ANIMALES DE COMPAÑÍA Ismael Grasa
Letras del Año Nuevo Huesca 2008
ANIMALES DE COMPAÑÍA
Edita: © Instituto de Estudios Altoaragoneses © Diputación de Huesca Autor: © Ismael Grasa Colección: Letras del Año Nuevo, 3 Director de la colección: José Ángel Sánchez Ibáñez Diseño de la colección: Rallo + Strader Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad Fotografía de cubierta e ilustraciones: Strader Maquetación: Estudio Camaleón
Instituto de Estudios Altoaragoneses Parque, 10 • E-22002 Huesca • www.iea.es
Imprime: Gráficas Alós D.L.: Hu. 477/2008 ISBN: 978-84-8127-206-2 Printed in Spain
ANIMALES DE COMPAÑÍA
Un mes de septiembre Antonio comenzó a trabajar en la tienda de mi madre. Según mi madre, el hecho de que Antonio fuese de Ventós le hacía una persona «poco despejada de mente». «Los de Ventós son buenecicos pero no muy listos» era la frase de mi madre. También decía «Son un poco así», a la vez que ponía un gesto a medio camino entre la burla y la lástima. El pueblo de Ventós está en tierra de monte bajo, pero ya donde empieza la estepa desértica, con sus lagunas saladas, sus sabinas y sus plantas rodadoras. El pueblo de mi madre no está muy lejos de allí, apenas diez kilómetros por carretera, pero esta distancia, que a cualquiera podría parecer irrelevante, para mi madre significaba todo un mundo, un salto equivalente a lo que va de un esquimal a un beduino. Las plantas rodadoras llegaban igualmente a las tapias de los huertos de Subías, que es como se llama el pueblo de mi madre, pero a sus ojos se trataba de paisajes distintos. Mi madre imitaba la manera de hablar de los de Ventós, alargando cada sílaba y tratándolos como gente algo ingenua. «Nosotros no somos así», decía en casa refiriéndose a los que son
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de Subías. Ese «nosotros» incluía también a sus hijos, mi hermana Marta y yo, aunque, más allá de las estancias de verano, nunca hayamos vivido en el pueblo. Hay que decir que Ventós, teniendo una población similar a la de Subías, fue el primero de aquella zona en asfaltar sus calles, igual que tuvo antes que Subías, gracias a la buena organización de sus vecinos, los servicios de piscina de verano, biblioteca y pista de deportes. Subías, en cambio, ha sido un pueblo en el que difícilmente los vecinos han conseguido ponerse de acuerdo para este tipo de iniciativas. Sin embargo, nada de esto ha hecho mover a mi madre de sus ideas a lo largo de los años. Cuando Antonio entró por primera vez en la tienda de mi madre era «uno de Ventós». Antonio era veterinario como mi padre. Cuando acabó los estudios montó una granja de cerdos en Ventós con un socio. Pasaron por una peste porcina y algunos problemas bancarios, un tiempo después Antonio acabó vendiendo su parte. Empezó a trabajar entonces las tierras y el ganado de su familia. Estuvo
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así casi diez años, hasta que mi madre le propuso trabajar en su tienda de animales de compañía. Lo hizo por medio de un pariente que venía del pueblo, se citaron para una entrevista. Antonio tenía cerca de cuarenta años y era soltero. Nadie le había conocido una novia. La familia de Antonio tenía comprado un piso en la ciudad. Todo fue sencillo, unos días después de la entrevista Antonio ya vestía una bata blanca detrás del mostrador de la tienda, rodeado de los sacos de comida para perros, correas antiparasitarias y tierra higiénica para gatos. Pese a haber trabajado en el campo tenía unas manos delicadas, parecía que hubiese estado siempre al frente de aquel mostrador. Trataba a mi madre con respeto, como a una señora, pero sin resultar servil. Llegaba puntual por la mañana y sonreía de un modo apacible. Si se le daba tema de conversación, hablaba. Si no, se mantenía ocupado. Descubrimos que era muy difícil hacer enfadar a Antonio, aunque, con el tiempo, uno aprendía a reconocer en él pequeñas muestras de nerviosismo. Normalmente, después de salir de trabajar se iba directamente a su casa y se quedaba ahí hasta la mañana
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siguiente. De vez en cuando quedaba con algún pariente que estuviese por la ciudad, casi siempre gente mayor que él, personas con bastón. Tenía también un par de amigos de su edad con los que a veces se juntaba, antiguos compañeros del instituto. No tenía amigos, en cambio, de su época universitaria, los años que pasó en Zaragoza. Parecía alguien en quien confiar, mi familia nunca pensó que pudiese robar algo del dinero de la tienda. Mi hermana Marta venía todas las semanas a comer a casa. Empezó a hacerse habitual que en las sobremesas acabáramos contando algún episodio de Antonio que nos hiciese reír a todos, o imitando su forma de hablar. Luego mi madre decía «Yo quiero mucho al pobre Antonio», mientras se secaba con la servilleta los ojos llorosos por la risa.
