Crónica de un maestro oscense de antes de la guerra

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© Mariano Constante De esta edición: Instituto de Estudios Altoaragoneses Editan: Instituto de Estudios Altoaragoneses

Área de Cultura de la Diputación de Huesca Colección: «Cosas Nuestras», 27 Director de la colección: Ignacio Almudévar Zamora Foto cubierta: Ayerbe. Plaza y mercado. Foto: R. Compairé

(Fototeca de la Diputación de Huesca) Preimpresión: Ebro Composición Imprime: Grafic RM Color

ISBN: 84-8127-116-0 Dep. legal: HU-92/2001 Instituto de Estudios Altoaragoneses (Diputación de Huesca) Parque, 10. E-22002 Huesca Tel. 974 240 180. Fax 974 231 061 www.iea.es iea@iea.es


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Introducción, a cargo de Jesús Inglada Atarés Don Manuel, el nuevo maestro de Riglos La escuela ya funciona El Carnaval de Riglos Peducos y abarcas de goma A cazar el jabalí La «Compañía Teatral» de Riglos

La fiesta del Árbol El 3 de mayo, Santa Cruz A Huesca de oposiciones Las fiestas de la Virgen del Mallo Día de cosecha y otros lances La masada En la romería de Santa Orosia De excursión con el maestro Las vacaciones, nuevos afanes y labores Con septiembre, un nuevo curso En otoño, las almendras y la vendimia A sembrar La matacía Por fin la Navidad y un nuevo año

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Introducción

Mariano Constante Campo representa una de las grandes conciencias morales de nuestro tiempo. La reciente concesión, por parte del Gobierno de Aragón, de la Medalla a los Valores Humanos no hace más que reconocer de forma institucional los innumerables méritos que concurren en la persona del galardonado. Como escribió Muñoz Molina, «Mariano Constante y esos ancianos que aún recuerdan el honor y el luto en que los regímenes totalitarios sumieron al mundo pertenecen al linaje más esclarecido del siglo, el de quienes se rebelaron contra la unanimidad de la obediencia, contra la marea negra de las ideologías homicidas». En la noche y niebla de Mauthausen, Mariano y todos los que con él se rebelaron contra tanta negrura y desolación se erigieron en la antorcha de la esperanza. Mas, como escribió Primo Levi poco antes de suicidarse, «si morimos en silencio, como nuestros enemigos desean, el mundo no sabrá lo que el hombre ha sido capaz de hacer y lo que todavía puede hacer: el mundo no se conocerá a sí mismo». Para evitar que Auschwitz, Mauthausen, Buchenwald, Dachau y tantos otros infiernos fueran banalizados, era imprescindible incorporar el testimonio de las víctimas a la memoria de toda la sociedad. Mariano Constante, como Primo Levi, Paul Celan, Jean Améry, Robert Antelme, Jorge Semprún y otros supervivientes de esos campos de la muerte, ha consagrado su vida al deber ético del testimonio que él mismo se impuso en aquella larga noche de la deportación. Ese deber no es otro, en palabras de Horkeimer, que 7

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«actuar para que lo atroz no se reproduzca ni caiga en el olvido, asegurar la unión con quienes han muerto en tormentos indecibles. Nuestro pensamiento, nuestro trabajo les pertenece: el azar por el que hemos sobrevivido no debe cuestionar la unión con ellos, sino hacerla más palmaria; todas nuestras experiencias deben situarse bajo el signo del horror que nos estaba destinado como a ellos. Su muerte es la verdad de nuestra vida; estamos aquí para expresar su desesperación y su nostalgia». Sin embargo, como ha señalado E. Traverso en su obra La historia desgarrada, hubo que esperar hasta finales de los años setenta para que este hecho tan capital en la historia de la humanidad alcanzara el lugar que se merece en la cultura y el debate intelectual. En el caso del holocausto de los españoles hubo que esperar a 1969 para que se publicara en Francia —en España no apareció hasta diez años después— el primer testimonio colectivo del martirio de los republicanos españoles en los campos de exterminio nazis. Mariano Constante y otro superviviente de Mauthausen, Manuel Razola, fueron los autores de esa primera obra, Triángulo azul. Los republicanos españoles en Mauthausen, 1940-1945, que sacudió las conciencias y mostró al mundo la aniquilación —la muerte lenta— de los deportados españoles por el hambre, los trabajos forzados y los malos tratos. Desde su salida del campo, Mariano Constante no ha cejado en su empeño de denunciar esa pesadilla apocalíptica que sembró de sangre y destrucción a la vieja Europa. Su ingente labor como memorialista de los horrores de los campos de exterminio incluye, además de la pionera obra ya citada, Les années rouges. De Guernica á Mauthausen (traducida al español como Los años rojos. Españoles en los campos nazis y después Los años rojos. Holocausto de los españoles, tuvo aún en 2000 una cuarta edición en España y de nuevo va a ser reeditada por Círculo de Lectores en una colección dirigida por A. Muñoz Molina) y otros tres importantes libros: Yo fui ordenanza de los SS, Los cerdos del comandante (en colaboración con Eduardo Pons Prades) y Republicanos aragoneses en los campos nazis: 8

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El autor, con sus hijos, en un viaje reciente al campo de concentración nazi de Mauthausen, donde estuvo internado durante casi cinco años. (Foto: Teresa Sas).

Mauthausen. Estas memorias del más allá del infierno —término acu-

ñado por Constante para referirse a aquel abismo insondable de muerte y destrucción de Mauthausen— son, además de un recordatorio permanente de la barbarie, una exhortación a la defensa de la vida. Son también un acto de amor, de solidaridad, para con sus compañeros muertos. Sobre el dolor y sufrimiento de Mariano y de todos ellos fue emergiendo la esperanza. Con sus libros, sus artículos, sus conferencias, entrevistas, charlas y coloquios, Mariano Constante no pretende otra cosa que rescatar del olvido el sacrificio de toda aquella legión de jóvenes españoles, heroicos defensores de la libertad y dignidad humanas, martirizados por el fascismo y la barbarie en España, en los campos de refugiados franceses, en la Resistencia, en los campos alemanes de prisioneros de guerra (Stalags), en los campos de exterminio nazis y en los más im9

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portantes teatros de operaciones de la segunda guerra mundial. Al ser reclamado continuamente para comentar sus experiencias, en una carrera frenética y agotadora, Constante hace suyas estas palabras de Primo Levi: «de buen grado, he debido agregar a mis dos oficios, un tercero, el de presentador y comentarista de mí mismo, o mejor dicho, de aquel lejano yo que había vivido la aventura de Auschwitz y la había narrado». Pero el vía crucis de estos desdichados españoles se había iniciado ya en nuestra guerra civil. La gran tragedia humana que se desencadenó tras la sublevación de una buena parte de los militares contra el régimen republicano también ha sido objeto de reflexión y estudio por M. Constante. En su obra La maldición —donde narra en primera persona, de forma retrospectiva, sus experiencias ayerbenses de los dos primeros años de la guerra civil—, se constatan los desgarros originados en su familia por esta guerra fratricida. Como, por ejemplo, cuando su padre se ve compelido a huir al bando republicano para salvar su vida, su madre es detenida y encarcelada en el fuerte Rapitán de Jaca y él mismo es hecho prisionero en Ayerbe —con tan solo 16 años— al intentar desesperadamente encontrar trabajo para poder alimentar a sus hermanos pequeños en la ausencia obligada de sus padres. O cuando, ante su inminente detención, el propio Mariano se ve obligado a pasar al bando republicano cruzando la sierra en compañía de cinco amigos de Riglos, dejando atrás a sus hermanos queridos y a su madre detenida en Jaca. En La maldición hay, también, todo un canto a la naturaleza y a aquellos lugareños que, en estrecho y vivificante contacto con ella, intentan sortear las desdichas de aquellos convulsos años. Como el pastor analfabeto Botaya, que le insufló el amor y respeto por la vida, que le enseñó a descifrar los misterios de la naturaleza, que generosamente le brindó unas lecciones inolvidables de dignidad. O Joaquina, la hija del señor León, la gran protectora de Mariano y sus hermanos pequeños, que hizo las veces de madre mientras la verdadera esperaba lo peor en el fuerte Rapitán. De «aquella muchacha que fue para nosotros más que una hermana, y cuyo recuerdo no ha logrado desvanecer el tiempo», se des10

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pidió Mariano Constante un 9 de mayo de 1937, cuando, en compañía de sus cinco amigos de Riglos, decidió cruzar la sierra y buscar amparo en el otro bando. Ya nunca más la volvería a ver, puesto que cuatro años más tarde moriría de una terrible enfermedad. Con Semblanzas de un combatiente de la 43' División. De Broto a Puigcerdá, 1936-1939, ha completado Mariano Constante el ciclo dedicado a la guerra civil. Como señala su autor en la introducción, con esta obra pretendió «hacer una descripción sin fraseología literaria, simple, de lo que fue la vida de un joven aragonés arrastrado por la riada demencial de la guerra civil que avanzaba avasallándolo todo. Diría que son crónicas de las "aventuras" vividas durante aquellos años de "maldición", aventuras de cada día, con sus desilusiones, con sus altos y bajos, con sus trances exaltadores y también con sus lágrimas». El gran poder de observación puesto al servicio de un firme deseo de objetividad, unido a la honda ternura y extrema sensibilidad del autor, confieren al conjunto un valor excepcional para conocer la intrahistoria de nuestra guerra en el frente pirenaico. La amplitud de su mirada —aspira a ser entendido por todos— y la ajustada claridad de su prosa convierten su lectura en una grata adicción. Y, aunque el tema tratado —la guerra civil— se prestaba a incurrir en los excesos del panfleto, M. Constante en ningún momento se deja engullir por el tono de propaganda partidista. Eso no significa, no obstante, que renuncie a su personal visión del conflicto: una gran masacre iniciada por los militares sublevados contra la legalidad democrática republicana. Esta impresionante labor memorialística sobre esa convulsa década (1936-1946) que ensangrentó las tierras de España y de Europa —y del resto de los continentes— la completa ahora Constante con estas Crónicas de un maestro oscense de antes de la guerra. En esta obra se narran las vivencias a lo largo de todo un año, 1935, de un maestro de escuela, don Manuel —que no es otro que el padre del propio autor—, en un pequeño pueblecito de la provincia de Huesca, Riglos, situado en 11

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una ladera del río Gállego, al pie de los famosos Mallos. En la narración de estos acontecimientos históricos, en los que ocupa un lugar central y señero la figura del maestro, el autor ha adoptado la tercera persona, en un afán por crear un cierto distanciamiento con lo narrado y una mayor objetividad y verosimilitud. Pero el narrador no quiere tampoco aparecer como el autor omnisciente cuya única voz es la que refiere las palpitaciones de lo acontecido en aquel perdido lugar en el año anterior al estallido de nuestra guerra. En un afán por recoger la pluralidad de voces y acentos, la variedad de percepciones y puntos de vista, la multiplicidad de sensibilidades existentes en aquella comunidad campesina —a la que el autor profesa una profunda veneración—, el narrador ha adoptado en algunas partes el estilo indirecto libre; de esta forma podemos conocer mucho mejor la identidad real de los protagonistas de aquellos acontecimientos, al escucharles hablando con su propia voz, expresando directamente su pensamiento, sus anhelos y frustraciones, su personal visión de la vida... Todos los protagonistas que salen en estas memorias de aquel año antesala de la guerra aparecen con sus nombres reales. Solo hay tres nombres modificados: el auténtico maestro de Riglos, don Mariano Constante Arán, padre del autor, que aquí se presenta como don Manuel —tal como se llamaba su abuelo paterno—; la mujer del maestro y madre del autor, doña Baltasara Campo Galcay, que en estas memorias figura como doña Rufina —el mismo nombre real que tenía su abuela materna—, y finalmente el hijo del maestro de Riglos, el autor de estas memorias, Mariano Constante Campo, para el que ha elegido el nombre de Ramón, uno de los tres —Mariano, Ramón y Eleuterio— que le fueron impuestos al ser bautizado el 2 de mayo de 1920. Por otra parte, con la elegancia que le caracteriza, ha omitido —como ya hizo en La maldición— los nombres de los dos únicos acérrimos y encarnizados enemigos que tenía el maestro en el pueblo: don S. y don A. Como ocurre con toda la producción memorialística de M. Constante, el carácter asombroso y singular de los hechos narrados, en com12

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binación con el vigor expresivo de su prosa, podría inducir a dudar de su veracidad; muchos de los episodios narrados parecerían fruto de la fértil imaginación de un autor cercano al realismo mágico. El editor de La maldición —el recordado y prestigioso medievalista don Antonio Ubieto Arteta—, que había sido testigo en su juventud de algunos de los hechos narrados por Mariano Constante, quiso no obstante comprobar la historicidad de los mismos. Tras minuciosa constatación y después de entrevistarse con algunas de las personas citadas en esas memorias, confirmó plenamente la realidad de los hechos narrados. Con estas Crónicas... ocurre otro tanto. Incluso nos atrevemos a apuntar que más de algún lector que desconociera su autoría podría pensar en un primer momento que estaba en presencia de una narración costumbrista, en la línea de López Allué, uno de los escritores leídos por Mariano Constante en su juventud y muy admirado por su padre, que llegó a representar con sus alumnos de Riglos algunas de sus obras dramáticas, como Las botas clujideras, La firmeza en el querer, La copla de picadillo, etc. Sin embargo, la crítica social, la tenaz denuncia de las injusticias y la exaltación de la causa de los humildes y desheredados que se hacen en estas Crónicas harían pensar más bien en algunas novelas realistas de Blasco Ibáñez —salvado, obviamente, el distinto marco geográfico—, aquellas en las que se plasmaban las dos aptitudes más importantes del escritor valenciano: la descripción costumbrista y la presencia constante de la esforzada lucha del hombre frente a una situación desesperada. Reforzaría esta hipótesis el hecho de que Blasco Ibáñez fue también uno de los autores preferidos y más leídos tanto por parte de Mariano Constante como de su padre, además de muy respetado por ambos por su actividad política. Por otra parte, la preocupación —casi obsesión— del maestro de Riglos por conservar las tradiciones locales no puede por menos que hacernos pensar en el Costa romántico, firme en la creencia de que las soluciones a los problemas del país habían de venir de la continuación y revitalización de antiguas costumbres y organizaciones sociales. A favor de este argumento está la gran consideración 13

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y admiración que hacia Joaquín Costa ha sentido y siente Mariano Constante. Además, cuando en estas Crónicas se habla de la pequeña biblioteca que el maestro de Riglos consiguió formar, se destaca la existencia en la misma de las obras de Joaquín Costa, así como de Blasco Ibáñez y López Allué, entre otros. ¡Es evidente que estos tres autores no les resultaban indiferentes al maestro y a su hijo! Pero, como ha quedado dicho, la utilización de un vigoroso estilo literario —con evidentes resonancias costumbristas y naturalistas— no debe hacernos olvidar que se trata de unas memorias que recogen hechos de contrastada realidad. El candor e inocencia de algunos pasajes nos recuerdan que el autor fijó en su retina y grabó en su memoria aquellas imágenes y vivencias cuando apenas contaba quince años. Desde esa mirada infantil, madurada en la noble barrica de la memoria de este protagonista excepcional de la historia del siglo xx, se evocan, con nostalgia contenida y fraternal ternura, paisajes, personas y vivencias de un tiempo ya lejano. Al leer estas memorias se advierte rápidamente la enorme pasión que el autor ha puesto en su realización, el amor que impregna todas y cada una de sus páginas. Resulta fácil de entender si tenemos en cuenta que se trata del íntimo homenaje de un hijo a su padre —su referente moral y guía vital—, de quien hubo de separarse forzosa y precipitadamente a raíz de los trágicos acontecimientos por todos conocidos de la guerra, la deportación y el exilio. Este rendido homenaje y reconocimiento quiere hacerlo también extensivo a toda aquella pléyade de maestros idealistas surgidos con la II República, defensores de un proyecto educativo nuevo fundamentado en una enseñanza natural y activa, basada en el entorno y la motivación directa, compensadora y progresista, formadora y no solo informadora, con preocupaciones éticas y cívicas. Bastantes de ellos —entre ellos, el propio padre de Mariano Constante— eran miembros de la FETE (Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza). Al estallar la guerra, la FETE constituyó una centuria armada, formada por maestros socialistas y comunistas, y que, 14

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dirigida por el maestro Telmo Mompradé Cantán, acabaría configurada como el 519° Batallón republicano, que operó en el puerto de Santa Orosia, en la toma de Biescas —donde moriría su comandante— y en la «Bolsa de Bielsa». Junto al Batallón Alto Aragón, el Cinco Villas y el Izquierda Republicana, formaban la 130' Brigada de la 43' División. Más tarde el Batallón de la FETE se diluiría entre otras unidades. Pues bien, un buen número de aquellos maestros pasarían a Francia con la derrota republicana y, después de enrolarse como voluntarios en el ejército francés, gran parte de ellos cayeron en manos de los alemanes tras la debacle francesa. Estos maestros de la FETE y otros más fueron a dar con sus huesos en el infierno de Mauthausen. Allí compartió Mariano Constante con los amigos de su padre los horrores y tormentos que acabaron con la vida de muchos de ellos. ¡Quién iba a decirles en 1935 a un nutrido grupo de maestros de la zona, miembros todos ellos de la FETE —entre los que se encontraban el padre de Mariano Constante (el maestro de Riglos), Ventura (el maestro de Ayerbe), Mompradé (el de Canfranc), Monreal (el de Lierta), Fuertes (el de Agüero), Carcavilla y Sampietro (maestros de Jaca)...—, que se habían reunido en la posada El Pilar de Ayerbe —durante

Mariano Constante Arán (a la dcha.), durante la guerra, junto a Telmo Mompradé Cantán, comandante del 519° Batallón republicano, que se conocería como «el de la FETE». (Reprod. por E. Satué en su libro Caldearenas. Un viaje por la Historia de la Escuela y el Magisterio Rural)

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la famosa feria— para debatir la situación política y las acciones a desarrollar tras la represión social llevada a cabo por el gobierno derechista, el destino trágico que les esperaba a todos ellos! A lo largo de estas Crónicas aparecerán en reiteradas ocasiones menciones elogiosas a las acciones solidarias emprendidas por esos maestros. La precisa descripción de la vida de la comunidad campesina de Riglos es uno de los grandes logros de estas Crónicas. Mariano Constante se revela como un gran conocedor del entorno geográfico y un atento observador de las costumbres, tradiciones y modos de vida de las gentes del campo. La naturaleza y una pionera conciencia ecológica están continuamente presentes en la narración, como ya lo estaban en La maldición. Es en las descripciones paisajísticas de las tierras de Riglos donde la prosa de Constante alcanza sus valores más altos. Todas las páginas son un canto encendido al paisaje y a la tierra, que aporta el sustento a sus moradores y también su identidad. Esta omnipresencia de la naturaleza es tal que podría hablarse incluso de panteísmo. Una naturaleza que se nos ofrece no como enemiga del hombre sino como una fiel aliada en su lucha tenaz por la subsistencia. Perfecta simbiosis entre el hombre y el medio. Así, el pico de Gratal era «semejante a un perro bien amaestrado vigilando las laderas y valles de la sierra, al tiempo que abrigaba los misterios de las brujas que alli encontraban refugio»; los Mallos de Riglos «aparecían como un grupo de gigantes entrelazados dando protección al pueblo»; las ovejas que pacían tranquilamente en las faldas de la sierra «parecían copos blancos de algodón esparcidos entre la verdura de bojes y coscojas». Las descripciones del autor se tiñen a veces de las imágenes de ese mundo mágico popular. La nieblina formada al amanecer por el humo que lanzaban alrededor de sesenta chimeneas era, para la abuela Cirila, «las sábanas de lino que habían tejido las brujas durante la noche». La profunda simpatía que el maestro de Riglos —y el propio Mariano Constante— siente hacia el mundo campesino no le impide ver los aspectos negativos del mismo. Don Manuel defiende fervientemente la 16

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sensación de arraigo y pertenencia existente en el agro, el contacto directo con las realidades primarias, las relaciones comunitarias y el mundo de las costumbres y tradiciones —hace un esfuerzo ímprobo por intentar comprender aquellas que más se alejan de su mentalidad de humanista racionalista—, pero condena enérgicamente el atraso y estancamiento económicos, la miseria, la rutina y la superstición. Así, nada más llegar destinado a Riglos, es informado de que «hace ya varios arios que no tenemos maestro [y] los críos andan por los campos sin saber de letras». En cuanto a sus obligaciones como maestro, «no se apure, aquí poco trabajo tendrá, la mayoría de los zagales no irán a la escuela porque tienen faena en sus casas guardando os bueyes y o ganado». El alcalde también era del parecer de que enviar a los niños a «guardar los bueyes y el ganado [...] es más productivo que la escuela. Además, hace ya varios años que no tenemos maestro y nadie lo echa en falta». El panorama tampoco era más halagüeño con respecto a otros servicios espirituales: «Tampoco tenemos cura, solo viene el de Triste un domingo por mes, para las fiestas, los entierros y las bodas». Y, si de comunicaciones se trata, «no hay carretera, solo este camino vecinal pedregoso que lleva del pueblo a la estación y a Ayerbe, la gran ciudad, donde está el médico, la farmacia, los comercios, etc. Para ir al pueblo hay 4 kilómetros siguiendo este camino, pero la gente se va por la vía, que es un poco más corto, a tomar el tren a la estación». Por no haber no había ni «un solo carro, falto de carreteras o caminos vecinales para el tránsito rodado». A diferencia de la vecina localidad de Loarre, que disponía de luz eléctrica todo el día, «en Riglos solo al anochecer se encendían las luces, cuando daban la corriente desde Murillo (entretanto, únicamente los candiles y las velas servían para entrar en las cuadras, en las bodegas y otros lugares oscuros)». Como cabe esperar, el alojamiento también era toda una aventura: «¿A qué casa del pueblo va a ir a dormir? Porque aquí no hay fonda». Sí que había, en cambio, supersticiones y creencias en lo sobrenatural bien arraigadas. El tío Vicente siempre temía encontrarse con «al17

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guna bandada de brujas bajadas de la sierra por el Arcaz y Santo Román. Porque hay brujas..., ¡vaya si las hay! Mire, a mi tío, que en paz descanse, lo agarraron una noche de tormenta por estos parajes, donde sin duda tenían un aquelarre, le echaron el mal de ojo y al día siguiente se le murieron las dos burras y él la espichó quince días después». Don Manuel, tan escéptico él ante lo sobrenatural, iba a ser protagonista —ironías del destino— de algunos ritos con los que los lugareños pretendían neutralizar el poder maléfico de las brujas. Tras perderse en el monte en una sorprendente jornada de caza mayor y no regresar a casa, algunas señoras del lugar, comandadas por la siña Generosa, creyeron ver en ello el sello inconfundible de las brujas. Y decidieron combatirlas. Para ello «lo primero que debería hacer doña Rufina era encender una vela o una lámpara de aceite a san Antonio, su patrón, cosa que hizo casi inmediatamente la maestra. Luego, llenando una gran palangana de agua hasta los bordes, la siña Generosa pidió que varias beatas como ella introdujeran su cara dentro de la vasija hasta tocar con la nariz el fondo de la misma. Una vez hecho esto, debían recitar un avemaría sin respirar ni sacar la cara fuera». ¡Don Manuel regresó a casa sano y salvo! Al contemplar el atraso de toda índole que existía en el pueblecillo a donde acababa de llegar, don Manuel se consolaba pensando en las inmensas posibilidades que ofrecía, «ya que sus habitantes habían sabido guardar las tradiciones y costumbres altoaragonesas, que se iban perdiendo poco a poco por tierras más "avanzadas"». ¿Pasión por la etnografía o humor negro altoaragonés? Estas Crónicas constituyen en sí mismas todo un tratado de etnografía. La minuciosa y precisa descripción de las tareas agrícolas y ganaderas —el laboreo de la tierra, la siembra, el riego, la siega, la trilla, el respigueo, la vendimia, la recogida de la almendra y de la oliva, el hacer leña, el pastoreo...— revela que el autor, además de un enorme poder de observación, ha aprehendido el conocimiento de las mismas. Otro tanto cabe decir con respecto a las labores artesanales. El proceso de fabricación de la lana y su posterior conversión en prendas de abrigo 18

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—como los célebres peducos que don Manuel encarga a una vecina—, la producción de abarcas a partir de neumáticos gastados de automóvil, la de miel de abejas del tío Pedro José, la masada del pan y su cocción en el horno, la matacía, etc. son algunas de las prácticas ancestrales de un mundo preindustrial autárquico que el autor ha sabido desgranar con singular maestría. Magistral es la descripción y análisis de la práctica cinegética —a la que don Manuel era un adicto empedernido, hasta el punto de no respetar siempre la veda—. Uno de los pasajes más cómicos y sorprendentes tiene que ver, precisamente, con una jornada de caza mayor protagonizada por el maestro de Riglos, al ser atacado por una hembra de jabalí furiosa tras perder uno de sus jabatos. Con una minuciosidad detallista en la descripción de la casa campesina —«donde la cuadra servía en invierno de "distribuidor de calefacción"»—, del horno, el molino, la barbería y otras dependencias del lugar, el autor no solo describe los diferentes enseres y útiles existentes, así como su función y manejo, también llega a captar la propia atmósfera de esos ámbitos y los perfumes de la tierruca. Todo un mundo de sensaciones olfativas: «el perfume del espliego y el romero, mezclado con el de los membrillos puestos a madurar entre los paños de cocina». Y, por supuesto, toda la panoplia de fiestas y romerías, evocadas con todo lujo de detalles. En lugar estelar, el Carnaval, en el que el violín de Mariané y la guitarra de Angelé, y, por supuesto, la burra guita de casa Pisón, representaban un importante papel. Las fiestas locales menores se celebraban —un par de semanas antes del inicio de la siega— en honor a la Virgen del Mallo y contaban con un buen número de actos: procesión, misa mayor, bendiciones, aperitivo en la casa del pueblo, coplas, juegos, madero enjabonado, teatro, campeonato de pelota y baile organizado bajo la dirección del mainate o mozo viejo. El rondar y llevar a las mozas al baile era una empresa planeada concienzudamente. Los rondadores y acompañantes de las mozas asignadas debían «hacer saber a los forasteros que si desean bailar deben pedir permiso al "mozo viejo"; y a las mozas hay que advertirles que se les prohibe el hacer19

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lo siempre con el mismo bailador, sea del pueblo o de fuera». ¡Reserva del mercado para el producto autóctono y freno a los monopolios! El 25 junio de 1935 don Manuel fue invitado a la romería de Santa Orosia de Yebra de Basa. La invitación tenía que ver con los servicios demandados al maestro por una familia de Riglos de apalabrar una boda entre su hijo y una joven de Sabiñánigo. Como en otras tantas ocasiones en donde se confrontaban tradición y progreso, don Manuel se veía ante un dilema: le agradaba muy poco aquello de las bodas apañadas, pero no se veía tampoco con fuerzas para promover el final de aquellas costumbres y leyes tan bien incrustadas en su Aragón tradicional. La romería se aprovechaba para todo tipo de gestiones, como por ejemplo apalabrar los criados para la sanmiguelada. Y aunque en esta ocasión no fue requerido para dicha tarea sí lo fue en otras. En este mes de junio de 1935, por ejemplo, se le encomendó ejercer de asesor en la contratación de segadores levantinos para las casas de Riglos. Estos se ofrecían en la plaza de Ayerbe al mejor postor, si bien el paro, los jornales muy bajos y otras dificultades imponían a los pobres segadores el aceptar ofertas despreciables. A don Manuel le daba vergüenza estar en medio de aquella venta de esclavos y, aunque procuraba buscar soluciones a los obstáculos que impedían llegar a un entendimiento en beneficio de todos, no podía por menos que murmurar: «Aquí no son negros ni van atados con cadenas de hierro, pero están agarrados con las cadenas de la miseria, de la explotación, de los cuatro reales que van a ganar». Pues bien, las romerías se aprovechaban para casi todo: arreglar bodas, apalabrar criados, implorar a la santa la curación de enfermos, pegarse una buena lifara y algunos, incluso, participar en los actos religiosos. Don Manuel también aprovechó su estancia en la romería para festejar a santa Orosia a su manera: intercambiando ideas, proyectos políticos e iniciativas con sus compañeros allí presentes y con responsables de organizaciones sindicales venidos de Sabiñánigo, Jaca, Bies20

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cas y hasta de Huesca. Otro tanto haría en las fiestas de San Lorenzo en Huesca y en la feria de Ayerbe, como ya ha quedado dicho. Su presencia en dicha feria durante la segunda quincena de septiembre le brinda la ocasión al maestro de describir todo lo que su atenta mirada escruta. Pasada la feria de abril, había que esperar hasta las fiestas navideñas para que los vecinos de Riglos volviesen al regocijo. Finalmente, el 20 de enero les aguardaba san Sebastián, la fiesta mayor de la localidad. No obstante, ocasiones no faltaban para interrumpir, aunque solo fuera durante algunas horas, las duras tareas del campo y entregarse al divertimento. La propia matacía del cerdo, realizada en casi todas las casas —incluida la del maestro— antes de las Navidades, era una ocasión de oro. Otro tanto cabría decir de las veladas al anochecer en torno al hogar, en los meses otoñales e invernales, donde se reunían varias familias y los agüelos contaban historias, algunos jugaban al guiñote o al subastado y los más escuchaban atentamente hasta que el abuelo de la casa pronunciaba el conocido «cada mochuelo a su olivo». Las Navidades ya estaban constituidas como el gran encuentro en torno a los placeres de la mesa —sin acercarse ni de lejos a la gran orgía consumista en que se han convertido en el momento presente—. Curiosa resulta la competición entablada entre los vecinos para ver quién quemaba en su hogar la toza de leña más grande. El rasgo solidario lo aportó don Manuel, repartiendo regalos de Reyes en la escuela para todos los niños, ricos y pobres. Se cerraba el ciclo festivo, como ya hemos dicho, con las fiestas mayores en honor a san Sebastián. Pero el 20 de enero de 1936 la difícil situación social —huelgas, despidos, detenciones, represión—, el intenso frío y algunos otros problemas hicieron que los actos se redujesen a bailes, comilonas y algunas rondallas. Sin olvidar la inmensa hoguera de la víspera. Para esas fechas, don Manuel estaba entregado en cuerpo y alma a la preparación de las elecciones de febrero que habrían de dar la victoria a las candidaturas del Frente Popular. 21

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El dilema tradición/modernidad estaba continuamente presente en el pensamiento de don Manuel. Y así ha quedado registrado, reiteradamente, en estas memorias. El maestro de Riglos, tan amante de lo moderno, incitaba continuamente a todos, jóvenes y viejos, a guardar y respetar las tradiciones: fiestas religiosas, romerías, procesiones, juegos, diversiones, bailes... Se advierte en esta actitud la influencia del nostálgico costumbrismo decimonónico que, preocupado por la desaparición de usos y costumbres, se afana en fijar los rasgos más característicos, singulares o pintorescos. Pero Constante va más allá y ahonda en lo social. Así, parece tener resuelto dicho dilema cuando dice: «El "modernismo" nos ayuda a instruirnos y aprender para defender con más ahínco todo cuanto es producto de nuestra historia aragonesa, impidiendo que caigan en el olvido los valores de la tierra en que vivimos». El «modernismo» debía servir para «tener más fraternidad, más solidaridad, más amor y más respeto por la persona humana». Según esto, las tradiciones comunitarias, compendio de ambos anhelos, debían preservarse por encima de todo. El autor de estas Crónicas reproduce con notable entusiasmo la felicidad que le ocasionaba al maestro de Riglos la existencia de todo un conjunto de prácticas comunitarias —muchas de ellas fomentadas e impulsadas por él mismo— que eran coordinadas por el llamado «Sindicato casero». Entre ellas estaba la limpieza de la acequia que traía las aguas al pueblo. El día 3 de mayo, festividad de la Santa Cruz, se celebraba una romería a la ermita del mismo nombre. En el curso de la misma, tras la fiesta y regocijo, el propio maestro distribuía entre todos los miembros de la comunidad las tareas de limpieza de la acequia. También se efectuaba de forma comunitaria la distribución del agua de riego, competiendo al maestro la labor «de juez, de abogado y de predicador de los buenos modales y respeto de aquella ley casi sagrada». Iniciativa singular había sido, coincidiendo con el advenimiento de la República, la creación del «campo d'o lugar». Aprovechando un pedazo de terreno que había quedado yermo tras un incendio, algunos 22

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vecinos propugnaron roturarlo de forma colectiva y con la cosecha obtenida engrosar la débil caja común. Aunque el cacique del lugar llevó el asunto a los tribunales, nadie pudo impedir que esta iniciativa se convirtiera en realidad. También se realizaban de forma comunitaria las tareas de arreglar caminos y paredes y la limpieza de la balsa del pueblo. Y asimismo se regían de forma comunal el horno para cocer el pan, el molino donde se molturaban las olivas y la máquina de porgar. Buena parte de las tareas realizadas para levantar las nuevas escuelas fueron también obra del trabajo colectivo de los vecinos. Uno de los mayores aciertos de estas memorias es la impresionante galería de tipos humanos que presentan. Enseguida se comprueba que el autor —de la misma forma que su padre, el maestro de Riglos— siente una especial predilección por los seres más humildes, por los débiles, por los oprimidos. La honda ternura y compasión que muestra ante las desgracias de los desheredados nos recuerdan que, pese a la enorme aportación de conocimientos e información que albergan estas memorias, su leitmotiv no es otro que un canto a la libertad y dignidad humanas, una denuncia implacable de las injusticias sociales. Una de estas semblanzas es la de doña Roseta, que había trabajado como criada en Barcelona y que había regresado al pueblo para casarse con Santiago, haciendo realidad la promesa que se hicieran años atrás. No pudiendo mantenerse con el trabajo de sus pocas tierras, Santiago tuvo que ponerse a trabajar en la vía del ferrocarril de Zaragoza a Canfranc, quedando un día sepultado por un desprendimiento de tierras en las cercanías de Carcavilla, en lo que a partir de entonces pasó a ser denominado como «la trinchera de los muertos». En las gestiones judiciales que emprendió en solicitud de alguna indemnización —que no consiguió—, doña Roseta consumió lo que no tenía, viéndose obligada a vender una de las dos burras que poseía. Algunos años más tarde perdió a su único hijo tras recibir un par de coces de una yegua en la casa 23

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en donde servía. De nada sirvieron rezos, velas, procesiones o romerías —como la de santa Orosia, donde doña Roseta y su hijo malherido caminaron de rodillas detrás de la procesión—. La falta de medios económicos impidió su traslado al Hospital Provincial, sobreviniéndole la muerte tras padecer grandes sufrimientos durante varios meses. Sola y desamparada, las deudas contraídas por el pago de contribuciones, consumos e imposiciones de todo tipo acabaron con los pocos bienes que le quedaban, que le fueron embargados. Malviviendo gracias a la solidaridad de algunos vecinos, maldecía a toda esa sociedad egoísta y sin piedad que campaba por todos los sitios. Las pocas fuerzas que tenía las consumió en la denuncia de las injusticias. No era raro verla entre los obreros de las fábricas del Carburo de La Peña, en la central eléctrica de Carcavilla o con los obreros de la Brigada de Vías y Obras del ferrocarril, incitándolos a la lucha contra la explotación. Otro retrato inolvidable, lleno de ternura y afecto, es el de Amadeo, el Manco, otro ser humano maltratado por el destino y marcado por la adversidad. Amadeo era un niño de 11 años cuando perdió a su padre. Antes de su trágica muerte nunca había pisado una escuela; en parte porque la tenía atravesada y, también, porque a sus padres les había interesado más que fuera pastor a que perdiera el tiempo entre los libros. Después, aunque hubiera querido, resultaba imposible. Así pues, creció completamente analfabeto pero con un temple y un valor impropios de su edad. Tres días después de enterrar a su padre, unció los bueyes con la ayuda de su madre y empezó a labrar la tierra. Tres años más tarde ya era el amo de la casa. Trabajaba sin descanso, sin asistir a fiestas ni bailes, sin ningún tipo de relación con las chicas. Nunca salió del pueblo. Era un joven salvaje, amante de la libertad y de esa fiel naturaleza que se había convertido en su única compañera. Gran aficionado a la caza, a los 22 años adquirió una escopeta que, desgraciadamente, le explotó un día entre sus manos. Las heridas producidas obligaron a amputarle el brazo izquierdo. Tampoco ahora se arredró y se las ingenió para continuar con sus labores del campo y con su gran pasión, la caza. Don Ma24

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nuel simpatizó enormemente con él —les unían, entre otras cosas, esa pasión por la caza y su afición por el juego de pelota— y llegaron a hacerse grandes amigos. El maestro confesaría que había aprendido más con él de lo que lo había hecho hasta entonces con libros y periódicos. La triste historia de Aurora es también uno de los momentos más conmovedores de estas memorias. Al morir el padre, la viuda y su hija Aurora decidieron continuar las labores del campo que hasta entonces venía realizando aquel con ayuda de dos borricas, en espera de que algún mozo del pueblo se decidiera a pedir la mano de la joven. No le faltaban pretendientes, pero la mayoría solo pensaba en divertirse. Un tal Perico la sedujo y la dejó embarazada, desapareciendo del pueblo tan pronto se enteró de la nueva. Por recomendación de la madre, Aurora fue a confesarse con el cura. Este no solo la insultó groseramente, llamándola puta, sino que, faltando a las más estrictas reglas de la confesión, se encargó de difundir la noticia. Aquella casa quedó desde entonces marcada. Los mozos ya nunca fueron a buscarla para el baile: era la preñada. La madre de Aurora murió pocos meses más tarde de los sufrimientos y de la tristeza, sin llegar a conocer el retoño que su hija trajo al mundo. Solo el maestro y su familia le brindaron a Aurora el apoyo que tanto necesitaba. Los desgarros de estas vidas maltratadas por una realidad social injusta y despiadada son descritos por Mariano Constante con amargura pero también con gran afecto; con el mismo amor que siente por los humildes, por los desheredados, el maestro de Riglos, su padre, y que es el fundamento de su actividad política. Pese a todo, no hay lugar para la desesperanza. El autor huye de todo victimismo melancólico. La abnegación y entrega de estos seres admirables —como el tío Pedro José (maestro de casi todo), el pastor Botaya (paradigma del conocimiento autodidacta y de la bondad innata de la naturaleza), Benito (el voluntarioso teniente de alcalde), etc.— se erige en referente moral para todos. Al describir a estas personas entrañables, con la honda sencillez de su lenguaje, Constante no utiliza la ironía, recurso del que sí se servirá sin embargo cuando aborde el retrato de otros. Como, por ejemplo, don 25

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Fermín, el artista de cine que aterrizó en Riglos para curar su tuberculosis con el aire de la sierra. O Manoleta, la atrevida criada que propuso al adolescente Mariano la puesta en práctica de esa máxima que dice «¡Amaos los unos a los otros!». Por no hablar del cura... Se ha dicho hasta la saciedad que los libros de memorias de los grandes protagonistas tienden a ser ejercicios exculpatorios o de exaltación personal. Sinceramente creemos que nada de ello es aplicable a estas memorias. Escasas son las alusiones al propio autor, que entonces era un adolescente de quince años. Es más, la mayor parte de ellas se refieren a las barrabasadas que cometía. En realidad estas memorias nacen bajo el signo de una exigencia moral del autor —si se quiere sentimental— antes que política: la de rendir homenaje a todos esos maestros rurales —como su padre—, primeros artífices de la mayor aventura humana, la aventura del conocimiento, que intentaron transmitir a sus alumnos el hambre más esencial del ser humano, el hambre de descubrir el mundo, el hambre de la búsqueda de la verdad. Implicándose completamente en la realidad social de su comunidad, contribuyeron a derrumbar las barreras sociales destinadas a articular orígenes y destinos, posibilitando que aquellos niños del medio rural que parecían llamados a ser excluidos remontaran el vuelo e invirtieran tan siniestro destino. Tras alcanzar con la II República la dignificación que, tanto en el plano formativo como el económico, era exigible para trabajadores tan abnegados, la gran hoguera de nuestra guerra se llevó por delante personas, ilusiones y proyectos. Todavía les quedaba por apurar el amargo cáliz de la represión y la depuración. En virtud de este funesto procedimiento administrativo, un buen número de ellos fueron privados de empleo y sueldo; algunos fueron objeto de traslados forzosos o destierros; otros salvaron la vida emprendiendo el duro camino del exilio; los más desgraciados cayeron abatidos por las balas de los pelotones de fusilamiento o bien —como ha recordado Mariano Constante— acabaron sus días en los horrores indescriptibles de los campos de exterminio. Sin olvidar los que murieron luchando en el frente. 26

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Don Mariano Constante Arán y doña Baltasara Campo, años después de la guerra.

Pues bien, Mariano Constante ha querido honrar la memoria de todos ellos relatando el diario acontecer del maestro que mejor conocía: su padre. Pero ¿quién era realmente don Manuel? Don Manuel —o sea, Mariano Constante Arán— era uno de los hijos de un pequeño contratista de albañilería de Loarre, que hubo de hacer grandes sacrificios para conseguir cursar los estudios de Magisterio. Sus actividades políticas y sindicales comenzaron muy pronto, cuando todavía era estudiante, y se afianzaron tras los sucesos de Jaca de diciembre de 1930, en los que llegó a participar —ayudando a escapar a Francia a varios de los participantes—. Su compromiso político le reportaría más de un disgusto en su carrera profesional. La encarnizada persecución de que fue objeto por parte de cierto inspector de Primera Enseñanza se tradujo en unos 27

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destinos poco apetecibles, máxime si tenemos en cuenta la ilusión de don Manuel de estar cerca de la capital oscense para poder preparar oposiciones. Su primer destino —antes había estado como interino en el barrio de La Estación de Sariñena, Capdesaso...—, en un pueblecito de Zaragoza, tocando con Soria y La Rioja, tenía toda la pinta de un destierro. El propio destino de Riglos —un lugar con malas comunicaciones, sin apenas servicios, que llevaba varios años sin maestro— tampoco tenía mucha mejor consideración. Pero, lejos de arredrarse, don Manuel buscó ganarse la confianza de los vecinos desplegando una intensa labor de lo más variado: instructor, abogado defensor de causas difíciles, árbitro de pleitos y disputas, consejero de grandes y pequeños y un sinfín de otras responsabilidades. Contaba para ello con la ayuda insustituible de su esposa, doña Rufina —doña Baltasara Campo—, modelo de laboriosidad y abnegación. Y de coraje. Doña Rufina no se asustaba cada vez que su marido la dejaba al frente de la escuela en sus obligadas ausencias. Sobre ella recaía, en gran medida, todo lo concerniente al hogar, el cuidado de los hijos... Como quiera que el salario no daba para mucho, la familia del maestro, como otro cualquiera de los campesinos de Riglos, cuidaba de su huerto, de su gallinero, de su corral... Incluso se atrevió doña Rufina con la masada del pan y con la matacía. Así y todo, las cuentas no les salían. Tenían que hacer uso de otras prácticas, consideradas por el vecindario como indignas de su condición y rango, debiendo por tanto en ocasiones ocultarse de las miradas del prójimo. A doña Rufina le importaban muy poco las habladurías de la gente y con sus tres hijos pequeños se iba a respigar para obtener el grano con el que alimentar a los animales del corral. Curiosamente el vecindario imponía más restricciones al maestro, objeto de mayores inhabilitaciones. Así, don Manuel no podía pasearse con albarcas o vestirse con pantalón de pana recia. El respigueo era considerado indigno para el rango y distinción que se le suponía al maestro. No así, en cambio, el trabajo en el huerto o el cuidado del corral, considerados entretenimientos compatibles con el noble desempeño de la labor 28

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docente. Pese a todo, don Manuel osaba en ocasiones vulnerar estos vetos, debiendo para ello urdir estrategias hilarantes; como cuando se ponía la indumentaria de cazador —para no levantar sospechas— y aprovechaba para respigar almendras en sitios no visibles para los lugareños. Hablando de la caza —su gran pasión— hay que decir que, aparte del entretenimiento y satisfacción que le procuraba, dicha actividad se erigía en una fuente de provisión importante de proteínas de origen animal para la alimentación de la casa. Don Manuel se implicó completamente en todas las actividades de su comunidad. Su presencia como animador u organizador de las fiestas, carnavales, romerías, etc., así como en los trabajos comunitarios, ya ha sido apuntada. Su iniciativa de crear una compañía de teatro con los jóvenes enriqueció el panorama cultural del pueblo. En cuanto a su labor estrictamente docente, son de destacar —al margen de su labor diaria con los niños— sus clases de adultos, impartidas por la noche. También hay que subrayar las interesantes propuestas didácticas puestas en práctica por don Manuel. Como la fiesta del Árbol, esa fiesta rousseauniana, de clara ascendencia regeneracionista, que tuvo en Joaquín Costa uno de sus primeros grandes promotores. O lo que el maestro de Riglos llamaba una lección de cosas, que no era sino acercar a los alumnos al conocimiento directo de las labores agropecuarias que los lugareños llevaban a cabo a lo largo de las distintas estaciones del año. En estas experiencias gentes del lugar, como el pastor Botaya o el cabrero José, eran los que instruían con su magisterio a los alumnos. Ya hemos hablado de que don Manuel era un hombre comprometido con la causa de la República y lo que ella significaba en la mejora de la instrucción pública y de las condiciones de vida de los humildes. Él no quería hacer política con los críos y detestaba el adoctrinamiento, pero, en ocasiones, sus sentimientos y sus ideales de justicia le imponían el abrir los ojos de la gente menuda. Esa defensa de los derechos de los oprimidos le había reportado más de algún disgusto, viéndose entorpecida su carrera profesional, como por ejemplo en los concursos de 29

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traslados. Pues bien, la especial significación de su dimensión política convierte la trayectoria personal del maestro de Riglos en excelente observatorio desde donde contemplar los acontecimientos políticos que tuvieron lugar en España durante la Dictadura de Primo de Rivera y la II República. Es por ello por lo que podemos considerar estas memorias como una magnífica crónica política de este complejo periodo histórico. Así, por las vivencias relatadas de don Manuel en los duros tiempos de la Dictadura —en los que no faltó a ninguna manifestación obrera, bien fuese reivindicativa o simplemente de protesta contra la Monarquía— nos hacemos una idea del clima de conflictividad social latente en España. La llegada de la II República, con la dignificación que significó para el Magisterio, llenó de ilusión y esperanzas a don Manuel y a tantos otros jóvenes maestros convencidos de la vieja creencia ilustrada de que se puede cambiar la sociedad desde la escuela. Él triunfo de las derechas en las elecciones de 1933 congeló esa euforia, si bien no mermó su capacidad de lucha. Todas las vicisitudes políticas acontecidas en el año 35 en Riglos, su comarca y, a grandes rasgos, también en Huesca han sido recogidas con gran riqueza de matices en estas Crónicas. Por los hechos protagonizados por don Manuel nos hacernos una idea de la febril actividad política —reuniones, debates, conferencias, asistencia a manifestaciones...— desplegada por los miembros de los partidos republicanos, sindicalistas o simples simpatizantes. Se. cuentan numerosos episodios curiosos, como el encuentro en Huesca de.don Manuel con don Francisco Largo Caballero, el importante dirigente socialista, a quien invitó a asistir a la inauguración de las nuevas escuelas de Riglos que estaba prevista para septiembre de 1936... La criación en una localidad tan pequeña como Riglos de un Centro Republicano —lugar de ocio, entretenimiento y debate— nos habla sin duda del grado de concienciación ciudadana y de participación política existente'ha España rural de 1935. En estas memorias se observa muy bien el aumento de flictividad social conforme avanzaba el año 35. Las reunion 'líticas 30

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—se relatan con minuciosidad las que protagonizaban los miembros de la FETE— se incrementaban en la misma línea. También podemos hacernos una idea aproximada de las diferentes actividades represivas desplegadas desde instancias gubernamentales. Como la notificación enviada a don Manuel por la Inspección Provincial llamándole al orden y acusándole de realizar actividades políticas y de abandonar el aula —siendo que, como responsable sindical, tenía derecho a ausentarse de la escuela, corriendo por cuenta de la Administración el ponerle un suplente—. Acusación más injusta si tenemos en cuenta —como ya se ha dicho— que la propia esposa del maestro, doña Rufina, se hacía cargo de los niños con notable eficacia. Esta represión se fue incrementando de forma progresiva, como queda muy bien reflejado en estas memorias. Un día es la detención del teniente alcalde de Riglos, un mocetón republicano, Benito, acusado de haber participado en una huelga de jornaleros del campo en un pueblo de las Cinco Villas. Poco después, la detención del propio maestro de Riglos por una docena de guardias civiles que se presentaron una noche por sorpresa en su domicilio y se lo llevaron esposado a la cárcel de Huesca. Los hechos narrados por Mariano Constante nos informan de la identidad de los detenidos en la espiral represiva que se desató en Huesca en el otoño de 1935. En la cárcel de Huesca se amontonaban, en condiciones lamentables, numerosos jornaleros de los pueblos de la provincia, sindicalistas de la UGT y CNT, y algunos maestros socialistas y comunistas. Las manifestaciones pidiendo la libertad de los presos fueron numerosas en todas partes; la más importante, la organizada por la FETE, con Mompradé, Sampietro, Latorre y otros muchos maestros. La efectividad de la protesta de esta sindical de la enseñanza fue rápida: todos los maestros —entre ellos, el de Riglos— fueron puestos en libertad. Esta represión gubernamental no amedrentó a los que apostaban por mayores cotas de libertad y justicia social. El propio maestro de Riglos, tan pronto recuperó la libertad, retomó su actividad política. Tarea prioritaria fue la ayuda a las familias de los detenidos que todavía continuaban 31

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en prisión. Y, por supuesto, la preparación de las elecciones que había convocadas para febrero del 36. Don Manuel y sus amigos —los maestros de Agüero, de Villalangua, de Lierta, de Plasencia y de Ayerbe— fueron cada noche, de pueblo en pueblo, haciendo campaña política a favor de las candidaturas del Frente Popular, luchando sobre todo contra la abstención que tan funestas consecuencias había tenido en las elecciones de 1933. En las antípodas, el cura de Riglos amenazando desde el púlpito a los fieles con la llegada del fin del mundo si ganaban las izquierdas. El triunfo aplastante en las elecciones del Frente Popular llenó de alegría a las gentes de Riglos y alrededores, pensando sobre todo en la pronta liberación de los detenidos. Pero no todos se sentían satisfechos; entre ellos, el cura. Este preparó las maletas para marchar rumbo a Zaragoza, no sin antes despedirse de media docena de feligresas con un profético anatema: «¡Maldito sea este pueblo de impíos! Mi único deseo es que un día la sangre impura de la mayoría de ellos corra por las calles del pueblo». El cura de Riglos no era, desgraciadamente, una excepción. Una buena parte de la Iglesia católica española, que nunca aceptó de buen grado la llegada de la República, se sintió muy satisfecha cuando la fuerza de las armas se encargó de restaurar el antiguo orden y liquidar rojos e infieles. Como muy bien ha manifestado el historiador Julián Casanova, «la Iglesia Católica no lo dudó. Estaba donde tenía que estar, frente a la anarquía, el socialismo y la República laica. Y todos sus representantes, excepto unos pocos que no compartían ese ardor guerrero, ofrecieron sus manos y su bendición a los golpistas». Estas Crónicas contribuyen a la Gran Memoria de una sangrienta década que marcó para siempre el destino de la humanidad. Frente a la tendencia de una parte del pensamiento reaccionario, que propugna la amnesia y el blanqueo de una parte de su pasado, la memoria de Constante se alza como recordatorio permanente de los desafueros cometidos. JESÚS INGLADA ATARÉS Profesor del IES Montes Negros de Graden

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Don Manuel, el nuevo maestro de Riglos

Resoplando por ambos lados y dejando tras ella una gran nube de humo, avanzaba la locomotora despacito haciendo su entrada en la estación de Huesca. Chirriaron los frenos y enganches de los vagones y los topes de los mismos aportaron también su parte de ruido a aquel concierto ensordecedor. Por fin, tras una última sacudida, se paralizó el convoy sin dejar de resoplar la máquina por lo que parecían sus narices, que hacían pensar en las colleras de los bueyes de labor durante las labranzas de finales de otoño. Como de costumbre traía el Correo media hora de retraso, sin que ello diera lugar a quejas o protestas de los viajeros, puesto que estaban acostumbrados a algo que era habitual, aunque ponía de mal humor a no pocos jefes de estación, que se preguntaban por qué la Compañía de los Ferrocarriles del Norte de España no había previsto unos horarios más conformes con lo que era la realidad del trayecto cotidiano. Verdad era que aquel detalle formaba ya parte de la vida de los habitantes de aquellas comarcas. Empezaron a descender del tren los viajeros, que venían de Zaragoza, de Zuera, de Almudévar, de Tardienta y de Vicién, si bien eran mayoría los procedentes de la capital aragonesa. Muchos de ellos eran «señoritos» de la gran ciudad; se reconocía a algunos funcionarios del Estado, militares con permiso, viajantes de comercio, etc., sin olvidar la media docena de curas que habían ido a visitar a la Pilarica... Algunos vestían con trajes a la moda, iban bien aseados y bien peinados (en sus 33

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cabezas relucía la brillantina), lo que contrastaba con las humildes vestimentas de pana recia y boina, relucientes en este caso por la suciedad que acumulaban. Todos andaban de un lado para otro como hormigas, dejando paso a la media docena de señores con sombrero que se habían apeado del coche de primera clase y en los que, por su manera de andar, su cadena de oro en el chaleco, su cigarro puro en la boca —aunque no fueran fumadores, solamente para parecer superiores—, así como por las órdenes que daban a sus criados, que habían venido a buscarlos con sus tartanas, se podía reconocer a varios de aquellos «amos» que hacían y deshacían todo dictando la ley —la de ellos— en sus pueblos respectivos y en sus comarcas. Don Manuel examinó con curiosidad a toda aquella gente y se subió al vagón de tercera clase. Se sentó en la banqueta de madera junto a la ventanilla del lado derecho, que le permitiría a lo largo del viaje contemplar lo que para él representaba una maravilla: la sierra de Guara, seguida de Gratal, Aniés y Loarre. No la miraba por primera vez, había nacido a sus pies y conocía todas sus montañas al dedillo, pero en el transcurso de la vida cuanto más la veía y la recorría más se compenetraba con sus bellezas y los embrujos que se desprendían de ella. Dos «montañeses» se aposentaron a su lado; no hacía falta que declararan su origen pues, como hombre advertido, don Manuel reconoció enseguida a dos oriundos del valle de Tena, seguramente de Sallent de Gállego a juzgar por las botas claveteadas y bien engrasadas que llevaban en los pies, lo que los caracterizaba como hombres de región fría y de nieves. Junto a sus maletas de cartón marrón y el «pañuelo de fardo» atado arrastraban una enorme alforja repleta de provisiones de la que salía el bocal de cuerno de una enorme bota que por lo menos contenía tres litros de vino... No se había equivocado don Manuel. Tan pronto estuvieron aposentados, los dos montañeses empezaron a comentar lo que sería aquel viaje «larguísimo», según ellos, hasta conseguir llegar a sus moradas. «Iremos a Sabiñánigo y allí tomaremos el autobús de la Tensina y, si Dios quiere y no hay dificultades mayores en las durísimas cues34

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tas del Pirineo, llegaremos a Sallent al finalizar el día, justo a tiempo para preparar el pesebre de las mulas y llevarlas al abrevadero del pueblo...». Así se expresaba uno mientras el otro aprobaba sacudiendo la cabeza y preparándose a sacudirse un buen lamparazo de la botica... «Buenos días, don Manuel. Buenos días, señor maestro», repitieron varias personas que pasaban por el pasillo buscando dónde sentarse y que habían identificado al nuevo maestro de Riglos, bien conocido en la región puesto que era oriundo de Loarre. Sentíase el maestro ufano de aquellas muestras de simpatía, que eran el testimonio vivo de la estima que le prodigaban las gentes, no solamente del pueblo a donde había sido destinado sino también de la comarca y casi podía decirse de la provincia. Era muy conocido como defensor del derecho, de la justicia, de la tolerancia y de la libertad, sin contar lo que representaban para todo el mundo sus actividades políticas y sindicales, que habían comenzado cuando era estudiante y afianzado cuando los sucesos de Jaca en 1930, en los que había participado junto a Galán y a García Hernández, los dos capitanes, héroes de la República, fusilados en Huesca. Para él era una cosa lógica y normal el haber tenido siempre aquellas ideas liberales. Su origen modesto le había impedido frecuentar la escuela y prepararse para seguir una carrera; solo a los diecisiete años y tras haber hecho muchos sacrificios, tanto personales como familiares, había conseguido entrar en la Escuela Normal abrazando, no sin dificultades bien superadas, la carrera pedagógica. La voluntad, el ahínco y el interés en aprender para poder transmitir aquellos conocimientos más tarde a chiquillos que como él tenían dificultades para poder instruirse lo impulsaron en sus estudios, que terminó a los veintidós años, siempre sobresaliente. Se convirtió así en maestro nacional en menos de cinco años y pese a encontrarse entre un grupo de estudiantes que formaban la elite de la Escuela Normal de Huesca, los cuales, sin quitarles méritos, más debían en ocasiones a la influencia de sus familiares y al dinero que poseían que a sus estudios propiamente dichos... También aquello le había hecho rebelarse contra la injusticia, la corrupción y las decisiones 35

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inicuas; como le habían sacado de quicio las diversas injusticias de que había sido objeto antes del advenimiento de la República en 1931. Todos aquellos atropellos habían sido absurdos, pues ni en un solo momento había fallado a su vocación de «enseñar a los que no sabían», empleando los términos que usaban frecuentemente las gentes simples del campo. Incluso más tarde, cuando la República ya le había dado la posibilidad de vivir más decentemente, continuó por aquella vía que se había trazado y no dejó pasar ninguna oposición o reválida que le permitiera, al mismo tiempo que subir en su escalafón, adquirir conocimientos más importantes con el fin de ofrecer una instrucción digna de sus ideales y de la misión para la que él y sus compañeros maestros habían sido destinados. Precisamente aquel día, como prueba de lo expuesto, regresaba al pueblecillo tras haber seguido unos cursillos durante diez días en el Centro Pedagógico Provincial de Huesca. Los tiempos eran duros, difíciles, y en ocasiones se sentía apesadumbrado sintiendo los escollos que encontraba frente a él cada vez que acometía alguna acción digna de su profesión y de sus ideales de justicia. La verdad era que arrastraba el imponente peso que representaba la diferencia de clase y el medio social del cual había salido. Desde los primeros momentos, una vez terminada su carrera, fue el blanco de los «ilustres» representantes de la Instrucción Pública en la provincia y en particular del inspector de Primera Enseñanza, señor todopoderoso de los destinos y ascensos de los maestros: don Pedro de Jaime y Gonzalvo (así firmaba con pomposa vanidad sus circulares y escritos). Aquel potentado señor inspector, que más debía su rango a los paseos dados delante de las antecámaras de gobernadores, diputados a Cortes y altos funcionarios que a los méritos adquiridos ejerciendo aquella noble carrera, vio en aquel atrevido y fogoso maestro a un revolucionario que buscaba derribar el sólido baluarte por él levantado en la provincia. Le resultaba intolerable que un joven maestro pudiera dar sus opiniones tanto en lo referente a la buena marcha de la pedagogía como en lo que representaban las relaciones sociales con las gentes humildes del cam36

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po; es decir, poniéndose a su nivel y teniendo en cuenta los usos y costumbres de sus habitantes. Por estos motivos el inspector había realizado gestiones y presiones de todo tipo para conseguir que de ningún modo le fuera dada una escuela «en propiedad», como acostumbraban a denominar el nombramiento titular para un pueblo o grupo escolar en la ciudad. Hasta entonces solo le habían sido concedidos cargos y empleos de «interino», que representaban andar de un pueblo para otro de la provincia o de la región aragonesa trabajando en ellos de uno a varios meses en espera del nombramiento definitivo, que tardaba en llegar (como prueba se podría añadir que consiguió aquel nombramiento cuando ya rayaba los treinta años). También ocurría que se pasaba varios meses sin empleo y, naturalmente, sin paga alguna. Sin embargo, la voluntad, el coraje y el afán en el trabajo pudieron con la muralla de la fortaleza donde se le había querido encerrar y, luego de haber deambulado por diversos pueblecillos donde logró acrecentar sus saberes, se presentó a oposiciones, que ganó. Pero no por eso cesaron las maquiavélicas patrañas urdidas contra él y un día de 1922 recibió de Madrid el nombramiento de maestro en «propiedad» de un pueblecito de la provincia de Zaragoza, no lejos del Moncayo, casi tocando a Soria y La Rioja. Para él aquello equivalía a un destierro, pero voluntad tenía para dar y vender y no sería aquel percance el que iba a frenarlo en sus propósitos de ser un portavoz de la justicia social, máxime si tenemos en cuenta el apoyo moral que recibía de la que se había convertido en su compañera y esposa: una joven campesina, con poca instrucción, que estaba empleada como sirvienta, «la criada», en casa del jefe de la estación de ferrocarril de uno de los pueblos donde él había pasado algunos meses como «interino». Solo le preocupaba el tener que llevar por aquellas tierras tan lejanas a su querida esposa y a los dos hijos, chico y chica, que habían nacido con dos años de diferencia tras el matrimonio. No obstante, a la que ya llamaban con título pomposo «doña Rufina» no le preocupaban sobremanera las distancias; había recorrido ya todo el nor37

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te de la península: criada en casa de unos tíos suyos en Galicia, más tarde había habitado en León y también en el País Vasco. Tenía además un temple de acero de mujer de la tierra, sufrida y acostumbrada a los trances difíciles de la vida, a lo que se añadía el carácter emprendedor y sin vacilaciones de todo buen aragonés; todo lo que le faltaba en instrucción lo poseía en intuición y voluntad y sus análisis de las situaciones y problemas eran tan sensatos que pronto se convirtió en la guía de actuación de su marido, hasta el punto de que este no emprendía tarea o actividad alguna sin consultar el parecer y la opinión de su docta mitad... Aquella voluntad y aquel ahínco fueron recompensados varios años más tarde, pues lograron por fin instalarse en su provincia natal, destinado don Manuel al Alto Aragón. El bullicio era inmenso cuando se oyeron los primeros silbidos del pito del jefe de la estación para advertir a los viajeros que el tren de Canfranc iba a salir. Pese al barullo se escucharon las campanadas para indicar la salida, seguidas de un estridente y largo silbido de la máquina, como si quisiera burlarse de los lanzados por el jefe de estación; dio aquella locomotora cuatro o cinco soplidos que resonaron como cañonazos bajo la bóveda de la estación, lanzando una nube de humo espeso mezclado con carbonilla que hacía toser a las personas que permanecían sobre el andén. Poco a poco el convoy emprendió su salida a reculones hasta el puesto de agujas situado a varios centenares de metros de la estación, casi frente al cuartel (la estación de Huesca estaba situada en una vía sin salida, lo que obligaba a hacer maniobra a todos los trenes: los venidos de Zaragoza entraban de cara pero debían salir retrocediendo y los procedentes de Canfranc entraban reculando para salir de frente). Pronto quedó atrás la ciudad y el tren acometió la llanura a velocidad máxima —unos 40 kilómetros por hora—, dando la impresión de ser un monstruo que se iba a tragar todo el espacio infinito abierto ante 38

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él. El traqueteo se hacía cada vez más importante y las banquetas lanzaban chirridos equivalentes a gemidos, como si se quejaran del mal trato recibido; añadíanse los silbidos agudos de la locomotora y sus soplos rápidos despidiendo humo y vapor y, para completar aquel acompasado concierto, los «clan, clan» característicos de las ruedas sobre las juntas de los raíles. Concierto cacofónico y pesado que sin embargo producía un cierto letargo sobre algunos de los viajeros, que pronto empezaron a dar cabezadas sobre el pecho o sobre los costados. Don Manuel sonreía... Aquel ferrocarril era una de sus pasiones desde su adolescencia, formaba parte de aquel «algo» de su vida, como debía de serlo para todo altoaragonés. Estaba tan arraigado en la vida de la gente que a veces le hacía pensar al maestro si aquel cambio de mundo con la construcción del ferrocarril no les daba la sensación de haber nacido con él. Representaba para todos el lazo de unión con el resto de España y con el mundo; era, en una palabra, una de las maravillas principales de la región... De ahí que no se vieran en aquel ferrocarril más que virtudes y a nadie importaban demasiado sus retrasos ni su incomodidad. Y aquel ajetreo a que eran sometidos cuando se subían en sus trenes se hacía tan simpático que permitía olvidar los inconvenientes y el saberlo antiguo, salido de otra época, aunque no hacía más que unas décadas que había sido construido. Con curiosidad más de una vez había observado don Manuel hasta qué punto había revolucionado las costumbres aquel medio de locomoción en la mente de los habitantes del Alto Aragón, pero sin alterar lo más mínimo la vida en general. Se había desarrollado con ellos tan sigilosamente que aquel progreso aportado con su construcción parecía algo clásico y antiguo cuando se examinaba solo algunos años después. Muchos de los habitantes de la región, en particular los de la sierra de Guara y los del Pirineo, recordaban cuando en los albores del siglo habían sido empleados en su construcción. Y don Manuel precisamente se sentía orgulloso de ser descendiente de una familia de aquellas que tanto habían contribuido a su cons39

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trucción, ya que, efectivamente, su padre, pequeño contratista de albañilería de Loarre, había llevado a cabo algunas obras, como por ejemplo la construcción del túnel de «los Conejos», cerca de Ayerbe, y el de Carcavilla, los dos situados entre la mencionada ciudad y La Peña. Más de una vez había escuchado los relatos de su padre sobre aquellas obras gigantescas y los problemas que les había planteado la perforación de la montaña bajo la cual pasaba el túnel de Carcavilla, motivados por el hallazgo de manantiales subterráneos importantes que sin duda descendían de la ladera de la sierra casi a pico. Y qué decir de «los muros» construidos entre el túnel y el Mallo de Firé, verdadero despeñadero que terminaba junto a las aguas espumosas de las gargantas del Gállego. Contaba su padre el tributo tan caro pagado por aquellas construcciones en vidas humanas, pues no pocos de aquellos obreros habían dejado allí «el pellejo»... ¡ Qué caro había salido aquel ferrocarril a los obreros y campesinos de la comarca! ¡ Qué sacrificios, sudor, angustias, sangre de las heridas, mutilaciones, miembros amputados habían costado aquellos trabajos! Conocía don Manuel al dedillo las diferentes etapas de aquella construcción que culminó con la perforación del túnel del Somport, uno de los más largos de Europa en aquellos tiempos, dando así unión y comunicación a las regiones de Aragón en España y del Béarn en Francia, al mismo tiempo que se levantaba la estación internacional de Canfranc, colosal obra de arte enclavada entre las montañas y por cuyo valle se deslizaba el río Aragón. Estos y numerosos otros recuerdos acudían a la mente de don Manuel haciéndolo reflexionar. Sí, aquel ferrocarril era uno de los orgullos de Aragón, salido de la mente creadora de sus hombres y de la voluntad y el sacrificio de sus hijos, los cuales habían sido puestos de manifiesto un día de 1928 por el rey de España don Alfonso XIII en persona, venido especialmente de la lejana capital para inaugurar el túnel del Somport y la estación internacional de Canfranc. Y venían a su memoria aquellos días históricos y cuál no había sido su sorpresa cuando, maestro entonces del pueblecillo de El Puente de Sabiñánigo, vecino del centro in40

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dustrial denominado en aquel tiempo Barrio de la Estación de Sabiñánigo, recibió una nota de sus superiores indicándole que debía presentarse con su escuela en la estación del ferrocarril, donde haría un alto el tren real y deberían rendir homenaje todos los chicos y chicas de las escuelas de la comarca. Durante quince días todo fueron preparativos, ensayos y repeticiones de las diversas ceremonias que deberían llevarse a cabo durante la parada del tren real en la localidad del Barrio de la Estación de S abiñánigo. Las autoridades municipales y comarcales andaban de cabeza buscando todos los medios de poder cumplimentar al soberano de España; nada debía faltar: ni los arcos de triunfo confeccionados con ramas de boj ni los cantos interpretados por los críos de las escuelas. Ni que decir tiene lo satisfecho y ufano que se sentía don Manuel de saber que su escuela había sido escogida para acompañar al cortejo de chiquillos de las escuelas vecinas. Tomó sumo interés en preparar la clase para que se mostrara digna de la distinción de que había sido objeto: recitaciones de poesías alabando la bondad del rey, himnos patrióticos, ofrendas de flores, etc.; todo fue minuciosamente preparado. Personalmente, don Manuel combatía y criticaba la política que llevaba a cabo el Gobierno dictatorial de su majestad, aunque no era él solo, puesto que el malestar había cundido en los medios obreros de toda la región montañesa, que padecían las consecuencias de una política retrógrada, de corrupción, antisocial y de incapacidad para gobernar, a lo que se añadía una dura represión, como ocurría allí en el Barrio. Esto no le impedía ver en el rey al soberano y jefe de los destinos de la nación, situado, por su rango y origen, por encima de los grupos políticos dominantes, causantes de los oprobios que sufría el pueblo. En una palabra, como buen liberal respetaba la autoridad suprema y si alguien hubiese puesto en duda sus propósitos pronto sus dudas hubieran sido disipadas al comprobar que había escogido a su hijo mayor —de ocho años— para recitar ante su majestad el saludo preparado especialmente por él mismo... 41

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Llegada de Alfonso xm a la estación de Sabiñánigo, el 18 de julio de 1928. (Amigos de Serrablo, Colección Pilar Coli). 42

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En aquella ocasión, impulsado por sus ideales de justicia y libertad, le vino al espíritu que podía aprovecharse aquella visita para entregar al rey un memorándum informándole de la precaria situación en que se hallaban los maestros nacionales de los pueblos del Alto Aragón (que en realidad era la misma que la de otros lugares de España), con dificultades extremas, pues tenían que vivir con una paga inferior a la de cualquier obrero o jornalero. Entonces iba a nacer una de sus primeras desilusiones y una serie de contrariedades que se añadieron a los sinsabores sufridos anteriormente. El temor hizo que la mayoría de los maestros contactados «se rajaran», quedándose casi solo, con lo que el proyecto de solicitud redactado para el soberano quedó abortado completamente. Y, para colmo de desdichas, dos días antes del paso del rey se personó en su casa el comandante de la Guardia Civil de Jaca significándole la orden de conducir a los niños de la escuela a la estación del ferrocarril, como estaba previsto, pero quedándose él fuera del andén, a unos 500 metros de la estación, sin acercarse al tren. Duro era el golpe recibido y no dudaba el joven maestro de que aquel suceso le acarrearía nuevas preocupaciones. «¡Qué importa —le decía doña Rufina más tarde en casa—, lo importante es tener la conciencia tranquila y saber que has obrado por una causa justa!». Llegó el día señalado y, aunque a distancia, don Manuel pudo observar todas las ceremonias preparadas. El tren —que vino con retraso, para no perder lo que sería siempre una tradición— estaba compuesto de cuatro vagones nuevos y un coche cama con salón tirados por una locomotora rutilante y potente, un modelo que no se había visto nunca por aquella línea, toda engalanada con ramos de flores y banderas que empezaban a tomar un color más parecido al marrón que al rojo y gualda... La locomotora se aprovisionó de agua y carbón en aquella estación, lo que permitió al rey, que al parecer tomaba allí una pequeña colación, bajarse del tren y saludar a las personalidades que, como mariposas, revoloteaban por el andén aportándole sus congratulaciones. Luego vino el turno de los niños, que obsequiaron a su majestad con 43

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flores y retóricas aprendidas de carrerilla los días precedentes, y don Manuel tuvo la satisfacción de ver cómo su hijo ponía en manos del soberano un ramillete de claveles y le recitaba sus versos. Después de haberse «estirado» bien las piernas, dándose varios paseos por el andén, el rey se subió de nuevo al tren, que se alejó en dirección a Jaca y Canfranc, mientras el maestro recogía a su bandada de críos, que, como los gorriones, gritaban y comentaban todos a una las impresiones de aquel día memorable para ellos. Solo él sentía un amargo sinsabor ocasionado por aquella afrenta, tanto más injusta cuanto que él no se había rebelado jamás contra la Monarquía, y, si rebeldía había, no iba contra tal o cual forma de Estado sino contra el oprobio, la falta de libertad y la injusticia... ¡Tres denominadores, entre otros, que le iban a perseguir años y años más tarde! Entretanto, aquel día el tren seguía su marcha, acercándose a Alerre después de haber rebasado Chimillas y su ermita, dos nombres que habían quedado bien grabados en la memoria de todos los aragoneses durante aquellos días del invierno de 1930... Los dos montañeses convinieron en que el ajetreo del tren les había abierto el apetito y que no estaría de más el echar un bocau. Sacaron de sus alforjas las vituallas, que una persona inadvertida hubiera pensado serían para más de media docena de comensales. Uno de ellos abrió la navaja enorme con mango de cuerno y hoja brillante, que debía de medir alrededor de un palmo... Pero antes de comenzar el festín, como si desearan darse ánimos —aunque no les hacían falta—, abrieron la bota y empinándola en el aire dejaron caer el maravilloso líquido, que parecía un hilo de sangre cayendo en sus bocas y produciendo el ruido del manantial cuando desciende por la concavidad de la roca... Longaniza, chorizo, lomo de cerdo frito y, para terminar, una enorme tortilla de patata fueron saliendo del hueco de la alforja, que parecía no tener fondo... Uno de ellos alargó la bota a don Manuel: 44

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—Tome usted, beba un traguico, señor maestro. Es un buen vino de la tierra baja que le dará a usted ánimos para llegar a Jaca —dijo el montañés, que, empujado por la curiosidad, había citado aquella ciudad esperando que el maestro rectificaría y así sabrían a dónde iba. —Muchas gracias, pero no me hacen falta tantos ánimos, voy solamente a Riglos —le contestó don Manuel. El otro montañés lo miró algo perplejo y con la boca abierta, como si hubiera descubierto en él a un personaje extraño, empezó a reír y exclamó: —Entonces usted es el hermano de Vicente, el contratista de Jaca, y primo hermano de Julián, el ganadero de Sallent. Usted es el maestro que estaba en El Puente de Sabiñánigo hace ocho o nueve años. Vaya, qué casualidad, pues ya me acuerdo, ya, cuando vino usted a Sallent con su crío mayor. Por cierto que estuvieron con mi hermano, que era pastor, observando tres osos que se habían acercado a la cabañada de ganado que pacía en las montañas vecinas. —El mismo, para servirles —respondió sonriendo—. Buenos tiempos y excelentes recuerdos aquellos. Continuaron largo rato los montañeses evocando detalles de las visitas que don Manuel había hecho a Sallent y de los principales acontecimientos acaecidos después. Como un manantial salían de sus bocas las palabras, solamente entrecortadas por la introducción en las mismas de una rodaja de longaniza o el chorrito de vino salido de aquella enorme bota que levantaban en el aire con toda la envergadura de sus brazos. «Y luego dirán que los montañeses son callados y de carácter huraño y frío como sus valles...», pensaba el maestro, al tiempo que recorría con la vista al resto de los compañeros de viaje, quienes, poco a poco, contagiados por los dos montañeses, habían sacado la merienda y las botas, que corrían de mano en mano, alabando cada uno de ellos la calidad superior de su vinico. Era cierto, pensaba, que se trataba de un fenómeno normal producido en la gente: viendo comer o 45

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beber al vecino, se le despiertan a uno las ganas de hacer lo propio. Pero en el tren de Canfranc no se trataba de un fenómeno fisiológico; era una tradición, tan arraigada como cualquiera de las costumbres incrustadas en el carácter altoaragonés. No se tomaba el tren con un bocadillo en la maleta para «matar el hambre» durante unas horas, se preparaban las alforjas o el morral con una copiosa merienda para ir a devorarla en el tren. Existía una sutilidad en el empleo de los términos para explicar aquel fenómeno... El olor picante del carbón que alimentaba la locomotora había desaparecido en el vagón, vencido por otros más fuertes y más agradables, los que se desprendían de las vituallas. Olfateando aquellos perfumes le daba más la impresión a don Manuel de encontrarse en la sala de un mesón o de una venta de la región que en el compartimento de un vagón de ferrocarril. Todo aquello formaba parte de los raros momentos de felicidad de aquellas gentes que tenían que enfrentarse tan duramente con las dificultades de la vida de cada día; sin duda alguna, la dureza de las mismas les permitía disfrutar del más mínimo momento de reposo. Eran las gentes de su país, de aquellas tierras maravillosas pero ¡oh cuán ingratas para producir lo necesario con que sustentar a sus habitantes, los de aquellos áridos secanos de la tierra baja y las rocosas vertientes de aquellas sierras!... Don Manuel se inclinó más hacia la ventanilla para saborear lo que representaba la contemplación de las bellezas de aquel país y poco a poco en aquella actitud le venía a su mente la trayectoria seguida por aquel modo de locomoción moderno hasta llegar a los altos picos de los Pirineos. Atrás quedaba ya Huesca, la capital, con su fama de ciudad orgullosa de su pasado, con su catedral imponente, con su «campana de Huesca», con la majestuosa iglesia donde se veneraba a su patrón, san Lorenzo, con sus fiestas del 10 de agosto... Más allá habían desaparecido de la vista las ruinas de Montearagón, cuyos muros maltrechos guardaban el recuerdo de otros tiempos de peleas y de tratados; de manera 46

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difusa aún se percibían los picos de Guara con el Huevo de San Cosme al fondo; seguía el Salto de Roldán y sus escarpadas rocas; más hacia el oeste, el pico de Gratal, semejante a un perro bien amaestrado vigilando las laderas y valles de la sierra, al tiempo que abrigaba los misterios de las brujas que allí encontraban refugio —al decir de las gentes y según las leyendas y cuentos de la región—. Más adelante, entre las grietas de las rallas, aquella ermita, la Virgen de Aniés, que aparecía como una mancha blanca en la vertiente de la montaña; y frente a Ayerbe, en la ladera de Puchilibro, se podía ver con toda claridad el castillo de Loarre, aquella joya arquitectónica del siglo xt que pese a los siglos, los vendavales, los rayos caídos sobre sus murallas y otras heridas de los tiempos modernos parecía erguirse imponente y majestuoso, dando la impresión, cuando uno se acercaba, de que de él iban a salir montados en robustos caballos los guerreros vestidos de armaduras de mallas para emprender una hipotética reconquista. Seguía la peña O Sol y debajo, en un pitón rocoso, los restos de un torreón que en sus tiempos debió de servir de atalaya a un castillo desaparecido; junto a sus ruinas se situaba la imponente ermita de la Virgen de Linás. El viajero podía seguir el curso del ferrocarril llegando a Riglos y sus Mallos, colosal obra de la naturaleza bajo la cual se situaba el pueblo, con sus casitas blanqueadas y sus olivares en la falda de la montaña; tras las gargantas del Gállego venía el pantano y la estación de La Peña; ladeando el río y sus aguas tumultuosas se alcanzaba Anzánigo y sus centrales eléctricas; algo más arriba, Caldearenas, con Aquilué al lado y su Virgen de los Ríos enclavada en la montaña, lugar de romerías un par de veces por año; Orna y sus rebaños de ganado paciendo en los campos junto al río, la estación de los habitantes de la Guarguera, que tenían en aquel ferrocarril el único medio de salir de sus pueblos de la sierra. Llegaba Sabiñánigo y su importante estación, construida para poder llevar a bien las actividades de sus centros industriales, cada día más numerosos, pero sobre todo lugar de enlace de todo lo que venía del valle de Tena, con Biescas y sus ganados lanar y mular, Sallent y sus ex47

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ZARAGOZA

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De Zaragoza a Sabiñánigo en tren. (Dibujo de Maribel Rey Allué). 48

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Los autobuses de la Hispano Tensina en la década de los 20. (Palacio, Amigos de Serrablo).

plotaciones de madera, recubierto todo de nieve durante varios meses al año, sin olvidar el balneario de Panticosa, importante centro termal al que se llegaba tomando los autobuses de la Tensina. Esto en el valle del Gállego y, al este, el valle del Basa, con Yebra al fondo, al pie del puerto de Santa Orosia, donde se situaba la ermita de la Virgen a la que se acudía en romería importante una vez por año, pues era la patrona de Jaca y sus comarcas. Del bocal del Basa subía en pendiente durísima la montaña de San Pedro, con su ermita en la cima, pequeñita, de estilo románico, que solo tenía derecho a una misa por año en su interior... Venía luego Navasa, lugar desierto a 6 km del lugar, donde se bajaba de los vagones de mercancías mucho más ganado que viajeros del tren Correo. Así se llegaba a Jaca, la más importante estación de todo el trayecto. Jaca, la montañesa, con su buen vivir, con su cocina típica condimentada en sus conocidas y famosas fondas, con sus cuarteles y la 49

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ciudadela y, allá arriba, en una de sus montañas, el fuerte de Rapitán, emplazado como vigía frente al valle de Canfranc y las montañas francesas. Jaca, la histórica, por su pasado y presente. Jaca, la revolucionaria, donde se había fraguado el movimiento de Galán y García Hernández. Jaca, la mística, cuyo nombre estaba tan compenetrado con el advenimiento de la República española... Seguía Castiello, desierto y castigado por los vientos de la peña Foradada, allí donde aumentaban la presión las locomotoras para poder emprender las subidas y revueltas sin cuento —admirado de lejos, daba más la impresión de encontrarse frente a un ferrocarril de juguete que frente a uno real—; Villanúa y sus despeñaderos, lejos del vecindario, a la que se llegaba trepando por sendas pedregosas. Por fin se alcanzaba Canfranc y su estación internacional, situada en una explanada, cuya construcción había costado muchísimos esfuerzos, y al final la boca del túnel del Somport, que atravesando la montaña salía en territorio francés uniendo así España a Francia y al resto de Europa. Aquello no era más que un repaso somero, una descripción a grandes rasgos de los lugares recorridos por el Canfranero, ¡pero cuántos y cuántos detalles de la vida de todos ellos quedaban en la mente de don Manuel! Y no hablemos de las costumbres, las fiestas, las ferias, las bodas, las romerías, etc., otras tantas ocasiones que permitían los encuentros de familia, de amigos y de conocidos. La contemplación de aquella sierra maravillosa terminó con la llegada a Turuñana, ya que los montículos altos y pelados impedían divisarla desde allí. Era aquella estación desierta y solitaria la bifurcación de las líneas del ferrocarril que se dirigían a Zaragoza por Gurrea y Zuera y la que, pasando por Plasencia y Alerre, alcanzaba Huesca para continuar por Tardienta hasta Zaragoza. Esta era por la que llegaba don Manuel aquella mañana. La locomotora empezó a resollar como un toro cansado antes de acometer la cuesta que conducía hasta las inmediaciones de Ayerbe, primera dificultad de las muchas que le esperaban en el tortuoso viaje hasta alcanzar la frontera francesa. Tras el paso a nivel la locomotora empezó a frenar su marcha, dio dos pitidos estridentes y, con 50

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un ruido infernal de frenos mal engrasados que se parecían a los gruñidos de una piara de cerdos en busca de pitanza, siguió avanzando lentamente con resoplidos de vapor por ambos lados como queriendo mostrar sus fuerzas y su impetuoso poderío. Brillaban al sol sus acicaladas tuberías y su rutilante nombre escrito en letras doradas sobre el cobre bien pulido: FRAY LUIS DE LEÓN. Sin apresurarse se deslizó por las vías de la importante estación de Ayerbe y tras varios sopetones se inmovilizó en el andén n° 3, aquel andén que era para los trenes de poca categoría, como el Huesqueta; los otros entraban por el andén n° 1, los venidos de Zaragoza por Zuera, como el Correo, el Rápido o el Expreso, y por el andén n° 2 pasaban los venidos de Canfranc y Jaca. Tanto unos como otros parecían mofarse de aquel trenecico de poca monta con sus vagones medio destartalados... Allí en Ayerbe se hacía el trasbordo de viajeros. Todo el mundo echó pie a tierra y aquel día, como los precedentes, cargados con sus maletas, alforjas, trastos y paquetes, se dirigieron hacia la primera vía por donde entraría el Correo venido de Zaragoza por Zuera y Gurrea, que aquel día traía menos de media hora de retraso, algo casi excepcional. Allí hacía una parada bastante larga, unos veinte minutos, para permitirle tomar agua a la locomotora y que se aposentaran todos los viajeros. La estación de Ayerbe era un hormiguero. Tanto los que venían de Huesca como los de Zaragoza se dispersaron por todo el perímetro que iba del muelle de mercancías a las oficinas donde se distribuían los billetes. Unos se metieron en la sala de espera para continuar el almuerzo que habían comenzado en el tren, seguros de que allí no habría sacudidas que hicieran caer el vino de la bota lejos de la boca y sobre las pecheras de las camisas. Otros andaban en busca de los retretes (fáciles de encontrar por el olor de orines que se esparcía en la parte derecha de la estación), los había más impacientes y con prisa que se arrimaban al tronco de una acacia o de un litonero, junto al depósito de agua. Algunos se dirigieron hacia la cantina, donde tomaron un café o un vaso de vino rancio de la comarca servido por la inefable seña Paulina, y los ha51

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bía que le compraban «tortas de cazuela», especialidad de aquel pueblo, para agasajar a sus familiares o amigos. Don Manuel se fue a conversar con el factor, que era amigo suyo y uno de los responsables del movimiento socialista de la provincia, comentando los últimos acontecimientos políticos y, en particular, la ola de represión que se extendía por toda España, «frente a la cual era preciso movilizar todas las voluntades republicanas». Sin cesar de conversar, don Manuel respondía a todos los saludos de las personas que lo conocían, cada vez con más gritos y alborotos proferidos por los viajeros de los dos trenes llegados y por las gentes del pueblo, empleados y otros que acudían al paso del Correo. La estancia en aquel lugar era una curiosidad indescriptible. Allí se podía ver de todo: montañeses del Pirineo de piel curtida; gentes de la sierra con sus trajes de pana recia; campesinos y hortelanos de la ribera; obreros de las fábricas de La Peña, de Anzánigo y de Sabiñánigo; comerciantes ambulantes con sus fardos de telas y objetos de sedería; tratantes y ganaderos de blusa negra; algunos seminaristas de Jaca, pálidos y flacos, y bastantes soldados y suboficiales del Regimiento de Galicia. Ayerbe poseía el centro comercial más importante de la comarca, con sus bancos y sus almacenes, donde algunos negociantes guardaban el grano y la almendra comprados a los labriegos; sus mercados y ferias, a donde acudían comerciantes ambulantes venidos hasta de Cataluña, quienes montaban sus tenderetes de artículos abigarrados que atraían la atención de toda aquella gente humilde y pobre, para quienes todo aquello formaba parte de un verdadero espectáculo. Allí se venía a realizar todas las operaciones administrativas, las consultas médicas, la compra de medicamentos y a veces hasta el trueque de mercancías necesarias e innecesarias, cuando se dejaban embaucar por los quinquilaires y charradores. No se podían olvidar tampoco las adquisiciones necesarias para preparar la plega del hijo o de la hija que deseaba casarse, para lo cual, aunque fuera necesario, se empeñarían los padres durante algunos años; deberían darles mantas, sábanas, toallas, servilletas, manteles, etc., 52

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que en muchas ocasiones no servirían jamás, yendo a parar al fondo de un armario o de una alacena, donde quedarían entre flores de espliego y tomillo esperando a la generación siguiente... Allí acudían los que tenían necesidad de alguna bota para el vino y los boticos para el vino y el aceite, de abarcas de goma para ir al monte detrás de los bueyes, de utensilios de casa del hojalatero... Se apalabraba al colchonero para varear el colchón y añadir lana nueva luego de haber esquilado las ovejas. Lo mismo ocurría con los que tenían mulas: las traían allí para ser herradas en alguna de las tres herrerías de la villa, que cada mañana daban su concierto con el tintineo de sus martillos sobre el yunque con verdadera maestría, mientras que los propietarios andaban por las tabernas y bares tomándose algún «palmero» de vino clarete y haciendo alarde de poseer las mejores mulas o caballos. Todo salía de aquel lugar, hasta el vino rancio necesario para hacer misa y las velas que alumbraban los altares y los féretros los días de entierro, encargados por los curas de los pueblecillos vecinos. Por eso en aquella estación se juntaban gentes y personajes de todo orden, todo se mezclaba: trajes de pana recia o de lana, boinas anchas como tortas, sombreros de tela y de paja, botas de mujer oscuras, batas y delantales rameados, etc. Todo daba a aquella estación cada día el aspecto de una fiesta permanente. Como de costumbre, llegó el Correo aquel día con su habitual casi media hora de retraso, sin que nadie se inmutara por ello. 1-lizo su toma de agua mientras la gente se iba aposentando en los compartimentos de los vagones, colocando unos sobre otros todos aquellos bártulos que no cabían en los portaequipajes, entre gritos y juramentos que daban la impresión de hallarse en una Torre de Babel donde nadie se entendía. Don Manuel se quedó de pie en el pasillo del vagón, puesto que no eran más que 7 kilómetros los que le separaban de la estación de Riglos. ¿Estación, Riglos? No, «apartadero» (como si hubiera sido hecho ex profeso, aquella estación aislada de todo lugar al menos por 4 kilóme53

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tros no tenía ni el grado de llamarse estación y en la jerga de los Ferrocarriles del Norte se la denominaba siempre «el apartadero»). Los montañeses se acercaron a don Manuel para despedirse de él comentando de paso algo de la política del país: —Nada, que la burguesía está aprovechándose de nuestras discordias y mal entendimiento —decía el primero. —Esto no es una república, lo que tenemos, es un régimen que difiere muy poco del de la monarquía. Están metiendo más y más gente nuestra en chirona y uno se pregunta si no sería mejor hacer la revolución social, destruyendo todo el aparato de este Estado podrido —agregó el segundo, haciendo sobresaltar al maestro con aquellos razonamientos. —¡Hombre, no fastidie! ¿Cree usted que hacer una revolución representa destruir todo cuanto existe? En algo debemos diferenciarnos de las derechas, nosotros preconizamos la libertad y el respeto. Ese es nuestro objetivo. Es verdad que las injusticias de los capitalistas y poderosos continúan y que son necesarias reformas importantes de todas las estructuras del Estado español, pero no se pueden combatir con la violencia destructora. Para empezar deberíase comprender cuán equívoca es la actitud de algunas organizaciones sindicales obreras, que con su manera de obrar «apolítica» están haciendo el juego a la reacción, y luego analizar también lo perniciosa que es la falta de educación política de los republicanos. Así acababa aquel pequeño cambio de impresiones. Don Manuel, satisfecho de haber podido ir hasta el final de su razonamiento; los montañeses, con la boca abierta buscando nuevos argumentos para contestar, aunque no los encontraban por más que se rascaran la cabeza. Y, de todas formas, el tren se acercaba al «apartadero» de Riglos. Nuevos chirridos de frenos, nuevos topetazos y el Correo, aflojando su velocidad, entró en la estación. Don Manuel se despidió de todo el mundo y echó pie a tierra. Contrariamente a lo que ocurría en Ayerbe, allí lo que llamaba la aten54

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ción era la tranquilidad, el silencio, roto solamente por los quejidos lanzados por la locomotora y los «cuac, cuac» de los cuervos espantados por el tren. Al primero que vio en el andén fue a su hijo Ramón, que trabajaba allí como «aspirante a meritorio» y que se acercó para darle un abrazo; luego estrechó la mano del señor Urzaiz, el jefe de estación, y la de los carteros de los pueblos vecinos, que se reunían allí todas las mañanas para recoger el correo y algún paquetico llegado de la capital. El maestro esperó unos instantes: 60 segundos, ¡ese era el tiempo que se le permitía al Correo parar allí! Cuando el último vagón desapareció de la vista se puso en camino para llegar al pueblo, distante 4 kilómetros, como se ha dicho, los cuales aquel día iba a hacer andando junto al balastro y los raíles o de traviesa en traviesa hasta llegar a los primeros olivares que subían en costera muy empinada alcanzando las primeras casas del pueblo. Conforme iba avanzando con paso sosegado don Manuel evocaba su primer viaje a aquel pueblo y los acontecimientos que tenían relación con aquel destino, todo ello más de una vez contado y comentado con amigos, conocidos y familiares en tertulias y conversaciones diversas. Hasta entonces su vida había estado constituida por etapas sucesivas que se correspondían con otros tantos capítulos de su profesión de maestro. Y, una vez más, aquella mañana al compás de sus zancadas empezó a rememorar los recuerdos de su primera visita a Riglos. Si aquel día de 1934 don Manuel se apeaba del Correo de regreso de Huesca se podría decir que era por puro azar. Lo mismo podía haberse bajado en La Peña, en Sabiñánigo, en Jaca o en cualquier otro pueblo de la provincia a donde hubiese sido destinado como maestro nacional. Sin embargo, si el destino, amigo de jugarle malas pasadas, lo había conducido a aquel rincón retirado de la sierra lo había hecho ayudado por una mano invisible que era la que había decidido su traslado... En una palabra, aquel nombramiento había sido obra de «la mano negra» —como él la denominaba— y correspondía más a una degradación en el escalafón que a un nombramiento hecho en justa y debida forma. 55

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Era una larga historia. Las primeras escuelas a donde fue destinado tras haber conseguido su nombramiento tuvo que aceptarlas sin que le fuera permitido escoger ni el pueblo ni la región; pero esto le tenía sin cuidado, pues contaba con el empuje de su juventud, de sus ideales, a lo que venía a añadirse el amor de su compañera: complemento de sus decisiones, apoyo moral, cuando no guía de primer orden de sus acciones, actividades y proyectos. Por eso, cuando fue enviado a El Puente de Sabiñánigo en 1923 lo aceptó con filosofía y con la satisfacción de vivir en aquella aldea de ambiente tranquilo. La prueba es que aquel rincón montañés iba a ser lugar feliz para ellos, puesto que allí vendrían al mundo dos retoños que se sumarían a los dos nacidos en la «tierra baja». Los primeros años pasaron sin graves preocupaciones ni desvelos. Luego, vinieron las dificultades de todo orden en el país, los movimientos obreros y la represión, que acentuó el malestar. Don Manuel no faltaba a ninguna manifestación obrera, bien fuese reivindicativa o simplemente de protesta contra una Monarquía gobernada por una «camarilla de tiburones» —empleando el que era su calificativo predilecto para denominar a los gobernantes de Madrid—, que creaban una situación insostenible para todas las clases laboriosas españolas. Y él, que empezaba también a sufrir los duros golpes de aquella crisis, sobre todo al haber engrandecido la familia, sintió la necesidad de redoblar sus actividades de protesta exigiendo algo más de justicia para los desheredados y formó parte del grupo importante de jóvenes maestros dispuestos a no dejarse avasallar y a defender el pan de su ya numerosa familia, teniendo en cuenta que había de hacer frente a la situación con un salario de miseria que no había aumentado en varios años. Por entonces no formaba parte de ningún partido político, pero se situaba siempre entre «los avanzados»; se sentía republicano, pero aceptaba la Monarquía; era de izquierdas, pero su «rango» le imponía tener relaciones en el pueblo con los pudientes y ricos, que eran de derechas; era anticlerical, pero iba a misa algunos domingos y no impedía que su chiquillo de siete años sirviera de monaguillo. No obstante, sen56

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tía una importante inclinación hacia el socialismo y, aunque desconociendo el abecé de la filosofía marxista, había seguido las enseñanzas y directrices del gran Pablo Iglesias. En los asuntos regionales era un fanático admirador de Joaquín Costa, del que conocía al dedillo todas sus actividades, sus escritos y sus intervenciones en Madrid y otros lugares. Costa era para él el ejemplo del aragonés progresista y amante de su cultura. Inútil será recalcar que esta actitud de insumisión y rebelión le acarreó numerosos sinsabores y disgustos, ocasionados sobre todo por el inspector provincial de Primera Enseñanza, que le declaró una guerra abierta y sin piedad impidiéndole todo ascenso en el escalafón y aun el presentarse a oposiciones, siguiendo la prohibición de obtener un pueblo cerca de la capital de la provincia. Estos tiempos difíciles y de apuros se habían hecho llevaderos gracias a la solidaridad y amistad manifestada por todos aquellos montañeses, que, contrariamente a lo que se suele decir sobre su carácter, tenían un corazón de oro y no permitieron jamás que a «sus maestros» faltara lo más esencial, además con la delicadeza de que no pareciera aquella ayuda una limosna que pudiera herir el amor propio de don Manuel y doña Rufina... Siendo titular, un maestro debía permanecer seis arios como mínimo en un pueblo antes de poder solicitar el traslado a otro. Por eso cuando llegó la primavera de 1929 don Manuel se propuso poner en ejecución los planes que poco a poco habían madurado en su espíritu y el de su compañera. Su deseo era acercarse a la capital con objeto de poder preparar oposiciones que le permitirían subir en el escalafón de la Instrucción Pública, procurándole una situación más confortable. Tenían además deseos de afincarse en algún pueblecillo no lejano de donde habitaban sus padres y otros miembros de sus familias. Así, fue tomada la decisión. Solicitó el Boletín del Magisterio, donde se detallaban todos los puestos vacantes de los distintos pueblos de la región aragonesa. La solicitud debería comprender siempre al menos cinco pueblos diferentes y como máximo seis si existía un imperativo deseo de 57

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cambiar de lugar. Con doña Rufina pasaron revista a todos los pueblos vacantes y, aunque no figuraban en la lista ni Loarre ni Poleñino —lugares nativos del uno y del otro—, sí encontraron cinco que por su situación geográfica, su importancia y su riqueza les parecieron interesantísimos. Ya hacía tiempo que en aquel Boletín habían visto la vacante del pueblecillo de Riglos, sin que ningún maestro la hubiese solicitado, debido, sin duda alguna, a que aquel pueblo tenía malas vías de comunicación, a lo que se añadía el haber estado vacante durante mucho tiempo. Era de temer para cualquier maestro el enfrentarse con una banda de críos medio salvajes y sin instrucción alguna. Un poco por desafío al destino, convencido de que obtendría uno de los cinco puestos solicitados y algo también por el deseo de conseguir el traslado en caso de no salir bien sus previsiones, a lo cual se añadía su espíritu de lucha, que le hacía rebelarse viendo que aquel pueblecillo falto de maestro estaba condenado al analfabetismo, incluyó aquel lugar pintoresco de las faldas de la sierra de Guara. Como tenía la convicción de que no se le enviaría allí, hizo como si se tratara de una partida de juegos de azar; echó un duro por los aires diciendo «si sale cara pido Riglos, si sale culo no pido nada». Pero el duro, después de dar varias vueltas, se quedó de cara. Inútil será decir que don Manuel hacía aquellas previsiones sin contar con que su enemigo, el inspector de Primera Enseñanza, no esperaba más que una ocasión como aquella para fastidiarlo mostrándole su odio y su aversión, no solamente personal sino hacia todo cuanto las ideas de aquel maestro representaban. Una vez más aquel inspector demostró ser el prototipo de la reacción más obtusa y atrasada. Por eso, cuando vio la solicitud hecha por el maestro de El Puente de Sabiñánigo se las ingenió para jugarle una mala pasada y puso así toda su influencia sobre la balanza para que ninguna de las cinco escuelas solicitadas le fuera otorgada y por el contrario ordenó le fuera entregada «en propiedad» la vacante del pueblo de Riglos. Y fue así como una mañana de primavera de 1930 el cartero del pueblo le puso en sus manos una carta certificada informándole de que a partir de aquel momento era nombrado «maestro na58

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cional del pueblo de Riglos, provincia de Huesca», puesto en el que debería personarse en los quince días siguientes. Un terremoto no hubiera causado el mismo efecto en aquella casa, que esperaba un nombramiento para la «tierra baja». Don Manuel se quedó anonadado y a doña Rufina poco le faltaba para derramar un río de lágrimas. Sin embargo uno y otro, haciendo alarde de coraje, se resignaron convencidos de que se trataba ni más ni menos que de una nueva «perrería» organizada por sus adversarios y que la mejor manera de hacerles frente era aceptar con serenidad aquel capricho del destino. Ni cortos ni perezosos empezaron a preparar el traslado y a planear la mejor manera de instalarse en el nuevo pueblo, para lo cual se imponía el hacer una visita al mismo. Pocos días después don Manuel se apeaba del Correo que bajaba de Canfranc por la tarde en aquella estación desierta, rodeada de pinares, desde donde debería emprender el camino entre peñascos y barrancos hasta llegar al pueblo. Su espíritu, ya maltrecho por el duro golpe recibido, que echaba por tierra muchos de sus proyectos, se sintió más sobrecogido al sentirse solo en el lugar donde todo tenía aspecto desolador. El Correo arrancó como si tuviera prisa por alejarse de aquellos oscuros y tristes parajes y solo pudo percibir don Manuel tres sombras que deambulaban por el andén, dos de ellas con la farola de ferroviarios empleados de la estación y la tercera con un saco a cuestas. Se trataba del jefe de la estación, del guardagujas y del cartero de Riglos, que tenía como misión la entrega de todo el correo de los pueblos de la comarca. El maestro se dirigió hacia los ferroviarios pidiéndoles le indicaran el camino más corto para llegar al pueblo; se miraron los dos y levantaron las farolas para examinar de arriba abajo a aquel extraño viajero como si se tratara de un fantasma. Tan inhabitual era ver descender del tren de la tarde venido de Jaca a un personaje bien vestido... —Espere usted un momento, que el cartero se lo indicará; yo llevo aquí poco tiempo y no conozco ningún pueblo de los alrededores —y, alzando la voz, el que llevaba una gorra de plato con laureles amarillos indicó al hombre que llevaba el saco a cuestas—: ¡Eh, señor Vi59

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cente, haga el favor de acercarse, aquí hay un señor que desea trasladarse a Riglos! Al tiempo que llamaba al cartero el jefe seguía examinando a don Manuel y su curiosidad se hacía mayor viendo las vestimentas curiosas y el buen porte del viajero. Comprendió que no se trataba de un labriego de la comarca y, deseoso de saber, le preguntó: —¿Es usted viajante? Malas horas ha escogido usted para visitar el pueblo. Con una particularidad, que no hay ningún comercio en él. Aquella pregunta casi parecía estúpida y cualquier persona sensata hubiese adivinado que si aquel jefe de estación la hacía era con intención de informarse de los motivos de la visita. La calidad del viajero, sus maneras modosas y otros detalles incitaban la curiosidad del ferroviario. Iba a continuar haciendo preguntas en apariencia anodinas cuando don Manuel, para evitar el continuo interrogatorio y aplacar inquietudes, hizo su presentación oficial: —Pues no, señor, no. Soy el nuevo maestro destinado hace pocos días a este pueblo y vengo a comprobar si la casa escuela está presta y en condiciones para recibirnos a mí y a mi familia. El guardagujas y el cartero se habían acercado escuchando lo que el maestro decía. Fue invitado a entrar en las oficinas de la estación, donde chisporroteaba un quinqué colgado en uno de los tabiques. Olía la habitación a petróleo y el humo que despedía aquel sistema de alumbrado se agarraba a la garganta; pero don Manuel estaba acostumbrado, había pasado buena parte de su infancia iluminándose en casa de sus padres con un quinqué como aquel y más de una vez había estudiado por la noche a la luz de uno parecido, cuando no alumbrándose con una vela de sebo. Comentaron uno y otro sus situaciones y el maestro explicó cómo aquel nombramiento lo consideraba un castigo debido a su espíritu rebelde y sus opiniones liberales. Y no fue pequeña su sorpresa al comprobar que el jefe de estación se hallaba en situación similar a la suya, aunque sería más justo decir peor que la suya, puesto que el maestro 60

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había solicitado el traslado a Riglos mientras que al señor Labajos lo habían enviado allí sancionado por haber participado y organizado un plante en la estación de Zaragoza. Así, la casualidad hacía que los dos fueran víctimas de la injusticia y se les reprochaba el haber defendido los derechos de los expoliados y oprimidos. Ya sabía por lo menos don Manuel que tenía allí a un amigo seguro con el que podía contar en aquel aislado y desolado rincón. El cartero, que hasta entonces no había despegado los labios, empezó a impacientarse y se dirigió a don Manuel: —Bueno, si quiere venir al pueblo conmigo es preciso darse prisa. Tenemos más de una hora de camino y a mí no me agrada mucho caminar por la noche, pues se corre el riesgo de tener algún tropezón o encuentro no deseado... El maestro se echó a reír tomando a broma aquella salida del cartero, pero este no parecía tomar la cosa a risa, pensando seguramente para sus adentros: «¡Qué sabe el maestrico este de las andanzas de las brujas durante las noches sin luna!». Refunfuñando, tomó la mochila, que parecía descomunal para transportar las cuatro o cinco cartas que llevaba dentro, y sacó una petaca sebosa de uno de sus bolsillos del pantalón mientras que con la otra mano hurgaba en los bolsillos de su chaleco, de donde extrajo un librito de papel de fumar. Empezó a confeccionarse un pitillo todo torcido y feo; luego, una vez liado su cigarrillo, sacó un mechero metálico en torno al cual había enroscados varios metros de mecha amarilla, tiró la mecha empujándola con el dedo para colocarla frente a la piedra y de un golpe seco con la palma de la mano sobre la rueda hizo surgir un chorro de chispas que hacían pensar en fuegos artificiales. Sopló sobre la misma para que se mantuviera bien encendida y durante algunos segundos se deleitó prendiendo fuego a su cigarro, que se torció un poco más al apoyar sobre él la mecha incandescente. Se despidió don Manuel del jefe y del guardagujas hasta el día siguiente y, conducido por el cartero, se fueron en busca de la burra que 61

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este había dejado atada en uno de los postes de hierro de la valla que rodeaba la estación. El cartero invitó al maestro a subirse sobre el lomo del animal, que como albarda llevaba solamente una manta vieja sostenida con una cincha, pero este no quiso aceptar la proposición; estaba acostumbrado a los caminos y sendas de la sierra y, como todos sus habitantes, sabía andar sobre pedruscos y malezas con la agilidad de una cabra. El cartero, a escarraminchas sobre su burrica, dejando caer sus largas piernas a ambos lados, lo que le daba la imagen de Sancho Panza —en más flaco—, arreó su montura dándole una palmada. Esta no se hizo repetir la orden, sabiendo que la dirección que tomaban, como de costumbre, la conduciría al establo donde le esperaba su ración de cebada. Y mientras don Manuel seguía detrás callado y pegándose algún tropezón que otro, el tío Vicente dio rienda suelta a su lengua informándole de todo cuanto a él le parecía podría interesar al pedagogo, sin olvidar hacer comentarios y ofrecer respuestas a sus propios interrogantes. Solo se callaba para dar una buena chupada al cigarro y empalmaba de nuevo: «Hace ya varios años que no tenemos maestro; es una vergüenza, ya que los críos andan por los campos sin saber de letras. De todas formas, no se apure, aquí poco trabajo tendrá, la mayoría de los zagales no irán a la escuela porque tienen faena en sus casas guardando os bueyes y o ganado. Tampoco tenemos cura, solo viene el de Triste un domingo por mes, para las fiestas, los entierros y las bodas. No hay carretera, solo este camino vecinal pedregoso que lleva del pueblo a la estación y a Ayerbe, la gran ciudad, donde está el médico, la farmacia, los comercios, etc. Para ir al pueblo hay 4 kilómetros siguiendo este camino, pero la gente se va por la vía, que es un poco más corto, a tomar el tren a la estación. ¿Está usted casado? Pues ya verá como su mujer y sus hijos se alegrarán de vivir en este pueblo, que es muy sanico, mucho. ¿Es usted de por estas tierras? Ah, sí, ahora me acuerdo que le ha dicho al jefe de la estación que es nacido en Loarre. Mire lo que son las casualidades, allí tengo a un primo mío, pero no nos vemos mucho porque aquel pueblo está muy lejos. ¡Jolín, son 18 kilómetros pasando por 62

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Linás y por Sarsa! Ya verá, ya, la casa de la escuela es muy grande, un poco abandonada desde que no vive allí nadie, pero no hay que apurarse, con cuatro brochazos de cal se quedará muy bien apañada. ¿A qué casa del pueblo va a ir a dormir? Porque aquí no hay fonda. Bueno, lo llevaré a casa de Gila, allí siempre tienen buena cama para los forasteros. Mire, esta es la pardina de Firé, aquí hay buena tierra y los almendros son estupendos; en cuanto a las viñas, ya podrá gustar el vinico que hacemos... Ahora llegamos al barranco d'o Riu. Tenga cuidado de no mojarse los pies, pues estos días anda un poco crecido. Por aquí es por donde menos me gusta pasar por la noche, siempre temo encontrarme con alguna bandada de brujas bajadas de la sierra por el Arcaz y Santo Román. Porque hay brujas..., ¡vaya si las hay! Mire, ami tío, que en paz descanse, lo agarraron una noche de tormenta por estos parajes, donde sin duda tenían un aquelarre, le echaron el mal de ojo y al día siguiente se le murieron las dos burras y él la espichó quince días después. Por aquí, entre el Mallo de Pisón y el Mallo de Firé, por las noches cuando sopla el cierzo de la sierra se oyen los estruendos que arman con sus gritos y silbidos. Bueno, pasaremos por el camino del Coscollar, el otro pasa cerca del cementerio y yo, por la noche, no quiero encontrarme con ningún ánima del purgatorio». El maestro seguía detrás escuchando el monólogo del tío Vicente y riéndose de sus salidas y del miedo que de manera no fingida lo atenazaba. «Si fuera de día ya vería qué paisaje se domina desde el Coscollar. Allá abajo está el río Gallego y aquellas luces que se ven al otro lado son las de Murillo, un pueblo que es de la provincia de Zaragoza. Bueno, ya llegamos dentro de unos minutos. Mire los Mallos, pese a la oscuridad se perciben allá enfrente, y mire la luz de la esquina de la plaza y la de casa de Teodosio». Así hacía su entrada en el pueblo de Riglos el nuevo maestro. El tío Vicente, como una devanadora, no había cesado un solo minuto en sus comentarios y explicaciones, lo que casi había producido satisfacción en don Manuel, que había hecho la hora de marcha sin apercibirse 63

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El pueblecito de Riglos, con Peña Ruaba al fondo. (R. Compairé, Fototeca de la Diputación de Huesca).

de que pasaba el tiempo. Se bajó el cartero de la burra, le dio una palmada y el animal salió trotando en dirección a su cuadra sin necesidad de que nadie lo guiara. —Lo primero que vamos a hacer es ir a casa de Gil, el correo lo distribuiré más tarde. —Como usted quiera, señor Vicente —contestó el maestro sonriendo al oír aquello de «distribuiré» el correo, cuando había comprobado que solo cinco misivas contenía su mochila de cartero. «La verdad —pensó para él— es que he tenido suerte de caer con el prototipo más pintoresco de todo el pueblo». Empezaron a subir una calle con vertiente pronunciada, empedrada con gruesos guijarros resbaladizos que le hicieron pensar enseguida 64

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en su pueblo natal. Como el suyo, aquel pueblecillo estaba enclavado en las faldas de la sierra y rara era la callejuela que no tenía una cuesta empinada, como decían sus habitantes. No había un bicho viviente por los sitios por los que pasaban, pero los perros del lugar se habían encargado de dar la alerta y sus ladridos eran repetidos por el eco que resonaba en los Mallos. Algunas caras aparecieron en los ventanucos de varias casas, en otras se entreabrieron discretamente las hojas pesadas de alguna contraventana para observar al forastero que interrumpía la quietud de las calles del pueblo. Así llegaron hasta la plaza, donde se hallaban cuatro jovenzuelos charlando y riendo bajo la luz amarillenta que difundía una lámpara encastrada en la pared de la casa que hacía esquina. Al ver llegar al cartero acompañado de un desconocido se callaron todos y observaron con curiosidad, pegándose a la pared, a los dos recién llegados. No hacía falta que don Manuel intentase hacer las presentaciones; el cartero, que no había dejado su soliloquio más que unos segundos al bajarse de la burra, continuaba dando explicaciones de todo cuanto les rodeaba a medida que iban avanzando y, como si hubiese sido el guía de un museo, con voz atronadora —mucho más que cuando habían atravesado los lugares más sombríos del camino— iba dando nombres de casas, de personas, de huertos o de lugares públicos: «Aquí tiene, señor maestro, casa de tal, el huerto de fulano, el horno...». —Buenas noches, zagales, aquí tenemos al señor maestro que el Gobierno nos envía —y antes de que los muchachos hubiesen contestado, saludando a su vez, ya estaba el tío Vicente dando dos enormes aldabonazos, que resonaron como dos cañonazos, en la puerta de Gila. Empujó la puerta y entró en el patio de la casa. — ¡Seria Josefa, baje al patio, que le traigo un huésped! Se abrió la puerta de la cocina y apareció una señora ya de edad con un candil en la mano, cuya luz osciló al recibir un soplo del aire de la calle. La señora procuró proteger la llama poniendo su mano delante, lo que produjo sombras chinescas que danzaban en los tabiques del patio. 65

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—Buenas noches, señora, soy el nuevo maestro nombrado para este pueblo y desearía hospedarme una noche. La señora Josefa se desveló para recibirlo, aunque pidiéndole disculpas, pues en su casa no podía ofrecerle una habitación como las de la ciudad... El cartero se despidió y, pese a que solo llevaba cuatro o cinco cartas aquel día, ni una sola casa del pueblo dejó de ser visitada para anunciar la nueva de la llegada del maestro allí enviado. Y aprovechaba aquella oportunidad para «remojarse» un poco el cogote con el vasico de vino rancio que le ofrecían en cada casa. Ya tenía de qué hablar todo el pueblo durante la velada y, si algunos padres exhalaban un suspiro de satisfacción, no era lo mismo con la gente menuda, que maldecía al tío Vicente por haberles traído un maestro de escuela... Poco durmió aquella noche don Manuel, debido a la pesadumbre del traslado y a lo que con él traía de preocupaciones materiales y morales, pues el acomodarse y hacerse a la vida de los habitantes de un nuevo pueblo era un problema peliagudo, y a todo esto, ni que decir tiene, se añadían las impresiones que había sacado desde su llegada a la estación hasta ponerse en la cama. A pesar de ser de un pueblo no muy lejano, se sentía extranjero como si hubiera desembarcado en un mundo desconocido donde todo se desarrollaba de forma distinta a como estaba acostumbrado. Debía rendirse ante la evidencia: había solicitado un desierto, un terreno yermo, donde la incultura aparecía por doquier, a lo que se sumaba la desolación y el cansancio, que aumentaban su desmoralización. Estaba convencido de que como destierro jamás hubieran podido escoger algo peor sus adversarios. Pero se apaciguó pensando que en su vida «ya había visto otras...». Se harían, él y su compañera, a la vida dura de aquellas gentes y seguro que conseguirían cambiar aquel aspecto e impresión que daba el lugar de vivir en otro siglo. Al día siguiente se levantó muy temprano, almorzó, ya que las preocupaciones no le habían quitado el apetito, y marchó en busca del alcalde, que ya estaba al corriente de su llegada por el tío Vicente. Las 66

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pesadillas de la noche habían dado paso a resoluciones optimistas. Se presentaron uno al otro con seriedad y modales, aunque por parte del alcalde manifestando cierta desconfianza, quizás pensando que frente al intelectual había que tener cuidado y no dejarse embaucar. Se fueron a la casa escuela y allí comenzaron las discusiones: —Será necesario dar un buen repaso a las habitaciones y a la escuela, blanqueando todo para que esté curioso y desaparezca la impresión de ser una bodega. Será necesario añadir algunas mesas y bancos, que están carcomidos. Así hablaba el maestro. El alcalde contestó poniendo pegas e impedimentos, haciendo ver lo difícil que era la situación económica del pueblo, que hacía imposible una participación extraordinaria de los vecinos para poner la escuela en orden; pero tenía enfrente a un hombre tenaz y decidido, en el que no parecían hacer mella aquellos argumentos. —Ya verá, ya. Usted no conoce a la población de aquí. Si los apuramos nadie mandará un crío a la escuela. No olvide que de diez años para arriba todo Cristo envía a sus «cachorros» a guardar los bueyes y el ganado, que es más productivo que la escuela. Además, hace ya varios años que no tenemos maestro y nadie lo echa en falta. —¿Ah, sí? Pues ya lo veremos. Para empezar impondré el respeto de la ley, haciendo que sean enviados a la clase los zagales comprendidos entre los seis y catorce años. ¿Lo restante?, ¡ya hablaremos! —terminó diciendo el maestro con energía y satisfecho de su decisión. Todo sucedía como lo había calculado don Manuel. Había estudiado detenidamente, al contacto con los habitantes del campo, el carácter tosco, ceñudo y desconfiado de los mismos, acostumbrados como estaban a sufrir los desdenes e injusticias de «los señoritos de la ciudad». De la gente «que sabía de letras» era preciso guardarse bien, ya que solo alguna mala pasada podía esperarse, aprovechando la candidez y el desinterés. Poco a poco las reticencias del alcalde se fueron apagando ante los razonamientos y autoridad del maestro. Se había ganado su confian67

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za, solo le quedaba ganarse la de los vecinos y jugar el papel que de él se esperaba: ser el instructor, el abogado, el defensor de causas difíciles, el árbitro de pleitos y disputas, el consejero de grandes y pequeños y un sinfín de otras responsabilidades. No era casual si en muchos pueblos pequeños el maestro hacía las veces de secretario, dirigiendo indirectamente toda la Administración local. Pero aquella confianza era preciso ganársela a pulso, con persuasión y a fuerza de dar ejemplo en todo, poniéndose en el «pellejo de la gente», como tenía costumbre de decir doña Pilar, la maestra de Sardas. Sobre todo, un hombre sensato y concienzudo no debería jamás tratar de imponerse por la fuerza; si así lo hacía, era correr hacia el enfrentamiento, que traía consigo una cantidad increíble de problemas y sinsabores. Ningún detalle de estos se le escapó a don Manuel a las pocas horas de estar en aquel pueblecillo. Sabía que la partida entablada sería dura y las dificultades para imponerse se multiplicarían por cien, debido a la situación creada por la falta de maestro durante tantos tiempos, el escaso contacto con el exterior por los difíciles medios de comunicación y las supersticiones y creencias arraigadas todavía en la gente, como había podido comprobar la víspera por la noche. «Bueno —pensó—, eso nos evitará a mi compañera y a mí el aburrirnos y apesadumbrarnos con las perrerías que la Inspección Provincial nos ha procurado». Se despidió del alcalde y decidió dar una vueltecica por las callejuelas del lugar. Sabía también hasta qué punto despertaría la curiosidad de todos los vecinos, y en particular de las mujeres, que salían a la puerta de las casas con la escoba en la mano como si realmente estuvieran haciendo la limpieza. Ni una sola de las personas encontradas dejó de ser saludada y para todos tuvo el maestro algunas palabras de simpatía, señalando que estaba satisfecho del buen acogimiento que le hacía «aquel hermoso pueblo». Y no eran palabras para quedar bien las de don Manuel, era ya el maestro del pueblo y con buena o mala gana su vida iba a desarrollarse junto a aquellas gentes. 68

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Vio a unas chicas que con el cántaro en las caderas se dirigían por el camino de la sierra hacia el lugar donde sin duda se encontraba la fuente del pueblo. Las siguió y así llegó hasta un rincón donde desde lo alto de una roca se despeñaba un caudal importante de agua cristalina y espumosa, yendo a parar a un pequeño estanque hecho de piedras llenas de musgo sobre las que trepaban algunas plantas acuáticas. A la derecha de la roca, un caño metálico vertía su chorro sobre una piedra que había en medio del abrevadero, a donde eran conducidas las bestias del pueblo para apagar su sed. El agua venía por la acequia desde la fuente de los Clérigos y a aquel rincón se le denominaba el Chorro. Las zagalas debían de andar entre los dieciséis y los dieciocho años, bien plantadas y bonitas, con unos carrillos encarnados seguramente producidos por el airecico de la sierra. Se alejaron sonriendo, con los cántaros apoyados en sus caderas, que les hacían doblarse un poquito sobre el costado dándoles un porte garboso de princesas de cuento de hadas. Con timidez saludaron al maestro con mucho respeto y bajando los ojos emprendieron el viaje de regreso a sus casas. Siguió el camino hasta el recodo más próximo, desde donde se podía contemplar el pueblo y sus alrededores. Echó una mirada en torno suyo y se quedó embelesado de la belleza que desprendía aquel paisaje magnífico que lo rodeaba y que, hasta entonces, solo había podido admirar furtivamente desde las ventanillas del tren cuando pasaba dirigiéndose a Sabiñánigo. Pero lo que lo dejó mudo de admiración fue la contemplación de los Mallos, aquellos monolitos de piedra rosada que se alzaban a varios centenares de metros, al pie de los cuales se agazapaba el pueblo, dando la impresión de ser un decorado de juguete. Aparecían como un grupo de gigantes entrelazados dando protección al pueblo. Un misterioso hechizo los rodeaba al estrellarse en ellos los rayos solares, hacía mal a los ojos mirarlos de frente. Aquí y allá se había formado una cueva, semejando ojos enormes, y muchas de aquellas cavidades, las más altas, servían de nido a los numerosos buitres que en ellas se alojaban, por lo que los bordes aparecían blanqueados de ex69

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crementos. Arriba, más alta todavía, la sierra, con sus bojes, sus encinas y sus pinos retorcidos; al fondo de la ladera, el río Gállego, que se enroscaba entre las salidas de los barrancos con su importante caudal de agua, sobre la que centelleaban los rayos del sol poniente en particular; en el declive, debajo del pueblo, los olivares de verdes y relucientes hojas que contrastaban con los colores de las peñas; algo más abajo, entrecortados por la línea del ferrocarril que subía a Canfranc, los almendrales, algún campo de trigo y las viñas. Por encima de aquel paisaje de ensueño imperaban un silencio y una tranquilidad que solo perturbaban los ladridos de los perros y los rebuznos de los burros, que el eco de los Mallos devolvía multiplicados. Por momentos se percibía hasta el silbido que hacían en su vuelo las alas de los buitres cortando el aire y ejecutando círculos majestuosos. A un lado y a otro se podían ver yuntas de bueyes arando los campos y se escuchaban las canciones y joticas que lanzaba al aire algún labriego. Don Manuel se sentó sobre una pared que servía para delimitar dos huertos y allí permaneció contemplando aquella belleza sin par que lo rodeaba, muy semejante a la de su pueblo natal pero mucho más salvaje y misteriosa, donde apenas se notaban las huellas de lo que mal llamado se titulaba la «civilización» y el «progreso». Eran pueblos vecinos y sin embargo parecía como si varios siglos de civilización los hubiesen separado. Ni aun las tierras se labraban de manera semejante. En Riglos eran los bueyes el principal animal para tirar los arados, en Loarre se hacía con mulas y caballos; en Loarre había carros y galeras para transportar la mies, en Riglos no existía un solo carro, falto de carreteras o caminos vecinales para el tránsito rodado; a Loarre llegaba el «auto correo» dos veces por día, pues tenía la carretera de Ayerbe a Huesca por Bolea; se podía llegar al pueblo en automóvil, en Riglos solo el tren pasaba, si bien la estación se situaba bastante lejos; Loarre tenía su luz eléctrica todo el día para los que la necesitaban, en Riglos solo al anochecer se encendían las luces, cuando daban la corriente desde Murillo (entretanto, únicamente los candiles y las velas servían para entrar en las 70

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cuadras, en las bodegas y otros lugares oscuros). Era curioso todo aquello. Ya avanzado el siglo ›o‹, en aquel pueblecillo parecía como si la vida y las costumbres se hubiesen parado en el xvill. Iban a encontrar desventajas, cierto, pero era todo aquello lo que le daba al país una belleza suplementaria, ya que sus habitantes habían sabido guardar las tradiciones y costumbres altoaragonesas, que se iban perdiendo poco a poco por tierras más «avanzadas». Con un espíritu bien diferente al de la víspera salió don Manuel hacia la estación, esta vez por el borde de la vía del ferrocarril, algunas veces saltando de traviesa en traviesa y otras sobre el andén que sostenía el balastro, evitando así pegarse tropezones sobre los pedruscos como le había ocurrido el día de antes. Menos de una hora después estaba esperando el tren Correo que lo transportaría a Sabiñánigo. Durante el camino esbozó mil proyectos para su instalación y toma de posesión, en dos sentidos: uno, físico, preparando el alojamiento y poniendo en orden la escuela, y el otro moral, imponiéndose en la conciencia de las gentes. Pensaba también que la proximidad de Huesca —42 kilómetros— le facilitaría la preparación de sus oposiciones. Pero ya estaba convencido de que con la ayuda de su compañera todo podría ser realizado en aquel magnífico rincón que el destino les había preparado. Quince días más tarde cargaban don Manuel y doña Rufina los muebles y otros trastos que poseían en un furgón del tren de mercancías y, a su llegada a la estación de Riglos, una caravana de burros requeridos por el Ayuntamiento les esperaba para llevar los bártulos lo mejor posible, sin que ningún mueble se estropeara al pasar los animales por el borde de una roca o bajo las ramas gruesas de un pino. Y, como la buena estrella los acompañaba, hicieron su entrada en el pueblo sin novedad.

