Deslocalizado

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DESLOCALIZADO

Joaquín Sánchez Vallés



DESLOCALIZADO Joaquín Sánchez Vallés

Letras del Año Nuevo Huesca 2010


DESLOCALIZADO Edita: © Instituto de Estudios Altoaragoneses © Diputación de Huesca Autor: © Joaquín Sánchez Vallés Colección: Letras del Año Nuevo, 5 Director de la colección: José Ángel Sánchez Ibáñez Diseño de la colección: Rallo + Strader Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad Fotografía-Collage de cubierta e ilustraciones: Strader Maquetación: Estudio Camaleón

Instituto de Estudios Altoaragoneses Parque, 10 • E-22002 Huesca • www.iea.es

Imprime: Gráficas Alós D.L.: Hu. 480/2010 ISBN: 978-84-8127-226-0 Printed in Spain


DESLOCALIZADO



A mi hermano Agustín, que no llegó a presentarme al mendigo.

I Cuando mi hermano lo trajo, creí que me gastaba una broma. Y, sin embargo, bien claro que me lo avisó: —Si quieres, puedo llevar a Anselmo, el mendigo. Qué difícil suele ser, no digo ya llenar, sino apenas realizar un acto literario sin que se escuche el eco de la voz rebotando en el vacío. Al menos, para los humildes escritores de a pie. Los que no andan saliendo en los medios. Los que no tienen nombre. Al menos, para mí, ¿quién había oído hablar nunca de Abilio García? Escribo mi nombre y ni siquiera a mí mismo me suena conocido. De modo que, si no queremos pasar por lo que realmente somos —nadie—, no hay más remedio que acudir a familia y amigos. Para que parezca que

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tienes algo de tirón. Que el responsable cultural de la sala pueda justificar el cedértela otra vez. Que el librero al que engañas piense que tiene algunas ventas seguras. Qué menos que sentar cuatro filas de un salón. O que meter veinte personas en la librería. El caso es firmar media docena de libros. Con eso basta. Te volverán a aceptar. Yo he funcionado así durante treinta años. Cuando presentaba un libro, siempre daba voces a amigos y parientes para rogarles que hicieran acto de presencia. No para vender. Ni siquiera para promocionarme. Simplemente, para que el acto quedara medianamente lucido, con la suficiente mediocridad que me permitiera volver otra vez. En realidad, no me ha ido tan mal, hasta ahora. Nunca viví de escribir. Nunca necesité vender libros para escribir. Peliagudo sería, dedicándome a la poesía lírica. La poesía, el género invisible, eso que todo el mundo dice que le gusta pero que no entiende. Aunque más bien lo que sucede es que no le gusta porque lo entiende demasiado bien y le da miedo. Sucede… O sucedía, porque últimamente me han dicho que los recitales de poesía se empiezan a lle-

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nar, que en las presentaciones de libros debes llegar pronto si quieres sentarte y que en las conferencias de tema poético tienen que poner guardias de seguridad para que el público que se ha quedado fuera no arranque las puertas en su afán por entrar. Me han dicho, digo, y hablo de oídas, porque hace algún tiempo que me desengañé de tales vanidades y el Abilio García que yo era ya no es el Abilio García que yo soy. Si es cierto, como algunos se empeñan, que la gente le ha perdido el miedo a la poesía, me alegro por ella, pues así conocerá el dolor gozoso o el gozo dolorido que produce la honda puñalada de un verso bien construido. Pero yo hablo de una época algo anterior, quizá solo unos meses anterior, cuando para presentar un libro de poemas —exigencia de la editorial más que gusto propio— siempre tenía que recabar el auxilio de mis allegados para que acudieran al evento a hacer acto de presencia. Y vuelvo a destacar la fraseceta porque es exactamente eso lo que solicitaba: acto de presencia. Como en los funerales. Un poemario terminado, para mí, no es más

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que un cadáver por sepultar. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. Es decir, la poesía al libro y el poeta a otra nueva amargura vital. No sé si me explico. Y, si no, me da igual porque no es esto lo que quiero explicar. Lo que quiero explicar es lo confundido que yo andaba cuando mi hermano me anunció: —Si quieres, puedo llevar a Anselmo, el mendigo. No encuentro mejor definición para mí que la de deslocalizado. Iba a decir desclasado, pero no es lo más preciso. Al menos, no lo era entonces: de clase, he pertenecido por herencia a la media, como todo el mundo antes de esta crisis que no sé dónde nos llevará. Deslocalizado está mejor. Nacer en Huesca y vivir en Zaragoza. No conozco mayor deslocalización. Digan lo que digan los de Teruel. Porque Teruel, ¿no queda más o menos allá por Valencia? Ser de Huesca imprime carácter. Al menos, eso dicen en Huesca. Es una especie de destino marcado en las estrellas al que es inútil resistirse, una coerción religiosa que se presenta con la fuerza del memento homo: «Recuerda, hombre, que eres de Huesca y a

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Huesca habrás de volver». El verdadero oscense no pierde jamás sus raíces, no se va de La Hoya, nace y muere sin salir de la redolada, como un animalico fiel. Si por causa de estudios o trabajo debe desplazarse, su único afán a partir de ese momento no será otro que intentar el regreso por todos los medios. Cuántos casos hay de beneméritos conciudadanos que se las ven negras para llegar a fin de mes en Huesca porque no aceptaron una magnífica colocación en Madrid o Barcelona que les hubiera proporcionado una existencia confortable, incluso hecho ricos seguramente, pero a costa de haberlos alejado entre semana de su fato corazón. O aquellas otras situaciones, escasas aunque reales, de oscenses obligados a vivir en el extranjero, en Moscú por ejemplo, o en Novosibirsk, casados con una rusa, con hijos que solo hablan ruso y que, siendo de Huesca de toda la vida, dejan al morir la herencia casi a cero por su exigencia de que el cadáver les sea repatriado para enterrarse al pie de Guara. Yo admiro tales ejemplos de piedad patria, pero no puede decirse que lo haya dado: he pasado lustros viviendo en Zaragoza sin hacer amago de regresar. Un

