El segundo libro de Verónica Yattah –editado por primera vez en 2013 y que ahora es reeditado con el agregado de las hermosas tintas de Anahí Ojeda– es un libro acerca de la infancia. Pero no de la infancia como tiempo cronológico, como etapa efectivamente vivida, sino de la infancia como estado susceptible de emerger en cualquier momento de nuestra historia. El título mismo del texto abre ese juego: allá es mañana. Todo puede ser restituido, reinventado, transformado. La infancia resuena en nosotros hoy, en este momento, y no a través –únicamente– de su estela, de su reverberación. Escribe Bachelard: “Al meditar sobre el niño que fuimos, más allá de toda historia de familia, después de haber superado la zona de pena, después de haber dispersado todos los espejismos de la nostalgia, alcanzamos una infancia anónima, un puro hogar de la vida, de vida primera, de vida humana primera”. Verónica Yattah, a su vez, escribe: “Me alegro por quien sea que haya perdido su nombre”. Es toda una declaración de principios, porque cada texto del libro pareciera montarse sobre esa delicada y valiosa misión: diluir, desdibujar el nombre propio como se diluyen bajo el agua las letras escritas en una hoja. De un modo lento y sutil, pero implacable. Sobre ese espacio vacío que deja el nombre propio es donde podrán inscribirse los nombres de todos nosotros, una vez que lo escrito abandone la órbita de lo personal, lo cotidiano, lo anecdótico, para volverse universal; la infancia anónima de la que habla Bachelard, convertida
ahora sí en un estado, en un tiempo imaginario, mítico, que sin embargo tiene la potencia de afectarnos aquí y ahora y de afectar nuestro futuro al modificar ese pasado que –contrariamente a lo que nos ha sido enseñado– no ha dejado nunca de suceder, y es por lo tanto pasible de convertirse en otra cosa. Será cuestión, entonces, nos dice este libro, de volver a contar la historia, de modo tal que aquello efectivamente sucedido empiece a diluirse como la tinta bajo el agua, y en su lugar construyamos otra vez, con otros materiales, con diferentes herramientas, la casa de la infancia. Así, esa casa, en el relato de Yattah, es un barco en perpetuo movimiento: cada una de las referencias que parecían estables van desapareciendo y la única opción entonces, para sus habitantes, es hacer equilibrio como se pueda para no caerse. Encontrar alguna forma de permanencia que los sostenga cuando todo sea tan vertiginoso que resulte difícil quedar ligados a superficie alguna. En este libro son las cosas ínfimas, los minúsculos tesoros los que logran ese milagro (los lápices de colores, la goma de borrar, la lapicera de pesada tinta negra, la carpeta). “Era triste –escribe la autora– que mi mamá no tuviera algo tan preciado como lo eran la pelota para mi hermano o los lápices para mí”. Eso tan preciado que es capaz de salvarte de cualquier naufragio, un chaleco salvavidas entre las mareas peligrosas e imprevisibles de la vida familiar: lo que se ama, por pequeño que sea, lo que se atesora, más allá de su valor, de su belleza, de su importancia. Los dibujos que una nena repite terca y obsesivamente y que buscan lo imposible: que lo que se pierde cada día insensiblemente sea restituido y preservado, que los seres que han sido lastimados, las cosas que se han roto tengan su
reparación y –fundamentalmente– que lo inasible, por desaparecido, por lejano, por jamás existente, se haga finalmente visible, tenga una existencia material en el mundo: “Lo que yo buscaba era el vapor que aparecía en un libro de pintura. Ese que se desprendía de una locomotora e iba a parar quién sabe adónde”. Es, quizás, la escritura lo que le permitió a Verónica Yattah encontrar lo que buscaba una y otra vez esa niña en sus bocetos: acercarse a aquello que, de tan delicado y evanescente, huye de nosotros una y otra vez, no se deja atrapar. Pero, como dice Clarice Lispector hablando de la escritura: “sólo aproximándose con humildad a la cosa es que ella no se escapa totalmente”. La escritura de Verónica Yattah logra lo imposible porque lo busca con humildad ¿Y qué es lo imposible? Que esa estela de humo que es la infancia permanezca, que no escape por completo, que esté tan viva, sea tan real, que sintamos su calor en el cuerpo y a la vez sea tan sutil y esquiva como un sueño: una atmósfera, un clima, un estado de infancia que se impregna como los olores de la cocina de la casa materna. La escritura de Yattah es un dibujo indeleble que no necesita de trazos gruesos: le basta con su propio, entrañable pulso venido desde lejos, desde allá que es ahora, que es mañana, que nunca dejará de suceder mientras haya un libro como este, que nos devuelva la gracia de respirar el aire que respiran los niños, a veces asfixiante, a veces tan fresco y suave que es capaz de borrar de un soplo, “como si nunca hubieran estado”, la fealdad y la tristeza. Claudia Masin
Se sacuden los papeles en el barco. Yo tambiĂŠn tengo que hacer equilibrio para no caerme. Son como libros abandonados estas hojas mojadas en medio de la cubierta. Las olas dejan de ser olas y entonces miro: una foto desteĂąida y la tinta que ya no dibuja un nombre, sino manchas. Me alegro por quien sea que haya perdido su nombre y arrojo las hojas a tierra de nadie, ahora que el barco vuelve a moverse.
