LA VITRINA
Cristina Grande
LA VITRINA Cristina Grande
Letras del Año Nuevo Huesca 2011
LA VITRINA Edita: © Instituto de Estudios Altoaragoneses © Diputación de Huesca Autor: © Cristina Grande Colección: Letras del Año Nuevo, 6 Director de la colección: José Ángel Sánchez Ibáñez Diseño de la colección: Estudio Camaleón Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad Fotomontaje de cubierta e ilustraciones: Strader
Instituto de Estudios Altoaragoneses Parque, 10 • E-22002 Huesca • www.iea.es
Imprime: Gráficas Alós D.L.: Hu. 362/2011 ISBN: 978-84-8127-244-4 Printed in Spain
LA VITRINA
EL CUARTO OSCURO Una mujer llamada Isabel se levanta el día de Año Nuevo muy temprano y, arrastrando los pies por el pasillo, como lo hacía su madre, va a la cocina a preparar un café. Está sola en la casa. La noche anterior se acostó a las diez, después de desconectar el teléfono y tomar un somnífero de color fucsia. Su hermano había insistido mucho: ¿Seguro que te vas a Madrid? No quiero que pases sola la Nochevieja. Si te quedas vienes a cenar a casa. Me disgustaría que estuvieras mintiendo, y mira que te conozco. Había insistido tanto que Isabel no respondió nada porque ya había decidido quedarse sola. Siempre ha criticado a su primo Aurelio porque se niega a celebrar las Navidades y los cumpleaños, y ahora ella hace lo mismo con el agravante de que no se atreve a decirlo. Su primo Aurelio suele decir que el año hay que empezarlo trabajando, que el trabajo es lo único que puede salvarte la vida. La vieja cafetera Oroley es muy lenta, quizás porque es un modelo antiguo y pesado, y tendrá más de
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cuarenta años, como la propia Isabel. Mientras el café se va haciendo, Isabel pone la lavadora y arroja a la basura las uvas que no comió la pasada noche. Siente una extraña satisfacción, como si estuviera quitándose un peso de encima. Después de desayunar, deshace la maleta y la mete en el cuarto oscuro donde antes revelaba fotografías y que ahora sirve como simple trastero. Un par de lentejuelas del vestido de fiesta han caído al suelo como dos gotas de sangre. Sin pensarlo mucho, se pone a ordenar las cajas que se amontonan en el cuarto oscuro y decide que ha llegado la hora de deshacerse de unas cuantas cosas. Todo lo que le era desagradable o le causaba zozobra ha ido a parar a ese lugar de la casa que siempre tiene la puerta cerrada. Su hermano permaneció horas allí encerrado durante su infancia por castigos paternos o maternos, y más tarde ella había pasado también muchas horas ante las cubetas y la ampliadora, hasta casi perder la noción del tiempo. El pasado está perdiendo consistencia, se está desemulsionando por momentos ante sus propios ojos, como una salsa que llevara días en la nevera.
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Apoya la escalera contra una alta estanterĂa que contiene decenas de cajas de zapatos. Le da miedo la altura, pero estĂĄ decidida a hacer una buena limpia.
