Tierras oscenses en la narrativa de Ramón J. Sender

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TIERRAS OSCENSES EN LA NARRATIVA DE RAMÓN J. SENDER CLEMENTE ALONSO CRESPO INSTITUTO DE ESTUDIOS ALTOARAGONESES DIPUTACIÓN DE HUESCA


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CUADERNOS. ALTOARAGONESES DE TRABAJO Director:

BIZÉN DIO

Río

Redacción: INSTITUTO DE ESTUDIOS ALTOARAGONESES

Los «CUADERNOS ALTOARAGONESES DE TRABAJO» tienen, sobre todo, una vocación didáctica; están concebidos para enseñar -si es posible, deleitando- de una manera sencilla; pretenden poner al alcance de cuantos se asomen a ellos los más variados temas de la realidad pasada y presente del solar en el que nacen, tierras llanas y quebradas de Huesca. Mas, a pesar de su sencillez, no renuncian ni un ápice a la rigurosidad de sus contenidos. Los «CUADERNOS ALTOARAGONESES DE TRABAJO» no desdeñan los datos y detalles pequeños y elementales, siempre necesarios para el tratamiento analítico de cualquier tema, pero se interesan también, y mucho, por las ideas y los métodos de trabajo. Tienen, por lo tanto, otra intención: la de alentar el espíritu crítico. Los «CUADERNOS ALTOARAGONESES DE TRABAJO» hablarán de cosas múltiples. De piedras seculares y de odres para aceite y vino; de valles y plantas medicinales; de gentes anónimas y sus comidas, juegos y refranes. De los ríos, tal vez... Los «CUADERNOS ALTOARAGONESES DE TRABAJO» quieren incitar a recorrer, recoger, guardar y admirar; a preguntarse por las cosas, a que cada cual, movido por la curiosidad, trabaje a su manera por defender la cultura de todos.

Edita: Instituto de Estudios Altoaragoneses Autor: Clemente Alonso Crespo Ilustraciones: Miguel Ortega (fotografías) y Óscar Sanmartín (dibujos). Depósito Legal: HU-218/92 ISBN: 84-86856-88-4 Imprime: Grafic RM Color S.L. C/ Comercio, parcela I, nave 3 Tel: (974) 24 54 64 - 22006 Huesca Impreso en España/Printed in Spain


ÍNDICE

INTRODUCCIÓN ARAGÓN: PATRIA-TERRITORIO Monte Odina El castillo de Loarre La capital, Huesca Alto y Bajo Aragón La sierra de Guara LUGARES DE LA INFANCIA: LA RIBERA DEL CINCA Fraga Chalámera y Alcolea Zaidín El saco El roquedal de Aineto EL CAMPESINADO OSCENSE: SUS VIVIENDAS, USOS Y COSTUMBRES LAS AVES MANERAS DE VIVIR: EL ABANDONO OBRAS DE RAMÓN J. SENDER CITADAS

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Sender en Méjico (1940).

INTRODUCCIÓN A lo largo de la extensa obra narrativa senderiana se pueden apreciar sus profundas raíces oscenses, las que le vieron nacer y las que le unieron hasta su muerte. Las novelas senderianas, tan heterogéneas, tienen, pese a todo, un nominador común, un personaje que, de una manera u otra, queda anclado a su propio pasado condicionador de la peripecia narrada. Ese pasado le sirve de punto de referencia y a él vuelve, como a un útero materno. La uterina tierra madre es para nuestro novelista Huesca. No se trata de descripciones más o menos interioristas a la manera de un viajero ilustrado o no. Consiste esta especie de «mito del eterno retorno senderiano» en situar determinadas acciones de sus novelas en lugares plenamente identificados con la geografía de la provincia de Huesca. Desde luego que pecaríamos de injustos si dijésemos que Sender es un escritor limitado al terruño. No es eso de lo que se trata y muy lejos de nuestro ánimo queda el constreñir a un marco determinado el novelar de nuestro autor. Consiste, este pequeño

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trabajo, en mostrar al posible lector, presumiblemente oscense, con citas puntuales del novelista, cómo determinados lugares de su provincia natal aparecen en las novelas de Sender. Dejo al margen abundantes apreciaciones que se podrían hacer de muy diverso tipo, aunque sólo fueren referidas a la geografía española y aun aragonesa, y quisiera que el lector hiciese honor al apellido del novelista y «senderease» los caminos lugareños de sus novelas y, aún mejor, recorriese con la imaginación de lector los sitios que seguramente conoce pero no relaciona, quizás, con la escritura del narrador. No se trata pues de hacer una excursión más o menos detenida, que también. Mi intención es rememorar hechos novelados situados en lugares reales y, aun éstos, no como enclaves específicos de longitud tal o latitud cual, sino como apoyo concreto de lo que se cuenta. No se trata de precisar con lupa perspicaz si un quilómetro arriba o al este más o menos estuvo ubicado el molino de Paco o las cuevas donde habitan los desheredados de la fortuna.


«soy probablemente algo de eso: un ibero rezagado» (Los cinco libros de Ariadna).

A veces lo más íntimo no se nombra nunca en los

libros de ficción, como ocurre con Sender cuando, por ejemplo, habla metafóricamente en páginas y páginas de su propia y real esposa y nunca la nombra, o de su propio pueblo natal, Chalamera, cuando alude mitificando a todos los pueblos minúsculos natales con el apelativo -la aldea». No se quiera buscar esa precisión «geográfica» en las páginas que siguen, escritas en su mayor número por el propio Sender. Búsquense raíces anímicas de la vida del escritor, las raíces de la memoria, de la personalidad más profunda. Y no se limite por eso tan sólo nuestro autor a lo oscense, que pruebas, y muchas, ha dado de su ámbito geográfico universal —desde «la aldea» de Réquiem por un campesino español hasta el cono sur con La aventura equinoccial de Lope de Aguirre—. Situamos pues este recorrido geográfico-novelesco en los límites que el propio autor concede al territorio oscense. Así, y aunque la capital no abunda mucho en su narrativa, sí podríamos partir de la misma aunque tan sólo fuera para recordar uno de los episodios más tristes de la vida de nuestro autor, la muerte

violenta y absurda de su propio hermano durante la última guerra civill. La sierra de Guara es lugar de referencia en varias novelas senderianas. Los límites de la misma, con sus numerosos tozales, atraen sobremanera a nuestro autor. Incluso más al norte refugia a uno de sus protagonistas, en la sierra de Aineto, nombrada por Sender como 'roquedal'. Pero es el valle, el abundoso valle del río Cinca, el que le vio nacer y vivir su infancia, el intuido una y otra vez, aunque muy poco preciso en Crónica del alba, el que le atrae sobremanera. Aquí se nombra como descendiente de ilergetes, como ibero rezagado de las antiguas tribus junto a la raya de Lérida. Aquí, en su capital, Fraga, refugiará al «fugitivo» de una de sus novelas y nos hablará de la lengua de sus gentes y de las formas físicas de sus mujeres. Y siguiendo hacia el norte, ribera del Cinca arriba, llegaremos al cruce con el Alcanadre y encontraremos

Las limitaciones propias de esta publicación me obligan a dejar fuera de esta antología numerosos textos referidos al tema propuesto.

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La casa natal, devenida en ruinas.

ÂŤNo del espaĂąol de la urbe (...) sino tal vez del campesino de las tribus del Norte del EbroÂť (Los cinco libros de Ariadna).

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«no lejos de Selgua» (Monte Odina).