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Cuando arrojé las hojas al agua, alguien dijo que en el barco había una caja de objetos perdidos. En el colegio también había una caja como esa, y no servía para encontrar lo perdido, sino cosas nuevas. Era común poner la excusa de llevar algo tirado por ahí y tomar a cambio unos lápices de colores. Después, llegar a casa y colocarlos en el lapicero: una especie de tesoro minúsculo del que nadie pretendía nada.
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A los lápices los lustraba como si hubiera oro entre mis manos. Los frotaba con un paño y los colocaba uno al lado del otro, a veces en degradé, a veces mezclando el azul, el rojo, el amarillo. El escritorio era laqueado y permitía un lindo contraste entre los lápices y ese fondo casi blanco. Les sacaba una punta finísima, disponía el cuaderno en el escritorio y lo llenaba de líneas y colores que se iban, como volando, por los costados de la hoja.
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No sé cuándo empezó a interesarme la calidad de los dibujos. Tal vez haya sido con los elogios que surgió la idea de ser dibujante. Fui más seguido a la sala de objetos perdidos, siempre en busca de nuevos materiales. A los lápices se sumaron la goma de borrar, una lapicera de pesada tinta negra y una carpeta con dos argollas enormes y brillantes.
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Con la goma de borrar y el lápiz fue posible corregir cada trazo. Así tomé la noción de ensayo y error. El proceso de prueba lo clausuraba la lapicera, volviéndolo todo, aparentemente, indeleble y definitivo.
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En la carpeta intenté armar una serie: páginas y páginas con dibujos que mostrarían las cosas importantes de la vida. La abuela me acercó frascos de perfume vacíos, latas de caramelos, papeles de regalo doblados con minuciosidad. Me costaba entender cómo la abuela había podido guardar tantas cosas y no haber podido preservar, sin embargo, una casa propia. En ella hubiera podido exhibir sus maravillas sin tener que ocultarlas, cada vez, en la caja vieja de zapatos.
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Reacio a besos y abrazos, mi hermano vino, sin embargo, con su pelota. Fue difícil dibujarla porque los colores no eran nítidos y no sabíamos qué elegir, si el azul o el verde. El pidió el verde. Lo que quedó fue un poco deforme porque me costaba copiar los hexágonos. A él le gustó, sobre todo, el color, y dijo ahora mi pelota es también tu pelota. Salió corriendo hacia el patio y empezó a darle patadas, imaginando que en frente había un arco de siete metros y una hinchada alrededor ovacionándolo en cada gol que metía entre maceta y maceta.
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Cada vez que eso pasaba, las palomas abandonaban el nido y revoloteaban alrededor de mi hermano, como jugando a irse por un rato. Mamá aprovechaba para regar la alegría del hogar y lo retaba por gritar así a las tres de la tarde. Con el trapo borraba las huellas que íbamos dejando esas tardes nubladas, perdidos como estábamos en medio de la ciudad.
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La vida no es pasársela dibujando, decía mamá mientras pedía colaboración. Había que tender camas, lavar platos y ropa. Yo me movía con lentitud y prefería el cuaderno, que lo llevaba como atado. Varias veces le pedí que me trajera algo para dibujar. Ella decía que mejor después de las compras, o de hacer la comida, o de traer a mi hermano de fútbol. Era triste que mamá no tuviera algo tan preciado como lo eran la pelota para mi hermano, o los lápices para mí.
