterna. Justo, alcanzado su estado de perfección, no necesitaba nada, no estaba obligado a nada, no hacía nada. Casi nada. Ocupaba la mayor parte del día en verter agua por un pequeño agujero, casi imperceptible, abierto en mitad de la hierba. Los antepasados de Justo habían abierto agujeros desperdigados por la llanura y se habían ido a la tumba sin dejar claro hasta qué profundidad habían excavado cada uno de ellos. A Justo le divertía regar continuamente ese hueco indescifrable, echar agua en la boca abierta del misterio. Y más que echar agua, le divertía comprobar cómo nunca se llenaba. Justo había leído en un libro de magia que uno de los trucos favoritos del difunto Cipriani era aquél en el que colocaba un vaso de cristal debajo de la llave abierta del agua y ésta caía durante horas sobre el vaso sin que llegara a llenarlo ni desbordara en ningún momento. Justo nunca soñó con ser mago; no tenía grandes deseos, se conformaba con maravillarse por que el agujero jamás se llenara. Siguió derramando agua durante años, hasta el día de su muerte. Murió en paz: nunca pensó en hacer mal a nadie. Justo está enterrado entre dos agujeros; sus descendientes abrieron un hueco en la tierra y tras cubrir el ataúd, volvieron a sembrar hierba para que nada rompiera la armonía del lugar. El agujero ante el que Justo se agachó durante todos los días de su vida con inocente devoción atravesaba el globo terrestre y volvía a ver la luz en la casa de una viejecita, a miles de kilómetros de distancia.
La viejecita había visto desde su infancia cómo a ciertas horas del día brotaba un surtidor de agua entre la arena del piso de su humilde cocina y en pocos minutos quedaba la pieza inundada hasta cubrir el agua sus rodillas. Cada vez que tapó el agujero con piedras, la fuerza del agua las hizo saltar, y no llegó a tener suficiente dinero para construir una casa nueva alejada de esa fuente. Sufrió mucho. El día que enterraron a Justo, el agua dejó de manar. La viejecita murió algún tiempo después. Durante los últimos años de su vida su cuerpo se fue arrugando. Estaba feliz por poder cocinar con los pies secos y porque las flores habían recuperado el aroma perdido en las inundaciones, pero apenas podía tenerse en pie y las manos no respondían a su deseo de acariciar los pétalos. Murió en paz: nunca hizo mal a nadie.
J de julio y Q de quiquiriquí Todos lo habían oído, el gallo de la Adela no había despertado al pueblo con su ancestral quiquiriquí; esa caliente mañana del dos de julio, el gallo de la Adela, el gallo más gallo de la comarca había cacareado hasta el cansancio: “¡que llueva!, ¡que llueva!”, con un dejo radiofónico de estrella de las ondas. —¡Milagro! —anunció la Adela con renovada fe. —Qué milagro ni qué noche sin luna —rebatió raudo Tomás, su marido—. Un espejismo, eso es. Esta calor confunde el conocimiento. Los gallos no hablan, ni en la Biblia; cantan, y ya es mucho decir que cantan. Pudo más la alborotada simpleza de Adela que la sencillez argumental de Tomás. Ganó la tesis del milagro por aturdidora mayoría. El pueblo entero creyó. Y no un día, no; un día y otro y al siguiente. No había vecino o allegado de la capital que no escuchara “¡que llueva!, ¡que llueva!” salir del puntual pico del ave. Una excepción: Tomás, que seguía escuchando el quiquiriquí de toda la vida y repitiendo, cada vez en voz más baja, que era un espejismo. La euforia crecía, el calor también, la necesidad de agua más que el calor y la euforia juntos. La vecindad vivía en un estado de excitación propicio a los grandes gestos. En la misa de doce del domingo, el cura comparó la cresta del gallo con la aureola de los santos. Esa noche el gallo vertió dos lágrimas y la Adela estaba ahí delante, bien despierta, para poder verlo y contarlo. Tomás dormía en la alcoba, se enteró al día siguiente, temprano, cuando el pueblo entero se agolpó a las puertas de su casa blandiendo frascos, botellas, cántaras y cántaros donde recoger el fruto del llanto del gallo. Estaba escrito en una pancarta: “el llanto del gallo nos salvará”. Hacía más calor que nunca. Las chicharras aplaudían. Con rezos y cantos se consiguió que el animal llorara tres veces al día. No era gran cosa, la gota que calma el vaso. Tomás ya no decía nada, y si lo decía, nadie le escuchaba. Siguió pensando lo mismo: un espejismo. Media humanidad acudió al pueblo. Eran vísperas de fiestas, la ocasión se presentó que ni pintada. El cura tomó la decisión, el alcalde firmó el edicto, el capitán aseguró la custodia, el médico se lavó las manos, el sacristán dispuso lo necesario con la ayuda de la Adela y de un vecino sordo.
