Ejemplar nĂşmero _____
EN EL LAGO
Javier Martos - JesĂşs Gordillo
Dilatando Mentes Editorial
JesĂşs Gordillo
Javier Martos
EN EL LAGO
Javier Martos - Jesús Gordillo
Prólogo de Lluís Rueda Portada e ilustraciones de Cecilia García Ensayo de El hombre que vincula (Emilio López)
Dilatando Mentes Editorial
En el lago Primera edición, mayo 2017 Dilatando Mentes Editorial dilatandomenteseditorial.blogspot.com.es facebook/dilatandomenteseditorial dilatandomenteseditorial@gmail.com C/ Rey Jaime I, 7, Ondara (Alicante) Editora: María Teresa Aranda Morata Coordinación editorial: José Ángel de Dios © de En el lago Javier Martos y Jesús Gordillo © de la portada e ilustraciones interiores Cecilia García © del prólogo Loch Thoirbheartan Lluís Rueda © del ensayo El vacío que vincula y otros mundos El hombre que vincula (Emilio López) © de la maquetación, la corrección y la edición Dilatando Mentes Editorial © fotografías de la página cuatro: Jesús Gordillo y Javier Martos Tipografía empleada: “Caslon Antique”, obra Freeware de Alan Carr. Imprime Byprint Las ilustraciones e imágenes del apartado “Miscelánea”, son propiedad de sus respectivos dueños y autores, utilizádose tan solo como acompañamiento al texto, como referencia visual a las citas. Al final de dicha sección, están escritos los © de cada una de las imágenes. ISBN: 978-84-945203-7-2 Depósito Legal: A 195-2017 Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta edición sin permiso previo y por escrito de la editorial y los autores.
índice - Loch Thoirbheartan por Lluís Rueda . . . . . . . . . . 13 - En el Lago, de Javier Martos y Jesús Gordillo - Prólogo - I: Cualquier tiempo pasado fue mejor - II: Las raíces de una cabaña - III: Selkon’s Cave - IV: Un trago de whisky para las sirenas - V: Encuentros y reencuentros - VI: Un accidente de barco - VII: Vodka con yema de huevo - VIII: La caja - IX: Un columpio para los fantasmas - X: Buscar la cordura en las heces - XI: Un fin de semana tranquilo... o cómo las grandes expectativas originan grandes desilusiones
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- XII: Otra mala mano de cartas - XIII: Hasta el océano calla - XIV: Una mentira contada cien veces se convierte en verdad - XV: El roble que fue nombrado desertor - XVI: El planeta en una pelota de tenis - XVII: Un billete de ida - XVIII: Hasta otra, compañero Epílogo: Hablándole a la luna
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- Notas de los autores . . . . . . . . . . 325 - El vacío que vincula y otros mundos, por El Hombre que vincula . . . . . . . . . . 327 - Miscelánea . . . . . . . . . . 359 - Ilustraciones, por Cecilia García . . . . . . . . . . 7-9, 55, 151, 315 Ilustración de la página 377 . . . . . . . . . . © Jesús Gordillo
Ilustración de la página 11: Gustave Doré, Lac près d’Ischl, 1876 Ilustración índice: y página 12 (detalle): “Gougane Barra Lake”, County Cork, Irlanda, obra de W.H.Bartlett, 1800 Ilustración cabecera capítulos: “A meteor shower in the night sky”, de Mezzotint, alrededor de 1783 Ilustración página 327: “Solar System”, de Frank G. Johnson, 1872 Ilustración de la página 359: “The great comet of 1881” (Plate XI from The Trouvelot Astronomical Drawings 1881), obra de Étienne Léopold Trouvelot
MĂşsica recomendada para ambientar la lectura de este libro:
En el lago
Javier Martos - JesĂşs Gordillo
Auld Lang Syne Should auld acquaintance be forgot, And never brought to mind? Should auld acquaintance be forgot, And auld langsyne! Chorus.-For auld langsyne, my dear, For auld langsyne. We’ll tak a cup o’ kindness yet, For auld langsyne. And surely ye’ll be your pint stowp! And surely I’ll be mine! And we’ll tak a cup o’kindness yet, For auld langsyne. For auld, &c.
We twahae run about the braes, And pou’d the gowans fine; But we’ve wander’dmony a weary fit, Sin’ auld langsyne. For auld, &c. We twahaepaidl’d in the burn, Frae morning sun till dine; But seas between us braid haeroar’d Sin’ auld langsyne. For auld, &c. And there’s a hand, my trusty fere! And gie’s a hand o’ thine! And we’ll tak a right gude-willie waught, For auld langsyne. For auld, &c.