«la aldea», Chalamera, con su Virgen presidiendo el pueblo en el comienzo del saso en la figuración novelada, bendiciendo el río idílico nombrado Orna, bebiendo los vientos de la añada con la llegada de las cucuts y el canto de las cotovías, jugando a las birlas o escuchando letanías lingüísticas localistas en el carasol, refugiado en la rompiente de las ripas de los vientos que marchan hacia Cataluña, recordando la caza del hombre refugiado en el páramo mientras vuelan los buitres sonando cencerros. Y todo esto recordado en su propio refugio junto a Selgua, en el casón de Odina, en la biblioteca de don Francisco Laguna, la soñada biblioteca de Monte Odina. Desde allí también, en una última mirada desde el vuelo potente de los esparveres y sereno del albatros, tiene un recuerdo desde su primera novela, Imán, para el problema de los pueblos abandonados por voluntad imperiosa de sus propias gentes o por obligación, ante la invasión del anegamiento por el agua. Y así, Urbiés no es más que el oscense topónimo inventado de todos los lugares sumergidos en las aguas, la aldea perdida en el mito del eterno retorno, y con ella sus gentes, sus maneras, sus hablares, sus juegos, su vida.

Hagamos nuestro recorrido de la mano del autor sabiendo que no se trata de describir unos lugares sino de transcribir unos estados narrativos producto del deseo literario del novelista.

ARAGÓN: PATRIA-TERRITORIO Para Sender, la idea de patria se confunde con la de territorio y así: «Como cada español yo he tenido mis aventuras. los riesgos han sido muchos, pero me ha ayudado hasta hoy el repertorio de los valores más simples y primarios de la gente de mi tierra. No del español de la urbe (repito que una de las cosas que no puedo ser es un burgués y no lo siento) sino tal vez del campesino de las tribus del Norte del Ebro en la parte alta de Aragón. No lo digo con romanticismo aunque los iberos por la lejanía y el misterio podrían ser un mito poético, sino con un modesto deseo de exactitud. Si los lectores conocieran a los supervivientes de esas tribus conservadas feliz o desgraciadamente en su pureza original verían que no tengo intención suntuaria como el gran don Ramón cuando hablaba de los celtas y el malpocado Baroja cuando escribe de los vascos por muy bien

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«Loarre es el refugio oscuro del inconsciente histórico de Aragón» (Monte Odina).


que lo haga (eso, es otra cosa). Mis ilergetes tienen de la nobleza un sentido cavernícola que es compatible naturalmente con cierta complejidad y con el deseo de lo sublime. Quiero decir que soy probablemente algo de eso: un ibero rezagado. El serlo no representa mengua ni privilegio. Es así, no hay quien lo remedie y a

yo me veía en Monte Odina recibiendo cajas por docenas de libros, poniéndolos en las estanterías por orden de materias y dentro de ellas por orden de autores. Yo dueño y señor de la biblioteca por cuyas altas naves —yo la imaginaba con diferentes pisos, escaleras corredizas y ventanales góticos— iría y vendría como por mi

mí no me parece mal. Otros son gallegos. O gaditanos» (Los cinco libros de Ariadna, prólogo, pp. IX-X).

casa. El nombre —Monte Odina— me fascinaba» (Monte Odina).

«Deseo con toda mi alma volver un día al lado de los ilergetes aunque sé que cualquiera que sea el rumbo de mi vida cuando regrese me mirarán con cierta familiaridad zumbona. Seremos los "indianos", los que huimos de España y no supimos ayudarles decisivamente desde fuera» (Los cinco libros de Ariadna, prólogo, p. XI). «Lo que queda de la España decorosa va conmigo y con nosotros y con nuestro sentido territorial de la patria. Para mí no existe la nación, sino el territorio y el mío es Aragón y a él me atengo» (Los cinco libros de Ariadna, prólogo, p. XV).

Monte Odina Contemplemos al novelista asentado en su territorio, refugiado en Aragón y más concretamente en el hoy abandonado lugar de Odina, allí, junto a Selgua, en la casa que tuvo don Francisco Laguna, recreada por la imaginación de Sender como una sabia biblioteca. El autor, desde Estados Unidos, escribe sus apócrifas memorias, con mezcolanza de

El castillo de Loarre Fascinado por el nombre, sumergido entre la sabiduría de los libros, sumido en su intrahistoria personal, entre las muchas cosas que piensa y sueña, surgen lugares de la geografía oscense llenos de resonancias históricas interpretadas por el novelista. Así, el castillo más representativo de las esencias de la historia de Aragón, el de Loarre. «Para mí Loarre es el refugio oscuro del inconsciente histórico de Aragón. Como hay alguna clase de paralelo entre lo individual y lo colectivo y entre lo actual y lo histórico, para mí Loarre es también mi propio mundo inconsciente, oscuro, profundo y de un gran sentido trascendente. Con ángeles truncados, arcos románicos bajos y curas blasfemos o ascéticos. Búhos nocturnos, golondrinas estivales y murciélagos, y además esos trasgos de la noche eterna todavía sin nombre. En Loarre se siente uno satisfecho de ser aragonés y orgulloso de un pueblo que haría honor a los pueblos más nobles de Europa» (Monte Odina).

deseo y realidad, refugiado en el lugar escogido para ordenar sus recuerdos, pasando revista a su azarosa vida, buscando la serenidad de ese lugar oscense donde él pasó alguna temporada con su familia y cerca de algunos de los lugares escogidos para la localización de sus novelas. «Hay una casa de campo en Aragón, no lejos de Selgua, con el nombre de Monte Odina. Hacia el año 1917 su propietario, don Francisco Laguna, venía a Huesca con alguna frecuencia. No tenía hijos y su naturaleza paternal despertaba en él fácilmente simpatías y amistades con los hijos de sus amigos. (...) —¿Sabes lo que es Monte Odina? —me preguntó. Y añadió que era una finca que iba a remodelar y pensaba dotarla de una buena biblioteca. Yo sería el encargado de hacer el índice de libros que debía comprar y, naturalmente, aquélla sería mi biblioteca. Como don Francisco era un hombre ya maduro, severo sin rudeza y responsable, su promesa era ley y

«Es Loarre un castillo-palacio-monasterio. Su nombre es ibérico y existió no sólo antes del cristianismo, sino antes de la época romana. Más tarde fue una fortaleza visigótica. Luego una zuda árabe conquistada por Sancho Ramírez, el liberador de 1070, quien la dio a los agustinos como había dado poco antes la colegiata de Alquézar. (...) ¿Qué es el castillo de Loarre? Ante todo es un refugio contra la luz cruda del desierto. Todo parece sombrío en el recuerdo y lo es en la realidad. Las sombras crecen en sus rincones de una manera libre y silvestre. Hay sepulcros, capiteles, ábsides, ventanales, aljibes, capillas, torres, murallas, adarves y puentes. Salones, relieves de decorado brillante, con alusiones a la galantería, rincones de ascetismo y santidad, mazmorras para la traición y la cobardía, lucernarios para los místicos, agujas y espadañas para la vigilancia de aquella tierra de escaramuzas, duelos y cabalgadas, y también muros desnudos a donde mirar horas y horas 7


«Urb Victrix Osca, decían los romanos» (Crónica del alba).

para el presentimiento de lo eterno y para el culto amoroso de Dios en el gozo o la pesadumbre de lo temporal» (Monte Odina).

La capital, Huesca Desde esa cima rocosa, refugiado en el saber de la biblioteca de Monte Odina, nuestro autor vuelve sobre sí mismo con otro libro no menos memorial que éste y, así, en algún momento recorre su propio habitáculo de la capital, Huesca, sumergido en sus recuerdos transidos por el dolor que produce la muerte de su hermano más querido:

un hogar confortable donde Francis Jammes, el viejo poeta, le hablaba a veces a él y a su joven esposa de las dulzuras de la paz cristiana. Mi hermano creyó que era más noble quedarse y dar cara al peligro con su tranquila sonrisa de hombre honrado. Fue fusilado sin proceso y sin acusación concreta una semana después. Le dedico esta narración humilde y fervorosamente» (El rey y la reina, prólogo).