Mi madre utiliza en el hablar muchas palabras aragonesas —escobar, por barrer; garra, por pierna;
matután, por grandón…—, aunque rara vez las reconoce como tales. Ella identifica esa forma de hablar
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con la gente mayor de la montaña, personas que vivían en unas condiciones difíciles y a las que no había que envidiar en ningún caso. Para mi madre todas esas palabras «dan tristeza» y se corresponden con unos modos de vida que, afortunadamente, habíamos dejado atrás. Para mi madre vivir en la montaña es un atraso y una desgracia. Pero vivir un poco más abajo de la latitud en que se encuentra Subías también es otra desgracia, todos esos pueblos como Ventós que han trabajado el esparto y que han sobrevivido pobremente entre el polvo levantado por las ovejas. De modo que la franja de la inteligencia y del paisaje que ella reconocía como civilizado era una zona realmente estrecha, una banda que cruzaba el territorio aragonés exactamente a la altura en que se encuentra Subías. A mi madre nunca le han gustado los animales, ni tampoco a mi padre, pese a ser veterinario. O al menos los animales de compañía. Ambos han crecido en pueblos y parecen entender que el animal está para cumplir una función en la casa, no para subirse a las rodillas o al regazo de las personas. Para mi madre
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todas las personas que llevan a cuestas un animal son gente poco seria y a la que «le falta algo» —algo de inteligencia, se entiende—. A mi madre le dan asco los pájaros, se aparta de ellos cuando aletean en sus jaulas, retrocede hasta que su peinado queda fuera de esa corriente de aire. Puede resultar extraño, entonces, que mis padres decidiesen tener precisamente una tienda de accesorios para animales de compañía. Lo que sucedió es que mi madre, una vez que mi hermana y yo crecimos, quiso montar un negocio. Pensó también que mi padre podría hacer algo por las tardes, además de pasear por la ciudad y estar de tertulia con los amigos. Mi padre trabajaba como funcionario, su trato con los animales era en esos años administrativo y siempre referido a la ganadería. Tramitaba permisos para cebaderos y granjas e intervenía en casos de pestes e infecciones. Mi madre tuvo conocimiento de que se traspasaba una tienda de animales y pensó que ella podría hacerse cargo del negocio, ofreciendo la asesoría de un veterinario por las tardes. No era una ocupación que ilusionase a mi
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padre en un principio, pero terminó accediendo. Mi madre pagó el traspaso de aquel negocio, malvendió en pocas semanas los animales que quedaban en las jaulas y dejó que los últimos peces muriesen en sus peceras. Su intención era vender solo accesorios para animales, además de ofrecer los servicios sanitarios de mi padre. «Esto es otra cosa —decía cuando consiguió que no quedase en el local ningún animal vivo—, ya se puede respirar aquí dentro». Esta pequeña corriente de exterminio animal que empezó mi madre se completaba con la que resultó ser una de las principales tareas en que debía ocuparse mi padre, a saber, la aplicación de inyecciones letales. Lo hacía en el cuarto de la trastienda y a veces a domicilio, cuando un cliente tenía el deseo de que el animal muriese en su casa. Mi padre no hacía operaciones, en los casos graves la inyección era la única solución que podía dar. Esto daba lugar a que frecuentemente en la tienda hubiese lloros o situaciones de duelo, o a que hubiese que consolar a niños. Mi madre decía a los dueños «A estos animales se les coge cariño, ¡no se puede evitar!», y les animaba a
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poner fin a la vida del animal si era ya viejo y su mal no tenía remedio. Ya he dicho que mis padres no ofrecían servicio de cirugía.
