La pequeña historia de Huesca. Glosas I

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LA PEQUEÑA HISTORIA DE HZTE S C: GLOSAS, I

JOSÉ ANTONIO LLANAS ALMUDÉBAR

Instituto de Estudios Altoaragoneses (Diputación de Huesca)

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Colección: «Cosas Nuestras», n° 19 Director: Ignacio ALMUDÉVAR ZAMORA Maquetación: Charo MARTÍN RODRÍGUEZ Corrección: Teresa SAS BERNAD Cubierta: G. diZianni Ilustración cubierta: Fototeca Provincial. Huesca Redacción y Administración: Instituto de Estudios Altoaragoneses C/. del Parque, 10 22002 HUESCA Depósito legal: HU-414-1996 ISBN: 84-8127-043-1 Imprime: Ediciones La Val de Onsera. Huesca


Índice

Cierra la posada del Peine de Madrid, tras una existencia de más de cuatrocientos años Las campanas de San Lorenzo sonarán desde hoy por un mecanismo eléctrico accionado desde la sacristía Un 14 de abril. Elogio y loa del púlpito Mi viejo amigo el confitero del pueblo El fenecido rosario de la Aurora Nostalgia de la vuelta a la escuela De San Miguel y de la sanmiguelada De las aguas y las fuentes Niños, tiendas y tenderos de principio de siglo De las ferias de San Andrés De la feria de las garitas Del mezclau y las tabernas Del Adviento y los nabos De los almanaques y calendarios Para San Antón de enero De la Candelera, San Blas y Santa Águeda De cuando los perros iban a misa

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Del glorioso san Matías Burlas a la omnipotencia o las perdices de don Pepito Del hielo y los helados. De por qué mi tío Anselmo tuvo que pagar un real por dejar de ser teniente de alcalde y de lo que por motivos análogos se tuvo que oír don Máximo Escuer Cillas y su noche de San Juan Del agonizante Nuevo Mercado Bancas, bancos y banqueros Se ha muerto mi amigo Ropasuelta Han quitado el nazareno de la túnica morada Cárceles oscenses El arca de Cillas pasa a la reserva El café Universal cierra sus puertas La primera Comisión de Fiestas en Huesca La Renfe suprime la «tercera» De los belenes De las tomas de posesión en nuestro Ayuntamiento. De la invasión de los bearneses y del bizarro obispo Cleriguech De las mieses y las eras Ir a Barbastro Inconvenientes de la fama De la desaparecida iglesia de Montserrat De los desaparecidos convento e iglesia de San Juan de Jerusalén Cementerios oscenses De la también desaparecida iglesia de la Magdalena De elecciones municipales Perrerías De mi amigo el labrador de la calle del Desengaño Setenta años de cines Riñas y pedreas Riñas políticas 6

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De cómo por amor también se riñe Bastones y varas De cuando la luz nos llegó por vía eclesiástica Del desaparecido arco del Obispo De la sala de la Limosna Del horrendo crimen de Chichón de Nueno De viejos tiempos y viejos comercios De antiguas fiestas del Pilar aquí y en Zaragoza Del interés oscense por la aerostación en el siglo XIX Del recién desaparecido cuartel de San Juan Del «día de quintos» De por qué estuvo Huesca más de treinta años sin guarnición Del robo del sagrario de la catedral y la desaparecida capilla de San Andrés De aquellas fiestas de pueblo

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Cierra la posada del Peine de Madrid, tras una existencia de más de cuatrocientos años'

Cada vez que se derrumba una reliquia del pasado, una nostalgia invade nuestro pensar y nos trae la evocación de tiempos y costumbres que día a día ceden a los imperativos del progreso. La posada del Peine mantenía en España la antigua usanza de la hostelería, en un abrir y cerrar sus puertas durante 400 años, si bien más de nombre, pues dado su emplazamiento en el centro de la capital a ella ya hacía años no llegaban arrieros, siendo más bien fonda de gente humilde y pueblerina; pero, no obstante, allí estaba desafiante en un Madrid de rascacielos y luces de neón. Uno, que en su juventud tuvo la dicha de ser huésped de la posada de las Cuatro Esquinas en Molina de Aragón, posada a la antigua usanza, amplio portalón, patio porticado, amplias cuadras, habitación encalada con ventana al patio, patio con olor a heno, cama de hierro y de hierro el aguamanil con jofaina de porcelana y desagüe por la dicha ventana previo el «agua va» de rigor. Mesa redonda y bien surtida, presidida por su dueño, el señor Elías, y servida por su opulenta y pulcra esposa. Alrededor de ella: chalanes, bolicheros, viajantes y los últimos arrieros de la serranía. En los platos, cocido y «tajás», almendras tostadas de postre, botijo y porrón, café de puchero y cazalla a discreción en la sobremesa. Uno, que tuvo la ventura de compartir mesa en la posada de Terzaga con el cura de Taravilla, Rasgatelas de Checa, el Capador de Orea y el De la prensa nacional. 9 Índice


Fajero de Peralejos, algo así como cenar con Platón, Creso, Esculapio y Mercurio, no puede remediar el sentir nostalgia de las posadas. En 1499, cuando los Linares, bandoleros que habían robado las reliquias de los santos Justo y Pastor, llegan a nuestra ciudad se alojan en una posada al lado del Temple. En el siglo XVIII sale a relucir un tal Tomasón lo Chaqués, arriero y posadero, y cuando llegó la Guardia Civil en 1846 se hospedó en la posada del Pacharel. Posadas menos localizables que las que llegaron a nuestros días, tan acreditadas como la de San Miguel en la calle de Heredia, la de Laviña en la plaza de Santo Domingo, la de Garzo en Zarandia, las de Mangueta y El Pequeñín en las Herrerías, la de Excusacenas en Peligros y enfrente La Posadeta, la de Fajarnés en la plaza de Zaragoza y un sinfín de ellas de mayor o menor importancia distribuidas a lo largo del callejero de la ciudad. Posadas que hablan de un Huesca de carros y reatas de burros, de diligencias y tartanas, del animado fluir de una comarca que para bien o para mal se ha despoblado, de una Huesca más comarcal que provincial, de una Huesca que colgaba los tableros de sus tiendas, cuando el último arriero volvía grupas y se perdía en la niebla enmarcada por los gigantescos olmos de la carretera de Barbastro. Posadas como la de Coles, en la que por 15 céntimos se albergaban amo y cabalgadura con derecho a pienso, asiento a la lumbre y un gran plato de coles a la cena, o como la de Excusacenas, a la que la maledicencia atribuía andar remiso el posadero a la hora de esta comida, si bien su dueño justificaba la ausencia alegando que la comida era tan copiosa que no daba lugar a cenar. Posadas como la de Fajarnés, que casi llega a nuestros días junto con la fama de su «arroz con leche». Posadas, en fin, desaparecidas que fueron hitos en el cotidiano vivir de la ciudad y que han ido cediendo al tiempo como lo ha hecho la del Peine de Madrid. Al recuerdo nostálgico de tiempos felices, uno el de este sacrificado gremio que sirvió a la ciudad y que se inmoló desapareciendo, para que de sus cenizas surgiera nuestra moderna hostelería orgullo de los oscenses. Huesca, a 24 de marzo de 1972. 10 Índice


R S.: De todas las posadas citadas, tan sólo resta el edificio que cobijó a la del Pilan en la calle del Cedro; la del Centro, convertida en confortable hostal, y la de Mangueta, que fue muchos años hotel San Lorenzo y hoy totalmente reformado ha pasado a ser hostal San Marcos. Huesca, verano de 1994.

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Las campanas de San Lorenzo sonarán desde hoy por un mecanismo eléctrico accionado desde la sacristía

Por primera vez en nuestra ciudad se implanta este práctico sistema que también va a ser adoptado en la catedral, sistema cómodo y eficaz que no va a dejar sin pan a campanero alguno, pues precisamente si se instala es porque hoy nadie quiere ganárselo tocando las campanas. Crisis en una profesión ancestral, en trance de desaparecer. Y decimos ancestral pues ya en 1302 era célebre en Huesca la familia de los Campaneros. Moraban éstos en solar propio de la calle de Santiago, llamada por eso entonces y aún arios después de Campaneros. Familia importante que en este ario donaba 3.000 libras para las obras de la torre y a cambio el cabildo cedía a don Juan Martín la capilla de San Juan Bautista situada debajo de ella, en lo que hoy es antesala de la capitular, concediéndoles enterramiento en ella y privilegio de abrir puerta a la calle y aun de usarla estando cerrada la principal. Suponemos que los miembros de tan privilegiada familia, que se extingue sin descendencia en 1569, serían más bien campaneros honoríficos y los que tañerían serían sus criados. Campanero celestial fue el que hizo sonar solas y a rebato las de San Pedro en noviembre de 1499, cuando siete ladrones de Used llegan a la ciudad, con los cuerpos de san Justo y san Pastor, robados en Nocito, por cuenta de la ciudad de Alcalá de Henares. Menos misterioso es el que años después, en 1510, hace Pablo el Campanero al advertir ruidos en la 13

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iglesia y capilla de los Santos para avisar al pueblo de que se intenta otra vez el robo. Campaneros ya muertos como Juané el Sillero, Aquillué, Royo, Calvete padre, Cebolleta o Alejandro el Sastre. Campaneros como Lorenzo Rivarés, que hacía hablar a las campanas y que aún las haría hablar ahora si las torres no tuvieran !antas escaleras. Como Calvete hijo, actual titular de todas las torres, criado en la de San Lorenzo, hijo de campanero y enamorado de la profesión que aún hace sonar todos los domingos las de San Pedro, uno de los juegos más afinados de la ciudad. Heredero en activo de don Juan Manuel de la catedral, de Pablo el de San Pedro y, por qué no, de los ángeles que tocaron a rebato cuando el frustrado robo de las reliquias. ¿Cuándo tienen su origen los peculiares toques de Huesca? El doctoral Novella dice que en el siglo XIV las campanas carecían de badajo y se las tocaba golpeándolas con leños. Con este dato y con la cantidad de campanas que se funden en el XVII podemos situar en los finales del XVI la implantación de los toques actuales, que requieren volteo y campanas fundidas con sonidos acordes. Son, estos toques, únicos, no hemos podido oírlos en ningún otro punto. Pasan de la treintena, los hay para cada ocasión y dentro de esta variación según clase o tiempo. No es lo mismo el de misa mayor en domingo que el de diario, ni el de Pascua que el de Cuaresma, tampoco lo es el de difuntos, si por seglar, si por sacerdote, si por obispo, con variantes al caso. El toque de coro a la tarde era un alarde de sincronismo entre torre y coro. El último repique marcaba justo el inicio del Deus in adjutorium y más adelante, en llegando al Benedictus de laudes, el sonar de las campanas indicaba a las caseras el momento exacto de poner el chocolate de merienda al fuego para que cuando llegase el señor estuviera en su punto. Toques que el tiempo fue mermando: desaparecieron el ángelus, el triste de ánimas, el de perdidos, que aún se tocaba el siglo pasado con campana específica, el del alba..., toques que hacían necesario que el campanero habitase en la torre, en las que aún quedan vestigios de habitaciones. 14 Índice


El fallecido deán don Ramón Abizanda me habló en varias ocasiones de que grabar en magnetófono todos los toques de la catedral sería una verdadera antología. Aún estamos a tiempo de complacer su deseo y no estaría de más hacerlo, pues el repique eléctrico es cómodo, práctico y, tal como están las cosas, casi indispensable, pero le falta lo que le sobra a Rivarés y a Calvete: alma. Huesca, a 7 de abril de 1972. P S.: El bueno de Lorenzo Rivarés nos dejó hace años, ya están electrificadas las torres de San Pedro y Santo Domingo; a Calvete, jubilado, sus achaques no le permiten ejercen con él desaparece la profesión en la ciudad y, en cuanto a la grabación deseada por el bueno de don Ramón, la ha hecho completa Calvete, junto con un libro que ha publicado. Huesca, verano de 1994.

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Un 14 de abril

Nada especial habrá dicho a muchos el paso del 14 de esta variopinta primavera y sin embargo un día tal es fecha histórica en los anales de la historia patria. El día 14 de abril de 1931, después de unas elecciones municipales de dudoso resultado, la nación se adentraba gozosa en la Segunda República. Huesca, ciudad siempre fría, no la recibió con la algazara madrileña, ni siquiera con las tracas de nuestro Levante, se limitó a eso, a recibirla. Alegría en algunos, menos en otros y un «a ver qué pasa» no sin cierta preocupación en los más. No faltó aquí la manifestación de rigor, con los viejos republicanos a la cabeza, don Roque Bescós tocado de gorro frigio, banderas tricolores y la Marsellesa, himno de todos los republicanos del mundo, con aquella improvisada letra de «Si los curas y frailes supieran la paliza que van a llevar, subirían al coro cantando libertad, libertad, libertad», que hacía de himno nacional en tanto se proclamaba como tal al de Riego. Huesca contribuyó, sin querer por supuesto, con dos cosas importantes a la República: la primera el himno de Riego, que no es sino la música del ball o dance de Benasque, que se sigue tocando todos los años por San Marcial en esta villa. Música que se dice complació a Riego en su destierro benasqués y adoptó para canto guerrero de sus sediciosas tropas. La segunda, el estar aquí enterrados los mártires de la causa, Galán y García Hernández, que hizo de Huesca un verdadero santuario de la República.

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De los más diversos puntos de la península llegaban peregrinaciones cívicas. Cada día arribaban autobuses repletos de tricolores, barretinas, gorros frigios y niñas vestidas de República. En el cementerio, discursos y soflamas de republicanismo, después ofrecimiento de ramos y coronas y para acabar un obligado paseo por la ciudad. En el ceño de esos visitantes de barretina y alpargata miñonera, se podía leer la grave insinuación de «¡Asesinos!». Revisión del proceso, proyecto de un gran monumento, efigies de Galán y García Hernández en cuadros y banderas, incluso insignias de solapa, hasta un disco en que con gran teatralidad se revivía el fusilamiento. Para completar la lista se rodó una película de la sublevación en la que por cierto debutaba en el séptimo arte el entonces y aún hoy taxista oscense Teodoro Lapiedra, más conocido por otro grasiento apodo que me callo por temor a represalias. Éste no hacía en la película sino repetir el papel que en realidad interpretó como conductor del automóvil que llevó al general Lasheras, pues, aunque hoy a 41 arios vista resulte cómico, este general fue a repeler a los sublevados en taxi. Resta de todo esto el recuerdo de una pesadilla a los que la vivimos y en el cementerio los cuerpos de Galán y García Hernández, el primero en el civil y el segundo en el católico. Pareció una deserción a muchos republicanos el que García Hernández muriera católico, aminorando su figura ante la de Galán, cuya tumba fue y aún es más visitada. Tumba que en circunstancias misteriosas amaneció un buen día destrozada poco antes de estallar el Movimiento. Cuando me hice cargo del cementerio ordené la cubriesen con una losa nueva, con lo cual está decorosa a la vista de los curiosos o recalcitrantes que la visitan. He sido testigo de muchas de estas visitas, que suelen ser de catalanes o exiliados que vuelven de Francia, y se suelen desarrollar con un ritual que admite pocas variaciones. Preguntan por Galán y, cuando son llevados a la tumba, suelen pasar un rato en soliloquio, mascullando frases como «¡Qué vergüenza, cómo te tienen!», repitiendo una y mil diatribas a veces salpimentadas con tacos y blasfemias.

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En una ocasión me molestó tanto oír a un viejo catalán que no paraba de blasfemar que le dije al portero lo hiciera callar y éste, muy convencido, me contestó: «Ya lo hi sentido hace rato, pero como lo hace en catalán y además está en el cementerio civil...». Al bueno de Casales le parecía hasta cierto punto lógico que si en el cementerio católico se rezara, en justa reciprocidad se blasfemara en el civil. Huesca, a 14 de abril de 1972.

P. S.: Teodoro Lapiedra, cuyo mote hoy descubro era conocido por el Mantecas debido a su delgadez, vive y aún recuerda su odisea. Casales, el conserje del cementerio, murió ya hace años. El cementerio civil, ya en mis años de alcalde, fue incorporado al común derribando la tapia interior que lo separaba; no obstante, en respeto a la voluntad de los que allí quisieron reposan no se entierra en él. Huesca, verano de 1994.

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Elogio y loa del púlpito

En la misa de San Jorge, mosén Pueyo dijo el sermón en el púlpito. Púlpito, del latín pulpitum: estrado o tablado. El diccionario lo define como pequeña plataforma o estrado con «tornavoz» que se usa en las iglesias para predicar. La Iglesia lo llamó hasta hace poco sagrada cátedra o cátedra del Espíritu Santo y dijo que hasta hace poco pues hoy ya no se lee ni se oye esa antaño habitual frase de «ocupó la sagrada cátedra» y, en cuanto a la segunda acepción, parece ser según dicen que el vivificador habla por la prensa contestataria, no precisando ya de su tradicional tribuna. Los primeros tiros de la reforma litúrgica se dirigieron contra los púlpitos. Dejó éste de ser una de las partes sagradas del templo, con su rito especial de bendición y del que simbólicamente tomaban posesión párrocos y canónigos, al hacerlo de su prebenda. Se arremetió con saña contra ellos y en menos de tres años hemos visto desaparecer los de la catedral, San Pedro y casi todos los de los conventos. Verdad es que poca obra de mérito había en estos últimos, pero los de la catedral eran sobrios y elegantes aunque no fueran con su estilo y menos aún el de San Pedro, obra hecha en gótico por el artista local don Francisco Arnal. El también gótico que doña Agustina Ena donó para la capilla del Santo Cristo ya no debió ni ponerse, era más artístico el sencillo ambón (púlpito portable) que se colocaba donde era menester. Del conjunto de los que tuvo y se conservan en la ciudad tan sólo son de especial mérito: el de Santo Domingo y el de yesería mudéjar de la sala de la Limosna de la catedral. 21 Índice


Restan aún el de la Compañía y uno de los dos que tuvo San Lorenzo, al que se le ha quitado el tornavoz, privándole de su gracia. Mosén Pueyo dice bien sus sermones, tiene larga ejecutoria de orador, avalada en toda la geografía de la península, y le va bien el púlpito. Sabe decir y sabe cómo colocar las manos en cada fase de su dicción, sabe sincronizar las palabras con la postura adecuada y funde palabra y gesto, frase y movimiento con tal armonía que gusta tanto oírle como verle predicar. Heredero del tradicional bien exponer del cabildo oscense, digno sucesor de excelentes oradores como don Benito Torrellas, más monocorde, pero de dicción tan penetrante que aún es deleite escuchar sus sermones grabados en hilo magnético, más asequible y más quieto que el magistral González, el profundo teólogo. Voz más templada que la del magistral Muniesa, a quien escuchaban en primera fila sin perder palabra Silvio Kossti y don Pedro Montaner, librepensadores al uso de la época. Cientos de sermones a la clásica han oído estos oídos pecadores, con el clásico oscurecer el templo corriendo negras cortinas en los ventanales, para que en la penumbra sólo brillara el púlpito y su ocupante. Sermones con exordio, exposición e imprecación final, en la que caían de rodillas predicador y feligresía, algunos impresionantes como la meditación sobre la muerte del capuchino fray Escalante, que sin estrépitos ni gestos acabó con un «y después nada...» que dejó helada a la concurrencia. Arte difícil fue el predicar en el que se admira lo bueno y nunca se perdona la menor falta. Predicaba un joven misacantano en la fiesta de «La Malena» en la desaparecida iglesia de la calle de Pedro IV. Era su barrio, tenía empeño en hacerlo y en hacerlo bien. El comienzo fue bueno, pero a mitad un inoportuno lapsus le hizo quedar callado sin saber cómo seguir. El silencio fue sepulcral hasta que fue roto por el vozarrón de un familiar suyo, que le increpó: «¡Si no sabes pa qué te pones!...». El celebrante entonó el credo. No tiene nada uno contra las actuales homilías, leídas al amparo del atril y ayuda de micrófono. A veces se habla mal de ellas y algunas han levantado polémicas. Por lo que se refiere a nuestra ciudad, suelen ser

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conectas y, escuchándolas con el ánimo más dispuesto a aprender que a criticar, resultan fructuosas. No obstante, reconforta oír de vez en cuando un sermón a lo clásico, sermón de deberes, no de derechos, de recriminaciones, no de halagos, predicado en púlpito, sin apoyaturas de micrófono y atril. La oratoria, además de disciplina académica, es bella arte y el orador por tanto artista y por eso me gustó oír el sermón de mosén Pueyo en San Jorge. Huesca, a 30 de abril de 1972. P S.: Ésta fue la última vez que en la ciudad se dijo un sermón en púlpito. Mosén Pueyo ya falleció, el púlpito de la sala de la Limosna yace entre escombros, si es que yace. Los de San Lorenzo y la Compañía fueron retirados. Resta el de Santo Domingo y por supuesto el de la ermita de San Jorge. Huesca, verano de 1994.

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Mi viejo amigo el confitero del pueblo

En mi infancia conocí y traté a un confitero de pueblo. Difícil es imaginar cómo en nuestros pueblos, tan cortos de gentes como de dineros, esta profesión podía subsistir, pero lo cierto es que en esa época muchos pequeños pueblos tenían su confitero. Mi amigo no hubiera desentonado en un cuadro del Greco: estrecho de cuerpo, semblante alargado, más aún por entrecana barba de seis días, largo guardapolvo de color indefinido y en la cabeza una gorrilla negra que con cierta imaginación y arrugas convenientes bien pudiera pasar por ser la de Felipe II. Era tan maestro en el arte como sigiloso de su ciencia y, de los años que lo traté, sólo dos cosas saqué en claro: la primera, que en confitería clásica no se habla de azúcar, sino de azúcares, a saber: melaza, negrilla, blanquilla, blanca, pilón y cande, cada una de ellas con uso específico. El conocer azúcares y su correcta aplicación es media ciencia de la confitería, decía siempre mi amigo. La segunda o segundas nunca me las dijo. Vi, eso sí, una de las pocas veces que pude acceder a su obrador, unas cáscaras de huevo en un rincón de la pieza. Malas lenguas atribuían la antigüedad de éstas a la fundación de la casa. Las mismas malas lenguas murmuraban de misteriosos y frecuentes viajes a Barbastro en los que adquiría extraños productos, que traía envueltos en gran pañuelo paquetero y, en el súmmum de la maledicencia, llegaban a asegurar que de paso por Peraltilla compraba yeso (el yeso de Peraltilla fue siempre muy afamado) para hacer peladillas y confites. Calumnias y más calumnias, 25 Índice


pues sus dulces, si por algo brillaban, era porque tenían todo el sabor de las cosas puras y naturales. Hombre de estrecho vivir, austero, de austeridad rayana en la avaricia, capaz de estar batiendo una clara de huevo 24 horas para sacar de ella dos docenas de merengues o de andar veinte kilómetros para ahorrarse el real que costaba el auto de línea. Tenía el obrador en un cuarto bajo de su casa, al que se accedía directamente por el patio. Habitación grande y encalada, con ventana enrejada al corral. Por el suelo, sacos y saquetes. En los anaqueles, tarros, orzas, cazos, rodillos, morteros, calderos y creo que hasta un pequeño molino de mano. Pulcritud y orden y, como es natural, tratándose de él, ni el menor resquicio de cosa aprovechable sobre mesa o suelo, a no ser las susodichas cáscaras de huevo. Moscas, muchas moscas, millones de moscas, eso sí, a pesar de su gran cuidado. Glotonas moscas pueblerinas ávidas de dulce que le asediaban en su trabajo e incluso a veces se colaban solapadamente en sus confituras. El público, que no perdona, y, aunque fuera infrecuente, le apodaba Confitamoscas. Tarlatanas de color rosa, espantamoscas (penacho de tiras de papel de seda sobre delgada caria), trampas de cristal con vinagre en el fondo y asquerosas cintas atrapadoras colgadas del techo, eran los cortos medios de que disponía en su campal y diaria batalla, medios bien pobres para tal legión de atacantes; así que, si alguna vez sucedía lo que sucedía, disculpas y una mil tenía mi buen amigo. Mi primo el seminarista, socarrón y algo mayor que nosotros, desde esa autoridad que confieren cuatro arios más, nos hacía creer que lo de las moscas en los pasteles no era mero accidente, sino parte muy importante y sabor especialísimo de las confituras y que, al objeto de que nunca le faltase tan esencial materia, confitaba moscas en verano para poder incluirlas en sus preparados del invierno. ¡Cuántas veces nos hacía mirar por el ojo de la cerradura del obrador a una olla tapada con una baldosa en la que aseguraba se guardaba tan extraña confitura! La confianza que nos merecía el confitero hacía que nos resistiéramos a creer tal cosa, pero, si en llegando la fiesta del pueblo salía 26 Índice


a la mesa algún pastel con mosca, mi pobre primo preguntaba, retador: «¿Moscas vivas en diciembre?...». Y nuestras dudas aumentaban. De su obrador salían peladillas blancas y de color rosa para bautizos, bizcochos de canela para embarazadas y recién paridas, tartas de blanco merengue para bodas y pastas de almendra para velatorios. En todas las alegrías y duelos del pueblo se hallaba presente mi amigo el confitero a través de sus obras. Amas de casa lamineras eran clientes de diario y acudían a su tienda eludiendo la luz del día, a escondidas de sus maridos, como el que hace cosa mala, y muy buena no debía de ser, pues siempre se dijo en el Somontano: «Dueña laminera, casa en ruina». No conocí persona alguna, incluida su familia, que estuviera en el obrador en tanto él confitaba. Su trabajo, solitario y misterioso, no quería testigos y lo realizaba bajo llave, como bajo llave guardaba sus confituras y bajo llave sus secretos, que se llevó con él a la tumba. De mayor volví al pueblo y quise saludar a mi viejo amigo. Llamé a su puerta y una moza me dijo que no estaba. Insistí y me manifestó ruborizada: «Bueno, estar, está, pero está confitando...». Pasado el tiempo leí que la doncella de don Eugenio d'Ors había excusado a su señor con algo parecido: «El maestro no puede recibirle; está pensando». Al leer esto no pude por menos de recordar a mi amigo el confitero y uní mentalmente los dos conceptos: confitar y pensar; dos deleites inefables, uno para el cuerpo y el otro para el alma. Dos formas de trabajo que no admiten abstracción, con la única y gran diferencia de que los pensamientos de don Eugenio no han perecido, como las confituras de mi viejo amigo, para desgracia mía y de las moscas pueblerinas. Huesca, a 7 de mayo de 1972.

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El fenecido rosario de la Aurora

De la desaparecida iglesia del Espíritu Santo, en la confluencia de la calle de Ramiro el Monje con Goya y hasta cerca de 1870, en que ésta se cierra por ruina, salió el rosario de la Aurora. Parece a primera vista raro que, habiendo en la ciudad desde el siglo XIII convento de dominicos, no estuviese vinculado el rosario a la iglesia de esta orden, promotora histórica de la devoción. Pero, si ahondamos un poco en la historia, veremos que al ordenar Pedro IV en su guerra con Castilla el derribo del antiguo convento de Santo Domingo, que al estar situado fuera y enfrente de la muralla de la ciudad pudiera ser baluarte desde donde atacarla, la comunidad de predicadores pasa a morar en el hospital del Espíritu Santo; por lo tanto, a regentar su iglesia, permaneciendo en este provisional alojamiento los largos arios en que se tarda en reedificar el convento de Santo Domingo. Se puede pensar o que los dominicos llevaron a su iglesia provisional la vieja devoción o que, estando en ella, se implantó; sea uno u otro, el caso es que arraigó tanto en ella que allí quedó por siglos afincada. Este rosario, que sufre los vaivenes políticos del quinquenio 1865-1870, fue durante largos años diario y salía prácticamente con noche cerrada, recorriendo las callejas de la ciudad sin más luz que la que le proporcionaban sus faroles y las velas de los fieles. Retorna el rosario del Alba en 1895, año en que finaliza el azote de la peste que ha diezmado la ciudad. Hubo, como es lógico en la época, rogativas y acciones públicas de gracias y, aprovechando este resurgir del 29 Índice


sentimiento religioso, un grupo de fieles se dirigió al obispo Onaindía para que restaurara la piadosa costumbre. Gustosísimo, el obispo accede y vuelve el rosario matutino a las calles, partiendo de la iglesia de San Lorenzo, en la que habría de permanecer hasta su total extinción ya en nuestros días. Son éstos los buenos años del rosario, con masiva asistencia de fieles. Tiempos de don Raimundo Vilas y de su hijo Antonio, tiempos de religiosidad extremada y también, por qué no decirlo, de sectarismo y revoluciones; por eso la reaparición del rosario, que entusiasmó a muchos, no fue del agrado de otros y la primera reedición fue apedreada a su paso por el Coso. No pudo haber mayor acicate para los fieles que esta pedrea y cada domingo se multiplicaba la asistencia, los revoltosos lo tuvieron que dejar por imposible y, salvo aislados incidentes, el rosario llega apacible a nuestros días. Ya que han salido a relucir incidentes, el más sonado ocurrió a principios de siglo en la plaza de San Voto. Un grupo de borrachos, siempre se dijo que azuzados por mano oculta, se interpuso a la altura de esta plaza en su pacífico discurrir, gritando: «¡Alto el rosario!». Los hermanos Campaña, nacidos Guillén y llamados así por haber casado uno de ellos con la viuda de Campaña, hombres de tan hercúlea constitución como exaltado fervor, que eran los que abrían marcha con los faroles, al oír el alto inquirieron: «¿,Quién lo manda?». «¡Yo!», contestó el borracho avanzando hacia ellos a cuerpo limpio. En mala hora aceptó tal responsabilidad, pues aún no se había extinguido el eco de su extemporánea voz cuando yacía en el suelo, ensangrentado y con los faroles incrustados en su cabeza. Lo que siguió es fácil de suponer, pero el rosario poco después, a falta de faroles y con ligero retraso, entraba en San Lorenzo como si no hubiera pasado nada. Mosén Demetrio Segura, uno de los pocos testigos presenciales de la batalla, siempre decía que a consecuencia de este incidente una rara epidemia de reuma debió de prender sobre los devotos asistentes, pues el domingo siguiente todos asistieron con bastón. La República del 31 privó al rosario de salir a la calle y se siguió 30 Índice


celebrando en el interior de la iglesia, con estandarte, faroles y cánticos, hasta que los primeros fervores del Movimiento lo sacaron de nuevo, entre cañonazos y rugir de aviones. Muerto su padre, don Antonio Vilas, estandarte en mano, presidía estos trágicos y fervorosos rosarios de la guerra. En mi afán de que no me cuenten las cosas, yo también fue asiduo del rosario, asiduo y con capa, que es como se debe ir. Un rosario que ya no era ni sombra de lo que fue. Con los dedos de la mano se podían contar los hombres que íbamos en él: el relojero Nogués, el carpintero Larruy y don Antonio rompían marcha con faroles y estandarte. De don Blas Mompradé y Canuto dependían los faroles zagueros, con tal personificación que, si faltaba alguno de ellos, el farol quedaba indefectiblemente en la iglesia. En las filas y conmigo, algún devoto ocasional, viejas «mantonudas», menos viejas y alguna joven con atuendo monjil. Mosén Laviña, con monocordia rauda e ininteligible, llevaba el rezo y doña Dora Abad (Dorita la Párroca) suplía con su varonil y destemplada voz el otrora importante coro. A voz en grito vociferaba, más que cantaba, aquello de: Para subir al cielo las almas buenas, los misterios del rosario son escaleras. A lo que respondíamos todos con fervor tridentolepantino: ¡Viva María!, ¡ viva el rosario!, ¡ viva santo Domingo, que lo ha fundado! Letrillas las había para todas las ocasiones y tiempos litúrgicos. Mosén Juan Latre a principio de siglo las había compuesto. Doña Dora, a pesar de su temperamento fuerte, no dejaba de tener su humor, un humor cáustico, y cuando pasábamos por las calles bajas entonaba aquello de: Labrador perezoso, vístete aprisa, que después del rosario sale la misa. 31 Índice


Indirecta a los labradores que habían dejado la costumbre de sus padres y que, si no conseguía activar un remordimiento de conciencia, por lo menos les fastidiaba el sueño. En mi ánimo de una justa distribución social de cargas, propuse a doña Dora que, si al pasar por las calles bajas cantaba aquello del «Labrador perezoso», al pasar por los Porches entonase la coplilla de Borja: El rosario /'Aurora es pa los pobres, que no tienen pan, que los ricos están en la cama tocándosen la tripa de farros que están. «No, no cabe esa letra en la música, hijo», contestó a mi sugerencia, aunque estoy seguro de que doña Dora en privado haría sus ensayos para adaptarla, pues no le cayó mal eso de soltarles alguna «peladilla» a los ricos. Cuando los padres jesuitas tuvieron la no muy feliz idea de retirar la imagen de san Vicente de la presidencia del altar mayor de la Compañía y colocarla en la parte superior, muchos oscenses se indignaron de esta vejación al santo local en su propia casa. Unos días más tarde, en las reformas de San Lorenzo, se retiraba el retablo de san Orencio y trasladaba a capilla cercana a la puerta, para colocar en su lugar a la Virgen del Amor Hermoso. Este hecho, que aunque en menor grado despertó también comentarios, colmó la paciencia de doña Dora y su santa y oscense indignación rompió el silencio en el preciso instante de entrar el rosario en la iglesia, vociferando desafiante la siguiente letrilla: A san Vicente bendito lo suben al trastero y al bueno de san Orencio lo ponen de portero. Don Antonio Vilas dejó el estandarte y, como un energúmeno, se lanzó sobre ella para hacerla callar. Mientras pugnaba en ello, tapándole la boca, doña Dora se deshacía de él a zapotazos, cosa que no le costó gran esfuerzo dada la desproporción de «tamaños», y cuando quedó libre, aira32 Índice


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da y desafiante, se dirigió hacia la puerta y levantando los puños rugió: «¡Me callo y me voy, porque en Huesca ya no hay hombres!». El portazo más estridente que la iglesia de San Lorenzo conociera rubricó su aserto. Mientras don Antonio, jadeante, tomaba aliento y estandarte y sollozó más que cantó con su vocecilla aguda el más emotivo «¡Viva María, viva el rosario!» que jamás oí en mi vida. Canuto me guiñó el ojo y yo le contesté con ese ordinario pero gráfico gesto de sacudir el puño cerrado con el pulgar extendido que por aquí suele interpretarse como el no menos ordinario «¡Toma castaña!». Porque doña Dora, para Canuto, para mí y para muchos oscenses, estaba llena de razón. Lo que no imaginé en ese momento es que el rosario tenía sus días contados; de haberlo intuido, mi propuesta hubiera sido que éste fuera el último. Total, año más ario menos, daba lo mismo y por lo menos de una vez para siempre el rosario de la Aurora hubiera acabado como tenía que acabar: como el rosario de la Aurora. Huesca, a 18 de junio de 1972.