—Robert
Burns
Loch Thoirbheartan
Citar todos los elementos que convierten un libro en especial, y hacerlo en un prólogo, no es asunto fácil si uno siente una admiración honesta por sus autores. Podría caer en la ansiedad de revelar demasiadas cosas o, por autocensura, omitir otras que son clave. Voy a intentar buscar el punto exacto. Más allá de que me hayan encargado este prólogo, creo que es conveniente confesar con total honestidad que me encanta lo que hacen Javier Martos y Jesús Gordillo por separado, y me entusiasma cuando aúnan fuerzas para escribir a cuatro manos un relato. Respecto a Jesús Gordillo cabe decir que he tenido el honor de ser editor de su segunda novela en solitario, Los agujeros de las termitas (Editorial Hermenaute) y, de alguna manera, me siento algo intruso en su universo personal. Pero más allá de su valía como novelista en solitario, siento una profunda perplejidad cuando trabaja al alimón con Javier Martos. Juntos suelen alumbrar cosas extraordinarias, recetas literarias en las que uno puede reconocer elementos del estilo de ambos autores en una perfecta fusión. El trabajo a cuatro manos de estos escritores es uno de los más singulares del panorama literario, no es que su Loch Thoirbheartan -13-
obra conjunta sea mejor que las que han creado en solitario, es que resulta igualmente personal, tiene un estilo inconfundible y conforma un universo único. Se diría que el tándem Martos-Gordillo alumbra una suerte de bardo siamés en cuya mente bicéfala explosionan argumentos, descripciones, diálogos y atmósferas tan vívidas que, de haber vivido en otra época, probablemente hubieran acabado con sus huesos y sus libros en una hoguera por brujos. Tampoco es fácil prologar cuando el libro que nos traemos entre manos, En el Lago, sitúa su acción en uno de esos lugares vinculados a experiencias personales inolvidables; caminatas a los pies de lagos de aguas grises, a través de campiñas abruptas como canteras de dioses, rutas junto a montañas negras y descansos en pubs perdidos en aldeas de menos de una decena de habitantes. Así son las Tierras Altas escocesas. Su olor a lluvia, su silencio inescrutable, sus ovejas omnipresentes y sus colores que van del verde estridente al ocre que dibuja el sol adormilado y absorto en las charcas; paisajes marcianos, de otro mundo. Asomarse a la Escocia salvaje en el contexto del fantástico es poco menos que conjurarse en un subgénero lleno de posibilidades. Los páramos escoceses son propicios a lo inexplicable y a lo mágico, como así lo atestiguan sus leyendas sobre criaturas de agua, brujería, paganismo, bhampair corcovados, o la larga tradición de avistamientos de luces extrañas que asaltan al caminante a medianoche. Créanme, más allá de la popularidad de Nessy, acaso la criatura de leyenda más famosa y explotada como reclamo turístico del Reino Lluís Rueda -14-
Unido, existe una conexión pretérita entre los páramos escoceses y lo esotérico; desde los románticos Borders hasta la dramática costa del Océano Atlántico. Mar adentro, se extienden enigmáticas y solitarias islas en las que existen construcciones como las de Callanish en Lewis o el Anillo de Brodgar en las Orcadas, piedras legendarias que continúan alimentando la inagotable capacidad del visitante para maravillarse. Pero Escocia también se caracterizó durante décadas, y aún hoy en día, por la oleada de inclasificables objetos desconocidos que han campado por los cielos de las Highlands de un modo persistente y obstinado; solo en 2016 se cuantificaron más de quince avistamientos y algunas experiencias en primera persona de estremecedores encuentros paranormales. Y digo paranormales porque entre la ufología más o menos ortodoxa y las leyendas de presencia de luces o caminantes de orden mariano, siempre ha habido una delgada línea, en ocasiones desdibujada. El territorio seduce y fascina en lo literario y en otras disciplinas. El cine fantástico lo ha incorporado a sus argumentos con películas como la inquietante Lo desconocido (X the Unknown, 1956), en la que algo emerge del subsuelo y empieza a arrasar todo lo que encuentra a su paso, especialmente la energía eléctrica y radioactiva, El hombre de mimbre (The Wicker Man, 1973) con sus paganos cultos reinventados dentro de un prisma plenamente contracultural, los paisajes de fantasía de Stardust (2007), hasta la más reciente Prometheus (2012) de Ridley Scott, que convierte en una suerte de capilla admonitoria para ciertas tesis anunnaki unas pinturas ficticias en el interior de las formaciones de The Old Man of Storm, maravillosas, por otro lado. Loch Thoirbheartan -15-
No les adelantaré qué de extraordinario, inquietante o mágico van a hallar ustedes en la lectura de En el lago, ni incidiré más en cuánto me seduce Escocia como territorio literario de lo mágico e incomprensible. Creo que es momento de volver a sus autores, Jesús Gordillo y Javier Martos, el uno por su capacidad de inventar atmósferas perdurables y su talento para los diálogos, el otro por su brillantez como relatista y por su sofisticado sentido de lo ominoso. Un “ente” a cuatro manos capaz de conformarse en una suerte de maestro tentacular que crea mundos espirales, adictivos y de una precisión exacta: Martos/Gordillo conforman un excelente cronista de lo extraño, un alquimista del fantástico que sabe cocer a fuego lento sus historias y ejecuta con precisión las permutas necesarias hasta dar con la tecla exacta del estímulo. El “ente” Martos/Gordillo orquesta sus obras mediante brotes venenosos que anidan poco a poco en el subtexto; mientras uno abona, el otro, riega, y mientras el mal se gesta, el lector bucea en la trampa de modo que las simientes tóxicas le han alcanzado sin ni siquiera advertir el giro admonitorio. Me sedujo sobremanera el libro Ojos de Circo (Tyrannosurus Books, 2013), una novela marca Martos/Gordillo que exponía ideas y obsesiones de calado mágico a través de la obsesión de un personaje, Nicholas Campbell. Igualmente me sedujo la capacidad de ambos escritores para dibujar con maestría marcos literarios propios de la literatura anglosajona con una soltura, eficacia y atino propios de un autor norteamericano o británico. Créanme, que siendo un defensor del horror y el sentido de lo extraordinario o Lluís Rueda -16-