Alto y Bajo Aragón

estábamos cazando jabalíes en la sierra de Guara (Aragón). íbamos a caballo y hablábamos de política. Si los fascistas se sublevan y triunfan —me dijo—, me

Huesca pues en el recuerdo íntimo, doloroso, del novelista, pero también todo Aragón llevado y traído por los ancestros, los tópicos y las propias etimologías senderianas a las que tan aficionado es y con las que, si no muy científicamente, sí con cierta gracia recurre a un juego lingüístico que puede despistar a algún no iniciado en lo filológico.

fusilarán a mí antes que a ti. Lo dijo sonriendo, como se suelen decir las cosas demasiado serias. Poco después la guerra civil comenzó y los nacionales se apoderaron de la ciudad de Huesca, donde mi hermano era alcalde. Dos policías fueron a su casa y le dijeron: "Tenemos orden de detenerle. Márchese y diremos que no lo hemos encontrado". Mi hermano contestó: "No hay razón ninguna para que me marche. Nadie puede acusarme de nada. Deténganme si quieren". Tenía el coche lleno de gasolina en la puerta de su casa, la frontera francesa a cincuenta millas y al otro lado de la frontera

«—¿Es verdad que eres de Aragón? —preguntó. El padre Ferrer se adelantó a contestar: —Es maño. Mañico. —No es verdad —dije yo—. Los maños son del bajo Aragón. De Zaragoza y de Teruel. Yo soy de Huesca. —En eso no estoy de acuerdo, Pepe —dijo el superior—. Todos los aragoneses sois moños. Los del bajo y los del alto Aragón. Y no tienes por qué molestarte. ¿Sabes de dónde viene la palabra 'maño'? Del latín 'magno'.

«En el invierno de 1936 mi hermano Manuel y yo

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La sierra de Guara (ÂŤNo es necesario hablar para comunicarseÂť, Monte Odina).


Aquello era otra cosa. De magnos (grandes) venía magníficos (grandiosos). No era ridículo ser moños. Miré al superior agradecido y le dije: —La gente del alto Aragón es más grande que la de la tierra baja, es verdad. Y yo soy de la provincia de Huesca, donde mataron a Sertorio. Urb Victrix Osca, decían los romanos. El padre superior parecía escucharme con gusto. —Bien, Pepe. En todas partes el montañés es más grande que el ribereño. Eso es mejor y vale más. Claro es que no todas son virtudes. Los aragoneses tienen fama de ser obstinados. ¿No es verdad que sois un poco... testarudos? —Porque tenemos razón, padre superior —dije yo» (Crónica del alba).

La sierra de Guara Ateniéndose pues al territorio aragonés, a su geografía, a sus gentes y a los lugares comunes populares y aun vulgares en boca de las gentes.

Pero el lugar más citado por Sender en sus novelas es el que enmarca la sierra de Guara y sus límites. Bien conocida por sus andanzas niñas y juveniles, esta sierra de Guara es el lugar escogido por el novelista, como un símbolo de libertad, para soltar a su albatros Austral y ponerlo en contacto con su medio natural, la naturaleza en su estado puro. El hombre puede encerrarse a catalogar una biblioteca y gracias a su imaginación echar a volar fuera de su encierro, pero el animal necesita dar fuerza a sus alas para encontrar la libertad. Así, al final ya de sus apócrifas memorias, nos dice el escritor:

«El caso es que vamos a ir a la sierra de Guara con Austral y por cierto con el sentimiento de desagrado de todas las separaciones involuntarias. No podemos hacer de Austral un bibliotecario. Lo hemos metido en una furgoneta evitando por si acaso que lo vean los perros —a pesar de mi confianza en sus virtudes— y hemos salido para Aínsa. En un eremitorio a mitad del camino nos hemos detenido. El albatros parecía de nieve, con el pico y las patas rosáceos y el remate de las alas y del rabo negro. De una nitidez perfecta. (...) el hermoso animal quedó en tierra, alegre y saludable, fuerte y con quién sabe qué nociones de lo humano y divino asimiladas con nosotros en Monte Odina.

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«el abundoso valle del río Cima».

Tal vez sabía todo lo que sabíamos nosotros. Tal vez más, en el depósito de cincuenta millones de años de su mundo ganglionar. No es necesario hablar para comunicarse» (Monte Odina).

LUGARES DE LA INFANCIA: LA RIBERA DEL CINCA A veces no es necesario hablar para comunicarse, sobre todo cuando se está en comunión con las tierras sumergidas en la libertad que le traen los recuerdos, surcados por las potentes alas del albatros, que muy bien podría volar hacia los lugares más queridos y más sentidos de Sender. Son los lugares idílicos de la infancia perdida, una vez más el útero materno perdido ya y ansiado desde la distancia física de su largo exilio forzado. Vayamos oníricamente en vuelo sobre Austral y bebamos los vientos Cinca arriba, deteniéndonos con más detalle en los lugares del recuerdo, hasta que volvamos por Chalamera y Alcolea hasta Selgua y su Monte


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Fraga («aquellas horas crepusculares», El fugitivo).


Odina, y más tarde perdernos en cualquier lugar abandonado simbolizado en el literario topónimo de Urbiés como símbolo de lo abisal sumergido en las aguas de la nada.

der nació, antiguo territorio de los antepasados llargatas que convierten a nuestro autor en ibero rezagado, refugia constantemente a sus personajes novelados cuando tienen que hablar de sus conciencias más íntimas.

Fraga Chalamera y Alcolea La capital del Cinca, Fraga, es destacada en la escritura senderiana por sus mujeres. Y así:

En sus novelaciones surgen constantemente Chalamera y Alcolea en el juego constante de la

«A las chicas de Fraga les llaman fragatinas. Son campesinas de andares armoniosos y Viladrich las pintaba con amor, arreglándoles a veces los pliegues de las faldas para tocarles de paso el traserito turgente y emergente. Recuerdo que las jovenzuelas tenían que aprender desde niñas a cimbrearse, para que sus sayas superpuestas no quedaran estólidamente colgadas de la cintura como de una percha, sino que se balancearan graciosamente al andar. La maestra en ese arte discreto de cimbrear la cintura sin causar escándalo era la mamá. O la abuela. A veces, incluso el tío cura. (...) Las mocicas de Fraga, mucho antes de tener noticia y conciencia de su gracia o de su juventud, a los ocho o nueve años, aprendían la importancia de la silueta (ibérica, romana, gótica o morisca), que podía ser estulta con unas faldas colgantes o graciosa con unas faldas osciladoras y rítmicas» (El fugitivo).