Cuando en el atardecer del catorce de julio dio comienzo la solemne procesión en honor al patrono del pueblo, el lugar que durante tres siglos había ocupado la imagen del santo sobre la peana este año lo presidía el gallo, hábilmente sujeto con una cuerda por una pata. Fue aparecer en el atrio de la iglesia y venirse el mundo abajo: palmas, pitos, carracas, tambores, trompetas y cohetes acompañaron la salida del nuevo santo. Y por encima del estruendo, un clamor: “¡que llueva!, ¡que llueva!, ¡que llueva!, ¡que llueva!”. La Adela presidía la procesión, vestida de negro y rojo, sudando, como todos. Al gallo lo habían embadurnado con aceite para que resplandeciera a la luz de los velones. Tomás vio todo desde la última fila. Sucedió en unos segundos, como suele suceder: enmudeció el aire, el cielo se volvió de piedra, retumbaron las esferas celestes, un rayo partió en dos el porvenir y empezó a llover. Llovieron plumas de todos los antepasados del gallo, y plumas de gallina, de pato, de perdiz, de paloma, de alondra, plumas de todas las aves que esperaban en el cielo una oportunidad. También llovieron plumas de artista. Ni una sola gota de agua. —No es un espejismo; es peor —dijo Tomás, y en vez de echar para casa, cogió carretera adelante y nunca más volvió a pisar su pueblo.
K de katiuska y P de páramo Hace muchos, muchos años, antes de que el oro costara más que el oro, un joven de pies descalzos y larga cabellera negra subió hasta la laguna más alta del páramo andino y, en silencio, fue arrancándose hasta doce de sus cabellos. Los arrojó a la laguna y regresó a su poblado. Esa noche tuvo doce hijos. El primer hijo vivió cien años; el segundo, doscientos; el tercero, trescientos, y así sucesivamente hasta llegar a la hija pequeña, que vivió doce siglos, casi hasta ayer. Como tenía tanto tiempo, la hija pequeña, Anita, decidió viajar. Dio la vuelta al mundo caminando, un pie detrás de otro. Los primeros años anduvo descalza, como su padre. Luego prefirió cubrirse con lo que encontraba en su ir y venir. A punto de morir, se encontró, paseando por Rusia, con que habían inventado unas botas altas de caucho con las que podías andar por dentro del agua sin mojarte. Compró un par. Le parecieron serpientes de gran cabeza; se las calzó, regresó al hotel. Abrió el grifo, entró con las botas puestas en la bañera de su habitación en Rusia y comprobó que era cierto: no se mojaba los pies. Le gustó. Se quedó allí para siempre. Olvidó cerrar el grifo. Esa noche, Rusia entera desapareció bajo las aguas y ya no ha vuelto a aparecer. Cuando ahora alguien habla de Rusia, se refiere a una sustituta.
L de lodo y O de oasis Bajo las palmeras nocturnas y acordeonistas, las mujeres mayores moldean delicadas figuras humanas con el lodo que ha dejado la última tormenta; se distinguen piernas y frente, párpados y espalda. Cuando terminan, está amaneciendo. Lavan sus manos y dejan las figuras sobre una gran piedra rectangular, secándose al sol. Regresan a buscarlas transcurridos algunos días; las envuelven una a una en paño blanco y las llevan hasta la casa. Todo esto lo hacen en silencio, como si evitaran despertar al ligero ser de barro que acaban de crear. Hay tantas figuras como mujeres y como promesas cumplidas. Cada mujer entrega una figura a la mayor de sus hijas y la pone en camino, en el mismo umbral de la casa. Las hijas no saben a dónde van. Las madres les piden que no cesen hasta encontrar el lugar donde el pasado está por llegar. Después de decirles esto, se olvidan de ellas para siempre. Las hijas brincan, tortolean, fortunacen, allamaran, oricielan, nada las detiene, no conocen cansancio, duda ni temor; avanzan, avanzan, avanzan, los pies hundidos en la arena un millón de veces cada día. ¿Quién dijo desierto, si está lleno de voces? ¿Quién dijo desierto, si no caben más risas? ¿Quién dijo desierto, si no conoció el deseo? A mitad del camino aparece viento luciendo encendido traje. Busca impedir que el destino se cumpla, cortar el paso, confundir. Abre sus inalcanzables brazos y un muro de llamas heladas se despliega frente a las hijas. Estaba escrito: aparecerá viento, el que ciega las miradas. Las hijas guardan la figura envuelta en lo más profundo de su ser y atraviesan la ardiente muralla con los ojos cerrados, los labios húmedos, caminando de espaldas, respirando hacia adentro, la cabeza recogida en el pecho. Se salvan. Todas. Lo que queda del recorrido está sembrado de esqueletos de animales. Al cabo de tres jornadas, llegan a un oasis. Es aquí, reconocen el lugar anunciado por las madres, donde el pasado está por llegar. Rescatan las figuras, las desenvuelven, las acarician, y puestas sobre la palma de la mano, como si de una barca se tratara, las entran en el agua manantial. Aquellos brazos, aquellas piernas, los cuellos y las caderas, pronto quedan en lo que fueron, lodo de la última tormenta, que, sin espera, encuentra reposo en el fondo de la fuente. Amanece, bajo las palmeras diurnas y arpistas, las hijas ya son madres; cada una abraza al hijo que le ha devuelto el oasis.