grotesco de algunos de nuestros escritores peninsulares, ese instinto para capturar lo universal en el marco de un país ajeno, sin caer en exotismos ni banalidades trilladas, es poco menos que admirable. Ahora toca Escocia, los paisajes apuntados y los personajes tan dramáticos en su composición como el propio entorno: un misterio, quizá un misterio que camufla otro misterio y una obsesión que reviste un vacío. Ahora les invito a adentrarse en el territorio de ese fiordo de las Tierras Altas y dejarse llevar por los misterios de ese lago al que alude el título. Loch Thoirbheartan es su nombre en gaélico escocés, el titulillo de este escueto prólogo y quizá una suerte de invocación que pone en contexto al lector. Les recomiendo que griten antes de comenzar a leer: Loch Thoirbheartan!!! Lluís Rueda Laird of Glencoe
Loch Thoirbheartan -17-
My heart’s in the Highlands Farewell to the Highlands, farewell to the North, The birth-place of Valour, the country of Worth; Wherever I wander, wherever I rove, The hills of the Highlands for ever I love. My heart’s in the Highlands, my heart is not here; My heart’s in the Highlands a-chasing the deer; A-chasing the wild-deer, and following the roe, My heart’s in the Highlands wherever I go. Farewell Farewell Farewell Farewell
to to to to
the the the the
mountains high covered with snow; straths and green valleys below; forests and wild-hanging woods; torrents and loud-pouring floods.
My heart’s in the Highlands, my heart is not here; My heart’s in the Highlands a-chasing the deer; A-chasing the wild-deer, and following the roe, My heart’s in the Highlands wherever I go. —Robert
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Burns
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«Para Javier Vega.» —Javier Martos «A mis padres, la raíz.» —Jesús Gordillo
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Prólogo Edward Newell encajó el puñetazo en el estómago y sintió cómo se quedaba sin aire y las piernas le flaqueaban. Clavó las rodillas en el suelo, pero antes de caer a todo lo largo, dos pares de brazos lo agarraron de la chaqueta y tiraron de él hacia atrás, arrastrándolo hasta el borde de los acantilados. Naturalmente, no lo lanzarían al vacío. De atreverse a hacerlo, les sería imposible recuperar todo el dinero que Edward les debía. En cualquier caso, no dudarían en infligirle mucho daño. Para eso habían venido. Al joven le sorprendió que le hubieran echado el guante en el condado de Clare. Atravesar Irlanda en coche solo llevaba dos horas, pero le resultaba extraño que le hubiesen seguido hasta la En el lago -21-
otra punta del país a sabiendas de que en Dublín podrían atraparle con la guardia baja cuando quisieran. La tercera patada que le propinaron en el costado le nubló la vista y a punto estuvo de hacerle perder la consciencia. Soltó un intenso gemido y se retorció sobre la gravilla. Puede que tuviera alguna costilla rota. Maldijo por lo bajo y una lluvia de golpes le batió la espalda. Tenía cierto sabor metálico en la boca y había respirado un poco de arenilla húmeda. Los hombres olían a loción para después del afeitado, y en ese momento empezó a lloviznar. Edward creyó oír un grito agudo —que no era suyo— y entonces pensó en la chica que le acompañaba, Daisy, Cassie… Ahora no podía recordar su nombre, aunque sólo se trataba de una joven pueblerina con la que pasar el fin de semana. Probablemente se olvidara de ella antes de que acabaran de echar el primer polvo. Aun así, esperaba que a aquellos gilipollas no se les ocurriera hacerle nada. La chica no tenía culpa de sus deudas y partirle los dedos o la cara no iba a servir para solucionar el problema. Sintió una nueva sacudida y cuando abrió los ojos vio que estaba asomado al precipicio. El mar chocaba con fuerza contra las rocas y el viento del Atlántico soplaba de cara. Miró hacia abajo y el vértigo le provocó náuseas. Giró la cabeza como pudo y de reojo distinguió la torre O’Brien. —¡Soltadme de una puta vez! Los hombres lo retiraron del borde, le dieron un par de bofetadas y el joven rodó por el suelo. —Esta es la última advertencia, Newell —indicó el más alto de los dos—. Nos debes mucha pasta y la queremos de vuelta. —No llevo tanto dinero encima, maldita sea —gruñó Edward, sacudiéndose la ropa. Los huesos le dolían como un demonio. Probablemente tenía varias costillas rotas. La sangre le sabía metálica en la boca y notaba la hinchazón en el rostro. Javier Martos - Jesús Gordillo -22-
—No hay rincón de Irlanda en el que puedas esconderte —espetó el otro—. Si no nos entregas la pasta dentro de tres días, hazte a la idea de que caerás precipicio abajo. —Le descargó una violenta patada en el pecho y el joven se retorció como un gusano. Le escupieron encima y se alejaron entre carcajadas. La chica se le acercó sollozando y lo ayudó a ponerse de pie. —¿Quiénes son esos hombres? Edward no respondió. Sabía que había llegado la hora. Ellos mismos acababan de decírselo: no existía recoveco en Irlanda donde esconderse. Llegarían hasta el final si no les entregaba el dinero, y Edward no tenía esa cantidad. Ni siquiera la mitad. La decisión era fácil de tomar. Debía largarse del país. En realidad, hacía tiempo que se sentía fuera de lugar. Cerró los ojos y dejó que la chica —Cassie, sí, la bonita y joven Cassie Littleton, ahora estaba seguro de su nombre— lo acompañara al coche. Al tenderse en el asiento trasero sintió náuseas. Tragó saliva con dificultad y consiguió reprimir las ganas de vomitar. Cerró los ojos un instante pero ya no fue capaz de abrirlos. Finalmente, un pensamiento se iluminó en su cabeza con las luces de neón de una máquina de monedas: Irlanda era un lugar hostil. A pesar de la calzada llena de baches y la conducción insegura de Cassie, Edward solo tardó unos segundos en dormirse.