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La escuela ya funciona

Sin apresurarse aquel día, con la mente puesta en recuerdos pasados o en sucesos cotidianos, se presentó el maestro en la casilla del guardabarrera sin apercibirse apenas de que había andado casi 4 kilómetros y, atravesando el olivar de Sangarrén, empezó a subir la costera andando bajo los olivos y por la senda junto a la cual crecían tomillos y cenojos, que como cada mañana perfumaban el ambiente. «¡Esto sí que es vivir!» —pensó, al tiempo que soplaba como queriendo sacar el mal aire tragado e hinchando el pecho aspiraba con fuerza el airecico bajado de la sierra. No quería entretenerse y por eso contestaba sin pararse al pasar ante alguna vecina que con la escoba en la mano barría las cagaletas dejadas por las cabras aquella misma mañana al salir hacia el monte. —¡Hola, don Manuel! ¿Ya está usted de vuelta? ¿Qué tal le ha ido por la capital? ¿Ha tenido buen tiempo? ¿No ha echado de menos a los críos del pueblo? —y así continuaban las preguntas, unas curiosas, otras indiscretas, otras satíricas de alguna descarada que se atrevía a lanzarle la pulla para ver la respuesta... —Bien, todo muy bien, ha ido de maravilla —se apresuraba a contestar el maestro, pensando que si se liaba a dar respuesta con explicaciones no alcanzaría su hogar antes de media tarde. Llegó por fin a la casa escuela, donde todavía los críos estaban en clase, controlados y dirigidos por doña Rufina. Hasta en esto se podía percibir su amor por la enseñanza. Podía cerrar la escuela durante los 73

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días de oposiciones, pero tenía tal interés en que la gente menuda no perdiera una sola hora de clase que transmitía los poderes a su esposa para sustituirlo durante aquellos días. Y ella poseía una maña y un saber hacer que, aunque falta de estudios, podía asumir el papel de un educador, aprovechando la oportunidad para leer ciertos libros de clase, de geografía o de historia, que le permitían extender sus conocimientos. En cuanto a la disciplina, sabía imponerse de manera férrea sin dejarse doblegar, lo que hacía decir a alguno de sus alumnos mayores: «Doña Rufina nos mete en vereda con dos pelotas». La buena marcha, el buen funcionamiento de la escuela eran una de las principales preocupaciones del maestro. Por eso sus viajes le traían rompimientos de cabeza. Compartía con doña Rufina todos los trabajos, pero no se había atrevido a pedirle que lo reemplazara durante aquellos días de exámenes, hasta que un día su esposa, que comprendía muy bien aquellos problemas, le propuso ocuparse de la clase durante sus salidas. Así había empezado a «hacer de maestra» sin tener título ni conocimientos pedagógicos, pero con una voluntad que suplía ampliamente la falta de estudios; además, como mujer observadora, tenía noción de todo cuanto su marido enseñaba y de los métodos empleados, sin olvidar el conocimiento psicológico, tan necesario para poder hacerse con aquel rebaño de chicos y chicas indómitos y pillos como los «rabosos del monte». Lectura, dictados, escritura y hasta operaciones de aritmética se hacían, aunque algunas veces al corregirlos cometía los mismos errores que los alumnos... En fin, se podía decir que, si no les inculcaba grandes enseñanzas, por lo menos conseguía que no perdieran las ya adquiridas. Solo la obediencia dejaba algo que desear, puesto que los bribones y granujillas aprovechaban cada ocasión que se presentaba para preparar alguna picia. Algunos de ellos llevaban a la escuela un mendrugo de pan o una onza de chocolate, que intercambiaban por cerillas o cartas de la baraja; otros, escondiéndose debajo del pupitre, hacían «chapas» 74

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con las cartas usadas que habían robado en casa para jugárselas al salir de clase; los había que preparaban el «plan de operaciones» piratas que llevarían a cabo después de la merienda, que en general eran pillerías en los huertos o irse a fumar a las eras o las cuevas de los Mallos unos cigarrillos hechos de corteza de romero y liados con papel de periódico o papel de estraza; otros formaban ya sus equipos para jugar a «palmo», lanzando una pena gorda contra la pared que al rebotar debería caer a menos de un palmo de la del adversario (cuando se conseguía, el perdedor debía pagar una cerilla, dos o cinco, según el cupo que se hubiera estipulado al empezar). Al aparecer don Manuel en la puerta de la escuela se oyó un reglazo descargado con fuerza sobre el pupitre y la voz de doña Rufina impuso silencio absoluto. Cincuenta o cincuenta y cinco caras sorprendidas se volvieron de un solo golpe hacia la puerta. Caras incrédulas y temerosas, pese al cariño que tenían a su maestro. Sin necesidad de orden autoritaria se pusieron de pie y con unanimidad indescriptible acogieron al maestro: —¡Buenos días tenga usted, señor maestro! Correspondió este al saludo colectivo y allí quedaron callados y tranquilos hasta tal punto que se podía oír el vuelo de una mosca. Era la tregua de la sorpresa, que no duraría mucho tiempo... Avanzó hacia el pupitre donde estaba su esposa y la abrazó, lo mismo hizo con sus hijos y saludó a toda la clase, que seguía en pie. Los hizo sentar y empezó a andar entre ellos como un oficial pasando revista a sus soldados, sin olvidarse de pasarles cariñosamente la mano sobre la cabeza. Ordenó continuaran leyendo todos en voz alta, como de costumbre, produciendo un murmullo de voces altas y bajas que por momentos eran semejantes a las piadas de una bandada de gorriones cuando se disputan alguna espiga en las eras del pueblo. Luego siguió su recorrido alrededor de la escuela como si hiciera una inspección para comprobar que todo estaba en orden. 75

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Es que aquella gran sala era la habitación más importante del caserón, compuesto de cinco habitaciones con su cocina, su comedor, su falsa, su bodega, su cuadra y su patio, y aunque era insuficiente para acoger normalmente a la cincuentena de alumnos que la frecuentaban constituía «media vida», como solía decir él con frecuencia. Allí dedicaba lo mejor de su tiempo enseñando lo que sabía, aprendiendo y perfeccionándose más cada día para transmitirlo a sus alumnos. Como el que admira una obra de arte en un museo, empezó su recorrido: cuatro ventanas dejaban pasar la luz del día, aunque de manera insuficiente por su estrechez; dos daban al corral de casa de Felipe, la tercera a la tenaza de Izárbez y la cuarta a la calle. Las dos del corral se mantenían cenadas para evitar los olores del estiércol que penetraban por ellas; por la tercera salía el tubo de la estufa que calentaba la escuela en invierno, para lo cual era necesario que cada crío aportase su tizón, como era la tradición, y el maestro los serraba haciendo tarugos para poderlos introducir en ella. Aunque blanqueada todos los años, la clase perdía su blancura en cuanto empezaban los días de frío y todos los objetos y el material seguían el mismo camino. Así, los dos mapas, uno de España y otro de Aragón, habían adquirido un color marrón claro que dificultaba la lectura de los nombres de pueblos y ciudades. En el fondo un busto de escayola, que parecía haber sido blanco, representaba la efigie de la República y, detrás, un retrato bastante grande del presidente del Gobierno aparecía tan ahumado que daba la impresión de ser la imagen de un jefe moro en vez de la del jefe del Estado. Un poco más allá había un Santo Cristo de madera carcomida, medio negro también, que quedó allí aun cuando se habían quitado las reliquias e imágenes religiosas. Seguía otro gran retrato del inmortal Joaquín Costa, que como se sabe era uno de los ídolos del maestro, al que acompañaban otros cuadros que el Ministerio de Instrucción Pública había confeccionado para las escuelas, recalcando siempre la necesidad de aprender e instruirse. Lo único que no cambiaba allí de color eran las dos pizarras negras donde se hacían 76

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las operaciones aritméticas, una para los pequeños que empezaban a sumar y la otra para los más grandes, que buscaban la solución de los problemas del «grado medio». En un armario se guardaban las tizas, los lapiceros, la tinta, los cuadernos, el papel..., y seguida a él estaba la biblioteca que el propio don Manuel había construido, pues era muy mañoso y sabía manejar con la misma destreza una garlopa, un azadón o una pluma. Tenía varios anaqueles con sus libros de historia, literatura y otros, entre los que dominaban los escritos por Blasco Ibáñez, Joaquín Costa, López Allué y algunas obras de Pérez Galdós y otros buenos escritores españoles. De todo pasó revista don Manuel. Luego se subió al rellano más elevado, donde estaba su mesa, y sentándose empezó a preguntar a doña Rufina cómo se habían portado los alumnos... —Pues no me puedo quejar, han sido ordenados y obedientes, pese a que una mañana cuando fui a la cocina para poner leña en el fuego encontré al regresar a Alejandro bailando sobre el pupitre mientras que tu hijo le cantaba una jotica... —respondió la seña maestra, y procurando evitar castigos añadió—: ¡Nada, se trataba de una gansada de esas que ya tienen costumbre de hacer! —Gansada o no, ya arreglaremos cuentas más tarde y ni Cristo los salvará de quedarse encerrados en la clase al terminar la jornada. Durante aquellos momentos la clase se había quedado muda. Solo se oía el resollar y aspirar los mocos de más de uno y la tos de algún otro que estaba resfriado. Solo las chicas parecían satisfechas de aquel castigo que se preparaba para los zagales. La presencia del maestro les imponía respeto, pero la verdad es que no duró mucho aquella situación, sobre todo porque empezó a pasar de nuevo entre los pupitres haciendo preguntas: «Marieta, ¿cómo anda tu madre?, ¿vino a verla el médico?», «José, ¿cómo va la cojera de tu hermano mayor?», «Rosario, ¿cómo están los ánimos de la abuela?, ¿siempre con su mal genio?», «Nicolás, ¿han nacido los cabritos?», «Saturnino, ¿aún cojea el buey royo?». Y así 77

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continuó haciendo preguntas e interesándose por la vida familiar de cada uno; era una manera de mostrarles su cariño y de conseguir que hubiera una reciprocidad, y al mismo tiempo usando toda su diplomacia para atraérselos totalmente. Poco a poco cada uno fue dando su respuesta sosegadamente y con agrado, pero al llegar a los últimos bancos empezaron de nuevo a oírse las voces que leían los textos del libro de clase, seguramente intentando así mostrar al maestro su aplicación y condición de discípulos sin reproche, lo que le hacía reír y pensar para sus adentros: «A mí no me la pegáis, atajo de granujillas». Volvió a sentarse y empezó a relatar a su esposa cuáles habían sido sus actividades durante aquellos días de cursillos y oposiciones en la capital provincial, recalcando su esperanza de haber aprobado todo lo que guardaba relación con su ascenso, pese a las zancadillas, que no habían faltado, por parte de sus adversarios políticos. Traía una buena noticia también que sabía no dejaría impasible a su señora: —Te anuncio que el viejo inspector provincial que tanto mal nos ha hecho va a ser jubilado y en su lugar será puesto mi amigo y compañero de estudios don Ildefonso, que ha logrado aprobar sus oposiciones en Madrid y al que el Gobierno ha nombrado inspector en nuestra provincia. Nada podía dar una alegría tan grande a doña Rufina como aquella noticia. Por fin iban a cesar las persecuciones y con ellas las preocupaciones. No lo dudaba, la vida sería más fácil. —¿Y cómo han nombrado a don Ildefonso sabiendo sus antecedentes socialistas? —preguntó a su marido. —Mira, los acontecimientos últimos han tenido su repercusión. El empuje de la FETE [Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza] y los problemas que los maestros plantean al Gobierno obligan al gabinete a cambiar, viéndose obligados a tomar decisiones contra su propia voluntad, nombrando a personas jóvenes y con otro espíritu que 78

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Sibiloteca de Ideas y Estudios Cootemporaneos

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el manifestado por los de la vieja generación. Pese a la política derechista y antiobrera, el Gobierno no puede frenar el impulso que los primeros ministros de Instrucción Pública dieron al problema escolar. Gracias a nuestras luchas hemos logrado imponer los cambios necesarios, la construcción de escuelas, el nombramiento de nuevos maestros allá donde eran necesarios y que la enseñanza sea uno de los principales objetivos de la República —exclamó el maestro exaltándose al evocar todo aquel programa. 79

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—¡Dios quiera que no vengan revoluciones, como las de Asturias y Andalucía, que den al traste con todos nuestros proyectos! —murmuró doña Rufina, que de análisis políticos conocía poco, pese a su espíritu republicano y liberal, y por consiguiente esto la conducía a examinar los acontecimientos ocurridos en el transcurso de aquel año como si se tratara de una plaga. —Bueno, dejemos la política, porque no nos aportará el cocidico del mediodía... Atravesó la clase para pasar a la cocina, donde siguiendo las costumbres ancestrales empezó a escarbar las cenizas y a atizar el fuego sirviéndose de la tenaza; solo unas brasas ardientes quedaban en la punta de un tronco de carrasca, que al ser sacudido y removido chisporroteó lanzando chispas como si fueran cohetes de feria. Debajo de una de las cadieras había un fajo de «leña delgada» —ramas de boj y romero— que cubría unos cuantos tizones de «leña recia»; la colocó sobre el hogar, sopló fuerte con el fuelle y pronto las llamas empezaron a devorar la leña, calentando la inmensa cocina y sirviendo a la vez de alumbrado. Con el badil recogió las cenizas y las metió en un caldero de cobre viejo, que a su vez fue vaciado en el aposento destinado a este efecto, pues servirían más tarde para hacer la colada de casa. Arrimó un poquito más los pucheros al fuego y empezó a probar para ver si todo estaba bien de sal. Ya había añadido las patatas y con un cazo fue sacando el caldo para hacer la sopa de fideos. Regresó satisfecha a la sala de la escuela y, para que su marido tomara las medidas que se imponían, le anunció: —Ya he escudillado, la sopa estará lista dentro de unos diez minutos. Casi al mismo momento llegaron a las narices del maestro y de los alumnos unos olores a cocido que «hubiesen resucitado a un muerto», como tenía costumbre de decir. Pasaron unos minutos y se dirigió a la puerta de la escuela abriéndola de par en par. Dio dos palmadas y anunció que la clase había terminado y, como una bandada de pollos cuando 80

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El autor (detrás, de pie), junto a sus padres y hermanos en Riglos, en los años 30.

se echa grano en el corral, salieron dándose empujones y bajando las escaleras de dos en dos, tropezando y saltando, lo que hacía que más de uno diera con sus posaderas en las losas del patio. «Por fin, mi cocido», se dijo para sus adentros don Manuel al sentarse en la mesa, y tomando el cazo empezó a servir la sopa a toda la familia. Entre otras cosas, guisar el cocido cotidiano era para doña Rufina toda una obra de arte, con la particularidad de que debía prepararlo para seis personas y que vivían con gran estrechez debido al poco sueldo que ganaba su marido como maestro nacional. Cada tarde se preparaba ya ella lo que tuviera para ponerlo a cocer a la mañana siguiente, porque todo el mundo sabía que para hacer un buen cocido era necesario saber ponerlo a punto y hacerlo cocer durante varias horas con fuego vivo y buenas brasas alrededor del puchero. Se levantaba a las 6 de la mañana, encendía el hogar y colocaba sus pucheros ante las llamas. En uno de ellos había medio kilo de garbanzos que habían sido puestos a re81

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mojar durante toda la noche. Llenaba el recipiente con agua y a medida que se iba calentando añadía el medio kilo de punta de pecho de cordero comprado la víspera en casa de Teodosio (era el tajo más barato, 7 perricas). Luego agregaba el chorizo casero, un buen trozo de tocino, un hueso de jamón (bien rancio, como le gustaba a don Manuel), y cuando era la temporada de la matanza de los cerdos también ponía una morcillica. Después añadía medio cogollico de col o unas pencas de acelga y lo dejaba hervir todo hasta las 10 de la mañana, en que ponía las patatas para que no se deshicieran por haber cocido demasiado, y hacia las once y media escudillaba: sacaba el caldo con un cazo y lo ponía en otro puchero, al que agregaba unos puñados de fideos o de arroz. Era el plato tradicional que se comía casi cada día en aquella casa y lo mismo ocurría en otras del pueblo; desde luego, allí donde había alguna «perra gorda», porque en las casas más pobres el cocido se limitaba a un pedacito de tocino y el cuello y las alas de alguna gallina... El postre era raro, salvo los días de fiesta, en que había natillas, flan o «torta de cazuela»; solo en periodo de cosecha se ponían algunas almendras, algún racimo de uva o algunas cerezas sobre las mesas. Una vez terminada la comida, el maestro empezó a pasar revista a todas las tareas programadas para los días y semanas que se avecinaban. Saboreó su café cotidiano mientras iba escuchando los detalles de los asuntos pendientes en el pueblo que le iba dando doña Rufina. —Bueno, puesto que me dices que Benito anda por su pardina de Peñameseguero, lo primero que haré mañana será ir a verlo para preparar la romería de Santa Cruz y sobre todo pensar cómo organizamos la limpieza de la acequia. Tú te ocuparás de los zagales un día más... —dijo don Manuel a su compañera. Sacó la petaca de cuero de su bolsillo del pantalón y empezó a liarse un cigarrillo con el tabaco extraído de la misma (tabaco de cajetilla, claro, el más barato de todos). Comenzó entonces a evocar aquellas costumbres ancestrales que, bien miradas y analizadas, daban la 82

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impresión de ser organizadas y realizadas dentro de un país comunitario, donde el egoísmo personal dejaba paso a la colaboración colectiva. Todo salía del «Sindicato», que actuaba dentro del ámbito municipal, pero sin depender de las órdenes y consignas de la Administración provincial; era el «Sindicato casero», como el tío Vicente tenía costumbre de denominarlo. Entre otras, al Sindicato incumbía el organizar las tareas de las principales labores que era preciso realizar conjuntamente: la limpieza de la acequia que traía las aguas al pueblo, su distribución para el riego de todos los huertos y campos de regadío, el arar y cosechar el campo del pueblo, los trabajos vecinales, el funcionamiento del horno del lugar para cocer el pan, el aprovecharse de la máquina de porgar cuando cada vecino había terminado su trilla, el buen funcionamiento del molino de las olivas para extraer aceite... Sin duda alguna era el «campo d'o lugar» el que más tareas requería y también más rompimientos de cabeza. Era la preocupación más reciente; es decir, que no tenía origen ancestral, como los demás trabajos; casi se podía decir que había sido creado a la par que el advenimiento de la República, con la iniciativa de algunos jóvenes del pueblo y aconsejados por el maestro. Un incendio había reducido a cenizas todo el pinar situado en la parte baja de la sierra, donde la tierra era fértil y menos pedregosa; aquel incendio había tenido lugar durante el otoño de 1930, sin que en su encuesta la Guardia Civil pudiera averiguar los orígenes del siniestro. Como si una mano misteriosa las hubiera dirigido, las llamas se apagaron en lo alto de un montículo, allí donde se situaba la linde de los dos términos municipales de Riglos y de Linás (se hallaba este terreno muy cercano a las fajas de la tía Lucía, allí donde se habían encontrado vestigios de civilizaciones pasadas, entre ellas varias tumbas enormes hechas de piedra sillar, dentro de las cuales se descubrieron esqueletos humanos con huesos de grandes proporciones, seguramente pertenecientes a una raza o grupo étnico cuyos individuos eran mucho más corpulentos y sólidos que los contemporáneos; aquel descubri83

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miento, aunque había sido notificado a la capital de la provincia, había quedado sin respuesta y sin resultado por falta de interés y también por falta de medios para investigar sobre los antepasados). La pérdida del pinar había sido importantísima, pues se trataba de pinos enormes que habían enraizado allí desde hacía más de un siglo. El incendio se extinguió por sí solo ante la impotencia de las gentes para poder apagarlo y lo que era un precioso tapiz verde cuando se contemplaba de lejos se convirtió en una mancha gris, triste y mugrienta, que enternecía el embeleso de aquellos montículos salvajes de la vertiente de la sierra. El incendio fue tan intenso que algunos peñascos resultaron calcinados y se quebraron en mil pedazos; hasta las profundas raíces de los árboles, coscojas y romeros quedaron totalmente abrasadas, sin que la más mínima mata de hierba creciera en aquellos parajes durante los meses siguientes. Vino la República, con sus esperanzas e ilusiones para los trabajadores de las fábricas y de los campos, pero con sus pálidas reformas allí donde podían llevarse a cabo. Aquel entusiasmo duplicó las iniciativas de la gente joven y algunos de los labradores más arremetedores del pueblo proyectaron roturar entre todos los vecinos aquel pedazo de terreno, quemado y yermo, haciendo una siembra que permitiría recolectar el grano y venderlo para engrosar la débil caja común... Antes de llevar a cabo las gestiones oficiales, se presentaron en aquella faja de tierra y como un enjambre se pusieron a trabajar todos a una para sacar los peñascos, las tozas calcinadas y todo lo que podía suponer un obstáculo para el labrado; los esfuerzos fueron incalculables, pero al final una docena de yuntas de bueyes pudieron arar el terreno, que fue inmediatamente sembrado. Los líos y problemas no faltaron: el cacique, que tenía intención de incautarse las tierras, llevó aquello a los Tribunales, que dieron largas al asunto; en la Diputación Provincial quedó el tema atascado y así sucesivamente en todas las Administraciones, lo que hizo que varios años después, sin legalizar nada, «el campo del pueblo» hubiera pasado a ser una realidad y llevara casi legalmente aquella denominación. 84

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Todo el mundo, y don Manuel el primero, por haber sido de los iniciadores, se sentía orgulloso. No había más que verlos coger el trigo cuando se trillaba, parecía como si entre sus manos hubiesen tenido un puñado de oro sacado de una mina... Y aquel año, por cierto, se presentaba todo estupendamente, había llovido y el trigo había nacido muy bien y se preveía una cosecha de las buenas. Incidentes durante aquella «ocupación de propiedades» los hubo a montones; llegó incluso a intervenir la Guardia Civil para intentar impedir la entrada en el campo de las yuntas de bueyes, pero, tiempo perdido, hubiese sido necesario un regimiento de guardias civiles, y la Administración provincial no los tenía y todavía tenía menos ganas de enfrentarse con las gentes de un pueblo que poseía una voluntad sin fallas y la certeza de que obraba con sensatez. En cuanto a las maniobras del cacique, del pueblo vecino desaparecieron como si el río Gállego se las hubiese llevado en una de sus crecidas... Con la mente en aquellos recuerdos, don Manuel lanzaba bocanadas de humo de su cigarrillo mientras sonreía pensando en lo que aquello representaba en cuanto a sacrificios de todos, ayudándose los unos a los otros. Decía para sus adentros: «Eso sí que es la doctrina de Cristo». Para poder concretar algunas de estas tareas era necesario que pudiese entrevistarse lo antes posible con Benito, el teniente de alcalde y principal colaborador para llevar a bien su organización. Los asuntos del «campo del lugar» se podían abordar otro día. En el presente lo que corría prisa era preparar lo más ordenadamente posible el Carnaval, aunque esas fechas eran las de mayor desbarajuste de todos los vecinos del pueblo. Durante aquellos días se daba rienda suelta y tomaban los vecinos las iniciativas más inesperadas. Lo importante era divertirse haciendo gansadas y alterando las costumbres y maneras de vivir cotidianas. Eran un par de días desenfrenados durante los cuales se perdían los modales y el respeto, como si se intentara así alejarse de la vida cotidiana por un lapso de tiempo dejando de lado las preocupaciones, las dificul85

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tades y la dura lucha que les imponían las tareas de la tierra. Pero no por ser una fiesta sin ley ni orden se podía permitir el desenfreno moral y físico y por eso le correspondía a don Manuel prever todo y estar presente en todas partes; aun así, no se podían evitar todas las burradas... Allí estaba también el alcalde, primera autoridad del pueblo, autoridad que se la pasaban por debajo de los calcetines la mayoría de los vecinos, cuando no era él mismo el iniciador y participante de la juerga general. El otro responsable de las almas, el cura del pueblo, se encerraba en casa y manifestaba «que no quería saber nada de aquellas sesiones y manifestaciones inmorales de los impíos». Era, pues, al maestro a quien incumbía imponer un poco de orden en las fiestas. Al día siguiente, como estaba previsto, don Manuel emprendió el camino de Peñameseguero andando por el borde de la vía férrea. A los dos lados de la misma podía ver a algunos labradores que se afanaban detrás de su par de bueyes, sosteniendo el arado o la vertedera para preparar la tierra que recibiría las semillas al llegar el otoño. Cuando alguno de ellos lo veía, aunque fuera de lejos, le hacía unas señales amistosas con la mano, como Juanico, que desde lo alto de su campo levantaba la vara; algo más allá andaba también Jesús, gruñendo y arreando a sus bueyes, que debían de estar cansados ya de tirar del arado en aquellas tierras secas y pedregosas. Más adelante distinguió a lo lejos la yunta de bueyes de Benito. Se salió de la vía y se aproximó al campo donde un joven en mangas de camisa, pese al aire fresco que corría, abría un surco con la vertedera, dejando tras de sí la tierra abierta, que al ser removida quedaba lisa y brillante. Aunque el terreno era accidentado y pendiente, un surco perfectamente recto podía verse desde el lugar donde don Manuel esperaba que el joven labriego diera la vuelta. Sonreía el maestro contemplando aquella hendidura perfecta y pensaba en la importancia que la gente joven en particular daba a aquella operación de labranza. Era una tradición también, un punto de honor que todo labrador deseaba mantener bien alto: arar recto. Como decía el tío Vicente, «un mozo que no es capaz de hacer un surco recto pierde la mitad de su 86

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valor». Casi se consideraba aquello como una deshonra; como lo era también cargar mal los haces de mies sobre los burros y realizar mal tantas otras labores que formaban parte del duro trabajo de aquellas gentes. Era una satisfacción para un mozo oír decir por el pueblo: «Mira fulano, ese zagal es el que mejor sabe labrar del lugar». Y también aquello tenía su importancia a la hora de encontrar mujer para casarse, pues las mozas casaderas debían tener en cuenta también estas «virtudes»... Don Manuel se sentó sobre un peñasco que servía de separación de la faja de tierra y esperó contemplando todo cuanto le rodeaba: un par de cuervos graznaban balanceándose sobre las ramas de un almendro; se oía el canto de una perdiz en la viña de Lucía; un burro rebuznaba en la paridera vecina; a lo lejos, en la falda de la sierra, se distinguía un rebaño de ganado que pacía tranquilamente, parecían copos blancos de algodón esparcidos entre la verdura de bojes y coscojas; unos gorriones se peleaban sobre el alero del tejado del corral vecino; una banda de engañapastores saltaba de un surco a otro devorando los insectos que aparecían al remover la tierra con el arado. Algunos de ellos se acercaban a menos de dos metros del maestro, que, inmóvil para no espantarlos, los observaba viendo cómo con aquel continuo balanceo de su cola iban llenándose la molleja de todos los bichos que salían de la tierra (el engañapastor era el pájaro al que más cariño tenían los campesinos, conocedores de su labor de limpieza de los parásitos de la tierra, y este, que parecía comprender aquella amistad, no se espantaba cuando alguien venía a su lado, solo daba un saltito, lanzaba un chasquido y levantando la cola picoteaba en el suelo en busca de su presa). Por fin se aproximó Benito con su yunta de bueyes, que a pasos cortos y pacienzudos iban tirando de la vertedera. El campo tenía más de 150 metros de largo, espacio que los rumiantes tardaban por lo menos diez minutos en recorrer. Levantó el mozo la vertedera y, como si los dos animales hubiesen comprendido que se trataba de un alto, se acercaron a la margen colocándose frente al maestro con la cabeza er87

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guida debido a la incómoda posición del yugo, que les hacía permanecer así. Babeaban, sin dejar un instante de rumiar, y resoplaban por sus narices dejando escapar un chorro de vapor que hacía pensar en el puchero donde se cocían las coles cuando se atizaba el fuego, del que salían por varios lados bocanadas de vapor que levantaban la tapadera con el típico chocar del metal. Entornaron los ojos dando ligeras cabezadas para sacudirse algún mosquito que venía a posarse sobre sus morros. Don Manuel se acercó acariciándoles el frontal, lo que apreciaron sobremanera alargando la cabeza en ademán de sentirse satisfechos. Eran dos hermosos bueyes de tiro que andarían por los 600 kilos cada uno, pelirrojos, de anchas ancas que relucían al sol. Respondían a los nombres de Soro y Royo (casi todos los labriegos que poseían una yunta de bueyes los llamaban así) y por la fuerza de la costumbre conocían aquel nombre y obedecían las órdenes que se les daban, posiblemente más por intuición que por comprender lo que se les ordenaba. Dos bueyes como la pareja que tenía Benito, o mejor dicho su padre, eran la fortuna de cada casa y el medio de subsistir y poder llevar a cabo todas las labores agrícolas, que iban de la labranza de las tierras a la trilla. Para las gentes de la montaña constituían la mejor ayuda en aquellos quehaceres, pues solo una yunta de bueyes era capaz de tirar de un arado por los campos costeros y pedregosos de las vertientes de la sierra. Benito clavó la vara en el labrado, volvió la vertedera al revés para que los animales no pudieran «enrejarse» clavándose la punta de la misma en las pezuñas, les dio una palmada en las ancas diciéndoles «tranquilos» y se acercó al maestro. —Buenos días, don Manuel. ¿Cómo está usted? ¿De regreso al pueblo? —dijo Benito estrechando la mano de don Manuel, al tiempo que se apoyaba en el arado y se enjugaba el sudor con un pañuelo de cuadros azules mientras que el Soro le sacudía en la cara con la cola. Hacía aquellas preguntas tímidamente y con gran respeto hacia el maestro, pues aquellas gentes duras y calladas profesaban un respeto sin 88

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igual hacia el maestro del pueblo. Tenían miramiento hacia el cura, el alcalde (no siempre), el juez, el médico (allí donde lo había), pero en todos los pueblos la actitud reverenciosa hacia el hombre que tenía por vocación «enseñarles de letras» era bien distinta de la que adoptaban con todas las demás personas de «alto rango» (calificadas así por tener un poco más de instrucción que ellos). —¡Hola, Benito! Muy buenos días. Pues sí, ya estoy de nuevo en el pueblo, con la esperanza de que mis oposiciones servirán para algo esta vez —respondió el maestro—. Bueno, he venido a verte porque los Carnavales se aproximan y también la fiesta de Santa Cruz y es necesario poner en orden las iniciativas y programar un plan de trabajo para limpiar la acequia comunal, como se hace cada año. Eres el concejal encargado de todos estos asuntos y el Ayuntamiento nos ha responsabilizado a los dos para llevarlos a bien. He tomado algunas notas. Tengo un croquis preparado indicando los sectores de los principales trabajos; los lugares designados a cada grupo teniendo en cuenta la mentalidad de unos y de otros y también sus desacuerdos, aunque ese día deben olvidarse los problemas pasados. Hay varios tramos de acequia que deberán ser reforzados con piedras que podrían traerse del Coscollar con unas cuantas burras. Se impone asimismo hacer la limpieza de la balsa, pues con la retención del agua para regar se ha acumulado el buro arrastrado por las tormentas y también han crecido mimbres y juncos en los bordes. En fin, encontrarás una relación del proyecto para este año en los papelicos que te doy. En cuanto a los Carnavales, de poco serviría hacer planes para unas fiestas en las que impera el desorden y se suceden las barrabasadas... Y ya está bien, ahora hablemos de otros asuntos. ¿Qué hay de nuevo en el pueblo? Benito se rascó el cogote al tiempo que hacía muecas con la boca como quien no sabe cómo empezar: —Pues verá usted, don Manuel, las cosas andan bastante mal —tomó una postura de tribuno y, empleando un hablar diferente, empezó a 89

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relatar lo más importante—. Han tenido lugar movimientos huelguísticos de nuevo en la fábrica del carburo, en la de la electricidad, sin contar los obreros de la vía. Han seguido enfrentamientos bastante duros, que han terminado, como de costumbre, con los «civiles» sacudiendo leña. Los de nuestro pueblo que trabajan allí se replegaron al lugar y, furiosos de sufrir tanta humillación e injusticia, desfilaron por el pueblo y se personaron ante la casa del cura, a la que querían pegar fuego como venganza, sabiendo que este es el enemigo más encarnizado de los sindicatos. —Pero ¡qué bárbaros! —contestó don Manuel—. Ya se ve que yo no me encontraba en el pueblo para enderezarlos. ¡Qué conducta de locos e irresponsables! ¡Sigue, sigue! —Pues lo bueno del caso es que la gente del pueblo los apoyaba, seguramente intentando vengarse así de la conducta del gobernador en el asunto del «campo del pueblo». Estamos viviendo bajo un régimen de injusticia como jamás se ha conocido en España, ni aun bajo la Dictadura de Primo de Rivera. Nada, se impone el hacer la revolución social, como pregona el sindicato CNT. No es posible continuar así, ¿se da usted cuenta, don Manuel, de que nada se puede conseguir por las buenas? Iba a continuar por aquellos derroteros, pero el maestro le atajó haciendo gestos con sus manos para que se apaciguara. Él era de izquierdas, luchador infatigable por la justicia y la libertad. Había hecho suyas todas las causas justas que defendían las gentes humildes y explotadas. ¡Ahora que de ahí a llamarse «revolucionario» o a aceptar aquellas tesis había un largo trecho! Revolución para él significaba caos, desorden, liquidación de todos los principios existentes..., y eso no podía aceptarlo, aunque a veces se paraba a meditar sobre la contradicción existente entre algunos de sus principios y la oposición hacia la denominada «revolución». Entonces se daba cuenta de hasta qué punto estaba influenciado por los conceptos de una sociedad capitalista explotadora, que calificaba así todo movimiento de protesta y toda reivindicación. Y 90

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aquella influencia era tal por todo Aragón que hasta se miraba de soslayo al obrero o empleado que predicaba la «revolución», incluso los que sabían que aquel vocablo representaba entonces lucha por obtener una vida más digna y mejor. «Revolución» era una palabra fatídica para los que estaban peces en política, era el sinónimo de todos los horrores... —No, Benito. A la intransigencia e injusticia de los caciques y capitalistas es necesario responder con la firme resolución pacífica de la clase obrera y de los campesinos, evitando toda provocación que pueda ser tomada como pretexto para suprimir brutalmente nuestro movimiento. Sabes que, desgraciadamente, los ejemplos no faltan y desde comienzos de año las detenciones no han cesado un solo momento. Además, te expresas como algunos dirigentes anarquistas y sabes bien que la actitud de no votar en las pasadas elecciones nos ha causado muchos sinsabores. ¡Lástima que tanta voluntad de lucha sea dispersa y que no haya hombres sensatos capaces de cambiarla! Continuaron largo rato discutiendo de la situación creada en toda España y Benito se convencía poco a poco ante los argumentos del maestro, más por respeto a su venerable interlocutor que por auténtica convicción. Todo aquello era el fruto de la influencia en los lugares de trabajo de las actividades socialistas, comunistas y, sobre todo, anarcosindicalistas, la fuerza más influyente en Aragón. La gente joven, particularmente, que veía en la República el único medio de liberarse del oprobio, escuchaba con agrado a los teóricos sindicalistas predicando cambios y revoluciones que deberían dar al traste con todas aquellas instituciones carcomidas y podridas que poseía España, sin que los obreros y campesinos comprendiesen exactamente el significado de una fraseología que ni los mismos responsables eran capaces de asimilar pero que hacía germinar en la mente de muchos explotados ideas y concepciones totalmente absurdas, como eran las de querer imponer cambios por la fuerza, cuando no destruyendo todo lo existente. Y, sin querer, llevaban el agua al molino de la burguesía reaccionaria, para la que la «revolución republicana» era ya el desorden, el desbarajuste y la violación de 91

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Las tropas leales en Ayerbe, tras el fracaso de la sublevación de Galán y García Hernández en Jaca (1930). (Foto: Sr Martínez, corresponsal en Zaragoza de la revista Nuevo Mundo, Fototeca de la Diputación de Huesca).

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todas las leyes existentes, basando su propaganda en el lema «La República y su revolución es el infierno». Por eso don Manuel estaba influenciado también por aquella propaganda, sin que por ello se sintiera enemigo de los grupos obreros que la predicaban, sosteniendo activamente las luchas y movimientos de los mismos. A veces se paraba a examinar todos aquellos problemas y posiciones que por momentos parecían contradictorios y que sin duda alguna eran el motivo principal de que la República no se hubiese afianzado en España y de que no se hubiesen ganado masivamente las voluntades de las clases explotadas. Para él era preciso imponer los cambios por etapas, sin brusquedad, ganándose la voluntad de las gentes tras una explicación pacienzuda y perseverante, imponiendo reformas que fuesen accesibles a todas las mentes, considerando el bajo nivel cultural de la gente trabajadora, y para ello era preciso empezar por dar ejemplo «desde arriba», como comúnmente se decía, abandonando egoísmos e intereses particulares de partidos, de sindicatos o simplemente de «camarillas». Era tanto y más necesaria aquella labor de explicación y esclarecimiento que en aquel mismo pueblo había tenido don Manuel ejemplo vivo de ello. Antes de la sublevación de Galán y García Hernández en Jaca, allí no había republicanos ni se sabía lo que eran; lo que fuera la Monarquía les importaba un bledo y el rey para ellos no era más que «el soberano que siempre ha existido». Sin embargo, los problemas materiales que la dictadura del rey les había creado, como eran la carestía de la vida, las dificultades de la venta de sus productos adquiridos con una suma de trabajo incomparable, el abandono de la instrucción pública, los impuestos y tasas cada día más importantes y otros problemas similares hicieron que, guiado por el maestro y algunos obreros algo espabilados, el pueblo se convirtiera en un bastión republicano, sin que por ello cambiaran lo más mínimo sus costumbres y sus tradiciones. Se decía «¡Viva la República!» como antes se había dicho «¡Viva el rey!», aunque con la esperanza de que aquel nuevo régimen traería cambios beneficiosos para todos. Todo el mundo era republicano pero, cuidado, los había de 93

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derechas y de izquierdas, como en cada pueblo de la provincia. Y aquella clasificación no era un fenómeno ideológico, no, era la etiqueta que la propia gente ponía a cada uno de sus vecinos... Don Manuel sonreía a veces cuando buscaba una solución a aquel intríngulis. La clasificación social que había existido siempre sirvió para delimitar los bandos: los «ricos» serían de derechas y los «pobres», lógicamente, de izquierdas. ¡Pues no faltaba más!, como decía el tío Vicente, «bien había derechas e izquierdas en la capital, ¿por qué no las habría de haber en el pueblo?». Pero no por eso desaparecieron las costumbres, las tradiciones, las supersticiones..., bien arraigadas en la mentalidad de los vecinos de los pueblos de la sierra. «Rico» era el que tenía un par de yeguas y dos burras o un par de burras y una yunta de bueyes; el que disponía de casa grande y más campos que los demás (aunque estuvieran en lugares donde la tierra no era buena más que para criar coscojas); el que poseía dos arados y vertedera o un trillo de ruedas; el que hacía venir a tres o cuatro «valencianos» para hacerle la siega; el que de tarde en tarde pagaba una misa hecha ante el altar de san Sebastián; el que lograba abonar sus contribuciones con menos retrasos que los demás... «Pobre» era el que no tenía más que un par de bueyes o un par de burras; algún almendral y unos cuantos olivos en los solanos; el que debía llevar a vender a Ayerbe una carga de leña cortada en la sierra para poder conseguir dos pesetas con las cuales se compraría una camisa; el pobracho que a veces tenía que salir del pueblo para ganarse algún jornal mal pagado... Aquellas definiciones o diferencias existían desde tiempos inmemoriales sin que tuvieran realmente fundamento. Tan apurado andaba el rico como el pobre y las dificultades para ambas categorías no tenían fronteras ni separaciones. Pero, ¿acaso el cambio de régimen iba a alterar un orden establecido en las costumbres de las gentes y arraigado como las raíces de los olivos en la tierra? ¡De ninguna manera! Eso era imposible, tan implantadas estaban entre ellos aquellas tradiciones, usos 94

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y ritos que hubiese sido inconcebible el intentar cambiarlos. ¿Cómo concebir, si no, una separación entre unos y otros? Además, aquello hubiera sido incompatible con sus costumbres y el carácter de los labriegos, para quienes «poderío» —aunque fuera ficticio— significaba superioridad en todos los conceptos. Los ejemplos no faltaban: el alcalde tenía que ser un «rico», el juez exactamente igual y no hablemos de cualquier representante que fuera requerido para tener contactos con la Administración de cabeza de partido o provincial, aunque en ocasiones algunos de ellos tenían menos luces que el pobre peón que se veía obligado a salir del pueblo para ganarse algún jornal... ¡Cuántas vueltas había dado en su mente don Manuel a aquellos hechos! Y lo bueno del caso es que él, que era el abanderado de las ideas izquierdistas, tenía a sus mejores amigos entre la gente de derechas, lo que le ocasionaba alguna reflexión desagradable de otros amigos de izquierdas que no comprendían el porqué de aquellas amistades. ¡No todo eran rosas y flores en un pueblo de aquellos tiempos! Había batallado con todas sus fuerzas para intentar hacer comprender a los vecinos que aquella barrera no era más que superficial y que todos, de izquierdas o de derechas, debían hacer frente a las mismas dificultades materiales y morales; sin embargo, aunque la gente parecía comprenderlo, no por eso se esbarraban de la senda seguida hasta entonces. Así andaban platicando desde hacía largo rato sin darse cuenta de que el tiempo iba pasando. Los dos bueyes, siempre uncidos, se habían marchado un poco más lejos para poder agarrar algún cenojo. Benito, que estaba sentado sobre un matorral, se puso de pie y lanzó una mirada hacia los Mallos, de los cuales solo se podían ver desde allí las puntas, ya que el resto lo ocultaba la colina vecina; se puso la mano en forma de visera ante los ojos y exclamó: —Hablando, hablando, no me había dado cuenta de que era la hora de desenganchar para comer. El sol empieza a entrar dentro de la cueva de los buitres... Es la una, minuto más o menos. 95

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No llevaba reloj el joven, pero como a todos los campesinos de la comarca no le hacía falta los días de sol, le era suficiente mirar hacia los mallos para saber la hora que era. También el maestro había aprendido aquellas señales horarias conviviendo continuamente junto a ellos: cuando el sol empezaba a dar en una de las grietas del Mallo Colorau, eran las 9 de la mañana; cuando bañaba con sus rayos un litonero que había nacido no se sabía cómo en una de las hendiduras de la roca, eran las once; cuando su luz penetraba en una de las cuevas llamadas «de los buitres» —porque se refugiaban allí las rapaces—, era la 1 de la tarde, y cuando se inundaba con la luz del astro rey la boca de la cueva de las torcaces (palomos salvajes) —llamada así porque las torcaces entraban en aquel orificio para beber el agua que se depositaba allí cuando llovía—, entonces se sabía que eran las 5 de la tarde. En cuanto a la salida y puesta del sol, no hacía falta consultar máquinas ni artificios, cada uno de los labriegos conocía las horas con más precisión que la que podía dar cualquier calendario de aquellos de taco colgados en las cocinas de las casas, cuyas hojas eran puntualmente arrancadas por las noches antes de acostarse. Y aquella precisión horaria eran capaces de tenerla en cualquier momento del año... —Sí, es verdad —contestó don Manuel—. Vaya, me voy hacia casa, que mi mujer debe de estar esperando mi regreso y tengo clase esta tarde. —¡Qué va! Usted se queda a comer un bocado conmigo, don Manuel. Su mujer ya comprenderá que teníamos muchas cosas de que tratar. Precisamente tengo una longaniza estupenda y media vara de chorizo de ese que usted aprecia tanto, que una vez asadico ya verá cómo nos chupamos los dedos. Y la bota está llena de clarete de la nueva cosecha, que todavía no lo ha gustado usted. Todos aquellos argumentos lograron convencer al maestro. Hay que decir que no hubo gran necesidad de insistir, se doblegó rápidamente. Había dos razones para ello, digamos mejor tres: una, que tenía ganas de continuar aquella tertulia junto a Benito, ya que le agradaba so96

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bremanera el conversar con aquel joven con el cual compartía puntos de vista muy semejantes; otra, que conociendo las reglas de la hospitalidad y del obsequio en uso entre las gentes de la sierra rechazar una invitación era tanto como hacer un desaire y no apreciar aquella amistad salida de lo más profundo de todos ellos, y la última, que tenía un apetito de mil demonios, pues andaba despierto desde las 5 de la mañana y el paseo aquel no había hecho más que avivarlo. Benito arreó los bueyes hasta clavar profundamente en la tierra la vertedera, los hizo recular un poco y sacó la clavija que mantenía el timón del arado. Luego los desunció sacándoles de encima el pesado yugo de madera, recubierto de tela de una manta vieja para que no les hiciera chichones en el testuz y la parte del cuello donde se les amarraba. Los animales dieron un par de cabezadas a ambos lados al sentirse libres de aquel artefacto y se dirigieron lentamente hacia el terraplén de la vía, donde crecían hierbas, cardos e hinojos que de un lengüetazo segaban como lo hubiera hecho una hoz. Los dos hombres se apresuraron a recoger unos brazados de leña seca, que no faltaba en las cercanías del campo, y colocándolos entre cuatro peñascos les prendieron fuego hasta conseguir una buena brasada. Entre tanto el joven había sacado de sus alforjas todas las vituallas, que iba colocando sobre una servilleta de lino anchísima: medio pan casero, que pesaría sus dos kilos, chorizo, longaniza, tres magras, una hermosa cebolla blanca, olivas negras y un cuerno brillante tapado herméticamente que contenía el aceite para la ensalada. A primera vista, una persona no acostumbrada a los usos de la tierra se hubiera quedado pasmada viendo el contenido de aquellas alforjas que parecían no tener fondo y la cantidad de comida preparada con vistas a alimentar a una sola persona, pero también aquello tenía su explicación: se llevaba al campo la alforja repleta de lo que se poseía, fuera jamón, sardinas de cubo prensadas, huevos duros, etc., pero en cantidad suficiente para agasajar a todo invitado que pudiese presentarse inesperadamente en cualquier momento de la jornada para «echar trago». 97

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Don Manuel había preparado dos palos de boj seco en forma de horquilla que, sacándoles punta con el cuchillo, iban a servir para poder pinchar el embutido y colocarlo sobre las brasas sin quemarse los dedos. Mientras el chorizo empezaba a asarse Benito cortó dos rebanadas de pan enormes que iban a servir de plato y colocó sobre ellas varios pedazos de cebolla que saló y condimentó con el aceite de oliva casero que llevaba en el cuerno. Tendió una de ellas al maestro, sacando las olivas de un envoltorio hecho con papel de una página del Heraldo de Madrid que colocó sobre la servilleta. Le dio una de las magras, se sirvió él otra y empezaron el festín. Don Manuel había sacado un pañuelo de bolsillo, que desplegó sobre su rodilla izquierda. Tomó la navaja que le tendía su compañero y arremetió contra el jamón y la cebolla, que encontró exquisita. Benito aprovechaba las ramas de un romero que crecía junto a donde estaba sentado para limpiarse los dedos, sirviéndole así de servilleta. Aquello era matar dos pájaros de un tiro: se limpiaba los dedos y las palmas de las manos y al mismo tiempo le quedaba el perfume sin igual de los romeros, aunque de vez en cuando se restregaba las manos sobre las perneras de su pantalón de pana, que aparecía lustroso a ambos lados. Sin dejar de comer, tanto el uno como el otro, sostenían en la mano izquierda el pedazo de pan y con la derecha, sirviéndose de la horquilla, daban vueltas al chorizo que se asaba sobre las brasas rechinando y sacando grasa, que humeaba al quemarse, y esparciendo alrededor un olorcico capaz de despertar a un difunto... La bota no era olvidada, sino que pasaba de una mano a otra con frecuencia, sobre todo porque, como había dicho el joven, se trataba del primer vino sacado de la cuba principal poco tiempo antes, néctar que se deslizaba por el garganchón con la suavidad del agua de la fuente de los Clérigos (con la diferencia de que aquel líquido tenía 16 grados). La emprendieron con el chorizo, que salía del fuego chorreando grasa, lo depositaron sobre una nueva rebanada de pan y pronto quedó impregnada de rojo toda la miga; al ser cortado por la navaja, el embuchado producía el estallido característico del embutido asado. 98

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Pocos comentarios hicieron los dos durante la comida, salvo los concernientes a lo comido, alabando aquellos productos que engullían y el vinico que poco a poco iba alegrando los ánimos. Una vez terminada la comida sacó don Manuel un paquete de cigarrillos «de sesenta» y le dio uno a Benito, que se quedó perplejo, pues no tenía costumbre de ver fumar al maestro cigarrillos de aquellos caros (se los liaba él mismo sacando el tabaco de una cajetilla que llevaba siempre en una petaca de cuero). Es verdad que aquel día el maestro acababa de llegar de la ciudad y allí era necesario mantener «su rango», aunque no tuviese dos reales en el bolsillo. —Aunque no pensaba abordar los problemas del «campo del lugar», querría que me explicaras lo que hay estos últimos días con referencia al mismo. Según he sabido hay vecinos que están dispuestos a labrar y sembrar el campo, pese a las amenazas de las autoridades y del cacique de don Lorenzo. —Pues sí, señor, y usted no puede oponerse a ello, pues la gente no comprendería su actitud después de la campaña que realizó para roturar aquel terreno y las continuas críticas que ha hecho de este escándalo. Se sentirían defraudados al no verlo luchar junto a ellos para que la justicia dé la razón a los míseros. Benito ponía tal firmeza e ímpetu en su discurso que don Manuel no quiso atajarlo. Hubiera sido en vano. De todas formas no tenía intención alguna de oponerse a la población sino todo lo contrario. Además, sentía orgullo de ver defender aquellos principios por uno de los jóvenes que él mismo había encauzado por aquellos derroteros. —Yo creo, don Manuel, que debemos movilizar a todo el pueblo esta semana que viene y al otro lunes nos presentaremos en el «campo del lugar» con varios pares de bueyes y aperos de labranza. Se distribuirán las tareas: unos labrarán, otros sembrarán, otros pasarán el tablón para allanar la tierra; mientras unos cuantos, con usted a la cabeza, montarán guardia con las escopetas y, si algún indeseable o la Guardia 99

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Civil se acercan por el camino de la estación, se les sacude una buena perdigonada en el culo. —¡Ah, no! —gritó el maestro—. Eso no. Estoy de acuerdo con que impongamos nuestra voluntad, pero pacíficamente. ¿Acaso has olvidado Casas Viejas? No debemos caer en la provocación, que serviría a las derechas para acentuar la represión, y tampoco podemos jugar con la vida de los nuestros. Quítate esas ideas de la mollera. ¿Para qué serviría cargarse dos o tres guardias civiles si después el pueblo sería puesto a sangre y a fuego? Debemos manifestar nuestra fuerza, pero sin caer en las artimañas de la reacción burguesa. De todas formas, reuniremos el Sindicato vecinal y se tomarán las medidas necesarias para llevar a bien las faenas sin chismes y sin choques con los «civiles». Te dejas influenciar por tus compañeros de la fábrica, llevando siempre al terreno de la violencia nuestra justa lucha. Es cierto que a veces la exasperación ocasionada por los opresores y la complicidad de ciertos dirigentes republicanos hacen dudar a la gente, que no ve una solución democrática y lógica para todos los problemas que se les plantean. A nosotros corresponde conducir esas luchas y ese descontento explicando con tenacidad nuestra voluntad democrática. Esta vez era el maestro el que estaba contento de su «mitin popular». Sin embargo, no estaba muy seguro el tribuno de haber convencido a su «auditorio», aunque no dudaba de que sus razonamientos pesarían mucho a la hora de la reflexión y de que Benito estaría a su lado cuando se tratara de apaciguar a la gente. —Bueno, me voy a casa. Tengo a los críos en la escuela y también hay que preparar la clase de adultos de esta noche. Y tú, a continuar con tu labranza, que si nos pasamos el tiempo hablando no habrás terminado al final del día cuando los buitres se vayan a dormir al Arcaz. —Tiene usted razón, don Manuel. Sobre todo, que mi padre anda baldau y no podrá hacer la siembra en el campo de Firé. Se fue el mozo a recuperar sus bueyes, que andaban pastando por las márgenes del campo vecino y que, por la fuerza de la costumbre, se 100

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acercaron al lugar donde se hallaban los aperos de labranza. Echó el yugo al cuello del Royo al tiempo que invitaba al otro a acercarse hacia él: «Ven aquí, Soro, entra, adelante», decía al tiempo que producía un chasquido con la lengua. Y el buey, lentamente, comprendiendo lo que se esperaba de él, avanzó unos pasos colocándose junto al otro y permitiendo así ser uncido. Con las mismas palabras los hizo retroceder hasta colocarles el timón del arado, sobre el cual pasó la clavija metálica que lo sostendría; les pasó la mano por el lomo reluciente dándoles unas palmadas que los bovinos parecían agradecer; con una voz recia les lanzó el «arre» y con paso firme, lento y majestuoso se adelantaron por la huebra tirando de la vertedera, que iba abriendo un nuevo surco. Los engañapastores prosiguieron también su simpático e ininterrumpido «ballet» buscando insectos. —¡Hasta la noche, don Manuel! —gritó Benito al alejarse, al tiempo que levantaba la vara de avellano en el aire. El maestro le devolvió el saludo y antes de emprender su camino de regreso aún se quedó unos instantes admirando aquel surco perfecto, los pájaros que iban siguiendo la yunta y todo el decorado natural que le rodeaba. «Es dura la vida de nuestros campesinos», se decía para sus adentros, pero llena de maravillas naturales que la hacen incomparable. ¡Y pensar que con un poco de justicia y comprensión sería aceptable y llevadera para mucha gente! En cuatro zancadas se plantó de nuevo en la vía y con paso rápido se dirigió hacia el pueblo, a donde llegó un cuarto de hora después. Desde la entrada de la callejuela que conducía a la casa escuela ya oyó el maestro el murmullo de voces de sus alumnos. Conforme se iba acercando se percibía con más claridad el zumbido de aquel colmenar tan característico y conocido por él, que le hacía sonreír al sentirse muy cerquita de lo que para él era su pasión: la escuela. Los alumnos acababan de empezar la clase de la tarde y doña Rufina les había ordenado tomar sus libros y leer. Conocía muy bien cómo funcionaba aquello: primero con un susurro leve que poco a poco iba aumentando de volumen y ter101

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minaba en voz alta, casi gritando, con la discordancia de voces, de tonalidad y ritmo en la lectura, pues, aunque fuera la misma para todos, no había dos alumnos que la siguieran al mismo compás, y cuando el murmullo estaba en su apogeo era cuando los más gandules y traviesos aprovechaban la ocasión para intercambiar sus confidencias y preparar las pillerías que harían al finalizar la clase. Aunque pareciera mentira, era en aquellos momentos cuando se fraguaban todas las malas acciones y todas las barrabasadas. Finalizó la clase y todos los «gorriones» se alejaron de la escuela con la velocidad de un rayo. Solos ya, el maestro y su esposa comentaron los detalles de la jornada, el trabajo de los alumnos, los problemas de unos y otros, las alcahueterías y chismorreos sabidos por boca de los críos, que recitaban lo escuchado en sus casas el día anterior, lo que permitía a doña Rufina conocer con exactitud las chinchorrerías de cada casa, alimentando así su curiosidad —que no era poca—, aunque a veces ello servía para enderezar entuertos y procurar «remendar» los tratos entre los críos y los padres. Tanto el uno como el otro se decían que para mejorar los contactos y relaciones era preciso conocer todos los hechos; solo así se podían evitar los líos y pleitos entre familias y con frecuencia entre vecinos. Y ni que decir tiene que aquellas «confesiones» permitían al maestro también estar al corriente de los proyectos de algunos padres de enviar a los críos a guardar los corderos en vez de llevarlos a la escuela. Y, como en este asunto él era inflexible, podía salir al paso sermoneando a los padres y amenazándolos con las nuevas leyes de la Instrucción Pública, aunque ninguno de ellos estaba al corriente de aquellos decretos «fabricados en la ciudad». Pero aquel día el servicio de información no había funcionado mucho, falto de sucesos dignos de mencionar. Por eso don Manuel se consagró enseguida a preparar la clase para adultos que daba por la noche durante los meses de invierno y parte de la primavera, cuando había menos trabajo en los campos. Como al llegar a Riglos se había dado cuen102

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ta de la falta de instrucción entre los adolescentes de ambos sexos, por no haber tenido maestro durante varios arios y también por la dejadez de los padres para procurar instruirlos, él había decidido poner en marcha aquellas clases para adultos, que empezaban a las 9 de la noche y terminaban a las 11. El resultado había sido extraordinario y por aquellas fechas poca gente joven, mozos y mozas, quedaba que no supiera escribir, leer y hacer algunas operaciones aritméticas. El programa estaba calcado del de los críos de nivel medio, los de 8 ó 10 años. Preparó el maestro cuadernos para la escritura, sacó del armario-almacén algunos libros de lectura y los cartones sobre los que estaban impresas las tablas de sumar y restar, así como las pizarras individuales para que cada joven pudiese copiar lo que él escribía en la gran pizarra que colgaba de la pared. La tarea de instruir a aquellos jóvenes era mucho más ardua que la empleada con la gente menuda, pues tenían la mollera mucho más dura, lo que hacía más lenta la comprensión. Eran más grandes y por lo tanto se precisaba obrar con tacto, con paciencia y hasta con diplomacia; incluso las reprimendas y castigos tenían que ser adaptados a la edad de unos y otros: a los grandes no se les podía pegar en las manos o dar un coscorrón en el pescuezo, pues no lo hubieran aceptado, había que sermonearlos exigiéndoles disciplina y atención en los trabajos y a veces avergonzarlos por su conducta irresponsable (la mayoría de las veces era esta última solución la que más efecto producía). De esto se había percatado una y diez veces don Manuel. Sabía que aquellas reprimendas eran las más eficaces, ya que todos tenían su amor propio y ser avergonzados en público por el maestro representaba el peor de los castigos, temido hasta por los más gamberros. Para aquella noche había preparado un plan de trabajo flojico, que no durara mucho tiempo, pero insistiendo en la aritmética, «las cuentas» —como tenían costumbre de decir ellos—, que consideraba eran para ellos de suma importancia cuando tenían que negociar la venta del trigo 103

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y de las almendras o la compra de una burra o un buey (el que lo tenía). Había pensado discutir aquella noche con mozos y mozas para llegar a realizar un proyecto que se había tomado a pecho desde hacía bastante tiempo: crear un grupo artístico para representar pequeñas obras de teatro con que distraer a las gentes del pueblo. Ya había tanteado las opiniones de algunos zagales, que, como José, estaban entusiasmados tras haberles leído el maestro algunas obras de teatro corticas de autores contemporáneos; las chicas ponían más reparos, temerosas de hacer el ridículo delante de la gente. Terminaron los ejercicios en menos de una hora y luego don Manuel les expuso su idea, dándoles títulos de obras y en particular los sainetes de López Allué, que ya conocían muchos por haberlos leído en los libros que el maestro tenía en la biblioteca. José fue el primero en manifestar su contento ante aquel proyecto: —Don Manuel, podríamos representar La firmeza en el querer y Las botas clujideras. Yo me comprometo a aprenderme de memoria todo el repertorio. Y, si es el de otro autor, igual. A Angelé, que estaba más influenciado por las obras de tendencias políticas y reivindicativas publicadas por los anarquistas, le parecía mejor y más positivo representar obras de carácter social. Pero la mayoría de las zagalas, aunque estaban allí en minoría, con más voz que los varones y conocedoras de la sensibilidad de los habitantes del pueblo, lograron hacer valer su opinión, expresada por María: —Sí, don Manuel, prepare un buen programa de comedias, que es lo que a la gente le gusta. Ahí tiene a José, que es el mejor comediante del lugar y que con la gracia que lo caracteriza divertirá a todos los vecinos que vengan a presenciar nuestras actuaciones teatrales.

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El Carnaval de Riglos

Pasaron algunos días sin sucesos dignos de alterar la tranquilidad del lugar, aunque cada día traía su lote de hechos curiosos, cuando no cómicos, que hacían menos monótona y pesada aquella dura vida que imponía la tierruca, con sus quehaceres, sus preocupaciones, sus disgustos y alegrías, aceptados con paciencia y resignación como otros tantos sinsabores traídos por el destino o el diablo en persona. Como siempre cuando se estaba esperando un acontecimiento, don Manuel lo señalaba en el calendario que estaba colgado detrás de su pupitre y que le había regalado la «Librería Vda. de Justo Martínez. Huesca». Así, una de aquellas mañanas se dio cuenta de que el Carnaval caía tres días después. Sin perder un minuto había que empezar a preparar las fiestas, teniendo en cuenta lo necesarios que eran los consejos, las advertencias y hasta las amenazas a los críos de la escuela, que a su vez las repetirían en sus hogares. Por eso tenía la doble responsabilidad de evitar desmanes, ayudado por Benito, y, como inculcador de los buenos modales, de imponer el respeto y la tolerancia de los unos con los otros, aunque esto ya era «harina de otro costal». En los días de Carnaval había unas costumbres bien arraigadas entre los habitantes del pueblo y los invitados venidos de la ciudad. Eran unos días de diversión, de juerga, en los que se daba rienda suelta a todos los desmanes. Pero cuando se dice desmanes no quiera leerse el hacer mal; se trataba de disfrazarse, de hacer bromas, de meterse en cualquier casa y salir de cualquier rincón del que nadie se esperara aquellas apariciones. Es105

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ta oportunidad la aprovechaban algunos para desahogarse y dar rienda suelta a un año de retención en los modales y la manera de ser; eran momentos de falta de respeto, en los que no se paraban a pensar un solo instante quién podía haber bajo la máscara o el disfraz de Carnaval. Participaban los críos adolescentes, los mozos y mozas, los viejos «verdes» con espíritu cómico y hasta alguna casada que aprovechaba el disfraz para tantearle la bragueta al que parecía del sexo opuesto... Porque la ventaja era que se utilizaban vestimentas y antifaces que imposibilitaban dejarse ver o hacerse una idea de quién estaba debajo de ellos. Los varones, por regla general, se vestían con faldas y refajos multicolores; las mozas, y algunas menos mozas, se ataviaban con pantalones o con «calzón corto», como los baturros, pero no había que tomar todo esto haciendo deducciones al pie de la letra. Los «aparejos» que tenían mucho valor en aquellos días eran las sayas de las abuelas, bien anchas y bien largas, los pañuelos atados a la cabeza o las blusas de lino también muy anchas, como las faldas, para rellenarlas con lana y hacer ver que se poseía unos pechos superdotados... No quedaba armario ni alacena ni granero ni bodega sin registrar en busca de alguna prenda con que disfrazarse, prendas que volverían a ser almacenadas una vez terminada la fiesta, y «hasta el año que viene». Se empezaban las operaciones pintándose la cara, para lo que se empleaba un corcho quemado. Esto lo hacían todos, aunque tuviesen antifaces. Algunos, los más astutos, se habían confeccionado caretas que se ajustaban a la cara, bien sujetas en la nuca para no perderlas o ser arrancadas por otros durante los paseos y corridas. Fuese como fuese, lo importante era despojarse de la personalidad cotidiana, convertirse en personajes impersonales y fantasmagóricos, desconocidos. Se aspiraba a ser el rey del Carnaval. Había vecinos, y sobre todo vecinas, que pasaban varias horas transformando su faz con pinturas diversas, lo que haría imposible su identificación. En una palabra, el objetivo primordial era hacerse totalmente desconocido: ¿hombre?, ¿mujer?, allí residía el misterio, aunque muchas veces algún mozo de los más ágiles al bailar y saltar por los aires dejaba aparecer 106

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unas piernas musculosas y velludas que nada tenían que ver con la cara maquillada de la que parecía ser una bonita chica... En general las fiestas daban comienzo después de haber hecho una buena lifara con jamón, migas, pollo a lo chilindrón, asado de ternasco, todo acompañado de un buen clarete de la sierra o del somontano, seguido de un buen café y alguna copica de cazalla (se comía bien porque se tenía en cuenta el desgaste físico que ocasionaban aquellas gansadas, como aseguraba el tío Vicente). Aquello entonaba el cuerpo y daba ánimos al más apagado. Se daba la vuelta al pueblo rondando, acompañados con la guitarra del tío Pedro José y entonando joticas picarescas y con alusiones diversas según las casas donde se cantaban y las mujeres que las habitaban, porque había que reconocer que aquellas llamadas «jotas de picadillo» habían sido compuestas teniendo en cuenta «lo que se decía de ellas». La gorda por ser gorda, la flaca por ser flaca, la ligera por «parecerse a una guindilla», la que no tenía novio porque «no sabía dar calor>; y si se buscaban todas las alcahueterías y chismorreos... Entraban en las casas sin ser invitados y visitaban cocinas y habitaciones buscando a ver qué perrería podían hacer, dando la bendición general, que consistía en hacerse con un manojo de boj que servía de guisopo, mojándolo en un pozal y esparciendo las gotas de agua sobre todo bicho viviente. Una vez en la plaza del lugar, empezaban los bailes y corridas al son del violín de Mariané y la guitarra de Angelé, en espera de lo que ya era una costumbre cada año: hacer venir a la plaza a la burra guita de casa Pisón. Aquella simpática burra, que por momentos daba la impresión de tener más talento que los propios espectadores y participantes en la fiesta, parecía como si se hubiese aprendido el papel que debería representar cada año. Montado a pelo sobre ella, llegaba el mozo que había sido escogido secretamente para hacerse «el muerto» una vez llegada la noche. Hasta que la burra alcanzaba la plaza, como si hubiera sido cómplice, todo iba bien, pero en el momento en que sentía que se había apeado su conductor comenzaba a lanzar coces con la agilidad de un conejo 107

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empezando la función... Agachaba las orejas pegándolas al cuello, levantaba el morro dejando ver sus dientes y su boca como dispuesta a morder, se paraba unos instantes tranquilizándose como en espera de recibir órdenes, se revolcaba por el suelo, se sacudía y de nuevo empezaba su número de circo, que todo el mundo esperaba. Solo era necesario tocarle cualquier parte del cuerpo para que se sacudiera de encima al temerario que hubiera intentado montarla y sobre todo lo que la enfurecía y la hacía aún más guita era tocarle las ijadas, a lo que respondía dando coces sin cuento y enviando a más de uno a dar con sus posaderas contra la puerta del corral de Gula. Aquel espectáculo tenía algo de lo que hacían los cowboys americanos en sus rodeos o los payasos de un circo. Solo el que lograba montarla a pelo, cuando ya empezaba a estar cansada la pobre burra, tenía el derecho de declararse vencedor, no sin antes haber dado en un momento u otro con sus costillas en el suelo, lo que regocijaba a la gente, que se retorcían de la risa (no era raro ver a algún vecino al otro día del Carnaval cojeando o andando de medio lado debido a las volteretas y a las coces que había distribuido la guita). Y aquel espectáculo era acompañado por los cantos, los bailes y las bromas de todo orden de toda la población que participaba en el mismo. Las fiestas, danzas y corridas por las calles continuaban hasta las 9 de la noche, en que daba comienzo el baile en la Casa del Pueblo, a donde se dirigía todo el vecindario para admirar el paso del «muerto». La muerte tenía una gran importancia en el Carnaval local y al observador venido de fuera le hacía pensar en los Carnavales que se celebraban a varios miles de kilómetros de allí, en Méjico. Además de las máscaras mortuorias, las calaveras hechas con calabazas de rabiqué o los maquillajes semejando esqueletos tenían siempre una relación con la muerte. ¿Por qué aquel ritual? Nadie era capaz de dar una respuesta. Llegada la noche oscura, cuando todo el mundo andaba danzando, se anunciaba la pronta venida del «muerto». Aquella interpretación correspondía solamente a los mozos, las mozas no podían pretender formar parte de aquella función... Se colocaba sobre una especie de camilla, para lo que 108

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se empleaba un cañizo, al joven escogido, atándolo casi desnudo a las cañas del mismo, y con pinturas negras y blancas se le daba la forma y apariencia de un esqueleto humano. Llegaba a la Casa del Pueblo llevado por 4 ó 6 mozos disfrazados y con una serie de velas encendidas a ambos lados del «difunto». Abriéndose paso entre la gente, otra máscara iba en cabeza sacudiendo golpes sobre un viejo caldero para anunciar su llegada; se apagaba la luz eléctrica, con lo que quedaba el local a oscuras, y el séquito comenzaba su paseo alrededor de la sala, a cuyas paredes se habían pegado los espectadores para verlo pasar y admirarlo. Los grandes procuraban evitar la «bendición» que con el guisopo de boj les era administrada por los acompañantes del muerto; los pequeños, con sumo temor, intentaban esconderse detrás de las piernas de los padres o de las sayas de las madres cuando veían llegar a aquel esqueleto tan bien disfrazado, con sus enormes dientes —hechos con patatas— y el vacío de los ojos pintados de blanco. La verdad es que aquello era impresionante para la gente menuda y los gritos y los lloros no faltaban. Así daban la vuelta al ruedo, luego salían a la calle y allí se resucitaba al «muerto» haciéndole beber un buen vaso de coñac o de anís... El baile podía continuar con el mismo entusiasmo, las mismas bromas y ausencia de respeto. La cuadrilla que había conducido al «muerto» —quince o veinte mozos— y que había preparado el espectáculo se daba cita en el único café que había en el pueblo, en casa de Mónica, para reponerse tras aquel endiablado ir y venir saltando, bailando y animando al público. Allí tenían ya preparados de antemano, gracias a la diligencia del «mayoral» o «mozo mayor», los ágapes más diversos y en cantidad para apaciguar el apetito de varias docenas de estómagos. Y, como era día de barbaridades en todos los conceptos, empezaban las apuestas de todo orden, irracionales, demenciales; sí, había que denominarlas así porque ninguna de esas apuestas podría haberse hecho en otros momentos, con el espíritu menos «chiflado»... Se decía en el pueblo que tiempos atrás algunas de aquellas apuestas habían terminado tristemente. Por ejemplo, 109

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en una de ellas un mozo de la pardina de Escalete había apostado que iría al cementerio a desenterrar el esqueleto de un viejo que yacía en una tumba y traería consigo una tibia. Haciéndolo deseaba mostrar su coraje y además le habían asegurado sus compinches que llevándola al alcalde del pueblo podría quedar exento de las obligaciones militares y no ser llamado a quintas... Pero las brujas de la sierra, que todo lo sabían y observaban, no permitieron que se fuese al pueblo con el hueso humano, y al entrar en el lugar le asestaron un buen garrotazo. Allí fue encontrado medio muerto a la mañana siguiente, pero sin el hueso, que habían devuelto al cementerio. Andar de noche por las sendas de la sierra representaba tener mucho valor, pero aquello de entrar en el cementerio era una heroicidad... Otro caso había sido el de Félix: en una de aquellas juergas nocturnas de Carnaval apostó que se comería dos docenas de huevos duros con cáscara y todo. Se decía que se los había comido, pero cayó enfermo en los días sucesivos y, tras fuertísimos dolores de estómago, perdió la vida quince días después del Carnaval. Se contaba también cómo José, el Moreno, había llevado a cabo su apuesta de meterse en la cama de la Áurea, donde lo había encontrado el Paulino al ir a acostarse después del baile de Carnaval... El José había perdido media oreja de un mordisco que le había dado el marido y por no pasar vergüenza delante de todo el vecindario se había exiliado del pueblo, por el que no se le vio durante varios meses... Y había numerosas otras historietas de apuestas de Carnaval que valía la pena escuchar. Pero todo aquello formaba parte del pasado, en el presente la mayoría de las apuestas se paraban en la bebida, la comida o en ir al gallinero de algún vecino para robarle un pollo con objeto de hacer un buen almuerzo al amanecer. Los bailes terminaron aquel año sobre las 5 de la mañana, y la gente, cansada y mareada de tanto bullicio pero satisfecha de haber celebrado una buena fiesta, regresaba a sus hogares como podía: algunos cayéndose aquí y allá y «devolviendo la peseta», otros alcanzaban el patio de sus casas a cuatro patas, mientras que otros, los que se tenían de 110

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pie todavía, entonaban joticas bien «verdes» por las calles del pueblo que hacían ladrar y aullar a los perros, que participaban así en la fiesta. Había también quienes, repletos como boticos, eran sostenidos por sus mujeres, que se desgañitaban profiriendo insultos y amenazas que más de una llevaba a cabo, asestándole a su marido un buen sartenazo en el cogote cuando subía las escaleras de casa, lo que no se hubieran atrevido a hacer en otras ocasiones, cuando el marido estaba «en ayunas». Por supuesto que al día siguiente, es decir, en las horas del día que siguieron al baile, no se veía ni un gato por las calles del pueblo. Solo papeles, pañuelos, sayas desgarradas, botellas de vino vacías y confetis a profusión se encontraban por todas partes y en particular en la plaza del lugar. Únicamente andaba despierto el siño Vicente, el alguacil, que como cada año debía encargarse de la limpieza, lo que hacía maldiciendo a todo el mundo y refunfuñando, olvidando que cuando él era joven había sido tan «alcornoque» como los demás jóvenes... También el cura estaba levantado y maldiciendo a aquel atajo de bárbaros e impíos, pero aunque se rompiera las manos sacudiendo las campanas solo acudirían a misa las tres beatas de costumbre. Por fin el Carnaval había terminado, con todas sus actuaciones pintorescas, con el desmadre general. Esto es lo que creía don Manuel aquella mañana cuando andaba paseándose entre las mesas de la escuela mientras sus alumnos estudiaban sus lecciones. Lejos estaba él de pensar que la carnavalada, como se denominaba a todos los actos que tenían relación con acciones más o menos demenciales como aquellas, no había tenido fin todavía para él. Oyó el aldabón que sonaba en la puerta de su casa y al abrir la ventana comprobó que se trataba de su amigo don Fermín, «el artista de cine», apodado así por la población de los alrededores. Si se tenía en cuenta la hora tan temprana de su visita y la prisa con que llamaba, no se podía tratar más que de un asunto de suma importancia, lo que le había empujado hasta la casa de sus amigos, los maestros. ¡Y ya lo creo que el suceso la tenía! 111

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Pero antes que nada habría que saber quién era aquel don Fermín de León y conocer algo de su historia, que podía dar respuesta a los interrogantes de la gente. Cuando llegó a Riglos en 1934 al maestro le hicieron, poco más o menos, las siguientes descripciones: Don Fermín Tibero había nacido en Zaragoza, en los arrabales. Su padre, un jefe militar de la Academia, había sido destinado a León, donde residía con su familia. Don Fermín, junto con su hermano, un poco mayor que él, cerraron un día sus maletas y se trasladaron a París «para ser artistas de cine». En la capital francesa pasaron las mil y una; hasta que un día su hermano mayor, que tenía relaciones con una guapa artista de teatro francesa, se casó con ella y gracias a este enlace el joven Fermín pudo frecuentar los medios artísticos parisinos y hasta seguir cursillos de preparación para actuar como artista en un pequeño teatro francés. Luego sus dotes para la profesión, su talento, su educación esmerada y su pasión por el arte lo llevaron a interpretar papeles de actor en el cine y en pocos años había logrado una cierta notoriedad internacional que le permitió ganar mucho dinero, que, como era natural en casos como el suyo, lo despilfarraba sin cuento en juergas y llevando una vida de bohemia, la de muchos artistas. Ello tuvo como consecuencia que contrajera unos enfriamientos que le ocasionaron problemas del aparato respiratorio, en una palabra: la tuberculosis. Fue operado en París y, aconsejado por los suyos, regresó a León, donde ingresó en una clínica que tenía un famoso doctor español especialista en las enfermedades pulmonares, el cual, tras haberle mandado un tratamiento adecuado a su caso, le sugirió que se instalara en algún lugar de la sierra de Guara, en la provincia de Huesca, donde —a decir de aquel— existía el mejor clima y aire para la convalecencia de la tuberculosis, como había comprobado este médico tras sus experiencias y las de otros especialistas, lo que le había llevado a la conclusión de que aquel era el mejor bálsamo que podía recetarle, seguro de sus resultados. Y aquí empezaba a deshilvanarse la madeja del cómo y por qué había llegado hasta Riglos. Aquel gran doctor era amigo íntimo del jefe de 112

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la Estación Central de León, un aragonés de la provincia de Teruel que había cursado estudios junto con don Manuel en la Escuela Normal de Huesca, pero que más tarde abandonó el magisterio y entró en ferrocarriles. Como el doctor sabía que conocía Huesca y su provincia, le pidió un día que lo pusiera en contacto con alguien de las montañas oscenses, explicándole los motivos, y al jefe de la estación le faltó tiempo para enviar una carta a don Manuel pidiéndole se interesara por aquella ilustre persona, asegurando que su pensión sería muy bien retribuida. Hubo intercambio de correspondencia y don Fermín, en una de sus misivas, manifestó sus deseos de instalarse en una casa de campo, a ser posible; es decir, aislado del pueblo para evitar contaminaciones y poder respirar a sus anchas. No fue nada difícil para don Manuel encontrar lo deseado: era una casa de campo no lejos del lugar, donde residían un matrimonio y sus tres hijos pequeños, limpia y pulcra como la buscaban. Aceptaron rápidamente aquel negocio los lugareños, el cual podría procurarles buenas perricas cuando el inquilino saliera de allí totalmente recuperado de su salud. Y, tras los acuerdos establecidos por carta, una buena mañana del año 1934 se presentó un imponente automóvil Hispano-Suiza en la placeta de la estación, donde era esperado «el forastero» por don Manuel y Rafael, el amo de la casa de campo, que sostenía las riendas de una yegüeta que le había sido prestada al maestro para conducir a su amigo por aquellos caminos difíciles para los que no tenían costumbre de recorrerlos, y menos para uno venido de París... Se hicieron las presentaciones y fueron cargados los bártulos del recién llegado sobre la burra que había traído el Rafael con este objeto. El coche era francés y con matrícula de este país, lo mismo que el conductor, que chapurreaba un poquito el castellano, uniformado de gris, con guantes blancos y una gorra que se quitaba y se ponía cada vez que abría o cerraba una puerta o que don Fermín le comunicaba algo en francés. Pareció darle una última orden y el automóvil salió disparado en dirección a Zaragoza y León sin duda. Poco tiempo después, entraban todos en la casa que iba a ser la pensión 113

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del actor, donde fue recibido como si se hubiera tratado de un príncipe, sobre todo porque era traído por don Manuel y el respeto que le profesaban hacía que tuviesen con todo lo suyo miramientos extremos. Una vez instalado el artista, mantuvo diariamente relación con don Manuel. Estaba encantado y no cesaba de alabar embelesado todo cuanto le rodeaba, extendiendo los brazos y aspirando el aire perfumado de los pinos vecinos, repitiendo sin cesar que se encontraba en el Paraíso, y como era aragonés, aunque había vivido la mayor parte de su vida fuera de Aragón, pronto imperaron sobre su carácter el cariño y la admiración hacia todo lo montañés: las costumbres, la vida rural, la existencia de cada día en aquellos típicos parajes pirenaicos que tan diferentes eran para él, habituado a la vida demencia] de la capital francesa, a lo que se añadían las virtudes culinarias, etc. Aprovechó esto don Manuel, con su sempiterna pasión, para hacer de él un altoaragonés más en pocas semanas. Llegaba don Fermín a soltar parrafadas en aragonés más o menos puro, pero que dejaban boquiabierto al seño Vicente, el cartero, que le traía el periódico de Madrid y las cartas llegadas en cantidad todos los días. Como coincidían en muchas cosas con don Manuel, la amistad se fue estrechando y sus encuentros eran el intercambio de dos tribunos, pero lo que más les unía era el amor de la tierruca, a lo que se añadía el interés que profesaba el pedagogo por el teatro. Y como había proyectado el crear un grupo teatral más adelante con algunos de sus discípulos, idea que fue aprobada por el actor, y como este había traído en su equipaje un gran número de libros de famosos escritores españoles y franceses, autores de obras teatrales clásicas y de comedias, las puso a disposición de su amigo para que las leyera con vistas a poder adaptar alguna de ellas al propósito que se había forjado, dándole su aprobación de lo mejor que había escogido. Y como tenía gran experiencia en aquella profesión, un día le pidió a don Manuel que le presentara a algunos de sus mocetes, pues quería hacerles leer algunos textos de las obras teatrales; así lo hizo y luego decía: «José es un comediante nato, con un don sin igual para todo lo 114

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cómico», «Pilarín es buena para las obras dramáticas». Y así iba descubriendo lo que cada uno era capaz de representar en un escenario. Don Manuel escuchaba aquellas opiniones e iba tomando nota de cada consejo y de las explicaciones que daba el artista para llevar más tarde adelante aquel proyecto. Don Manuel y doña Rufina eran los consejeros administradores suyos: le indicaban lo que era necesario adquirir para vivir confortable y agradablemente y le adquirieron todo el mobiliario, ropas, etc. que le eran necesarios; hasta un canapé le fabricó el maestro para que pudiera ponerlo debajo de los pinos en un carasol junto a la casa. Por otra parte, habían hecho venir al doctor Ferrer de Ayerbe para que siguiera su enfermedad y este, con su talante de montañés añadido a sus conocimientos médicos, le había dictado un modo de vida «a la aragonesa», como decía él, en particular en lo tocante a la alimentación: leche, mucha leche de cabra o de vaca (aunque de vaca allí no la había), carne de cordero criado en la sierra o alguna chuleta de cerdo de aquellos criados y engordados en el pueblo, verduras de las cosechadas en los huertos de Rafael, sin olvidar los pollos y conejos caseros, las verduras y ensaladas condimentadas con el aceite puro de oliva de los árboles de casa y, para beber, un solo vasito de vino tinto del producido en casa y un buen trago de agua fresca del manantial del barranco próximo. También podía comer alguna torta de cazuela o macerada y beberse después una taza de té de ralla, de aquel que cada casa poseía colgado del techo, que se recogía a finales de verano cuando estaba en flor y que a decir de todos los abuelos del país curaba todos los males, desde el «mal de tripas» hasta las hemorroides. En cuanto al whisky, el café, el anís, el tabaco y otras drogas así, todo descartado. Allí no debería entrar ninguno de estos artículos; de lo contrario, le dijo a don Fermín, «se las verá usted conmigo». Era prodigioso ver cómo cambiaba de aspecto a medida que recuperaba su salud y sus fuerzas, lo que dejaba boquiabierto al seño Vicente, el cartero, que aseguraba que aquel cambio sorprendente era debido al aire de la sierra, a la buena pitanza y al vinico de su viña... 115

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Varias semanas más tarde recibió la visita de su hermano y de su cuñada, la francesa, llegados a la estación de Riglos en aquel HispanoSuiza que poseían, tras haberse hospedado en el Hotel Universo de Ayerbe, como parecía lógico para gentes que tenían buenos duros en la bolsa. Como don Fermín les había descrito todas las bellezas de la provincia, decidieron hacer unas cuantas excursiones por los valles pirenaicos y pidieron al maestro que los acompañara para darles explicaciones de todos los pueblos, monumentos, etc., y como don Manuel no esperaba más que una propuesta así para tener oportunidad de visitar algunos rincones que todavía no conocía, aceptó sin pensárselo dos veces, no sin antes haber contratado a un estudiante de Huesca para que se ocupara de la escuela, pero pagado y bien pagado por el hermano de don Fermín y su esposa. Así salieron para Ansó y Zuriza, Hecho y Siresa, Villanúa y Canfranc, Biescas, Tramacastilla y Panticosa y Sallent, Broto y Ordesa, Aínsa y Bielsa, Castejón de Sos y Benasque, alargándose luego hasta Bonansa, Montanuy y el valle de Arán; y para terminar, como era lógico, la visita al monasterio de San Juan de la Peña, una de las principales joyas de Aragón. Todos regresaron entusiasmados de haber conocido lo que, según ellos, era una maravilla de la naturaleza, pero de todo lo que más impresionó a la francesa fueron los Mallos de Riglos y prometió que un pintor francés vendría a realizar un cuadro que colocaría en sus salones parisinos. La vida siguió su curso, con los placeres cotidianos para todos y también con sus problemas, que eran más numerosos. Se fueron los parientes del artista y a los pocos días un pintor, famoso, a decir de la francesa, se presentó allí y realizó unos cuadros maravillosos, que se llevó a París prometiendo que haría otros viajes para plasmar en sus lienzos la belleza de aquel país de encanto. Don Fermín, el actor, siguió sus tratamientos con resultados estupendos que dejaban perplejo al doctor Ferrer. Se sumaba siempre a los festejos y actos que se organizaban con 116

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toda naturalidad, sintiéndose como de otra sociedad, de otra edad, venido allí para sumergirse en las costumbres y en los ritos que a él tanto le interesaban. Y así lo había hecho la víspera, el día de Carnaval, pues incluso había bailado, a pesar de que lo tenía prohibido debido a su enfermedad, arrastrado por el torbellino de la fiesta, que le daba la impresión de encontrarse en otro mundo, en otra sociedad que intentaba por todos los medios guardar sus costumbres y ritos. Él lo encontraba todo sorprendente por su naturalidad y se decía que aquello sí que era artístico sin necesidad de decorados artificiales. Una de las mujeres, disfrazada como todo el mundo, lo había solicitado varias veces y no tardó en darse cuenta de que se trataba de la Concheta, su hospedera, bella mujer que andaba por los treinta y cinco sin haber perdido un ápice de sus encantos naturales y mostraba la hermosura de las mozas de la sierra, pese a haber traído al mundo a tres zagalicos hermosos. Era mujer del pueblo, del campo, pero tenía un garbo y una forma de vestirse que la hacían elegante, deseada por muchos de los hombres que la contemplaban; seguramente que de ahí venía una cierta envidia mostrada por algunas comadres, que al verla tan pulida y con porte de princesa la habían denigrado acusándola de «mujer ligera», aunque no había un solo hombre entre los bravucones y pretenciosos que se hubiese jactado de haberse acostado con ella. Y hete aquí que don Fermín, el actor, «el comediante», llamaba en casa de don Manuel aquella mañana, lívido, atemorizado y jadeante, como si viniese perseguido por una fiera o un monstruo. El maestro comprendió inmediatamente que algo inesperado, insólito, había ocurrido y, haciéndolo sentar para que recuperara su respiración, le preguntó qué le traía a «la casa de los desamparados» aquella mañana tan temprano: —Pues mire, don Manuel, vengo a que me acompañe usted hasta Ayerbe, donde tomaré un taxi para que me lleve a León, porque el Rafael ha querido matarme esta mañana... —don Manuel se sobresaltó y le pidió que continuara sus explicaciones—. Esta mañana, sobre las 6, 117

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he oído desde mi habitación una disputa que había estallado entre Concheta y él, quien le reprochaba haber tenido relaciones conmigo, recriminándola por haber bailado juntos toda la tarde de ayer en la plaza del pueblo. Enseguida, tomando una horca de litonero de las de aventar, ha subido al piso intentando entrar en mi cuarto y, pegando trancazos a diestra y siniestra, gritando como un salvaje: «¿Dónde estás, comediante? Sal aquí, que te dé un sobo de esos de tente y no te menees hasta que te deje para ser llevado al Coscollar... ¿Con que venido de convalecencia a mi casa? ¡Granuja, aquí has venido a tocarle los cacalos a mi mujer! ¡Ya te vi ayer tarde! ¡Te voy a arreglar las cuentas!». Como yo ya estaba vestido para ir a darme el paseo matinal, he saltado por la ventana hasta el corral y he corrido sin parar hasta llegar aquí sin mirar si era seguido por el monstruo. Espero que no se atreva a entrar en el pueblo, aunque me ha parecido un loco furioso dispuesto a todo... Pero, don Manuel, yo le juro y le doy mi palabra de honor de que a esa mujer ni la he tocado, salvo para bailar ayer, ni tengo el menor deseo de entablar relaciones de ninguna clase, sobre todo sexuales, pues usted no ignora en qué estado de salud me encuentro, como para tener relaciones físicas... Don Manuel estaba perplejo, no sabía si reír o salir corriendo en busca de aquel forajido que parecía, por lo explicado, haber perdido totalmente la chaveta. No era la primera vez que se las veía con un asunto de celos y ajustes de cuentas entre parejas; el destino le había deparado embrollos de todo orden, teniendo que hacer de juez y de misionero, predicando las buenas y honestas acciones, procurando hacer entrar en vereda a algún borrego, como él los denominaba, pero el de aquel día iba más allá de lo razonable. Cinco minutos más tarde estaba presto y dijo al artista: —Vamos allá. Lo acompaño hasta Ayerbe y al regresar pasaré por casa de Concheta para recoger el equipaje y veré de poner en vereda al salvaje ese... 118

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El maestro pidió al señor Antonio que le prestara su yegua aparejada para ir hasta Ayerbe conduciendo a don Fermín, pues veía que este tendría dificultades para llegar en las condiciones en que estaba si iban a pie. Sin más percances, pero evitando pasar por el camino principal, no fuese que el chiflado aquel le soltara una perdigonada al actor de cine, se fueron hasta la villa. Allí el maestro propuso al taxista, que era amigo suyo, que llevara a su amigo hasta León y, tras un tira y afloja que duró largo rato (pues se trataba de una gran distancia), aceptó. Salieron rumbo a las tierras leonesas, donde tenían el domicilio familiar. Abrazó muy fuerte don Fermín al maestro, agradeciendo todo cuanto por él habían hecho, y con una lágrima en los ojos, que no era teatral, prometió volver por aquellos parajes tan pronto como pudiera, siendo que ya los consideraba como su tierra natal. Al regresar se encontró el maestro en la estación con el seño Vicente, quien se disponía a llevar el correo de don Fermín a casa del Rafael y la Concheta. Don Manuel le explicó, ocultando algunos hechos, lo ocurrido diciéndole que en adelante él recibiría lo que llegara por correo para el artista. Luego arrearon sus monturas y salieron hacia la casa de los dos «desavenidos». Antes de llegar a ella encontraron a Concheta lloriqueando y con un ojo morado. Les pidió que no entraran en la casa puesto que el monstruo tenía la escopeta cargada y era capaz de todo... El maestro no las tenía todas consigo, aunque sabía que su autoridad moral y física podía ser suficiente para amedrentar a un salvaje como aquel. Se acercó despacio, llamándolo con voz fuerte y decidida: —¡Rafael, sal a la puerta, que quiero hablar contigo! Te prometo que lo haremos tranquilamente, como cuando vienes a pedirme consejos sobre cualquier asunto que no sabes resolver solo. Muéstrame que eres un montañés sesudo, consciente de tus actos y respetuoso de todo y de todos. Apareció en la puerta el labriego muy mohíno quitándose la boina, como hacía siempre delante de don Manuel. No llevaba la escopeta y pa119

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recía como si los remordimientos lo hubiesen cambiado. ¿Era así o solamente se trataba de un engaño de zorro de la sierra? Para mostrarle que él tenía la razón del más fuerte, el maestro lo agarró por el cuello de la chaqueta con la mano derecha y por la culera del pantalón con la izquierda y, levantándolo casi en el aire, lo empujó hasta el abrevadero: —¡Cacho cabrón! ¿Qué dirías si ahora te metiera la cabeza en el abrevadero para refrescarte y luego te diera más hostias de las que un fraile puede bendecir? —le decía don Manuel, que, indignado, había perdido hasta el sentido de la corrección, sintiéndose por primera vez en su vida con el ánimo turbado por aquella falta de modales que demostraba, él que tenía el deber de enseñarlos a los otros... El cartero estaba sorprendido oyendo a su maestro expresarse de aquella manera y, como si quisiera aportar su opinión, la emprendió con el Rafael, envalentonado por la presencia del maestro: —¡Esmirriau! No mides más de metro y medio, eres flaco y seco como un bacalao, ¿quieres hacerte el «matamoros»? ¡Qué valentía, pegarle a una mujer! Si yo fuera el maestro ya te hubiera capuzado en el abrevadero, pero no tengo bastantes fuerzas. ¿Cómo pudiste llegar a conquistar a la mujer que tienes? Continuaron largo rato las explicaciones y el rapapolvo que el maestro le administró a Rafael con la promesa de avergonzarlo ante todos los vecinos del lugar; se subieron sobre sus monturas y así llegaron algo más tarde a sus casas. El Carnaval había terminado y, riéndose el maestro aún, se dirigió hacia el seño Vicente comentando: —Como Carnaval, este año hemos tenido un verdadero Carnaval, y no preparado... La improvisación ha sido estupenda en todos los sentidos, de eso no cabe ninguna duda. Poco tiempo después don Fermín envió una carta desde París, pidiendo que le explicara qué quería decir aquello de los cacalos de la mujer de Rafael... Casi nadie lo sabía. Solo el tío Pedro José le explicó que se llamaban cacalos las bolitas que la suciedad, el polvo y el estiércol de 120

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los corrales hacían en la lana de las ovejas y que era preciso cortarles con las tijeras antes de esquilarlas. Lo que no comprendió nadie fue el porqué de aquella expresión empleada por Rafael sobre su mujer, que nada tenía de una marrana para que se le hicieran cacalos en sus partes más íntimas... Nadie se hubiera preocupado de aquel percance, pero como se producía en los días de Carnaval no dejó de ser motivo de comentarios, bromas y alcahueterías de todo orden en el vecindario. Bien había que reírse y, cuando el destino traía algún trance como aquel, hasta los gatos se divertían. —¡Esperemos que el año que viene los Carnavales sean más tranquilos! —pensó el maestro.