LL de lluvia y Ñ de ñublo El anciano había llegado al fin de sus días con bien pocas cosas: un abanico de un circo chino, una pipa de agua turca, una fotografía de un francés acostado en la cama, y un reloj. El resto de lo que necesitaba para vivir se lo proporcionaban vecinos, amigos y familiares. Aún así, pensó que sus propiedades eran excesivas para quien está pronto a despedirse de este mundo. Llamó a sus tres nietos y a cada uno de ellos le entregó un objeto y le hizo un encargo. Al nieto mayor le puso en la mano el abanico y le señaló el camino más corto para llegar a China. Una vez estuviera allí, debería buscar a la mujer más hermosa de China y devolverle el abanico. Trabaja en un circo, añadió. Al nieto mediano le entregó la pipa para fumar tabaco de manzana. Le pidió que se dejara guiar por un mapa antiguo hasta que encontrara al hombre más generoso de Turquía y le devolviera la pipa. Es dueño de un comercio, añadió. Al nieto pequeño le dio la fotografía del hombre acostado en la cama. Le insistió en que no se le ocurriera buscarlo en Francia; seguro que andaba todavía por Abisinia. Esa foto le pertenecía, debía volver a él. Es poeta, añadió. El anciano se quedó con el reloj. Como no tenía otra cosa, a las gentes que se acercaban a él y querían entablar conversación no les quedaba más remedio que preguntarle por la hora. El anciano siempre respondía de igual manera; fijaba su mirada sobre la cristalina esfera y decía: “está ñublo”. Los niños reían al oír esta palabra; los adultos se miraban, el rostro envuelto en una preocupación que no venía al caso; y los más ancianos creían recordar haberla oído alguna vez, pero no podían fijar ni dónde ni cuándo. Al anciano le importaba una soberana nada cómo se lo tomaban los unos y los otros. “Ñublo, está ñublo”, repetía mientras esperaba el regreso de sus nietos. El primero en volver fue el nieto pequeño. Abisinia estaba a un paso. Además, no se entretuvo mucho porque nada más llegar encontró al poeta acostado en la misma cama que aparecía en la fotografía. Le recibió con persianas bajadas y cortinas corridas, en el más oculto de los silencios. —Quiero que lleves a tu abuelo un reloj y un poema —dijo el hombre acostado—. El reloj está envuelto en esa hoja de periódico, el poema lo tendrás que aprender de memoria porque nunca he llegado a escribirlo ni voy a hacerlo. Escucha, y repíteselo, tu abuelo lo reconocerá.