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descastado, vamos. Y no es que en Zaragoza se me apreciara el esfuerzo. Sabedores del carácter oscense, la mayoría de los cheposos me hacían viviendo en Huesca y acercándome por ahí abajo de casualidad. Al encontrarme a algún conocido, su saludo venía a ser: «¡Hombre! ¿Qué haces tú por aquí?». Si respondía «Vivo aquí», la sorpresa era aún mayor: «¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo?». De modo que al final dejé que corriera la especie. Por eso he definido antes mi estatus como deslocalizado: en Zaragoza, un huesqueta que ha venido de compras a la capital, y en Huesca, una especie de traidor enchepecido que no merece más que desprecio y conmiseración. Reconozco mis culpas. Y no habría pasado nada si no me hubiese entrado la funesta manía de escribir. Y la, ya más que funesta, odiosa, de presentar algún libro. Porque no es muy agradable que no acuda gente. De manera que, en Zaragoza, he procurado comprometer a amigos de verdad que estaban en el secreto (es decir, mi residencia cesaraugustana) y, en Huesca, asaltaba a mis parientes, que, aun avergonzados por mi huida al Ebro, acudían a hacer bulto a

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ver si comprendía de una vez que mi lugar debe estar siempre junto a ellos. Tal llega a ser el deseo de redención de los oscenses de pro que mis familiares siempre se han presentado en mis actos acompañados, por amigos suyos, por amigos de sus amigos, por parientes políticos… Su mensaje mudo yo lo entendía muy bien: «Descastado… Vuelve a Huesca. Aquí es donde está tu gente… Memento homo». Estoicamente, asistía a la presentación digiriendo mal que bien sus silenciosos y justísimos reproches, y consolándome al pensar en la satisfacción del editor al ver en la prensa la foto de una «numerosa asistencia». Reconozco mis culpas. Reconozco mis presiones. Reconozco las veces que los he puesto entre la espada y la pared. Pero ellos acabaron por acostumbrarse. Por eso, cuando mi hermano lo trajo, creí que me gastaba una broma. Y, sin embargo, bien claro que me lo avisó. Yo lo había cogido por banda en una de mis subidas a Huesca y le planteé la cuestión crudamente, tan crudamente como siempre: —El próximo jueves presento otro libro de poemas.

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—¡Ah! Bien (aquí, gesto indisimulable de fastidio). —¿No tendrás nada que hacer? —Pues, no sé, déjame pensar… (intento inútil de encontrar una excusa, por inverosímil que fuera). —A las ocho. Vendrás, ¿verdad? —Sí, hombre, sí, naturalmente (rendición incondicional). —Y si vienes acompañado, mejor. A ver si llenamos un poquico. —Hombre, Abilio, eso ya… (reconocimiento implícito del escaso nivel intelectual de sus amistades). —Bueno, sin problema. Pero si llevas a alguien… Ya sabes, el caso es hacer bulto. No me digas que no conoces a nadie a quien le interese una miajeta la literatura. —Pero si yo no tengo relaciones con lo intelectual (velada amenaza de «Si sigues por ahí, no voy ni yo»). —Vale, vale, no he dicho nada. —De todas maneras… (respingo burlesco de as en la manga). —¿Qué? —Si quieres, puedo llevar a Anselmo, el mendigo.

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La presentación había quedado más o menos como siempre: mucha cara conocida (por mí). Habló un amigo al que había engañado para que hiciera el elogio del libro (gratis). Hablé yo agradeciendo la asistencia del público (previamente coaccionado). Leí algunos poemas (con un ojo en el libro y otro en la gente, bien atento al primer gesto de «Corta ya»). Firmé algún ejemplar (anticipadamente regalado). Y aquí paz y después gloria. La sorpresa me llegó cuando, a la hora del vinico que suelen reservar para el final, a ver si la gente aguanta y se espera, mi hermano se acercó con un barbudo que quería saludarme. No entendí bien su nombre, pero igualmente le dije: —Encantado. Ya digo que en esos actos, por su peculiar organización por mi parte, todo el mundo me era conocido. Por eso me chocó descubrir al fondo de la sala a mi hermano con un intelectual. Nunca lo había visto —al intelectual, quiero decir—, ni tenía nada

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que ver con el tipo de amistades de mi hermano (y no señalo a nadie); pero no me cabía duda de que habían venido juntos, porque de vez en cuando el desconocido le hacía algún comentario en voz baja. Tampoco me cabía duda de que era un intelectual: barba entre-cana, gafas de miope, camisa y jersey negros con pantalones tejanos. En fin, lo que se dice un intelectual de uniforme. Nada más darme la mano, me espetó: —Abilio, me alegro de haber venido, porque he podido oír una poesía donde la supuesta manifestación espiritualista no es un mero epifenómeno lingüístico, sino que trasciende el yo accidental para ofrecer una estructura arraigada en el ser. Así, de tacada y sin pestañear. Yo debí de poner semejante cara de paleto que se dignó explicarme: —Quiero decir que hay atisbos de una verdadera Weltanschauung. Y, dándome la espalda, se lanzó a servirse más vino. Yo, sin salir del estupor, tartamudeé a mi hermano:

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—Pero este, ¿quién es? —¿Cómo que quién es, Abilio? Ya te dije que traería a Anselmo, el mendigo. —¿Anselmo, el mendigo? ¿Qué mendigo? ¿Me tomas el pelo? —Que no hombre, que es el mendigo. Diez euros le he dado para que viniera. —Pero…, pero… —yo me sentía incapaz de articular. —Diez euros y la promesa de que habría vino después. En ese momento, enarbolando una copa, Anselmo, el mendigo, se volvió a acercar: —En realidad, Abilio, el yo profundo que aflora en tus versos está demasiado contaminado de modernidad y le haría falta una deconstrucción que lo superase amalgamando la objetividad empírica. Pero no te lo tomes como una crítica negativa: dentro de la lírica contemporánea eres de lo más auténtico que he oído. Y digo oído porque yo el dinero no me lo gasto en libros. Me lo gasto en vino. A tu salud —y apuró de un trago la copa, que no tardó en volver a rellenar.