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MOCASINES AMARILLOS Qué bonitas son estas botas. Y qué pena que no pueda llevarlas más a menudo. Quizás si probase con un pisa-fácil de esos que anuncian las aguantaría un ratito más. Recuerdo que las compré en Roma, en Via Veneto. Era el último día de las rebajas de enero y todo estaba a 60 euros. Las botas marcaban 600. Son tan estrechas, desde la punta hasta la pantorrilla, pasando por el tacón stiletto, que nadie había logrado ponérselas. El vendedor dijo que yo era como la Cenicienta, que solo a mí me valían y por eso estaban allí esperándome desde hacía tiempo. La caja la dejé en el hotel. Me habría gustado conservarla pero tuve que renunciar porque no cabía en mi maleta, y no pensábamos facturar ni comprar una maleta más grande. Me gusta ir ligera de equipaje. Nunca me han hecho rozaduras, y son suaves como un guante de tafilete. Lo malo es que no sé andar con más de seis centímetros de tacón. Me duele la espalda y el tobillo derecho a los pocos minutos. El tobillo derecho me lo fracturé siendo niña, en
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un accidente de tráfico. Después del impacto me encontré de pie en la carretera con los pies desnudos. Mis zapatos amarillos habían desaparecido. Eran unos mocasines que me gustaban mucho, iguales a los de mi hermana. Lo raro es que perdí incluso los calcetines, que también eran amarillos. El tobillo se curó pronto, sin embargo noto que se resiente con facilidad. Durante un tiempo se inflamaba constantemente y me daban una pomada pringosa, que ya no existe, con un olor raro. Algo así como Lasonil se llamaba aquel ungüento. Es extraña la memoria. Recuerdo tan claramente los zapatos amarillos que podría reconocerlos en cualquier parte, aunque hayan pasado casi cuarenta años. Mi afición por los zapatos no sabría decir de dónde viene. No creo que esté relacionada con el accidente. Una vez leí en una entrevista a Loquillo que se había vuelto adicto a los zapatos por el simple motivo de que no encontraba su número (demasiado grande para la época). Y empezó a comprar todos los que encontraba, le gustasen o no. Puede que a mí me sucediera algo parecido, aunque en mi caso habría sido por lo contra-
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rio, por tener un nĂşmero tan pequeĂąo que estaba dejando de fabricarse. No soy coleccionista de zapatos, solo adicta a comprarlos por temporadas.
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ZAPATILLAS TIGRE Suele ir descalza, aun cuando las baldosas de la cocina estén especialmente frías alguna de esas noches en que se levanta a beber agua. Al pie de la cama tiene siempre dispuestas las zapatillas que le regaló su marido un Año Nuevo Chino. Pero con las zapatillas le pasa lo mismo que con la foto del móvil —los ojos de su marido—, que la quita y la pone según lo contrariada que pueda llegar a estar. La distancia ha hecho mella en su relación. Cinco años de ir y venir todas las semanas se resumen en una especie de bucle vital que lleva tiempo sonando muy rayante, sobre todo para Isabel. No es que no tuviera ilusión por tomar las uvas los dos juntos en el apartamento de Madrid, pero llevaba días barruntando que algo no funcionaba bien. Cuando Michel la llamó desde Oviedo para decir que había perdido el avión, y que no llegaría hasta el día siguiente, no tuvo palabras para responder. Colgó y se echó a llorar, como muchas otras veces, y decidió entonces no tomar las uvas ni nada.
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Al principio las zapatillas le apretaban. Quizás es que eran de su número realmente y ya se había acostumbrado a llevar zapatillas uno o dos números más grandes. El estampado de tigre le había horrorizado al verlas pero luego, sin embargo, se convirtieron en las zapatillas más apreciadas que había tenido en toda su vida. Lo del tigre, según Michel, era por el horóscopo chino. Unas zapatillas de tigre para mi tigresa, había dicho ante la cara de sorpresa de Isabel. Nunca se acaba de conocer a las personas. También se sorprendió mucho aquella vez en que él le sugirió comprar un collar de perlas cuando ella había comentado en varias ocasiones que detestaba las perlas, y que daban mala suerte, y que aunque no fuera así nunca se pondría esas excrecencias sabiendo lo bien que le quedaban a su primera mujer. Puede resultar extraño, pero después de veintidós años de matrimonio Isabel no ha llegado a conocer en persona a su predecesora. Por eso fue la única que no se admiró cuando Fernando Fernán Gómez dijo que en cuarenta años no había vuelto a ver ni a coincidir con
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María Dolores Pradera, a pesar de que se movían en los mismos círculos madrileños. De alguna forma tiene miedo y prefiere tener miedo de un fantasma que de una mujer de carne y hueso, bastante guapa a juzgar por las fotografías que Michel le ha enseñado muchas veces, y a juzgar por los comentarios de algunos amigos comunes. Mejor saber lo justo, suele decirse a sí misma, para no reconocer que en realidad el tiempo no ha corrido a su favor. Sigue siendo la perdedora de esa batalla en la que no ha querido participar por cobardía. Veintidós años con un hombre que solo estuvo tres con la primera mujer, una especie de Rebeca que por desgracia sigue viva. Se siente una segundona acomplejada, una usurpadora a la fuerza, y una resentida contra sí misma porque no acepta el papel que le ha tocado en la función. Las zapatillas de tigre le dan algo de fuerza, la fuerza de una starlet, y quizás por eso las aprecia tanto.