Mi padre, además de aquellas inyecciones, curaba pequeñas lesiones de los animales, vacunaba y recetaba medicamentos. Lo hacía vestido de calle, como si aquello fuese un trámite irregular. Aunque no lo llegase a decir a los clientes, pensaba que cualquier clase de operación más compleja, donde hicieran falta enfermeros e instalaciones de quirófano, era algo que no valía la pena, por más que hubiese clientes dispuestos a pagarlo. Era improcedente hacer una inversión así por un animal. Mi padre tampoco era partidario de las prótesis: cuando le llegaba un perro o un gato con una pata aplastada por un coche o un accidente irreversible, enseguida proponía el sacrificio. Mi madre no era menos extrema, en general tenía una opinión dudosa de cualquier persona que, sencillamente, llevase un animal hasta la trastienda en que, no más de un par de horas cada
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tarde, trabajaba mi padre. A la hora de cobrar a estos clientes volvía a dejar oír expresiones del tipo «¡A estos bichos se les acaba queriendo!», como si aquel afecto fuese un desorden al que uno no tenía más remedio que resignarse. Una de las cosas sorprendentes de Antonio era que, habiendo tenido una granja y estando acostumbrado a matar animales, tanto de corral como de nave, se mostrase extremadamente sensible con algunos de los animales de compañía que entraban en nuestro negocio. Reconocía a los perros y aprendía sus nombres. Una vez en que tuvo que sacrificar a un animal no pudo evitar que se le humedeciesen los ojos. Antonio se justificó después ante mi madre: le dijo que no era por el animal, sino por ver cómo lloraba una de las chicas jóvenes que lo acompañaba. Durante mucho tiempo mi madre relató en casa, cuando venían nuestros parientes de Subías, ese momento en que Antonio salió de la trastienda con lágrimas en los ojos y tuvo que quedarse un rato reponiéndose junto al expositor de las jaulas de viaje.
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Antonio se desenvolvía bien con los ordenadores, él se ocupó de informatizar el sistema de ventas de la tienda y de llevar la contabilidad. Buscaba en Internet nuevos productos para animales, parecía leer en inglés con naturalidad. El hermano de Antonio es ingeniero y trabaja en Alemania. Mi madre seguía haciendo las cuentas de los cambios en el mostrador con una calculadora vieja, porque decía que no quería saber nada del ordenador. De hecho, no sabía ni encenderlo. Por parte de sus hijos, hay que decir que ni mi hermana ni yo habíamos acabado las carreras que empezamos en la universidad, y que ni ella ni yo teníamos en inglés el nivel de Antonio. Pero, pese a todo esto, para mi madre los inteligentes éramos nosotros, mientras que Antonio y su hermano no pasaban de ser unos «pobres chicos». Un día vino a visitarnos a la tienda el hermano de Antonio. Mi madre trató de ser amable y al despedirse le quiso regalar algo de la tienda. «Coge alguna cosa», le insistía, y él respondió: «No, gracias, todavía no necesito morder un hueso de goma». Esta es otra de las anécdotas que contaba mi madre en las sobreme-
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sas, pero no por lo graciosa que pudiese resultar aquella contestación del hermano de Antonio, sino con la intención de mostrar que, por más que hubiesen viajado, los de Ventós eran gente a la que uno no podía tomar en serio. Yo solo me sentaba a comer con mis padres los días en que venía mi hermana o alguno de los parientes de Subías. El resto de los días comía cualquier cosa en mi habitación, o esperaba a que hubiesen acabado mis padres para acercarme a la cocina. Durante un año tuve un bar con unos socios, todas las noches trabajaba en él. Me levantaba tan tarde que mis padres se acostumbraron a empezar a comer sin mí. Ya hace tiempo que no tengo el bar, pero durante esa temporada en que dejé de trabajar de noche seguí conservando las costumbres del último año. Me matriculé en dos academias, una de inglés y otra en la que preparaban para oposiciones, pero buena parte de las mañanas me quedaba en casa durmiendo o leyendo los periódicos en lugar de asistir a las clases. Ayudaba en la tienda, pero para mí aquello era una temporada de descanso, por así decirlo. El dinero que
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había ahorrado se me acababa, aunque no me alarmaba por ello. Desde mi cama veía la mesa de mi habitación. Sobre ella se habían ido acumulando, por capas, toda clase de objetos y papeles. Abajo habían quedado los apuntes de las últimas asignaturas en las que me matriculé antes de dejar la universidad. También un ordenador viejo y sin conexión a Internet, un teclado que solo servía para acumular polvo. Y por encima se apilaban revistas, camisetas, discos, manuales de instrucciones, garantías caducadas y declaraciones de renta. En realidad era como si hubiese pasado durmiendo los últimos tres años y me acabase de despertar todavía con resaca. Creo que una de las razones por las que mi madre decidió hacerse cargo del negocio de los animales fue la de ofrecerme una actividad o una salida hacia el futuro, previendo que no iba a ser capaz de hacer nada por mí mismo.