Refugiado en el campanario de Fraga es donde nuestro autor se oculta de los males que le persiguen cuidado por las tres moñas-amantes-campanas zunzuneantes: «en aquellas horas crepusculares yo me sentía no necesariamente Feliz, sino perfectamente ajustado a la neutralidad de las cosas inertes que me rodeaban, es decir, placenteramente indiferente al placer. En mi terraza más alta paseaba diagonalmente de rincón a rincón, pero sin dejar de ver la ciudad tendida a mis pies. También a mí me habría gustado, como a Viladrich, ser nombrado hijo adoptivo de Fraga, donde se hablaba tanto catalán como castellano, es decir, un castellano rancio que recordaba la parla de los ladinos mozárabes o mudéjares» (El fugitivo). Fraga y el Cinca nos llevan junto al Alcanadre a nombrar un río sólo literario, el Orna, síntesis en la narrativa senderiana de esos dos que más tarde besan el Ebro. En ese corredor acuoso, donde Sen-

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mezcolanza de la realidad real del recuerdo del hombre Sender y de la realidad novelada del escritor Ramón J. Sender. «El pueblo estaba dominado Por una montaña cortada a cuchillo que se alzaba ¡mito a las últimas casas. Era una rompiente natural de doscientos metros de altura en cuya cima, presidiéndolo todo, había una plataforma de granito sosteniendo una gran cruz de hierro. Esa cruz se recortaba sobre el cielo claro y protegía la aldea, según decían, contra el rayo y el pedrisco. La rompiente venía a ser un escalón socavado sin duda por la corriente del Orna, río de gran caudal, que bajaba de la montaña trompiccindo y produciendo una espuma azul. Ese enorme escalón seguía a lo largo de más de quince quilómetros parálelo al río hasta verle desembocar en otro río mayor. Entre las "ripas" —era el nombre que se daba a la rompiente— y el río estaba la carretera real, que pasaba por el centro del pueblo, y entre ella y el río se extendían, a lo ancho de unos dos kilómetros, todos los campos de "regadío" —huertos, sotos, cercados— donde se producían frutas que tienen fama no sólo en la región sino en toda España» (El lugar de un hombre) .

Las frutas de la ribera del Cinca no escapan de la citada novela. Ni mucho menos las ripas, el murallón arenisco que bordea el camino entre Chalamera y Alcolea mitificado ya antes por Braulio Foz en su Pedro Saputo, sabio de la naturaleza al que tanto debe el novelista oscense. Ante este descomunal escarpe pedrizo, «Miraba las ripas con codicia. De niño había tratado de descifrar sus misterios, escalando lugares casi inaccesibles, y me había asomádo a veces a los nidos de las águilas. Esto tenía por objeto obtener perdices y conejos de los que cazaban las águilas y llevaban allí para dar de comer a sus críds (...) Para subir a las ripas había que hacer media hora de ejercicio violento.


«Miraba las ripas con codicia» (El lugar de un hombre).

«justamente en las ripas, en la cima donde habían puesto la cruz» (El lugar de un hombre).

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«¿Eres de Zaidin?» (El lugar de un hombre).

Un sendero tortuoso, entre altas y peladas rocas. A mí me gustaba comprobar desde arriba que la cruz era mucho más grande de lo que parecía desde la plaza del pueblo, y entre sus brazos había lindos herrajes que desde la aldea no se veían» (El lugar de un hombre).

El pobre Sabino recibió una paliza regular y se fue con ella a su casa. Los mozos del pueblo tuvieron que restaurar el prestigio local pegándole al de Zaidín, a su vez, desnudándolo y tirándolo al río» (El lugar de un hombre).

El saso Zaidín Desde allá arriba, en la altiplanicie que unas veces es llamada saso, otras tozal, redondo o no, y en ocasiones, emergiendo, el roquedal de Aineto, por donde los buitres, los esparveres y el albatros planean su visión del sueño volador, «los mozos del pueblo tenían fama de bravos y Fuertes en toda la ribera del Orna. Sólo había otro pueblo, Zaidín, donde pudieran compararse con ellos. Los mozos de Zaidín tenían prestigio y, sabiendo que había llegado un arriero de Zaidín, Sabino planeó una riña con él. Aquello le daría cierta importancia con los mozos del pueblo. Y se fue en busca del de Zaidín con aire decidido. Desde la puerta de la taberna, lo llamó: —¿Eres de Zaidín? — Sí —dijo el otro con aire de pocos amigos. — Pues yo te digo que los de Zaidín sois poco hombres para mí.

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El saso -decíamos antes-, más allá de las ripas, lugar inhóspito en el Aragón real lleno de contrastes, refugio de los personajes más racialmente independientes de Sender, mímesis de la naturaleza más rala con el personaje más simple y al mismo tiempo más sencillamente humano: «íbamos al saso, en lo alto de las ripas, donde había zorros, liebres y no era raro en invierno encontrar lobos. El soso era un inmenso desierto gris que comenzaba justamente en las ripas, en la cima donde habían puesto la cruz. El hecho de que la cruz presidiera su entrada le daba un aspecto más desolado aún. Ir al saso era siempre una aventura. En aquel desierto gris oscuro raramente se encontraban cultivos de cebada o de trigo raquíticos. El verde plomizo de la maleza (matas ralas) estaba cubierto de Polvo una parte del día y de escarcha la otra. Así tomaba las tonalidades más raras. El viento que venía de Cataluña o de los Pirineos la helaba o la abrasaba


«íbamos al saso, en lo alto de las ripas» (El lugar de un hombre).

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«¿No es ése el tozal redondo?» (Monte Odina).

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«Durante el Jueves y el Viernes Santo no sonaban las campanas de la torre» (Réquiem por un campesino español).

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varias cortinas de roca superpuestas, que desde lejos podían dar a veces la impresión de un poblado bastante grande, casi de una ciudad. (...) allí el (...) pobre Sabino se fue porque tenía miedo. Por miedo a los hombres entre los que nunca era nadie, se fue a vivir con las fieras. Mi abuelo evocaba el lugar donde Sabino se había refugiado. —¡El roquedal de Aineto! ¡Allí no pueden vivir ni los lobos!» (El lugar de un hombre). En el roquedal de Aineto se refugia Sabino, el personaje simple, pero hombre anclado en la tierra, desde donde se hace valer y hace tambalear todo un hipócrito sistema de falsas relaciones. Y en un altozano —siempre los lugares altos— asienta sus raíces ancestrales el atormentado personaje protagonista de El verdugo afable, aquel Ramiro Villamediano que confiesa al redactor del reportaje que «cerca de la casa donde nació había una gran rompiente natural y pegado a ella un cabezo formado por la lenta acción del agua de lluvia. Llamaban a aquel cabezo 'el tozal' y desde lo alto se solían arrojar al aire los suicidas. Aunque la aldea no era muy grande no pasaba un año sin que se arrojara alguno. Todos deja«Para mí todo era pureza en Chalamera» (Monte Odina).

a menudo. El saso se perdía en el horizonte sin dejar sospechar su fin. Decían que no terminaba en nuestra provincia, sino que ligaba con otra. (...) Del soso solían sacar los hombres la leña para el invierno. Los muertos, cuando los había, les ofrecían también sus ropas, para ir resistiendo las crudezas del clima. La leña la traían los hombres. Las ropas, las mujeres. (...) Yo recordaba que un día, yendo con mi padre por el saso encontramos a flor de tierra, asomando entre dos arbustos raquíticos, un cráneo humano. Mi padre lo acabó de cubrir de tierra, nos quitamos el sombrero y rezamos un 'padrenuestro'» (El lugar de un hombre).

ban antes la boina o la gorra arriba, junto al borde del precipicio, con una piedra encima para que no se la llevara el viento y un cigarrillo encendido entre la piedra y la gorra. No había memoria de que ningún suicida hubiera dejado de cumplir aquel requisito que formaba en cierto modo parte del ritual» (El verdugo afable). Así escribe Sender en su novela, pero ese mismo lugar es recordado más adelante desde sus memorias apócrifas, refugiado en la biblioteca ficticia que está catalogando casi con las mismas palabras y desde luego con el recuerdo real de algún suceso parecido al que fue novelado:

«El caso es que estaba cerca de Chalamera y decidí regresar aplazando mi visita para más tarde, cuando todas las faenas del campo (la tarea de las recoleccio-

El roquedal de Aineto Tierra inhóspita ésta, en las elevaciones horadadas por los ríos, que culminará en un refugio aún más árido, en el escarpe puntiagudo del roquedal de Aineto, «lugar aislado, escabroso. Ni parideras, ni campos de cebada, ni siquiera arbustos. Un paisaje lunar, con

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nes) se hubieran acabado. Volviendo Cinca arriba a Monte Odina se hizo pronto de noche. Pero había alguna luz todavía cuando pasé frente a las ripas de Alcolea y fue precisamente muy cerca del famoso tozal redondo donde se pinchó una rueda y tuve que cambiarla. No sé de dónde salió un campesino entre los árboles por la parte del río. Llevaba una escopeta colgada del hombro y al principio creí que era un guarda forestal.