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Peducos y abarcas de goma

—¡Hola, tía Pascuala! ¿Cómo van las cosas esta mañana? Buen tiempo para cardar e hilar la lana, tomando el sol aquí en la placeta... —Pues mire, don Manuel, tengo pocas ganas de trabajar; estoy endolorida por todas partes y hoy más que nunca, con el bochorno que sopla, que no arregla las dolencias —contestó la tía Pascuala dando media vuelta a sus cardadores para empezar por el lado contrario la operación. —Bueno, usted siempre con sus problemas, pero día tras otro dándole al cardador, al huso y a la calceta. Ya verá allá sobre las diez, cuando hayan venido tres o cuatro comadres del pueblo a verla, cómo estará usted más fresca que una lechuga y con ganas de bromear como de costumbre. Me río yo de los dolores y reumas, los dedos funcionarán todo el día con la misma destreza acostumbrada. Y, a propósito, si he venido a verla es porque querría encargarle un par de peducos de esos tan estupendos que solo usted es capaz de confeccionar. Querría ir a cazar el jabalí a la sierra y para andar por los matorrales y espinos no hay mejor calzado que las abarcas de goma con los pies bien protegidos por los peducos de lana. También querría ver al tío Pedro José para pedirle un par de esas abarcas de goma que corta de una cubierta de coche y que solo él es capaz de hacer. La tía Pascuala lanzó una carcajada al oír aquello y, mofándose del maestro, contestó: —Pero, por Dios, don Manuel, ¿un señorito como usted ataviado con abarcas de goma y peducos de pastor? ¡Pues vaya pinta que tendría! 123

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Aunque, a decir verdad, si mi hombre le prepara un par de abarcas serán de esas que no se hacen en las fábricas, bien medidas, bien modeladas, bien ribeteadas para poder colocar las tiras de cuero que sujeten bien los pies; en una palabra, tendrá calzado a su medida. Pero, entre tanto, siéntese usted en esta sillica y así me hará compañía —añadió la señora indicándole una silla baja de mimbres. El maestro tenía cosas que hacer, pero aquello de contemplar el trabajo de la tía Pascuala le embelesaba. La mujer, que no lo ignoraba, ejecutaba todas las operaciones con la satisfacción y vanidad de verse admirada y contemplada como un personaje extraordinario. Y es que lo era, mientras repetía una y cien veces las operaciones necesarias hasta la conclusión de los peducos. Eran tareas arduas realizadas por las mujeres, agotadoras física y moralmente, pues necesitaban una increíble concentración en el trabajo para lograr llevar a bien aquellas labores de comienzo a fin. Para los admiradores de fuera del pueblo aquellas operaciones daban la impresión de ser cosa fácil y se miraban con curiosidad, pero ¡qué destreza era necesaria! Júzguese a continuación. Allá por el mes de septiembre se esquilaban las ovejas y la lana se ponía en cestos de mimbre; luego era lavada en el lavadero del pueblo, lo que hacía la abuelica ayudada por Marida, la vecina, que tenía la robustez de una carrasca y daba la impresión durante aquella operación de jugar con la espuma. Después extendían en una era algunos mandiles de los que servían para transportar la paja en el verano y, sobre ellos, esponjeándola con las manos, colocaban a secar la lana evitando así que se ensuciara o que se le agarraran briznas de paja o de yerba. Una vez seca, se ponía de nuevo en los canastos, que guardaban en una de las habitaciones en lugar seco y al abrigo del polvo. A partir de aquel momento ya no quedaba más que hilarla y para ello la tía Pascuala cogía en un capazo cierta cantidad y empezaba las operaciones, poniendo sobre el cardador un buen puñado y, con destreza, cambiándola de mano y sacudiéndola para hacer caer las briznas de paja y otras porquerías agarradas, hasta que quedaba la lana esponjosa, fina, que parecía una 124

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Viejica trabajando la lana, en Riglos. (R. Compairé, Fototeca de la Diputación de Huesca). 125

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bola de nieve por su blancura. Terminado el cardado, la tía Pascuala ponía la cantidad necesaria en la rueca, donde la sostenía durante todo el proceso, y empezaba a tirar de ella con suavidad al tiempo que la retorcía con los dedos ligeramente mojados con la lengua para que se formase un hilo compacto que enroscaba en el huso a medida que lo iba haciendo. Las dos manos funcionaban al compás: la izquierda cogiendo las finas briznas de lana, siempre del mismo volumen; la derecha haciendo girar el huso, como se ha dicho, sin detenerlo un segundo. En poco rato la husada, con aquel sube y baja, se hacía importante. Entonces, la tía Pascuala cortaba el hilo y empezaba a hacer un ovillo gordo como una enorme pelota. Cuando este tenía el volumen deseado, tomaba cuatro agujas de unos 20 centímetros de largo y comenzaba la confección de los peducos. Esto era lo que estaba haciendo aquella mañana la tía Pascuala. Primero dio comienzo a una nueva calceta contando los puntos (aunque no sabía de letras ni de números), luego tomó en sus manos el peduco que había empezado la víspera, continuando la faena con la rapidez y minucia que la caracterizaban, lo que dejaba pasmado al maestro, que se preguntaba cómo aquellos dedos huesudos, torcidos y largos como los de una bruja podían tener la destreza que demostraban, acompañado esto de la música que producían las agujas al entrechocarse. La abuelica llevaba unos lentes que se deslizaban hasta la punta de la nariz, lo que le permitía mirar por encima de los cristales observando todo cuanto ocurría a su alrededor sin necesidad de fijar la vista en su labor. ¡Hasta tal punto conocía las operaciones que eran necesarias para ir tejiendo el peduco! Y al tiempo que manejaba así sus agujas de hacer calceta su lengua no cesaba un momento de funcionar, comentando todas las nuevas del lugar, de cualquier índole que fueran. Solo de vez en cuando lanzaba algún «¡Rediós, con este gato!», alargándole al bicho una buena sacudida cuando intentaba jugar con el ovillo que se había salido de la bolsa. Sin cesar su palique, empezó a hurgar en una bolsa de tela de cáñamo de donde salían agujas de diversas dimensiones, buscando 126

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algo en el interior. Sacó un peduco terminado y, dirigiéndose al maestro, le dijo: —Mire, este es el que hace par con el que estoy confeccionando. Pruébeselo a ver si le va bien de talla y, si es su medida, lo terminaré y podrá llevárselos a casa. Don Manuel se descalzó y comenzó a ponerse el peduco, que no dejaba de ser una tarea más difícil que meterse un par de calcetines de hilo... La rigidez de la lana y el espesor del peduco le obligaban a realizar esfuerzos sin cuento para poner los pies dentro y a medida que lo iba estirando notaba el picor de la lana sobre la piel. «No hay duda —pensaba el maestro—, es necesario ser un hombre de la tierra para acostumbrarse a calzarse con ellos». —Pues muy bien, tía Pascuala, ni que los hubiese hecho a medida para mí. El domingo podré estrenarlos cuando vaya a cazar el jabalí con Ramón, el panadero. —Ni hablar, don Manuel, usted no sabe nada de lo que es hacer punto. Estos peducos le serán demasiado justos. Hoy ha endosado ese, pero hay que tener en cuenta que en cuanto se laven o se humedezcan se estrecharán y le quedarán pequeños y entonces me río yo de lo que va a sufrir con ellos... Venga, súbase a casa conmigo y como tengo una docena de pares terminados podremos escoger los más adecuados a sus pies. Entraron en aquel patio inmenso que servía de paso hacia la cuadra por la parte izquierda, mientras que por la derecha daba acceso a la bodega, descendiendo cinco peldaños. Esta se cerraba con una puerta maciza que debía de pesar un par de quintales. Aquel recinto era casi sagrado para la casa, ya que allí se conservaba todo: dos enormes cubas de madera de cerezo que se llenaban de vino para el año; una pila de piedra, verdadera obra de arte, contenía el aceite de la cosecha, bien tapada con una enorme losa para evitar que la luz del día diese sobre aquel líquido de lo más precioso; cebollas y patatas estaban extendidas por el suelo; en capacetas de esparto podían verse los garbanzos, los boliches 127

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y las guijas; un par de perniles que pesarían cuatro o cinco arrobas colgaban de los ganchos agarrados a los maderos del techo; otros jamones estaban un poco más allá curándose en sal, bien recubiertos con una sábana de lino y con una enorme piedra sillar sobre ellos, y aún había un sinfín de productos tales como huevos, verduras... Del patio subía una escalera bastante ancha para poder pasar con facilidad los fajos de leña de boj y coscollos; en el rellano, dos puertas, la de la izquierda que daba a la cocina y la derecha por donde se accedía a los dormitorios. Aunque la cuadra permanecía cerrada, se percibía el olor de la casa de labradores, pese a que dos ventanucos con barrotes de hierro daban a la calle, sirviendo así para ventilar. Al fondo del establo se acomodaban dos hermosos bueyes junto a sus pesebres y cerca de la entrada se hallaban las dos burras; la hierba y la paja cortadas para los animales se almacenaban en el rincón izquierdo. Como en la mayoría de las casas del pueblo, la cuadra servía en invierno de «distribuidor de calefacción», calentando así los dormitorios, que se situaban en el primer y único piso. Como se ha dicho, aquel patio inmenso daba cabida a todo: los arados, las vertederas, los bastes, las albardas, los yugos para los bueyes, las cabezanas, hoces y dallas, argaderas, cuévanos para sacar el estiércol, sogas, correas; en fin, un número incalculable de aperos de labranza necesarios en cada casa de labradores. De no haber reinado allí un desorden indescriptible, se podía creer uno en un museo agrícola... La tía Pascuala y el maestro subieron a la cocina por la escalera de madera mugrienta, que rechinaba como quejándose de su vejez. Antes de pasar a la sala principal, don Manuel, que gozaba siempre admirando las casas de los pueblos y todo lo que había en ellas, echó una mirada en torno a aquella gran cocina, contemplando lo que había en ella: detrás de la fregadera, en unos aparadores, una serie de platos adornados de flores azules; debajo, una colección de vasos de todo tipo, del palmero al pequeñico de beber cazalla; bajo la campana de la chimenea, una serie de marmitas de diferentes tipos y tres calderos de cobre que relucían como el sol. Seguía en el rincón un guardacarne de tela metálica 128

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que permitía ver en su interior una ristra de chorizos, otra de longanizas y una pierna de ternasco colgada. Dos candiles llenos de aceite con una enorme mecha trenzada pendían de un enorme clavo situado en la viga de madera. Más allá, un armario donde se colocaban todas las especias y condimentos para hacer la comida y del cual colgaba una ristra de ajos de un metro de larga. Debajo de las estanterías de ladrillos rojos, recubiertas de unas puntillas hechas con ganchillo, dos tinajas (una de unos 100 litros, la otra de 50), a las que seguían dos cántaros húmedos (como si sudaran) y un botijo. Sobre el hogar, una tocica de chinebro se consumía poco a poco para mantener el fuego y tener siempre calientes los tres pucheros que había alrededor. El caldero con agua estaba colgado en el llar suspendido en el cañón de la chimenea, donde se podían ver varias parrillas negras de hollín que servían para hacer los asados. Dos cadieras de madera con sus mesas a ellas adosadas cercaban el hogar. Sobre los asientos, cuatro pieles de oveja con su lana bien lavada impedían enfriarse por detrás en invierno. Una sola ventana daba claridad y en el marco de la misma podía verse el ramillete de tomillo bendecido el día de Santa Cruz para protección de la casa. Al lado de la puerta de entrada, un ancho calendario regalado por los almacenes de San Pedro de Ayerbe, en medio del cual había un enorme taco que se deshojaba cada día del año y sobre el cual figuraban las salidas y puestas de sol, de la luna, así como los días de la semana y del mes. Pasaron luego a la gran habitación, la sala, con sus dos alcobas, en las que había dos camas de hierro grandísimas y con colchones descomunales a juzgar por la altura que tenían. Una cubierta de cáñamo teñida de varios colores recubría las camas; de lo alto de la entrada de cada alcoba, con su angelico de escayola rojizo y sonriente en la parte superior, se descolgaban unas anchas cortinas de lino también de colores diferentes, agarradas a ambos marcos con unas cintas anchas del mismo grosor y color. Un baúl enorme y dos arcas recubiertas con manteles de puntilla blanca estaban colocados a cada lado de la habitación y entre las venta129

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nas había una alacena inmensa. En uno de los rincones, un lavabo de loza blanca sostenido por tres pies con un espejo deformante y a su lado un jarro blanco con agua y el cubo necesario para vaciar la palangana. Testimonio de sus creencias católicas eran los cuadros que adornaban las paredes: tres de vírgenes, dos de santos, mientras que sobre la cabecera de cada cama pendían dos Santo Cristos de madera. Solo destacaba en aquel decorado una fotografía ampliada del tío Pedro José y de la tía Pascuala durante su viaje de novios, en que habían llegado hasta Zaragoza... La dueña de la casa abrió las puertas de la alacena de par en par con la intención de que el maestro pudiese admirar los tesoros de ropas y vestimentas que contenía (cada casa hacía siempre alarde de mostrar lo que poseía), conociendo su interés por aquellos tesoros rurales... Al quedar abiertas las puertas se esparció por la sala el perfume del espliego y el romero, mezclado con el de los membrillos puestos a madurar entre los paños de cocina. Don Manuel aspiró con fuerza aquellos perfumes de la tierruca, que mostraban, como era el caso, la limpieza, el buen orden, la pulcritud que allí había pese a ser casa de labriegos de la sierra. En las estanterías se podían ver bien alineadas toda clase de vestimentas y ajuares: camisones de lino, cubrecamas de cáñamo, paños de cocina de diversos colores, manteles rústicos, servilletas con puntillas y encajes, toallas... Sacó de uno de los rincones de aquello que parecía un almacén sin fondo un par de peducos que hizo probar a don Manuel haciendo gestos de satisfacción con la cabeza. —¡Estos, estos son los buenos! Mire si le van bien. Aunque se encojan un poco, ¡para días tiene usted peducos! —dijo la tía Pascuala. —La verdad es que me siento más holgado con estos —respondió el maestro—. Bueno, pues ahora me voy a ver al tío Pedro José para que me prepare un par de abarcas, como le he dicho. El tío Pedro José andaba por las dependencias de la casa haciendo chapuzas, como de costumbre. Él se hacía todo: lo mismo el yugo para los bueyes que el baste para las burras, las albardas y la mayor par130

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te de los utensilios de labranza. Formaba parte de los tipos curiosos del pueblo, pues tenía unos dones indescriptibles que hacían de él un personaje fuera de lo normal. No había nada que no supiera hacer y lo que pasmaba a la gente era cómo podía tener tiempo y fuerzas para desplegar aquella actividad que a otro cualquiera del lugar se le hubiese hecho muy cuesta arriba. ¿De dónde sacaba toda aquella vitalidad? Se ocupaba de los bueyes y sus burras; conducía sus cabras a la cabrería al despuntar el alba; plantaba y sembraba hortalizas en el huerto; cultivaba sus tierras, de las que cosechaba trigo, ordio, almendras..., y poseía una buena viñica. Y no hay que olvidar lo hábil que era para hacerse todo en casa, como se ha explicado, si no era en casa de los vecinos, cuando andaba alguno apurado y acudía a él... Había que verlo arreglando cántaros y sobre todo poniendo grapas cuando se agrietaba alguna de aquellas enormes tinajas para guardar el agua de la fuente que cada casa poseía, lo que hacía con un esmero y minucia que hubiese dejado parado a cualquier quinquilaire de aquellos que pasaban de vez en cuando remendando objetos caseros. Sin embargo, no se paraba allí su saber, pues tocaba la guitarra y hacía bailar los domingos a los jóvenes del pueblo, cantaba jotas cuando había rondas y con su voz estentórea, que resonaba en la bóveda de la iglesia, entonaba cánticos en el coro los días de misa cantada, es decir, los de entierro de primera clase (para quienes podían pagarse «misa de primera»), los días de Semana Santa durante el rosario de la tarde y, sobre todo, en las fiestas del pueblo, para San Sebastián y para la Virgen del Mallo. Tenía repertorio para todo: coplas en las rondas, pasodobles en el baile, cantos en latín «aproximado, pronunciado a su manera» y que hubiese dejado pasmado a un enviado del Vaticano, lo que no le impedía entonar un momento más tarde jotas de «picadillo» en el café del pueblo o, durante los Carnavales, las «verdes», como decía la gente. Le gustaba también mucho leer libros, aunque había frecuentado muy poco la escuela, le embelesaban los relatos de aventuras y la historia de España era su pasión, sin olvidar los compendios de cocina, que le servían 131

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para dar consejos de cómo aderezar los platos aragoneses. Refranes y dichos se los sabía todos y para todo tenía una sentencia; en resumidas cuentas, el tío Pedro José era una enciclopedia. —Buenos días, tío Pedro José. ¿Se acuerda que me recomendó no hace mucho ponerme abarcas cuando fuese de casa a la sierra? Pues aquí me tiene. Vengo a encargarle un par de esas bien hechas, bien ajustadas, con puntera y talón de cuero, sujetado todo con hilo recio de cáñamo, de ese que usted sabe trenzar tan perfectamente, como hace la tía Pascuala con la lana... —¡Qué cosas tiene usted, don Manuel! Quererse poner abarcas y además venirse así, de sopetón, como si fuera posible hacerlas en media hora... —contestó el hombre con cachaza, sacando del bolsillo de su chaleco un enorme reloj que andaría por el cuarto de kilo de peso y sostenido en el ojal por una gran cadena dorada—. Mire, son las cuatro y aunque tengo algunas cubiertas en el molde necesito cuatro o cinco horas para terminarlas. En fin, acérquese y siéntese en ese banquillo de madera. Se dirigió con calma a uno de los rincones del patio, donde había infinidad de objetos unos encima de otros y de los que sobresalían dos cubiertas de goma procedentes del coche de Morlans de Ayerbe y que le había proporcionado el taxista a cambio de un par de sacos de patatas. Sobre una de ellas se observaban unos trazos hechos con tiza blanca que servirían de guía al cortarlas con una cuchilla, antes de ser colocadas sobre un molde que les daría una forma algo semejante a la de las «abarcas de compra» de casa Coiduras de Ayerbe, pero de un precio mucho más barato. En dos moldes ya tenía dos pares bajo el peso de un enorme pedrusco que le servía de prensa para darles forma. Las medidas tenían poca importancia, ya que lo mismo podían valer para uno que calzara el 41 como el 43... Cuando le preguntaban al tío Pedro José por qué aquellas medidas disformes, contestaba guiñando el ojo y con sonrisa socarrona: «Por el mismo precio, abarcas del 45 en lugar del 41..., como dice el chiste de nuestra tierra». 132

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Hizo descalzar al maestro, como había hecho su mujer para los peducos, le hizo endosar un par de aquellos que había cogido poco antes de la alacena y sacando del molde un par de abarcas empezó a marcar los recortes que era necesario realizar. Don Manuel observaba en silencio aquella soltura, aquella maña que poseía el tío Pedro José. Sus manos eran callosas, curtidas por el sol y las intemperies; eran las manos rudas de un labriego del Alto Aragón, pero poseían una destreza sorprendente. Si los dedos y las manos de la tía Pascuala eran de hada —como pensaba el maestro—, los de su marido de brujo... Una vez terminada la operación se volvió hacia el maestro, satisfecho y orgulloso como un rey, para mostrarle que aquel trabajo lo realizaba con agrado, ya que iba destinado «al siño maestro, que tan bien enseña de letras a los críos del pueblo». —Mañana por la tarde estarán listas y, como los peducos están también preparados, podrá ponerse majo. Pero me río yo de lo que va a ser el domingo cuando salga de caza... Seguro estoy de que por la tarde nos contará tanto y más lo que ha sido la partida, añadiendo con toda la exageración que caracteriza a los cazadores las piezas agarradas, pero seguro estoy también de que no contará los topetazos que se ha pegado andando con las abarcas —dijo el tío Pedro José riéndose de antemano. Terminada la preparación de las abarcas, don Manuel se dispuso a regresar a su casa. En la placeta, platicando con la tía Pascuala, encontró a la seña Roseta, que había llegado momentos antes cargada con un fajo de leña de coscollos y bojes. La saludó el maestro interesándose por sus dolores. Era la pregunta clásica que se hacía a todas las mujeres de edad del pueblo, quienes siempre andaban quejándose. La seña Roseta, con su bastón en la mano derecha y lanzando suspiros profundos, se había sentado en una de las silletas que permanecían en espera de las comadres que a lo largo del día pasarían por allí para «tener noticias frescas». —¡Ay, don Manuel! No me hable de dolores. Cada día me siento más agobiada, pero los ánimos no me faltan, lo que me faltan son las 133

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fuerzas, sobre todo teniendo en cuenta que ya ando por los setenta y tantos años. Poco podrá sacar de mí el diablo cuando me vaya al «otro lado»... Porque, lo quiera usted o no, pese a toda su sabiduría, el Paraíso está reservado para los poderosos y los ricos de este mundo. ¡Rediós! ¡Los pobres, al infierno! —No jure, seña Roseta, que Dios la castigará —le contestó el maestro con cierta ironía, pues aprobaba en el fondo aquella salida de la viejica. Como ni ella ni la tía Pascuala podían permanecer más de dos minutos calladas o sin cambiar de tema, la conversación tomó otros derroteros: el tiempo, el turno —«la vez»— en el horno... Mientras tanto, don Manuel observaba aquella silueta demacrada, fantasmagórica, que hacía pensar en las brujas de la sierra de Guara con las que algunos vecinos de mala catadura le acusaban de tener contactos o tratos... Era la imagen de la miseria, de los sufrimientos, daba la impresión de haber salido de algún cuadro de Goya. Era uno de aquellos personajes típicos del pueblo, cuya historia, llena de desgracias imprevistas, la había conducido hasta la situación mísera en que se hallaba en aquellos momentos. Estaba «dejada de la mano de Dios», como aseguraban algunos. De joven había vivido en Barcelona haciendo de criada, hasta que pudo meter unas perricas en los bolsillos; entonces decidió regresar al pueblo para casarse con Santiago, que la esperaba cumpliendo la palabra que le había dado años atrás. Cultivaron las pocas tierras que ella había heredado, pero la estrechez de los medios de que disponían para subsistir hizo que su marido tuviese que salir a trabajar en la vía del ferrocarril de Zaragoza a Canfranc, con la mala fortuna de que un día quedó sepultado por un desprendimiento de tierras en las cercanías de Carcavilla, precisamente en lo que a partir de entonces se denominó «la trinchera de los muertos», lugar donde a menudo se producían desprendimientos de tierra y peñascos que más tarde provocaron otras víctimas. Pidió ser indemnizada sin lograr conseguir una perra gorda y tuvo que pagar abogados y pleitos que la obligaron a venderse una de las dos burras que tenían. 134

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Y, por si fuera poco, algunos años más tarde perdió al único hijo que habían tenido, también accidentado tras haber recibido un par de coces de una yegua de la casa en que servía cuando tenía diecisiete años. De poco sirvieron los médicos y curanderos, ni valieron para nada tampoco las velas en la iglesia y participar en las procesiones, como la de santa Orosia, adonde lo llevó su madre haciéndolo caminar de rodillas detrás de la procesión que se hacía junto a la ermita el día de la fiesta en el mes de junio... A esto se añadieron la ausencia de cuidados médicos, la falta de dinero para pagarse un buen especialista y el no ingresar en el Hospital Provincial, que para las gentes de los pueblos aislados «estaba muy lejos». De poco sirvieron los esfuerzos de la seña Roseta; ni cataplasmas ni tratamientos extramédicos, ni pociones y tisanas hechas con toda clase de hierbas, pudieron aliviar sus heridas y así murió tras padecer grandes sufrimientos durante varios meses. Al quedarse sola todo se fue desmoronando pese a su coraje y voluntad y surgieron dificultades de toda índole: contribuciones, consumos e imposiciones diversas acabaron con sus pocos bienes, que le fueron embargados; solo la casa con el huertecico y la burra quedaron por algún tiempo. La ayuda y la solidaridad de sus convecinos del pueblo le permitieron ir viviendo, pero todas aquellas desgracias y atropellos la convirtieron poco a poco en un ser que maldecía a la sociedad absurda, egoísta y sin piedad que reinaba en todas partes; y esto lo hacía saber a todo bicho viviente. No sabía de letras, como todos los viejos de su edad, pero los años pasados durante su juventud en Barcelona la habían espabilado y enseñado a comprender algo de la política inhumana, y la explotación y el oprobio los denunciaba a cada momento. Mientras pudo, limpia y fresca como una rosa, trabajó sin descanso, pero no cejó un solo momento en sus «actividades subversivas», como decían en la comarca, y no era raro verla entre los obreros de las fábricas del Carburo de La Peña, en la central eléctrica de Carcavilla o con los obreros de la Brigada de Vías y Obras del ferrocarril, animándolos e incitándolos a no 135

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dejarse explotar por aquella burguesía odiada. Se hacía leer por algún crío los periódicos que recogía traídos de Ayerbe como envoltura de las mercancías compradas y también los boletines y octavillas editados por los sindicatos, en particular los de la CNT. Cuando vino la República participó en Ayerbe en todas las manifestaciones republicanas organizadas por los que habían sido procesados y perseguidos con motivo de la sublevación de Galán y García Hernández en Jaca en diciembre de 1930. Luego, unos ataques de reumatismo la inmovilizaron en el pueblo y su cuerpo empezó a deformarse rápidamente, teniendo que servirse de su gayata cuando andaba por su huerto o si iba —como ocurría aquel día— a cortarse unas ramas de boj y de coscollos con que hacer calentar su puchero de cocido (sin carne muchas veces). Falta de recursos, la gente del pueblo solidaria y humana le procuraba lo más esencial: uno le daba un pedacico de tocino, otro una chuleta de ternasco, sin olvidar alguno que le proporcionaba un puñado de garbanzos o una piecica de bacalao. El maestro la miraba y pensaba: «Si un día tengo la oportunidad de relatar las costumbres y vida de un pueblecillo altoaragonés no dejaré de hacer resaltar el protagonismo de seres como los que componen este vecindario». Tras repasar en su mente las vicisitudes de aquella mujer, se levantó de la sillica donde se había sentado diciendo a las dos comadres: —Hasta luego, tía Pascuala, que no se canse. Venga, seña Roseta, la acompaño y le llevaré el fajo de leña hasta su casa. Cogió el fajo como si hubiese sido una pluma y se lo echó al hombro, aunque la viejica no quería, porque veía mal que el maestro llevara sobre sus costillas el haz de ramas. Y así llegaron hasta su casa, que era la última del pueblo. Le subió los coscollos hasta la cocina y aprovechó para animarle el fuego, que estaba medio apagado, soplando las brasas y tizoneando para que pudiera arder rápidamente aquella leña delgada que traían. Al salir de la casa don Manuel hurgó en el bolsillo de su chaleco y sacó dos pesetas, que entregó a la viejica diciéndole: 136

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—Tome, seña Roseta, con esto vaya a ver a Alejandro y dígale de mi parte que le traiga mañana o pasado una carga de leña recia, pero de la buena... —Gracias, don Manuel. Es usted más bueno que los angelicos del cielo —y no insistió más, porque sabía que el maestro no la dejaría ir más allá, ni en cumplidos ni en quejas. Don Manuel con aquel gesto de solidaridad había sacrificado la compra de una cajetilla de tabaco, pero aunque le dolía se sentía ufano de haber realizado una buena acción y sonreía por aquello de «es usted más bueno que los angelicos del cielo». Sin embargo, la conciencia le remordía haciéndole ver que no era solamente la solidaridad lo que le empujaba a ser virtuoso... Estaba empapado en la política y como tal obraba con perspicacia, sabiendo que podría recoger un día el fruto de sus buenas obras. Tenía sentimientos de justicia, sí, pero a la hora de las elecciones, por ejemplo, bueno era tener el apoyo de la mayoría de los vecinos para sus candidatos y sabía que con aquellas dos pesetas había conseguido aumentar su capital de persona honrada, defensor de los míseros... ¡Qué podía hacer él! La vida era así. Él no había inventado ni aquella manera de proceder ni aquellas costumbres. A él nada le aportaba aquel compromiso con los partidos republicanos, pero eran sus objetivos, sus ideales, para lograr que un día cambiara la sociedad y se acabaran las injusticias.

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A cazar el jabalí

Las partidas de caza mayor eran también algo tradicional en el pueblo y don Manuel no faltaba a ninguna de las realizadas en el invierno. Sobre todo, el respeto de la veda lo cumplía como la mayoría de los cazadores del lugar..., quiere decirse que la veda se respetaba de vez en cuando, fundamentalmente cuando se corría la voz de que los guardias civiles habían dado batidas por pueblos de la comarca (por eso no era raro que, al hacer una visita al maestro, este invitara a sus huéspedes a comer «lo que había en casa»: conejo montés, perdices y torcaz de las rallas, amén de alguna codorniz). Solo la caza del jabalí era más respetada, pues resultaba más difícil esconder un jabalí que un gazapo metido en la faltriquera. Y estas cacerías se las habían reprochado a don Manuel más de una vez sus amigos y conocidos, pues veían una total contradicción en sus maneras de ser, respetando las costumbres y las leyes y deseando dar ejemplo a sus alumnos y convecinos. Desde luego había que reconocer que tenían razón. Pero, se decía él, «todo el mundo lo hace, ¿por qué yo no?». Eso sí, cuando hacía aquellos entuertos los cometía tan discretamente que nadie podía cogerlo in fraganti, de no encontrarse a su lado. Tenía a su hijo mayor, que conocía ya al dedillo todas las reglas del cazador furtivo y que, siguiendo a su padre a cierta distancia para ver dónde caía la pieza cazada, se la metía entre la camisa y el vientre y regresaba a su casa por el camino opuesto al que llevaba su padre. Sí, la caza era una pasión que a veces caía estupendamente para variar los menús de doña Rufina y sobre todo para permitir que se harta139

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ran sus «cachorros» hasta la saciedad sin necesidad de aumentar la deuda en casa José de Ayerbe... Por eso, cuando el panadero propuso al maestro salir a cazar el jabalí antes de que se cerrara la veda, este aceptó con gran satisfacción con la esperanza de traerse a casa un ejemplar, aunque no fuese tan grande como el del año anterior: ¡diez arrobas! San José, día de fiesta, cayó aquel año en lunes, lo que daba dos días seguidos de vacaciones para las escuelas. Por eso el domingo de madrugada empezaron los preparativos de la partida de caza. Tenía aquello las trazas de una verdadera expedición, un poco como aquellas que se relataban de África para cazar leones o elefantes. Cincuenta cartuchos del 12 cargados con balas de plomo fundido por el maestro; cartuchera bien sostenida con dos hebillas; la escopeta brillante, como si acabara de salir de la fábrica; el morral de lona recia que solía llevar cuando iba a cazar la perdiz, más la mochila repleta de provisiones para hacer frente al hambre por lo menos durante una semana y una bota que contenía un par de litros de vino tinto de Poleñino; sin olvidar su navaja de un palmo, bien afilada, capaz de cortar una gruesa rama de carrasca o de pino. Nada faltaba, podía hacer frente a cualquier situación. En cuanto a la ropa, era la adecuada para el frío intenso que reinaba en la sierra desde hacía algunos días: las albarcas hechas por tío Pedro José, que estrenaba aquel día; los peducos confeccionados por la tía Pascuala, con unos peales de lana que le llegaban hasta las rodillas y hacían las veces de polainas; pantalón de pana gruesa; chaquetón de paño recio; boina ancha y bien calada, que podía servir hasta de paraguas... Y, para cubrirlo todo, una zamarra de cabra que le había prestado el pastor Botaya, bien ceñida al cuerpo con correas de cuero pero abierta por delante para poder moverse con soltura, sobre todo cuando era necesario llevar la escopeta al hombro, apuntar y disparar en menos de dos segundos. Cuando hubo terminado su atavío aquel día, doña Rufina lanzó una carcajada y empezó a tomarle el pelo sin parar de reír un solo momento. La verdad es que había de qué reírse: 140

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Al acecho, en la Selva de Oza. (R. Compairé, Fototeca de la Diputación de Huesca).

—La verdad es que tienes las trazas de un guerrero visigodo o de un cazador de la Edad de Piedra, con tu zamarra y tus abarcas... Entre tú y el panadero sois capaces de ahuyentar hasta a los cuervos. Y qué decir de los «civiles», si os los encontráis son capaces de salir corriendo hasta Ayerbe... —No te rías. Al fin y al cabo son las vestimentas de nuestros pastores, de nuestros leñadores; nadie mejor que ellos sabe hacer frente a los rigores del invierno. No olvides que son dos días de andar sobre hielo y nieve, y lluvias si se tercia. La noche la pasaremos en la borda de la pardina de la Casa Blanca. Llegó el panadero y se pusieron en marcha a paso ligero dirigiéndose hacia la sierra, acompañados por los dos perros de caza, que salta141

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han y ladraban mostrando su contento. Cuando empezó a despuntar el día ya habían rebasado los altos de Santo Román. Se pararon unos minutos para «echar trago» y don Manuel aprovechó aquellos instantes para contemplar la indescriptible belleza de la sierra, los valles y la magnífica llanura de Huesca. Al este empezó a aparecer una bola rojiza detrás del pico de Gratal, el sol saliente, cuyos rayos, al atravesar las capas de neblina, parecían hilos de seda tendidos a lo largo de las faldas de la montaña. Pero no había subido al monte para contemplar el panorama. Se distribuyeron los sectores por donde cazarían y decidieron juntarse en la peña O Sol, arriba de la ermita de la Virgen de Linás. El primero en llegar fue don Manuel, que no había visto una sola huella ni el menor rastro dejado por los jabalís; solo a algún conejo había acosado su perra, pero no era día de conejos y menos con cartuchos de bala. Se sentó en la misma punta de la peña O Sol, al borde del despeñadero que, cortado a pico, caía sobre la vertiente sur, casi frente a la Virgen de Linás. El horizonte extenso que desde aquellas alturas se divisaba era magnífico, casi se podía contemplar media provincia de Huesca y buena parte de la de Zaragoza hasta el Moncayo, que se veía nevado allá en la lejanía, envuelto en una capa de neblina en su base. Sacó el maestro su petaca y empezó a liarse un cigarrillo, que encendió con su mechero de trenza amarilla, echó dos bocanadas de humo al aire y al levantar la cabeza pudo observar las vueltas y revueltas de una bandada de buitres que planeaban a un par de docenas de metros por encima de él, describiendo cercos cada vez más anchos y más altos, así como hacían cada día al salir de sus guaridas de los Mallos, tras haberse calentado el plumaje con los primeros rayos de sol. Siempre que había tenido la oportunidad de contemplar aquellos despegues, parecidos a los de los aviones, que producían silbidos con sus enormes alas cortando el aire, se había sentido impresionado, casi temeroso al verlos girar el cuello pelado a derecha y a izquierda como obedeciendo órdenes dadas por el «jefe de escuadrilla» para enfrentarse mejor a las corrientes de aire ascendentes. Hay que reconocer que resultaba sorprendente 142

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oír aquellos ruidos agudos y ver la envergadura de sus alas —en algunos ejemplares, de casi 3 metros—, pero los acostumbrados y conocedores de aquellas aves no tenían miedo alguno, pues sabían que no atacaban a las personas. Aquella contemplación no duró mucho rato. Unos ramalazos de viento glacial hicieron comprender al maestro que el tiempo estaba cambiando. Efectivamente, gruesos nubarrones empujados por el viento de los Pirineos cubrieron totalmente la montaña, haciendo que la niebla espesa y húmeda, con copos de nieve de vez en cuando, impidiese ver más allá de 4 ó 5 metros. Mal asunto para los cazadores del jabalí... Cerca ya del mediodía se presentó el panadero la mar de contento con un hermoso gazapo que, según él, había agarrado su perra... Don Manuel no dijo nada, se alegró pero para sus adentros pensó que su compañero le estaba contando una historieta de cazador furtivo y que no era la perra quien había enganchado el conejo sino que él lo había encontrado agarrado en uno de los lazos que Antonio el de Pequera ponía en todas las sendas y caminos de la sierra. Bueno, poco importaba la procedencia, lo importante era que iban a comer caliente asándolo sobre una buena brasada con leña seca de boj, para lo cual encendieron un buen fuego entre dos piedras colocadas para sostener el espedo, confeccionado con una vara de senera. Pensaban que comerían frío y en realidad era un verdadero festín el que iban a darse aquel día, pues no era cosa de guardar el conejo en el morral para llevarlo al pueblo: era el jabalí lo que se cazaba y no lo que se denominaba «caza menor». Terminado el asado, apagaron el fuego y las brasas orinándose sobre ellas, como era costumbre cuando se hacía fuego en el monte, respetando así a la naturaleza y evitando incendios. Discutieron el plan para la tarde. El panadero bajaría hacia Rasal acosando a la caza para que subiera hacia Fuenfría; el maestro, por encima de Santa Marina, iría hasta el manantial aquel del monte de Loarre esperando a los bichos en los lugares propicios, en particular cerca del agua, donde tenían costumbre de ir a revolcarse en el barro. Luego to143

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marían la senda de Pequera y se juntarían en la pardina, como estaba previsto, para pasar la noche en el yerbero de la Casa Blanca. Al cielo claro y soleado de la mañana había sucedido uno bien nuboso y el frío helador se dejaba sentir de lo lindo; sobre todo en la vertiente norte de la sierra, donde había grandes placas de nieve helada, a lo que se añadía aquel fuerte cierzo que poco a poco iba empujando las nubes que subían del río Garona y que en menos de media hora envolvieron la sierra con una densa capa de boira y, con ella, copos de nieve también helados, que al estrellarse contra la cara de los cazadores producían punchazos como los de una aguja... —¡Mala tarde tendremos! —exclamó don Manuel ciñéndose bien la zamarra—. Ahora que, con este tiempo, seguro que los jabalís saldrán de sus guaridas. ¡En marcha! Y procura no extraviarte, no vayas más allá de un kilómetro de la senda que baja de Fuenfría. —No se apure, siño maestro, ya sabe que conozco la montaña mejor que una cabra montesa. Lo jodido es que haya tanta boira. La nieve había arreciado y en poco rato unos centímetros más habían recubierto la caída días antes. Las dificultades empezaron pronto para don Manuel. Las abarcas, que eran un buen calzado para terreno seco y de maleza, le hacían resbalar sobre la nieve como si anduviera sobre un suelo enjabonado; tenía que agarrarse a las ramas de los pinos y más de una vez dio con sus posaderas en el suelo nevado, pero estaba acostumbrado a todo aquello, pues un cazador de la sierra tenía que ser así: capaz de hacer frente a todas las situaciones por extremas que fueran. Pero estaba escrito que aquel día nada sería similar a las anteriores partidas de caza. Los copos, que arreciaban levantando un verdadero telón delante de él, le impedían situarse y, como las sendas se borraron totalmente, no tardó en sentirse completamente desorientado, perdido en medio de aquella tempestad de nieve. Así avanzó durante algún tiempo, pero al final tuvo que rendirse a la evidencia: había dado vueltas y más vueltas sin encontrar el manantial de Fuenfría. Lanzó varios gritos al ai144

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re con la esperanza de ser oído por el panadero, pero ni aun el eco, apagado por la boira, le dio respuesta. No tenía miedo, pero empezaba a dudar de sus conocimientos del terreno, que en aquellas condiciones servían para poco. Hasta su perra parecía sobrecogida y no se apartaba mucho de él. Se paró un rato y empezó a reflexionar sobre cómo salir de aquel peliagudo trance. Solo vio una solución: era preciso encontrar un barranco que, siguiendo su curso descendente, pudiera llevarlo hasta Pequera, la Casa Blanca o el río Garona y Rasal, o hasta Bentué de Rasal, en cuyo caso se podría comprobar que su extravío había sido enorme. Así estaba cuando su perra salió de estampida acosando a algún bicho que deambulaba por los parajes y, conociendo bien su manera de ladrar, don Manuel no dudó de que se trataba de una piara de jabalís. Buscó un claro entre los pinos y pronto vio aparecer, acosados por su perra, a seis jabalís siguiendo a uno enorme, que sin duda era la madre. Se echó la escopeta al hombro y apuntó en aquella dirección, aunque no pudo tirar sobre el más grande. Sin embargo, no falló al que le seguía, al que le sacudió dos tiros que hicieron salir espantado al resto del grupo. Cargó la escopeta de nuevo, satisfecho de haber hecho blanco, y se acercó al bicho muerto, que hacía enrojecer la nieve con la sangre que perdía por las heridas. Su satisfacción por haber logrado cazar una buena pieza era enorme, pues aunque se trataba, a no dudarlo, de una cría de menos de un año no debería de andar muy lejos de las 4 arrobas y media. El problema que se le planteó inmediatamente fue el de cómo salir de aquellos lugares con el jabalí a cuestas sin saber por dónde dirigirse hasta encontrar un barranco, como había sido su idea. Colgó la escopeta sobre una rama de pino, así como la mochila y el morral, y se acercó al animal muerto, pero no tuvo tiempo de llegar hasta él puesto que de unos matorrales vecinos salió enfurecida la hembra en busca de su pequeño. Seguramente por su intuición de madre se había dado cuenta de que faltaba uno. El maestro sabía muy bien cómo las gastaban los 145

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jabalís enfurecidos cuando estaban malheridos o las hembras cuando habían perdido a uno de sus jabatos. Conocía docenas de relatos de cazadores que habían sufrido trances parecidos. Por eso, no se entretuvo en hacer conjeturas sobre lo que era o no preciso hacer en aquellos instantes. En dos saltos alcanzó un majestuoso pino que se alzaba al borde de aquel claro del bosque donde se había parado y, agarrándose con fuerza a las primeras ramas, trepó hasta estar a unos 2 metros del suelo, y de la fiera podría decirse, ya que esta se había lanzado con todas sus fuerzas, el hocico bajo, contra el árbol donde se encontraba él unos segundos antes. Lo empujó con tal fuerza que la nieve de las ramas se esparció por el suelo. Don Manuel estaba acostumbrado a trances difíciles, pero jamás se había visto acosado de tal modo. No era miedoso —bueno, no mucho—, pero aquello era diferente de todo lo que había podido vivir, se sentía petrificado por el terror y, pese al frío reinante, aquella tarde sudaba como un condenado.

Y, mientras tanto, la hembra continuaba dando vueltas alrededor del pino, sacudiéndolo de tanto en tanto con un duro golpe de sus hocicos, como si quisiera hacer caer al cazador, y sin dejar de lanzar gruñidos estridentes de fiera acosada, aunque el realmente acosado era el maestro. Llegaron a los oídos de don Manuel los ladridos de su perra y se alegró pensando que así iba a espantar a la jabalina, haciéndola retroceder y marcharse a otros lugares del bosque. Pero era de mal conocer aquella que los atacaba aquel día: no solamente no se fue sino que se lanzó contra la pena como había hecho contra el pino, logrando en una de sus embestidas agarrarla por el vientre con sus hocicos; sacudiéndola con furor, la envió varios metros más allá, de donde salió aullando y lanzando lastimosos quejidos, como todo perro que se siente herido. Los ladridos duraron algunos minutos y se podía comprobar que cada vez sonaban más débiles, hasta que desaparecieron totalmente. No por eso cesó el acoso de la bestia al árbol, seguía la hembra dando vueltas en torno al mismo sin dejar sus gruñidos y mirando hacia las ramas donde estaba agazapado el cazador. 146

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Tras las sudaderas de los primeros momentos vinieron los escalofríos producidos por el frío intenso y el temor de continuar acosado de esta suerte sin ninguna posibilidad de hacerle frente y preguntándose cuánto podría durar aquello, que bien podría terminar con un desfallecimiento físico y moral. Aunque gritara, nadie iba a escuchar sus llamadas. ¿Quién podía andar por aquellos andurriales? ¿Podía oírlo el panadero? ¡Ni hablar! Seguramente ya debía de andar por las inmediaciones de Pequera, próximo al lugar donde iban a encontrarse. El frío le anquilosaba los pies —pese a los peducos— y las manos, que aunque las metía de vez en cuando bajo la zamarra de piel tenía que sacarlas para mantenerse agarrado a la rama que lo sostenía. De vez en cuando le lanzaba gritos furiosos al bicho aquel y solo conseguía con ello enfurecerlo aún más y que aumentara sus embestidas contra el pino. ¡Y pensar que tenía la escopeta cargada con cartuchos de bala a menos de cuatro metros de él! Podía ver el brillo de sus cañones con la claridad ocasionada por la blancura de la nieve, pese a que la noche había caído hacía ya largo rato. El tiempo pasaba sin que tuviera el menor indicio de cuántos minutos y horas habían transcurrido desde el acoso inicial. Si hubiera sido creyente ya haría rato que san Antonio (el santo patrón de su esposa) habría escuchado las oraciones y plegarias para ser ayudado y sacado de aquel trance. Pero, como tenía la certidumbre de que ni Dios ni los santos sacaban a nadie de apuros, no cabía la menor fe ni esperanza de que la ayuda viniese por aquel camino... Debido al frío cada vez más intenso que lo paralizaba iba perdiendo hasta la noción de lo que le ocurría, del tiempo que había pasado, de la realidad de la situación. ¿Era una pesadilla? Todo flotaba en su cabeza cuando oyó el gruñido de varios jabalís. Conociéndolos bien, comprendió que se trataba del resto de la manada, que volvía por allí en busca de la madre, la cual corrió trotando hacia ellos. Husmearon el cuerpo del jabato muerto, se volvió la hembra hacia el pino y una vez más lo acometió con fuerza haciéndolo estremecer y caer la nieve de sus ramas. Como había hecho antes, alzó el hocico de nuevo mirando al ca147

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zador y se alejaron todos los animales siguiendo a la madre que les había dado vida, como si hubiesen comprendido que aquel que yacía en el suelo helado ya no los seguiría. Don Manuel recuperó totalmente sus sentidos y una incalificable alegría lo invadió tanto física como moralmente. Se acomodó sobre otra rama más gruesa y estiró sus piernas y sus brazos enderezando el cuerpo para recuperar fuerzas y movimientos, sacándose de encima el anquilosamiento que lo había invadido. Temeroso aún, esperó algunos minutos en lo alto de las ramas antes de dejarse caer de aquella «percha» sin riesgo a ser atacado de nuevo. Descendió al suelo por fin y en dos saltos, como una cabra, agarró su escopeta descolgándola del árbol y, levantando los dos gatillos, se la puso apoyada al hombro, dispuesto a hacer fuego si aparecía de nuevo la jabalina. Pero ni un solo ruido le llegó a los oídos. Se enardeció como un general invulnerable a quien nada ni nadie podían doblegar, un verdadero «matamoros», pero aquella actitud no duró más que unos segundos, ya que reflexionó y se dio cuenta de la ridícula postura que adoptaba en aquellos instantes, comparada con el terror pasado minutos antes... Pero no quiso hacer conjeturas y reflexiones, las haría más tarde; ahora lo importante era alejarse de allí con toda la rapidez que le permitieran sus piernas. Empezó la marcha sin saber a dónde iba ni en qué dirección; pensó en lo que había reflexionado cuando estaba en las ramas del árbol: debía buscar el cauce de un barranco, pues, siguiéndolo, lo llevaría sin duda alguna hasta los bordes del río Garona, por los alrededores de Rasal. Tropezando aquí, cayendo de bruces un poco más allá, pegándose contra algún tronco seco que al resbalar no había podido evitar, dándose de bruces contra alguna ralla, anduvo largo rato. ¿Minutos?, ¿horas?, ni lo sabía. Al fin pudo oír el canto —armonioso en otras circunstancias, pero salvador aquella noche— del agua de un barranco que se despeñaba de una cascada deslizándose hacia el valle, que sin duda no podía ser otro que el de Rasal. No tardó en llegar al borde del río, que llevaba bastante caudal; no se había equivocado en sus cálculos, era el Garona. Tomó la senda, o lo que parecía serlo, que discurría paralela al cauce, y 148

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avanzó a grandes zancadas aguas abajo. Durante bastante tiempo no vio ninguna casa, ninguna borda o corral, ningún campo con caseta que pudiera darle indicación del lugar a donde había llegado. Aquello parecía el desierto, bajo la niebla y la nieve, pero tenía la certeza de que seguía una buena ruta, solo que en un momento u otro debería atravesar el río y esto ya era un nuevo problema debido a la crecida del caudal de agua. Y de pronto sonaron unas campanadas allí cerca... Sí, era el reloj de la torre de Rasal, que daba sus horas. ¿Qué hora señalaba? Ni había contado las campanadas ni le importaba; ileso como se hallaba después de aquellos duros trances, ya no le preocupaba nada más. Unos centenares de metros más abajo aparecieron ante su vista dos, tres caserones enormes que reconoció instantáneamente: ¡Rasal! Los tañidos de la campana sonaban a gloria. La vista de las casas, pese al silencio salvaje, solo perturbado por el dulce ruido del agua, le dio la impresión de ser el anuncio de su entrada en el Paraíso... No se había equivocado ahora, se trataba de las primeras viviendas de aquel pueblecillo situado al otro lado del río, frente al puentarrón que permitía pasar a la gente con sus ganados de un lado a otro del Garona. Reflexionó y se dio cuenta del camino que había andado: se había extraviado no lejos de Puchilibro, yendo a parar a las inmediaciones de Bentué de Rasal, la aldea situada detrás de Gratal. ¡Un extravío de más de 20 kilómetros! Como no se sentía muy ufano, pasó el puentecillo con la rapidez de un gato y con sigilo se deslizó por las calles del pueblo, silenciosas a aquellas horas, para tomar el camino pedregoso que lo iba a conducir hasta La Peña y el ferrocarril de Canfranc. Media legua más abajo sabía que había una paridera abandonada y allí se detuvo para tomar aliento y, sobre todo, engullirse una magra con un cacho de pan que llevaba en la mochila. Físicamente ya había recuperado sus fuerzas y también los ánimos, pues era un perfecto excursionista, montañero y caminante aguerrido, al que poco le importaba recorrer 40 ó 50 kilómetros por la sierra. Pero moralmente no sucedía lo mismo, le asaltaban múltiples pensamientos acerca de las consecuencias de aquellos percances, de 149

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los comentarios que vendrían luego, de las bromas, de las mofas de los cazadores..., que iban a herir su amor propio. Por aquellos caminos por donde andaba entonces ya no había nieve, aunque el frío era intenso; pensó que para calentarse lo mejor era emprender una marcha rápida siguiendo el camino de herradura que bordeaba el río hasta el pantano de La Peña, allí seguiría por la vía hasta la casilla de Riglos. Así lo hizo, evitando pasar por delante de las casas y de la estación para no ser observado por algún madrugador o algún obrero de la fábrica del Carburo, que funcionaba día y noche. Tras 8 kilómetros saltando de traviesa en traviesa y atravesando los cuatro túneles, no tardó en llegar a la entrada del pueblo. Era allí donde le esperaban los apuros más importantes, pensó para sus adentros. Se le ocurrió entrar en casa sin que nadie lo viera, aunque era necesario despertar a sus familiares, pero pronto se dio cuenta de que aquello resultaría imposible, al ver a un número importante de personas con linternas encendidas en la placeta, junto a la casa escuela. —¡Aquí está! ¡Aquí tenemos a don Manuel sano y salvo! —gritaron varios jóvenes. Siguió un murmullo de voces, aportando cada uno su comentario en voz alta, lo que hacía que fuese incomprensible lo que se decía. Se armó un verdadero barullo. Doña Rufina se acercó a su marido con manifiesta satisfacción, pero algo avergonzada de verlo como un eccehomo: sucio por el barro, la chaqueta desgarrada, los pantalones hechos trizas y hasta los peducos malparados; en fin, que más daba la impresión de ser un pordiosero que un maestro de escuela. Se apagaron las velas que chisporroteaban en las linternas preparadas momentos antes para salir en su búsqueda y el tío Pedro José, con su voz recia, impuso silencio a todos después de haber intercambiado unas palabras con don Manuel: —Bueno, el principal disgusto ya ha pasado y las oraciones hechas a la Virgen han dado resultado... —esta última frase la pronunció 150

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con el tono zumbón y bromista que lo caracterizaba, dejando entrever que las plegarias para él eran como oír llover—. Como solo Amadeo, el Manco, es capaz de conducir la expedición, yo propongo que al despuntar el alba salga él hacia Puchilibro en busca del jabalí muerto y si lo encuentra podremos hacer una buena lifara para celebrar el acontecimiento —también aquello de «si lo encuentra» sonaba a mofa o incredulidad—. Al mismo tiempo tratará de hallar la perrica del siño maestro. Nadie como nuestro Manco para la búsqueda de lo desaparecido o perdido en la sierra... Antes de empezar a dar explicaciones el maestro las pidió al panadero, que andaba por el corro formado, deseando saber cómo había logrado regresar al pueblo sin problemas. El panadero se rascó el cogote y casi tartamudeando, como si quisiera sacudirse el problema de encima, contó lo que le había ocurrido a él, bueno, lo que a decir suyo había ocurrido... —Pues, mire usted, también me perdí ayer tarde por los montes de Sarsa, pero logré acercarme al barranco de Pequera y siguiéndolo llegué hasta la pardina. Allí lo esperé a usted hasta la caída de la noche, pero al no verlo llegar me decidí a regresar al pueblo y dar la alerta para salir en su busca. Eso es todo. Por su tono amedrentado se notaba que quedaban bastantes cosas por aclarar y que había hablado como esperando el rapapolvo que temía. Pero don Manuel no le hizo el menor reproche, se los guardaba para sí. Se limitó a escuchar lo que su esposa le relataba. Debían de ser alrededor de las 12 de la noche cuando unos aldabonazos asestados con fuerza en la puerta de la casa los habían despertado a todos. Casi al mismo tiempo se oyó la voz del panadero, que decía: «He perdido al siño maestro. Teníamos cita al lado de Pequera y aunque he esperado mucho no ha aparecido por allí». Gritaba tanto el cazador que pronto aparecieron varios vecinos con el candil en las manos, convencidos de que algo importante acababa de suceder, y como cada vez que ocurría algún 151

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percance en el pueblo, enseguida fueron más de una docena de hombres y mujeres, algunas con el camisón de dormir, los que se concentraron junto a la escuela. El panadero dio sus explicaciones y contó el temor que le invadía de que su compañero de caza hubiese sido víctima de algún percance peligroso, lo que no dejó de aumentar las preocupaciones de doña Rufina. El Manco, en cambio, intentó dar ánimos a unos y otros explicando que un montañés como el maestro no podía haber tenido problemas graves; no obstante, tomó la iniciativa y propuso salir en cabeza de un grupito de los más jóvenes y conocedores de la sierra y de los lugares por donde habían andado los dos cazadores. Llevarían consigo varias linternas con velas de recambio, así podrían alumbrarse y al mismo tiempo señalar su presencia en caso de que el perdido hubiese sufrido alguna herida. Medio pueblo estaba ya allí concentrado, aportando cada uno su opinión y haciendo comentarios espeluznantes sobre lo que ya consideraban como una desgracia que recaía sobre el lugar; todos evocaban desapariciones y muertes misteriosas sin fundamento, salidas de las creencias en lo sobrenatural, lo que les hacía sentirse amedrentados y con miedo. Menos mal que doña Rufina tenía agallas para soportar los malos trances y una moral inquebrantable. Hasta la siña Generosa se había acercado al corro como buena conocedora de las andanzas de las brujas —según las gentes del pueblo— y del mal de ojo, así como de otras vanas creencias y supersticiones del vulgo. Ella siempre tenía un remedio con que combatirlas: lo primero que debería hacer doña Rufina era encender una vela o una lámpara de aceite a san Antonio, su patrón, cosa que hizo casi inmediatamente la maestra. Luego, llenando una gran palangana de agua hasta los bordes, la siña Generosa pidió que varias beatas como ella introdujeran su cara dentro de la vasija hasta tocar con la nariz el fondo de la misma. Una vez hecho esto, debían recitar un avemaría sin respirar ni sacar la cara fuera. El silencio era total, pues el rito lo imponía; solo se oían las burbujas y el murmullo de una voz apagado por el agua, sin poder comprender lo que cada una de ellas recitaba. Ni la maestra ni su hijo mayor quisieron tomar 152

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parte en aquello que consideraban como una comedia, pero sabían lo arraigadas que estaban estas costumbres, creencias y supersticiones entre las gentes de la montaña como para intentar prohibirlas. De hacerlo, se hubiera cometido casi un pecado, impedirlo era hacerse cómplice de las brujas o de otros seres sobrenaturales que acarreaban aquellos disgustos y desgracias y era preciso en tales situaciones evitar inmiscuirse por todos los medios. «Tú hubieras hecho lo mismo», le dijo a su marido. «¿Cómo voy a avergonzar a la gente por practicar estos ritos cuando yo misma los he hecho? Me vienen a la memoria las veces que al perder una oveja del rebaño que guardaba cuando tenía 10 arios o cuando una cabra se había enrallado me pasaba horas enteras junto a mi abuela zambullendo mi cara en una tartera llena de agua y recitando avemarías y padrenuestros». Doña Rufina concluyó así el relato de lo acontecido aquella noche en el pueblo: —Mientras tanto, la señora Generosa arremetía de nuevo con sus predicciones y comentarios: «¡Mira que perderse en la sierra nuestro maestro! ¡Pues vaya desgracia que nos cae encima! ¡Y desaparecer en los lugares más frecuentados por las brujas, en las cimas de la sierra! Ese es el sitio más visitado por las que vienen del pico de San Cosme y San Damián pasando por el de Gratal, el castillo de Loarre, donde celebran sus aquelarres, el torreón desmoronado de la Virgen de Linás y luego alcanzando los Mallos. ¡Mal asunto! ¡Mal asunto!». Luego, siguiendo a la abuela de casa Marión, que con su rosario en las manos no cesaba de murmurar sus oraciones, nos hemos reunido en la placeta en espera de tomar decisiones concretas. En fin, a la tristeza había dado paso una satisfacción general con la llegada del maestro. Aquello parecía un congreso. Cada uno hablaba por su lado y daba sus opiniones, cuando no sus sugerencias. El tío Pedro José impuso silencio con su voz de bajo e hizo su propuesta: —Conociendo las cualidades del Manco en lo tocante al conocimiento de la sierra y teniendo en cuenta lo que se ha acordado antes, yo 153

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propongo que salga un grupo hacia Puchilibro, no en busca de don Manuel, ya que lo tenemos aquí, pero sí a recoger el jabalí. ¡Si es que hay un jabalí! —añadió en tono zumbón, como siempre—. Nadie como él para encontrar una burra perdida, una oveja herida o una cabra enrallada en cualquier parte de la montaña. El Manco empezó a preparar su expedición dando instrucciones como lo hubiera hecho un general. Solo quería que fueran con él cuatro o cinco jóvenes, pero de los que tenían agallas (empleo aquí otro vocablo, distinto del que él usó, muy utilizado también para expresar que se tenía valor y resolución). No aceptó la idea del maestro, que deseaba ir con ellos a causa de su perra; en cuanto al panadero, permaneció alejado del corro, pues tenía muy pocas ganas de ser solicitado... Al alba, con el comienzo de la claridad del día, se disiparon las tinieblas y también el miedo que había atenazado durante algunas horas a la mayoría de los habitantes. El grupito de exploradores salió con paso decidido en dirección a la montaña y cuando empezó a lucir el sol ya habían rebasado el puerto de Santo Román. Menos de dos horas después ya estaban en la peña O Sol. Allí encontraron huellas sobre la nieve, que no dudaban eran las de los cazadores, y también se podían distinguir las de los perros, todas ellas de la víspera. Como algunos empezaban ya a sentir el cansancio, propusieron encender una buena fogata y almorzar para reponerse. Solo el Manco se negó a sentarse y decidió seguir él solo la pista que se veía sobre la nieve y que se dirigía hacia el norte. Concretaron que se juntarían allí mismo cuando él regresara, fuese la hora que fuese. Escudriñó meticulosamente las pisadas de albarcas y las zancadas. No había duda: aquellas eran las del maestro. Las siguió y rápidamente, sin perderlas de vista, rebasó Fuenfría y llegó al lugar de los sucesos de la víspera. Encontró el claro de bosque señalado por don Manuel y vio el pino con la corteza arrancada tras las embestidas de la jabalina. Unos metros más allá encontró el jabato muerto. Con la escopeta cargada, por si acaso, examinó todos los matorrales y siguiendo las huellas de sangre que había sobre la nieve no tardó en encontrar a la Perla, 154

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la perrica de don Manuel, que había muerto de las heridas ocasionadas por aquella fiera; buscó unos cuantos peñascos debajo de los pinos y recubrió con ellos el cuerpo del animal para poderlo enterrar cuando se derritiera la nieve en primavera. Agarró el jabato —que pesaría unas 4 arrobas y media— y se lo echó sobre los hombros, tomó la escopeta y apoyándose en ella como si hubiera sido un cayado emprendió el camino de regreso, tomando alcuerces que le permitieron reunirse con sus compañeros en menos de dos horas. Todos lo esperaban, como se había convenido, en el mismo lugar. Debe decirse que no se habían alejado mucho: algunos, desconocedores del terreno; otros por precaución, y alguno porque tenía la convicción de que lo que ellos no serían capaces de encontrar el Manco sí que lo hallaría. ¡Por algo poseía fama de tener los sentidos duplicados cuando se metía en los bosques de la sierra! No era raro oír decir a los viejos del pueblo: «Amadeo debe de tener trato hasta con las brujas. Por eso es tan espabilau, porque ellas lo protegen». Entraron en el pueblo ufanos y contentos a media tarde. Cómo no, el Manco llevaba sobre sus espaldas lo que ya era un trofeo de caza. Lo depositó sobre una mesa del café donde los aguardaban numerosos vecinos. Pronto llegaron otros y se dispusieron a escaldar el jabalí y prepararlo para asarlo en el corral de casa Gila. También don Manuel se sumó al grupo, más por saber algo de su perra que para participar en la lifara. El Manco le dio detalles de cómo había encontrado a la perra muerta y también de lo que a su entender había sucedido. Exageró tanto su relato en lo tocante a la ferocidad del ataque de la jabalina, para ensalzar la valentía del maestro, que casi podía deducirse de sus explicaciones que este había hecho frente a un rinoceronte y no a un jabalí de la sierra de Guara... Aquella peripecia, que podía haberse convertido en drama, acabó en fiesta general cuando cada uno de los presentes pudo acercarse al asado, que olía a gloria, y con las navajas cortarse un trozo de carne del co155

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chinillo, que, atravesado por un espedo, se rustía sobre un fuego y brasas de coscollos. Sin olvidar arrearse de cuando en cuando unos buenos lamparazos salidos de la bota para «ir empujando el jabalí». Solo don Manuel parecía estar ausente, ya que el golpe moral había sido duro y sería difícil sacudirse de encima aquel recuerdo. Al Manco no se le escapó aquella actitud del maestro y, acercándose a él, le dio una palmada en la espalda diciendo: —Nada, don Manuel, esto son gajes del oficio. También a mí me han ocurrido percances peliagudos —los conoce usted—. Piense en la admiración y el cariño que le tiene el pueblo entero; gracias a usted la mayoría de los críos y los adultos saben de letras. Mire, esto me hace pensar en mi caso y tomar una resolución: mañana vendré a las clases de adultos y le prometo que voy a aprender a leer y a escribir. Debía don Manuel adoptar una reacción rápida y contundente, algo así como la que acababa de tener Amadeo, pero ¿cómo sacarse de encima aquella afrenta que lo disminuiría a los ojos de sus convecinos? «¡Mañana será otro día!» —pensó, ocultando una lágrima provocada por la rabia y el infortunio. Y con disimulo, acompañado por el Manco, se dirigió a su casa sin despegar los labios. —Buenas noches, don Manuel, ¡ánimo y duerma bien! —le dijo el mozo. El maestro le apretó el único brazo que poseía con fuerza, como si con aquel apretón quisiera demostrarle a qué punto llegaban su admiración y su amistad. Lo vio marchar calle adelante con su andar forzudo, de montañés de pura cepa, de ser indómito pero con sentimientos de amor al prójimo, un hombre con un corazón y unas raíces de cajico, un altoaragonés como aquellos descritos en cuentos y relatos que hablaban de la tierruca. Allí se quedó largo rato don Manuel rememorando la existencia y las vicisitudes de aquel mozo que pese a ser analfabeto poseía dones y virtudes que muchos otros desconocían. Su historia y sus andanzas hasta que él lo conoció se las habían contado varios vecinos. Allá por sus 156

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11 años tuvo la desgracia el zagal de perder a su padre y con ello llegó la imperativa necesidad de hacer frente a una situación que ni su madre ni su abuelo (75 años) podían llevar a bien: varias fincas que cultivar en diferentes lugares, un par de bueyes, un par de burras que cuidar, varias decenas de ovejas, corral con diferentes bichos, etc. Hasta entonces solo había tenido como ocupación guardar el ganado, los bueyes y las burras cuando se les soltaba al campo, cazar pájaros a pedradas y cometer picias por todos los huertos cercanos a los caminos que él seguía, amén de alguna otra barrabasada. La escuela la tenía atravesada y la consideraba como una cárcel. Jamás había cruzado el portal de la misma y, como a sus padres les interesaba más que aprendiera de pastor que la instrucción, lo dejaron crecer totalmente analfabeto y sin educación. Era forzudo, con una salud de montañés que impresionaba a la gente, tozudo, voluntario en todo (hasta para lo malo), siempre buscando bronca y desafiando a todo bicho viviente; es decir, que era como un retoño de olivo que saliera torcido sin que nadie le hubiera puesto un rodrigón que lo hiciera crecer derecho. Pero era inteligente, emprendedor y valiente, por eso tres días después de haber enterrado a su padre unció los bueyes ayudado por su madre y, tomando el arado, empezó las labores (hay que decir que ya se había ensayado más de una vez antes). Hubo vecinos que propusieron a la viuda ayudarles en las labores de labranza, pero él se opuso y en poco tiempo el ritmo de las tareas y quehaceres de la tierra se halló casi al mismo nivel que cuando lo hacía su padre. Tres años después era «el amo de casa», de lo que sentían gran satisfacción su madre y su abuelo, aunque no había cambiado un ápice de manera de ser y se negaba siempre a «aprender de letras». Trabajaba de sol a sol, entrando en casa solamente para dormir, y andaba por los campos y los bosques como un raboso, evitando juntarse con las gentes. Solo cuando sentía necesidad imperiosa pedía un favor, que devolvía con creces; daba la impresión de que en cada vecino del pueblo y en cada forastero veía a un enemigo... En cambio, los desamparados y los más pobres podían contar con su apoyo y su 157

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solidaridad en todo. Los años pasaron sin ningún cambio en su manera de ser; ni asistía a las fiestas ni iba a los bailes. Es verdad que otros jóvenes, por su conducta indómita, lo habían dejado aislado, al margen; no tenía ninguna clase de relaciones con chicas de su edad u otras; jamás se le veía entrar en la iglesia, salvo para los entierros; en cuanto a salir del pueblo, nunca lo había hecho y ni siquiera había tomado el tren en la estación del ferrocarril para ir a Ayerbe. Y para completar aquella actitud debe añadirse que no había hecho el servicio militar por ser hijo de viuda... Era un mozo salvaje —como algunos lo denominaban—, amante de la libertad y de la naturaleza, en la que apreciaba, además de su belleza, su prodigalidad para con los hombres, gracias a la caza, la pesca y la fruta que daban los árboles... Desde crío la caza fue su pasión y aprendió a poner trampas diversas: cepos, lazos de alambre para agarrar conejos y liebres, losetas para los pájaros...; se podía decir que era un verdadero cazador de alforja y que en su casa no faltaba nunca de qué hacer un estofado de perdiz o de torcaz. Cuando iba a cumplir 22 años había logrado ahorrar algún dinero y le pidió a su madre que fuese a comprarle una escopeta de dos caños de las mejores que se vendían en la capital. A partir de aquel día el arma de caza fue su compañera inseparable, su esposa, se decía que dormía con ella... Cuando se encaminaba a los campos para labrar o sembrar siempre lo hacía montado en su burra y con la escopeta atravesada en la espalda, semejando a los grabados dibujados en libros y revistas de los bandoleros que habían frecuentado los caminos y sendas del Alto Aragón en siglos pasados. Las municiones se las preparaba él mismo, como muchos cazadores de la comarca; así, le salían más baratas que compradas en la ferretería de Ayerbe. Llegó a ser el cazador más famoso de la región y de su puntería se hablaba hasta en la tierra baja; raro era cuando fallaba un tiro sobre una pieza de caza menor. Se decía, y era cierto, que en su casa entraba cada día algún bicho, bien fuera de pelo o de plumas, lo que permitía a su madre o a su hermana 158

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el ir a venderlos a Ayerbe o a los ferroviarios que pasaban en el Mercancías por la estación de Riglos; estos eran los principales y mejores clientes, desde luego. Pero la mala suerte y la desgracia se ensañaron con él y un día que cazaba el jabalí en Forniello le estallaron los dos cañones de su arma, destrozándole el brazo izquierdo (obra de las brujas y del mal de ojo, como decían las malas lenguas y alcahuetas del pueblo). Perdiendo la sangre a chorros, logró regresar al pueblo y ser trasladado al hospital de Huesca, después de haber hecho el viaje sobre su burra hasta la estación y de allí en un coche de alquiler de Ayerbe. En el hospital le fue amputado su brazo izquierdo a la altura del codo, lo que entristeció e impresionó muchísimo a todo el vecindario, pues les hizo pensar a todos que con aquel durísimo golpe la casa Navas se iba a ir a pique. Era conocer mal a Amadeo, el Manco, como ya le habían sacado de mote las gentes, y allí empezaba una nueva y prodigiosa etapa de su vida. Tras la convalecencia, que duró unas semanas solamente, dedicó el tiempo a reeducar sus miembros para suplir con el muñón de su brazo perdido los principales movimientos necesarios para llevar una vida lo más normal posible; fue algo sorprendente, logró incorporarse de nuevo a todas las tareas que debía realizar un labrador. A algunos vecinos les parecía aquello un milagro, a otros un caso sobrenatural, mientras que los adeptos a los maleficios aseguraban que eran las brujas quienes le daban aquel empuje, con sus potingues de ortigas, sapos y lagartos... En realidad, todo era producto de una voluntad y una fuerza fuera de lo común, de una moral y un ánimo a toda prueba, de una gran inteligencia. Poseía un coraje supremo para saberse adaptar a su nuevo modo de vida, aunque fuese mezclado a veces con lágrimas. Cinco meses después de su accidente uncía los bueyes, labraba y realizaba cualquier trabajo del campo con la aparente facilidad con que lo había hecho tiempo atrás, o al menos así lo parecía. Y las dudas se disiparon algunas semanas más tarde cuando manifestó su deseo de volver a sus partidas de caza. Su madre y su abuelo lo 159

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trataron de loco e inconsciente. Pero con su idea fija en la cabeza, una mañana, con el pretexto de ir a Jaca para participar en un concurso de tiro de barra en un pueblo vecino a la ciudad montañesa, se personó en la casa de un armero que le habían recomendado unos amigos de Anzánigo cazadores como él. Expuso al fabricante sus problemas, pidiéndole le hiciera una escopeta de un solo caño, ligera y fácil de manejar; allí no se la podían fabricar, pero con muchas dudas el comerciante aceptó encargársela a los talleres de Éibar —en el País Vasco—, que eran los mejores especialistas de armas de caza de España. La consiguieron rápidamente y allí en Jaca le dieron los últimos toques a la culata de noguera. Con aquella escopeta se presentó unos días después en su casa y, como prueba de que sabía manejarla sin problemas, allí traía una rabosa que había cazado en los pinares de San Juan de la Peña... Era increíble la destreza que mostraba en su manejo: no había ningún cazador capaz de cargar su arma con la velocidad con que él lo hacía. Ya era conocido en toda la región antes y después de haber tenido el accidente, pero saber que tenía de nuevo una escopeta y que era capaz de tirar con una sola mano hizo que aumentara su popularidad; hasta habían venido gentes de fuera para comprobar si era verdad lo que se decía. Así lo había conocido don Manuel al tomar posesión de la escuela. Simpatizaron rápidamente, sobre todo porque una pasión los unía: la caza. Aprendió más con él de lo que lo había hecho hasta entonces con libros y periódicos. Otra cosa los acercó también: el tiro de barra, el barrón, como lo denominaban allí, y no tardaron en participar en las fiestas de Orna, de Yebra, de Sabiñánigo... Siempre seguía tan huraño, aunque don Manuel lo iba «amansando» poco a poco. La prueba era que no tomaba ninguna decisión sin haberla consultado con el maestro, pero ¡de aprender de letras ni hablar! Con todo lo que le habían contado y lo que había podido verificar él mismo, se dio cuenta don Manuel de que aquel joven se asemejaba totalmente al prototipo que tantas veces se había descrito en cuentos, novelas y relatos: el aragonés, el montañés duro e inflexible, sin miedo, pero cuya inteligencia, fuerza física y 160

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perspicacia servían a los pobres y desamparados. Se le criticaban su carácter y su manera de ser, pero todo el mundo se sentía orgulloso cuando se comentaban sus andanzas. ¡Así era el Manco de Riglos! Tras haberse separado y evocado aquella historia, don Manuel abrió la puerta del patio de la casa escuela y penetró en la misma para echarse a la cama y descansar. ¡Si podía hacerlo!...

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La «Compañía Teatral» de Riglos

Poco durmió aquella noche el maestro. Se levantó a buena hora y se fue a su huerto en busca de hojas de col y de remolacha para dar de comer a sus conejos. Un orden total reinaba por todas partes, menos en su espíritu, invadido por la vergüenza que sentía tras los incidentes de la víspera; le parecía que hasta los críos de la escuela se iban a reír de él y que mantendrían una actitud socarrona. Y no hablemos del regocijo que suponía iban a sentir sus dos encarnizados enemigos: el cura y el secretario del pueblo, quienes lo odiaban por haberse sabido ganar las simpatías del vecindario. No escapó a doña Rufina esta preocupación del maestro, así que, mientras le preparaba unos huevos fritos para el almuerzo, actuando con diplomacia y muy mimosa, le encajó: —Mira, Manolo, estas aventuras, aunque por momentos tengan trances ridículos, en nada se asemejan a los escollos que has tenido que afrontar a lo largo de tu vida hasta el día de hoy. ¿Qué te importa que la gente se ría? Tienes mi cariño y mi sostén. Dentro de ocho días ni Cristo se acordará de la caza del jabalí. Lo importante es haber salido ileso del percance, que a juzgar por lo explicado por el Manco podía haber terminado de forma trágica. Mira, prepara las veladas de teatro que has proyectado y verás cómo se divertirá la gente. Se sintió impresionado y animado por aquellas muestras del querer de su compañera y decidió reaccionar inmediatamente. Pero el puntillo y aquella pérdida de su honorabilidad no desaparecían (la verdad es que el maestro estaba lejos de pensar que aquel percance iba a ser co163

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mentado en toda la comarca y que las bromas y chistes maliciosos rebajarían muchísimo su prestigio). La realidad era la siguiente: la radio difusora de noticias no había alcanzado todavía aquel rincón de la montaña, pues no había aparatos receptores; periódicos no llegaba más que uno, El Diario de Huesca, que recibía precisamente el maestro. Teniendo en cuenta esto, ¿qué comentarios animaban las tertulias y reuniones de los alcahuetes de los pueblecillos de la comarca?, ¿y cuando las mujeres se reunían en el lavadero del pueblo?... Pues, naturalmente, todos los dimes y diretes relacionados con la vida local, con sus problemas, con los aciertos y desaciertos de unos y de otros, con los accidentes físicos o morales, sin olvidar las andanzas amorosas de mozos y mozas y hasta de parejas menos jóvenes. De Huesca y de Madrid se sabía muy poco, ¿qué les importaba a ellos? Las ciudades estaban muy lejos para ocuparse de los asuntos locales, pero lo sucedido en cada lugar era primordial para mantener «el servicio de información». La panadera era la «redactora jefe», ¡cómo no!, pues por allí pasaba cada día todo el vecindario, bien fuera para pedir el turno, para llevar la levadura o alguna carga de coscollos con que calentar el horno o simplemente por curiosidad, para conocer los últimos chismorreos y lo que ocurría en cada casa del pueblo. Colaboraban con ella las más chismosas y curiosas del pueblo, en particular las tres o cuatro beatas del lugar, que no tenían otro quehacer que ir a misa y preocuparse de lo que sucedía en casa de sus vecinos. Nada tenían que envidiar a los redactores del Heraldo... ¡Y si solo se hubieran contentado con comentar las noticias! No, se embellecían algunas, se transformaban otras, cuando no se aumentaba el horror o se ridiculizaba lo sucedido. Por todo ello don Manuel se había propuesto «hacer entrar a la gente en vereda», educando e intentando cambiar aquella mentalidad bien arraigada y más vieja que las chimeneas de las casas del pueblo. Más de una vez recordaba aquella salida de Benito sobre estos asuntos: «Mire, señor maestro, aquí es raro encontrar a un viejo que sepa de letras, nadie se las ha enseñado; pero, ¡hostia!, el chinchorreo, la suspica164

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cia, las alcahueterías de todo orden, la gramática parda, forman parte de nuestra manera de vivir. Veo difícil poder desarraigar todo esto». Y, con voz queda, para sí mismo se decía: «Pues conseguiré que no haya chismorreos y tomaduras de pelo concernientes a mi jornada de caza. ¿Acaso por ser el maestro del pueblo no puedo sufrir percance alguno?». Y pensando en la panadera añadió: «A la pícara esa le cantaré las cuarenta y si se pone tiesa la avergonzaré hasta que se calle. ¡Vaya si lo haré!». Así se lo juró el maestro al entrar en la escuela, decidido, imponiendo y ordenando silencio a toda la camarilla de granujillas, que se callaron como si hubiesen previsto las consecuencias que podía traer la severidad del maestro aquella mañana. Todo transcurrió sin novedad, los críos habían olvidado al cabo de un rato lo ocurrido dos días antes y largamente comentado en sus casas; para la mayoría, solo contaba ya el futuro y ese futuro eran las barrabasadas que podrían organizar al salir de clase por la tarde. Se pasó la jornada sin ninguna novedad y llegó la noche, la hora de empezar la «escuela de adultos», que, no lo dudaba el maestro, aquel día estaría frecuentadísima... El primero en llegar fue Amadeo, el Manco, como si hubiese querido con aquel gesto mostrar su amistad y respeto al maestro. Intercambiaron los dos algunas palabras, tras prometerle este que antes de dos meses sabría leer y escribir como los demás. Poco a poco fueron llegando los otros jóvenes. Algunos saludaban respetuosamente, mientras otros, haciéndose los «matones», parecían dispuestos a soltar alguna gansada tan pronto como se presentara la oportunidad. Habían olvidado que a don Manuel se la podían pegar cuando no estaba preparado para hacer frente pero que era difícil hacerlo cuando se hallaba prevenido, como era el caso aquel día. Fue así como, tomando la delantera, les dijo: —¡Muchachos y muchachas! —dijo con voz potente y firme, en vez del cotidiano «¡Venga, zagales!...», cortando así cualquier propósito de realizar insinuaciones sobre lo ocurrido—. Vamos a repasar algunas reglas gramaticales y enseguida nos pondremos a charlar de cómo 165

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llevar a cabo nuestro proyecto de hacer teatro. Estabais todos con muchas ganas de realizar esta empresa, de la que, como recordaréis, hablamos ya hace varias semanas. El otro día empezamos a hacer un esbozo de lo que podíamos representar. Hoy vamos a concretar. Así que, ¡manos a la obra! La clase duró poco rato. Los jóvenes estaban ilusionados con aquello de «hacer comedias» y la proposición del maestro hizo que todos se mostraran impacientes. —Bueno, lo mejor es que examinemos lo que se puede representar, los textos, las condiciones, el lugar donde llevar a cabo las representaciones... Yo os propongo que demos algunos sainetes cortos, de fácil comprensión, jocosos, pues es lo que gusta a la gente. Y además, como decía Marieta el otro día, eso hace olvidar los sinsabores de la vida cotidiana. Y, como ya conocéis mis inclinaciones hacia López Allué, podemos adaptar a nuestro teatro algunas de las que yo considero sus mejores obras. No por eso olvidaremos a algún otro dramaturgo español creador de obras serias. Así habrá para todo el mundo —terminó el maestro. Se levantaron varias manos para pedir la palabra y fue Francisqué el primero en expresarse: —Mire, don Manuel, a mí me parece que, dada la situación política que atraviesa nuestro país, sería bueno traer el repertorio de lo social. Yo ya he escrito a Barcelona a los servicios culturales de la CNT pidiendo obras de teatro popular, de vanguardia, y me han prometido algunas que merecería la pena representar —terminó Francisqué todo ufano de su intervención, como si hubiera estado dando un mitin en la fábrica del Carburo de La Peña (fanfarroneaba de aquella manera para hacerse ver, sobre todo cuando decía que mantenía correspondencia con la CNT de Barcelona, pero aquel día poco parecía impresionar a los zagales). Siguieron algunas propuestas más, pero de la de Francisqué solo se acordó representar una pequeña obra titulada El sabotaje. El maestro 166

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Perfil en bronce de Luis López Allué, realizado por Ramón Acín para el monumento erigido al escritor en el Parque de Zaragoza en 1930. 167

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hizo todo cuanto le fue posible para que no fueran aceptadas obras de las que pocos podían sacar algo de provecho. Además, la lucha de clases la consideraba necesaria en fábricas y talleres y entre los trabajadores del campo, pero el teatro que quería representar debería ser un reflejo humorístico y de distracción para la gente, en una palabra, irónico y jovial. Consideraba don Manuel que para tener conciencia de lo difícil que era soportar el peso de una política nacional elaborada para y por los pudientes era necesario emanciparse, instruirse, aprender, y el teatro era una forma de poderlo hacer al mismo tiempo que servía de distracción. La mayoría optó por López Allué y se escogieron Las botas clujideras, La firmeza en el querer, La copla de picadillo... El resto de las obras eran de autores no aragoneses, pero con adaptaciones especiales y originales que permitirían disfrutarlas como si se tratara de hechos y vivencias altoaragonesas. Se distribuyeron aquella misma noche algunos papeles, se calculó el tiempo de cada obra, sin olvidar lo que serían las vestimentas; todo, todo quedó ya bien preparado. Y si cada uno aprendía bien su papel unos quince días después se podría ofrecer la primera representación, que se haría en la misma sala de la escuela, para lo cual se amontonarían las mesas y sillas en la cuadra de la casa y en la bodega, que eran muy amplias. Siguieron discusiones sin fin examinando una y diez veces todos los problemas, pero el acuerdo fue total; hasta sobre el precio de las entradas y lo que se haría con el dinero recaudado, que, a propuesta del maestro, iría a la cuenta de la Mutualidad Escolar, para ayudar a algún vecino malparado y hacer algún viaje de estudios al castillo de Loarre, San Juan de la Peña u otro lugar histórico. En cuanto a las vestimentas, don Manuel les dijo: —Nada más que los disfraces que sacáis para Carnaval nos serán suficientes y en Jaca conseguiré varios trajes típicos del Alto Aragón. Pues, ¡manos a la obra!, y tan pronto como sea posible lanzaremos nuestra «Compañía Teatral». Ahora, ¡a dormir! 168

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Por fin don Manuel pudo respirar tranquilamente, todo había quedado en orden. De la tragicómica partida de caza, ni los peor intencionados se acordaban ya. Al cabo de ocho días todos los jóvenes se sabían de carrerilla los papeles que deberían interpretar y los ensayos se sucedían con resultados y éxito inesperados. Era cierto que algunos tenían alma de artistas, como el José, que ponía tal naturalidad y talento (añadiendo alguna salida suya) que daba ánimo al más tímido. ¡Vaya tarea que habían emprendido aquellos mozos y mozas! El revuelo en el pueblo era general y no solamente en el pueblo sino en La Peña, Carcavilla, la Estación, Linás y hasta en Ayerbe se comentaba el asunto, sobre todo porque varios cartelones dibujados con gruesos trazos por Marieta —que había aprendido un poco a dibujar cuando servía de criada en casa de un pintor de la capital aragonesa— fueron colocados en las paredes de los sitios «estratégicos», allí donde se pegaban los pasquines de la UGT y de la CNT. De una manera o de otra todo el mundo participaba en la preparación de la representación; hasta el alcalde, que había dado su autorización, andaba encenegau, como decía José. ¡Claro, que se veía obligado a seguir la corriente! Aunque escondiendo su satisfacción, andaba diciendo: —¡Mira que este maestro con sus comedias nos va a volver tarumbas a todos!... ¡Qué ideas! ¡Si se cree que la gente va a venir a la representación, me parece que le saldrá el tiro por la culata! ¡Comedias, comedias, ya tenemos bastantes cada uno en nuestras casas! —continuaba refunfuñando la primera autoridad del pueblo (lo que no le impidió pedir permiso al maestro para asistir a uno de los ensayos, del que salió contento y ufano de ver lo espabilaus que eran todos aquellos zagales del pueblo). Llegó el día designado para la primera función. Por la mañana se sacaron bancos y mesas de la escuela y se colocaron en la bodega y en la cua169

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dra de la casa. Todo marchaba la mar de bien. A las 9 de la tarde había un grupo importante de personas en la puerta de la escuela, mucho más numeroso de lo que se había previsto, pues no andarían lejos de los 100, lo que dejó al alcalde boquiabierto. Hasta tal punto que las dos «taquilleras» tuvieron que hacer deprisa y corriendo nuevos billetes. La escuela estaba repleta, no solamente con los que se sentaron en bancos y sillas sino con los que tuvieron que quedarse de pie en el fondo de la sala. Había que reconocer que resultaba curioso ver entre el público a algunos forasteros: obreros de las fábricas de La Peña y de Carcavilla, empleados de la Brigada de Vías y Obras y otros, sin olvidar la sorpresa que quisieron dar a don Manuel algunos maestros de pueblos de la comarca, como el de Agüero, el de Loarre, el de Lierta, los de Ayerbe y hasta doña María, la maestra de Villalangua. A don Manuel le flaqueaban las piernas cuando subió al escenario para presentar el espectáculo, lo que hizo en cuatro palabras, pues no atinaba a expresarse correctamente como de costumbre. Advirtió que tanto las obras de López Allué como las de otros autores habían sido adaptadas y que serían interpretadas «a lo aragonés», es decir, con sus formas de hablar, con sus expresiones; en una palabra, que se haría todo dando la impresión de que se trataba del vivir característico del lugar. La función de teatro podría decirse que fue sonada y muy apreciada por el público; en particular, la interpretación que hicieron José y Manieta, que se desvivieron por hacer reír adoptando un garbo y una desenvoltura tales que daban la impresión de ser verdaderos profesionales que hubieran trabajado toda la vida en el espectáculo. Cuando terminó la función los aplausos se sucedieron durante algunos minutos y algunas personas pidieron a don Manuel que preparara nuevas representaciones; no faltaron incluso algunos maestros de pueblos vecinos que le pidieron se desplazara algún día a sus respectivos lugares para realizar una velada como aquella. En cuanto a las entradas, se habían vendido muy bien y más de un espectador había dado propina, lo que aumentaba la recaudación... 170

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Como todo se había previsto, aunque indecisos sobre el resultado y teniendo en cuenta la presencia de forasteros, doña Rufina y Marieta ya habían preparado en el patio de la casa una larga mesa con alimentos diversos, aprovechando el rato en que los espectadores asistían a la función; así se obsequiaría a los amigos y conocidos venidos de lejos y a los componentes de la «Compañía de Teatro». El éxito obtenido bien merecía aquel festejo y, para celebrarlo, como en todas las ocasiones extraordinarias que se presentaban en el pueblo, no podía ser de otra forma que con una buena merienda o lifara. Sobre la mesa había de todo: jamón casero, longanizas, cecina, chorizo Pamplonica y hasta tres enormes tortillas de patata cortadas en tacos; siguieron tortas de cazuela y algunos empanadicos, como aquellos vistos en la función, hechos en casa de Serrano; todo acompañado del «clarete de la sierra», como decía López Allué en algunas de sus obras... Cómo no, el señor alcalde aprovechó la oportunidad para intentar lanzar su discurso, loando las iniciativas del maestro, pero se le enredaba la lengua, bien fuera por la emoción o por el vinico (la mayoría de los comensales pensaron que era sobre todo por el segundo motivo). Cuando todo el mundo se hubo alejado don Manuel y doña Rufina se preocuparon, junto con Marieta, de hacer balance de la recaudación. Entre las entradas, las propinas y los vasos de gaseosa, ascendía la suma a 480 pesetas. ¡Una verdadera fortuna! ¡Más de lo que ganaba un maestro en seis meses! Estaban encantados y pensaban ya en los proyectos que podrían acometer con aquella cantidad de perricas... Al día siguiente don Manuel y la familia entera se levantaron al alba. Era necesario limpiar la clase y poner de nuevo las mesas, las sillas y el, material en su lugar con el fin de que los críos pudieran empezar a trabajar a las 9, como de costumbre. El maestro se sentía satisfecho, lo repetía sin cesar a su esposa. Ello contrastaba con la pesadumbre que había sentido días antes, aunque todavía llevaba en la cabeza preocupaciones que no habían desaparecido totalmente. «La mala fama tarda en 171

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ser extirpada», como a veces decía el tío Pedro José cuando lanzaba al aire sus máximas. Todo estaba en orden cuando llegaron los primeros críos a la escuela, «piando» como de costumbre y haciendo comentarios sobre el teatro. En efecto, aquel tema de «las comedias del maestro» había puesto nervioso a todo el vecindario. Por lo que podía deducirse de sus comentarios, todos los mayores habían quedado satisfechos de aquella interpretación teatral. Los zagales parecían interesados por el asunto, hasta tal punto que hubo varios que preguntaron al maestro: —Don Manuel, ¿cuándo nos interpretará las comedias a nosotros? —Ya veremos, ya veremos. No se puede hacer todo en cuatro días —contestó don Manuel, pensando que tenían razón los gurriones aquellos... —Y ahora, a estudiar las lecciones. Y al mismo tiempo que empezaron a levantarse las voces con la lectura se fue el pedagogo hacia su mesa tarareando una canción de la tierruca.

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La fiesta del Árbol

Por la amistad que se profesaban, por la juventud, por las ideas políticas comunes y por muchas otras cosas don Manuel tenía más contactos con Benito, el teniente de alcalde, que con el primer representante del pueblo. No era que discreparan en ideas y proyectos locales, pero, como si se hubiera impregnado el alcalde de los usos y costumbres de cada casa, toda idea o iniciativa había de pensarla y analizarla, sobre todo cuando se trataba de asuntos en los que intervenía el dinero. Se creía el administrador de todo y, como tal, al abrir el «portamonedas municipal», era preciso reflexionar dos veces sobre lo que se podía gastar...; en una palabra, adoptaba el papel de un ama de casa que debía contar todo lo que gastaba. En cambio, con Benito se podía analizar todo en pocas palabras y las gestiones, cualesquiera que fueran, se solventaban con rapidez y concienzudamente. Por eso, cuando llegó la primavera don Manuel se fue a exponer al teniente de alcalde lo que esperaba de él para llevar a bien la celebración de la fiesta del Árbol como se venía haciendo cada año. El maestro, que llevaba su plan bien escrito, detallando cada fase del acto, se lo entregó a Benito para poder discutir y aportar las iniciativas de unos y otros. No ignoraba que en la reunión que se haría en la casa que servía de Ayuntamiento sería preciso imponer con paciencia sus puntos de vista frente a los quisquillosos, en particular el siño Antonio, que como hombre de derechas pondría en tela de juicio toda proposición hecha por los «revolucionarios de izquierdas» y en particular por Benito. 173

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Era curioso y merece una descripción extraordinaria aquel hombre. Se creía, porque lo habían dicho sus convecinos, que era el más rico del pueblo; por algo poseía dos hermosas yeguas y tres burras, así como los mejores campos y almendrales del lugar. Cuando vino la República todo el mundo se hizo republicano y se llamó de izquierdas; el sirio Antonio, que era un cascarrabias y que no quería parecerse a nadie, afirmó que él sería de derechas, defensor de los privilegiados caciques, pese a que atravesaba momentos tan difíciles como los demás campesinos de la comarca. ¡Claro que decirse de derechas declarado era dar bombo a su nombre y poder estar en contra de todo! «¡Hasta en la manera de mear!», como decían algunos. ¿Cómo había salido concejal? ¿Quién le había votado? ¡Misterio! Cuando comentaban aquello en el pueblo el tío Pedro José exclamaba: «Seguramente fueron las brujas las que pusieron las papeletas en la urna». Lo primero que se aprobó en el Ayuntamiento en aquella ocasión fue el adquirir o designar uno de los terrenos para la plantación que don Manuel había propuesto y que ya había visitado. Tras algunas discusiones se optó por el huerto situado junto a la fuente Morena, a 1 kilómetro aproximadamente del pueblo. Seguidamente vino la adquisición de los árboles, que se haría en unos viveros de los alrededores de Zaragoza, y se acordó plantar chopos canadienses, los más baratos, aunque el maestro había propuesto que fueran olmos, «árbol más digno que los vulgares chopos», como él decía. Conocido el lugar de la plantación, se pasó al trabajo de ahoyar, que harían dos obreros contratados bajo la dirección del alguacil. Siguió el tema de los panecillos para los niños, que se encargarían en casa de Ubieto en Ayerbe; las tortas de cazuela las cocería en el horno municipal la mejor especialista del mundo, la seña Orosia; las naranjas, el chocolate y algunas otras golosinas vendrían de Ayerbe, de Casa Jos, o de algún vendedor ambulante de los que pasaban por allí cada semana. Si Benito y el maestro se habían puesto de acuerdo enseguida para hacer de la fiesta del Árbol un día solemne, agradable e instructivo 174

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para todos los críos del pueblo y sus pardinas, no fue lo mismo con el resto del Concejo. La Casa Consistorial (como se denominaba a aquella buhardilla que era alquilada, ya que la Casa del Pueblo estaba ocupada) daba la impresión de ser un gallinero: cada uno emitía su opinión vociferando, intentando así tener más razón que los otros y poniendo pegas a todo; naturalmente, el que más gritaba y la gozaba era el siño Antonio, que se sumaba a todos los desacuerdos de los concejales diciendo que aquella fiesta no ocasionaría más que gastos inútiles, y en particular cuando Benito hizo la propuesta de regalar algún libro concerniente a la repoblación forestal y el respeto de los bosques a los mejores alumnos de la escuela. El maestro se reía, pues de antemano ya había previsto, como cada año, aquellos vapuleos verbales, y para apoyar sus propuestas había hecho venir con él al señor Domingo, el sobreguarda forestal, una de las personas más interesadas en el éxito de aquellas manifestaciones de amor al árbol y respeto de la naturaleza. Continuaron las discusiones acaloradas, los enfrentamientos que en algunos momentos nada tenían que ver con el asunto que se discutía, pero aquello formaba parte de la manera de vivir de las gentes de la sierra; sin embargo, todo tenía como base las perras, el maldito dinero, que les hacía exclamar: «¡Lo cara que nos va a salir esta iniciativa del maestro!», mientras este, imperturbable, les decía: «Cada año entonáis la misma copla, y ¿para qué, si al final acabaréis por aceptar, más o menos alteradas, mis propuestas?». Cuando vio que ya empezaban a estar cansados de gritar les dijo: —¡Escuchad todos! No quiero haceros un discurso sobre la fiesta del Árbol ni imponer mis sugerencias, aquí tenemos al señor Domingo, que os hablará mejor que yo sobre lo que representa el respeto del problema forestal, la importancia que esto supone para nuestro país y la muestra de cultura que damos al intentar respetar la naturaleza. Vio cómo algunos habían abierto la boca para decir algo, pero aquello de «cultura» se la hizo cerrar inmediatamente, pues nadie quería pasar por inculto... 175

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—Venga, señor Domingo, explique a todos lo que supone esta fiesta que se realiza en casi toda España desde que vino la República. El señor Domingo cargó su pipa, le prendió fuego y, tropezando aquí y allá al exponer sus teorías, repitió casi letra a letra lo que acababan de decir el maestro y Benito. Pero, como no quería hacer el ridículo y deseaba demostrar que aquel asunto le concernía totalmente, acabó afirmando: —No olvidéis que la repoblación forestal de nuestras tierras es un deber nacional, una obligación que nos incumbe a todos. ¿Acaso podemos concebir la vida sin los árboles que nos rodean? Los árboles son nuestra vida y por eso debemos protegerlos y, plantando nuevas especies, continuar nuestra existencia. ¿Por qué creéis que estoy yo aquí? Ya sé que algunos me aborrecen porque les pongo una multa si los agarro cortando una carrasca o un pino, pero es mi deber. E iba a lanzarse en explicaciones de orden personal cuando el alcalde lo interrumpió dando como aprobadas las propuestas hechas aquella noche. ¡Así funcionaba la democracia! La única idea rechazada, para dar gusto al seño Antonio, fue la de los regalos de los libros para los críos, que una mayoría consideró demasiado oneroso para el presupuesto municipal. Benito fue el encargado de organizar todo junto al maestro y de comprar lo necesario, ¡ sin excederse demasiado, claro! Se fue a Ayerbe a realizar todos los encargos y envió una carta a los viveros de Zaragoza encargando 60 chopos canadienses, como había decidido el Concejo. Don Manuel, que siempre hallaba una solución para los problemas de sus bolsillos vacíos, escribió a su Sindicato, el de la FETE, exponiendo su deseo de regalar libros el día de la fiesta del Árbol organizada por su escuela y proponiendo pagarlos a plazos con los cuartos de la Mutualidad Escolar y las perricas recaudadas con las sesiones de teatro. ¡Y cuál no fue su sorpresa al recibir días después un paquete que contenía varias 176

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docenas de ejemplares, de los que la mayoría trataban de aquellos asuntos del campo, de los bosques, de los ríos, de las ganaderías...! Como todo había sido previsto y bien organizado, se llegó al día señalado sin encontrar escollos. Incluso se le ocurrió a don Manuel en el último momento, y para que no lo tildaran de anticlerical, solicitar del cura que acudiese al lugar de los actos para dar la bendición a los árboles y a todos los presentes. Se fue a ver al párroco, pero el encuentro resultó frío y poco ameno: —Mosén Simón, vengo a pedirle que el día de la fiesta del Árbol venga a bendecir el acto y los árboles. —¿Tiene usted necesidad de mí para avalar sus actos impíos, como los de las comedias? —contestó el cura con aire de pocos modales. —No veo qué hay de impío en una fiesta que obra por el bien del país. Bueno, allá su conciencia, pero no olvide que todo el mundo sabrá que usted ha negado la bendición a un acto que honra a los campesinos y trabajadores de la tierra, sin olvidar las tradiciones que sirven para respetar la naturaleza. En cuanto a las comedias, como usted dice, que yo sepa la Iglesia no lo ha condenado jamás. Si esto lo hace por venganza hacia mí, ya veremos cuál de los dos saldrá beneficiado... —Bueno, bueno —acabó diciendo el cura, que se sentía agarrado en el cepo—. Solamente iré al empezar el acto y me marcharé enseguida, pues tengo otras obligaciones en la iglesia. El día señalado, que era un domingo, los chicos y las chicas se reunieron en la escuela, todos mudados como para las fiestas del pueblo. Hacia las 4 de la tarde salieron formados como se hacía en los colegios de las grandes ciudades, con las chicas delante y los varones detrás, vigilados por don Manuel y su esposa, que le ayudaba en aquellas laboriosas tareas. Bajaron por el camino de la fuente seguidos por todos los vecinos que querían participar en aquella fiesta. Hasta el seño Félix admiraba el séquito desde su ventana, ya que no podía trasladarse, por es177

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tar imposibilitado, a la fuente Morena, y con el sarcasmo y la ironía que lo caracterizaban le lanzó al maestro: —¡Vaya bandada de gorriones que lleva usted, señor maestro! ¡Déjelos sueltos un ratico y verá lo que hacen por los huertos! ¡Peor que una bandada de grallas! —terminó diciendo el abuelo, dando rienda suelta a su provocadora risa por aquella salida. Ya estaban junto a la fuente el cura, el alcalde, el sobreguarda forestal y otras personalidades, así como algunos maestros de la comarca invitados por don Manuel. Este colocó a la gente menuda en cerco, en el rellano que había entre la fuente y el lugar donde se iban a plantar los chopos. Dio las gracias a todo el mundo por su participación, tras lo cual invitó al cura a proceder a la bendición tal y como habían acordado días antes. Se puso el roquete el sacerdote y tomando el hisopo empezó a recitar en latín la oración, o la bendición, al tiempo que lanzaba en todas las direcciones, haciendo el signo de la cruz, el agua bendita traída de la pila de bautismo de la iglesia del pueblo. Avanzó hasta el terreno donde iban a ser plantados los árboles, diciendo en castellano entonces: «En el nombre de Dios bendigo esta tierra y estos árboles que deseo se hagan centenarios». Y, remangándose la sotana, salió dando grandes zancadas en dirección al pueblo sin despedirse de nadie, lo que produjo las consiguientes mofas y críticas en voz baja. Benito, por decisión del municipio, se subió a la improvisada tribuna y, saludando al numeroso público que había acudido aquel día tan señalado, dio la palabra al maestro, que sin papelicos en las manos, como para demostrar que lo llevaba todo en la cabeza, empezó el discurso que se había propuesto hacer en la ya tradicional fiesta del Árbol: —No querría empezar sin evocar la gran figura aragonesa de Joaquín Costa, el mejor y más competente de los defensores de nuestra cultura. Cuando hablo de Costa es porque para mí representa el hombre que más ha obrado por Aragón. Gracias a sus consejos y directrices son posibles los actos que, como este de hoy, ponen de relieve la necesidad de salvaguardar la naturaleza en nuestra tierra aragonesa y española. No ce178

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jó un solo momento en explicar la necesidad de la repoblación forestal de todo nuestro territorio, denunciando las carencias de los gobernantes en este importante problema, que puede llevar a nuestro país a estar desierto de norte a sur. Sus objetivos eran defender tierras, bosques, ríos, etc., todo lo que representaba una riqueza para España, sabiéndolos explotar con lucidez y especial cuidado. Insistía siempre en ello, criticando el descuido que supone el no guardar intactas nuestras riquezas naturales, lo que hará, si no se pone freno, de nuestro Alto Aragón un país de emigrantes, un país de desolación, de lo que no debemos olvidar es un terreno fecundo, rico, acogedor y de una belleza incomparable. A nosotros corresponde, siguiendo estas predicciones y enseñanzas, entrar en la vía de los cambios para llegar a conseguir un Aragón y una España prósperos, democráticos, respetuosos de nuestras riquezas naturales, protegiéndolas y ofreciendo, como lo hacemos hoy, nuestra aportación con los árboles plantados a nuestro bien nacional. Sus opiniones progresistas y republicanas hicieron de Costa el principal portavoz de aquellos años de militancia, desplegando actividades sin cuento, considerando que una de las principales fue la protección del medio ambiente de una España que se desangraba en contiendas de carácter colonial, mientras que en nuestro país se implantaba la miseria, el abandono y todo lo que había dado a España su fama de país acogedor y respetuoso. Unos aplausos vigorosos de grandes y pequeños —aunque estos últimos comprendían poca cosa— subrayaron aquella intervención del maestro. Aquí don Manuel hizo una pausa, carraspeó un par de veces como si solventara con ello sus dificultades de locución y emprendió de nuevo su discurso: —Sí, podéis estar convencidos de que con este acto mostramos nuestro arraigado respeto a todo lo que contribuye a dar a conocer nuestra educación y nuestro saber y respeto. Sí, si evoco el simbólico personaje de Costa es para convencernos de que en este día cada árbol que plantamos es el granito de arena que aportamos a la grandeza de nuestra tierra y a nuestra cultura general. Y, precisamente, cuando hablo de 179

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cultura general no puedo pasar por alto lo que representó para nuestro gran tribuno la enseñanza y el que pudieran emanciparse todas las clases de la sociedad, dando las mismas oportunidades y facilidades a todos los españoles. Costa luchó siempre para que la enseñanza fuese la misma para todo el mundo y porque los favoritismos y el poder del dinero no constituyeran la única base de la instrucción. Afortunadamente, hoy los tiempos han cambiado y gracias a la instauración de la República en España se ha dado un paso adelante importantísimo en lo referente a la creación de escuelas, y lo principal para llevar a bien estas actividades: el impulso dado a las Escuelas Normales para forjar nuevos y capacitados maestros que, como se está viendo, podrán aumentar el nivel de conocimientos de nuestra juventud. Nuevos aplausos y una nueva pausa que don Manuel aprovechó para enjugarse el sudor de la cara, debido a la emoción y al ímpetu que ponía en su discurso. Y, ahora que ya estaba metido en lo político, había que aprovechar la oportunidad para lanzar su retórica, ya que le caía al pelo aquella ocasión que se presentaba ante él para hacer ver lo positivo de las ideas republicanas (y socialistas): —No hay que hacerse ilusiones y creer que hemos conseguido siempre lo que hemos querido. Si el Magisterio va mejor no hay que olvidar los problemas de la Universidad. La CEDA, con su política de derechas retrógrada, boicotea cada día nuestros propósitos de «Una Universidad y una Escuela para todos». ¡Hay que acabar con las injusticias! Las diferencias las tenemos en todo y las encontramos en todas partes. ¿Es que tiene las mismas posibilidades un niño de pueblo que el de una ciudad? ¿Cuántos hijos de los presentes hoy aquí podrán seguir estudios superiores? ¡Ninguno! Todos forman parte de la clase más desfavorecida de todas: la de los campesinos, los esclavos de la tierra. ¿Y cuántos niños de la ciudad, aun viviendo en ella y teniendo más oportunidades, lograrán un día entrar en la Universidad? ¡Quizás un 3 o un 4%! ¡Y esto a costa de sacrificios sin límites de sus familiares! ¿Cuántos catedráticos y hombres de ciencia conocéis que hayan salido de 180

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nuestro pueblo? ¡Ninguno! Y cuando surge alguno en pueblos como el nuestro no lo debe más que a sus prodigiosas facultades, a su ahínco en el trabajo, a circunstancias especiales; no a las facilidades dadas por los gobernantes, pues no conceden las mismas posibilidades a todos los jóvenes. No, el hijo de un campesino o un obrero no cursará estudios superiores, como el hijo de un cacique de pueblo o el señorito de la ciudad. Y aquí no me refiero solamente a los problemas que en general se plantean a todos los ciudadanos de «clase baja»; hablo en particular de los de la Instrucción Pública, donde, no cabe duda, nos queda mucho por hacer. Hoy se hace ministros a los que jamás tuvieron contacto directo con la realidad de la vida del campo o de la fábrica, conociendo así los problemas que se plantean al país; se hace jueces y hombres de ley a personajes que la única experiencia que tienen es la de perseguir y castigar con saña a quienes han sido expoliados de sus bienes; y así podría continuar denunciando los abusos de esta sociedad de pudientes y caciques, a quienes poco importa la grandeza de nuestro país. No lo olvidéis: los que han logrado instruirse, los sabihondos, los todopoderosos y parte del clero son los dueños del poder hoy y dictadores de sus leyes... Que conste que lo que os digo aquí no es el programa de un partido político ni aprovecho este acto para hacer desde esta tribuna ninguna propaganda electoral; no es más que la realidad de los hechos y si lo hago es para que comprendáis la necesidad que tenemos de impulsar la enseñanza, haciendo que nuestros zagales, estos que plantan hoy un árbol que llevará su nombre, sean mañana conscientes de lo que representan la libertad y la justicia; y que cuando vean dentro de unos años su árbol crecido, frondoso y vigoroso, piensen que gracias a la República, y a la clase trabajadora y campesina, que lograron instaurarla, han tenido la oportunidad de instruirse y de luchar para que logremos tener un día un mundo mejor y más justo. Para terminar diré que ojalá este acto nos dé el orgullo de poder decir que «trabajamos por el bien de nuestro Aragón». Y añadiré, evocando siempre a Joaquín Costa y recalcando sus reflexiones y profecías, aquello de «soy dos veces espa181

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ñol, porque soy aragonés», máxima que nosotros hacemos nuestra en este día señalado. Con una salva de aplausos concluyó aquel discurso, que teniendo en cuenta lo que sudaba don Manuel lo había dejado extenuado. En cambio, los críos resoplaban satisfechos pensando que pronto iban a poder gozar de las golosinas preparadas para ellos; y no faltaba alguno, como Alejandro —el más travieso de la escuela—, que decía por lo bajo: «Los discursos, ¡p'a mi abuela!, están muy majos, pero yo prefiero las cuatro onzas de chocolate y el panecillo que las acompañará». Solamente olvidaba el diablillo que el ritual de la fiesta exigía que el alcalde también tomara la palabra dando su opinión, que a decir suyo era la del pueblo que gobernaba. Se subió encima de la bacía vieja que, vuelta del revés, se había colocado como tribuna y que crujía a cada movimiento que se hacía con el cuerpo —sobre todo el suyo, que pasaba de las 9 arrobas, a decir de las alcagüetas—. Antes de hablar ya comenzó a enjugarse el sudor que resbalaba por su cara con un descomunal pañuelo azul. Tosió un par de veces y se lanzó: —El señor maestro ya os ha explicado los motivos de esta fiesta del Árbol y el objetivo perseguido. A mí poco me queda por decir y lo que dijera no tendría el mismo valor cultural que lo que él ha expuesto. Entonces, me parece que más vale que me atenga a las tareas que a todos nos interesan y en particular a la construcción de las escuelas. Y me parece bien que aprovechando esta oportunidad expongamos algunos problemas que poco a poco van retrasando los trabajos, como si una mano negra quisiera impedir su continuación. Yo no conozco la política como don Manuel; ni soy socialista ni comunista ni de la CEDA, ni tan siquiera sindicalista; pero soy republicano y como tal me elegisteis un día y considero que es el único régimen y las únicas ideas que pueden hacer que nuestros proyectos y nuestro país vayan adelante. Soy tolerante, pero me indigna ver la situación de España en todos los sentidos. Y, volviendo a las escuelas, creo que debemos incrementar nuestra protesta pidiendo los créditos que el Gobierno nos prometió; por nuestra 182

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Fiesta del Árbol en Canfranc en la década de los años 20. (AHPH, sección Distrito Forestal).

parte ya hemos respondido pagando nuestro tributo. Lo digo y lo repito para que se enteren bien los representantes del Gobierno en Huesca; y les advertimos que, si no se nos escucha, un día agarraremos el Correo y nos plantaremos medio pueblo en la capital. ¡Que lo sepan y que tengan cuidado, que el que avisa no es traidor! ¡Y eso es todo! Hubo aplausos y el alcalde mostraba una satisfacción como la que tiene un crío cuando ha terminado de recitar su lección y recibe la aprobación de su profesor (de lo que no dijo una palabra era de que aquella epístola que se había aprendido de memoria la noche anterior era obra de su hijo José, que, en contacto con los sindicalistas de Carcavilla, empezaba ya a preparar charlas y discursos electorales). Inmediatamente después empezaron a plantarse los árboles en los agujeros que el alguacil y dos obreros habían horadado, separados unos 184

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de otros unos 80 centímetros. Los chicos y chicas se pusieron en línea y les fueron distribuidos los chopos canadienses para ser plantados. Don Manuel exigió que cada uno de ellos participara en la plantación empujando la tierra fresca hasta la altura deseada. Esto lo hacían ayudándose de sus manos para estar más en contacto con la tierra y así se imbuían más del amor a la naturaleza. Luego cada uno recibió una lámina de madera sobre la cual estaba inscrito su nombre, apellidos y año de plantación (marca que más tarde podía hacerse sobre la corteza del árbol para que quedara bien visible hasta su muerte). Durante aquellas operaciones el regocijo era general y todo el mundo participaba en la fiesta campestre. Bueno, cuando se dice «todo el mundo» debería señalarse la ausencia del cura y del secretario, que como en otros actos públicos tradicionales preferían no participar; el primero porque todo lo que se hacía fuera de la iglesia era de carácter pagano y realizado por seres a medio civilizar, si bien en aquella ocasión había contribuido haciendo un esfuerzo y había bendecido los árboles y el acto; el segundo porque pensaba que todo lo que tuviera que ver con el maestro debía ser boicoteado, ya que el hombre de letras andaba muy atento observando siempre sus andanzas y controlando sus actividades administrativas, lo que le impedía hacer y deshacer, como ocurría en otros pueblos, negocios más o menos lícitos, sin hablar de multas y otras reprimendas impuestas siguiendo la política injusta dictada por la Administración reaccionaria y caciquil que no había logrado cambiar el advenimiento de la República. Varias mujeres empezaron a extender sobre el césped algunos manteles y mandiles de lino, sobre los cuales se colocó el ágape con que iban a ser obsequiados los chavales de la escuela, tras haber regalado a seis chicos y seis chicas los mejores libros que don Manuel había conseguido. Todo se había llevado sobre las argaderas y las tres burras de casa de los Italianos. Cada crío tenía derecho a un panecillo hecho en casa de Ubieto de Ayerbe especialmente para aquella fiesta y traído aquella misma mañana por Benito, el teniente de alcalde; cuatro onzas de 185

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chocolate de aquel que fabricaba Lacasa de Jaca; una tortica de bizcocho cocida en el horno del pueblo por la panadera; media docena de higos secos, que seguramente venían de Fraga; y terminaba la merienda con una hermosa naranja de aquellas que traía un vendedor ambulante directamente desde Valencia y que pasaba con frecuencia por Ayerbe con su camión destartalado. Para beber había varios vasos o los botijos, que contenían el agua fresca y pura de la fuente Morena. Y, aunque para los mayores nada se había previsto, no faltaban las chullas de jamón, huevos duros, el chorizo que se asaba allí mismo sobre las brasas —pues no había fiestas campestres sin asado— y, acompañándolo todo, el vinico de casa Capellán. Aquel año se añadía el obsequio hecho por el señor Domingo, el sobreguarda forestal, que había traído del valle de Hecho una pierna de cabra en cecina y un queso de un par de kilos adquirido en el valle de Ansó y hecho por los pastores de aquel lugar. ¡Cómo no, todo aquello incitó a la gente a «apretarle el culo a la bota» con más frecuencia que de costumbre! Como ninguna fiesta se terminaba en el pueblo sin canciones y bailes, el tío Pedro José y Angelé empezaron a templar sus vihuelas, al compás de las cuales cada uno de los presentes debería cantar una jotica. Era una obligación y una tradición y hasta los críos podían participar mostrando sus cualidades de joteros. No es fácil describir aquellos cantos, algunos tenían maña y estilo para cantar sus coplas pero la mayoría las interpretaban de un modo tan disonante que hacía torcerse de risa a los presentes, que volvían su espalda espantados, y no digamos nada de cómo lograban algunos ahuyentar a las picarazas que permanecían sobre los olivos cercanos en espera de recuperar las migajas de pan tiradas por el suelo. Y, como el «empinar el codo» traía siempre como consecuencia la pérdida de la timidez y el envalentonamiento, los había que se ponían a bailar la jota dando rienda suelta a su alegría y despreocupación, lo que tenía como resultado las mofas y silbidos para algunos pero también los aplausos para los que tenían gracia y sabían hacerlo bien. 186

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Terminado el ágape, las botas vacías y los críos salidos hacia el lugar conducidos por doña Rufina, las mujeres se pusieron a recoger todo y, una vez colocado sobre los cuévanos que se habían traído, salieron arreando sus burras en dirección a sus respectivas casas para preparar la cena. Como era la hora de ir por agua a la fuente Morena, como hacían de costumbre las mozas, allí se quedaron un grupo de jóvenes y otros menos jóvenes para piropearlas y hacerles declaraciones que eran incapaces de hacer cuando se encontraban frente a ellas, bien fuese por timidez o porque se atascaban cuando querían decir algo; solo encontrándose en grupo se atrevían a hacerles cumplidos. Algunas de las mozas llegaron con sus borricas, sobre las que llevaban las argaderas con los cuatro cántaros para llenar las tinajas de la casa; otras los llevaban apoyados en las caderas o colocados sobre el cabezal, de forma redonda, con un agujero en medio, que ponían sobre sus cabezas (representaba una verdadera proeza mantener un cántaro derecho sin que se derramara una sola gota de agua, sobre todo porque el camino, como todos los del pueblo, estaba lleno de peñascos); otras acudían con sus botijos, uno en cada mano; también las había que iban por agua sin recipientes..., es decir, que iban a pasearse y a escuchar durante un rato las declaraciones y muestras de simpatía, que servían no pocas veces para avivar su vanidad. Las había que al agacharse junto a la pila y al chorrillo de agua que caía se ponían en cuclillas, bajándose las faldas para no enseñar las pantorrillas; otras, las que sabían que poseían un cuerpo bien proporcionado y flexible, se inclinaban, poniéndose de modo que dejaban bien visibles sus formas y en particular las piernas y las nalgas... Allí se comentaba todo y se hablaba de todo, ironizando algunas veces, bromeando otras, cuando no alabando la soltura y el porte de cada moza. Aquel día no eran los mozos los más expansivos, los más atrevidos eran los viejales, que gastaban bromas «verdes» pero recibían un buen vapuleo verbal de parte de las más descaradas, a quienes ningún piropo, por osado que fuera, les hacía salir los colores de la cara, lo que causaba la hilaridad y el regocijo general, ante la guasa y el desparpajo 187

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que tenían algunas. El seño Paulino, el seño José y el tío Pedro José, como de costumbre, eran los más atrevidos: «Vaya una grupa que tiene la Luisa, ni la ye güeta de casa Izárbez tiene una redondez parecida», decía el seño Paulino, a lo que la interesada contestó sin alterar su postura (al contrario, aún aumentó sus gestos) diciéndole: «¿Sí? ¡Pues tenga cuidado, que esta no se deja pasar la mano por encima y suelta alguna coz a los atrevidos como usted!». Y diciendo esto guiñó el ojo y se dio una fenomenal palmada en el trasero, como para demostrar que aquello no era un saco de paja... El seño José la emprendió con la Marieta: «¡Quién fuera cántaro para estar sobre tus caderas apoyando la cabeza en ese cuello de reina y besarlo con pasión!». A lo que ella respondió: «¡Vaya por Dios! Usted olvida que soy muy cosquillosa y que dejaría caer el cántaro, que se rompería la crisma en las piedras del camino... ¡Ya informaré a la seña Paca de cuáles son sus deseos!». El maestro sonreía y escuchaba silencioso a unos y otros, como regocijándose de aquel sainete que también formaba parte de lo que era la vida cotidiana en aquel rincón del Alto Aragón: la guasa maña, reflexiones y piropos irónicos, atrevidos, cómicos pero sin ir hasta la vulgaridad y la falta de respeto; al contrario, como decía el tío Pedro José, «aquello era rendir un homenaje a las mozas sanas y bien plantadas de las laderas de nuestra sierra». Poco a poco se fueron alejando las chicas y las conversaciones se apagaron, lo que incitó a don Manuel a emprender también el camino de regreso. «¿Cuántas de las conversaciones y adulaciones de este día acabarán con un casamiento?», se preguntó a sí mismo contemplando a las dos últimas mozas que, una con un cántaro en la cabeza y la otra llevándolo sobre su cadera, avanzaban hacia el lugar, andando lentamente, como si salieran de un lienzo pintado por alguno de nuestros pintores nacionales, cuadros impregnados de la poesía que se desprendía de aquella naturaleza. Le dio una palmada en la espalda a Benito diciéndole: «Hasta la fiesta del Árbol de 1936». Se sentía feliz y ufano de haber conseguido tal éxito en aquella fiesta en honor de la naturaleza... 188

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El 3 de mayo, Santa Cruz

Había usos y costumbres bien arraigados en el sentir de los habitantes de aquel pueblecillo, que llamaban la atención por las virtudes que de ellos se desprendían. Se era, como en el resto de España, individualistas, rayando en el egoísmo. Cada uno poseía su casa, sus bueyes, sus tierras, su ganado, y sin embargo existía una solidaridad y un apoyo colectivo dignos de ser conocidos por los observadores como don Manuel. La principal tarea colectiva era la «vecinal» (de la que se ha hablado ya a propósito del «campo del lugar»), que recaía cada año en una fecha fija. Todas tenían mucha importancia: caminos que arreglar, paredes «estripadas» que era preciso levantar, cultivo del «campo del lugar», mantener en buenas condiciones el horno del pueblo y el molino de aceite... A todas aquellas labores se debía aportar los esfuerzos de un jornalero por cada casa y de alguno suplementario si se deseaba participar en las fiestas que seguían a algunas de aquellas tareas. El que no tenía en casa un mozo para hacer aquel cometido había de buscarse un jornalero que, pagado o no, cumpliera con la misión correspondiente. A veces por razones excepcionales, claro, se repartía en estos casos la tarea entre los grupos; como era el caso de la seña Roseta, que, vieja y con una salud muy delicada, no podía cumplir. También se hacían apaños algunas veces; así, a alguien que aquel día se veía imposibilitado de acudir se le apuntaba en la lista para que hiciese un día de trabajo vecinal en otra ocasión, pero siempre bien controlado; eran jornadas que se debían al colectivo y más tarde o más temprano era preciso ejecutarlas. 189

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A nadie se le habría ocurrido no cumplir aquel deber, se tenía el puntillo de quedar bien y el honor de una casa estaba por encima de todo. Una de aquellas labores, quizás la más pintoresca, se realizaba el 3 de mayo, día de Santa Cruz, bien cayera en domingo o entre semana. Pero en Riglos se celebraba aquella fiesta de forma curiosa, puesto que se dedicaba la jornada a la limpieza de la acequia que venía desde el Arcaz, por la que discurría el agua de la fuente de los Clérigos hasta que se despeñaba en el Chorro, roca musgosa por la que caía el agua sobre los abrevaderos de las bestias y un pequeño caño metálico (de ahí su nombre, el Chorro) donde se llenaban los cántaros y botijos. También se limpiaba cuidadosamente la balsa del pueblo, situada a unos centenares de metros de la ermita de Santa Cruz. La balsa se llenaba con un tercio del agua de la acequia y servía para el riego de todos los huertos del pueblo cuando les tocaba la vez, según una tradición también muy arraigada y que se seguía con disciplina para no perder ni una gota, sobre todo en los días calurosos del verano (se cerraba la balsa durante ocho horas, fuera de día o de noche, y luego se abría la compuerta, dejando salir un importante chorro de agua que durante 4 ó 5 horas abrevaba las tierras secas de los huertos y olivares). Aunque aquella limpieza era una tarea municipal, recaía sobre don Manuel la organización de la jornada, tanto en los trabajos como en las distracciones; de hecho, a través de los críos de la escuela era como convocaba a todos para la mañana del 3 de mayo. Días antes había recorrido todo el trayecto de la acequia y sabía dónde era preciso hacer mayores trabajos de limpieza, así como reforzar los bordes o llevar losas y tascas a los desvíos que se abrían para regar. En la reunión, pues, se tomaban las decisiones y se repartían las tareas, y don Manuel con su papelico en las manos iba anotando cuando daba las órdenes: «Fulano y fulano, de la balsa a las Matiellas; zutano y zutano, desde el Cerrau al Chorro», y así sucesivamente. El rito era inmutable, hiciese buen tiempo o malo se desarrollaba así: 190

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A las 8 de la mañana todos los vecinos, con jadas y jadones al hombro, se presentaban en la plaza del pueblo, donde se formaban los grupos. De allí, como en romería pero sin llevar peanas con santos o vírgenes, ni siquiera un Santo Cristo, se tomaba el camino de la balsa y de la ermita de Santa Cruz, situada alli al lado, sobre un montículo. Las mujeres y los críos seguían detrás en grupitos pequeños, ellas comentando en voz alta los últimos acontecimientos del pueblo, y en bandada, como las grallas, venían sus retoños cantando y recitando: Santa Cruz de mayo a 3, ¿en qué mes cae y qué día es?