A la vuelta, el abuelo le pidió a su nieto que guardara el reloj del poeta en su bolsillo y que le recitara el poema mientras esperaban que regresaran sus hermanos. Los vecinos seguían preguntando por la hora siempre que se encontraban con el anciano. —Está ñublo —contestaba, mirando su reloj. —Está ñublo —contestaba el nieto pequeño, mirando el reloj del francés. El segundo en volver fue el mediano de los hermanos. Llegaba desde el confín del mediterráneo. Había encontrado al hombre más generoso de Turquía sentado a la puerta de su almacén, fumando una pipa muy parecida a la que él pretendía devolverle. No era ni más joven ni más viejo que su abuelo. —Te estaba esperando —dijo el comerciante. Reconozco esa pipa que cargas, he pasado muchas noches con tu abuelo, ocultos los dos tras el humo de esta pipa, discutiendo si el azul es el color más adecuado para el mar. Nunca conocí a nadie tan generoso. Quiero que le lleves un regalo. El nieto mediano descubrió el regalo ante su abuelo: era un reloj. —Quédatelo —dijo el anciano—. Puedes llevarlo en la muñeca. Haznos compañía mientras llega tu hermano. Dinos por qué el mar es azul. Como los tres andaban por la calle a toda hora esperando al que faltaba, la gente los paraba a la vuelta de cualquier esquina y les pedía la hora: —Está ñublo —contestaba el anciano, mirando su reloj. —Está ñublo —contestaba el nieto pequeño, mirando el reloj del poeta. —Está ñublo —contestaba el nieto mediano, mirando el reloj del comerciante. El último en regresar fue el mayor de los nietos. China estaba en la China. No encontró a la mujer más hermosa de su abuelo; encontró a la nieta de la mujer más hermosa, que era la mujer más hermosa. Trabajaba en un circo: andaba, comía, montaba en bicicleta y cantaba poemas de amor boca abajo, apoyada sobre sus manos, con los pies revoloteando en el aire como dos mariposas. Era el número siempre aplaudido en el circo. —Mi abuela me contó que tu abuelo era el hombre más hermoso de los que llegaron a China por aquellos años —dijo la nieta más hermosa, mientras recibía el abanico—. Tras este abanico se ocultaron ella y él la noche en que se conocieron. Conozco la historia, quiero entregarte algo. La mujer más hermosa de China puso en manos del nieto un reloj encerrado en una caja de música, que éste corrió a poner en manos de su abuelo.
—Prefiero que lo guardes tú —dijo el anciano. Tus hermanos y yo hemos estado esperándote mucho tiempo. Salgamos a pasear. En la calle, se repitió la misma escena: la dueña de la frutería, el falsificador de billetes, la novicia, hasta el gobernador, que se había equivocado de dirección, quisieron saber la hora. —Está ñublo —contestó el anciano, mirando su reloj. —Está ñublo —contestó el nieto pequeño, mirando el reloj del poeta francés. —Está ñublo —contestó el nieto mediano, mirando el reloj del comerciante turco. —Está ñublo —contestó el nieto mayor, mirando el reloj de la mujer más hermosa de China. —Sí, nietos míos, está ñublo —insistió el anciano—. Los cuatro relojes están parados, lo sabéis; el tiempo se ha detenido como queda inmóvil el cielo cuando las nubes lo clausuran y nosotros, tan poca cosa, comprendemos que, en ese instante fatal, no tenemos nada que hacer, sólo esperar. Nosotros, que somos capaces de postrarnos en el lecho, de escribir poesía, de fumar, de hacer amigos, de atesorar y repartir riquezas, de andar boca a bajo, de enamorarnos, de ocultarnos y de volver a aparecer, no somos capaces de llover. Yo lluevo, tú llueves, nosotros llovemos, vosotros llovéis: imposible, nietos míos, tarea más que imposible. Y dicho esto, el anciano se ocultó para siempre.
M de muerte y N de niña Entra Romerita al bosque por el camino cerrado. Quedan en casa su madre y una olla vacía. Tras ramas, ramas, y en la orilla, abre muda boca el lago. Va Romerita de noche por el pez nuestro de cada día, el que muerde el anzuelo que ella valiente le tira. Llora el agua, es suyo, lo pesa en la mano; la luna sacude las escamas del animal, frágil intento de resucitarlo. Ya es pescado. Romerita imagina la cena, la alegría de su madre, la del gato si tuviera. Por donde vino, vuelve. Fortuna peina las verdes cabelleras del bosque: detrás de una roca negra, aparece la muerte más fría. —Detén tu caminar —ordena la eterna señora. —No hay razón: el hambre y mi madre me aguardan. —Nunca la hay cuando se acaba la vida. —¿No tienes sed? —Siempre —responde la parca. —Apura el lago, sorbe, traga. Te esperaré, seré tuya. Dulce es la promesa del agua y de la niña. La muerte más que beber, vacía. A la blanca luz, Romerita desnuda el pez y mientras escapa, siembra el camino de espinas. Fue la muerte a por ella y darle alcance no podía. Le quedan a la pálida dama los pies clavados sobre agujas muy finas: sangre negra en cardos de flor amarilla. Romerita, en casa, abraza a su madre, la olla vacía, el gato que no tiene, el hambre y a una vecina. Alegría de los pobres: no comer y salvar la vida.