Uno de los días en que mi hermana vino a comer a casa yo dije, hablando de Antonio, que parecía que no tuviese alma. Me refería a que era un hombre
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cumplidor y puntual en su trabajo, que iba de un lado a otro de la tienda, con prisas para no hacer esperar a los clientes, y del que no sabíamos nada que ocupase realmente sus afectos o su mente. Antonio solía hablar de la salud de su madre o de sus tías, iba de visita al hospital o hacía encargos por la ciudad para conocidos suyos de Ventós. Tenía un teléfono móvil, pero rara vez sonaba si no era por una cuestión familiar. Pasaba los domingos en su pueblo. Si en la tienda entraba alguna mujer atractiva, yo me fijaba en si Antonio la miraba. Y lo cierto es que en eso era también muy discreto. Si yo le preguntaba después «¿Te has fijado en ella?», él contestaba «Sí, era muy guapa», sin entrar nunca en detalles. Cuando yo dije en casa que parecía que Antonio no tuviese alma me refería a que, en cierto modo, era como un anciano de apenas cuarenta años. Mi madre zanjó esa cuestión diciendo que lo que pasaba era que, sencillamente, Antonio era muy de pueblo. Quizá tuviese razón mi madre en lo de Antonio. Había pasado cinco años en Zaragoza estudiando la carrera, pero nada de lo que vivió en esa época pare-
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cía habérsele impregnado: nunca se refería a una sala de cine o a algún bar que hubiese quedado en su memoria, un sitio que echar de menos o que significase algo para él. A Antonio le salían pelos por las orejas y la nariz, pero, por otra parte, no dejaba de resultar un hombre delicado: daba la mano al saludar apretando lo justo, no levantaba nunca la voz, sonreía y, a diferencia de mi madre, apenas utilizaba aragonesismos en la conversación. Al final de la comida el marido de mi hermana regaló a mi madre un colgante de ámbar. Mi hermana volvía con él de un viaje por el Báltico, habían traído varias joyas de este material. Mi madre agradeció el regalo y se lo puso al momento. Dentro de aquel ámbar había quedado atrapado, hace cientos de miles de años, un pequeño insecto, lo que, según le explicaron, daba a la joya más valor. En cuanto mi hermana y su marido se fueron, mi madre se quitó aquel ámbar del cuello y dijo que parecía mentira que a gente preparada —refiriéndose a su yerno, que es abogado— le pudiese parecer bonito regalar algo
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con un bicho dentro. Yo le recordé a mi madre que estaba casada con un veterinario y que tenía una tienda de animales, pero ella no hizo caso de mi ironía. Raspaba con su uña aquella resina fosilizada como si fuese algo que hiciese falta limpiar.