Y aprovechaban aquella ocasión para realizar alguna perrería en los huertos vecinos. Antes de entrar en la ermita cada uno cogía un ramo de tomillo —por entonces florecido— que sería bendecido por el cura en la ermita y luego colgado en la ventana de casa durante todo el año; era símbolo de felicidad y ahuyentaba los maleficios que podían entrar por puertas y ventanas... Aquel día era el único en que el cura conseguía tener oyendo misa a la mayoría de la gente. Bueno, es necesaria una precisión: lo que menos le importaba a la gente era la misa, pues venían por la romería y la fiesta que esto suponía, ya que en ningún momento se dejaba de bromear o contar chascarrillos verdes o cómicos que nada tenían que ver con los cantos gregorianos...; era día de trabajo y de juerga para ellos. Hay que decir que la ermita era tan pequeñita que no daba cabida a todo aquel personal, por eso la bendición del tomillo se hacía desde la puerta y el cura sacudía su guisopo de izquierda a derecha. Terminada la bendición, las mujeres regresaban al pueblo alcahueteando de lo lindo, mientras los críos se distribuían por las rallas y pedregales como un hatajo de cabritos salvajes. Los hombres, por su lado, se remangaban las mangas de la camisa, se escupían sobre las manos para sujetar mejor las azadas y empeza191 Índice


ban los trabajos. Para facilitar aquella limpieza se cortaba el agua, que se iba por el barranco d'o Riu hasta el Gállego, lo que obligaba a la gente aquel día y el siguiente a ir a la fuente Morena en busca del agua para beber, aunque más de un vecino ya había llenado su tinaja la víspera. Cada uno se protegía como podía: los años de lluvia se ponían una boina vieja bien ancha y una zamarra de cabra por la que se escurrían las gotas, porque aquellas labores eran algo imperativo, lloviera o no, para el día de Santa Cruz; cuando hacía calor, se cubrían con un sombrero de paja y los había que retiraban sus camisas dejando ver el «lomo» moreno y curtido, por el que se deslizaban las gotas de sudor, lo que hacía que brillara su piel al recibir los rayos solares. Solo el alcalde, Benito, el concejal, y don Manuel hacían de capataces para llevar al unísono todos los tajos, pero no era raro ver al maestro agarrando una azada y con toda su fuerza ponerse a limpiar un tramo de acequia, aunque se podría decir también que lo hacía para demostrar y hacer alarde de su fuerza y sus capacidades de hombre de la tierra, lo que era muy bien visto por todos los vecinos, que lo miraban admirados. Por supuesto que su trabajo no seguía el mismo ritmo que el de los mozos, no por tener menos fuerza sino por la falta de costumbre en manejar el azadón, no como ellos... A ratos se sentaba sobre un peñasco y, al tiempo que se enjugaba el sudor que corría por su cara y por el cuello, se quedaba admirado de todo lo que podía observar durante aquella tradicional y excepcional jornada. Se embelesaba por todo y así lo manifestaba a unos y otros cuando los animaba diciéndoles que para él aquel día era uno de los más hermosos del ario. Le daba la impresión de que todo a su alrededor gozaba de la fiesta: los hombres, los animales, la naturaleza, el sol, el cierzo suave venido de la sierra... Allá arriba balaban las ovejas junto a la cueva Carasol, los bueyes mugían en los campos de las Matiellas como expresando su contento por no andar uncidos aquel día, las perdices también entonaban su cantar sabiendo que en aquella jornada ningún cazador las molestaría, los cuervos graznaban posados 192

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sobre las ramas de los almendros y hasta los buitres parecían disfrutar, aunque bien podía ser un revoloteo de descontento al ver a tanta gente al pie de los Mallos y del Arcaz, donde se posaban esperando los rayos del sol que iban a calentar sus plumajes para emprender su cotidiano volar majestuoso sobre la comarca. El único que «se escurría», como decían los vecinos, era el cura, que una vez terminada su misa y la bendición del tomillo se remangaba la sotana, agarraba sin ningún miramiento el incensario, el misal y la cruz —que le servía de gayata— y salía disparado hacia el pueblo en busca de su casa para protegerse del sol o de la lluvia y del ajetreo impío de aquel día... Era cierto que los actos que a él le atañían, los religiosos, duraban apenas media hora; después todo tomaba su curso tradicional, dando paso a las labores y a la fiesta pagana, que era lo que le interesaba a la gente. Aquella actitud del párroco daba siempre lugar a comentarios: «Este hombre es incapaz de apreciar lo que Dios ha creado (según él). ¿Cómo es posible que nuestras costumbres y manera de ser lo dejen indiferente?». Los zagales, ya se ha dicho, la gozaban aquel día de manera indescriptible. Los había que, haciéndose «los hombres», agarraban una azada y emprendían un tajo que no duraba mucho tiempo ni iba muy lejos... y que de poco ayudaba a los mayores; otros, la mayoría, andaban de un equipo a otro con sendos botijos para dar de beber a los trabajadores, aunque la mayor parte de estos preferían «remojarse el cogote» con la bota del alguacil, que contenía 4 ó 5 litros de clarete de casa Serrano; pero todos aportaban su buena voluntad en aquella inolvidable jornada comunitaria. Hasta el pastor Botaya dejaba su ganado al lado del Mallo Colorau para agregarse a la fiesta, distribuyendo la cecina que había sazonado de manera especial para festejar Santa Cruz. Nadie como él, con su saber de pastor, para preparar las piernas de cabra hasta que la cecina estaba a punto. Dos llevaba aquel día en la mochila, que no duraron mucho tiempo, engullidas por aquellos fartones, como él los denominaba, pero orgulloso de dar a todo el mundo. 193

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Entre tanto, en el pueblo, las mujeres se habían movilizado para preparar el ágape de final de los trabajos al caer el sol. Se preparaban los panes con anís en grano, bien cocidos y relucientes tras haber sido frotados con la pellejeta impregnada de aceite de oliva puro; se maceraban bien las tortas de chicharros, sin olvidar las dos o tres docenas de tortas de cazuela. El jamón, chorizo y longaniza también debían estar presentes en las mesas. Pero lo que tenía aquel día un valor sin igual y tradicional importancia eran las sardinas de cubo... Sí, era la costumbre, y según el abuelo de casa Pisón Santa Cruz siempre se había celebrado así. También aquello se había previsto y días antes el Sindicato del lugar había traído de Ayerbe tres cubos de sardinas de aquellas saladas y rancias que hacían empinar el codo a la gente... Al mediodía, a la 1 para ser precisos, el alguacil hacía sonar su corneta de pregonero situándose cerca de la balsa, allí en la revuelta donde podían oírlo los trabajadores desde el Arcaz hasta el Chorro, aprovechando el eco producido por los Mallos y las rallas. Algunos sacaban la tortilla traída de casa, pero la mayoría aprovechaba la oportunidad para hacer comida de campo: caldereta, patatas con carne, una buena fritada o sartenada de migas, todo guisado en varias hogueras que se preparaban cerca de la ermita. La caldereta no importaba quién la hiciera; en cambio, la fritada necesitaba la experiencia de alguien como Benito, que preparaba con minuciosidad los ingredientes: hígado, corazón, riñones, liviano..., todo bien cortado en pedacitos pequeños, a los que añadía unos trocitos de chorizo o de jamón entreverado. Ponía todo esto sobre una enorme sartén que sostenían los trébedes sobre la brasada; cuando estaban fritas las asaduras, añadía una buena fuente de cebolla cortada en trocitos y sin dejar de revolver la iba dejando freír hasta que la carne y la cebolla tomaban un color marrón, despidiendo un perfume que abría las ganas de comer aunque uno no tuviese hambre... En cuanto a las migas, el especialista era Botaya; por eso acudía por allí, claro. Por la mañana antes de «soltar» había preparado el pan cortado en sopas finas bien humedecidas para que se suavizaran y las 194

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colocaba en un gran paño de lino que ataba por las puntas metiéndoselo en la mochila hasta el mediodía. A la hora precisa para condimentarlas, mientras los zagales vigilaban el ganado, se llegaba hasta el corrillo que hacían los hombres junto a la ermita, ponía su «sartén de pastor», como se la denominaba, con capacidad para freír migas para un regimiento..., y con sebo de ternasco bien fresco y tierno empezaban las operaciones. Añadía unos cuantos dientes de ajo, que sofreía, y luego cuando la grasa estaba bien caliente echaba las sopas, que chirriaban al caer sobre la sartén; con su cuchara de boj —fabricada por él mismo— las revolvía sin parar un segundo para que no se quemaran, poco a poco empezaban a rustirse y cuando tomaban un color tostado sacaba el recipiente del fuego y lo colocaba en medio de los comensales, que empezaban la lifara comiendo «a rancho»: allí no hacían falta platos, solo era preciso tener una buena cuchara de buzo para conseguir una gran ración... Por supuesto, todos aquellos guisos no pasaban bien si no eran empujados con un buen vino tinto traído de Ayerbe unos días antes, como decía el alguacil. Se paraba un buen rato para recuperar fuerzas y más de uno, si hacía buen tiempo, se tendía en el suelo, protegiéndose la cabeza con la sombra de un romero, para dar unas cabezadas. Siguiendo la buena organización y los cálculos realizados para terminar las tareas, se visitaba cada brigada y allí donde se habían encontrado dificultades se añadían un par de jadas suplementarias. En general a los más forzudos se les enviaba al azud, allí donde se detenía el agua del barranco d'o Riu, para encauzarlo por la acequia del pueblo. Las riadas del invierno destruían a veces la presa llevándose los maderos barranco abajo. Todos los años había que cambiarlos por troncos traídos de Santo Román y algunos bloques de piedra sacados de las rallas de la fuente de los Clérigos. Era el trabajo más duro y más peligroso de la jornada, pero los mozos se vanagloriaban después de haber participado en el azud... Eran ellos los encargados de dar el agua, teniendo en cuenta el volumen que la acequia podía recibir. El caudal, un poco turbio, avanzaba rápidamente sin nin195

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gún impedimento, produciendo una nubecilla a medida que pasaba por sitios polvorientos y empujaba con fuerza las hojas y hierbas delante de él, despidiendo un olor a tomillo, a romero y otras hierbas cortadas que hacía decir a más de uno: «Este es el perfume de nuestra tierra, el de nuestra sierra, de la naturaleza, que hace soñar con el bien vivir». Poco a poco todos los trabajadores acudían a las inmediaciones de Santa Cruz. Allí se preparaba el desvío en dos, uno para el Chorro y el otro para llenar la balsa. ¡La balsa del pueblo! Merecía la pena conocer el valor de aquella joya. De su capacidad, de su buen funcionamiento, de su cierre para contener la masa líquida, de su buena distribución dependía la buena o mala cosecha de huertos y campos de regadío. El agua de la balsa permitía tener buenas judías secas, garbanzos, habas y la verdura fresca: col, acelgas, judías verdes, guisantes, zanahorias..., sin olvidar el riego de olivares y alguna faja de almendreras. Su distribución era rigurosamente establecida en la Alcaldía y las explicaciones por escrito las repartía el alguacil. Pero no siempre salían las cosas como estaba previsto y algún espabilau, como se les decía, cortaba el agua durante algunos minutos privando del riego al que tenía el turno, lo que traía consigo amenazas, disputas y hasta riñas donde se intercambiaban mamporros... (había vecinos enemistados con otros solo por aquellas fechorías, por las que llegaban a no hablarse durante meses y meses; únicamente los entierros, las bodas o los bautizos los reunían de nuevo). Y era el maestro una vez más quien tenía que intervenir para hacer de juez, de abogado y de predicador de los buenos modales y respeto de aquella ley casi sagrada. Rara era la semana en que alguna vecina o algún crío de la escuela no llegaba corriendo en busca del maestro gritándole: «Corra, corra, don Manuel, que el Perico y el joven de casa Lucía están arreándose trancazos porque el primero le ha cortado el agua al segundo». Cuando no eran unos, eran otros. Don Manuel dejaba la clase por unos instantes y salía disparado hacia los huertos; allí, con el don que tenía, o la habilidad, lograba calmar los ánimos de uno y otro, avergonzando al que no había respetado la ley y consiguiendo que la cosa no aca196

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bara mal y hasta que se estrecharan las manos... El maestro los sermoneaba de lo lindo, hablándoles de sus responsabilidades y haciéndoles ver que, pese al progreso y adelanto y a la manera de vivir dictada muchas veces a la fuerza por una Administración burocrática, allí se conservaban las leyes que los antepasados se habían dado para el bien de todos y que siempre fueron respetadas a rajatabla como si las hubiese inspirado un poder divino. El no cumplir aquellas tradicionales leyes era ponerse al margen de la sociedad, renegar de todos los valores humanos de los convecinos del pueblo; en una palabra, era perder la «hombría» y lo que este concepto representaba. Todo terminaba con aquel «¡Y no olvidéis que tengo autoridad para ponerle una multa al que sea culpable!». Pero aquello de la multa no iba más allá de la amenaza verbal... En fin, toda la comitiva se reunía junto a la balsa admirando con satisfacción cómo esta se iba llenando con el agua de la acequia. Luego, con paso moderado, siguiendo la corriente, emprendían el camino del pueblo dejando atrás la ermita de Santa Cruz, de la que ya nadie se preocuparía hasta el año siguiente. En el Chorro, lugar de concentración final, todos lavaban sus albarcas o sus botas y aunque el agua llegaba algo turbia más de uno zambullía la cabeza en la pila del abrevadero. Pasando por la plaza del pueblo, donde dejaban todas sus herramientas, se dirigían directamente a la casa del Lugar y subían a la sala de baile, allí donde se celebraban todas las fiestas. El ágape estaba preparado sobre una mesa muy larga y cuando todos los hombres habían penetrado en la sala el alcalde, o su teniente-alcalde, pronunciaba un discurso, no muy largo, claro, por falta de costumbre o por la prisa de empezar la comilona; también don Manuel añadía su discurso, haciéndoles la moral... Siguiendo la tradición, lo primero que se hacía era distribuir las sardinas de cubo con un mendrugo de pan con anís; para beber allí estaban también seis u ocho botas enormes llenas de tinto y clarete. Las sardinas saladas y algo rancias, como se ha dicho, se comían tal y como salían, algunos hasta las cabezas engullían; otros, los más refinados, las envolvían en un pedazo de papel de estraza o de periódico —no había 197

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miramientos sobre la higiene— y las aplastaban contra el suelo pisoteándolas. Luego con cuidado deshacían el papel, en el que quedaban agarradas las escamas y el pellejo; es decir, dejando bien limpio el filete de los pescaditos. Por supuesto que para hacer pasar aquellas sardinas y el pan, aunque este era suave, tierno y gustoso, era preciso «empujarlos» con el vino de las botas. Una vez más las apuestas no cesaban, ya que resultaba vencedor de aquella lifara el que más sardinas hubiera engullido... Aquello duraba más de dos horas, porque había que hacer honor al jamón, al chorizo y a las tortas diversas que se habían preparado... Don Manuel se quedaba perplejo observando a aquellos «gargantúas», se preguntaba cómo los estómagos de aquella gente soportaban aquel maltrato (es verdad que jamás se le ocurrió ir a ver cómo andaban los días siguientes...). Pero una cosa era cierta: jamás se acudía al médico de Ayerbe en aquella ocasión. Terminada la comida, daba comienzo el baile, no sin antes haber cantado una docena de joticas el hijo de la tía Generosa, acompañado por los coros, desentonados debido al alcohol ingerido... Angelé con su guitarra y Mariané con su bandurria emprendían el repertorio de baile, que no era muy extenso ya que los dos habían aprendido solos a tocar aquellos instrumentos. Al baile acudía todo el mundo, grandes y pequeños, jóvenes y viejos, y con frecuencia los más animados eran los agüelos. En cuanto a los chistes y cuentos allí narrados, valía más taparse los oídos para no escucharlos... Aquella sí que podía el cura calificarla de «fiesta pagana en la que se perdía hasta la noción de la vergüenza». Solo se terminaba el jaleo cuando los más fuertes se caían sentados en el suelo. Santa Cruz era la ocasión, de las pocas del año, en que se daba rienda suelta a todos los desmanes, a todas las burradas —como decía don Manuel—, a todo el desbordamiento de los deseos contenidos durante semanas y meses, que se apagaban con el vino clarete hasta la ebriedad. Santa Cruz era el día del regocijo, de la alegría, de la satisfacción por el buen trabajo realizado para el bien de la comunidad. Pero también era, allá por la media noche, la principal jornada del año para 198

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escuchar las disputas y riñas en las casas al llegar los hombres trastornados por el alcohol, incapaces de meterse en la cama por sí solos; y los gritos de las mujeres jamás se oían tan estridentes como aquella noche de la Santa Cruz... Don Manuel, hay que decirlo, que procuraba abstenerse del clarete, la gozaba escuchando aquellos ajustes de cuentas donde salían a relucir hasta los detalles más escabrosos y vergonzantes, como aquellas observaciones de la Simona a su marido cuando le echaba en cara sus andanzas por Huesca para San Lorenzo, cuando había frecuentado la «Casa de la Amparito». En realidad, las disputas y riñas no iban más allá de los gritos, insultos y amenazas. De todo aquello al día siguiente ya no quedaba más que el recuerdo; volvía a imperar la dura vida del campo y las labores que debían arremeterse, aunque se notaban en unos y otros las huellas dejadas por el cansancio y el desánimo, sin hablar de los dolores de estómago, por las duras labores realizadas la víspera y a decir verdad también y sobre todo por los excesos de fartaIla y por haber empinado el codo más de lo acostumbrado. En realidad, no todas las actividades relacionadas con el agua habían terminado. Se había convocado la reunión para organizar la limpieza y buen mantenimiento de la acequia del pueblo, pero ahora era preciso poner en orden la distribución del agua para el riego de las huertas de cada vecino. Antes de aquella nueva reunión, don Manuel, acompañado de Benito, hicieron todo el recorrido desde el azud hasta el Chorro para comprobar si después de haber circulado el agua durante más de doce horas no había algún problema en el trayecto, con alguna sima o escurridero que mermase el volumen del cauce. Todavía estaba terroso el líquido, al ir atravesando las tierras de las márgenes, que habían sido removidas y arrancadas las malas hierbas que impedían su buena circulación. Pero eso ya se sabía: duraría por lo menos 24 horas. Después se procedió a la distribución de los horarios para cada casa, que se hacía con arreglo a las superficies de los terrenos llamados de regadío y que se beneficiaban de aquella distribución. Cada propietario tenía su «balsada», que duraba entre 6 y 8 horas, el tiempo necesario pa199

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ra llenar la balsa municipal. Cada uno se comprometía a respetar aquellos acuerdos que parecían sagrados, ya que era impensable que alguien se atreviera a «robar» el agua abriendo aquel depósito cuando no eran sus horas; lo que no quería decir que los espabilaus no pusieran una piedrica debajo de las tascas que cerraban el desvío hacia sus huertos para que un chorrito alimentara la balseta particular que cada uno poseía en su huerto y que al cabo de un par de días veían con sorpresa que se había llenado, permitiendo así un riego suplementario. Esto, cuando se descubría, creaba conflictos entre los campesinos, que acababan con insultos y amenazas de todo orden, como se ha dicho, incluso rompiendo amistades. Aquello era un trabajo suplementario para el alguacil, que ejercía también de guardia-jurado del Ayuntamiento; podía imponer multas, pero siempre encontraba «circunstancias atenuantes», pues no se atrevía a hacerlo quizás porque era tan pillo como los inculpados o porque por un par de tomates y unos calabacines que le daba el culpable «hacía la vista gorda» y afirmaba no haber visto nada cuando el alcalde le preguntaba. Y aquel año don Manuel y el Benito querían cortar por lo raso. Había agua para todo el mundo, si sabían administrarla y respetaban las costumbres. Era una muestra más del poderío que tenía el maestro, predicando siempre los buenos modales y resolviendo diplomáticamente los enfrentamientos; si aquella ley la hubiera querido imponer otra persona, casi seguro que no hubiese sido respetada, pero como era el maestro quien les decía que el no cumplir la palabra dada era dar prueba de incultura nadie quería ser menos inteligente que su vecino... ¡Así era la ley que el maestro les imponía!

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A Huesca de oposiciones

Dos días después recibía don Manuel una extensa carta de la Inspección Provincial de la Instrucción Pública convocándolo para participar en unas oposiciones, a las cuales debería asistir durante varias jornadas y presentar los trabajos prácticos realizados por sus alumnos en la escuela. Daban así satisfacción a la petición que había cursado un par de meses antes. Le mandaban algunos programas y copias de textos necesarios para las oposiciones. De ahí que el tío Vicente, el cartero, se quedara pasmado al ver un sobre tan abultado. Le intrigaba lo que podría contener aquella misiva. Como venía certificada, al hacerle firmar la recepción le dijo al maestro: —Estoy seguro de que le proponen marcharse a otro pueblo, viendo la cantidad de papelicos que hay ahí dentro... ¿Qué, no está contento con nosotros? —sabía el viejo zorro que el maestro no podría escapar hablando de otra cosa. Este, que ya lo veía venir y lo conocía muy bien, prefirió darle una respuesta real y así sacudírselo de encima y evitar chismorreos en el pueblo: —No, tío Vicente. Se trata de hacer una exposición en Huesca con los trabajos de los críos y nada más. Precisamente tendrá que venir a verme para ver cómo podremos llevar los cuadros a la estación. Otra de las misivas que contenía el sobre era el anuncio de la visita de una Comisión del Ministerio de Instrucción Pública a Huesca 201

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para concretar las subvenciones acordadas para la realización de nuevas escuelas, entre las cuales figuraba la de Riglos, que se encontraba ya en construcción. Con sus alumnos empaquetaron en varias cajas de cartón y de madera la totalidad de los cuadros de la exposición mencionada, que esperaba el maestro no defraudaría a sus superiores ni a los venidos de Madrid. El día del viaje el tío Vicente llegó de buena hora con su burra y, tras cargar los bártulos sobre el baste, se dirigió camino adelante hasta la estación del ferrocarril, donde serían facturados. Don Manuel tomó el sendero de la vía, pero como tenía sumo interés en exponer el problema de las obras de las escuelas no quiso salir del pueblo sin haberlas visitado una vez más. Cuando se sentía satisfecho y ufano de haber realizado algo positivo para la colectividad se complacía en admirar y rememorar las peripecias, los escollos y los resultados, analizando los aciertos y también los desatinos, con el fin de llevar a bien dicha empresa. Por eso se paró junto a la pared de lo que había sido la era de Sangarrén, puso su pie derecho sobre la misma y, apoyando su codo sobre la rodilla, se acarició la punta del mentón (era su postura predilecta cuando planeaba algún proyecto o preparaba algo). Aquellas obras representaban algo importantísimo para él. Gracias al impulso dado por el Gobierno republicano a la Instrucción Pública, el maestro, apoyado por el municipio y los vecinos, había conseguido que su proyecto se tomara en serio. Se construirían nuevas escuelas, para albergar la de chicos, con maestro, y la de chicas, con maestra. La proposición fue aceptada por Madrid y allá por 1933 comenzaron las obras, que don Manuel personalmente controlaba sin descanso. Era su obra, y representaba en su mente algo así como lo que el recién nacido representa para su madre (le gustaba emplear esta frase); era el resultado de una actividad incesante durante varios meses, acompañada de una voluntad inquebrantable, pero también de muchos ratos de insomnio devanándose los sesos para lograr hallar solución a los centenares de problemas que iban surgiendo. No hablemos de los trá202

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Cargando las caballerías, en Ayerbe. (R. Compairé, Fototeca de la Diputación de Huesca).

mites administrativos, que sería fastidioso enumerar, ni de lo que representó el poder encontrar a un contratista de obras que estuviera dispuesto a realizarlas teniendo en cuenta la situación geográfica del pueblo, sin vías de acceso para el transporte de los materiales (propuestas las hubo a montones, pero en cuanto se enteraban de que no había ni carretera ni camino ancho para circular los carros y que todo debería ser transportado a lomo de burro abandonaban el proyecto). Ni en Zaragoza ni en Huesca ni en Jaca quisieron aceptar aquella contrata, y, sin embargo, el «pájaro raro» —como decía don Manuel— lo descubrieron allí cerca, en Murillo de Gállego, al otro lado del río, que en línea recta estaba situado a un par de kilómetros pero que por los pedregosos caminos de la Sarda eran necesarias casi 2 horas (10 kilómetros) para ir de un lugar a otro. Pero una vez más iba a demostrarse 203

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que el espíritu de solidaridad en el trabajo colectivo imperaba en aquel pueblecico. Don Manuel reunió al alcalde y a su principal adjunto, Benito, y discutieron horas y horas sobre el asunto, para concluir que si se podían aportar materiales y jornaleros el coste del grupo escolar se reduciría casi a la mitad de lo que se había previsto en el proyecto inicial. La proposición fue adoptada por todo el pueblo. Y lo que no se había visto en ningún otro lugar se hizo realidad en aquel que reinaba debajo de los Mallos. Como cada casa poseía, además de su par de bueyes, dos o tres burricos o un par de yeguas, se distribuyeron las tareas: una recua iría a Ayerbe —15 kilómetros de camino pedregoso— a buscar los sacos de 50 kilos de cemento, bien vigilada por un mozo forzudo capaz de volver a cargarlos sobre los bastes del animal en caso de que alguno cayese al suelo al tropezar con un zaborro, lo que ocurría con frecuencia; otra iría a la estación del ferrocarril, como se sabe con camino idéntico (5 kilómetros), para recoger los ladrillos traídos en un vagón desde Huesca; otra, la que ejercería la labor más ardua, bajaría al borde del Gállego, junto a la badina de Pisón, donde se depositaba una gran cantidad de arena, para cargarla sobre las argaderas y, serpenteando la cuesta por el sendero estrecho y peligrosísimo, llevarla hasta el tajo. Esta última era la tarea más difícil, la más arriesgada. Las burras subían en fila india con sus cargas, muchas sujetas por la cabezana por algún zagal para impedir que se resbalaran y fuesen a caer por el precipicio al fondo del barranco, lo que sucedió un par de veces. También era necesario en algunos momentos empujar con el hombro las ancas de las pobres burras, que se paraban medio agotadas y sin poder respirar debido a la costera. Era curioso observar el ir y venir de aquellos pobres animales que, como hormigas, no cesaban de acarrear materiales. ¡Aquello sí que se podía denominar «arenas sangrientas»! Numerosas otras tareas de menor importancia se realizaban empleando los mismos métodos. Don Manuel, ensimismado aquel día, se repetía interiormente: «No pretendo llamarlas tareas faraónicas, pero dentro de unos años, cuando des204

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cribamos lo que ha sido la construcción de estas escuelas, nadie querrá creer ni comprenderá los sacrificios hechos por todos los del pueblo; lo principal ya está en pie, el resto esperemos que sea más fácil, y si no hay impedimentos las clases podrán empezar en septiembre del próximo año de 1936»... Hasta allí todo había marchado según lo previsto, pero hacía algunos meses que debido a la situación general, bastante tensa en toda España, y al difícil contexto político Madrid se retrasaba en la asignación de las subvenciones necesarias para el equipamiento interior y los materiales propios de una escuela moderna. Pero don Manuel tenía confianza, y por eso sentía grandes deseos de ir a la capital, convencido de que lograría reactivar aquellos asuntos, al mismo tiempo que los suyos, en las entrevistas que iba a tener con las gentes del Gobierno. Llegado a Huesca, lo primero que hizo fue recuperar sus bártulos y cajas con la exposición y llevarla a los salones de la Escuela Normal, donde debería permanecer por lo menos una semana. Era ésta resultado del trabajo de sus alumnos, a partir de sus iniciativas y las de los propios críos, naturalmente sin ninguna pretensión artística, y había curiosidad por parte de los profesores, maestros y otras personalidades por ver qué era lo que podía haber inventado aquel maestro «tan revolucionario»... Los cuadros los había confeccionado don Manuel mismo con lonas de cáñamo blancas, bastante rígidas, sostenidas con listones finos pintados de diversos colores; medían unos 80 centímetros de anchura y 50 de altura. Cada cuadro representaba lo que se sacaba de la tierra, con productos de la misma colocados en tubos y vasijas o descritos con buena letra en las cuartillas, en donde se reproducían dibujos con las consiguientes explicaciones. El primer cuadro correspondía al trigo: unos granitos en un tubo de cristal, la siembra, los campos verdes, las espigas, la siega, la trilla, la harina, el salvado para los animales, el pan 205

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blanco de cada día y las tortas de diferentes calidades. Seguía el del aceite: olivas verdes y negras, cómo se cosechaban —en pleno invierno, con muchísimo frío—, el molino de aceite, con la prensa y el gotear del líquido que poco a poco iba llenando el depósito en forma de tinaja donde se recogía para colocarlo enseguida en boticos, con los cuales se transportaría hasta las bodegas y sería conservado en pilas de piedra bien protegidas de la luz... A continuación, el proceso del vino: la uva blanca y negra, cómo se transformaba en el lagar pisando los racimos y dejándolos en el mismo durante varias semanas hasta que, tras la fermentación, se podría colar, pasándolo por el orificio estrecho, para dejarlo luego en toneles o cubas de madera. Seguían las explicaciones de la cosecha de las almendras; aquí los lamineros de los críos insistían, sobre todo, en que «servían para hacer turrones en Navidad». Y así seguían los otros cuadros explicando las diferentes tareas para los cultivos, sin olvidarse de detallar todos los trabajos y desvelos de los campesinos. Tampoco habían sido olvidadas en los trabajos las descripciones de lo que representaban los bosques y la naturaleza en general (don Manuel era un admirador de Joaquín Costa, del que había sacado muchas enseñanzas, entre ellas aquello de celebrar la fiesta del Árbol cada año). Dibujos, fotos y relatos daban cuenta de la importancia que tenía defender la naturaleza, así como de lo que suponía el problema forestal para Aragón. El éxito obtenido con aquella exposición fue importantísimo, tanto para su escuela como para sus alumnos y para él personalmente, pues demostraba sus elevados conocimientos y la adaptación de la pedagogía moderna. Aquellos trabajos ayudaron también a obtener resultados bastante positivos en lo tocante a sus oposiciones, que no dudaba le permitirían subir al tercer escalafón; es decir, el más importante, con el consiguiente aumento de paga, que no era un asunto desdeñable...

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La concentración de numerosos maestros en Huesca para las oposiciones ya mencionadas fue aprovechada por los «cabecillas» del Sindicato para convocar reuniones donde se intercambiaron proposiciones y sugerencias frente a la situación social en general, que cada día se deterioraba más en la sociedad española. Don Manuel, que con su experiencia y su capacidad política era uno de los que más intervenían, intentó movilizar un poco más a sus compañeros maestros para que de allí en adelante ninguno de ellos dejara de sostener y apoyar los movimientos obreros y campesinos que iban apareciendo en todo Aragón cada día con más importancia, lo que llevaba consigo una represión también más implacable. Dio la casualidad de que por aquellos días Francisco Largo Caballero hizo una visita a la región aragonesa, personándose en Huesca, lo que aprovechó don Manuel para sugerir que fuera invitado a una de aquellas reuniones de los maestros de la FETE. El dirigente socialista aceptó con mucho agrado. Largo Caballero y don Manuel se conocían desde hacía ya mucho tiempo; se habían visto en Madrid cuando este último terminó su carrera y coincidieron de nuevo en el Congreso de la UGT de 1922. Compartía el maestro los análisis que el gran dirigente socialista hacía de la lucha de clases y, aunque don Manuel no llevaba el carnet del PSOE, seguía al pie de la letra las consignas y la doctrina de Largo Caballero, para él digno seguidor del pensamiento de Pablo Iglesias y representante del ala izquierda de su partido, muy diferente en todo a lo que se denominaba la «tendencia liberal», con Prieto a la cabeza. Además, Largo Caballero, en tanto que dirigente de la UGT, daba una importancia sin límites a todo lo referente a la instrucción pública. Recordaron con don Manuel sus encuentros, la creación de la AGM y más tarde de la FETE en 1931, comentaron el camino recorrido por la organización sindical, con sus avatares y sus realizaciones, sin olvidar la situación en que se hallaba el magisterio, y aún pasaron revista a numerosos otros problemas. Al finalizar la entrevista don Manuel aprovechó la oportunidad para invitar al «ilustre compañero» a la 207

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inauguración de las escuelas que gracias a la República, y al poder que tenía la FETE, había logrado hacer construir en Riglos. —Querido Francisco —dijo el maestro al líder socialista—, te esperamos el mes de septiembre de 1936 para la inauguración de las escuelas del pueblo. Será para mí un placer, y para los vecinos del pueblo un orgullo, el tenerte a nuestro lado ese día. —¡No faltaré! Tomo nota. Nadie podrá impedirme que ese día señalado del 36 me persone en Riglos para celebrar con vosotros la puesta en marcha del grupo escolar «Joaquín Costa», como tú quieres llamarlo. Con arreglo a lo previsto, aún le quedaban a don Manuel dos días de estancia en Huesca esperando documentos escritos y otros papelicos . Pero, como nada le obligaba a permanecer allí en la ciudad, aprovechó para ir a visitar a sus suegros, que residían en Poleñino, y concretar con ellos las fechas del veraneo que pasaban en aquel lugar, donde sus hijos la gozaban junto a los abuelos y tíos. Además, para él y su esposa aquella estancia era un alivio para la economía familiar, ya que durante mes y medio no desembolsaban una perra gorda, «viviendo de lo de la casa», que no era poco, y gracias a la riqueza de aquella tierra pródiga de Monegros en donde se cosechaban hortalizas y frutas a capazos para alimentar a personas y ganados (todo gracias al agua del Flumen). Y qué decir de la caza abundantísima que permitía al abuelo traer a su casa conejos y perdices todos los días... Decidió que luego se llegaría hasta Capdesaso para ver a sus amigos y a sus antiguos alumnos, que lo festejaban como a un príncipe cuando iba por allí, aunque no podía hacerlo con mucha frecuencia debido a la «flojedad» de su bolsillo, sobre todo para pagarse viajes... Aprovechó que en Poleñino estaba de visita el veterinario de Sariñena haciendo un control de ganado lanar. Eran buenos amigos desde hacía años, así que al saber que el maestro se dirigía a Capdesaso le ofreció 208

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llevarlo con su tartana hasta la estación del ferrocarril de Sariñena; desde allí podría seguir andando hasta el pueblecillo. Emprendieron la marcha por aquellos caminos de carro y de galeras, polvorientos, secos, que daban la impresión de haber servido de decoro para una cinta cinematográfica de aquellas del Oeste americano. ¡Qué de recuerdos agradables le venían a la mente contemplando aquellos parajes donde solo crecían ontinas, tomillos y tamariscos! Se apeó don Manuel de la tartana en el barrio de la Estación de Sariñena, se dio cuatro golpes de sombrero para sacudirse el polvo que llevaba encima y echó una mirada a su alrededor. Se sentía emocionado de volver años después al lugar en donde había ejercido de maestro interino. El corazón le latía con fuerza, ¡y había motivos! Estando allí de interino había conocido a su Rufina, que servía como criada en casa del jefe de la estación. Festejaron algún tiempo, pero llegó su nuevo nombramiento y otro destino, que afortunadamente para ellos no estaba muy lejos: Capdesaso, a 3 kilómetros de allí. Aquel camino lo conocía perfectamente, lo había recorrido centenares de veces por las tardes para rendir visita a su Dulcinea. Se casaron algún tiempo después, conscientes de que aquella situación de separación no podía durar meses y meses. Tenían ya la certidumbre de que se entendían bien, se querían y coincidían siempre en sus planteamientos. La boda tuvo lugar en Poleñino, pueblo de Rufina, sin ninguna pompa; primero porque no tenían medios para «echar la casa por la ventana» y, segundo, porque al joven don Manuel —ya se le denominaba así, con el «don»— no le parecía bien hacer una ceremonia suntuosa y de gran aparato que hubiese dado al traste con sus concepciones progresistas. Eran de origen modesto, pues ¿para qué hacer alardes de vanidad? La felicidad no la daría la misa mayor del cura ni los ágapes de la boda. Además, decía don Manuel a sus amigos y compañeros: «Soy maestro y llevo siempre en la mente aquello de "pasar más hambre que un maestro de escuela"». Doña Rufina (ya se le llamaba también «do209

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ña») dejó de servir y se acomodaron en Capdesaso, donde nueve meses después vio la luz su primer retoño: un zagal al que dieron el nombre de Ramón. Aquel día, conforme se acercaba al pueblo, don Manuel iba reviviendo lo que fueron aquellos meses difíciles para todos. Sin embargo, ¡cuán emocionantes en todos los sentidos! Habían llegado pelaus, como se decía entonces, sin una perra gorda, sin muebles, sin vajilla, sin ropas de casa... Así lo comentaba el alcalde de aquellos tiempos: «Han llegau con las manos en los bolsillos, y me paice que los que tenían en sus vestimentas estaban aujeraus, por los que se escurrían las perras y los reales... ¡Pero qué sonrisa tienen siempre en los labios para saber conquistar al vecino más huraño!». Entró don Manuel en el pueblo y antes de acudir a ninguna casa se fue a recorrer el lugar y a admirar aquella que el Ayuntamiento les había prestado y en donde había nacido el hijo mayor. Todo seguía igual y por la ventana que daba a la calle, abierta de par en par, pudo ver la cama de hierro, siempre la misma, en donde había dado a luz su compañera. Contemplando aquella casa tomó la decisión de traer a su hijo al año siguiente para que conociera el lugar en donde había nacido y pasado las primeras semanas de su vida... Luego se fue acercando lentamente hasta la plaza de la iglesia, penetró en ella y admiró los altares y todo cuanto les rodeaba, sobre todo la pila de bautismo, la misma en la que había sido bautizado su hijo bastantes años atrás. No frecuentaba mucho las iglesias —no eran sus ideas, ya se sabe—, pero aquella tenía otra dimensión, comparada con las de otros pueblos y ciudades, pues era en la que se habían dado los nombres a su primer hijo, la del lugar en donde había conocido las primeras felicidades... Permaneció en ella largo rato saboreando el silencio y la quietud que le permitían ver con más lucidez aquellos tiempos pasados. Salió a la plaza y se acercó al borde del terreno que en declive bajaba hasta los llanos de Lalueza y del río Flumen, y más allá Lanaja, Pole210

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fino y la sierra de Alcubierre. Sí, mantenía muy vivo todavía el recuerdo de Capdesaso (Cabosaso, como decían las gentes de la comarca, a los que no les gustaba mucho aquello de Cap, que les parecía catalán y no altoaragonés). A duras penas logró reprimir una lágrima producida por la emoción al evocar el pasado. Y así estaba cuando recibió una palmada de un mozo bien plantado que se había acercado con sigilo para no interrumpirlo en aquellas contemplaciones. —Buenos días, don Manuel, ¿cómo está usted? ¡Qué alegría de verlo! Ya sabía que vendría por aquí, o por lo menos me hacía esa ilusión, y todos los viejos alumnos lo estábamos esperando para felicitarlo por haber aprobado sus oposiciones —dijo el mozo, que debía de andar por los 24 ó 25 años. —¡Hola, Joaquín, también yo me alegro de verte! ¡Me siento emocionado al regresar a este que fue mi pueblo durante algún tiempo! ¡Cuando pienso que tenías unos 12 años cuando me fui de aquí y hoy te veo como un mozo «hecho y derecho»!... Se fueron a casa de Joaquín, saludando a todo el mundo que salía a las puertas de las casas, pues la noticia de su llegada se había extendido por el lugar con rapidez. En menos de una hora se congregaron allí 20 ó 25 mozos y mozas, todos, pese a su juventud, viejos alumnos de don Manuel de los años de 1920 ó 1922. Agasajaron al maestro con todo lo mejor que tenían, le hicieron contar su vida y sus andanzas desde su salida de aquel pueblo, luego brindaron por sus resultados pedagógicos y acabaron la tertulia cantando algunas joticas de las compuestas por Joaquín e interpretadas por él mismo con su voz recia y bien modulada. Y mientras tanto el porrón con vinico del pueblo, de 16 grados, daba la vuelta alrededor de la mesa manteniendo vivo el buen ambiente de recibimiento del maestro. La fiesta terminó bien avanzada la noche y don Manuel se quedó a descansar en aquella misma casa, en la misma habitación y en la misma cama en que lo hiciera durante algún tiempo cuando, soltero toda-

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vía, llegó a aquel lugar. Había quedado con su amigo don Julio, el veterinario, en que este vendría a buscarlo temprano para conducirlo a la capital. Y no faltó a su palabra: alrededor de las 9 se pudo oír el ruido del motor ensordecedor que producía un viejo automóvil Ford que tendría más de 25 años... Era el coche de Antonio, el mecánico de Sariñena, también antiguo alumno de don Manuel, que tras hablar con el veterinario había querido ser quien llevara a «su maestro» hasta la ciudad. Lo que sorprendió a este fue el número de paquetes que le habían preparado los vecinos de Capdesaso para llevárselos a su casa, entre los que vio uno más grande del que sobresalía un garrón de jamón. Agradecía aquellos obsequios, pero los agradecía aún más moralmente, ya que daban prueba del cariño que le tenían y que habían mantenido intacto pese a los años transcurridos. Daban también una idea de lo que representaba la amistad, el cariño y el respeto que aquellas gentes simples profesaban al que tantas enseñanzas les había dado. Se despidió de todos, prometiendo volver durante el verano de 1936, y se lanzaron por aquella carretera polvorienta y llena de baches que los hacía saltar en el interior del coche como peleles. Le pidió a Antonio que lo dejara en la puerta de la estación, de lo contrario se habría visto muy apurado para transportar todos aquellos paquetes y sacos que hubieran hecho pensar a la gente que se trataba de un vendedor ambulante, de un quinquilaire que iba a vender sus géneros a algún pueblo. Casi se avergonzaba pensando «en lo que podía decir algún conocido de Huesca» si lo veía, y se decía interiormente: «A cada uno su rango, ¡rediez!». Aquel día tomó un billete de segunda clase, pues no veía cómo podría colocar todos aquellos bártulos en un compartimento de tercera repleto de gente que tomaba el tren de Canfranc. Don Julio le ayudó a acomodarse en el vagón y, como debía esperar, todavía se fueron a la cantina para tomar un café, siempre hablando de política, de la situación de la nación, de los trabajadores..., pues el veterinario, pese a su situación de pequeñoburgués bien acomodado, era un republicano «de pura cepa», como le agradaba decir a sus conocidos y amigos. 212

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—¡Hasta el verano que viene, don Julio! (era curioso aquello de tratarse de usted siendo amigos y compañeros, pero a cada uno su tratamiento: eran «don Manuel, el maestro» y «don Julio, el veterinario»). Unas horas después don Manuel se apeaba en la estación de Riglos, donde el Correo permaneció parado más de lo acostumbrado para poder descargar todas las mercancías. El tío Vicente, el cartero, se rascaba la cabeza viendo lo que le esperaba, pues tendría que hacer dos o tres viajes con su burrica para llevar todo al pueblo. Pero lo hacía satisfecho y contento de ver que tenían allí de nuevo a su maestrico...

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Las fiestas de la Virgen del Mallo

Encontró don Manuel el pueblo como lo había dejado: sosegado y tranquilo. Al menos en apariencia, pues las fiestas locales —de la Virgen del Mallo, como se las denominaba— estaban muy próximas y en todas las casas habían comenzado ya los preparativos para celebrar aquellos cuatro días de fiestas que precedían solamente en un par de semanas a las tareas más agotadoras del año: la siega, la trilla y demás operaciones que la cosecha llevaba consigo. Cada dueña había pensado ya en todo, siempre rivalizando con las demás del pueblo para mantener muy alto el rango de cada casa, que había de ser acogedora, pulcra y alegre; en una palabra, el albergue donde se sabía recibir con cariño a los forasteros, a los familiares y a los amigos venidos de lejos e invitados desde hacía mucho tiempo. Esta recepción se hacía con la fastuosidad que caracterizaba a los pueblos del Alto Aragón cuando había fiestas locales. El maestro observó cómo en algunos corrales se había empezado la colada para lavar la ropa blanca, metida en un enorme caldero recubierto de un paño de lino sobre el que se había puesto una capa de cenizas traídas del horno del pueblo o del propio hogar, sobre las cuales se echaba de vez en cuando un pozal de agua hirviendo. El caldero, colocado sobre cuatro piedras, bajo el cual ardía un fuego vivo e ininterrumpido, no debía cesar de hervir durante el tiempo necesario para hacer la colada, que duraba entre una y dos horas. Cuando se consideraba que la ropa estaba bien blanca se colocaba en canastas de mimbre —las 215

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mismas que servían para las masadas— y se llevaba al lavadero del pueblo, donde se procedía a aclararla hasta que no quedaba ningún residuo de ceniza. Terminada aquella operación, y con las mismas canastas, se transportaba la ropa lavada hasta los huertos, las eras y las rallas para tenderla al sol sobre la hierba, sobre las rocas y a veces sobre las matas de romeros y tomillos, donde se secaba recibiendo el sol y los olores de la naturaleza. Resultaba curioso admirar de lejos aquellos parches blanquísimos que daban la impresión de estar cosidos en el tapiz de la naturaleza o ser obra de algún tapicero o pintor... Como de costumbre, a la colada seguiría la limpieza general, metiendo en las falsas todos los trastes y cacharros que no servían para nada por estar demasiado usados, y lo mismo se hacía con la ropa de vestir u otras, en particular las sábanas, manteles, servilletas, paños... Hasta el más profundo rincón de los armarios era visitado, sacando de él todo lo que se consideraba usado o pasado de moda, que terminaría su vida en un arca vieja y carcomida de aquellas que cada casa poseía y que contenían objetos, ropas y vestimentas que ya habían servido lustros atrás a los abuelos, los bisabuelos y hasta los tatarabuelos... Eran aquéllos días en que se cambiaba todo, los escogidos para exponer lo mejor que se poseía en casa, todo cuanto se había comprado durante el año; es decir, las riquezas, los ajuares diversos que representaban la riqueza de una casa... Todo era barrido, lavado, y la lejía daba paso a los olores clásicos de las casas de labor. Y este cuidado era todavía más meticuloso en aquellas en que había mozas con edad para asistir a los bailes, sabiendo que entrarían en ellas los mozos «casaderos» para acompañarlas hasta la Casa del Pueblo o la era donde tenían lugar los principales festejos. De otros corrales le llegaban al maestro los balidos que lanzaba algún mardano o cordero, atados por el suelo en espera de ser sacrifica216

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dos para preparar los asados o guisados en las marmitas para obsequio de los comensales. Y no digamos nada de los quiquiriquís y el piar de gallos y pollos perseguidos por las mujeres para retorcerles el pescuezo. Había también vecinos, hombres sobre todo, que transportaban sobre sus hombros garrafas, boticos y botellas con etiqueta llenos de vino, traídos de la tierra baja para «remojar el garganchón», como decían ellos. Había trabajo para todo el mundo, pero una de las principales tareas era la confección de la repostería con que obsequiar a mozos y amigos durante aquellos días: empanadicos de calabaza de rabiqué, roscones, hojaldres, tortas de cazuela y de chicharros, también alguna macerada, de bizcocho y de otras calidades; y no había que olvidar las almendras tostadas, que requerían un cuidado especial. El horno del pueblo funcionaba casi día y noche durante estos preparativos para las fiestas, además de lo que se confeccionaba en casa: mantecados, rosquillas, almendras garrapiñadas, etc. Para darse una idea de lo que representaba la fabricación de tortas y demás repostería solo era preciso escuchar a Dominguito, el dueño de la fábrica de harinas de Ayerbe, cuando afirmaba: «En quince días he vendido más sacas de harina a las gentes de Riglos que en tres meses del año». La proximidad de las fiestas no se notaba solamente en el interior de las casas o alrededor de ellas. El pueblo entero estaba movilizado para limpiar y preparar los decorados con que ambientar los festejos. El alguacil, que andaba él mismo con su escoba de ramas de senera en las manos, pedía a las amas de casa que barrieran las calles frente a sus casas respectivas, sobre todo después de haber soltado las ovejas y cabras, que dejaban sus cagaletas por todos los rincones del lugar. Estas tareas se hacían más fáciles los años que llovía a finales de mayo, ya que las lluvias arrastraban hasta el barranco todas las porquerías de las callejuelas del pueblo, al estar este situado en la ladera de la sierra. 217

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Adíe • • • En la parroquial de Riglos, que se alza en la parte más alta del pueblo, se venera la imagen de la Virgen del Mallo. (R. Compairé, Fototeca de la Diputación de Huesca). 218

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Se plantaban igualmente maderos para sostener los arcos de triunfo con flores de papel por donde pasaría la procesión el primer día de la fiesta. Hasta el cura se desvivía —seguramente la única semana del año— para que su iglesia fuera un lugar bien ordenado y digno de celebrar aquel acontecimiento. Ayudado por el sacristán y un par de monaguillos, limpiaba el polvo de los misales del coro y de la sacristía, al tiempo que remendaba alguna hoja de aquellas parecidas a pergaminos que había sido medio devorada por los ratones. El altar mayor, allí donde se encontraba la Virgen del Mallo, se limpiaba con esmero, haciendo brillar las cenefas y angelicos que la rodeaban. Las sillas eran colocadas bien alineadas, una vez que se les habían quitado las telarañas, para que las gentes pudiesen sentarse a ambos lados de la nave. Las lámparas se hacían relucir frotándolas con ceniza para que brillaran y se cambiaba el aceite, que olía a rancio por haber estado al menos seis meses sin renovar. Se quitaban los trozos de velas de los candelabros, llenos de cera derretida, y se cambiaban por otras nuevas que de mala gana había comprado el cura (siempre buscaba por todos los medios hacérselas pagar al Ayuntamiento, cuando no conseguía que lo hiciera alguna de las beatas del pueblo). Del cuarto situado al pie del campanario se sacaba la peana de madera de cajico, carcomida y polvorienta, cuyo peso alcanzaba varias arrobas, que llevarían cuatro mozos de los más forzudos; sobre ella se colocaría a la Virgen del Mallo, vestida solo en aquel momento del ario con sus mejores y más llamativos hábitos, bordados de seda y oro. Todos estos detalles, y otros no menos importantes, daban ya una idea de lo que eran los preparativos de la fiesta mayor... Y así encontraba el pueblo don Manuel. Llegado a su casa, fue recibido con grandes muestras de cariño por aquella manada de mocosos que frecuentaban su escuela, y que, una vez más, su esposa había instruido y guardado durante aquel importante desplazamiento a la capital. Los críos, los más grandes, claro, lo felicitaban y estaban orgullosos de cono219

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cer el éxito que había tenido su exposición, así como de que hubiera aprobado sus oposiciones, aunque esto les dejaba más indiferentes, al no saber ni jota de aquellas «posiciones», como decían algunos. Lo único que les importaba en aquellos momentos era que se acercaban las fiestas de la Virgen, y esto significaba vacaciones, juegos, bailes y buenas meriendas... Cuando Benito se enteró de su llegada se personó rápidamente en la casa escuela para ponerlo al corriente de las últimas noticias y de los preparativos de las fiestas, en lo referente a los festejos, procesiones, etc. Los bailes, rondallas y juegos corrían por cuenta de los mozos del pueblo, reunidos en una especie de sindicato en el que se discutían y acordaban las resoluciones a tomar, bajo la dirección del mainate o «mozo viejo», que cambiaba cada año, en lo que era algo así como una presidencia (en otros sitios, sobre todo en las ciudades, estaban las peñas, que tenían algo de parecido, pero sin la importancia ni la tradición que existía en «el gasto» de los pueblos del Alto Aragón). El Benito, como teniente de alcalde, responsabilizado por el Ayuntamiento para todos los asuntos concernientes a las actividades culturales, religiosas y otras, dio a conocer a don Manuel el programa que habían esbozado para las fiestas y que había sido adoptado por mayoría en la sesión extraordinaria de aquella misma semana. Como no se hacía nada sin consultar con el maestro, pues venía a ponerlo al corriente y a explicarle las decisiones: —Los mozos han contratado a tres músicos de Peñaflor: violín, bandurria y guitarra. Esto en lo que se refiere al baile, ya que son ellos los que lo pagan a escote. Para las rondallas se agregarán Mariané con su violín y Angelé y el tío Pedro José con sus guitarras. La víspera de la Virgen por la noche se hará el pasacalles, y luego se cantarán jotas en la puerta de cada casa. El alcalde acompañará el séquito imponiendo respeto y procurando que no se interpreten «joticas maliciosas», «de picadillo» o que puedan ser insultantes y herir el amor propio de algún vecino y, sobre todo, de alguna vecina. También se intentará que haya buenos modales, sin hacer gamberradas. Y el primer día de la fiesta, 220

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pues como cada año: procesión, misa mayor, bendiciones, terminando al mediodía con un obsequio general en la Casa del Pueblo; después de comer, coplas, juegos y un campeonato de pelota en la plaza con premios para los vencedores. Y excepcionalmente este año el señor alcalde vería con mucho agrado que la «Compañía Teatral» que usted dirige pudiese interpretar dos o tres obras cómicas de las que usted ha adaptado, aunque fuese necesario hacerlo al aire libre, en la era de Lucía o en la plaza del pueblo. Y me parece que le he expuesto lo más importante e interesante —terminó diciendo el mozo, bastante satisfecho de saberse el principal artesano de todos aquellos preparativos. —Muy bien, muy bien, Benito. Creo que no habéis olvidado nada, o casi nada, así que podemos prever un gran éxito. Aunque..., aunque..., hay un asunto del que nada se ha dicho... —añadió el maestro, acariciándose lentamente el mentón—. Se trata de la recepción de los forasteros, así como de obligarles —como lo hacemos entre nosotros mismos— a respetar nuestras tradiciones y costumbres y a toda la vecindad, vigilando en particular a los que vienen con la única intención de comer «de gorra» y «enzorrarse». No hay que olvidar que en otras fiestas hubo riñas, gansadas, desafíos y peleas que obligaron al alcalde a sacar la vara de la justicia, y al tío Vicente, el alguacil, a sacudir más de un mamporro con su bastón de litonero; agasajos, todos los que podamos hacer, pero el orden debe ser respetado, y para eso yo creo que deberían ser elegidos tres o cuatro mozos de los más cabales para imponer algo así como «un servicio de orden». Yo pienso que este año habrá más gente de fuera debido a que se ha corrido por pueblos y aldeas que tenemos una «Compañía de Comedias»; además, el haber abierto un Centro Republicano —como en Ayerbe—, con su bar, sus tapas y bocadillos, y con su gramola para poder poner discos y bailar, incitará a más de un mozo a desplazarse y visitar nuestro pueblo. Yo sé que varios maestros de estos jóvenes recién nombrados de la Galleguera y del Serrablo vendrán, ya que así me lo hicieron saber el otro día en Huesca durante las oposiciones —terminó diciendo el maestro. 221

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El día 1 de junio, víspera de la fiesta, dos mozos se fueron a la estación del ferrocarril a esperar a los músicos, que llegaban en el Correo; llevaban con ellos dos burras para poder transportar los instrumentos y el equipaje de los artistas, ya que habían de permanecer en el lugar durante los cinco días de celebración de la Virgen del Mallo. Como de costumbre, llegó el Correo con más de media hora de retraso. Se cargaron los bártulos y emprendieron todos el camino a pie, lo que no dejó de sorprender a los músicos, que pensaban existiría un camino vecinal y serían esperados con algún carro o tartana a falta de coche... A la comitiva se añadió un vendedor ambulante, venido de Jaca por la carretera hasta la estación, con su macho engalanado como cuando iba a Santa Orosia; este sí conocía el pueblo y sus caminos, pues venía todos los años con sus confites, sus galletas, sus almendras garrapiñadas..., y sobre todo con sus petardos y cohetes, sus confetis, abanicos de cartón y otros artículos de pacotilla... Aquel hombre hablaba hasta por los codos, dando detalles de todas sus correrías por las fiestas del Alto Aragón, a lo que añadía chistes y bromas que hicieron el camino menos largo y más llevaderos los tropezones con los zaborros y las torceduras de pies. Alcanzaban ya las primeras casas del pueblo, después de haber atravesado los olivares, cuando empezó el repique de las campanas, que fue aumentando a medida que el bandeo se aceleraba. Las cuatro existentes en el campanario, desde la pequeña hasta la de Santa Bárbara, soltaban al aire sus sonidos agudos, de fiesta, que el eco de los Mallos repetía, dando la impresión de una melopea que en aquellas ocasiones parecía sonar a gloria... (no hay que olvidar que para cada ocasión el repique era diferente: 30 campanadas para una misa ordinaria; 2 golpes de badajo para un bautizo, y lo mismo para una boda; 50 toques lentos, espaciados, para un entierro; solo se hacían voltear las campanas para anunciar la fiesta grande, como aquel día). Al igual que cada año, 8 ó 10 mozos de los más forzudos se habían subido al campanario y no paraban aquel bandeo durante media ho222

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ra; parecía como si quisieran despertar a la gente del pueblo del letargo en que vivían para que se prepararan a celebrar las festividades que desde los más remotos tiempos tenían lugar en esas fechas. Al ensordecedor bandeo se añadían los ladridos de los perros y los graznidos de cuervos y picarazas, que, espantados, acompañaban aquel «concierto» que hacía taparse los oídos a más de un vecino ante el temor de quedarse sordo... El vendedor ambulante, con su guasa habitual, gritó a la comitiva: —¿Los oís? Este repiqueteo es para advertir al pueblo de que llegamos. Nada, que ni los reyes tienen derecho a un homenaje semejante... A mí, lo que me anuncia esto es el buen plato de judías con oreja de cerdo que tendrán preparado en casa de Felipe... Como estaba previsto, empezaron las festividades al caer la noche con un pasacalles que interpretaron los músicos, acompañados por los guitarristas del pueblo y por toda una bandada de críos. En la comitiva iban el alcalde y algunos de sus concejales. Un par de horas antes los mozos se habían reunido en su sede; es decir, en la sala que había debajo de la Casa del Pueblo, allí donde se guardaban durante todo el año la máquina de porgar y los sacos de trigo cosechado en el «campo del lugar». Tras el pasacalles se dispuso la rondalla, compuesta de la orquestina traída de fuera, de Mariané con su violín, Angelé con su bandurria y el tío Pedro José con su vihuela, y Jesusé tocaría el triángulo para acompañarlos; todo ello siguiendo el plan establecido por Benito días antes. Salió la rondalla y sus acompañantes, entre los cuales había cuatro mozos que sostenían el mandil de lino blanco, mientras que otros dos llevaban un cesto de esparto, grande como un cuévano, para depositar en él los agasajos recibidos. Como dictaba la tradición, cada casa debía ser rondada con dos joticas y la despedida, y en aquellas donde residía una «zagala bailadora» la interpretación era doble. Cada vecino, siempre siguiendo las costumbres, habría de depositar una torta en el 223

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mandil o echarla por el balcón teniendo cuidado de no romperla —esta última era la verdadera tradición—; claro está, la importancia del regalo dependía de los medios que cada uno poseía, así que los mozos se encontraban con tortas de «todo calibre»... Empezaron las canciones por la casa del alcalde, como de costumbre, que agradeció como era debido aquel homenaje. De allí se fueron a casa del cura, aunque no llegaron a ella más que los músicos y cuatro críos... (normalmente salía el cura en persona a la puerta y les daba las gracias al tiempo que los bendecía, pero hacía ya dos años que las relaciones entre mozos y eclesiástico se habían enfriado de tal forma que este hacía depositar en el cesto por medio de su casera una torta de cazuela, la más barata..., y esto no agradaba ni un pelo a los mozos, que tomaban aquello como un insulto y un desprecio a los ideales republicanos de la mayoría, que nada tenían que ver con sus creencias cristianas...). De allí salió la rondalla hacia las primeras casas del pueblo, y poco a poco recorrieron las callejuelas dando rienda suelta a sus canciones, que, como cada año, iban dedicadas especialmente a cada casa, en relación con sus habitantes, y en particular allí donde había mozas, ya que las joticas ponían de relieve sus cualidades físicas: sus ojos, su boca, su pelo, su garbo, su elegancia, su talle, etc. Pero no digamos nada de las jotas que se dedicaban a la moza que, a decir del vulgo, era algo «ligera»; aquellas recibían las coplas picarescas, pero no indecentes, aderezadas por el tío Pedro José, que era el experto en tomaduras de pelo y alusiones osadas que hacían salir los colores a más de una... De todas formas nadie podía ofenderse, ya que en sus composiciones artísticas había de todo y para todos, como decían las viejas del lugar regocijándose cuando escuchaban aquellas estrofas... El cortejo que seguía iba aumentando a medida que se acercaban a la Casa del Pueblo, donde todo el mundo fue invitado a compartir las tortas con los músicos y los mozos, acompañado todo de un buen vino rancio que no cesaba de fluir del tonel colocado sobre una mesa. Allí se 224

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daba rienda suelta a los cantantes, bailadores, músicos..., y hasta los más graciosos —o que creían serlo— contaban chistes que con frecuencia pasaban de lo «verde». Avanzada ya la noche, el «mozo viejo» daba la orden de ir a dormir, teniendo en cuenta que a la mañana siguiente les esperaban la procesión, la misa y demás actos rituales en la fiesta de la Virgen. Amaneció el día de la Virgen y desde los primeros albores de aquella jornada el revuelo fue general en el pueblo. Órdenes, gritos, explicaciones y demás se dejaban oír a través de ventanas y puertas para poder atender a todas las bestias, que, aunque fuese la fiesta de la Virgen, bien tenían que comer y beber... Luego, en cada casa, los vecinos se aseaban preparándose para ir a oír misa y salir con la procesión conduciendo a la santa por las calles del lugar. No quedaba arca ni armario ni alacena sin revolver en busca de las vestimentas de cada uno, que pronto se esparcían sobre las sillas y las camas; las amas de casa andaban de cabeza dando órdenes a críos y grandes para indicarles las ropas que cada uno debería vestir, sin contar que ellas tenían una doble faena, pues era preciso preparar y poner junto al fuego cacerolas y pucheros con los guisos que agasajarían a los familiares y amigos a la hora de la comida. Esto último, con la Virgen del Mallo o sin ella, era la principal preocupación para alcanzar el rango de «buena casa» que cada una deseaba conquistar. En la calle ya se iban juntando los vecinos, cada uno luciendo su traje nuevo, o que lo parecía, con camisa blanca y corbata, que algunos se habían puesto una sola vez en todo el año, cuando habían asistido a una boda o algún entierro. Los zapatos nuevos crujían y resbalaban en el empedrado de las calles, y más de uno andaba ya cojeando porque le apretaban los que había adquirido cuando había saldos en la zapatería de Alagón de Ayerbe. Hacia las 9 todo el mundo estaba ya esperando en las escaleras de piedra sillar que permitían acceder al portal de la iglesia. Todo estaba 225

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ordenado: los músicos templaban sus violines y vihuelas, mientras que los joteros afinaban sus voces haciendo carraspear sus gargantas; los mozos que conducirían la peana con la Virgen iban con camisa blanca, pero remangados para soportar más fácilmente los esfuerzos que habrían de hacer; el mayoral o «mozo viejo» también esperaba que le fuese confiado el estandarte más importante de la iglesia, aquel que solo se sacaba con ocasión de las fiestas votivas del pueblo, llevado siempre por un joven viril y bien plantado. Las cuatro campanas de la torre hacía ya media hora que sonaban, poniendo fin a su melopea cuando el cura abrió de par en par las puertas del templo y dio entrada poco a poco a todos los feligreses presentes, que se colocaron en los diversos lugares de la iglesia: los músicos y los cantadores subieron al coro, y las mujeres, críos y viejos y los «no beatos» se quedaron en la nave. Las lámparas de aceite que colgaban del techo chisporroteaban sin cesar; los cirios y velas inundaban de luz vacilante el altar mayor; en un rincón se consumían los carbones que se habían encendido en el incensario, produciendo una humareda semejante a la boira de un día de invierno pero con su olor característico, mezclado con el de los ramilletes de rosas, que solo allí y en un día como aquel podía percibirse. Era «el perfume de la fiesta», como le agradaba decir al tío Pedro José. Por supuesto la misa se hizo a lo grande; era una misa mayor, cantada, en la que se entonaban cánticos en latín —o que sonaban a latín— que respondían a los del cura, bajo la dirección del tío Pedro José; los solos eran entonados también por él, con voz recia, estentórea, que parecía iba a hacer caer la bóveda de la iglesia sobre los asistentes. Terminó la misa y se puso en marcha la procesión: en cabeza iban el sacristán y cuatro monaguillos, uno de los cuales llevaba un Santo Cristo mugriento y carcomido; los otros seguían con los cirios o velas encendidos; seguía el pendón de la Virgen, o estandarte, llevado en alto por el «mozo viejo», y continuaba el cura sermoneando entre dientes algo que debía de ser una oración a la Virgen; tras él, la peana con la 226

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patrona del pueblo llevada por los cuatro mozos, que se balanceaban de un lado a otro debido al desnivel de aquellas callejuelas, que hacía pensar a más de uno cómo no se había caído nunca de la misma haciéndose añicos, de la misma manera que se caían las rosas y flores que la engalanaban al salir de la iglesia, pues ninguna regresaba a ella tras la procesión... («los milagros de la Virgen», como decía la abuela de casa Marión). Finalizado el recorrido, que duró más de una hora, la comitiva regresó a la iglesia pasando debajo del estandarte que el «mozo viejo» hacía volar sobre las cabezas de los devotos de aquel día de fiesta mayor, despeinando a más de uno o haciendo saltar al aire alguna mantilla de las mujeres... Allí el cura dio su última bendición general, que pocos escucharon debido al bullicio que ya se había armado en las escaleras; mientras tanto, dentro de la iglesia, el sacristán y tres mozas desataban a la Virgen del Mallo para colocarla en el lugar del altar mayor en que permanecería hasta el año siguiente. La leyenda de aquella estatuilla esculpida en madera de olmo era curiosa. Nadie conocía ni su origen verdadero ni su edad ni por qué se encontraba allí; era el verdadero mito misterioso de la Virgen, pues para la gente del pueblo había existido toda la vida... Se decía que había sido encontrada en una cueva de los Mallos, precisamente en el Mallo de Pisón, a cuya cavidad se había dado el nombre de «la cueva de la Virgen del Mallo», patrona del pueblo. Fue recogida por alguien y llevada a un lugar en lo alto del pueblo que servía de iglesia. La primera noche desapareció y fue encontrada a la mañana siguiente en su cueva; la volvieron a llevar a la iglesia y volvió a desaparecer, y esto durante varios días y semanas. Por fin construyeron una iglesia digna de este nombre —que continuaba existiendo— y la colocaron en el altar mayor, de donde ya no se marchó nunca más, aunque durante algún tiempo la encontraban por la mañana con la cara vuelta como mirando hacia el oeste, allí donde se situaba la cueva. Sin duda, a partir de entonces debió de calmarse porque nadie había oído contar peripecias de sus pa227

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seos nocturnos... Incluso al cura que ejercía entonces allí, que poco tenía de revolucionario, y al que los jóvenes trataban más bien de «reaccionario», le agradaba muy poco oír aquellas leyendas de la Virgen y concluía que al construir la iglesia algún eclesiástico había adquirido o mandado hacer la estatuilla de una Virgen y que se la había denominado la Virgen del Mallo, patrona de Riglos... Concluidos los actos religiosos, los mozos con la rondalla en cabeza acudieron a la cita que tenían en el único café del pueblo, donde se comunicarían las últimas directrices antes de salir a rondar a las mozas, como se hacía de costumbre. El «mozo viejo» tomó la palabra para dar las instrucciones a los componentes del «gasto»: —Bueno, zagales, ahora vamos a salir a rondar y cantar unas jotas en cada casa donde haya una «moza bailadora». Os pido que seáis correctos y tengáis buenos modales... Hay cuatro casas a las que han venido cuatro mózas de la ciudad, y como los parientes que viven en ellas nos han pedido si podrían ser agasajadas y llevadas al baile como las del pueblo pues lo hemos aceptado. En cambio, nada haremos por Josefina, ya que esta se tiene a menos de cortejar con un mozo del pueblo y se ha ido a Murillo de Gállego a buscarse un novio... ¡Que se vaya con él! Esta tarde ya lo sabéis, después de la partida de pelota en la plaza iréis de dos en dos a las casas de las chicas que se os han asignado para acompañarlas al lugar del baile, que como hace buen tiempo tendrá lugar en la era d'o Secretario. En el baile habréis de hacer saber a los forasteros que si desean bailar deben pedir permiso al «mozo viejo»; y a las mozas hay que advertirles que se les prohíbe hacerlo siempre con el mismo bailador, sea del pueblo o de fuera. Los tiempos cambian, es cierto, pero en el primer día de la fiesta yo quiero que conservemos las tradiciones que nuestros padres guardaron siempre; mañana y los días siguientes, que cada uno vaya a donde más le guste, es decir, que al que le guste irse al Centro Republicano a bailar con la música de la gramola que lo haga, esto ya no corre por nuestra cuenta ni forma parte de nuestras costumbres... Y, ahora, ¡arreando! 228

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La rondalla emprendió la vuelta al pueblo parándose solamente delante de las casas en que había chicas con edad de bailar, a las que cantaban dos joticas y la despedida, acompañados por los tres músicos contratados y el mejor cantante de todos ellos, que como se sabía era el hijo de la tía Generosa. De nuevo fueron obsequiados con tortas y dulces que se llevaron a su sede; en cuanto a los lamparazos de vino y las copas de anís, eso lo llevaban ya en el estómago... Hacia las 2 cada vecino e invitados se fueron a sus respectivas casas, donde les esperaban los guisos, los asados, los fiambres y el jamón, longanizas y chorizos, sin olvidar frutas, tortas y natillas, todo ello acompañado de los mejores vinos de casa guardados para aquella fiesta o traídos de la tierra baja, en particular de los Monegros. Las calles del pueblo quedaron desiertas por un buen rato, y al perfume de las flores y el incienso dejado tras la procesión dieron paso los olores a guisos y asados, que aumentaban el apetito de los que no habían «echado un bocau» desde primeras horas del día. Más de un forastero se quedaba perplejo al olfatear aquellos «bienes de Dios», como decía el cura en sus sermones. Si al principio los ágapes parecían sucederse en relativo silencio y tranquilidad, no tardaron en oírse conversaciones en tono más alto a medida que el vinico iba haciendo de las suyas, o sea, que hacía perder la timidez o la corrección y desataba las lenguas. No faltaban las fanfarronadas de unos y otros describiendo aventuras vividas (soñadas, la mayoría de las veces), siempre asuntos de «faldas», que hacían salir los colores a los carrillos de las amas de casa, mientras que otros la gozaban contando chascarrillos «verdes» que rayaban en la indecencia. Y no hablemos de las canciones que se entonaban en coro... ¡Qué lejos se estaba ya entonces de la «adoración de la Virgen del Mallo»! Y el ambiente subía todavía más cuando llegaba la hora de la sobremesa, acompañando el café con buenas copas de coñac y de anís o ron, sin olvidar el obligatorio puro de la fiesta, que era algo como un deber el encenderlo aunque no se tuviese costumbre. ¡Se era un hombre o no se era! 229

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Con esto, el observador tenía una idea de lo que suponía la sobremesa aquel día. Alrededor de las 4 de la tarde más de medio pueblo —los hombres, sobre todo— acudió a la plaza a presenciar la primera actividad deportiva de las fiestas, las partidas de pelota. Aunque esto ya figuraba en el programa de fiestas el tío Vicente, el alguacil y pregonero, había salido una hora antes dando trompetazos desacordados, debido a los lamparazos que se había arreado, seguidos del anuncio de aquellas partidas, aunque los únicos que parecían escucharlo eran los perros, que ladraban como condenados. Había varios equipos de dos y cada uno debería enfrentarse a otro en varias partidas haciendo una eliminatoria; el último día de la fiesta quedaría campeón el que más victorias hubiese logrado y marcado el mayor número de tantos a lo largo de aquellas eliminatorias. El apuntar los tantos incumbía también al tío Vicente, y a veces al tío Pedro José, que lo hacían sobre una hoja de papel de estraza traída de la tienda o sobre la losa enorme que había delante de la casa de Escaleretas. Aquel día excepcionalmente se escribiría en una hoja de cuaderno, a la izquierda el equipo «blanco» y a la derecha el «rojo» (sin que ello tuviera que ver para nada con las opiniones políticas). A su lado, tres porrones de vino clarete estaban esperando para saciar la sed de los contrincantes, aunque con frecuencia esto daba el resultado inverso; es decir, que cuando el jugador daba el manotazo en el aire para hacer rebotar la pelota lo hacía al vacío, sin tocarla. Las partidas no duraban mucho tiempo, ya que en pocos minutos las «rayas» llegaban a 25, que era el tope de cada partida; además, y esto era una curiosidad, la plaza no era llana, había piedrecitas pequeñas que hacían rebotar la pelota en el sentido contrario al esperado... Y no hablemos del frontón, que no era otra cosa que las fachadas de casa Generosa y de casa O Secretario, con sus ventanas y ventanucos que los bien adiestrados, conocedores del juego, buscaban para rematar sabiendo que al desviarse la pelota sería imposible agarrarla. 230

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Aquel primer día quedaron vencedores el maestro y el Manco, como ya se esperaba, siendo que don Manuel con su zurda y Amadeo con su derecha (la única que tenía, como se sabe) dominaban a los más jóvenes del pueblo. En cuanto a los forasteros que intentaban demostrar su destreza, salían de la plaza apaleados y «con la cola entre las piernas». No obstante, aquel día hubo discusiones acaloradas, ya que no faltaban jóvenes que reprochaban al tío Vicente el haber rayado «con tenedor» cuando se trataba de marcar los tantos del maestro... Algo de verdad sí que había, pero eran más los efectos de «haber empinado el codo» que los deseos de favorecer a don Manuel. Merece la pena explicar un poco el desarrollo de aquellas partidas de pelota. Los tantos ganadores se marcaban con una raya en el suelo o con un lapicero, cuando se hacía sobre papel, como aquel día; cuando era sobre la losa de la entrada se empleaba una piedra bien puntiaguda —como se ha explicado—, poniendo a la izquierda la letra inicial del primer equipo y a la derecha la del segundo. Por cada tanto ganado se hacía una raya vertical y cuando se tenían cinco la raya se trazaba oblicua, y así sucesivamente. Cuando se llegaba a cuatro señales, es decir, 20, se debía cantar: «¡Fulano y su compañero, 20; zutano y el suyo, 10!», o 14 ó 16, según lo que tenían. Y cuando se alcanzaban 24 puntos el «rayador» alborotaba con todas sus fuerzas: «¡24 y no rayo!», lo que era como decir a los perdedores que no les quedaba más que una solución: ganar el resto de los tantos. La última raya ya no se hacía, pues la partida había terminado y solo quedaba mencionar el nombre de los ganadores. Cuando se hacían trampas o se quería favorecer a un contrincante se inscribían un par de señales o más, y de ahí venía aquella expresión de «marcar con tenedor». Ni que decir tiene que aquello traía discusiones sin cuento, insultos, riñas y hasta algún mamporro cuando eran zagales jóvenes, a los que no les gustaba perder. Porque no hay que olvidar que siempre había apuestas y se jugaban las perras y el pago del vino bebido por todos los espectadores. Las apuestas no iban muy lejos, 231 Índice


cuando más se apostaba era unos 8 reales. Como se puede deducir, siempre había un ganador, no existían los empates: el que marcaba 25 era el vencedor, y nada más; los perdedores, a callar. Aquello de las trampas en el frontón era curioso y divertido cuando se oía a un vecino decir a su mejor amigo: «¡Granuja, tramposo! Ya no volveré a jugar contigo en toda mi vida», pero tres días después se les veía enzarzados de nuevo. Los más tramposos del pueblo —esto no era ningún misterio— eran el tío Pedro José y el sirio Vicente, que hacían con el juego de pelota exactamente lo mismo que en el café del pueblo cuando jugaban al guiñote y cantaban dos veces las 40. Esto hacía decir al tío Pedro José, con su permanente guasa: «¿Qué aliciente puede tener una partida de pelota sin trampas? Sería demasiado jauta, sin interés». Y continuaba: «No hay que olvidar que es necesario ayudar a los desafortunados, y para ello se impone el darles facilidades rayando doble». Así que el ganar una partida de pelota sin trampas era casi un triunfo conseguido ilegalmente. No solo estaban las rayas, sino los rebotes de la pelota dados por buenos o malos, las faltas en la raya, etc., que daban lugar a atribuir los puntos a gusto del «rayador». Una vez terminados aquellos juegos, salieron los mozos en busca de las chicas para acompañarlas hasta el lugar del baile, que aquel año afortunadamente tenía lugar en la era de casa O Secretario, puesto que el tiempo acompañaba claro y soleado y con una temperatura casi veraniega. De dos en dos se fueron los zagales a las casas que ya tenían designadas, donde les esperaban las chicas ataviadas con sus más bonitos y mejores vestidos, estrenados aquel día. Todas ellas fueron informadas por los jóvenes, que tenían pinta de pajes, como los descritos en los libros de historia antiguos, de las obligaciones que deberían cumplir en el lugar del baile, como ya se ha explicado. Al baile acudieron la mayoría de los vecinos, era el espectáculo gratuito. Allí estaban todos los críos haciendo barrabasadas y tirando 232

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cohetes. Y los casados, hombres y mujeres, que de tanto en tanto, sobre todo cuando la música tocaba un pasodoble, se sumaban al barullo de la juventud animando la fiesta con sus chistes y sus bromas, criticando a este o al de más allá que arrastraban los pies sin ningún ritmo. Solo los más cercanos a los músicos podían seguirlos, los demás continuaban entrelazados bailando un chotis en vez de un tango... Las abuelas andaban sentadas en sus sillicas traídas de casa y contemplaban el baile, al tiempo que de una a otra se relataban los de otros tiempos y las diversiones que habían tenido, sin olvidar los trances picarescos, que contaban en voz baja. Eran los días en que más la gozaban todas ellas, siguiendo a los bailadores y espiando hasta el menor detalle para comentarlo: «¡Rediós! Mira la fulana, cómo se agarra al mozo de casa tal, se ha pegado a él de tal forma que paice un sello de correos sobre una carta... ¡Jibo, cómo suda el pobre! Y lo bueno es que da la impresión de estar más apurado que un gato con un menudo». Y, como este, se sucedían los comentarios de todo tipo. Mientras tanto la mayoría de los abuelos estaban encerrados en el café del pueblo echando partidas de guiñote o de subastado, jugándose las perras que habían ahorrado durante meses y meses y vociferando como condenados cada vez que se arreaban un buen lamparazo de cazalla. La primera sesión de baile dio fin sobre las 9 y media de la noche, yéndose luego las gentes del pueblo y sus invitados a sus respectivas casas. Los músicos, sudorosos como si hubiesen pasado la jornada labrando campos, fueron acompañados a la que se les había reservado (en general, cada año era una diferente), según habían decidido de antemano los jóvenes del «gasto» cuando se reunía la junta para los preparativos de las fiestas. Y de nuevo empezaron las comilonas siguiendo los mismos ritos que se habían observado al mediodía. Aquello dejaba pasmado a don Manuel, que se preguntaba dónde podían meter lo engullido y bebido aquellos días. Eran verdaderos gargantúas, parecían insaciables... Cla233

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ro, en aquella crítica se incluía él mismo, pues por obligación al tener algún invitado o por «contagio» de los vecinos las fartallas no eran menos en su casa que en las de los otros... A las 11 daba comienzo de nuevo el baile, que no debía ir más allá de las 4 de la madrugada el primer día de la fiesta, para poder estar prestos a las 10 y media de la mañana, hora en que el cura llamaría con su repicar de campanas a todos los lugareños, y en particular a los mozos, para asistir a la misa que aquel día les era consagrada y a la que por tradición no podían faltar, aunque la mayoría no fuera a oír misa el resto del año. Lo de la misa de los mozos el segundo día de las fiestas le parecía a don Manuel algo paradójico, y más de una vez le iban y venían por la mente aquellos ritos y costumbres. Gente joven, influenciada por los acontecimientos nacionales y hasta internacionales, iban dando ya al traste con los comportamientos locales y tradicionales, con las formas de vivir, de vestirse y hasta de hablar; sin embargo, cuando se trataba de seguir las costumbres, aunque parecieran medievales se hacía todo por continuarlas como se había hecho siempre con inquebrantable respeto. «Se puede presumir de ser anarquista y recibir la bendición del cura el día de la misa de los mozos», pensaba sonriendo el maestro; pero pronto le remordía la conciencia, que parecía decirle: «¿Y tú? ¿Acaso con tus ideas progresistas no has hecho, y haces, lo mismo? Recuerda bien esto para cuando hagas alguna disertación sobre los hábitos adquiridos al paso de los años y los lustros». Se prometió no criticar ni hacer comentarios sobre el asunto. Así pues, fueron llegando a la iglesia las gentes pero con menos entusiasmo que la víspera, pues hay que decir que la falta de sueño, las rondas, las lifaras, etc., a lo que se añadía algún mal en los pies debido al calzado demasiado justo, o el «mal de riñones» producido por los excesos, frenaban los pasos y aumentaban la modorra. Primero se instalaron los mozos en el lugar que tenían designado debajo del coro aquel 234

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día, delante se pusieron los músicos y el tío Pedro José, indispensable para dirigir a los coristas en sus cantos; más adelante, en bancos y sillas, se colocaron los vecinos que habían acudido a venerar a la Virgen y, sobre todo, a honrar a los mozos y mozas del lugar y de fuera. Cuando cesó el ensordecedor tañido de las campanas empezó aquella que también era misa mayor, más importante, con más suntuosidad que el día anterior. Para darse cuenta de ello no había más que escuchar los primeros cantos del tío Pedro José, alzando la voz como si quisiera demostrar así la importancia de la ceremonia. La música acompañaba con algún pasacalles aquella misa mayor, y en particular cuando empezó el desfile de los mozos, que uno tras otro se llegaban hasta el altar mayor, donde recibían la bendición del cura tras haber besado la corona de la Virgen del Mallo. Hay que ser justos, todos no pasaron aquel día bajo la corona de la Virgen, hubo unos cuantos rezagados que discretamente evitaron presentarse ante el cura. El primero en hacer aquello fue don Manuel, que como de costumbre se aposentó en el fondo de la nave; es decir, no lejos de la salida, junto a la pila bautismal. Desde allí podía contemplar todo y a todos. Ni rezaba ni se santiguaba ni cantaba, ni siquiera se sentaba; contemplaba el espectáculo —como decía él— bajo la mirada inquisidora del cura, su adversario político y filosófico. Pero por nada del mundo se hubiese privado de aquellas misas de las fiestas; allí uno se sumía en otra existencia: la de lo místico para algunos, la de la tranquilidad y el sosiego para otros. Le agradaban hasta los olores producidos por cirios y velas, las lámparas de aceite y la descomunal araña suspendida desde lo alto de la bóveda de la iglesia, sin olvidar los efluvios característicos del incienso y los pergaminos de misales y otros libros del culto, así como los cuadros, retablos, vestimentas... ¡Hasta el humo que flotaba sobre las cabezas de los feligreses parecía esparcido por un ser poderoso! Olores característicos, a viejo, a antiguo, que evocaban inmediatamente los recuerdos de usos y costumbres de otras épocas, pero que todos, absolutamente todos, parecían incitar a la fiesta y al respeto de las tradiciones. 235

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Finalizada la misa, los jóvenes se fueron a su centro de reunión. Se repartió torta, que había sido bendecida, se «soplaron» varios porrones de vino rancio y la comitiva se puso en marcha (pero no en procesión como la víspera) para ir a rondar a las doncellas del pueblo siguiendo el programa establecido, recogiendo siempre lo que les ofrecían, como mandaba la costumbre. Continuaron luego las comilonas y demás agasajos como el primer día, pero ya con más calma y menos suntuosidad. Por primera vez aquel año se habían organizado algunas otras distracciones. En particular se había plantado un chopo bien liso y bien enjabonado con un enorme ramo de flores en la cima; de él colgaban también varios regalos, que iban del roscón al reloj o a alguna alhaja de pacotilla. Se debía trepar hasta lo alto descalzos (sin atarse un bencejo de esparto en los tobillos) y al que lograba llegar hasta lo alto se le obsequiaba con el objeto que había conseguido descolgar. Participaban los hombres de todas las edades, el concurso estaba abierto a todos, niños y viejos, pero eran sobre todo estos últimos los que más divertían a la gente. ¡Había que verlos intentar trepar por el árbol, luego de andar bien «alumbrados» por la bebida! Se subían hasta un par de metros y sin fuerzas para ir más arriba se deslizaban como rayos, dando con las posaderas en el polvo de la plaza. El alguacil, subido en una escalera de madera, enjabonaba de vez en cuando el tronco del chopo para hacerlo más resbaladizo. Los que menos lo intentaban eran los mozos, pues temían hacer el ridículo delante de la población y sobre todo delante de las mozas, que se mofaban de ellos; en cambio, los críos de 12 ó 14 años eran los que más destreza poseían, llevándose los regalos. De todas formas, se organizaba un verdadero campeonato por edades, y quedaba ganador el que más puntos había sumado. Los momentos cómicos eran cuando algún mozo bien acicalado y vestido con su traje nuevo se deslizaba desde lo alto y al caer rompía sus pantalones dejando ver los calzones y algo más algunas veces... 236

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Tras las proezas deportivas de subirse al chopo tuvo lugar aquel ario, también por primera vez, una sesión folclórica de bailes y canto de jotas. Era un grupo venido de los alrededores de Jaca y traído por cuenta del Centro Republicano que como se sabe se había creado en el pueblo. Se componía el grupo de dos bandurrias, dos laúdes, tres guitarras y un triángulo, que acompañaban a ocho bailadores —4 chicas y 4 chicos— y a una cantadora de jotas. Había sido el único grupo folclórico que aceptó la oferta de personarse en el pueblo, pese a que tenían que recorrer a pie los 5 kilómetros que separaban la estación del pueblo con sus instrumentos y sus bártulos en los brazos... Naturalmente, no era uno de aquellos grupos profesionales que solo actuaban en las capitales tras haber sido bien retribuidos; aquellos eran aficionados, puros defensores del folclore aragonés que iban tocando de pueblo en pueblo aunque tuviesen que dejar más de una suela de alpargata en los caminos. Ni eran artistas de alto rango ni lo pretendían; su único objetivo era distraer a la gente, al mismo tiempo que la gozaban ellos mismos comprobando que no se perdía el amor a todo lo relacionado con la tradición de la tierra aragonesa. Pedían poco dinero, lo justo para los viajes y para comprar sus atuendos: calzones, sayas, blusas, mantones, etc., así como las cuerdas con que reemplazar las rotas en sus bandurrias, laúdes y guitarras. Además tenían la certeza de pasarse un par de días buenos, con comilonas y agasajos solo hechos en aquellas ocasiones. ¿Qué les importaba, pues, el dinero? La mejor recompensa, lo sabían muy bien y así la concebían, era contemplar a la gente, satisfecha de su actuación. Primero dieron en la plaza del pueblo una sesión de baile y de canciones, en donde se pudo admirar la voz maravillosa de una zagala joven que sin duda alguna iba a alcanzar en poco tiempo notoriedad por su talento. Siguieron los concursos de mozos y mozas del pueblo y, como se esperaba, el hijo de la tía Generosa ganó por los varones, mientras que la Alicia lo hizo por las chavalas. Continuaron después los bailes antes y después de cenar, pero también aquel año con una novedad: se podía bailar en el Centro Re237

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publicano con la música de la gramola y su serie de discos, todo comprado pocas semanas antes por sus socios y por iniciativa de don Manuel, pero siempre manteniendo y respetando lo tradicional; es decir, que los bailes se hacían allí a horas diferentes de las de los espectáculos habituales del pueblo, pues una de las cosas por las que luchaba siempre era por mantener todas aquellas costumbres que en otros lugares se iban perdiendo poco a poco. El maestro quería diferenciarse precisamente de otros sitios conservando aquello que para él era una obsesión: bailes populares, coplas, rondallas, procesiones, misas, juegos, distracciones típicas..., haciendo así, o intentándolo, que ninguna de las tradiciones altoaragonesas desapareciera para siempre, enterrada por aquello que llamaban el «progreso». Al tercer día de la fiesta las distracciones, los bailes, las apuestas en el café o en el Centro Republicano empezaron a dejar ver el cansancio que invadía a las gentes del lugar, pero las fiestas de la Virgen eran sagradas, como ella, lo que obligaba a mantener las costumbres y a hacer que los invitados no se sintieran defraudados ni tuvieran motivos de criticar o denigrar la fiesta de Riglos; el puntillo lo exigía. Hubo misa, rondallas y baile; pero también hubo algo nuevo: la actuación teatral a cargo del «Grupo de Comedias», que tuvo lugar en la plaza del pueblo al atardecer y en la que fueron representadas algunas obras típicas aragonesas. El éxito fue tan importante o más que cuando se habían interpretado en la escuela; como prueba, las ofertas de participar en otros sitios que le fueron hechas a don Manuel por varios «mozos viejos» de pueblos de la Galleguera para cuando vinieran las fiestas de sus respectivos pueblos al año siguiente, en 1936. Algunos de ellos habían venido para ver el espectáculo, pues habían oído hablar del «teatro de Riglos» y de su maestro. El grupo folclórico también hizo su última interpretación, despidiéndose de toda la gente de aquel pueblo «que tan bien había sabido acogerlos». Al día siguiente, el cuarto, ya fue el «entierro» de la fiesta, como podría decirse. Debido a la proximidad de las labores de siega los que 238

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más ánimos tenían —aunque eran pocos— empezaron a preparar aperos e instrumentos para comenzar aquellas tareas. Un grupito de mozos dieron la última vuelta al lugar con la rondalla, hicieron lifara en la «casa del gasto», cantaron un par de jotas delante de casa del alcalde y se fueron por el camino de la estación a acompañar a los músicos, que tomarían el tren Correo que bajaba de Canfranc a las 7 y media de la tarde. Así se decía adiós a la Virgen del Mallo por aquel año... Por su parte, don Manuel abrió su escuela al mediodía, pero solamente una docena de chiquillos acudieron a clase. Todos se veían algo mustios, sin ganas de trabajar; incluso don Manuel sentía aquella modorra y se sentó en su sillón, dando cabezadas a los pocos minutos... Los forasteros abandonaron el pueblo. Unos por el tren y otros con las mulas y burras que los habían traído, todos regresaron a sus hogares, no sin antes haber apalabrado algún criado para San Miguel o haber discutido arreglos de casamientos entre jóvenes. Los mozos, por su parte, andaban por su sede pasando cuentas de todos los gastos que les había ocasionado la fiesta, aunque las sumas y multiplicaciones había que empezarlas dos o tres veces, tan embotado tenían todos el cerebro... Como todo se pagaba a escote recogieron el dinero de los presentes, apuntaron en una libreta lo que debía cada uno de los ausentes y procedieron al nombramiento del que sería el siguiente «mozo mayor» o «viejo», que llevaría a cabo las actividades de la institución del «gasto» y cuyo mandamiento duraría desde aquel mismo día hasta el año siguiente en las mismas fiestas de la Virgen del Mallo. Al día siguiente, el que podría ser llamado quinto día de la Virgen, don Manuel sintió necesidad de oxigenarse un poco, de sacarse de encima todos aquellos olores a tabaco, a vino y a alcohol que parecía habían impregnado hasta las paredes de las casas. Debía empezar la escuela como de costumbre, a las 9, y como se había puesto en pie a las 5 aún tenía unas horas por delante. Tomó su escopeta y se lanzó al mon239

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te subiéndose hacia el Mallo Colorau, por donde pensaba que encontraría alguna pareja de torcaces. Sabía sin duda que era tiempo de veda, pero la pasión por la caza era más fuerte que cualquier otra cosa. ¿Qué importaba?, nadie lo sabría. Tenía la convicción de estar actuando mal, aunque al mismo tiempo se decía: «¿Cómo evitar las malas costumbres, tan arraigadas en nosotros? Tendré que imponerme un día la necesidad de cumplir lo que predico en cuanto al respeto de la naturaleza. De todas formas he salido a pasearme, no a cazar... Además, si le tiro a una torcaz no tiene importancia, porque anidan varias veces al año». Lo que no se decía era que si un conejo o una perdiz le hubiese salido entonces delante de sus narices le habría sacudido una perdigonada, con veda o si ella... No cazó nada aquel día, ni siquiera un gorrión se le puso delante, visto lo cual desistió de ir más lejos y, acercándose al acantilado que dominaba el pueblo, se sentó sobre aquellas rocas grises conocidas por todos con el nombre de La Ralla, desde donde se divisaba no solamente el pueblo sino los llanos de Murillo, Agüero, Peña Ruega, la sierra de Santo Domingo y la de Luna, las parideras de Lacos y de Firé; y al fondo, saliendo de la garganta rocosa de Carcavilla, serpenteaba el río Gállego con sus brillantes y espumosas aguas. La verdad es que lo que desde allí se contemplaba constituía una maravilla de la naturaleza. La observación de aquellos lugares era suficiente para hacer desaparecer los problemas de todo tipo y levantar el ánimo, sobre todo para quitarse de encima el trajín de los pasados días de fiestas. Y qué decir si los ojos se paraban a admirar los tejados de cada casa, que era lo que más se divisaba desde aquellas rallas de 200 metros de altura: tejados bien alineados y lavados por las lluvias; chimeneas imponentes, como aquella de casa Felipe, la más grande del pueblo, y otras cuadradas pero macizas para poder soportar los ramalazos del cierzo en el invierno; huerticos bien cuidados, lindantes con las casas; las eras que rodeaban el vecindario... De algunas chimeneas ya salían pequeñas nubes de humo y otras empezaban a hacer lo propio, lo 240

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que quería decir que las gentes se iban levantando despacio, seguramente malparados por los excesos de la fiesta. Las contó, alrededor de 60 chimeneas lanzaban al aire aquello que parecía una nieblina y que, al no soplar viento ninguno, daba la impresión de un manto de seda finísimo: «las sábanas de lino que habían tejido las brujas durante la noche», como decía la abuela Cirila. Las contempló don Manuel y a cada una le dio un nombre, al tiempo que comentaba lo que debajo de ella, en el hogar, se estaba condimentando: «La María está friendo el tocino para el almuerzo, la Josefa está hirviendo la leche de cabra para sus críos, la Carmen está friendo unas sardinas de cubo con tomate para la comida de su marido al mediodía, la Rosario preparando la salsa de almendras, de ajo y perejil con que adobar el conejo que queda de la fiesta, la Felisa poniendo los garbanzos en el puchero para el cocido, la Joaquina preparando la sartenada de migas hechas con el pan que ha sobrado y que van a engullir sus seis ogros, la Paulina preparando las farinetas con chicharros y pan frito que almorzarán sus tres mozos...», y aún continuó enumerando nombres de manjares y de mujeres que cocinaban al mismo tiempo, a la misma hora y ante los mismos hogares lugareños. Así estaba cuando fue sorprendido por el campanilleo que sonaba allí cerca, avanzando hacia él rápidamente. No era el sonar de campanas de gloria tras sus meditaciones, eran las esquilas de las cabras del pueblo que el buenazo de José, el cabrero, arreaba hacia el monte como cada mañana a las 7. Otra de las ocupaciones cotidianas que cada vecino debía cumplir al salir el sol: ordeñar las cabras para vender la leche o darla a los cabritillos más arguellaus con el fin de ayudarles en su crecimiento, y luego dirigir todas las reses hasta la salida del pueblo, donde José las reunía en un solo rebaño. En cuatro zancadas llegó el mozo hasta la roca donde don Manuel estaba sentado. —Buenos días, don Manuel. ¡Cómo sabe usted aprovechar la hora y los lugares donde se goza de las virtudes de nuestra tierra! —ex241

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clamó el joven, todo ufano de saber emplear palabras grandilocuentes, para demostrar que el ser pastor no impedía tener buena instrucción. Don Manuel sonreía escuchándolo, porque sabía que era él quien le había enseñado todo lo que sabía en sus clases de adultos y dándole libros para leerlos durante las largas horas de pastoreo... —Oiga, don Manuel, ¿por qué viene por aquí con la escopeta? No se fíe ni un pelo de llevarla consigo en este tiempo de veda. Los civiles no se acercan en todo el año pero ahora, terminadas las fiestas, vendrán para meterse en lo que no les importa y consultar con el alcalde si todo ha ido bien. ¡Tenga cuidado! —Muy buenos días, José. Pues tienes razón. Después de tantos días de jaleos bueno es poder comulgar con la naturaleza. La lástima es que los humanos no sabemos apreciar ese bien que algunos llaman divino... —¿Quiere echar un trago? Llevo más de un palmo de longaniza que la Manuela me ha hecho freír hace poco rato y que huele a gloria... ¡Si hubiese visto cómo crujía en la sartén! —dijo el muchacho sabiendo que el maestro no aceptaría a aquellas horas, pero la costumbre exigía saber quedar bien, y sobre todo con el maestro. —No sé cómo os las arregláis para que todas vuestras conversaciones se reduzcan a lo relativo al estómago a cualquier hora del día... —agregó el pedagogo. —Mire, don Manuel, las cabras tienen prisa hoy pero un día hablaremos y disertaremos de la importancia que tiene el saber comer bien en nuestra tierra y el saber apreciar nuestros típicos platos. Le diré que para mí es una prueba de educación y de respeto a los invitados. ¿No le parece? ¡Ya hablaremos, yal... Y dando un silbido agudo, poniéndose dos dedos en la boca, salió a toda prisa detrás de su cabrería. Don Manuel le dijo adiós con la mano': Aún lanzó varias miradas en torno suyo contemplándolo todo; y, como se acercaba la hora de ocuparse de su «rebaño», salió con paso ligero en dirección al pueblo y a su escuela. 242

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Días de cosecha y otros lances

Todos los regocijos festivos habían quedado atrás y se acercaban las tareas más duras del año: las de la cosecha. Primero venía la siega, con la dureza que llevaba consigo, y luego la trilla, con sus jornadas de más de 20 horas de labor para poder almacenar el trigo o la cebada en el granero de casa antes de que las mojaduras del mes de agosto lo impidieran. Eran ocupaciones en las que debían arrimar el hombro todos los componentes de la familia, cada uno con arreglo a sus capacidades o posibilidades. Para todos había algo que hacer, «del agüelo al chicorrón», como se solía decir. Eran trabajos que no permitían demora y que debían finalizar, como la siega, antes de los primeros días de julio, evitando así que las mieses demasiado maduras se secaran y se quebraran las espigas al caer al suelo. Por este motivo existía desde antiguo la costumbre de contratar a obreros agrícolas venidos de Valencia y hasta de Murcia para hacer la siega con sus hoces. Estos jornaleros empezaban sus labores por el Bajo Aragón y, a medida que el clima iba dorando las mieses, iban subiendo hacia la montaña; es decir, que empezaban por los Monegros y poco a poco alcanzaban la hoya de Huesca y los contrafuertes de la sierra de Guara. Era en Ayerbe donde se concentraban algunas de aquellas partidas de segadores, instalados alrededor de la torre del reloj en espera de que algún propietario los apalabrara. Una tarde de aquellas de junio el señor José pidió a don Manuel que le acompañara a la mañana siguiente hasta Ayerbe a contratar segadores para su casa y varias más del pueblo que también necesitaban. 243

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Si el señor José llevaba consigo al maestro no era para discutir sobre jornales sino para pedirle consejo al hacer los contratos, que ya por entonces eran obligatorios, pues aunque no quería ser un explotador tampoco deseaba «salir trasquilado». A las 4 de la mañana se pusieron en marcha montados sobre las dos burras de casa, y a paso ligero, pese a los malos caminos, a las 6 ya estaban en la plaza Baja de Ayerbe, donde esperaban alrededor de 80 segadores llegados en el Rápido de la noche anterior. Hubo regateos, discusiones sin fin, gritos y blasfemias, pero eso era moneda corriente en aquellas situaciones. A don Manuel le daba vergüenza hallarse en medio de una «venta de esclavos», pero ¿qué podía hacer él en aquella ocasión? Eran las costumbres y los usos hasta entonces vigentes, y aunque él luchaba por una sociedad más justa, por el respeto hacia las personas y la solución de los problemas sociales, nada ni nadie podía impedir aquellos «tratos de amo a criado». Él solo procuraba allanar el terreno cuando había desacuerdos y buscar soluciones a los obstáculos que impedían llegar a un entendimiento, siempre en beneficio de unos y otros. No hubo grandes problemas aquel día, había que reconocerlo, debido a que el paro, los bajos jornales y otras dificultades obligaban a los pobres segadores a aceptar ofertas que en años anteriores hubieran desdeñado. Y con 16 segadores valencianos emprendieron el camino de regreso al pueblo. Pasaron por algunas de las propiedades del señor José para enseñar su cosecha a aquellas pobres gentes que lo mismo les importaba que fuera él el dueño o que lo fuera el diablo. El maestro andaba disgustado con su mal genio; aunque lo deseaba, no podía intercambiar conversación con ellos, y los veía como atados los unos a los otros con una cadena, como ocurría en las películas que había visto en el cine donde se mostraba lo que había sido la época de la esclavitud y los tiempos de «la trata de negros». «Aquí no son negros ni van atados con cadenas de hierro, pero están agarrados con las cadenas de la miseria, de la explotación, de los cuatro reales que van a ganar», murmuró en voz baja el maestro dándole una palmada a la burra para que fuese 244

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más deprisa. ¡Ponía cara de pocos amigos y no hubiera sido un buen momento para iniciar con él una discusión! Mientras tanto en el pueblo, en su propia casa, se estaba desarrollando la más increíble, la más indescriptible obra teatral jocosa, con su hijo mayor, el Ramón, como principal intérprete. Las cosas ocurrieron poco más o menos así: Debido a los problemas de salud que había tenido doña Rufina unas semanas antes, los maestros tuvieron que alquilar una casita del pueblo que estaba vacía para que ella pudiese tomar el sol en la terraza de que disponía. Al mismo tiempo, y para evitarle cansancios, apalabraron a una muchacha (una criada) del pueblo, Manoleta, que andaba por los 18 años, bien plantada y guapa, trabajadora y fogosa: una verdadera hembra montañesa de aquellas sierras. El hijo mayor de los maestros, el Ramón, que sin duda alguna se sentía ya un hombrecico, quedó cautivado por la belleza de la chica y empezó a piropearla y a gastarle bromas, sin malicia al principio, siempre apreciadas con satisfacción por parte de ella. Tal es así que acabaron enamorándose el uno del otro, pero con un amor místico que de día en día iba aumentando y que condujo a las reacciones lógicas que se producen entre dos seres de sexo opuesto... Besuqueos, caricias y otras pruebas de amor acabaron en los rincones del cuarto de desahogo o sobre la cama, como aquel día de marras... (que conste que estas eran las deducciones que los padres hicieron más tarde, porque la realidad exacta nunca la supo nadie, como suele ocurrir en trances similares). Doña Rufina aquella mañana se fue a abrir la escuela en espera de la llegada de su marido y dejó a Manoleta y a Ramón solos en la casa alquilada (Ramón pretextando un dolor de cabeza que desde la víspera le había impedido ir a trabajar a la estación, por lo que se había quedado en la cama). Los dos tórtolos, embriagados por el amor y convencidos de que la madre no regresaría antes de las 11, se revolcaron como gatos sobre la alfombra primero y sobre la cama después, tras haberse 245

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despojado de sus ligeras vestimentas. Los retozos y la fuga que ponían los dos «adversarios» eran tales que no se les ocurrió en ningún momento que podían ser descubiertos por alguien de la familia que llegase de improviso. Y es lo que ocurrió... Doña Rufina, venida de la escuela por unos momentos para ver cómo andaba su cocido, se encontró con aquel cuadro digno de ser reproducido por un pintor para exponerlo en un museo... Si no se cayó de-bruces al abrir la puerta y presenciar aquello fue porque tenía un carácter de acero templado y nada ni nadie, por duro que fuera el golpe, podía hacerla tambalear. Sin embargo, tuvo que rendirse a la evidencia: allí, delante de ella, sobre la cama y completamente «en pelotas», se hallaban los dos adolescentes en una posición inequívoca que nada tenía que ver con una partida de guiñote... Por mucho que pestañeara, allí estaban los dos poniendo en práctica aquella máxima de «¡ amaos los unos a los otros!», actuando, sin la menor duda, de la misma manera en que lo habían hecho nuestros padres eternos Adán y Eva en el paraíso en que Dios los había situado... ¡Sí, ya lo creo! Pero ni estaban en el paraíso terrenal (aunque a ellos así se lo pareciese) ni doña Rufina se mostraba dispuesta a aceptar aquello como una simple broma del destino. Agarró la escoba y cerró la puerta con llave, y mientras el uno intentaba ponerse el pantalón y la otra su vestido empezó a sacudirles escobazos al tiempo que los increpaba en voz baja, pues no quería que alguien pudiese oír lo que allí se estaba resolviendo. —¡Mala puta, zorra! ¡No tienes vergüenza! ¡Eres peor que una perra salida! ¡Mira que arrimarse a un adolescente, a un crío, para dar satisfacción a sus apetitos sexuales! ¡Esto es violar a un crío! —le decía la seña maestra sacudiéndole leñazos que la zagala trataba de esquivar como podía. Pero aquellos escobazos poca mella parecían ocasionarle, y la muchacha le contestó descaradamente: —¿Un crío? ¡Quizás de cara, porque por el resto no creo que tenga que envidiar a nadie mayor que él! Y, si nos queremos, nada puede 246

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hacer usted. Yo lo quiero, lo amo con todas mis fuerzas, y nos hemos prometido, nos casaremos tan pronto como sea posible... —continuó la joven con un desparpajo que hacía salir de quicio a la señora Rufina. Luego, cogiendo por su cuenta a su zagal, empezó a distribuirle su ración de golpes como si estuviera sacudiendo una almendrera en el mes de septiembre... —¡Canalla, sinvergüenza! Eres el deshonor de la familia. Nos quieres matar a disgustos atentando contra nuestra dignidad. ¡Qué vergüenza! ¿Cómo saldremos a la calle, sin poder levantar la cabeza con orgullo, como lo hemos hecho siempre, a causa de tu indigna conducta? —decía la madre continuando el vapuleo—. Vamos a ser la comedia del pueblo, todo Cristo se reirá de nosotros y de las granujadas que nos haces... —Pero, mamá, que nos queremos de veras, y si no me caso con ella me moriré de pena. ¡Prefiero desaparecer que vivir sin ella! No le pegue más, que el culpable de todo soy yo —continuó suplicando el zagal. —¿Ah, sí? El que te va a retorcer el pescuezo es tu padre cuando sepa la indignante conducta que has tenido, y luego te hará encerrar en una casa de locos o en un seminario... —seguía diciendo la madre. Y aquella frase sí que hizo estremecerse al Ramoncico... El manicomio poco le importaba, pero el Seminario le daba pavor; antes morir que dejarse encerrar en uno de aquellos centros, como a veces hacían las familias «honradas» para castigar a los revoltosos y desobedientes a las leyes dictadas por aquella sociedad burguesa. Y seguramente se decía: «¡Hostia, todo menos estudiante de cura, como mi primo Manolo, que ha tenido que dejarlo!». Como el tiempo apremiaba y era necesario acudir a otras tareas, allí dejó encerrados doña Rufina a la Julieta y a su Romeo, pero en habitaciones distintas, temerosa de que empezaran de nuevo sus cursillos de fisiología. 247

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A media mañana llegó don Manuel a la escuela y doña Rufina discretamente le expuso el asunto ocurrido pocas horas antes. ¡Un mazazo en la cabeza no lo hubiera hundido de igual modo! Se vio deshonrado, ridiculizado, señalado con el dedo por las gentes, que se mofarían de él y pondrían en duda su moralidad y conducta, que no había sabido inculcar a su barrabás de hijo. Durante algunos instantes pensó que tendrían que abandonar aquel pueblo y marcharse lejos a esconder su vergüenza. Al mediodía soltaron a los críos y se fueron a la nueva vivienda para pedir cuentas a los dos reos y buscar una solución al problema. A la zagala solo le lanzó el maestro algunos «adjetivos calificativos» — como decía su mujer cuando insultaba a alguien—, pero a su descendiente le arreó una fenomenal paliza acorralándolo en un rincón y sacudiéndole trallazos con su cinturón, algo que jamás había hecho, pues empleaba siempre otras formas de castigo cuando este hacía alguna picia. Doña Rufina le suplicó que interrumpiera aquel vapuleo para intentar solventar tan triste asunto con la calma necesaria, buscando una salida justa y razonable; pese a todo, era su espíritu de mujer y de madre el que imperaba. Ella ya tenía en su cabeza lo que pensaba podía ser la mejor solución, que llevaría a cabo de forma secreta. —He pensado lo siguiente: la voy a llevar a su casa y que la encierre su madre sin dejarla pisar la calle para que no se vaya de la lengua con las vecinas. Como su madre es algo desustanciada y de pocas luces, le haré comprender que debemos llevarla a Huesca a ver a mi tía Josefa, la comadrona, para que la examine. Porque, ¿quién sabe cuántos días hace que duran estas sesiones? Según lo que nos diga la tía Josefa la conduciremos a El Frago a casa de su prima hermana, que vive allí y la acogerá con gusto, sobre todo sabiendo que es trabajadora como una burra. ¡Que san Antonio quiera que no esté embarazada! Al zagal a ti te compete enderezarlo, si es que existe alguna posibilidad, y que no chiste en ninguna parte. 248