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Nostalgia de la vuelta a la escuela

En estos días en que los escolares vuelven a las clases, la nostalgia hace presa en el ánimo de los que ya vemos lejanos esos días. Días de ilusiones y de disgustos. Ilusión del reencuentro con los amigos, de conocer a los «nuevos», a los que por aquello de que todo lo nuevo place no dejábamos en paz cercándoles a preguntas: «¿Qué es tu padre?, ¿de dónde eres?, ¿tienes más hermanos?», y así una y mil más hasta completar la filiación, gustos y aficiones. Si en alguna ocasión el interfecto resultaba ser hijo de guardia civil, nuestra admiración crecía hasta el límite. La mayor ilusión y el más ferviente deseo de los niños de nuestra época era tener un tío guardia. Nuestra imaginación escrutaba las líneas de parentesco en busca del deseado pariente, con la misma avidez que el nuevo rico intenta encontrar un noble entre sus antecesores. Como no siempre se conseguía esto, nos teníamos que conformar alardeando de amistad con alguno o buscando la de sus hijos, quienes, conscientes del privilegio que su situación les confería, hilaban muy delgado a la hora de otorgar su confianza. Para nuestra infantil imaginación, tenía más cotización un guardia civil que un general del Ejército, sin ningún género de dudas. Nunca oí a un compañero amenazar con su tío que era coronel y, si lo hacía, no causaba el menor temor; pero si anunciaba la intervención de su tío guardia civil la cosa quedaba zanjada al instante. Ilusión también la de comprar el equipo escolar. Cartera de recio cuero, para llevar colgada de la espalda, a modo de mochila o en bandole35 Índice


ra, nunca con asa, como ahora, que adquiríamos por 3,50 en Casa Querol, antecesor en local y negocio de Ballabriga. Los libros: el Catecismo del padre Vilariño, Infancia, Cálculo, Geografía e Historia, cuadernos, cuadradillo, regla, lápices, goma de borrar y manguillo con dos plumillas de la «corona», no llegaban a las 10 pesetas. Dos duros de plata que dejábamos caer sobre el mostrador de Casa Pérez, donde el buen Casimiro ya llevaba más de cuarenta años en el menester. Disgustos y disgustos grandes, pues siempre había quien, después de todas estas ilusionadas compras, se hacía el remiso a la hora de ponerlas en uso, y aquí venían los lloros y pataleos, gritos, carreras y bofetadas. No hablo de este capítulo sin motivo. A mis cuatro años, Antonio, el dependiente segundo de la farmacia de mi padre, se vio obligado por mi terquedad a llevarme al colegio de Urzola por seis itinerarios distintos. Itinerarios que lógicamente acababan en el portalón del colegio, de sobras por mí conocido, y que motivaban la correspondiente fuga. El colegio de Urzola estaba en la calle de las Cortes. Descartados los clásicos accesos por la calle de San Salvador o Zarandia, Antonio llegó a llevarme por el Coso Alto, Lizana y calle de Aínsa, con análogo resultado. Otro intento fue por la Costanilla de Arnedo, con parada en el nunca bien ponderado Bazar de Loriente. Allí, José Pardo, a la sazón dependiente mayor, me puso en un gran gramófono de bocina el disco de «la risa», para calmar mi congoja, y me dejó jugar con una pelota mientras me daba toda suerte de buenos consejos e incluso alguna amenaza de que si no iba al colegio me saldrían orejas de burro, cosa que no me creí en absoluto. Reemprendimos después de esta pausa el camino por el Temple y San Justo y Pastor a la calle de Castilla, a la vuelta de la esquina otra vez el fatídico portalón y otra vez la fuga estrepitosa. En un último intento, consiguió Antonio hacerme llegar hasta el mismo umbral; allí, doña Justa, la esposa de don Leopoldo Urzola, me mostraba muy cariñosa unas galletas; en el momento en que me solté de mi sufrido acompañante, en ademán de ir hacia ella, inicié la última de mis fugas. Y digo última, pues al llegar a casa mi padre acabó la juerga encerrándome en la bodega hasta la hora de la salida del colegio. En mi encierro medité que quizá no mereciera la 36 Índice


pena tanto jaleo e hice propósito de ir a clase sin necesidad de alborotos, con lo cual el bueno de Antonio quedó libre de malos ratos, pues sufría él con mis rabietas más que yo. En las dos horas que duró mi prisión, más de veinte veces burlaría la vigilancia de mi padre para cogerme la mano por la gatera de la puerta, para que no pasase miedo. Años más tarde, Antonio se hizo guardia civil y murió heroicamente en Siétamo. Estoy seguro de que, si en uno de estos accidentados viajes me hubiese hecho confidente de su propósito de ingresar en el Benemérito Instituto, le hubiera obedecido a la primera. ¡Cualquiera dice que no a un guardia civil! Era don Leopoldo Urzola hombre con verdadera vocación por la enseñanza, brusco y de poca paciencia; pero sabio y de gran corazón. Maestro durante años de generaciones de oscenses que conservan el grato recuerdo de haberle tenido de profesor. Don Isidro fue mi primer maestro en este colegio. Vino a verme el año pasado, seguro de que no le reconocería. Habían pasado 45 años. Se le cayeron las lágrimas cuando vio que, no sólo le reconocía, sino que le hablaba de las cosas que me decía en clase. «¡No es posible! Si aún no habías cumplido los cinco años», repetía emocionado. «Parece mentira —le contesté— que después de 50 años dando clases aún no se haya percatado de que nadie olvida a su primer maestro». En las destartaladas aulas de este caserón, en largos pupitres de por lo menos seis plazas, estábamos los alumnos. Mariano Baratech y yo, sensiblemente más jóvenes que los demás, no podíamos seguir la clase y don Isidro nos ponía «muestras» en el cuaderno y algún rato acudíamos a su mesa con la cartilla a silabear el «pa, pe, pi, po, pu» o a llegar triunfantes a la hoja de «imán, ojo, uva», hoja que se me quedó bien grabada y que emocionó a mi viejo maestro cuando se la recordé después de 45 años. Antes de salir, mañana y tarde, puestos de pie, cantábamos un himno patriótico que empezaba: «Salve, bandera de la Patria, salve». Hacia la mitad de la primera estrofa había algo de «... portaron indómitos guerreros...» y yo, más familiarizado con el jarabe de «Hipofosfitos Salud», 37 Índice


reconstituyente infantil entonces muy en boga, al no conocer el término «indómitos» canté durante todo el curso «hipofosfitos guerreros». Y como este curso dejé el colegio Urzola y la costumbre de cantar el «Salve, bandera», tardé arios en desentrañar qué pintaban los hipofosfitos en el patriótico himno. El curso siguiente abrió el colegio de San Viator, un colegio que «ponían en el Palacio de Villahermosa unos frailes franceses». Fuimos ilusionados por la novedad el primer día de curso y quedamos asombrados: clases amplias y bien pintadas, con brillantes suelos, espaciosos, encerados; pupitres impecables, profusión de mapas y litografías colgadas de sus paredes. Los recreos en los amplios patios y el ambiente de cariño y familiaridad que por todas las partes reinaba hacían que fuésemos encantados a nuestro nuevo colegio. Correteando por estos patios continué mi amistad con Cecilio Serena y juntos conocimos a Domingo, Torrente, Compairé, Recreo, Rivas y otros muchos cuya íntima amistad continuamos. Allí tuvimos nuestro primer encuentro con la muerte, asistiendo acongojados al entierro de Pepito Tesa, y más tarde el segundo en fallecer, el hermano Juan. A la salida, una y mil veces pegamos nuestras narices en el escaparate de la Flor y Nata, confitería que estaba enfrente, o salíamos por Artigas para pasar revista en la Correría al no menos atractivo de Casa de la Estafa, repleto de pitos, reinaderas y toda clase de juguetes de perra gorda. Desde los balcones, cientos de veces vimos el vetusto carro de la carne descargar en casa de don Juan Ferrer Gracia y, cuando fue sustituido por el camión que prestó servicio hasta hace pocos años, se había de interrumpir la clase por unos minutos para salir a contemplar la novedad. No creo faltase por esos días en ninguno de nuestros cuadernos de dibujo la flamante facha del nuevo camión. Desde sus verjas vimos las alborotadas manifestaciones del 14 de abril, sin pensar que estaba comenzando el fin de todo aquello. Poco menos de un año tardó en suceder y ya no pudimos volver, después de las Navidades, a mostrar, según ritual costumbre, los juguetes de los Reyes a nuestros profesores y compañeros. El colegio, nuestro colegio, había sido cerrado por la República. 38

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Me había propuesto, lector amigo, escribir sobre colegios de Huesca a través de la historia. Sin querer me he desviado y he tratado egoístamente de «mis colegios». Ha sido irremediable. Perdón y quede para otro día el tema. Ahora bien, por si vale en mi descargo, diré que ayer vi a un niño pataleando y a su madre muy apurada arrastrándolo hacia la escuela. Me sonrojé al pensar fui en otro tiempo protagonista de tal hecho y, al compadecer a la azorada madre, no pude menos que acordarme de lo que me quería Antonio. Huesca, a 24 de septiembre de 1972.

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De San Miguel y de la sanmiguelada

Sin pena ni gloria pasó un año más el 29 de septiembre, día de San Miguel. Salvo Migueles y Miguelas, incluyendo en éstas a la querida comunidad de carmelitas calzadas, pocos repararon ya en la festividad. A mí también se me hubiera pasado por alto a no ser por la crónica de la fiesta de los Caballeros Mutilados, cuyo patrón, san Rafael, en virtud de la reforma litúrgica, se celebra en el mismo día. San Miguel: sanmiguelada, sanmiguelear, hacer sanmiguel, términos éstos de diario empleo en el vivir cotidiano de no hace muchos años y que hoy empiezan a no decir nada, cuando durante siglos esta fecha marcó el principio y el fin de contratos de criadas, criados y jornaleros. En las semanas que precedían a este día había inusitado movimiento de obreros del campo que terminaban su contrato y buscaban otro amo o confirmaban las condiciones que habrían de regir en lo sucesivo con el que ya tenían. La verdad es que no era mala la época para el menester: final y comienzo del año agrícola; recogido el grano —no olvidemos que por entonces la trilla en las eras se prolongaba hasta bien entrado agosto— y con las tierras ya preparadas para la siembra, los labradores aprovechaban estas semanas de agosto y septiembre para celebrar las fiestas. De la Virgen de agosto a la de septiembre eran y son las fiestas mayores de muchos de nuestros pueblos. Pasadas éstas, restaban unos días de reflexión para programar, ver necesidades y contratar o conservar servidumbre. Por otra parte, criados y criadas también abandonaban la casa del patrono 41 Índice


para asistir a las fiestas de su pueblo y allí hablaban con la familia, conversaban con amigos también sirviendo, contrastaban jornales, trato, comida, etc. y tomaban la decisión que con rito casi sagrado habrían de comunicar al dueño con la debida antelación. Días de «tira y afloja», en los que se ventilaba el aumento de salario: «Si me da una onza más, me quedo», o salían a relucir reivindicaciones dietarias como «Si no nos han de dar el vino amerau...», e incluso sociales: «Si se marcha fulano, me quedo; pero con él ni un día más». Concordia, arreglo en la mayoría de los casos cuando el sujeto lo merecía o la severa sentencia del amo: «Pa San Miguel búscate otra casa», cuando se trataba de mozo pendenciero o mal trabajador. Mozo mayor, mozo de jada, mozo de mulas, hortelano, mozos medianos, vaquero, rapatán y chulo eran la plantilla perfectamente jerarquizada de las grandes casas de labrador, cada uno con específica función a la que no podía fallar ni excederse sin rozar susceptibilidades. Atribuciones marcadas por siglos de tradición y por encima el respeto al superior en empleo eran las bases de la convivencia laboral de San Miguel a San Miguel. Vuelve a mi mente en estas fechas el recuerdo de la ansiedad infantil en estos días: el cambio de criadas y criados siempre afectaba a los niños, que a lo largo de los arios les habíamos tomado afecto. «Abuelo, ¿se marchará Eduardo?». «No, hombre, no, cómo se va a marchar», y mi abuelo decía verdad pues Eduardo no conoció otro amo de por vida. «¿Y Paco?», preguntábamos temerosos de perder la bicoca de sentarnos junto a él en el pescante de la galera. «¡Tampoco!», y también decía verdad el abuelo: Paco, como Eduardo, sólo conoció un amo. «¡Abuelo, no debías dejar marchar a Jorge, porque si se va se morirá la mula blanca!». La mula blanca tenía más años que nosotros y la considerábamos parte de la familia. «Pero, ¿quién os ha dicho que se marcha Jorge?». «Nos lo ha dicho él». Jorge todos los años puntualmente nos anunciaba que iba a hacer sanmiguel, porque le gustaba ver asomar las lágrimas a nuestros ojos.

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Los mozos mayores no dejaban de tener su corazoncito y gustaban de nuestra anual demostración de sentimiento por la posibilidad de su marcha. Por triste paradoja, al fin Jorge tuvo que hacer sanmiguel anticipado el año 36. No le dio tiempo a avisar, tuvo que aparejar las caballerías bajo lluvia de balas y granadas cuando Siétamo fue cercado y salió por última vez por el portalón de nuestra casa, no a labrar, pues los campos eran de batalla, sino a huir de ese infierno. Trajo las mulas, entre ellas la blanca, a Huesca, junto con Eduardo, Paco y hasta el Chulo. Fue ésta la última salida de las mulas de Casa Almudébar, allí acabó este desfile diario de siglos y allí acabó esa familia de criados, casi nuestra propia familia, gente que nos había visto nacer y a los que queríamos con el cariño y desinterés con que sólo saben hacerlo los niños. Mesa de patriarcas era la mesa de los criados y honor nuestro sentarnos en ella. Tabla de nogal de una pieza por mantel, Eduardo en la cabecera, y hasta que él no hundía la cuchara en el plato que nadie osara hacerlo, como cuando solemnemente levantaba la mesa, que nadie tomara bocado más, aunque los platos quedaran llenos. El vino, el agua y el pan los alcanzaba el Chulo, que con este menester y ser el último en sentarse se las veía y deseaba para no quedar sin comer y bien se le valía muchos días de su contubernio con la cocinera para hacerlo a escondidas en la cocina. Duros años de aprendizaje de una profesión que sólo con los años se alcanzaba y, cuando llegase a mozo mayor, haría lo que con él habían hecho, «pues siempre así se hizo y no era cosa de variar costumbres». Se acabaron ya esos sanmigueles de nuestra infancia, expectantes de cambios, tristeza por los que se iban, alegría del reencuentro con los que volvían y siempre la satisfacción de los que quedaban, que indefectiblemente eran Eduardo, Paco y Jorge. Las criadas se ajustaban también en esta fecha. Espectáculo de estos días era ver a chicas en compañía de sus madres camino de la casa donde se habían afirmado, provistas de leve equipaje en gran pañuelo pague43 Índice


tero, que pronto se tornaría en el clásico baúl contenedor del fruto de su trabajo transformado en ajuar con vistas a esa boda que indefectiblemente llegaba.

La diferencia enorme de la vida entre los pueblos y la capital hacía del servir una formación, una toma de contacto con un hogar organizado con costumbres y modales desconocidos que a poco celo que demostrase la interesada le proporcionaba caudal de conocimientos que luego ella haría brillar en su hogar una vez casada. Los tiempos y el desarrollo han dado al traste con estos modos de trabajo. Separamos de esta época lo grato, el recuerdo cariñoso de estas honradas gentes con las que convivimos en nuestra niñez y cuyas virtudes aún admiramos. Dejemos lo demás, que de todo había, y más malo que bueno por desgracia. Se acabó y bien está que se haya perdido. En la actualidad el día de San Miguel ya no tiene este carácter de día de pactos. Hoy nadie se afirma, sino que se emplea en el momento en que lo estima oportuno y cesa en su trabajo en el que lo cree conveniente en uso de sus derechos laborales; únicamente en el medio agrícola y como fecha de revisiones conserva tímida vigencia. Se acabó para siempre el ir y venir sanmiguelero, como se acabó en buena hora el antiguo mercado de braceros de la plaza de la Catedral, cuya pervivencia aún alcanzamos de niños, trasladado a la plaza de San Lorenzo y sólo en la siega. No conozco a nadie que este año haya hecho sanmiguel. Por no hacerlo, no lo ha hecho ni el verano, que era uno de los pocos que conservaban la costumbre y que este año se ha despedido con destemplada anticipación. Tampoco en la misa mayor de la catedral se cantó la de Angelis, como era tradicional en la fiesta del santo arcángel, pues por curiosa coincidencia un día de San Miguel, el de 1969, fue el último en que se cantó, quedando con ello claro que tan piadosa costumbre también hizo su sanmiguel. 44 Índice


Por esto y eso de no haber visto maletas ni pañuelos paqueteros por las calles, quizá se me pasara por alto, como decía al comenzar, la antaño fiesta tan celebrada. Que el abanderado de la celestial milicia me lo perdone. Él sabe que a pesar de todo es santo de mi devoción: por estar donde está, por aquello de ser el encargado de conducirnos a la Luz Santa, que en otro tiempo Dios prometió a Abraham y su descendencia, y porque en definitiva siempre es bueno tener un día en el año en que poder hacer sanmiguel dejando estar a un lado lo que a uno no le cumple. Huesca, a 8 de octubre de 1972.

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De las aguas y las fuentes

Cuando la ciudad no ofrecía las diversiones de que gozamos hoy, las tardes domingueras eran tardes de paseo y las fuentes, meta de paseantes. Muchos manantíos tiene y ha tenido nuestra ciudad y, aún hoy, Marcelo y La Salud se ven frecuentados de gran público. Aguas abajo, en el lecho del Isuela, manan las de La Valera, Pedregal y Morana. En el barranco, están las de Manjarrés, El Cazador, Jara, Marzal o Antón y Dobi, llamada también La Teja. Con este mismo nombre de La Teja existe una en el término de Salas. Pasada la vía, a la izquierda de la carretera de Zaragoza, estaba la Engáscara o Encáscara y, en el camino viejo de Cuarte, sobre la torre de Abad, aflora sus aguas la única fuente medicinal del término, cosa que ignoraba pero que mi buen amigo Canuto, que «se las sabe todas», me descubrió. Se trata, nada menos, que de la fuente del Estomago —no confundir con estómago, pues el nombre pierde gracia y quién sabe si hasta cualidades medicinales—. A éstas había que añadir las urbanas del Ángel, La Ibón, San Martín y San Miguel. Cada una de ellas gozaba de la preferencia de determinado público, que asiduamente las visitaba, provistos los «sibaritas» de su correspondiente vaso chato en forma de petaca que se adaptaba perfectamente al bolsillo de su chaqueta. Al llegar, un momento de sosiego, pues en aquella época era normal «morirse de pulmonía» por beber agua fría sudando. Yo nunca he podido comprender la relación que podía tener la ingestión de agua fría con tan súbita invasión pulmonar, pero como en todas las casas se había muerto alguien por este motivo no había más remedio que rendirse ante la evidencia y reposar el sudor antes de probar el agua. 47

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La calidad de las aguas entonces la daba su sabor. De la contaminación que pudieran tener se solía hacer caso omiso, apelando a eso de «agua corriente no mata a la gente», y lo que verdaderamente tenía valor era si «gorda» o «delgada», si «fina» o «cruda», cosa que los versados descubrían al primer sorbo y que los versadísimos llegaban a diagnosticar con sólo meter el dedo en ella. Me gustaría ver ahora a uno de estos formidables catadores ante un vaso de nuestra agua «dorada». Seguro que al meter el dedo lo sacaría como si estuviese hirviendo y, ante la pregunta de sus intrigados compañeros: «¿Dura o blanda?», contestaría categóricamente: «¡Salfumán!». El agua tampoco debía «caer a plomo» en el estómago; por eso nuestros prudentes paseantes llevaban consigo una tableta de chocolate o un caramelo, algo, en definitiva, que adecuase el organismo a recibirla. El primer vaso debía tomarse a sorbos, pudiendo los siguientes serlo ya de un solo trago. Por este motivo el ofrecer agua sola en las casas era signo de mezquindad; en las acomodadas se ofrecía siempre con un azucarillo, el célebre esponjao o bolado de los catalanes, y en las más humildes apañada con azúcal y una goteta de anís, sin olvidar la porción de chocolate. Las aguas de todas estas fuentes, como procedentes, en parte, de filtraciones de riego, eran blandas y por eso la gente iba a por ellas, incluso después de estar ya la conducción de San Julián, para hacer el cocido. Por el contrario, la del Ibón era durísima, cortaba el jabón y no había quien cociese con ella. De las fuentes naturales urbanas, la primera que desaparece es la de San Martín, que se clausura durante la epidemia de cólera de 1885; la de San Miguel se arrumba sobre 1925, para dar paso a la Granja de la Diputación, si bien una beta de este manantial brotaba aún durante la guerra en la margen correspondiente al Isuela, remediando la escasez de agua en el sector. Las de La Ibón, Ángel y Engáscara han sido barridas por las modernas urbanizaciones, si bien los caudales de las dos últimas se aprovechan en captación subterránea. En 1884 llega el agua de San Julián regularmente a la ciudad y el municipio dota a todos los barrios de fuentes de agua potable. Así nacen 48

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las de San Pedro, Lizana, Pedro IV, San Lorenzo, Santa Clara, San Martín, Coso Alto, Santa Rosa y otras que llegan a nuestros días. Dos años más tarde se coloca en la plaza de la Catedral La Morena. Su instalación origina controversia, pues su ancho pilón impide acercar los cántaros al chorro para llenarlos. Se habla, incluso, de colocar una fuentecilla supletoria en un ángulo de la plaza para este menester, pero el ingenio de los habitantes del barrio la hace innecesaria. A los pocos días de instalada, una mujer acude a la fuente con su cántaro en una mano y una larga caña hueca en la otra, arrima ésta al chorro del cantarico de La Morena y llena cómodamente el suyo. Sus convecinas, admiradas por el artificio, se procuran cañas huecas y durante más de cincuenta años se surten de agua por este original procedimiento, cosa que aún vimos durante muchos años de nuestra niñez y que llegó a bien entrados los años 30. Porque es bueno advertir que en los años anteriores el tener agua corriente era lujo y cuando alguien se decidía a instalarla lo comunicaba a sus amistades, como hoy se comunica la compra del coche o el televisor. Del agua mineral, que sólo se vendía en las farmacias, diremos para los que hoy la encuentran cara que una botella de Vichy, en 1915, valía 1,50 pesetas, más o menos lo que un litro del mejor aceite. Por eso, cuando en una casa entraba el agua mineral, era porque había enfermo y de gravedad. Volviendo a nuestras campestres fuentes y su fiel clientela, recordamos al señor Bochorno, los hermanos Urzola y el carpintero Grana asiduos de Marcelo, y allí, previa ingestión del chocolate de rigor, apuraban sus vasos chatos con el sosiego y mesura que regían todos sus actos. El padre de Patricio Funes tanto admiró esta fuente que por su cuenta la dotó de caño y frontal. El señor Ismael Mediano era «hincha» de Marzal. El ferretero Pardo prefería Manjarrés. Por paradoja llegué a conocer un cliente asiduo de Marcelo, que a pesar de que durante años acudió allí a merendar blasonaba de no haber probado nunca su agua, afirmando, no obstante, que era ésta, sin duda, de todas las de Huesca, la mejor «para refrescar el vino».

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Tardes en las fuentes. Excursiones familiares en los coches de «Navarrico», criadas de delantales blancos, niños con aros y diábolos, cestones de comida, señores de canotier y damas encorsetadas, que montaban en los coches con tal aparato que más parecía que iban a dar la vuelta al mundo que hacer los tres kilómetros de su andadura. Suculentas meriendas, mientras «Navarrico» bañaba sus caballos en el río. Las fuentes del barranco, más discretas, no siempre albergaban inocentes paseantes; a veces, al caer la tarde, los juerguistas oscenses organizaban «pícaras» meriendas, en las que eran invitadas la Helia y sus lascivas «pupilas». La desvergüenza no alcanzaba a alquilar los coches de «Navarrico» y los suplía la tartana de algún incondicional; las opulentas criadas de delantal blanco eran sustituidas por Elías el Tarota, medio rufián, medio mandadero, del aparroquiado lupanar. Gritos, procacidades, chistes, más vino que agua y la cantarina voz de la Helia imponiendo orden: «Niñitos, hijitas: callad, que si vienen los del casco dormimos en la prevención». En definitiva, escándalo que trascendía a la ciudad y que indefectiblemente se cargaba en las estrechas, pero para este menester anchas, espaldas del sombrerero Laiseca, único soltero del grupo. Fuentes de Huesca, en las que don Luis Mur discutía con el viejo Calasanz lo que se podría regar azudando sus caudales. Fuentes en las que don Ricardo del Arco escarbaba tratando de encontrar monedas romanas, en las que el «volteriano» Silvio Kossti conversaba afablemente con el magistral Muniesa o en las que el seráfico cura de La Parra hablaba con mi abuelo, don Luis Blasco y don Ángel Portolés de la gracia santificante. Fuentes que aún hoy mitigan la sed de hortelanos y excursionistas y que debiéramos cuidar un poco más, aunque sólo fuera para corresponder al servicio que durante siglos nos vienen prestando. Huesca, a 6 de mayo de 1972. P. S.: Los guardias de seguridad entonces llevaban casco como sus homólogos ingleses y se les conocía como guardias del casco. Huesca, verano de 1994.

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Niños, tiendas y tenderos de principio de siglo

Hoy, para satisfacción de la ciudad, poseemos un comercio como corresponde a nuestra categoría: honrado, bien abastecido, con precios razonables e incluso en algunas especialidades en competencia con los de poblaciones mayores. Comercio muy tipificado adaptado a las necesidades del momento al que se va a comprar o, en el peor de los casos, a revolver con más o menos idea de adquirir algo. No era así todo nuestro comercio en las primeras décadas de siglo. Junto con establecimientos normales, existían otros en los que sobre la especialidad a que se dedicaban brillaba la personalidad de su propietario. Tiendas en las que entraba más gente a tomar el pelo al tendero que a adquirir mercancías, tiendas en que, a pesar de saber todos el nombre de sus dueños, todo el mundo llamaba por sus alias. En la esquina de Lizana con el Coso tenía por esta época su tienda de comestibles Juramentos, una de las bocas más negras con que ha contado la ciudad. Tienda con dos puertas a la calle y consiguiente tentación para los críos de atravesarlas correteando para exasperar el ya de por sí agrio carácter de este desabrido comerciante. Genio irascible y lengua presta al disparate y la blasfemia, el bueno de Juramentos alternaba su pacífica ocupación de vender perras de sopa de lluvia y cuartos de judías con la ardua de increpar y lanzar la pesa de dos kilos a la cabeza de cuantos niños al salir de la escuela penetraban por una puerta y salían por la otra profiriendo su apodo a voz en grito. Damos por supuesto que en la época de vacaciones, en la que no podía disfrutar siquiera de la tranquilidad impuesta por las horas de clase de los colegiales, pasaba el día en ver51

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dadera congestión, blasfemando y arrojando no ya la pesa de dos kilos, sino todo lo que venía a mano, contra los insultantes, sin olvidar a la corte celestial, a la que supongo muy interesada también en que empezasen las clases y poder disfrutar de un poco de tranquilidad en la boca de nuestro blasfemo comerciante. No dice la historia si Juramentos murió de sofocación y consiguiente perlesía o de muerte natural, pero pocos años más tarde nos encontramos en su tienda a un honrado sucesor. Éste es el señor Tormo, persona elocuente que alternaba la boina roja con el bombín y la levita con el mugriento guardapolvo en el que sistemáticamente limpiaba el descomunal cuchillo de cortar embutidos cada vez que lo usaba. Rebelde e integrista, llegó a ser concejal de la minoría. Debió de ser persona culta, pues a sus dos hijos les dio nombres tan grandilocuentes como Leónidas y Napoleón. Los integristas constituían la facción más bizarra y guerrera del carlismo y de aquí que Juan del Triso, en unas coplas de El Diario de Huesca, con motivo de la entrada del obispo Zacarías Martínez, al narrar la comitiva con Ayuntamiento y autoridades a caballo, según la costumbre, al llegar al señor Tormo decía: El belicoso don Tormo, cicerón del Coso Alto, debe montar aquel día el caballo de Santiago con una ametralladora o un cañón del veinticuatro. No le debieron de ir las cosas bien en Huesca a nuestro buen concejal integrista, pues al poco tiempo hubo de marchar a San Sebastián en busca de mejores horizontes. En el Coso Alto, 24 y 26, donde hoy está Electricidad Buisán, tuvo su taller don Francisco Di Rosa, platero de su majestad el rey, personaje estrafalario que era conocido por el nombre de El Platero del Rey. Tenía dispuestas a lo largo del año sus espectaculares apariciones al público, con motivo de procesiones, actos públicos o acontecimientos sociales, y digo espectaculares, pues El Platero del Rey, cuando salía de gala, iba con levi52

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ta, calzón, chistera, espadín y tacones forrados de plata, así como con espuelas del mismo metal y su pecho cuajado de las más extrañas condecoraciones españolas y extranjeras que a lo largo de su vida se había autoconcedido. Buena figura ésta de El Platero del Rey que aún algunos recuerdan como espectáculo inolvidable en nuestras calles. En la Correría tenía su zapatería don Antonio Borrés. No sé qué pintor tuvo la desafortunada idea de, al pintar la muestra que campeaba sobre su puerta, disponerla de la siguiente manera: Antonio ZapaBorrés tero No faltó un niño que interpretando al pie de la letra el rótulo leyera en voz alta: «Antonio Zapa Borrestero», cosa que cayó taiunal al titular que, llevándose de la ira, le tiró una horma a la cabeza. Desde aquel día no hubo ya niño que pasara por delante de la puerta del sufrido artesano y no abriera la puerta para saludarle con el consabido «Antonio Zapa Borrestero», cuidando de esquivar la horma que indefectiblemente correspondía al saludo. Un desvío de una de estas «hormas volantes» rompió uno de los cristales de la puerta. Don Antonio, persona económica al extremo, no sabemos si por sí o por imposición de las circunstancias, sustituyó el cristal por un papel, con lo cual el juego tuvo desde este momento la preciosa variante de romper el papel atravesándolo con la cabeza para así proferir más de súbito el tantas veces repetido insulto y hacer un poco más difícil el blanco a la horma, lanzada ya sincrónicamente. También en la Correría, pero mucho más prudente y educado, un gran señor en su clase, tuvo tiendecilla don Joaquín Roig, músico y padre de dos músicos: Joaquinito y Luisito Roig; el primero, hoy ya con los arios don Joaquín, verdadero maestro y patriarca en el arte del violín, ha paseado su valía por toda España y el extranjero y, dicho sea de paso, no estaría de más que la ciudad honrara sus méritos rindiéndole el homenaje al que se ha hecho acreedor. Don Joaquín Roig, padre, alternaba la música con el comercio. En Huesca la música en sí nunca ha dado para comer, tuvo primero una albardería y efectos agrícolas en el Coso Bajo, 47, y más tarde vino a la Correría. En este sitio y al ir a menos el negocio agrícola, 53 Índice


unió a éste la venta de juguetillos y baratijas. No sé a quién se le ocurriría bautizar a tal establecimiento como «Casa de la Estafa», pero el nombre duró mientras la tienda estuvo abierta y lo estuvo hasta hace unos quince años. Don Joaquín, todo ponderación, sufría con educación, sin blasfemar como Juramentos ni lanzar la horma como Antonio Borrés, las impertinencias de niños y mayores, pues el establecimiento en boca de unos y otros no tuvo más nombre que el de «La Estafa». Siempre tuve afecto a don Joaquín Roig, en primer lugar por su escaparate, delicia de mi infancia, lleno de juguetes que nunca pude tener y que, como es natural, me gustaban infinitamente más que los lujosos y caros que me compraban en casa de Serafín, y, en segundo lugar, porque alguna vez, creo que impulsado por los compañeros, entre horrorizado y rojo de vergüenza, también cometí la injusticia de asomarme a su puerta y cometer la «valentía» de gritar «Casa la Estafa». La verdad es que siempre me he arrepentido, pues el señor Roig no merecía sino el respeto y afecto de todos, especialmente de los niños, a los que lejos de estafar vendía a precios muy razonables e incluso concedía pequeñas cuentas de crédito con montantes de 5 ó 10 céntimos en espera del «jornal de los domingos». Cuando tuve hijos ya no vivía el señor Roig, pero a Luisito, su hijo, persona por cierto muy correcta, le compré los caballicos de cartón y el carro por los que tanto había suspirado, entre mecanos y adivinos mágicos, en mi infancia y mis hijos dejaron sus juguetes para hacer del carrico y los caballos el juego de su preferencia. Donde hoy está el teatro Olimpia estuvo el Arca de Noé. Su rimbombante dueño siempre presumió de que en su tienda, como en el arca del patriarca, había de todo. Los estudiantes discurrieron los útiles más complicados que podían precisar y el tendero autosuficiente iba a la trastienda y con aire triunfal sacaba el objeto solicitado. Eran ya dos fuerzas totalmente definidas y delimitadas, el comerciante empeñado en no caer en renuncio y los estudiantes obstinados en desbancarlo y poderle decir: «¿Pero no es esto el arca de Noé? Parece mentira que no tenga de esto». 54 Índice


Como los estudiantes son el diablo, tramaron solicitarle «hollín de dibujar». La primera petición la admitió sin darle gran importancia y se limitó a contestar que lo tenía encargado y que pronto lo iba a recibir. A partir del momento, no fueron uno ni dos sino el Instituto en pleno el que pasó pacientemente a por sus diez céntimos de «hollín de dibujar». Ante la demanda, cariñosamente inquirió de uno de sus compradores sobre el tal artículo que en ninguna oferta de sus proveedores figuraba y el chico, cínicamente, le explicó que debía de ser hollín de chimenea purificado, «pues un chico que su padre es albañil es el único que lo tiene en todo el curso y el profesor ha dicho que el que no dibuje con 'hollín' lo suspenderá». Tranquilizado con esto, el dueño del Arca se puso al habla con un albañil y adquirió un saco de hollín, que se cuidó de limpiar y cribar a costa de ponerse negro, y lo puso en un saquete a la vista del público en espera de la peregrinación de dibujantes. Llegaron los primeros y, al anunciarles gozoso que ya había recibido el «hollín de dibujar», le contestaron a una: «¿Ah, sí? Pues se lo puede usted guardar». Insultos, gresca, carreras, amenazas, el hollín a la basura y el asunto terminado. Pero no todo acabó allí, el suceso tiene epílogo y epílogo lamentable, del que siendo muy niño me enteré: Me llevó mi prima con ella al dentista Guardiola, creo que ya fallecido y por la época uno de los más afamados de Zaragoza. Cuando se enteró de que éramos de Huesca, dijo: «¡Hombre! En Huesca, precisamente, me hicieron a mí la perrería más grande de mi vida», y riendo nos lo empezó a contar. Por rivalidad del colegio en que cursaba el Bachiller con el Instituto aquel año los estudiantes de primero se examinaron libres en Huesca. Nada más llegar al Instituto un niño le preguntó si se había de examinar de dibujo y le dijo que si no dibujaba con «hollín» no aprobaría. Amablemente le dio explicaciones sobre la extraña técnica y se ofreció a acompañarle al establecimiento donde podía adquirirlo, que no era otro sino el Arca de Noé, nombre que por cierto dijo jamás había olvidado. El galante acompañante se quedó en la puerta mientras el zaragozano pedía 55 Índice


sus diez céntimos de «hollín para dibujar» con toda la inocencia. El tendero se echó encima de él, le dijo cuanto se puede decir y de poco lo mata a bofetadas, entre las carcajadas de los que desde fuera seguían la escena. El pobre Guardiola tuvo que lavar sus heridas en la fuente de Lizana y, según nos decía, los mismos autores de la bellaquería luego se portaron muy bien mostrándose compungidos de que la broma hubiese resultado tan pesada. No tuve, por razón de edad, ocasión de conocer ni a Juramentos ni al concejal Tormo ni a don Antonio Borrés ni al propietario de la insólita Arca de Noé; sólo conocí a don Joaquín Roig, que supongo que desde el cielo me perdonará si acabo mi artículo diciendo: ¡Qué buenos ratos me he pasado viendo el escaparate de «Casa la Estafa»! Huesca, a 30 de octubre de 1973.