Ni Antonio ni mi padre ni yo somos muy habladores. O al menos en comparación con mi madre. Ella es alegre e inquieta, mientras que si me quedaba a solas en la tienda con Antonio podíamos pasar horas sin decirnos nada. Con mi padre tampoco hablaba mucho, pero, a diferencia de Antonio, mi padre es una persona a la que le cuesta concentrarse en algo. Cuando estaba en la tienda no dejaba de entrar y salir, miraba el reloj cada poco rato, abría un periódico, lo volvía a cerrar… A menudo no ocultaba su malestar cuando llamaban por teléfono para que fuese a atender alguna urgencia. Hacía preguntas por teléfono a esas personas alarmadas por sus animales, proponía remedios y solo si no le quedaba otra alternativa cogía su maletín de veterinario y se des-
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plazaba. En verano muchos perros pierden el conocimiento por el calor o mueren cuando alguien se los deja dentro de un coche expuesto al sol. Mi padre es una persona sociable, le gustaba pasar las tardes con sus amigos, pero parecía sentirse incómodo cuando era un animal doméstico el que daba pie al trato con otras personas, un perro jadeante y con taquicardia en el maletero de un coche. Se mostraba entonces reservado. No era, en ese sentido, una persona delicada: cuando se despedía, después de uno de estos servicios de urgencia, no dudaba en dar una tarjeta del servicio municipal de recogida de cadáveres, por si el animal no se recuperaba. Mi padre era antes piadoso con los animales que con sus dueños. Un lunes pregunté a Antonio qué tal le había ido el fin de semana. Hacía solo unos meses que trabajaba con nosotros. Me dijo que ese domingo se había quedado en casa. Le pregunté entonces qué había estado haciendo ahí dentro. Al principio me contestó de modo esquivo, pero al final me contó que estaba trabajando en una maqueta. Se trataba de un submarino, durante el último año había estado comprando las
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piezas por Internet. Me dijo que era muy bonito, pero que resultaba difícil ajustar los pesos para que flotase y se sumergiese sin perder el equilibrio. Durante un rato me explicó el sistema por el que una bolsa se llenaba y se vaciaba de aire en el interior de la embarcación. Dibujó el mecanismo en un papel. Después se quedó sentado frente al mostrador hasta que empezaron a entrar clientes. Cuando volvimos a quedarnos a solas le pregunté si ese fin de semana no había tenido ninguna cita. «Una cita con alguna chica, me refiero», dije. Antonio sonrió y contestó que no. Le pregunté si salía con alguna chica y volvió a sonreír y a responder que no. Luego me dijo: «¿Y tú?». Le conté que ese viernes había ido de bares con unos amigos. Él me dijo que no se refería a eso, sino a tener novia. Le dije que había tenido varias, pero que ahora estaba solo. La verdad es que eso no era del todo cierto, he estado con chicas pero nunca he salido con alguien a quien presentase a los demás como «mi novia» o algo parecido. Luego volvimos a hablar del submarino y de los sistemas de aire. Me explicó qué músculos movemos las
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personas para respirar, estuvo tomando aire y expulsándolo mientras señalaba hacia su diafragma. También dibujó en el papel el sistema respiratorio de las ballenas. No parecía una simple manera de pasar el tiempo: hacía aquellos trazos con precisión, como si realmente importase que aquel borrador se ajustase al mundo real. Después de otro rato en que volvimos a estar callados le conté que cuando yo iba al colegio era normal que nos regalásemos maquetas por los cumpleaños, pero que desde entonces no había comprado ninguna. Le pregunté si no le parecía que mucha de la gente adulta que sigue haciendo maquetas bélicas simpatiza en mayor o menor medida con regímenes políticos militares. Antonio me miró con extrañeza, no parecía entender a qué me refería. Le conté que hacía poco había entrado en una tienda de maquetas y que la mayor parte de los modelos de aviones y de tanques que se exponían eran del ejército alemán. «Si la Segunda Guerra Mundial hubiese tenido lugar dentro de esa tienda, las fuerzas aliadas no hubiesen tenido nada que hacer», dije. Antonio sonrió. Luego se puso
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serio, dijo que su submarino no tenía por qué ser de guerra: no llevaba agujeros para torpedos ni iba acompañado de figuras de soldados. Dijo que, de todos modos, conocía a personas que seguían haciendo maquetas bélicas sin ser por ello nazis. Dijo: «Es solo algo entretenido». Yo insistí en que, de algún modo, era significativa esa superioridad de maquetas y soldados en miniatura del ejército alemán. Antonio volvió a sonreír y a quedarse callado. Por fin concluyó: «Es solo un submarino». Esa tarde mi madre no vino a la tienda. A la hora del cierre, después de bajar la verja, dije a Antonio que me tenía que invitar un día a ver su submarino. Él me propuso ir en ese momento, si no tenía otra cosa que hacer. Caminamos juntos hasta su casa, la noche anterior había nevado en la ciudad y, aunque la nieve ya se había derretido en las aceras, permanecía sobre los parabrisas de los coches. El piso de Antonio era pequeño. Parecía decorado por alguien mayor, con paños de ganchillo sobre los brazos de los sillones y cortinas de volantes algo aparatosas y pasadas de moda. Antonio me explicó que su madre se quedaba