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Un sábado se me ocurrió pedirle a la abuela el álbum de fotos. Ella iba mostrándome quién era cada uno, cosa que me aburría muchísimo. Hacía que la escuchaba, pero me distraían las fotos donde se veía lo viejo, como los pantalones anchos o los marcos cuadrados (exageradamente grandes) de los anteojos. Las puntas de las fotografías eran redondeadas y eso les daba un aspecto suave y monocorde. Sin embargo, había una a la que miraba más que al resto. Cuando aparecía esa foto, también la abuela se callaba.
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Es un día de calor y papá está sentado en la canoa, saludando con el remo. Del extremo del remo se desprenden unas gotas y todo en esta foto es brillo: el sudor de papá, su pelo y su sonrisa. También las gotas del Delta, que saltan como pidiendo volver al río.
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¿Viviendo en otro lado hubiera tenido más para dibujar? Las veces que fuimos con el colegio a visitar museos nos mostraban cuadros donde la naturaleza lo abarcaba todo. La familia sentada a la mesa, la ventana de fondo que conduce al molino, a las nubes, a las vacas pastando… Imágenes extrañas. Sobre todo al regresar a casa y encontrarme de nuevo con la abuela y con mamá. Los malabares que hacíamos para no chocarnos en una cocina tan estrecha.
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Nunca pude dibujar los olores de la comida que preparaba la abuela. La carne picada se mezclaba con la cebolla, el morrĂłn y la pimienta. Mientras cocinaba me sentaba cerca suyo, en una mesa desplegable que casi no abrĂamos. Intentaba copiar la cebolla, el morrĂłn y el delantal de cocina lleno de flores. Intentaba borrar la idea de que todo eso conforma una naturaleza muerta.
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La abuela se fue un día de verano. El sol de ese día no concordaba con la idea de muerte. Ni el sonido de los autos, ni el de mi hermano jugando con su amigo en el balcón. Yo colgué el teléfono y fui a sentarme al banquito de la cocina. Puse la pava para oír a la abuela. Esperé y fue ella la que silbó. Mezclada con pájaros y autos que pasaban ese día por la puerta de casa, fue ella la que silbó.
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¿A dónde iban los autos que veíamos desde el balcón? En vacaciones parecía que quedábamos sólo mi hermano y yo. Arrojábamos cosas a los que pasaban, como bombitas de agua o huevos frescos. No sé si nos daba culpa lo de los huevos, ir a buscar uno a la heladera, elegir el más grande. ¿A dónde iban esos autos? Nos hubiera gustado bajar y subirnos al primero que pasara. Y que el conductor no dijera nada. Que apretara el pedal y sin hablar, nos llevara lejos.
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Aunque era yo quien dibujaba, conservo, impecables, los dibujos de mi hermano. Uno de ellos parece responder a la consigna “retrato de mi familia”. Cinco cuerpos hechos con líneas muy rectas, y sin embargo nosotros, nuestros nombres, arriba de cada uno. De izquierda a derecha: yo, y mi hermano, y mi mamá, y la abuela, y el gato. Todos unidos a través de unas manos que parecen ganchos. El gato, qué extraño es esto, lleva arriba el nombre de papá.
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Por sus ojos cerrados y al mismo tiempo húmedos durante y horas y horas, el verdadero nombre del gato fue Lagañas. Lo trajeron a casa un día de invierno por equivocación. Mamá había pedido una hembra, pero cuando se dio cuenta del error era tarde: Lagañas acurrucado en el sillón, abriendo esos ojos y mirándonos de esa forma como nos mirábamos en casa.
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Lo que no sé es cómo pasamos de Lagañas a una pecera lúgubre, donde los peces apenas se movían. Cuando golpeaba con el dedo las paredes de vidrio, revoloteaban las aletas y abrían la boca más que de costumbre, esperando como bobos que les arrojara comida. Una comida sosa como ellos, seca, desabrida. Después seguían con esa parsimonia angustiante, que en vez de distraernos, nos recordaba lo solos que estábamos aquellos días.
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La comida del gato era otra cosa: tangible como él, que rozaba las piernas del que fuera a servirle su bocado. Sus ojos como dardos indicando, sugiriendo. Miraba la casa deteniéndose en cada rincón, descubriendo, desarmando. Me gustaba que alguien desarmara la casa así.
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¿Entonces por qué hacer convivir a Lagañas con el aburrimiento de los peces? Una mañana me levanté antes que el resto, me puse las medias y fui en puntas de pie hasta la pecera.