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—No te preocupes —la atajó el maestro—. Él corre de mi cuenta, y mañana por la mañana irá a segar junto a los valencianos que hemos traído de Ayerbe. Lo mandaré a que el señor José lo enderece obligándolo a segar, dar gavillas y hacer fajos como los otros. Tal como se había convenido, la zagala fue llevada a casa de su madre, a quien doña Rufina inculcó la lección, tan bien expuesta y explicada que ni aun el padre supo lo que había detrás de aquel ir y venir. Es verdad que bastantes ocupaciones tenía ya el hombre con la siega que iba a empezar y las labores que ello llevaba consigo. Don Manuel, por su parte, ordenó a su hijo que permaneciera encerrado el resto del día, asegurándole que hablaría con el señor José para que fuera como segador a sus campos al día siguiente. Aquella misma noche lo hizo, y le pidió que no se dejara impresionar ni tuviera piedad con el chico aunque se lo pidiera de rodillas... Y como el señor José era de armas tomar, que más de una vez había obrado así con sus zagales, no pidió ninguna explicación, y menos a don Manuel, que para él poseía todas las virtudes y, lógicamente, las indiscutibles razones. ¡La disciplina era la disciplina, y nada más! Poco durmieron aquella noche el maestro y su compañera, comentando y discutiendo los problemas que les traía aquel rompecabezas suplementario, como si no hubiesen tenido bastante con los que la vida cotidiana les prodigaba. Doña Rufina se pasó la noche rezando e invocando a san Antonio, que era su santo predilecto (desde su cama podía ver la estatuilla de escayola en su urna de cristal, al fondo del dormitorio). Centenares de veces le pidió que les ayudara a salir de aquel atolladero (y pensar que aquel santo era al que pedían las mozas casaderas que les proporcionara un novio para no quedarse solteronas...). A las 5 de la mañana el maestro llamó a su hijo, lo hizo vestirse con sus pantalones de pana remendados y su camisa vieja deslucida por el sol, ordenó se pusiera unas abarcas que el tío Pedro José había confeccionado días antes y, tras haberse comido un huevo frito, salieron en 249

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dirección a la pardina de Firé, donde se situaba el campo que iba a ser segado aquel día. Casi al mismo tiempo llegaron los valencianos y todo el personal de casa, hasta el abuelo, que venía montado en su burrica para ayudar en lo que pudiera. Don Manuel se acercó al dueño de la finca y en pocas palabras, en voz baja, le hizo algunas observaciones que sin duda tenían relación con la conducta a seguir con «el rebelde», pero sin dar la mínima explicación. De todas formas, como he dicho, no necesitaba darlas; era una resolución tomada por el padre del zagal y no había por qué hacerse preguntas: una decisión como aquella no podía ser más que justa, lógica, y poco importaban los motivos que le habían impulsado a tomarla. Conclusiones no sacó ninguna el señor José, aunque conjeturas no le faltaron, pero estaba a mil leguas de adivinar de qué se trataba... Dijo adiós el maestro a todos los presentes, menos a su hijo, y con paso ligero se dirigió hacia la estación del ferrocarril para explicar la ausencia «durante las vacaciones de verano» del zagal, que como se sabe trabajaba allí como aspirante. No hubo problemas, ya que no era titular de la Compañía y podía ausentarse en cualquier momento. El jefe de la estación y el guardagujas sintieron la consiguiente curiosidad pero no la manifestaron, pensando que aquello era un asunto entre padre e hijo. Lo que no les impidió hacer algunas deducciones y los dos sospecharon de inmediato que aquellas «vacaciones» algo tenían que ver con los negocios que ellos mismos y otros ferroviarios llevaban entre manos, y de los cuales el adolescente también participaba: venta de mecheros, piedras de encendedor, novelas ideales de carácter anarquista, etc., pero sobre todo pensaron en aquellas ventas que hacían de algún librico más o menos pornográfico y de ciertas colecciones de fotos que se vendían a escondidas, traídas de Zaragoza por los mozos de tren. Aquellos negocios, hay que decir la verdad, permitían al zagal traer a casa más de un duro, que «buena honra hacía», como decía doña Rufina. ¡Si hubiese sabido su origen! Los mecheros, boquillas para fumar, piedras... eran tolerados por los padres, se trataba de un comercio 250

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honrado; pero con las fotos era diferente, había que guardar un secreto total. Para justificar sus cuentas y la procedencia de las pesetas de aquellas ventas clandestinas, el granujilla explicaba en su casa que había facturado el doble de paquetes (de los que percibía un porcentaje) o que había logrado vender medio cordero de casa El Jabonero a ferroviarios que se lo habían encargado unos días antes. Los negocios limpios se toleraban en casa, ¡pero la que se hubiera armado de saber los padres la realidad de los otros! Entonces sí que no se hubiera escapado del castigo supremo evocado por el padre: encerrarlo en un seminario. En Firé se quedó el zagal para empezar la labor junto a los otros segadores. La discreción del señor José fue total, no le hizo ni una sola pregunta para intentar conocer el motivo de aquella resolución tomada por su padre. ¡Claro que sabía muy bien que no sacaría nada limpio! Incluso a los valencianos lo presentó como un segador más, necesitado de algunas perras para poder ir a las fiestas de San Lorenzo de Huesca y a las ferias de Ayerbe en el mes de septiembre. El chaval ya tenía nociones de cómo se efectuaba la siega, todos los críos de un pueblo como aquel sabían hacerlo. Por ello no se sentía acobardado; al contrario, quería demostrar que frente a la desgracia de sus amores «un hombre macho no debe llorar», como decía aquel tango de Carlos Gardel... El señor José le dio algunos consejos de cómo debía ponerse la zoqueta y empuñar la hoz, así como de la altura en que había de dejar el rastrojo una vez cortada la mies. No olvidó hacerle recomendaciones sobre el peligro que había si no se tenía cuidado cuando se agarraba el manojo de mies y se segaba con la hoz con gesto rápido. La zoqueta era el utensilio necesario para evitar llevarse los dedos por delante, constituía la protección principal y ningún segador, por advertido que fuera, hacía aquellas labores sin ella. Colocó, pues, la mano izquierda en aquel utensilio pasando el dedo pulgar por el agujero, se ató en la muñeca las tiras de cuero que lo 251

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sostenían para no perderlo y, tomando la hoz con la derecha, empezó la tarea como los demás. Todo el mundo lo observaba de soslayo y podía adivinarse más de una sonrisa en las caras de los valencianos, sobre todo al ver que su tajo se quedaba atrás... Apretó los labios y se mordió la lengua con rabia, y con el ahínco de un buen aragonés arremetió sin detenerse ni para coger aliento, de manera que media hora después era él quien andaba delante de los otros. Cierto que el amo lo había colocado en la parte del paco, allí donde había más costera y, por consiguiente, la mies era menos alta que en el resto del campo. Cuando «hicieron de las diez» pudo contemplar sus manos, que estaban rojizas de la sangre de aquellas heridas que le producían las pajas del rastrojo (tras haber sido cortadas con la hoz quedaban como navajas de punta), pero las ocultó para que nadie viera aquello y se diera cuenta de lo que sufría. Los demás estaban acostumbrados y en sus manos callosas y duras no se producían los mismos efectos. ¡Como castigo, era un soberbio castigo! Su padre no podía haber inventado otro mejor, pensaba apretando los dientes para no llorar. Cerca de las 12, cuando el sol caía vertical, empezó a desfallecer y no dudaba ya de que tendría que abandonar aquel suplicio diciéndole al señor José que no podía más y no le quedaban fuerzas para continuar. Pero, ¿y la dignidad?, ¿y el puntillo de mostrar que era un hombre?, ¿qué diría en el pueblo si se rajaba?, ¿qué opinión tendría de él la Manoleta cuando supiera que se había acobardado y que solo en la cama había sabido demostrarle que era ya un mozo? «Tira p'alante y demuestra que eres un hombre», se decía, mientras se escupía en la mano derecha para empuñar mejor la hoz y que no se le fuera de las manos. Las gotas de sudor le habían empapado ya la camisa y el pantalón, tras haberse deslizado por su cara. El señor José debió de darse cuenta de aquella situación y le ordenó que dejara la hoz, pues andaba adelantado, y le acarreara gavillas, ya que su hijo no le daba abasto para ir haciendo los fajos, que ataba con un bencejo de esparto. Luego le ordenó tomar el botijo e ir hasta la fuente d'o Riu para traer agua fresca a los 252

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segadores. Aquello fue un alivio. Cuando llegó al manantial metió las manos en el pequeño remanso que hacía el líquido, salido como un ibón del fondo transparente. Fue entonces cuando pudo comprobar que tenía las manos hechas trizas, con cortes, pinchazos y rasguños de todo tipo. Llegó la hora de la comida y «los de casa» se fueron a cobijar debajo de una carrasca, mientras que los valencianos se colocaron detrás de un paredón para protegerse del sol implacable. Los unos comían la comida preparada por la seña Francisca, en tanto que los otros sacaban de su modesta alforja un corrusco de pan seco, un par de sardinas de cubo, un trocito de tocino blanco y una cebolla; en ello consistía su banquete... Solo el vino les era dado por la casa, y Ramón aprovechó aquella oportunidad para llevarles la bota y echarse a escondidas varios «chorricos» sobre sus manos con el fin de que el alcohol le desinfectara los rasguños y cortadas. Durante algunos minutos el escozor producido fue tal que le hizo ver las estrellas en pleno día. La comida, estupenda por cierto, como se hacía en los momentos de la siega en cada casa, acompañada de unos cuantos lamparazos de aquel vino tinto guardado en un tonel para la ocasión, le reavivó el cuerpo y el espíritu. Además nadie parecía sorprendido de verlo allí, ni aun los de casa, y nadie le hacía el menor reproche ni le gastaba bromas socarronas; daba la impresión de que para todos aquello era una cosa normal. Así, emprendió de nuevo su labor, unas veces segando, otras dando gavillas y hasta poniendo los fajos de mies en fajinas. Al anochecer el señor José y su familia montaron sobre sus burras para regresar al pueblo; él, con los valencianos, tendría que dormir en la paridera de Firé, sobre la paja, y a tal efecto le dieron un mandil como a los demás para protegerse del frío de la noche y de las liestras. Cenó con los otros trabajadores un buen plato de patatas hervidas con un poco de sebo de cordero y un trozo de chorizo que la seña Francisca les había dejado, todo cocido en una olla colocada sobre los trébedes que había en el hogar de la pardina. Lo que le sorprendió mucho fue ver la 253

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gentileza y el afecto con que lo trataban todos, evitándole esfuerzos y trabajos de cualquier tipo, como si hubieran sido conscientes de los apuros que estaba pasando, pero siempre guardando silencio y sin hacer la menor pregunta. Dos candiles enormes alumbraban aquel recinto que servía para todo, según la época: de pajar todo el año, de almacén de herramientas, de dormitorio sobre la paja, de comedor, como aquel día, etc. Al resplandor de aquella luz oscilante de los candiles el adolescente pudo fijarse bien en aquellas caras curtidas por el sol y los vientos; semblantes de duros trabajadores que llevaban a cabo tareas ingratas para ganar algunos reales con que hacer vivir a sus familias, dejadas allá en la región levantina. Y él, que se sentía desgraciado y abandonado, empezó a reflexionar sobre lo que podía ser la vida de una familia en un lugar lejano, la existencia cotidiana de unos zagalicos sin el cariño del padre y quizás pasando hambre o no comiendo lo necesario cada día. Todo, todo pasó por su mente pensando en aquellos seres que en varias épocas del año se quedaban solos, medio abandonados, debido a aquellos desplazamientos a que la búsqueda de trabajo les obligaba. Pese a las estrecheces y dificultades que allí en su pueblo pasaba la gente, no tenían comparación con las que sufrían las familias de aquellos hombres, empezando por la falta de cariño y amor. Allí en el pueblo cada crío, cada adolescente podía disfrutar de la presencia de sus padres, gozar de juegos y placeres correspondientes a su edad, mientras que allá, a varios centenares de kilómetros, el único momento de felicidad sería cuando regresaran los padres con cuatro perras gordas en el portamonedas. Le pasaron por la cabeza todas las luchas que su padre fomentaba cada día intentando denunciar aquella sociedad injusta, cruel y despiadada que pisoteaba los mínimos derechos humanos. Poco sabía de política, pero debido a las actividades del autor de sus días, de las conversaciones escuchadas, de la participación en reuniones de los jóvenes anarquistas, iba ya haciéndose una opinión acerca de la explotación de los obreros y campesinos en toda España. A la luz de los candiles, que 254

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hacía la visión más triste, iba observando el rostro de cada uno de los segadores. ¿35 años?, ¿40? Era difícil ponerles una edad e incluso adivinar si eran casados o solteros. Caras ceñudas, tristes, sobre un cuerpo enjuto y ya encorvado por el exceso de trabajo y los sufrimientos, caras que denotaban preocupaciones diversas ante un porvenir oscuro que era el tema principal de sus conversaciones, sobre todo al analizar la situación social de la agricultura española. Estaba el zagal rencoroso contra su padre, aún le dolían los riñones de los zurriagazos recibidos, pero ¡qué justo era aquel padre que consagraba toda su vida a defender al malparado y explotado! Y aquella noche, que pasó casi en vela escuchando a los ratones que corrían por el granero, tomó la decisión de seguir la misma ruta que su padre. Al amanecer, pese al cansancio y a las cortadas en las manos, se sintió animado, con una moral a toda prueba y dispuesto a ver la vida de otra forma a como lo había hecho hasta entonces. Le vino a la mente aquella historia que tantas veces su padre le había leído, máxima filosófica entre las que más: «Cuentan de un sabio que, un día, tan mísero y pobre estaba que solo se sustentaba de unas hierbas que cogía. "¿Habrá otro —se decía— tan pobre y mísero como yo?". Pero la respuesta la halló cuando, volviendo la cabeza, vio que otro sabio iba cogiendo las hierbas que él había arrojado». Era algo que se le había quedado bien grabado en la sesera... Hasta el recuerdo de su adorada Marieta parecía ir esfumándose. Empuñó la hoz el primero de la cuadrilla y arremetió segando la mies al tiempo que pensaba que a todos aquellos señoritos parásitos, creadores de tanta injusticia, bueno sería obligarles a realizar aquellos trabajos para que aprendieran a tener nociones de lo que eran los derechos humanos y el respeto de las personas, para que cada uno pudiese vivir decentemente en una sociedad justa. Cuando se pararon para «hacer de las diez» se preguntó, sintiendo como un cosquilleo interior: «¿Y qué pasará en el pueblo?». Pues en el pueblo se iba poniendo en marcha el plan elaborado por 255

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doña Rufina. Dos días después, disimulando para que nadie se percatase de nada, salieron en el Correo de la tarde la Manoleta y su madre como si hubiesen ido a hacer compras a Ayerbe, lugar para el que cogieron billete, aunque luego —siguiendo las órdenes de la seña maestra— tomarían otro para Huesca. Doña Rufina salió en el Rápido de la mañana siguiente y se juntaron en la estación de la capital, lugar de la cita, y de allí se dirigieron directamente a la casa de la tía Josefa, la comadrona (era en su domicilio donde se hospedaban los maestros cuando iban a la ciudad). En cuatro palabras puso al corriente a su tía de los acontecimientos, sin olvidar un solo detalle, lo que parecía regocijar a la comadrona, que con socarrona actitud mostraba su admiración por aquel mocoso capaz de haber conquistado a una mocetona bien plantada y guapa como lo era aquella que tenía enfrente: —Bueno, en resumidas cuentas lo que queréis saber es si está o no embarazada, y en caso afirmativo qué podemos hacer para sacarnos de encima el «encargo», ¿no es así? —añadió la comadrona, que al decir de la gente tenía también algo de curandera y hasta nociones de lo sobrenatural, aunque solo fuera para hacerse pagar bien sus consultas... Y luego, volviéndose hacia la moza, le dijo: —Tú, picaraza, que paices más desustanciada que un plato de guijas sin sal, te quedarás aquí conmigo durante tres días para poder observarte bien. ¡Mira que atacarse a un pobre zagal como mi sobrino! Aunque se ve que tienes buen gusto, pues el Ramoncico es el mocer más majo de la provincia... La madre de la Manoleta, con su candidez de mujer del campo que desconoce todos los misterios del ser humano, le preguntó: — Siña Josefa, cúrela, por Dios. ¿Cree que se puede morir mi chica con estas oservaciones? La señora Josefa soltó una carcajada monumental. Se esperaba todo menos una pregunta inocente como aquella. La agarró por los hombros y, zarandeándola, le dijo: 256

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—¿Tú has visto a alguna moza morirse por haber andado con un hombre? ¡Anda, pazcuata! Si fuese así los cementerios estarían llenos de tumbas de mujeres, y en general es al contrario, son los hombres los que se mueren antes... Vete a casa y cuando haya terminado mis observaciones ya vendrás a recogerla, y no te preocupes, que todo andará bien y podrá empezar de nuevo. Pero no con mi sobrino, ¿eh? En cuanto a ti, Rufina, te quedarás aquí conmigo para echarme una mano si fuera necesario. Y casi empujándola puso en la calle a la pobre mujer, que tomó el tren aquella misma tarde, tranquila ya y pensando solamente que al día siguiente podría dar gavillas a su marido, que ni siquiera se había preocupado por no ver a las mujeres en casa. Posiblemente pensaría que si no estaba allí es porque realizaban algún trabajo extraordinario en casa d'o maestro. La tía Josefa se encerró con la moza en su «sala de consultas» y empezó con sus famosas «observaciones», luego de haberle hecho tragar a la Manoleta varias tisanas y pociones de su fabricación personal. Empleaba a ciencia cierta los métodos ancestrales de aquellas curanderas de la montaña que, a decir de las gentes, les eran transmitidos por las brujas, con las que tenían buen trato, y que lo mismo curaban un brazo roto por un par de coces recibidas de un macho que la esterilidad de una casada o la impotencia de algún marido que les confiaba a ellas lo que no osaba hacer a un médico... (Lo curioso del caso de la señora Josefa era que tenía un hijo médico ejerciendo en el Hospital Provincial, contrario a la terapia de curanderos y charlatanes). Dos días después la señora Josefa anunció a su sobrina que no había motivos para alarmarse: —La zagala no está embarazada. Tengo la impresión de que tu hijo es más espabilau de lo que parece. Puedes llevártela con la seguridad de que la aventura con su Romeo ha terminado bien. Pero, al tanto, que pueden empezar de nuevo... 257

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Como doña Rufina no tenía la garantía absoluta de que la madre de la chica se la llevara a El Frago, decidió hacerlo ella misma de inmediato. Apalabró un taxi de Huesca y en pocas horas se presentaron en aquel pueblo que guardaba cierto parecido con el de Riglos; es decir, que no tenía carretera, pues solo un camino pedregoso unía el lugar a la carretera de Biel, que atravesaba la sierra Carbonera. La llegada de las dos mujeres no causó ninguna sorpresa, sabían que servía en casa del maestro y no les extrañó que fuese doña Rufina quien la condujese. Pensaban que si la llevaba allí era porque se encontraba algo «malucha», como les explicó la señora: «no hay más que mirarle la cara para darse cuenta de que algo tiene, pues se la ve pálida y desganada». Todo estaba en orden, no parecía haber la menor preocupación por su caso y allí se quedó. Con el mismo taxi regresó la maestra. Pasando por Ayerbe y tomando el Correo, se presentó en casa al anochecer acompañada por el sirio Vicente, el cartero, que se quedó extrañado de verla llegar a aquellas horas (aunque le hizo muchas preguntas, se quedó con las ganas de saber qué ocurría). Una vez en el pueblo se fue a ver a la madre de la zagala y le comunicó las últimas noticias,recordándole que guardara el secreto, sobre todo teniendo en cuenta que el asunto se había resuelto con total satisfacción. Don Manuel escuchó también el relato de aquellas peripecias llevadas a bien por su compañera y lanzó un profundo suspiro, situación que aprovechó doña Rufina para pedirle indulgencia para el hijo y que le levantara el castigo. Pero el maestro no la dejó terminar: —¡No, cumplirá el castigo que se le ha impuesto y hasta el final de la trilla seguirá con el señor José! Así pasará sus vacaciones y su veraneo. ¿Te das cuenta de los sinsabores que nos da y de los dineros que nos ha hecho gastar? Me pregunto si lograremos enderezarlo un día. Pese a los consejos, las advertencias, la buena educación que le damos, y el respeto al prójimo que le inculcamos, no hay manera de sacarle de encima el diabólico carácter que tiene. Recuerda bien sus travesuras pasadas: a los 7 años, cuando traía a casa la escopeta que le confió el Ba258

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tanero, le pegó dos tiros a la iglesia de El Puente; a los 9 fue detenido por la Guardia Civil tras haber apedreado la central eléctrica del Puente Sardas; a los 11, cuando era monaguillo, se bebió la mitad del tonelico del vino moscatel que tenía el cura para celebrar la misa y agarró una curda que por poco se nos va al otro mundo, y encima el cura quería llevarnos a los tribunales...; a los 12, para no ser agarrado cuando andaba robando cerezas en el huerto de Felipe, se dejó caer de lo alto del árbol, de 8 metros lo menos, sobre la balsa de Bernardo, de manera que así escapó de las manos del guardia jurado y de su adjunto, y a los 15 nos hace la barrabasada que acabamos de soportar... Así que me pregunto: «¿Qué nos reservará para cuando tenga 17 ó 18 años?». ¡Es un verdadero descendiente del demonio, si es que este existe! ¡Es indócil, temerario y atrevido!

Aún iba a seguir quejándose de la conducta de su retoño, pero su esposa lo atajó: —¿No crees que si es así es porque lo trae de alguien? ¿Quién lo ha concebido y le ha dado vida? ¿No crees que si es indómito tenemos los dos algo de responsabilidad? ¿Te das cuenta de que por poco nos hace abuelos a nuestros 40 años? —terminó diciendo la señora Rufina con ironía e incertidumbre. Y, adelantándose hasta el fondo del comedor, se acercó al lugar donde estaba la estatuilla de escayola de san Antonio de Padua, colocada dentro de una urna de cristal que había en la rinconera. Se santiguó y, dirigiéndose al santo, como si este la escuchara, le recitó lo que parecía ser una oración: «Gracias, san Antonio, nos has salvado de la deshonra y sin duda alguna de tener que salir del pueblo este al que tanto queremos; y, quién sabe, quizás del calvario de tener que emprender una nueva vida y soportar el fardo de las desdichas». Don Manuel sonreía escuchando aquellas conclusiones, bien diferentes de las cómicas que habían comentado momentos antes, pero considerando que iban más allá de la realidad. Como respetaba sus creencias no le opuso ningún razonamiento, solo le hizo algunas observaciones: 259

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—No creo que san Antonio tenga los poderes que le otorgas, pero sí que es cierto que hemos salido de un atolladero peliagudo que, bien reflexionado, podía habernos puesto en la situación por la que han pasado otros: la deshonra y el exilio. Lo curioso del caso era que en casa de la Manoleta se evocaba aquel percance pero de otra forma. Pasados los primeros momentos y las angustias que le procuró aquel disgusto, la madre de la chica, tranquilizada por las medidas tomadas por doña Rufina, sin olvidar la dosis de inconsciencia que conllevaba su falta de cultura general, se quedó tan tranquila esperando que «el cielo despejara», como se decía comúnmente. Rezó oraciones incluso a la Virgen del Mallo, preguntándose qué debería pedirle; pero los rezos no le parecían suficientes si no iban acompañados de aquellos rituales bien arraigados entre las gentes de la sierra. Como la abuela de casa no conocía la «enfermedad» que sufría su nieta, salvo que padecía de dolores de vientre, quiso meter baza en el asunto y recomendó a su hija que preparara una cocción de hierbas y flores silvestres. Había que meter la cabeza bajo el agua dentro de una vasija y rezar sin sacarla de ella. Así lo hicieron, y con las hierbas que la zagalica pequeña había traído (romero, cenojo, ruda, saúco, hierbabuena, menta y otras plantas) prepararon una calderada que, una vez hervida y mientras se mantenía tibia, permitió que cada una de ellas, por turno, pudiese recitar las avemarías y los padrenuestros que se había impuesto. Aquella terapia, que se preguntaba uno de dónde procedía, se apoyaba por un lado en la creencia en la historia sagrada y en Dios y, por otro, en la creencia en maleficios y brujerías, antagónicas entre sí. Era el remedio al que las gentes de bajo nivel de instrucción recurrían para salvarse de cualquier desgracia o mal paso —lo hemos visto con la partida de caza—, y lo mismo se llevaba a cabo si se rompía una pata el güey Soro que si se había perdido una oveja en la sierra o se recibía un par de coces de una burra. 260

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Así se sucedió aquella sesión de «histeria» pagana durante varias horas, con resultado positivo para ambas mujeres, pues tras el brujeo aquel la madre de la Manoleta se quedó sosegada y tranquila como el que ha cumplido con un deber místico y de honor. Y a la casa, perfumada con todas aquellas plantas y flores, solo le faltaba el incienso para convertirse en una capilla tranquila y silenciosa que guardara el misterio de la fe en Dios y en las brujas... El maestro y su esposa continuaron sus comentarios comparando aquel suceso con otros acontecidos en el lugar o en pueblos próximos, y en particular uno que les había obligado a imponer sus razonamientos frente a la incomprensión y la intolerancia que reinaban entre la gente de la montaña. —¿Te das cuenta de que podíamos habernos encontrado unos y otros, quiero decir la familia de Manoleta y nosotros, en la misma situación que la familia de Aurora? —dijo a su marido doña Rufina. —¡Vaya si me doy cuenta! La tengo tan presente que me quita el sueño estos días —contestó don Manuel. ¿En qué había consistido aquel suceso que tanto parecía haberles preocupado? Pues fue uno más de aquellos que de vez en cuando tenían lugar en algún pueblo o aldea de las montañas del Alto Aragón. Y el que les venía a la memoria, preocupándolos, era el acontecido allí mismo tiempo atrás y del que tuvieron que ser protagonistas aunque no les incumbiera directamente a ellos. En casa O Barranco vivían tres personas: el padre, la madre y una hermosa zagala que debía de andar por los 18 años. Poseían unas fajas de terreno que cultivaba el amo de casa sirviéndose de sus dos burricas, ya que debido a su pobreza no tenían los medios para comprarse bueyes. Pasaron numerosos apuros y continuas privaciones, llegando a minar la salud del padre, que murió allá por 1928, poco tiempo antes de la llegada de don Manuel y doña Rufina al pueblo. La viuda y su hija to261

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maron la decisión de continuar las labores que hasta entonces había llevado el padre, en espera de que algún mozo del pueblo se decidiera a pedir la mano de Aurora y así «tener un hombre en casa». Pretendientes no le faltaron, pero la mayoría con intenciones de divertirse con ella; de casamiento, ni hablar. Hubo entre ellos uno que le gustó, el Perico, y entablaron relaciones que parecían serias hasta el día en que, aprovechando la ausencia de la madre, se acostó con ella, casi sobornándola, conduciéndose como un vulgar violador. Unas semanas más tarde se enteró de lo irreparable: la Aurora estaba embarazada. En general, cuando ocurrían peripecias como aquella, el mozo, consciente de su deber y cumpliendo con las leyes ancestrales dictadas por el pundonor altoaragonés, se casaba con la muchacha tras los arreglos de familia para que todo terminara de forma legal y honrada. Pero el Perico, que no tenía ninguna intención de contraer matrimonio con ella, se agarró las alforjas y colocando en ellas algunos ajuares desapareció del pueblo. Y así fue como comenzó el calvario para las dos mujeres. La madre, creyendo cumplir con los deberes de la religión, la envió a confesarse y a explicar al cura su situación, lo que hizo la chica sin pensar un solo momento en lo que le esperaba. El cura no solamente la insultó de forma grosera, tratándola hasta de puta, sino que faltando a las más estrictas reglas de la confesión y del secreto se encargó de hacer correr la noticia, que se extendió con la rapidez de un rayo por el pueblo, como ocurría siempre que había un percance semejante, sobre todo cuando eran las tres beatas alcahuetas quienes se ocupaban del asunto, añadiendo calificativos de su vocabulario particular de brujas malhechoras. En otra época y otras condiciones aquello hubiera tenido más o menos consecuencias, pero el anatema lanzado por el cura era como una condena popular sin piedad, y sin juzgar los hechos con imparcialidad y equidad. Aquella casa quedaba al margen de la sociedad: los mozos ya no fueron nunca más a buscarla para conducirla a los bailes; las mujeres la señalaban con el dedo como si aquello constituyese una 262

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afrenta a la sociedad en que vivían; era «la preñada», como se la denominaba con desprecio; cesaron las ofertas de ayuda que antes les había hecho la gente desinteresadamente; en una palabra, estaban acorraladas. No era que los vecinos fuesen malos y despiadados; todo lo contrario, como habían demostrado millares de veces cuando alguno de ellos andaba apurado. Pero en la mentalidad de la mayoría aquello era totalmente distinto; parecía como si la honorabilidad del pueblo hubiese sido ultrajada. Así habían encontrado los maestros el ambiente cuando llegaron al pueblo. Ni que decir tiene que se pusieron inmediatamente del lado de las avasalladas, pero con mucha diplomacia y evitando mostrar su apoyo para no despertar odios y rencores hacia sí mismos. Tenían que vivir allí y, naturalmente, conocían muy bien el carácter y la forma en que se conducían los habitantes de los pueblos. De modo que abordaron los problemas sin convertirse en sus adversarios, aunque no por eso dejando de aprovechar todas las ocasiones posibles para doblegar las conciencias e intentar hacerlos entrar en vereda. Don Manuel realizó gestiones y trámites diversos hasta con sus propios familiares residentes en Barcelona, que lograron encontrar un trabajo de criada para la Aurora, y allá se fue la moza algunas semanas más tarde (no era aquella una solución nueva ni inventada por el maestro, era la que se tomaba en cualquier pueblo del Alto Aragón cuando se presentaban casos semejantes). La madre de Aurora murió varios meses más tarde a causa de sus sufrimientos y su tristeza, agotada física y moralmente, sin llegar a conocer al retoño que su hija trajo al mundo 9 meses después. La casa quedó abandonada, aunque unos parientes lejanos se ocupaban de ella cuando podían. Cambiaron los tiempos, mudaron las opiniones y una página de lo que podía llamarse la historia del pueblo cayó en el olvido sin que nadie se preocupara de la senda seguida por la Aurora, salvo el maestro, que de cuando en cuando recibía noticias de ella por mediación de sus 263

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primos residentes en la capital catalana. Pero tuvo algo más tarde la sorpresa de recibir una misiva de la chica aquella diciéndole que se había casado y deseaba instalarse de nuevo en el pueblo, en su casa, para seguir cultivando sus fincas en compañía de su marido. Esto sucedía unos 5 años más tarde, a finales de 1934. Fue bien recibida por los maestros y, como la perseverancia de don Manuel había logrado inculcar la comprensión y el respeto de unos a otros, nadie hizo el menor reproche a los llegados, solo que, faltos de medios importantes y de aperos de labranza, tuvieron que abandonar el proyecto y se trasladaron a Ejea de los Caballeros, donde el marido, que era mecánico, entró a trabajar en un taller. Mientras tanto el Perico había andado por lugares diferentes haciendo de jornalero y sin atreverse a regresar al pueblo, temeroso de las reacciones de sus convecinos; porque lo bueno de aquel percance fue que los mismos que lo habían admirado por su «conquista» femenina, considerándolo un hombrón, fueron los que le declararon una guerra sin piedad por no cumplir con su deber de buen aragonés y de hombre, reconociendo al chiquillo y casándose con la Aurora. Así se vivía en los pueblos; tal era la mentalidad de muchas gentes que la enseñanza no había logrado todavía extirpar ciertos ritos y «pecados», como decía doña Rufina. Aquellos recuerdos, comentados por el uno y el otro, daban una idea del porqué de aquella obstinación que habían manifestado para dar solución a la última barrabasada cometida por el hijo, y que afortunadamente, con un secreto absoluto, se había solucionado. —¿Te das cuenta de los líos y problemas en que podía meternos tu hijo? —le dijo doña Rufina a su marido, como acusándolo de ser el origen de aquel rompecabezas. —Y el tuyo —la atajó don Manuel sonriendo, pues sabía que aquel reproche se lo hacía con la guasa que la caracterizaba. Y con la misma ironía le dijo: —Pregúntale a tu san Antonio por qué ha permi264

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tido que se esbarrara el zagal... A no ser que, como es el santo de las casaderas, quisiera que acabaran uniéndose los dos... ¡Rézale unas oraciones! La «aventura» ha terminado con satisfacción para nosotros. Ahora, a esperar otros apuros y tropezones del destino. ¡La vida es así!

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La masada

Aquello de que a los maestros se les considerara como personas de una casta o una categoría superior les exigía con frecuencia seguir al pie de la letra costumbres y obligaciones. El amor propio y el orgullo de mantener su rango llevando adelante la casa, como un comandante de navío hace con su nave, procuraban no pocos sinsabores a doña Rufina, y en particular a las horas de la pitanza de aquellos voraces estómagos que tenían sus hijos, sin contar con su marido. Parecían cardelinas dentro del nido abriendo el pico para que sus padres dejaran caer en él las migajas de pan o los insectos que varias veces al día, en ininterrumpido ir y venir, les aportaban para su sustento... Sí, era la imagen que ella siempre utilizaba para el caso, con una diferencia: que sus críos no se contentaban con pedacitos de lombriz o granitos de trigo... Aquellas dificultades y otras semejantes las guardaba para ella, confiándolas solamente a su marido cuando eran demasiado importantes. Para el maestro no había ninguna situación que su compañera no fuese capaz de resolver, pues encontraba soluciones para todo. Sin embargo, aquellas estrecheces no habían pasado desapercibidas para la señora Francisca, que, pese a su comadreo, poseía un corazón de oro, siempre dispuesta a venir en ayuda de cualquier náufrago. Tenía empeño en ayudar a la «señora maestra», sin que en momento alguno se dedujera que estaba al corriente de sus preocupaciones materiales. Para la seña Francisca el problema del pan era sin duda el más importante. Doña Rufina tenía que comprarlo en casa de la seña Ramona y, cosa natural, cuando se agotaba la masada para la venta se veía en la 267

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imposibilidad de poder complacer a sus clientes, aunque estos eran muy pocos: el secretario, el cura, el maestro y el capataz de Vías y Obras. De ahí que a veces doña Rufina tuviera que pedir prestado el necesario para 2 ó 3 días, en espera de que la panadera tuviese el turno de nuevo para servirse del horno. No es que fuera un problema insuperable hallar pan prestado, formaba parte aquello también de la vida cotidiana y de los apuros de sus habitantes. Pues estos préstamos entraban dentro del modo de vida comunitaria que cada vecino aceptaba con aquel espíritu de solidaridad bien arraigado. Eran un eslabón de la cadena que los unía unos a otros. Es más, al contrario de la imagen política que daba el Estado, complicando todo con su perfecto desbarajuste, se había organizado el turno del horno de tal forma que era totalmente imposible que todo el vecindario se quedara sin su «vez» para hacer la masada. Se cocía el pan con arreglo a las necesidades de cada casa y haciendo que estas coincidieran con las fechas escogidas; naturalmente, también se tenían en cuenta los imprevistos y por eso se dejaban algunas hornadas que sacaban de apuros a unos y a otros. Y tampoco se olvidaba que si algún día caía enfermo el alguacil faltaría leña para calentar el horno... Todo, todo estaba previsto en aquella organización de las masadas. En sus comentarios, cuando la seña Francisca charraba con las vecinas, no olvidaba el caso de doña Rufina y decía: «Es la única casa del pueblo que teniendo bastante familia no hace su masada para que no le falte el pan en casa...». Y un día, aprovechando una de aquellas ocasiones en que la esposa del maestro le ampraba dos panes, se dirigió a ella como hablando para sí misma: —Doña Rufina, estoy segura de que si usted hiciera su masada en casa tendría menos problemas con el pan y no tropezaría con los inconvenientes de quedarse sin una tajada durante varios días... La esposa del maestro se la quedó mirando fijamente, sorprendida de que aquella idea que ya le rondaba a ella por la cabeza hacía al268

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gún tiempo hubiese sido descubierta. Incluso lo había comentado en alguna ocasión con su marido, pero habían descartado el proyecto por las dificultades que se les presentaban, faltos de material, de experiencia, de utensilios, etc. —Pues mire, más de una vez he pensado en hacerlo, seña Francisca, pero ni tengo bacía ni instrumento alguno. Sin contar que hay que traer la harina de Ayerbe y no tenemos burra para ir a buscarla. Y si añade que no he masado un pan en mi vida... Tengo la impresión de que si hiciera alguno lo sacaría como una torta, lo que haría reír a la panadera y a todo el lugar... —añadió la seña Rufina riéndose. —¿Pero estaría de acuerdo? Entonces déjelo todo de mi cuenta, que yo me encargo de encontrar solución a todo. Le llevaremos una bacía y los lienzos necesarios, ya que en casa tengo suficientes como para prestarle. Mi hijo Fernando irá a Ayerbe a la fábrica de harinas y le traerá una saca de 100 kilos con la burra. Del resto no se preocupe, Julieta le hará la masada y la acompañará cuando vaya al horno para preparar la masa y, una vez pesada, meterla en el fuego. Tras estas explicaciones la decisión quedó tomada. Era una verdadera revolución, un suceso digno de aparecer en las crónicas provinciales... Y doña Rufina se sintió la mar de contenta y satisfecha, por un doble motivo: primero iba a hacerse el pan de la familia, lo que representaba una gran economía para su flojo presupuesto, y segundo se iba a poder mostrar muy ufana tras haber logrado alcanzar el rango de cualquiera de las amas de casa de Riglos. «¡Qué satisfacción poder decir a los forasteros: "Tomad un pedazo de torta o una rebanada de pan de mi masada"!». Poco a poco fue tomando cuerpo aquella decisión. Para las gentes del pueblo era algo sin importancia, pues formaba parte de la rutina cotidiana, pero no podía decir otro tanto doña Rufina, que se mostraba muy nerviosa. Fue necesario desalojar el cuarto de desahogo, dejando sitio suficiente para los utensilios y las canastas donde se depositaría la 269

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masa una vez hecha, y llevar allí la pesada bacía construida con tablas de roble sólidas y espesas que le daban un peso superior al quintal, aunque de esto, como se había decidido, se encargaría el hijo de la seña Francisca, que subiría todo al segundo piso de la casa aunque fuesen necesarios esfuerzos incalculables. Aquel día, no obstante, los hizo sin chistar para que la Isabel, que andaba por allí, no se diera cuenta de las dificultades que suponían aquellas tareas. En fin, que un montañés bien plantado jamás debía mostrar su impotencia ante una moza guapa como la que lo observaba... Quedaba transportar la harina desde la lejana localidad de Ayerbe, como es sabido el único centro comercial importante de la zona, donde se situaba la fábrica de harinas de la «Viuda de Domingo Ruiz». Y allá se fueron a la mañana siguiente Fernando, el hijo de la seña Francisca,

Fachada de la fábrica de harinas de Ayerbe. (Fototeca de la Diputación de Huesca. Fotografía con los Ayuntamientos) 97_,r P2r;

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y Ramón, el zagal mayor del maestro. Llevaba este en el bolsillo una carta para Dominguito, el hijo de la señora de Ruiz, director de la fábrica, en la que su padre solicitaba le fuese vendida una saca de harina que abonaría a final de mes, tras cobrar su paga. Aunque adolescente todavía, Ramón se daba buena cuenta de las dificultades de sus padres y dudaba sobre si aquella promesa podría ser mantenida, calculando los días difíciles que esperaban a la familia... Cargaron la burra Parda con una enorme saca de harina que andaría por los 80 ó 100 kilos, poniéndola sobre el baste bien ensogada para que no pudiese caer al suelo tras las incesantes sacudidas a que iba a ser sometida a lo largo del trayecto. Aquella era la preocupación principal, casi una obsesión, para el zagal cada vez que tenía que personarse en Ayerbe con una burra y hacer las compras de la familia. Aun yendo con Fernando, el Forzudo, no las tenía todas consigo cuando salieron de la fábrica. En el camino de regreso iban vigilando continuamente las sacudidas de la carga y, la verdad, temían que se cayera al suelo y no poder subirla de nuevo... Pero parecía como si los animales, conscientes de su responsabilidad, hubiesen adivinado sus pensamientos, pues tomaron el camino pedregoso sosegadamente y pronto el balanceo de la carga se hizo regular y acompasado. En la segunda burra habían cargado las alforjas, repletas de los encargos que se les habían encomendado para medio pueblo. Cuando llegaron al barranco de los Conejos las bestias ya no estaban alteradas. Fernando comprobaba a cada paso que todo marchaba bien y, dirigiéndose a la burra, le acariciaba el testuz diciéndole: «Venga, Parda, pórtate bien, que la recompensa la tendrás en casa», y sacudiéndole palmadas en el lomo añadía: «Arre, burrica, que ya nos queda menos»... La Tordilla iba delante, como abriendo el camino y evitando siempre los pedruscos y quebradas del camino, y la Parda seguía detrás, sin esbarrarse ni 5 centímetros. Contaban, además, con la fuerza de la costumbre, pues aquellos senderos polvorientos los habían recorrido cientos de veces. 271

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Los dos muchachos iban andando detrás, pero siempre vigilando la carga para que no se inclinara más a un lado que a otro y ocasionara un incidente. Comentaban los dimes y diretes que corrían por el pueblo y, de vez en cuando, como para sentirse menos solos, Fernando lanzaba al aire una canción que el eco de las vaguadas les devolvía haciendo salir piando una bandada de cuervos o de grullas espantados, lo que los hacía reír y divertirse. Después de muchos sube y baja llegaron al barranco de Lacos, donde las burras se pararon para beber, y los zagales hicieron lo mismo en un manantial que salía de debajo de las plantas y yerbas que crecían alrededor. Todo iba bien, pero el cansancio empezaba a dejarse sentir. ¡Qué duro era aquel camino! «¡Venga, p'alante —exclamó Fernando— , dentro de una hora y media tendremos delante de las narices una buena magra y un par de huevos fritos!». Les quedaba lo peor de aquel camino difícilmente descriptible: vueltas y revueltas, pendientes abruptas sembradas de pedruscos resbaladizos donde hombres y animales se torcían los pies, de trechos polvorientos a cuyo paso se levantaba una nube de polvo amarillento que hacía resoplar a las burras (esto cuando, como aquel día, el tiempo era seco, pues al llover se convertía en una auténtica pista de patinaje...). Se sucedían los pasajes estrechos, donde era preciso estar muy atento para que no se agarrara la carga a una raíz o a una ralla, y en otros lugares a las ramas bajas de algún almendro de los numerosos que había plantados en los bordes de las márgenes y que extendían sus ramas a lo ancho del camino... Ya se divisaba el cementerio en lo alto del Coscollar cuando Fernando comprobó, al bajar hacia el barranco d'O Riu, que la carga de la Parda se iba inclinando más y más hacia el flanco derecho... Pararon las burras y, empujando el uno por un lado y tirando el otro por el opuesto, intentaron nivelar la carga. Avanzaron unos cientos de metros y otra vez lo mismo. Entonces Fernando decidió tomar las medidas que exigía aquel caso: colocar un pedrusco de 3 ó 4 kilos amarrado al baste en el lado donde parecía faltar peso para así nivelar la carga, pero el 272

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primero no fue suficiente y tuvo que añadir otro de unos 6 kilos que pareció restablecer el equilibrio, sin preocuparse de que no dejaba de ser una carga suplementaria para la pobre Parda... Pero el pueblo ya estaba a la vista y la burra, sintiendo el pesebre cercano, parecía haber duplicado sus fuerzas, no había más que verla cómo apresuraba el paso... Al entrar en el pueblo tomaron una de las burricas cada uno y, conduciéndolas por la cabezana, se dirigieron a la escuela. Era una precaución necesaria, pues de lo contrario los animales se hubieran dirigido directamente a casa de sus amos como atraídos por un imán... Resultaba curioso contemplar aquello: no existía un solo animal casero que no conociese su albergue, se podía entrar en el pueblo por cualquier camino pero todos los animales sabían dirigirse inmediatamente al lugar de su pesebre. Y era tan curioso aquel fenómeno que daba lugar a chistes y regocijos de todo tipo, por ejemplo cuando una burra cargada se adelantaba respecto a las que le seguían detrás y en vez de ir a la era se dirigía hacia su casa intentado penetrar por la puerta, y allí se quedaba atascada sin poder avanzar ni retroceder hasta que los dueños lograban sacarle su carga de encima... ¡Allí sí que la gozaban los críos! Descargaron la harina colocando el saco sobre un banco de piedra en espera de que el vecino, Ángel, forzudo como un buey, pudiera subirla al piso superior. La burrica, una vez descargada, no esperó a que le dieran la orden de arrear; con trote corto y lanzando algunas coces al aire, como para mostrar su satisfacción por haberse quitado el peso de encima, se dirigió hacia su cuadra, donde le esperaba una buena ración de cebada y paja como recompensa a los esfuerzos realizados. También formaba parte de las costumbres aldeanas que el vecino que pidiera amprada una burra para su trabajo preparara su pesebre con medio almud de ordio o cebada; era un deber tradicional. Y, una vez la harina en casa, empezaron las tareas y quehaceres necesarios, a los cuales doña Rufina no estaba acostumbrada, pues re273

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almente los conocía muy poco. No obstante, pronto iba a tener una idea de lo bien organizada que estaba aquella tarea entre los habitantes del pueblo. La masada se llevaba a cabo con tal minucia que más de una vez había sorprendido al maestro, incluso lo había comentado con su esposa, pues esta faena daba una idea del espíritu solidario de los habitantes a la hora de compartir deberes e imposiciones. Para las gentes aquello era una rutina sin importancia; sin embargo, ¡qué cantidad de buena voluntad se necesitaba de todos para no interrumpir la buena marcha del horno municipal! Detalles que, con otros muchos, en aquella ocasión no dejaron de ser anotados por el pedagogo en sus apuntes. Doña Rufina andaba «más atareada que un gato con un menudo», como decía la seña Francisca. Se sentía en un atolladero ante los numerosos problemas que la masada le planteaba. La Julieta se daba perfecta cuenta de aquellos apuros y su orgullo de buena ama de casa iba aumentando al pensar que ella, una moza de pueblo, conocía al dedillo aquellas labores que más de un mozo había admirado ya. Actuaba con delicadeza, poco a poco, sin brusquedad, para no herir el amor propio de la «seña maestra» y lo hacía así porque, aunque la instrucción recibida no había sido más que somera, el respeto del rango, de la edad, de la personalidad y de las costumbres heredadas de aquella raza montañesa hacían que cada habitante llevara en sí aquellos dones a menudo desconocidos en otros medios llamados «cultos» e «instruidos». —No sé dónde hay que «pedir la vez» ni quién me proporcionará la levadura —refunfuñaba doña Rufina. —¿Me deja a mí que me ocupe de todo, doña Rufina? Pues, tranquila, usted no tiene más que mandar y lo demás corre de mi cuenta — dijo Julieta, que no esperaba una oportunidad mejor que aquella. Y, sin más explicaciones, salió corriendo. En su casa ayudaba a hacer la masada a su madre, pero tenía que soportar sus explicaciones y más de una vez los regaños por algún descuido cometido. Ahora iba 274

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a ser ella, ella sola, sin ayuda de nadie, quien iba a llevar adelante la complicada operación de fabricar el pan, y para el maestro del pueblo. Se sentía una mujer y ser «una mujer» era el orgullo mayor que podía tener una joven de los pueblos de la sierra. El horno del pueblo se situaba en medio del vecindario, frente a la cuesta que subía del lavadero; por delante de la puerta pasaba la acequia de los riegos y tocando al caserón había un abrevadero a donde acudían las bestias todos los días, mañana y tarde. Pese a estar en la plazoleta, y debido al abrevadero, era uno de los lugares más sucios del lugar, aunque el alguacil se esforzaba por tenerlo limpio de la porquería que dejaban burros, bueyes, ovejas y cabras. Cuando no funcionaba el horno allí se percibían los olores del estiércol y la tierra mojada, pero esto solo molestaba a algún forastero cuando venía; a los del pueblo les dejaba impasibles, era el olor de la tierruca. Pero aquellos olores, aquellas impurezas, desaparecían en cuanto empezaba a olerse el pan de la primera masada, verdadero perfume que hacía husmear y levantar la nariz a más de un habitante para embriagarse con el olor del pan cocido, del «pan bendito», como tenía costumbre de decir el tío Pedro José, que residía frente por frente del mismo. Entró en el horno Julieta para ver a la tía Orosia, la panadera, que estaba encargada de su funcionamiento. Huelga decir que no había allí ni libros de cuentas ni registros con nombres y números, solo un viejo cuaderno mugriento con un lapicero despuntado y medio roído que había que mojar para poder escribir algo, eso si se sabía escribir... Pero a la panadera no le hacía falta todo aquello, ella llevaba todo mentalmente, y con tanto interés que jamás fallaba la organización. Allí estaban varias comadres alcagüeteando, seguramente «redactando» —como decía don Manuel— las informaciones para todo el pueblo, como de costumbre. —Seña Orosia, doña Rufina, la mujer del maestro, me envía para pedir la mano para hacer una masada lo antes posible. 275

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Primero pareció no haber comprendido, la panadera, y se lo hizo repetir. Luego, poniéndose las manos en las caderas y tiesa como un senador romano, soltó una carcajada que debió de oírse hasta en el lavadero. Merecía la pena observarla en aquellos momentos. Era la «perla rara» del pueblo y describirla no es cosa fácil: limpia sí que lo era, pero siempre mal peinada, con unas greñas que le daban aspecto de bruja; tenía los ojos entre azules y grises, y a veces parecían cambiar de color; un bigote que muchos mozos le envidiaban..., siempre enfarinado, lo que hacía que se remarcara todavía más su vello; del pelo a los pies no había un rincón sin harina; sus manazas parecían dos remos; de una altura que andaba por el metro ochenta y un volumen corporal que pasaba difícilmente por la puerta del horno; fuerte como un cajico y con fuerza para torcer el brazo del mozo más bien plantado. Tenía un marido que, al revés que ella, era flaco, pequeño y «sin sustancia», de poca voluntad, aunque cuando se disputaban —que era con mucha frecuencia— levantaba la voz y «plantaba cara al coloso», como decían las vecinas. En el horno no aguantaba ni a su sombra, era el tirano con faldas. Respeto no le tenía a nadie, salvo al maestro, porque este había enseñado de letras a sus dos hijos... —Bueno, pienso que no has venido a tomarme el pelo... Pero, ¿cuándo se ha visto una mujer de maestro hacer una masada en el pueblo? ¡Es increíble! Julieta continuó dando explicaciones y al final la panadera se calló y aceptó darle el turno. Hizo algunos gestos con sus dedos como si contara (aunque su contar no debía de ir más allá de 20). Alzó su mirada hacia el techo del horno, como buscando su inspiración entre las telarañas, sin parar de acariciar su bigote con sus manazas enfarinadas. —Estamos hoy a 9. Pues el viernes 13 a las 5 de la mañana tendrá la «seña maestra» el horno dispuesto para su masada. ¡Qué todo esté preparado y en orden para no perder tiempo! El horno lo encenderemos a las 4 y media —dijo la tía Orosia, orgullosa como un general dando 276

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órdenes—. La levadura tendréis que ir a buscarla a casa de Laín, que masan el jueves. Indicó a Julieta que podía largarse de allí, murmurando: «¡Mira que querer hacer como la gente del pueblo! Pues no me faltarán rompimientos de cabeza suplementarios...». Pero se consolaba pensando que el maestro, con todo su rango, tenía necesidad de ella, así que pondría todo su saber en complacer a quien tanta instrucción daba a sus hijos. Llegó el jueves por la tarde y Julieta se apresuró a ir en busca de la levadura, contenida en una cazuela de tierra cocida color marrón que cada vecino y por turno debería preocuparse de rellenar con la misma masa que habían preparado para hacer sus panes. También aquello era como un rito inmutable, era un deber que cada uno cumplía sabiendo que era necesario pasar aquella levadura a casa del siguiente hogar del pueblo. Parecía como una labor divina y así se consideraba, ya que sin el pan la vida era imposible en su opinión. No se permitían ni olvidos ni una mala preparación. Al recibir la cazuela con el producto dentro cada vecina sabía ya a quién debía entregarla luego. Ya sabía doña Rufina cuáles eran sus deberes, que con toda naturalidad debería respetar. Al terminar su jornada la tía Orosia se fue a casa del maestro con una doble intención: mostrar su entera colaboración y, sobre todo, dar consejos sin cuento para que la masada saliera perfecta, sin olvidarse de fisgonear por todas partes para informarse de lo que había en aquella casa. Como Julieta estaba ya acostumbrada, nada nuevo tenía que aprender, y así se lo dijo a la panadera. Esta, como si le hubiera picado una víbora, le contestó: —¡Rediós! ¿Soy o no la responsable del horno y de todo cuanto en él se fabrica? ¡Venga, pelada, sigue mis consejos y al tanto con lo que haces! —y, poniéndose muy tiesa, le preguntó: —¿Cuántas masadas han salido mal en este pueblo? ¿Cuántas tortas se han quemado o han quedado mal cocidas? 277

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Y sin esperar más, con su curiosidad satisfecha, salió de allí yéndose a su casa. —¡Vaya con la greñuda! —dijo Julieta a la maestra sacudiendo la cabeza algo disgustada por haber sido tomada por una «aprendiza». La joven empezó el tejemaneje, remangándose bien las mangas de su blusa azul por encima de los codos y dejando aparecer sus hermosos y sólidos brazos de montañesa, blancos como la propia harina que iba a trabajar. Midió la harina y el agua, y añadió la levadura. El cálculo de la harina necesaria lo hacía con el almud, para saber exactamente el número de panes y tortas que se podrían hacer (la capacidad del horno obligaba a aquellos cálculos con las medidas antiguas: almud, fanegas, etc., así se había hecho siempre). La señora Rufina le ayudaba como podía: le traía el agua que había calentado en una gran marmita; después, una vez disuelta la levadura, le echaba la harina poco a poco para evitar que se hicieran grumos. Poco a poco el líquido se fue haciendo más espeso y a cada brazada que la chica daba la harina se incorporaba a la masa, que sin cesar era preciso voltear en todos los sentidos con brazos y manos. Aquel trabajo era el más difícil y el más agotador, ya que no se podía suspender un segundo el movimiento; por eso eran necesarios brazos robustos como los de Julieta. Solo de vez en cuando tomaba un paño blanco que tenía allí cerca y se secaba el sudor que corría por sus carrillos. Tres horas duró la preparación de la masada, al cabo de las cuales Julieta se sentó en un banquillo enjugándose el sudor de la cara. Estaba satisfecha, aunque cansadísima por el esfuerzo. ¡No estaba poco orgullosa pensando en lo satisfecho que se sentiría su Manolo cuando supiera que había hecho la masada para el maestro! Doña Rufina, que había seguido todos sus gestos con sumo interés, quizás con la intención de poder hacerlo un día ella misma, le prodigaba ánimos y palabras cariñosas, sin olvidarse de alabar su trabajo. —¡En menudo berenjenal nos hemos metido! ¿No es verdad, Julieta? No sé si lo podremos hacer otra vez. 278

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—¿Cómo? —dijo la moza algo incomodada—. Claro que empezaremos otra vez y otras veces. Lo principal, lo más duro, ya está hecho. ¡Venga, andando! Entre las dos colocaron la masa en las canastas de mimbre, protegida por unas mantas que generalmente también se pasaban de casa en casa para poder mantener la masa hasta su llegada al horno del pueblo. Una vez colocada la misma cantidad en cada canasta, las dejaron en un rincón del cuarto de «desahogo», donde la levadura acabaría de cumplir con su cometido (la casa escuela no poseía despensa o repostería, como las otras del pueblo, para llevar a cabo aquellas operaciones de la masada y guardar bien limpios los utensilios entre dos masadas). Todo se había hecho a la luz de dos candiles de aceite, lo que aumentaba la penosidad del trabajo, al recibir aquella claridad oscilante que de vez en cuando, faltas de mecha o de aceite, se apagaba. Julieta encendió una vela para poder alumbrarse por las escaleras y no «romperse la crisma»; sopló los dos candiles, que esparcieron un olor acre con una humareda blanca por toda la estancia, y cada una se dirigió a su habitación para terminar la noche. Al día siguiente, sobre las 4 de la mañana, unos aldabonazos fuertísimos sonaron en la puerta de la casa escuela despertando a la gente de la morada y de todos los vecinos de alrededor, al tiempo que hacían ladrar a los perros de medio pueblo, los cuales devolvía multiplicados el eco de los Mallos. Nadie se extrañaba: aquellos eran los «golpecitos silenciosos y suaves» que, como de costumbre, daba la tía Orosia, ¡capaces de despertar a un muerto! El amigo Ángel se encargó de transportar las cuatro canastas de masa, que habían aumentado de volumen, casi doblando el que tenían la víspera, tras la fermentación de la levadura. Era curioso observar cómo la masa estaba contenida por aquellas mantas que impedían que se saliera fuera, lo que le daba el aspecto del vientre de una mujer embarazada de varios meses. 279

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La tía Orosia se afanaba en el horno colocando fajos de coscojos y ramas de boj que el alguacil —encargado de aquellas tareas, por las cuales recibía su paga suplementaria a final de año— había acarreado unos días antes. Cuando la cantidad de leña necesaria estuvo metida dentro del horno, ayudándose de una horca de madera para hacerla penetrar por la estrecha boca del mismo, la tía Orosia sopló con todas sus fuerzas sobre un tizón que había colocado la víspera bajo las cenizas con el fin de conservar el fuego. Inmediatamente la aliaga que llevaba en la mano ardió como una antorcha, permitiendo que las ramas del interior empezaran a quemarse con estrepitoso ruido producido por las hojas de boj, que estallaban como cohetes. Una humareda densa empezó a salir por la chimenea al tiempo que se esparcía por todo el recinto y dejaba tras ella el olor característico de la leña quemada, olor que impregnaría también las paredes de la bóveda, con lo que el pan también tomaría algo de él al cocer. Durante media hora toda aquella leña —medio verde todavía— produjo tal humareda que medio pueblo parecía estar quemándose, sin que esto inquietara a los vecinos; al contrario, a todos les recordaba que la hornada iba a empezar, «con el pan nuestro de cada día». Cuando solo quedó dentro un montón de brasas la panadera cerró herméticamente la boca del horno con una enorme placa de latón sostenida por una piedra que pesaría unas 4 arrobas. Mientras el horno terminaba de calentarse la tía Orosia, Marieta y doña Rufina, que seguía al pie de la letra las instrucciones dadas por la patrona para guardarlas bien en su mente, se afanaron en cortar los pedazos de masa, pesándolos luego en una romana que debía de tener más de 200 años —quizás la misma que había servido a la tatarabuela de la tía Orosia—. Toda ella de hierro oxidado por el tiempo que llevaba colgada de un clavo enorme colocado en la pared. Dos pedazos de plomo que al parecer pesaban 2 libras cada uno —aunque los años debían de haberles limado algunas onzas— hacían de contrapeso, corriéndolos a la izquierda o a la derecha del brazo de la romana. Naturalmente daba un 280

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peso aproximado, claro que poca importancia tenían unos gramos más o menos, aunque en el momento de la cocción, según la panadera, podían cambiar la corteza y la miga. Sin embargo, a la tía Orosia no le hacían falta pesos..., la fuerza de la costumbre había hecho que cuando tomaba un pedazo de masa en sus manos ya lo cortaba con el volumen y peso suficientes, lo lanzaba al aire con la mano derecha y lo recogía con la izquierda añadiendo: «Peso reglamentario». Marida agarraba aquellos pedazos, les daba 3 ó 4 vueltas, los espolvoreaba con harina para que la masa quedase bien compacta y, poniéndolos sobre la mesa, les hacía tres cortes con el cuchillo para que al cocer quedasen con la forma que se daba a los panes de pueblo. Cuando estuvo listo el número de panes que debería componer la masada, empezaron las tres mujeres a confeccionar las tortas, porque era también costumbre que cada vecino hiciese un número equivalente a su nivel social, a su rango y, sobre todo, a sus medios... (no era raro ver a alguna vecina acudir al horno cuando tenía algún compromiso para pedir que se le dejara preparar alguna torta). También aquello formaba parte de las tradiciones, y el ayudarse mutuamente o prestar un trozo de horno a una vecina para que hiciera alguna de aquellas laminerías, sin por ello alterar el ritmo de la hornada, representaba casi un deber. Marieta gozaba haciendo aquellas tortas, doblando y redoblando la masa, macerándola para que se hiciese más fina. También aquella era una prueba de la «sabiduría» de una mujer de la sierra, sin olvidar que a ella le gustaban mucho y que aquella misma tarde podría obsequiar a su «cariño» con una de ellas. La «seña maestra» quiso hacer bastantes tortas, puesto que se trataba de su primera masada en el pueblo: hicieron un par grandes como la rueda de un carretillo, otras maceradas con abundante azúcar y aceite de oliva, algunas con canela en el interior, media docena de empanadicos, algunas tortas de cazuela y hasta varias con chicharros, de las que tanto le gustaban al maestro. Una vez terminado todo, la panadera se acercó a la puerta del horno, sacó la tapadera de latón y aproximó su mano derecha para com281

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probar el grado de calor. No le hacía falta termómetro ni indicadores industriales para saber cuándo estaría en condiciones de poder introducir el pan y que este quedara bien cocido. Ni cálculos ni medidas, solo la intuición, la costumbre hacían de ella un «técnico superior en hornadas». Parecía aquello algo sin importancia y, sin embargo, ¡qué derroche de imaginación y de saber representaba el buen funcionamiento del horno! Y no se aprendía ni en los libros ni en la escuela de don Manuel, como decía la tía Orosia. —Dentro de 10 minutos estará a punto y podremos barrer el interior —exclamó la panadera dando un fuerte suspiro y pasándose la mano por la frente, que brillaba de sudor. Doña Rufina contaba las tortas hechas, calculando las que guardaría «para casa» y las que, siguiendo la regla de cortesía normal en el lugar, deberían servir para obsequiar a amigos o a personas a quienes se debía algún favor. Sobre todo porque ella, siendo la esposa del maestro, era obsequiada con frecuencia por los vecinos cuando hacían sus masadas. Era una preocupación suplementaria, pues los obsequios recibidos le exigían ser también cumplida y, la verdad, las tortas no se podían estirar para hacerlas llegar a todo el mundo... Mariela continuaba poniendo en orden sus panes a fin de no perder tiempo cuando se introdujeran con la pala en el interior del horno. De su colocación sobre las losas del mismo dependía el color dorado que tomarían más tarde. La panadera agarró una larga palanca y colocó varios trozos de tela mojada que, con la destreza que ella tenía, iban a servir para barrer la ceniza que quedaba tras el fuego intenso. Antes ya había pasado un rastrillo para sacar los trozos de madera y las brasas más gordas. Varias teas colocadas al lado derecho del horno y dos candiles enormes que debían de andar por los 200 años permitían ver casi totalmente la cavidad (no había posibilidad de servirse de bombillas eléctricas pues, como se sabe, la electricidad la daban solamente por la tarde desde Murillo). 282

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Puso la panadera uno de los candiles colgado encima de la misma boca del horno, abandonó en un rincón su «estropajo» y, tomando en sus manos la pala de madera, empezó a introducir los panes alineándolos en el fondo bajo la bóveda, con una velocidad y una destreza que dejaba pasmadas a las otras mujeres, sobre todo a doña Rufina. No se podía estar media hora introduciendo el pan, de lo contrario hubiesen salido demasiado cocidos unos y crudos los otros. De todas formas, sabía muy bien por dónde empezar y por dónde terminar aquella operación. Cerró el horno la tía Orosia esperando el momento para colocar las tortas y los bollos, que necesitaban menos tiempo para cocerse. Se sacudió con fuerza la harina que llevaba encima y se fue en busca de una toalla para secarse el sudor que le corría por toda la cara, el cuello y los brazos. Sus manos estaban enrojecidas por aquella temperatura casi infernal. Si se comparaban aquellas operaciones con el trabajo de pico y pala de un jornalero se podía decir que eran 10 veces más agotadoras. También Julieta sudaba de órdago, bastante más que la víspera, cuando había masado; sus finas mejillas humedecidas brillaban de lo lindo, como las de una muñeca, lo que aumentaba la belleza de su rostro, adornado de aquella sonrisa que parecía llevar fija en «su carica de macarena», como le decían los mozos. Llegado el momento, fueron colocadas las tortas y hasta un par de almudes de almendras que había traído una vecina para que se tostaran en el horno, como se acostumbraba a hacer cuando había sitio para meterlas. Ya no había más que esperar a que la hornada estuviese dispuesta. Entretanto, las tres mujeres se sentaron sobre los fajos de leña apilados en el fondo de la pieza y empezaron a comentar los trabajos, las preocupaciones y todo cuanto concernía a la masada de aquel día. No tardaron en sumarse a las tres mujeres las comadres que, con el pretexto de ir a ordeñar las cabras, entraban en el horno para comentar todos los hechos y sucesos acaecidos en el pueblo —cuando no fuera de él— en las últimas 24 horas. Eran las «informadoras», las porta283

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voces de cuanta información era preciso difundir. Hacían al mismo tiempo alarde de conocimientos sin límite, hasta el punto de que la noticia difundida por ellas cuando salía del horno había adquirido proporciones incalculables que bien hubiesen merecido las primeras columnas de cualquier periódico de la capital. El horno era también aquello: el parlamento, el centro difusor de informaciones, el Tribunal Supremo, la agencia matrimonial; en fin, allí se hacía y se deshacía toda la actividad vecinal de cualquier tipo que fuera. Allí se pasaba revista a todos los acontecimientos: tristes o alegres, divertidos o bochornosos. Lo mismo se divulgaba la noticia de la pérdida de una cabra en la sierra como la de la cojera de un buey que se había enrejado; se intentaba adivinar quién había rondado la noche anterior por las cercanías de la casa de tal o cual moza; se comentaba si fulana estaba embarazada o si zutana se había reñido con su marido al saber que este había frecuentado la casa de «la Amparito» de Huesca, en uno de sus viajes a la capital. Allí se hacían proyectos de leyes y medidas que el Ayuntamiento debería adoptar sin demora. Se casaba al chico de casa tal con la zagala de la tía cual (aunque no existiese relación alguna entre ambos). En fin, nada quedaba en el aire ni carente de solución en aquella docta asamblea. Se criticaba al cura y el poco interés que ponía por los rosarios, debido a que andaba detrás de una elegante señora cuando se iba a Zaragoza; al secretario porque era un gandul que no pensaba más que en dormir; y qué decir de las andanzas del maestro, que «era un revolucionario peligroso». Los bulos eran moneda corriente y las supersticiones alcanzaban su grado máximo, capaces de aterrar al espíritu más sensato. Las brujas y los maleficios, tema cotidiano. Eran así las costumbres, arraigadas en la gente de la sierra como las raíces de un romero en el solano. Lo curioso en el pueblo era que allí, en el horno, el chinchorreo era cosa de mujeres; ninguna voz masculina que intentara dar su opinión hubiera si284

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do admitida. Ahora bien, ¡había que personarse los sábados en casa del barbero cuando iban los hombres a afeitarse! Aquello se convertía en el «foro romano» —como decía el cura—, allí se formaba otro «parlamento» similar al de las mujeres en el horno. Se comentaba y se discutía de todo, desde los asuntos más desustanciados hasta andanzas amorosas, con toda clase de pormenores picarescos que cada uno añadía a voluntad para dárselas de más hombre que los demás. Esto de pico —como decían las comadres—, porque algunos de ellos eran incapaces de pasarle la mano por el brazo a una mujer. Por algo a la barbería la llamaba el tío Pedro José el «mentidero local»; allí se podría encontrar al campeón de España de los embusteros. Pero aquella mañana no hubo grandes chismorreos en el horno, seguramente por la presencia de doña Rufina, que imponía respeto. Había que guardar las apariencias de la «gente de bien». Sabían además que a don Manuel le gustaban muy poco aquellos comadreos y no perdía ocasión para intentar desarraigarlos del espíritu de la gente, ayergonzándolos más de una vez y haciéndoles ver que todo aquello eran maneras anticuadas, que no cuajaban en la sociedad moderna en que se había entrado. Sin embargo, el maestro era consciente de que «predicar en desierto, sermón perdido», pero también de que sin aquellos detalles la vida hubiese sido muy monótona y sosa, como la que llevaban los vecinos de las ciudades. La tía Orosia levantó la «sesión matinal del concejo» y se fue a vigilar su horno, dentro del cual había introducido media hora antes las tortas de cazuela y de bizcocho. Un olor divino de pan cocido y tortas bien tostadas se esparció por el local; y no tardó en salir su fragancia por la puerta y los ventanucos, invadiendo todo el pueblo durante largos minutos y procurando a sus habitantes la delicia olfativa del pan casero, hecho con el trigo cosechado por ellos, amasado y cocido por ellos, lo que le daba el color y el sabor incomparables.

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—Venga, Julieta, coge la pellejeta y la aceitera y prepárate a frotar el pan —dijo la panadera a la joven—. Y usted, doña Rufina, coloque los panes sobre el tablero a medida que yo los saco, pero tenga cuidado de no abrasarse los dedos. Y con la misma destreza con que había introducido los panes empezó a sacarlos apoyando su pala en la boca del horno. Julieta había tomado en la mano derecha la pellejeta (un trozo de piel de oveja bien lanuda y bien limpia), que impregnada en aceite de oliva (se disponía este en una cazuela colocada sobre el borde del tablero) servía para untar la parte superior del pan, dándole el color y el olor del buen pan de la sierra. Era curioso ver brillar la corteza cuando había sido untada de aceite. A medida que salían los iba pasando a doña Rufina. Con las tortas se dio fin a aquel trabajo, tras ponerlas sobre un cañizo para que no se pegaran unas con otras. Cuando todo estuvo dispuesto sobre los tableros las mujeres llenaron las canastas que habían servido para llevar la masa, y en un par de viajes transportaron los panes hasta la casa del maestro. Allí Julieta explicó a doña Rufina que debería colocarlos de canto dentro de la bacía para que no se aplastaran entre sí. Antes de marcharse Julieta recibió sus agasajos: una torta macerada y dos de cazuela, y 2 pesetas que no quería aceptar de ninguna manera, diciendo que ella ya había sido pagada con la satisfacción de haber hecho aquella masada para el maestro y su esposa. Doña Rufina hizo subir al cuarto de desahogo a su marido y los dos contemplaron aquel tesoro que iba a sacarles preocupaciones de encima durante semanas. Se mostraban felices los dos, pese a los problemas que el destino traía cada día. Hasta se sentían más integrados en la vida rural. Tenían un huerto con buenas hortalizas, un gallinero con huevos y pollos, un corral con una veintena de conejos, y ahora ya tenían hasta pan casero. ¿Qué más podían desear? Una cosa era cierta: había estrecheces en casa, pero tenían la certeza de que hambre no pasarían...

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En la romería de Santa Orosia

La siega andaba finalizando ya cuando una mañana al salir de caza —prohibida, naturalmente— se encontró don Manuel con el señor Antonio, quien al verlo le hizo señas para que se detuviera con objeto, sin duda alguna, de comunicarle algo importante: —Buenos días, don Manuel. ¿Se acuerda de que le pedí si podría venir con nosotros a Sabiñánigo para discutir y concretar las fechas de casamiento de nuestro hijo con una moza de aquel pueblo? Pues habíamos pensado con mi mujer que, habiendo vivido usted allí durante varios años y conociendo a todo el mundo, podría acompañarnos, y este viaje lo haríamos para los días de Santa Orosia, «matando así dos pájaros de un tiro». Apalabraríamos todo lo que hiciera falta con aquella familia para la boda y discutiríamos sobre la herencia y demás, y después podríamos participar en la romería el día 25. Nuestro deseo es poder ir lo antes posible, sobre todo antes de la trilla, para sacarnos preocupaciones de encima. Usted sabe que para todo hacen falta consejeros y personas honradas a quienes se pueda consultar antes de hacer un negocio, y mejor que usted no encontraremos a nadie. —Poco tiempo nos queda para preparar el viaje, pero como hice la promesa allá iremos. Sin embargo, lo que quiero que quede muy claro es que yo no voy como si fuera a una feria a contratar mulas ni como aponderador de los bienes morales y materiales de cada uno. Esto se hacía en tiempos pasados. En la actualidad los asuntos, cualesquiera que sean, se arreglan de otra forma; claro que, cuando hay herencias y derechos adquiridos, es lógico que se discutan todos los problemas 287

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y asuntos familiares de ambas partes. Esta misma tarde nos pondremos de acuerdo y saldremos la semana que viene para El Puente de Sabiñánigo, y si no hay impedimentos importantes nos alojaremos en casa de mi amigo, el siño Francisco, el Batanero —dijo el maestro, deseoso de alejarse para cazar codornices o lo que saliera frente a él. No añadió nada ni demostró demasiada satisfacción por aquel viaje que a decir verdad le encantaba, ya que podría visitar a los amigos de aquel pueblecito en donde había pasado varios años de su juventud como maestro nacional y del que guardaba recuerdos inolvidables. Por otra parte, la romería de Santa Orosia representaba para él también una fiesta: juergas, diversiones, buenas lifaras, regocijos de todo tipo y, sobre todo, gratos encuentros con amigos y gentes a las que apreciaba y que no había visto desde hacía largo tiempo. Sin olvidar de apalabrar representaciones de su grupo teatral en algún pueblo del Serrablo o del valle de Tena. Los tiempos cambiaban y también la manera de vivir, pero aquellas fiestas tan tradicionales, como eran las de Santa Orosia, estaban bien arraigadas en el espíritu del maestro por haberlas vivido tiempos atrás. Quería marcharse, pero el siño Antonio, agarrándolo por la manga, continuó: —Espere, espere, don Manuel. No hace falta molestar a sus amigos. Tenemos un primo en el Barrio de la Estación de Sabiñánigo que nos acogerá en su casa, y lo que podemos hacer es juntarnos en El Puente el día de Santa Orosia para poder subir al puerto juntos con usted y la familia de la moza, que viven en Sabiñánigo pueblo. ¿No le parece? —dijo el siño Antonio, y aún volvió a recalcarlo para que no hubiera duda, pues aquello de «Sabiñánigo» se prestaba a confusión: estaba Sabiñánigo pueblo, el Barrio de la Estación de Sabiñánigo, por donde pasaba el tren y se hallaban las fábricas, y El Puente de Sabiñánigo, que era el pueblecito en el que había ejercido el maestro y en donde pensaba alojarse. Tras aquellas explicaciones todo quedó aclarado. 288

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Don Manuel dio instrucciones a su esposa para que pudiese sustituirlo en la escuela durante aquel viaje, aunque por casualidad Santa Orosia caía en domingo, por lo que no estaría ausente de su colegio más que un día o día y medio. Una vez más doña Rufina aceptó con placer aquel cometido, pues le gustaba «hacer escuela». Además, tenía mucho interés en dar satisfacción a dos familias que conocía muy bien y que siempre le habían aportado buenos «presentes», tanto los de Sabiñánigo como los de Riglos. Y, como ya estaba acostumbrada a ver a su marido haciendo de juez, de abogado y de consejero, veía aquel viaje con toda la naturalidad del mundo. Sin embargo, tenía la certeza de que aquello de las «bodas apañadas» le agradaba muy poco a su compañero, por ser totalmente contrario a las concepciones progresistas de la sociedad con que soñaba, bastante diferente de la que reinaba todavía en el Alto Aragón, venida de siglos pasados. Pero, respetuoso de las tradiciones, le fastidiaba participar en la destrucción de aquellas costumbres y leyes bien asentadas en su Aragón tradicional. No estar de acuerdo con muchas de aquellas costumbres era una cosa, el combatirlas para extirparlas era otra, y él no quería ser el enterrador de lo que tenía valores heredados del pasado. Además, había que ver aquel enlace de otra forma que los «apañados» en el propio pueblo, donde los intereses particulares de una u otra casa se situaban por encima del amor y el buen entendimiento. En aquel caso concreto imperaban las relaciones normales entre dos jóvenes: primero amigos, novios más adelante y prometidos algún tiempo después. Se habían conocido en Jaca cuando Álvaro estaba cumpliendo su servicio militar y la María Luisa aprendiendo de costurera en casa de una parienta suya de aquella ciudad. Festejaron durante varios meses hasta que decidieron informar a sus familiares respectivos de su decisión, conscientes de que sería necesario llegar a un acuerdo entre las dos familias para instalarse en uno u otro lugar. El señor Antonio contaba con dos varones más y una hija, la más joven de los cuatro, por eso no tenía excesivo interés en ampliar su ho289

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gar con una nuera venida de lejos y que intentaría más o menos imponer su ley, y esto le preocupaba; pero si el hijo salía de casa sería preciso proporcionarle los medios para instalarse allá donde fuera, no podía entrar en casa de una moza y situarse con sus familiares «llevando las manos en los bolsillos», como se acostumbraba a decir en los pueblos. Y este era el principal escollo que se alzaba ante ellos y que era dificilísimo de solucionar, al encontrarse en situación algo peliaguda económicamente; es decir, sin una perra gorda... Para los de Sabiñánigo, en cambio, el problema era que no tenían más que aquella zagala, y las esperanzas de cocebir un varón ya hacía algún tiempo que se habían esfumado. Tenían sus tierras, huertos, ganados, etc., que el seño Perico no podría seguir cuidando toda la vida, de lo que se deducía que la mejor solución sería casarla en casa y atender el yerno las propiedades, pero, como era lógico en aquellos casos, aportando su dote o plega (aunque este nombre se daba más cuando se trataba de una chica). En fin, que el mozo había de aportar sus bienes a la sociedad conyugal para administrarlos en común. Este era, pues, el principal asunto que debería ser resuelto y por el cual se había solicitado la presencia de don Manuel en aquellas negociaciones que iban a tener lugar los días de Santa Orosia. Fue don Manuel mismo quien se encargó de hacer saber a los de la montaña cuáles eran los propósitos de la familia de Riglos, añadiendo que él iba como amigo de unos y otros. Lo dispuso y calculó todo: llegarían al Serrablo un par de días antes de las fiestas de Santa Orosia, así habría tiempo para dejar bien claros los acuerdos familiares; vendrían después las disposiciones que se tomarían para subir de romería a la ermita de la Virgen, situada en lo alto del puerto, no lejos del pico de Oturía. Como estaba convenido, tomaron el tren Correo en la estación de Riglos los padres de Álvaro, su hermana y el maestro. Todos iban muy bien vestidos, con trajes que aunque no fueran nuevos parecían recién 290

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salidos de los almacenes de San Pedro de Ayerbe; en una palabra, ajuares de aquellos que solo se ponían en ocasiones extraordinarias o en los días de «comer fideos», como decía el siño Vicente, el cartero, al verlos tomar el tren. Iban acompañados de presentes y regalos de todas clases, lo que hizo sonreír al maestro, que solo llevaba su maletín. Pero era algo lógico en aquellas circunstancias, pues no solo se trataba de demostrar buenos modales y saber quedar bien sino que era necesario hacer alarde de los medios de que se disponía, aunque en aquella ocasión andaban muy lejos de la realidad. La vanidad era un defecto y las pobres gentes no lo ignoraban, pero en ocasiones como aquella casi se imponía como un deber; por lo menos, así lo pensaba el invitado. En la estación de Sabiñánigo estaban los familiares del señor Antonio esperándolos cuando llegó el Correo, con su correspondiente retraso, y también se encontraba con ellos Felipe, el hijo del Batanero, de El Puente, que había venido con su macho y la yegua para don Manuel. Estaba esta atada en uno de los carriles colocados junto al muelle con este objeto; era el taxis, como dijo el zagal riendo, para que el maestro pudiese desplazarse de un lugar a otro durante su estancia allí. Como el señor Antonio y su hijo le habían confiado la organización de todo, inmediatamente puso en marcha su plan para terminar las gestiones y buscar soluciones a todo lo más rápidamente posible: los cuatro de la familia de Álvaro se quedaban allí, en casa de sus primos; él se marcharía a Sabiñánigo pueblo para entrevistarse con la familia de la novia y con el cura de la parroquia, que era amigo íntimo suyo pese a que discreparan políticamente...; al día siguiente vendría a recoger a la familia y todos juntos se presentarían en casa del siño Perico; él pasaría la noche en casa Batanero. Montado sobre su jaca montañesa de ancas relucientes, con su silla de montar nueva, el maestro atravesó la vía y cruzó el riachuelo tomando la senda pedregosa que lo conduciría hasta el pueblo situado al otro lado del cerro rocoso, donde solo crecían algún boj enano y matas 291

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de tomillo. La primera visita que hizo fue al cura, a quien informó de la tarea que le había sido confiada. Luego se personó en casa del siño Perico, quien se extrañó de no ver en su compañía a los familiares del prometido de su moza. El maestro le dio explicación de todo; en cuanto a las presentaciones, no hacían falta, se conocían desde hacía años y la zagala había sido alumna suya años atrás. No comentaron nada sobre los «arreglos», pues eso debían resolverlo entre ellos; para los de la montaña el hecho de que don Manuel fuera el «acompañante» de la familia de Riglos era suficiente, conociendo la integridad de aquel hombre al que veneraban. Por las dos partes le tenían confianza absoluta, y ambas familias sabían que no quedarían defraudadas por él. Lo único que quedó bien claro fue que se verían todos al día siguiente a las 9 de la mañana, allí mismo en su casa, en la de la «prometida», como era costumbre hacer cuando había enlaces así, y sobre todo cuando era necesario negociar asuntos financieros para casar a dos jóvenes. Aún se concretaron algunos detalles más, como el de la recepción y la lifara con que deberían concluir los acuerdos tomados, que se haría en casa del siño Perico, como era lógico. Pero don Manuel cortó por lo sano: se haría la comida dos días después en Santa Orosia, cuando todo estuviera ya bien ordenado. ¿Quién podía saber cómo acabarían aquellos arreglos de casamiento si surgían desacuerdos de última hora? Él tenía el papel de diplomático, de negociador, y como tal consideraba que los festejos de aquel acuerdo deberían venir cuando todo estuviese terminado. Regresó a ver al cura y con él tomó una taza de chocolate que la casera les había preparado para merendar, con un buen pedazo de roscón de aquellos que se elaboraban en el Serrablo para las fiestas o los días señalados, como los de las festividades y romerías a Santa Orosia. No comentaron ni una palabra de lo de la boda. Luego se subió a la yegua, que hacía rato lo esperaba dando cabezadas para sacudirse las mos292

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El Puente de Sabiñánigo a principios del siglo xx. (Amigos de Serrablo).

cas, y tomó el camino tortuoso que avanzaba paralelo al barranco, alejándose en dirección a El Puente de Sabiñánigo, a donde llegó media hora después. Allí lo esperaba ya la familia del Batanero, quienes lo acogieron dándole muestras de su satisfacción por tenerlo entre ellos, ya que hacía bastantes meses que no lo habían visto, concretamente desde las ferias de Ayerbe, en septiembre de 1934. El señor Francisco, el Batanero, era el más pudiente de aquel pueblecito. Por eso se le trataba de «señor» y, como en todos los pueblos de la montaña, su poder era casi ilimitado; no se hacía nada sin pedirle su opinión. Eso no impidió que las relaciones con el maestro fuesen las mismas que con el resto de la vecindad, y el trato que este le daba era de siño Paco, o Paco a secas, sin miramientos de poderío de dinero u otros. Quizás esa era la razón por la que habían tenido una amistad férrea. Había otro detalle que mostraba la amistad y también la admiración del Batanero hacia el maestro, y era que no le llamaba «don Ma293

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nuel», sino que le parecía más adecuado «señor maestro», como si hubiese dicho «señor juez» o «señor ministro». Esto daba una idea del respeto que el pedagogo le imponía. Con el Batanero se fueron un rato después a visitar el pueblo y a sus vecinos, que lo esperaban con impaciencia para mostrarle su respeto y simpatía. Cada uno de ellos recibió sus saludos. Con gran satisfacción, el maestro pudo apretar las manos y dar abrazos a jóvenes, chicos y chicas, que habían recibido de él su educación primaria algún tiempo atrás. Terminó aquella visita en la casa escuela, allí donde había ejercido durante un buen número de años y en cuyo imponente caserón habían venido al mundo sus dos hijos varones más jóvenes. Se sentía emocionado y el Batanero se dio cuenta: —¡Qué recuerdos! ¿Eh, señor maestro? ¡Cuando pienso que desde que usted se marchó ya no hemos tenido ningún maestro en propiedad! Solo interinos, jóvenes que salen de aquí al cabo de varios meses, y menos mal que ahora parece ser que el Gobierno republicano tiene intención de enviar a uno que se instalará en el Puente de Sardas para acoger a los críos de aquí y a los de allí. ¡Ya veremos! Yo poca confianza tengo en los republicanos, esto ya lo sabe usted muy bien... —dijo el Batanero dándole una palmada en la espalda y riendo por su salida. Antes de regresar aún pasaron por casa Lasaosa, otra de las ricas del pueblo. Preguntó don Manuel por los trabajos y la salud de todos, pero especialmente deseaba saber cómo andaba el tión, jefe supremo de las actividades del molino de harina que funcionaba en la desembocadura del río Basa. Dejó recado para que fuese avisado de que tenía intención de hacerle una visita al día siguiente, al regresar de Sabiñánigo. Luego volvieron al caserón, visitaron las cuadras y corrales y se aposentaron en la inmensa cocina de sus amigos, donde continuaron comentando todo cuanto había acontecido en el pueblo desde su salida de allí, y él por su parte dando explicaciones de sus actividades diversas, 294

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evitando las políticas, claro. Cenaron opíparamente, como siempre se hacía en aquella morada acogedora cuando tenían huéspedes de rango superior, como se consideraba a don Manuel. El seño Francisco era viudo desde hacía bastantes años, lo que le obligaba a tener que dirigir todo; pero sus hijas habían heredado los saberes culinarios y los modales para recibir a los huéspedes de la madre, verdadera montañesa repleta de virtudes altoaragonesas y conservadora de todas las costumbres. Tarde ya, lo acompañaron a la habitación que le había sido reservada, que conocía muy bien por haber dormido en ella más de una vez. Era la mejor de casa: cama de dos colchones, con sus sábanas de lino que desprendían un intenso olor a tomillo, colcha de cáñamo con cenefas de diversos colores (seguramente fabricada haría más de un siglo), almohada de lienzo blanco muy fino, alacenas enormes, lavabo con jan0 y cubo sobre el cual había un espejo que también debía de andar por el siglo y medio, heredado sin duda, como las ropas, de los abuelos del seño Francisco; y, en un rincón, el enorme reloj de péndulo que marcaba las horas y los segundos con un tictac sonoro. Sobre la cabecera de la cama se podía admirar un imponente santocristo esculpido en madera de roble, a cuyos pies había una lámpara de aceite que se encendía cuando se le pedían gracias por algo. Todo era sosiego en aquella habitación limpia, con la pulcritud característica de las casas de labor de la montaña, que hacían pensar al contemplarlas en tiempos pasados, cuando se recibía a huéspedes de alto rango o familiares y amigos muy apreciados por la familia, y todo aquello traía a la mente de don Manuel recuerdos que ni el tiempo ni la evolución de la sociedad habían borrado. El seño Francisco miraba al maestro, que andaba contemplativo, y sonriendo le dijo: —¿Recuerda usted, señor maestro, su llegada por primera vez a El Puente de Sabiñánigo? Esta fue su primera cama. Y aquí pasó bastantes 295

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noches cuando anduvo perseguido por Primo de Rivera. ¿Se acuerda? Y también fue por esta habitación por la que pasaron los Reyes Magos dejando un caballo de cartón muy grande para su hijo Ramón, allá por el año 25... ¡Qué recuerdos! —¿Si los recuerdo?... ¡Pues ya lo creo, estos y muchos otros! Naturalmente que don Manuel pensaba en todo aquello y en muchas otras cosas más, todos recuerdos emocionantes. Pero estaba cansado y pronto se introdujo entre las sábanas, durmiendo al poco rato como un bendito. Se levantó al alba, a las 6 menos cuarto, creyendo ser el primero en poner pie a tierra en aquel caserón, pero con sorpresa se dio cuenta de que el amo de casa ya andaba por las cuadras y el corral poniendo en los pesebres la paja y la cebada necesarias para sus animales de labor: cuatro machos y una yegua. Luego, sin preocuparse de su huésped, se fue a ordeñar las cabras que un poco más tarde vendría a soltar el cabrero, llevándolas a pacer por los altos de la ermita de San Pedro. Terminó sus quehaceres el amo de casa y, dirigiéndose al maestro, le dio aquel tradicional «Buenos días nos dé Dios, señor maestro». Comentaron el buen tiempo que hacía y comenzó el Batanero a preparar la yegua, poniéndole una manta sobre el lomo encima de la cual colocó la silla de montar con su ancha cincha de cuero, para que el «señor maestro» pudiese cabalgar cómodamente sobre ella. Siempre bromeando, y con satisfacción, fue explicando las diferentes tareas que le esperaban durante aquel día y que don Manuel conocía muy bien por ser casi inmutables. Poco a poco el Batanero empujó a su huésped para que subiese a la cocina, donde les esperaba un almuerzo que parecía destinado a Gargantúa por su cantidad y calidad, sin olvidar la copa de cazalla con que el seño Francisco daba comienzo a sus jornadas... Humeaba sobre la mesa una olla enorme donde habían sido escaldadas las sopas de ajo frito; a continuación, Josefina puso sobre la me296

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sa unas chullas de jamón casero con una lista de tocino blanco, que era como se apreciaba en las casas de labradores, mientras que Pilarín ponía en una sartén enormes trozos de longaniza y de chorizo a los que añadió más tarde un par de huevos para cada uno de los que había sacado del ponedor la víspera. El maestro apreció muchísimo aquel opíparo almuerzo, pues le iba a dar fuerzas para soportar las discusiones y razonamientos de las dos partes que se iban a entrevistar aquella mañana. Después de asearse, se subió sobre la yegua y dándole una palmadita en el cuello, con aquel «Arre, Griseta» al tirar de las riendas, se dirigió hacia el Gállego, que cruzó por donde había menos corriente, allí cerca del antiguo batán que iba desplomándose a medida que pasaban los años, como ocurría con el puente, del que solo quedaban las pilastras tras haberlo derribado una gallegada de órdago de aquellas que habían «desmadrado» el río años atrás. Durante el trayecto, balanceado por el vaivén de la yegua, le vinieron a la mente infinidad de proyectos, de trabajos de todo tipo, de recuerdos, de reflexiones filosóficas... No le extrañaba que con el tranquilo andar de las cabalgaduras los antiguos peregrinos, al trasladarse de un lugar a otro, lograran hacerse verdaderos filósofos, analizando los innumerables aspectos de la vida cotidiana del género humano y, con sus máximas, procurar obtener enseñanzas de todos los actos a lo largo de la existencia, sin por eso olvidar, como buenos peregrinos, su misión de recitar oraciones y, sobre todo, de vender sus artículos, necesarios para quien quisiera ser un buen feligrés: rosarios, cruces de madera, santocristos de metal, velas de cera virgen, algún potingue que tenía la virtud de curar todas las enfermedades y hasta los frascos de agua bendita venida directamente de la Virgen de Lourdes... Bien examinado, aquel día don Manuel también tenía un asunto en el que eran necesarios tacto, sentido común, diplomacia y filosofía, aquélla característica de los altoaragoneses. 297

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Media hora después de haber salido de El Puente llegaba a Sabiñánigo. Casi al mismo tiempo hacía su entrada en el pueblo, y en casa de la casadera, la familia de Álvaro venida del Barrio de la Estación. Como la víspera, el maestro echó pie a tierra y ató su jaca en una de las anillas que estaban suspendidas en el frontón de la casa, junto a su puerta de cajico macizo. Subió al comedor y saludó con respeto y corrección a «los dos bandos», como se decía él interiormente. A continuación se iniciaron las conversaciones y discusiones, como si se hubiese tratado de mantener un protocolo preparado de antemano, pero avanzando con diplomacia, como el maestro había exigido de unos y otros. A don Manuel le agradaban muy poco aquellos apaños entre familias, a veces sin haber consultado a los interesados, imponiendo concepciones de tiempos pasados; sin embargo, en aquel caso cada familia parecía interesada en concretar fechas y aspectos diversos para poder realizar el enlace, lo que condujo la conversación por la senda de los dineros y lo que cada bando pondría en la balanza destinado a los casados. Y, como ocurría en estos casos, pronto salieron a relucir los valores pecuniarios de cada familia y las propiedades, pero lo que más se oía eran las quejas por el hecho de estar atravesando una situación casi mísera, que impedía cumplir los deberes impuestos. Ahora bien, ninguno de aquellos problemas les impedía hacer alarde del valor de lo de cada cual y, como en una subasta, aumentar las ofertas... Parecían éstas situaciones absurdas propias de otra época, pero eran una realidad. Por eso el maestro impuso silencio y doctamente se dirigió a unos y otros: —¡Silencio! Ya está bien. Yo no he venido aquí como el aponderador de Burriales, lo sabéis muy bien unos y otros. Aquellos tiempos de obligaciones e imposiciones entre familias que deseaban casar a sus hijos ya forman parte del pasado. Yo no soy más que el amigo que puede dar consejo y permitir que entre vosotros reine la concordia. Los que se casan son María Luisa y Álvaro, son mayores y conocen cuáles son sus deberes, tanto en asuntos morales como materiales. El entendimiento entre ellos no lo conseguirán ni las perras de los unos ni las cahi298

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zadas de tierra de los otros. ¿Qué importancia tiene dar buenas tierras del solano de Firé o los prados del paco del camino de Sasal? ¿Y qué diferencia hay entre los propietarios de una yunta de hermosos bueyes de Riglos y los de un par de mulas fogosas de Sabiñánigo? Lo importante en la vida son las cualidades que pueden poseer dos jóvenes como ellos, y conociéndolos muy bien como los conozco, por haber sido mis alumnos, estoy convencido de que harán una pareja unida, de trabajadores de la tierra respetuosos y defensores de la justicia y de los derechos humanos... Y aquí me paro, no quiero continuar con discursos hasta que llegue la noche. El aponderador ha terminado su cometido, y solo quedan por solventar los detalles de la boda... Así ponía punto final el maestro a su papel de juez y árbitro. Como el tono empleado por él no dejaba lugar a dudas sobre su decisión, pronto se arreglaron los problemas menores. La familia de la chica estaba encantada, en particular su padre, que veía en Álvaro el mozo que salvaría la hacienda y lo que la misma representaba para ellos. En cuanto a los de Riglos, también se sentían satisfechos, pero no totalmente, puesto que el señor Antonio consideraba que para estar al mismo nivel era preciso dar una parte del herencio a su hijo, y propuso que su zagal trajera consigo 50 000 duros. La petición fue aceptada, y el puntillo quedaba intacto; aunque, en un aparte, el padre del novio confió a don Manuel que por el momento no tenía ni un real. El maestro se echó a reír con ganas porque sabía muy bien que el señor Antonio tenía ahorros depositados en el Banco Zaragozano de Ayerbe. Y, con el mismo tono discreto y confidencial, le replicó: —No se apure, dada la situación que atravesamos yo sé que los bancos harán préstamos por varios años... —al decirle esto, el maestro empleó un tono zumbón e irónico, como para hacerle comprender bien que a él no lo haría «comulgar con ruedas de molino». Se concretaron las fechas de la boda. Se selló el acuerdo con un vasico de vino de Poleñino y un hermoso roscón que María Luisa había 299

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preparado la víspera, y así pasaron a otros asuntos más inmediatos: la comida del mediodía. Pero, aunque unos y otros insistieron para que don Manuel se quedara y saboreara los platos montañeses, este, agradeciéndolo mucho, contestó: —Muchas gracias por todo. Mañana celebraremos estos acuerdos arriba en el puerto, en la ermita de Santa Orosia. Ahora me voy porque tengo cita con el molinero de El Puente, y esta cita es muy importante para mí, tiene que ver con los recuerdos de nuestro Alto Aragón, que día tras día van desapareciendo y cayendo en el olvido. Y subiéndose sobre la yegua la arreó emprendiendo el viaje de regreso al pueblecito en el que la familia del Batanero le espera para comer. Una vez terminado el ágape se apresuró a cumplir la primera de las dos promesas que se había hecho al salir de Riglos: visitar el molino de El Puente y subir de romería a Santa Orosia. Para ello tomó el camino de la ermita de San Pedro, dirigiéndose hacia la «guarida» (así denominaban las gentes al imponente caserón) en donde sabía que lo esperaba el tión de casa de Lasaosa, el molinero. Iba despacio, como si hubiese querido saborear las bellezas del lugar, que le traían a la mente los recuerdos con la misma lentitud con que se va desenrollando la hebra de lino salida de un ovillo. ¡Qué lugar tan maravilloso! Se situaba el molino en la desembocadura del río Basa, junto a la roca del bocal, como se denominaba el lugar. En tiempos había existido a su lado un batán que se derrumbó en el siglo anterior tras las acometidas de una gallegada de funesto recuerdo; ahora, entre sus enormes paredones derrumbados, donde se habían depositado arenas y otros materiales, se situaba el huerto destinado al maestro del lugar (¡esto cuando lo había, claro!). El camino era estrecho, entre dos paredes de piedras, justo para dar paso a los machos y burros cargados con los sacos de trigo o de harina una vez molido el grano. Abundaban en él los zaborros, resbaladizos por haber sido pulidos por las herraduras de los animales y las abarcas de los campesinos, que les habían dado el brillo del mármol. 300

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Primero se encontraba la balsa, de un par de metros de profundidad y una docena a lo largo, con agua clarísima venida aquel mismo día de la montaña. Sobre ella se reflejaban las cumbres de San Pedro y del puerto de Santa Orosia los días en que no había viento. Allí quedaba retenida el agua que llegaba por una acequia, serpenteando por los campos y huertos de la ribera del Basa desde las inmediaciones de Osán, donde un pequeño azud construido con árboles talados en las laderas de San Pedro desviaba el cauce del río. Una enorme tajadera de cajico maciza contenía el agua embalsada hasta que se llenaba, ya que era necesaria una importante cantidad para que pudiese deslizarse con fuerte presión por el pequeño canal. No había ningún tubo metálico como en los molinos y fábricas de electricidad modernas, solo dos enormes troncos de árbol traídos del cajicar de casa Lasaosa, que habían sido vaciados a golpe de hacha y azuela para darles la forma de canal. Estos servían para la traída del agua hasta la enorme rueda provista de palas donde se estrellaba la espuma producida por la corriente tumultuosa. Así se ponían en marcha todos los engranajes de madera del molino que transformaba el grano en harina, porque en toda aquella construcción y maquinaria no había un ápice de pieza metálica, solo madera y piedra aseguraban su funcionamiento. Alrededor del caserón, que parecía agazapado entre el terraplén de la balsa y la roca por la que caía en cascada el agua hasta el río, un número importante de árboles habían crecido por sí solos, o fueron plantados siglos atrás por los molineros de entonces, entre los que sobresalían cuatro chopos altísimos, una docena de abedules, otros tantos cajicos de tronco nudoso y retorcido y varias manzaneras salvajes. Desde la placeta donde se ataban los machos y burros se podía contemplar aquel rincón que embelesaba por su quietud y natural belleza. Más de un artista hubiese dado una fortuna por poder plasmarlo en un cuadro bucólico, pues con la sola contemplación de aquel decorado mágico venía a la mente la poesía de los cuentos de hadas y de las leyendas de otras épocas. 301

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Era un molino rústico, anticuado, como salido de siglos atrás, lo que llamaba la atención sobre todo en aquellos años del 25 al 30, cuando en el vecino Barrio de la Estación todo se transformaba con rapidez: la vida, el trabajo, las costumbres, la mentalidad de las gentes..., invadidos por «modernismos» de todo tipo. No era sorprendente ver a ingenieros, técnicos y otros jefes franceses que dirigían las industrias instaladas y que habitaban junto al Puente de Sardas recorrer aquel caminito con frecuencia para admirar el viejo molino, su funcionamiento y aquel rincón maravilloso donde los antepasados lo habían situado. Según decían algunos de aquellos franceses, conocedores y respetuosos de las bellezas naturales, en su país no habían contemplado nunca un paraje semejante. Pero al molino venían sobre todo las gentes de las pardinas y los pueblos vecinos, siguiendo caminos y sendas pedregosos y tortuosos, atravesando pinares donde crecían bojes y jinebros que contenían la tierra de las laderas. Otros, como los de Rapún, seguían la cabañera que discurría junto al Gállego, por la margen derecha, hasta más arriba de la badina del Piélago, y allí atravesaban el río con sus bestias cuando este no andaba de mal talante con sus riadas. Ir a El Puente de Sabiñánigo de molinada tenía suma importancia para la gente: en primer lugar aquel viaje permitía conseguir la harina con que hacer pan y tortas para todos los hogares y, también —no menos importante—, pasaban así una jornada de reposo en espera de la blanquísima harina cernida por los enormes tamices y cedazos que la complicada maquinaria hacía funcionar. Por supuesto que se aprovechaba también la ocasión para hacer buenos asados en el hogar del molino con los familiares y amigos allí presentes, venidos a veces de lugares lejanos, con los cuales solo se veían para las fiestas de los pueblos o para Santa Orosia, cuando iban de romería. Como la noticia se había propagado, y se sabía que don Manuel se encontraba en El Puente y tenía intención de visitar el molino, no le extrañó a este encontrarse allí a varios amigos y conocidos de los pue302

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blos y pardinas vecinos, que querían aprovechar la ocasión para charrar y cambiar impresiones con él. Entre ellos encontró a los amos de casa López, de Rapún, que habían cruzado el Gállego a lomos de un macho, como lo hacían cuando se podía vadear con facilidad. También estaban los de la pardina de Bailín, que aprovechaban la oportunidad para moler el grano traído en dos sacos. Otros venían de Osán, de Sardas, de Ibort, de Allué... Durante unos instantes todo fueron apretones de manos, palmadas en la espalda y palabras lisonjeras para el maestro, acompañadas de voces que apenas si se podían entender debido al ruido que producían el molino y los chirridos de su complicada maquinaria, toda ella de madera. Pero la emoción del maestro fue indescriptible cuando apareció, todo apresurado, el molinero, el tión de casa de Lasaosa, propietario del molino. Había envejecido bastante pero se mantenía en perfecta salud, inquebrantable como siempre, y esto pudo comprobarlo don Manuel viéndolo llegar hasta él y cuando se sintió abrazado por aquellos forzudos brazos que parecían de acero. —Buenos días, Ramón. ¿Qué tal estás? —dijo el maestro emocionado dándole unas palmadas en la espalda que extendieron una nube de polvo blanco a su alrededor. En realidad lo había llamado Ramón sin tener la certeza de que aquel fuera su nombre. En tiempos le había extendido algún papel oficial y había olvidado luego su nombre, ya que para todos, y para todo, se le conocía solamente como «el tión de casa de Lasaosa». Era oriundo de aquella casa, allí había nacido y formaba parte de la familia, pero como en muchas casas de la montaña, al no contraer matrimonio y quedarse solterón, había entrado en la categoría de los tiones, así que siguiendo las costumbres y leyes altoaragonesas de origen ancestral continuaba viviendo en la casa natal y formaría parte de la familia hasta el final de sus días. El tión era tan robusto como los cajicos que crecían allí al lado, pero ni se daba cuenta de sus hercúleas fuerzas: bien plantado, de hombros 303

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anchos, de brazos musculosos que acababan en unas muñecas parecidas a las patas de potro y unas manazas enormes; en una palabra, era el prototipo del montañés sano y vigoroso. Como andaba siempre a vueltas con la harina se cubría la parte delantera de su cuerpo con un enorme delantal blanco, pero toda su indumentaria (camisa, pantalones, calcetines...) estaba blanca de harina, y no digamos nada de su boina, muy ancha, sobre la que parecía tener siempre una capa de nieve espesa. Hasta las orejas, pestañas y cejas aparecían cubiertas de aquella blancura; solo sus ojos marrones, vivos y relucientes, se distinguían en su cara. ¿Qué edad podía tener? Ni él mismo lo sabía. Lo que nadie ignoraba era que tenía muchos arios y que, a decir suyo, había recorrido medio mundo, aunque muchas de las aventuras que relataba eran producto de su inagotable imaginación para dar testimonio de sus conocimientos, y en particular de todo cuanto se refería a la vida, costumbres y fiestas del Alto Aragón. Tenía la facultad de embelesar a cuantos lo escuchaban relatar sus cuentos y sus aventuras, vividas o soñadas, con su voz recia, posada, colmada siempre de buen talante y picardía. Por algo se había ganado la amistad y admiración de los críos de la escuela, que tan pronto como tenían un rato de recreo se iban a escuchar los relatos, máximas y refranes del tión, acompañados de cuentos típicos de la tierra montañesa. —¡Buenos días, buenos días, don Manuel! —contestó al maestro—. ¡Qué alegría verlo por aquí de nuevo! ¡Cuántas veces lo recordamos en nuestras alcagüeterías con los amigos y conocidos que vienen a moler el trigo! ¡Pero, por Dios, lo he enfarinado de arriba abajo y le he ensuciado el traje de ir «a comer fideos» a la ermita de Santa Orosial... —le dijo riéndose el tión. —A mí un trabajador no me ensucia nunca, ya lo sabes; al contrario, eso me honra... —añadió el maestro sonriendo y haciendo venir a los demás. Tras la señal que hizo el molinero entraron en aquel tremendo caserón lleno de ruidos, que cesaron en cuanto levantó con una palanca la 304

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tajadera, yéndose el agua directamente al río. Lo primero que hizo don Manuel fue echar una mirada en torno suyo para contemplar lo que ya había visto centenares de veces. Habían pasado varios años, pero todo seguía tal y como lo recordaba de su última visita: el hogar con su fuego, que seguía consumiendo los troncos de cajico traídos por el río cuando se desbordaba; el catre donde el tión se reposaba y dormía las noches de molinada; el armario repostero en el que se encontraba de todo para hacer comidas y meriendas, lo mismo una pierna de cecina que un kilo de garbanzos, un paquete de café como una botella de cazalla; los dos candiles enormes que alumbraban la estancia, chisporroteando con frecuencia cuando disminuía el aceite que contenían; las sacas con la boca abierta, como esperando engullir la harina que caería de los tamices; los cristales de la única ventana, por donde entraba la luz del día, que seguían con el adorno de sus cenefas bien tejidas por las arañas... Sobre las vigas de cajico enormes que sostenían las maderas del techo se podía ver de vez en cuando a algún ratoncito completamente blanco por la harina. Esto era lo único que hacía enfurecer al molinero, obligándolo a poner cepos por todas partes sin muchos resultados, lo que le hacía decir: «Estos ratones ya se las saben todas». El tión quería obsequiar al maestro como se lo merecía, por eso había colocado sobre la mesa maciza (un cajico serrado por medio) algunas vituallas y bebidas. Allí había de todo: jamón serrano, cecina del puerto, longanizas, chorizo, medio ternasco ensartado en un largo espedo, y del lar colgaba una marmita que contenía sopas con patatas y sebo de ternasco (la comida de pastor) y que despedía un agradable olor gracias a los condimentos que se les añadían para hacerlas más sabrosas. Junto a las brasas del fuego se podían ver varios pimientos morrones asados, preparados en una fuente con ajo, perejil y aceite de oliva; unas hermosas patatas asadas humeaban un poco más allá; al lado de un queso enorme traído por un amigo del valle de Tena, un porrón y una bota enorme esperaban calmar la sed de los invitados, y dos roscones quedaban sobre la cadiera. 305

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En fin, todo estaba preparado para el festín con el que el molinero demostraba saber recibir con cariño y respeto a los amigos muy apreciados. Recepciones de aquella categoría se hacían pocas en el molino, se reservaban solamente a invitados especiales, como se consideraba al maestro para darle una idea del reconocimiento que existía por todo lo que había hecho por la gente del pueblo y la importancia que sabían dar los montañeses a todo lo referente a la cultura, la instrucción y el adquirir conocimientos que hicieran de ellos personas semejantes a las que habitaban en las ciudades. Allí se habló aquella tarde de todo: la situación económica del país y los problemas sociales; la represión contra los sindicalistas que defendían una causa justa, la de los explotados, como era el caso en el Barrio; las luchas contra las sociedades capitalistas, venidas algunas del extranjero, sin olvidar la situación caótica de los campesinos, asfixiados y expoliados hasta la médula. Pero como no se trataba de una tertulia electoral aquel día pronto las conversaciones se orientaron hacia los asuntos de cada cual, las fiestas de los pueblos, las cacerías, los casamientos, las apuestas del tiro al barrón y un sinfín de comentarios, algunas veces «verdes» y pícaros, sobre todo por parte de los más jóvenes, que ofrecían detalles nacidos más de su imaginación que de la realidad..., y eso que andaban cohibidos al decir ciertas cosas frente al maestro, que con una mirada inquisidora los hacía «entrar en vereda». Sin embargo, lo que más importancia tenía aquel día para todos ellos era la romería de Santa Orosia: la subida al puerto, la procesión, la misa, los encuentros con parientes y amigos a quienes no se había visto desde el año anterior, sin olvidar a los danzantes de Yebra y los demás actos folclóricos, todo lo típico que allí tendría lugar. Para el tión, que no podía subir al puerto, la fiesta daba comienzo ya aquella misma tarde, y como prueba sacó su guitarra —que sabía rasguear bastante bien— y comenzó a entonar algunas de aquellas joticas clásicas que acompañaban a coro los comensales, mientras algunos, «bien alum306

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brados por el vino de Poleñino» —como decía el molinero—, empezaron a bailar la jota pero sin seguir compás alguno... Y así estaban cuando se dieron cuenta algunos de que las sombras nocturnas habían empezado a invadir el bocal del río Basa y era necesario regresar «cada mochuelo a su olivo», como dice el dicho, si querían evitarse los casados una buena reprimenda de «la costilla»... Algunos dijeron: «¡Hasta mañana en la ermita!», y otros: «¡Adiós, hasta las ferias de Ayerbe!». Don Manuel se despidió de todos y abrazó con fuerza al tión, que le devolvió el abrazo con más fuerza y muy emocionado. Hasta le pareció ver al maestro una lágrima que se deslizaba por su cara enfarinada. Emprendió el camino del pueblo y aún pudo escuchar las joticas que cantaban los de Rapún atravesando el Gállego. Luego el silencio se adueñó de aquellos lugares maravillosos y el hechizo de la noche inundó el lugar, que con la luz del día o del pálido resplandor de la luna continuaba siendo uno de los rincones maravillosos que poseía el Alto Aragón. Don Manuel, junto a Florencio, el Cojo, también tomó el estrecho camino del pueblo, tropezando aquí y allá, algunas veces debido a los zaborros que había sobre el mismo y otras por haber «empinado el codo» un poco más de lo acostumbrado... Unos minutos más tarde se dejaba caer en la cama de casa Batanero, agobiado por aquella jornada de barullo, de mucho charrar, de encuentros emocionantes, de oír cantar coplas con voces desgañitadas y, sobre todo, de las palmadas y sacudidas recibidas de amigos y conocidos junto a los cuales había compartido tiempo atrás su vida, sus problemas, sus alegrías y sus preocupaciones. Sobre las 6 de la mañana se oyeron las primeras voces del señor Francisco ordenando levantarse a todo el mundo en aquella casa que debido a la romería había tomado el aspecto de una posada, pues había invitados de todas partes. Mientras sus hijas, Pilarín y Luisa, preparaban las sopas de ajo, el jamón y los huevos fritos para el almuerzo, el amo de casa se fue a las cuadras para sacar al patio sus machos, los de 307

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los invitados y la yegua que llevaría a don Manuel hasta Santa Orosia. Como cada año, y para demostrar que aquel era un día señalado, los machos y la yegua fueron engalanados con los aparejos más vistosos: cabezanas, cinchas, riendas..., con clavos dorados, flores de diversos colores y hasta unos cascabeles que sonaban al mismo tiempo que los pasos dados por los animales. Se reunieron en la plaza con los de casa Chaparro y los de casa Lasaosa, que también iban a la romería como cada año, y así emprendieron el camino de Yebra, a donde llegaron media hora más tarde. Como le había sido reservada para él, don Manuel cabalgaba sobre la yegua. Tenía así la apariencia de un caballero andante o de un hidalgo, como aquellos que se podían contemplar en los libros de historia de España o en los relatos de aventuras. Gentes que seguían el mismo camino se unieron a ellos, algunos de los pueblos vecinos, otros venidos de tierras lejanas que acudían a la ermita de Santa Orosia con algún familiar enfermo o lisiado para participar en la procesión y pedirle a la santa que los curara de sus enfermedades o parálisis. En Yebra el bullicio era indescriptible. El pueblo estaba invadido por un gentío que andaba de un lado para otro, preparando algunos la procesión para subir al puerto mientras otros daban el último toque a sus engalanadas monturas, sin olvidarse de rellenar las alforjas... Los danzantes estaban ya aderezados o lo iban haciendo con la minuciosidad que requerían aquella fiesta y sus ritos, controlando hasta el más pequeño botón de su indumentaria baturra, con sus fajas y otros ornamentos clásicos, todos tocados con sus sombreros característicos, adornados con flores y cintas multicolores en su copa, sin olvidar las ajorcas provistas de cascabeles que daban el ritmo al baile y a los saltos y entrechocar de sus palos. Entre los mozos que componían el grupo de once danzantes don Manuel reconoció a tres de los que cuando tenían 12 años habían recibido de él clases particulares, cuando se desplazaba especialmente pa308

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ra ello desde El Puente hasta Yebra (los componentes de aquel grupo debían de ser oriundos del pueblo). Imposible de describir la alegría que tuvieron aquellos zagales al ver a su antiguo maestro, mostrándole orgullosos cómo habían llegado a ser dignos de aquel galardón que representaba ser «danzantes de Yebra». Y para darle una idea de su destreza ejecutaron algunos pasos de aquel dance del siglo xvn —bailado en honor de santa Orosia—, acompañados por el son agradable del chiflo y del chicotén. Dejaron pasmado al maestro por la virtuosidad que denotaba su dance y por su virilidad, bien diferente de la que él guardaba en su memoria de aquellos zagalicos parecidos a los sarrios de las montañas vecinas. Por fin se puso en marcha la romería. Las autoridades eclesiásticas rodeaban a los cuatro mozos que transportaban en andas la cabeza de la santa conservada en Yebra desde tiempo inmemorial. Seguían otros mozos con las reliquias y el grupo de danzantes, que sin cesar, incansables, animaban la procesión honrando así a la Virgen patrona del pueblo. Detrás de ellos iban las gentes a pie y más atrás otros subían montados sobre el lomo de sus machos y yeguas engalanadas. El trayecto del pueblo al puerto era durísimo, cerca de 2 horas y media por un camino pedregoso antes de alcanzar el santuario, situado a 1650 metros de altura, junto a un hermoso manantial, en la falda del pico de Oturía. Se subía despacio, haciendo altos en las diversas ermitas situadas en el camino: San Blas, Santa Bárbara... Al llegar a lo alto del puerto, cerca de la ermita, se reorganizó la procesión detrás de las andas y las cruces de toda la comarca, que se habían concentrado allí como cada año se venía haciendo. Al final de la procesión venían las familias que acompañaban a sus enfermos, aquejados física o mentalmente, que llegaban allí aquel día para implorar a la santa y pedirle que procurara los remedios para la curación de la persona querida. Al ver aquel cuadro don Manuel recordó lo visto hacía ya años en la misma romería: mujeres avanzando de rodillas sobre el camino, en 309

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Romería de Santa Orosia. (Foto: Enrique Satué).

los últimos metros antes de llegar a la ermita; enfermos montados sobre el lomo de un macho o de un burro, atados con cuerdas a los bastes para que no se cayeran cuando les daba algún ataque; cojos arrastrando sus piernas deformes sobre el polvo de la senda; paralíticos tras haber sufrido un accidente, como la coz de un macho o de un buey... En fin, imágenes equivalentes a las que en algunos relatos describían las miserias físicas y morales de familias desamparadas. Como se había previsto la víspera, en Yebra se encontraron con la familia de la novia de Álvaro, bastante numerosa por cierto, que subían con la romería sobre todo para conocer al novio de la María Luisa. Aquello les importaba más que las oraciones a la Virgen o el cumplir el ritual impuesto... Junto al santuario se concentraba un público incalculable que el maestro pensó andaría por las 2500 personas. Hombres, mujeres y críos 310

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vestidos con trajes nuevos, camisas de hilo o de lino blanquísimas, sin olvidar los zapatos de buena calidad, excelentes, aunque debido a la rigidez del cuero ocasionaban dolencias en los pies y aumentaban así el número de cojos que seguían a la romería... (naturalmente estos últimos sufrían por querer presumir, no por deficiencia física). Solo un puñado de romeros pudo entrar en la ermita, pasando bajo un arco que hacían los danzantes con sus varas; el resto quedó fuera esperando el final de la misa. Hay que decir que la gran mayoría de los romeros subían al puerto para pasar un buen día de juerga, de alegría, olvidando las pejigueras de la vida cotidiana, y para encontrarse con familiares y amigos. El rito era católico, cierto, pero la fiesta en general resultaba «totalmente pagana», como le gustaba decir al cura de Sabiñánigo. Salvo una pequeña parte de aquel gentío, fieles seguidores de los homenajes religiosos a santa Orosia, la mayoría se daba por completo a otro ritual más importante y que nada tenía que ver con el espiritual: el de la lifara. ¡Aquel sí que era sagrado para la gente! De lo que menos se ocupaban aquel año, como de costumbre, era de venerar a la santa, aunque todos respetaban las creencias y oraciones que se le ofrecían. Allí se venía aquel día «para subir de romería al puerto de Santa Orosia acompañando a la procesión que honraba a la santa patrona del pueblo de Yebra», pero aquella veneración duraba un par de horas solamente y, terminada la misa para los que mantenían su fe y creencias, y tras haber aplaudido a los danzantes, que continuaban con su demencial dance, todo el mundo se sumaba al barullo para no pensar más que en la preparación de las lifaras: fogatas para asar carne y longanizas; mandiles de lino y manteles extendidos sobre el césped sobre los que se depositaban todas las vituallas traídas del valle, entre las que destacaban jamones, chorizos y cazuelas con lomo de cerdo en conserva; botas enormes, que daban cabida a varios litros de vino tinto y blanco, protegidas del sol o puestas a refrescar en el manantial, junto a la ermita; panes enteros con una corteza color de oro cocidos la víspera; quesos de oveja traídos de Ansó y de cabra de los pueblos veci311

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nos; tortas de todas clases y sobre todo roscones que brillaban al sol; en fin, allí había de todo y para contentar al estómago más exigente. Las adoraciones a la Virgen habían terminado, pero para el dios Baco solo acababan de empezar. ¡Y aquellas sí que serían seguidas con total «devoción»!, como decía el alcalde refunfuñando. Don Manuel, junto al Batanero, que era el fiel prototipo del montañés pirenaico y a quien nada se le escapaba, contemplaban aquel gentío, escena campestre digna de figurar en un cuadro de alguno de los grandes pintores clásicos. Al tiempo que observaban todo iban haciendo los oportunos comentarios, pues allí se hablaba de todo: se relataban sucesos de todo tipo, se fraguaban proyectos y tareas múltiples, se construían «castillos en el aire» que jamás verían la luz, se iniciaban relaciones entre jóvenes de distintos pueblos que acabarían «en agua de borrajas» debido a los kilómetros que los separaban (aunque de vez en cuando alguno salía bien), se contrataban esquiladores para el ganado lanar y se apalabraban ya criados para San Miguel, tratantes de mulas y bueyes se daban cita en las ferias de Ayerbe para hacer negocios, y no digamos nada de lo que representaban las discusiones políticas, aunque muchos «no comprendían una gorda», pero era un tema aquel año muy presente debido a las convulsiones sociales, las huelgas y las desilusiones de todo tipo. De las reliquias de la Virgen, ni aun los curas se preocupaban. Solo un grupito de familias desgraciadas, de aquellas que habían traído a uno de los suyos enfermo o paralítico, permanecían junto a la puerta de la ermita como esperando el milagro solicitado con sus oraciones, totalmente ausentes de aquellos regocijos puesto que para la mayoría de ellos la romería de Santa Orosia representaba un verdadero calvario. Antes de que empezaran las comilonas aprovechó el tiempo el maestro para intercambiar ideas, proyectos políticos e iniciativas con sus compañeros allí presentes y con responsables de organizaciones sindicales venidos de Sabiñánigo, Jaca, Biescas y hasta de Huesca, llegados allí para festejar a santa Orosia a su manera; es decir, analizando 312

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la situación, que cada día iba haciéndose más difícil para el campesinado y los obreros. Allí se propusieron ya plantes, huelgas y protestas diversas para conseguir la libertad que se anhelaba, respetando las leyes y los proyectos republicanos por los que habían luchado la mayoría hasta conseguir un régimen democrático que por aquel entonces los defraudaba completamente. Allí no se tomaron decisiones para las demostraciones políticas y sindicales, aquello no era un congreso, pero sí se dieron cita unos y otros en la capital provincial para antes de que empezara el invierno. Pero, por encima de todo, aquel día en el puerto reinaba un ambiente de fiesta que nada debería entristecer, ni siquiera estas preocupaciones. Así, algunos jóvenes se acercaron a don Manuel para proponerle que durante la tarde participara en el tiro al barrón que se había organizado en una era del pueblo. Sabiendo que él había practicado mucho aquel deporte cuando estaba de maestro en El Puente, deseaban verlo en acción, y naturalmente no olvidaron invitar también al Batanero, durante varios años vencedor absoluto de todos los campeonatos regionales o comarcales. Terminada la lifara y con el estómago bien repleto de sabrosos alimentos, de vinos diversos y de licores, la muchedumbre emprendió el camino de regreso a Yebra, donde iban a dar comienzo los concursos de jotas, las actuaciones de los danzantes, los bailes al compás de la banda de música venida de Peñaflor y, sobre todo, el concurso de tiro al barrón, abierto a todos los jóvenes que desearan mostrar al público su destreza y sus fuerzas. Esto para los que estaban todavía en condiciones, ya que el haber «empinado demasiado el codo» impidió aquel día a más de uno mantener las apuestas que había hecho... Don Manuel y el Batanero fueron los designados para abrir el concurso, puesto que los dos habían sido ganadores de aquel deporte en diversas ocasiones. El Batanero demostró que pese a sus 60 y tantos años aún poseía un forzudo brazo y una robusta muñeca; en cuanto al maes313

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Jóvenes en el puerto de Santa Orosia, el 25 de junio de 1934. (Amigos de Serrablo).

tro, logró terminar en cuarto lugar, ganando así el roscón que se daba a los principales ganadores, a lo que se añadieron las felicitaciones de sus antiguos alumnos. Para él la principal satisfacción era la de haber participado en aquel juego deportivo que tan popular había sido en Aragón en tiempos pasados y que parecía ir decayendo de año en año en las fiestas de los pueblos. No sin pesar recordó los momentos emocionantes pasados en compañía del siño Paco, el Batanero, cuando participaban en diversas fiestas de aldeas y ciudades del Pirineo ganando campeonatos. Guardaba sobre todo el recuerdo de aquellas jotas que se cantaban en honor de los vencedores, como ocurrió en Fiscal, donde había escuchado la que decía así: El mozo, para ser mozo, ha de tirar a la barra, ha de beber el buen vino y ha de comer carne asada. 314

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Sin olvidar aquella otra dedicada en la tierra baja al primo de su esposa de Poleñino, Manuel Escanero, que era campeón de la región: De la villa de Lanaja t'has llebau la mejor, por güen tirador de barra, pilotaire y rondador. Se referían, claro, a la moza que lo conquistó.