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I Cualquier tiempo pasado fue mejor 1 Adam Newell suponía que vendrían tiempos mejores —porque siempre terminaban llegando—, pero tenía la certeza de que no serían para él. Eso lo sabía de sobra. Con cuidado, vertió un poco de vino en una copa de cristal y la alzó hacia una compañía invisible. Por un momento se le ocurrió levantarse, pero entonces se miró las piernas y la cruda realidad desmoronó esa idea. Después de diecinueve años tullido, le resultaba extraño que su cerebro siguiera emitiendo la orden —sin efecto— de ponerse en pie. Era una sensación exasperante. A menudo la rabia le carcomía por dentro, pero al poco entendía que Javier Martos - Jesús Gordillo -24-
solo se trataba de resentimiento aderezado con desazón. Dio un largo trago a la copa de vino y la dejó sobre la mesa de la cocina. Al hacerlo, el cristal sonó como un brindis abortado, confirmándole que estaba más solo de lo que temía. No había nada que pudiera decir en voz alta que le infundiese esperanza, aunque en realidad no la anhelaba. Ni siquiera recordaba qué se sentía. A sus setenta y tres años era demasiado tarde para empezar a lamentarse. Nunca lo había hecho antes y no pensaba hacerlo ahora, aunque en lo más hondo de su corazón existía una veta de dolor, una necesidad irreprimible de volver atrás. De viajar en el tiempo. Hurgó en su cabeza buscando una frase de consuelo. De las que apenas valen su peso en aliento. «Todo volverá a ser como antes» o «Todo se arreglará». Pero ninguna de tales promesas ganaba cuerpo sin insultar a su inteligencia. Cada vez le resultaba más complicado pensar con optimismo —y tampoco se esforzaba en ello lo más mínimo—, aunque se mantenía con una pétrea entereza la mayor parte del tiempo. El carácter agriado, una coraza tan dura como el caparazón de una tortuga y la ausencia de sueños lo habían convertido en un viejo hosco e inaccesible. Era lo que le solía ocurrir a los hombres a quienes ya no les quedaba nada. Ni siquiera lágrimas. De hecho, no había derramado ninguna desde que era capaz de recordar. No se sentía agraviado ni se compadecía de sí mismo. La prensa vomitaba a diario desgracias que hacían palidecer su historia. Unos años antes, unos terroristas árabes estrellaron dos aviones contra aquellos rascacielos tan altos de Nueva York, y el número de muertos había alcanzado una cifra espeluznante. Adam al menos seguía vivo. En el lago -25-
Además, Dios proveía y todos sus siervos tenían cuanto merecían, de modo que no le quedaba otra que resignarse. Los designios del Señor eran inescrutables. En palabras paganas, el tiempo solía poner a todo el mundo en su sitio, y allí estaba Adam Newell, postrado en una silla de ruedas, con los brazos musculados y las piernas delgadas como palillos. Inmóvil de cintura para abajo. Así era y así seguiría siendo. Adam no se molestó en agotar su derecho legítimo al pataleo — una ironía, por otra parte—. Como un buen hombre de las Tierras Altas, tenía que aceptar su condición, por injusta que esta pudiera resultar. No podía hacer nada. Esa era la situación que le había tocado vivir. Solo el Señor controlaba las mareas, y los mejores marinos no podían más que aprender a enfrentar las olas con el menor daño posible para el casco de sus barcos. Aunque casi todo fuesen inconvenientes. Lo que peor llevaba era ese maldito olor a galletas y café. Giró la cabeza hacia la encimera de la cocina y vio allí la cafetera, limpia y sin usar. Por supuesto, hacía años que no había galletas en la alacena. No desde que su nieto Edward dejó de andar por la cabaña, y de eso había pasado mucho tiempo. Muchos años. Sin embargo, no había manera de eliminar aquel tufo que impregnaba cada uno de los rincones. Y lo detestaba. Adam Newell apoyó las manos en los aros de la silla de ruedas y se impulsó hacia atrás. Se dio la vuelta con habilidad y salió de la cocina. Dejó las habitaciones y el baño a su izquierda y entró en el salón. Al asomarse al ventanal del fondo, contempló la extensa superficie del lago Torridon. El cielo estaba plomizo, y el agua lucía Javier Martos - Jesús Gordillo -26-
gris como el lomo de una ballena. Tranquila, sin ondas, impertérrita. El color púrpura del horizonte traía de la mano una noche desapacible, al menos eso es lo que habían anunciado por la radio. En aquel lado del lago, donde se ponía el sol y descansaba la vieja cabaña de madera, los árboles altos y verdes contrastaban con las montañas de arena roja que se erigían al norte. Aquel paraje era inconmensurable y misterioso. Por mucho que los veraneantes insistieran en compararlo con los fiordos noruegos, aquel lugar era único. Especial. El norte del Reino Unido. Escocia. Su hogar. Más allá, al norte del lago, en línea recta mirando desde la parte trasera, el pueblo seguía allí. Selkon’s Cave. «Hoy todo está normal», pensó Adam Newell. Sintió un ramalazo de alivio, aunque sabía que dentro de un par