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De las ferias de San Andrés

Ya hace unos arios que en estos días de fin de noviembre no se ve caballería alguna por nuestros Cosos, lo que viene a decir que la otrora importante y afamada feria de San Andrés ha desaparecido y creemos que para siempre. Bueno será por eso que la recordemos y veamos la importancia que a lo largo de la historia tuvieron estas manifestaciones comerciales en nuestra ciudad, que ya en el siglo XIII eran nombradas y consideradas como muy antiguas e importantes. Por un documento del año 1276 vemos cómo don Pedro III fija una feria llamada del Corpus Christi que debía celebrarse ocho días antes y ocho después de la fiesta de Pentecostés. Concede el derecho de salvaguardia a todos los que a ella acudieran, que no podían ser detenidos ni confiscadas sus mercancías. Algunos han creído ver en esta feria el origen de la de San Andrés y esto no es cierto, pues durante siglos conviven una y otra, si bien gana en importancia la última y de la primera aún hemos alcanzado los estertores, convertida en simple mercado de «fencejos», «pesebreras» y ganado lanar el Lunes de Pascua en la plaza de Santo Domingo. Tan antigua como ésta y en favor de la afirmación de que se trata de dos ferias y no de una es la de San Martín, cuya festividad se celebra el 11 de noviembre. A partir de 1325 y por un privilegio de Jaime II, se amplía su duración en 15 días, el célebre «retomo de San Martín», con lo que llega a San Andrés, y durante siglos se denomina con ambos nombres juntos. Es más: la denominación oficial de esta feria aún sigue siendo San Martín 57

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y San Andrés, aunque ya hace cuatro años que se omite a San Martín al nombrarla. Hubo también feria de San Lorenzo; al menos se desprende su existencia de un documento de 1475, si bien parece que esta demostración duró poco y gozó de escasa importancia. Las otras dos en estos siglos medievales y albores de la Edad Moderna son afamadas y se comercia con ganados de la montaña e incluso del otro lado del Pirineo, pues hay presencia de bearneses y gascones en contratos y pleitos con motivo de estos mercados. Las ferias en origen parece se celebraron intramuros de la ciudad, si bien hay quien opina que también se hicieron fuera del recinto. Algo de variación debió de haber, pues Alfonso V confirma que un año se celebren dentro y otro fuera de las murallas. Hay una localización perfecta del campo de la Feria en el siglo XII; despréndese ésta de un documento que se conserva en el cartulario de San Pedro en el que Sancho de Jasa, en 1185, hace donación de una finca a este monasterio. La finca que dona aparece situada en la calle que va a la puerta de la Alquibla (Correría), lindante por oriente y mediodía «cum mercato domini regir, de illas bestias», es decir, con el mercado real de animales. Con estos datos situamos el campo de la Feria entre las calles de San Lorenzo y Padre Huesca. También hay referencia del mismo lugar en documentos de 1197 y 1211. El creciente auge de la feria y el desarrollo de la ciudad fuera de sus muros la llevan al Coso hasta el mismo puente de San Miguel. En descripción antigua: de San Francisco a Sanjuanistas y puerta de San Miguel se estacionan caballerías y al final en las inmediaciones del puente y principio del camino de Apiés se suelen situar los bueyes y vacas. Si bien la feria que nosotros conocimos era eminentemente de mulas, no olvidemos que en los siglos XVI, XVII y XVIII se aró mucho con bueyes en nuestra región y la feria de bovinos tenía tanta importancia como la de equinos. Las reformas ciudadanas del siglo pasado hacen que se vaya replegando hacia la calle de Costa (Sanjuanistas), dejando el Coso Alto libre; hay posteriores intentos de celebrarla en el Trasmuro y plaza de Santo 58

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Domingo y al final se la sitúa en Santa Clara y sus alrededores, que es donde tiene su último asiento. Hacia 1900 se lamenta mosén Cañardo de que ya no eran ni sombra de lo que fueron. En nuestros tiempos la lamentación será en el sentido de que no eran ni sombra de lo que fueron en tiempos de mosén Cañardo. Pasada nuestra guerra tuvieron un pequeño resurgir, volvieron a adquirir cierta importancia y concurrencia, con numerosas transacciones. La agricultura pasaba por un buen momento y el tractor sólo estaba al alcance de privilegiados. En estas ferias de la postguerra se pagaban las mulas hasta a 40.000 pesetas y don Antonio Almudébar vendió un burro garañón en 110.000, sin duda alguna el burro mejor pagado en la historia de la ciudad. Muchos años y muchas cosas habrán de pasar para que este hecho tan insólito como comentado se vuelva a dar. A lo largo de los años 50, el tractor comienza a ser asequible y la feria va perdiendo importancia, de año en año; en estos últimos ya no se ha hecho ninguna transacción. Quedan de esta época de oro el recuerdo de los «grandes» locales: Castor, Belío, Gayetano, y los magnates zaragozanos: Izquierdo, Morreras y Monfort, sin olvidar a los célebres «corredores»: Carletes e Izquierdo, que aún pasea con su blusa negra y vara por la acera del Universal como reliquia de una profesión extinguida. No crean que los corredores son cosa reciente, pues de muy antiguo existían y han sido objeto de reglamentaciones que definían perfectamente la profesión. No podía ejercerla quien no estuviera reconocido oficialmente como tal. Se entendía que quien intervenía en más de dos tratos debía tener el oficio. En 1650 el Concejo regula en una nueva ordenanza la profesión y obliga a sufrir examen ante los jurados de la ciudad a quien la pretenda. Fija sus emolumentos y la cantidad que de ellos tiene derecho a percibir el Ayuntamiento, sobre todo si son forasteros o extranjeros; en alguna época se llegó a arrendar a determinadas personas este servicio. Para impedir engaños o embaucamientos, las ordenanzas de la ciudad estipulaban que en la feria no se hablasen lenguas extrañas, tales 59 Índice


como la algarabía (lengua árabe), vizcaíno, navarro o cualquier lenguaje extraño, suponiendo incluido el calé si es que los gitanos locales lo usaban. Los timos tampoco son cosa nueva, ya en el siglo XV era de gran uso la letra de cambio y, por lo que hemos visto, la gente, a veces, les tenía el mismo respeto que ahora, así que no les importaba gran cosa firmar y sí mucho el satisfacerlas. En 1479 dos hermanos judíos se obligaron en 2.500 sueldos con don Gispert de Tolosa, firmando como Samuel y Juce Cao. Cuando el tal Gispert vino a Huesca a cobrar se encontró con la desagradable sorpresa de que los tales judíos no existían en la ciudad y los nombres dados eran falsos. Otro timo corriente era usar moneda «cercenada», es decir, recortada y falta de peso, como le hizo Juce Levi, judío de Huesca, al tejedor de Aínsa, Juan Giscard, quien lo puso en justicia, pues las monedas que le entregó como pago de unas fajas, de tan recortadas, ya no eran ni monedas. El almudatafe, zalmedina y jurados de la ciudad tenían abundante trabajo durante la feria para evitar estas tropelías. No sé cuándo irrumpen los gitanos, nota de color e indispensable elemento en toda feria, en la vida de nuestra ciudad. Un curioso documento del notario Sancho de Arto de 1435 nos relata la reclamación de los «peajeros» de Jaca contra don Tomás Conde, de Egipto, que con toda su troupe llega a España a través del Somport y que se niega a pagar peaje, pues dice estar en posesión del privilegio del rey de Aragón, que exime a él y a su gente de este impuesto. ¿Pudo ser don Tomás el primer gitano que llegó a la provincia? Más tarde, en 1501, vemos en una causa criminal por la muerte del conde Andrés, en Huesca, de una parte, Juan Moyna, conde de Egipto, y de la otra, los hermanos de la víctima: Belluta, Bernardo y Andrés, de Egipto. Por lo que se ve, toda la familia usaba este mismo título de condes de Egipto. En el siglo pasado había gitanos ricos en nuestra ciudad: Cotoy y su familia yacen en nichos del cementerio viejo, sepultura reservada en esta época a las clases más elevadas.

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Después, los gitanos de Huesca no hacen sino ir a salto de mata o en el mejor de los casos defenderse. En llegando la feria, se les veía en continuo trajín, acompañando a familiares, muchas veces acaudalados venidos de fuera, gitanos opulentos con reloj de oro y gruesa cadena colgada de onzas cruzando su chaleco. Gitanas empellejadas y enjoyadas invadiendo la ciudad embarrada, reatas de caballerías Coso arriba, Coso abajo acompañadas de séquito de vendedores y gitanos. El café de Gilé (el Universal) se transformaba en algo así como la Bolsa de Londres: billetes de todas las partes, cheques firmados sobre el mármol de los veladores (el oro ya no circulaba como en tiempos de nuestros abuelos, en que era imprescindible en toda transacción). En el Flor o en el Oscense, Castor y Molinero pontificaban sentados con gente importante, rodeados de emblusados de menor categoría que oían absortos la conversación. La ciudad casi doblaba su población: fondas y posadas llenas, en los cobajos de San Martín, Padre Huesca y San Lorenzo; las cuadras a reventar y gentes durmiendo en los patios. Bares y tabernas hasta la puerta y, por qué no decirlo, los prostíbulos de Pedro IV con cola hasta la calle. Después de San Andrés, durante un par de días, remataban la feria los gitanos con pequeñas transacciones y se bajaba el telón hasta el año siguiente; nadie pensaba hace veinte años que un día se bajaría para siempre, pero todo llega y la feria renombrada de San Andrés es, como decíamos, ya una página de la historia. Hablando de ferias y gitanos no puedo dejar de narrar la siguiente anécdota que demuestra la inteligencia de los calés a la hora de hacer tratos. Era en aquel tiempo muy famosa Casa de la Colasa, aparroquiada tienda de comestibles del Coso. Su propietario, don Domingo Lasaosa, conocido como El Colaso, tenía un visible defecto en uno de sus ojos, que aparecía caído y ensangrentado. Porfiaban en la plaza de Santa Clara unos calistros por colocar un burro a un pobre labrador que se resistía tercamente a quedárselo alegando que tenía un ojo estropeado.

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«¿Es que no es güeno u qué? Mie si l'alcuentra tan güeno en toa la feria». «Sí, pero ese ojo...», repetía el cliente. Pasaba rato y rato en tenso forcejeo de virtudes y alabanzas, pero el labrador no cesaba de repetir: «Sí, pero ese ojo...». Terció un patriarca de los calés que por allí pasaba e imponiendo su autoridad medió: «¿Qué tie usté qu'icir del burro?». «¡Hombre! Bueno es..., pero ese ojo...». «¿Y na más es que eso? ¿No lo tie así siño Domingo del Colaso y es bien güen hombre?». Huesca, a 27 de noviembre de 1973.

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De la feria de las garitas

Si las ferias de ganados de las que hablamos el día pasado tuvieron gran importancia, no la tuvieron menor las de mercaderías que en las mismas fechas y con análogas prerrogativas se vinieron celebrando durante siglos y de las que resta la actual feria de atracciones que se instala por estos días, como única pervivencia. A las ferias de Huesca concurrían ya en la Edad Media comerciantes de la Provenza, de Flandes y de Gascuña, cuyos nombres y lugar de origen aparecen reseñados en protocolos notariales de la época. Mercaderes vascones aportaban géneros llegados a través del puerto de Bilbao y los catalanes estaban especializados en todo lo que de Oriente entraba por el de Barcelona. Durante las ferias no se podía molestar a nadie por deudas y los litigios se solventaban ante la cofradía de mercaderes que bajo la advocación de san Francisco y Nuestra Señora de Salas se había establecido en la ciudad. También en estos pleitos entendían los jurados del Concejo, que gozaban de gran poder decisorio. Los más corrientes eran por pesas y medidas y el almudatafe tenía que andar listo en la comprobación de éstas. Aún hemos visto en el bando de la feria de San Andrés de 1849, dictado por el alcalde Vilanova: «Que es obligado comprobar los pesos y medidas en el almotacén de la plaza de San Pedro». Los gremios y cofradías regulaban el ejercicio de las profesiones, así como la calidad y características de los géneros que cada uno manufactu63

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raba y esto, si bien suponía beneficio en cuanto a la tipificación de géneros y calidades, por otro lado esta rutina impedía irlos adaptando a la moda y hacerlos más atractivos, quedando en desventaja con los que venían de fuera. Los gremios, a veces, usaban de su fuerza para impedir esta leal competencia y trataban de obstaculizar las ferias, que si bien para unos eran ocasión de negocio, para otros, cuyas mercancías se veían muy competidas por los foráneos, eran más bien motivo de preocupación y fastidio. Por eso es viejo el dicho aún vigente de que cada uno habla de la feria según le va en ella. Celebráronse también en nuestra ciudad mercados semanales, aunque Huesca no ha sido por tradición ciudad de mercados. Han llegado tan sólo a nuestros días, hoy totalmente perdidos, los de la uva en los alrededores del Mercado y los de ajos y cebollas en la plaza de Santo Domingo. No obstante, en 1242 don Jaime I concede por privilegio un mercado semanal de sal, lino y cereales y más tarde Felipe II en 1585 fija éste a celebrar todos los jueves en la plaza de San Pedro. Otra pervivencia de estos mercados semanales es el de cerdos, que hasta hace muy poco se celebraba los lunes en la plaza del Justicia, para el vulgo «de los tocinos» (con perdón), como es preceptivo. La primera localización de la feria de mercaderías es la plaza de la Catedral, que más tarde y con autorización real se amplía hasta las cercanías de «La Porteta». En el siglo XVI ya se instalaban en la Correría los puestos de los vendedores. De esta época existe un curioso documento en que los comerciantes de esta calle exigen se celebre allí la feria y no en el Coso. Seguramente y como posible concordia entre los dos emplazamientos durante todo el siglo XVIII se celebran alternando en uno y otro lugar. En el bando de la feria de 1856 el alcalde Aísa ordena como emplazamiento «el Coso a la entrada de la Correría y en toda esta calle, incluyendo la plaza de San Pedro». Poco a poco y sin disposición concreta, creemos que al irse transformando los puestos en garitas, la feria abandona paulatinamente la Correría y se extiende a lo largo del Coso, con dirección a las Cuatro Esquinas.

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Ciertamente una calle tan estrecha como Ramiro el Monje no permitía plantarlas sin impedir el paso. Hacia 1861, por abrirse la calle de los Porches y plaza de Zaragoza, la feria se va corriendo hacia este sector. Llegando el fin de siglo, las ferias eminentemente comerciales se van transformando, aun sin perder este carácter del todo, en ferias de atracciones. Aparecen los primeros tiovivos movidos por fuerza humana o por tracción animal a través de malacates que hacen girar caballejos o borricos. Surgen los teatrillos, que culminan con la invención del cinematógrafo, que durante años es espectáculo rey en toda feria. Farruchini ve lleno a diario su barracón de gentes que acuden a contemplar por primera vez la proyección de una película. Éstas, por lo general de corta duración, eran apoyadas por la narración sincrónica del «explicador». De la chispa e imaginación de éstos dependía la diversión del público. Fueron los triunfales años de Valero, el «explicador» zaragozano que llenaba a rebosar los cines en que actuaba; la gente no iba a tal o cual película, iba a oír a Valero, y las empresas se lo disputaban. Las películas empezaban a tener argumento y el público no se cansaba de verlas una y otra vez, aunque fueran siempre las mismas; el caso es que las explicase Valero. «Vean, señores, decía al comentar una de ellas, a la esposa indigna en los brazos de su amante. Llaman a la puerta. ¿Quién será? La esposa aterrorizada esconde a su amante en el armario. Entra el marido, furioso, abre el armario y allí lo encuentra enculado como un onso...». El cine, por sí solo, no hacía espectáculo y se complementaba con cupletistas o bailarinas. Un rimbombante barracón titulado Cinematógrafo-Serpentógrafo añadía a la proyección un número de bailarinas vestidas de mariposas que danzaban a la luz cambiante y multicolor de un arco voltaico, el cual emitía su foco a través de un disco giratorio de vidrios de colores, asombrando a un público que prácticamente empezaba a oír hablar de luz eléctrica. En otro de estos cines, hacían las delicias del público en los entreactos los Canelas, pequeña troupe cómico-musical, compuesta de tres bigo65 Índice


tudos caballeros vestidos del color que les daba el nombre y su correspondiente bombín; cantaban letrillas más o menos atrevidas que remataban a golpe de bombo y platillo. Aún recordaban los viejos las cancioncillas con que hacían su presentación, que acababa: Venimos de la Francia, éramos cuatro, ahora somos tres, pues al que tocaba el bombo lo cogió un francés. En las sesiones de noche y soldadesca el cogió solía comenzar por jo. Llegaron luego los caballitos accionados con motores de gas pobre, con sus órganos mecánicos de fachada barroca y hornacinas con figuras de autómatas que simulaban tocar instrumentos o parejas que giraban al compás de la música. Después, los grandes carruseles eléctricos y, poco a poco, desaparecen los puestos de ropas, mantas, ferretería, etc., para quedar un conjunto de atracciones como son hoy esencialmente. El alcalde don Vicente Campo, en 1929, la traslada a la plaza de Santo Domingo y paseo de Ramón y Cajal. El alcalde Sender, en 1932, la devuelve a la plaza de Zaragoza, no sin antes intentar acomodarla en la plaza de Santa Clara, sin éxito. Nuevamente alcalde, don Vicente Campo la vuelve a llevar a Santo Domingo en 1947 y en 1952, por acuerdo del Ayuntamiento, pasa a la plaza de la Cárcel y Mercadillo, donde permanece hasta hace cinco años, en que se lleva al Ruiseñor, donde está instalada en la actualidad. La feria actual nada tiene que ver con las históricas ni siquiera con las que aún acertamos a ver en nuestra infancia. Entonces las garitas ocupaban las arcadas de los Porches y seguían hasta la plaza de Zaragoza y solares anejos al Casino. La primera de todas, casi en las Cuatro Esquinas, era tradicionalmente la del turronero Cremades, pequeña y tapizada de blancos lienzos en su interior; allí Cremades, con su bluseta negra y gorrilla de valenciano, saludaba a la numerosa clientela que de un año a otro consumía sus 66 Índice


turrones, piñones y peladillas. A continuación solía haber una que ocupaba, por lo menos, dos arcadas y que vendía tapabocas, mantas, mantones, toquillas, telas blancas, toallas, etc. Luego venía la del relojero, que vendía los célebres «Roskof Patent» a duro y reparaba a la vista del público los que le llevaban. Había garitas de juguetes, con las clásicas y nunca bien ponderadas moñas de tres perras, amasijo de cartón pintarrajeado con forma humana cubierto de tarlatanas sujetas con alfileres y, además de éstas, grandes y caras muñecas de trapo y china, caballicos de cartón y juguetes que por su novedad llamaban poderosamente nuestra atención. Las había de bisutería, con las célebres sortijas «del serrín», a dos reales o a peseta la tirada, que permitían extraer de una caja llena de serrín una de estas piezas de bisutería ocultas en él con la consiguiente sorpresa, casi siempre agradable. Había también las clásicas garitas del coco, fruta entonces sólo difundida en ferias; las de las olivas grandes y los pepinillos y las de los cangrejillos cocidos, conservados con el frío ambiente, que aunque parezca mentira nunca mataron a nadie. Ya había vistosos tiros al blanco, verdaderos retablos con escenas que al hacer diana se ponían en movimiento. Luego vinieron los premios con las clásicas botellas de sidra que ocasionaron la primera borrachera de algún niño con puntería o las bolsas de almendras y caramelos como consolación. En la esquina de la plaza de Zaragoza, desde la trasera de su faetón Ford, León Salvador peroraba con su clásico «Ni a cinco ni a cuatro ni a dos ni a una, ¡regalada! Una para el militar, otra para el señor, aquí para la señora. ¡Eh, tú no, que los niños no se afeitan!», mientras Quinito, su «nazareno», al que luego conocí y me honró con su amistad, po'l bajini retiraba todo el género que había «dado» el maestro a sus improvisados clientes de pega. Tiempos en los que por un duro pasábamos la tarde en las ferias los cuatro hermanos bajo la vigilante protección de María, de Lascellas, nuestra buena niñera, que nos apartaba de la garita de don Fernandito, enano variopinto que lo mismo decía «¡Ave María Purísima!» y se quitaba su canotier reverente cuando pasaba un cura como echaba mano a la pechera de las marmotas que se acercaban a provocarle, diciéndoles toda suerte de 67

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lascivias y procacidades rubricadas con gestos deshonestos. O haciéndonos volver la vista cuando llegábamos a la altura del American Dance, en cuya puerta tiritaba de frío una rubita vestida con maillot de lentejuelas, en tanto que el «chuleta» repetía señalando: «Pasen, señores, pasen si quieren ver belleza y arte, la señorita va vestida de monja acomparada con las de dentro». Junto a la terraza del Casino se instaló durante años el Oráculo de Napoleón, pequeño garito que el año del debut presentó a su dueño vestido con casaca y bicornio semejantes a los del Gran Corso, cosa que aún hacía más tentadora la consulta. Dispuesto a saber mi porvenir, puse la moneda de cinco céntimos en la ranura correspondiente a mi mes de nacimiento y sexo y por la misma apareció el papelito plegado contenedor de mis dichas e infortunios. La hija de Napoleón, que desde dentro manipulaba la distribución a través de disimulada mirilla, debió de ver a algún soldado en lugar de mi infantil y pequeña figura, pues cuando desdoblé mi oráculo y comencé a leer vi algo de «una morenaza que está por tus huesos, de una trigueña que tú sabes... y hasta de una tercera en discordia de la que sólo recuerdo era más ardiente», amén de otras barbaridades incomprensibles a mis siete años. María me arrancó el papel de las manos, lo leyó y cuando le pregunté qué decía, me contestó muy seria: «Nada, que serás obispo». Para mi desgracia ni se cumplió el oráculo de Napoleón ni mucho menos el que interpretó María, mi buena niñera de Lascellas. Huesca, a 18 de noviembre de 1973.

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Del mezclau y las tabernas

Las pocas veces que madrugo, aún veo grupos en animada espera a la puerta de las tabernas de la plaza de los Fueros, pendientes de que el tabernero eche pie a tierra, levante los cierres y les sirva el mezclau. Antiquísima costumbre, que aún pervive, ésta de «matar el gusano», antaño vital, pues no había quien saliese al campo o a su trabajo sin antes haber tomado una copa de cazalla, acompañada de una porción de chocolate en rama, o sin pasar por la taberna de costumbre a ingerir su mezclau. Éste se componía, en origen, por una parte de «anís de olla», casero, y otra de vino dulce. Con la fabricación industrial de licores se perfecciona y tiene dos variantes: anís y vino dulce o cazalla y vino seco, dos buqués opcionales que el tabernero conoce y sirve invariablemente a cada uno según su preferencia. Aún se echa el anís y se toma el mezclau en Huesca. Los viejos porque siempre lo han hecho, algunos menos viejos porque les sienta bien y los «advenedizos» para poner el primer petardo en la larga «traca» que rematará en eses al caer la tarde. Sin poderlo remediar, de la mano de estos impacientes madrugadores, vienen a mi memoria las tabernas de la ciudad y sus sufridos regentes. Antigua es la invención de la taberna; yo creo tan antigua como la propia invención del vino por nuestro ilustre antecesor el señor Noé. Cantadas en poesías por Baltasar de Alcázar, implícitamente aludidas en las ordenanzas de la ciudad de los siglos XV y XVI, unidas a riña, juego y tumulto. Nunca las tabernas han tenido muy buena prensa y es esto nota69

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ble equivocación, pues, si a lo largo de la historia se les emparenta con el vicio y la depravación, no podemos negar que de siempre han dado asiento y calor a caminantes, vagabundos, soldados, etc.; seres marginados por la sociedad y que, sentados frente a un porrón, han encontrado por un rato el hogar y el reposo. Siento cariño y admiración por este sufrido gremio aguantador de lo que nadie ha querido aguantar y que indudablemente han llenado y llenan un vacío de nuestra sociedad. En mis juveniles años de guerra los taberneros de los pueblos donde acampábamos eran como nuestra familia y sus miserables tabernuchos, nuestra casa. Allí nos permitían comer sentados el rancho, que nos complementaban por cuatro perras. Allí teníamos calor en invierno, nos guardaban nuestras cosas y hasta nos daban consejos y sanas recomendaciones a cambio de murga y calderilla. ¡Cuántas veces me acuerdo de estas buenas gentes! En el Huesca de principios de siglo la profesión aún no estaba reglamentada fiscalmente en epígrafe específico y por lo que veo se ejercía bajo los ambiguos de «Venta de vino de cosechero» y «Venta de licores». Aún he visto en El Bierzo (León) pueblos en los que los criadores de vino, cuando ven que ha llegado éste a su punto, abren la bodega colgando una bandera blanca sobre la puerta para indicar que allí se vende vino y lo venden a jarros, a litros o a toneles, convirtiéndose el patio del cosechero por unos días en improvisada taberna. Puede muy bien ser esta costumbre el origen de las tabernas a lo largo de la historia. En nuestra ciudad no se cuelga bandera blanca, sino ramo de yedra, costumbre al parecer romana y que hasta hace pocos años se ha usado. Parece, a primera vista, ridículo se recurriese a un ramo de yedra en lugar de rótulo, sin duda debido a que en siglos pasados el analfabetismo llegaba al 80 por ciento de la población, de manera que quien quisiera vender vino tendría que improvisar una muestra que no podía hacer pues no sabía escribir y que difícilmente habían de entender sus parroquianos, que no sabían leer; sin embargo, colgar un ramo de yedra era más fácil, más barato y mejor entendido por todos. Las tabernas solían tener su puerta directa a la calle o hallarse también en dependencias interiores e incluso en semisótanos. Su tradicional mobiliario eran las mesas de pino lavado, bancos y banquetas del mismo 70

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material, alguna silla desvencijada, los caballetes y, encima de ellos, la mercancía en panzudos toneles. En las de lujo solía completarse el decorado con la porronera, anaquel para colocar los porrones en tanto estaban ociosos. Antes el vino no se servía por vasos, uso que aún he visto por las comarcas más retrasadas de Cuenca; allí se vendía a cuartillos, medio litro poco más o menos, y si querías beberlo o pedías el porrón o lo hacías del jarro. No era costumbre en las tabernas dar de comer, para eso estaban los «figones» y las posadas, si bien los taberneros accedían, como aún acceden, a que los clientes lo hicieran de sus alforjas o fiambreras, no cobrando sino el gasto de vino que pudieran hacer. Hubo en la ciudad tabernas que han pasado a la historia, como la del Pacharo, Ambrosio, el Chorré, el Zoco y el Molinero, de feliz recordación; otras perduran, si bien han cambiado de dueños con el paso de los años; otras pasaron a bares, como Casa Funes y todas las del Coso. Ejemplo de las que perduran es la Ratona, en la calle Dormer, taberna que posiblemente frecuentaron nuestros estudiantes de la Sertoriana el siglo pasado y a la que don Pedro Am al Cavero recuerda en sus notas sobre andanzas estudiantiles. Célebre fue la de Jacobo, en Ballesteros, cobijo y parlamento de los más castizos hortelanos oscenses, en la que sitúa Capella algunos episodios de su obra costumbrista. Ricardo Jiménez, sobrino y sucesor de Jacobo, fue a lo largo de su vida testigo de dichos y lances que, de haber sido recogidos, constituirían monumento de nuestro costumbrismo. Hombre serio, pero a la vez bromista y socarrón, conocido más por Jacobo que por su nombre, presidía y moderaba la diaria asamblea. De él se cuenta que sus «madrugadores» clientes, más ávidos de conversación y de calor que amantes de hacer gasto, venían asediándole con protestas sobre la estufa que calentaba el establecimiento, increpándole insolentes: «¿,Aún no está encendida? No te arruinarás poil gasto. Trai una miajeta de leña, que esto está más pobre que garracuca». Molesto ya Jacobo ante tal impertinencia, un buen día colocó una vela encendida dentro de la estufa, 71

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con lo que salía luz por todas las rendijas, dando la impresión de que estaba «a todo meter». Llegaron sus parroquianos, la rodearon acercando sus manos y comenzó la conversación. Cuando estaban más entusiasmados, se acercó y les dijo: «Hoy sí que no os quejaréis, ¿eh?». «Así, así...», contestaron a coro, y entonces fue cuando nuestro amigo tomó el gancho, levantó la tapa y de un soplo apagó la vela ante la estupefacción de los protestones, que, corridos, nunca más osaron criticar la calefacción del aparroquiado establecimiento. En el Alpargán siempre ha habido tabernas, lo mismo que en la parte alta de la Correría y en la plaza de los Fueros y sus alrededores, establecimientos que perviven, si bien transformados en bares o restaurantes modestos. Importante y concurrida fue también Casa Bravo, en la calle Padre Huesca, escenario de las jotas vespertinas de Cregenzán, Castellanos y Lera y a la que durante años acudió puntualmente a cenar en solitario, con su fiambrera, Felipe el Perrero. Lloviese o nevase, Felipe y su fiambrera llegaban puntualmente cuando caía la tarde. Sórdida y turbia fue la desaparecida de Cabezota en la calle de Canellas. Tenía Cabezota, además de taberna, tienda, «cuento» y juego; un corralón con puerta directa a la calle en el que se jugaba a las bochas, así al menos rezaba el curioso cartel que campeaba sobre el portalón y que aún leí: «Juego de Bochas de Cabezota», que aparte de indicar que en Huesca se practicaba esta diversión, hoy común en Gerona y en el Rosellón francés, al propietario no le debía de parecer mal el apodo cuando lo mandaba pregonar en el rótulo de su establecimiento. Por entonces el hampa de la ciudad estaba por esos barrios, en las proximidades del Temple funcionaban las «casas» de la Carmen y la Helia, no muy lejos de éstas la Evarista «tenía cuento». En la calle de Forment radicaba la de la Pardo Bazán, remoquete que parece indicar la propietaria tendría algún parecido con doña Emilia. Fuera del distrito sólo existía Casa la Favito, en la calle del Suspiro. Con esta vecindad y el poco escrúpulo de Cabezota, es fácil imaginar lo que era su establecimiento y seguramente imaginando nos quedemos cortos. 72

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Pero no hay mal que cien arios dure, Cabezota quedó viudo y volvió a casar con Manoleta Alós, asidua de la Hora Santa y de cuantos cultos y devociones había en la ciudad. Manoleta, que si hubiese vivido los Sitios de Zaragoza hubiera dejado chica a Agustina de Aragón, en cuatro días limpió casa y dueño. Se acabaron el juego, las borracheras, el «cuento» y las «citas». A «dueñas» y «pupilas» exigió compostura, respeto y buenos modales y si alguno se ponía tonto de un par de guantazos lo ponía en la calle. Cuando llegaba la hora de sus devociones se ponía la mantilla y al llegar a la puerta se volvía para advertir a su marido y clientes: «¡Me voy a la Compañía! ¡Que no pase nada hasta que vuelva!» y, como es natural, nada pasaba. Cabezota, regenerado y manso como un cordero, trabajó unos arios con Manoleta, hicieron unas perricas y hasta reunió tres casas que por cierto la guerra se cebó con ellas, restando a Manoleta, ya viuda, mucho del «buen pasar» que disfrutaba. Hubiese querido acabar este escrito simplemente con mis respetos al sufrido y admirado gremio de taberneros, de raíces tan tradicionales en la ciudad, pero no sería sincero si callara lo que estoy pensando desde que me he puesto a escribir y, fiel a mí mismo, no tengo más remedio que soltarlo, aunque sea suavizado: ¡Qué «narices» tenía Manoleta Alós!, por no decir otra cosa. Huesca, a 10 de junio de 1973.