Y así pasaron la tarde los dos ex campeones del barrón, contemplando admirados a los que pese a todo guardaban viva aquella tradición y comentando los buenos tiempos pasados. Pero como todo tiene fin en la vida, y el deber lo llamaba al día siguiente en su escuela, el maestro propuso a sus amigos regresar a El Puente tan pronto se terminara la cena que les esperaba en casa de unos amigos comunes. Salieron ya algo tarde y por el camino encontraron a numerosos romeros que también procuraban alcanzar sus hogares: algunos con bastante dificultad, pues iban bien «alumbrados» —como se decía— por lo mucho que habían bebido a lo largo de la jornada; otros, medio ebrios, se tambaleaban de un lado a otro, y no faltaban los que tropezaban hasta con su propia sombra, que se reflejaba en el suelo gracias a aquella hermosa luna que relucía en tan maravillosa noche de junio. El descanso nocturno fue corto para don Manuel, pero suficiente para recuperar algunas fuerzas, aunque la cabeza le daba zumbidos cuando el siño Paco golpeó en su puerta para advertirle de que la hora de ir a la estación se aproximaba. Comió unas sopas de ajo preparadas por las chicas de casa y metió en su maletín el envoltorio de papel con una tortilla de patata para el camino. Se subió sobre el lomo de la yegua que le habían puesto a su disposición y, acompañado por José, el criado, que iba detrás de él sobre un macho para recuperar la montura al llegar al ferrocarril, salió al trote. Al llegar a la estación de Sabiñánigo, una importante muchedumbre esperaba también el convoy venido de Canfranc. Había viajeros de 315

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todas partes que iban a todas partes: zaragozanos, oscenses, gentes del Somontano o de las Cinco Villas, que se bajarían en Ayerbe para tomar el autobús de Ejea; todos habían venido como él para celebrar aquellas fiestas y pasárselo bien un par de días. No eran las fiestas del Pilar ni las de San Lorenzo, pero sin miedo a equivocarse se podía decir que era la fiesta campestre más importante de la provincia. Se subió al tren y, como no había asientos en 3a clase, se aposentó en 2a esperando que el interventor fuese algún amigo o conocido suyo y no le hiciera «pagar doble». Bien sentado en el tren, «su tren», como le gustaba decir debido a la admiración que sentía por aquella línea férrea, empezó a revivir las horas pasadas en el Serrablo, y en particular los intercambios de opiniones que había tenido con diversos compañeros para preparar acciones reivindicativas frente a la política reaccionaria de los de Madrid... Pero abandonó aquellos pensamientos y se propuso soñar despierto, evocando recuerdos agradables al contemplar los lugares y el paisaje por donde atravesaba el tren. ¡Ya lo creo! Estaba tan molido del tiro al barrón que pronto soñó, pero de veras, quedándose dormido como una toza. Solo los silbidos estridentes de la locomotora lo despertaron al llegar a los túneles de Carcavilla... Un ratico más tarde se apeaba en la estación de Riglos y con paso más que ligero, andando por el borde de la vía, se presentó en el pueblo. Allí lo esperaban los suyos. Doña Rufina, que había abierto la escuela hacía ya rato y empezado la clase, puso a su marido al corriente de todo, aunque las novedades eran mínimas; las tareas del campo en aquella época absorbían las fuerzas vitales de los vecinos, si querían llevarlas a bien. A su vez don Manuel le dio completo detalle de su misión y de la romería.

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De excursión con el maestro

Don Manuel tenía varios proyectos para su escuela aquella primavera, pero, solicitado por un lado, teniendo que acudir a reuniones sindicales por otro, sin olvidar los problemas cotidianos que surgían en el pueblo, ninguno de ellos había podido ser realizado. Los dos principales consistían en visitar los dos lugares que para él, como buen altoaragonés amante de las tradiciones, estaban relacionados con el origen y acontecer cultural de lo que había sido un reino: el castillo de Loarre y el monasterio de San Juan de la Peña. No es que fueran para él los únicos lugares en que se había conservado un patrimonio regional importantísimo, pues los había en las tres provincias; sin embargo, aquellos dos eran los más cercanos y con más facilidad de acceso para los chavales y adolescentes de su escuela. El primero por su historia, pues había sido la fortaleza avanzada del cristianismo frente a los musulmanes de Bolea, Ayerbe, Huesca..., y no había que olvidar los símbolos que en su recinto podían contemplarse, que servían para descifrar y comprender su historia, admirando de paso las maravillas arquitectónicas de su construcción, con su iglesia de cúpula inigualable. El segundo por el lugar de su emplazamiento, sus reliquias diversas, los trabajos allí realizados por los monjes durante las distintas etapas de su fundación y la permanencia en él de personajes de gran renombre que con su saber había aportado testimonios de la historia de Aragón y ciertos fundamentos filosóficos que sirvieron siglos más tarde a historiadores e intelectuales. Como aquellos proyectos quedaban descartados por el momento, el maestro quería terminar el curso anual con una excursión. Tendría es317

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ta como principal objetivo analizar y explicar lo que él llamaba «una lección de cosas», es decir, los diversos modos de cultivo de la tierra en que vivían, las tareas que se imponían a los labradores según las estaciones del año, la meteorología, las semillas...; en fin, todas las actividades cotidianas, privadas o colectivas, que eran llevadas a bien por las familias de todos aquellos pequeñajos, futuros trabajadores del campo. De este interés por lo que rodeaba a la escuela había surgido aquella idea, para la cual solicitó la colaboración del pastor Potaya y del cabrero José, que de mutuo acuerdo se personarían con sus rebaños en las laderas y garganta de la fuente de los Clérigos y en los yermos de Santo Román, lindando con el monte de Linás. La expedición se componía de unos 50 alumnos, chicos y chicas, comprendidas sus edades entre los 9 y los 12 años. Los más pequeños se quedaban en casa, puesto que aquellas actividades se realizaban los jueves, día sin clases. Aquel día se habían unido al grupo su esposa, doña Rufina, y dos mocetes y una moceta de aquellos que actuaban en el grupo de las comedias, aportándole así su ayuda y vigilando las andanzas de aquel indómito grupo, al tiempo que transportaban sobre sus espaldas las alforjas con las vituallas necesarias para la comida y la merienda. Nada faltaba: jamón serrano de casa, chorizo, sardinas de lata, queso montañés, unas cuantas tortillas que doña Rufina había cocinado ayudada por Marieta y hasta unas naranjas compradas la víspera a un quinquilaire que pasaba por el pueblo con su borrico cargado de fruta. También había llevado doña Rufina varias tabletas de chocolate para preparar una chocolatada a las 4, la hora de la merienda. Este era el más apreciado de los manjares para la gente menuda, sin olvidar las tortas de bizcocho con que «mojar» en la chocolatera. (Lo que apreciaban sobremanera los granujillas, además del chocolate, claro, era poder repartirlo con los ojos vendados, una de las distracciones más apreciadas en las veladas que se realizaban durante el invierno y de las que salían los comensales con la ropa, la cara y el pelo embadurnados). 318

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Andaban deprisa por la senda de la montaña y sobre las 7 y media ya estaban junto al manantial que salía a borbotones al pie de la inmensa roca, de agua cristalina y fresca, la misma que se bebía en el pueblo tras haberse deslizado con quietud por aquella acequia que la conducía hasta el Chorro. El sol pegaba ya con fuerza sobre las rocas del Arcaz, sobre las que se veía a 2 ó 3 docenas de buitres preparados para arrancar el vuelo. Don Manuel empezó la lección explicando lo que representaban aquellas aves, reconocidas ya como animales que debían ser protegidos, pues iban desapareciendo poco a poco diezmados por señoritos cazadores venidos de la ciudad con el único objeto de disecarlos y tener en sus casas un buitre de los Mallos de Riglos. —Si los veis sacudiendo sus alas sobre las rocas que sobresalen, allí donde han pasado la noche, es para aprovechar los rayos del sol saliente, que les permiten calentar su organismo y sus alas antes de lanzarse al aire y aprovechar las corrientes ascendentes del viento hasta alcanzar la altura necesaria, emprendiendo luego su vuelo hacia lugares a veces muy alejados en busca de su pitanza, a veces a más de 80 kilómetros. No olvidéis que son aves de rapiña de más de 1 metro de altura y varios kilos de peso, y que los hay cuya envergadura mide hasta 3 metros. Dirigiendo su mirada hacia lo alto, añadió el maestro: —Como podéis comprobar, anidan en las cuevas del Arcaz, allí donde se ven las manchas blancas de sus excrementos. Ponen sus huevos, enormes si se comparan con los de una gallina, en los mismos huecos de las rallas que tenemos ante nosotros o en los Mallos, junto al pueblo, y allí traen los padres la pitanza necesaria para los buitrecillos hasta que estos pueden volar y buscársela ellos mismos siguiendo a la bandada, pues ya habréis comprobado que siempre se les ve en grupos importantes. Esto ya lo habéis visto cientos de veces cuando vais a molestarlos en el Carnuzal. En nuestro pueblo, y gracias a la situación ideal que representan los Mallos, con sus rocas altísimas, podemos decir que poseemos un núcleo de buitres de los más importantes de España, 319

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de Alberto Casañal músiea

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Himno a Joaquín Costa, publicado en Zaragoza en 1933 con motivo de la Asamblea Constituyente de la Federación Ibérica. (Colección particular, Zaragoza). 320

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pese a que su número ha disminuido en estos últimos años. Es nuestro deber protegerlos para que los ornitólogos puedan venir a estudiar su comportamiento en esta comarca, que tiene en ellos un verdadero tesoro. Y, si a la gente de Riglos les han sacado el mote de «los buitres», debo deciros una cosa: que hemos de estar orgullosos de ser apodados así. Hay que protegerlos también porque son los que se encargan de limpiar los carnuzos, evitando así epidemias que podrían ser muy graves para el hombre. En una palabra, debemos todos protegerlos porque son útiles, como he dicho. No lo olvidéis, vosotros que a veces los apedreáis cuando están limpiando la carne descompuesta de algún burro u oveja muerta —concluyó el maestro, haciendo hincapié en esta última frase. No tardaron en ver aparecer allá lejos, junto a las Matiellas, el rebaño de cabras, «la cabrería del pueblo», conducido por el cabrero. A juzgar por lo rápido que andaban, pronto estarían entre ellos en su paso hacia la sierra. Se podían oír los silbidos y gritos que lanzaba el pastor amenazando a las reses y llamando a sus dos perros para que el rebaño acelerara su marcha y no se esbarrara cometiendo alguna picia, ya que la cabra llevaba fama de ser indómita, rápida y tozuda. Trepaban por todas las rocas, deteniéndose solamente algunos segundos para cortar alguna hierba, sobre todo los brotes de aliagas, seneras, tomillos... Cuando José llegó al lugar donde lo esperaba la clase acorraló su rebaño junto a las rocas, colocando a sus dos perros a los lados para impedir que avanzaran, y como habían convenido empezó a explicar a los zagales cuál era su trabajo y lo que representaban aquellos animales para las familias de todos ellos. Y ello sin perder de vista ni un solo momento a las más astutas, que empezaban a trepar por las rocas cercanas. Se le veía muy satisfecho. Lo que el maestro le había pedido le parecía algo extraordinario, ya que sus actividades no le permitían platicar mucho con la gente. Por algo el tío Pedro José lo había apodado «el cabrero andante». Se apoyó el mentón en la vara de avellano, que era su principal utensilio de trabajo, se colocó la boina de manera que le sir321

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viera para protegerse del sol y con frases rápidas empezó su discurso con ademanes de tribuno romano: —Muchos de vosotros ya conocéis lo que representa la crianza y el cuidado de las cabras, por tener en vuestras casas algunas de las que llevo en el rebaño, pero los que no sois de casa rural no tenéis otro conocimiento de la materia que el de beber la leche todas las mañanas para desayunar. Cada casa de labradores tiene 10 ó 12 cabras en su corral. Por acuerdo unánime de todo el pueblo cada año se contrata a un cabrero. Desde hace ya varios años se me sigue contratando sin problemas y corre de mi cuenta el reunir el rebaño todos los días para conducirlo a pacer a la sierra. A las 6 de la mañana, tras haber hecho tetar a los cabritillos que se quedan en el corral todo el día y haber ordeñado las cabras para preparar vuestros desayunos con su leche, todas ellas son conducidas a la costera de los Mallos, y allí yo me hago cargo de ellas y ayudado de mis perros las dirijo hacia el lugar en que mejor pasto se pueda encontrar. Hay algo curioso, y es que tanto por la mañana como por la tarde no es necesario acompañarlas, cada animal conoce su camino y su corral sin equivocarse, como habréis podido comprobar más de una vez. Una vez salidos del pueblo, es a mí y a mis perros amaestrados a quienes incumbe el conducir a los bichos hacia la montaña, que es el terreno predilecto para ellas siendo que allí encuentran brotes y tallos de aliagas, de senera, de zarzas y otros arbustos. Pero no puedo perderlas de vista ni un solo momento y debo procurar que no entren en ningún almendral, ya que se ponen derechas sobre sus patas traseras y son capaces de no dejar ni una sola rama en los almendros, y lo mismo ocurre con las viñas. Y, aludiendo a la utilidad de estos animales, prosiguió: —Las cabras son importantes para la casa: dan la leche, como he dicho, para preparar los desayunos; tienen a sus cabritillos, que serán llevados a los carniceros de la ciudad para ganar alguna perra; también las cabras se venden para carne cuando llegan a cierta edad, y con sus perniles se hace la cecina que alguno de vosotros debe de llevar en la 322

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mochila. ¿Qué puedo deciros más? —se preguntó el cabrero limpiándose el sudor que corría por su frente debido al esfuerzo realizado—. Pues os diré que es un oficio muy duro: alrededor de 16 horas diarias caminando sin parar entre malezas y rocas, vigilando continuamente para que no se despeñe ninguna o se quede enrallada sobre el saliente de una roca, incapaz de bajarse de ella. Hay que estar atento cuando una hembra quiere parir y ayudarla, y luego llevar su cabritillo recién nacido sobre los hombros todo el día. Se necesitan también conocimientos de curandero, por si se hacen alguna torcedura de pata u otras heridas. Y me olvidaba, también se elabora un queso exquisito muy apreciado por «la gente señorita» con la leche de cabra, aunque aquí en Riglos se va perdiendo la costumbre porque estas tareas necesitan mucho tiempo y trabajo. Contrariamente a los pastores que guardan el ganado lanar, yo duermo todos los días en el pueblo en mi cama, lo que no pueden hacer ellos. Mi comida al mediodía se compone de un pedazo de tocino blanco, un par de sardinas de cubo, media cebolla y un tomate, cuando los hay, y como bebida el agua pura y fresca de los manantiales de la sierra. Si algo he pasado por alto don Manuel os lo explicará; él conoce muy bien la vida que llevamos y lo mal retribuidos que estamos —terminó diciendo el cabrero; luego, poniéndose los dedos en la boca, lanzó dos silbidos agudos y haciendo señas con sus brazos a los dos perros condujo el rebaño de cabras hacia la cima de la sierra. Como esperaban, no tardó mucho en aparecer la cabañada del pastor Potaya por las inmediaciones de la balsa del pueblo. Se oían ya las esquilas de los mardanos que iban en cabeza haciendo de guías para el resto del ganado; en la cola del mismo y con paso lento avanzaba la burra de Botaya, con su carga de utensilios y objetos diversos necesarios para llevar a bien aquel duro oficio, tales como el marcador de hierro, la pez, las hachas y, sobre todo, las ropas de recambio en caso de mojarse tras alguna tormenta o andalucio fuerte, a lo que se añadían las mantas necesarias para cubrirse durante la noche cuando se acostaba sobre la paja en alguna corraliza. 323

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Por el momento seguían el mismo camino que los chavales habían tomado poco tiempo antes y se dirigían, conducidos por el pastor y sus perros, a los campos que había junto a la ermita de Linás, como ya lo habían acordado de antemano el maestro y el pastor, siendo que por aquellos montes había pasto en terreno despejado del que los animales no se moverían en todo el día. Los críos, admirados, se acercaron a la cabaña y cariñosamente acariciaban a los corderitos dándoles pequeños pedazos de pan que les disputaban las madres siguiendo a la gente menuda en espera de los mismos regalos. Potaya adoptó la misma postura que antes el cabrero: apoyado en su larga vara de avellano, sin dejar de dirigir miradas a un lado y a otro para evitar evasiones en sus tropas, empezó a dar sus explicaciones: —José, el cabrero, os habrá hablado ya de lo que representa nuestro empleo, ya que existen algunas similitudes, pero no hay que olvidar que la distinción es total en el modo y maneras empleados para el cuidado del ganado lanar. Casi me atrevería a decir que es preciso tener todo programado: pastos, nacimientos de los corderitos, selección para las ventas, encierros en las parideras, traslados a los campos y propiedades de los amos y muchas otras operaciones necesarias si se quiere tener un buen rebaño. De todo ello depende el tener una cabañada limpia y en perfecto estado, que pueda ser productiva. Las reses que yo cuido pertenecen a seis casas del pueblo que me contratan para San Miguel cada año, y corre de mi cuenta y responsabilidad el dirigirlas a los barbechos y huertas particulares; cuando no hay yerba en ellos, voy al monte del pueblo, pero siempre evitando los bosques espesos y lugares accidentados por los peligros diversos que allí corren las ovejas. Me ayuda un repatán, un zagal un poco más grande que vosotros que se ocupa en general de los cordericos recién nacidos y de las madres que se dejan en el corral durante algunos días hasta que se separan, juntándolos solamente por la noche para que puedan tetar. Personalmente paso tres cuartas partes del año fuera del pueblo haciendo la vida de un ermitaño y regreso a mi casa para dormir ya tarde, de noche, cuando no 324

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tengo que hacerlo en los mismos corrales a causa de la distancia y muchas veces obligado a esperar el nacimiento de algún corderico, pues del estar presente para ayudar a la oveja y evitar que el pequeño sea pisoteado depende su vida. Os puedo dar un ejemplo: hoy bajaré el ganado a Los Arcos, encerraré a las 8 de la noche, me iré a dormir a mi casa tras una hora de andar por las sendas, y mañana a las 5 estaré de nuevo en la hacienda para soltar el ganado; el resto del tiempo pasaré las noches en aquella paridera, por eso podréis ver que llevo sobre la burrica sartenes, trébedes, cacerolas y otras vajillas para hacerme la comida, sin olvidar un cantarico que llenaré aquí en la fuente para tener agua con que beber. En las alforjas llevo una bota de vino, una aceitera de estaño, verduras, patatas, arroz, pan, tocino...; en fin, lo preciso para subsistir una semana, ya que, como está acordado en común con los amos, debo permanecer una semana en una paridera o corral de cada uno de los seis propietarios de que dependo, recorriendo sus campos y barbechos. También observaréis que en la parte trasera de la albarda hay unos cuévanos de esparto que cuelgan de ambos lados y sirven para transportar a los animalitos nacidos durante el día, ¡cuando menos se lo espera uno!... Después, fue comparando su oficio con el de cabrero, que habían conocido antes: —Las cabras tienen que ser ordeñadas todos los días en el lugar, las ovejas no, pues hace ya muchos años que no se fabrica queso de su leche por esta comarca. Estas son reses que sirven para criar los temascos que serán vendidos para las carnicerías de Ayerbe, Huesca o Zaragoza; de ahí que podamos pasar días y más días sin necesidad de regresar al pueblo. Cada animal lleva una contramarca para poderlo identificar y saber quién es su propietario; la primera se hace en la oreja, mediante una hendidura o un corte, luego con pez caliente se les aplica sobre la lana la inicial del propietario o de la casa a que pertenecen. Un buen pastor debe conocer todos esos principios y los cuidados que las ovejas requieren cuando están enfermas o con problemas y, so325

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bre todo, cuando llega el momento de expeler el feto que llevan concebido en su vientre. Como los zagales lo miraron con caras de incomprensión se puso a reír a carcajadas, lo mismo que el maestro, y añadió: —Bueno, quiero decir cuando llega el momento de parir... Hay que saber hacer de veterinario, dándoles algún jarabe y potingues de los que llevo cuando caen enfermas. ¡Y no digamos nada de los sudores que nos procuran cuando se rompen una pata y hay que ponerles tablillas sobre las roturas, bien atadas hasta que al cabo de unos días sus huesos vuelven a soldarse! Es preciso estar siempre atentos y no dormirse, pues ha ocurrido más de una vez que por descuido una oveja ha parido en un rincón y se ha quedado allí hasta el día siguiente, y cuando se ha regresado en su busca las rabosas o algún águila habían degollado al corderico, haciendo del pastor el único responsable. Iba a continuar sus explicaciones, pero el zagal de Polinario lo interrumpió para preguntarle: cómo cuenta usted el ganado? Porque, según dice mi padre, usted no sabe de letras y tampoco sumar y restar. Aquí fue el maestro el que tomó la palabra para explicar: —Ya os he dicho varias veces que Potaya no sabía leer ni escribir, pero en cambio sabe contar mejor que nosotros y con más rapidez; no conoce las cifras, pero su ganado lo cuenta cada noche cuando lo encierra en el corral sin equivocarse..., ¡lo que yo soy incapaz de hacer! Es la fuerza de la costumbre y la voluntad que él tiene para llevar a bien todo lo que emprende. Señor Potaya: enséñeles cómo fabrica las cucharas, tenedores y espátulas con la madera de boj. De una de las alforjas sacó el pastor varios trozos de aquella madera amarillenta, que parecía muy seca, y empuñando su navaja puntiaguda empezó a dar forma a lo que sería una vez terminada una cuchara. Potaya estaba orgulloso de hacerles aquella demostración y les enseñó los objetos que ya tenía terminados; de la albarda de la burra sa326

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có un bastón también de boj muy pulido sobre el que había esculpido algunas de las figuras míticas que podían contemplarse en el altar mayor de la iglesia del pueblo. Les enseñó también el rosario, cuyas cuentas estaban separadas con figurillas imitando a santos. El maestro y él platicaron largo rato comentando asuntos diversos, y el pastor tenía para cada uno una opinión bien formada, cuando no sentencia de filósofo, que precisamente era así como el maestro lo consideraba por su sabiduría. No era un intelectual salido de una gran universidad, ni abordaba problemas metafísicos incomprensibles para él, pero todos los problemas que la dura vida del campo acarreaba a las gentes, las preocupaciones, los escollos que era preciso esquivar, todo, todo pasaba por su mente, haciéndolo conocedor de todos los riesgos, y también el encontrar más de una vez los remedios físicos a ciertas situaciones morales, porque aquellas materias ya eran «harina de otro costal». No leía el pastor ningún periódico, ya que no sabía, pero lograba hacerse leer a veces los que envolvían el bacalao por alguno de sus hijos, que iban a la escuela de don Manuel, y aquello le servía para estar al corriente de todo aunque fuese con retraso. En cuanto a los sentimientos humanitarios y otras virtudes, los tenía como ningún otro vecino del pueblo. Se daba cuenta de sus fallos y por eso aprender era la palabra mágica que tenía en los labios, hasta tal punto que había decidido que en el invierno del 35 al 36 asistiría a las clases de adultos que daba don Manuel, y eso pese a los 40 y tantos años que tenía. Llegó la hora del mediodía, en que todo «el ganado de dos patas» —como decía Potaya— esperaba ya con ansias poder atacar su comida de campo, pues, aunque algunas veces comían con sus familiares cuando cosechaban, no tenían los bocadillos el mismo gusto ni el mismo volumen, y tampoco lo hacían en el mismo ambiente que en ocasiones como aquella. El regocijo era general y aumentó cuando tuvieron la sorpresa fenomenal que Potaya había preparado, consistente en hacer una gran sartenada de migas, para lo cual se había levantado a las 5 de 327

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la mañana, había cortado un pan entero de sopas y, tras humedecerlas, las había colocado en un talego que sacó de sus profundas alforjas. Habitualmente las hacía con sebo de ternasco, pero aquel día había traído longaniza de casa Tadioso, que cortó en pedacitos pequeños, y lo mismo hizo con una cabeza de ajos, así todo el mundo podría comerlas. Encendió un buen fuego junto al manantial, recomendando a los pequeños que no hicieran hogueras en el monte si no era cerca de una fuente o un barranco con agua para evitar incendios. Colocó los trébedes sobre el fuego y encima puso su enorme sartén, que debía de andar por los 10 litros de capacidad. Cuando el sofrito estuvo a punto vertió sus migas, después de haberlas mezclado bien en el talego. Como Potaya tenía un buen ojo para calcular todo, propuso que cada comensal recibiría cuatro cucharadas de migas y luego meterían mano a los fiambres que cada uno traía de su casa. Todo fue devorado con rapidez y agrado, no dejaron ni una migaja de pan por el suelo, lo que hizo exclamar a doña Rufina al limpiar la placeta: «¡Esta prole no ha dejado ni un pedacito de pan para las grallas que vendrán más tarde!». Terminada la comida el pastor arreó su ganado por una de las sendas que conducían hasta Los Arcos. Don Manuel le dio las gracias por su colaboración y se quedó unos minutos admirando la reata de ovejas blancas, que parecían una hebra de lana tendida sobre los romeros y los bojes. El maestro se lió un cigarrillo de cajetilla, echó unas bocanadas y llamó a sus alumnos para que se pusieran alrededor de él: —En una sola lección de cosas habéis aprendido hoy más que en 5 semanas en la escuela, y estoy convencido de que os servirán estos conocimientos para cuando seáis más grandes y tengáis que ocuparos de vuestros bienes familiares. No obstante, os propongo que mañana me hagáis un comentario de todo lo aprendido, y si lo hacéis con seriedad y esmero os prometo que volveremos a salir de excursión al final del verano. Como había prometido doña Rufina, a la hora de la merienda se hizo la chocolatada. Cuando estuvo a punto cada uno iba mojando su 328

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bizcocho en la chocolatera, y así que no quedaba más que un cuarto de su contenido se dio comienzo a la distracción, que consistía, como se sabe, en taparse los ojos con un paño y dar una cucharada de chocolate al compañero sentado enfrente. Normalmente se ponían siempre un crío y una cría, y así se hizo aquel día. Pronto estallaron las risas y los gritos, viendo cómo los dos primeros contrincantes se llevaban las cucharas a los ojos, a la nariz, al pelo, a las orejas y por toda la cara en general, y el chocolate, al que se había añadido más líquido, fluía por el cuello y las camisas... ¡Incluso los había que habían embadurnado hasta los calcetines! ¡Aquello sí que era una juerga para todos, y los más traviesos eran los más «untados»! El maestro y su esposa la gozaban riendo a carcajada limpia. Pero pensaban también en el trabajo que esperaba a las madres, claro que como aquellos juegos formaban parte de las distracciones tradicionales del pueblo nadie se ofendía ni los tomaba a mal. «Con una buena jabonada todo quedará nuevo», decía el Marianico riéndose de ver a su hermano pequeño hecho un eccehomo. Al final los que más embadurnados estaban se lavaron como pudieron con el agua del manantial de la fuente de los Clérigos. Cargaron con sus mochilas y emprendieron el regreso al lugar por el mismo camino por el que habían venido. Andaban despacio, contemplando el decorado que se levantaba a su alrededor: pájaros, buitres, grallas y picarazas, rocas grises brillando al sol, pinares que despedían un olor embriagador..., sin dejar de observar aquí y allá los saltos de las ranas que se escondían en la corriente al acercarse a la acequia del pueblo, aquella que se limpiaba para Santa Cruz, de lo cual también les habló el maestro, al igual que iba explicándoles el uso que se hacía de los árboles y arbustos, sin olvidar las virtudes de plantas como el espliego, el tomillo, el romero, la manzanilla y otras que servían para fabricar perfumes y para hacer tisanas que las abuelas preparaban cuando alguno de ellos andaba con dolores de vientre o de cabeza. 329

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Todos hacían preguntas que el maestro iba contestando, algunas interesantes, otras llenas de malicia y de ironía. Así, el Alejandro, el más espabilau y el más travieso de la clase, al salir del desfiladero del Arcaz le preguntó a don Manuel: —Dígame, don Manuel, ¿es por estas gargantas por donde pasan las brujas que vienen del pico de Gratal y de las ruinas de la Virgen de Linás? Según mi abuela, que nos cuenta sus andanzas, este es el camino que debe evitarse al caer la noche... —Pero, ¡cacho animal!, si las brujas se desplazan montadas sobre una escoba de senera, como vemos en los dibujos de los cuentos. ¿Qué necesidad tienen de pasar por estos desfiladeros? Van por encima de las rallas de Santo Román para celebrar sus aquelarres en la cueva Cirila... —contestó el maestro lanzando una carcajada que fue general, en tanto que el Alejandro se sentía ufano: había acertado con su salida. Al llegar junto al barranco d'o Riu oyeron cantar al tío Pedro José, que al verlos se calló para saludar a los maestros. Estaba subido sobre una escalera de aquellas que se empleaban para coger las olivas y que había colocado apoyada en el alero de la ermita de Santa Cruz. Se le veía cubierto con una careta de colmenero, lo que daba idea de que andaba a vueltas con sus abejas. Al mismo tiempo que les advertía del peligro que había al acercarse a la ermita, empezó a dar explicaciones de lo que llevaba entre manos aquel día. De su abejar, situado un poco más abajo, en la ladera de su huerta, se había marchado un enjambre siguiendo a una reina, como ocurría casi cada año en la época de la primavera. Y, como siempre, se apiñaban unas sobre otras en los aleros de un tejado o en las ramas secas de algún olivo o almendrera, semejando un enorme racimo de uvas negras. Por aquella época era necesario vigilar el abejar casi cada día para poder ver hacia dónde se desplazaban las abejas en busca de un lugar para crear un nuevo enjambre, y tan pronto como se las veía apiñándose unas sobre otras, como ocurría aquel día, era preciso recogerlas, te330

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niendo mucho cuidado de no estropear o matar el conjunto y evitando por todos los medios el ser fizado. Buena ocasión aquella para don Manuel, pues le permitió explicar cómo se llevaban a bien aquellas tareas para producir la riquísima miel. En Riglos el único apicultor que quedaba era el tío Pedro José, y su abejar era famoso tanto en producción como en calidad. Por eso lo cuidaba con más esmero del que ponía con los demás animales que criaba en casa. Cada año, cuando pasaban los cesteros por el pueblo, se hacía confeccionar varias colmenas de caña o mimbres que guardaba almacenadas para instalar en ellas en el momento oportuno las abejas que se dispusieran a crear su nueva «república». Y pensando en aquello de república le vino a la mente al maestro un pasaje del Quijote: —¿Quién se acuerda de aquel pasaje del Quijote donde se habla de las abejas? —los críos se quedaron con la boca abierta sin poder contestar—. Pues acordaos, porque os la he repetido más de una vez: «En las quiebras de las peñas y en los huecos de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas» —terminó diciendo el maestro, satisfecho de sí mismo (lo que no les dijo es que aquellos párrafos del Quijote lo habían hecho sudar un día, en que era examinado en la Normal...). Continuó explicando cómo el tío Pedro José adormecía a sus abejas quemando sobre una sartén vieja las boñigas secas de los bueyes, cuyo humo hacía perder la malignidad de las (izadas. Dentro de la colmena, bien tapada con buro, pondría el hombre un par de panales de miel, y luego ellas mismas continuarían el trabajo al ser creado aquel nuevo enjambre. En el otoño abriría cada colmena para retirar la miel y la cera, operación que necesitaba de gran destreza y conocimientos. Finalmente vendería el producto a un comerciante que cada año venía por el pueblo recogiendo la mercancía, el cual a su vez la metía en botes de cristal para venderla en las tiendas de la ciudad. Había que reconocer que era un trabajo meticuloso, pero que no asustaba al tío Pedro José porque era una de sus pasiones. 331

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La camarilla siguió su camino hacia el pueblo, y aún hicieron un nuevo encuentro: cuatro jornaleros que, requeridos de «vecinal», iban cortando las zarzas, aliagas y otras malezas que crecían al borde del camino. Era también un trabajo que debía llevarse a cabo cada año, con objeto de que al pasar los burros y las yeguas cargados con los fajos de mies para llevarlos a las eras no dejaran agarradas docenas y docenas de espigas. Doña Rufina no hizo ningún comentario al verlos, pero aquello desbarataba en parte su proyecto de recoger aquellas espigas perdidas unos días más tarde, y eso sí que era un problema pues contaba con aquella «cosecha» para recoger un par de fanegas de grano, como cada año. Llegaron al pueblo cansados todos, pero satisfechos: el maestro por haber conseguido enseñarles nuevas facetas de lo que era el trabajo diario en aquel medio rural; los alumnos por haber aprendido nuevos conocimientos sobre lo que era la vida en el campo, la que llevaban la mayoría de los suyos para lograr obtener cuatro perras que les permitieran vivir. Había alumnos que estaban satisfechos también de haber escuchado las conclusiones de su maestro, denunciando la opresión y las dificultades de todo tipo que se alzaban frente a los campesinos y obreros. No quería hacer política con los críos y detestaba el adoctrinamiento, pero sus sentimientos, sus ideas de justicia, le obligaban a abrir los ojos de la gente menuda. No había allí míseros que murieran de hambre; sin embargo, la lucha por la vida en cada casa de labriegos, obreros y jornaleros era dificilísima. La mayoría no podían cuidarse cuando estaban enfermos y para más de uno aquella vida acababa en el Coscollar (así se denominaba al cementerio del pueblo). Se podía criticar al maestro, pero la realidad era así, y esto, se decía don Manuel, nada ni nadie podrá impedirme que lo enseñe. En la plaza del pueblo se dispersó todo el mundo. Cada crío salió corriendo hacia su casa, lo que hizo pensar a don Manuel que los chavales, como las cabras, conocían muy bien el camino de sus hogares.

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Las vacaciones, nuevos afanes y labores

Mientras que para unos se acercaban los días más afanosos del año, para otros eran los de las vacaciones de verano, los de la total libertad, los de correrla a voluntad. Como se puede comprender, estos últimos eran los alumnos de don Manuel, aunque muchas de las familias los empleaban para pequeñas tareas tales como regar los huertos, cuidar los bueyes y los burros, ocuparse del corral casero, con cerdos, gallinas y conejos, y alguna otra, pues ocupaciones no faltaban para todo el mundo. El maestro aprovechó los primeros días de aquellas vacaciones para instalar en la escuela su biblioteca, gracias a varias estanterías que él mismo había construido, ya que tenía bastantes nociones de aquel oficio, lo mismo que del de albañil, por haberlo practicado cuando era chaval, antes de ingresar en la Escuela Normal. Bastaba con decir que todos los muebles de su casa se los había fabricado él mismo: desde la cama hasta la mesa del comedor y las alacenas y mesillas de los dormitorios. Hasta entonces había amontonado los libros unos sobre otros en un rincón del armario donde se guardaban las plumas, lapiceros, tizas, cuadernos, mapas y papeles. Pero su ilusión era poseer en la escuela una verdadera biblioteca, digna de ese nombre, con libros clásicos, educativos y de los mejores autores españoles y extranjeros traducidos al español. Quería algo que al enseñarlo a compañeros o visitantes de su escuela quedaran estos perplejos por su contenido. Era un poco de vanidad, y lo sabía. Sin embargo, se decía que si el instruirse era un de333

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fecto él prefería tenerlo, que no el de saberse ignorante de muchas cosas con el único objetivo en la vida de ver deslizarse el tiempo. Había libros que se los había pagado él mismo, sobre todo cuando estudiaba en la Normal y su tío, el cura, le regalaba unos reales para las fiestas; otros los había conseguido participando en concursos diversos, y hasta los había adquiridos con los cuartos ganados tras un campeonato de barrón que, como el de Fiscal, le había sido muy bien pagado. Solicitaba de la Diputación Provincial subvenciones para adquirir libros y documentos que la mayor parte de las veces le eran denegados pero que, dada su tenacidad de altoaragonés, aprendida de las gentes de la tierra, y a veces para sacudírselo de encima, acababan por otorgárselos. También había invertido más de un real de los recaudados en las sesiones de teatro ofrecidas allí y en otros pueblos. Otras veces intentaba conseguir ejemplares del propio Ministerio de Instrucción Pública, apoyado por su sindicato (la FETE); y hasta lograba obtener algo de dinero del propio alcalde del pueblo, que siempre alegaba «que no tenían una perra en las arcas del ayuntamiento», pero don Manuel lo conocía muy bien y sabía que al final cedería, sobre todo cuando le echaba en cara los trabajos que él hacía para el pueblo sin pedir jamás un chavo. Así llegó a tener en aquellos momentos más de 250 ejemplares diversos que iban de Joaquín Costa y López Allué a Blasco Ibáñez y Pérez Galdós, pasando por numerosos otros autores españoles, y de los extranjeros desde Dostoievski a Émile Zola y Alejandro Dumas, sin olvidar al rey de los libros: el inmortal y clásico Quijote. «Había de todo y para todos los gustos», como se complacía en decir don Manuel. Terminó su instalación el primer día de sus vacaciones de aquel verano de 1935. Cuando hubo colocado el último libro en la biblioteca se sentó en el borde de una mesa de los alumnos, en medio de la sala escuela, y contempló con orgullo mal disimulado su trabajo. Ahora sí que podía sentirse satisfecho del cumplimiento de su deber de «educador de las masas» 334

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EN LOS AÑOS 1935 -36 EL GOBIERNO RAOUL CHIST/ :REO 1000 ESCUELAS

11000 ESCUELAS

ETE Cartel ilustrativo de lo que representó la República en materia de instrucción pública.

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—como se decía en los medios políticos—, ya que ahora podría extender mucho más sus lecciones y enseñanzas, entre críos, adolescentes y hasta alguna persona mayor a quien había enseñado a leer. Lo primero que le vino a la mente fue cómo enriquecería el decorado aquella estantería repleta de ejemplares en la nueva escuela y en lo que pensaba sería una sala magnífica llena de luz, pero que se hallaba todavía en construcción. Sacó su petaca, se lió un cigarrillo y al exhalar la primera bocanada de humo, una vez encendido, se dijo en voz alta: «Sí que vale la pena batirse el cobre por la instrucción, como lo hacía Costa, y también por la República, sin la cual no habría conseguido nada de esto». Y se fue a un huerto que necesitaba muchos cuidados en aquellos momentos, pues las hortalizas estaban muy avanzadas y, algunas, buenas ya para consumir. Allí tenía toda clase de hortalizas: coles, acelgas, ensaladas, judías tiernas, patatas y otras plantas comestibles. Huerto destinado para el maestro no había, el que tenía era el que había dispuesto la Alcaldía para el cura del pueblo, pero ningún párroco de los instalados en él desde hacía lo menos 10 años había querido cultivarlo, unos por no parecerles necesario, otros por ser demasiado viejos para aquellas tareas, y el que oficiaba entonces era demasiado «señorito», muy vago y con medios más que suficientes para pagarse su comida sin dar golpe. Para todo el mundo aquel era el «huerto del cura»; sin embargo, fue el maestro quien se aprovechó de aquellas circunstancias y de dos fajas de yermo logró sacar un magnífico vergel. Precisamente aquel día le tocaba la vez al «huerto del cura» para el riego. Anduvo saltando de un caballón a otro esperando a que fuera la hora de ir a retirar el tapón de la balsa del pueblo, para vigilar que no le quitara el agua algún espabilau, como ocurría con frecuencia cuando había días calurosos como aquel. Se calzó sus abarcas, que usaba solamente para aquellos quehaceres o para alguna cacería, se remangó el pantalón, se colocó el sombre336

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ro de paja en el cogote y con la azada en la mano derecha empezó el ir y venir chapoteando entre los caballones y contemplando las nubecillas de vapor y polvo que se levantaban a medida que avanzaba el agua por el surco, despidiendo el olor particular de la tierra mojada. Terminó de regar y se fue hacia su casa, satisfecho de su labor como productor agrícola al observar los dos hermosos grumos de col que llevaba y una lechuga tan grande que ella sola cubría la parte superior del capazo. Doña Rufina andaba preparando los sacos en donde colocarían las espigas recogidas tan pronto como empezaran el acarreo y la trilla. Ya cuando era cría, saliendo de casa muy pobre, había tenido que emplearse en aquel menester, como hacían las familias necesitadas de jornaleros que no poseían tierras propias. Más tarde, allí en Riglos, lo había tomado como una obligación, dadas las dificultades a que debía hacer frente para ir viviendo. Le importaban muy poco los comentarios que podían hacer algunas gentes al considerar aquella ocupación indigna de una «señora de rango superior», esposa del señor maestro nacional que ejercía en el pueblo. Al principio se sintió un poco cohibida y casi le daba vergüenza andar por los rastrojos, pero cuando alguien le decía que aquello podía degradarla sacaba la ristra de sus observaciones de todo tipo, hasta las aprendidas leyendo la historia sagrada, y los que se quedaban avergonzados eran sus interlocutores, obligados a reconocer que en realidad aquello era una virtud. ¿No sembraban, segaban, trillaban todos ellos hasta conseguir aquel trigo color de oro que les permitía poder alimentarse cotidianamente? Pues, para ella, la suya no dejaba de ser una cosecha adquirida con el sudor de su frente, con la misma dignidad que poseían todos ellos. Era ponerse a su nivel, luchando por la vida, y poseer la inteligencia para saberse adaptar a las duras tareas que conllevaba el cultivo de la tierra. ¿No rastrillaban la mayoría de ellos sus rastrojos para evitar que se perdieran espigas? Pues lo mismo hacía ella, y así lo comprendieron los vecinos, que se apresuraban a indicarle por qué caminos iban a seguir acarreando y a qué campos podía entrar para respi337

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gar, respetando naturalmente las fajinas donde se amontonaban las gavillas y fajos de mies. Un par de días más tarde el José pasó por delante de la casa escuela y advirtió a doña Rufina: —Mañana empiezo a acarrear la mies de los campos d'O Riu. Pasaré por el camino del cementerio. Ya lo sabe, seña maestra, por allí no faltarán espigas... —dijo el mozo malicioso, como queriendo dejar claro que no sería él quien iría detrás de sus burras para recogerlas. Al día siguiente doña Rufina hizo levantarse a su prole a las 6 de la mañana, y con los tres más pequeños allá se fueron a respigar. Ni un momento dejaron de refunfuñar los tres por tener que madrugar tanto. Cuando sus talegas estuvieron medio llenas tomaron el camino de regreso y, recogiendo las espigas que habían quedado agarradas entre las zarzas, pudieron llenarlas completamente. Aquello de sacarlas de las zarzas les agradaba más que tener que agacharse cada dos o tres segundos para recoger y poner en la saca las que encontraban entre los rastrojos, pues las brancas segadas herían las manos, haciéndolas sangrar a veces cuando se recogían demasiado deprisa. Y los críos la gozaban cuando un zarzal del camino había sustraído media docena de aquellas hermosas espigas que permitían en pocos días «recoger su cosecha veraniega», en espera de otras como las almendras, las uvas, etc. Llegados a casa, extendieron sobre un mandil lo recogido durante la mañana para poderlo desmenuzar con una maza de madera aquella misma tarde y aventarlo luego en la calle, delante de la puerta de casa. Lo primero que hizo doña Rufina fue tomar un puñadito de algodón hidrófilo que embebió en una taza de vinagre para desinfectar las punzadas producidas en las manos por la paja de los rastrojos. Los críos chillaban y gritaban como energúmenos al sentir el escozor producido por el vinagre, maldiciendo aquel trabajo a que les obligaba la madre. ¡Pero qué satisfecha se sentía la seña maestra cuando, una vez porgado, podía ensacar aquel maravilloso grano! 338

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Aquellos momentos la hacían sentirse orgullosa de sí misma, de su forma de ser, de sus ideas. Era cuando más cercana se hallaba del campesinado, de sus fatigas, de sus apuros, colocándose en el nivel social que ella consideraba como propio. Era católica y tenía una devoción sin límites por san Antonio, su patrón, así que le parecía que aquello de respigar era colocarse junto a su santo, junto a los míseros, y seguir así al pie de la letra la doctrina de Cristo. Al igual que los otros años, lo menos 3 sacos de grano podrían recogerse aquella temporada, lo que representaba el pasto de 4 meses o más para las gallinas y conejos que criaba en un corral arrendado en las afueras del pueblo. Aquella tarea de respigar era la única en la que no participaba don Manuel. Su rango no le permitía colaborar en aquellas ocupaciones que en la mentalidad de las gentes no podían ser compatibles con la de instruir a los jóvenes. Como tampoco lo eran el labrar un terreno, ordeñar las cabras y otras labores similares; de hacerlo, hubiese perdido el honor que aureolaba su profesión. No era él quien había creado aquella sociedad ni la escala social que existía en el rango de las gentes, del más rico al más humilde, o del sabio al analfabeto, y que en los pueblos tenía muchísima importancia. ¿No le habían criticado cuando había cortado leña en el monte para dar el producto de su venta a una familia que estaba en la más completa miseria? Y no digamos nada de lo que había representado el cultivar su huerto al principio, aunque esto se tomaba luego como una distracción en vez de una ocupación física. Siguiendo los mismos principios, era preciso evitar, cuando se paseaba por las calles del pueblo, el andar calzado con albarcas o vestirse con un pantalón de pana recia, así como debía cumplir ciertas imposiciones, pues tenía que ser cuidadoso y aseado, aunque algunos de sus vecinos anduviesen como marranos, y su rango le aconsejaba hasta llevar corbata. Su situación, su autoridad, su poderío y su «sabiduría» (como decía la gente) habían hecho de él un ser aparte y como tal era mirado. Las cosas estaban así. Le remordía la conciencia cuando veía a los suyos ir a respigar o ejecutar otros trabajos, y se avergonzaba doble339

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mente, como lo plasmaba en sus escritos cotidianos, ya que le parecía perder su pundonor si hacía aquellas labores y, por otra parte, vacilaba al contradecir sus ideas y sus principios sin ser capaz de hacer comprender a la gente que era alguien como los demás y que se podía ser el más sabio del mundo y saber guardar un rebaño de ovejas, teniendo en cuenta aquella máxima de «el saber no ocupa lugar». Pero vivía en aquel ambiente y debía adaptarse al mismo. El médico, el cura, el maestro, el boticario (allí donde lo había)... debían permanecer siempre por encima de la nebulosa sobre la que eran vistos por sus convecinos, aunque tuviesen ideas progresistas, muy alejadas de las antiquísimas costumbres. Don Manuel sabía muy bien que serían necesarios varios lustros y gastar muchas culeras de pantalón en los bancos de las escuelas hasta que la gente comprendiera que aquellas diferencias mantenidas por ellos mismos eran incompatibles con una sociedad de progreso, en que se respetaran los valores humanos que poseían tanto los pobres como los ricos, el peón de albañil como el jornalero del campo. Entretanto él se veía obligado a aceptar aquel estado de cosas y costumbres. Y el tiempo que pasaban los suyos en aquella importante labor él lo consagraba a su huerta y a su corral, puesto que aquello no era visto y considerado incompatible con su profesión. El criar animales era ser «ganadero», y la verdad que no era cosa fácil ocuparse de todos aquellos que andaban por su corral si se quería criarlos de manera correcta. Tenían 15 conejos, 10 palomas y una docena de gallinas que ponían alrededor de 8 huevos por día, un buen apoyo para ir salvando obstáculos y nutrir a la familia evitando gastos que cada día eran más importantes, que los agobiaban, como agobiaban a los trabajadores en general. La trilla dio comienzo, y con ella las más duras y largas jornadas del año. No había más que preguntar a José o a cualquier otro mozo del pueblo en qué consistía su trabajo. Sobre las 2 de la madrugada se po340

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nían en marcha con sus burras para acarrear las gavillas de mies atadas en fajos que cada campesino depositaba en su era. No era raro que tuviesen que recorrer 3 ó 4 kilómetros por sendas y caminos, y aunque fuera de noche o bajo la tenue claridad de la luna era preciso hacerlo para evitar el sol abrasador de las horas del día, que además de perturbar a los animales y a ellos mismos secaba la mies, quebrándose fácilmente y cayendo al suelo, con lo que solo serviría de pasto para las hormigas que a millares se veían en procesión en los bordes de las sendas polvorientas. Luego, sobre las 9 de la mañana, se extendía la parva sobre la era, en círculo. Y sirviéndose de las horcas de madera de letonero, empezaba la segunda fase, si se podía denominar así, que consistía en desmenuzarla con ayuda de los trillos, que se colocaban sobre la mies y de los que tirarían durante horas y horas un par de bueyes o de yeguas, y también burras, según la importancia de las casas y propiedades. Existían dos modelos de trillos: de arrastro y de ruedas. El primero estaba compuesto de varios tablones de madera maciza, preferentemente de cajico, que llevaban incrustados en la parte inferior un número impresionante de pedernales de bordes afilados, los cuales cortaban la paja como si se hubiese hecho con una hoja de afeitar. Los de ruedas, los más modernos, poseían varias ruedas con cuchillas de acero bien afiladas colocadas sobre ejes de una altura de 30 ó 40 milímetros. Sobre unos u otros se ponía un enorme pedrusco para aumentar el peso, que servía al mismo tiempo de asiento para quien dirigía la pareja de animales, procurando siempre que siguieran su marcha circular al mismo ritmo durante horas y horas. A las burras o yeguas era necesario tenerles las riendas para evitar que se salieran del círculo; a los bueyes bastaba tocarlos con la vara de senera que llevaba un puncho en la punta para que giraran a un lado o a otro, aunque a veces solo era preciso decirles «A la izquierda, Soro, o a la derecha, Royo» para que cambiaran su marcha, como si hu341

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biesen comprendido muy bien lo que se esperaba de ellos. Pero lo que sí hacía falta era tener siempre preparada una pala para cuando desearan evacuar sus cagadas, con el fin de que estas no cayeran sobre el grano ensuciándolo... Era preciso estar atento en todo momento. Saber trillar era también un arte que necesitaba una destreza total, mucha atención y no dormirse sobre los trillos, pese al calor intenso y al ritmo monótono impuesto por la marcha de las bestias. De tanto en tanto se paraba unos minutos «para echar trago», y varias veces durante el día se aprovechaban aquellos instantes para dar vuelta a la parva, contornando, es decir, colocando la mies que estaba debajo en la parte superior para que fuera desmenuzada a su vez por los trillos. A media tarde, cuando la mies había sido reducida y convertida en paja y el grano se iba ya separando de ella, se hacía un montón en uno de los lados de la era con ayuda del recogedor y daba comienzo otra fase de aquellas labores: la de aventar y separar el grano de la paja, pidiéndole al cielo que trajera un poco de viento. Si había un buen cierzo la cosa era fácil, de no ser así no había más remedio que esperar, claro. Con las horcas se lanzaba al aire lo trillado y el grano caía verticalmente mientras que el viento empujaba la paja, que se iba amontonando un par de metros más lejos. Era durísimo aquel trabajo, pues se necesitaba tener buena fuerza en las muñecas y aguantar las desazones producidas por las liestras, que se pegaban a la piel debido al sudor causado por el esfuerzo. Cuando ya no quedaba más que el trigo, y algún cardo, los labriegos se servían de una ancha pala de madera para lanzarlo al aire con una destreza bien adquirir-ida, pues al caer formaba como una pirámide, haciendo que algunos despojos se fueran deslizando hasta el borde de la misma. Luego tomaban el porgadero y, sacudiéndolo con fuerza, hacían la última operación antes de envasar el grano en sacos limpios con objeto de transportarlo a sus graneros. 342

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Exponiéndolo así, todos aquellos quehaceres parecen cosa fácil. ¡Pero qué afanes, qué sudores, qué trabajo agotador representaba la trilla! Y no digamos nada de las preocupaciones que traía consigo, pues eran precisos buenos vientos para aventar y había que pedir al cielo clemencia para que no descargaran tormentas mientras se realizaban aquellas tareas, que a veces obligaban a los labradores a pasar las noches corriendo de las eras a los graneros, como hacían las hormigas en los caminos, cuando aparecían nubarrones grises por las lejanías de Agüero y la sierra de Santo Domingo. Mientras tanto, en las casas las abuelas y los críos tenían una misión: en cuanto se oía un trueno había que colocar en las puertas de las mismas las hachas con el filo hacia arriba, al tiempo que se invocaba a santa Bárbara rezándole oraciones para pedirle que alejara la tormenta y las descargas eléctricas, así como el granizo y la lluvia que les impedirían seguir trillando... También aquellas costumbres formaban parte de las creencias en maleficios y, aunque no reinara una convicción absoluta, se seguían practicando como otras muchas supersticiones. Pero la vida campesina era así. Había que tomarla con la filosofía que poseía el tío Pedro José cuando, riendo, daba rienda suelta a sus reflexiones: «Cuando crece el trigo vamos de rogativa y pedimos a Dios que nos envíe buenas lluvias, y maldecimos al cielo cuando hay sequías y vientos que nos tiran los trigales por el suelo; y en el verano rogamos para que no haya tormentas, y maldecimos a Eolo y a todos los dioses del cielo y de la tierra si no nos traen un buen cierzo para aventar...». Al tío Pedro José este nombre de Eolo le había gustado, se le había quedado bien grabado un día que don Manuel le había explicado lo que quería decir en la mitología griega. Aquello de pronunciar palabras aprendidas del maestro vestía mucho y realzaba su prestigio, aunque a veces ignoraba el verdadero sentido de las mismas... Una vez que el grano estaba recogido se pasaba a otra operación que debía dejarlo completamente limpio «de polvo y paja», como se de343

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cía. Se trataba de porgarlo, con la única máquina que existía en el pueblo y que habían adquirido en comunidad, es decir, que pertenecía a todo el mundo y se llevava de casa en casa por turno, lo mismo que se hacía para emplear el horno, etc. También esta tarea resultaba agotadora para el que debía dar vueltas a la manivela que hacía funcionar aquel instrumento metálico. Durante el periodo de la trilla las pocas horas que se dormía se hacía sobre los mandiles extendidos encima de la paja, gozando así del olor de la mies trillada y de la tranquilidad de las noches, con su brisa fresca. Don Manuel, como ya lo venía haciendo otros años, compartía algunas de aquellas noches con los labriegos, acostándose junto a ellos, sin desnudarse, naturalmente. Pensaba que así se sentía más unido a ellos y más cerca de la naturaleza. ¿Cómo comprender, si no, lo que aquellas faenas podían representar y la poesía que se desprendía de todo ello si se situaba uno fuera del contexto en que se vivían estos momentos? Acostado sobre la paja podía dar rienda suelta a todos los recuerdos pasados y esbozar proyectos venideros sin dejar de mirar la infinidad de estrellas que brillaban allá arriba, en aquel cielo despejado. A él, como decía siempre, momentos como aquellos eran los que le ayudaban a aprender innumerables cosas, aquella unión con la naturaleza le permitía juzgar la sociedad y adquirir muchísimos otros conocimientos que ampliaban su saber, extrayendo conclusiones más o menos filosóficas; en una palabra: eran el lazo de unión con la tierruca y con los seres humanos que la cultivaban... Allí podía dar rienda suelta a sus ensueños poéticos y evocar los versos de García Lorca, su poeta preferido, sin por eso hacer abstracción de la poesía y literatura aragonesa, que tenía presente en todos los momentos de su vida de instructor y guía de sus correligionarios. Los encantos de aquellas noches hacían hasta olvidar casi la difícil existencia y la infinidad de problemas que la vida acarreaba con más fuerza ca344

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da día; pero el fresco al despuntar el alba se encargaba de despertarlo y hacerlo volver a la realidad... Al finalizar la trilla de aquel caluroso verano, y cuando andaba ocupándose el maestro de la buena marcha de las nuevas escuelas —siempre en construcción—, intentando revolver hasta el cielo para conseguir los empréstitos necesarios con que dar fin a su obra, hubo novedades importantes en el seno de la familia. Su zagal mayor, que había sido «amnistiado» del castigo impuesto por sus aventuras amorosas y que había reanudado sus trabajos en la estación del ferrocarril, se dirigió a su padre una de aquellas tardes diciéndole que tenía la intención de marchar a trabajar a la capital, Huesca. Don Manuel se quedó sin resuello al escuchar aquellos proyectos que poco más o menos le expuso su hijo así: —Mire, papá, he pensado que yendo a trabajar a Huesca podré ser de mayor utilidad y ganar más que las cuatro perricas que me dan en la estación. Como tecleo bastante bien a máquina, me voy a presentar en la ciudad para participar en un concurso de mecanografía que organiza la escuela que hay en el Coso Bajo. Conchita, la sobrina de la seña Generosa», me ha traído de Zaragoza un tratado especial llamado Panta, muy moderno, para perfeccionarme, y ella misma, que es secretaria, me dará unas cuantas lecciones antes de marcharme. ¿Qué le parece? Aquí don Manuel se sorprendió y casi se sobresaltó pensando que lo que buscaba su hijo era darle gato por liebre, porque aquella moza, que había venido al pueblo para pasar su convalecencia tras haber estado enferma de los pulmones, era de una belleza sin igual. Y como estaba escarmentado de las travesuras de su primogénito pensó en lo malo, pero siguió escuchándolo... —Si tengo suerte y quedo entre los primeros, y de eso tengo certeza absoluta, pondré un anuncio en El Diario y no dudo de que alguien me apalabrará, lo que me permitiría ganar 80 ó 90 pesetas al mes haciendo trabajos de oficina. Así les ayudaré a ustedes cuando vengan a 345

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casa los nuevos inquilinos que van a tener el invierno próximo... —terminó diciendo el zagal con una resolución y voluntad que parecían inquebrantables y que dejaron mudos a sus padres. Aquello de «los inquilinos» lo había dicho pensando en los tres chavales familiares suyos que iban a venir para que su padre se ocupara de ellos. Uno era hijo de una hermana de doña Rufina, huérfano de padre; otro, de un hermano del maestro que necesitaba instrucción especial porque iba muy atrasado y no podían dársela en la escuela de su pueblo, y el tercero era hijo de una prima hermana que residía en una pardina de la montaña, lo que le había impedido frecuentar la escuela... Don Manuel, que era inflexible en muchas ocasiones, tras pensárselo bien aceptó la proposición de su hijo, quizá recordando que él mismo, apoyado por su tío, el cura, se había marchado de casa para ingresar en la Escuela Normal de Maestros de Huesca cuando aún no tenía 17 años, con la misma voluntad y convicción que demostraba su hijo. Las lecciones de mecanografía con la Conchita se realizaron sin problemas, aunque la señora Rufina estaba al tanto en todo momento, asegurándose de que el único tecleo que se efectuaba era el de la máquina de escribir... No había que olvidar que era una moza de 25 arios, muy guapa, elegante, distinguida, agradable en todos los sentidos en tanto que señorita de la ciudad, aunque no parecía muy dispuesta a dejarse cortejar. Los resultados fueron muy buenos, y unos días más tarde el zagal recibió una carta convocándolo para participar en aquel concurso organizado por la Academia de Mecanografía de Huesca. Allá se fue con ánimos y convencido de que ganaría su apuesta, teniendo en cuenta que su madre le había puesto una vela a san Antonio y le había rezado varias oraciones... Tomó pensión en casa de sus tíos, pasó el concurso y tres días después le fue anunciado que había obtenido el primer premio de mecanografía organizado en la capital. Acto seguido, y sin pararse a saborear su triunfo ni subir al pueblo a notificar su victoria, se fue a la redacción de 346

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El Diario, que eran amigos de su padre, insertando en el mismo el anuncio siguiente: «Se ofrece aprendiz de 15 años sabiendo escribir a máquina y ganador del concurso de la Academia». Al día siguiente recibió la oferta de trabajar en una oficina de contribuciones, y allí se presentó, siendo aceptado inmediatamente una vez que el director hubo comprobado la destreza que poseía con la máquina de escribir.

Esperaba ver a su padre para los días de San Lorenzo, siendo que los principales responsables de la FETE, entre los que se encontraba él, deberían reunirse en la capital aprovechando las fiestas de la ciudad. Todo parecía marchar bien y seguir un curso normal cuando los empleados de aquella oficina de recaudación de contribuciones fueron solicitados un día para ir a embargar a un vecino de un pueblecillo del Somontano oscense, cerca de Loporzano, que no había pagado sus impuestos desde hacía varios años, por lo cual la justicia del Estado lo había condenado a ser embargado y expulsado de su casa. Aquello le gustó muy poco, puesto que tenía los mismos sentimientos que su padre a la hora de defender a los perseguidos y expoliados, y aún le gustó menos el asunto cuando se vieron acorralados los cinco empleados por la mitad del pueblo, que los amenazaban con arrearles una buena paliza si intentaban entrar en aquella casa. Quiso escabullirse, ya que era el más joven, pero un energúmeno, grande como un ogro, le sacudió un trallazo con una cincha de su burro que lo tiró al suelo malparado. Solo la llegada de la Guardia Civil les permitió salir de allí montados en el Ford destartalado en que habían llegado, sin que la operación de embargo de los bienes del campesino pudiese realizarse. Huían de aquel lugar como decía el chiste: «con la cola entre las patas». Además del vapuleo recibido, se puso malo de constatar aquella injusticia que su mentalidad de adolescente no había previsto, y tomando una decisión rápida (como de costumbre) se marchó de Huesca sin pedir ni esperar la opinión de su padre. Tomó el autobús de la Ayerben347

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se y se trasladó a esta villa, donde la familia contaba con numerosos amigos. Llegado allí, se fue a visitar al mejor compañero de su padre, Victorino, que era el gerente de los Almacenes de San Pedro, S. A., a quien explicó lo sucedido días antes. La reacción de aquel amigo fue inmediata: —¡Si esta es la República justiciera y democrática por la que luchamos en 1930, que venga Dios y lo diga! Has hecho muy bien, zagal, y eso te honra. Pide la cuenta y, pasado San Lorenzo, aquí te esperamos para trabajar como dependiente y otras ocupaciones de las oficinas... —le dijo el gerente, apretándole la mano con fuerza por la entereza que mostraba aquel mocoso. Algo temeroso, redactó una carta para sus padres explicándoles lo sucedido y la decisión que había tomado de marcharse de aquella oficina, a la que ya veía como un antro de forajidos desalmados. Recibió la respuesta de los suyos aprobando su conducta y su padre le decía que al regresar de Huesca, después de San Lorenzo, lo llevaría a Ayerbe para que se instalara allí. Y llegó San Lorenzo, 10 de agosto. Como de costumbre, venerar a san Lorenzo, el patrón de Huesca, representaba ir a la capital a pasar 5 ó 6 días de distracciones, juergas y momentos agradables, bien ganados después de haber terminado las labores de la siega y la trilla, que formaban parte de las más duras del año. El acudir a Huesca por aquel motivo formaba parte de las tradiciones altoaragonesas. Allí tenían lugar reuniones y visitas de todo tipo, a veces insólitas, encuentros convenidos de antemano de los que salían acuerdos de casamientos, ventas de ganado, sin olvidar las de cereales, almendras y aceite. ¡Y no digamos nada de los compromisos para apalabrar criados para la sanmiguelada! Durante aquellos días Huesca se convertía en una torre de Babel, puesto que a ella acudían gentes de todas partes: catalanes venidos de la vecina provincia de Lérida; navarros llegados con sus Pamplonicas, que parecían ir en busca de algo típico para arremeter ellos mismos con 348

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las fiestas de San Fermín, bien conocidas en toda España; franceses llegados del Béarn y hasta de Toulouse chapurreando el castellano, atraídos por diversiones que no existían en sus respectivas regiones, lo que les daba la oportunidad, entre otras, de llenarse bien la panza y catar el clarete del Somontano, y, naturalmente, numerosos aragoneses de los «tres rincones del reino de Aragón», como decía el alcalde en su pregón al dar comienzo las fiestas. Allí se podía admirar todo lo típico del Alto Aragón: las costumbres; el folclore; los trajes típicos, con calzón corto y cachirulo, como los vestían todavía algunos viejos del Pirineo, en particular los del valle de Ansó, Hecho y hasta alguno del valle de Tena y de la Guarguera; los juegos y competiciones, como el tiro al barrón y el frontón; las representaciones teatrales y de cine; los conciertos dados por las bandas de música en el kiosko del Parque; también las corridas de toros, famosas entre todas las de España, a las que acudían jóvenes toreros contratados con la esperanza de conseguir en aquella plaza su consagración y fama nacional; y no digamos nada de los concursos de baile y canto de jota, a los cuales asistían cada año mayor número de jóvenes y viejos con la esperanza de ganar y salir de allí con gran notoriedad para más adelante ser considerados como verdaderos artistas, cantadores o bailadores de jota, en las distintas regiones del país. No podía pasarse por alto tampoco lo típico de la capital, que representaban las «peñas», las cuales durante aquellos días no paraban de bailar, en particular cuando acompañaban a la procesión que salía con su san Lorenzo sobre la peana, recorriendo las principales arterias de la ciudad junto a los danzantes, que la seguían interpretando sus dances al compás de los palos y los chasquidos de sus espadas; y otra costumbre era también participar en el rosario de la Aurora. Para hacerse una idea de lo que eran las fiestas de San Lorenzo no había más que escuchar las descripciones del tío Pedro José, que era un asiduo visitante, cuando explicaba al maestro, tras haberle pedido este su opinión: 349

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—¿Las fiestas de San Lorenzo? Son difíciles de narrar en pocas palabras. Allí hay de todo y para todos los gustos. Sobre la ciudad, nuestra capital, en estos días flota el olor de nuestra tierra, el buen humor y la alegría de los aragoneses con su gracia baturra. El regocijo es continuo, sobre todo en las tabernas... El rey de las fiestas es el buen vino del Somontano..., y la reina, la típica y sabrosa cocina de nuestra tierruca. Aquella leyenda que contaban los montañeses y los franceses diciendo: «En Huesca te reciben los locos y te despiden los difuntos cuando se pasa por ella», eso se acabó... Pocos saben quién era san Lorenzo ni su historia, ni yo tampoco, ¿eh?, pero las fiestas nadie ignora en qué día y época del año tienen lugar. ¡Y que conste que, de fatos, los de Huesca no tienen una pizca! —así terminaba el buen mañico, satisfecho de sus discursos, como siempre, que a no dudar los había leído en algún libro de autor oscense... Estas y muchas otras manifestaciones fueron seguidas por don Manuel, que había venido para intentar divertirse y olvidar los sinsabores de la existencia cotidiana, pero aquel año de un modo muy diferente a los de tiempo atrás. Como el sindicato de los maestros (FETE) continuaba estructurándose, siguiendo las consignas de los acuerdos tomados pocos meses antes, ante la llegada de nuevos maestros jóvenes de aquellos salidos de la Escuela Normal gracias al empuje que la República había dado a la instrucción pública, había que reforzar la organización y mantener frecuentes contactos entre sí. Por eso se habían dado cita en Huesca, para tener una reunión importante aprovechando las fiestas de San Lorenzo. Allí habían acudido Telmo, el maestro de Canfranc; Roberto, el de Lierta; Ángel, el de Agüero; Carcavilla, el de Ayerbe, y muchos otros amigos de don Manuel, entre los cuales había también maestras por primera vez: las de Santa Cilia, de Sardas y una de Biescas. Las discusiones fueron serias e importantes, a la hora de analizar la situación en general en Aragón, y en toda España, y la represión cada día más salvaje tan pronto se organizaba un plante, una protesta o 350

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una huelga. Y ellos, los educadores, no podían permanecer como simples espectadores; su misión era imponerse y apoyar los movimientos que se iniciaban por todas partes, y en particular en el campo, donde el descontento era general. Como también los maestros sindicalistas afiliados a la CNT tenían sus reuniones aquellos días en Huesca, don Manuel fue designado para conversar con los compañeros cenetistas, de los que era responsable provincial su amigo Francisco, Paco, el maestro de Huesca, bien conocido de todos. Paco y don Maestros y mandos significativos Manuel mantuvieron largas conde la FETE en el campo francés versaciones y alcanzaron acuerdos, de refugiados de Saint Cyprien, en mayo de 1939. Arriba, comenzando aunque con visión muy diferente por la izquierda, Antonio Monreal, debido a las posiciones anarquistas Eduardo Carcavilla y José Novales; del primero, en bastantes de los sentados, Ángel Casajús, problemas que se planteaban a la Ángel Fuertes y Félix Artero. clase trabajadora y campesina y en Reprod. por E. Satué en su libro la necesidad que había de estable- Caldearenas. Un viaje por la Historia cer leyes más democráticas de de la Escuela y el Magisterio Rural). acuerdo con la voluntad manifestada por el pueblo español. Don Manuel evitó explicar la posición que deberían tener los republicanos y lo absurdo de aquella actitud abstencionista cada vez que había elecciones. ¿Es que acaso se abstenía la derecha cuando había huelgas y plantes? Allí estaban los ejemplos de Asturias del año anterior, de Casas Viejas y de otros lugares; incluso en Aragón mismo ha351

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bía centenares de represaliados. Aquello de «no hacer política» era una posición irresponsable; en cambio, veía la intervención de los maestros muy necesaria para instruir a la gente y hacerles comprender lo que eran sus derechos como seres humanos y sus deberes en un Estado democrático. Y en esto sí que estuvieron de acuerdo rápidamente para impulsar nuevos derroteros. Al salir de una de aquellas reuniones se tropezó don Manuel con uno de los inspectores de Primera Enseñanza de la provincia, compañero suyo, con las mismas ideas políticas, que ejercía en la Delegación Provincial de la Instrucción Pública. Este lo puso al corriente de las intenciones que tenían algunos responsables de la misma de sancionar moral y materialmente, si podían, a algunos de los maestros más irreductibles de la provincia, entre los cuales figuraba él. Algunos de los viejos gerifaltes del Magisterio, enardecidos por la política de derechas de un Gobierno de incapaces que se decía republicano, intentaban frenar todo cuanto de bueno se había hecho hasta entonces por la enseñanza, y la campaña de promoción de jóvenes maestros no querían aceptarla pensando, sin duda, que aquellos jóvenes llenos de ánimos los desalojarían un día de sus puestos de protegidos. Su compañero le aconsejó andarse con pies de plomo, porque a pesar de tener el apoyo de los trabajadores de la ciudad y del campo el caciquismo contaba todavía con una fuerza importante y actuaba de manera solapada. A toda aquella pandilla de retrógrados no les importaba nada la instrucción general de los españoles; al contrario, cuanto más se instruían más peligraba su poderío. Un par de días después don Manuel y su zagal tomaban el tren de Canfranc, repleto de viajeros y bártulos. Se apearon en Ayerbe, final de la línea. Allí se iba a instalar su hijo para aprender el trabajo de dependiente, siguiendo además cursillos por correspondencia con objeto de presentarse a oposiciones en Madrid para entrar en la Escuela de Ferrocarriles tan pronto tuviese los 18 años...

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Con septiembre, un nuevo curso

En el pueblo reinaba la tranquilidad, como de costumbre, y más valía así, aunque no faltaban preocupaciones de todo tipo. En apariencia solo las labores cotidianas tenían a la gente ocupada, pero no faltaban noticias de la tierra baja a propósito de plantes y huelgas de los jornaleros agrícolas, y eso hacía barruntar tiempos difíciles. Por el momento allí todo el mundo andaba atareado en sus huertos y en la recogida de las patatas, que aquel ario prometía una cosecha extraordinaria; se arrancaban y dejaban secar al sol las cebollas para consumo de todo el ario; había judías verdes y secas, las primeras enristradas en largas betas de liza para guardarlas en las bodegas y cocerlas en el invierno, y las segundas —sobre todo los boliches—, una vez bien aireadas y limpias, se conservarían en una tinaja para cocinarlas con oreja y morro de cerdo en la temporada de la matacía. Otra cosa que no se olvidaba, y que merecía un especial cuidado, era poner tomates en conserva valiéndose de botellas vacías que se limpiaban con este objeto. Ello permitiría condimentar el pollo, el chorizo, el jamón y la longaniza durante numerosas semanas. Otros trabajos consistían en limpiar las márgenes de los campos y se pasaba el tablón para allanar la tierra en espera de recoger las almendras; otros empezaban ya a labrar los terrenos más húmedos, los de los pacos sobre todo, dejándolos dispuestos para recibir el grano cuando llegara el otoño. Y los había que se iban al monte a hacer leña, es decir, a cortar ramas o árboles que serían apilados en los corrales, muy necesarios para encender fuego durante todo el invierno, esto una vez que el sobreguarda fo353

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rectal hubiera dado su visto bueno, pues se exigía, como era ley, que ciertos pinos y carrascas no fueran talados y arrasados sin control (algunos de los más pobres, o de los más granujas, se iban al lejano monte de Sarsa para hacerse una carga de leña que durante la noche transportaban con sus burras hasta Ayerbe, vendiéndola a 3 pesetas la carga). Se preparaban también sacos y mandiles para recoger las almendras, así como varas de madera muy flexibles, de varios metros de largo, que permitirían alcanzar la punta de los árboles y sacudir las ramas haciendo caer al suelo el fruto de las almendreras. Se aprovechaban también aquellos días para poner en orden el lagar, las prensas y lavar las cubas, algunas de ellas enormes, como las de casa Izárbez, de varios centenares de litros. Esta tarea la ejecutaban sobre todo los críos, que escurriéndose desnudos por la abertura cuadrada de la parte superior de las mismas, con un regocijo indescriptible y tomando aquello como un juego, lavaban el interior con agua y restregaban sus paredes con escobas hechas de ramas de senera, como las empleadas en las eras, sin dejar un rincón y enjuagando después con una bayeta para evitar así que el vino nuevo se alterara con algún residuo al ser encubado; al mismo tiempo, al ser humedecida la madera se apretaba, evitando así la pérdida de la apreciada bebida. Las actividades del maestro iban parejas a las de los labriegos: tenía que preparar los programas de enseñanza para el nuevo curso que iba a dar comienzo aquel mes de septiembre; había que organizar las clases para los adultos, que empezarían tan pronto terminara la siembra, a finales de octubre; examinar y estudiar, para adaptarlas, nuevas piezas de teatro para que su troupe de comediantes aficionados pudiera representarlas y repetir el éxito que habían tenido, tanto en la localidad como fuera de ella. En una palabra, que aun estando en periodo de vacaciones no le faltaban ocupaciones, a las que se añadían los problemas particulares de su propia casa, con la recepción de tres críos suplementarios... 354

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Otra de las preocupaciones, su pesadilla podría decirse, era la construcción de las nuevas escuelas. No pasaba un solo día sin visitar el edificio, bien adelantado ya, dando instrucciones y animando a todos los obreros que en ellas trabajaban, sin olvidarse por eso de continuar escribiendo a izquierda y derecha pidiendo ayudas de todo tipo para proseguir aquellas obras, pues se cercioraba cada día de que la inauguración no podría tener lugar antes del verano de 1936. Otro de los rompecabezas que tenía era la buena marcha del Centro Republicano que por iniciativa suya se había creado en el pueblo. A su parecer podía ser un apoyo importante tanto para diversión de los jóvenes y menos jóvenes como lugar de instrucción y reuniones para explicar las orientaciones políticas, sindicales y culturales en general, pero manteniendo la prioridad de todo lo que tuviera relación con las tradiciones altoaragonesas, que formaban parte de sus preferencias para conservar y practicar las virtudes de los antepasados. En su viaje a Huesca había adquirido una gramola y una colección de discos que iban a permitir hacer bailes y veladas musicales. Pero el local que tenían entonces era exiguo, mal adaptado, y era preciso encontrar uno que pudiera darles satisfacción. Sabiendo lo espabilado que era el Benito, le encargó que se ocupara del asunto, y como este estaba al corriente de todo cuanto atañía al pueblo no dudaba que le daría solución. El mozo sabía qué casas estaban vacías y dónde residían sus propietarios, para poderles escribir y ponerse en contacto con ellos. No fue difícil. Un obrero de Vías y Obras al que habían hecho capataz en Canfranc aceptó alquilar su casa vacía a condición de que se hicieran algunas reparaciones y se blanqueara su fachada, lo que realizaron rápidamente los componentes de la Compañía Teatral, siendo que el comedor y dos habitaciones situadas en la misma planta permitirían hacer bailes y ensayos de sus obras teatrales. Todo quedó limpio y ordenado en aquel caserón montañés sobre cuyo balcón se había colgado un enorme cartelón que con letras mayús355

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culas decía: «CENTRO REPUBLICANO DE RIGLOS». No había otras etiquetas ni denominaciones, era la sede de todos, fueran anarquistas, socialistas, comunistas, republicanos o progresistas. Se instaló un pequeño bar para servir bebidas no alcohólicas (esta había sido una de las exigencias de los anarcosindicalistas) y también se podía tomar café o chocolate. La entrada era libre; no obstante, se creó un grupo de socios que pagarían las correspondientes cuotas. También se hicieron varias suscripciones a periódicos y revistas de izquierda, por supuesto, y a los dos principales diarios aragoneses: Heraldo de Aragón de Zaragoza y El Diario de Huesca, pese a que ni uno ni otro tenían nada de «izquierdistas»... El éxito de la creación del Centro fue fenomenal en el pueblo. Aquel final de verano era rara la noche que no se bailaban tangos de Carlos Gardel, la pasión de don Manuel y de Benito, y otras músicas y jotas que difundía la preciosa gramola, cuyo resorte era necesario remontar por turno dándole a la manivela. Como don Manuel había adquirido en Huesca casi al mismo tiempo, pero de manera particular para su casa, un aparato de radio que funcionaba con pilas eléctricas, que podían recargarse en la central de Carcavilla, colocó una antena que iba del tejado de la casa escuela al de casa de Serrano, permitiendo así obtener cada día «noticias frescas», como decía el tío Pedro José, que eran difundidas y comentadas luego en el Centro. Aquello fue una verdadera revolución en el pueblo y una novedad que cambiaba las costumbres y el ambiente del lugar. Se tenían nociones de la radio pero allí no se había visto ninguna todavía, y el maestro se apresuró a invitar por turno a todos los vecinos, sin distinción ninguna, para que pudiesen escuchar la música e informaciones de todo el país que daba «EAJ-1 Radio Barcelona», muy apreciadas de todo el mundo. (Lo que nadie pudo saber era si las invitaciones formaban parte de los proyectos instructivos del maestro o había algo de vanidad para mostrar su poderío, como comúnmente se hacía cuando alguien adquiría un buey joven o una albarda para la burra... ¡También aquellas eran costumbres montañesas!). 356

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Algunos vecinos del pueblo, de derechas, claro, no vieron con buenos ojos la apertura del Centro, y en particular el cafetero, el único existente, que decía: «Este jodido revolucionario de maestro acabará arruinándome con su Centro...». Pero no por eso perdió su clientela de viejos jugadores de guiñote, aficionados a empinar el codo y compradores de cajetillas de tabaco y papel para liar cigarrillos. Se notaba día a día el cambio que se operaba en la forma de comportarse la gente y en sus mentalidades, aunque el maestro, muy amante de lo moderno, incitaba a todos, jóvenes y viejos, a guardar y respetar las tradiciones locales: fiestas de la Iglesia, romerías, procesiones, juegos y otras diversiones como bailes, etc.; en una palabra, todo lo que representaba la cultura altoaragonesa que los antepasados les habían legado. No era raro oírle decir: «El "modernismo" nos ayuda a instruirnos y aprender para defender con más ahínco todo cuanto es producto de nuestra historia aragonesa, impidiendo que caigan en el olvido los valores de la tierra en que vivimos». Lo que importaba, según él, era que aquel «modernismo» sirviera para tener más fraternidad, más solidaridad, más amor y más respeto por la persona humana, y eso viniendo del bando del que viniera: míseros o algo afortunados. Aquel era el objetivo principal que se habían asignado los maestros nacionales y que el nuevo sistema escolar impulsado por la República se había impuesto como deber. Pero no todo era «coser y cantar», como se decía en el pueblo, debido a la situación existente en todas partes, puesto que no se pasaba un solo día sin que los diarios mencionaran nuevos plantes y huelgas, reprimidos por las autoridades con dureza similar a las persecuciones que tuvieron lugar durante la dictadura de Primo de Rivera. Esta situación tenía muy preocupado a don Manuel, que cada día era puesto al corriente de lo que ocurría en las fábricas de electricidad, como la de Carcavilla, y en las otras de La Peña. Uno de aquellos días, cuando andaba recogiendo las patatas de su huerto, se presentó corriendo y sin aliento el señor Vicente, el alguacil, que vociferando como un condenado llamaba al maestro: 357

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—¡Corra, corra, don Manuel! Los obreros del Carburo quieren pegarle fuego a la casa del cura, y cuando he querido detenerlos me han amenazado con sacudirme una buena tanda de gayatazos... Y como el alcalde no está en el pueblo he pensado que solo usted podía tener autoridad para detenerlos, ya que solo a usted lo respetan porque le tienen miedo... —terminó diciendo el alguacil, temblando como las hojas de chopo en un día de cierzo. Se remangó los brazos el maestro y salió disparado en dirección a la casa del cura. Ni siquiera pensó en ponerse su chaqueta, que en apariencia le daba más autoridad. Al llegar a la placeta que había delante de aquel imponente caserón vio a un grupo de jóvenes que se desgañitaba cantando La Marsellesa (el himno francés, tomado por los republicanos, como el Himno de Riego, como canto nacional), pero si la música era la misma la letra se había alterado en tiempos de la dictadura y en los primeros de la República, y daba comienzo así: Si los curas y frailes supieran la paliza que van a llevar, subirían al coro cantando: «Libertad, libertad, libertad».

Y continuaba así, con «elegantes» estrofas; todo, como era natural, anticlerical e irrespetuoso hacia la Iglesia. De los 25 ó 30 mozos que allí había solo reconoció a dos del pueblo y tres de Carcavilla; el resto eran desconocidos, probablemente venidos de Sabiñánigo, de Jaca y también de las obras del canal de Monegros. Intentó hacerlos callar para obtener explicaciones, pero no fue cosa fácil, viendo lo cual se plantó frente a ellos, se puso las manos en las caderas y con ademán de matón exigió le expusieran los motivos de aquella actitud. Uno de los más jóvenes se adelantó diciéndole que habían hecho huelga en la fábrica del Carburo y el cura de aquel pueblo, que era un joven párroco venido de Zaragoza para reemplazar al titular y que se encontraba aquel día en La Peña, se había encargado de avisar 358

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a la policía y a la Guardia Civil. Habían detenido a dos de sus compañeros, llevándolos a la cárcel de Jaca, después de haber «sacudido estopa» a mansalva entre todos los presentes con sus porras y las culatas de sus fusiles. Y por eso estaban allí, a donde habían venido para pedirle cuentas y, caso de que se pusiera «tieso», a quemarle la casa... Con paciencia y muchas discusiones logró don Manuel imponer su autoridad, aunque por momentos tuvo que emplear amenazas que se habría visto apurado a realizar solo frente a aquella banda de atolondrados. La discusión fue larga y en términos duros, pero por fin logró hacerlos entrar en vereda y demostrarles lo estúpido e insensato de su conducta: ¿querían hacerse justicia ellos mismos cometiendo una injusticia?, ¿y las consecuencias?, ¿no se daban cuenta de que caían así en las redes de la provocación caciquil, dando motivos suplementarios para que la represión policial fuese mayor? Si se sentían republicanos, y él estaba seguro de que lo eran, deberían respetar la legalidad, pues lo contrario era ponerse al mismo nivel que sus oponentes y renegar de sus ideales de justicia, con la particularidad de que frente a la fuerza siempre saldrían perdiendo. Aún siguieron las explicaciones cuando todo el grupo estuvo calmado, y media hora después se alejaron por la vía del ferrocarril en dirección a La Peña y Anzánigo. Cuando vio al último doblar el montículo de Los Muros lanzó un suspiro profundo y se enjugó el sudor que le corría por la cara, que no era de calor, por cierto. Rápidamente recobró el buen humor cuando vio llegar al señor Vicente tropezando y cojeando con un mango de escoba en las manos, como dispuesto a prestarle ayuda... Aquella misma noche se entrevistó con Sebastián, que era responsable de la CNT en la fábrica, para ponerle al corriente de los incidentes y lo que podían haber sido las consecuencias. Le pidió que recriminara a sus compañeros y a quienes los apoyaban la insensatez que habían cometido aquella tarde. Lo bueno del asunto es que nadie supo 359

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jamás cómo habían comenzado aquel plante, huelga y manifestación. Ni la CNT ni la UGT habían dado consignas, lo que daba una idea del clima que se iba instalando en la mente de los trabajadores por doquier, debido a la miseria, la injusticia y el no cumplir el Gobierno republicano sus promesas de justicia social. «Un mal trago, uno más...», se dijo don Manuel. Septiembre había comenzado y, como cada año, la reanudación de las clases una vez terminadas las vacaciones de verano. Las únicas novedades en lo referente a la escuela eran que había sido blanqueada, lo que le daba otro aspecto del que tenía a finales de curso, ennegrecida por el humo que se escapaba de los tubos de la estufa durante el invierno. Habían desaparecido las telarañas de sus rincones, que oscilaban sin cesar cuando las arañas salían de sus agujeros para agarrar mosquitos o cuando algún crío de los más traviesos, soplando con un cañuto, producía el ruido de una mosca y hacía prisionera a una araña para divertirse con ella entreteniendo a media clase. Las mesas, polvorientas y llenas de mugre producida por los mocos que más de uno de los alumnos, pequeños y grandes, que no llevaban nunca pañuelo, dejaban sobre su tablero, habían sido lavadas y estaban relucientes; solo alguna traza de cortes de navaja o alguna inicial hecha con la misma se veían aquí y allá. Se habían reparado las dos ventanas que daban al corral de casa Felipe, evitando así el olor a ganado que penetraba por ellas a diario, aunque esto era lo que menos importaba a los zagales, acostumbrados a los «perfumes» de sus cuadras. Había también una nueva pizarra instalada en la clase, que pasaba desapercibida ya que todos los críos las consideraban como objetos de tortura para sus seseras. Y lo que más les llamó la atención a todos fue ver aquella biblioteca construida por el maestro y llena de libros. Reinaba un buen ambiente y la gente menuda mostraba su admiración y satisfacción al reintegrarse a aquella vieja escuela que cada 360

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uno de ellos, a su manera, amaba profundamente, pues formaba ya parte de sus vidas. Bueno, cuando se decía que todos estaban contentos habría que señalar dos excepciones: la de su hijo menor y la de Alejandro, «los dos energúmenos capaces de hacer las mayores fechorías», como decía el maestro. El mes de septiembre era el mes de los casamientos, al menos así lo declaraban los vecinos, aunque también los había en octubre y otros meses del año, pero no se podía negar que para todo había épocas propicias. Así lo sentenciaba el tío Pedro José cuando salía con alguna de las suyas, riendo a carcajada limpia: «En la primavera comuniones y bautizos, en el otoño las bodas para poder pasar el invierno calientes en la cama y, en cualquier momento del año, los entierros». Don Manuel aquella temporada tenía dos compromisos: el de la unión de Álvaro con la chica de Sabiñánigo, que tendría lugar en el pueblo de ella, y el de Paquito, el hijo de la tía Dolores, que trabajaba en Huesca como dependiente y festejaba lo menos hacía 5 años con la moza de casa O Rincón. El segundo enlace tuvo lugar allí en la iglesia parroquial, frente al altar de san Sebastián, que es el patrón del pueblo. Como ambas familias eran bien acomodadas la boda se hizo por todo lo alto, muy esperada por los críos y hasta por alguna vieja del pueblo para recoger las ofrendas que los recién casados lanzaban por las calles. Aunque le gustaba muy poco entrar en la iglesia, el maestro acompañó a la pareja y aguantó toda la misa mayor cantada por el tío Pedro José, que con su potente voz daba aún más realce a la ceremonia. Más de medio pueblo se había congregado allí aquel día luciendo los mejores trajes y vestidos que solo se sacaban de las alacenas en días así o para las fiestas, despidiendo algunos olor a naftalina y otros a espliego. Y lo que era curioso y hacía reír a don Manuel eran los crujidos de los zapatos que resonaban en la bóveda de la iglesia debido a la rigidez del cuero, pues no se los ponían más que un par de veces al año. 361

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Como de costumbre, y siguiendo la tradición, los recién casados —aunque se continuaba denominándolos «los novios»— empezaron a bajar las escaleras para recorrer algunas calles del lugar lanzando, ellos y los que les seguían, peladillas y otros dulces. Cuando eran pudientes añadían, como aquel día, «perricas pequeñas» y hasta «perras gordas» que críos y menos críos se tiraban al suelo para recogerlas, armando una algarada indescriptible. En ocasiones así había críos que conseguían varios reales, para poderse comprar cacahuetes los domingos durante un par de meses. Don Manuel la gozaba viendo espectáculos como aquel, bien arraigados en las costumbres y usos de Aragón, que a decir de los abuelos traían consigo una felicidad inquebrantable... (aunque esto estaba por demostrar y no por tirar más o menos perras al aire se era más feliz...). Sin embargo, en días como aquel había otra cosa que le preocupaba y era que, cuando se acababan las perras que habían dado las familias, se veía obligado a meter la mano en su bolsillo y continuar la distribución..., y esto, pese a que no era ningún avaro, le fastidiaba bastante. Aquel día, teniendo en cuenta la lógica y las tradiciones los diversos festejos tuvieron lugar en casa de la prometida, donde ya había tomado posesión del lugar la seña Josefa, de casa Felipe, la mejor cocinera del pueblo, que desde hacía dos días andaba peleándose con ollas, cacerolas, sartenes y pucheros, al tiempo que desplumaba pollos, despellejaba conejos y acomodaba los ternascos para ensartarlos en los relucientes espedos, sin dejar de dar órdenes para que 3 ó 4 mujeres más la ayudaran haciendo otros cocidos, salsas y ajoaceite. No había que olvidarse de mantener las viejas costumbres y preparar media docena de platos por lo menos, con guisos diferentes, y esto, quiérase o no, necesitaba de largas preparaciones, buena voluntad y mucha paciencia. Si entre los hombres invitados el tío Pedro José y el seño Vicente resultaban los dos sujetos más típicos, entre las mujeres la seña Josefa 362

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era una de las más jocosas, espabiladas e instruidas. Decían que poseía un porte de gran dama de la alta sociedad, capaz de discutir y abordar cualquier tema con raciocinio, y una prueba era que hasta el cura, que era su pensionado para las comidas, tenía que callarse cuando ella expresaba sus opiniones y le criticaba sus contradicciones en relación con la doctrina de Cristo. Nadie sabía qué edad tenía; se decía que ni aun su marido estaba al corriente de la fecha de su nacimiento... Lo que sí era cierto es que tenía cinco hijos varones y el mayor ya andaba por los 35 años. Vestía siempre de negro, con el pelo peinado hacia atrás y sujeto con un moño, lo que aumentaba su prestancia garbosa, andando por la calle derecha como una vela y clavando la mirada al frente sin volver la cabeza a derecha o a izquierda. Don Manuel la admiraba y le gustaba platicar con ella, pues la veía como el prototipo de la mujer aragonesa, y ella también manifestaba gran satisfacción de poder recibir enseñanzas de aquel hombre gracias al cual ya casi no había analfabetos en el pueblo. En cuanto a la ciencia culinaria, era la reina del vecindario. —¿Por qué todo gira en tomo a la cocina en nuestra tierra, seña Josefa? Todo, todo acaba con banquetes y comilonas como si ello fuese la base de nuestra cultura aragonesa. ¿Qué le parece a usted, que es la reina de las tarteras y de las ollas? —le había preguntado el maestro alguna vez para conocer su opinión. —Mire, mi abuelo, que sabía poco de letras pero al que le gustaba mucho leer, me decía cuando yo era cría: «El saber guisar y comer bien es una virtud. La prueba es que no sé qué santo escribió en uno de sus libros: "No hay para el hombre cosa mejor que comer y beber bien y gozar de su trabajo... Si Dios creó los manjares fue para que los fieles los tomaran en señal de gracias"». Aquí el maestro se quedó boquiabierto escuchando a la seña Josefa, que parecía poseer los dones de todo y tener una sabiduría sin límites, y siguió escuchando: 363

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—¿Y es usted, don Manuel, quien me pregunta eso? ¿Usted, que conoce mejor que nadie lo que representan nuestras tradiciones, y sabiendo que los labradores aragoneses, y el que no es labrador también, son tragones infatigables en fiestas, bautizos, comuniones, bodas y en toda ocasión que se presente para hacer una lifara? ¿Qué otros placeres más importantes tenemos? La comida lo es todo para nosotros, no solamente para saciar nuestro apetito sino para demostrar el aprecio y el cariño que se tiene a los invitados. Es una prueba de buenos modales y de gran respeto por los convidados, tengan el rango que tengan. En una palabra, para mí la buena cocina es muestra de todo: educación, buenos sentimientos, cariño, respeto, agradecimiento y cultura. Y ahora déjeme, don Manuel, que ahí me están esperando los huevos duros, el jamón, el escabeche, los pimientos asados y el ajoaceite para preparar los entremeses. Ya procuraremos platicar sobre el tema en otra ocasión... —terminó diciendo una vez más la cocinera. Don Manuel se reía, pero había quedado convencido con los razonamientos expuestos por la seña Josefa, y como aquello, en boca de ella, era una prueba del saber vivir, se apresuró a sumarse a los invitados, pues no quería morir tonto..., y lo primero que hizo fue largarse un palmero de vino rancio traído de los Monegros. La comilona fue de primer orden, algo así como las de Canaán, con un barullo y jolgorio solo contemplados en ocasiones como aquella. Siguieron los bailes y canciones diversas, acompañadas por la bandurria de Mariané y la guitarra del tío Pedro José, que, como era natural, no podía faltar en acontecimientos como aquel, ya que era siempre el que más hacía relucir las fiestas. ¡Y no digamos nada de sus chistes y cuentos picarescos, más y más obscenos a medida que el alcohol iba haciendo de las suyas! No faltó el trance apurado a que fue sometido el Ramonico, un medio mocete de la pardina de Pardo, cuando fue agarrado y sometido al «Cuento de las viejas», que más de un narrador de la montaña dudaba al contarlo: 364

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Se reunían unas cuantas mujeres de las más osadas y menos vergonzosas y raptaban a un mancebo algo mojigato, tímido y poco espabilan, metiéndolo en una habitación algo oscura. Aprovechando su fuerza en común lo extendían sobre una mesa y le bajaban los pantalones y, teniéndolo bien sujeto, cada una le daba un tirón fuertísimo a su sexo a medida que iban contando a las viejas de cada casa, incluyendo, a veces, las menos viejas...: «la vieja de casa tal», un buen tirón; «la vieja de casa cual», otro tirón dado por la que seguía, y así iban contando todas las viejas del pueblo. Cuando no había suficientes contaban hasta las de las pardinas lejanas. Y todo entre risas, mofas y calificativos de todo tipo, creando un ambiente de bacanal... El pobre zagal, a pesar de haber forcejeado, acabó deshecho moral y físicamente, saliendo de la casa avergonzado y con los pantalones en la mano. Salía de allí como un perro castigado, «aullando y con la cola entre las patas». Ya sabía el pobre que durante más de 15 días iba a ser la risa de la población, que se burlarían de él y lo avergonzarían, a lo que se añadía el sentir su aparato genital «mustio y marchito» como una tomatera tras una pedregada... A don Manuel le causaba repugnancia presenciar actuaciones como aquella, pero pensó que no era un hecho casual, que seguramente tenía algún origen, y por eso decidió que lo plasmaría en su diario. La picaresca altoaragonesa había que verla como algo natural y, por consiguiente, formaba parte también de lo histórico de la región. Las fiestas de la boda terminaron sin otras novedades y, cuando ya despuntaba el alba, cada uno volvió a su morada para gozar de un reposo bien ganado... Don Manuel continuó elaborando el programa escolar: clases adaptadas a cada edad, pues entre sus 60 alumnos o más los había de todas las edades, de los 6 ó 7 años hasta los 14, y sin una buena organización era imposible atenderlos a todos. También necesitaba poner en 365

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marcha las clases para adultos, pues se había propuesto, como se sabe, que no quedara en su pueblo ningún analfabeto en el plazo de 2 años (esto para los menores de 45 años, los otros ya era más difícil hacerlos entrar en vereda). Quería asimismo impulsar las actividades teatrales, aprovechando la creación del Centro Republicano, y sobre todo no abandonar sus actividades políticas y sindicales. La situación social en general se degradaba día a día y los movimientos de protesta aumentaban la preocupación de todos cuantos tenían responsabilidades, como se incrementaban el odio y el rencor hacia la clase reaccionaria y burguesa, viendo la represión implacable que practicaba: cada día su policía detenía obreros y campesinos cuyo único delito era el de defender en todo momento el pan de sus hijos. Algunas de estas razones le habían empujado a aceptar la proposición de su amigo Ventura, el maestro de Ayerbe, de realizar un encuentro comarcal de maestros y otros responsables sindicales durante las ferias de Ayerbe que se aproximaban, y que frecuentaba cada año, durante la segunda quincena de septiembre. No era solo él quien tenía aquel propósito. Más de medio pueblo esperaba aquellas ferias, bien conocidas en todo el Alto Aragón y hasta por tierras navarras y catalanas, para sus compras y ventas de todo tipo, y para hacer sus contratas de animales. Para los vecinos de Riglos las ferias de Ayerbe eran tan conocidas como las fiestas de San Lorenzo de Huesca, y en muchos sentidos guardaban algo de similitud. Rara era la casa que no tenía algo para vender o que negociar los productos cosechados. Por eso, llegado el día de las ferias se podía contemplar la larga hilera de burras y yeguas cargadas con cuévanos donde gruñían los cerditos pequeños, las jaulas de pollitos recién nacidos, gallinas colgadas de las albardas por las patas, ídem con los conejos, boticos de aceite de oliva, que se veían lustrosos y grasientos, y numerosos otros productos. Los corderos, cabras y ovejas iban detrás de los bueyes que se llevaban para vender por ser demasiado viejos, formando una polvareda 366

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como si se tratase de ejércitos en maniobras. Los productos más importantes, como eran las almendras y el trigo, se apalabrarían allí durante aquellos días y se transportarían a lomo de burro más adelante, cuando la cosecha estuviese completamente terminada. Solo quedaban en casa los perniles de jamón serrano exquisito, bien curados por el cierzo de la sierra, y algún tonelico de vino tinto que se guardaba como un tesoro para el «gasto de casa», como se decía, o para celebrar acontecimientos extraordinarios, y que por agobiada que anduviese una familia no se vendía en las ferias. Salió don Manuel el primer día, acompañado como de costumbre por el tío Pedro José, que llevaba media docena de cerdos de leche colocados sobre unos banastos que transportaba su burra, detrás de la cual caminaban los dos recorriendo los 12 kilómetros que los separaban de la ciudad. No cesaron de hablar durante todo el camino para hacerlo menos pesado, lo que les permitió comentar todas las nuevas, que aquel día giraban en torno a la visita que había hecho don Pedro, el alcalde de Madrid, que había tenido el honor de inaugurar el Centro Republicano en su gira político-turística por Aragón y que, invitado por el maestro, había aceptado participar en un coloquio realizado allí antes de irse para Ayerbe, donde tendrían lugar algunas reuniones y un mitin. Llegados a la villa, cada uno se fue a sus negocios o, mejor dicho, a los lugares y puestos destinados a las entidades comerciales de todo tipo, donde desarrollarían sus actividades durante aquellos días. Las vociferaciones y el barullo que allí se armaba no tenían similitud con nada; esto en cuanto a las personas, porque si se añadían el rebuznar de los burros, el mugir de los bueyes, el cacareo de las gallinas, el gruñir de los cerdos, etc., añadiendo el rodar de los carros y hasta el motor de algún automóvil, había para «perder la chaveta». Empujado por un lado, tropezando con un gorrino por otro, recibiendo un cebollón de aquellos de Tauste en el testuz, sin contar otros sinsabores, logró por fin el maestro llegar hasta la estación del ferroca367

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nil, desde donde quería empezar su visita antes de aposentarse en la posada del Pilar, en la que al pasar había dejado sus bártulos (en ella pensaba pasar los días de las ferias, tras terminar la instalación de su hijo Ramón, llegado poco antes de la capital). Había tanto ajetreo allí que casi se la podía comparar con la estación de Zaragoza, siendo que no quedaba una vía sin vagones de carga, en los cuales se había transportado ganado vacuno y lanar que poco a poco y con grandes gritos, echando votos y reniegos, era conducido a la falda de la montaña de San Miguel, en dirección a Jaca, allí donde se realizaban los tratos. Podía decirse que ni un solo tratante de ganado oscense, de Aragón, de las provincias limítrofes y hasta de la región francesa del Béarn y de Toulouse estaba ausente de aquellas ferias. A muchos podía reconocérseles por las blusas negras que llevaban, sus boinas anchísimas —como los vascos— y su pañoleta de diferentes colores atada al cuello, todos ellos armados de varas de avellano o de látigos que hacían chascar sobre sus animales. En todo el trayecto, desde la estación hasta el pueblo, no había un palmo de terreno desocupado. Por la carretera de Biscarrués se veían tartanas y galeras junto a los carromatos de los gitanos, que acudían también en número importante todos los años. Por todas partes se observaba el mismo bullicio: delante del garaje de Morlans; de la harinera de Dominguito; del cuartel de la Guardia Civil, que rebosaba de tricornios venidos de «refuerzo» para mantener el orden; más allá, el hotel Universo, de pomposo nombre, que con la posada Ovejero, la posada Pemán y la posada del Pilar eran los principales hospedajes de la villa. En la plaza Baja, allí donde se situaban los principales comercios locales —Ubieto, Fontana, almacenes de San Pedro, el Botero, Juanico, Cinto, Coiduras, El Faro, Otal, Alagón y otros—, se hallaba lo industrial y las maquinarias agrícolas. Allí se habían instalado también numerosos vendedores ambulantes, sin olvidar los puestos de verduras y frutas, que, apilados con mucha destreza, parecían pirámides de to368

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mates, pimientos morrones, cebollas... que don Manuel se complacía en contemplar a medida que iba avanzando. Junto a las paredes del palacio de Coiduras los había que ofrecían platos, sartenes, candiles, cántaros y botijos traídos de Calanda, cestas, espuertas, banastos y numerosos otros artículos, algunos verdaderas gangas, como se desgañitaban vociferándolo sus comerciantes. Pasó el maestro bajo el arco del palacio y entró en la plaza Alta, donde todo era copia de lo admirado en la Baja, en medio de las tiendas de casa Jos, Claver, la farmacia local, la carnicería Ferrer, el Kursal, las sederías Juncosa... Solo quedaba un espacio libre: la placeta del frontón, que era una de las paredes del palacio, en la que tenían lugar los concursos de pelota y los bailes por las tardes. Había feriantes hasta por el camino de la Fontaneta (uno de los manantiales del pueblo) y de la carretera de Loarre. Al final de la plaza, por la pendiente del montículo de San Miguel, se situaban las eras, lugar de cita para los que deseaban negociar con animales. Esto por la izquierda, y por la derecha el camino del tejar y del río, por donde iban y venían otros animales hasta la fuente Tres Caños, en cuyo imponente abrevadero podían los bichos saciar su sed. Allí había menos gritos que en las plazas, pero era el sitio donde se discutía en serio, negociando y regateando los precios de cada animal vendido. Aquel lo denominaba el tío Pedro José el «centro de los engañapastores», pues había que andarse con pies de plomo para que no te dieran «gato por liebre» y te engañaran en los tratos, intentando vender un cerdo de 8 arrobas por uno que según ellos pesaba más de 10 o una burrica de 15 años haciéndola pasar por una de 50 meses... También por allí andaban los esquiladores de burros y mulas, que se amañaban en dejar unos y otras, aunque fueran viejas como Herodes, convertidos en monturas fogosas como el caballo del Cid Campeador. Y junto al tejar se instalaban los esquiladores de ganado lanar con el mismo propósito, «dar buena prestanza a las reses vendidas». Don Ma369

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nuel la gozaba, riéndose cuando observaba y escuchaba los comentarios y diciéndose para sus adentros: «Dicen que los del Alto Aragón son incultos y con pocas luces, pero jjibo!, que vengan sus detractores aquí y verán que a espabilados pocos les ganan». Andaba ya algo mareado y decidió subir por la senda que conducía a San Miguel, sentándose sobre un peñasco allí donde podía distinguir a sus pies el pueblo y todas las entradas al mismo: la carretera de Huesca, la de Biscarrués, la de Jaca y, saliendo de la estación, la de Loarre, aquella que conocía tan bien por haber trabajado picando piedra durante su construcción cuando tenía 17 años, antes de entrar en la Escuela Normal. Allí se hubiese pasado horas y horas recordando tiempos pretéritos, evocando sucesos que le hacían tener tanto cariño a aquella población, no solamente porque era vecino de Loarre, del que solo unos kilómetros lo separaban, sino por su historia y sus sentimientos e ideales democráticos. Pocos lugares de España podían enorgullecerse de tener un pasado y presente como el de Ayerbe, empezando por sus hombres ilustres, como don Santiago Ramón y Cajal, y más tarde por los vecinos que habían participado en la sublevación de Jaca que trajo consigo la República en el 31. La prueba era que allí venían numerosas personas para visitar la villa que vivió la «revolución» de Galán y García Hernández, y no solo intelectuales, historiadores, periodistas, políticos, etc., sino republicanos de toda condición que consideraban que un demócrata de buena catadura no podía visitar Jaca sin terminar su recorrido en Ayerbe. Aún echó una mirada hacia la torre de San Pedro, aquella construcción famosa que se erguía como desafiando al tiempo y con la que no habían podido ni los acosos de los años ni los incendios de los mercenarios de Napoleón en el siglo anterior. A ella se adosaba la posada del Pilar; algo más allá, el palacio de Coiduras, histórica construcción que parecía mostrar siempre su poderío; la casa de Ramón y Cajal, que 370

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sobresalía entre las otras; la estación, donde humeaban un par de locomotoras, y terminó contemplando otros lugares y la Fontaneta. Se puso en pie al rato y, resbalando y tropezando con los peñascos de la pendiente, bajó del montículo para sumarse al bullicio de la feria. A la 1 de la tarde regresó a la posada, donde le esperaban ya varios de los maestros con los que se había dado cita para tomar decisiones sobre la marcha a seguir frente a la situación social existente, haciéndose responsables todos ellos de los actos y batallas políticas que era preciso afrontar. Además de Ventura, su compañero maestro de Ayerbe, habían llegado Mompradé, maestro de Canfranc; Monreal, el de Lierta; Ángel, el de Agüero; Carcavilla y Sampietro, los de Jaca, y varios más, todos ellos pertenecientes a la FETE. La dueña de la posada, pese al barullo y los agobios que tenía para dar cobijo a feriantes y visitantes, les había preparado un verdadero festín digno de ella, confeccionado con productos aragoneses y hortalizas de las huertas que el seño José, su marido, había cultivado. Una vez más quería demostrar a sus huéspedes que un cocido como el preparado por ella solo se podía catar en su casa, en Ayerbe. ¿Vanidad suya? No, realidad, como aseguraba la gente. Y el seño José, que se había sumado a los comensales, ya que era uno de los responsables republicanos de allí, se fue a su bodega para obsequiar a los maestros con unos cuantos porrones de aquel vino casero producido con las uvas de sus viñas. Pocos campesinos podían jactarse de tener otro igual. Terminado el ágape, se fueron todos al Centro Republicano para sumarse a don Nicolás, el médico, y a otros dirigentes con objeto de preparar el mitin organizado para aquella misma noche, con la presencia de don Pedro, el alcalde de Madrid. Hubo abrazos, palmadas en la espalda, apretones de manos y otras muestras de amistad, decidiendo a continuación instalarse en las salas de actos que había detrás de la que servía de bar y café, con su mesa de billar y otras para jugar a las cartas. Allí dieron comienzo los comenta371

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dos a propósito de todo, pero en particular acerca de la situación explosiva que se estaba viviendo debido al desprecio que mantenía el caciquismo nacional y regional, que rechazaba todas las reivindicaciones de obreros y campesinos, engendrando un malestar que nadie podía asegurar cómo terminaría. Pero el momento más emocionante de aquel día fue cuando don Nicolás pidió silencio a todos, sacó el periódico de su carpeta y explicó: —Queridos compañeros, aquí tengo el número 208 del Diario Oficial de la República, de 8 de septiembre de 1935, es decir, de hace más de 15 días, que reza así: «El Gobierno de la República concede a título póstumo la Laureada de San Fernando a Fermín Galán por su heroico comportamiento en hecho de armas...». Como la mayoría de los que estamos aquí presentes fuimos protagonistas de la gesta de los sublevados de Jaca, don Fermín Galán Rodríguez y don Ángel García Hernández, os propongo un brindis por este primer reconocimiento que hace el Gobierno de la República a sus héroes nacionales. Antes de entrechocar los vasos hubo aplausos nutridos durante algunos minutos y al levantar las copas don Manuel pudo observar que, como él mismo, algunos de sus compañeros dejaban resbalar una lágrima recordando emocionados aquellos momentos pasados. Luego volvieron las discusiones y la preparación del mitin. Fue el momento que aprovechó el señor Agustín, el conserje del Centro, para entregar al maestro algunos periódicos, revistas y otros escritos que él conservaba y que habían sido publicados en Barcelona, Madrid y hasta en el País Vasco. —Tome, don Manuel, usted que es tan amigo de conservar y escribir nuestras andanzas republicanas, aquí encontrará muchos detalles que estoy seguro le gustará conservar por su valor histórico. Estoy seguro de que con su talante aragonesista tendrá sumo interés en copiar lo que un día podrá dar una idea de la historia de nuestra villa y de sus hombres... —riéndose satisfecho, puso en sus manos un paquete de revistas, periódicos y otros «documentos». 372

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Con los papelicos en las manos se aisló del grupo y se sentó al fondo de la sala, empezando a ojear aquellos escritos que tenían relación con Ayerbe, con su pasado republicano y democrático, sin olvidar el presente y siguiendo siempre el mismo camino. De pronto se quedó perplejo contemplando una vieja revista, ya algo amarillenta por haber circulado de mano en mano, sobre la cual había varias fotos y artículos concernientes a algunos de aquellos «revolucionarios compañeros de Galán y García» allí presentes aquella misma tarde, los mismos que momentos antes habían celebrado la distinción del primer capitán. Leyó y releyó lo escrito y decidió, como hacía de costumbre cuando algo importante caía en sus manos, transcribirlo en su diario personal. Tomó su estilográfica y poniéndose sobre una mesa bajo la lámpara principal empezó a copiar frase por frase lo que allí había impreso y que daba una idea de los sentimientos que habían empujado a aquel grupo de hombres a participar en el advenimiento de la República española. Había dos escritos inéditos: uno de don Nicolás y otro del alcalde, Lorenzo Sánchez, más conocido por la gente por el apodo de Tocata que por su propio nombre. Con la rapidez con que acostumbraba, empezó a copiar lo escrito en la revista: AYERBE

De la provincia de Huesca, con unos 2800 habitantes, produce vino, aceites, trigo, almendras y hortalizas, sus hijos son muy trabajadores y muy amantes de la libertad y poseen bastante cultura, siendo uno de los pueblos de la provincia de Huesca que más han luchado por la instauración de la República en España. Su Ayuntamiento está compuesto de correligionarios prestigiosos, figurando como Alcalde Don Lorenzo Sánchez, de quien nos honramos en publicar unas cuartillas. El Ayuntamiento está compuesto de la forma siguiente: Alcalde Presidente: don Lorenzo Sánchez, Primer Teniente de Alcalde: don Francisco Fontana, Segundo Teniente de Alcalde: don 373

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Ángel Valles, Concejales: don Rafael Cedo, don Antonio Labarta, don Máximo Salcedo, don Domingo Viñegué, don Joaquín Morlans, don Ignacio Cinto y don Francisco Salcedo. Todo el Ayuntamiento trabaja con verdadero entusiasmo en favor de los intereses de Ayerbe, destacando en esta labor principalmente los Concejales don Máximo Salcedo, don Joaquín Morlans y don Francisco Fontana, que en unión de don Lorenzo Sánchez trabajan sin descanso por todo cuanto significa cultura, progreso y buena administración. No queremos terminar estas líneas sin destacar las figuras de don Domingo Ruiz Alcrudo, dignísimo Juez Municipal, don Enrique Alagón Orzal, Fiscal Municipal y de don Agustín Cobos del que también publicamos una fotografía, figuras que en Ayerbe merecen la estimación de los hijos de esta invicta villa. En 1811 tus hijos alentados siempre por el espíritu de libertad derrotaron a los franceses, en 1930 otra vez tus hijos dan a la patria otra nota proclamando la República y uniéndose a las fuerzas de Fermín Galán para luchar por la libertad. Esta vez como aquella queda grabado en la historia el gesto magnífico de tus hijos y el tiempo, si los hombres de hoy no saben agradecer cuál fue tu sacrificio de muchos de tus hijos que tuvieron que exiliarse y otros sufrir los rigores de una justicia arcaica, se encargará que en la historia de España exista un broche de oro con los nombres de los que supieron el valor que tiene la palabra República y libertad. Nosotros con la satisfacción de los que cumplen su deber publicamos los nombres de los que fueron apresados y conducidos por su participación en el movimiento por los sucesos del 12 de Diciembre de 1930, lamentando no poder publicar las fotografías de todos así como también de todos los actuales concejales de Ayerbe. Los apresados y conducidos a Jaca fueron los siguientes ciudadanos: Don Manuel Ventura Palacios, Maestro Nacional, Victorino Bernués, Agustín Cobos, Enrique Alagón, Domingo Ruiz, Antonio Latorre, Crescencio Salcedo, Antonio Salcedo, Eusebio Oliván, Lorenzo AYERBE.