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Sinceramente, no sé si fueron esas exactamente las palabras que me profirió el tal Anselmo, y las reproduzco un poco al tuntún, utilizando términos que más tarde le oí con demasiada frecuencia. Solo hay dos cosas que tengo seguras: la primera, que a pesar de todo el vino trasegado su discurso no era el de un borracho vulgar, pues ni farfullaba, ni se atascaba en las palabras difíciles —que no eran pocas—, ni dejaba de tener coherencia gramatical y semántica; la segunda, que presumió, y hasta alardeó, de que gastaba el dinero en vino y no en libros, algo muy respetable en todo mendigo que se precie. Yo, por mi parte, estaba tan asombrado que apenas pude atender a su dictamen. Me hallaba demasiado absorto en asistir a la transmutación del intelectual en el marginado: la camisa negra verdeaba ostensiblemente, con un desgarrón en el cuello mal compuesto con un pedazo de cinta aislante (que imaginé aplicado en honor a la ocasión), el jersey no pasaba de un gurruño infecto, cuya negrura se debía a la falta de lavado, y los tejanos provenían sin asomo de duda de algún ropero colectivo de la antigua Albania comunista. De

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las gafas de intelectual, mejor no hablar: eran, efectivamente, de pasta estilo años sesenta, sacadas de algún cajón de Cáritas en los mismos años sesenta. De la conversación que mantuve, o maltuve, con él no recuerdo apenas nada más. Cuando vio que ya no quedaba vino en la mesa, me dio la mano, se despidió de mi hermano como de un viejo conocido y enfiló la puerta con un aplomo y una verticalidad increíbles en quien se había pimplado más vino que todo el resto de la concurrencia junta. Yo no salía de mi asombro y mi curiosidad. —Pero ¿es verdad que es un mendigo? —¿Pero no lo ves? —casi me recriminó mi hermano—. Te dije que te traería a Anselmo y a Anselmo te he traído. —¿Por diez euros? —Por diez euros y todo el vino que se pudiera tomar. —Que no ha sido poco. —Así era el trato. —Sin embargo, es un mendigo muy raro, no me digas que no. Ahora, cuando lo he visto de cerca, ya

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me he dado cuenta de que era un jomelés. Pero antes, cuando estabais al fondo, parecía todo un intelectual. —Es que Anselmo es todo un intelectual. —¿No dices que no te tratas con intelectuales? —Bueno, Anselmo es el único intelectual que conozco. Aparte de ti, claro. —Lo conoces, lo conoces… ¿De qué lo conoces? —Pues de San Lorenzo. Siempre está pidiendo a la entrada y la salida de misa de doce. Mi hermano se calló un momento, como pensando. Como dudando si ampliarme la información. Como temiendo que al tal Anselmo le molestara que yo supiese lo que iba a saber. Al fin, se decidió: —Mira, ya sé que es un tío raro, pero es que él presume de que ha sido profesor de Filosofía en la Pontificia de Salamanca. No supe qué responder. Mi hermano continuó: —El alcohol lo ha destruido. —De eso ya me he dado cuenta —ahí sí que supe qué responder. —Por cierto… —Por cierto, ¿qué?

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—Quiere tener un libro tuyo. De verdad que le ha gustado la presentación. Anselmo será un borracho, un mendigo, un marginal y lo que quieras, pero es un tío cabal. Y, si dice que le gusta lo tuyo, es que le gusta. —Bueno, ya te lo pasaré; si se empeña… —Hombre, él había dicho que, como mañana das una conferencia, podría asistir y así se lo dedicas. Dice que aquí no ha querido pedírtelo porque lo hubiera tenido que pagar. La verdad es que no me lo pensé dos veces: —Pues nada, dile que venga y yo se lo daré. La verdad es que me lo tendría que haber pensado más de dos y más de tres.

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Las conferencias que a veces he dado al hilo de las presentaciones tenían otro color. Normalmente, el que me presentaba el libro solía ser algún cultureta amigo con mano en las instituciones locales. Y, seguramente por quitárseme de encima, se resignaba a organizar

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un acto, y hasta a publicitarlo en prensa y radio. El tal acto venía a ser una charla sobre poesía —que es de lo único que entiendo, y cada vez menos—, con profusión de recitado de poemas propios y ajenos. Allí he recitado de todo, desde Jorge Llopis a Jorge Riechmann; pero siempre procurando centrarme en lo más sentimental. La razón es clara: los recitales y conferencias de poesía se suelen llenar de viejas, que al final acuden a felicitarte con la misma cantinela: «Muy bonito, muy bonito y muy fino», «Cuánto mejor iría el mundo con más poesía», «El sentimiento, el sentimiento es lo que hace falta en esta vida»… En fin, topicazos del mismo calibre que los del conferenciante. Al que, en el mejor de los casos, incluso le procuran ciento cincuenta o doscientos eurillos, si la institución local que le ha tocado en suerte se estira un poco. La conferencia de aquel viernes se titulaba «La poesía contemporánea de Bécquer a García Montero. Una estética de la sentimentalidad». O algo parecido. Y digo parecido porque es la misma que he dado durante años, con ligeras variaciones en el título para disimular. Si en Huesca no la he dado cuatro veces,

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no la he dado ninguna. El título, como digo, era cambiante, pero siempre con alguna referencia a Bécquer y a lo sentimental, porque era el modo de seguir atrayendo al que hasta entonces yo creía mi público, viejuno y posmenopáusico. El salón no estaba lleno, por supuesto, pero había las suficientes filas ocupadas como para que el amigo cultureta que me lo facilitó pudiera seguir manteniendo la cabeza enhiesta ante la crema de la intelectualidad. Antes de empezar, eché un vistazo general: en efecto, un cuarenta y cinco por ciento de sexa y septuagenarias, un veinticuatro por ciento de jovencitos despistados —o vilmente embaucados por sus profesores—, otro veinticuatro por ciento de eso que se llama público en general y nadie sabe en qué consiste; y, escorados en la tercera fila del pasillo de la derecha, los dos individuos del resto de la asistencia: mi hermano y el mendigo Anselmo. No voy a cometer el mal gusto de repetir lo que dije y recité allí, sobre todo en deferencia a los que hayan tenido la desgracia de haberse dejado caer por alguna de mis charlas. Lo que sí diré es que,