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CHANCLETTES Lo mejor del verano son las sandalias. Me gusta ir con los pies al aire, mover los dedos, que se desperecen después de un largo invierno de encierro. No recuerdo haber puesto tantos pares en una sola caja. No recuerdo nada de estas negras de charol, ni de las marrones de cuero que no parecen ser de mi estilo. Las rojas sí, las reconozco como a un viejo amigo. Se ve que las llevé mucho. Las compré en Toulouse. Fue una excursión relámpago desde Saragosse. Me hacía ilusión ver mi ciudad rotulada en francés en cada rotonda, cuando circulábamos por las carreteras secundarias del sur de Francia. En realidad son unas meras chancletas sofisticadas. Tienen varias tiras cruzadas por el empeine, una flor en el pie derecho y un corazón en el izquierdo. Me estaban un poco grandes, así que por la noche, cuando refrescaba, los pies se me escurrían. Más de una vez no conseguía sujetarlas y de repente me veía caminando sin una de ellas, como en los sueños. En esa época me pintaba las uñas de color cereza picota y
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me ponía protección solar (pantalla total) para estar siempre muy blanca. La flor se perdió a los pocos días de comprarlas, por el roce del pantalón, supongo. Me costó encontrar otra flor parecida. Recorrí varias mercerías hasta que di con algo adecuado. Lo cierto es que la flor hacía mucho contraste con el corazón, que era de charol acolchado, y más que una flor parecía una estrella de mar aplastada. La pegué con esmero y ese verano ya solo llevé pantalones pitillos o piratas. Fue un largo y cálido verano, como de película. Sesteábamos bajo los sauces de las piscinas municipales, siempre con un ojo abierto para vigilar a los niños de Michel, que aún eran pequeños. Por las noches bebíamos cervezas en las terrazas. Las sandalias rojas me traen buenos recuerdos. En esa época empecé a llamarlo Míchel. A veces hablábamos en francés y eso a los niños les hacía gracia. A menudo siento una enorme aflicción por haber perdido a esos niños. Estoy segura de que fui la mejor madrastra del mundo. Con mis propios hijos, de haberlos tenido, no me habría esforzado tanto, y
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ahora seguiría teniendo relación con ellos. Con su padre apenas se hablan tampoco, más o menos desde que dejamos de pasarles la pensión alimenticia, cuando cumplieron veintitrés años de edad, tal como marcaba lo acordado en la sentencia de divorcio. Supongo que con su madre biológica siguen unidos, pues al final es todo lo que uno necesita en cuestiones familiares, una madre. Puede que las madres de verdad deban tener un collar de perlas.