Pero no. Era un cazador. Me dijo sin que yo le preguntara: —El otro día saltó una liebre por aquellos panizares y vengo a ver si la atrapo, porque suele bajar al río a estas horas. Me ayudó a cambiar la rueda. —¿No es ése el tozal redondo? —le pregunté. —iVaya si lo es! Y a más de uno he conocido en mi vida que se tiró desde lo alto. — ¿Por qué se mata la gente lanzándose al aire desde ese tozal? —Muchas razones hay, amigo, y todas son cabales. Cuando no se tiene un mueso de pan que llevarse a la boca ni unas faldas a las que arrimarse ni un amigo que te convide a un trago, ¿qué remedio te queda? Ni siquiera les dejan hablar porque todo el mundo tiene miedo a la verdad y, si la dicen, el cura y la guardia civil lo castigan. El cura lo manda al infierno y la guardia civil a la cárcel. Entonces, el tozal redondo es el único remedio que les queda a algunos» (Monte Odina).

EL CAMPESINADO OSCENSE: SUS VIVIENDAS, USOS Y COSTUMBRES Pero entre la sierra ,de Guara y la aridez extrema del roquedal quedan los campesinos, los que según Sender tienen miedo al aire y, así, para evitar malos vientos, trazan cabalísticamente una cruz con la uña sobre su boca cuando bostezan, esos que se refugian en sus casas como si fueran gineceos y hablan cortésmente de sus habitáculos, orgullosos de los mismos en su timidez. Aquí está la casa reconstruida por el propio novelista: «Una sala en la planta baja, con chimenea y dentro de ella a los dos lados de la plancha refractaria adosada al muro, dos ventanas. ' Qué extraño! Dos ventanas dentro de la chimenea. Cada una tenía la forma alargada de las aspilleras de los castillos y mostraba el grosor imponente del muro. A lo lejos y abajo se veían anchas llanuras verdes y amarillas con los meandros grises de los ríos. 1...) La oscuridad de la chimenea hacía resaltar las tintas de aquel paisaje que, a veces, según cómo llegara la luz, se proyectaba invertido en el muro contrario de la sala. En las consolas de aquel cuarto había barcos en miniatura y en algunos muebles conchas de peregrino incrustadas» (El verdugo afable). «Conchas de peregrino», nos ha dicho nuestro autor como recuerdo de la casa de aquel introverti-

Ramón J. Sender, de primera comunión, antes de cumplir siete años.

do personaje al que el Sender novelista entrevistó realmente y que le sirvió más adelante para construir la novela aludida, pero en realidad prosa transida de las propias experiencias del Sender infante en su antigua aldea, la que le vio nacer. Veamos lo que escribe en el reencuentro con su pueblo en su primer regreso del exilio: «Los campesinos parecían lo que eran según sus edades. Los viejos, calmos y reflexivos, con miradas llenas de amistad. Los mozos jóvenes, exuberantes de vida y deseando demostrarlo si había ocasión con jotas o voces más o menos destempladas, pero siempre en dirección del respetuoso convivir. Los niños, sin inhibición alguna, viniendo a mi lado, cogiéndome las manos, hablándome de sus trabajos en la escuela o de sus gatos o sus perros. Y las ventanas, llenas de claveles tempranos o de rosas tempranas también, de clavelinas y margaritas impolutas. Antonio Villas, hijo de mi padrino de bautizo, me mostró una vez más las caracolas marinas que de niño

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ÂŤla Virgen de mi pueblo natalÂť (Monte Odina).


me intrigaban con sus rumores de brisas oceánicas lejanas» (Monte Odina).

Estos campesinos que aman su tierra, en especial cuando ésta se abre para dar su fruto, cuando vienen las primaveras; entonces, las nubes asoman lluviosas sobre los tozales y descargan sobre todos los idílicos Orna, dejando con la libertad del sol tras la tronada la bendición en los campos en el momento en que éstos esperan el canto del cucut, cuando llega mayo, por Santa Cruz. «Aquel domingo era el último de abril y en él se hacía la 'bendición de los campos', ceremonia a la que asistían casi todos los campesinos. El cura iba revestido con su capa pluvial, que esplendía de oro y plata. Le acompañaba el Ayuntamiento. El sacristán llevaba la cruz alzada y los monaguillos la cubeta y el hisopo. Las campanas agitaban el azul. Los mozos habían sembrado de hojarasca el camino que la comitiva había de seguir. Las calles, limpias, regadas y cubiertas de hoja de chopo, tenían una fragancia y una frescura primaverales. Y el cura, rodeado de casi todo el pueblo, iba lentamente hacia las afueras, cara a los sotos y al río. Cara a los sotos y a las viñas, el cura leía sus rezos, en voz alta; reclamaba con acento de pocos amigos la ayuda de Dios para los campesinos, increpaba al granizo y a la sequía para alejarlos de aquellos campos y por fin reclamaba el hisopo y aspergeaba los cuatro horizontes. Luego, con la misma lentitud y solemnidad, volvían todos al templo mientras las campanas iban cediendo en su furia» (El lugar de un hombre).

Leyendo las novelas de Sender podemos caminar por los lugares de la geografía oscense y reconstruir los usos y costumbres cotidianos de principios de siglo con la real sencillez que muestra el autor. Un escritor a quien atraen sobremanera las campanas que presiden los actos importantes de la vida en el medio campesino. Si en un campanario refugia a su personaje fugitivo, protegido por las tres campanas, que son tres enamoradas simbolizadas como «moñas» -recogiendo la palabra aragonesa-, ellas anuncian el nacimiento y la muerte cotidiana, y las mismas campanas suenan fuerte, alborozadas, cuando el escritor retorna a su propio lugar natal anunciando la alegría de la vuelta a la madre tierra, a la vieja aldea, por todo el valle del Alcanadre y del Cinca y de todos los Orna.

cial de las campanas de la parroquia. Había en la torre cuatro de ellas, dos graves y profundas y dos atipladas, una de éstas tanto que los campesinos la llamaban 'el cimbalico'. Mientras se celebraba el bautizo las campanas ligeras y atipladas tocaban un sonsonete al que la gente había puesto letra. Si el neófito era chico decían: "No es nena, qu'es nen". Y si era niña cambiaban un poco: "No es nen qu'es nena". Por el contrario si había un entierro, es decir, un mortijuelo, las campanas que se usaban eran graves y de tonos bajos (mucho mayores de tamaño) pero con el mismo soniquete, aunque adaptado a la solemnidad del caso, es decir más espaciado y lento» (Monte Odina).

Las mismas campanas, las de su pueblo Chalamera o las de su crianza Alcolea, que son las que suenan, con la misma música, cuando se celebra el bautizo de Paco, el del molino: «Cuando el bautizo entraba en la iglesia, las campanitas menores tocaban alegremente. Se podía saber si el que iban a bautizar era niño o niña. Si era niño, las campanas -una en un tono más alto que la otra- decían: 'no es nena, que es nen; no es nena, que es nen'. Si era niña cambiaban un poco y decían: 'no es nen, que es nena; no es nen, que es nena'. La aldea estaba cerca de la raya de Lérida y los campesinos usaban a veces palabras catalanas» (Réquiem por un campesino español).