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al abrir el turno de intervención del público, eso que se llama coloquio y que en mi caso venía a consistir en dos o tres viejetas comentando lo bonito que es Bécquer y preguntando por qué no había recitado nada de Gabriel y Galán (entiéndase don José María y no José Antonio); en el momento del coloquio, digo, Anselmo levantó la mano y se despeñó: —Bueno, la estética de la sentimentalidad que planteas es como no decir nada. Es aquello de la nueva sentimentalidad que se inventaron para rescatar el yo trascendental de la deriva de una sociología ilógica, paradójicamente basada en el logicismo sociológico de la poesía anterior. Porque, como más o menos dijo Wittgenstein, el lenguaje funciona como una maqueta, en la que se representan los hechos de la representación como símbolos de los objetos representados. La sentimentalidad, por lo tanto, no es una estética, sino un dictum a través del cual el yo simboliza lo inexpresable. Me gustaría que aclararas este punto, porque no sé si ha quedado muy claro lo que te quiero decir. Ante semejante retahíla, la cabeza me echaba humo barajando varias soluciones:

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a) Suplicar a lo más sagrado que la tierra me tragase en ese mismo instante. b) Contestar sin más: «Sí, ha quedado clarísimo». Y añadir: «Como veo que no hay ninguna pregunta más, muchas gracias a todos y adiós, muy buenas». c) Reconocer la verdad, que no había entendido ni papa y que yo, de filosofía, andaba un poco flojillo. d) Espetar sin más: «De todos modos, ¡qué bonito es Bécquer!», confiando en que alguna de las viejucas entrara al trapo y tomara el testigo. A punto estaba de decantarme por la solución d), que me parecía la más lógica y solvente, cuando uno de los jovenzanos (que erróneamente creía remitidos por algún profesor estragado por la falaz pedagogía moderna) se encaró con el mendigo, afrentándolo así: —Tú citas a Wittgenstein, pero yo te digo con Adorno: «¿Qué sentido tiene la poesía después de Auschwitz?». Y entre los dos se enzarzaron en una abstrusa discusión que, al menos para mí, era como si hablasen del sexo de los ángeles. Pero, en fin, ya he dicho en la posible solución c) que, de filosofía, ando un poco flojillo.

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Curiosamente, no le pasaba lo mismo al público y, no solamente los jovenzanos, sino más de una vejezuela tomó partido apasionadamente por uno u otro de los contendientes, al punto de que la bedela de la sala tuvo que apagar la luz dos o tres veces para que la asamblea se disolviese. Juro que jamás me había ocurrido nada semejante.

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A la hora de salir, una periodista del Diario del Alto Aragón se entretuvo cinco o diez minutos en la puerta entrevistando a Anselmo, con la intención de redondear la crónica sobre el evento. Yo tuve que esperar. Tuve que esperar, no a que la periodista se decidiera a saludarme, sino a que Anselmo acabase su tabarra filosófico-poética para regalarle el libro que mi hermano le había prometido. —Bueno, Anselmo, ya me ha dicho mi hermano que querías un libro mío. —Pero, a ver, Abilio —me cortó—, a ti por esta movida ¿te han pagado o no?

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—Hombre, un poqué… —Pues eso se celebra, pues. No sé cuántas copas más tarde, me ordenó: —Venga, dedícame el libro, ¿o qué? Y a ver si te esmeras. De esmerarme, lo que se dice esmerarme, no estaba en muchas condiciones. Pero, en fin, en medio de un bar de ruido, apoyado en la espalda de mi hermano, que me la prestó escorando a derecha e izquierda, pergeñé: «Para Anselmo, filósofo de la vida, este libro de poemas con el yo trascendental de Abilio García. Huesca, a tantos de tantos…». Anselmo, que no escoraba a ninguna banda a despecho de haber tragado el triple de nosotros dos juntos, leyó la dedicatoria y me comentó: —¡Qué guasa tienes, somardón! O algo parecido, porque el ruido del bar me impedía entender nada. Y allí tendría que haber quedado todo.

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II Y allí tendría que haber quedado todo. Pero una semana más tarde mi hermano me telefoneó a Zaragoza: —Oye, que he leído que mañana presentas el libro en Zaragoza. —¡No me digas que quieres venir! —¿Tú qué te imaginas? —Después de lo de Anselmo, el mendigo, cualquier cosa. —Pues eso mismo, que lo vas a tener allí. —Pero ¿qué dices? ¿Que va a venir a Zaragoza? ¿A dar la paliza? —Chico, estaba en la puerta de San Lorenzo, y me ha preguntado por ti, y le he tenido que dar la noticia. —¿Y no hubiera sido mejor darle un euro? —También. —Pues eso. —Digo que también se lo he dado. —¿Y cómo viene, en autostop? Porque le creí entender el otro día que él todo se lo gasta en vino.