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MERCEDITAS En la clase de gimnasia, entre las señoras de cierta edad con las que compartía tres horas a la semana, se puso de moda el calzado Masai, que tiene la suela curva. Que fuese un calzado tan caro amortiguaba un poco el diseño feote y estrambótico que lo caracteriza y que lo hace reconocible en un primer vistazo. Isabel compró unas merceditas negras de esa marca. No pidió descuento, a pesar de que sus compañeras se lo habían recomendado, pues conocían a la dueña de la zapatería que los vendía en exclusiva. Decían que endurecían los glúteos y que ayudaban a caminar más erguida. Las llevó seis meses seguidos, casi sin cambiarse de calzado. Y, como eran tan feas, tampoco se ponía vestidos ni faldas, solo pantalones vaqueros y jerséis largos de lana. Sentía una mezcla de fidelidad y empeño en el asunto, como si pudiera caminar contra un viento huracanado y frío que viniera de frente, avanzando con esfuerzo y sin detenerse a mirar atrás. Incluso le regaló a Michel un par, que él no llevaba con tanto entusiasmo. Cuando llegó el
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buen tiempo, compró unas sandalias azules de la misma marca, mucho más feas que las merceditas. Sus amigas se extrañaban de que ella, que tenía más de cien pares de sandalias —casi todas bonitas—, insistiera en ir a todas partes calzada con esas espantosas abarcas. Ese verano no se pintó las uñas de ningún color. Tampoco gastó dinero en ropa. Los niños ya no iban con ellos a la piscina. Se habían hecho mayores durante el largo invierno y casi no les veían el pelo. Compró también unas pesas verdes de un kilogramo cada una. Ya que estaba adquiriendo un discreto pero bien puesto culo, no podía descuidar los brazos y el escote. Todas las mañanas repetía una tabla de ejercicios frente al espejo, mientras escuchaba las noticias locales y miraba por el balcón los coches que se detenían en el semáforo de la esquina.
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ZAPATOS DE NOVIA Esa caja me parece que es la de los zapatos de novia. Me quiere dar un vuelco el corazón pero consigo retenerlo en su sitio. No sé si dejarlo por ahora, todo este asunto de los zapatos. Quizás no estén ahí. Ahora recuerdo que hace un par de años mi amiga Elsa me pidió el traje de novia para disfrazarse en Carnaval. Me pareció una buena idea, una forma fácil de deshacerme del vestido sin que me entrara mala conciencia. Era casi una tradición familiar que las mujeres de sucesivas generaciones guardáramos el vestido de la boda en un arcón en el que se iban depositando, unos encima de otros, como estratos de un terreno donde futuros geólogos podrían leer la evolución de la humanidad. Tanta importancia les dábamos a esas nimiedades como a los asuntos financieros por los que habitualmente nos rompíamos la cabeza. Mi madre llevaba unos zapatos idénticos a los míos el día de mi boda. Los suyos eran dorados y los míos blancos tirando a plateados. Eran de goma, traídos de Brasil, con un tacón alto bastante cómodo
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y una pulsera alrededor del tobillo. Los compramos juntas unos días antes de la boda. Una semana después de la celebración, mi madre notó que las uñas de los pies se le estaban poniendo negras, como si se las hubiera teñido. Solo al cabo del tiempo dedujo que eran los zapatos dorados los causantes de tal necrosis. No tuvo ningún dolor, pero las uñas acabaron cayendo mientras salían las uñas nuevas. Lo cierto es que, viendo las fotos de la boda, mi madre no parecía muy feliz. Tenía un gesto extraño todo el rato, no sé si de dolor o de disgusto, o de ambas cosas. Nunca me dijo si aprobaba o no mi matrimonio. No se inmiscuía en mi vida privada. No leía mi correo aunque lo dejara abierto, no hacía preguntas embarazosas, no daba su opinión ni consejos acerca de las relaciones y esas cosas. Sin embargo, yo tenía la impresión de que no le hacía gracia que me casase con un divorciado con hijos pequeños. En la familia de mi madre nunca se había dado ninguna separación ni divorcio, así que no sabía qué sentir en realidad. El día que me veía con los ojos llorosos me preguntaba si me pasaba algo. Yo respondía que no, que
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no me pasaba nada. Tenía la impresión de que no podía entenderme y ella, consciente de mi soberbia, no solía insistir. Sabía que pasado un tiempo le contaría cosas, un poco para acercarme a ella, un poco para hacerme la víctima cuando mi necesidad de consuelo era inconmensurable. Me sorprende comprobar que en la foto de la boda parezco realmente feliz, casi tanto como Michel.