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Del Adviento y los nabos

El Adviento es como una pequeña Cuaresma que la Iglesia impone desde los tiempos más remotos a sus fieles para que en la mortificación se preparen a recibir la más grande de las fiestas: la Navidad. Queramos o no, el Adviento es tiempo de penitencia, si bien nunca ha pesado tanto como la Cuaresma: en ésta nos preparamos para el dolor de la Pasión, en aquél lo hacemos para el más grande de los gozos y es difícil contener la alegría cuando se camina hacia ella. Además el mes de diciembre lo es de celebraciones como la Purísima, Santa Lucía, Santa Bárbara, etc., difíciles de empañar por la austera liturgia del tiempo. Hoy, los ornamentos morados del sacerdote y las alusiones en la homilía son en realidad las únicas llamadas a la penitencia que recibimos y que desgraciadamente nos pasan desapercibidas. Las vigilias y ayunos de otros tiempos, ahora mitigados o extendidos a lo largo del año y por si fuera poco raramente observados, no nos dicen ya nada. El no sonar el órgano, signo inequívoco de tiempo penitencial en otros tiempos, es hoy obligado en nuestra catedral aun en Pascua en tanto no se vuelva a montar. Los preparativos navideños, las compras de turrones, dulces, regalos, alimentos y bebidas, inevitables en estos días, hablan más de alegría y jolgorio que de tiempo de sacrificios. Si seguimos el ceremonial de nuestra seo el Adviento resultaba muy mitigado también en la antigüedad por la cantidad de celebraciones que concurrían en esta época. 75

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De antiguo hubo, según Novella, conmemoración solemne en el altar de Santa Bárbara. Las vísperas de la Purísima, en la tarde del 7, se hacían a toda orquesta y voces, añadiéndoles con los años la Salve y el Tota Pulchra, con asistencia de Cabildo, Universidad y Ayuntamiento. A partir del siglo pasado, la partitura que se interpreta a capilla y orquesta es del italiano Arbeca, composición teatral y de lucimiento, sobre todo para el tenor, y es la que aún se viene interpretando gracias al celo del Cabildo. Desgraciadamente este año no ha sido correspondido por los cantores, que en cualquier otra ciudad hubieran acudido voluntariamente a acto tan tradicional y específico de la nuestra. Oyendo la ejecución de este año, en la que el maestro de capilla además de dirigir se vio en la obligación de cantar la parte de tenor, en un alarde de sacrificio y valentía, disculpamos todo lo que hubo de disculpar, pues cuando hay buena voluntad todo se suple. Pero no pudimos por menos que recordar los tiempos de mosén Paraíso, que trinaba más que cantaba, especialmente al llegar al «Oh María», en que echaba el resto a pulmón abierto, prolongando la nota hasta que la orquesta callaba para dejar oír sólo su voz. En cierta ocasión, uno de los instrumentos no se dio por enterado del corte y siguió sonando en competencia con mosén Eusebio, apuró éste todo lo que pudo y aún más de lo que pudo y, rendido, acabó su solo con un intempestivo «¡Mamarracho!» que se oyó en toda la catedral mucho mejor que el «Oh María», pues el inoportuno músico calló en aquel momento. No era menos solemne la festividad del 8, con Pontifical, tercia a Capilla y no menos solemnes Nona y Vísperas a la tarde. El domingo siguiente se celebraba la fiesta del Voto. Santa Lucía tenía y tiene capilla propia, aderezada en 1782 por el deán Martín de Lorés, quien costeó altar, imagen y reja. En esta imagen se celebra la festividad de la santa. Por si fuera esto poco la fiesta mayor de la catedral, es decir, la de su consagración, se celebraba el 17 de diciembre con la pompa inherente a tan importante conmemoración. Esta fecha fue objeto de discusiones 76

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bizantinas pues se cree que es la de su segunda consagración por Pedro I una vez reconquistada la ciudad. Anteriormente e incluso en pleno siglo XV se celebraba el 20 de abril, pensando, entre otros Novella, que pudo ser ésta la fecha de la primera dedicación, mantenida en la liturgia por los obispos de Huesca en su exilio del Pirineo, hasta que después de más de tres siglos, reinstaurada la diócesis, se abre de nuevo la catedral. Con todas estas fiestas, así como las de segunda clase y el Domingo III o «Gaudete», en que se hacía un inciso, tocando el órgano y cantando el Gloria como en Dominica corriente, no restaban muchos días para la típica austeridad del tiempo. El Adviento, por otra parte, siempre ha estado muy unido a los nabos. «Cada cosa a su tiempo y los nabos en Adviento», dice el refrán y dice bien, pues comprobado está que esta hoy deleznable hortaliza tiene su agio sabroso en estos días. Los nabos fueron alimento indispensable en la dieta de nuestros pueblos hasta que en fechas no muy remotas llegó el cultivo de la patata a nuestras tierras. Mi bisabuelo se fue al otro mundo sin probarlas por ser cosa de franchutes, con lo cual queda demostrado que el verbo españolear, sin haber sido aún inventado por Federico García Sanchiz, ya se conjugaba a mitad del siglo pasado en Siétamo. No voy a hacer aquí panegírico de los nabos, sería difícil. La verdad es que siguiendo a pie juntillas el viejo adagio los tomo una o dos veces por este tiempo, más bien de forma simbólica, pues de no ser disimulados en sopa o legumbres resultan plato poco codiciado. Por el contrario tampoco voy a caer en el horrible y desagradecido calificativo que por la mayoría de las gentes reciben quizás como venganza brutal a los años que, quieras o no, tuvieron que comerlos. Poco a poco se va perdiendo este odio pues las actuales generaciones ya han perdido el recuerdo de las épocas de calamidad y subalimentación. ¡Pero, señores! Las que me he tenido que oír cada vez que en llegando estas fechas he tratado de conseguir media docena de ellos con que cumplir el rito. «¡Eso, pa os tocinos!». «¡Le paice que himos comido 77

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pocos en nuestra vida!». «¡Jo..., qué gusto!». «¡Güena magra y déjese de nabos!». Omito por respeto y no pasar a mayores los cientos de barbaridades que en mi peregrinación ante los hortelanos han tenido que oír mis pecadores oídos. Mientras vivió la señora Martina nunca me faltaron, entre otras cosas porque mi abuela Victoria también seguía el refrán y, como sus preocupaciones acababan en el respaldo de su sillón de paralítica, tenía tiempo de estar pendiente de estas minucias. Muertas ambas, Emilia de la Torre de Mendoza resolvió durante años el problema. Si ésta fallaba aún quedaba la señora Juana la Chera como último remedio, pues si me hubiese fiado de las promesas del señor Antonio Solanes aún tendría la cazuela al fuego esperándolos. Las cosas se complicaron y opté por cultivarlos yo mismo, para lo que me procuré ciertos rudimentos sobre el arte. No es fácil acertar con el día de la siembra, pues mientras el Tarrancudo, el Changordo y el señor Antonio Solanes fijaban como día idóneo el de Santiago, Canuto siempre ha mantenido que lo era el de Santa Ana. Parece imposible que sólo 24 horas de diferencia tuviesen tal importancia, de manera que nadie se bajara del burro manteniendo su postura a ultranza. Dándomelas de listo le dije al Tarrancudo: «Antes se coge a un embustero que a un cojo. ¿Cómo vas a sembrar el día de Santiago si es fiesta de guardar?». Éste me contestó muy irritado: «Tontola..., precisamente ese día es el único de fiesta que trabajo en to'l año y precisamente por sembrar los nabos». Como Mariano Mateo Coterón, alias Folias, oráculo de agricultores, no se pronunció ante mi consulta ni en un sentido ni en otro, dando a entender que ambas fechas eran buenas, adquirí un sobre de semilla de la calidad «Virtudes» y con sorpresa vi que las instrucciones daban sentido a la ponderación del nunca bien ponderado Folias, pues decían taxativamente: «Siembra a finales de julio en terreno arenoso». Al sembrar lo hice en tres fechas: Santiago, Santa Ana y el 30 del mes y la verdad es que como todos se mezclaron no pude nunca saber a

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ciencia fija cuál era el fruto de cada siembra. No es porque fueran cultivados por mí, pero es justo reconocer que han sido los mejores que he comido. Mosén Cipriano Lanuza, ecónomo de San Pedro, hombre timorato, piadoso y mortificado, que también gustaba de tomarlos en Adviento, me complementó seráficamente el refrán con otro que decía: «Y en llegando enero, que se los coma el nabero». Una cosa más que tengo que añadir a todo lo bueno que aprendí de este santo varón. Seguía el consejo del bueno de mosén Cipriano como norma gastronómica, hasta que arios más tarde, hablando con Gregorio Bitrián, el dueño y popular propietario de Mi Bar, hombre muy versado en hortalizas, pues antes que barman fue impresor y antes de impresor hortelano en la huerta de su padre, después de horribles denuestos contra los nabos, que con horror recordaba haber lavado en su infancia rompiendo el hielo del abrevador del camino del Hospicio, y desde luego sin alabar ni mucho menos mi costumbre de tomarlos, me completó el ya citado refrán de forma más brutal y atentatoria a mi integridad. En la versión de mi buen amigo Gregorio, los nabos, en llegando enero, igualmente que en la de mosén Cipriano, quedaban adjudicados al uso personal del nabero, pero no para uso de boca sino para todo lo contrario, pues me dijo entre risotadas: «Nada de que se los coma. Pa'l cul... del nabero». Con esta nueva y obscena versión y sin necesidad de mirar el diccionario comprendí que nabero es todo aquel que cultiva o vende nabos y que, como cultivador, aunque fuera amateur, estaba incluido en la profesión que en llegando enero podía acarrear desagradables consecuencias. Desde entonces tuve especial cuidado de destrozar mis reducidas plantaciones antes de la noche de San Silvestre, no dejando ni resquicio de ellas. El Changordo se reía de mis prisas diciendo: «¡Hombre, que no va de un díal...». «¡Baltasar, que yo soy muy neto!», era siempre mi respuesta y así durante años el pobre Baltasar, cuando me venía a felicitar el año nuevo, añadía con soma: «¡Tranquilo, que no queda ni un nabo!».

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Pero Baltasar murió dejándome la carga de estar pendiente de la fatídica fecha y acabé mandando al cuerno los nabos esperando que por algún lado hubiera solución. Sin pensarlo, ésta me llegó por donde menos podía esperar. Pasando por la calle de San Vicente de Paúl en Zaragoza, vi a la puerta de una frutería un cesto lleno de nabos con un cartelito que decía: «De Mainar». Al instante recordé la fama que este lugar siempre tuvo por sus nabos, fama muchas veces alabada por mi abuela, quien me contaba que los traían hasta Zaragoza a cargas de burro, teniendo que andar dos días pisando hielo y nieve. Compré un kilo, los comí y no les encontré nada de particular. Sin necesidad de andar dos días en burro, mis nabos «Virtudes» eran tan o más sabrosos, pero la verdad es que los del frutero de Zaragoza me resultaban más económicos y sobre todo «libres de riesgo». De esta manera, sin recibir denuestos ni insultos ni exponer por un descuido mi integridad física, recibiendo por el contrario la gratitud sonriente de mi nuevo nabero zaragozano, que además de entregármelos bien envuelticos tiene la amabilidad de repetirme casi ritualmente cada año: «¡Son como la manteca! ¡Muchas gracias, señorito!», cumplo con el ancestral rito, mantengo la tradición refranera, me acuerdo de mi abuela Victoria, de la señora Martina, de Emilia de la Torre Mendoza, de Juana la Chera, del Changordo, del Tarrancudo, de Canuto, de Folias, de Gregorio Bitrián y, con el trasero a buen recaudo, doblemente satisfecho, me digo: «¡El que a los suyos parece honra merece!». Y me quedo tan tranquilo esperando el próximo Adviento. Huesca, a 16 de diciembre de 1973.

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De los almanaques y calendarios

Es de rigor en estos días recibir el obsequio de calendarios y almanaques. Por cierto, en los de este ario no sé si por eso de la apertura a Europa o por el sensible encarecimiento de los textiles la vestimenta de las exuberantes señoras que los decoran aparece reducida a la mínima expresión, tan mínima que en algunos casos ya ni a expresión llega. Los he visto y recibido de todas las clases y gustos, desde el de los Capuchinos con su habitual cuadro de la Sagrada Familia y sentida poesía al dorso, en la que sale a relucir el «Empíreo», término que mi admirado mosén Navas nunca omitió en sus laureadas odas, hasta uno de los llamados «de cartera», cuyo reverso es la imagen a todo color de una señora de muy buen ver que, de no llevar algún diente postizo, todo lo que muestra es propio, con la sola excepción de la bicicleta en que desafiante cabalga. Bajo esta alucinante visión creo que se anuncia un bar local, en el que por supuesto ni está permitido andar en bicicleta ni mucho menos se sirven señoritas como la de la muestra. Esto que hace unos años nos podía parecer incoherente, hoy con la publicidad en manos de técnicos nos obliga a pensar que algún fundamento tendrá y que lo que a los «antiguos» nos parece cosa de mal gusto, a lo mejor en otros provoca una incontenible ansia de consumir cubalibres y gambas a la plancha precisamente en el bar anunciado. De todos los que han llegado a mi poder el que más satisfacción me ha proporcionado es el que cariñosamente me ha remitido doña Rosa

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Segura. Se trata de un ejemplar del Almanaque del periódico «MonteAragón» para 1871, editado en Huesca por José Iglesias (Coso, 14). Es un folleto en cuarto con dieciséis páginas de excelente tipografía. En la contraportada aparece el «Juicio» del año. No debió de ser muy bueno el 1870 para los oscenses, pues en uno de los versos se dice: Mi padre el año setenta dicen que lo hizo mal y su reinado fue tal y tal su historia cruenta que nadie puso, ¡ señores!, de su tumba en rededor ni una protesta de amor. Independientemente de que la ciudad no pasaba por una de sus épocas más boyantes, la nación tampoco era dechado de orden y calma. El 70 se despedía con la muerte de Prim, que fallece el día 30 de diciembre a consecuencia del atentado que sufre días antes. Esperanzada, la ciudad acoge al nuevo año, al menos así lo dice el verso final del «Juicio». El día 2 de enero llega a España el nuevo rey, don Amadeo de Saboya. El 4 se forma nuevo Gobierno presidido por Serrano, que no supera los siete meses de vida. El 24 de julio es Ruiz Zorrilla el que le sucede, aguantando sólo cuarenta y dos días en el poder, dando paso al de Malcampo, que por diez días no acaba con el año, y es Sagasta el que preside el Gabinete que gobierna el 31 de diciembre. En Huesca ya manda don Manuel Camo, quien ejerce de alcalde y ordena la reforma del Palacio Municipal, que está siendo desalojado de presos que se trasladan a la cárcel nueva, habilitada en el ex convento de Descalzos. Pocos acontecimientos políticos se suceden a lo largo del año en la ciudad. En septiembre, el rey pasó por Tardienta y el Ayuntamiento, aunque de tendencia republicana, salió a esta estación a presentarle sus respetos. En diciembre hubo elecciones municipales, siguiendo el mismo equipo al frente del Ayuntamiento. 82

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La sede episcopal de Huesca está vacante por muerte de don Basilio Gil y Bueno, a finales del año 70, muerte que le sorprende en Roma asistiendo al primer Concilio Vaticano. Don Luis Mur tan sólo publica una efemérides de este año y es la llegada a la ciudad de la superiora de las Hermanitas de los Pobres, llamada por el canónigo Novoa para tratar de la fundación de un asilo de ancianos, cosa que cristalizaría al ario siguiente con la instalación en la calle Pedro IV de la primera casa de la comunidad. Fue 1871 año bueno para la prensa. Nada menos que tres periódicos nacen en él. El Eco de la Provincia, que sale el 10 de junio y se publica en días alternos en la imprenta Pérez; El Magisterio Unido, semanario que ve la luz el 19 de agosto, y el Federal Aragonés, diario republicano, con colaboración del propio Camo, Pi i Margall y Castelar, y que lo imprime don Antonio Arizón en su taller de la calle del Mercado. Existían ya el Alto Aragón y los semanarios Monte Aragón (católico), La Verdad (carlista) y El Deber (diario liberal). Todos ellos, unidos al Boletín de la Provincia y al del Obispado y a panfletos y hojas volantes, hacían que los oscenses no se pudieran quejar de falta de información. En 1871, el deficiente alumbrado público es a base de lámparas de petróleo; habrían de pasar veintiún años para que comenzase el sistema eléctrico. Lógico es pensar que, si las calles principales estaban mal alumbradas, las de poco tránsito se hallaban prácticamente a oscuras. Por este motivo, el almanaque, al insertar los horarios de la «Hora Santa» en la Compañía, que por cierto paradójicamente duraba 120 minutos, da un horario variable con la estación. Así, en pleno invierno ésta empieza a las tres para acabar a las cinco y en el rigor del verano comienza a las seis para terminar a las ocho. Hay que tener en cuenta que entonces se guiaban por la hora solar, con la que actualmente llevamos una hora de adelanto, y efectivamente en invierno a las cinco era casi de noche. No dice nada el almanaque de horarios de misas. Suponemos que, como eran tantas las que había, no hacía falta especificarlas. Anuncia, por el contrario, el rezo del Santo Rosario al anochecer, que se hace en Santo 83

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Domingo y en el Espíritu Santo, iglesia esta última que aún estaba abierta al culto en lo que hoy es embocadura de la calle Goya y que fue derribada en 1883. Anuncia también cultos vespertinos para todos los domingos del mes: el primero en Santo Domingo, función del Santo Rosario; el segundo en San Pedro, la del Escapulario del Carmen; el tercero, la Minerva, en la catedral, y el cuarto, la de los Terciarios Franciscanos en San Pedro y la de la Correa en el Hospicio. De todas estas funciones la única que aún se celebra es la de los Terciarios, si bien en Santa Clara, desde que los hijos de seglares de San Francisco, capitaneados por don Mariano Alegre (padre), la Miraveta y la señora Manoleta Alós, riñeron con el párroco de San Pedro, en una inenarrable escena de la que me cupo la gran suerte de ser testigo. La de los segundos del Carmen se celebró hasta hace muy poco y las Minervas de la catedral, de las que tan asiduos fuimos Angelito Boned, Canuto y el que suscribe, desaparecieron al abrirse de nuevo la catedral, no sin mi respetuosa protesta escrita ante el señor obispo. Pasando más páginas de este curioso folleto, podemos enterarnos de que Correos, a la sazón en casa de Lastanosa, abría sus puertas para certificar a las siete de la mañana, cerrando a las ocho y volviendo a abrir desde las diez y media hasta la una. Por la tarde subsistía esta doble jornada, ya que se abría desde las tres y media hasta las cuatro y cuarto y de las siete y cuarto hasta las ocho y media. Los peatones a pueblos comarcanos salían en invierno a las ocho de la mañana y en verano a las siete. Telégrafos estaba abierto noche y día. Dos trenes salían cada día de Huesca con destino a Tardienta, donde enlazaban con Barcelona y Madrid; el de la mañana a las 8,25 y el de la tarde a las 5. Para Canfranc no había aún trenes, pues la línea hasta Jaca no se abre hasta 1882. Los precios de los billetes del ferrocarril eran prohibitivos, pues ir a Zaragoza en primera valía 33,25 reales, es decir, que según el presupuesto

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municipal de este año el secretario del Ayuntamiento para ir en esta clase a Zaragoza invertiría un día de sueldo... ¡Y ahora nos quejamos! Al no haber tren a Jaca, el viaje se hacía en las diligencias de la Estrella, con salida a las 12 de la mañana, previo pago de 30 reales por el billete. A la misma hora salía la de Barbastro, que cobraba 20 reales por viajero. Para el verano cuatro diligencias hacían servicio extraordinario con destino a Panticosa; salían del hotel de la Unión, hoy bar Sauras. Estrena este año la ciudad el callejero de don Cosme Blasco, en que se da nombre correcto a las 126 calles, plazas, costanillas y rondas que tiene la ciudad; hoy son 241. En este callejero que reprodujo como primicia el almanaque de Monte Aragón figuran la calle de Cuatro Reyes, del Olmo y Zaragoza en proyecto. De ellas, Cuatro Reyes y Zaragoza fueron realidad y de la del Olmo, que uniría la plaza del Justicia con la de San Voto, parece que el Ayuntamiento está estudiando de nuevo el proyecto... Por tiempo no habrá sido. La prensa de este ario, además de la República federal, pide a gritos el nuevo mercado, el matadero, las fuentes públicas, el alumbrado y pavimentación de las calles. Huesca no es en esta época ningún dechado de limpieza y sus construcciones están tan deterioradas que el jefe político, don Magín Soler y Esparter, ha tenido que ordenar el revoco y blanqueo de las casas, «pues más que una ciudad aparece como un villorrio». Tardó sólo dos años en llegar el mercado; poco más en comenzar las obras del matadero; las fuentes hubieron de esperar trece; el alumbrado, como hemos dicho, más de veinte, y las pavimentaciones, casi sesenta años. En las páginas finales del almanaque vemos una «Anacreóntica», unos «Cantares» de bastante mala traza, un soneto de no mejor estilo, unos «Epitafios» que huelen a plagio y unas «Letrinas» de las que entresacamos ésta, por ser muy de la época, ya que el cesante, es decir, el empleado público que cesa cada vez que cesa el Gobierno, medida tan radical que alcanza hasta los alguaciles, es característico de este tiempo. Dice así:

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Triste, solo y de mal talante, cara a modo de tarjeta, sin una triste peseta, paso tardo y vacilante. Este señor es cesante y no tiene otro recreo que ir de paseo. Don José Iglesias se mostró tacaño en figuras; ni una sola aparece en su pulcro almanaque y es pena, pues unos diseños de rincones de la ciudad en este año serían interesantísimos. Por lo que se ve, no había por entonces la furia iconográfica actual. He llegado a la palabra «Fin» del agradable regalo que me ha hecho mi buena amiga Rosa; su lectura me ha hecho feliz un buen rato, pero como contrapartida me deja un fondo de nostalgia. No lo puedo remediar, como tampoco puedo remediar pensar en la cara que sacaría algún guardia si tuviera que denunciar a la atrevida ciclista del calendario «de cartera» por saltarse un semáforo rojo. Huesca, a 6 de enero de 1974.

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Para San Antón de enero

«Para San Antón de enero anda una hora más el arriero», dice el refrán y, por si esto fuera poco, añade: «Y para San Fabián, una hora gran». La realidad es que desde el 21 de diciembre, día más corto del año, al de nuestro santo tan sólo alarga el día 24 minutos y la «hora gran» del dicho no llega a ser media. También para San Antón «la gallina pone los huevos a trompón». Por estos pequeños motivos, simples a nuestra actual manera de ver las cosas, no hace cien años era muy celebrado el día del santo eremita y celebrado con tal ilusión que 24 minutos eran considerados una hora y el que una gallina pusiera un huevo cada tres o cuatro días era llamado poner a «trompón». El nunca bien ponderado calendario gregoriano que con ligeras variantes llegó al Concilio dejaba prácticamente los quince primeros días del ario para las fiestas de Jesús y sus octavas, en una pudiéramos decir «pereza mística» de abandonar la celebración navideña. Pasadas ya las algazaras de las fiestas, quedaban estos días sosegados de octava para serenamente vivir todo el encanto religioso de la liturgia. Acabada la octava de la Epifanía, el calendario coloca, pienso que por pura coincidencia, santos abrigados que empiezan por San Pablo, primer ermitaño, el día 15, para acabar con San Blas el 3 de febrero, santos capotudos, con recias capas o hábitos de estameña, muy a tono con el tiempo a soportar, indudablemente el más crudo del año. Capotudo es pues San Pablo, como San Antón, San Fabián, los Siete Fundadores Servitas, San Valero y San Blas. Única excepción, San Sebas87

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tián, que aunque trescientos arios anterior al papa san Fabián, celebra la fiesta el mismo día y mientras san Fabián aparece bien abrigado el pobre san Sebastián aguanta el relente de enero desnudo, atado a un árbol y encima clavado de flechas. Muchos significados se han querido encontrar en las hogueras semilitúrgicas que en la noche de los santos se hacían y aún hacen desde tiempo inmemorial. Tiempo de santos capotudos, tiempo de frío y hielos, tiempo de hogar, de matacías, de hogueras y fiestas pequeñas. Tiempo en que San Valero el Ventolero añade al destemplado ambiente la gélida nota del despiadado cierzo que las gentes recibían bien, pues levantaba las nieblas para que el sol de febrero pudiera lucir. «Si la Candelera plora, el invierno ya está fora», reza el adagio, y como lo que interesaba era que el invierno estuviera fora cuanto antes se le añade el consolador: «Plore que no plore, el invierno ya está fore». Refranes de tiempos pasados en que la vida de los pueblos la marcaba el sonar de las campanas. Frío y falta de luz, pesadilla de antiguas generaciones, ilusión que no era otra cosa que el deseo de que acabara el invierno. Indudablemente, el día iba a más y el frío a menos y con esta esperanza el arriero añadía una hora a su andadura y las gentes no miraban ya con terror al leñero que iba quedando vacío. Esperanza, ilusión por cosas a las que hoy no damos importancia y que fueron vitales para nuestros antepasados. San Antón, gracias a una piadosa familia, conserva iglesuela en Huesca. Se le hace fiesta en su día y, hasta el año pasado, su correspondiente hoguera. Tuvo mejor suerte esta capilla que las de Montserrat, Magdalena, San Salvador y Santa Orosia y la tuvo por caer en manos de una familia muy oscense, muy ejemplar y muy católica, una familia que, de haber existido una cincuentena como ella en los aciagos días de la desamortización, hubieran conservado para Huesca un patrimonio artístico y religioso que hoy lamentamos por irremisiblemente perdido. Que Dios y el bendito san Antón se lo premien y la ciudad lo reconozca. El santo, rico por herencia, legó cuantos caudales tenía y se retiró al desierto. Allí vivió años sin querer ver a nadie, pero la fama de sus virtu88

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des llevó a discípulos junto a él para vivir en comunidad, con lo que nació la orden antoniana, que se restablece en el siglo XI por un noble francés en Saint-Didier. Es la época de las grandes epidemias, el «fuego sacro», «fuego usagroso» o «fuego de san Antón», que diezman las poblaciones de Europa; bajo la advocación del santo, único remedio para este mal, nacen cientos de hospitales que cuida la orden antoniana, aplicando los remedios rudimentarios de la época para un mal cuya causa se desconocía, considerándolo como peste, cuando después se ha sabido que no era enfermedad contagiosa. A Huesca también llegan los frailes de San Antón y fundan su hospitalillo, donde hoy se encuentra la capilla. No sabemos si en la ciudad hubo epidemias de «fuego sacro»; indudablemente en la provincia tuvo que haberlas por la sencilla razón de que la enfermedad no la producía ningún virus, sino simplemente la ingestión de pan de centeno con gran cantidad de cornezuelo. El cornezuelo, hongo parásito de este cereal, contiene ergotina y la ingestión masiva de este alcaloide producía el ergotismo, que se manifestaba con alucinaciones, convulsiones, espasmos tetánicos, picores y llagas y hasta gangrena de miembros. Lógico es que nuestros galenos la considerasen contagiosa, pues cuando brotaba en un lugar atacaba a todos los vecinos con más o menos intensidad y no podían pensar que el motivo fuera que todos comían pan elaborado con centeno de campos apestados de cornezuelo. Muchas veces se ha relacionado a los célebres «endemoniados de santa Orosia» con el ergotismo, pensando que en nuestra montaña fue el pan de centeno de uso muy frecuente, como asimismo que posesos, meigas, trasgos y compañas de la antigua Galicia fueran en gran parte enfermos de ergotismo. No en vano el pan de centeno era muy consumido en esta tierra y Galicia ha sido y es proveedor de cornezuelo para toda la industria farmacéutica. El hospital de San Antón de Huesca se cierra definitivamente en el año 1791. La orden había sido disuelta por Pío VI, en abril de 1789; no sabemos cuáles fueron los motivos, pero parece extraño desapareciese orden tan benemérita en época en que el país andaba tan necesitado de hospitales. El padre Huesca dice que de ordinario residían en la casa dos padres, uno de ellos con el título de comendador, y cuatro hermanos legos. 89 Índice


El doctoral Novella incluye esta capilla en la lista de las que son visitadas por el cabildo en los días de rogaciones o letanías mayores. En las listas de conventos que se desamortizan en 1835 no aparece éste, pues había pasado a propiedad de la familia Tolosana. Bendito san Antón, con tu capucha, capote y escarchada barba, remedio de apestados, esperanza de arrieros y caminantes, sanador de animales domésticos y decano por propio derecho de la lista de los simpáticos santos capotudos, lista en la que con dudas en Aragón siempre figuró san Valero. Dudas y grandes, pues la iconografía de este santo curiosamente es casi exclusivamente en forma de busto, con lo que se hacía muy difícil dictaminar si lo que arrancaba de sus hombros era grueso capote o leve esclavina. No hace muchos años el Ayuntamiento de Zaragoza tuvo el acierto de colocar una enorme estatua del santo en la puerta de su nuevo edificio, loable decisión con la que, a lo mejor sin proponérselo, dejó bien sentado el Concejo que san Valero podía figurar por derecho propio entre los capotudos: ¡nada menos que veinte arrobas de bronce en forma de capa le protegen en ella del helador cierzo del Moncayo! Esta impresionante imagen no sólo disipa esta duda, sino que acaba de una vez con ancestrales recelos que a lo largo de la historia se plantearon muchos fieles, recelos que quedan plasmados en el tantas veces narrado chascarrillo del que fue protagonista un sentencioso y noble bajoaragonés, quien en su visita a la ciudad del Ebro, tras pasar por el Pilar y atraído por la fama del santo obispo, se fue derecho a La Seo a «rezarle un par de padrenuestros» al no menos ínclito patrón. Después de mucho buscar, preguntó por san Valero y le condujeron a su altar. Allí el buen hombre, que iba ilusionado con hallar un santaz de tres metros, se topó con el busto y quedó tan desilusionado que no pudo por menos de exclamar: «i,Y esto es santo? ¡Vaya mérito, sin brazos y de centura p'abajo todos sernos santos!». Huesca, a 28 de enero de 1973. 90

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De la Candelera, San Blas y Santa Águeda

A cuarenta días fijos de Navidad celebra la Iglesia la fiesta de la Presentación del Niño Jesús en el Templo y la Purificación de Nuestra Señora. Cuarenta días eran los que prescribía la ley mosaica para esta ceremonia y la Virgen, aunque pura e inmaculada, no quiso sustraerse de ella, con lo que aparte de darnos admirable ejemplo de humanidad consiguió arrancar de lo más profundo del alma del anciano Simeón uno de los más bellos y emotivos cantos que boca humana haya pronunciado: «Despide, Señor, en paz a tu siervo, porque mis ojos ya han visto tu salvación». Larga y expectante había sido la vida del anciano y, al tomar al Niño en sus brazos, fue tal su felicidad que no deseó otra cosa que morir, pues sus cansados ojos ya habían visto todo lo que tenían que ver. Fiesta ésta tan antigua como la misma Cristiandad, que lleva implícita desde los primeros tiempos la procesión de las candelas y que el fervor mariano de antiguas generaciones da como propia de la Virgen con el nombre de la Candelera, siendo como hemos visto fiesta del Señor. Considerada de precepto durante siglos, pierde este carácter hace ya muchos arios, pero la devoción popular la conserva como tal hasta casi nuestros días. En nuestros años de colegio, fiesta debatida: las monjas, más tradicionales, daban fiesta a las colegialas, pero nosotros, después de la misa de las candelas, al estudio como un día más. Antaño, las confiterías y cererías en la víspera colgaban en sus escaparates velas, cirios rizados y mazos de cerilletas o candelillas, velas

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que, después de benditas y encendidas, pasaban a ser talismán familiar contra males y tormentas e indispensables en el amargo trance de agonía. Por la Candelera hubo ferias en Huesca. Las ferias de nuestra ciudad son antiquísimas. En un documento de 1197, Pedro Tizón vende a doña Oria un campo, circa forum bestiarum d'Osca, cerca de la plaza de las bestias de Huesca, lo que presupone ya en esta fecha las ferias tenían su raigambre. La de la Candelera nunca debió de ser muy importante, pues en todos los textos se habla apasionadamente de la de San Andrés y aun de la de Pascua, citando muy de pasada la también desaparecida de San Lorenzo y la que nos ocupa. En los años de la postguerra quiso resucitarse sin éxito alguno. Poco a poco se va perdiendo también la celebración de la fiesta y las pocas velas que se bendicen sólo sirven en el mejor de los casos para mitigar un imprevisto apagón. Es pena que una fiesta con liturgia tan bella caiga en el olvido, como es pena que se haya perdido la costumbre imprescindible en otros tiempos de las «misas de purificación» o «misas de parida» para el vulgo, primera salida para las madres después del parto y segunda visita, después de la del bautizo, del infante a la iglesia. Y de la Candelera a San Blas, fin y principio de un año, que sólo tiene vigencia en las maldiciones gitanas: «Si quia tengas una retorciguera que te dure de San Blas a la Candelera». San Blas, obispo y mártir, rosconero y abogado de la garganta en épocas anteriores a las pastillas de clorato y el Formitrol. El hueco que dejaban las candelas y velas en los escaparates de las confiterías era ocupado inmediatamente por los roscones de San Blas, que eran bendecidos en las iglesias después de la misa, junto con turrón, caramelos y peladillas, que se comían previo padrenuestro de rigor. A pesar de que por extraña coincidencia recuerdo muchos «samblases» con anginas, nunca he prescindido del rito del roscón. Creo que el santo merece este obsequio, que por otra parte no supone sacrificio. Es también San Blas día de fiestas pequeñas. En el Fonz de mi niñez, no sólo se celebraba este día, sino que se añadía el de San Blasé, para empalmar con Santa Águeda, que por no ser menos también tenía su 92 Índice


Santa Aguedeta. Rumbosos que han sido y son por allí, tan rumbosos que es el único lugar en que he visto rondar con música de viento y mula enjaezada para las tortas. Algunos años, si los músicos eran de per allá (catalanes), sobre las pinzas de sus clarinetes, saxofones y bombardinos se veía el papel con la solfa de la jota. Resulta curioso rondar con solfa, pero no extraño pues en Fonz nada puede parecer extraño después de ver su iglesia, que bien pudiera ser una catedral por sus dimensiones y fábrica, y después de ver sus palacios y casas solariegas, que muchas capitales envidiarían. En nuestra tierra el día de Santa Águeda tiene el carácter de celebración femenina. No hay muchos datos sobre la vida y martirio de la santa, patrona muy antigua de la ciudad de Catania y cuyo nombre figura en el canon romano de la misa. El patronazgo que el sexo débil otorga a la santa es tan antiguo como desconocido en su origen y constituye a lo largo de la historia una anticipación de la emancipación de la mujer, aunque sólo sea por un día. Si bien por aquí no existen las alcaldesas o águedas de Castilla ni los verdiales de Andalucía, en este día mandaban las dueñas y las mozas volteaban las campanas hasta caer rendidas, organizaban el baile y en él eran ellas las que sacaban a bailar a los mozos. Nunca faltaba la chocolatada de solteras y casadas, con picatostes, torta abundante y morapio dulce, lamines que siempre fueron del agrado de las mujeres. El chocolate se servía a veces en un orinal siguiendo una especie de rito. Procacidades, chillidos, risas histéricas, algarabías y estrépitos que trascendían a la calle, en la que los mozos aguardaban pacientemente sin osar traspasar el dintel de la casa donde se celebraba la juerga por un natural instinto de conservación inspirado en la trágica narración de lo que aconteció a alguno que osó hacerlo. Cuando las señoras habían dado cuenta del chocolate, empezaba el baile y a él acudían los mozos con el temor de quedarse a «calentar el banco» si las mozas no se dignaban sacarlos a bailar. En algunos pueblos hacían las mujeres hoguera y si algún atrevido se arrimaba a ella era acosado con sarmientos encendidos y tizones, para que no le quedase gana de meterse donde no le llamaban. 93

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Al día siguiente, vuelta a la normalidad: las mozas, mansas y humildes, volvían a la fuente con su cántaro, con la vista en el suelo como mandaba la costumbre, disculpas y reprimendas de padres y novios y a esperar el año siguiente, para por lo menos un día volver a hacer lo que les viniese en gana, que para esa época no era poco. Aún hay devoción en nuestra ciudad a la abogada del mal de los pechos. En el altar de la santa de la ermita de Las Mártires se ven velas ardiendo y hasta algún ramo de flores. Tampoco se ha perdido del todo la celebración de fiestas y merendolas por las mujeres. Lo que irremisiblemente se ha perdido es el inefable romance del martirio de la santa que en nuestra infancia oímos cantar a un ciego montañés y del que sólo me quedé con el estribillo, por lo insólito y por aquello de que se repetía en cada estrofa: A santa Águeda bendita sacan a martiruciar y le cortan las tetas como aquel que corta pan. Huesca, a 4 de febrero de 1973.