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—Ya, ya. Pero no va en autostop. Va en autobús. —¿En autobús? ¿Ha estado ahorrando de las limosnas para pagarse el autobús? —… —Oye. —… —¡Oye! Tras un silencio algo prolongado, mi hermano confesó: —Mira, piensa lo que te dé la gana, pero el billete se lo he pagado yo. —… Ahora el silencio fue mío. Y, comprendiendo que me tenía bien agarrado, aprovechó mi hermano para afearme la conducta: —¿Cómo? ¿No dices nada? Si encima te parecerá mal y todo. Para una vez en tu vida que te sale un fan de verdad, lo vas a despreciar. Anselmo es un intelectual auténtico, un tío legal y cabal, con una cultura que ya la quisieras tú para ti. Yo no sé qué ha visto en tu poesía, porque de eso, y lo sabes bien, no tengo ni pajolera idea. Pero un gachó que, sin un puto euro,

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me pide un billete para Zaragoza solo por oírte otra vez creo que merece un respeto. ¿O qué? —Hombre, chico, no te lo tomes así… —Porque me ha pedido un billete, ¿eh? No dinero para un billete. Y ahora tiene el billete en el bolsillo y no un garrafón de Don Simón. ¿Te enteras? Pocas veces había visto a mi hermano ponerse así. Estoy por decir que era la primera. Pero también estoy por decir que tenía más razón que un santo. ¿Que Anselmo era un peñazo? A lo mejor no. A lo mejor resulta que yo era un ignorante. «Poesía sentimental, poesía sentimental…». Y el yo trascendente que simbolizaba el objeto de la realidad ensimismada, ¿qué? O como se dijera eso. Lo cierto es que en ninguna conferencia mía había habido tal calado y tal hondura de concepto. Y lo de echarnos «porque la sala tiene que cerrar», jamás. Solo Anselmo lo había conseguido. —Bueno, vale —reblé ante mi hermano—. Tal vez estoy confundido y Anselmo sea un tipo cojonudo. —Es un tipo cojonudo, te lo digo yo. —¿Y a qué hora llega el autobús? —¿Ves? Eso es ponerse en razón.

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Si no tuviera convencido ya al amiguete de turno para que me presentase el libro en Zaragoza, de verdad que pienso que Anselmo lo hubiera hecho mejor. Todo quedó en «la finura de los elementos», «la sensibilidad lingüística en la creación de imágenes», «la precisión métrica que no impide el antirritmo cuando es necesario» y otras retóricas de rigor. Cuando me dio paso para que leyera algunos poemas como ejemplo, Anselmo se me adelantó: —Sí, pero antes querría plantear, como dijo Wittgenstein: si al hacer filosofía nos enredamos en un juego lingüístico sin reglas determinadas, ¿no es igual en poesía? La métrica y el antirritmo que has dicho, ¿no son reglas creadas exclusivamente para jugar el juego del lenguaje poético, que, perfectamente, podría ser otro en otro universo lingüístico? En ese momento eché en falta al jovenzano de Huesca que argüía con Adorno y Auschwitz. Pero no había necesidad. Mi amigo el presentador contraarguyó sin problemas:

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—Ahí te contradices, y perdona, porque ya sabes que Wittgenstein mantiene la tesis fundamental de que es imposible la existencia de un lenguaje privado. Naturalmente, yo no me atreví a intervenir. La conversación, en la que intervinieron varios asistentes, se decantó por los conceptos de lenguaje y metalenguaje, estética y posestética, y hasta un espontáneo quiso hacer un acercamiento entre escatología trascendental y escatología anal. De todo lo que se dijo, reconozco que lo único que me resultó algo familiar fue esto último. Acabada la sesión, al final de la cual me dejaron leer como de favor dos o tres poemillas, yo había llegado a varias conclusiones: 1. Para hacer poesía hoy en día es imprescindible haber asimilado a Wittgenstein. 2. Yo era un dinosaurio poético que, si algún valor tenía, era la temeridad. 3. Las musas existen, sin el menor asomo de duda, porque, de otro modo, no se entiende que mi poesía pueda gustar fallando estrepitosamente la conclusión 1.

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4. Tenía que darle la razón a mi hermano: si alguien podía hacer que a mi poesía se le reconociera su valor, ese era Anselmo. Quien, por cierto, había venido a Zaragoza un poco más arregladico de lo que anduvo por Huesca: la camisa negra era otra, sin tirilla de cinta aislante, y el jersey aparecía liso y planchado, a rayetas de distintos grises, en las que creí reconocer el estilo de mi hermano. Él mismo me lo vino a insinuar en el bar de la estación entre los dos o tres whiskies que se enjaretó: —Tu hermano sí que es un caballero. Y ya sabía yo que tú no podías ser menos —añadió, como de refilón. —Hombre, gracias. —Ni gracias ni nada. Gracias a tu hermano y a ti. Porque yo fui a tu presentación en Huesca porque él me insistió. —No, si ya lo sé. —Me insistió con diez euros. —Te digo que ya lo sé. Pero, claro, en tu situación…

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—En mi situación, ¿qué? Yo no he dejado nunca de seguir interesado por las cuestiones de la epistemología y la filosofía del lenguaje. Lo que pasa, ya sabes, la vida… Un día se te ilumina algo en el cerebro y te preguntas: «¿Pero qué hago yo aquí?». «Disertar, disertar, disertar». Ante un público al que le importa un carajo lo que dices, y además hace bien, porque no le va a servir para un carajo. Sin embargo, ya ves, he estado en un par de actos tuyos y allí sí que se me ha escuchado. Por eso te digo gracias. Y es que no es lo mismo hablar a una pandilla de universitarios morrongos que a gente que va en serio a oír las verdades de la vida. En fin… Y se ventiló el whisky antes de pedirse otro. Yo aproveché: —Sí, ya me dijo mi hermano que habías sido profesor de Filosofía en Salamanca. —Bueno, en realidad, de Estética en Deusto. Pero eso da lo mismo. Te decía que un buen día comprendes la inutilidad de tu misión, porque eso de dar clase es como una misión, no sé si de sacerdocio o militar, o de todo un poco… Pero, vamos, comprendes la

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inutilidad y decides convertirte en un dipsómano. En un dipsómano, digo. No en un borracho cualquiera. Un borracho cualquiera bebe por miedo a la vida, porque se ha arruinado, porque su mujer se ha ido con otro o porque él va con amigos que no saben hacer otra cosa que beber. Yo, no. Yo bebo por convicción. Tomé esa decisión a sabiendas y nada tengo de qué arrepentirme. Para un dipsómano, el licor le hace lúcido. ¿No lo has probado nunca? —Hombre, yo no bebo mucho… —respondí mirando con cierta aprensión mi café con leche. —No me refiero a eso. Quiero decir el alcohol como procedimiento para acceder al verdadero sentido de la realidad. La poesía es lo inexpresable, es lo místico. —¿Wittgenstein? —Bueno, no al pie de la letra. Tu poesía es buena, y por eso me interesas. Y por eso te doy las gracias, porque me has reconciliado con la estética. Pero le falta algo. —¿Le falta qué? —Le falta… —y entonces se calló—. ¿Cuánto falta para tu presentación?