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Mi hermano lloró y todos miraron a Lagañas, como esperando que el gato confesara. El gato miraba la pecera vacía, los miraba a ellos y luego se miraba la pata, que empezaba a lamerse con una tranquilidad que terminó exasperándolos. Yo soñé que los peces resucitaban desde el fondo del inodoro y venían a buscarme, vengativos, hasta la habitación.
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Lo que yo buscaba era el vapor que aparecía en un libro de pintura. Ese que se desprendía de una locomotora e iba a parar quién sabe adónde.
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El primer tiempo fuera de casa me costó dormir. De noche las calles se humedecían un poco más. Entonces me sentaba en el cordón de la vereda. Un perro husmeaba como yo las bocacalles. Llovía y no se mojaba. El perro, me decía bajo esa lluvia de verano, es como yo; no le importa mojarse.
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Lo que extrañé de casa fue lo que no sé si hubo. La familia sentada a la mesa, la ventana de fondo que conduce al molino, a las nubes, a las vacas pastando.
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Los primeros días dibujé en blanco y negro. Los cuerpos que se chocan en la carrera porque el colectivo se va. Yo, que creía que de casa me iba a los colores, seguía buscando el lugar desde donde ver el cielo.
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¿El perro me siguió o yo lo seguí a él? Sin ponernos nombres nos marcamos el camino, olfateando aquí y allá.
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Parece que al perro no le gusta la ciudad. Es raro ver un animal entre los edificios, los papeles, las caras del centro. Una paloma muerta, una rata o un murciĂŠlago. A veces hay eso: animales que de dĂa son restos de otra naturaleza.
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Tapo al perro con una manta para que se confunda con mi equipaje. Tomar un micro y descubrir que los edificios pasan de tener muchos pisos a tener cuatro, tres, o incluso ninguno. En lugares asĂ se puede vivir, al mismo tiempo, bajo techo y bajo sol.
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Ahora el perro se baja y va por el costado de la ruta. Es un perro sin correa que mostrarรก los dientes en caso de amenaza. Ahora husmea el fondo de la pileta de un hotel abandonado. En las paredes de la pileta hay escritos mensajes de amor, y es tan raro ver eso hoy, cuando parece que todos se han ido. Casi como si no hubieran estado.
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VERÓNICA YATTAH nació el 1 de febrero de 1987 en la Ciudad de Buenos Aires. Publicó los libros Ella salta la espuma de las olas (Del Dock, 2009), Allá es mañana (Funesiana, 2013), reeditado ahora por Diezmil cosas editora con tintas de Anahí Ojeda, y Los perros también se van (Viajero Insomne, 2014). Participó en la antología de cuentos del Fondo Nacional de las Artes en 2008 y en la antología de poesía El Rayo Verde (Viajero Insomne, 2013 y 2014). Realiza entrevistas para su blog www.sigamostramando.blogspot.com.ar y además pueden leerse poemas y textos suyos en:
http://www.ellasaltalaespumadelasolas.blogspot.com ANAHÍ O JEDA, nació en Olavarría en 1982. Es Maestra Nacional de Dibujo egresada de la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano. Desde el 2002 al 2008 cursó la Licenciatura en Historia en la Universidad de Buenos Aires y dibujo experimental en la Cárcova. Estudió pintura con Leila Tschopp y Viviana Blanco, clínica de obra con Tulio de Sagastizábal y serigrafía con Andrea Moccio. También asistió al taller de escritura para artistas a cargo de Silvia Gurfein. Durante 2012 fue seleccionada para participar de Joven y Efímero en el Centro Cultural Parque de España (Rosario). En 2014 fue seleccionada para participar de la residencia para artistas CURADORA, (San José del Rincón, Santa Fé) y de la muestra DOS en MUMU (Museo de las Mujeres de Córdoba). Expuso su trabajo en galerías, ferias y espacios culturales de Buenos Aires y Córdoba. Actualmente estudia pintura china a Cargo de Julieta Jiterman y producción de obra con Andrés Sobrino y Sebastián Bruno. Vive y trabaja en el barrio de Saavedra, Capital Federal.
http://anahi--ojeda.tumblr.com/ https://www.flickr.com/photos/anahiojeda/
Se terminó de imprimir en las semanas de agosto de 2015 en el taller BETA de Diezmil cosas editora. Se utilizaron las sigueintes tipografías: GARAMOND para el cuerpo del texto y CONSTANTIA para los títulos. Contamos con la colaboración de MARU T y DIEGO L en el diseño. Mientras imprimíamos, pensábamos que, en este mundo, con la belleza todo puede mejorar.