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BOTINES DE ANTE Están muy desgastados, sobre todo en la punta y en el tacón. Pero a pesar de todo será uno de esos pares seleccionados para salvarse de la quema. Tienen algo de mosquetero, un aire romántico y aventurero que me pone de buen humor. Imagino los kilómetros que habré pateado con ellos, las ciudades que habrán pisado. Los compré en Madrid, y los llevé varios inviernos durante los cuales viajamos mucho: Berlín, Roma, Viena, Bratislava, Budapest, Milán, y también mis sitios habituales, Zaragoza, Barcelona, Huesca. Incluso por los caminos polvorientos de los Monegros he caminado sin torcerme el tobillo. Comprobé durante esos inviernos que los zapatos de punta afilada conservan mejor el calor. No se me enfriaban los pies y eso me parecía una especie de contradicción afortunada, pues cuando los compré pensé justo lo contrario, que eran demasiado finos y delicados para el clima de Aragón. Son marrones, como los ojos de Michel. Los volvería a llevar si no fuese porque la punta se ha pasado de moda.
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A Michel le gustaban. Decía que parecían diseñados para mí. Me daba pena ver cómo se iban estropeando. No volvería a encontrar un par igual y quería que me durasen años. Lo gracioso es que llegó un momento en que dejé de usarlos. Los tacones hacían demasiado ruido. La punta era demasiado puntiaguda. Y los guardé en el cuarto oscuro. Esta vez he buscado una caja apropiada para ellos solos y los he colocado encima de las sandalias rojas. A la hija de Michel le gustaba probárselos cuando aún era pequeña y calzaba el mismo número que yo. A mí no me hacía mucha gracia verla tambaleándose por el pasillo con mis preciosos botines de ante. De haber sido mi hija no se lo habría permitido.
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LA ESCAYOLA No sé por qué guardamos esto, dice la madre después de ver una fotografía tomada unas horas antes del choque. La imagen está descolorida por el tiempo. Han pasado casi cuarenta años desde entonces. La peor parada fue la niña mayor, que murió en el acto. Los demás apenas sufrieron heridas leves. El padre había hecho un adelantamiento temerario y el impacto, contra un camión que venía de frente, fue tremendo. Lo raro, realmente, es que no muriesen los otros cuatro. Isabel tan solo tenía un esguince en el tobillo derecho. Le pusieron una escayola que le quedaba floja. A los pocos días se la quitaba para dormir y por la mañana se la ponía para ir al colegio. El accidente la convirtió en la estrella provisional del curso. Todo el mundo la compadecía y estaba pendiente de ella. Subía en el ascensor reservado para las monjas con una monja que apretaba el botón, mientras el resto de las alumnas subía los cinco pisos por la escalera. Era extraña la sensación de entrar la primera en clase. Ser la primera le daba
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apuro, su anhelo era pasar desapercibida. Una de sus profesoras llamó a los padres para informarles de que su hija nunca levantaba la mano para responder a preguntas que con toda seguridad sabía. La madre se quedó perpleja y le riñó un poco. Luego todo siguió igual, hasta que se hizo mayor y aprendió a ser menos retraída. Pero las cosas sucedían con gran lentitud. Por las noches tenía miedo a la oscuridad y a la cama vacía de su hermana. A veces soñaba con ella y se despertaba sudando. Desde entonces, cuando tiene que dormir en hoteles, no acepta habitaciones de dos camas si viaja sola. Y si viaja con Michel también prefiere una sola cama. La distancia entre dos camas se le antoja un abismo profundo y peligroso. El padre sufrió una depresión nerviosa tras el accidente. Dejó de nombrar a la muerta y apartó de los álbumes todas las fotos en las que la niña aparecía. Con esas fotos el padre hizo un nuevo álbum que guardaba bajo llave en su despacho. También dejó de hacer fotografías durante una larga temporada, y cuando retomó la afición se dedicaba más al paisaje
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y a los bodegones. Isabel ya no se acuerda mucho de su hermana, pero piensa en ella cada vez que se pone tacones demasiado altos porque el tobillo derecho aĂşn se le resiente.