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De cuando los perros iban a misa

Es hecho indudable que los perros fueron en otro tiempo más religiosos de lo que lo son en la actualidad. La popular expresión «haces tanta falta como los perros en misa» no viene sino a confirmar el aserto y probar que, aunque no fueran precisamente muy bien recibidos, los canes frecuentaban las iglesias. Por si faltaran argumentos, podemos añadir el que se desprende de cuento o sucedido muy prodigado que narra cómo un párroco rural recriminaba en su homilía agriamente la conducta de un feligrés pecador empedernido, callando su nombre por aquello de «el pecado se dice pero no el pecador». Se recreó tanto en la suerte el buen cura ensalzando la virtud y la tranquilidad del justo que sin darse cuenta soltó: «¡Seguro que cuando se acueste no puede dormir tan tranquilo como lo está haciendo su perro debajo de la pila del agua bendital...». Con lo cual quedó tan a las claras ante la feligresía el nombre del prevaricador como ante nosotros que los perros, por entonces, asistían a la misa parroquial. Otro dato que fundamenta mi aserto es el hecho de existir en la nómina de las catedrales el oficio de azotaperros, especie de portero que, vestido de túnica negra y unos azotes o palo en la mano, se dedicaba a expulsar del templo a cuantos canes pretendían entrar en él. En Huesca la plaza está vacante desde la muerte de Felipe Mur, hijo del señor Ángel, del que heredó el cargo. Felipe, persona muy querida y popular en nuestra ciudad, conocido como Felipe el Perrero, precisamente por ostentar este cargo y no por tener la costumbre de fumar caliqueños, también llamados 95

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perreros o cuarteleros, como alguno ha creído. Y ya que estamos en ello y aunque no venga a cuento diré que el puro perrero se llamaba así porque costaba una perra y los cuarteleros no debían su nombre a ser usados en los cuarteles, sino por ser su precio un cuarto de real. En estos castrenses lugares lo que se fumaba eran cigarrillos de a diez céntimos el paquete, labor deleznable que dada la preferencia que la soldadesca mostraba por ella pasó a la historia con el pintoresco nombre de Pedo de Quinto. Con el bueno de Felipe se acabó la profesión y desde su muerte los perros pueden asistir tranquilamente a los oficios de la catedral, aunque la realidad es que también ellos se han contagiado de este aire de indiferencia religiosa que flota en el ambiente y, a pesar de tener entrada franca y sin azotes, rarísimamente pisan la iglesia. Es cierto que, aunque he visto muchos perros por las iglesias, he encontrado pocos canes devotos. En nuestra infancia solía ir uno a los sermones de Cuaresma de San Lorenzo que se colocaba siempre en el mismo sitio con toda la discreción y, dormitando, aguantaba la perorata del cuaresmero. Cuando éste daba un do de pecho levantaba la cabeza, para volverla a doblar con la natural indiferencia del que está convencido de que con él no va nada. Lo normal no era este comportamiento, sino que el chucho de turno anduviese un poco despistado buscando y buscando hasta dar con la puerta de nuevo. Frente a estos perros religiosos he conocido otros anticlericales empedernidos, como también sé de intelectuales e incluso de canes más o menos politizados. Paco, el famoso perro madrileño de fines de siglo pasado, fue noticia diaria en las crónicas de la villa y corte. Callejero y vagabundo, gustaba de alternar con la mejor gente de Madrid; frecuentaba cafés y tertulias literarias y, al acabarse éstas, indefectiblemente acompañaba hasta el portal de su casa al escritor que había pagado su perruna consumición. Allí se despedía y nunca osó traspasar la puerta de ninguno de sus anfitriones a pesar de ruegos y zalemas. Asistía, al decir de los cronistas, a cuantos actos sociales se celebraban: recepciones, estrenos, conciertos, banquetes, bodas y funerales. La buena sociedad se disputaba la amistad de Paco, pero éste, como los intelectuales, tomaba sin otorgar. 96

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Nadie pudo hacerse con él, ni por nadie mostró especial deferencia. Claro que esto no sucedía cuando se trataba de enjuiciar un espectáculo, pues, si iba a la ópera, como alguien desafinara hacía ostensibles muestras de desagrado, celebrando con cabriolas las partes más aplaudidas. Esta exquisitez le costó la vida, pues, siendo Paco entusiasta de la fiesta nacional, al punto de no perderse ninguna corrida, en las que también aplaudía o censuraba las faenas, tuvo la mala fortuna de ir a una becerrada en la que un tabernero que usaba el nombre taurino de El Niño de los Galápagos toreó sin fortuna una vaquilla y a la hora de matar estaba haciendo una carnicería, sin lograr que el bicho doblara. Paco, cansado de ladrar, no pudo aguantar y saltó a la arena con ánimo de sacudirle al maleta y obligarle a dejar el ruedo. Éste, sin encomendarse a Dios ni al diablo, para sacárselo de encima lo ensartó con el estoque. Paco fue atendido en la enfermería y murió en ella, mientras el público invadía el ruedo para linchar al de los Galápagos, que gracias a la protección de la Benemérita pudo salir indemne. Por todo lo que he leído de este excepcional animal, me inclino a pensar que Paco fue un perro intelectual moderadamente izquierdista, tirando a conservador contemporizante. Foch, el perro de mi abuelo, no tan inteligente ni social, siempre fue de derechas, ponderado y respetuoso. Murió por los años treinta y si hubiera votado lo hubiese hecho por la CEDA. Por el contrario, Querol, el impresionante lobo que teníamos en la Torre, era netamente nazi, pues no reconocía sino a los de su familia y especie. Si la cadena con que había que tenerle siempre atado hubiera tenido un par de eslabones más en alguna ocasión hubiese devorado a Linda, una perreta canela que desratonaba graneros, comía con los criados y salía a la carretera de Zaragoza para saludar con ladridos de gozo a las peregrinaciones de catalanes que venían a visitar las tumbas de Galán y García Hernández. Linda, además de ordinaria, era indudablemente republicana. El Hottkis, un perruchón de cien padres que hizo la guerra con nosotros, era acérrimo requeté. Las Margaritas de Molina le hicieron una espe97

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cie de boina roja que le atábamos con una cuerda al cuello; él se sentía orgulloso de su atuendo, al que para más inri las citadas chicas habían añadido una borla amarilla. Pertenecía Hottkis a la facción más integrista del partido; tácitamente desconoció el decreto de la unificación y cuando veía un falangista o llegaban a sus orejas las notas del Cara al Sol se ponía hecho un basilisco. ¡Pobre Hottkis! Menos mal que cuando acabó la guerra se quedó por la sierra con los pastores de Checa. Si llega a irse a una ciudad no hubiera ganado para multas del Tribunal de Orden Público. Perros anticlericales he conocido dos: uno el de los Bernués, conocidos funerarios; pese a estar su profesión tan ligada al clero, tenían una perra ratonera que se enfurecía al ver un cura, al extremo que sus prudentes propietarios hubieron de desprenderse de ella. El otro fue Gandul, un imponente mastín propiedad de Silvio Kossti, al que le cupo la suerte de recibir caricias del propio Costa y de otras muchas personalidades que visitaban al ilustre prócer oscense en su casa de la calle de Cabestany. A mosén Francisco, el Cura de la Parra, al que hasta los anarquistas más furibundos llamaban para confesarse, Gandul lo tenía a raya, de tal manera que cuidaba el santo sacerdote de bajar siempre a su vivienda de las Hermanitas por la acera de la Estación y de llamar por señas desde la calle para que bajaran a franquearle la entrada las muchas veces que solía ir a filosofar a casa de don Manuel. No sólo era en su feudo y casa donde Gandul imponía su tiranía con los clérigos, sino que hacía frecuentes excursiones a la iglesia de San Lorenzo y, una vez en ella, recorría los siete confesionarios alzando la pata en cada uno de ellos, dejando húmedo y maloliente recuerdo de su visita. Un buen día, mosén José Laviña le esperó y cuando comenzó la correría le propinó un estacazo de padre y muy señor mío. Gandul no chistó, abandonó la iglesia, anduvo vagando por la plaza, juzgó después de recapacitar que la cosa no debía quedar así y, hecho una furia, penetró de nuevo avalanzándose sobre el confesionario de mosén José y a buen 98

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seguro que, de no estar él dentro y obrar como lastre, lo vuelca. Cumplida su venganza, regresó a su casa como si nada hubiera ocurrido y días tardaron sus dueños en enterarse de la hazaña. No sé ahora de canes con tan manifiesta fobia, pero de existir alguno con esto del clergyman se las iba a ver y desear para identificar a sus posibles víctimas. En este sentido tenían más facilidad los de antes, pues salvo el cura del armero, mosén Bellostas y mosén Rin, que se ponían de paisano para bajar a los toros del Pilar, los demás sólo se quitaban la sotana para dormir. Ahora los perros, como nosotros, van perdiendo personalidad, se vuelven cada vez más grises, ya no van a misa, a pesar de que saben que hace años murió El Perrero; no ladran ni a curas ni a pordioseros por la sencilla razón de que ya no se ven por la calle ni sotanas ni andrajos y, en cuanto a aquellos perros anarquistas que solían encorrer a los señoritos, achuchados por sus amos, ya no sabrían a quién atacar, porque ahora señoritos somos todos. Por eso cada día admiro más la sapiente elegancia de Paco, la ponderación de Foch, el nazismo de Querol, el integrismo de Hottkis y llego a disculpar hasta el servil chaqueterismo de la republicana Linda. Así como no puedo por menos que admirar las firmes convicciones agnósticas de Gandul y de la pena del funerario. Al fin y a la postre, lo noble siempre ha sido definirse y desgraciadamente ahora, por no definirse, ya no se definen ni los perros. Huesca, a 31 de marzo de 1974.

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Del glorioso san Matías

«Para San Matías, sale el sol por las ombrías», le decía ayer a Canuto mientras subíamos la cuesta de Zarandia. ¡Pero no por las más frías!», me repuso mi buen amigo, completando con ello el antiguo refrán oscense. Yo, querido Canuto, sé de refrán más completo. Lo trajo mi abuela de Fonz y dice así: «Para San Matías, sale el sol por las ombrías, calientan las aguas frías, tan largas las noches como los días y cantan las totobías». No me negarás que es más largo, más bonito y hasta el estrambote de las totobías le presta cierta poesía. He aquí otro refrán meteorológico, a los que tan aficionados fueron nuestros antepasados. Una vez más mezcla de santos y tiempo en época en que el santoral marcaba, día a día, el curso del año. En documentos antiguos se usa, en lugar de fecha, muchas veces, el santo del día o su referencia. Y así leemos: «Faltando dos días para la festividad de nuestros señores San Pedro y San Pablo...» o «Siendo la víspera del domingo de la Santísima Trinidad, que lo fue este año...», por ser fiesta móvil, sin omitir «año de la Encarnación de Nuestro Señor», aclaración que despeja posibles errores cronológicos que en algunos casos han surgido al omitir el que redactó el documento este preciso detalle. Refrán optimista como todos estos que anticipan la primavera, el equinoccio, y que hace cantar unos días antes, lo que normalmente vienen haciendo las simpáticas totobías. Optimismo que siempre disculpamos a

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nuestros antecesores, deseosos de liquidar el invierno cuanto antes, por lo menos en ilusión. Son las totobías pájaros de la familia de las alondras, aves de tendencia migratoria que viven su temporada entre nosotros, con canto muy típico que parece decir: Totobío, no me fío. Interpretación que da origen a su nombre vulgar, por el que se les conoce en casi toda la península. No obstante, en Almudévar, no sé si porque las totobías son por allí más descaradas o porque el fino espíritu captador de nuestros vecinos ha calado más hondo en la onomatopeya de su canto, dicen: Pastor dormido, el buey al trigo. Lo de dormido lo escribo por bien quedar. La realidad, según mi fiel informador, aunque también acaba en -ido, es mucho más fuerte y vejatoria para el pastor. Por no entrar en polémica, creo mejor será dejar lo escrito para las hembras, más delicadas por razón de sexo, y poner en boca de los machos, más groseros y peor hablados, la versión omitida. Todo es cuestión de interpretación y, si bien no podemos despreciar fruto de investigación tan antigua como minuciosa, tampoco vamos a hilar delgado y reconocemos que con cualquiera de las tres letrillas el canto de estos pájaros es simpático, original y siempre destaca del de los demás. San Matías era natural de Belén, de familia rica, y hombre culto. Le cupo el gran honor de ocupar el sitio de Judas, después de su defección en la lista apostólica, siendo el único de los doce que no fue elegido personalmente por Jesús. Su designación fue hecha por el Colegio Apostólico en presencia de la Virgen María y de las Santas Mujeres, después de la Ascensión y antes de Pentecostés, en una ceremonia que es, sin duda, el primer cónclave que la Iglesia celebra y que pasó a ser, en cierto modo, la pauta para las futuras elecciones de papas.

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Después de la Ascensión se reúnen los apóstoles en el cenáculo y san Pedro da cuenta de la horrible traición de Judas, así como de su mal fin, y dice a sus compañeros que, puesto que el deseo del maestro era que los apóstoles fueran doce, deben designar quien ocupe el lugar del traidor. Consumen su tiempo en oración, rogando a Dios les inspire el nombre del sucesor entre los discípulos que le conocieron, amaron y fueron testigos de su gloriosa Resurrección. Dos nombres les son inspirados: José y Matías. La suerte decide en favor del último y desde este momento comparte con sus compañeros la dirección de la naciente Iglesia. Predica la buena nueva entre sus vecinos los judíos y Ananías ordena sea apedreado hasta la muerte. Malherido, lo recogen unos soldados romanos y lo decapitan de un hachazo. Muere así Matías después de varios arios de actividad apostólica en su tierra y en las de Etiopía, mártir de su fe. La iconografía religiosa lo presenta a veces con un hacha en la mano, símbolo de su martirio. No conozco más imagen del santo en Huesca que la que se halla en el pórtico de la catedral, en compañía de los demás apóstoles y de san Lorenzo y san Vicente. Imágenes mutiladas por el paso de los arios, la mayor parte sin manos y por lo tanto carentes casi todas de símbolos que las identifiquen, parece ser es el último de la serie, pues también fue el último en ingresar en la lista apostólica. De tiempo inmemorial se vestía a estas estatuas el día del Corpus con casullas rojas; a san Lorenzo y san Vicente, como diáconos, les ponían dalmáticas. Esta rara costumbre hace unos años se perdió y es lástima desapareciera por lo original que resultaba. En la catedral se le cantaban vísperas de apóstol y misa de primera clase con ornamentos rojos. No consta este santo como abogado de mal alguno, ni ostenta patronazgo de oficio o gremio, a pesar de ser santo tan insigne. No tiene, por otra parte, gran devoción popular. Con el paso de los años se va perdiendo cada vez más el recuerdo de san Matías, antaño precursor de la primavera. Hoy el invierno se asocia con la temporada de esquí y nadie desea acabe pronto, ni menos los aficionados a este deporte, la luz eléctrica ha igualado la noche y el día, el agua 103

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fría se calienta con butano y el calor de nuestras calefacciones anula las antiguas ansias de sol. Excuso el decir que nadie advierte ya el canto de las totobías, pues el campo queda muy lejos, los pájaros huyen del ruido de las urbes y en nuestro agitado vivir no se puede perder tiempo oyendo cantar a los pájaros. No me pasa a mí desapercibida la fecha, pues en ella todos los años penetra en mi casa la primera rayada de sol primaveral a través de uno de los balcones. Me gusta que llegue la rayada de San Matías para acordarme de mi abuela, su fiel devota, que todos los años nos hacía ver el prodigio y repetir el refrán. Me gusta tanto que al reformar la fachada cuidé de respetar escrupulosamente las medidas del balcón para no privarme de tan puntual como agradable visita. Muchas cosas me recuerda este incipiente rayo de sol; lo espero cada año y bendigo al santo por acordarse de mi casa. Ya no puedo celebrar su fiesta en la solemne misa mayor de la catedral, como hice hasta hace pocos años, pues esta misa se ha suprimido. Con ello me queda un poco más de tiempo para contemplar el sol de San Matías y rezarle usando el refrán de mi abuela, que con poco trabajo se convierte en oración, para pedirle que siga haciendo llegar el sol a las ombrías, porque a pesar de hallarnos en el siglo de la luz aún quedan muchas sombras en el mundo, y sobre todo que siga haciendo cantar a las totobías, que es bueno para el hombre oír de vez en cuando cantar a los pájaros. Huesca, a 18 de marzo de 1973.

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Burlas a la omnipotencia o las perdices de don Pepito

Cuando en el otoño de 1868, con ocasión de «La Gloriosa», la Junta Provincial Revolucionaria se hace cargo del Ayuntamiento de Huesca, junto a los viejos prohombres liberales aparece un joven farmacéutico oscense a quien los comentaristas auguran gran futuro político. Se trataba de don Manuel Camo Nogués, en quien se cumplieron estos optimistas pronósticos, pues al poco tiempo ya lo vemos encumbrado en el poder y convertido en amo y señor de capital y provincia. En sus cuarenta años de omnipotencia tuvo Camo grandes e incondicionales amigos, partidarios fieles y entusiastas dispuestos a todo por su jefe. No estuvo exenta su corte de los clásicos advenedizos y como es natural tampoco le faltaron enemigos, por lo general personas independientes que mantuvieron actitud firme y valiente ante el despotismo del cacique, si bien en este reducido grupo formaban otros en algún tiempo fervientes admiradores, que al perder su «bendición» se tornaron en encarnizados detractores. De esta época existe un sinfín de anécdotas que acreditan el gran poder de don Manuel y otras en las que éste queda burlado y son precisamente a las que nos vamos a referir. Don Pepito Lasierra, además de abogado, como denotaba el amarillento título que aparecía colgado de su viejo despacho, de propietario, como rezaba su tarjeta de visita, y de caballero de la real y distinguida orden de Carlos III, como consta en su losa sepulcral, era furibundo enemigo del poderoso boticario, hasta el ya narra105

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do extremo de que en el momento en que lo avistaba se abalanzaba sobre él, blandiendo su bastón y profiriendo desafiantes amenazas. Aparte de esta belicosa obsesión y de su pasión por la tecnología y los inventos, especialmente en el campo de la aeroestación, don Pepito tenía otras arraigadas costumbres entre las que sobresalía la inveterada de invitar a comer a sus amigos el día de su onomástica con gran derroche de gastronomía y lujo de detalles. Plato obligado en este banquete eran las perdices, que si de por sí han sido y son plato encomiable el hecho de que la fecha de celebración cayera dentro de la más rigurosa veda añadía a sus ya grandes virtudes el picante acicate del «fruto prohibido». No vayan ustedes a creer que esto de la veda es cosa de ahora pues revolviendo libros en el Ayuntamiento he hallado un Bando del 28 de abril de 1668, pregonado por el Voz Pública, don Mariano Palacio, en el que se ordena y manda: «Que nadie pueda vender conejos, gazapos, liebres y perdices hasta el día de san Juan de junio, bajo la consabida pena de pérdida de la pieza y 60 sueldos». La opulenta celebración de don Pepito y sus prohibidas perdices eran comentario en la ciudad, al extremo de que un buen día a Camo se le hincharon las narices de ver cómo su irreconciliable enemigo burlaba con alarde la ley año tras año y decidió cortar por lo sano. Para ello dio órdenes severísimas a los consumeros municipales de que sin ningún género de contemplaciones decomisaran cuantas perdices se intentaran introducir en la ciudad a partir del 17 de marzo y, por si se tratara de hacerlo por camino excusado o campo a través, que el rondín doblara el servicio. Las medidas surtieron efecto inmediato, pues a primeras horas de la mañana del 18 un labrador que portaba una docena de perdices había intentado cruzar el Portal de la carretera de Jaca y, al topar con la vigilancia, dio marcha atrás, abandonando la empresa. Ni don Manuel ni don Pepito tardaron mucho en enterarse de lo ocurrido, el primero por el cabo de portaleros, que corrió a apuntarse el tanto, y el segundo por el propio, que afligido le fue a comunicar el incidente. 106

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De la rebotica de Camo surgieron nuevas órdenes: «¡Sigan vigilando! ¡Doblen el rondín! ¡Que no entren bajo ningún concepto!». Mientras tanto en casa de don Pepito se consideraba estratégicamente la situación, no sin que a cada momento sus incondicionales le tuvieran que sujetar, pues bastón en mano y gritando furioso —«¡Esto lo arreglo yo a mi manera!»— trataba de ganar la escalera para cruzar el Coso y agredir a don Manuel en su propia botica. Calmaban los amigos a don Pepito con razonamientos y soluciones más o menos idóneas, llegando los más prudentes a insinuar que algún otro plato resultaría hasta más sabroso, pero él no atendía a razones y repetía excitado: «¡Siempre se ha comido perdices y perdices se comerá!». Bien ajeno estaba don Enrique Lasierra a lo que arriba ocurría cuando, llegado de Quinzano, dejaba el caballo en la cuadra de su tío, situada en la trasera de la casa (lugar que ocupa hoy el bar González) y grande fue su sobresalto cuando subió al piso y se dio de narices con tal confusión. Don Enrique, muerto no hace muchos años y al que conocimos como eterno empleado de Riegos del Alto Aragón, no es que vayamos a decir que mereció en vida la Medalla del Trabajo pero justo es reconocer que tenía excelentes dotes como muñidor, facilitón y consejero, dotes que le hacían indispensable en casorios, administraciones, testamentarías, compraventas y todos estos asuntos que eran el pan nuestro de cada día en las familias de labradores, gozando por parte de ellas de gran admiración y ascendiente. Preguntó nada más entrar por la causa de semejante alboroto y cuando le refirieron lo ocurrido contestó con su habitual aplomo: «i,Y por esto tanto jaleo? No se preocupe, tío, que hoy mismo tendrá aquí las perdices». No habían pasado ni siquiera tres horas cuando un caballo desbocado con su jinete gritando «¡Socorro! ¡Socorro!» traspasaba como un rayo el portal de los Salesianos. «¡Alto!», gritaron los portaleros, por gritar algo, pues viendo cómo venía la cosa salieron pitando para no ser arrollados. «¡Paradlo vosotros, si sabéis!», contestó don Enrique, que era el caballero.

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Casi por casa de Carderera se pudo hacer con el animal, apeó y con el caballo de las riendas volvió pausado hasta el portal. «¿Qué pasaba, tanto chillar?». «Nada, nada, que si llevaba algo de pago». «¿De pago? ¡Este mari...! Si lo queréis os lo doy con silla y todo». «¡Hala!, a perdonar», repusieron los consumeros mientras amables le ayudaban a cabalgar. Una vez montado tomó las riendas y sosegadamente con elegante trote enfiló de nuevo el Coso. El día 19, a las doce en punto de la mañana, el jefe de los consumeros dio la novedad al cacique: «Puede usted estar seguro, don Manuel, de que no ha entrado ni una sola perdiz en Huesca». La noticia fue acogida con mefistofélica sonrisa por éste. ¡Batalla ganada! Una hora después comenzaba la tradicional y comentada comida con que don Pepito cumplimentaba a sus amigos. Petra la del Piojo, su fiel y entendida cocinera, lució una vez más sus aptitudes, el anfitrión muy complacido hacía elogio de uno y otro plato, mientras los invitados se extrañaban del buen humor de que hacía alarde, que contrastaba con la indignación de días anteriores. Acabados de servir los dos primeros, penetró en el comedor una doncella con una gran fuente de perdices. Estupor en la mesa, cerrada ovación, carcajadas, comentarios y alabanzas al ingenio que no hubieron de cesar hasta el final de la comida. Quiso dar testimonio público de su triunfo don Pepito y ordenó le fueran traídas las plumas y los huesos y abriendo un balcón los arrojó al Coso, en cuya acera permanecieron toda la tarde pregonando a los cuatro vientos que a pesar de los pesares había cumplido una vez más su caprichoso ritual. ¿Cómo entraron las perdices en Huesca? Muy sencillo: la escena del caballo desbocado fue pura farsa de don Enrique, que siempre fue excelente jinete; en su provocada carrera largó el suculento paquete a persona previamente dispuesta a la altura de las Capuchinas y, una vez desembarazado de él, pudo tranquilamente parar, dar vuelta y presentarse al registro de los portaleros. La burla fue muy comentada y es posible que algún consumero cesase como consecuencia de ella. Claro que cesante más o menos en el siglo 108

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de oro de la cesantía no era cosa que preocupase mucho en la ciudad, que por otra parte ya tenía bastante con preocuparse con sucesos como éste de las célebres perdices de don Pepito o con otros que por falta de espacio dejo para otro día. Huesca, a 9 de junio de 1974.

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Del hielo y los helados. De por qué mi tío Anselmo tuvo que pagar un real por dejar de ser teniente de alcalde y de lo que por motivos análogos se tuvo que oír don Máximo Escuer

A partir de finales del siglo XVI empezamos a ver anotaciones sobre el arriendo de la nieve, especie de monopolio municipal que se adjudica en subasta al mejor postor. La nieve, en esta época, se conservaba en nuestras sierras de Gratal y Guara, almacenada en cavidades al abrigo del calor, de las que se iba extrayendo con arreglo a las necesidades durante el verano y, transportada a la ciudad, se vendía en la Nevería, calleja que conserva este nombre y que por ser muy lóbrega y abrigada indudablemente constituía sitio muy apropiado para el menester. El arriendo de la nieve debía de tener su importancia, por tratarse de servicio público que además requería sitios adecuados para su conservación, trabajos en el monte para almacenamiento y transporte rápido. Así, vemos que el señor de Nueno tenía pozos en Gratal y que el arriendo de la nieve lo ostentaron figuras de la talla de don Antonio Abarca, perteneciente a una de las familias más importantes en la época. Por este tiempo es corriente leer que las comidas heladas y los sorbetes gustan a reyes y aristócratas. La mujer de Carlos II muere, según las narraciones, a consecuencia de una cena helada. En las célebres y fastuosas fiestas de los Lastanosas se sirven helados y sorbetes y los carpinteros, según vimos en sus libros de cuentas, compran todos los años nieve para refrescar el vino el día de la fiesta de Santa Ana. 111

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Arios más tarde el hielo se obtenía en la propia ciudad, embalsando agua en capas de unos 10 centímetros en las frías noches de invierno, rompiendo la superficie helada y arrastrando los trozos con unos garfios a una rampa por la que resbalaban a los pozos, donde, cubiertos de paja, se almacenaban hasta el verano. Los pozos del hielo estaban sobre la muralla, muy próximos al colegio de San Vicente, con entrada a las balsas y bocas por la calle del Desengaño. El último que los explotó fue don Lorenzo Fuyola para su café, para la venta al público y suministro al Hospital Provincial. En 1908 en un anuncio de este café se puede leer: «Venta y depósito de hielo natural». Los helados del café de Fuyola, que entonces estaba donde hoy el Universal, tenían la fama de las cosas inaccesibles y eran por tanto manjar de excepción para los oscenses. El Fuyola, al final de sus días, cambió de nombre y de sitio; se llamó café Moderno y se fue al Coso Bajo, por donde hoy está la droguería de Planas. No pudo llegar a los años treinta y cerró sus puertas, no sin dejar grato recuerdo a los oscenses. Hacia 1911 los hermanos Aventín, en su taller de carrocerías de la calle de Vidania, inician con una pequeña máquina la producción de hielo industrial, poco más o menos donde hoy lo fabrica La Coruñesa. Más tarde don José Galindo, propietario del café Universal, monta su fábrica en la fuente del Ángel y con esto ya es corriente en todos los cafés de Huesca servir helados. Casi pareja a la primera fábrica de hielo surge la venta callejera de helados, de la que es uno de los pioneros Prat, padre del conocido Julio el del Pozal. Prat, en la calle de San Salvador, número 2, hacía churros y buñuelos y a esto añade la fabricación de helados, que salen a la calle a través de sus vendedores garrapiñera al hombro. Uno de ellos, Polo el Barquillero, alterna una y otra venta; pequeño, ridículo, bigotudo y aficionado a los espirituosos, más de una vez dio al traste con la garrapiñera y los barquillos, rodando juntos por la calle al perder el equilibrio a causa de sus excesos etílicos.

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Más tarde irrumpen los levantinos, turroneros de invierno y heladeros de verano. Los hermanos Valdés, los Sirvent y Llinares. Con sus carros pulidos y brillantes hacen, durante cerca de cuarenta años, las delicias de los niños, delicia por cinco céntimos en sus inicios. No creo haga más de tres arios que los hermanos Valdés tenían aún un carro en la puerta del parque. Surgen en los años cuarenta los frigos, que se venden en un patio del Coso Alto, una nueva modalidad de helados que al multiplicar a incontables sus puestos de venta acaba con los carros, haciendo de los helados un artículo de ordinario consumo en la estación veraniega. Capítulo aparte eran los helados de casa de Vilas, lujo sólo accesible a familias ricas y que se encargaban con cierta antelación para bautizos, bodas y sobre todo para el Corpus. Las familias que tenían su casa en el trayecto de esta procesión invitaban a sus amistades a verla y después les obsequiaban con helados de casa de Vilas. Como entonces había, además de la general, otra por cada parroquia, raro era el año en que no comíamos 3 ó 4 días helado, lo que en nuestra infancia tenía tal importancia que nos hacía contar los días que faltaban para el Corpus. Esta costumbre llegó hasta la República, que suprimió las procesiones. Don Lorenzo Fuyola, con sus depósitos de hielo natural, tenía la contrata del hielo para el Hospital, que costeaba el Ayuntamiento y adjudicaba al mejor oferente, que siempre era él, pues entre otras razones no había otro. Mi tío don Anselmo Llanas, médico de gran valía, fue nombrado teniente de alcalde. Impulsado por sus afanes de médico joven y moderno, se propuso acabar con los cerdos que vagaban por las calles y consiguió un bando en este sentido. La reacción popular fue tal que, temiendo perder toda su clientela, renunció a su puesto de concejal y, al ser éste irrenunciable, optó por acudir a la primera subasta que hiciera el Ayuntamiento, en cuyo caso perdía automáticamente el puesto. Fue esta la del hielo del Hospital y, de acuerdo con Fuyola, ofertó un real más bajo. Le fue adjudicado el suministro y dejó de ser concejal por incompatibilidad. Excusado es el decir que entregó los veinticinco céntimos a don Lorenzo, que corrió como siempre con el suministro. De aquí cómo a mi tío Anselmo le costó un real dejar de ser teniente de alcalde. 113

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Habiendo hablado de Ayuntamiento, de cerdos, con perdón, y de iras populares no tengo más remedio que referir lo que le sucedió a don Máximo Escuer, en su época de alcalde, al intentar suprimir las matacías domésticas de cerdos, obligando a hacerlas en el matadero municipal. A la salida del pleno en que esto se aprobó, una multitud de mujeres esperaban sublevadas. La más decidida, brazos en jarra, le gritó en la cara: «Un tocino de 14 arrobas le colgaría yo al alcalde de las narices». La multitud rugió acalorada: «De las narices», digo narices por recato. Fácil es pensar que nuestras indignadas labradoras se referían a parte más baja e íntima de la anatomía de don Máximo, el que sin perder la calma contestó muy aplomado: «A arroba por barba, señora, que lo hemos aprobado entre catorce». Huesca, a 18 de junio de 1972.

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Cillas y su noche de San Juan

El santuario de Nuestra Señora de Cillas, según Aínsa y el padre Huesca, pudo tener su origen en la iglesia parroquial del poblado de Ciellas, allí situado desde tiempo de los romanos. Insiste en este carácter de templo parroquial el padre Huesca al decir que en el siglo XVIII aún existía pila bautismal y sagrario en la citada iglesia, así como el hecho de que cobraba diezmos y primicias. Hay constancia documental de la existencia de Cillas en el siglo XII, más bien como caserío agrícola poblado por cristianos, y es muy posible fueran éstos los que edificaran el templo primitivo, del que no quedan más restos que unos arcos cubiertos en la actualidad por la escalera que sube al coro. La iglesia actual es obra del arquitecto Joseph Sofi, en el año 1744; asimismo, es de esta época el retablo mayor. En las capillas laterales están el altar del Santo Cristo, procedente de la derruida iglesia de San Martín que estaba en la plaza del Justicia, y también dos altares con motivos franciscanos procedentes del convento de San Francisco, hoy Diputación, gemelos éstos de los que están en el convento de Santa Clara. Los otros dos pudieran provenir del de agustinos a juzgar por el anagrama de esta orden que figura en ellos. Contiguas a la iglesia desde siempre hubo edificaciones para residencia del capellán, santeros, comedores y cocina para los cofrades y peregrinos. Después de la guerra, gracias al desvelo de la Junta Directiva se restauró la iglesia y estas dependencias.

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No existe en Cillas tradición escrita sobre aparición. La imagen que se venera, a decir de Balaguer y Durán, no es anterior al siglo XIV, si bien en la sacristía existe una del siglo XII junto con un San Pedro de esta época y restos de antiguos retablos. Ya en el siglo XIII es grande la fama de los prodigios y milagros obrados en este santuario por la Virgen, acuden a él peregrinos de todas partes que dejan exvotos como reconocimiento y testimonio de su curación. La fuente situada a pocos metros del santuario no tiene leyenda que la empareje con la aparición o fundación del mismo y sin embargo sus aguas son consideradas como milagrosas de tiempo inmemorial. Hasta 1924, en que se construyó el actual pabellón, había una simple balsa donde en condiciones muy poco higiénicas y decentes se lavaban y bañaban los enfermos. La cofradía costeó para evitar esto el citado pabellón, cuya primera piedra puso el obispo Colón el tercer domingo de la Cuaresma de 1924 ante las autoridades y cofrades. Este mismo año, gracias a terrenos facilitados por don Manuel Lasierra, de Chimillas, se planta la arboleda con plantones que proporcionó el ingeniero don Enrique de las Cuevas. En estos últimos arios, con la instalación de luz eléctrica, se ha complementado la urbanización del recinto. No se puede hablar de Cillas sin referirse al arca, caso insólito en devoción. ¿Qué pudo contener esta arca para ser objeto de tal devoción? ¿Guardaría tal vez el ropero de la Virgen? El caso es que aún en nuestros días forman cola los devotos, que se introducen en ella para rezar el padrenuestro de rigor y buscar alivio a sus padecimientos. A partir del siglo XIII son fidedignas las noticias de la cofradía, que podemos considerar la más antigua de las existentes en nuestra ciudad. Atribuyen algunos su fundación al rey don Juan I de Aragón. En principio tuvo treinta y tres miembros, en recuerdo de los treinta y tres arios de la vida de Cristo. Siglos después, al perder rentas y privilegios, para que no decayese la devoción se amplió el número, admitiendo a cuantos deseasen serlo.