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—Pues… —miré el reloj—. Una media hora. —Pues no esperemos más. Yo he venido a verte hoy sin presiones, sin limosnas de nadie… Porque el billete que me ha pagado tu hermano no lo considero una limosna, sino un acto de justicia poética.

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Al acabar el evento, y tras los vinos de costumbre, durante los que Anselmo charló animadísimo con todo el que se le puso por delante, concedió un par de entrevistas a la prensa local y se hizo con un buen paquete de tarjetas de visita de amigos, conocidos y hasta desconocidos míos (parecía mi mánager), me expuso sus planes para esa noche. —Oye, Abilio, ¿tú dónde vives? —Nada, muy cerca de aquí, a dos o tres calles. —Porque ahora ya no hay autobuses para Huesca. —A estas horas, lo dudo mucho. —¿Y te sobra una cama? —En realidad vivo solo, en un apartamento pequeño.

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—¿No irás a decirme que no tienes un sofá? —¡Hombre! ¿Quién no tiene un sofá? —Pues todo arreglado. Arreando. Y arreamos. Al llegar a casa, le ofrecí de cenar, pero declinó la invitación. «Cena tú si es que tienes costumbre —me dijo—; a mí, con que me pases un cojín y una manta, me acomodo en este sofá». Me hice un bocadillo vergonzante, mientras Anselmo se tumbaba en el diván y se quedaba dormido al momento, como quien está habituado a sobar en cualquier sitio. Yo, por mi parte, reconozco que no pegué un ojo. ¿Quién era este Anselmo? ¿Qué relación tenía con mi hermano? ¿Qué interés o qué chaladura —por mejor decir— había cogido con mi poesía? ¿Por qué le había dado mi hermano un billete para Zaragoza? ¿Quería quitárselo de en medio? ¿Y por qué me lo largaba a mí? ¿Quién me aseguraba que al levantarme no me habría vaciado toda la casa? De esto último me quedé tranquilizado enseguida. Al levantarme, muy temprano, el mendigo seguía

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sornando como si tal cosa. La intranquilidad volvió a acometerme en el trabajo: seguro que a mi regreso el Anselmo había desaparecido con todo lo de valor que había en el apartamento (televisor, aparato de música, ordenador, un par de cuadros originales…). Pero lo cierto es que casi sufrí una decepción al encontrármelo a mi vuelta bien tranquilo, soplándose una botellita de Somontano. Fijándome un poco más, creí advertir algunos cambios en su aspecto: para empezar, se había duchado; para seguir, se había puesto ropa mía; y, para terminar, se había afeitado la barbaza seudointelectomendicante, manteniendo apenas el mostacho y la mosca que yo suelo gastar. En una palabra, para un observador no demasiado avisado podía pasar perfectamente por mi doble. Con las gafas limpias, de genuino corte sesentero, modelo exclusivo por su exclusiva autenticidad, resultaba incluso mi doble mejorado. Como yo no acababa de salir de mi estupor, levantó la copa de vino y me brindó: —¿Qué hay, Abilio? Sírvete, que bien te lo mereces.

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Como quien dice: «Igual que si estuvieras en tu casa».

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Entonces fue cuando empecé yo a beber. No porque Anselmo se me hubiera instalado en el apartamento. La verdad es que incitarme, lo que se dice incitarme, tampoco me incitaba. Ni me molestaba especialmente su presencia. La mandanga filosóficowittgensteineana la dejaba para las conferencias, los recitales, las presentaciones y las entrevistas, que cada vez daba más en mi lugar. Y digo que daba en mi lugar porque después del recorte de barba a que se sometió, vestido con mi ropa, más de uno nos confundía. A mí nunca me ha gustado toda esa parafernalia que rodea al acto creativo. Asumo la poesía como una maldición de los dioses, pero me resisto todo lo posible a presentaciones, recitales y actos varios. Anselmo, por el contrario, se mueve en ellos como pez en el agua. Por eso, digo, cada vez aparecía él más en mi lugar. Y el cambio de estilo, mi presunta conversión al

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discurso de la alta cultura, fue recibido con alborozo por las élites intelectuales; hasta el punto de que, si alguna vez era yo mismo y no Anselmo quien hablaba, nunca faltaba alguien que me dijera: «¡Qué soso estás hoy, Abilio! ¿Te encuentras bien?». Pero, fuera de los eventos culturales, la conversación de Anselmo era mucho más normal, como quien comenta en un bar las noticias de la televisión, con un punto entre estoico y escéptico, y no falto de humor. Respecto al dinero, no me costaba una perra. Cada mañana, se disfrazaba —y ahora sí era un disfraz— y volvía a comer con los bolsillos llenos de monedas. Cómo había conseguido abrirse hueco en la jerarquizada y exclusivista mendicidad zaragozana, lo ignoro, como también qué medio había utilizado para bregar con las peligrosas mafias del Este de los pedigüeños; pero, en fin, no hay que olvidar que Anselmo, como mendigo, no era ningún principiante. De modo que tener a Anselmo en casa no me suponía ningún trastorno. Al revés: días había en que me esperaba con la comida hecha, pagada de sus limosnas. Ni siquiera me ofendía que se empeñase en