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BOTAS DE MONTAÑA No haber tenido hijos me obsesionó durante mucho tiempo. Michel me dijo una vez que yo no habría sido buena madre. Eso fue en medio de una acalorada discusión dentro del coche, a ciento cuarenta kilómetros por hora. Yo llevaba meses insistiendo en el tema. Él siempre me decía que no, que no quería más hijos, aunque los suyos ya fuesen mayores y ya los hubiéramos perdido prácticamente. En ese momento, camino de la montaña, me entraron ganas de arrojarme del coche en marcha. No es que quisiera matarme. Quería alejarme de él, huir de sus palabras, de esa frase que luego me persiguió como un sabueso porque no podía perdonarle, porque todo lo que él decía era artículo de fe para mí. Íbamos a pasar unos días en el sur de Francia y nos habíamos comprado botas de trekking iguales para los dos. A mí me hacía ilusión que nuestras botas fuesen iguales. Mis padres, en una foto de mi infancia que se hicieron subidos a un telesilla, van vestidos como gemelos: vaqueros azules con vuelta, camisa rosa fresa con amplias solapas en
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pico, chalecos de lana y botas de ante marrones. Mi madre además llevaba unas enormes gafas de sol y un pañuelo en la cabeza. El brazo de mi padre reposa sobre los hombros de mi madre. Los pies les cuelgan en el aire. Sonríen a la cámara. Son la imagen de la felicidad. La felicidad en el aire. Yo tenía el anhelo infantil de que un día mi marido y yo iríamos vestidos con la misma ropa. Me puse contenta el día que compramos las botas. Para mí significaban un buen augurio, que todo iría bien en ese viaje. No podía imaginar que la amargura se añadiera a la expedición, y eso que solía anticipar solo cosas malas. Las dejé en el apartamento de la montaña. Me las he puesto pocas veces. Estuve a punto de echarlas a la basura cuando vendimos el apartamento y nos deshicimos de la ropa de esquiar, de las tablas y de un montón de cosas que no podíamos almacenar en el piso de la ciudad. Pero las botas, a pesar del mal rollo que me daban, las quise conservar, quizás porque aquel viaje fue en realidad más agradable de lo que me empeño en recordar. O quizás por el simple motivo de que me recordaban a las botas de mis padres.
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ZAPATOS OVEJA Isabel mira a su alrededor. No sabe qué hacer con tantas cajas de zapatos. No ha revisado ni la quinta parte y ya se siente cansada. Quizás debería dejarlo todo así y marchar corriendo a buscar a Michel. Es consciente de que en este 1 de enero puede cambiar su vida. Cree que la decisión está en su mano, y eso es lo más peliagudo. Sabe que Michel piensa decidir por ella, que también esta vez él va a tomar la iniciativa. Imagina lo peor para que no la coja desprevenida. No se quedará con los brazos cruzados, no. Veinte años de amor no se pueden tirar por la borda como si nada. Debería haber una ley que lo prohibiera. Isabel lleva una pequeña dictadora dentro. Eres como tu abuelo, suele decir su madre. Su abuelo era un hombre melancólico. Todos temían sus rachas de ostracismo. Nadie sabía por qué una noche se acostaba normal y a la mañana siguiente se levantaba con el rictus contraído. Se pasaba días sin decir palabra. Le molestaban los ruidos, especialmente los portazos y las risas. También la música. Y que se le llevara la
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contraria. La peor época fue cuando tuvo que vender el ganado. No encontraba pastor para sus ovejas. Vino un camión de Burgos. Pusieron una rampa de madera y las ovejas fueron subiendo en fila, ante los ojos llorosos del abuelo. Su misantropía se agravó tras la desaparición del ganado. Para Isabel sus zapatos son como las ovejas para su abuelo. Sabe que tendrá que desprenderse de ellos el día que deje esa casa. Sabe que una absurda tristeza querrá instalarse en su corazón desde ese momento. Mentalmente ha empezado a despedirse de su pasado. No puede, sin embargo, desprenderse de sus zapatos preferidos.