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La fiesta anual se celebra el día de la Virgen de septiembre. La cofradía iba en procesión desde la catedral y solía pasar por delante del Palacio Real (hoy Museo), atravesando el llamado Arco del Rey. Al reedificar en 1921 el cuartel de San Juan, se cortó este paso y tras unos años de indecisiones se fijó el itinerario por la travesía de la Universidad para pasar bajo el llamado balcón de doña Petronila y seguir por la calle, a la que por este motivo se le dio el nombre de Nuestra Señora de Cillas. Es tradición que la procesión pasara por el Palacio Real para que pudiera ser vista por los reyes de Aragón, grandes protectores de la cofradía. Sea como fuere, no deja de ser curiosa esta obstinación secular de paso bajo el Arco por delante del Palacio, que incluso motivó en 1877 protesta muy patriótica y respetuosa de los cofrades cuando se pretendió cerrar en la primera construcción de este cuartel, protesta que fue atendida dejando un callejón que estuvo abierto hasta que en 1921 se cerró definitivamente. Finalmente, la noche de San Juan es la celebración más populosa que se da en este santuario, noche cuyo misterio se pierde en el origen de los tiempos, fiesta pagana para unos, celebración llegada del estío para otros, exaltación del agua en recuerdo del acontecimiento del Jordán, del que fue protagonista el santo, para los místicos. Hogueras, bailes, abluciones y hasta el tan cantado Trébole enmarcan en la vieja Europa esta celebración. En esta noche, en Cillas, multitud de oscenses y gentes de los pueblos e incluso una nutrida representación de las Cinco Villas asisten a la celebración, gentes piadosas que peregrinan como lo hicieron sus padres, que beben y se lavan con el agua milagrosa, gentes que piden y que si no piden dan gracias por lo recibido con edificante fervor. Con ellos, otra muchedumbre también numerosa y menos ferviente va a dar una vuelta instintivamente, llevada por la inercia de una devoción secular. Este año, como siempre, veremos ir y venir presurosos a Pablo Artero y Santiago Rubio, organizando los actos. Echaremos de menos, por primera vez, a mosén Alegre y tendremos un cariñoso recuerdo para Mariano Urroz, Lorenzo López y Raimundo Bambó, siempre asociados a la vida del santuario y a estas celebraciones. Pediremos a la Virgen que 117

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siga por muchos años esta veneración que Huesca le dedica y que continúe acordándose de nosotros, los desterrados en este valle, que aunque con todos los progresos de la tecnología no deja de ser de lágrimas. Huesca, a 2 de julio de 1972.

P S.: Las devociones reseñadas siguen aún patentes en el santuario. De todos aquellos cofrades nombrados, que tanto hicieron por engrandecerlo, tan sólo resta entre nosotros Santiago Rubio. Huesca, verano de 1994.

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Del agonizante Nuevo Mercado

El ario que viene cumplirá 100 años el mercado de la plaza de López Allué y probablemente no cumpla ya más, pues, como si su existencia hubiese sido prefijada, van a ser 100 los arios justos que esté en servicio. Desaparece el Nuevo Mercado, nombre con el que fue bautizado y que ostentó ufanamente durante arios, aún ya empezando a ser viejo, hasta que un buen día y a petición de varios hortelanos se le rebautizó con el nombre de María Auxiliadora, rebautizo que, haciendo honor a aquello de que nunca segundas partes fueron buenas, no llegó a trascender al gran público, aunque en realidad y de no revocar acuerdo municipal así se llama en la actualidad. Mercados tuvo siempre Huesca. Se localiza ya en el siglo XIII uno en lo que hoy es la plaza de Urriés, que aparece en la época como plaza del «Mercat» y más tarde como de Pescaderías. Por documentos de la época se le presume porticada en parte y con tiendas fijas bajo los soportales, aparte de los tenderetes que se distribuían por la plaza y patios; aquí el concepto de patios parece ser espacios abiertos. Ordenanzas municipales del siglo XVI indican la necesidad de derribos, cerrado de patios y demás obras necesarias para el aseo y acondicionamiento de este mercado. Con los años pasa el mercado al Coso Bajo, desde la plaza de San Lorenzo a la cruz de San Martín y aun a veces se prolonga más hacia Santo Domingo. En los planos de 1866 aún se llama al Coso Bajo, en este tramo, calle del Mercado. Los tenderetes y puestos se asentaban en la plaza de San Lorenzo y seguían a lo largo de la calle hasta la plazuela situada en la actual encrucijada de Goya, Coso, Lanuza y Sancho Ramírez, donde estaba la cruz citada. Nótese que en esta época y hasta 1836, en que se 119

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derriba el convento de Santo Domingo, la entrada del camino de Barbastro a la ciudad era por la calle de San Martín. Al derribar este convento y abrir la nueva entrada, el Coso gana en tráfico y el mercado lo entorpece. Por otra parte la gente se torna más exigente e incluso al municipio le parece mal que mercancías de consumo se vendan por aceras y calzadas y para evitarlo inicia las gestiones para construir el mercado nuevo. Expropia los terrenos que han sido casas y corrales en la plazuela de las Aulas, llamada así por estar en ella las Aulas de Gramática, nombre de la época de las Escuelas Primarias, y se inicia el ambicioso proyecto en cuyos planos trabaja como delineante nada menos que don Joaquín Costa. Los mejores auspicios presiden su inauguración en 1873. Espacioso, ventilado, cómodo e higiénico, asombro de cuantos llegaban a la ciudad, no sólo por su bella traza y disposición sino por su contenido. Huesca a lo largo de los años gozó de merecida fama como productora de frutas y verduras. Inefable mercado de mi infancia. Mercado de verano con avispas puntuales a la cita de las uvas, hormiguero humano de gentes que entran y salen y que se indignan si algún automovilista osa pasar por sus calles. Mercado al que nos gustaba ir de mañanas de la mano de María, la cocinera que llenaba su gran cesta de asa dorada con sabrosas verduras de Emilia, la de la Torre de Mendoza, o de la señora Juana, del productor al consumidor, como tanto ahora se cacarea. También le comprábamos a la señora Martina, que no tenía huerta propia y adquiría el género con habilidad para poder servir lo mejor y, cuando esto no sucedía, lo que era bastante frecuente, suplía con autoalabanzas, fantasías y zalemas las deficiencias de su mercancía. Los pendientes de cerezas que en nuestras infantiles orejas colgaba la señora Juana o los meloncicos enanos de Emilia y hasta algún alberge que con derroche de oratoria nos regalaba el señor Antonio Solanes eran los trofeos de la expedición que mostrábamos entusiasmados al llegar a casa. Recuerdos de la fiesta del Mercado, el 11 de agosto. Danzantes, la mayor parte hortelanos, danzando entre los suyos. Sus carros engalanados de esparraguera, hiedra y flores portando a las jóvenes hortelanas, a las 120 Índice


riendas el padre presumiendo de carro, de flores y de hijas. Dentro, puestos enjoyados de papel de seda, verde y flores, levitudo jurado calificador yendo y viniendo cavilante, disgustos, desilusiones, alguna vez más que palabras y cada año la promesa de no volver a arreglar el carro o el puesto «aunque me lo pida el alcalde». Promesa puntualmente incumplida al año siguiente, pues la fiesta estaba por encima de premios, de jurados y de rivalidades. Por tener, tenía nuestro mercado hasta su clochard, como los tenían las Halles de París. Durante muchos años el Guinda, que había hecho su noviciado precisamente en ellas, arrastró su desvencijado carretillo, siempre sonriente y despreocupado. Con su gorrilla y delantal de peto, no había que preguntar dónde había aprendido el oficio. Sucesor actual y vigente en estos menesteres es nuestro buen amigo Ropasuelta, que supongo no perderá su tiempo leyendo esto, pues, si lo hace, ¡pobre de mi madre! Cuesta trabajo imaginar a Bernardino sin el mercado, tanto como al mercado sin Bernardino. Inolvidables años treinta del Nuevo Mercado, punto mañanero de reunión de todo Huesca, resumen de la actualidad ciudadana, noticiero fiel de muertes, bautizos, bodas, infidelidades y sucesos que llegan a él en invisible y preciso teletipo con la puntualidad con que ahora nos los entregan los diarios. Mercado decadente de los cuarenta, animado aún por las uvas del verano y los capones en Navidad. Lánguido vivir el resto del año, época de abandonos y deserciones e incluso de amenazas de demolición. Ya se puede vivir sin necesidad de ir al mercado. En las soleadas mañanas invernales flanquean su soledad cual centinelas el señor José, el pollero, y la bondadosa imagen de Rigores, larga bata negra, boina arrugada y dos palomas en su jaula, estampa que parece arrancada de un cuadro de la Purificación. ¡Cuántas veces al ver este delicioso grupo me he dolido de no saber pintar! Mercado de atardeceres, con luces mortecinas y tartanas de lecheros a su alrededor, con humo de braseros que se encienden bajo los soportales y aroma de café tostado que lanza desde el foro la entonces floreciente Cooperativa de Funcionarios. 121 Índice


Pronto acabará del todo el mercado. Tiene los días contados y yo, que tengo mucha prisa porque esto suceda, siento la tristeza al mismo tiempo de perderlo para siempre. Los tiempos exigen otras cosas y el afán de bien servir y de superación de los que en él ejercen su actividad merece ser compensado con uno nuevo que ya no se llamará mercado; más acorde con la época, tendrá el nombre de Galerías de Alimentación y en ellas los que durante tantos años y de padres a hijos han servido a la ciudad tendrán oportunidad de seguir dignamente su vida comercial. Se lo merecen por honrados y trabajadores, por buenos y por oscenses. Al marcar su última hora el cansino y vetusto reloj de su fachada, recordará todo lo que en estos cien arios ha visto. Sentirá la nostalgia de los buenos amigos perdidos, de buenas gentes que pasaron con sus cestos y sacos una y mil veces ante él, de niños que corretearon por la plaza y que volvieron al pasar los arios encorvados buscando sosegados el calor del sol y que ya no le miraban con la ansiedad infantil, pues a los viejos el reloj les interesa poco. Recordará los días de bullicio y también los tristes, que en cien años de todo ha habido. Pero, sobre todo, recordará la mejor de sus historias: cuando fue vendido a unos pueblerinos por el más pequeño de los relojeros Palacín, previa ascensión a su maquinaria y comprobación de su perfecto estado. ¡Ya ven, los Ayuntamientos son así! «Lo tienen nuevo y se les antoja poner otro más moderno, que seguro que será peor...». Se cerró el trato en bar próximo con esplendidez por parte de los foráneos, pues la ganga lo merecía. Días después éstos llegaron con el carro y los treinta duros para llevárselo y fueron desengañados por el conserje. Tuvo el guasón de Palacín que poner tierra por medio, pues la tomadura de pelo tornó en leones a los otrora satisfechos compradores. Huesca, a 8 de julio de 1972.

P. S.: Los felices augurios para el nuevo mercado, después de unos comienzos esperanzadores, han caído hasta llegar a los mínimos en que hoy opera. Se hace por tanto necesaria una urgente remodelación. Huesca, verano de 1994. 122

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Bancas, bancos y banqueros

La aljama judía de Barrionuevo es prácticamente la primera casa de banca que funciona en nuestra ciudad. Allá por el siglo XII normas de moral impedían a los cristianos dedicarse a la usura, palabra que por entonces no encerraba el concepto peyorativo de hoy, sino que era el término habitual y genérico de las operaciones de préstamo. Usura, 'pago por el uso', equivalía al término interés de nuestras actuales operaciones bancarias. Reglamentada y legalizada por Alfonso el Sabio en sus partidas, solía ser de hasta un 20 por ciento el tipo autorizado para ellas. Lo elevado de éste pudo dar origen con el tiempo a que la palabra usura adquiriera su significado de hoy, en que tipos superiores al 15 por ciento son considerados usurarios y por tanto ilegales. Con arreglo a estos preceptos y amparada por su solvencia y bajo la protección de los reyes, casi siempre buenos clientes de ella, gozaba del favor de los cristianos, que por su moral, como decíamos, no podían ejercer este oficio y encontraban muy natural lo ejercieran los judíos. Cita Balaguer una frase recogida de un proceso de deudas en 1240 que viene a demostrar este aserto: «... a los judíos son naturales usuras y pleitos, pues nascieron con ellos». Era corriente que las aljamas se nutriesen con fondos a rédito de cristianos y no menos corriente que fuesen depositados en ellas fondos de fundaciones eclesiásticas y conventos, junto con los de burgueses y nobles. Como decíamos, los reyes de Aragón fueron sus clientes y con los préstamos que los judíos les facilitaban financiaron no pocas etapas de la reconquista. Son muchos los privilegios reales que amparan el funciona123

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miento de la aljama y pesó mucho el favor de gentes importantes a la hora de la expulsión por este mismo motivo. Expulsados los judíos, se quebranta el negocio de la banca en la ciudad. Son banqueros de Flandes, Alemania y Génova los que financian a los reyes de España en sus empresas y en el fondo de estas empresas late el espíritu judío de sus propietarios. Nuestra ciudad no tiene movimiento comercial tal como para que estos bancos se establezcan en ella. Mercaderes con comercio abierto han de suplir en parte el vacío dejado por los judíos. La costumbre llega a nuestros tiempos en el comercio de cereales y frutos: trigo, vino, aceite y almendras. El comerciante facilita dinero durante el año al cultivador y éste, entregando la cosecha, liquida su deuda y cobra el excedente. No hace muchos años aún se hablaba en el Somontano de Casa la María de Barbastro, después La Olearia, que trabajó durante mucho tiempo con este sistema, constituyendo en sí un pequeño banco de los labradores de la comarca. Son antiguos los pósitos municipales, que prestan trigo para semilla y consumo, lo que no impide que existieran verdaderos usureros que, riéndose de Alfonso el Sabio y sus Partidas, prestan a la dobla, es decir, «te presto uno y me devuelves dos». En el último tercio del siglo pasado existían en la ciudad dos bancas privadas a las que en 1884 se sumó el Banco de España. La de Orús, en el Coso Bajo, y casi enfrente la de don Francisco Casaus, en lo que luego fue comercio de Blecua, semiesquina a Sancho Ramírez. En ambas se simultaneaba el negocio de banca con el de tejidos. Don Manuel Orús, que estaba casado con una hermana de mi abuelo, doña frene Almudébar, hizo una quiebra sonada que dio al traste con los ahorros de mucha gente de la capital y de la provincia. Tuvo que salir precipitadamente hacia la Argentina, huyendo de la ira de sus acreedores; allí volvió a rehacerse y un hijo suyo, don Manuel Orús Almudébar, llegó a ser secretario del presidente de la República, general Justo. La otra, la Banca Casaus, la conozco mejor, pues don Francisco fue mi bisabuelo; prácticamente hasta hace quince arios, en que se cerró el 124

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comercio de Blecua, se conservó intacta como una reliquia del pasado, con sus ventanillas de barrotes, la caja fuerte, los pupitres con descomunales libros de cuentas, la prensa copiadora y demás útiles que nos hacían recordar los bancos de las películas del Oeste. Intacta como el día en que se cerró, en ella siempre parecía que iban a llegar sus decimonónicos empleados y limpiando el polvo, después de ponerse los manguitos, iban a comenzar a trabajar. Aguantó la Banca Casaus en una época en que eran corrientes las quiebras de más o menos buena fe, funcionó siempre con normalidad e hizo honor a sus compromisos, tanto don Francisco como sus hijos y sucesores, que se mostraron diestros en la dirección del negocio, por lo que no tuvo inconveniente el Banco de España al instalarse en Huesca en nombrar consejeros primero a don Francisco y luego a su hijo don Miguel. Los días de las ferias de San Andrés eran de inusitado trabajo, rodaba el oro por los mostradores más que en todo el resto del año. Los recriadores de mulas de nuestra montaña eran buenos y fijos clientes. Los intereses de los depósitos eran a pactar y en la mayoría de los casos no existían, pues en aquella época ya era algo tener el dinero a buen recaudo de salteadores y ladrones. La pequeña Banca Casaus se permitió, asociada a los hermanos Navarro, dotar a Huesca de energía eléctrica mediante un gran motor de gas pobre que estaba instalado en lo que hoy son oficinas de la Hidro. Con la corriente producida por este motor se alimentaba una docena de arcos voltaicos que iluminaban las calles principales y las instalaciones de unas contadas casas particulares, entre las cuales estaban las de los dueños, como es natural. Se puede considerar esto como una aportación de la banca local al desarrollo de la ciudad. Lástima que los hermanos Casaus, hijos de don Francisco, por paradoja de su apellido vivieran y murieran solteros y que, al no tener perspectivas de sucesión, siendo muy jóvenes se desprendieran de sus negocios y se dedicaran a vivir de renta. El comercio de tejidos lo cedieron a sus empleados, señores Blecua, Ena y Pérez, y la Banca a don Juan Pie, que fue banquero hasta 1920. 125

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En 1884 llega a nuestra ciudad el Banco de España y comienza a operar en un piso. Su primer director es el señor Alberola y, consejeros, mi bisabuelo don Francisco Casaus, y los señores Sopena, Carderera y Torres-Solanot; por curiosa coincidencia figura como administrador don Agustín Loscertales, homónimo del actual interventor. El Banco de España ocupa por algún tiempo el local que es hoy Caja de Ahorros en el Coso Alto y en 1902 estrena el edificio actual. Hasta 1911 no se abre ningún otro banco y en este año lo hace el Banco de Aragón en el Coso Bajo, número 9, actual bazar de Lasaosa. En 1924 adquiere el inmueble actual, en el que funciona hasta su desaparición como tal banco. El 5 de abril de 1925, otro banco de la región viene a Huesca, es el Aragonés de Crédito, que se instala en la plaza de Navarra, esquina a Concepción Arenal, donde opera hasta que desaparece para en su lugar instalar el Santander. El 1 de junio de 1925 se establece el Hispano Americano sobre el negocio de la Banca Pie, que adquiere en traspaso conservando el mismo domicilio. Solamente dos años más tarde llegó el Banco Español de Crédito, que abre oficinas en su actual local mediante traspaso del comercio de tejidos de don Mariano Pérez Lacruz. Años después la curiosa entidad de ahorro Los Previsores del Porvenir, que regentaba el señor Rupérez, se transformó en banco, que con el nombre de Banco Popular de Los Previsores del Porvenir fue traspasado al Banco Central el 15 de diciembre de 1949. El Banco de Santander abre sus puertas en lo que fuera Banco Aragonés de Crédito el 28 de julio de 1952. En 1965, un banco de la provincia llega a Huesca, es la antigua Banca Fernández de Graus, transformada en Banco de Ribagorza, que luego toma el nombre de nuestra ciudad, operando en la actualidad como Banco de Huesca. En 1970 el Banco Zaragozano suple la falta de bancos regionales producida por la desaparición del Aragonés de Crédito y Aragón y el 126 Índice


Crédito Navarro reemplaza al Central, que va a ocupar el magnífico edificio del antiguo Banco de Aragón. Por último, en 1972, con el comienzo del año, vuelve a Huesca el Banco Popular Español y no acaba aquí la lista, pues anuncia su próxima apertura el Banco de Bilbao. No nos podemos quejar por falta de establecimientos bancarios, máxime si añadimos a la lista las dos Cajas de Ahorro existentes, cuyas incidencias, así como las de la desaparecida Caja de Ahorros del Círculo Católico de Huesca, reservamos para otro día. La ciudad se halla en plena expansión bancaria y Dios quiera que ésta sea el inicio de la otra expansión, la industrial y económica de Huesca y su provincia, que es al final de cuentas la que a todos nos interesa. Huesca, a 10 de septiembre de 1972.

P. S.: En este tema los 24 años transcurridos se han dejado sentir. El panorama actual es completamente distinto y tan sólo hace unos meses los préstamos al 20 por ciento eran tan normales que habría que haber modificado el concepto de «usura». Huesca, verano de 1994.

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Se ha muerto mi amigo Ropasuelta

Cuando no hace siquiera un ario escribía sobre el próximo derribo del mercado, me preguntaba qué haríamos con su fiel servidor Ropasuelta. Pues bien, Bernardino no ha dado tiempo a que la cuestión se planteara y se ha despedido marchando a mejor mundo, dejando aún en pie a su viejo y querido amigo. Más de cuarenta arios llevaba en el menester de limpiarlo, de recoger las hojas y desperdicios a diario, para cargarlos en su viejo carretón y repartirlos por las casas de los hortelanos. Horas de espera hasta el momento de recoger que consumía buscando el calor del sol en invierno y cobijado en sombrajos en verano. Siestas mañaneras en medio del bullicio de la plaza, del que se aislaba echando simplemente su mugrienta boina sobre el rostro, sencillo procedimiento de separarse de un mundo que siempre le había tenido muy sin cuidado. Bohemio sempiterno. Fardero en su juventud, nunca con patrón fijo ni menos con jornada establecida. Mozo y vigilante de circos. Cirineo de charlatanes y bolicheros, llegó un buen día al mercado y allí se quedó. Todos los vendedores eran su patrono y de ninguno de ellos dependía, recadero fijo y puntual si le daba la gana, olvidador total de obligaciones si éstas le faltaban. Una sola cosa cumplió fielmente toda su vida: tocar las campanas el día de la Virgen del Carmen. En este día era su única faena y no atendía a otra, ni por dinero ni por ruego ni por nada de este mundo. Arquitecto o por lo menos aparejador honorario de cuantas obras se hicieron en Huesca durante su arrastrada vida e inspector puntual de cada una de ellas. En mi quehacer municipal, nunca me faltó su colaboración 129

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en calidad de mirón y en todos los momentos cumbres de una obra allí estaba Bernardino entre técnicos y obreros. De pocas dudas me sacaba, pues siempre respondía lo mismo a mis preguntas: «Majo, majo...». Al final de sus inspecciones, siempre lo mismo; un peón le decía Ropasuelta y se marchaba echando venablos. Recuerdo un día en que me vi en necesidad de rectificar un trabajo hecho, que es sin duda lo que más molesta a los albañiles. El paleta, furioso, me increpó: «Y eso, ¿quién lo ha dicho así?». Sin dudar le contesté muy serio: «Ropasuelta, que lo vio ayer». El buen albañil, pasando del enojo a la chanza, zanjó el incidente diciendo a la cuadrilla: «Venga, chiquetes, que hay que deshacer todo». Y dirigiéndose a mí me dijo zumbón: «Menos mal que lo ha dicho Ropasuelta, que si llega a ser cosa suya ya hubiéramos visto...». Para Bernardino los tiempos no cambiaban. Marchaba por el medio de la calle, como lo había hecho en su niñez. Sólo o con su carretón iba por donde le venía bien y «el que venga atrás, que arree». Cuántas veces bajaba desde el mercado a la calle de San Martín llevando tras de sí rugiente caravana de coches haciendo sonar destempladamente sus bocinas, sin dignarse aligerar el paso o por lo menos echarse a un lado. Para él no existían direcciones prohibidas ni semáforos. Como no le hacían la menor falta, no le merecía la pena tenerlos en cuenta. Tan sólo una vez voló por los aires atropellado por un coche, cuyo conductor, además del consiguiente susto, tuvo que oírse todo aquello que es de rigor en la ocasión aumentado y corregido, pues Bernardino tenía muy mala lengua si le tiraban de ella. Libertad era su lema y por no sujetarse escapó del hospital a medio curar. Por el mismo motivo no quiso ser barrendero municipal, ni siquiera ir a comer al Auxilio Social. Era demasiado sujetarse a un sitio y a una hora. Siempre comió, nunca le faltaron buenas gentes del mercado y de fuera de él que le alimentaron gratis. Nunca se quejó de escasez, nunca deseó nada, todo le venía bien y cuando algo no le interesaba con darse media vuelta lo tenía arreglado. Un

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día le traía otro y, cada uno, una noche en que descansar para al amanecer comenzar sus correrías mañaneras. Muchos años hace que éramos amigos, si es que amigos tenía. Su único signo de amistad era acudir al entierro. Como estoy vivo, no pude someterla al fiel contraste. Me toleraba le llamase Ropasuelta, si bien refunfuñaba y de sus romanceos lo único que sacaba en claro eran cosas terminadas en -ón y en -uta. En una ocasión en que estrenaba traje, me llamó la atención verlo tan aseado y le dije: «Bernardino, desde hoy ya no serás más Ropasuelta, serás Ropaatada». Sin tener en cuenta la mitigación del apodo, ni mucho menos apreciar mi ingenio, empezó a jurar, me puso como chupa de dómine y tuve que escapar deprisa y corriendo. Cuando me volví, aún estaba rojo de ira y amenazando con los puños cerrados, lo que no fue óbice para que al día siguiente nos saludáramos como si tal cosa. No pedía limosna ni tabaco, ni siquiera para vino. Si le dabas algo y no le hacía falta, rehusaba diciendo: «Ja qué?». «Pa vino, ¡hombre!». «No quio vino». Si necesitaba, lo cogía y con un «Güeno» suplía las gracias. No agradecía porque no pedía y pensaba que, si alguien le daba algo, allá él. No tuvo más cruz en su vida que su dichoso apodo, repetido una y mil veces por críos y mayores. Se enfurecía, corría, juraba y maldecía hasta la desesperación. Vivió solo y a su aire y solo y a su aire ha muerto. Sus amigos del mercado lo llevaron al cementerio, en su último paseo y primer viaje triunfal sobre ruedas y con cinco coches de séquito. Le acompañaron porque son buenos y porque le querían. No tenía familia y ellos la suplieron. Desde la acera del parque vimos su entierro. Supongo que al pasar daría el visto bueno por última vez a la obra. Los albañiles se descubrieron y casi a coro dijeron: «Vay, ya se nos ha amolau el aparejador». Cuando llegué al cementerio ya lo habían enterrado. Vi su tumba recién cerrada y dudé si ponerle un ramo de flores o la mejor pella que hubiera en Huesca. No hice ni lo uno ni lo otro, por no pecar de estrafalario, 131

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pero estoy seguro de que a mi viejo amigo le hubiese hecho más ilusión tener sobre su tumba la coliflor más grande del mercado que un ramo de flores. Amigo Calvete, campanero sublime de glorias y tristezas, cuando tengas un rato libre tócale a Bernardino tu mejor toque de difuntos, para que sus amigos al oír el tañido de las campanas que tanto amó le recemos un padrenuestro. Aunque creo que es perder el tiempo, pues Ropasuelta con el primer carretón que le haya venido a mano se habrá metido en el cielo derecho sin pararse a preguntar. Era ya muy viejo para cambiar de costumbre. La ronda, amigo Calvete, la pago yo. ¡Que para algo están los amigos! Huesca, a 11 de marzo de 1973.

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Han quitado el nazareno de la túnica morada

En la despiadada lista de supresiones, desmantelamientos y retiradas que nos ha traído el Concilio le ha llegado el turno al nazareno de la túnica morada de San Pedro el Viejo. Pieza de discutible valor artístico, de mucho cuando éste servía para justificar su inclusión a pesar de la duplicidad de la escena en la procesión del Santo Entierro, con ánimo de alargarla, y de poco ahora que se le arrincona. Y es que, en esto de los méritos, el viento cambia fácilmente y lo que es hoy obra de arte mañana resulta estafermo con sólo cargar nuestro interés en un platillo u otro de la balanza del criterio. No entro, pues, a juzgar el arte o mérito que pueda encerrar esta imagen, tampoco he revuelto para saber de qué año data y de qué forma llegó a nuestra parroquia. ¿Fue de algún convento desamortizado? ¿La trajo con sus cosas la orden tercera? Ni lo sé ni me preocupa. Siempre miré a mi querido nazareno con más ojos de devoción que de interés artístico. Las primeras penitencias de mis confesiones infantiles las cumplí a sus pies y hasta ahora había conservado tan buena costumbre. Buen sitio es la iglesia de San Pedro para la confesión, que ofrecía los elementos ambientales necesarios para que ésta fuera perfecta. La silenciosa oscuridad del coro es el marco más adecuado para hacer un buen examen de conciencia. En sus barrigudos y dieciochescos confesionarios nunca faltaba un confesor anciano, con el saber teológico del que está acabando sus días y se halla ya más cerca de Dios que de nosotros, dispuesto a ayu-

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darnos en el trance. Y, por último, para el dolor de haber pecado no había más que arrodillarse ante el nazareno. Lo demás venía solo. Echaré de menos en mi próxima confesión a esta bendita imagen, pero me iré a su rincón ya vacío y con los ojos cerrados rezaré mi penitencia, seguro de que su figura nunca se borrará de mi imaginación. Son muchas las veces que lo he hecho desde aquel día en que mi madre me llevó por primera vez a confesar y me dejó cariñosamente a los pies del nazareno para cumplir por primera vez con la suave carga que el bondadoso mosén José Palacio puso a mis infantiles pecados. ¡Pobre nazareno de la túnica morada! Paseador triunfante en los vía crucis a Salas. Presidente perpetuo de la procesión de los Mazos, en tanto ésta recorrió nuestras calles, contemplador paciente de la algarabía que llevaba consigo y de la que nadie mejor que él sabría separar lo irrespetuoso para apreciar benévolamente la santa furia de los niños rompiendo a mazazos cuanto encontraban a su paso, para matar simbólicamente a los sayones, a los judíos y al diablo, causantes directos de su Pasión y Muerte. Procesión con rito extraño, cuyos antecedentes tenemos que buscarlos en la hostilidad de los cristianos para con los judíos en la alta Edad Media, que se exacerbaba en los días de Semana Santa, provocando tumultos y destrozos de tal importancia que en algunas épocas se obligó a mantener cerrado Barrionuevo durante estas celebraciones e incluso a castigar a los cristianos que entrasen en él. Aún en las Ordenanzas Municipales de 1898 se prohibe aporrear en estas fechas puertas, ventanas y casas y los vecinos, no fiando mucho en la Ordenanza, procuraban sacar a sus portales cajones, muebles viejos y otros enseres para que los niños tuviesen materia donde saciar su furor antisemita y antidiabólico, triturándolos con sus mazos. Imagen hace años la más iluminada de la iglesia, reclinatorio gastado por el uso, presencia en la feligresía de una Pasión que se prolonga siglos y se nos manifiesta a diario en el peso de una cruz a la que todos hemos añadido gramos de peso y de la que también, por qué no decirlo, todos nos sentíamos un poco cirineos. ¡Pobre nazareno!, consolador de

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tantas y tantas gentes que a sus pies desgranaron súplicas y oraciones y que a buen seguro estarán ahora gozando de su real y gloriosa presencia en el Cielo. ¡Cuántas veces en mis años de escolano sorprendí al viejo platero Palacín de rodillas ante él, arrebujado en su capa y con su florida barba de patriarca hundida en el pecho, consumiendo horas y horas en místico éxtasis! ¡Cuántas veces vi a doña Marcela Durango, a mi abuela Victoria, a doña Leonor Loriente y a doña Feliciana Barón encender las velas y besar con cariño el cíngulo que ceñía su túnica! Hasta la Carmen, conocida dueña de aparroquiado lupanar en la calle del Temple, hacía llegar por tercera persona sus velas y flores a diario. La Carmen y su innoble casa fueron institución en la ciudad durante largos años y cuando acabó su pudiéramos decir «vida comercial» se retiró al asilo de Jaca. Estando en éste se cuenta que llamó la atención a un obispo que lo visitaba la vivacidad, alegría y sosiego de la Carmen a sus 90 años y en mala hora sentenció: «Cómo se ve que usted ha llevado una vida tranquila y honrada que le da esta alegría y paz en su vejez». No dio en el clavo el prebendado en aquello de «vida tranquila y honrada», pero lo que era evidente era el sosiego y beatitud de la ex ramera y quizá en esto tuvieran algo que ver las libras de cera y los cientos de flores que tuvo durante muchos años el nazareno, enviados por la que por su profesión no podía hacerlo directamente. ¿Dónde estará el nazareno? En el cuarto de los trastos, con toda seguridad. Era un estorbo en la iglesia; ya no quedan viejas que vayan a rezar, los hombres ya no están para cruces ni espinas, a los jóvenes les interesa más el Cristo Superstar, predicador de injusticias sociales, y los niños ya no saben qué es. Ya no están entre nosotros el beatífico platero Palacín ni doña Marcela ni mi abuela ni doña Feliciana ni ninguna de estas émulas de las Santas Mujeres que enjugaban con sus plegarias la pintarrajeada sangre que brotaba de su corona de espinas. Por no quedar ya, no quedaban ni zorras, pues las suprimieron por decreto y su sucedáneo actual, las «aficionadas», no encienden velas ni a Dios ni al diablo, porque tanto uno como otro les tienen muy sin cuidado. 135

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A la vista de todo esto, quizá tenga razón usted, señor cura, en retirarlo. Pero, ¡por Dios!, déjelo aunque sea en un rinconcico para que los pocos ingenuos que aún le conservamos devoción podamos visitarlo de vez en cuando, que nunca está de más pasar un rato haciendo compañía a un viejo amigo y más aún si está pasando por el amargo trance de ir coronado de espinas y con la cruz a cuestas. Huesca, a 4 de marzo de 1973.