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i

r

Lorenzo Sánchez

Francisco Fontana

Nicolás Ferrer Samitier

Manuel Ventura Palacios

Enrique Alagón

Francisco Aguarod Sánchez

Agustín Cobos

Dirigentes de Ayerbe represaliados tras la sublevación de Jaca de 1930. 375

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Oliván, José Buen, León Marcuello, Tomás Fañanás, Restituto Martínez, Manuel Orleans, Mariano Salinero, Mariano Lafuente, Gregorio Añaños, José Cucalón, Mariano Marco, Luis Marco, Vicente Iglesias, Dionisio Romeo, Valeriano Pérez, Benito Sarasa, Mariano Sarasa, Andrés Cavero, Perfecto Vallés, Ángel Vallés, Pablo Forcada, Francisco Bradineras, Felipe Cinto, Alejandro Salas, Máximo Salcedo, Luis Corral, Florencio Pascual, Zacarías Buen, José Gállego, Manuel Río, José Alcácera, Manuel Lafuente, Julio Fontana, Francisco Sarasa, Pedro Carcavilla, J. Me Pascual, que enfermó en la prisión y falleció en el hospital, siendo una víctima más por la libertad y la República.

Seguían unos escritos del alcalde: Son en Ayerbe la libertad y la Justicia sentimientos tan arraigados, que el cerril caciquismo de Huesca y de su provincia no pudo nunca desvirtuarlos con interpretaciones tendenciosas, ni disminuirlos con onerosas persecuciones. Por la pureza de estos sentimientos, hubimos de luchar contra todas las representaciones de los gobiernos de la, en buena hora fenecida monarquía; y si es verdad que de aquellas luchas salimos fortalecidos y con más exaltado espíritu de combate, también lo es que en represalia jamás para Ayerbe hubo petición oída, ni promesa satisfecha, ni demanda atendida, ni ley ni justicia para sus reclamaciones por razonables que ellas fueran. La República, que es justicia, nos la hará cumplida; y este pueblo preterido y postergado, con el impulso abnegado de sus vecinos y la ayuda generosa del Estado, que recabaremos cuando le sepamos libre del agobio económico que del régimen derrocado heredara, será en un futuro muy próximo el pueblo ideal que nuestro cariño y nuestra fantasía creará cuando, perdidas nuestras miradas a través de los montes que nos ocultaban el cielo de la Patria, me reunía con mis compañeros de exilio y convecinos señores, Fontana, Aguarod y Ferrer, en aquel balcón del boulevard de los Pirineos de la bella y acogedora villa de Pau. 376 Índice


Lorenzo Sánchez El doctor don Nicolás Ferrer continuaba aquel reportaje: AYERBE, es desde Diciembre de 1930, conocido por la mayor parte de los españoles, y desde fecha muy lejana por todos aquellos republicanos que al laborar por el logro de sus ideales confiaron siempre a los de este pueblo aquellas empresas que, por arriesgadas, precisaban el concurso abnegado de hombres disciplinados que a los ideales republicanos habían sacrificado lo mejor de sus intereses y de sus vidas. Educados en la escuela de esos hombres, AYERBE es cantón de juventudes prontas a la lucha, contra todas las tiranías y contra todas las injusticias, juventudes que ungidas de fervor republicano inflamado de santa rebeldía, sintiéndose interpretadas en sus anhelos por el espíritu de FERMÍN GALÁN, libre y espontáneamente se unieron a él y cooperaron en la medida de sus posibilidades al mejor éxito de aquel movimiento redentor que en la mañana del 12 de Diciembre de 1930 se inició en Jaca y que pasando por Ayerbe y Cillas, terminó la tarde del 14 con la vida de aquellos mártires inmolados por la tiranía junto a las tapias del polvorín de Huesca. En nuestra secular lucha contra la Monarquía, aquel trágico episodio avivó más nuestras ansias de redención. Ni el inhumano hacinamiento en las cárceles de Jaca, ni la persecución que fue aún más allá de la frontera, ni la difamación calumniosa que la prensa mediatizada por el Poder, hizo circular presentándonos como indeseables y peligrosos forajidos, quebrantaron nuestra fe; antes al contrario, ilusionados y llenos de confianza en un próximo feliz, asistimos regocijados en medio de nuestras torturas al estrepitoso derrumbe de aquel régimen que era baldón y ludibrio de la conciencia y dignidad ciudadana. Y aquella alegría explosiva y casi delirante por demás justificada, hace hoy trocado en el gesto sereno de honda preocupación, pues no en balde asistimos a una serie de violencias que partiendo de sectores de la más opuestas ideologías, en aparente confabulación, pretenden restar vida a nuestra joven República y si ella es algo consustancial con nosotros, si son infinitos los sufrimientos que por ella arrostramos, fá-

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cilmente se comprenderá que a su defensa dedicaremos en todo momento todo lo que valgamos y podamos y aunque no es grande el peligro que el extremismo pueda significar, nos preocupa seriamente el que nace de la incorporación al mando de las instituciones de republicanos de aluvión que atentos a sus particulares intereses y a la defensa de sus bastardas aspiraciones, pudieran manchar la pureza de los procedimientos republicanos, hasta convertirlos en algo tan repugnante y corrompido, como lo fueron en la Monarquía. ¡República española! estás tan dentro de los sentimientos de AYERBE, que si un momento estuvieras en peligro, será este pueblo el que forme en la vanguardia de tus desinteresados defensores. Y termina Ferrer con una carta mandada a los amigos de Hecho: ENVÍO

A Feliciano Brun y a Fermín Buesa Cuando tenazmente perseguido, vosotros os brindasteis a llevarme a Francia, no ignorabais los peligros que habríais de afrontar; yo tuve ocasión de advertirlos cuando agotado y exhausto encontraba en vuestra serenidad y vuestra fortaleza, los estímulos y ayuda precisos para no caer envuelto en la nieve que me brindaba tentadora con el no ser el eterno descanso. Cuando quise pagaros, os negasteis a aceptar más óbolo que mi abrazo emocionado y aun me rogasteis que si llegaba a saber el paradero de algún otro camarada como yo perseguido, os hiciera el favor de elegiros para salvarlo como a mí. A los dos mi agradecimiento, que durará lo que mi vida, a la par que la expresión del orgullo que siento al tener como amigos a estos vecinos de HECHO de tan elevado temple moral, como grande resistencia física. Nicolás Ferrer Cuando hubo terminado don Manuel el último plumazo de aquello que consideraba ya como un documento histórico, sin añadir ni quitar una coma, se sintió invadido por el orgullo y la satisfacción de saberse altoaragonés, y la altivez y ufanía por haber sido uno de aquellos 378 Índice


luchadores le produjeron emoción y hasta carne de gallina. «Sí —se dijo—, vale la pena defender unos ideales justos». Al verlo recoger sus papeles se acercó Telmo, el maestro de Canfranc, que andaba intrigado de que no estuviera junto a los otros compañeros y se afanara en escribir, lo que quería decir que algo importante llevaba entre manos. Acercándose, le dijo: —Mira, acaba de llegar tu hermano con el Esquinazau, que han bajado de Jaca con la moto. Pero, Manuel, ¿qué puñetas estás haciendo en ese rincón medio a oscuras? Don Manuel le tendió las cuartillas escritas momentos antes, diciéndole: —He copiado algunas páginas de lo que será nuestra historia y los episodios emocionantes que vivimos años atrás en esta villa. Y aunque mi nombre no figura en la lista de los represaliados tengo el orgullo de haber participado y de haber burlado a todos los esbirros policiacos de aquellos momentos, pasando clandestinamente a través de la tupida red que habían tejido en torno a todos nosotros. Hasta don Pedro, el alcalde de Madrid, se interesó por aquellos escritos, y como quería ensalzar al vecindario por su apego a la República y a la libertad tomó algunas notas que podrían permitirle una mejor introducción a su discurso. Acudió un numeroso público para escuchar a aquel líder político, que fue muy aplaudido por la fogosa intervención que hizo estigmatizando la política del Gobierno que dirigía la España de entonces y que por momentos presentaba pocas diferencias con la llevada a cabo por la monarquía y los grupos derechistas del general Primo de Rivera en tiempos pasados. Hubo de todo y para todos: los aprovechados, los burgueses, los republicanos blandos y aborregados, los chaqueteros en general y su cruzada antiobrera y anterrepublicana, sin pasar por alto también el modo de actuar de algunos sectores de izquierdas, sindicalistas antiparlamentarios y de ideas confusas, aunque ellos las denominaran «avanza379

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das», y no olvidó al clero en general, dándole un vapuleo de órdago. Esto le permitió terminar su discurso con una salida de aquellas que tenía y que gustaban mucho a la gente, pero que en realidad aquel día no le pertenecía puesto que la había copiado del tío Pedro José, la antevíspera, en Riglos: «Y hablando del clero, y para terminar, os citaré una máxima que me viene a la memoria, seguramente dictada por algún filósofo de izquierdas: "Si queréis encontrar un buen rincón soleado y caliente en el invierno, o una buena sombra bien fresca en el verano, no tenéis más que seguir a un perro o a un cura"». Aquí la muchedumbre aplaudió su salida riendo a carcajadas, pero el que la gozó de lo lindo fue don Manuel al comprobar que aquella máxima no era sino copia de la que había escuchado en Riglos. También el tío Pedro José se torcía de risa, pero no era el momento para decirle al orador que aquella consideración era suya y muy suya, una más de aquellas que a diario su experiencia de la vida y su sabiduría, aunque fuese un simple campesino, le permitían lanzar, parrafadas de académico que la gente llamada culta, o que se las daba de culta, no eran capaces de hacer, ni tampoco sacar conclusiones de orden moral. Aquella reunión acabó pronto, puesto que la sala iba a ser acaparada por los jóvenes y viejos amantes de los bailes, que se sucederían hasta la madrugada. Don Manuel se despidió de su hermano y del Esquinazau, que se volvían a Jaca, saludó a sus compañeros maestros y salió a la plaza sumándose a la muchedumbre que deambulaba de un lado para otro respirando los olores de las casetas de la feria, donde se freían chorizos, longanizas, etc., y más allá los confiteros y churreros se afanaban complaciendo al gentío. Era la hora de la fiesta y las diversiones, de las buenas cenas «remojándose bien el cogote»; los negocios y las ferias volverían a empezar a la mañana siguiente. El maestro se dirigió hacia la posada y, después de haber ultimado algunos asuntos con el seña José, que le había solucionado el problema del piso para su hijo Ramón, se metió en la cama para salir de allí al despertar el alba. 380

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Aún no habían empezado a cantar los gallos cuando don Manuel ya estaba de pie dispuesto a emprender los 12 kilómetros que le separaban de su pueblo. Almorzó unas sopas de ajo y un chorizo frito en compañía del señor José y salió por la carretera de Jaca hasta la Venta de los Conejos. Se sentó en el altozano sobre una piedra, junto al sendero de burros, y esperó al tío Pedro José, con quien se había dado cita para hacer el recorrido juntos. Desde allí podía contemplar toda la sierra de Guara, desde el pico San Cosme hasta los Mallos de Riglos, y sobre todo podía observar al amanecer el día las murallas que rodeaban el castillo de Loarre, su pueblo natal. Todo lo embelesaba, pero aquella fortaleza, aquellos torreones que parecían desafiar a la naturaleza, lo tenían ensimismado por su maravillosa belleza, su sublime concepción arquitectónica y su admirable situación geográfica. Por todo ello consideraba aquella obra como algo propio, algo que imponía respeto, algo que lo deleitaba y, más allá de lo que representaba el cariño a una joya, que veía como un lugar casi divino. Con la mirada fija en el baluarte de su tierra pensó que debía llevar allí de excursión a su manada de críos indómitos para enseñarles aquel tesoro inigualable que poseía el Aragón de sus amores y cuya existencia la mayoría desconocía. Detrás del pico de Gratal el sol empezó a lanzar sus tímidos rayos, que como vetas de hilos de seda se extendían por toda la comarca al tiempo que cegaban los ojos del maestro mientras miraba hacia la sierra. Fue el momento en que vio aparecer al tío Pedro José, que tranquilamente llegaba arreando a su borriqueta, cargada de diversos utensilios y productos adquiridos en la feria, mientras tiraba del ramal a una yegua gris, fogosa y sin duda alguna mucho más joven que la otra bestia. —Buenos días, tío Pedro José. ¡Pues vaya una magnífica yegua que trae usted hoy! ¿Cuándo la ha comprado? ¿No habrá hecho tratos con los gitanos esta noche y le habrán encajado una cabalgadura parecida al rocín de don Quijote? —interrogó el maestro. 381

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—¡Pobres gitanos! «Unos llevan la fama y otros cardan la lana». ¡Qué va, qué va! —dijo el tío Pedro José riéndose a carcajadas y guiñando el ojo como satisfecho de haber hecho un buen negocio—. ¿Qué se cree usted, señor maestro? ¿Que soy tan desustanciado como el mozo aquel de los libros de López Allué que se fue a la feria y le salió «el güey furo»? ¡Qué va, a mí no me la pega cualquiera! Verá, usted conoce muy bien a mi primo Pepe Luis, el de Ansó, que cría ganado caballar y mular para venderlo en las ferias, pues hace 6 meses me dijo que tenía una yegüica muy maja de 18 meses y que si yo la quería me la guardaría para mí. Hicimos el pacto en secreto y acepté la oferta y el precio sin haber comentado nada en casa, aunque la voy a pagar a plazos —como usted haría si comprara una máquina de escribir—. Aquí la traigo y es la sorpresa que presentaré en casa dentro de un rato —terminó diciendo el labriego ufano y jocoso, riéndose como de costumbre. Salieron andando detrás de la burra y la yegua, cuyo ramal habían atado a los aparejos de la primera, y empezaron los comentarios de lo que habían visto en la feria, en las fiestas, en el mitin de la víspera de don Pedro, el alcalde de Madrid, y otros muchos asuntos, sin olvidar el tío Pedro José de indicarle lo de la salida suya que había repetido el líder izquierdista en la reunión de la víspera; es decir, lo de los «los curas y los perros». Esto hizo reír de nuevo al maestro, que le dio la razón pues en realidad había sido plagiado. Convinieron los dos al llegar al pueblo que se verían por la noche para saber de la acogida que habría tenido el tío Pedro José con su magnífica yegua. Doña Rufina ya había empezado las clases en la escuela en espera de su marido, tal como convinieron antes de marchar él para Ayerbe. Hizo falta un buen rato antes de dar por terminadas las noticias e impresiones que el maestro traía de aquellas ferias, y de las reuniones habidas, pues ella se interesaba tanto o más que él en conocer todo lo relacionado con su manera de vivir en aquellos tranquilos lugares de la sierra.

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Como había prometido, don Manuel se fue por la tarde, una vez terminadas sus tareas de instrucción, a ver al tío Pedro José. Se sentaron sobre un banquillo de tres patas delante de la mesa, hecha con medio cajico serrado en dos que siempre permanecía en aquel lugar, presta a recibir a los convecinos, y saboreando un buen café hecho por la dueña de casa comentaron la revolución que se había armado al verlo llegar con la yegüeta, con satisfacción absoluta de todo el mundo. El tío Pedro José hacía ya un sinfín de proyectos sobre cómo sería domada la bestia y en qué quehaceres se emplearía. —Con una montura así, ahora sí que nos miraran como a propietarios de casa grande... —exclamó el amo de casa riéndose como un bendito de su salida, al tiempo que mostraba su satisfacción por haber hecho un estupendo negocio, pero sin ninguna palabra o gesto que indicaran que era pretencioso o que quería dejar aparecer su vanidad, porque de hacerlo hubiese sido lo contrario de su forma de ser; la simplicidad era su principal o la más importante de sus virtudes. Así estaban cuando empezaron a oírse gritos, blasfemias e insultos de todo tipo procedentes de la callejuela vecina, concretamente de casa O Rincón, donde, sin duda alguna, tenía lugar un ajuste de cuentas entre la dueña, la Magdalena, y su marido, el Paulino. Y no se equivocaban, no; la pareja estaba celebrando el regreso de las ferias de Ayerbe a su manera: con gritos, insultos, amenazas y hasta a escobazo limpio, sacudidos con destreza por la Magdalena... Se acercaron al callejón y, mientras el tío Pedro José la gozaba contemplando aquella función teatral y estimulaba a los dos contrincantes para que el agarrón aumentara de volumen, el maestro optó por interponerse entre ellos, preguntando qué era lo que les empujaba a tener aquel comportamiento en plena calle y sin la menor decencia atraer la curiosidad de numerosos vecinos. Fue la Magdalena quien, tomando una postura de matrona, con la escoba en la mano derecha y la izquierda apoyada en la cadera, explicó a su manera, rabiosa y enojada 383

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al máximo, el origen del pleito que estaba solucionando, todo ello mediante descripciones exageradas al máximo: —¡Ay, don Manuel! Según me ha contado Pepito, el chico nuestro, que tiene 10 años, el domingo fue con su padre al Kursal de Ayerbe y allí encontraron a una chica, que a decir de mi hijo «debía de ser de Loscorrales» puesto que su padre le hablaba de tú y le había dado algunas palmadas en el trasero, ¡y hasta le había acariciado las piernas! ¿Con que una prima de Loscorrales? ¡Y dándole palmadas en la grupa, como a la burra Grisa! ¡Canalla! ¡Asqueroso! ¿Una prima? Ya lo creo, una camarera de esas que traen a la villa para las fiestas. ¡Marrano! ¡Déjeme, don Manuel, que le sacuda el polvo y le enseñe la dignidad que debe tener un aragonés bien plantado delante de su hijo! —Venga, Magdalena, venga, dame esa escoba y a firmar las paces. ¿Dónde has visto tú que la dignidad de una persona se imponga a golpes de escoba? Se trata de una broma que ha gastado tu hombre y algún piropo que le habrá echado a una chica joven sin que por ello haya perdido su dignidad. ¿Te crees tú que si hubiera habido alguna conducta reprensible la habría cometido delante de su hijo y en público? Vamos, anda, a casa y a callar, que no es para tanto... Y, como era el maestro quien se lo ordenaba, la mujer se calló y muy mansa dobló la esquina para entrar en su casa; lo que no quería decir que el asunto estuviera definitivamente zanjado y que no «saldría a relucir» tiempos más tarde. Continuando con las risas y las bromas, el maestro y el tío Pedro José comentaron el espectáculo. Este último se lamentaba de que por culpa del maestro la sesión hubiera concluido demasiado pronto, o quedado aplazada, al menos, aquel día. Como siempre, fue él quien tuvo la última parrafada: —Oiga, don Manuel, ¿qué sería de nuestra vida si no tuviésemos momentos como los que acabamos de presenciar? También esto forma parte de nuestra existencia. Pero estoy seguro de que usted, a quien tan384

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to le gusta describir nuestras cualidades de altoaragoneses, esta vez no escribirá una sola línea de lo que aquí ha visto y oído. Pero se equivocaba el labriego, y a la mañana siguiente le faltó tiempo para tomar algunas notas haciendo mención del lance entre la Magdalena y el Paulino, evitando, naturalmente, detallar letra por letra los calificativos y «piroros» escuchados.

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En otoño, las almendras y la vendimia

La temporada de los grandes calores empezaba a declinar, lo que indicaba para la gente del campo que nuevas tareas se iban a echar encima como cada año, imperturbables, siguiendo el ritmo impuesto por la naturaleza. La primera era la recogida de las almendras, que tenía enorme importancia para todos pues aquella cosecha era la que, en general, les aportaba «medios para tapar agujeros», que el que más y el que menos los tenía en sus presupuestos debido a las dificultades existentes. No se pasaba hambre, pero sí que había que saberse administrar muy bien para no caer en el abismo de las deudas. Por eso, la cosecha de las almendras tenía importancia primordial directa o indirectamente para todos. Era una de las raras producciones del campo que no servía para alimentarse directamente los 12 meses del año. Solo algunos almudes se guardaban en casa, y en particular los años de buena cosecha, para hacer salsas, tortas, tostadas, garrapiñadas, etc., con intención de agasajar a los forasteros cuando venían de visita. Pero la mayor parte de la recolección se vendía al exterior, con lo que entraban en cada hogar buenas perritas cuando los precios eran ventajosos, aunque los campesinos más acomodados, sabiéndoselas todas, guardaban su cosecha para venderla más adelante, para Navidades sobre todo, cuando se pagaban casi al doble que en el mes de octubre. Aquel producto tenía la particularidad de que si se conservaba en buenos lugares ni se estropeaba ni se florecía aunque pasaran muchos meses. 387

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También en casa del maestro interesaba aquella cosecha... Doña Rufina la esperaba con impaciencia debido a que le permitía hacer una recolección bastante importante cada año. La explicación era muy simple: una vez vareados los almendros y recogidos los frutos en el suelo por sus propietarios, ella marchaba con su prole a respigar las almendras; es decir, a continuar lo que había hecho con las espigas tras la siega, y cuando se tenían buenos ojos no era difícil conseguir un buen resultado, sobre todo si los almendros se situaban junto a la margen de una faja donde la hierba tuviera varios centímetros, en medio de la cual habrían caído varias docenas de almendras. Las había también que iban a parar a 4 ó 5 metros de distancia cuando eran sacudidas. Unas y otras quedaban allí, pues los labriegos no podían entretenerse en buscar una a una, hubiese sido perder tiempo para poco provecho. Sin embargo, para la señora maestra no era lo mismo: un almud hoy, otro mañana, y así sucesivamente, hacía que sus talegos se llenaran y al final de la temporada también ello les ayudaba a «capear el temporal», como a cualquiera de los otros vecinos del pueblo, pero siempre poniendo un cuidado especial en no mostrarlas a nadie ni hacer alarde de su riqueza. El que no participaba en aquella tarea, como con las espigas, era don Manuel, esto oficialmente, claro, porque la realidad era otra. Para no resultar avergonzado su técnica era muy discreta, aunque los resultados los mismos: se vestía de cazador, se ponía la mochila a la espalda y el morral, y se lanzaba al monte como el que va a una importante y lejana partida de caza, yéndose lo más lejos posible del lugar. Conocedor del terreno, ya sabía dónde había buenos almendros poco visitados con bastantes frutos por el suelo que le permitían regresar a casa con la mochila llena. Y alguna que otra vez visitaba un árbol de aquellos denominados «bordes», nacidos en medio de los coscojos y finebros, que con frecuencia tenían más y mejores frutos que los otros. Había que sabérselas todas, como se decía don Manuel, aprovechando siempre la experiencia que había adquirido viviendo junto a los labriegos en aquella sociedad particular en muchos sentidos... A veces 388

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se llevaba a la Perla, su perrica de caza, que le advertía ladrando si alguien se aproximaba, y entonces don Manuel tomaba su escopeta y le sacudía un tiro al primer cuervo que pasara por allí, diciendo al que lo saludaba y le preguntaba a qué animal había tirado que había apuntado a un torcaz que su perra había levantado. Y el curioso, tan tranquilo, continuaba su camino mientras el maestro sacudía de nuevo las ramas de alguno de aquellos árboles retorcidos y medio secos que habían nacido solos en el borde de alguna barranquera. ¿Cómo habían podido echar raíces entre pedregales, rallas y malezas, y sin haber sido jamás podados producir almendras de una calidad superior a los de terrenos labrados, abonados y podados cada año? «¡Misterios de la naturaleza!», se decía el maestro. Nadie sospechaba lo que contenía la mochila de don Manuel y cuando alguien intentaba averiguar en qué consistía su carga, diciéndole que era algo voluminosa, les contestaba que al mismo tiempo que andaba cazando recogía hierbas para llevárselas a sus conejos, lo que resultaba bastante lógico pues todo el mundo los tenía, y con esto aplacaba todas las dudas. Uno de aquellos días recibió de la Inspección de Huesca una carta certificada que el seño Vicente, el cartero, con su curiosidad crónica, intentó saber qué contenía. Pero se quedó con dos palmos de narices cuando el maestro, riendo, le contestó: —No se apure, seño Vicente, que no es la carta de una novia... Sin duda se trata de las oposiciones que debo pasar en diciembre próximo. No quiso abrir la carta delante del curioso cartero. Tenía la convicción de que guardaba relación con aquella advertencia que le había hecho su compañero durante las fiestas de San Lorenzo en Huesca. Y no se equivocaba, no. En pocas líneas la Inspección Provincial lo llamaba al orden por su incorrecta conducta hacia la institución, acusándolo de actividades políticas y de otras que, pareciendo particulares, también estaban relacionadas con la política, aunque con gran habilidad 389

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para realizar la propaganda del partido al que pertenecía. Seguían las advertencias y amenazas por el abandono de las clases, que dejaba en manos de su señora cuando se desplazaba a diversos lugares por estos motivos... «¡Otra vez "la mano negra"!», se dijo el maestro con un rencor apenas refrenado y dispuesto a enviar un oficio pidiendo que cada vez que por necesidades sindicales, en tanto que responsable, tuviese que abandonar el pueblo, le fuese enviado un interino para suplirlo como era de derecho, pero añadiendo una advertencia, la de hacerles saber que su escuela había funcionado con su esposa como con sí mismo, siguiendo el plan de trabajo establecido por él, y que no tenían más que ver, allí en Huesca o viniendo al lugar, el nivel de enseñanza adquirido por sus alumnos. Como esperaba, no hubo respuesta alguna. Pensaba en no hacer ni caso de estas amenazas. Sin embargo, aquello no hacía más que aumentar sus dudas: era alguien del pueblo el denunciante y tenía la certeza de que se trataba de uno de los cuatro chivatos enemigos suyos, ninguno de ellos trabajadores de la tierra. Como cada labor del campo, el recoger las almendras formaba parte de un ritual que no variaba de un año para otro y que necesitaba de organización y preparación. Lo primero que era preciso era disponer de una «palanca» —especie de pértiga— de 4 a 6 metros de larga, flexible y ligera de peso para poderla manejar desde el suelo y a veces subiéndose a los árboles cuando estos eran muy altos, como lo eran los de los almendrales de la Sarda, que medían hasta 10 metros y más de altura. Con aquella herramienta se sacudían las ramas; en el suelo se extendían algunos mandiles para recoger los frutos que caían al lado del tronco, mientras otros iban colocándolos en sacos que serían transportados hasta el patio de cada casa en espera de ser escorcollados (era el nombre que se daba a quitar la envoltura coriácea, todavía verde). 390

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En general, en aquellas operaciones participaban todos los miembros de la familia, protegidos con un sombrero para no recibir cosconones cuando caían las almendras. Y hasta los críos pequeños el día que no había clase se afanaban en aquella ocupación. Se comía ligero para no perder mucho tiempo y se compensaba con una buena cena al regresar por la tarde a sus hogares, después de haber «doblado bien el lomo», lo que producía dolor de riñones. Tras la cena daba comienzo el escorcollar y con ello también las veladas tradicionales que grandes y pequeños apreciaban sobremanera. Cada casa tenía su tribu, compuesta de la gente de la familia, los obreros de las fábricas y del ferrocarril y algún vecino que no poseía almendrales y que acudía allí con un objetivo principal: pasarse un par de horas gozando de aquellas veladas parecidas a las que se pasaban las noches de invierno alrededor de los hogares donde ardía un buen fuego. Don Manuel y los suyos habían optado desde su llegada a aquel pueblo por ir a casa de Pitón a escorcollar, esto debido a la amistad que habían contraído las familias y en particular las dos dueñas de casa, lo que no les impedía a veces personarse en otros domicilios también de amigos donde habían sido invitados. Aquellas eran horas encantadoras, pese al trabajo manual que era preciso y el escozor que producían en las falanges de los dedos las envolturas todavía verdes de las almendras. Allí se podían escuchar los comentarios de todo cuanto ocurría en el pueblo y en la comarca, añadiendo los chismorreos y las sentencias rigurosas que parecían expresadas por senadores romanos cuando cada uno aportaba su opinión sobre los asuntos allí tratados: bodas, bautizos, comuniones, festejos diversos, infidelidades conyugales, historietas verdes... y un sinfín de otras alcahueterías del pueblo. Aquello tenía algo de noticiero local (diferente del del horno o el lavadero público, donde solo las mujeres disponían del monopolio de la palabra); y lo curioso era que al día siguiente en otra casa «se cortaría un traje» a alguno de los allí presentes... 391

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Pero lo que más gustaba a los escorcolladores era escuchar las historietas, cuentos, relatos anecdóticos y toda clase de narraciones que tenían algo que ver con lo sobrenatural: brujas, supersticiones heroicas de algunos y aventuras vividas por los bandoleros defensores del humilde, armados de trabucos, en siglos pasados. Para estas narraciones los más cualificados eran los abuelos, de ambos sexos. Ahora bien, quien sobresalía en aquella casa por su sabiduría era el serio José, que andaba ya por sus 95 años, aunque a su edad todavía tenía ánimos para contar lo que fuera. Llevaba fama de ser el más mentiroso del pueblo y sabía adaptar cualquier suceso local sin cortarse una sola vez en su conversación ni desviarse del asunto saltando a otro. Era un placer escucharlo, y más de un escritor o novelista hubiese dado una fortuna por saber como él hilvanar y dar la consiguiente continuación y tono a un relato de aventuras, sobre todo cuando se trataba de las vividas en el Alto Aragón. A los críos y mozalbetes les entusiasmaba oírle contar los lances y riesgos pasados en Cuba, a donde había sido enviado cuando tenía 20 años para combatir contra los «yanquis», a los que guardaba un odio mortal. No había velada en la que no se le pidiera que relatara cómo había huido burlando a sus perseguidores. Entre otros, su nieto más pequeño, Luis, astuto como una ardilla y amigo de gastar bromas al abuelo, le pedía: —Oiga, yayo, cuéntenos cómo logró escapar en una barca cuando iba a ser agarrado por los americanos peleando a cuchillada limpia hasta lograr burlarlos a todos... Y el abuelo, imponiendo silencio como un artista que quiere seducir a su público, tomaba la palabra: —¡Ah, sí, sí! Cuando nos largamos de La Habana en una barca — y comenzaba a explicar la serie de aventuras ocurridas antes—. Pues nos metimos en una barca, como se ha dicho, y empezamos a remar los 8 compañeros y yo con todas nuestras fuerzas hasta que estuvimos en 392

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alta mar... —aquí su nieto, que no esperaba más que el momento de agarrarlo, le cortó la palabra aquel día: —Oiga, abuelo, la otra vez que nos contó esta historia iban ustedes 9 en la barca... ¿En qué quedamos? ¿Iban 8 ó 9 en la barca? ¿Se había ido uno a nado? Aquí, como era de esperar, las risas estallaron entre los presentes: —Pero, cacho animal, si en vez de irte a la cama te hubieras quedado aquí escuchándome no me harías esa pregunta. Sabrías que al noveno se lo tragó un tiburón que nos seguía al caerse al agua y, naturalmente, no quedamos más que 8... Y, puesto que me interrumpes, aquí me paro y no contaré nada más —dijo el anciano un poco mustio de ver que a su nieto no se le escapaba ningún detalle. De aquella campaña de Cuba había muchas cosas verídicas, pero, ¿hasta dónde llegaba la realidad y en qué punto comenzaba la fantasía del tribuno? Ese era un misterio muy bien mantenido por el agüelo... Mientas tanto la señora Francisca, la dueña, cortaba en pedazos triangulares una de las tortas maceradas cocida en el horno del lugar y distribuía un pedazo a cada uno de los escorcolladores. Seguidamente llenaba un porrón de vino clarete para los grandes, a los pequeños les tendía el botijo con agua fresca traída de la fuente Morena. Los jóvenes la emprendieron de nuevo con el abuelo solicitando de él la continuación de sus aventuras y relatos, lo que el seño José hizo con satisfacción y algo de vanidad al comprobar que sin él no habría ni historietas ni trances emocionantes. Arremetió de nuevo con sus narraciones, emocionantes para los jóvenes, espantosas y fantásticas para los pequeños, mezclando las andanzas de las brujas con las supersticiones todavía bien arraigadas entre los pobladores de aquellos pueblos. Y aquí la creencia en lo que contaba era total: no había desgracia acaecida en el pueblo, suceso o fenómeno meteorológico natural que no fuera obra de las brujas... Y continuaba dando ejemplos, como el de su propia casa cuando fue despanzurrada por un peñasco que se despren393

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dió de los Mallos atravesando paredes y aniquilando a dos bueyes y tres burras. Todo obra del ojo echado por las brujas. Además, como ponía una convicción sin límites, hasta lograba por momentos imponer pavor. Aunque lo que le agradaba a él y mantenía a su auditorio embelesado era contar cómo burlaban los contrabandistas a los carabineros y guardias civiles cuando pasaban a Francia para traer contrabando, en particular cuando se trataba de mulas y ganado. Cuando llegaba a este punto de sus relatos se enardecía y hasta sus ojos se encendían como si anduviese viviendo todavía aquellas aventuras: —Una vez, mi amigo de perrerías y compañero de mili de Ansó, el Ramonico, me hizo subir a la montaña para pasar al pueblo de Oloron, de donde debíamos traer 20 mulas. ¡Pero qué viaje, zagales! De aquí por Santa Bárbara y Puente la Reina hasta Ansó, y allí, burlando la vigilancia, atravesar la frontera por las sendas de sarrios. El viaje de ida fue fácil, pero al regresar nos cayó una nevada de órdago que nos hizo despistarnos, perdiendo el camino y extraviándonos para aparecer por fin por el valle de Oza, donde nos esperaban los carabineros ya que tenían allí el principal puesto de vigilancia de aquella frontera. Logramos burlarlos una vez más sin extraviar un solo animal. No creáis por eso que nuestros apuros habían dado fin, ¡qué va!, en una barranquera caímos frente por frente con un oso enorme que, amenazador, nos acometió... Menos mal que el Ramonico, que era grande y fuerte como un cajico, le arreó una cuchillada y la fiera herida huyó monte arriba. Lo malo fue que con el revoltijo que se armó se espantaron las mulas y cuatro de ellas se esnucaron cayendo al fondo de un barranco... Así que cuando llegamos a Jaca ya no teníamos más que 16, que vendimos muy bien y nos permitieron ganar buenas perras para que mi padre pudiese más tarde comprarse una junta de bueyes jóvenes... Así pasaban las horas, y continuaban los relatos. La gozaba cuando describía algún percance tenido con la Guardia Civil cuando iba de caza en tiempos pasados. Daba toda clase de pormenores de cómo los 394

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hacía correr en vano tras de él. Cuando le parecía que alguno de los oyentes sonreía y ponía cara de duda, buscaba al primer abuelo del pueblo que le venía a la memoria y apuntando con el dedo como para dar una prueba más contundente de lo expuesto decía: —¡Preguntádselo al Perico de casa Roseta, ya veréis como es verdad! No os lo creéis, ¿verdad? Y los Mallos, ¿creéis que han nacido así, como un hongo? Eso fue obra de las brujas en tiempos muy lejanos, y seguramente que la cueva Cirila, que todos conocéis muy bien, la hizo ella para cobijarse, por eso está mugrienta y negra... Desde allí podía controlar perfectamente toda la comarca: el paso hacia Forniello, las gargantas del Gállego, el Mallo Firé, enfrente Peña Ruaba, Murillo, etc. Y si no lo creéis id una noche de invierno, cuando nieva y el cierzo azota con dureza aquel paso, y podréis oír los quejidos de la bruja Cirila...

Vista general de Riglos, al pie de los Mallos. (J. Soler Santaló, Fototeca de la Diputación de Huesca). 395

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Los mayores no decían nada, pero tampoco se reían, como algo atenazados por las supersticiones; en cuanto a los pequeños, se arrimaban a los padres algo temerosos. Hasta don Manuel se callaba, no por estar impresionado por los detalles del abuelo pero sí por la sabiduría y talento de actor que tenía para describir los usos y costumbres y las tradiciones y leyendas de la sierra, que probablemente darían fin cuando desaparecieran los 5 ó 6 «filósofos» del pueblo, que se llevarían con ellos buena parte de las clásicas y legendarias costumbres de la tierruca. Hacia las 12 de la noche dio fin la faena de aquella jornada que se describe. Todo el mundo se iba lavando las manos en una tina que había delante de la puerta del corral, procurando deshacerse de la mugre producida por el polvo, del líquido que se desprendía del pellejo verde y de la goma que poco a poco se iba acumulando en los dedos dificultando el trabajo puesto que se pegaban unos a otros. El seño José, ayudado por su hijo José (eran 4 Josés en aquella morada, siguiendo la tradición aragonesa: José, el abuelo —el actor—; José, su hijo, el amo de casa; José, el mozo mayor, y José Luis, el biznieto), cargó con los 4 sacos de almendras para extenderlas sobre el suelo del granero con el fin de que se secaran bien, evitando así que se florecieran y resultaran invendibles. Allí aguantarían los primeros fríos del invierno hasta que catalanes y valencianos viniesen por Ayerbe en busca de buena almendra para fabricar los turrones de Navidad. Algunas veces también se vendían en casa de Coiduras. Lo importante era saber hacer negocio cuando se pagaban bien, porque aquel producto, ya se sabe, era el que más daba de sí teniendo en cuenta que no era de primera necesidad para el consumo de cada casa, contrariamente a lo que ocurría con el trigo, el ordio, el vino o el aceite. Todo parecía presentarse de manera normal aquel otoño en espera de las nuevas tareas agrícolas, que eran principalmente la vendimia 396

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y la siembra, aunque esta segunda se realizaba cuando había buen tempero, lo que a veces la retrasaba varios días. Don Manuel tenía dos proyectos para aquel otoño, dos visitas interesantísimas o por lo menos así las veía él: excursión instructiva al castillo de Loarre y desplazamiento en autocar al monasterio de San Juan de la Peña, dos de los lugares que atestiguaban lo que había sido y continuaba siendo el patrimonio cultural aragonés. Sus propósitos eran aquellos, solo que la situación social, cada día más tensa, impuso un cambio de rumbo en la vida tranquila del pueblecillo, que hasta entonces no había vivido la represión policial directamente, aunque habían surgido problemas entre los obreros y los responsables de las fábricas de La Peña, de Carcavilla y los empleados de Vías y Obras del ferrocarril. La madre de Benito, el teniente de alcalde, llegó una mañana de aquellas a casa de don Manuel llorando y desesperada: le acababa de comunicar un policía venido de Huesca que su hijo había sido detenido y estaba en la cárcel de Huesca acusado de revolucionario, provocador, instigador de rebeldía y amenazas hechas a la fuerza pública, y aún seguía una docena más de acusaciones, todas ellas, según el policía, con carácter de rebeldía al Estado y a la República. El maestro se quedó paralizado: el mozo aquel, republicano y demócrata, ¿perseguido como un maleante? ¡Aquello era el colmo! Ni corto ni perezoso se fue hasta Ayerbe para poner en conocimiento de sus compañeros aquella represión antidemocrática y ver con ellos qué era lo que se podía hacer. Con el doctor Ferrer y Alagón, el zapatero, se fueron a Huesca conducidos por Morlans, el taxista, otro de los buenos republicanos de allí. Pronto supieron la versión oficial, la de las autoridades, claro: Benito se había sumado a un grupo de sindicalistas de la CNT que había acudido a un pueblo de las Cinco Villas, no lejos de Ejea de los Caballeros, donde se había declarado una huelga de jornaleros del campo con los cuales ninguna autoridad regional o provincial había querido discutir y ver de arreglar el litigio. Al contrario, habían tramado una verdadera provocación, pidiendo la intervención de la Guardia de Asal397

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to de Zaragoza. Las refriegas habían sido duras y, aunque los más jóvenes sabían distribuir mamporros, la última palabra —la última porra, debería decirse— quedó para los de Asalto, que impusieron el orden a culatazo limpio, quedando dueños del terreno y deteniendo a un número importante de «cabecillas», así denominados, de la CNT y la UGT, entre los cuales se encontraba el Benito, sin ser el «cabecilla» de ninguna organización. Una vez más, el «orden» de la burguesía, de los enemigos de la República, continuaba reinando en el Aragón pobre y expoliado, importándoles muy poco la situación miserable en que vivían familias enteras de aquellos jornaleros con sus niños de poca edad, que no tenían medios ni para comer sopas calientes una vez al día. Lograron entrevistarse aquella misma noche con el gobernador civil, que les dio una cita para la tarde siguiente, pues deseaba saber cuál era el delito del teniente alcalde de Riglos para seguir adelante la causa

Grupo de dirigentes de Ayerbe en 1935, entre los que destacan Enrique Alagón, Francisco Fontana, el doctor Nicolás Ferrer, el doctor Monreal y el alcalde, Lorenzo Sánchez. 398

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o ponerlo en libertad. Cuando don Manuel regresó al pueblo encontró un barullo indescriptible en el Centro Republicano, donde se había personado el propio alcalde, que de costumbre no se ocupaba de política. «Hay que hacer algo», vociferaban algunos, y no faltó entre los exaltados quien propuso hacer descarrilar el tren Correo del día siguiente: «Eso sí que sería sonado y verían los gobernantes cómo se las gastan los del campo...» (lo curioso era que aquellas propuestas salían de la boca del primer obrero de la vía). Don Manuel cortó por lo raso aquel barullo, proponiendo que el alcalde y todos los concejales bajasen a Huesca al día siguiente; junto a Ferrer, Fontana y él, irían a ver al gobernador. Y así quedó decidido, logrando tras muchas discusiones y amenazas doblegar la opinión del representante del Gobierno, quien por fin se avino a poner en libertad a Benito, no sin pronunciar nuevas amenazas. Regresaron junto a él al pueblo haciendo una entrada triunfal. Don Manuel había ganado una nueva batalla y se sentía satisfecho, lo que no le impidió advertir seriamente al mozo, su compañero, que se andara de allí en adelante con pies de plomo, porque los servicios policiales ya lo tenían fichado. ¡Y el maestro sabía de qué hablaba, pues tenía experiencia de los tiempos de la monarquía de Primo de Rivera! Como las labores del campo no podían esperar, la gente se consagró enseguida a la de las vendimias. Sin embargo, el ambiente en el pueblo había cambiado notablemente. Con la detención y los problemas del teniente de alcalde parecía que hasta el aire que se respiraba estaba algo emponzoñado y molesto; es que aquellas peripecias habían despertado en los vecinos la visión de una realidad que hasta entonces había sido ignorada o intencionadamente dejada de lado. Incluso las rencillas y asuntos particulares empezaron a vislumbrarse en aquel lugar donde las enemistades políticas no habían existido jamás, conscientes como eran de estar situados en el mismo atolladero. Pero había también 399

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que conservar lo que era ya una tradición: si se poseían dos palmos más de tierra más que el vecino y se recogían dos sacos más de almendras había que votar a las derechas..., y al revés, si no se tenía más que un par de bueyes para la labranza se era de extrema izquierda por obligación, y no era raro ver a algunos que solo por diferenciarse de su vecino o su amigo se inclinaban a votar por unos u otros..., lo que no les impedía juntarse en el Centro Republicano la mayoría de ellos y, junto a un buen vasico de vino tinto, echar pestes de todos los gobernantes, sin olvidarse de preparar juntos los actos festivos que se celebraban. Dieron comienzo las vendimias, que eran muy diferentes ocupaciones si se comparaban con la recogida de las almendras. Aquel era un cultivo agrícola de apoyo, sin mucha importancia, en volumen, respecto al total de lo que se cosechaba. No era tan necesario para sacar cuartos, pues tampoco pretendía nadie competir con los productores de la tierra baja: Somontano, Borja, Cariñena, etc. El vino que allí se producía era, sobre todo, para el consumo local; no había grandes extensiones de terreno destinadas a este efecto. Sin embargo, era curioso ver que junto a las márgenes de los almendrales y hasta de los campos de trigo había alineadas muchas cepas robustas con pámpanos que medían varios metros y producían una cantidad impresionante de uvas. Una de las cosas que intrigaban a don Manuel en aquel caso era que la mitad del pueblo poseyera un par de cubas enormes en su bodega y un lagar propio para elaborar el vino, aunque, como se ha dicho, la producción no fuese importante. El maestro se preguntaba si en tiempos pasados muchos de aquellos campos de almendrales, y otros que se iban quedando yermos, no habían sido hermosas viñas productoras de un vino exquisito. Aquel año había muy buena cosecha, y para poder depositar el líquido en los lagares lo primero que se hizo fue lavarlos bien, de la misma forma que se había hecho anteriormente con las cubas. Y así empezó el acarreo del fruto cortado en los viñedos y colocado en unos 400

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cuévanos muy limpios empleados solamente cada temporada para aquel transporte (aunque más de uno se servía de los mismos cuévanos con los que transportaba el estiércol en la época de la siembra). El corte de las uvas era realizado por los miembros de la familia, aunque a veces se solicitaba la ayuda de algún vecino a quien aquella ocupación le sería pagada con vino, naturalmente. Cada vendimiador, varón o hembra, tomaba una gran cesta de cañas y mimbres, su navaja bien afilada y con la consiguiente suavidad cortaba el racimo que luego era depositado en los cuévanos. Una vez llenos, estos se colocaban uno a cada lado del baste de las burras, que los transportaban hasta depositarlos sobre los tablones colocados en la parte superior del lagar, donde la uva sería pisada y estrujada, empujándola luego hasta el fondo del mismo. Aquella operación de transporte precisaba destreza y cuidado para evitar que los granos se chafaran perdiendo el zumo por los peñascos del camino, aunque en el fondo de los cestos se colocaba una lona impermeable para evitar las pérdidas de mosto. También era preciso, a causa de esto, andarse con mucho cuidado para no ser fizados por las avispas atraídas por la fruta madura. La operación siguiente consistía en chafar la uva acarreada durante el día y descargada sobre los tablones del lagar, como se ha dicho; aquella tarea en general se reservaba a los críos, que una vez salidos de la escuela se ofrecían en cada casa donde se vendimiara. Después de haberse lavado un poco los pies y con el pantalón remangado hasta las rodillas, entraban en el tablado emprendiendo una danza endiablada acompañada de canciones, jotas y gritos de gozo y placer. En aquella ocasión don Manuel también participaba en el pisoteo y había llevado a toda su prole a casa de Izárbez para que con los críos de aquella casa pudieran estrujar como era debido el jugoso fruto. Y allí estaba Joaquín, el amo, también con el pantalón remangado, que daba órdenes de cómo llevar a cabo aquellas operaciones. Era curioso verlo 401

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acercarse al borde y escuchar el ruido que producía el líquido al caer al fondo, pasando entre las grietas de los tablones, lo que le permitía, según él, hacerse una idea de la calidad de la uva y del vino que saldría una vez fermentado. Todo finalizaba aquel día como de costumbre: con una buena merienda para todo el mundo, acompañada de un buen palmero de vino del año anterior (esto para las personas mayores, naturalmente), de aquel que se guardaba para momentos importantes como aquellos. Y, para los pequeños, un buen tazón de mosto en el cual podían remojar la tostada de pan preparada por la dueña, costumbre mantenida desde siempre, en particular por los viejos, que se levantaban al amanecer para poder desayunar su tazón de mosto con un par de rebanadas de pan tostado. ¡Cada uno la gozaba a su manera! Aquellas tareas continuaron varios días, durante los cuales no se percibía en el pueblo otro «perfume» que el que despedían los lagares, muy apreciado, por cierto, por los adoradores del mitológico dios Baco... Cuando estuvieron llenos los lagares se procedió a cubrir con una capa de buro el contenido de los mismos a fin de que comenzara la lenta fermentación, hasta que, concluido el periodo necesario, pudiera puncharse el lagar, como se denominaba comúnmente la operación de recoger el vino nuevo, que caía sobre una pila de piedra situada a un nivel más bajo que el fondo del lagar. Como ya venía haciendo desde muchos años atrás, don Manuel también realizó su vendimia, aunque no con el objetivo de hacer vino: el suyo era el de conservar uvas colgadas para comerlas los días de Navidad y Reyes. La mejor uva para colgar era la garnacha, sobre todo la que producían las cepas del viñedo de casa Izárbez de Peñameseguero. Compró unos 40 kilos de racimos hermosos y, junto a los que había criado en su huerto de otra clase, llamados allí «uvas de cojón de gato», de granos oblongos, violáceos, muy brillantes, los colgó, como se cuelga la ropa lavada, de unas cuerdas tendidas entre los maderos del que 402

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era su cuarto de desahogo, dando a aquella habitación un decorado típico que se complacía en mostrar a sus amigos y conocidos cuando le visitaban. Había años que lo conservaba hasta finales de febrero, y más adelante aún. Aquella era una costumbre también típica y en más de una casa se veían colgar los racimos de moscatel, garnacha y otras calidades de uvas. Una vez terminada la vendimia y con las uvas en el lagar en espera de sacar el vino, le pareció a don Manuel que era un buen momento para arremeter la empresa que hacía ya tiempo le trotaba por la mente: ir de excursión a visitar el castillo de Loarre con un grupo de alumnos de los comprendidos entre 12 y 14 años; es decir, los más robustos y sólidos, capaces de andar muchas leguas sin sentirse agotados. Hizo la propuesta en la escuela para que cada zagal y zagala lo comunicase a los padres, que deberían darles su permiso. Como los alumnos estaban encantados, no hubo negativa de ningún familiar. El maestro escogió a los 15 más aguerridos, capaces de andar docenas de kilómetros por las sendas de la sierra. Porque el viaje se hacía así, 16 kilómetros por caminos de burros de las faldas de la misma. Pero a causa de las envidias y las desilusiones no tuvo más remedio que aumentar el cupo. Fueron al final 20 los agraciados con aquel viaje de estudios, a quienes don Manuel hizo la oportuna descripción: Saldrían el sábado de madrugada, atravesarían los pinares del monte de Riglos, los de Linás, los montes de Sarsa y Santa Engracia, hasta alcanzar Loarre. Luego subirían al castillo para visitarlo y tomar notas sobre su historia. El domingo por la mañana bajarían al pueblo para oír misa y, después de comer, emprenderían el camino de regreso siguiendo el mismo itinerario (por la montaña había 16 kilómetros, ya se sabe, pero era mucho más corto el trayecto que si lo hacían por Ayerbe, siguiendo la línea del ferrocarril y la carretera, que suponía más de 25 kilómetros). 403

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Todo quedó preparado y el sábado siguiente al despuntar el alba salía la recua en dirección a Linás, con don Manuel en cabeza. Cerrando la comitiva iba Saturnino con su burra, que acompañaba al grupo para llevar la comida, alforjas, mantas, paraguas, etc. El camino era tortuoso, entre medio de pinos y jinebros, con pedruscos que era preciso evitar para no torcerse un pie o «darse de morros» en el suelo. Pero esto no le preocupaba un pelo a don Manuel, que conocía muy bien a sus alumnos y sabía que por donde podía avanzar una cabra en el monte eran capaces de hacerlo todos ellos. Ni al atravesar Linás y Sarsa ni tampoco en Santa Engracia se tropezaron con vecinos de aquellos lugares, solo vieron a dos pastores que acababan de soltar su ganado y que se pararon extrañados viéndolos pasar, pero su curiosidad desapareció rápidamente al ver al maestro de Riglos, a quien toda la comarca conocía muy bien, en la cabeza de la comitiva. Ni siquiera preguntaron a dónde iban, los saludaron y continuaron su camino dando silbidos a su cabaña. De vez en cuando algún conejo cruzaba el camino a toda velocidad, produciendo la admiración de todo el mundo. Lo mismo ocurría cuando algún esquirigüelo saltaba de las ramas de un pino a otro, como disfrutando de verse contemplado por la chiquillería. Lo que más les espantaba eran las perdices cuando tomaban el vuelo a 2 metros delante de ellos, con el particular ruido producido por sus alas, mientras que el maestro se decía para sus adentros: «¡Qué estofado de perdiz podría comer mañana!». Al doblar el montículo de Santa Engracia pudieron ver allí cerca, o que parecía cerca, el pueblo de Loarre en la falda de la montaña, y allá arriba, sobresaliendo de una ralla gris, el castillo, que infundía respeto por su majestuosa construcción y el cual la mayoría de los alumnos veían por primera vez en su vida. Conocían, sí, de su existencia, pues se nombraba en todos los relatos de brujas. Sobre las 9 de la mañana, tras 3 horas de marcha, hicieron su entrada en la plaza del pueblo y en tanto que don Manuel iba en busca de 404

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las llaves del castillo los chavales se apresuraron a apagar su sed en «la fuente Tres Caños», adonde llegaba el agua captada en las laderas de Puchilibro y Santa Marina, de donde brotaban varios manantiales. Luego tomaron la senda estrecha, como todas las de la comarca, pedregosa y resbaladiza que casi en línea recta conducía al castillo, cuesta durísima de casi 400 metros de desnivel. Por fin alcanzaron las murallas exteriores y don Manuel pudo empezar a describir la historia de aquel fantástico recinto, galardón inigualado del Alto Aragón, no solamente por su historia, que guardaba relación con la región, sino también por sus características arquitectónicas, que dejaban pasmados a los visitantes nacionales y extranjeros. Vinieron enseguida los consiguientes detalles de la misión que incumbía a sus moradores: la vigilancia y defensa de toda la vertiente de la parte izquierda del río Gállego, y bastión cristiano frente a los castillos musulmanes de Bolea y Ayerbe. Don Manuel no dejó de advertirles que si poseía todos aquellos conocimientos era porque los había aprendido en los libros de historia cuando cursaba sus estudios y por lo que su tío cura le había enseñado, y así siguieron escuchando largos minutos aquellas explicaciones de la historia de Aragón. Todo fue visitado, salvo las dos altas torres a las que había que acceder por unas escaleras de hierro adosadas a las murallas, que podían ser peligrosas si alguien perdía el equilibrio. No obstante, el maestro les explicó la panorámica que desde lo alto de ellas podía contemplarse: Gratal, Montearagón, Huesca, los Monegros, las cercanías de Zaragoza, y cuando había buen tiempo, como aquel día, se divisaba el Moncayo, la sierra de Luna y la de Santo Domingo, los Mallos de Agüero y los embalses de Tormos y de las Navas, sobre los que brillaba el sol. Se pararon un buen rato en el «Mirador de la Reina», el gran ventanal que daba al suroeste, desde el cual contemplaba una de las reinas que allí hubo sus huestes y sus dominios (esto según los relatos locales, que se transmitían de generación en generación). 405

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Allí don Manuel dio rienda suelta a su fantasía y a sus visiones: caballeros, soldados, ganados, gentes arando la tierra... Y así andaba, inspirado por aquel pasado, cuando la campana de la torre del pueblo hizo llegar hasta ellos el repique de la de Santa Bárbara, señalando las 12 del día, lo que indicaba que era la hora de preparar la comida. Saturnino encendió un buen fuego y, aunque llevaban fiambres, no habían sido olvidadas las chuletas de cordero, que el maestro había encargado a Dionisio, el carnicero, pagadas con el óbolo aportado por el Ayuntamiento para la excursión. Finalizado el asado, no quedó en el prado más que un montón de huesos, lo único que no habían podido devorar aquellas fieras de dos patas... Por la tarde se reunió con ellos el «tío cura», como lo presentó a sus alumnos don Manuel: —Que conste que es mi tío, el cura. El que me hizo entrar en la Normal de Huesca, de la que salí maestro, ya lo sabéis... El párroco aún amplió sus explicaciones en lo concerniente al castillo, porque no había publicación histórica que él no hubiese leído una y cien veces. Luego se personaron en el pueblo y haciendo de guía turístico les enseñó la iglesia, la alcaldía y algunas casas que tenían sobre su frontispicio un blasón noble, terminando la visita en la plaza, frente a la calle que con pendiente asombrosa terminaba en ella, y cuando se dice pendiente quiere decir que por aquella costera en el invierno, cuando había nieves y hielo, más de un vecino llegaba a la plaza resbalando sobre sus posaderas... Y, como era jocoso y chistoso, empezó el cura a contarles los cuentos de Loarre: —Ya sabéis que los de Loarre llevamos fama de ser de los más bruticos de Aragón, y que no hay chascarrillo y tomadura de pelo que no haya tenido su origen aquí... Bueno, pues mirad, esta es la calle donde se eligió a un gorrino como alcalde... Pues sí, la gente no se entendía para escoger a una persona que pudiera ocupar el puesto. Entonces 406

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decidieron por unanimidad que tirarían una manzana gorda desde lo alto de la calle; el vecino que más corriera y fuera más ágil la agarraría y sería el alcalde del pueblo... Así se preparó la elección. ¿Y sabéis lo que ocurrió? Pues que del patio de Teodoro salió un cochino hermoso en el momento en que pasaba la manzana rodando y la engulló, lo que dio lugar a que fuese un gorrino el alcalde, tal y como había sido acordado y aceptado por todo el mundo. Los críos se reían a carcajadas oyendo aquellos cuentos, y sobre todo contados por un cura. Pero aún no había terminado: —¿Y no conocéis aquella historieta del pleito al Sol? ¡ Vaya, pues escuchad! La gente denunció un día ante el juez al astro rey, sí, al Sol, porque por las mañanas cuando salían en dirección a Huesca lo tenían enfrente, dándoles en las narices y en los ojos, y cuando regresaban por la tarde les volvía a dar en los ojos y en las narices... Pues, bueno, al final salieron triunfando los vecinos del pueblo porque el juez les dio la razón, en vista de lo cual ordenaba que de allí en adelante saldrían hacia la capital por la tarde y regresarían por la mañana... ¡Así consiguieron una victoria total, con la consiguiente satisfacción de haber fastidiado al Sol! Y el cura hubiese contado algún chiste más, regocijando a los chavales, pero como habían cambiado algunas decisiones, como era la de dormir en la sierra, había que alojar a los excursionistas en diversas casas del lugar, algunas de ellas de familiares de don Manuel, pues siendo oriundo de allí casi la mitad del vecindario era pariente suyo, como ocurría en muchos pueblos del Alto Aragón. Al día siguiente el «tío cura», como ya lo llamaban todos, se encargó de ir recogiendo uno por uno a los alumnos de su sobrino, llevándoselos con él a la iglesia del pueblo, y allí dio rienda suelta de nuevo a sus explicaciones minuciosas de lo que representaba aquella obra de arte que junto al castillo era el orgullo de la villa, recomendando a todo el mundo su visita por ser «de lo más digno del Alto Aragón». 407

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Don Manuel seguía al grupo callándose y escuchando quizá por enésima vez aquellas descripciones que se sabía de memoria pero que, contadas con la fe en sus creencias y el amor de todo lo relacionado con Aragón, embelesaban al público grande o pequeño y hasta a él mismo. Porque pese a sus opiniones anticlericales admiraba a su tío por su valentía, su sencillez, su amor al prójimo, sus sentimientos de defensor del pobre y el humillado; en resumidas cuentas, por ser un verdadero «discípulo de Cristo» y «un aragonés de pura cepa», a lo que se añadía que, pese a ser cura, era un admirador de Joaquín Costa. Lo consideraba, y era cierto, como un cura progresista, de aquellos que sabían vivir y predicar su doctrina, cumpliendo con el «amaos los unos a los otros». Estas eran algunas de las razones que no le permitían gozar de mucha simpatía por parte de las autoridades eclesiásticas. Oyeron misa, pero rezada, como decía el tío Pedro José, es decir, «alcorzada» y reducida a un monólogo que de manera rápida iba recitando el párroco. No había misa «cantada» aquel día y menos aún acompañada con el órgano, como en las grandes ocasiones. Después de la misa hizo entrar a todo el mundo en la capilla de san Demetrio, enseñándoles la arqueta donde, según la historia local, reposaban los restos de aquel santo patrón de Loarre. Subieron luego a lo alto del campanario por la escalera de caracol y desde allí pudieron contemplar el magnífico panorama de la sierra, con su castillo que parecía montar guardia en toda la comarca. Terminó la visita con la sorpresa que les había reservado: un recital de órgano ofrecido por él con aquel instrumento que estaba situado junto al coro y que, según decía el cura y corroboraban los especialistas, era de una concepción y valor musical fuera de lo corriente: una joya, como lo denominaba él... Se sentó delante del teclado y ordenó a cuatro chavales de los más fuertes que impulsaran la palanca cuyo ir y venir era necesario para hinchar el voluminoso fuelle. Este soplaba el aire que se introducía en los numerosos cañones metálicos que lo componían. La mayoría de los críos, 408

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por no decir todos, no habían escuchado jamás la música sublime que producía un órgano, aunque sabían que aquel instrumento se situaba casi siempre en las iglesias o monasterios y que conseguía sonidos extraordinarios que hacían pensar en el Paraíso. Cuando se cansó el cura llamó al carpintero del pueblo, que no era otro que el hermano mayor de don Manuel, organista titular del lugar, y le pidió les interpretase alguna música popular, muy diferente de las piezas que él había tocado. Pronto se pudo comprobar en los labios de todos, que la acompañaban, que aquella música era bastante menos religiosa que la escuchada anteriormente. El «tío cura» había querido señalar este acontecimiento «tirando la casa por la ventana», pues visitas como aquella que había organizado su sobrino se recibían muy pocas. Por eso realizó una invitación general a comer en su casa al mediodía, pero como ello representaba un gasto importante pidió a los miembros de la cofradía de San Demetrio que se encargaran de la organización y de su coste. Aceptaron con gran satisfacción la propuesta del cura, teniendo en cuenta que algunos de ellos habían sido compañeros de escuela de don Manuel, quien también había participado cuando era joven en las cofradías y procesiones al castillo durante las fiestas. Cuando la comilona dio fin el maestro recuperó todo su «ganado» y, tras dar las gracias a todo el mundo, se dispusieron a marchar hacia su pueblo. El «tío cura» los acompañó hasta las tapias del cementerio, por el camino de Santa Engracia. Se despidió de todos y, levantando el índice como algunos santos en la iglesia, dijo a los chicos y chicas: —Quered y apreciad mucho a vuestro maestro. Es vuestro guía, vuestro padre espiritual, aunque a veces con sus opiniones revolucionarias se aparte de la verdad cristiana... Lo que no quita para que sus sentimientos sean los de defender a los míseros y atropellados, y siempre ha sabido respetar las opiniones de cada uno. Casi me atrevería a decir que él es más cristiano que yo... ¡Guardadlo, que como él hay 409

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muy pocos! —acabó diciendo el «tío cura» al tiempo que abrazaba a su sobrino, que casi dejó caer algunas lágrimas de tan emocionado que estaba, e incómodo por tanta adulación. Siguieron su camino sin parar un solo momento de comentar todo lo que habían visto y oído. La verdad es que parecían embelesados y esta era la principal satisfacción del maestro. Al pasar por Linás se pararon para apagar su sed en la fuente que manaba a la salida del pueblo. Desde allí se podían contemplar los restos del torreón de un castillo que se alzaba en la cima de la montaña y que los rigores del tiempo iban derrumbando poco a poco. Junto a las ruinas se veía la ermita de la Virgen de Linás. Don Manuel dio algunas explicaciones suplementarias de lo que representaba aquel lugar, que también había sido defendido, como el castillo de Loarre. Una bandada de buitres volaba haciendo círculos sobre las rocas donde anidaban, tranquilos y majestuosos, como si hubiesen tenido la convicción de que su vuelo era necesario para completar el cuadro salvaje de la sierra. Llegados al pueblo, cada alumno cogió sus cosas. Todos estaban cansados y llenos de polvo, pero satisfechos. Don Manuel les ordenó seguir lo que decía aquel refrán de la tierra: «Cada mochuelo, a su olivo». Solo Nicolás, el mejor alumno de la clase, se quedó unos momentos junto a don Manuel y, como un adulto sensato y cuerdo, le manifestó su satisfacción: —¡Gracias, don Manuel! ¡Hasta la próxima! ¿Y cuándo iremos a visitar San Juan de la Peña, Sos del Rey Católico, la plaza del Pilar de Zaragoza, los Amantes de Teruel y la Campana de Huesca, y tantos otros lugares de nuestro Aragón?

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A sembrar

Había llegado la época de la sanmiguelada y, como cada año, el momento en que se hacían los arreglos y contratos de criados, jornaleros, sirvientes y pastores, así como cualquier otro cambio de situación. Por aquellos días se ponían en orden los acuerdos adoptados verbalmente con anterioridad, que suponían para numerosos campesinos el cambio total de actividades y de vida. Fue siempre, y lo seguía siendo, una costumbre ancestral que solo tenía lugar por aquellos días, aunque hubiesen sido previstos los «apaños» y contratos meses antes. Quizás aquellas costumbres tenían relación con las tareas de la siembra, que iban a dar comienzo en las semanas siguientes. En Riglos no había problemas, no era necesario contratar criados ni jornaleros para un año puesto que cada casa tenía ya el personal necesario para los trabajos del campo. Solo algún pastor cambiaba de amos o de lugar. Por eso allí la sanmiguelada no tenía el mismo sentido que en otros pueblos, ni se oía aquello de «En buenas le son las malas, / en once meses y tres semanas». Sin embargo, más de un joven, para aliviar los gastos de casa, se marchaba a la tierra baja, que era donde había propiedades importantes necesitadas de aquella mano de obra que don Manuel consideraba un poco como una forma moderna de esclavitud... Probablemente, también tenía relación con ello algo que había comprobado enseguida a su llegada a aquel pueblo: había un número importante de adolescentes, y otros mozos ya, que procedían del asilo de huérfanos de Huesca; es decir, expósitos varones, aunque en las casas donde habían sido adoptados fueran ya 8 ó 9 de familia. 411

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Intentó el maestro en diversas ocasiones saber qué era lo que empujaba a las gentes a obrar así, pero no obtuvo resultado alguno, como si fuera algo que viniera por sí solo. De lo que no tenía duda era de que aquello formaba parte de una tradición y de un problema social. Lo que sí había habido que imponer era el respeto hacia aquellos jóvenes, al que tenían derecho como los hijos propios, y acabar con aquella denominación de «bordes» que algunos vecinos les daban y que representaba el mayor insulto que se podía proferir contra uno de ellos (en los pueblos de la sierra el llamar a alguien «borde» cuando había disputas y discusiones era el peor de los insultos que se podían formular, peor que «hijo de puta» o que cualquier otro). Aquel año por lo menos cinco mozos salieron del pueblo por la sanmiguelada, con la esperanza de regresar al año siguiente o cuando el destino lo permitiera. De todas formas esto no era un problema, puesto que «la producción de críos es más fácil que la de las patatas», como decía el seño Vicente. Unos se iban, otros vendrían a ocupar el puesto que dejaban vacante en las familias. Pero en aquellos momentos había otra actividad que requería toda la atención de los vecinos y que era esperada con ansia por las gentes, unos por el interés que tenían en catar el vino nuevo, otros para vanagloriarse de haber cosechado el mejor caldo del vecindario. Se trataba, pues, de punchar el lagar, operación delicada de la que dependía a veces el mejor o peor gusto del líquido colado. Por algo algunas viejas decían: «Para punchar el lagar y la matacía / lo principal que se necesita es tener sabiduría». Don Manuel en aquella ocasión, como ya venía haciéndolo otros años, se fue a casa Carasol para contemplar las operaciones que llevaba a cabo José sin dejar de dar explicaciones al maestro, olvidando que se las había dado ya el año anterior, ensimismado como estaba por la emoción que sentía. Naturalmente antes de empezar a pisar las uvas había cerrado el tubo o conducto, que se situaba en el fondo del lagar, con sebo de cor412

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dero bien macerado con los dedos hasta que se reblandecía para introducirlo en el mismo, como si lo hiciera con una veta de liza fina, empujándolo poco a poco con el índice hasta que cegaba totalmente el paso de cualquier líquido, y al final lo aplastaba bien contra la pared del lagar. Por el lado de la veta ponía un tapón de madera que servía para dar más solidez a la obstrucción del conducto. Sin cesar en sus explicaciones, José sacó el tapón comprobando que no se había filtrado ni una sola gota del precioso líquido contenido dentro; calentó en el fuego una varita metálica, que se asemejaba a un mimbre, y cuando estuvo casi al rojo la introdujo en el tubo mencionado, derritiendo así el sebo y creando un orificio por donde empezó a colar una vetita de un líquido maravilloso de color que brillaba al recaer sobre él la luz temblorosa de un candil. La operación necesitaba de destreza, como se ha dicho, para que el colado se hiciese de forma uniforme y lenta, y se sacara así un producto puro y gustoso. El vino empezó a llenar la pila de piedra que había a ras de suelo, de donde sería sacado para llevarlo con boticos hasta las cubas. Incluso las mujeres se prodigaban en consejos y sabidurías a José, pues tenían tanto o más interés en que la cosecha de vino fuera buena, sobre todo porque eran ellas en la mayoría de las ocasiones las que destapaban una botella llena de telarañas que acreditaba su buena y vieja procedencia, o las que bajaban a la bodega con un candil en las manos para subir el pichel de aquel sagrado vinico con que obsequiar a sus huéspedes e invitados. Merecía la pena observar el rostro de algunas de ellas cuando comprobaban la satisfacción del «gustador», que chasqueando su lengua de placer mostraba el deleite de «gustar» un producto de la sierra sano y puro. Aquel año don Manuel tenía sumo interés por el vino que iba a sacarse de los lagares, y especialmente del de casa Izárbez, puesto que era el seño Ángel quien le había propuesto venderle una garrafa del colado, el más puro; bueno, cuando se dice vendido es exagerar un poquito, puesto que la mayoría de las veces no era pagado, unas porque se co413

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rrespondía así a un favor concedido por el maestro con sus lecciones, otras por el simple hecho de obsequiar al pedagogo, mostrándole así el aprecio que se le tenía. Y no era allí solo, no había casa con viña que no llevara su presente de un par de botellas cuando había buena cosecha. No se le decía al maestro: «Este vino es en pago de sus favores y ayudas de todo tipo...», sino «Acepte estas dos botellicas para gustar el vino nuestro y nos dé su opinión de cómo ha salido este año»; había que saber matizar la ofrenda. Y era así, pensaba don Manuel, como sin ir a respigar la uva, como se hacía con las espigas y las almendras, se encontraba en su bodega 50 ó 60 botellas de aquella bebida procedente de todas las viñas del pueblo. Una vez retirado el vino colado y embarrilado en las cubas, se procedió, como de costumbre, a retirar la capa de buro que se había colocado sobre la brisa, y esta, sacada con esportillas, empezó a colocarse sobre la prensa que estaba situada, como cada año, en la propia calle para prensarla a fuerza de brazos. Poco a poco ello iba haciendo caer el líquido más oscuro, pero menos brillante, que se vertía en otras cubas o toneles, porque aquel ya era vino de otra calidad, era el prensado. Y a veces aún se ponían de nuevo a remojar estas brisas para que soltaran con otra prensada lo que quedaba en su interior, y daban una bebida que solo tenía el color del vino y que se denomina aguapié. Esta se bebía en casa, a nadie se le hubiera ocurrido hacérsela probar a un forastero, siendo que esto se tenía por un desprecio, casi un insulto. Las tareas agrícolas se iban sucediendo como cada otoño y tal como se presentaban, teniendo siempre en cuenta el buen tempero. Apenas terminadas las vendimias fue necesario ponerse a sembrar los campos para el año siguiente, lo que hacía que los campesinos, una vez más, tuviesen que afanarse en aquellas tareas que iban «de sol a sol». Cuando don Manuel quería hablar con algún vecino de la enseñanza de alguno de sus críos la única solución que había, aunque agradable para él, era tomar su escopeta y trasladarse al campo por donde andara sembrando el vecino al que quería ver, lo que le permitía en aquellas oca414

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siones cumplir aquel dicho de «matar dos pájaros de un tiro»: porque se reunía con él y con frecuencia se llevaba un conejo a su casa. Uno de aquellos días se fue a Peñameseguero para contemplar a Benito, que andaba haciendo su siembra, y de cuando en cuando caminaba a su lado, junto a los bueyes, charrando y comentando los sucesos interesantes de política internacional, nacional, regional y hasta local. Siguiendo el paso de los bueyes había tiempo para todo. Era aquella tarea ardua, agotadora, necesitaba de una fuerza física y moral a toda prueba. Pero, se preguntaba don Manuel, ¿qué tarea existe en las labores del campo que no tenga similitud con la de la siembra?, ¿no son tan duras unas como otras? Aquella faja de tierra estrecha donde se encontraban era de muy buena calidad para producir trigo, de ahí que Benito hubiese llevado algunos días antes varios cuévanos de estiércol sacado de su cuadra para abonarla. Lo primero que hizo aquel día fue extender el abono valiéndose de una esportilla de mimbre y de una horca de hierro. Había que verlo lanzar en forma de abanico el contenido de la misma, dando una fuerte sacudida a su cuerpo para que cayera sobre la tierra como una lluvia y evitar que hubiese demasiado en un lado y poco en otras partes del campo. ¡Allí, allí se veía a los forzudos y buenos labradores, que sabían lanzar el fiemo a varias docenas de metros! Dentro de un talego destinado especialmente a esta operación ponía 20 ó 25 kilos de trigo y comenzaba a sembrarlo con gesto preciso y bien medido, para que cayera, como había hecho con el estiércol, de manera equilibrada en la huebra, siguiendo siempre una recta que, pese a no tener medidas concretas, era justa y bien precisa; no había más que ver cuando nacían los trigos la perfecta uniformidad de las plantas. Unció los bueyes, que andaban paciendo por las márgenes, y con el arado comenzó a labrar, pero con surcos poco profundos, solo lo necesario para cubrir el grano sembrado. Cuando hubo terminado esta operación dejó el arado junto al resto de sus aperos y colocó un enorme 415

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tablón con unas cuchillas en la parte inferior para ir rompiendo los terrones algo gruesos que podían impedir la germinación del grano sembrado. Subido sobre el tablón, conducía sus dos bueyes solamente tocándoles las ancas y lo alto de sus piernas con la vara e indicándoles con su fuerte voz que fueran a la derecha o a la izquierda. ¿Comprendían los animales cuál era su deber o era que la costumbre les había hecho habituarse a aquellas labores? Más de una vez don Manuel se lo había preguntado y tenía la convicción de que algunos animales no eran tan bestias Cubierta del libro de lecturas Un año escolar, publicado como se pensaba... Cuando eran en Zaragoza en 1939. bueyes jóvenes y no experimenta(Reprod. por E. Satué en Caldearenas. dos era necesario que un crío o una Un viaje por la Historia persona mayor anduviese delante de la Escuela y el Magisterio rural) de ellos con una vara tocando el yugo, como si hicieran de guías, pero cuando ya eran entrados en años y con experiencia seguían al dedillo lo que el amo les pedía, y la prueba era que Benito, para no perder el equilibrio, se agarraba a la cola del uno o del otro, que parecían soportar aquellos tirones con su paciencia legendaria. Terminado el paso con aquel instrumento, enganchó otro tablón completamente llano para dejar el suelo uniforme. Aquel día don Manuel regresó a casa con el morral vacío, algo poco frecuente en él, dada su afición a la caza y como buen conocedor que era de los terrenos en los que tenía la certeza de conseguir buenos re416

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sultados. Claro que nadie podía pasarse el día como él, charrando con los amigos, y al mismo tiempo agarrar algún gazapo; además, quería llegar temprano a su casa para preparar las clases de adultos de aquella noche, ya que estas habían dado comienzo. Poca gente tuvo aquella noche en su escuela. Algunos de sus alumnos estaban molidos después de una jornada intensiva de siembra; otros, unos poquitos solamente, habían tomado el tren para ir a las fiestas del Pilar: «A Zaragoza o al charco», como gustaba decir a las gentes del campo. Se iba a las de Huesca, a las de Jaca, a las de Barbastro, sin contar las de Ayerbe, Sariñena, etc.; en estas últimas los de los pueblos se sentían más a sus anchas, más entre conocidos y amigos, donde se podían seguir todos los festejos y dar rienda suelta a sus anhelos de diversión con la intimidad característica de las costumbres altoaragonesas. En Zaragoza tenían la impresión de que eran las fiestas de los pudientes, de los turistas venidos de toda España y muchísimos del extranjero para venerar a la Virgen. Allí todo era importante, por lo grande: las procesiones, los actos religiosos diversos, los concursos de jotas, los de bailes de folclore aragonés, las corridas de toros con los mejores matadores de España, los certámenes deportivos...; todo era desmesurado, restando así algo al carácter popular de las fiestas. Allí más se sentían las gentes como espectadores que como participantes en los festejos; en una palabra, había demasiado respeto a todo. A la Virgen del Pilar se la veneraba en todas partes y en todos los pueblos, por algo era la fiesta nacional, y en la montaña se la consideraba como la patrona de Aragón. No había rincón donde no se convocasen fiestas y actos tradicionales en su honor. Hay que reconocer que para los de los pueblos no se era un buen aragonés si no se iba, por lo menos una vez en la vida, a la capital regional para poder contar lo visto y lo vivido durante aquellas fiestas, a lo que se añadía muchas veces toda una serie de aventuras vividas en esos días, la mayor parte producto de la imaginación de los que las relataban... 417

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Pero las cosas pintaban mal aquel año y solo un pequeño grupo de vecinos pudo desplazarse a la ciudad, a casa de sus familiares; la mayoría ni poseían los medios ni tenían muchos ánimos, sobre todo en aquel año de 1935, con huelgas, represiones y problemas sociales sin cuento que quitaban las ganas de divertirse a más de uno. Las clases se habían reanudado aquel año con mayor número de chicos y chicas ingresados por primera vez en la escuela, y parecía como si los estudiantes tuviesen mayor interés que otros cursos en aprender y asimilar todo cuanto el maestro podía enseñarles, de lo que se infería que la temporada que empezaba sería «de buena cosecha, como el vino», se decía don Manuel (salida que procedía del tío Pedro José, cuando hablaban de los buenos resultados de los alumnos). Los proyectos trazados y en espera de ser realizados sería fácil llevarlos a bien si no había un granito de arena que entorpeciera la marcha del destino. Y, por desgracia, es lo que ocurrió un día de aquellos de otoño. Mientras los críos leían en voz alta, con un ruido de enjambre por momentos ensordecedor, aprendiendo de memoria las lecciones que deberían recitar después sin olvidar una jota, don Manuel se sentó sobre la enorme losa que sostenía la mampostería de la ventana que daba en dirección a Murillo, la única «atalaya» desde la que se controlaba la calle. Oyó unos fuertes pasos que, a juzgar por su resonancia, le hicieron cambiar el sentido de su mirada, y con sorpresa vio aparecer a Álvaro, el Manco. Pensó enseguida que algo gordo ocurría para que aquella insólita visita se hiciera un día de clase y durante la mañana, a lo que se añadía que por el rumbo que seguía este iba a acabar en la casa escuela. Subió el Manco al primer piso y don Manuel le abrió la puerta, los críos volvieron todos la cabeza en aquella dirección como si hubiese llegado un duende, pues les sorprendía ver al mozo por allí. Desde que don Manuel lo había visto en la calle dirigiéndose a su casa se caló que algo muy importante sucedía. Por eso ordenó a los alumnos que siguie418

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ran con su lectura y, empujando a Álvaro, lo hizo entrar en el comedor, cerrando la ventana para evitar todo comadreo de las vecinas de enfrente, que si lo habían visto deberían andar tan sorprendidas como él. Casi no hubo palabras al principio, tan aturullado se le veía. El maestro se plantó delante de él y con el dedo le señaló una silla para sentarse y tomar aliento, al tiempo que hacía un gesto como diciéndole: «Explícate, zagal». —Mire, don Manuel, ayer tarde cuando terminé de sembrar un par de almudes de escalla en la faja de Santo Román me subí a la peña O Sol para ver si podía cazar algún torcaz de aquellos que anidan por aquellas rallas. Y figúrese cuál fue mi sorpresa al encontrar allí, en la vaguada, a tres hombres, dos desconocidos para mí y el tercero Urano, el compañero y amigo de usted de Loarre. En cuatro palabras me explicó su amigo que andaban por allí en busca mía, pues sabían que yo iba por la sierra y sería fácil encontrarme. «Hemos cometido un sabotaje —me dijo— y buscamos a ver cómo podríamos pasar a Francia para no ser detenidos por la Policía. Solo que para ello necesitamos los consejos de tu amigo don Manuel, el maestro, puesto que él posee la experiencia de lo que ocurrió cuando la revolución de Jaca de 1930, en que logró pasar a Francia a unos cuantos de los perseguidos entonces. Él conoce los pasos y "pasadores" de Sallent, de Ansó y del Roncal». Urano le pide y desearía que subiese usted lo antes posible a Pequera, si pudiera ser esta misma noche, y allí le dará todas las explicaciones necesarias. Por lo barbudos que andaban, por la cara de muertos de hambre que tenían, por sus ropas desgarradas y sus miradas cansadas comprendí enseguida que se encontraban en un atolladero, pero de esos gordos, de esos difíciles de poderse escabullir. Eso es todo. A usted le corresponde ahora ver lo que puede hacer. Yo no he visto a nadie, no he hablado con nadie, no conozco a nadie de Loarre, además de manco soy sordo y mudo..., y ni aun el Diablo sabrá que anduve ayer tarde al esconderse el sol por los andurriales de la sierra. Lo único que no negaré jamás es que ayer estuve hasta bien entrada la noche sembrando esca419

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lla en Santo Román. El que quiera saber algo, que suba allí y lo comprobará; y hoy ni en mi casa saben que estoy aquí. Y al terminar, riéndose, hizo un gesto con su brazo como si tirara una cruz, que bien podía significar «Esto es el punto final...» o «Ante esta cruz prometo mi silencio...». Don Manuel puso al corriente a su esposa de lo sucedido sin poderle dar ninguna explicación, puesto que él mismo no la poseía. Le recomendó se ocupara de la escuela si al día siguiente no había hecho aparición por su casa y que mantuviera total silencio sobre su destino. Para todo el mundo el maestro habría salido rumbo a Huesca para unas oposiciones... (y qué bien caían aquellas «oposiciones» de cuando en cuando para dar satisfacción a los curiosos, y como nadie podía ni quería comprobarlo pues las gentes se quedaban tan satisfechas, sobre todo sabiendo que si las hacía era siempre para mejorar sus aptitudes pedagógicas...). Dio fin la clase por la tarde como cada día y el maestro, calzándose sus botas de ir a cazar, las botas de siete leguas, como las denonimaban algunos, se preparó para salir rumbo a la sierra. Dudó en tomar su azada, como si fuese al huerto, pero pensó que si se encontraba con algún labriego por las Matiellas este se quedaría sorprendido, mientras que viéndolo con su escopeta colgando de sus hombros nadie tendría la menor curiosidad de saber a dónde se dirigía. Como empezaba a oscurecer, en varias ocasiones le salieron conejos delante de sus narices como burlándose de él, sabiendo que no tiraría para no dejarse ver por algún guardia civil o policía si por casualidad andaban buscando a los tres clandestinos encontrados por el Manco. Llegó a la pardina cuando los últimos rayos del sol habían desaparecido tras los altos picos del Pirineo navarro. Saludó a todos los presentes, que eran nueve entre abuelos, tiones, hijos y nietos. Faltaban solamente en aquella numerosa familia los dos que iban a la escuela con don Manuel y que debido a la gran distancia 420

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se alojaban en casa de la tía Dolores, familia suya. Preguntó el maestro inmediatamente el porqué de aquella llamada de auxilio efectuada por su colega Urano, sin que Fernando, el amo de casa, pudiese darle detalles concretos. Solo sabía que los perseguidos habían hecho huelga y habían proferido amenazas contra las fuerzas de Orden Público. La dueña, después de haberle preguntado por sus retoños, se dirigió al maestro apretando las manos sobre su pecho, con ademán de recitar una plegaria o de pedir perdón, diciéndole: —Don Manuel, ¿qué es lo que pasa? ¿No vamos a volver a estar en el ajo, involucrados en las persecuciones políticas como hace 5 años cuando la revolución de Jaca? A sus amigos los hemos acogido, puesto que venían de parte suya; pero, por Dios, procure que no tengamos problemas por haberles dado albergue. A ver si se los puede llevar usted o ponerlos en otro lugar más seguro, como hizo en aquellos tiempos, aunque yo no veo qué crimen han cometido haciendo huelga... Iba a seguir la mujer con su tono quejumbroso, pero el maestro la atajó: —No te apures, que todo se arreglará cuando sepa lo que ha ocurrido y vea qué solución se puede tomar. Pero no olvidéis que en diciembre de 1930 había una dictadura en España, y hoy tenemos una República con leyes democráticas... Escucharon todos aquellas explicaciones del maestro sin chistar, pero se veía en sus caras la preocupación y no parecían muy convencidos, sobre todo el abuelo, que, carraspeando, mumuraba: «Leyes democráticas, leyes democráticas...». Fernando avivó el fuego del hogar alrededor del cual se había concentrado la familia y encendió varias teas para alumbrarse colocándolas sobre dos tederos suspendidos de la campana de la chimenea, con unas cadenitas negras del hollín y el humo que despedían aquellas astillas al consumirse, ya que allí la electricidad no existía y había que servirse de velas de sebo, candiles y teas. 421

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Hacia las 8 de la tarde, cuando ya estaba todo sumido en la más profunda oscuridad, y tras haberse cerciorado de que no había ningún intruso junto a la pardina, Fernando salió a la puerta de casa con uno de los tederos con las teas bien encendidas y haciendo vaivén con el mismo, que era una señal convenida para indicar a alguien que la vía estaba libre. Un poco más arriba, en la ladera donde empezaba el pinar, se pudo observar por tres veces el chispeo producido con un mechero, como advirtiendo de que el mensaje se había captado perfectamente. Pronto aparecieron en el zaguán del caserón tres sombras furtivas que parecían andar como fantasmas para evitar hacer ruido y mostrando un temor extremo. Dos eran grandes y las sombras que se dejaban ver detrás de ellos parecían las de tres gigantes; el tercero, en cambio, era pequeño, enjuto de cara, flaco de cuerpo, y al contemplarlo mal afeitado y con el pelo desordenado daba la impresión de ser un quinquilaire de aquellos que andaban de pueblo en pueblo remendando sillas, cestos y capazos. Aquel era Urano, el compañero de infancia del maestro. Se dieron unas palmadas en la espalda al abrazarse, y el maestro apretó las manos de los dos desconocidos, al tiempo que entraban en la casa empujados por la dueña, temerosa de que pudieran ser vistos, aunque estaban en el corazón de la sierra. Les indicó dónde deberían sentarse ante la mesa para cenar en familia las patatas con sebo que ella había cocinado en la olla colocada sobre los trébedes, junto al fuego. Como Urano no parecía dispuesto a entablar conversación ni a dar explicaciones delante de toda la familia, se limitó a presentar a sus dos compañeros navarros, llegados a Huesca hacía varias semanas para trabajar como jornaleros en las propiedades de un rico labrador de las tierras llanas del Somontano. La cena fue frugal para todos: una buena ensalada de casa comida «a rancho», un plato de patatas con sebo de ternasco también de casa y un huevo frito para los viejos, mujeres y críos, dos para los hombres. Dormirían en el pajar, como ya lo habían hecho desde su llegada, y hacia este aposento se dirigieron siguiendo a don Manuel, que llevaba en las manos uno de 422

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los candiles encendidos, después de haber dicho a Fernando que se acostaría junto a ellos para poder hablar tranquilos y rechazando la oferta de tener la mejor cama de aquella morada. Atrancaron bien la puerta del pajar y se subieron al yerbero, donde habían dejado sus cosas, pocas, por cierto, de lo que se deducía que habían huido de sus casas o del lugar donde estuvieran empleados. —¿Qué pasa, Urano? ¿Por qué has solicitado mi ayuda? ¿En qué nuevo berenjenal te has metido? No me digas que por haber hecho huelga con los campesinos te han perseguido hasta el punto de tener que ocultarte en la sierra. Te conozco bien. Cuéntame todo sin omitir nada y ateniéndote a la estricta realidad... —dijo el maestro colgando el candil de un clavo que sobresalía de la pared. Urano parecía encontrarse en un atolladero sin salida, incapaz de dar explicaciones, y en realidad lo estaba, y mucho más de lo que él se imaginaba. Tomó fuerzas y empezó a contar: —¿No has oído decir que hace unos días unos saboteadores anarquistas han dejado Huesca casi a oscuras? ¿No sabes que alguien cortó tres postes de la línea eléctrica que baja desde Anzánigo atravesando la sierra? Pues ese «alguien» somos nosotros; es decir, que estos y otros amigos me acompañaron hasta el monte de Rasal, pero el que cortó los postes fui yo —y aquí empezó a jurar y renegar como un loco acusándose de todas las fechorías habidas y por haber, pero sin arrepentirse un solo momento; al contrario, parecía como si hubiese sido un Quijote enderezador de entuertos...—. Alguien se ha chivado, y la poli y los civiles andan detrás de nosotros y en particular de mí. Oye, Manuel, tú que lograste pasar a Francia a varios oficiales amigos de Galán en 1930, ¿no podrías indicarnos a un montañés del valle de Tena que nos guiara hasta la frontera para escapar de las persecuciones de la Policía? Porque no queremos entregarnos sabiendo cómo las gastan y lo que hicieron el año pasado en Asturias y en Casas Viejas. El maestro cortó por lo sano para evitar pasar horas y horas discurriendo sobre lo que se podía o no se podía hacer. Ordenó que se que423

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daran allí en las mismas condiciones: durante el día escondidos en los pinares y por la noche en el yerbero de la pardina. Él iba a hablar con Fernando, el amo, y al día siguiente Saturnino subiría comida con su burrica para la familia de aquella casa, sin decirle a quién iba destinada. Todos deberían guardar el secreto. En cuanto a él, bajaría a Ayerbe para advertir a los sindicalistas de la CNT de cómo andaban por la sierra sus compañeros perseguidos; al mismo tiempo también escribiría a su hermano Vicente, el contratista de obras de Jaca, que andaba construyendo un hotel en Panticosa, para que le indicara algún «pasador» de frontera entre los numerosos amigos que él tenía en el Pirineo, diciéndole solamente que se trataba de sacar a tres compañeros de un apuro importantísimo. Don Manuel no pegó ojo el resto de la noche pensando en el atolladero en que se había metido su amigo y compañero de infancia y buscando una salida de aquella nueva «ratera» en que se hallaba. El espíritu de rebeldía lo llevaba ya el Urano desde pequeño, en la escuela no había travesura en la que no estuviese él implicado. A esto se añadía una candidez extrema que le hacía dejarse dominar y arrastrar por malos consejeros, haciéndole ejecutar acciones que siempre acababanban mal. Se le conocía como un verdadero carrilano de aquellos que se desplazaban de un pueblo o ciudad a otro, sin rumbo fijo, para ganar un mísero jornal. No era la primera vez que tenía que acudir a pedir socorro a don Manuel para que lo sacara de apuros; así, en 1928, cuando andaba perforando el túnel de la carretera de Sabiñánigo a Huesca que se estaba construyendo y en el que se había colocado como dinamitero para disparar los barrenos, había hecho volar por los aires el almacén donde se guardaban los explosivos como venganza contra unas sanciones recibidas. Y poco tiempo más tarde, cuando estalló la huelga en las fábricas de Sabiñánigo, se puso al lado de los obreros aunque él nada tenía que hacer en aquel movimiento.