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MOLAS COLOMBIANAS El que da lo que tiene luego lo ha de menester, solía decir mi abuela. La obsesión por guardar cosas, la mayoría inservibles, me viene por vía materna, no hay duda. Mi padre era más moderno. De vez en cuando se deshacía de trastos, papeles y libros, y parecía rejuvenecer en ese acto de soltar lastre. Parecía muy joven cuando murió, a pesar de que no volvió a ser el mismo desde la muerte de mi hermana. De las fotos nunca se deshizo. Se me heló el corazón cuando vi el álbum negro con las fechas y lugares escritos minuciosamente bajo cada imagen. Suelo preguntarme si mi padre habría congeniado con Michel. A veces pienso que sí, pero no estoy segura. A mi padre no le gustaban los colorines, por más que se empeñase mi madre —que era más psicodélica—. Él era un hombre de apariencia clásica, las camisas blancas le quedaban mejor que a nadie. De uno de sus muchos viajes a Sudamérica, Michel me trajo unos zapatos planos de tela hechos por indígenas kuna, o kunte, o algo así, aunque igual me confundo con Kunta Kinte.
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Nunca llegué a estrenar esos zapatos. De vez en cuando los saco de la bolsa y me parecen una obra de arte, pero no encuentro el momento de estrenarlos ni con qué combinarlos. Son tan llamativos que solo mi madre se atrevería con ellos, pero ella calza dos números más que yo. A mi abuela no le habrían gustado por el hecho de ser completamente planos. Le dolían las pantorrillas cuando se bajaba de sus tacones de 6 centímetros, los que llevaba siempre, hasta que murió. A mi padre le habrían horrorizado, estoy segura. Por la cabeza me ha pasado alguna vez la idea de instalar una vitrina, un armarito blanco de esos que
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se usaban como botiquín en las consultas de los médicos. Había uno en la consulta de mi padre y no sé por qué me lo traje a casa. Estuvo una temporada en el cuarto de baño y lo usaba para guardar toallas, pero era un estorbo y se lo regalé a un amigo de Michel que negociaba con antigüedades. Luego me arrepentí, y cuando lo quise recuperar ya lo había vendido. Es absurdo que esa vitrina botiquín siga ocupando un espacio de mi cerebro cuando ni siquiera había un sitio apropiado donde colocarla. Sin embargo, veo con nitidez su contenido, y el cristal muy limpio. Habría puesto en él mis pares favoritos, y entre ellos estarían las molas colombianas sin estrenar. Serían los zapatos más decorativos del mundo, sin lugar a dudas. También pienso a ratos que debería destruir esa vitrina que solo existe en mi cabeza. Me imagino golpeando el cristal con la mano del almirez de bronce que se usaba en casa para majar los ajos. Los cristales caen con gran estrépito al suelo y al interior de la propia vitrina. Y luego no sé cómo destruir los zapatos que siguen allí expuestos.
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TOPOLINOS En una revista de moda Isabel leyó que volvían a llevarse los zapatos topolinos. Esa expresión, topolinos, hacía mucho que no la escuchaba. En realidad se trataba de zapatos de cuña, altos por lo general, que llevaban las chicas liberales y criticadas por la sociedad conservadora de la posguerra española. Sus tías abuelas habían calzado topolinos en su juventud. Supuestamente eran de buena familia, en sus armarios guardaban ropas de hilo bordadas con sus nombres y acudían a misa y ese tipo de cosas. Pero los topolinos no estaban bien vistos, según cuenta Carmen Martín Gaite en Usos amorosos de la posguerra española. Tampoco estaba bien visto decolorarse el pelo ni pintarse lunares falsos junto a la boca. Sus tías eran así, un conglomerado de distintos tipos de mujer. Eran frívolas y devotas, elegantes y descaradas, amas de casa y tenderas, de piernas delgadas y buena delantera. A Isabel no le gustaban los zapatos de cuña, mucho menos si la suela era de esparto. Le parecía algo así como querer y no poder, querer ser de ciudad siendo
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de pueblo, querer ser moderna sin serlo realmente, querer sonreír todo el rato mientras las lágrimas quedaban dentro. Le daba rabia reconocerse en la ambigüedad de esa generación anterior a la de su madre. Querría ser más definida, más decidida, como su madre, que tenía claro quién era y cuál era su lugar en el mundo. Pero una y otra vez se estrellaba contra un cristal imaginario tras el cual solo habría, quizás, un enorme vacío. Al final compró unos topolinos de tela de cuadritos que se llevó puestos de la tienda. Después de ese día salieron del armario únicamente para ir a parar al cuarto oscuro. Isabel no era como sus tías, tampoco como su madre.