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en el piso algunas temporadas. En el dormitorio de Antonio había una mesa con una lámpara de flexo y las herramientas que debía de utilizar para sus maquetas. Todo estaba muy ordenado. En la bañera del cuarto de baño, flotando sobre el agua, estaba el submarino. Era grande, apenas le quedaba espacio que recorrer de un extremo al otro. Antonio le quitó una de las carcasas y me enseñó los cajetines con los que ajustaba los pesos, añadió unas bolas de plomo en uno de los lados e hizo una prueba de inmersión. La bañera tenía a los lados un sistema de barandillas de agarre. Antonio me contó que las tuvieron que instalar cuando enfermó su padre, poco antes de que muriese. Los alerones del submarino se entrechocaban con aquellos agarraderos, producían un sonido sordo y turbio. Pensé que con ese hacer levantar del fondo la estructura pesada del submarino, con ese llenar sus cámaras de aire como pulmones, Antonio, de algún modo, estaba resucitando a su padre.
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Mi madre había estado esa tarde de merienda con sus amigas de la ciudad. Volví a casa antes que ella, me tumbé en la cama y estuve escuchando la radio. En la cena le conté a mi madre que después de cerrar la tienda había ido a casa de Antonio. «¡No me digas!», dijo ella. Estaba llena de curiosidad. Le conté entonces lo del submarino sumergido en la bañera. Sabía que una cosa así la haría reír. «¿Ves como ese chico no es normal?», decía mi madre. Decía: «¡Ya verás cuando se lo cuente a tu hermana!». Luego, a solas en la cocina, me sentí mal con todo aquello y pensé que quizá debería buscar trabajo en otra ciudad. Después de cenar estuve viendo la televisión con mi padre hasta que me quedé dormido. En la cama, más tarde, no era capaz de volver a coger el sueño. Pensé en la mesa ordenada de la casa de Antonio, toda esa colección de destornilladores y pequeñas herramientas que él tenía alineadas, los pequeños botes de pintura junto a los pinceles limpios. Se me ocurrió que si yo tuviese mi mesa despejada, aunque solo fuese un trozo de ella, podría empezar también
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por algo. Encendí la luz y miré las pilas de residuos que había ido acumulando en los últimos años. Fui a la cocina y volví a mi habitación con varias bolsas de basura. Empecé a tirar en ellas todo lo que ya no me servía, fui dejando en una balda algunos libros, me deshice de juegos que guardaba desde la infancia. Mi madre se levantó de la cama alarmada por el ruido. Se asomó por la puerta, miró lo que estaba haciendo y dijo: «¿Tú también te has vuelto loco?». Por otra parte, parecía alegrarse de que estuviese haciendo limpieza —sonreía—, a la vez que se mostraba confundida por la situación. Me pidió que me acostase, me dijo que ella misma me ayudaría a ordenar la habitación por la mañana. Hice caso a mi madre y apagué la luz, aunque seguí despierto y excitado. De repente se me presentaban muchas vidas posibles para mí. Debía irme pronto de casa. Además, mis padres no me necesitaban allí. Volví a ponerme los auriculares de la radio. Pensé en lo extraño que me resultaban el afecto y las atenciones continuas que Antonio prestaba a sus padres y a sus tíos, gente de campo a la
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que hacía compañía durante tardes y noches enteras. Yo, en cambio, apenas sabría decir sin equivocarme el nombre de mis tías. Tampoco había pasado nunca una noche en un hospital acompañando a alguien, ni me hacía a la idea de estar limpiando a mi padre en una bañera, como debió de hacer Antonio en la suya. Por la mañana me levanté temprano y desayuné con mi madre. Un par de horas después ella se fue a la tienda y yo seguí limpiando y poniendo orden en mi habitación. Llené una caja de galletas con las pilas caducadas que quedaban en los juguetes y los aparatos eléctricos. Cuando por fin la mesa quedó despejada le saqué brillo con un paño y spray limpiador. Entonces me senté frente a ella y estuve un rato con los brazos apoyados en el tablero. En la pintura de la pared había quedado la huella de la basura de la que me acababa de desprender, como sucede cuando se quita un cuadro pasados los años. En ese momento, con el olor a abrillantador de aquella mesa, no me parecía difícil hacerme millonario o sacar adelante los proyectos que me propusiese.