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Obreros de la planta de fabricación de sulfato amónico en Energía e Industrias Aragonesas (Sabiñánigo, 1931). (Colección particular, Fototeca de la Diputación de Huesca). En las dos ocasiones había sido don Manuel, que ejercía en El Puente de Sabiñánigo, quien tuvo que sacarlo del atolladero. Y ahora, 7 años después, volvía a meterse en un fregado del que no se sabía cómo saldría. Era preciso ayudarle, claro, pero la época no era la misma ni las justificaciones fáciles de encontrar cuando llegara la hora de hacer de abogado. Pensó enseguida don Manuel en conducirlo a Francia como había hecho en tiempos con los de la sublevación de Jaca, y recordó cómo había llevado a varios oficiales y suboficiales perseguidos, que también habían estado escondidos en aquella misma casa, arriesgando, de ser descubierto, el ser fusilado como Galán y García Hernández por complicidad. De ello solamente le había quedado una satisfacción personal, ya que una vez venida la República se olvidó a todos los que se habían jugado el pellejo de una manera discreta y sin 425

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vanagloriarse de sus actos para ayudar al movimiento republicano. Pero todo eso era ya pasado, ya no se andaba por el inicio de los años 30, y la situación política, sindical... no tenía nada en común con aquella. Antes de despuntar el alba ya estaba don Manuel de pie, lo mismo que Fernando, el amo de casa, quien manifestó al maestro su preocupación por albergar a aquellos «inquilinos» tan poco deseados. Sobre todo porque en otra pardina no muy lejana donde vivían gentes de derechas podían descubrir en cualquier momento la protección de que gozaban los huidos y ser denunciados junto a los propietarios de la de Pequera. Don Manuel le prometió que antes de 3 días todo quedaría resuelto y, tomando su escopeta, salió como una flecha en dirección a Santo Román y al pueblo, pero como pensaba en todo decidió bajar por el desfiladero de la fuente de los Clérigos para ver si al hacerse de día algún torcaz se aproximaba al manantial para apagar su sed, como acostumbraban a hacer. Y no se equivocó, se acercó con cautela y pudo así tirar sobre un palomo de aquellos que luego colgó en una de las anillas de su morral para que fuese bien visto por todas las personas con que se encontrara en el camino, lo que quería decir sin lugar a dudas que venía de cazar... Llegó a su casa, puso al corriente a su compañera y abrió la escuela como cada día. Escribió una carta, como había prometido, a su hermano Vicente pidiéndole ayuda para sacar de aquel atolladero al amigo Urano y a sus compañeros anarquistas. Aunque no compartía sus ideas había que ayudarles a pasar a Francia y le pedía una respuesta a vuelta de correo. Con Benito, al corriente ya del corte de la electricidad, prepararon un saco de provisiones y pidieron a Saturnino que lo transportara aquella misma tarde a Pequera, diciéndole que eran para el pastor, José, que tenía su ganado por aquellas laderas. Al anochecer salió para Ayerbe con su inseparable Benito y allí puso al corriente a los sindicalistas de la CNT y a los republicanos. En el Centro Republicano empezaron las discusiones sobre la oportunidad de 426

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que salieran para Francia o que se entregaran a las fuerzas «del orden», aunque todos tenían presentes los sucesos de Asturias del año precedente. Pero las cosas quedaron así, ya que a la mañana siguiente un destacamento importante de guardias de Asalto y de policías se presentaron en Pequera al amanecer y agarraron a los tres huidos, llevándoselos esposados hasta Huesca. El buen amigo Fernando no se había equivocado: habían sido denunciados por un joven pastor de aquella paridera cercana al valle de Rasal, «la casa Negra». La noticia se corrió por todas partes con rapidez, aunque el asunto no se terminaba allí. Dos días más tarde, aprovechando la noche, 12 guardias civiles se presentaron en el pueblo yendo directamente a casa del maestro, y sin explicaciones de ninguna clase y de forma brutal se lo llevaron esposado hasta la estación de ferrocarril, donde esperaba un coche celular para conducirlo también a Huesca. Lo único que dijeron al salir del pueblo era que había una denuncia contra el maestro. Doña Rufina movilizó a todo el pueblo denunciando aquel abuso de poder y la represión contra un republicano que nada malo había hecho. Al día siguiente salía del lugar una delegación con Benito en cabeza hacia la capital para pedirle explicaciones al gobernador, y a ellos se agregaron algunos republicanos de Ayerbe entre los cuales iba el doctor Ferrer, que por lo que representaban todos desde 1930 se consideraban como personajes influyentes en la provincia. De nada sirvieron aquel día ni las solicitudes ni las manifestaciones. Habían estallado bastantes movimientos huelguísticos en las Cinco Villas, Barbastro, Jaca, Sabiñánigo, Carcavilla..., y una prueba era que la cárcel de Huesca estaba repleta hasta los topes de «peligrosos revolucionarios». Allí encontró don Manuel a su compañero Urano y a sus amigos, los dos navarros; pero el pobre Urano estaba hecho una «birria» tras haber recibido un buen sobo de aquellos de «tente y no te menees», en los que los de Asalto se habían hecho especialistas. En cuanto a los navarros, tenían la cara inflamada y a uno le habían roto un par de dientes. 427

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Pero lo que sorprendió al maestro fue ver a numerosos jóvenes de pueblos de los alrededores. Allí estaban los dos hijos de casa León de Carcavilla, de San Clemente de La Peña, de Lascabras de Anzánigo, y algunos compañeros maestros como él: Paco, el de Huesca; Ricardo, el de Lierta; Ángel, el de Agüero; Loriente, el de Ayerbe, y algunos más. ¿Tenían algo que ver ellos, que vivían lejos del corte de electricidad llevado a cabo por Urano? ¿Formaban parte de un plan represivo de cara a imponer el miedo entre campesinos y obreros para evitar huelgas como las que se iban desarrollando en el Alto y Bajo Aragón y en particular en la comarca de las Cinco Villas? Nadie lo sabía, lo que sí se podía verificar era que había personas pertenecientes a la CNT y a la UGT, y algunos maestros socialistas y comunistas, lo que quería decir que la redada se había hecho contra los más activos en la defensa de los derechos sociales y siguiendo los métodos adoptados en Madrid por el Gobierno, que había llenado las cárceles de obreros y campesinos desde Andalucía hasta Asturias, pasando por Valencia, Barcelona, Aragón y el País Vasco. Y, por si fuera poco, se anunció en Huesca 3 días después la próxima salida de un tren de presos con destino a Jaca, y hasta se daban las horas de su paso por todas las estaciones del ferrocarril de Huesca a Canfranc, el colmo de la provocación, bien reflexionada y amenazadora. Sin haber sido interrogado, sin la menor información de por qué había sido detenido, don Manuel se encontró esposado con otro compañero al que ni siquiera conocía y colocado de pie en el pasillo de un vagón de ferrocarril, teniendo que hacer en aquellas condiciones el largo viaje hasta Jaca. Así lo vio su propio hijo, Ramón, al pasar por Ayerbe, y así pudieron verlo numerosos vecinos del pueblo al llegar a la estación de Riglos, aunque un cordón de guardias de Asalto les impedían acercarse, lo que representaba para muchos el colmo de la provocación, siendo que este cuerpo había sido creado por la República para defenderla contra los ataques de los extremistas de derechas y activistas antirrepublicanos, retrógrados y caciquiles. 428

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En Sabiñánigo ni se paró el tren, porque temían revuelos importantes. En Jaca los esperaba un núcleo importantísimo de Policía, y hasta habían reforzado la guardia con militares, lo que demostraba que aquello formaba parte de una provocación sórdida urdida por los políticos del «Bienio negro», que sacaban a los militares del glorioso regimiento de Fermín Galán y García Hernández, aquellos soldados y oficiales que habían sido los principales protagonistas del advenimiento de la República, y los empleaban para conducir presos a no pocos de aquellos que habían trabajado por la instauración del régimen democrático, llevándolos a las mazmorras que algunos ya conocían, como el propio don Manuel. Dentro del numeroso grupo de detenidos don Manuel tuvo la impresión de ser algo protegido: no había sido tratado con violencia, en fin, no mucho..., ni había recibido porrazos de los polis, lo que no podían decir todos y en particular el amigo Urano. Como las malas noticias corrían con la velocidad del rayo, todo el mundo sabía en Jaca la procedencia de los detenidos y, en la mayoría de los casos, quiénes eran aquellos «peligrosos». Por eso don Manuel no tardó en recibir la visita de un abogado de aquella ciudad enviado por sus amigos políticos del PSOE, y en particular por Borderas, el sastre, que era uno de los responsables de aquel partido en el Alto Aragón. También fue a verlo Mompradé, el maestro de Canfranc, que en tanto que responsable de la FETE, y como la ley se lo permitía, exigió conocer los motivos de la detención del maestro de Riglos. Pero aquello estaba tan enredado que nadie era responsable de nada... ¡Ni Cristo sabía nada: ni los jueces del tribunal de Jaca ni las autoridades judiciales ni los responsables de la Policía! No existía ningún expediente establecido en Huesca que confirmara el cómo y el porqué de aquella detención; tan solo había una lista, sin ningún sello administrativo, en la que figuraban los nombres y apellidos de un grupo de «delincuentes»: saboteadores, provocadores y revolucionarios que propagaban ideas de extrema izquierda. 429

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¿Qué les importaba a los que tenían la sartén por el mango? La razón y la fuerza, la de ellos, los que mandaban las fuerzas de represión de la misma manera que se la habían arrogado en Casas Viejas y Asturias tiempo atrás. No era la primera vez que don Manuel entraba en una cárcel a causa de sus ideas, pero nunca había ingresado en una de ellas sin motivos. En aquella ocasión solo era por ser un político adversario de la derecha caciquil que gobernaba en Madrid. También por primera vez podía comprobar lo que era una prisión de Estado, con su promiscuidad, su suciedad, la falta de comida y bebida, con un rancho que ni los cerdos hubiesen aceptado, y sobre todo la imposibilidad de poderse asear debido a lo numerosos que eran, a lo que se añadía la mugre de las paredes y la porquería repugnante de las colchonetas de hojas de maíz sobre las que debían acostarse. Las manifestaciones pidiendo la libertad de los presos fueron numerosas en todas partes. Hasta una importante delegación de Riglos y de Ayerbe se personó en Jaca pidiendo la libertad de su maestro. Pero la más importante fue la organizada por la FETE, con Mompradé, Sampietro, Latorre y muchos otros maestros que amenazaron con cerrar sus clases si no se daban informaciones sobre las causas de las detenciones y exigían fueran puestos en libertad inmediatamente todos los maestros allí detenidos. Pocas horas más tarde estaban todos puestos en libertad; esto los maestros, claro, porque los demás continuaron en la prisión jacetana. ¿Qué había motivado tan rápida puesta en libertad? Don Manuel no pareció darle demasiada importancia a aquella liberación. Tan pronto estuvo en la calle se fue a casa de su hermano con la intención de reintegrarse a su escuela, por lo que solicitó la ayuda de los amigos de Jaca para llegar al pueblo. Los pusieron en libertad al anochecer, sin duda para evitar otras manifestaciones de maestros y gentes de izquierda. Cenaron en compañía de Julián, el sastre, de Mompradé y el Esquinazau, que habían llegado con su coche para conducirlo a la estación de Riglos, como les había pedido, y allá se fueron sobre las 12 de la noche. 430

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Pensó el maestro durante el viaje llegarse hasta Ayerbe aunque fuese algo tarde para festejar su libertad en el Centro Republicano, pero sus compañeros y su hermano le hicieron abandonar aquella idea: más valía no provocar a los civiles, que, defraudados por su rápida puesta en libertad, podían encontrar algún delito para encerrarlo de nuevo. Decidieron luego que lo acompañarían hasta el pueblo desde la estación, pero don Manuel no quiso aceptar aquella proposición de ninguna manera: quería «entrar en el pueblo con la misma discreción» con que había salido, eso era todo; no deseaba de ninguna de las maneras que hubiese recepciones por parte de los vecinos del pueblo. Se despidió de todos, incluso de su hermano, que quería acompañarlo, tomó la vía del ferrocarril y con zancadas rápidas se dirigió hacia el pueblo, al que tenía muchas ganas de llegar para intentar borrar de su mente lo antes posible aquellos días pasados, nunca vividos por él hasta entonces y que le parecían una pesadilla. El silencio de la noche, el aire de la sierra parecían haberle dado nuevos ánimos, y andando sobre las traviesas empezó a recordar otros recorridos en tiempos pasados también de noche, y en particular sus primeras visitas a aquel pueblucho que le parecía un lugar del fin del mundo pero que pese a todo lo había acogido con una simpatía y amistad hasta entonces no conocidas por él. Eso le hacía sentirse en su pueblo, en su tierra, entre los suyos, con aquellas gentes que pese a los sinsabores tenían un montón de virtudes. Al subir desde la vía al pueblo, pasando bajo los olivos, que hacían aún más negra la noche y le ocasionaban algún tropezón, pero que destilaban el característico olor del olivo, de los cenojos y del tomillo del borde de la senda, oyó don Manuel dos campanadas dadas por la campana de Santa Bárbara, la del reloj, y que el eco de los Mallos devolvió 10 veces más fuertes. Entró en el lugar deslizándose como cuando iba de caza furtivamente, sin que ni un solo perro hubiese advertido su llegada, y al presentarse delante de su puerta dio tres aldabonazos que resonaron como tres cañonazos, lo que hizo ladrar a los perros al llegarles el 431

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eco. Eran tres, como ya tenía convenido con su esposa cuando tenía que hacer algún desplazamiento más o menos clandestino y con rumbos imprevisibles. Mientras doña Rufina bajaba a abrir la puerta pensó que para hacer una llegada discreta y silenciosa era preciso buscar un pueblo que no fuera Riglos, pues el eco de los Mallos era capaz de despertar hasta a los muertos del Coscollar. Abrazó a doña Rufina y solo le dijo: —Prepara la cama, solo tengo tres deseos: ¡dormir, dormir y dormir! Ya comentaremos todo. Mañana será otro día. Ya estaba en casa. Pese a los perros nadie lo había visto llegar, seguramente por la cautela de cazador que poseía. ¿Nadie? Eso era lo que pensaba él, pero su vecina de enfrente, la seña Martina, que dormía con un ojo abierto y las dos orejas sin tapones, lo había reconocido, y a las 6 de la mañana, al llegar al horno la panadera, ya estaba allí para dar a conocer la nueva. Media hora después hasta los gatos sabían que el maestro estaba en el pueblo, lo que provocó la satisfacción total, o casi total, pues había alguien que no tenía aquella opinión y hubiese preferido verlo pudrir en el calabozo... A las 9 de la mañana estaba lavado y afeitado delante de la casa escuela, como de costumbre, acogiendo a sus discípulos, contentos de verlo pero sin hacer la menor pregunta sobre su ausencia. ¿Qué les importaba a los críos? Allí lo único que contaba era ¡que su maestro estaba entre ellos! El único que llegó antes del mediodía para saludarlo fue el Benito, dándole la bienvenida de parte de todas las gentes y anunciándole lo que habían acordado: celebrar su llegada con una recepción en el Centro Republicano aquella misma noche, iniciativa que don Manuel rechazó con ademán vigoroso: —Nada de fiestas y recepciones. ¿Acaso se hizo algo cuando estuviste tú detenido en la cárcel? He faltado en el pueblo durante algunos días, como he hecho cada vez que he tenido oposiciones, ni más ni menos. Hoy empalmamos nuestra vida en las mismas condiciones en 432

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que la dejé hace algunos días. Los festejos, para más tarde. Las conclusiones de todo tipo ya las sacaremos otro día. ¡Gracias, gracias, Benito! Diles a los mozos y mozas que esta noche tenemos clases de adultos... Esperaba con curiosidad la llegada del serio Vicente, el cartero, para las 5 de la tarde, como de costumbre, con El Diario de Huesca, para ver si se hablaba algo de su detención y la de sus amigos, así como de las liberaciones de la víspera. No tuvo necesidad de una espera tan larga, pues al mediodía llegó a su casa el «primer obrero» de la vía, que traía en sus manos el periódico que había adquirido en Ayerbe 2 horas antes. No había más que un pequeño suelto diciendo que la víspera varios maestros habían sido puestos en libertad tras el interrogatorio sufrido ante el juez de Jaca. «¡Mentiras! ¡Nada más que mentiras!», pensó don Manuel. Ni una sola palabra de todos aquellos detenidos que continuaban en la cárcel de Jaca; de lo que estaba seguro, sin embargo, era de que no se citaba su nombre, y menos aún que su detención hubiese tenido alguna relación con el corte de electricidad llevado a cabo por Urano. Lo que le llamó la atención fue aquello de «interrogatorios»; si había habido interrogatorios era que existía una denuncia, de esto no había duda. Don Manuel se echó a reír al ver aquello; como en una novela policiaca, pensó que tenía la solución de la incógnita. Al día siguiente se bajó a Ayerbe y con el doctor Ferrer empezaron a hacer pesquisas y las consiguientes llamadas telefónicas. Sí, habían sido cursadas dos denuncias contra el maestro de Riglos, una en Zaragoza y la otra en Jaca. Ya no le quedaban dudas, procedían de los dos adversarios políticos y sociales del pueblo, que nada tenían que ver con los vecinos que se denominaban de derechas, pues estos tenían su honor: conservadores sí (aunque sin saber por qué), pero chivatos ¡jamás! Tenían el pundonor y la lealtad de verdaderos altoaragoneses; si había que ajustar cuentas, se hacía cara a cara. Aquella era la primera certeza. La segunda era que la Inspección General de Instrucción Pública no había adoptado ninguna sanción con433

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tra él y seguramente había obrado para que fueran puestos en libertad él y los otros maestros, evitando así manifestaciones y líos. Esta convicción la tenía aún más segura cuando pensaba que no se había hecho nada para sustituirlo durante su ausencia, como tenía el deber de hacer aquella Administración y como se le había comunicado varias veces ya. Pensó que ya tenía la respuesta a sus interrogantes, ¡ya sabía lo que quería saber! Enseguida se fue en busca del tío Pedro José, su mejor agente investigador del pueblo, quien al verlo empezó a comentar todo dando una serie incalculable de informaciones locales que interesaban al maestro, y ello sin necesidad de haberle hecho una sola pregunta. —Bienvenido, don Manuel. ¡Cuánto me alegro de verlo entre nosotros de nuevo! Estaba muy preocupado estos días, mire, hasta tal punto que la otra tarde en el rosario incluso recé un avemaría, que es lo que menos me cuesta, para pedirle a la Virgen que nos devolviera al maestro... —dijo con tono zumbón y socarrón, pero poniéndose algo serio añadió—: Ahora en serio, don Manuel, ande usted con pies de plomo, que no todo el mundo le tiene cariño. Usted logró en 1930, cuando lo de Galán, burlar a la justicia de entonces y salir sin ninguna condena, porque nadie supo su verdadera participación en el paso a Francia de algunos militares y civiles perseguidos, y hoy, por segunda vez, se ha escabullido de entre las mallas de la red de la misma justicia o muy parecida a la de entonces. Pero cuidado, señor maestro, no olvide aquello tan aragonés de «a la tercera va la vencida», que podría encontrarse el revés de la moneda. El maestro se quedó pasmado ante aquellas premoniciones y la sabiduría del labriego, que sin necesidad de muchas explicaciones había comprendido perfectamente lo que rondaba por la sesera del maestro. Y no se equivocaba, no, aunque dando la impresión de ir a lo suyo, y como despreocupado, iba tirando de la veta del ovillo para llegar a una definitiva conclusión: tenía la certeza de que ninguna carta había salido de Riglos, ni para Jaca ni para Zaragoza, durante aquellos días pasados. 434

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—Tío Pedro José, ¿quién ha salido del pueblo en los últimos 10 días? —le preguntó a bocajarro. —Pues, espere, espere... ¿;e lo pregunta a mí? Las mismas personas que usted piensa: don S... salió el domingo por la tarde para Zaragoza y don A... el lunes por la mañana en el Correo para Jaca. —Eso es todo, tío Pedro José, usted me ha confirmado la solución del problema... Sabía quién había viajado a la capital aragonesa y quién lo había hecho a la ciudad pirenaica. ¡Esta vez sabía muy bien con quiénes se la jugaba! La jornada escolar dio fin aquel día con las clases de adultos, que se iniciaron como los demás días, pero aquella noche se notaba cierta diferencia. Si para los pequeños no había tenido gran importancia ver al maestro de nuevo, a los grandes les parecía como un deber supremo el estar atentos y ser correctos, demostrando de diferente manera la admiración que sentían por su maestro y aportándole su apoyo moral.

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La matacía

El ritmo del tiempo seguía su curso: las labores, los acontecimientos, todo se sucedía de manera implacable, lo bueno y lo malo, y a todo había que hacer frente; así lo exigía la naturaleza. Podían llegar momentos durísimos, tristes, que cambiaban la forma de ser de ciertos vecinos de algunos días o temporadas, pero pasado ese lapso de tiempo todo volvía a tomar el rumbo habitual. El otoño avanzaba y aquel año, como los precedentes, empezaron las ocupaciones más caseras y que tenían relación con la forma de enfrentarse al invierno, estación del año temida entre todas porque era el periodo del año en que más desapariciones de agüelicos se producían. Se arrancaban las patatas, que se guardaban en las bodegas al abrigo del frío y de la luz para que pudieran durar meses y meses, y a ser posible hasta la nueva cosecha. Lo mismo se hacía con las cebollas. Se recogían los últimos tomates para ponerlos en conserva en botellas que durarían semanas y semanas. En fin, se recolectaba todo cuanto podía guardarse, sin olvidarse de desgranar las judías, que ya estaban secas, en particular los boliches, los que más se sembraban y que las tierras de las Matiellas o del Riu producían en cantidad y calidad importantes. Era este uno de los productos de la tierra que más se consumían allí pero que, comprados en las tiendas, resultaban bastante caros, sobre todo si venían de Jaca o del valle de Tena. Y, como era también la época de engorde de los cochinos para hacer la matanza mes y medio más tarde, se preparaban calderadas de todas las verduras que hubiera en los huertos. 437

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También aquello de la calderada era algo típico: se colgaba del voluminoso llar ennegrecido por el hollín de la chimenea un caldero de cobre enorme, de más de 50 litros, que se llenaba de coles, nabos, remolachas, acelgas, calabazas, etc., y sobre todo con las patatas menuditas, que no servían para ser mondadas. Aquellas eran lo más apreciado de la calderada, no por los cerdos sino por los críos de cada casa, que la gozaban sacándolas con un tenedor cuando estaban cocidas y las pelaban, comiéndoselas como si hubieran sido el manjar más exquisito. Esto obligaba a los abuelos a vigilar la cocción y de vez en cuando sacudir un buen golpe en las manos de los atrevidos, que salían disparados a la calle aunque se quemaran las manos... Terminada la calderada, los amos de casa la mezclaban con el salvado del trigo molido y algo de harina, cuando la había, para darla a los gorrinos, que con aquel alimento aumentaban su peso en pocas semanas en un par de arrobas. Era la temporada también «de hacer leña», ya que para la operación anterior, las coladas y para tener calientes las cocinas era preciso no dejarse apagar el fuego. Se ponía mucho cuidado en dejar siempre un tizón en ascuas enronado en la ceniza, y así a la mañana siguiente era fácil atizarlo soplando con fuerza sobre él. La leña imponía también ciertas normas y era el señor León, el sobreguarda forestal, quien indicaba los montes en que se podía cortar leña autorizada, que él controlaba estrictamente: pinos y carrascas sobre todo, de los que se podían cortar solamente las ramas más bajas; en cambio, los bojes, chinebros, coscollos, romeros y otros se podían talar a discreción, así como las ramas de olivos y almendros que cada uno poseyera en sus campos y que se podaban también en esta época. En los corrales se hacían «pilas de leña recia», otras de «la delgada», de boj sobre todo, que era la que mejor servía para hacer hervir con rapidez las calderadas y los cocidos. Aquello de la leña tenía mucha importancia para don Manuel, que debía organizar esta costumbre que también había encontrado al llegar al pueblo: cada alumno debería aportar una vez por semana, o dos según el frío, un tizón de su casa que el maestro tenía que serrar en pe438

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queños tarugos para introducirlos en la estufa que calentaba la clase. Como estaba el puntillo de no ser señalado por incumplimiento de aquella costumbre, todos los vecinos enviaban el mejor tizón de sus corrales, así que el maestro no solamente tenía leña para calentar la escuela sino que poseía una reserva particular para todo el año, y por si fuera poco los había que como regalo de Navidad le llevaban una carga con la mejor que tenían, la de carrasca, cargada sobre el lomo de una burra, que si se calculaba al precio pagado en Ayerbe, unas 3 pesetas, subía muchas perras a final de año... La leña tenía para el vecindario casi tanta importancia como algunos productos alimentarios. Con ella se cocían todas las comidas, se hacían las calderadas, se tenía siempre agua caliente en la marmita colgada en el llar, se hacían hervir pucheros y ollas; y hasta el agua para las coladas en algunas ocasiones, sin contar con las brasas para llenar los braseros que se colocaban debajo de las mesas de los comedores con el fin de que se «templara el ambiente». Y tampoco había que olvidar las que se metían en los calentadores de cobre que, bien cerrados, permitían encontrar calientes las camas en las heladoras noches de nieve del invierno. La leña representaba un producto vital para la casa. De ahí el cuidado que se ponía en mantener el fuego encendido o el rescoldo bajo las cenizas, costumbre que hacía pensar a don Manuel en los primeros pobladores de la tierra, que adoraban el fuego conservándolo como el principal tesoro de sus vidas. Otra de la prueba de la importancia del fuego en los hogares eran también las veladas del otoño-invierno que ya habían empezado aquel año. Se reunían varias familias, «se pasaban», como vulgarmente se decía, de una casa a otra después de cenar, y rodeaban el hogar, donde se tenía especial cuidado en mantener varios tizones encendidos para calentar a la asistencia, que se iba colocando en las cadieras y bancos de madera. En unos y otros asientos se ponían pieles de oveja para disfrutar de más calor. El abuelo y la abuela de casa contaban con el mejor asiento, el más cercano al fuego; al tión lo situaban al fondo de un ban439

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quillo recubierto también con una piel de cabra, y el resto de la familia allí donde se podía colocar, pero siempre dejando para los invitados los mejores puestos, pues la corrección y el respeto eran virtudes que nadie podía olvidar. En cuanto a los jóvenes, se ponían junto a la puerta, allí donde pasaban todas las corrientes de aire y se sentía más el frío cuando el fuego empezaba a disminuir. Aunque las cocinas eran inmensas no era raro verlas llenas si se juntaban tres familias con todos sus moradores. La algazara que se armaba era increíble, pero le seguía el silencio cuando alguno de los agüelos empezaba a contar sus historietas, no sin antes pasar revista a todos los acontecimientos y alcahueterías del lugar. Aquellas veladas llenaban de gozo al maestro, que mantenía toda su atención cuando se describían los trances anecdóticos, cómicos, trágicos o de aventuras inventadas que ponían los pelos de punta a los jóvenes y a la chiquillería... Y lo que más le impresionaba era cuando los abuelos relataban sus historias, los sucesos acaecidos tiempos atrás, las aventuras contadas con un arte digno de la literatura altoaragonesa. Entre los contadores había quienes tenían un don natural, como la abuela de casa Gila, que dejaba embelesado a su auditorio, y lo bueno era que algunas de sus fábulas, de sus historietas, las había contado centenares de veces, pero tenía la virtud de saber improvisar añadiendo algo nuevo, o algún personaje importante que parecía haberse sacado de la manga para incorporarlo a su cuento el día menos pensado, cuando se sintiese sin temas para continuar los relatos. Otras noches se colocaban los jugadores de guiñote en la mesa grande de la cocina, debajo de la cual estaba el brasero, y allí empezaban las partidas de guiñote o de subastado, que hacían doble la distracción de las veladas: unos con las trampas que intentaban hacer y otros regañando al verse perdedores... Aquellos hogares eran el alma del altoaragonés, pensaba don Manuel, y aunque tomaba notas muchas veces para sus crónicas con fre440

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cuencia se decía para sí mismo: «¡Qué lástima que todo lo relatado aquí no pueda ser plasmado en libros y novelas con la misma virtud y candidez con que lo cuenta la abuela de casa de Gila!». Cuando el fuego empezaba a disminuir se añadía leña delgada para impulsarlo, en particular cuando en noches de lluvia o de nieve se oían caer las goteras golpeando los cristales de las ventanas. Se hacían las 12 o la 1 de la madrugada sin que nadie se diera cuenta del paso del tiempo. Se levantaba de su asiento el amo de casa y daba por terminada la sesión; empleando aquella expresión tan popular, el abuelo decía: «Cada mochuelo, a su olivo». Luego, tomando las tenazas, cogía un pedazo de tizón de carrasca o de cajico y soplándolo con fuerza para mantenerlo incandescente lo enterraba entre las cenizas para tenerlo bien encendido unas horas más tarde, cuando se levantara a ordeñar las cabras y llevarlas a la cabrería. Con todo ello se comprende la importancia del fuego en los hogares de los pueblos de la sierra y lo que importaba la leña para poderlo encender y mantenerlo siempre en ascuas. Por aquellas fechas también se hacían algunos trabajos de los llamados caseros, como eran coger aceitunas verdes para prepararlas con tomillo, ajos, hinojo y otras hierbas, un trabajo que incumbía sobre todo a las mujeres, aunque de año en año se iba perdiendo la costumbre y se prefería condimentarlas cuando eran negras. Las verdes daban demasiado trabajo, pero era un orgullo para un ama de casa obsequiar con aceitunas adobadas por ella misma. Y doña Rufina, que adoraba aquellas preparaciones, no dejaba pasar la oportunidad de llenar una tinajica con aquel fruto que todo el mundo apreciaba muchísimo en espera de preparar las maduras, las negras, para finales de diciembre, que como cada año adquiría de aquellas que se criaban en El Riu, que eran las más hermosas y carnudas. Por su parte, don Manuel andaba apuradísimo preparando las clases de pequeños y grandes, sin olvidar los ensayos de nuevas piezas de 441

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teatro para ser representadas durante las fiestas de fin de año. Se había propuesto que en el año que se aproximaba, el 36, no quedara un solo habitante del pueblo sin saber leer y escribir; por supuesto, de los comprendidos entre 6 y 50 años, pues con los otros, salvo algún caso extraordinario, no valía la pena insistir, se decía el pedagogo, lo que aprobaba el abuelo de casa Redondo, a quien preguntaba el porqué de aquella negativa y que riéndose le contestaba: «Pues sencillamente porque tenemos la cabeza demasiado dura. Sin saber de letras, sin maestro, hemos vivido siempre, ¿para qué empezar ahora? Nos moriremos igual y bien tranquilos». Pero, cosa curiosa, los que así se expresaban, la mayoría de los abuelos, eran los más implacables y exigentes con sus nietos si faltaban un solo día a las clases. Esto sacaba de quicio a don Manuel, pero no por ello perdía la paciencia ni mermaba su interés en prodigar las enseñanzas que tan necesarias eran en aquellos tiempos en que la modernidad nada tenía que ver con las costumbres de los antepasados. Así, cada día más se imponía su convicción de instruir a las gentes. Y una prueba del oscurantismo del pasado, pero reinante todavía, la tuvo aquellos días precisamente, con la festividad de Todos los Santos. Había logrado, hasta cierto punto, desarraigar algunas supersticiones y creencias, pero aquellas persuasiones de lo sobrenatural habían echado raíces tan profundas que, aun convencidos de su irracionalidad, eran el origen de algunas dudas. Siempre quedaba algo, aun cuando se tratara de jóvenes. Así, aquella de los días de las ánimas que seguía presente, y aunque alguno lo tomaba casi como una broma no había más que observar lo que ocurría la noche de Todos los Santos, «la noche de los muertos». Se decía que las ánimas regresaban al pueblo y deambulaban por sus calles, y nadie se atrevía a contradecir aquella creencia. Una prueba la tuvo don Manuel aquel año, ya que no hubo reuniones de jóvenes ni en el café ni en el Centro Republicano, que cerraron sus puertas faltos de clientes y temerosos. No se vio un solo ser humano por las calles tan pronto como la noche extendió su manto sobre el lugar... Nadie 442

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creía, pero «¿Y si fuera verdad?...». De todas formas las ánimas de todos los muertos podían pasearse tranquilas por las calles de aquel pueblo, como en los otros, ya que las almas de los vivos estaban encerradas en sus casas con las puertas atrancadas... A don Manuel le fastidiaban aquellas supersticiones pero, si se desarraigaban en el espíritu de la gente, ¿qué quedaría de las costumbres del Alto Aragón, que tanto deseaba él mismo que quedaran perennes? Había personas de edad que lo interpelaban, y a sus explicaciones racionales le respondían con las suyas diciéndole: «Siempre hemos creído en la Virgen del Mallo y en cómo se marchaba de la iglesia del pueblo a su cueva. Entonces, ¿cómo no aceptar que las ánimas de nuestros antepasados se pasean por el pueblo durante su fiesta, el día de Todos los Santos?». Y recordaba una conversación que había tenido tiempos atrás con el herrero de Biel, que venía a herrar las caballerías una vez al mes, al que le había confiado la terquedad de los campesinos y lo difícil que era sacarlos del engaño; el herrero le dijo: «Mire, don Manuel, tiene que hacer como yo, paciencia y buen martillazo hasta doblegar el metal, y usted las mentalidades...», y tomando una herradura la sacó de la fragua en ascuas para ponerla sobre el yunque, donde con martillazos rápidos y bien asestados le dio la forma deseada. Estaba en lo cierto el herrero. ¿Tenía alguna relación todo aquello con la desaparición de algunos agüelicos? ¿O el temor de aquellas supersticiones, añadido a la mala época del año para los viejos o medio baldaus, como se decía, hacía que se acelerara su viaje final? Lo cierto fue que unos días después cayó como un rayo la noticia de que el siño Vicente, el cartero y alguacil, había decidido «trasladarse al Coscollar». Sí, se había acostado la víspera a las 8 y, sin decir nada a nadie ni quejarse de nada, había exhalado el último suspiro durante la noche. Así lo había encontrado su hijo Lorenzo al día siguiente, al no verlo levantarse a las 6 como de costumbre para conducir sus cabras hasta la era de Secretario. ¿De qué había muerto? Nadie lo sabía ni a nadie parecía importarle. Como decía la abuela de casa Marión: «¡Te443

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nía tantos achaques que lo raro era verlo todavía de pie!». Ni aun el médico, que fue llamado por el practicante para certificar la defunción, se preocupó ni manifestó la menor aflicción: era un viejo al que le había tocado su turno, y nada más... Pero para el pueblo era una pérdida irreparable. Se iba el «lazo de unión» del vecindario... Ya no se oiría más ni el sonido del clarín ni sus gritos anunciando la llegada de un vendedor ambulante con «sardineta a 2 reales el kilo», ni tampoco los pregones oficiales del Ayuntamiento. Por eso los vecinos querían darle la despedida que se merecía; era un personaje típico del pueblo, al que todos apreciaban por su inteligencia, por sus máximas, por sus consejos, por su ironía y también por su inflexibilidad. Era uno de los jefes de aquella tribu, que sabía respetar la forma de vivir que se habían impuesto todos. Por eso se decidió que sus funerales se harían a lo grande, con misa mayor y todos los ritos correspondientes a un entierro de primera clase. Allí estaban todos para escotarse y abonar a los curas el coste de los mismos. Lo pusieron en un ataúd de madera de pino —probablemente de uno de aquellos pinos de la sierra que tanto admiraba y que tantísimas veces había olfateado impregnándose del perfume de su resina— y colocado sobre un catafalco instalado en el centro de la iglesia, alrededor del cual se situaron todos, o casi todos, los vecinos del lugar para seguir la misa de primera, celebrada por el cura local acompañado por el de Triste, que había sido solicitado, y toda cantada por los dos curas y el coro encabezado por el tío Pedro José, que parecía hacer resonar su voz con más fuerza que de costumbre, quizás para rendir así homenaje al que había sido amigo y convecino. Tras las bendiciones con el hisopo y los signos de cruz hechos por los curas con el incensario a cada lado del féretro, fueron todos los vecinos quienes con una vela encendida desfilaron alrededor de él, santiguándose al finalizar el paso y haciendo al mismo tiempo la ofrenda que se daba siempre: se ponían unas monedas en la bandeja de cobre que el 444

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cura colocaba al pie del catafalco, en la que rebotaban las perras rompiendo el silencio y produciendo un ruido metálico, como si hubiesen caído monedas de un duro, aunque no se trataba más que de «perras gordas», e incluso de algunas falsas de las que las viejas se deshacían de forma discreta. Si por casualidad había caído algún duro, sería un «amadeo». Ramón, que había sido monaguillo dos años antes, conocía muy bien este asunto ya que a él lo recompensaba el cura con aquellos cuartos, pero cuando había muchas perras falsas la retribución era menor, o también falsa... Para llevar el ataúd se había designado a cuatro mozos robustos y bien plantados, que llevarían sobre sus hombros el féretro hasta el cementerio, en lo alto del cerro del Coscollar, situado a más de 2 kilómetros del pueblo. Ello daba un doble valor al cumplimiento de aquel ritual, siguiendo el camino pedregoso, estrecho, con alguna zarza que se agarraba a los brazos o al cuello y evitando los pedruscos y los charcos de agua cuando llovía. Durante todos aquellos actos, como en el transporte al cementerio, todas las campanas sonaban con el toque de los muertos, una cada vez, lentamente, con un tañido lúgubre, como acompañando y comprendiendo la tristeza de los vecinos e imponiendo un silencio total, que solo rompía el choque de los pedruscos al andar y algún graznar de cuervos y picarazas. Llegados al cementerio, bajaron el ataúd a la fosa ayudándose de una soga y el cura dio las últimas bendiciones e hisopadas, marchándose inmediatamente hacia la puerta en que lo esperaba el Benito, que había sido encargado de pagarle aquellos funerales. Él, como el médico, habían cumplido con sus funciones... ¿Qué les importaba el resto? Sobre todo porque el serio Vicente no había ocultado nunca que tenía más afición a la taberna del pueblo que a la iglesia... Los vecinos le echaron un puñadito de tierra encima de la caja, y algunos hasta un clavel rojo, tras lo cual don Manuel pronunció unas palabras simples evocando aquella gran figura altoaragonesa. La gente 445

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abandonó luego el lugar; el último el maestro, que se fue a sentar sobre un peñasco que había frente a la puerta como queriendo así darle el último adiós, mostrándole lo que representaba para él la amistad y la simpatía, pues tenía el corazón encogido por la pérdida de aquel amigo, de aquel «filósofo», como él llamaba a todos aquellos viejos que siempre tenían soluciones para los problemas, una máxima, una premonición del futuro, un refrán de la tierra o un consejo, sabiendo darlo sin mostrar ninguna pretensión ni sabiduría superior. Sí, esta era su principal virtud, la sabiduría, que bien podían envidiarles los que presumían de títulos universitarios en las capitales; ellos no poseían títulos de papel pero tenían los adquiridos durante la realización de sus duras labores, que les procuraban muchas enseñanzas. Las horas y horas pasadas tras una yunta de bueyes manteniendo el arado daban lugar a reflexionar y cavilar, máxime acompañados del ambiente sosegado y tranquilo de los montes, solo interrumpido por el viento azotando las ramas de los pinos y carrascas. ¿No eran lugares y momentos idóneos para recrearse en reflexiones de todo tipo, contrariamente al ambiente de la ciudad, ruidoso y demencial? ¿De qué mentes podían salir mejores conclusiones para abordar los problemas de la vida cotidiana? Y, sin embargo, a esta clase social, los campesinos, «los paletos», se les tenía por incultos, analfabetos, con una estrechez de miras que hacía fuesen considerados como una subraza o subcategoría, menospreciados por los sabirondos... Don Manuel repasaba una y otra vez en su mente todas estas reflexiones, esperando así rendir un mejor homenaje a todos aquellos viejos altoaragoneses, a toda aquella generación que se iba extinguiendo, marchándose poco a poco. Y se acordó de lo que un día le había expuesto Ramón, el mayoral de la cabaña de casa Peón, cuando don Manuel le había hecho algunos reproches «por no saber de letras»: «Es cierto, don Manuel, que no sé de letras, pero sé labrar, sembrar, segar, trillar, vendimiar y coger olivas y almendras; sé podar los árboles y regar mis tierras y huertos; sé hacer leña para poder condimentar nuestra 446

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cocina; sé criar cerdos y gallinas, corderos, ovejas y cabras para tener leche; y me paro aquí, porque la lista sería mucho más larga... ¿Qué harían los abogados, profesores, médicos, boticarios, jueces, curas, jefes militares y muchos otros sin nosotros? Pues se morirían de hambre, ni más ni menos; o tendrían que aprender a cosechar y criar lo necesario para sobrevivir. ¡Esto fortalece mis convicciones de que soy tan espabilau como cualquiera de ellos!». Así había concluido el mayoral, satisfecho de sus razonamientos, que parecían sacados de algún libro y aprendidos de memoria, lo que no era el caso, y se podían tomar como se quisiera pero no dejaban de ser razonamientos reales. Se levantó el maestro del peñasco donde estaba sentado y, haciendo un gesto con su mano, como si quisiera darle el último adiós al seño Vicente, se marchó camino adelante en dirección al pueblo. Todo había quedado silencioso, en el campo, en los montes y hasta en el lugar. Incluso las campanas habían cesado de sonar al caer sobre la tumba la última palada de aquella tierra de la sierra que cubriría para siempre a aquel viejo montañés que poco después caería en el olvido total. ¡Así era la ley de la vida y de la muerte en los pueblecillos de las faldas de la sierra! Las ocupaciones diversas siguieron al entierro, pero la melancolía reinaba como si una chapa opresora hubiese caído sobre el lugar; parecían evitarse hasta las conversaciones en los lugares públicos y en las propias calles para no hablar de la muerte del seño Vicente. Lo curioso fue ver que uno de los más ancianos, el seño Pablo, que andaba por los 90 y pico, fue el primero en sacudir aquella pesadumbre y tristeza, haciendo ver a la gente que la vida continuaba y que lo mismo ocurriría cuando le tocara el turno a él. Casi avergonzó al maestro cuando, regresando de su huerto, mientras se apoyaba en su gayata, lo encontró en la calle: —¿Qué le pasa, don Manuel, que tan taciturno se le ve? ¿La muerte del siño Vicente? ¡Eso es ya el pasado, no lo olvide! Piense que para 447

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poder apreciar los buenos momentos de la vida es preciso haber pasado por trances tristes; de lo contrario, ¿cómo podríamos gozar de la existencia mientras estemos vivos? ¡Ya está bien! Ahora a aplicar aquel refrán bien conocido de «El muerto al hoyo y el vivo al bollo» —y lanzando una carcajada que mostró su boca abierta toda desdentada se alejó hacia el banco de piedra de la plaza donde tenía costumbre de tomar el sol. Tenía razón el abuelo. Había que afanarse en llevar a cabo las tareas que se presentaban por entonces, y una que era de las que más cuidados requería por lo que representaba para la pitanza de toda una temporada: la de la matacía del cerdo. Se sacrificaban otros animales para el consumo de casa, pero ninguno se podía valorar como el cerdo, que se mataba una vez por año antes de llegar las Navidades, aunque habría que sacrificar alguno más después de las fiestas de fin de año. La matacía representaba momentos de fiesta. Y a ello empezaron a dedicarse los vecinos, siguiendo por supuesto los procedimientos y costumbres tradicionales. Por eso no se hacían todas las matanzas en un par de días sino que duraban 2 ó 3 semanas, y a veces algo más, como si se quisiera alargar los festejos y el entretenimiento en aquella época de tranquilidad campesina. Cada casa hacía su matanza: un cerdo por lo menos, aunque algunos vecinos, los más pudientes, claro, mataban un par, el primero por aquellos días y el segundo por los días de las fiestas mayores de San Sebastián. La matacía más importante era la primera, en ella se sacrificaba sobre las bacías al mejor animal, aquel con que se había puesto en juego el puntillo de cada casa para engordarlo y poder presumir de su peso ante el vecindario. Alcanzaba este de costumbre las 10 ó 12 arrobas. Todo lo que guardaba relación con la matanza del cerdo y sus derivados necesitaba conocimientos, experiencia y destreza, como alguna de las otras faenas realizadas por los campesinos. No era matachín el primero que llegaba. Por algo se decía: 448

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El rincón de los cerdos en la feria de Ayerbe. (R. Compairé, Fototeca de la Diputación de Huesca) Para punchar el lagar y para hacer la matacía, es necesario tener sabiduría...

Y es cierto que se precisaba tener un saber y un esmero sin falla, de ello dependía el buen resultado de todas las operaciones. Aquel año también los maestros iban a tener su mondongo, pues las necesidades en la casa iban aumentando cada día y las pagas de los maestros parecían encogerse como el cuero de una bota vieja, sobre todo porque, como se sabe, eran 8 bocas las que comían en casa a diario. Doña Rufina sería una vez más, como en todo lo referente al abastecimiento de la familia, la que tomaría las decisiones oportunas para realizar aquel proyecto. Se fue a ver al Paulino, el mejor matachín del pueblo, y le expuso sus intenciones de preparar embutidos, jamones..., a 449

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un precio más barato que comprándolos en las carnicerías de Ayerbe. Y por eso venía a pedirle consejo y a que la ayudara a encontrar un cerdo, cuyo importe pagaría en dos plazos ya que no poseía la suma necesaria para aquella compra... ¿Cómo se las arregló el Paulino? Eso era uno de sus misterios, dar solución a todo. Quince días después llegaba al pueblo arreando un hermoso cerdo, que andaría por las 10 arrobas, adquirido en Caldearenas en casa de unos labriegos amigos suyos y traído a la estación del ferrocarril en el tren de mercancías. Lo había conseguido pagado «a plazos» y por un precio que era la mitad más barato que en la ciudad, pero esto formaba parte de sus secretos, eran cosas suyas. Se preparó el instrumental, los utensilios y todo cuanto era necesario para hacer en la casa escuela lo mismo que en las demás viviendas, con la particularidad de que doña Rufina podía contar con la colaboración de bastantes vecinas. Parecía como si hubiera en el pueblo una apuesta para lucirse ayudando a los maestros y ver quién podía hacerlo mejor, al igual que cuando había querido hacer su masada. Entre todas ellas la que más se removía era la Luisa, solterona, fuerte como un cajico y experimentada en todas aquellas ocupaciones caseras, y tan mañosa que bien hubiera podido participar en la matanza de un buey... No les faltó ni el apoyo ni la colaboración de todos los vecinos, que a decir verdad era bien necesaria. Paulino llevó al patio del maestro su propia bacía, de la cual se servía cuando era solicitado en aquella época. La lavó muy bien por todas partes, dejándola preparada, afiló sus cuchillos y su gancho, así como el utensilio en forma de cazo que le servía para «afeitar» el pelo del animal. También colgó del techo, en el madero que lo atravesaba, la garrucha que con una soga serviría para subir al cerdo en el aire, sostenido por una barra de madera agarrada a cada pata. Trajo de su casa un enorme caldero, el que le servía para hacer la calderada, paños, lienzos de lino y otros objetos necesarios para llevar a bien aquella operación. 450

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Al día siguiente muy temprano Paulino y cinco vecinos más estaban al pie del cañón. Empezaron por engullir un buen almuerzo que doña Rufina les había preparado para darles fuerzas, con un par de palmeros de vino tinto, salvo el Paulino, que deseaba guardar su espíritu despejado para hacer lucidamente de matador. Esto, según él, tenía mucha importancia, pues había ocurrido a veces que por un descuido o un empentón del bicho había sido herido algún matachín conocido suyo. Colocaron la bacía boca abajo y empujaron al cerdo hasta que pudo asirlo bien por el cuello con su gancho afilado, mientras que los otros cinco lo agarraron por las patas y orejas y lo echaron sobre la bacía. Se puso Paulino la parte curva del gancho en la pierna detrás de la rodilla, para tenerlo así bien sujeto, y le clavó el cuchillo en una parte del cuello bien conocida por él para que se fuese desangrando. La Lucía con un balde recogía la sangre, que salía como si hubiese sido un manantial, sin dejar de revolverla con el fin de que no se cuajara, ya que era primordial para fabricar las morcillas y tortetas. Terminada aquella primera operación, procedieron a escaldar el cuerpo del cerdo, una vez vuelta la bacía y tras colocar varios listones atravesados. Y, como hubiera hecho un barbero con sus clientes (¡sin escaldarles la barba!), empezaron a «afeitarlo» raspando su piel hasta dejarlo sin un pelo y limpio de toda porquería. Después lo engancharon por las patas y tirando todos a una lo izaron hasta el madero del techo. Seguidamente el Paulino, con cuatro cortes de cuchillo, abrió de arriba abajo el vientre del animal para sacar sus intestinos, que servirían para hacer los embutidos una vez lavadas las tripas en el Chorro. Siguió el descuartizarlo con todas las de la ley, es decir, siguiendo las costumbres de separar cada pedazo y parte del cuerpo a fin de darle el destino necesario: primero fue la cabeza, las orejas y el cuello, separados y reservados para condimentar los boliches; después los tajos de tocino y los dos delanteros, y a medida que se subía hacia las patas fueron separadas las costillas, el espinazo y otras carnes necesarias 451

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para hacer longanizas y chorizos, terminando por los dos jamones traseros. Finalizando aquel trabajo que duró varias horas se preparó la fiesta de la tarde, con conejo de monte cazado por don Manuel y chuletas del cerdo que se reservaban especialmente para aquella lifara. Con chistes y canciones terminó la matacía muy tarde, o por lo menos la primera parte. Todo el mundo estaba cansado y se había «empinado el codo» más que de costumbre... Al día siguiente continuaron las operaciones, porque no había que creerse que todo aquello se hacía en un par de horas y de manera fácil. Paulino continuó su trabajo: preparación de los perniles para meterlos en sal debajo de un par de piedras enormes, y lo mismo hizo con las piezas del tocino; escogió los tajos para hacer longanizas, chorizos y salchichones; arremetió luego con las costillas y tajadas de lomo, que una vez fritas irían al fondo de una de aquellas tinajicas y ollas de tierra que se llenaban de manteca del mismo cerdo para poderlas conservar durante semanas e incluso meses. Entretanto las mujeres preparaban las morcillas y las tortetas que iban a ser cocidas en el caldero, mientras que otras capolaban todos los pedazos de los «recortes» para los embutidos que iban a adornar el techo del cuarto de desahogo y que permitirían luego a la dueña de casa de presumir cuando mostrara las longanizas y chorizos brillantes que colgaban del techo. Don Manuel ayudaba en lo que podía, no por falta de saber, siendo que cuando era mozo en su casa materna había ayudado a realizar la matanza. Pero allí era diferente: el Paulino ni por un imperio hubiese dejado ensuciarse las manos con grasa y sangre al maestro del pueblo, era una ocupación para los labradores. Solo le permitía poner los jamones con la sal, pues al parecer el maestro tenía muy buena mano para ello, dar instrucciones para ver dónde se colocaban las tinajas del adobo, los cañizos para secar las morcillas y tortetas y otras operaciones similares. No faltaban las tomaduras de pelo de algún vecino, que le de452

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cía que «andaba más apurado que un gato con un menudo», y el tío Pedro José aprovechó la ocasión para soltar algunas de sus bromas: —¡Hay que ver qué talento tiene usted, señor maestro, para tapizar su morada! Miguel Ángel adornaba las cúpulas y altares de las iglesias con sus pinturas y esculturas que todo el mundo admiró siempre, pero usted es un artista en el decorado: no hay más que ver las ristras de longanizas de chorizos, de morcillas, al lado de las uvas y membrillos colgados con cuerdas del techo... ¡Qué preciosidad! Y no hay que olvidar las ristras de cebollas y ajos colgadas en las paredes, y en los aparadores las calabazas de rabiqué junto a los potes de conservas diversas... ¡Pues qué bien vería yo estos adornos en el techo de nuestra iglesia, hasta me aumentarían los ánimos para entonar los cánticos! Y pequeños y grandes soltaron una carcajada oyendo estas reflexiones del astuto montañés, que siempre tenía una de aquellas originales salidas, lo que hacía pensar a don Manuel si tenía ante sí a un labriego muy espabilau o a un actor de teatro inimitable... En algunas casas se sumaba a la matanza del cerdo la de alguna cabra, para añadir los mejores tajos en la composición de los chorizos y sobre todo para hacer al mismo tiempo la salazón de sus piernas, que secadas al cierzo después se convertirían en la exquisita cecina con que obsequiar a huéspedes y amigos en las fiestas y comilonas. Pero los maestros no tenían necesidad de esto, no tenían cabras. Terminado el trabajo de la matacía, don Manuel y doña Rufina contemplaban con curiosidad y satisfacción los resultados. Por primera vez desde que se habían casado lograban hacer su matacía y, aunque apuradísimos, habían conseguido tener productos para alimentarse toda la familia durante bastantes meses. Esto no impedía que «la cuenta» en casa José de Ayerbe fuera subiendo mes tras mes, al ir adquiriendo nuevos productos que se vendían allí. La deuda alcanzaba ya más de 200 pesetas, lo que jamás les había ocurrido. De ahí la preocupación de doña Rufina, que pensó enseguida en vender uno de los jamones para in453

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tentar saldar la cuenta, pese a que el señor Luis nunca exigía nada y decía: «Ya me lo pagarán más adelante, cuando tengan aumento de sueldo los maestros nacionales...». Y aunque esto lo decía con algo de ironía el comerciante no ignoraba la situación de los trabajadores, los funcionarios y los empleados de la mayoría de las industrias. No tenía más que echar una ojeada en el libro de cuentas para darse cuenta de que las deudas de sus clientes se iban alargando cada día más y que aun con buena voluntad no podían cumplir con lo prometido. Doña Rufina decidió que para marzo de 1936, cuando sus jamones estuvieran bien secos y curados, se llevaría uno a Jaca y allí procuraría venderlo para pagar lo debido. Así nadie sabría nada ni se harían comentarios, pues le daba vergüenza que la gente supiera de las estrecheces que sufrían en su casa, y esto nadie tenía que saberlo, así que debido a aquel puntillo tampoco quería ser vista vendiendo su pernil en Ayerbe... Era duro pensar en aquella situación, pero era la realidad. Otra cosa que le preocupaba era cuál sería la reacción de los vecinos, acostumbrados a «hacer el presente» en aquellos momentos del año. Dar «el presente» al maestro era ya también una costumbre tradicional. Se trataba de regalar al pedagogo, educador de sus críos, algunos productos de la matacía «pa que los gustara». Así, por aquella época, todos los años llevaban los chavalicos de ambos sexos a la escuela un plato de los grandes, de aquellos de los días de fiesta, con un chorizo, un palmo de longaniza, una morcilla, un par de torretas, 5 ó 6 costillas de las mejores y un buen pedazo de tocino blanco, todo recubierto con una servilleta blanca limpísima. La costumbre estaba tan arraigada que no había casa rica o pobre que no hiciera su «presente» al maestro, y hasta en las casas donde no había críos se mantenía aquella tradición, lo que daba una idea del sentimiento de solidaridad y cariño hacia el maestro. ¿Qué iban a hacer ahora los vecinos? No tardaron en tener la respuesta: sencillamente los vecinos continuaron como en años preceden454

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tes. Y fue así como aquel otoño recibieron los maestros los mismos regalos. Incluso en el horno del lugar, durante alguno de los comadreos que allí tenían lugar todas las mañanas, alguien preguntó si se debía o no continuar aquella costumbre. La panadera con su autoridad cortó por lo sano: «El cerdo que han matado era de ellos, se lo han comprado, nada tenemos que ver nosotros, mientras que el "presente" es nuestra ofrenda, nuestro regalo a quien se lo merece por enseñar a leer y escribir a nuestra jauría...». Las operaciones de la matacía terminaron y el pueblo retomó su aspecto tranquilo, en espera de las festividades de Navidad, Año Nuevo y Reyes, que se aproximaban. Era la tregua impuesta por la naturaleza en las ocupaciones de los campos, aprovechada por todos para ocuparse de la preparación de sus utensilios de labranza, los aperos de las

Ermita de San Martín, en Riglos. (J. Soler Santaló, Fototeca de la Diputación de Huesca) 455

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caballerías y un sinfín de otros trabajos para tener todo en orden y dispuesto llegado el momento de consagrar todo su tiempo al campo. Solo faltaba cosechar las olivas y hacer el aceite, pero esto se dejaría para unas semanas más tarde, pasadas las primeras fiestas. Don Manuel se afanaba en su escuela en intentar alcanzar su propósito de enseñar a leer a los irreductibles, aunque tuviesen 90 años, pero había que reconocer que los resultados eran muy escasos. En cambio había logrado que los vecinos que sabían leer, pero que eran muy despreocupados, se inscribieran en la biblioteca de la escuela y se llevaran a sus casas libros de aventuras, historia... Había en esta época del año, además de los trabajos normales de cada casa, algunas ocupaciones particularmente para los jóvenes: la primera era asistir un par de veces por semana a los rosarios organizados por el cura, no para rezar sino para ensayar cánticos de Navidad bajo la dirección del tío Pedro José; en segundo lugar, venían las clases de adultos, muy frecuentadas aquel año por mozas y mozos y hasta por algunos sesentones, sin olvidar el grupo de teatro, que se había ampliado y se ensayaban nuevas obras escogidas por don Manuel o recomendadas por don Fermín cuando escribía desde París. Aquella tarea representaba una de las principales preocupaciones para el maestro, sobre todo porque debido a los buenos comentarios que se hacían en la comarca había sido solicitado por varios de sus compañeros para dar alguna sesión de teatro en sus respectivos pueblos. Finalmente estaba la frecuentación del Centro Republicano, principal lugar de reuniones y debates de todo tipo, donde se precisaba poner algo de orden. La gente joven acudía allí para dar rienda suelta a sus ganas de bailar al compás de algún pasodoble y los tangos de Carlos Gardel que el propio don Manuel conseguía por mediación de su sindicato a precios reducidos. El Centro era «el Senado» del pueblo, donde se debatían todos los problemas políticos y sindicales para hacer frente a la situación general, que cada día se agudizaba más debido a la polí456

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tica reaccionaria, y casi totalitaria, de los dirigentes del «Bienio negro» (la CEDA), que habían conseguido el triunfo en 1933 gracias a la abstención (en particular, de los anarquistas) y que mostraban signos de flaqueza, con su política reaccionaria y debido sobre todo a los mangoneos y escándalos financieros, «estraperlos»..., que iban quebrando sus poderes. Ello tendría como consecuencia la disolución del Parlamento y la organización de nuevas elecciones. Y estas, como decía Benito, «tenemos que acometerlas con voluntad, ánimos y saber sudar para ganarlas todos juntos, ¡hay que hacer que Huesca no sea de nuevo la provincia que más abstención ha tenido en España!». Pero como si el destino tuviera placer en complicar y envenenar las cosas y el ambiente, creando discordias en el pueblo, ocurrió un suceso vulgar, estúpido, de aquellos que ocurrían cada dos por tres sin que nadie se preocupara de ellos, y que por poco degenera en una contienda lugareña. El maestro no se inmutó, y ni siquiera pensaba comentarlo en sus crónicas, pero el asunto tomó tales dimensiones cómicas y casi dramáticas que se sintió obligado a intervenir. ¿Qué había ocurrido? Tras su investigación sacó estas conclusiones: El serio Fidel tenía aquel año en su huerto unas hermosas calabazas, de aquellas llamadas de «rabiqué», con que se hacían los empanadicos. El buen tempero, la buena tierra de su huerta y los buenos cuidados habían hecho que se hicieran enormes las 6 que había guardado, las cuales alcanzaban lo menos 40 kilos cada una, causando la admiración de la mayoría del pueblo. Eran el orgullo de su cosecha... Y media docena de granujillas que andaban por los 7 u 8 años, entre los cuales se encontraba el zagal más pequeño del maestro, decidieron un día arrancarlas y empujarlas rodando por la pendiente de la calle que iba desde la plaza hasta el lavadero y la herrería. Las colocaron una por una sobre un saco que arrastraron por el suelo hasta llevarlas al lugar propicio, la puerta del horno, sin que un solo vecino los viera y 457

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los interrogara para saber qué es lo que estaban haciendo y con qué fin. Empujaron la primera calabaza, que salió rodando y aumentando su velocidad poco a poco hasta que, llegada al final, chocó contra la pared del lavadero, estallando y cubriéndola toda ella de una masa amarillenta semejante a la mermelada... Solo al lanzar calle abajo la tercera apareció la abuela de casa Poli, que para esquivar aquella enorme calabaza que llegaba a toda velocidad tuvo que tirarse a la acequia, lo que aumentó el regocijo de la pandilla de energúmenos. Pero debido a sus gritos empezaron a salir de sus casas algunos vecinos y la banda de «gorriones» malhechores tomó las de Villadiego... Unos se reían de aquella barrabasada y otros la criticaban, llegando incluso a proferir amenazas. Conociendo los sentimientos del seño Fidel, la principal responsabilidad recayó sobre «el zagal d'o maestro», y naturalmente sobre su padre, «que no sabía enderezar a los alumnos ni imponer la disciplina necesaria». Pronto se dividieron las gentes en dos bandos. Hubo discusiones, recriminaciones y amenazas entre los contrincantes, que casi se lían a bofetadas, lo que no mejoraba ni un pelo los asuntos de la política, siendo que el seño Fidel era uno de los jefes de las derechas, que aprovechó el percance para insultar y dar una buena pasada a todos aquellos «anarquistas» y revolucionarios sin fe ni ley que frecuentaban el Centro. Y, para completar, se fue a denunciar el hecho ante la Guardia Civil de Ayerbe, que se personó en el pueblo para investigar aquel «trágico suceso». Algunos de los críos dijeron que habían querido imitar a los mozos cuando hacían bolas de nieve enormes en el invierno y las hacían rodar para que se estrellaran en las paredes del lavadero. La Guardia Civil, como la mayoría de la gente, tomó aquello como una travesura, retorciéndose de risa al escuchar los comentarios. El cabo de la Benemérita declaró que él nada podía hacer en un caso en el que no se había agarrado a ningún delincuente y, mofándose, le dijo al seño Fidel: 458

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—Nada, seño Fidel, el año que viene ate con una soga las calabazas de la misma forma que ata a su burra para que no se diviertan los críos... Así terminaba aquel trance, del que don Manuel quería guardar expresiones y salidas cómicas para incluirlas en algún sainete de su teatro... Pero el gusanillo de la discordia continuaría dividiendo a las gentes y a la hora de las elecciones estas tonterías de críos podían pesar en la balanza. También esto era preciso tenerlo en cuenta al consagrar todas las actividades de unos y otros para cambiar la opinión de los indecisos o de los que no se preocupaban de la política.

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Por fin la Navidad y un nuevo año...

Para don Manuel fueron las actividades políticas las que ocuparon la mayor parte de su tiempo durante aquellas semanas que precedían a las Navidades y las fiestas de Año Nuevo. Pero no solamente políticas en el plano nacional, sino local, siendo que a los problemas de orden moral que habían surgido con las huelgas, seguidas de detenciones que todavía mantenían en la cárcel a muchos de sus protagonistas, se hallaba el deber que se impusieron los republicanos de ayudar a las familias de los perseguidos y represaliados por sus ideas republicanas. Pero no por eso se dejaban de lado las que se planteaban en los asuntos comunitarios, y que ni Benito ni el Ayuntamiento ni don Manuel querían dejar dormir. La primera tarea era exigir la aceleración de las obras de la escuela en construcción, para poderla abrir, como se deseaba, al empezar el curso, en septiembre del 36. Parecía que una «mano negra» —la misma que entorpecía todas las iniciativas progresistas en la provincia— lo frenaba todo, y el Estado no daba los empréstitos debidos. Otra iniciativa importante se había discutido y el pueblo entero la defendía: la de solicitar al gobernador que hiciera todos los posibles para imponer a la Compañía de los Ferrocarriles del Norte de España que hiciera un apeadero en la casilla del capataz, situada a unos centenares de metros de la entrada del pueblo. Hasta entonces los directivos de la Compañía se habían negado a ello, lo que era el colmo siendo que la estación de Riglos se situaba a más de 4 kilómetros del lugar y que había que dirigirse a ella por el camino de burros o siguiendo la vía que atravesaba numerosos campos y huertos del pueblo. 461

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A primeros de diciembre, varias delegaciones fueron a Huesca a exponer estos problemas y algunos otros también importantes para la localidad, como el de la luz eléctrica. Como se sabe, la corriente se daba a las 7 de la tarde, procedente de la pequeña central eléctrica de Murillo de Gállego, de propiedad privada, con cuyos directivos no se había llegado a un acuerdo para cambiar aquella costumbre venida ya de lejos. La situación para el pueblo en todos los sentidos era el colmo: pasaba el ferrocarril a menos de 500 metros pero era preciso andar un buen trecho para tomar el tren en la estación que llevaba el nombre del lugar; había dos centrales eléctricas, implantadas en Carcavilla y Anzánigo, cuyas líneas de alta tensión cruzaban por las inmediaciones del pueblo, y allí no había electricidad durante el día, dependiendo por las noches de la pequeña central citada del pueblo vecino de Murillo (Murillo de Gállego pertenece a la provincia de Zaragoza, lo que complicaba todavía más los asuntos administrativos provinciales); se había construido el tramo de carretera (3 kilómetros) desde la carretera nacional Huesca-Pamplona hasta la estación, pero su continuación hasta el pueblo no existía ni siquiera en proyecto... Y aún había otros problemas similares que hacían pensar que se vivía en un pueblo cuya vida y existencia no interesaba a nadie, ni a los políticos ni a las autoridades del Estado ni a los expertos en problemas demográficos, económicos... De ahí la tenacidad que mostraba don Manuel intentando revolucionar aquellos métodos, para lo cual habían dado a la República sus sufragios la mayoría de los vecinos en 1931... ¡Pero todo era predicar en un desierto! Lo que no dejaba de aumentar el descontento entre la vecindad, situación que los republicanos de la comarca pensaban aprovechar en las elecciones que se preveían para semanas más tarde. Como ya se acercaban las Navidades, que eran celebradas con el fervor característico, se notaban los preparativos que cada casa hacía para agasajar en semejante ocasión a la familia, los amigos y hasta los vecinos menos afortunados (en lo referente a las «perras»), a los que con mucha diplomacia, para no dar la impresión de estar ofreciendo una 462

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limosna, se invitaba. El horno del pueblo empezó a funcionar con más intensidad que de costumbre, para hacer pan, tortas, roscones, almendras tostadas... En las casas todo estaba previsto: desde las almendras garrapiñadas hasta las natillas y los flanes (para prepararlos se guardaban los huevos frescos de aquellos días). Las amas de casa se daban una vuelta por el corral para elegir el gallo o el capón, según lo que tuvieran, que sería sacrificado. Un repaso también había que dar a los adobos de lomo de cerdo, chorizos, longanizas y otros productos elaborados durante la matacía, sin olvidar las judías verdes enristradas, las uvas y las cebollas y ajos colgados del techo. Nada debía quedar descuidado para no tener sorpresas de última hora... El escoger el ternasco o el cabritillo para Navidad era ya cosa de los hombres, que separaban a un lado el que mejor pinta tenía para ser cocinado en aquellos días. También las bebidas iban por cuenta de ellos, que sacaban de un rincón de la bodega alguna botella de aquellas de clarete o de moscatel, polvorientas y llenas de telarañas, que eran una prueba de su vejez y buena calidad. Otra costumbre tradicional y casi sagrada en el pueblo era la de la «toza de Navidad», para mantener el fuego siempre vivo durante la Nochevieja y las noches siguientes. Aquello parecía un desafío entre unos y otros por ver cuál sería el que tendría la toza más grande (esto lo hacían los mozalbetes, naturalmente). Aquel año fue José, de casa Artieda, quien ganó la competición. Su padre le había indicado un almendro enorme que se había secado tras haber producido almendras durante muchos lustros y que era necesario arrancar para plantar otro en su lugar. José lo cortó y con sus bueyes arrancó las raíces, con una toza descomunal que debía de pesar más de un quintal; con su yunta la arrastró hasta la puerta de casa y, una vez limpia de corteza y tierra, fue subida hasta el hogar de la cocina, ayudado por cuatro amigos suyos que se las vieron negras para pasar por la estrecha escalera. La colocaron sobre el hogar y fue admirada por el abuelo, que aseguraba no haber tenido jamás una tan grande como aquella en el hogar de casa. 463

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La víspera de Navidad, como de costumbre, fue el abuelo quien le prendió fuego para que la toza estuviese bien encendida al llegar la Nochebuena, pasando inmediatamente a cumplir con ritos ancestrales semejantes a los que empleaban los hombres de otras épocas cuando adoraban al dios Fuego. Tomó el porrón lleno de vino de casa de aquel año y empezó a bendecir la toza, como si estuviera el cura echándole la bendición con el hisopo. Finalizó haciendo una cruz con el chorrito de vino sobre ella, al tiempo que murmuraba aquella cantinela: Buen tizón, buen varón. Buena casa, buena brasa. Que Dios bendiga al amo y a su dueña airosa...

Tras lo cual volvió el pichorro hacia sí mismo y se largó un buen trago, chasqueando la lengua y produciendo un ruido semejante al de las gárgaras... Don Manuel, que se encontraba allí, no se había perdido ni un solo gesto; la gozaba de lo lindo observando cómo se mantenían las viejas tradiciones, y se preguntaba si lo que había hecho el abuelo era una bendición de la toza al empezar a quemarse o la bendición de su defunción... Para terminar, el abuelo dio las oportunas órdenes: por la noche al irse a la cama la dueña debería remojar la toza con agua para evitar que se consumiera rápidamente, y si se apagaba un poco a la mañana siguiente con unas ramitas de boj se «espabilaría» de nuevo; era también una costumbre hacerla durar hasta el día de Año Nuevo por lo menos, y aquel año el abuelo, viendo el calibre de la que habían encendido, pensaba que llegaría hasta los Reyes. También don Manuel tenía la suya, que le había traído Saturnino, pero más pequeña, aunque de carrasca, lo que quería decir que duraría horas y horas debido a la dureza de su madera. Él no le prendería fuego hasta la noche. Entretanto, como ya estaba de vacaciones con moti464

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vo de aquellas fiestas, se fue recorriendo el pueblo con aquella curiosidad suya tan característica cuando se trataba de celebraciones de fiestas o actos tradicionales. A su nariz llegaba lo que se estaba cocinando en el interior de las casas, en el horno...; de algunas salía un tufillo agradable de pavo o pollos rustidos, o los sofritos de ajo y cebolla para las salsas; de otros, el perfume de los empanadicos, el acaramelado de los flanes y natillas, de los buñuelos fritos con aceite de oliva... Bueno, eran tantos los olores que exhalaban las cocinas que todos los gustos podían ser satisfechos. Aprovechó el maestro aquel paseíto para informarse sobre los invitados que en cada casa se esperaban. ¿Era curiosidad? No, decía el tío Pedro José guiñando un ojo, solo quiere saber con cuántos espectadores puede contar para sus representaciones teatrales... Quizá tenía razón pues por aquellos días acudían al pueblo los familiares que vivían en la ciudad, ya que era el único momento del año en que se celebraban encuentros familiares, inolvidables para ellos. Sin embargo, para informarse de todo aquello no hacía falta el andar de casa en casa, bastaba pasar por el horno, el lavadero o por la esquina de la plaza para encontrar a algún informante de todo lo que iba a desarrollarse en el lugar. Pero, como siempre, el que tenía mucho que ver era el tío Pedro José, que seguro preparaba alguna de sus espectaculares intervenciones populares, puesto que hacía más de 2 días que no lo había visto y esto era señal de que algo llevaba entre manos... Lo encontró en el patio de su casa peinando con un cepillo un hermoso corderito de lana blanca como la nieve, cosa que extrañó al maestro aunque estaba al corriente de los preparativos que había hecho en la iglesia, con un decorado simulando el establo en que había nacido Jesús, al mismo tiempo que ensayaba los cantos litúrgicos de la misa de Navidad. —¿Cantará usted con nosotros? —le preguntó, riéndose, al maestro—. Aunque sé que las misas no le van mucho a usted, la de Navidad 465

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es excepcional; también para mí, sin embargo, el espectáculo es lo que me empuja a participar. Y, si no estoy yo, ¿quién cantará? ¡Ya verá, ya verá las sorpresas! El maestro le confirmó que estaría presente, como cada año, teniendo en cuenta el respeto que tenía a la tradición popular y a sus costumbres, que se hallaba muy por encima de las creencias y convicciones políticas u otras, y aquellas, antiquísimas, por nada del mundo se las hubiera perdido. Como en todas las casas del lugar, en la suya empezaron de buena hora los preparativos para asistir a la misa de medianoche: los críos andaban con su ropa de los días de grandes festividades; las mujeres sacaban de los armarios las mantillas y los mantones que cubrirían sus vestidos nuevos; los hombres se ponían camisa nueva y corbata, como hacían solamente en momentos excepcionales durante el resto del año. Por las calles andaban algunos críos con ramas de palmera de cartón pintadas de verde, ya que allí no existía aquel árbol simbólico, y algunos habían preparado ramilletes de muérdago arrancado de los pinos de la sierra. La iglesia se fue llenando poco a poco en espera de la medianoche, pero al tío Pedro José, que era el jefe del protocolo, no se le veía por ninguna parte. Solo cuando sonaron los últimos toques de la campana pequeña, que anunciaban que la misa iba a dar comienzo, apareció el «pastor» que venía a adorar al Niño Jesús en aquel belén improvisado. ¡Sí, vestido de baturro!, con una zamarra hecha con la piel de un choto que le llegaba hasta los pies, un sombrero de fieltro como aquellos que se veían en los dibujos en que se describían las costumbres del Alto Aragón, una gayata de boj pulida y brillante, calzado de abarcas con medias blancas de lana, y para completar su imagen de «pastor rodeando al Mesías» traía un corderito blanco vivo (el mismo que don Manuel había visto aquella misma tarde) sobre sus hombros y con las patas cruzadas sobre su pecho. Hubo un «¡Oh!» de sorpresa y admiración que hizo salir al cura para cerrarle el paso: 466

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—¿Pero adónde va usted así disfrazado, tío Pedro José? ¡Estamos en Navidad, no en Carnaval! Aunque a usted todo le es igual y no tiene un ápice de respeto... —Oiga, oiga, padre, en todas las imágenes que he visto en libros y cuadros ensalzando la Natividad he visto a los pastores llegando al establo para adorar al Hijo de Dios aderezados de esta suerte. Mire el cuadro que hay en el altar de san Sebastián y verá que así están pintados los pastores. Es mi manera de adorarlo, guardando las costumbres... — acabó diciendo el tío Pedro José, y pasando junto al cura se aposentó al lado de donde estaban los mocetes que con él cantaron la misa. El cura aún refunfuñó, pero no podía echarlo a la calle: era el director de los actos, el maestro de los cantos litúrgicos; en fin, por una noche, el amo de aquella santa casa... La misa dio comienzo y con ella el acompañamiento de los cánticos siempre que era necesario, unas veces en coro y otras en solos del tío Pedro José, que aquella noche tenía la voz más potente y mejor timbrada que de costumbre (por algo se había comido dos huevos crudos por la tarde, que al parecer afinaban su voz, como él decía). El único que interrumpía el espectáculo de vez en cuando era el corderillo, que balaba como si hubiera querido participar en el coro, produciendo las consiguientes risas, en particular entre los críos, o quejándose de aquellos ajetreos. Con los cantos de misa y los villancicos que todo el mundo entonó, la celebración se alargó hasta más de las 2 de la madrugada y dio fin con una jotica dedicada a la Virgen María, cantada por Generoso y acompañada con la vihuela por el tío Pedro José, que además había sido su compositor. Al salir de la iglesia tuvo una recepción triunfal por el éxito de su participación y por haber llevado el corderito consigo. Hubo numerosos aplausos, que le mostraron cuán satisfechos estaban de él los vecinos en aquella velada navideña, y canturreando, poco a poco, la gente se dirigió a sus casas para finalizar la noche con una buena lifara alrededor del hogar y con la toza de Navidad. 467

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Don Manuel y su familia estaban invitados a la recepción que aquel día de Navidad, como cada año, hacía la familia de Félix. Doña Rufina se personó en su casa sobre las 7 de la mañana para poder ayudar a la señora Modesta, como habían convenido días antes, aunque las dos hijas de casa estaban ya al pie del cañón para preparar aquella comilona que bien semejaba un banquete de los que se hacían en aquella casa cuando visitaba el pueblo algún personaje importante. Por algo llevaba la dueña el título de mejor cocinera del pueblo, con la seña Matilde, de casa Gula. Don Manuel llegó un poco más tarde, para curiosear y dar su opinión sobre platos y otros detalles concernientes a aquellos festejos. Eran 34 los comensales aquel señalado día, para los cuales se habían preparado ágapes parecidos a los de una boda de princesa. La señora Modesta había previsto todo, y ya la víspera, 24 de diciembre, se había pasado toda la tarde preparando manjares que se podrían guardar para el día siguiente, lo que no impidió que se levantara antes del alba, cuando aún andaban algunos juerguistas por la calle, para dar comienzo a los preparativos del banquete. Como la toza del hogar era también enorme, no hubo problemas para reavivar el fuego, que no se había apagado en toda la noche. Félix, el hijo, le había preparado un fajo de ramas de boj dispuestas en la parte trasera de la chimenea y varios tizones de carrasca con que conseguir una buena brasada, que además de cocer la comida podría servir para ponerla en el brasero colocado en el comedor si hacía demasiado frío, aunque en días así servía poco pues entre las comilonas y los «palmeros» se calentaba bien el local... Había sacado de sus armarios más de una docena de pucheros, tarteras, cacerolas, sartenes..., que a medida que se preparaba una especialidad iban tomando su lugar alrededor de la brasada. Lo primero que dispuso doña Modesta fueron los boliches, con una oreja y el morro de un cerdo, guardados especialmente para aquel día; les añadió una hojita de 468

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laurel, una ramita de tomillo, dos cabezas de ajos enteras, y aún agregó una onza de chorizo para darles el color deseado. Tocando al puchero puso una cacerola, de aquellas de hierro colado, que contenía dos conejos, con el fin de que se rustieran a fuego lento. En otra parecida puso a freír tres pollos para que se «doraran». Seguía una tartera colocada sobre trébedes en la que, una vez sofritos, varios tajos de bacalao esperaban la salsa de almendras picadas con ajo y perejil que preparaba una de las zagalas. Otro puchero enorme contenía el cocido de garbanzos, aderezado con un trozo de pierna de carnero, un hueso de jamón un poco rancio y tocino blanco (con el caldo de aquel cocido se cocerían los fideos gruesos, de ahí aquel dicho de «Navidad es fiesta de comer fideos»). En una cacerola hervían unos caracoles a cuyo caldo de cocción se había agregado tomillo, cenojo y otras hierbas (este plato, que se decía algo indigesto, estaba destinado solamente a los que les gustara, por supuesto acompañado del ajoaceite preparado por la seña Modesta). En la marmita colgada del hogar hervían las verduras que acompañarían el menú. Y, si quedaba hambre, allí estaban las sartenes para freír longanizas, jamón con huevos y alguna tajada de lomo que se sacaría de la tinajica. Pero todo aquel preparativo fue completado cuando la dueña subió de la bodega un hermoso ternasco entero, atravesado desde la cabeza hasta las patas por un enorme espedo que fue colocado entre los dos sostenes metálicos y que una persona debería ir girando sin parar para que el asado fuera general, al tiempo que sería mechado con un trozo de tocino envuelto en papel de estraza y que, encendido, iría derritiendo la grasa que caería sobre el ternasco (de esto se encargaba doña Rufina, ya que el mechado era su especialidad). Y de tanto en tanto se iba rociando, sirviéndose de unas plumas de gallo, con un preparado de ajo, perejil y aceite de oliva, cuyo sahumado quedaba incrustado en la carne, que poco a poco se iba volviendo de color marrón brillante. Eran preparados que venían de tiempos remotos, clásicos de la sierra. Sobre la mesa de la cocina se prepararon los entremeses, consistentes en atún escabechado (de lata, claro), mayonesa, chuletitas de ja469

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món y rodajas de salchichón, con huevos duros, olivas verdes y negras y algo de adobo sacado de una tinaja, así como guindillas picantes y no picantes, pepinillos en vinagre y brancas de pella. Don Manuel se colocó en un rincón de la cocina para no estorbar y de tanto en tanto avivaba el fuego cuando la patrona se lo pedía. También participaba «gustando» todo lo que se cocinaba. Así, la seña Modesta le presentaba en una cuchara algunos de los guisos y el maestro tenía que dar su opinión acerca de su sabor y decir si faltaba sal o alguna especia, sin olvidar de dar su opinión sobre los vinos; en una palabra: era el conejillo de Indias aquel día... Los postres, diversos por cierto, estaban encerrados en el dormitorio de la dueña, evitando así que algún crío, o mayor, metiera los dedos en las natillas o en los flanes... Continuó el maestro contemplando todo aquello, callado y al tanto de todas las operaciones y el tejemaneje que se llevaban las mujeres entre manos. Cocinar no era cosa suya, valía más permanecer en silencio en aquel rincón que «meterse en camisa de once varas». Solo cuando la seña Modesta se ausentó unos instantes para ir a dar grano a las gallinas del corral y doña Rufina quedó encargada de vigilar los pucheros y marmitas, se dirigió a su compañera: —¿Te das cuenta del esfuerzo que representa preparar una comilona como esta? Y todo sin dejar de preocuparse de los diversos problemas a los que tiene que atender como buena ama de casa, administradora y programadora de todas las labores precisas en una casa de labradores. —Pues ya lo creo que lo sé... —contestó doña Rufina, como picada por las alabanzas de su marido hacia aquella mujer—. Cuando era yo cría, ¿te crees que no pasaba yo apuros similares cuando debía ayudar a mi madre en tareas cotidianas parecidas a estas? Y ahora, aunque mi situación ha cambiado, ¿te crees que es un juego cuando hay que atender a 9 personas en casa y devanarse los sesos para poder comer caliente? ¡La mujer, la mujer! Esa es la última de vuestras preocupaciones. 470

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No insistió don Manuel; le había puesto el dedo en la llaga su esposa, y tenía razón. Pero aquel incidente le traía a la mente una de las preocupaciones que hacía tiempo le trotaba por la cabeza: la situación de la mujer en aquella sociedad altoaragonesa. Y allí mismo tomó la decisión de convertir aquel en uno de sus argumentos para la campaña de las elecciones que se aproximaban. Había que conseguir que las mujeres no se abstuvieran. Era un buen tema, el de la mujer, y poco a poco esbozó el plan de su propaganda, pasando revista a la jornada de una dueña de casa de labradores, aunque, como le había dicho doña Rufina, las demás se enfrentaban a los mismos problemas y preocupaciones de la vida cotidiana: Se levantaban a las 5 o las 6 de la mañana, yéndose inmediatamente a ordeñar las cabras y a soltarlas a la cabrería. Preparaban el almuerzo o desayuno para los hombres y los críos, al tiempo que acondicionaban las alforjas para los que tuvieran que comer en el campo, lo que no dejaba de ser un rompimiento de cabeza especial, pensando siempre en qué poder cocinar y con qué productos contaban, aunque siempre tenían en casa alguna reserva. Venía después la limpieza y el hacer las camas; bajar al corral para dar de comer a las gallinas, conejos y sobre todo los cerdos, que gruñían sin cesar esperando la calderada; ir hasta el huerto en busca de hortalizas para preparar el cocido del mediodía y la verdura y ensaladas para la cena, y ya que estaban allí aprovechaban para entrecavar algunos ballos de judías o de cebollas, y si por casualidad «daban el agua» regaban alguna era de ensaladas y coles... Habían de recoger también, cuando era el momento, los boliches, las guijas, los garbanzos..., que más tarde desgranarían en casa «a ratos perdidos» para guardarlos en las bacías del granero. Servían la pitanza al mediodía, cuando la gente menuda regresaba de la escuela, tras lo que continuaba siempre el lavado de platos, pucheros... Venían después las labores más penosas, como la de la colada, planchar, remendar ropa y zurcir calcetines y peducos, y los días de turno en el horno la masada y 471

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preparación de los panes al día siguiente, y un sinfín de actividades más. Esto era lo cotidiano, pero aún había que añadir los trabajos del campo en momentos de apuro, dando gavillas en la siega, contornando y aventando en las eras cuando la trilla o recogiendo las almendras entre las matas de zarzas y aliagas, y más tarde las olivas llenas de hielo... Los hombres podían distraerse algún rato jugando una partida de guiñote o a la pelota en la plaza; sin embargo, las mujeres quedaban clavadas en casa al pie del hogar. Raro era ver a un ama de casa sentada en una silleta más de 5 minutos para tomar aliento. Y cuando la jornada parecía terminada, durante las veladas, o bien cardaban lana o bien hacían calceta para toda la familia. Y aquí don Manuel hizo un alto en la enumeración de las ocupaciones diarias de la mujer, reconociendo que aún había olvidado algunas de ellas. Sí, quedó convencido de que era necesario exponer aquellos problemas de la mujer durante la campaña electoral, por dos razones: una, para darles ánimos y empujarlas a que votaran, además de explicar sus virtudes; la segunda, para recordar a los «machistas» su falta de respeto hacia ellas. Era preciso ayudarlas y protegerlas, puesto que eran seres humanos como ellos y merecían más que nadie toda clase de miramientos. Existía además la particularidad de que un ama de casa era insustituible por mil razones, empezando por la principal, que era la administración de una casa, y en muchas ocasiones era ella la que debería tomar decisiones importantes, incluso cuando se trataba de adquirir una burra o un buey... Resultaban un poco utópicos aquellos pensamientos, pero don Manuel no desesperaba de poder ir inculcándolos poco a poco, haciendo comprender que aquellas ideas eran las de la democracia y la justicia de un Estado republicano. Lo sacó de sus reflexiones la seña Modesta: —Don Manuel, pase al comedor y mire cómo he puesto la mesa, y me diga si ve algún detalle que no le gusta... Le advierto que a usted lo pondré en una punta de la mesa para presidir el banquete y al cura en 472

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el lado opuesto, para que no haya problemas... —le dijo con una cierta picardía, sabiendo lo poco que tenían en común los dos personajes principales del pueblo, sobre todo en lo referente a la política—. Entre los dos extremos he colocado al señor León, el sobreguarda forestal, que en tanto que autoridad armada podrá ejercer de árbitro en caso de necesidad —terminó diciendo. Hay que decir que conociendo la picardía del señor León sabía que cualquier discusión él la conduciría por derroteros cómicos, haciendo reír a la asistencia. Lo que tampoco desagradaba al maestro, ya que sabía que el astuto sobreguarda en un momento u otro de la comida pondría en difícil trance al cura, con el que tampoco hacía «muy buenas migas»... El maestro echó una mirada a aquella mesa que había sido alargada para poder acoger a los 30 y tantos convidados. Estaba cubierta de varios manteles de lino, que todavía exhalaban el perfume del espliego colocado en el armario donde se guardaban; las servilletas, plegadas sobre los platos; estos eran tres, apilados unos sobre otros, y que a juzgar por los dibujos que los adornaban venían del siglo anterior, todos del mismo color e idénticamente decorados, tanto platos como fuentes, soperas, ensaladeras, tazas de café... Allí no faltaba de nada y observando el cuadro imponente de aquel comedor, con sus maderos en el techo y sus cenefas en las rinconeras, don Manuel pensó en aquellas fiestas celebradas en castillos y residencias de nobles y jerarcas de tiempos pasados, como seguramente se habían desarrollado en el castillo de su pueblo: Loarre. —Señora Modesta, viendo todo esto me viene a la mente la importancia que se da en Aragón a nuestras comilonas, ágapes y lifaras de todo tipo. ¿Por qué todo lo reducimos a agasajos y festejos con comilonas? —Para mí, y me parece que todos los aragoneses pensarán como yo, el recibir a los amigos, los conocidos, familiares... con una buena mesa es una muestra de cultura y de saber vivir. El cocinar es un arte, 473

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un don, y saber acoger a los comensales alrededor de una mesa con una buena comida es también una prueba de cariño y buenos sentimientos. El saber obsequiar a los invitados, cualesquiera que sean, es mostrar educación, modales y respeto. ¿Por qué hablamos tanto de las comilonas? Pues, sencillamente, si consideramos la dureza de nuestra existencia de trabajadores de la tierra, constatamos que los únicos momentos de distracción, cuando celebramos algún suceso grato, es cuando organizamos un banquete o una lifara... ¡Qué momentos de alegría y felicidad cuando podemos reunirnos familiares y amigos para festejar acontecimientos o solamente para celebrar nuestros encuentros, tan lejanos unos de otros! ¿Qué otros placeres tenemos? De cría ya me enseñaron mis padres lo que representaba la cocina, y recuerdo que mi abuelo me decía: «Prefiero una nieta con títulos de buena cocinera aragonesa que una "estudianta" con los de geología» (aunque mi abuelo, como yo, ignoraba lo que es la geología). A mis hijas les enseñé a ser buenas cocineras empleando los manjares de nuestro Aragón, que aunque los platos sean simples seguramente se cuentan entre los más finos cuando se saben preparar con maña y buen gusto... Don Manuel iba a darle su opinión y a felicitarla, pero la seña Modesta no aguardó a las alabanzas y con voz imperativa ordenó: —¡Cada convivado a su puesto, y a brindar para que podamos pasar muchas Navidades más todos juntos! Don Manuel se colocó en el lugar que se le había designado, presidiendo uno de los extremos de la mesa, pero como se presumía que el cura querría bendecir la comida se levantó para bajar a la bodega y que su presencia no se lo impidiera. Aunque a decir verdad no fue el único en escabullirse, hasta tal punto que el cura dio su bendición ante la mitad de los comensales. La comida transcurrió sin problemas, pues el maestro había prometido no entablar discusiones políticas; además, el cura y él estaban separados por los numerosos invitados y de mala manera hubiesen podido hacer alusiones de aquellas «de picadillo». 474

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El párroco, que sabía que el tío Pedro José estaba invitado a los postres, se marchó con mucha diplomacia antes de que este llegara, con el pretexto de que tenía que preparar el rosario de aquella tarde tan señalada. A continuación todo el mundo dio rienda suelta a su alegría, cantando acompañados por la guitarra del tío Pedro José, y hasta se bailó de lo lindo. Los que más la gozaban —se veía en sus caras— eran los comensales que habitaban en la ciudad, ya que solo allí y en ese día podían disfrutar de aquellas tradiciones que se iban perdiendo poco a poco en las grandes ciudades. Como cada ario, de manera inmutable, había comenzado el mes de las fiestas y celebraciones diversas, el mes de una fiesta por semana, como decían los abuelos: Navidad, Año Nuevo, Reyes y, para terminar, la fiesta mayor del pueblo, San Sebastián, el 20 de enero. Era un buen mes para el tabernero del pueblo, y aquel año para el Centro Republicano, de donde salían olores de anís, de coñac y de vino que acompañaban los gritos y disputas de los jugadores de cartas, y también se oían algunos cantos de jotas muy desentonadas a cargo de alguno de aquellos que andaban «bien alumbrados». Durante aquella semana decidió don Manuel que darían una función de teatro para recaudar algunas «perras» y llevar a bien un proyecto preparado por Mariané: entregar un regalico a todos los críos del pueblo, que sería traído por los Reyes Magos, sabiendo muy bien que la mayor parte no tendrían ni juguetes ni golosinas en aquella noche tan importante para ellos. Llegó la Nochevieja y se realizó la sesión de teatro, que fue preciso representar al día siguiente debido a los forasteros, ya que no había asientos para todo el mundo. Después se comieron los granos de uva al sonar las 12 campanadas del primer día de aquel nuevo ario de 1936, costumbre que también se transmitía de generación en generación. Siguieron los bailes y cantos de jotas, que terminaron sobre las 6 de la mañana con las también tradicionales sartenadas de migas hechas en la 475

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placeta, frente al Centro. Unos cuantos jóvenes, los más «alumbrados», tuvieron el coraje de organizar una rondalla por las calles del pueblo pese al frío que reinaba, que casi impedía templar las vihuelas de Mariané y de Angelé. Era una bravuconada, pero bien había que demostrar que a los mozos de la sierra nada ni nadie podía detenerlos... Dos días después el Mariané, que había sido designado para llevar a bien su propuesta de hacer venir a los Reyes con sus regalos, se fue a Ayerbe con su burra, que llevaba sobre el lomo dos banastos y las alforjas, para adquirir lo que se había acordado y poder dar un poco de alegría a los críos, teniendo en cuenta que en algunas casas los medios de que disponían eran tan mínimos que los Reyes no podían dejar más que alguna manzana y una barrita de guirlache. Se contaron los críos de cada casa, de las pardinas, de las casillas de los obreros de Vías y Obras; no se olvidó a nadie, gracias a las listas que don Manuel poseía,

Colegio de doña Angelita (Ayerbe, 1932). (Fototeca de la Diputación de Huesca, Fotografía con los Ayuntamientos).

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y guardando bien el secreto. Solo la víspera se dio a conocer a todos los familiares que «se tenían noticias de que los Reyes Magos, viendo las dificultades que había para llegar al pueblo con sus camellos debido a la nieve caída, dejarían sus regalicos en la casa escuela y allí serían distribuidos». Aquel año era excepcional para la gente menuda: además de los regalicos que algunos recibieron en sus casas, con algún juguete, en la escuela había de todo y para todos. Allí acudieron los padres de los chavales agasajados, que se emocionaron al ver que por primera vez en el pueblo habían pensado en todo el mundo, pobres y ricos. Se dieron cuenta de que aquello era producto de la solidaridad y la amistad. Algunos quisieron felicitar a don Manuel, pues sabían que aquella idea habría salido de él, pero este les salió al paso diciéndoles que la idea era de Mariané, apoyado por los otros «artistas», pero que él había dado su total aprobación. Hubo zagalicos que hasta tuvieron la sorpresa de encontrar en su paquetito una bufanda para protegerse del frío al ir y venir a la escuela. Los Reyes habían pensado en todo, en los que vivían más alejados y, sobre todo, en los más desafortunados. Y don Manuel pensó que Mariané con sus ideas progresistas había trabajado muy bien en aquella ocasión y que su gesto bien podía beneficiar al Frente Popular a la hora de pasar ante las urnas... Aunque sabía muy bien que lo habían guiado únicamente sus sentimientos de solidaridad en aquellos tiempos difíciles. Se pensaba ya en la fiesta mayor del pueblo, San Sebastián. Pero entre tanto había otra ocupación de suma importancia para todos y que nadie olvidaba: el cosechar las olivas y molerlas para extraer el aceite, tan necesario para cada casa. Era una tarea ardua, difícil y penosa debido al frío que reinaba durante la recolección. Había lugares donde se hacían aquellas labores antes de la llegada de los grandes fríos, pero allí 477

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se seguía al pie de la letra la divisa que todo abuelo, mirando el color del fruto, repetía al llegar la época: El que coge las olivas antes de Navidad, se deja la mitad del aceite en el olivar.

Aunque muchos vecinos ya tenían en sus casas alguna taleguica con las recogidas días antes en los olivos de los solanos, que se consideraban más tempranas, y también con las recuperadas del suelo, que se habían caído. Salían por la mañana al despuntar el alba y se trasladaban a los campos de olivos que, más o menos importantes, todo el mundo poseía. Cada uno llevaba sus escaleras, de 6 u 8 metros, necesarias para alcanzar las ramas más altas de algunos olivos, como aquellos que se atravesaban subiendo desde la vía al pueblo, que tenían varios metros de altura y unos troncos impresionantes de varios metros de circunferencia (la gente se preguntaba cuántos años podrían tener, seguros de que pasaban de los 500). Los otros utensilios empleados eran los mandiles que se extendían en el suelo, las talegas especialmente concebidas para aquellos quehaceres y... las manos desnudas, en que las ramas llenas de hielo producían dolores, sabañones y problemas de circulación. Solo cuando salía el sol, algo más tarde, era soportable aquella ocupación de «ordeñar» las ramas haciendo caer el fruto, porque era la única manera de hacerlas caer, o bien debían cogerse una por una, y esto era impensable a la vista de su cantidad, de los miles que cada olivo criaba. Resultaba obligado, pues, aquello de «ordeñar» pasando las ramitas entre los dedos y haciendo que se desprendieran del árbol. Por eso era muy penoso aquel trabajo: cuando había hielo, por el frío, y cuando salía el sol, por la mojadura que se extendía por las ramas al caldearse la temperatura, mojando manos, brazos y hasta la ropa. Se temían tanto aquellos días que cuando un padre amenazaba a alguno de sus zagales se le oía decir: «(fe enviaré contratado a coger olivas durante un mes el invierno que viene!». 478

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Cuando terminó el trabajo de recogida empezó aquel año el de la molida y las prensadas, no sin antes haberlas triado bien en cada casa para sacarles las hojas y alguna otra porquería agarrada a los frutos. El molino de aceite era comunal, como el horno, la máquina de porgar..., y había que «tomar la vez», lo que conllevaba cierta disciplina, y para que no hubiera problemas las molidas se hacían en varios turnos para aquellos que tenían más cantidad. El seño Perico era el encargado de hacerlo funcionar y llevar a bien todas las operaciones necesarias, que no eran pocas, seguidas con mucho cuidado para no perder una sola gota de aquel precioso producto. Para algunos se hacía ayudar por los hombres de casa y algún vecino que venía a «echar una mano», como era costumbre cada vez que se hacían labores que necesitaran de mucha fuerza física. Las primeras prensadas aquel año fueron hechas por los de casa Pisón. Llevaron un par de talegas de olivas, que aplastaba el voluminoso rodillo del que durante horas y horas tiraba una burra, el cual giraba sobre la muela o piedra redonda, muy parecida a las que molían el trigo. Aquella masa aplastada caía sobre los bordes en una hendidura de donde se sacaba para meterla en las seras, que se iban amontonando unas sobre otras bajo la enorme prensa situada en uno de los rincones de aquella sala. Cuando su número alcanzaba la altura precisa se bajaban los enormes maderos de cajico que la componían y comenzaba la prensada, que también requería mucho tiempo y en particular mucha fuerza para hacerla apretar más y más las seras con sus olivas aplastadas dentro. La palanca que se apretaba tenía que recorrer en círculo unos 5 metros, y de ella salía una enorme soga que se enrollaba en un madero plantado en medio del molino, el cual, atravesado por una tranca que era empujada por 3 hombres a cada lado, iba aumentando la presión y haciendo escurrir el aceite, que caía como si fuese un manantial en la bacía de piedra situada en la base de la prensa. Con mucho cuidado se trasvasaba a los boticos el aceite de la «primera prensada» para llevar479

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lo a casa y meterlo en las bodegas en pilas de piedra con objeto de conservarlo en lugar oscuro y al abrigo de las corrientes de aire. Cuando ya no salían más que algunas gotas se aflojaba la prensa y se procedía a escaldar aquella especie de orujo, poniéndolo de nuevo en las seras para ser prensado. Se repetía de nuevo la operación y caía otra vez el aceite, pero ahora con el agua que se iba al fondo de la pila. Tras unos momentos de espera para que el agua caliente se quedara en el fondo, el seño Perico, con un instrumento parecido a una rasera, iba recogiendo con paciencia el aceite de la «segunda prensada», inferior a la primera, naturalmente, y para cuyo trabajo era necesaria una destreza sin igual que solo poseía él en el lugar. Don Manuel quiso aquel primer día que sus alumnos, los más grandes, pudiesen contemplar estas actividades, y allí estuvo dando explicaciones a su «banda de malhechores», como los llamaba el seño Perico, pues los conocía a todos y sabía que les gustaba ir al molino para comer tostadas de pan que el molinero dejaba caer sobre la pila recogiéndolas enseguida con su escudilla. Además de las tostadas fueron obsequiados con patatas asadas en el rescoldo de la gran chimenea, aquella donde se calentaba el agua para escaldar las seras. Los críos salieron para sus casas y la primera jornada en el molino de aceite terminó con una buena merienda que la seña Francisca había preparado, añadiendo las patatas asadas, unas costillas de cordero y unos chorizos. ¡Bien ganado estaba!, como decía el seño José, después de los esfuerzos realizados durante todo el día, y agarrando el porrón iba pegándose algún «buen lamparazo». En resumen, parecían cosa fácil aquellos quehaceres pero los esfuerzos, las sudaderas y las preocupaciones no se podían contar fácilmente. Era la cosecha de los productos de la tierra más valorados por todos, no había más que ver con qué atención se miraba en las casas el consumo de aquella riqueza, pero era también el momento de satisfacción y de alegría al juntarse varios vecinos en aquellos días de frío helador alrededor del fuego para saborear «el aceite del año». 480

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Sin otros problemas y con la tranquilidad debida al frío, que parecía haber matado la naturaleza, dejando todo en silencio, pasaron algunos días sin otra preocupación que atender a los ganados, encerrados en los corrales a causa de la nieve, hasta que llegaron las fiestas de San Sebastián, las «mayores», como se las denominaba, pero que en realidad no tenían el mismo carácter jovial de las de la Virgen del Mallo de junio. Y aquel año, entre la difícil situación social, el frío helador que reinaba y algunos problemas más, se redujo la fiesta a bailes, comilonas y algunas rondallas por las calles en las que algunos de los participantes dieron con sus posaderas en el resbaladizo suelo. Y fue precisamente a causa del hielo por lo que no se pudo sacar en procesión al pobre san Sebastián, patrón del pueblo, que un año más se quedó en el rincón de su capilla observando a los feligreses cuando vinieron a escuchar la misa ofrecida en su honor. El único acontecimiento importante fue el de encender la hoguera en la plaza del pueblo, como cada año, en honor del santo. Se encendió al caer la noche la víspera y duró hasta la madrugada, con sus bailes, jotas y otras diversiones, acompañadas con los empanadicos, roscones y buenos tragos de vino salido de las botas. Todo el pueblo participaba en aquella típica fiesta con su hoguera impresionante, a la que traían sus fajitos de cosco//os para aumentarla. Y mientras mozos y zagales saltaban y bailaban alrededor de la fogata otros observaban lo que ocurría en Murillo de Gállego, al otro lado del río, donde encendían sus fuegos también aquella noche. De siempre había existido el puntillo de hacer la hoguera más grande que los de aquel pueblo de enfrente, que era de la provincia de Zaragoza... Pese a situarse a menos de 2 kilómetros en línea recta, el río Gállego había establecido como una frontera que hacía que las gentes solo se trataran cuando se encontraban en la que era «la capital comarcal»: Ayerbe. Era una situación curiosa a la que don Manuel no había podido encontrar origen: los de Murillo tenían que ir a Zaragoza para solucionar sus problemas administrativos y otros, lo que hacía imposible los 481

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encuentros en Huesca ya que allí nada tenían que hacer salvo para las fiestas... ¡Misterios de aquella cuña zaragozana metida en las gargantas del Gállego! Por los resplandores que podían apreciarse saliendo por encima de los tejados de Murillo se pudo comprobar que Riglos tenía mejores cosconos que el pueblo del otro lado del río, porque las llamas subían mucho más altas y nada más que por eso la satisfacción de la gente joven se multiplicaba por dos. Sí, aquellas costumbres y tradiciones parecían hechas para presumir ante los otros y sin vanidad lograr mantener el puntillo de hacer la mejor foguera... Terminadas las numerosas fiestas y la recogida de las olivas para tener el aceite del año, quedaba una temporada de algo de tranquilidad para que los campesinos pudieran reposarse un poco y coger ánimos para lo que seguiría. Pero eso de reposo era mucho decir, pues quedaban los ganados y sobre todo la venta de los corderos a los tratantes venidos de Jaca y fundamentalmente del valle de Tena. Pero aquel año no hubo tregua. La proximidad de las fechas señaladas para realizar las elecciones legislativas acaparaba el tiempo y las actividades de don Manuel y de todos aquellos jóvenes sindicalistas que deseaban participar en ellas intentando convencer a la gente de la importancia que tenía el voto y el deber de los desilusionados de votar por el Frente Popular. Se podía decir que la vida del lugar, de sus vecinos, dependía del resultado de las elecciones que se iban a realizar el domingo 16 de febrero. Si en el pueblo se tenía casi la total convicción de que ganarían las izquierdas, por el talante democrático de las gentes y gracias también a la influencia que representaba y se desprendía de la ciudad de Ayerbe, con su historia de republicanismo y su pasado (había participado en el advenimiento de la República), no se podía decir lo mismo de otros pueblos, y en particular allí donde había alguna implantación industrial, siendo que en las elecciones de 1933 los anarcosindicalistas habían optado por la abstención, permitiendo así el triunfo de la CEDA. 482

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Don Manuel había logrado, no sin arduas discusiones, «meter en vereda» a algunos de los jóvenes responsables de los sindicatos de La Peña, Anzánigo, Carcavilla, los ferroviarios..., haciéndoles saber la necesidad de ir todos a una en aquella competición. Pero era preciso «predicar» también en otras partes; por eso muchas noches de aquel frío invierno se las pasaba andando con algunos de sus discípulos de las clases de adultos, recorriendo caminos y senderos de sarrios que conducían a pueblos y pardinas lejanas de allí. Ya sabía el maestro por su hermano Vicente, y por los responsables del PSOE, que el designado para representar a la izquierda por el partido judicial de Jaca sería sin duda alguna su amigo Borderas, «el sastre de Jaca», amigo de Galán y García Hernández, muy conocido y apreciado en aquella región, pero de Huesca, que era la que interesaba a Riglos, nada se sabía todavía. Calcúlese cuál sería su sorpresa al ver aparecer delante de la puerta de su casa escuela al inspector de Primera Enseñanza, don Ildefonso Beltrán, su superior jerárquico, que llegaba a pie desde la estación, a donde había llegado en el Correo desafiando el frío. Aunque eran muy amigos (habían hecho estudios juntos en la Normal) y compartían las mismas orientaciones políticas, don Manuel se sorprendió y pensó que llegaba de inspección para ver cómo funcionaba la escuela (lo había agarrado por sorpresa). Se quedó cortado un momento, pero inmediatamente intentó sacarse las pulgas de encima diciendo: —Señor inspector, no tengo nada preparado para su recepción, ya que no he sido advertido de su visita por parte de los servicios provinciales —el maestro había empleado aquel «señor inspector» hablándole de usted, como era de uso al estar ante un superior jerárquico. —¡Qué va, qué va, Manuel! El que viene a verte no es el inspector, es tu amigo, tu compañero, designado ayer para ser candidato a la Diputación de Huesca por el Frente Popular. Y acto seguido, animado por Borderas, que estaba en la capital, pensamos que te merecías mi primera visita en tanto que candidato republicano. 483

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Se abrazaron con fuerza y don Manuel, con emoción nada fingida, le hizo saber lo orgulloso que se sentía de aquel nombramiento como candidato. Era uno de sus mejores amigos, con el que había compartido estudios y hasta más de una estancia en los calabozos por haber defendido ideas comunes. Por otra parte, era un compañero de su gremio, de la enseñanza, que como él siempre había consagrado su vida a la instrucción del pueblo y de las clases humildes. Aunque don Manuel no sabía si militaba en el PSOE, como había hecho en tiempos pasados, sí tenía la certeza de que era miembro de la FETE, y esto no dejaba de ser un aliciente más para él, al ver que con aquella decisión se rendía un homenaje a los componentes de la Instrucción Pública. Lo comentaron todo: la situación política, las actividades que era preciso desplegar para informar a la gente de la necesidad de votar y votar bien, para el Frente Popular. El maestro le presentó a los jóvenes del pueblo, que eran los principales activistas de las diversas organizaciones políticas, y sobre todo sindicales, en los lugares de trabajo: el ferrocarril, las fábricas de electricidad, del carburo, de la madera... No olvidó darle detalles de cómo en aquella comarca se había conseguido un consenso total entre todas las organizaciones de izquierda, en particular con los anarquistas, que esta vez estaban convencidos de la necesidad de derrotar a la CEDA y con ello a sus dirigentes sospechosos. Decidieron organizar un mitin en el que participarían don Ildefonso Beltrán, el doctor Ferrer, de Ayerbe, y otros en la Casa del Pueblo cuatro días después. Este se llevó a cabo con un resultado que dejó boquiabiertos a más de uno de los votantes de derechas. Allí acudieron gentes de todos los talleres y fábricas de los alrededores, de las pardinas más alejadas, que nadie sabía cómo habían llegado a ser informados... Hubo un auténtico llenazo, hasta en la calle se quedaron algunos plantando cara al frío helador que reinaba. Don Ildefonso, el candidato, después de realizar una exposición bastante ajustada de la situación del país, trató de los problemas que 484

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concernían al pueblo, que era algo que todos esperaban, terminando con la promesa de que él llevaría al Parlamento todos los asuntos pendientes de aquel lugar, tales como la finalización de las obras de las escuelas, el apeadero en la casilla del capataz para todos los trenes que subieran o bajaran a Zaragoza, la construcción de una carretera comarcal desde la estación de Riglos al pueblo y algunos proyectos más. Y don Ildefonso no dejó de recalcar la suerte que tenían en aquel pueblo de contar con un maestro como don Manuel, su amigo y compañero, que era consciente de todas las dificultades cotidianas con que se topaban las gentes de la tierra y que sabía imponer en todas partes sus proyectos para conseguir todo lo que pudiera servir a la mejora de la vida en el lugar. Resultaba un poco lisonjero aquel discurso sobre él, y no olvidaba que se encontraban en periodo de elecciones, pero no era vanidoso, lo que no le impedía darse cuenta de que aquella noche había ganado una de sus más importantes apuestas en el plano político, y el porcentaje de votantes en las elecciones tenía suma importancia, lo que no debería ser olvidado por el candidato del Frente Popular. Don Manuel se puso en contacto diario con los amigos de Ayerbe que llevaban la dirección de todos los mítines y reuniones para visitar pueblos, aldeas y casas de monte o pardinas, y para informar a la gente de los programas políticos. Junto con los maestros de Agüero, de Villalangua, de Lierta, de Plasencia y de Ayerbe, no cesó de andar cada noche de pueblo en pueblo para llevar a la gente «las palabras de Cristo», como decía el maestro de Lierta, Monreal, riéndose de su salida. Y así se llegó a la última semana antes de las elecciones, la del domingo 9 de febrero hasta el día 16. El Centro Republicano era como un hormiguero en el mes de agosto. Allí entraban y salían todos los que directa o indirectamente participaban en las tareas de propaganda, convenciendo a los vecinos de cerca y a los de lejos de la necesidad de cumplir con aquel derecho que 485

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la Constitución republicana les había dado para elegir a sus diputados y advirtiendo continuamente del error que constituía la abstención. Un impulso suplementario se hizo hacia la población femenina. Con las listas de los inscritos en la mano, don Manuel y sus amigos iban decidiendo quiénes deberían ir en busca de los votantes el día 16, y hasta se concretó el número de burras que serían aparejadas para llevar a las agüelas y personas que por sus dolencias o incapacidad física no pudieran realizar el camino a pie... Ni un solo caso dejó de ser examinado, porque no solo se trataba de explicar la opción política, de la que muchos no tenían ni la menor idea, sino que a veces se votaba a los candidatos conocidos por sus familias y sus orígenes ilustres, e incluso a los más guapos, tras comparar unos con otros, según quién tuviera buena prestancia, etc. Sí, allí contaba todo, y como decía el tío Pedro José había que intentar convencer también a los que por un «agarrón» personal en el pueblo le habían dicho a él mismo: «Yo no votaré por el Frente Popular si el fulanico lo hace, pues en algo quiero ser diferente de él»; y citaba el caso del seño Faustino contra el seño Paulino, por las disputas que habían tenido con motivo del mal que las ovejas del primero habían hecho en el campo del otro, sembrado de trigo..., aunque esto no les impedía jugar una partida de subastado en la taberna unos días más tarde. Todo contaba, y en particular también las predicaciones diarias del cura en la iglesia, cuando amenazaba a la gente con la venida del fin del mundo si los izquierdistas ganaban. Frente a esta propaganda estúpida se alzaba la realidad de la vida que todos llevaban y sus problemas, con deudas cada día más importantes. Tampoco se dejaba de lado el saber encerrados en las cárceles de Jaca, Huesca y Zaragoza a varios jóvenes de la comarca, agarrados algunos meses antes por haber manifestado su oposición a la política de represión y alzas de precios, y a lo mal pagados que eran sus productos cuando querían venderlos... 486

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Como no había local bien acondicionado, no queriendo además que se hiciera la votación en el Centro Republicano para no influenciar a la gente, el Ayuntamiento pidió a don Manuel que desalojara los pupitres, mesas y bancos de su escuela para instalar la mesa de votación. Una vez más aquella vieja escuela que servía para todo, en la que se celebraban sucesos tristes y alegres, y hasta se representaban comedias, fue empleada para que los ciudadanos pudiesen elegir a sus diputados a Cortes, no sin las reticencias de 3 ó 4 adictos a la CEDA (aunque algunos no sabían ni lo que representaban aquellas siglas) que presentaron sus reservas ante la Junta Electoral considerando que la casa escuela, «la casa del maestro», era un lugar más peligroso que el Centro Republicano. Llegó el domingo 16 de febrero de 1936 y a las 8 de la mañana se dio apertura al Colegio electoral, que rápidamente estuvo más frecuentado que la iglesia, pese al repique de campanas efectuado por el cura para atraer a los feligreses y continuar con su propaganda antirrepublicana, aunque la ley lo prohibiera durante aquella jornada. Hacia el mediodía acudieron los votantes que vivían más alejados: la pardina de Pequera, la de la Casa Negra, la de Escalete, la de La Pasada, la de Carcavilla, las de la estación de ferrocarril, y los que habitaban en las numerosas casillas como empleados de Vías y Obras. Después de comer llegaron los que conducían las burricas con las personas de muchos arios e inválidas sobre el lomo, que eran ayudadas a subir hasta la escuela por 2 ó 3 jóvenes, y tampoco faltaron los «carrilanos» que llegaron en el tren Correo procedentes de Gurrea de Gállego y Tardienta, donde trabajaban construyendo el canal de Monegros. No hubo incidente ninguno, y el número de votantes al final de la jornada resultó muy importante. Tampoco se observó intento alguno de fraude electoral, lo que no quería decir que más de una de aquellas agüelicas venidas de lejos habían depositado en la urna la papeleta que algún espabilado les había puesto en las manos al llegar a la escuela... Pero también aquello formaba parte de las costumbres del Alto Aragón, debido sobre todo a la incultura política existente. 487

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Como no eran muchos los inscritos en el censo, tratándose de un pueblo pequeño, el escrutinio se hizo con rapidez en presencia de las autoridades municipales y pronto se pudo comprobar que en aquellas elecciones el triunfo de los republicanos era aplastante, con una mayoría que nadie había previsto; ni aun don Manuel, que llevaba días y días haciendo análisis y contando votos. Se cumplimentaron todas las diligencias y se rellenaron los impresos oficiales, que fueron llevados a la capital provincial por uno de los concejales, designado para este cometido. Acto seguido todos los vencedores se personaron en el Centro Republicano para celebrar la victoria, con festejos que duraron hasta el amanecer. De madrugada se supo por la radio de don Manuel, aunque no de forma concreta, la victoria de las izquierdas en toda España, y más tarde llegó al pueblo el zapatero de Ayerbe, Alagón, que traía la confirmación de aquellos resultados, acompañado de varios de los mozos que se habían trasladado hasta el Centro de aquella población. Nadie dudaba ya del resultado final. La alegría era inmensa, pues se pensaba que aquella victoria tendría como consecuencia, en primer lugar, la puesta en libertad de todos los obreros y campesinos encerrados por la reacción durante las manifestaciones y huelgas del verano y el otoño pasados. Pese al frío reinante las gentes salían a la calle para comentar aquel hecho histórico. Hasta el sol parecía esa mañana más resplandeciente cuando sus rayos, saliendo detrás de la sierra de Gratal, vinieron a inundar y a estrellarse sobre los Mallos y sobre la nieve helada que brillaba hiriendo la vista al intentar mirar hacia la lejanía. Aquellos reflejos los veía don Manuel aquel día más brillantes, le dio la impresión de que hasta la naturaleza se vestía de gala para festejar tan grato acontecimiento. Como los demás, el maestro se sentía satisfecho y así lo manifestó a su fiel compañero Benito y a todos los amigos del pueblo. No quiso hacer discursos triunfalistas ni hablar de desquites, solo remarcar que una vez más el pueblo español, de forma democrática, había escogido el buen camino: el camino de la libertad... Naturalmente no faltaron los 488

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comentarios sobre lo que representaría aquella victoria para los vecinos: las nuevas escuelas se inaugurarían en julio o en septiembre, el apeadero se conseguiría rápidamente y, ¿por qué no?, hasta la carretera podría empezar sus obras antes del final del 36; y en el plan nacional la reforma agraria tendría nuevo auge y la producción de los campesinos sería mejor retribuida. En fin, aquel triunfo traía consigo un número importante de realizaciones y la confirmación de llegar a contar con un régimen verdaderamente democrático. En sus crónicas cotidianas solo escribió el maestro algunas líneas aquel día, aunque lo consideraba como uno de los señalados de su vida, o así lo pensaba él, diciéndose que ya tendría tiempo más adelante para plasmar sobre el papel todo lo que aportaba aquel cambio que no dudaba influiría en todos los actos de la vida pública. Por el momento era una etapa de su vida que se cerraba, no solamente para él sino para un vecindario que tantas pruebas de cariño y solidaridad le había dado. Era una etapa que finalizaba, pero no la vida y las costumbres de aquel rincón del Alto Aragón, y por ello seguiría consagrando sus actividades a todo lo concerniente a aquel lugar. Pero no todos los vecinos compartían la satisfacción que se observaba entre la mayoría. Había en particular uno, el cura, que decepcionado y enfurecido contra todo el pueblo tomó su maleta para irse a Zaragoza y prometió no volver, no sin antes, delante de media docena de feligresas, haber lanzado desde las escaleras de la iglesia y con aire amenazador el anatema siguiente: «¡Maldito sea este pueblo de impíos! Mi único deseo es que un día la sangre impura de la mayoría de ellos corra por las calles del pueblo». Los vecinos se reían, pero algunos se estremecieron al oír aquellas imprecaciones. Se trataba de una maldición... Cuando regresó a su casa al mediodía, casi ronco de tanto hablar y platicar con unos y otros, se encontró con el tío Pedro José, que lo esperaba sentado sobre el banco de piedra situado frente a la escuela para decirle: 489

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—¿Ve usted, don Manuel? Ya puedo marcharme al «otro lado» tranquilo, satisfecho de haber obrado para que haya más respeto y justicia en España. Don Manuel, emocionado, le dio un fuertísimo apretón de manos y se subió a su piso. En el comedor estaba su compañera de rodillas frente a la estatuilla de san Antonio y pudo oír la plegaria que le dedi- • caba al santo: —¡Alabado sea Dios! Gracias, san Antonio, por habernos concedido esta victoria. De no haber triunfado, seguro que hubiéramos tenido que salir de este lugar querido con los bártulos en las costillas...

Las familias Izárbez y de Polinario, a su llegada a zona republicana, en mayo de 1937, tras haber escapado de la cárcel de Riglos. Entre los niños sentados, un hermano del autor (el segundo por la derecha). 490

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OTROS NÚMEROS DE LA COLECCIÓN

1. Ma José Gayán Laviña y Lourdes Languiz Salcedo, El cuero en el Altoaragón (1987). 2. Ma Carmen Mairal Claver, Juegos tradicionales infantiles en el Altoaragón (1987). 3. Ángel Vergara Miravete, La música tradicional en el Altoaragón (1987). 4. Manuel Benito Moliner y Francisco Domper Gil, Azara (1988). 5. Ma Pilar Benítez Marco, Contribución al estudio de La Morisma de Aínsa (1988). 6. Vicente Bielza de Ory y Gilbert Dalla-Rosa, Las relaciones socioeconómicas transpirenaicas (1989). 7. Rafel Vidaller Tricas, Dizionario sobre espezies animals y bexetals en o bocabulario altoaragonés (1989). 8. Herminio Lafoz Rabaza, Cuentos altoaragoneses de tradición oral (1990). 9. Carlos Ascaso Arán, Estudio sobre el cultivo y comercio de la almendra en la comarca de la Hoya de Huesca (1990). 10. Agustín Faro Forteza, Tradició oral a Santisteba (La Llitera) (1990). 11. Héctor Moret i Coso, Pere Pach i Vistuer: articks ribagoreans i altres escrits (1991). 12. José Ma Satué Sanromán, El vocabulario de Sobrepuerto (Léxico comentado de una comarca despoblada del Altoaragón) (1992). 13. José Damián Dieste Arbués, Refranes ganaderos altoaragoneses (1994). 14. Luciano Puyuelo Puente, Castillazuelo: tal como éramos (1994). 15. Inmaculada de la Calle Ysern y Ángel M. Morán Viscasillas, Cara y cruz en Nocito (El ayer y el hoy de una comunidad en la sierra de Guara) (1994).


16. Joaquín Salieras y Ramón Espinosa, La ermita de San Salvador de Torrente de Cinca (1995). 17. VV. AA., Del esparto ala PAC. Primeras Jornadas Agrarias (Lalueza, noviembre-diciembre 1993) (1995). 18. Pedro Lafuente Pardina, Al calor de la cadiera (Relatos y vivencias del Altoaragón) (1996). 19. José Antonio Llanas Almudébar, La pequeña historia de Huesca. Glosas, 1 (1996). 20. José Ma Satué Sanromán, Semblanzas de Escartín (1997). 21. José Ma Ferrer Salillas y Ma Ángeles Abió Zamora, Angüés. Historia, vida y costumbres de una villa del Somontano oscense (1998). 22. Francisco Castillón Cortada, Santa María de Valdeflores y San Miguel, las dos parroquias de Benabarre (1998). 23. Ester Sabaté Quinquillá (coord.), Albelda, la vida de la villa (1999). 24. Jeanine Fribourg, Fiestas y literatura oral en Aragón (El dance de Sariñena y sus relaciones con los de Sena, Lanaja y Leciñena) (2000). 25. Chabier Tomás Arias, El aragonés del Biello Sobrarbe (1999). 26. Ramon Vives i Gorgues, Costumari de Castellonroi (Ánima d'un poble) (2001). 27. Mariano Constante, Crónicas de un maestro oscense de antes de la guerra (2001).




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DE HUESCA

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