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DEPORTIVAS NEGRAS Las personas miedosas son capaces de grandes actos de valentía en un momento dado. Qué clase de momento es ese y por qué se produce no es fácil de averiguar. Isabel ha bajado de la escalera. Ha estado a punto de coger la maleta que deshizo hace apenas unas horas, pero luego ha pensado que con la bolsa de viaje tiene de sobra. La llevará al hombro y caminará más rápido por los andenes de la estación. Se ha puesto una mascarilla descongestionante en la cara y otra mascarilla hidratante en el pelo. Sus movimientos son precisos, de máquina bien engrasada. Un metrónomo marca un allegretto en su interior. Cuando todo está perdido todo está por ganar. Este súbito ataque de optimismo no le impide mantener el compás, que es constante, como si supiera de memoria la partitura y la hubiera ensayado una y mil veces antes. Se ha secado el pelo con la cabeza hacia abajo y luego ha pasado la plancha mechón a mechón. Para el colorete ha usado la brocha buena que le regaló su madre. Le ha venido a la cabeza la imagen de un
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George Clooney atípico haciendo de asesino a sueldo. No se ha puesto perfume. Saca del armario sus pantalones favoritos —unos viejos vaqueros que procura lavar poco para que no se desintegren—, la blusa negra satinada que le regaló su amiga Carmen y el pellizón de cordero con cremallera y muchos bolsillos. En Madrid también hace mucho frío por la noche, ha pensado mientras acariciaba la piel sintética que sobresale por el borde de la capucha. Suele ponerse con esa indumentaria unas botas marrones de plataforma, pero quizás sean un poco incómodas para viajar, y del todo inapropiadas si hay que acelerar el paso. Finalmente elige un par de deportivas negras que han aparecido en esta mañana entre otros zapatos y que había olvidado por completo. Las compró hace muchos años, quizás antes de conocer a Michel, incluso. Puede que las llevara el día en que se conocieron. Fue una noche cualquiera de invierno, en un bar de copas cualquiera, en un momento en el que podría haberse ido a la cama con cualquiera. La bolsa pesa lo suyo. El viejo espejo del armario ropero hacía mucho que no hablaba. En él se
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han mirado varias generaciones de mujeres inseguras y fuertes al mismo tiempo. Este día de Año Nuevo el azogue del espejo vibra como un espejismo, y le dice con voz ronca y algo malhumorada: «Eres la más guapa del reino».
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Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Gráficas Alós (Huesca) mientras el fin de 2011 se llegaba con silentes pasos felinos.
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HUNC SOCCI CEPERE PEDEM GRANDESQUE COTHURNI
Cristina Grande (Lanaja, 1962) es autora de los libros La novia parapente, Dirección noche, Naturaleza infiel, Agua quieta, Lo breve y Tejidos y novedades. Colabora con Heraldo de Aragón desde 2002. «En una revista de moda Isabel leyó que volvían a llevarse los zapatos topolinos. Esa expresión, topolinos, hacía mucho que no la escuchaba. En realidad se trataba de zapatos de cuña, altos por lo general, que llevaban las chicas liberales y criticadas por la sociedad conservadora de la posguerra española. Sus tías abuelas habían calzado topolinos en su juventud. Supuestamente eran de buena familia, en sus armarios guardaban ropas de hilo bordadas con sus nombres y acudían a misa y ese tipo de cosas. Pero los topolinos no estaban bien vistos».