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El miércoles y los días siguientes retomé las clases de la academia de idiomas. Después solía pasear hasta un banco del parque. Me sentaba ahí, leía el periódico y apuntaba las ideas que se me ocurrían en una libreta. El viernes por la noche vinieron mi hermana y mi cuñado a cenar a casa. Mi hermana siempre habla de las familias de Subías cuando está con mi madre, van haciendo juntas un repaso casa por casa con las novedades. Mi padre y yo apenas intervenimos en esas conversaciones, a menudo nos levantamos de la mesa y nos sentamos a ver la televisión con mi cuñado. De vez en cuando, por las tardes, yo seguía preguntando a Antonio por su submarino. Me dijo que ese domingo iba a probarlo en el embalse de La Sotonera. Me invitó a ir con él y acepté. A última hora también quiso venir mi padre. Fuimos los tres en el mismo coche, con el submarino en el maletero. Hubo que desmontarlo para que cupiese. Durante el viaje mi padre iba hablando de los pueblos por los que pasábamos, de las granjas en las que había hecho inspecciones sanitarias y de sus dueños. En aquella época
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ya no iba por las granjas, solo hacía trabajo de oficina. Se refería a una etapa pasada de su vida. Varias veces me preguntó «¿Te acuerdas?», porque mi hermana y yo le acompañábamos en algunas de esas salidas a los cebaderos. Teníamos que extender los brazos para impedir que las ovejas escapasen, o ayudar a mi padre a sujetarlas cuando las marcaba con una pieza de plástico en la oreja. Antonio dejó el coche junto a unos árboles, cerca de la orilla. Cargamos con el submarino y caminamos por una senda que se abría paso entre el barro y el carrizo. Era invierno y el barro helado crujía bajo nuestros pies. Nos detuvimos en un claro, desde ahí se tenía una vista despejada de toda aquella parte del embalse. Antonio puso el submarino en el agua y lo hizo navegar unos metros con su mando a distancia. Lo hizo sumergir y emerger por primera vez y un rato después, más seguro, lo dirigió hacia el centro del embalse, ya alejado de nosotros. Lo volvió a sumergir, pero esta vez el submarino no salió a flote cuando debía. Durante unos minutos buscamos con la vista cualquier vibración del agua, la pequeña bande-
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ra roja de su antena. Nos empezábamos a hacer a la idea de que quizá hubiese que dar por perdida aquella maqueta cuando, de pronto, asomó. La corriente la había arrastrado hacia el lado de la desembocadura, flotaba sobre una zona de agua remansada. Nos abrazamos los tres con una alegría que podría parecer desproporcionada, como si realmente fuésemos tripulantes de aquel submarino y hubiésemos salvado nuestras vidas en esa agua helada. Luego seguimos un rato ahí, con la vista puesta en el lomo negro y liso de la embarcación. De alguna manera, era como si aquel submarino, tras la distancia del agua, estuviese en un lugar al que mi madre no pudiese llegar. Fue así al menos durante ese rato en que permanecimos quietos, antes de que se hiciese la hora de comer. Antonio seguía sonriendo cuando mi padre miró su reloj y dijo que debíamos volver a casa. ■
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Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Gráficas Alós (Huesca) a lo largo del tricentésimo primer día de sol del año 2008.
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ARS ADEO LATET ARTE SUA