de días —o puede que unos segundos después— la cabaña podría estar situada en cualquier otra parte del planeta. Aún no había logrado asimilar del todo aquellos «viajes». De hecho, los temía. Al pensarlo, el corazón empezaba a golpearle con fuerza detrás de las costillas. Entornó los ojos y se fijó en las diminutas casas del pueblo. No detectó ningún movimiento, salvo por algunos hilillos de humo que salían de las chimeneas. Cogió los prismáticos que dejaba siempre sobre la repisa del ventanal y miró con curiosidad. Hacía muchísimo tiempo que no iba al pueblo, aunque le gustaba observarlo desde allí. Las pocas calles que podía distinguir desde tan lejos estaban desiertas. Quizá ya se había echado el frío ahí fuera. A modo de confirmación, el lejano crujido de un trueno resonó entre las nubes. Pronto se pondría a llover. En el lago -27-
Se avecinaba una tormenta. Adam Newell cogió el libro de bolsillo que descansaba en la mesa de centro y se acercó a la chimenea. El manso crepitar del fuego era hipnotizador. El suave olor del papel le inundó las fosas nasales, aunque no era lo bastante intenso para mitigar el de las galletas mojadas. En el fondo de su cabeza, notó el runrún de una jaqueca. Sin embargo, no tardó en sumergirse en la lectura. Tras la ventana, los bosques de Torridon seguían estando allí. *** 2 Dejó el libro cuando Ender Wiggin fue ascendido a comandante en la Escuadra Dragón, creada a propósito del entrenamiento psicológico del niño. La trama de la novela lo había atrapado desde el principio, de modo que le pediría a Patrick Atkins que le trajera de la biblioteca del pueblo las numerosas secuelas pergeñadas por Orson Scott Card. Levantó la vista y se fijó en que el fuego se había reducido a unos rescoldos medio apagados. Echó un buen pedazo de madera y lo acomodó con el atizador. De las cenizas surgieron algunas vetas candentes. Su amigo Patrick Atkins —amigo sobre todo de su malogrado hijo John— era el encargado de que hubiera troncos secos en la leñera de fuera, y siempre le dejaba unas cuantas piezas en una cesta de mimbre junto a la chimenea para que no tuviera que salir al exterior. En realidad, Atkins se ocupaba de todo. Era él quien se aseguraba de que no faltara gasolina en el generador del cobertizo. Revisiones de la caldera, desatasco de la salida de humos de la chimenea, comprobación de las tuberías. Todo lo Javier Martos - Jesús Gordillo -28-
necesario para hacer habitable aquella casa de madera en mitad de la nada. Gestionaba los gastos de la cabaña y pagaba los impuestos. Mantenía la documentación al día, organizaba el correo y renovaba las suscripciones a las revistas de pesca. Si le hubieran preguntado al propio Patrick Atkins, no habría sabido concretar el motivo real por el cual había asumido todas aquellas tareas. Quizá se lo debía a Adam, o quizá no fuera más que compasión. También estaba en deuda con John, de quien no tuvo tiempo de despedirse. Cuidar del viejo Adam era una buena manera de darle crédito a la frase «amigos para siempre». Suponía que todo aquello tenía mucho que ver con la lealtad. Además, aquel hombre era como un padre para él. Patrick conoció a John en la escuela, y desde entonces Adam siempre le trató como si también fuera hijo suyo. Apoyó a los chicos tanto en los buenos como en los malos momentos. Naturalmente, hubo de ambos, como era de esperar, pero ninguno de los tres podía negar que fueran felices la mayor parte del tiempo. La esposa de Adam había fallecido durante el parto, así que compartían en cierto modo esa misma pérdida. Si Adam se había hundido en la tristeza tras la muerte de su mujer, era algo que Patrick y John no habían notado en ningún momento. Tampoco intentó rehacer su vida con otra vecina del pueblo. La cabaña al pie del lago Torridon le bastaba como única compañía. La madre de Patrick murió cuando él tenía dieciocho años, y su padre biológico se había largado de casa en cuanto la mujer le reveló que se había quedado embarazada. No tenía otra familia conocida. Aun sintiéndose solo, y siendo ya mayor de edad, decidió quedarse en el pueblo solo para continuar viviendo cerca de los Newell. Tampoco tenía otro lugar adonde ir. Poco tiempo después, Adam aceptó ser su padrino de boda cuando Patrick decidió pedirle matrimonio a Marge, su novia de En el lago -29-