Las campanas, que se convierten en matracas cuando suenan quejumbrosas en el momento en que en las iglesias de esa zona oscense doblan de dolor por la muerte de Cristo, recordadas en la silenciosa contemplación de los oficios de Semana Santa con el silencio casi aterrorizado del monaguillo infante ayudante de mosén Millán:

«En esa aldea aragonesa de la cual he hablado también en otros libros solían anunciar el nacimiento de un

«Durante el Jueves y el Viernes Santo no sonaban las campanas de la torre. En su lugar se oían las matracas. En la bóveda del campanario había dos enormes cilindros de madera cubiertos con hileras de mazos. Al girar el cilindro, los mazos golpeaban sobre la madera hueca. Toda aquella maquinaria estaba encima de las campanas y tenía un eje empotrado en dos muros opuestos del campanario y engrasado con pez. Esas gigantescas matracas producían un rumor de huesos agitados. Los monaguillos tenían dos matraquitas de mano y las hacían sonar al alzar en la misa. Paco miraba y oía todo aquello asombrado» (Réquiem por

niño, es decir, más bien el bautizo con un toque espe-

un campesino español).

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«crotoraban las cigüeñas» (Réquiem por un campesino español).

«Las golondrinas madrugadoras parecían salir al paso a decirme cosas» (Monte Odina).

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Y todos estos acontecimientos los localiza nuestro autor en su aldea, esa aldea campesina que ha encumbrado en el tozal, al comienzo del saso, un eremitorio de los múltiples que salpican la abandonada geografía rural aragonesa y oscense. Y haciendo un juego de palabras, el novelista afirma que hay millones de vírgenes en España. «No se trata sólo del himen -dice el autor- sino de la mente, de la conciencia, de la imaginación, del deseo». Tierras y mujeres vírgenes de entre las que destaca sobre todas una, la que -llevado sin duda por su pasión terruñera- nombra como de Chalamera, «la virgen de mi pueblo natal. Algunos se extrañarán de lo que voy a repetir o lo atribuirán a mi amor por la aldea donde nací. Pero la ermita donde se venera la Virgen de Chalamera es sin duda la más puramente románica y la más notable arquitecturalmente de todas las que he vista en mi vida» (Monte Odina). Esa ermita, barrida por los vientos citados en las novelas de Sender, preside la vida de las gentes de la aldea idílica, de Chalamera y Alcolea, casi enclavada sobre las potentes ripas; mira a la confluencia del Alcanadre y el Cinca, y bendice la vida de los campesinos en el deseo senderiano. Dejemos que sea el propio autor quien derrame generosidad idílica con sus propias palabras. «Para mí todo era pureza en Chalamera» (Monte Odina). «Chalamera es una villa con un pasado nobilísimo. Figura en historias árabes y judías, crónicas góticas y caballerescas y anales religiosos de la orden sanjuanista. Mi amigo el doctor Bernadette (...) me ha hecho notar que antes de los Reyes Católicos el nombre de mi villa natal aparece varias veces y con faustos motivos en los anales de la época. (...) El nombre de la villa debe venir de la baja Edad Media, de shala -que quiere decir miel-, y que los mozárabes latinizantes convirtieron en algo como colmenar. Hay algunas poblaciones en Castilla con el mismo nombre: Colmenar. Y Chalomera (colmenar) debía ser especialmente rica en flores, abejas y mieles» (Monte Odina). En la aldea senderiana se sitúan los mejores recuerdos. Seleccionemos algunos y recorramos con ellos lugares, casas, árboles, personas..., disfrutando sensitivamente la geografía de la zona llevados de la mano por la prosa del escritor. Bastaría que leyéramos, saboreándola en sus distintos momentos, la excelente prosa que el novelista

destila en Réquiem por un campesino español para que viviésemos en síntesis las maneras cotidianas y la quintaesencia personal del campesinado de- esa aldea aragonesa junto a la raya de Lérida. Podría ser cualquiera de las localidades junto al Cinca tan aludidas. El frecuente recurso del agua como expresión freudiana de lo más íntimo no deja de aparecer en las novelas de Sender; aquí sirve como observación de gentes y dichos colectivos, en ese mentidero público municipal que constituye el lavadero, la fuente desde donde se acarrea el agua o la barbería en ocasiones. Así, éstos son lugares de aprendizaje. «Aunque imberbe aún, el chico imitaba las maneras de los adultos. No sólo iba sin cuidado al lavadero y escuchaba los diálogos de las mozas, sino que a veces ellas le decían picardías y crudezas y él respondía bravamente. El lugar a donde iban a lavar las mozas se llamaba la plaza del agua y era, efectivamente, una gran plaza ocupada en sus dos terceras partes por un estanque bastante profundo. En las tardes calientes del verano algunos mozos iban a nadar allí completamente en cueros. Las lavanderas parecían escandalizarse, pero sólo de labios afuera. Sus gritos, sus risas y las frases que cambiaban con los mozos mientras en la alta torre crotoraban las cigüeñas, revelaban una ale-gría primitiva» (Réquiem por un campesino español).

LAS AVES «Crotoraban las cigüeñas», ha escrito el novelista. En abundantes ocasiones nuestro autor presenta cantos, vuelos, imágenes, y no solamente los que se pueden encontrar en la geografía oscense, sino en la americana (Mexicayotl, por ejemplo). Ya hemos señalado cómo Austral el albatros es soltado hacia la libertad para que se refugie en el saso, en el tozal, en el roquedal de Aineto, en toda la geografía de la sierra de Guara. Aunque la finalidad de estas páginas no consiste en analizar la simbología de estas acciones, sí queremos señalar las ansias de libertad que mantienen las abundantes citas de volátiles de las novelas senderianas. Cucuts, esparveres, totovías, golondrinas y aun los más comunes gorriones hacen su aparición: «Un día de primavera salí de Monte Odina para hacer una visita más a aquellos queridos lugares. Bajé en un viejo Ford por la ribera del Cinca y un poco antes de llegar al Alcanadre me detuve. Era uno de

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«Para atrapar los buitres íbamos al muladar» (El lugar de un hombre). esos días nacarados, con nubes borregueras que dejaban ocasionalmente oquedades azules arreboladas en los bordes. A medida que me acercaba a Chalamera el cielo y el color del aire iban cambiando. Había nimbos lejanos y dorados y algún trecho de cielo raso. Las golondrinas madrugadoras parecían salir al paso a decirme cosas y sin duda me las decían, aunque yo no las entendiera. Pero en mi manera de no entenderlas había como una relación secreta y familiar. Familiar desde la infancia» (Monte Odina). Una y otra vez la infancia como recurso narrativo. Y el campo, que comienza a vibrar cuando llega la primavera y los fríos días invernales quedan olvidados, cuando la cucut, la abubilla, se presenta con su cresta vivaz: «En los campos comenzaba la primavera y se veían en las eras, sobre la escarcha de algunos amaneceres helados, las 'cucutes', pájaros de pecho tornasolado, alas blancas y negras. Su belleza los hacía codiciables para los muchachos, pero los cazadores los desdeñaban porque olían mal. Esos pájaros solían llegar hacia el mes de abril y venían diciendo: 'cu-cut', 'cu-cut', el dos de mayo Santa Cruz» (El lugar de un hombre). 24