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Cárceles oscenses

Aunque ya son muchas las generaciones de oscenses que no han conocido la vieja prisión de la plaza de Concepción Arenal, pervive su recuerdo en el sentir popular, que sigue llamando «plaza de la Cárcel» a este paraje. Se edificó esta cárcel sobre lo que fue hasta la desamortización de 1835 convento de Carmelitas Descalzos, contiguo al actual de Santa Teresa, fundado por monjas de la misma observancia, sin más separación entre ambos que las altas tapias de sus respectivas huertas. No existe, que sepamos, documento gráfico alguno que nos dé idea de su traza, si bien por lo que pudimos ver en sus restos debió de ser de factura análoga al mencionado de Santa Teresa. Se comenzó por derribar la iglesia, pues obturaba el acceso a la naciente calle de Zaragoza, cosa que he podido comprobar en un plano de la época. Muchos de sus cuadros y ornamentos se recogieron en Santa Teresa y algunos altares fueron a templos y ermitas. Concretamente se colocaron varios en la parroquia de Alcubierre, incendiada por los franceses en la guerra de la Independencia. Rápido debió de ser su desmantelamiento, pues de 1836 se conserva un contrato en el archivo parroquial de Hecho en que se pacta con don José Usarralde el desmontar el órgano e instalarlo en la iglesia de esta villa. El resto del monasterio sirvió para cuartel, almacenes e incluso en su patio se celebraron subastas de bienes desamortizados. Después de estos usos en 1864 se comienzan las obras para convertirlo en cárcel, destino que tuvo hasta noviembre de 1955. 137

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No fue ésta, como veremos, la única cárcel que ha tenido la ciudad. Las cárceles donde sufrieron cautiverio los cristianos oscenses bajo la dominación musulmana estuvieron en dependencias de la Zuda, que con la Reconquista pasó a ser palacio de los reyes de Aragón, que reforman y amplían. De esta época es la sala de la Campana, que a pesar de ser motejada de «lóbrega mazmorra» por poetas y literatos no fue tal, sino más bien dependencia y no de las menos importantes del palacio, entre otras razones porque en el siglo XII no se usaban las filigranas arquitectónicas que nos muestra esta pieza para fines tan bajos. El tiempo, que da la razón a todos, no dejó mal a los poetas e hizo de esta estancia auténtico calabozo durante la guerra civil, al ser usado como prisión el actual museo. En diversos documentos se hace mención numerosas veces de la cárcel eclesiástica, que suponemos ocuparía alguna de las salas bajas del antiguo palacio episcopal, hoy desgraciadamente no visitables. También la Universidad la tuvo propia en unas casas que se emplearon hasta la guerra para viviendas de los bedeles y que ocupaban la actual esquina del Seminario, frontera con el cuartel de San Juan. En ella eran retenidos cuantos se amparaban en el fuero universitario. Curiosamente su sucesor, el Instituto, conservó durante algunos años en un cuarto contiguo a la escalera de la sala de profesores su pequeña cárcel. En nuestra época de estudiantes esta habitación era destinada a servicios para las diez o doce chicas que en total componían el alumnado femenino del centro. La Santa Inquisición tuvo a sus presos en la torre de San Agustín, hoy capilla de la Residencia Provincial de Niños, en la que aún se pueden ver dos celdas usadas para el menester. Cárcel ocasional fue el cuartel de la Muralla, edificio del siglo XII adosado a ella y en cuyo solar se levantó la Casa Amparo. En este inhóspito lugar malvivieron los presos que en 1844 el alcalde Vilanova trajo de Jaca para derribar conventos y construir el teatro Principal. También ocasionalmente fue utilizado como prisión el cuartel de San Juan durante la pasada guerra. 138

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Pero a través de los siglos es el propio palacio municipal el que sirve de cárcel. Desde su construcción consta fue empleado para este fin hasta 1870, en que se traslada la población penitenciaria a la cárcel de los Carmelitas anteriormente citada. En los siglos XVI y XVII, por lo expeditivo de la justicia, solía haber pocos presos. En esta época se dio el caso de un preso aprehendido, juzgado y ejecutado en cuatro horas. En este tiempo parece que sólo se ocupaban los cuartos bajos de la parte derecha. En este lugar y durante las actuales obras quedó al descubierto un sotanillo que podría haber servido de calabozo; su estrechez y mezquindad pueden ser la mejor prueba de que nunca la sala de la Campana pudo ser mazmorra. Las ordenaciones de la ciudad indicaban que el alcaide de la cárcel debía habitar en las «Casas Comunes», recibir y custodiar los presos y acompañar al prior y jurados con la maza en las procesiones u otros actos. Recibía, aparte del sueldo, cada cuatro arios un ropón de paño azul y, de ocho en ocho, otro de damasco y dos gorras. Quien se haya hecho la pregunta de por qué los maceros del Ayuntamiento visten hoy de damasco azul tiene en este párrafo la respuesta. En los libros de cuentas del siglo XVI, he visto anotaciones de cantidades satisfechas al sacerdote que celebraba la misa de los presos. De ordinario sólo había los días de precepto, pero a partir de 1613 se dice a diario y en la fecha del 6 de junio solemne, con cantores y música, a la que asisten el Ayuntamiento y Cabildo. Años más tarde aumentó la población penal, pues aparecen rejas en los pisos altos y Madoz lo confirma al decir que para cárcel se emplean las salas bajas, gran parte de la planta principal y las superiores. En estas estancias de la parte alta se ven los techos con maderos muy juntos, sin duda para evitar evasiones. Domingo Ara, empleado municipal, me hizo notar que algunos ladrillos del suelo de estas habitaciones tenían labores hechas a punta de clavo que sólo el ocio de un preso puede labrar. En 1864 Soler y Arqués se duele del lamentable estado en que se halla el Ayuntamiento, con sus balcones cegados por gruesas rejas, la 139

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escalera principal tabicada y las magníficas salas divididas en compartimientos en los que se hacinaban gran cantidad de presos. No tardó mucho en desaparecer esta situación, pues ya en 1865 se trabaja en la construcción de la cárcel nueva, que aunque alguien dice fue inaugurada en 1880 creemos debió de ser antes, pues en 1872 don Manuel Camo ordena la reforma del palacio municipal, construye las oficinas, arregla el salón de sesiones y otras dependencias, lo que hace suponer en este año había sido ya desalojado de sus seculares habitantes. Mi buen amigo Canuto, por razón de edad, no pudo ver presos en el ayuntamiento. Pero, de niño, oyó contar muchas veces al abuelo de Piedrafita que había un preso tras la reja de uno de los cuartos de la planta baja muy amigo de hablar con todos los que pasaban por la calle. Un día, por gastarle una broma, le dijeron: —¡Preso! ¡Hala, que mañana llega el verdugo! —¿Quién lo ha dicho? —Unos hombres, en la puerta de la catedral. —¡Va! Os hombres mienten más que hablan. Como parecía no le hacía mucha mella al día siguiente repitieron la gracia; a la tercera vez, volvieron a la carga: —¡Preso! Mañana, seguro, seguro... —Y ahura, ¿quién l'ha dicho? —Unos zagales. El preso, horrorizado, exclamó: —Ya la himos jibau. Ya soy muerto. —¿Por qué, hombre, por qué? —Porque os críos y os locos, son os únicos que icen as verdades. Huesca, a 8 de abril de 1973.

P. S.: El preso en cuestión era Chichón de Nueno, de cuyo horrendo crimen trataremos más adelante. Huesca, verano de 1994. 140

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El arca de Cillas pasa a la reserva

Cuando hace dos semanas escribía de Cillas, mencionaba sólo de pasada su célebre arca. Un elemental sentido de la prudencia exigía este tratamiento y me alegro de haberlo hecho así, ahora que me entero de que este año se ha suprimido, para que nadie pudiera culparme de haber «levantado las perdices». Misterioso, por infrecuente, instrumento de la divina providencia. ¡Cuántos miles de personas habrán entrado en ella esperanzadas mientras afuera sus familiares rezaban el padrenuestro de ritual! ¡De cuántas zozobras e ilusiones habrá sido testigo en los muchos años en que estuvo vigente como eje de singular y pintoresca devoción! No he podido, y no por no intentarlo, llegar al origen de este rito. El arca en sí poco aclara; la modestia de su estructura enmascara su edad. Cien, doscientos, trescientos a lo sumo pueden ser los «sanjuanes» que haya contado. ¿Hubo otra anterior? ¿Fue ropero de la Virgen? ¿Ocultó a la imagen o reliquias en alguna persecución? De nada de esto hay noticia, así como tampoco he hallado expediente de prodigio alguno obrado en ella. Si los hubo o no los hubo, nada consta escrito; no obstante, bueno será pensar que alguno obraría cuando la devoción popular la colocó en cátedra milagrera. Es verdad que hace unos años la antigua devoción venía degenerando en pintoresquismo y que la en otro tiempo fila de sollozantes y esperanzados fieles era hoy cola de asistentes a los actos participando en espectáculo más bien folclórico, cosa que supongo habrá influido mucho 141 Índice


en la decisión de poner fin a esta tradición. Pero, en definitiva, el arca y el agua han sido en Cillas los motivos sobre los que ha actuado la bondad divina, movida por la fe de los implorantes. La fe hace milagros y, en habiendo fe, no hay inconveniente en que éstos se obren aunque sea en un vetusto baúl o en una piscina de aguas benditas. Malos tiempos para creer en milagros. Los continuos avances de la ciencia nos envalentonan hasta el punto de creernos superiores y mirar con desprecio la sumisión religiosa de nuestros antepasados, orientando nuestro vivir actual en el más radical de los racionalismos. Quizá no tan radical como el barman Julián, mi dilecto amigo, que me decía bien avanzada la madrugada en una noche más de nuestros interminables coloquios: «Desengáñese, señor Llanas, una escuela que se abre, una iglesia que se cierra. Mi amigo exageraba, pero no tomando la frase en todo su rigor hay en ella un trasfondo de amarga realidad, realidad innegable de materialismo. Un afán insaciable de vivir bien y un dar de espaldas a lo sagrado son la tónica del pensamiento de una gran mayoría y es natural que en un mundo así no se tome en serio al viejo cofre de Cillas, ni al agua de Lourdes o las en otro tiempo celebradas midas de san Cosme, preservadoras de toda clase de enfermedades e infortunios. Curioso y paradójico es que mientras estas devociones se pierden en el olvido, lleguen a nuestras manos a diario anuncios y folletos de amuletos, pulseras magnéticas o cruces prodigiosas, descubiertas por sabios orientales o audaces capitanes, cuyas propiedades salutíferas dejen chicas a las de los más afamados santuarios. No menos curioso ni menos paradójico resulta el ver la pléyade de curanderos que surgen a lo largo de nuestra geografía, en momento en que las ciencias médicas llegan a metas increíbles; algunos de ellos, ante el aluvión de clientes, han tenido que limitar las consultas y el conseguir ser recibido puede ocasionar espera de semanas. Lo que fueron antiguos pleitos por reliquias de santos pueden hoy ser querella por posesión de un botón del traje de un artista famoso. Las eternas discusiones de nuestros clásicos sobre la patria de un santo, en las 142

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que eran maestros los padres Bolandistas, han perdido toda su vigencia y sin embargo los pueblos se disputan con furia la paternidad de un torero o futbolista. Conforme vamos abandonando a nuestros santos, vamos alzando nuevos ídolos. Por eso, querido amigo Julián, completaría hoy tu lapidaria frase diciendo: «Cada escuela que se abre, se cierra una iglesia y se crea una fábrica de pulseras magnéticas, se abren dos salas de fiestas o se establece un nuevo curandero». Perdóname, pero creo que se ajusta más a la realidad, aunque no suene tan bien. Por todo esto no me ha causado gran tristeza el que este ario concluyera la pública ejecutoria del arca de Cillas. Empezaba a parecer natural y me consuela el que no ha sido en mal momento. Vale más retirarse a tiempo que sufrir el desprecio. Resta, pues, en paz, arca consoladora, instrumento de la providencia, en tu fresco rincón de la vieja sacristía, oculta, sin bulla y olvidada de los más, por si un día tenemos que volver a tu salutífero regazo, que un arca no es mal sitio para capear un temporal y, si no, que se lo digan al señor Noé. Huesca, a 16 de julio de 1972.

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El café Universal cierra sus puertas

Parece ser, por lo que hemos leído, que el tantas veces anunciado cierre del café Universal es ya un hecho. En los últimos treinta años y como serpiente de verano salía a la luz esta noticia que siempre quedaba en mero rumor o especulación. A lo largo del tiempo lo hemos oído convertir en tienda de artículos sanitarios, en exposición de electrodomésticos, en gran comercio de tejidos y, ¡por qué no!, en sede de entidad bancaria, pero nuestro viejo café, dando al traste con estas «noticias fidedignas», abría a diario sus puertas para desmentir con hecho tan simple los rumores más extendidos. Pocos más de sesenta son los arios de este café que algunos viejos aún llaman Casa de Gilé, si bien para esta clase de negocio son los suficientes para hablar de dilatada existencia. Superviviente de los que le vieron nacer: Fuyola, La Unión y Longás, el primero ya olvidado y los segundos convertidos por el tiempo en bar Sauras y bar Correos. Desde su fundación muchos ha visto nacer y muchos también morir, siempre tranquilo y sosegado, sin alterar su ritmo. No es que fueran muy viejos los Porches cuando don José Galindo abrió su flamante café Universal; los más antiguos no habían cumplido los cincuenta y aún tardaron veinte en nacer los últimos, los correspondientes al lado de los pares con la Delegación de Hacienda y los de los impares con la casa de don Rafael Acevillo. La familia Galindo es de vieja ejecutoria en lo que hoy venimos en llamar hostelería local; además del Universal, propiedad de don José, tuvo su hermano don Vicente, a la salida del arco de los Porches, su restaurant y habitaciones. Indudablemente el sitio donde mejor se comió durante 145

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años en nuestra ciudad; era célebre la cerdilla asada, que aún recuerdan los viejos gastrónomos oscenses. El restaurant de Vicente Galindo, llamado de antiguo Casa del Chorré, se vino abajo durante la guerra, totalmente arrumbado por una bomba de aviación; perecieron en él los dueños y parte de la servidumbre. Mi pariente Manolo Vallés, de Bandaliés, que en lugar de hallarse en el comedor aún estaba en hora tan tardía en la cama, bajó en ella al piso de abajo en medio de polvo, cascotes y maderos, como él decía: «La pereza me salvó la vida y luego dicen aquello de que "al que madruga..."». Si mi pariente llega a madrugar entendiendo por ello levantarse a las once y a su hora hubiera estado en el comedor, seguro que hubiera corrido la misma suerte que los demás que en él se hallaban. Salváronse de esta tragedia también los hijos de don Vicente e Isidro, recadero perpetuo del negocio, al que recordamos con su chaqueta que pudo ser blanca y una gran cesta de mimbre recorriendo el mercado y las tiendas en busca de los artículos que, luego de pasados por la afamada cocina, habrían de hacer las delicias de su asidua clientela. Los menos viejos aún recordarán a Isidro vendiendo los iguales, que es como acabó su vida, totalmente ciego y pregonando: «¡Isidro da la suerte!», grito que se hizo popular. Nunca tuvo buena vista Isidro y era hombre relativamente pacífico, pero en sus últimos años al quedar totalmente ciego se le agrió el humor. Del Isidro de la cesta de mimbre recorredor de los puestos de nuestro mercado o del Isidro en su tendido de sol en las corridas de San Lorenzo, devorando e invitando a los vecinos a devorar ese verdadero cuerno de la abundancia en que convertía su inseparable cesto, al ciego malhumorado de sus últimos arios había un abismo. Una de sus últimas veces que le vi en la esquina de Correos voceando «¡Isidro da la suerte!» le saludé con el consabido «¡Isidro! ¿Estás zorro?» y me contestó con el también consabido «¡Con lo que tú me has pagau, cab...!». Le quise dar algo y sin ninguna diplomacia me remitió sin contemplaciones a «tomar por cierta parte innoble de mi anverso» mientras movía nervioso su garrota y golpeaba contra el suelo. Su resignada esposa no cesaba de decirle: «¡Isidro, que es una broma! Que ya sabes que el señorito te quiere mucho». Isidro seguía golpeando el suelo con su bas146

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tón y repetía: «No le cojas nada a ese bor...». Su pobre mujer, toda apurada, tomó lo que le di y me dijo muy triste: «Ya lo ve, señorito, con lo bueno que era y cómo se ha vuelto ahora, me hace la vida imposible. ¡Con decí-le que ningún ciego lo puede ver!...». Otro Galindo, don Teodoro, fundó el bar Oscense, que después de cambiar creo por lo menos tres veces de dueño aún sigue abierto con este nombre en el mismo sitio. Don José abrió El Universal y lo hizo por todo lo alto, incluso arios después montó en las cercanías de la fuente del Ángel una fábrica de hielo para poder atender las necesidades de su negocio y abastecer la capital. Recuerdo la cocina del Universal en los arios de mi niñez, cuando íbamos a buscar con la niñera todos los días el café. En aquel tiempo éste se hacía en el fuego en grandes cafeteras de latón y se mantenía caliente al baño de María. Los camareros, mejor dicho los echadores, que así se llamaban los que lo servían, llevaban una enorme cafetera en cada mano: una con café y otra con leche, llenando a voluntad del cliente las tazas que previamente había dispuesto el camarero; a veces la leche era portada por un pinche y los dedicados a este menester llevaban debajo de la chaquetilla un gran mandilón blanco que les llegaba casi a los pies. Tuvo el Universal la primera cafetera exprés que hubo en Huesca. Era una verdadera mole que podía sacar hasta 24 cafés al mismo tiempo. En las horas de más trabajo, doña Concha vigilaba en la cocina a las criadas que hacían el café y fregaban la vajilla, mientras su marido recorría las mesas del salón. Cuando el trajín acababa, salía el matrimonio a la terraza y allí estaban en su mesa, él con su gruesa cadena de oro y onza colgante campando sobre el chaleco, ella enjoyada y dándose aire con primoroso abanico. El verlos de esta guisa hacía innecesario preguntar quiénes eran los propietarios del café. Cuando por 1930 don Rafael Acevillo hizo la casa que hoy ocupa la Caja de Ahorros, se amplió el negocio al nuevo local y allí se inauguró un moderno salón que con el flamante nombre de Nuevo Universal fue el café de moda. Establecimiento montado con todo el lujo de la época, cubista, elegante, confortable y hasta con un acuario en el mostrador. Después 147

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de la guerra pasó a poder de don Eulogio Malo, quien lo denominó bar Gratal, nombre que ostentó hasta su desaparición. En la terraza del Universal, actuó por primera vez en la ciudad un conjunto de jazz, manejado éste, como entonces era indispensable, por un negro, que nos impresionaba a los niños, tanto que al pasar por delante mirábamos de reojo y acelerábamos el paso. Incluso en su afán de dar diversión a la clientela para los veranos proyectaba películas en una pantalla situada donde hoy está Hacienda. Trabajó por estos años y durante muchos más en este café como camarero el célebre Moñoño, personaje al que tantas cosas se le han atribuido. Desde el «para todos café con leche» hasta lo del bocadillo: «¿De qué lo quiere, de magra u de churizo?», pasando por el manido chascarrillo de que estaba leyendo el periódico al revés. Decían que no sabía leer, pero es más posible que la vista no le acompañara, y un amigo le dijo: ¿Qué haces allí, Moñoño?». «Nada. Aquí estoy leendo este carro que ha vulcau». Y es que en el periódico entonces salía todos los días un pintoresco anuncio de la ferretería de don Joaquín Lafarga con dos carros, uno con tres caballerías destrozadas sin poderlo mover y otro más grande con una sola y marchando como la seda; naturalmente este último llevaba los ejes que vendía don Joaquín, de aquí que dijera Moñoño al ver el carro al revés que había vulcau. De siempre el Universal tuvo clientela muy adicta, especialmente de labradores y ganaderos. En él se han realizado a lo largo de los años más transacciones que en muchas lonjas especializadas. Era su terraza el sitio donde se encontraba alfalfa, donde se podía adquirir desde un burro hasta mil cabezas de ganado, pasando por cerdos, caballerías, estiércol, abono, pastores, tractoristas, etc. En fin, un verdadero Centro Agrícola Ganadero como lo tienen muchas capitales y pueblos de nuestra geografía y que aquí era sostenido a veces con derroche de paciencia y siempre con la sonrisa a flor de labios por la familia Galindo. Me decía un camarero viejo en la casa que, si Pepe hubiera obligado a tomar algo a cuantos acudían por allí a dar una vuelta, sería cien veces millonario.

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Pepe Galindo, con su bondad natural, si no ha conseguido millones de pesetas, deja millones de amigos. Ha mantenido con dignidad el negocio que montaron sus padres y a la hora del retiro obtiene el premio a su paciencia y sacrificio. Si sentimos que cierre tan simpático y popular establecimiento y que la familia Galindo acabe con él una brillante ejecutoria en la profesión, no puede menos de alegrarnos el hecho de que a Pepe le llegue su bien ganado y merecido descanso. Ahora tendremos que pensar en fundar un Círculo de Labradores, pues indudablemente Huesca lo va a necesitar tan pronto como se bajen definitivamente los cierres de este entrañable y viejo café. Huesca, a 12 de agosto de 1973.

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La primera Comisión de Fiestas en Huesca

Las fiestas de San Lorenzo son tan antiguas en nuestra ciudad como el propio patronazgo. Ahora bien, lo que entendemos hoy como programa de fiestas no es tan antiguo ni mucho menos. Si bien hay constancia de años en que las fiestas tuvieron algún resalte, lo normal era que se redujeran al aspecto religioso, con grandes solemnidades en la basílica y la procesión, de la que en el siglo XVIII nos habla Novella y en la que no da como seguros asistentes a los danzantes, que denomina «danze de los labradores» y de los que dice «algunos años asisten». Como colofón se celebran pequeños actos de diversión, tales como carreras, cucañas, etc., organizados más bien por la propia parroquia. Es en el año 1860 cuando el alcalde, don Antonio Orús, decide crear la primera Comisión de Fiestas. Revisando a fondo el expediente, se pueden adivinar las razones que le mueven a ello. En primer lugar por esta época todas las ciudades tienen ya unas fiestas mayores en consonancia con su categoría. En segundo parece que en este tiempo los diferentes barrios o parroquias andan metidos en fiestas particulares, ninguna de ellas con fuste suficiente, y no se da a la fiesta del patrono más realce que a las demás. Un tercer motivo y muy importante lo constituye la organización de las corridas de toros. Es sabido que en 1851, derribando la iglesia de San Juan de Jerusalén, uno de tantos disparates cometidos en nuestra ciudad durante el siglo XIX, se construyó una plaza de toros. Este año y a medio construir fue inaugurada para las fiestas, con dos corridas de cuatro toros cada una a cargo de Manuel Pérez, Relojero, y Moreno, pero en los nueve años siguientes no se dio espectáculo alguno que mereciera la pena. Fue preci151

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samente por el motivo de la organización de las corridas de toros por el que el Ayuntamiento, no viendo solución de empresa que las afrontase, se dedicó a hacerlo por sí mismo y para facilitar la organización recurrió a la formación de una Comisión de Fiestas. Tenemos ya los motivos, que quedan bien expresados en el acta fundacional de esta Comisión, cuya primera reunión tiene que hacerse en la plaza de toros el día 22 de junio, presidida por el gobernador civil, don Camilo Alonso Valdespino, y por el propio alcalde, don Antonio Orús, debido a la cantidad de gente convocada, especialmente representando a los barrios. La catedral envió 37 miembros; San Pedro, 17; San Lorenzo, 19, y San Martín, 24. De esta reunión sale la primera Comisión, que incluye al alcalde, cinco concejales y veinte miembros, a cinco por parroquia, y se acuerda que si se viera era excesivo el número de vocales se podían reducir a uno por parroquia. Ésta es, pues, la composición de la primera Comisión de Fiestas de Huesca, peculiaridad que conserva durante muchos años, es decir, que aunque es municipal incluía miembros no pertenecientes al Concejo, costumbre que duró hasta nuestra guerra civil. Después, al ser el Ayuntamiento el principal y casi único financiador de las fiestas, la Comisión fue exclusivamente municipal, si bien en ella siempre hubo personas ajenas al Concejo en calidad de colaboradores. Este año se ha vuelto a la tradición de vocales no concejales con todos los derechos. En las actas de las pocas reuniones formales de esta naciente Comisión, cinco antes de fiestas y dos después de ellas, aunque es de suponer por el alcance de las decisiones tomadas fueron muchísimas las que se tuvieran más o menos informales, se ve que la verdadera preocupación la constituían las corridas de toros. Éstas al menos son las que más papel aportan al expediente. Existen los documentos de arriendo por doce años a los señores Campaña y Guillén, propietarios de la plaza, a razón de ocho mil reales por año; el Ayuntamiento se reserva el derecho a acabar los palcos y graderíos, aún sin terminar, como pago de esta cantidad, que los pro-

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pietarios pueden redimir pagándola ellos al Ayuntamiento, con lo que recuperarían el dominio. Se comisionó a don Mariano Castanera, impresor sucesor de la secular imprenta de la Universidad y representante del barrio de San Pedro en la Comisión, para que visitara ganaderías de Aragón y Navarra y adquiriera los toros. Hay correspondencia sobre esto, así como la contrata de caballos y una carta del señor Valdespino de Madrid, quien ofrece al Cúchares para las dos corridas en 40.000 reales, a la que contesta la Comisión que conforme pero que trate de «quitarle» 2.000 reales, pues la Comisión no anda muy bien de dineros. Los toros para las dos corridas del 10 y del 11 se contrataron con don Miguel Puyades, ganadero de Corella. El contrato está firmado por el citado don Miguel y don Jerónimo Piqueras, representante del Ayuntamiento de Huesca. Son cinco toros, a 2.500 reales cada uno, y el ganadero exige el pago en oro o plata. Se compromete a tenerlos en el monte de Prebedo el día 7 y desde el día que salgan de su dehesa hasta el día de la lidia el pastor devengará por cuenta del Ayuntamiento 18 reales de salario al día. Una última cláusula dice que, si no se pueden lidiar por algún motivo, volverán a la dehesa íntegros y sólo habría que pagar el pasto del camino y el salario del pastor por parte del Ayuntamiento. Hay correspondencia sobre otras tres reses de don Luis Ferrer, de Zaragoza, y una relación de diez con sus nombres y señas del marqués Carriquirri, con lo cual parece se debieron de lidiar los dieciséis que dice don Luis Arbós en su histórica relación y quedar dos como sobreros, uno por cada corrida. Los toreros, dice don Luis, fueron Cúchares y El Tato. Así como del primero existe su conformidad y gestiones, nada hay en el expediente del segundo, aunque es lógico pensar toreara El Tato, pues don Luis Arbós en su testimonio relata lo que vio y vivió como aficionado, amén de como concejal y miembro de la Comisión de Fiestas. Hay dos detalles curiosos de las corridas, que empezaban a las tres y media de la tarde. El primero es que el alcalde pide al gobernador nada menos que siete parejas de carabineros para mantener el orden en las 153

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puertas el día 11, por la amarga experiencia del día anterior. Sabemos por este mismo oficio que también eran doce parejas los porteros y acomodadores este año, cuyos puestos asigna la Comisión mediante sorteo. No figuran las cuentas de las dos corridas, sólo los datos del precio de los toros, todos ellos a 2.500 reales, y los honorarios de Cúchares. De las demás fiestas sí que tenemos las cuentas, por cierto no muy elevadas en comparación con los toros. La banda de Valentín Gardeta, por toda la música de las fiestas, cobra 2.000 reales y para los fuegos de artificio el gasto máximo son 4.000. Se paga a Clemente Martínez 112 reales de sebo para la iluminación; 41 reales a Mariano Tercero (Casa de Arnal) por madera traída de su taller; a don Lorenzo Soler, por los dances, 320, y a Juan Lasheras, por licor para los mismos, 10. Francisco Arruego cobra por la conducción de los gigantes 412 reales. La carroza cuesta 2.972 reales, si bien después en otras cuentas vemos un abono de 500 reales de don Pascual Tosat como baja en el precio del «Carro triunfal». Hay facturas de pollos para las carreras, a don Eusebio Chías se le paga en junto el montaje de cucañas y alquiler de burros para las carreras y al confitero Lanosa, por confites y dulces, así como por la confección de la «Manzana», un total de 191 reales. La «Manzana» era una tarta muy adornada que se daba a los campeones de las carreras, trofeo máximo que solían entregar las mairalesas y una costumbre que aún llegué a ver de muy niño en algunas fiestas de pueblo. No figura en el expediente la liquidación total de las cuentas, que es de suponer pasarían a Intervención y allí obrarán; pero por los apuntes, grosso modo, veo que no llegaron en total a 10.000 reales, 2.500 pesetas, recaudadas en su mayor parte entre el pueblo, pues aunque no existe la lista de donativos, detalle que hemos visto en otras fiestas posteriores, hay un oficio en que se designa a los miembros de la Comisión que han de visitar al señor obispo para interesar de él solicite «la colaboración económica del clero», al modo que lo hace el vecindario para el mejor desarrollo de las fiestas. El programa, editado en folio a tinta negra por Lucas Polo, en Huesca, fue el siguiente: 154

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Día 9

Un repique general de campanas en las primeras horas de la noche del 9 anunciará al vecindario el principio de las fiestas, iluminando cada vecino las respectivas fachadas de sus casas. A las nueve se quemará una bonita colección de fuegos artificiales en la plaza del Mercado y se ejecutarán piezas escogidas por la música, que se colocará en un tablado. Día 10

Cuatro gigantes nuevos e igual número de cabezudos o enanos en caricatura, debidos al entendido escultor zaragozano don Félix Oroz, recorrerán las calles hasta la salida de la procesión general, a la que además de las autoridades concurrirán las secciones parroquiales con cirio, la danza del país y la música de la capital. A las tres y media de la tarde se dará principio a la primera corrida de toros, previo el despeje de la plaza ejecutado por las fuerzas de la guarnición al compás de la música. Por la noche otra variada colección de fuegos artificiales, que se quemarán en la plaza de la Constitución, e iluminación general como en la noche anterior. Día 11

Por la mañana gigantes y demás figuras, danzas y un lujoso «Carro triunfal». A las tres y media de la tarde, segunda corrida de toros y por último función de teatro. Día 12

Primero, de 7 a 10 de la mañana, juegos de cucañas en las plazas de la Constitución y del Mercado. Segundo: gigantes, danzas y «Carro triunfal». Tercero: de 6 a 8 de la tarde, corridas de hombres, carreras de jumentos con ginetes sobre albardas sueltas desde la puerta del Carmen hasta Santo Domingo. Cuarto, por la noche, gran baile en el Salón del Teatro, 155

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cuyos productos se destinarán a los pobres de la capital, haciéndose cargo de aquéllos la Asociación de Señoras de la Caridad, para aplicarlos de la manera más conveniente. Como se ve, un programa muy simple en el que se utilizan las plazas del Mercado y de la Constitución. La plaza del Mercado a que esto se refiere no es la actual, que por entonces sólo estaba en los sueños del Ayuntamiento, sino la que entonces llevaba este nombre, que corresponde a la parte alta de la plaza de San Lorenzo, incluyendo el trozo de Coso frontero a la hoy calle de Ramiro el Monje, y la de la Constitución era la actual de Calvo Sotelo o del Principal, como aún la conocemos. Vemos se estrenan gigantes este ario: los gigantes son viejos en la ciudad, llamados de antiguo cabezas. En 1623 les prohibe el obispo bailar ante el Santísimo el día del Corpus, lo que quiere decir que lo habían hecho de antiguo, y en 1664 figuran en el inventario municipal las cabezas y vestidos de los gigantes. También vemos que los danzantes intervenían en los tres días de las fiestas, si bien el obsequio que se les hacía no era para emborracharse, ni mucho menos, pues como hemos visto el aguardiente consumido en total costó 10 reales. He querido traer a colación esta primera Comisión de Fiestas y su también programa oficial en fechas en las que por imperativos de cargo me ha correspondido ostentar la presidencia de la 113.8 Comisión de Fiestas. Con ello veremos que no hay nada nuevo bajo el sol, pues busqué componentes de fuera del Concejo, como lo hiciera en 1860 el alcalde Orús, y del programa aún quedan números invariables, como nuestros gigantes y cabezudos, las carrozas que ocupan el lugar del «Carro triunfal», los fuegos artificiales y las carreras, si bien hoy son de motos y bicicletas en lugar de burros sin albardas. Por supuesto que son las mismas campanas las que repican el día 9, el mismo sol el que hace refulgente el busto de nuestro patrono y la misma noche la que nos alivia del tórrido calor, si bien la iluminamos con los kilovatios de nuestras bombillas en

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lugar de hacerlo con 112 reales de sebo en lamparillas, como lo hacían nuestros antecesores. Con mi gratitud a los que hace ya más de 100 años nos enseñaron a hacer fiestas y a todos los que hoy me están ayudando a hacerlas dignas de las anteriores y deseando a todos resulten tan gratas como lo fueron las primeras de nuestros bisabuelos, acabo estas lineas que, como todos los arios, me piden mis amigos de Nueva España. Huesca, a 19 de agosto de 1973.