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corregir mis poemas. Lo cierto es que tenía razón: no sé si me faltaba o me sobraba sentimentalidad trascendentalizada en la observación ficcional del mundo; lo único que sé es que con sus correcciones sonaban muchísimo mejor. Gracias a él mejoró mi estilo; gracias a él pasé de ser un poeta del montón a alguien reconocido; gracias a él publiqué como nunca. El nombre de Abilio García fue haciéndose conocido, aunque su imagen, en fotos de prensa, en entrevistas de televisión, era muchas veces la de su doble, Anselmo. Anselmo, el mendigo, que jamás reclamó un gramo de autoría en mis obras: todos los libros, las colaboraciones en prensa, las conferencias… seguían viniendo a mi nombre de Abilio García. Él, con las limosnas en la puerta de Santa Engracia o del Pilar y el sofá astroso en que seguía durmiendo, tenía suficiente. Pero yo no. Y creo que por eso mismo empecé a beber. Como muy bien había dicho Anselmo, llega un momento en que algo se te ilumina en el cerebro, algo que te hace preguntar: «¿Pero qué hago yo aquí?». «Mentir, mentir, mentir», fue mi respuesta. ¿A quién

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quiero engañar? Ni sirvo para la escritura, ni he servido, ni serviré. ¿La poesía? Cursiladas para viejas. Anselmo sí que sabe lo que es Wittgenstein. Y comprendí que, efectivamente, mi hermano me lo había enviado a Zaragoza para evitar caer en el pozo en el que yo me encontraba ya metido. Bebía, escribía, y Anselmo corregía lo escrito. Iba a decir que Anselmo bebía y corregía; pero lo cierto es que Anselmo cada vez bebía menos. Se compraba botellas de agua de Vichy, que, según él, depuraban el cuerpo. No es que dejase nunca de beber, sino que, llegado un momento, apartaba la botella de licor o de vino y se enfrascaba en el Vichy. Litros de Vichy Catalán le vi ingerir en la corrección de mis poemas. Así me di cuenta de que los dos nos necesitábamos. Anselmo necesitaba un arranque: mis intuiciones poéticas. Y yo necesitaba quien les diera forma: el gran dipsómano. O, por mejor decir, el ex gran dipsómano. A Anselmo se le había iluminado algo en el cerebro que le condujo de la Estética al Alcohol, entendidos como dos absolutos. Ahora que en mis versos había vuelto a hallar la Estética, o un atisbo de ella, el Alcohol se le hacía cada vez menos

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imprescindible. Por el contrario, yo, que jamás había entendido de Estética (atención a la mayúscula), cada vez me despeñaba más por los abismos del alcohol (atención a la minúscula). Quiero decir que Anselmo interpretaba la dipsomanía como una actitud filosófica, a la que podía ir renunciando a cambio de una filosofía poética. Yo, sin embargo, incapaz de filosofar, nunca alcancé la categoría de dipsómano, convertido en un simple borracho vulgar y maloliente. En el fondo, esa era quizá la razón fundamental por la que Anselmo cada vez ocupaba más el lugar de mi doble. La situación se enquistó. Si en algún momento, al principio de instalarse en mi casa, se me pasó por la cabeza la posibilidad de plantearle a Anselmo que se marchara, pronto olvidé la idea; y más desde que me echaron del trabajo por recalcitrante alcoholismo, ausencias injustificadas y faltas de respeto a mis superiores, de modo que nuestros únicos ingresos consistían en lo que Anselmo lograba con la mendicidad y con mis publicaciones en revistas. Y digo Anselmo con mis publicaciones porque ya todo el mérito era suyo.

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III —Bueno, ¿qué te parece? Ahí está tu último libro —se me plantó un día con un mamotreto de noventa páginas de ordenador—. Este es el poemario que va a abrir la lírica del siglo XXI. Yo apenas me fijé en la portada: ABILIO GARCÍA. ALUCINACIONES Y EXTRAPOLACIONES POR LOS DESIERTOS DEL SOL Y DE LA LUNA.

Y, tras un ligero hojeo: —El título, un poco largo, ¿no? —Lo has escrito tú —me espetó. —No, lo has escrito tú —intenté rebelarme. —Lo mismo da, porque va a tu nombre. ¿O no eres tú quien lo firma? —Mira, Anselmo, yo ya no sé quién soy. Muchas veces me parece que tú eres yo y yo soy tú, como si hubiéramos intercambiado las personas. Y era cierto que lo sentía: Anselmo se afeitaba como yo, vestía mi misma ropa y, cuando yo me encontraba tan borracho que no daba pie con bola, me suplantaba en presentaciones y entrevistas. Yo,

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finalmente, acabé abandonando la maquinilla de afeitar, la ducha frecuente y hasta el puro pensamiento. Lo único que nos unía ya, aparte de la poesía, quise pensar que era el hábito de beber, pero me confundía; pues, cuanto más bebía yo, más se dedicaba él al Vichy Catalán. Y así se lo dije: —Lo que no entiendo es cómo yo necesito cada vez más beber para escribir, mientras tú cada día estás más sereno. —¡Ah! —meditó—. El yo es maya. —¿Qué quieres decir? —Quiero decir que con este libro que te parece de título tan largo te vas a convertir en lo mejor de lo mejor. —Bien, si tú lo dices… No lo digo yo. Lo dice Eugeni Bull i Rebull. —¿Lo dice quién? —Desde luego, qué mal te has sabido manejar en el mundillo literario. —Nunca me ha interesado el mundillo literario. —Ya, ya. Y así te ha ido. Pero ahora han convocado el Primer Premio Internacional «Ciudad de Ur de Caldea» y te lo van a dar a ti.

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—¿A mí? ¿Y por qué? Lo asegura Rebull, que ya ha leído el manuscrito. Y tengo hechas ya cuatro entrevistas en la prensa, que saldrán en cuanto se publique la noticia. Ahora, tú, chitón. Como digas algo de antemano, se va todo a tomar por saco.

■ ■ ■

Fuimos en AVE a recoger el «Ciudad de Ur de Caldea». Treinta mil euracos. Se dice pronto. Yo llegué al hotel tan borracho que apenas tuve fuerzas de meterme directamente en la cama. Anselmo trataba de despejarme: —¡Joder, Abilio, chaval! ¡Date una ducha! Y aféitate un poquico de paso. ¡Vamos! ¡Vamos! ¿Pero cómo vas a recoger el premio así? —No voy a recogerlo —farfullé. —¿Qué dices? —Que lo vas a recoger tú —refarfullé. —¿Y eso cómo?