toda la vida. Ella era una joven hermosa y decidida, muy hogareña y condenadamente afable. Adam también llegó a quererla como a una hija, aunque en los últimos años no se habían visto demasiado, quizá porque verle en aquel estado le afectaba profundamente. En cualquier caso, siempre pudieron contar con Adam, al menos mientras no estuvo postrado en aquella maldita silla de ruedas. Antes de eso, sin embargo, cualquier cosa que Patrick hubiese necesitado, Adam se encargó de ello con mucho gusto. Por no mencionar las incontables ocasiones en las que el viejo le había prestado dinero, sobre todo en las épocas en que las capturas eran insuficientes para pagar los salarios de los pescadores que tenía contratados en Atkins’ Boat & Fish, la pequeña empresa pesquera que fundó con el poco dinero que había recibido del seguro por el fallecimiento de su madre. O cuando tenía que hacer alguna reparación importante al barco para poder salir a faenar antes de que se le adelantaran otros y secaran los caladeros. Ahora que Adam se había quedado paralítico, no podía permitirse el lujo de dejarle en la estacada. No sería justo. Tanto en el colegio como en la iglesia le habían enseñado a ser un buen samaritano. Y a un padre —aunque no de sangre, sí de espíritu— nunca se le abandonaba. Además, tenía que asegurarse una buena parcela en el cielo, y aún le quedaban muchos pecados que expiar. La balanza todavía seguía descompensada para el lado equivocado. No obstante, tenía que admitir que cada vez le costaba más ocuparse de todos aquellos asuntos. Él se sentía con ganas, pero la edad no perdonaba y las fuerzas le faltaban a menudo. Era veinticuatro años más joven que Adam —y seis mayor que John, si este siguiera con vida—, pero el mar le había pasado factura. Tanto madrugar y tantas noches en vela, además del tabaco, le sumaban otros diez más. De hecho, era su hijo Henry quien en la actualidad dirigía casi por completo la compañía pesquera. Javier Martos - Jesús Gordillo -30-
Su esposa Marge insistía una y otra vez en que lo mejor era que Adam vendiera la cabaña y se instalara en una de esas modernas residencias de ancianos de Inverness, donde recibiría todos los cuidados que necesitaba. Allí era donde ellos pensaban ir cuando ya no le quedaran fuerzas; así no serían una carga para Henry. La gente envejece, decía Marge, y los viejos debían saber cuándo retirarse sin armar alboroto. Pero Adam Newell lo descartó de inmediato. Cuando Patrick le sugirió la idea, el hombre de la silla de ruedas se puso furioso y empezó a gritar. Le habría dado una patada en el culo de haber sido capaz de ello. Arguyó que no era un inútil marginado, que podía valerse por sí mismo —al menos en parte—, y que no tenía pensamiento alguno de trasladarse a uno de esos malditos hospicios. Moriría con dignidad, en su propia casa y con los zapatos puestos, aunque en realidad ya no le sirvieran para nada. Patrick no volvió a mencionar el asunto. Siguió yendo a verle cada cinco o seis días, como había estado haciendo los últimos diecinueve años. Después de despertar en la habitación del hospital, ya sin movilidad en las piernas, Adam había decidido quedarse a vivir en la cabaña, de manera que se vieron obligados a adaptarla a su situación. Bajaron los muebles altos, inclinaron los espejos y dejaron todo a mano. Incluso fue necesario ensanchar algunas puertas. Era una suerte que la construcción fuera de una sola planta y no dispusiera de escaleras en el interior. De la limpieza se ocupaba la señora Easton, quien acudía dos o tres veces por semana. De tanto en cuando le llevaba alimentos frescos —la compra general la hacía Patrick una vez al mes— y le preparaba algunos de sus platos preferidos, aunque de la mayor parte de las comidas se encargaba el propio Adam. La mujer era afable, viuda y cuatro años menor que él. En el lago -31-
Patrick Atkins, en su fuero interno, albergaba la esperanza de que pudiese surgir la llama del amor entre Adam y ella, pero se sintió bastante decepcionado al enterarse de que él prefería permanecer en el porche trasero mientras la señora Easton se dedicaba a pasar la mopa y la aspiradora. Cuando oía el sonido del motor del vehículo de la asistenta, empujaba la silla de ruedas hasta allí fuera. De ese modo no tendrían que verse obligados a intercambiar demasiadas palabras. Solo las indispensables. Así era Adam. Así eran las cosas. Cuando la mujer le preguntaba si necesitaba algo más, dispuesta ya a marcharse, él asentía de forma casi imperceptible y le deseaba un buen día. La señora Easton sabía que tarde o temprano se derrumbaría. Nadie aguantaba tanto tiempo encerrado en sí mismo. La gente necesitaba compañía, de modo que solo le quedaba esperar a que el hombre se sintiera cómodo con su presencia. En cualquier caso, tampoco le importaba demasiado, puesto que, a fin de cuentas, ir a limpiar aquella cabaña no era más que un trabajo con el que ganar algún dinero aparte de su pensión. Desde el porche, Adam podía ver el lago Torridon y la silueta del fiordo. No era de extrañar que pasara tantas horas allí, mirando la tranquila superficie del agua como un pasmarote. Siempre le había encantado aquel paisaje y, sobre todo, salir a faenar en el barco de Patrick. O sencillamente dar un paseo en barca. Pero esos días habían quedado muy atrás. Apenas los recordaba con nitidez en su memoria. Desde el accidente, no había vuelto a navegar. Nunca. Ni una sola vez. El porche conectaba a través de un corto sendero de tierra con un Javier Martos - Jesús Gordillo -32-