O cuando se recuerdan los sueños de prestos vuelos: «En la rompiente, que venía a ser como una cortina de roca arenisca, hacían sus nidos las águilas y los esparveres. Sus gañidos llegaban al atardecer al balcón de mi cuarto repetidos por el eco, que les daba una extraña profundidad. En ese eco sentía yo la inmensidad de la noche que se acercaba. Cuando era niño (lo recordaba con emoción) en mis soledades hablaba con las ripas, con los esparveres y con aquellas oquedades negras donde localizaba todo lo irreal de mi infancia» (El lugar de un hombre). Su infancia, otra vez, tan traída y llevada en las abundantes páginas de Crónica del alba, muchas veces localizada en lugares aragoneses pero no estrictamente oscenses, tiene a veces referencia en los juegos, un tanto crueles, a los que tan aficionados son o han sido los hijos de campesinos aragoneses. En sus juegos, muchas veces, no hacen más que imitar el trabajo de sus mayores y, en ocasiones, no expresan más que un ciclo vital agresivo. Así, en el texto que seleccionamos a continuación los carroñeros, que devoran los restos del noble animal que sirvió a los mismos campesinos en su laboreo de la tierra, pagan de alguna manera su voraci-


dad con la agresión del hombre niño, que demuestra ante los demás su presunta virilidad.

aves en el progresivo enamoramiento de Paco y Águeda:

«Hacia el mediodía pasaron volando alto unos buitres. Antes de verlos, los oímos, porque iban sonando unos cencerros que llevaban colgando al cuello. Era una invención mía, de chico, que continuaban los niños de la generación siguiente. Mi padre me había dado alguna paliza, al volver a casa con el traje destrozado por las uñas de los buitres y la cara llena de equimosis producidas por los fuertes aletazos. Aquel juego, que tuvo mucho éxito entre los chicos de los pueblos de alrededor, era la tragedia de los campesinos modestos, porque habiendo agotado nuestros propios cinturones robábamos las correas con hebilla de los atalajes de mulos y caballlos y las esquilas del ganado iban desapareciendo de una en una misteriosamente. Nos hacían falta para ir colocando a las grandes aves su esquila y oírlas después pasar por el cielo, sobre el pueblo, con el signo de la esclavitud. Para atrapar los buitres íbamos al muladar, una pequeña hondonada cerca de las ripias donde abandonaban a los animales muertos. Había enormes esqueletos de mulos y caballos, algunos recubiertos con la piel, hinchados y momificados. Olía muy mal porque siempre había por lo menos tres o cuatro animales en descomposición. Nosotros (nunca más de tres cada vez) nos escondíamos detrás de una de aquellas momias cuyos dientes asomaban siempre fuera de los belfos. Quizás en el hueco de los costillares que estaban secos y cuyas paredes sonaban a viejo tambor. Finalmente, como íbamos perfeccionando nuestro sistema, hacíamos una pequeña zanja y metiéndonos dentro la cubríamos con ramaje. Pero había que cambiar a menudo de escondite porque teníamos que situarnos a menos de diez pasos de algún cadáver reciente. Era notable el mal olor que había que resistir en la espera. Cuando llegaban los buitres y se acercaban lo suficiente salíamos y nos lanzábamos sobre ellos. Los buitres no pueden echar a volar inmediatamente; necesitan correr un trecho, con las alas desple-

«—¿Has visto ya las cotovías? —No, pero no tardarán —respondía Paco— porque ya comienza a florecer la aliaga» (Réquiem por un campesino español).

gadas, como los aviones. En ese trecho siempre conseguíamos atrapar uno por lo menos. Aquél era el momento más difícil. Se defendían a aletazos y más de una vez sus uñas nos destrozaban el pantalón o la camisa. Pero uno de nosotros se ocupaba de colgarle la esquila apretando el tirante de cuero (cuyos agujeros iban ya hechos) lo bastante para que no pudiera quitárselo ya mientras viviera. Luego soltábamos al animal, que huía sonando el cencerro por los aires» (El lugar de un hombre). Crueldad de los niños con unas rapaces y, al mismo tiempo, tierno lirismo en la evocación de las

MANERAS DE VIVIR Paco y Águeda deciden constituir su hogar en esta aldea campesina donde el primero encuentra la muerte y que Sender evoca en distintas obras, aunque sobremanera en Réquiem..., recreándose en lugares concretos de la misma, en las costumbres propias de las gentes que la habitan y hasta en la reproducción de sus propias expresiones coloquiales, presentadas en abundancia y con las que nuestro autor demuestra un deseo casi forzado por no perder las raíces más íntimas con su tierra, que no son otras que las que emanan de su lengua. A Paco le llaman el del molino, y así: «El molino, aunque estaba abandonado, parecía en movimiento. La turbina giraba y el rumor de las aguas era acompasado. Alrededor del molino todas las cosas, el aire, el color de los pinos, la lejana luz que se hacía más clara —menos roja— por encima de las cumbres, parecían obedecer a aquel ritmo acompasado. El ruido era parecido al de los telares de su aldea y alguien cantaba lejos: Muelo la sombra sin Fondo de esta noche constelada para darte poco a poco la harina blanca del alba» (El verdugo afable). Si en la aldea hay un lugar para lavar y otro para tirar los mulos muertos, también hay, entre otros, uno para que las mujeres le den deslenguadamente al habla: «Como en todas las aldeas, había un lugar en las afueras que los campesinos llamaban el carasol, en la base de una cortina de rocas que daban al mediodía. Era caliente en invierno y fresco en verano. Allí iban las mujeres más pobres —generalmente ya viejas— y cosían, hilaban, charlaban de lo que sucedía en el mundo. (...) Sus gritos, sus risas y las frases que cambiaban con los mozos mientras en la alta torre crotoraban las cigüeñas, revelaban una alegría primitiva» (Réquiem por un campesino español).

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«El molino, aunque estaba abandonado, parecía en movimiento» (El verdugo afable).

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«la gente vivía en unas cuevas abiertas en la roca» (Réquiem por un campesino español). La misma alegría primitiva y sana que demostraban los mozos cuando, igual que Paco,

ra, trasgo, pendón, zancajo, pinchatripas, ojisucia, mocarro, fuina...» (Réquiem por un campesino español).

«los domingos por la tarde, con el pantalón nuevo de pana, la camisa blanca y el chaleco rameado y florido, iba a jugar a las birlas» (Réquiem...). Geografía oscense localizada en una pequeña aldea hasta en sus juegos más simples pero más autóctonos, al igual que las expresiones comunes a las que aludíamos antes en ese carasol: «—Eh, tú, culo de hanega. Cuando enviudes, échame un parte —gritó la Jerónima. El zapatero, con más deseos de hacer reír a la gente que de insultar a la Jerónima, fue diciéndole una verdadera letanía de desvergüenzas: —Cállate, penca del diablo, pata de afilador, albarda, zurupeto, tía chamusca, estropajo. Cállate, que te traigo una buena noticia: Su Majestad el rey va envidao y se lo lleva la trampa. —¿Y a mí qué? —Que en la república no empluman a las brujas. Ella decía de sí misma que volaba en una escoba, pero no permitía que se lo dijeran los demás. Iba a responder cuando el zapatero continuó: — Te lo digo a ti, zurrapa, trotona, chirigaita, mochile-

Maneras de vivir que son maneras de habitar utilizando las casas que se construyen en esta tierra y las ancestrales trogloditas, que tampoco faltan, haciendo uso de los abrigos naturales que da el terreno y donde se refugian los personajes senderianos o donde toma conciencia social Paco el del molino cuando acude con mosén Millán a dar la extremaunción al moribundo que nada tiene, ni siquiera una casa. «Un día, mosén Millón pidió al monaguillo que le acompañara a llevar la extremaunción a un enfermo grave. Fueron a las afueras del pueblo, donde ya no había casas, y la gente vivía en unas cuevas abiertas en la roca. Se entraba en ellas por un agujero rectangular que tenía alrededor una cenefa encalada. Paco llevaba colgada del hombro una bolsa de terciopelo donde el cura había puesto los objetos litúrgicos. Entraron bajando la cabeza y pisando con cuidado. Había dentro dos cuartos con el suelo de losas de piedra mal ajustadas. Estaba ya oscureciendo y en el cuarto primero no había luz. En el segundo se veía sólo una lamparilla de aceite. Una anciana, vestida de

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El\

«sentí cierto desconsuelo» (Monte Odina).