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—Mira, Anselmo, o quien seas —requetefarfullé—, ¿cuánto tiempo llevas suplantándome? —¿Cómo que suplantándote? ¿Por quién me tomas? —se amoscó. —Por un tío legal —procuré calmarlo—. Por un tío bien legal. Si ya me lo dijo mi hermano: «Anselmo es el tío más legal de Huesca». Y, si me suplantas, es porque yo te lo pido y lo haces muy bien. Y yo te lo agradezco. Pero si eres tú quien habla con los periodistas, quien presenta los libros… Los libros, que no serían nada sin ti, nada, una mierda. —Yo lo único que he querido ha sido ayudarte. —Y de verdad. Y, si me quieres seguir ayudando, vete tú a recoger el premio. —Pero es que ahora no es igual que otras veces. Es el «Ciudad de Ur de Caldea», la gloria. —Lo que sea. Para mí sí es igual. Tú me has convertido en el gran poeta que dices que soy. Tú y ese Rebull. Pero yo ahora estoy demasiado mamado como para tenerme en pie. —Eso se te pasa con un cafecico. —Por lo que más quieras, tú eres yo…

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A la mañana siguiente me desperté con un resacón de antología. Anselmo dormía plácidamente en la cama de al lado, en calzoncillos, tirado por el suelo el traje con el que recibió el «Ciudad de Ur de Caldea». Lo miré dormir. Me refresqué la cara en el lavabo, abrí el minibar y me chupé un whisky y dos ginebras para recobrar un poco el tino. Volví a mirarlo dormir. Se parecía a mí mismo más que yo mismo. Desde luego, la foto de mi carné de identidad era más la suya que la de ese asqueroso barbudo que me miraba en el espejo. Por un instante, dudé si dejarle una nota; pero ¿para qué? Él ya comprendería. No me costó nada localizar el talón de los treinta mil: Anselmo era legal y lo había dejado sobre mi mesilla. Lo firmé al dorso, le puse al lado mi DNI, las llaves de mi casa y mi cartera. Me vestí lo peor que pude y salí del hotel. Ni siquiera utilicé el billete del AVE para volver a Zaragoza. En una gasolinera, un camionero que

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pasaría a Francia por Somport aceptó llevarme hasta Huesca. Cuando me bajé, me soltó un billete de cinco euros: —¡Cuídate, Anselmo! Todo acababa bien.

IV Ser de Huesca imprime carácter. Al menos, eso decimos en Huesca. Es una especie de destino marcado en las estrellas al que es inútil resistirse, una coerción religiosa que se presenta con la fuerza del memento homo: «Recuerda, hombre, que eres de Huesca y a Huesca habrás de volver». Aunque ya no seas tú, a Huesca habrás de volver. De vez en cuando me entero de los éxitos literarios de Abilio García. En las librerías de Huesca suelen exhibir sus libros y pegar algunas noticias de la prensa. No sé si sigue viviendo en Zaragoza, pero sí

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supongo que le dejé suficientes inéditos como para seguir publicando. Y digo supongo porque yo el dinero no me lo gasto en libros; me lo gasto en vino, como todo mendigo que se precie. La puerta de San Lorenzo me da para eso y para dormir entre cartones. El otro día se me acercó una cara vagamente conocida. Cuando la tuve cerca, me di cuenta de que era Eusebio García, que siempre me había favorecido con sus limosnas. Eusebio, el hermano de Abilio García, ese que fui alguna vez. O creí ser; el alcohol no me deja pensar con claridad. —¡Anselmo! —me reconoció—. ¡Cuánto tiempo! —Desde que me fui a Zaragoza con tu hermano. —¿Y qué ha sido de tu vida? —Bueno, dando tumbos, de aquí para allá. —Pues me alegro de verte (y aquí me soltó una moneda de dos euros). Ya se iba a ir cuando reculó para decirme: —La verdad es que a mi hermano le trajiste suerte. Desde que te conoció es que no para. —Es que una cosa es el ficcionalismo poético y otra lo abstruso de la realidad (me salió tal cual, lo

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que me hizo dudar más sobre si aquel era o no era mi hermano). —Por cierto, ahora anuncian sus Obras completas. —Dale de mi parte la enhorabuena. —Difícil, difícil, Anselmo. Desde que se ha vuelto un escritor famoso, ni se acerca por aquí, ni nos llama, ni nada. —Eso es desagradecimiento. Pero a presentar ese libro sí que vendrá. —Pues no lo sé, porque se está volviendo un descastado. —Deslocalizado. —¿Qué quieres decir? —Eso, deslocalizado. —Pues eso será, porque no hay quien lo localice. Hice como un amago de tender la mano y me soltó otro euro. —Bueno, ya nos veremos, Anselmo. —Bueno, ya sabes dónde estoy. ■

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Gráficas Alós (Huesca) una fría tarde decembrina del año 2010, mientras la Luna, allá arriba, suplantaba poco a poco al Sol languideciente.

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POSUI FINEM CURIS, SPES ET FORTUNA VALETE


Joaquín Sánchez Vallés (Huesca, 1953) ha publicado una docena de libros de poesía. En su faceta de narrador, es autor de novelas como La costa de las perlas (premio Francisco Ayala 1997) o El juglar de Languedoc (2008) y el libro de relatos El hombrelobo de Huesca (2008). «Me hallaba demasiado absorto en asistir a la transmutación del intelectual en el marginado: la camisa negra verdeaba ostensiblemente, con un desgarrón en el cuello mal compuesto con un pedazo de cinta aislante (que imaginé aplicado en honor a la ocasión), el jersey no pasaba de un gurruño infecto, cuya negrura se debía a la falta de lavado, y los tejanos provenían sin asomo de duda de algún ropero colectivo de la antigua Albania comunista. De las gafas de intelectual, mejor no hablar: eran, efectivamente, de pasta estilo años sesenta, sacadas de algún cajón de Cáritas en los mismos años sesenta».


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