estrecho embarcadero privado. No tenía botes atracados. Adam intentó llegar hasta allí varias veces para remojarse las piernas sentado en el borde, pero las ruedas de la silla se atascaban con facilidad entre las piedrecillas, de forma que volver al interior de la casa le resultaba un esfuerzo más que titánico. En una ocasión, después de una fuerte tormenta, tuvo que regresar arrastrándose porque le fue imposible avanzar por el caminito enfangado. Se vio obligado a pasar el resto del día en el sofá hasta que Patrick fue a buscar la silla a la mañana siguiente. Recordar aquella mala pasada le irritó. No le agradaba rememorar sus vergüenzas. Miró su reloj de pulsera. Era la hora de la cena. Comería algo ligero y luego se daría un baño. Después, quizá siguiera leyendo un poco más. En ese momento alguien llamó a la puerta. *** 3 Adam abrió y salió al porche. Había dejado de llover, aunque en aquella época del año lo más probable era que no tardara mucho en empezar de nuevo. La lluvia, maná del cielo. Esa maldición de las Highlands que era a su vez una adicción incurable. La noche abrazaba la cabaña y la endeble luz de una bombilla proyectaba sombras perversas sobre los tableros. Más allá estaba el cobertizo, y Adam se fijó en que la puerta estaba entornada. Patrick se la habría dejado abierta al comprobar el nivel del generador. Detrás se podía ver un bosque de hoja perenne: húmedo, frondoso, salvaje. En el lago -33-
A la izquierda estaba estacionada su vieja camioneta. Aunque se esforzó, no fue capaz de recordar la última vez que la había puesto en marcha. En cualquier caso, se alegró de verla, señal de que la cabaña no había «viajado». Halló a un joven al pie de las escaleras, vestido con pantalones oscuros, una camisa blanca y una corbata negra. Era rubio y tenía las mejillas ruborizadas. Llevaba un libro grueso debajo del brazo y unos folletos en la mano. Adam pudo distinguir la figura de Jesús en la portada. A un par de metros, justo donde terminaba la rampa para la silla de ruedas, había otro chico mirando al suelo. Este llevaba un faldón de la camisa por fuera y parecía agotado. Tenía el cabello pegado a la frente y el cuello, y en las axilas lucía unas inapropiadas manchas de sudor. Se notaba que llevaban caminando todo el día. Adam supuso, por la hora en la que se habían presentado allí, que estaban al final de su recorrido. Quizá prefirieron hacer la visita en ese momento en lugar de dejarla para el día siguiente. Un error, por supuesto, pues todo el mundo sabía que llamar a casa de un vecino a partir de las nueve de la noche era una profunda descortesía. —¿Qué desean? El joven titubeó al ver al viejo postrado en la silla. Miró a su compañero y volvió a mirar a Adam. Cogió aire y empezó a hablar: —Buenas noches, señor. Querríamos invitarle cordialmente a una reunión en la que le explicaremos la importancia de la muerte de Jesús. Extendió un brazo y le ofreció un folleto. Adam no se inmutó. Tras unos incómodos segundos que duraron una eternidad, el joven retiró la mano. —No me interesa, muchachos —dijo. Luego empujó la silla hacia atrás para volver al interior. Javier Martos - Jesús Gordillo -34-
—En su situación debería acudir a la reunión… Adam se frenó y lanzó una mirada fulminante al muchacho rubio. —¿Mi situación? El joven vaciló. —Bueno… En la Biblia encontrará las respuestas a por qué está en esa silla. Hallará paz, se lo aseguro. Aquel arrebato de descaro enfadó a Adam, aunque intentó controlarse en la medida de lo posible. —No necesito una Biblia, muchacho. Lo que necesito es un par de piernas nuevas. Vuestro Dios no puede ayudarme. —Lamento que se sienta así. —Más lo lamento yo. —Dios controla nuestro destino —insistió el joven—. Debería orar junto a nosotros y así hallará la razón de su sufrimiento. De ahí que la Biblia declare en su versículo 13, del capítulo I de la Epístola Universal de Santiago: «Al estar bajo prueba, que nadie diga “Dios me somete a prueba”. Porque Dios no puede ser sometido a prueba, ni somete a prueba Él mismo a nadie”. Ningún ser humano está exento de sufrir, ni siquiera los que…» Adam levantó una mano para interrumpirlo. —¿Crees que vuestro Dios es misericordioso? ¿Crees que pasar casi veinte años en una maldita silla de ruedas atiende a un propósito divino? —El diablo sigue transformándose en ángeles de luz —replicó el rubio. —El diablo —repitió Adam—. ¿Y por qué Dios permite que el diablo campe a sus anchas por el mundo? ¿Por qué no impidió que me quedara paralítico? El muchacho vaciló y miró a su compañero, que los observaba con la cabeza gacha, derrotado. Apenas se había acercado a ellos. —Dios tiene motivos que escapan a nuestra comprensión —resEn el lago -35-