ÂŤdesde lo alto de las Tres SororesÂť.


«todo es ahora limo, barro, algas» (Imán). harapos, los recibió con un cabo de vela encendido. El techo de roca era muy bajo y, aunque se podía estar de pie, el sacerdote bajaba la cabeza por precaución. No había otra ventilación que la de la puerta exterior. La anciana tenía los ojos secos y una expresión de fatiga y de espanto frío» (Réquiem por un campesino español).

Lugares apartados del pueblo en los que siempre los personajes de Sender están condenados a vivir furtivamente, cuando son, precisamente esos personajes, los más puros de espíritu. Como el sitio donde se refugia Paco y donde es localizado y más tarde fusilado, en las pardinas: «en la pardina del monte allí encontraron a Paco; date, date a la justicia, o aquí mismo te matamos» (Réquiem por un campesino español).

EL ABANDONO Lugares concretos, formas de vida precisas, expresiones habituales... cuando las aldeas aragonesas tenían vida. Pero Sender en su regreso a Monte Odina se apercibe también de la maldición de los campos, cuando encuentra la despoblación que ya había escrito en su primera novela, Imán, como luego veremos, y se plantea preguntas angustiosas:

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«Lo curioso es que en este segundo viaje a Chalamera tuve que pasar por otra aldea abandonada y sentí cierto desconsuelo. ¿Es que la vida va a hacerse cada día más difícil en los campos de Aragón? Las aldeasfantasmas son como testigos multimillonarios de alguna clase de fatalidad y de injusticia. ¿Cuándo lograremos separarlas? Dentro de esas aldeas deshabitadas hay fantasmas también que asustan a los caballos y a los perros. Y tal vez a los mochuelos y a los murciélagos, que ya es decir. El caso es que estaba cerca de Chalamera y decidí regresar aplazando mi visita para más tarde» (Monte Odina).

Aldeas abandonadas en uno de los últimos libros de Sender, escenas que no faltan a lo largo de otras páginas y aldeas ya intuidas en la desaparición total, mucho antes de los movimientos sociales de los años setenta y ochenta, de las protestas cívicas de las gentes; escenas que, antes del comienzo de la guerra civil que tanto marcó a nuestro autor, ya sirven de hundimiento total a la personalidad de ese ser singular que es Viance, el antihéroe de Imán, quien después de su trágica peripecia en la guerra de Marruecos se encuentra en el más absurdo de los vacíos a que puede enfrentarse un hombre: el encontrar su pueblo sumido en la nada del fondo de las aguas, donde han desaparecido todos los lugares, recuerdos, palabras que una y otra vez hemos ido anotando en estas páginas. Ese pueblo, Urbiés, no localizado geográficamente en ningún lugar


4a fantasía de las tres moñas» (El fugitivo).

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oscense pero de clara etimología lingüística altoaragonesa, es el símbolo de cualquiera de los anegados por las aguas de cualquier pantano, que se llevó las tierras y las gentes y que no dejó más que la amargura que le queda a Viance:

En el fondo, búsqueda desesperada de su propia tierra, de la geografía física y humana que le ata a la vida. Y lo que le dio vida y esperanza y alegría en su aldea, y en sus tozales, y en sus ríos, hace que se sienta

«Al anochecer llega al cruce de dos caminos vecinales, después de haberse desviado de la carretera. Cien pasos más y aparecerá abajo la rinconada del valle, el campanario. He ahí el montón de piedras bajo el cual dicen que fue enterrado un salteador de caminos. La costumbre romana se mantiene y todo el que pasa arroja su piedra. Viance corre, salva en dos saltos el último trecho y se asoma, por fin, al valle con impaciencia. Abajo hay una laguna quieta, sucia, que espejea bajo la última luz. ¿Y el pueblo? Vuelve a mirar en torno. La impresión es tan honda que se resuelve en una estúpida indiferencia. El pueblo está ahí, debajo de esas aguas quietas. Al oír arriba un chirrido de vago-

«fastidiado, en la cuneta, y mira con rencor a ambos lados. El monte, el valle, el cielo, los árboles, los pájaros, todos van a lo suyo con una frialdad irritante. Es natural, en medio de todo. También él iría a lo suyo; pero ya no sabe qué es lo suyo, qué interés primordial tienen para él las cosas. Ese hombre que llega con aire decidido e indiferente es, sin duda, un pobre diablo. Pasa hambre entre los hambrientos, frío y calor a la intemperie...» (Imán).

netas comprueba la infamia. Han expropiado el pueblo para hacerlo desaparecer en uno de los embalses del plan de riegos. Urbiés está debajo. Su casa, el suelo que pisaron sus padres, todo es ahora limo, barro, algas. Le han robado su pueblo. Aquellos recuerdos vivos que flotaban en las esquinas, en el pozo de la plaza, en la abadía y que eran el punto de partida de toda su vida han desaparecido para siempre» (Imán). Esos recuerdos le han venido antes en la novela, cuando ha estado sufriendo desdichas sin fin apegado a aquella tierra marroquí que —nos dice— no es tan diferente como ésta de su aldea oscense: «El campo, el paisaje, no son lo que se figuraba en Marruecos. No hay tanta diferencia entre aquel campo y éste. Matas, tomillo, tierra parda, blanca y alguna vez rojiza. Cuervos, lo mismo que allá. Esperaba que esta tierra le hablara al corazón. En su sorpresa desconcertante hay un punto de gravedad. Sabe a dónde va, por primera vez, después de tanto tiempo. Lleva un rumbo, una dirección. Va al pueblo. Los rincones donde transcurrió su infancia, la vieja casa, los campos que cultivó con su padre, el mismo cementerio, pequeño; un corralillo no mayor que los otros con el portalón de madera resquebrajada y la crucecilla encima. El camino no es nada, hay que andarlo sin reconocerlo, sin querer comprender tampoco su dulzura ni su aspereza. Andar, andar hacia el pueblo. Allí le bastará con oír los gorriones en las retejeras y ver el aire especial que recorta y encuadra cada calle» (Imán).

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Ante esta situación el personaje senderiano, que a lo largo de sus novelas ha ido recorriendo y enraizando su razón de vivir en la geografía oscense, aunque su autor haya vivido tan lejos en su exilio, se tiene que preguntar desde aquel altozano sobre el que contempla los restos de su pueblo: «¿Quién soy yo? ¿Dónde estoy yo? Porque nada de esto es mi tierra. ¿Yo soy un forastero?» (Imán). Un forastero refugiado una vez más en la madre tierra desde lo alto de Las Tres Sorores, como indica el título metafórico de una de las novelas de Sender. Refugiado en los picos más altos dcl circo de Pineta, donde precisamente nace el Cinca, el padre río que ha dado vida a todas las páginas que hemos señalado.

OBRAS DE RAMÓN J. SENDER CITADAS Los cinco libros de Ariadna, Ediciones Ibéricas, Nueva York, 1957. Monte Odina, Edit. Guara, Zaragoza, 1980. El rey y la reina, Edit. Destino, Barcelona, 1970. Crónica del alba, Alianza Editorial, Madrid, 1971. El fugitivo, Edit. Planeta, Barcelona, 1972. El lugar de un hombre, Edit. Destino, Barcelona, 1968. El verdugo afable, Edit. Aguilar, Madrid, 1970. Réquiem por un campesino español, Edit. Destino, Barcelona, 1974. Imán, Edit. Destino, Barcelona, 1976.


TÍTULOS DE LA SERIE

La siguiente no es una relación cerrada. No obstante, para dar una idea global de su contenido, se indican algunos de los títulos previstos, sin orden de prelación, excepto para los ya publicados o los de inminente aparición. 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20.

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