pondió el joven, esgrimiendo el argumento básico de los seguidores del Señor. Las mejillas de Adam se incendiaron. Tras el accidente había pensado mucho sobre aquello, y había llegado a una conclusión irrefutable. —No, muchacho —respondió con amargura—. No escapa a mi comprensión. Es muy sencillo. Si a Dios no le importó una mierda lo que pudiera pasarle a su propio Hijo, ¿por qué iba a importarle lo que pudiera pasarle al mío? ¿O lo que pudiera pasarme a mí? El rostro del chico rubio estaba desencajado. En ese momento deseaba que se lo tragara la tierra. Respiró hondo y buscó una de las frases socorridas que le habían repetido hasta la saciedad en las reuniones de captación de fieles. —Dios le puede ayudar. Dios consuela a los débiles. Dios... —Largaos de aquí. ¡Largaos! ¡Y llevaos a Dios con vosotros! El muchacho dio un paso hacia atrás y miró a su compañero. Este lo miraba avergonzado. —Jacob, será mejor que nos vayamos —dijo con un hilillo de voz. —Sí, Jacob —espetó Adam—. Será mejor que os vayáis. Luego entró en la cabaña y dio un portazo que resonó. El joven rubio pensó en volver a llamar a la puerta, dudando entre pedir disculpas e insistirle que acudiera a una de sus asambleas, pero antes de levantar el brazo se dio por vencido. Aquella cabaña era la última que debían visitar según su calendario, y había quedado claro que no iban a conseguir demasiado de ese viejo irresponsable y testarudo. Bajó los escalones y se acercó a su compañero. Le entregó la Biblia con los folletos y se alejó de allí. El otro tuvo que darse prisa para poder ponerse a su altura. Unos metros más allá, el rubio se dio la vuelta y miró hacia la cabaña. Javier Martos - Jesús Gordillo -36-
Creyó verla rodeada de un halo de tristeza. Quizá allí rondaba el demonio. Quizá, sencillamente, rondara la vida en estado puro. *** 4 A la mañana siguiente, los recuerdos de aquella visita indeseada casi se habían diluido por completo. Desayunó un par de huevos fritos y algunas tiras de beicon, pero mientras masticaba reparó en que volvía a oler a galletas y café recién hecho. Se preguntó si el aroma podría proceder de alguna cabaña vecina, aunque la más cercana estaba a un par de kilómetros de allí. Tal vez se tratara de algunos excursionistas acampados detrás de los árboles, pero no lo creía. Hacía demasiado frío para dormir fuera, por muy gruesa que fuera la tela de sus tiendas de campaña. El concepto de un camión de comidas era ridículo, a no ser que la idea fuera vender algunas galletas a las ardillas del bosque. Por lo general, nadie solía pasar por allí. A excepción del encargado del correo y el operario de la compañía eléctrica, podían contarse con los dedos de las manos las personas que se habían acercado a la cabaña en los últimos tiempos. Su ubicación al otro lado del lago la hacía poco frecuentada en los recorridos de los vendedores de biblias, aspiradoras y demás artefactos de dudosa utilidad. Adam apenas podía evocar la cara de aquellos dos muchachos insolentes. No tardaría mucho en olvidarse de ellos. Se miró las piernas inmóviles. Seguían como siempre. En el lago -37-
Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de agua caliente de la bañera. Con movimientos automatizados, como quien encajaba las piezas de un puzle hecho mil veces, se las arregló para acercarse al borde, impulsarse con los brazos y sentarse en el filo de cerámica esmaltada. Se desvistió y dejó la ropa sobre la silla de ruedas. A continuación se agarró una pierna con una mano y la pasó por encima, repitiendo la misma acción con la otra, de modo que rápidamente quedó sumergido hasta la altura del pecho. Echó la cabeza hacia atrás y pensó que pronto llegaría el día en que no podría bañarse solo. Ese pensamiento le hizo sentirse humillado e impotente. Se miró los brazos, que lucían musculados y tersos debido al constante esfuerzo al que los sometía una y otra vez. Empujar la silla no era en absoluto fatigoso, pero poco a poco se fue dando cuenta de que el ejercicio le hacía mucho bien a sus músculos. No le sucedía lo mismo con las piernas, las cuales parecían las ramitas escuálidas de un arbusto enfermo. Al principio, en el hospital y durante los meses posteriores al accidente, el médico le insistió en que las mantuviera activas, que las ejercitara lo máximo posible, bien acudiendo a rehabilitación o contratando a un fisioterapeuta privado. Adam prometió valorar las alternativas, pero apenas pasaron unos días cuando decidió que no valdría la pena mantenerse en forma: nunca volvería a caminar. Los daños eran irreversibles. Ahora, la piel que le rodeaba las piernas empezaba a quedarle varias tallas grande, tanto por la disminución de la masa muscular como por la notable pérdida de tersura. El viejo cogió la esponja, vertió un poco de jabón en ella y empezó a frotarse las rodillas. Sus rótulas eran como las piezas del motor de un coche, con aristas y recovecos. El peroné y la tibia se le marcaban en las pantorrillas. Los gemelos eran unos hilillos de carne. Javier Martos - Jesús Gordillo -38-
Cuando acabó de bañarse, se secó y se enfundó ropa limpia. Luego se dirigió al salón. Las emocionantes páginas de El juego de Ender le esperaban.
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