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La Renfe suprime la «tercera»

Decididamente, se ha eliminado la «tercera» en nuestros ferrocarriles. La Renfe, haciéndose eco del creciente desarrollo y consecuente aumento del nivel de vida, la ha suprimido sin esperar a que se suprimiera sola, como se autosuprimieron los mendigos a las puertas de las iglesias, las mujeres cántaro al hombro camino de la fuente y las nunca bien ponderadas cajetillas de «Común suave», más conocidas por «Flor de andamio». No ha tenido nuestra compañía paciencia para esperar a que esto sucediera y, no sabemos si con ánimo de hacemos subir un nuevo peldaño en la escala del bienestar social o simplemente para hacer más rentable la explotación, ha suprimido de un plumazo tan abnegada como simpática clase. En los inicios del ferrocarril algunas compañías, no todas, implantaron la clase «cuarta». Parece ser se trataba de puestos al aire libre en las plataformas y balconcillos de los vagones. La estandarización de los trenes obligó a suprimir esta clase, si bien los célebres «billetes sin derecho a asiento» que legalmente se despacharon no hace muchos años pudieran muy bien ser una continuación de esta abortada clase. Desde el principio y por su popularidad, fue la «tercera» muy respetada por todas las compañías. En los grandes expresos se llegó a suprimir la «segunda», limitándolos a «primera» y «tercera», y en los mixtos, mensajeros y «cercanías» era esta última la clase única. Los primeros ferrocarriles que se establecen no pueden soslayar el fuerte espíritu clasista del siglo pasado y los trenes y estaciones son reme159

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do de esta sociedad con clases y categorías perfectamente diferenciadas. Y, así, vemos que no sólo es en los vagones donde se implantan las tres categorías, sino que en las mismas estaciones hay sala de espera independiente para cada una de ellas e incluso llega la segregación al extremo de existir obligadamente fonda y cantina. En estas clases que marcaba la compañía se encasillaba perfectamente el público viajero, tipificando a cada una de ellas. Era la «primera» de gente opulenta, la «segunda» de funcionarios, de clero —párrocos o beneficiados—, de comerciantes medios y especialmente de viajantes de comercio. La «tercera» unía a segadores con marineros, soldados, guardias civiles, obreros, frailes de obediencia, monjitas de la Caridad, mozos de estoque, picadores, subalternos, cómicos de la legua, labradores, estudiantes y hasta truhanes, zorras y rateros, en amalgama variopinta que al fin y al cabo no era sino la esencia de nuestro pueblo, con sus virtudes y defectos perfectamente representados. Entrando en un vagón de «primera» podías estar seguro de encontrar al industrial opulento, al alto funcionario o a la vieja señorona. Si lo hacías en «segunda», podías gozar de las sabias enseñanzas de algún viajante de comercio que «se las sabía todas», desde el departamento en que se notaba menos el ruido de los boogies hasta el más ventilado en verano o, viceversa, el más abrigado en invierno, la parada en cada estación, incluida la especialidad de ella, la más conveniente para comer o la más sosegada para cenar, el itinerario más fácil o la forma de conseguir siempre asiento. Todo lo sabían estos hombres, en cuya vida el tren ocupaba parte importante de su vivir. En «tercera» todo cambiaba. Allí reinaba la familiaridad y el jolgorio, se compartía la comida extraída de cestos o blancas alforjas, se cataba el vino del vecino y se hacía alabanza, más de una vez excesiva, de él para que la vanidad del alabado prodigara nuevas rondas. Todo era posible en un vagón de «tercera»: desde la triste estampa del conducido por la pareja de la Guardia Civil, a la candorosa de dos monjitas rezando el rosario, pasando por juergas con guitarra o acordeón, chillidos, procacidades y las casi indispensables grescas con el interventor, en las que como es natural 160

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todo el vagón se ponía de parte del viajero. Todo ello en un trasfondo de cestas, maletas de madera, pañuelos paqueteros, alforjas, botas y parejas de pollos. En «primera» viajaba la presunción, el engreimiento y la autosuficiencia. En «segunda» lo hacían la clase media y el «quiero y no puedo» y, en «tercera», la naturalidad, la sinceridad y el trabajo. Cliente de «tercera» era el célebre platero Gros, que tuvo su taller en Huesca el siglo pasado y dejó obras de su arte en el Ayuntamiento y especialmente en el altar de plata de la colegiata de Alquézar. Cuando necesitaba ir a Barcelona para adquirir piedras preciosas, el viaje de ida lo hacía en «primera» y vestido con la corrección que su profesión imponía. Pero el de vuelta indefectiblemente en «tercera», cubriendo su traje con una blusa negra de tratante y en la faltriquera, oculta por ancha faja cosida, una bolsita con la preciosa mercancía. Por este ingenioso procedimiento nunca tuvo contratiempo y transportó millares de pesetas en joyas. En una ocasión, por haber dificultades de acomodarse en «tercera», como tenía por costumbre, tuvo que hacer el regreso en «segunda». En su departamento cayeron dos señoritas y dos caballeros que comenzaron a hablar de grandezas, de viajes al extranjero, de lujosos hoteles y de todo género de fantasías. Las señoritas no se quedaron cortas en su autopresentación, de la que resultaban ser poco más o menos parientes de la familia real. El platero Gros, que iba más pendiente de su faltriquera que de la megalomanía de sus compañeros de viaje, en paciente silencio aguantaba la insulsa conversación, pero la locuacidad imprudente de sus interlocutores intentó romper este silencio, preguntándole cuál era su profesión. El platero, sin inmutarse y cruzando los brazos sobre su negra blusa, contestó muy serio: «Capador, para servir a ustedes». Gracias a tan desabrida contestación pudo continuar el viaje solo en su departamento hasta Tardienta, pues sus aristocráticos acompañantes lo abandonaron rápidamente. En «tercera», según se cuenta, llegaron los apóstoles de un paso de Semana Santa a una populosa ciudad de nuestra provincia, pues el artista los entregó sin tiempo para facturarlos. La narración, que nunca he podido saber si es cierta o no, añade que los comisionados encontraron un tanto 161

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vejatorio que Nuestro Señor hiciera el viaje en «tercera» y sacaron para él billete de «primera». Personalmente siempre he visto un poco de sadismo por parte de las compañías con los vagones de «tercera». Muy poco más, en la cantidad de miles de duros que costaban, hubiera bastado para dotarlos de algún pequeño mullido que cubriera los duros y gruesos barrotes de sus asientos. Pero yo creo que no era cuestión de gasto, sino de que quedara bien patente la diferencia de una clase a otra. A nuestra estación, siempre corta de viajeros, solían llegar muchos coches mixtos, es decir, de dos clases: bien «primera» y «segunda», bien «primera» y «tercera». Lo que no conseguí ver nunca es un vagón como el que refiere Iribarren haber visto durante muchos arios en el popular Escachamatas, trenecillo de vía estrecha que iba de Borja a Tarazona. Este insólito ejemplar tenía tres departamentos y cada uno de ellos de clase diferente, de manera que en el mismo vagón y sin menoscabo alguno de su condición social podían hacer el trayecto simultáneamente el obispo de Tarazona, la maestra de Grisén y el garrapitero de Novallas. No se sabe si por la fuerza de la costumbre o porque cada uno encontraba buen acomodo en su clase, no se daba la menor protesta por parte de los usuarios, sino más bien al contrario, encontraban el tal vagón muy en consonancia y seguían sacando billete de la clase que acostumbraban a usar. Dicen que fue un viajante catalán el que intentó buscar los tres pies al gato, interpelando al revisor sobre las ventajas de sacar billete de una u otra clase si todas estaban en el mismo vagón. El agente, socarrón, replicó: «Mire, llevo muchos años en esta línea y nunca he visto que los de "primera" tuvieran que bajar a empujar en la «cuestica de los Consumeros». No era en sus comienzos el ferrocarril un medio barato de transporte. Hacia 1910 el billete de Huesca a Zaragoza en «primera» valía 9,30 pesetas, en «segunda» 7 pesetas y en «tercera» 4,85. Si pensamos que un capataz en esa época cobraba 3,15 pesetas diarias y que un obrero ganaba sobre las 2,50, vemos que el precio de los billetes era prohibitivo y la diferencia muy marcada. De aquí que muchas personas hicieran el viaje de Zaragoza hasta Vicién en «tercera» y allí pasasen a «primera» para quedar 162 Índice


bien con los que salían a recibirles. De este truco usaron durante arios cuantas prostitutas vinieron a nuestra ciudad a ejercer su lúbrico oficio, sin duda para no defraudar a los aficionados e incondicionales que acudían a recibirlas, bien apercibidos por la dueña del lupanar al que iban destinadas o por mera intuición del movimiento de demandaderas camino de la Estación. Afortunadamente los vagones de «tercera» son ya historia. Los maliciosos, que nunca faltan, han dicho que la supresión en muchos casos ha consistido en arrancarles un palito y que lo demás, salvo el precio, sigue igual. La realidad es que ya no se viaja con alforjas ni con cestas ni con pollos. Quedan muy lejos aquellos «trenes-despensa» de los años del estraperlo, como ya han quedado muy atrás los vendedores de agua en botijo y las rifas de bolsas de caramelos y peponas con vaporosos trajes de tarlatana, «a rial las tres cartetas», que de Calatayud a Casetas eran ritual en todos los trenes. Los utilitarios han restado mucho público a esta clase y por otra parte en el siglo XX son mucho tres clases. Ha sido bueno se suprimiera y se aumente el confort a los millares de personas que se ven obligadas a usar el ferrocarril, aunque a uno le cueste un poco de trabajo olvidar aquella alegría, aquella hermandad, aquella cordialidad y, por qué no decirlo, aquello de las tres «carteras a rial», que no dejaba de tener su encanto. Huesca, a 2 de septiembre de 1973.

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De los belenes

No hemos podido constatar la existencia de belenes en la antigua Huesca. En los libros de la catedral no figura a lo largo de los siglos dato alguno que pudiera demostrar su existencia, si bien es de suponer que los Franciscanos, con convento en la hoy Diputación Provincial, serían los que introdujeran esta costumbre navideña, pues a san Francisco se debe su invención. De niño conocí un belén posiblemente del siglo XVIII semiabandonado en la capilla de los claustros de San Pedro, conocida por la Escuela de Cristo. Se trataba de una doble urna de madera dorada que en ambos compartimientos mostraba el mismo paisaje, idéntica montaña e idéntico portal, así como algunas figuras rotas. La semejanza total entre los decorados hace pensar en que, aunque el escenario fuera el mismo, hubiera variación en cuanto a la escena, como se puede ver en algunos retablos, en los que, si en un lado aparece la adoración de los pastores, en el otro la de los reyes. He rebuscado alguna vez por los enseres de esta capilla estos restos de este belén que tanto gusté de ver en mi niñez y no he dado ya con ellos. Pérdida grande no por su valor artístico sino por ser el único antiguo de que tenemos aquí constancia. ¿De dónde llegó a San Pedro este doble belén? ¿De San Francisco, junto con otros enseres y altares? ¿Fue de la orden Tercera, que se afincó en esta iglesia? ¿Pudo ser del oratorio de san Felipe de Neri, que allí tenía su sede? Los miembros del oratorio eran muy dados a la iconografía y pudo ser este nacimiento motivo de meditación para los días de Navidad. De los belenes contemporáneos llevaba fama el de casa de Carderera. Todo se hacía en esta casa con aire palaciego y supongo que este 165 Índice


belén que no tuve la suerte de llegar a ver sería digno de figurar entre los mejores. Si bien no podía ser muy antiguo, pues la familia empieza a tomar su auge en el siglo XIX. Las monjas de Santa Ana en el Hospital Viejo lo montaban con luz eléctrica y agua corriente en sus ríos. Era de los más completos y hasta el palacio de Herodes tenía un reloj que marcaba puntualmente la hora. El practicante Nogués daba fe de arte y paciencia en la instalación. El del asilo de San José, que hacía las delicias de los niños que allí se educaban. El del Hospicio, réplica del Hospital y en competencia con él. De muy buen gusto el de las Hermanitas, que se dejó de poner porque un año los monaguillos de San Lorenzo, según se rumoreó, robaron las figuras o al menos cargaron con el sambenito de haberlo hecho, causando el consiguiente escándalo. Mis hermanos y yo también lo teníamos. Entonces, al haber menos cosas que llamasen la atención durante el año, el belén era todo un acontecimiento. Desde noviembre ya estábamos haciendo cábalas y proyectos. El 20 nos daban las vacaciones y al volver del colegio pasábamos por la carpintería de Barrio a avisar para que pusiera el tablado. Toda una mañana le llevaba tan pequeña operación y era debido a que, en nuestro afán de comprobar la solidez para que no se hundiera y se rompieran las figuras, subíamos encima una y mil veces, derribándolo, como es natural, hasta que Manolo perdía los nervios y exigía que nos marchásemos o no lo ponía. Aún recuerda como una pesadilla Manolo Barrio el tablero del belén de Llanas. El comercio de entonces no era tan ambicioso como ahora, que lanza los productos de estación con meses de adelanto. Entonces, los huesos de santo salían a la luz el 29 de octubre y las virutas de san José el 18 de marzo, así como lo hacían la víspera los roscones de san Blas. Las figuras del belén del mismo modo no aparecían en los escaparates hasta bien pasada la Purísima. El bazar de Loriente, del Coso Bajo, llenaba sus vitrinas de toda clase de figuras, cuyos precios oscilaban desde un real hasta la importante suma de diez pesetas, que por entonces nos parecía un capital. En la Correría estaba «Casa de la Estafa», mal llamada así, pues el bonda166 Índice


dolo propietario, señor Roig, no creemos fuera capaz de estafar a nadie, ni menos a los niños, que a la hora de comprar tienen los ojos más abiertos que los mayores. En este pequeño comercio las figuras, aunque más deficientes, resultaban más baratas, las había de diez céntimos. La especialidad eran los pastores nevados y las gallinas, pavos y corderos de patas de alambre. En la mercería de Campo y en las librerías de Iglesias y Aguarón, figuras de Olot, de más fuste y talla, que nos gustaban mucho, pero satisfacían más nuestra ingenuidad infantil las de barro, eran más cosa nuestra, las de Olot nos gustaban para las iglesias y los grandes belenes de las monjas. En nuestras figuras de barro se daba el desastre iconográfico más espantoso y el confusionismo mayor: curas con teja y manteo acompañados del sacristán llevándoles la maleta y el paraguas, camino del portal; guardias civiles; pastores vestidos a la oriental junto con románticas pastoras de falda corta, delantal y gran pamela; músicos tocando el bombo, el saxofón, la guitarra y parejas que a su son bailaban la jota, y por qué no decirlo, nunca falta la figura de un payés en «trance de desahogo» que nuestro pudor colocaba sistemáticamente debajo de un puente. Lo que no podíamos soportar era cuando nos regalaban figuras en las que estaban san José, la Virgen y el Niño. Teníamos con mis hermanos discusiones sobre tales figuras. Recuerdo que el carpintero Larruy, para dejar constancia de su oficio en nuestro belén, nos regaló un san José carpinteando en un banco de patas de alambre, el Niño contemplando a su padre y la Virgen cosiendo. Con este regalo, las discusiones teológicas subieron de tono en el seno de nuestra reunión: «¡Cómo vamos a poner al Niño Jesús de pie al lado del banco si está recién nacido y, si san José está ya en el portal, cómo va a estar en el banco!». A cada regalo de esta serie, nueva desesperación. Nos regalaron, y además repetida, la Sagrada Familia pidiendo posada: san José tenía el ronzal de la burra en que montaba la Virgen y un desabrido posadero, saliendo por la ventana de una casa amarilla con jambas blancas, les negaba irritado el alojamiento. Vuelta a los mismos razonamientos: «¡Si están en el portal, cómo van a estar pidiendo posada!». 167 Índice


Como la cosa se ponía tan mal tomamos la decisión de camuflar estas figuras, arrancándoles las coronas y pintarrajeándolas, con lo que creíamos que los que habían sido hasta entonces santos podían pasar por caminantes o artesanos. Pero la treta no nos sirvió de nada, pues ante nuestra desesperación los visitantes, a pesar del camuflaje, siguieron diciendo: «¡Fíjate, san José, qué majo, carpinteando con el Niño! ¡Malos allí en la posada! ¡Pobrecicos!». Con el tiempo llegamos a poner luz en el portal, simular hoguera para los pastores e iluminar las casas a base de pilas, que si bien no duraban mucho por lo menos no traían complicaciones domésticas para la red general. Hoy el «pregón» de Navidad en la mayor parte de los hogares lo dan los plomos fundidos por las veleidades electrotécnicas de los pequeños de la casa en la instalación del belén o el árbol. El musgo indispensable en todo nacimiento había que irlo a buscar a San Jorge, paseo que a la vuelta permitía en la vía del tren hacer acopio de cagafierros para simular rocas. El laurel y el boj constituían el arbolado y la harina suplía la nieve. El serrín teñido de verde con anilina, aparte de cubrir caminos y veredas, cubría las mangas de nuestros jerseys en indeleble mancha con la consiguiente regañina. Después de la guerra tuvo en Huesca el belén un gran auge. Aún todos recordamos los monumentales y bien cuidados de San Viator, de Santa Ana, de Salesianos y Santa Rosa, que eran un verdadero alarde de gusto. En esta época se montaban también en las parroquias. Con gracia y detalle aparecían cada año el de San Pedro y San Lorenzo. La Navidad salía a las calles con los colegiales de San Viator, que las recorrían vestidos de pastores, cantando al Niño y recogiendo donativas para la «Campaña de Navidad». En el aspecto culto, en el antiguo salón de sesiones de la Diputación Provincial o en el Olimpia, el maestro Lacasa ofrecía al frente de su nunca bien ponderado Orfeón Oscense su extraordinario concierto. Recuerdos de infancia y juventud, vivos en nuestra Navidad del recuerdo. Huesca, a 30 de diciembre de 1973. 168

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De las tomas de posesión en nuestro Ayuntamiento

No puedo negar que siempre me ha atraído el morboso placer de contemplar discusiones y malos modos, desde un margen de neutralidad al que nuestro refranero define exactísimamente como «ver los toros desde la barrera». Por eso, cuando se va acercando la toma de posesión de los nuevos concejales, he perdido no pocas horas repasando libros de actas y periódicos viejos, para tratar de hallar alguna posesión tumultuosa. Mi trabajo ha sido vano y, aun en las circunstancias más extremas, no he podido encontrar asomo de violencia. Parecíame que si en los comienzos del siglo XVI, por la posesión de la mitra de Huesca, don Felipe de Urriés había andado a arcabuzazo limpio por las calles de la ciudad e incluso levantando barricadas contra su oponente, don Alonso, patrocinado por el conde de Ribagorza, era muy raro que en el Ayuntamiento y por hacerse con el poder de la ciudad no hubiera ni siquiera un mal garrotazo a lo largo de la historia. Iba a decir que efectivamente así es, por desgracia, aun cuando el término no suene en su verdadera acepción, pues en realidad lo deseable por encima de lo anecdótico y pintoresco es que la ciudad en su regimiento no haya sido víctima de banderías y caprichos familiares. Claro es que en estos siglos no había periódicos y las actas siempre son las actas; no podemos asegurar que tras los socorridos términos de «violenta discusión» o «animado debate», tan prodigados en ellas, se esconda algún bastonazo o algún término malsonante.

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Leía estos días en La Tierra, del 17 de agosto de 1935, en la reseña del Pleno municipal, que la mayoría radical había acusado a la minoría derechista de haber convertido las sesiones en un espectáculo cómico. Por curiosidad he mirado el acta de esta sesión y en la misma se dice que el concejal señor «X» criticó la actuación de la minoría y cada uno que piense lo que quiera... Cansado de buscar líos y no encontrarlos, he centrado mi interés en tres fechas que pudieran haber sido posesiones alborotadas, cuando menos, si no tumultuosas. He comenzado por ver qué pasó cuando en 1868 estalla la Revolución Septembrina o «Gloriosa», cargada de furia liberal y republicanismo sectario, y no pasa nada. En el libro de actas podemos leer: «El 19 de octubre, a las cuatro y cuarto de la tarde, se reunió el Ayuntamiento saliente bajo la presidencia del Alcalde Constitucional don Juan Benedet para dar posesión a los concejales nombrados por la Junta Revolucionaria de la provincia». En primer lugar se dio lectura a la comunicación de la Junta y en su virtud el alcalde-presidente se sirvió darles la competente posesión, previo el oportuno juramento, que prestaron en la forma prevenida por la mencionada Junta. Nada se dice de la fórmula empleada, que no debió de ser manca, llena de fraternidades, libertades, igualdades y demás términos al caso. Verificado el solemne acto, el alcalde saliente pronunció un discurso y el entrante, señor Sopena, otro en el que dio un voto de gracias en nombre de la provincia a la Corporación saliente por su cordura y prudencia. Posesión en verdad versallesca, máxime cuando en la calle no estaba precisamente el horno para bollos. Tan complicada o más podría haber sido la del 14 de abril, en que la ciudad estrena el primer Ayuntamiento de la Segunda República. Ante todo hemos de decir que, haciendo honor a la verdad, no hubo gran problema, pues las elecciones habían dado un claro triunfo a los republicanos y el Concejo por tanto era netamente de la situación, al contrario de otras capitales, en las que ganaron los monárquicos. Quizá por esto tampoco hubo violencia alguna y la sesión se desarrolló normalmente.

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Durante los cinco arios que dura la República, sólo en una ocasión volvió a haber elecciones, pero sí destituciones y nombramiento de Comisiones Gestoras o de concejales a dedo y los cambios de alcalde fueron mayores en número que los años que duró este régimen; en alguna ocasión tuvo que ser nombrado alcalde el propio presidente de la Diputación, don Juan Ferrer Gracia, el inolvidable Juanito, persona a la que la ciudad no ha rendido el homenaje que merece. Juanito fue carnicero, persona de inteligencia natural y culto republicano de toda la vida, nunca sectario. Se mantuvo por encima de extremismos y condujo con dignidad y respeto la Diputación y el Concejo, al extremo de que en el primer Ayuntamiento nombrado el 19 de julio por el Ejército figuró como concejal. Modelo de prudencia y de políticos, vivió de su trabajo y en más de una ocasión dejó la cuchilla sobre el mármol del mostrador de su carnicería para apresuradamente vestirse el chaqué e ir a esperar a un ministro. Fue durante años el amo de Huesca y su provincia y por ello no dejó de abrir todas las mañanas los cierres de su tienda y, como es natural, murió pobre. ¿Quieren ustedes más mérito? Muchas cosas se podían contar de estos Ayuntamientos de la República, dignos de estudio más detallado. Siguiendo mi itinerario en los libros de actas, llego a otra de las situaciones más tensas que registra nuestra historia contemporánea, que es la posesión del Ayuntamiento que nombra el general gobernador militar el 19 de julio. A su cabeza, como alcalde, don José María Vallés Foradada, el capitán Vallés, y son concejales personas muy representativas de todos los niveles de la ciudad. Muchas veces se ha analizado la composición de este Concejo de circunstancias e indudablemente se aprecia una inteligencia grande en la persona que lo formó, que bajo ningún concepto pudo ser el general De Benito Terraza, jefe y gobernador de la plaza en estado de guerra, pues es imposible conociera a las personas que lo formaron. Políticamente hablando, en él había de todas las tendencias, antiguos alcaldes y concejales tanto monárquicos como republicanos, artesanos y comerciantes nunca significados en política, etc. En fin, un conjunto de 171

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gentes honradas y que podíamos agrupar en ese tan característico grupo de «gentes de orden». Figuran en él los ex concejales Arizón, Lacasa, Soler, Francoy y Ramón Piedrafita; los ex alcaldes don Pedro Sopena, don Vicente Campo, don Juan Ferrer Gracia y don Vicente Susín Gabarre; artesanos como Estallo, Lafarga, Manuel Barrio, y hasta mi profesor de Matemáticas, don José Nieto, que no pudo tomar posesión por estar en el frente, como voluntario, en el que encontraría la muerte a los pocos días. Aquí no hay Ayuntamiento saliente, pues ha sido disuelto, y el gobernador civil en funciones, don Gervasio Sanz de Quintanilla, creo que teniente coronel, les da posesión en la sesión del día 28 de julio. El alcalde anterior, don Mariano Carderera, que se mantuvo en su puesto hasta el 19 de julio, al enterarse del nombramiento del nuevo alcalde y Ayuntamiento acudió a la Casa Consistorial acompañado del concejal don Manuel Sender e intentó hacer valer sus derechos legales y constitucionales, pero fue expulsado del edificio por la fuerza pública sin más explicaciones. No creo que en la posesión que hoy se da al nuevo Concejo haya el menor incidente, no hay motivo alguno para ello, se trata de un natural y establecido relevo y el acta reflejará palabras de gratitud y bienvenida. Es pena que no se haya escrito paralelo al Libro de Actas oficial un libro secreto que recogiera todas esas cosas que la tradición oral con toda clase de detalles nos recuerda como ocurridas en sesiones y que sin duda, si no hay quien las perpetúe, irán al olvido, como habrán ido muchas. Así podríamos hoy ver cómo un concejal de la mayoría republicana, cuando el alcalde preguntó quién se adhería a una propuesta, contestó muy firme: «Yo madero». O aquel otro de la minoría que, para quejarse del mal olor que producía el urinario instalado en la plaza de Zaragoza, en el período de ruegos y preguntas dijo taxativamente: «Ruego al señor alcalde tome medidas con el orinario de la plaza de Zaragoza, pues ole que apesta». Varios concejales se vieron sorprendidos por el ole e inquirieron: «¿Ole?». «Sí, señor, ole, ole y ole», aseguró enfadado el edil, y el 172

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pleno no tuvo más remedio que rematar la faena con un «¡Olé!» general que hizo sonar la campanilla del presidente. O también otro señor que en una votación, al ser rogado sí o no, respondió: «Yo endeciso». O el célebre «Coincidimos» habitualmente pronunciado por un señor concejal que aún se oye alguna vez como muletilla en las Oficinas del Ayuntamiento, unido invariablemente al apellido de quien lo pronunció. Los ruegos y preguntas siempre son los más propicios a esta clase de incidentes. No puedo pasar sin narrar uno muy célebre en que un concejal, molesto con el funcionamiento del servicio de fontanería, a postre de sesión requirió explicación por parte del alcalde de esta manera: «Señor alcalde, no hay derecho a lo que está pasando con el fontanero municipal, es una vergüenza. El otro día, sin ir más allá, en mi propia calle dio dos acometidas sin previo aviso». Excuso el decir el problema que se le planteó al alcalde al no saber si acordar prohibir al susodicho fontanero que acometiera o por lo menos para paliar los efectos de su acometida obligarle a avisar previamente con un «¡Áibaros, que voy!», para no pescar a nadie desprevenido, ni menos a un señor concejal. Leyendo actas se aprende mucho. Por ejemplo, he visto un caso de lealtad y buen hacer. Desde enero a diciembre de 1915 todas las sesiones se tienen que celebrar en segunda convocatoria por no haber suficiente número en la primera. Pues bien, en todas las actas de estas sesiones no celebradas figura como único asistente el señor Morlans. Buen ejemplo para los que restan y para los que entramos el de este abnegado señor Morlans, que si bien no sabemos de él ningún hecho extraordinario su interés y asiduidad lo ponen como ejemplo de concejales. Sugeriría que entre los nombres que figuran decorando el techo de nuestro salón de sesiones se incluyera el nombre y apellidos de tan cumplidor edil, para ejemplo de futuras generaciones. Mientras esto llega, me limito a recordar tan ejemplar comportamiento a los queridos compañeros que conmigo hoy tienen el honor de acceder al gobierno de la ciudad. Huesca, a 10 de noviembre de 1974. 173 Índice


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De la invasión de los bearneses y del bizarro obispo Cleriguech

No se puede decir que acabara bien el carnaval oscense de 1592. La alegría del domingo y mañana del lunes se vieron cortadas en seco al llegar a la ciudad, a primeras horas de la noche del lunes, la noticia de que los hugonotes franceses, cruzando el puerto de Sallent, habían ocupado las siete villas del valle de Tena, cercaban Biescas y se dirigían a tierras llanas con idea de tomar nuestra ciudad. «Gran estremecimiento se apoderó de las gentes al conocerse la noticia», dice un texto de la época y dice bien, pues si los hechos se miden por las reacciones que desencadenan en este caso la respuesta fue unánime y entusiasta. ¿Por qué los protestantes beameses quieren tomar Aragón? Para responder a este interrogante, tenemos que referirnos a acontecimientos inmediatamente anteriores que sin duda alguna son los determinantes. Reina en esta época Felipe II; se ha producido el escandaloso suceso del asesinato de Escobedo; Antonio Pérez, complicado en él, se halla preso en la corte, escapa de la prisión vestido con las ropas de su mujer y consigue llegar a Zaragoza, donde se coloca a fuero bajo la tutela del justicia de Aragón, don Juan Lanuza (padre). En virtud de los fueros vigentes en aquel tiempo, quien se acogía al Justiciazgo no podía ser preso ni juzgado por la justicia real. Hay una serie de forcejeos por parte de la corte para que Antonio Pérez sea entregado como hereje a la Inquisición, de donde puede extraerle el poder real, pero el pueblo de Zaragoza se opone y toma las armas. Felipe II envía a sus ejércitos a la frontera de Ágreda, donde su general Alonso de Bargas 175

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espera acontecimientos. Don Juan de Lanuza ha muerto y le sucede su hijo del mismo nombre, que hace valer sus derechos. Los ejércitos reales entran en Zaragoza y la cabeza del justicia Lanuza rueda en ejecución pública, pero Antonio Pérez ya hace unos días que ha huido a Francia y allí, cerca de la corte de Enrique IV, intriga y consigue armar una fuerza de españoles leales a su causa a los que con entusiasmo se unen los protestantes de la región, cuyo odio por el rey de España es bien claro. Ésta es la tropa que en febrero de 1592, a pesar de estar los puertos cenados por la nieve y los heleros, pasa los altos de Sallent, ocupa el valle y el portillo de Santa Elena, desde el que amenaza Biescas. A pesar de la hora tardía en que llega la noticia toda la población se concentra ante las casas de la ciudad, en ellas se da un continuo entrar y salir de gentes. El Concejo designa al capitán y alférez que han de mandar las tropas de Huesca y rápidamente se arman 39 hombres, que, magníficamente pertrechados, pueden salir a primeras horas de la madrugada del martes a encontrar al enemigo. A pesar de lo avanzado de la noche el obispo llega presurosamente al Ayuntamiento e interviene en las deliberaciones. No en vano es oscense de pura cepa, nacido en la parroquia de San Lorenzo, en casa contigua al fosal de esta iglesia. Don Martín Cleriguech y Cáncer, hijo de Guillem e Isabel, estudiante y luego catedrático de la Sertoriana, colegial de Valladolid y por fin vicario de Carmena, en la diócesis de Toledo, es designado por Felipe II para obispo de su pueblo a ruegos de la reina, que tuvo ocasión de conocerle y hospedarse en su casa de Carmena durante un viaje por esas tierras. La respuesta, como vemos, no puede ser más contundente: 300 arcabuceros perfectamente armados logra la ciudad en cuestión de horas. Pedro Espín va con ellos en calidad de abastecedor y comenta Aínsa que no sólo atendió a las fuerzas de la ciudad, sino que tuvo que subvenir a las de otros lugares que no habían traído preparativos y los atendió de tal manera que motivó el agradecimiento de estos lugares. Entre tanto don Martín, en Huesca, declara el estado de guerra y dispone rogativa y procesión con el Santo Cristo de los Milagros. Hombre 176

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muy práctico, además de esto y por si fallaba la protección divina, interpretando aquello de «A Dios rogando y con el mazo dando», decide movilizar a todos los religiosos y formar una compañía armada para defender la ciudad si ello hiciera falta. Monta en su caballo y acompañado de su secretario de cámara, doctor Sancho Raja, al que nombra su alférez, recorre iglesias y conventos haciendo reseña de cuantos van a empuñar las armas. Forma así, al decir de los historiadores de la época, el único ejército armado de curas y frailes que registra la historia. Dispuesta esta original tropa, permaneció a la espera de noticias, con el deseo de «poder ver al enemigo» y luchar hasta la muerte por «defender la tierra y la fe de Cristo». La relación de fray Marco de Guadalaxara y Xaviera, carmelita del convento de Huesca, que anduvo como sus compañeros estos días con una pica al hombro, da idea perfecta, por vivida, de esta clerical y pintoresca milicia. Dice así: «... tratando de esta materia, fue la primera compañía de eclesiásticos que con armas temporales se ha ordenado en España contra los herejes, en la cual hallándose aquí de conventual este autor, salió con la pica al hombro como los demás religiosos. Cuáles salieron con arcabuces, cuáles con mosquetes, cuáles con ballestas. Fue esta reseña muy de ver y lastimosa, aunque por otra parte quiso Dios se alegrase algo la gente afligida viendo las diferentes armas que llevaban y cuán mal se las apañaba alguno de los eclesiásticos en jugarlas y manejarlas, que al fin se entendían con ello "como clérigo en armas", pues algunos que las llevaban de fuego se quemaron al dispararlas, unos los hábitos y algunos de ellos las barbas y la cara». Como vemos, el carnaval de las máscaras que había fenecido con el estremecimiento del lunes vuelve a la calle el miércoles de Ceniza con esta desusada comparsa de curas y frailes armados. Por fin llegan noticias de la victoria. Las tropas de Huesca son las que colocan la bandera de la ciudad sobre la torre de San Pedro de Biescas. Por cierto que esta bandera, al volver la expedición, se entrega a la iglesia de San Lorenzo como ofrenda, sin que haya más noticia de ella, con lo que la creemos del todo perdida, no sin lamentarlo. Siguen en persecución de los invasores las tropas hasta la misma raya de Francia, uni177 Índice


dos a los hombres del rey que manda el general Antonio de Bargas y a las partidas de Jaca, Ayerbe, Almudévar, etcétera. Antonio Pérez escapa por puro milagro y una vez en Francia combate al rey con la pluma, inicia la «Leyenda negra» que tanto mal ha hecho a España. Sus compañeros, don Diego de Heredia, señor de Barboles, y don Francisco de Ayerbe, señor de Tauste, fueron presos y conducidos a Zaragoza, donde murieron ajusticiados. El capitán Palau, por su condición de francés, fue devuelto a su patria. Volvían a los pocos días el capitán y alférez de nuestra ciudad con sus soldados, sin haber muerto ni haber recibido herida ninguno de ellos, desfilando en olor de multitudes; según Aínsa muchos de ellos «traían sus sombreros guarnecidos con las orejas de los luteranos que habían muerto». En los libros de cuentas del municipio del año 1592 he podido ver los asientos correspondientes a los pagos de pólvora, estopa y plomo para los «alcabuces que fueron a Biescas» y más adelante la factura de un «cerraxero» que los repara y acondiciona a la vuelta. En cuanto al pobre don Martín, nuestro bizarro obispo, es de presumir que chocheaba, pues al año siguiente muere, si bien no nos ha sido posible saber si viejo o joven, pues ninguno de sus biógrafos, que se van copiando uno a otro, lo dice literalmente. Su flamante ejército, como apunta el padre Marco, no debió de servir sino para chirigota y burla de las gentes; ahora bien, si con esto consiguió levantar la moral al abatido pueblo, ya hizo algo y, además, «nadie juzgue que no vea», como no tuvieron ocasión de actuar no podemos saber lo que hubiera pasado, a lo mejor llegaban hasta París... Bien estuvo la cosa quedara así, pues en la vida de este virtuoso obispo contaron mucho los naufragios. Sus bulas de consagración episcopal se perdieron en las aguas de un río al que cayó el correo que las portaba. En otra ocasión dos procuradores que envió a Roma para instar en un pleito que sostenía contra el cabildo murieron al naufragar el barco en que viajaban. ¿Quién nos dice que si llega a poner en marcha su flamante ejército no se produce la hecatombe del paso del mar Rojo al intentar cruzar el Isuela en llegando a Nueno? Huesca, a 17 de febrero de 1974. 178

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De las mieses y las eras

Quince fajos tenía la fajina y treinta el tercenal, cuatro cargaba un abrío y hasta doscientos cincuenta una galera. Diez fajinas hacían pallada y tres hombres con buen temple y viento se las aventaban en una tarde. Si dura fue para nuestros labradores durante siglos la siega, no le anduvo a la zaga la trilla. Consustancial a la fisonomía de nuestros pueblos fue el barrio de las eras, un verdadero duplicado de la traza urbana en el que cada casa estaba representada por su era y pajar. El emplazamiento de este sector correspondía a la parte alta y más ventilada del lugar, pues el viento fue protagonista principal de la trilla y se cuidaba al hacer los pajares de que éstos no lo obstaculizaran. Para trillar la mies, había que llevarla previamente a las eras en operaciones tan trabajosas como «dar gavillas», es decir, cargar y transportarla en el carreo o acarreo. Desde el más rudimentario procedimiento a lomos del «todo terreno», a la sazón representado por nuestros sufridos burros, que trabajosamente cargaban cuatro o cinco fajos, hasta las descomunales galeras con bolsas y pugones, que podían cargar quince o dieciséis fajinas, pasando por los carros de cualquier tamaño, todo era útil en el empeño. Los agricultores modestos no empezaban a trillar hasta acabar el acarreo, pero las casas fuertes alternaban una y otra operación, robando horas al sueño y haciendo, de la noche, día.

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Bien entrada la noche cesaba el trajín de las eras y dos o tres horas antes de amanecer se salía con carros hacia el campo. Este breve intervalo y las siestas del mediodía eran todo el reposo que la faena permitía a nuestros labradores en tiempos en que las máquinas no habían irrumpido en la agricultura. Los caminos aparecían día y noche poblados de carros y galeras rebosantes de mies, arrastrados por sudorosas reatas, y por las sendas las caballerías envueltas en fajos de espigas simulaban fajinas ambulantes. En la tierra baja y en el Somontano se trillaba con trillos, los primitivos de pedernal, anchas plataformas de madera tachonadas de afiladas pedreñas en su dorso. Más tarde aparecieron los de ruedas y cuchillas giratorias, de mayor ligereza y rendimiento. Muchos años llevaron fama en toda España los que se fabricaban en Azanuy. Lo común era que fueran tirados por caballerías, pocos iban con bueyes, procedimiento que, además de ser más lento, necesitaba de especial atención para que sus excrementos no fueran a ensuciar la pallada, por lo que el conductor estaba en todo momento pendiente y al menor síntoma colocaba una sartén vieja bajo la cola del astado. Las eras enlosadas de la montaña estaban hechas para trillar las garbas simplemente pateándolas los bueyes y en las zonas más pobres de cereal se majaban las espigas, es decir, se sacudían a palos hasta que soltaban el último grano. Cuando la pallada aparecía suficientemente trillada se procedía a recogerla y amontonarla, operación muy vistosa que se realizaba con la plegadera o replegadera. Este rudimentario aparato se componía de un largo tablón con un timón vertical en su centro. El hábil replegador, los pies en el tablón, una mano en el timón y la otra sujetando las riendas, debía contrapesar el tiro de las caballerías inclinando su cuerpo a fin de que el tablón arrastrara delante de él la garba, sin perder el equilibrio. Lo que quedaba se retabillaba con los retabillos, rastrillos de madera sin púas, escobando después con fuertes escobas de sarmientos, y lo que estas tres operaciones podían dejar era ya patrimonio de gallinas y de las hormigas, muy afanosas en estos días en almacenar subsistencias. 180

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Una vez hecho el montón de garba, a esperar el viento y, cuando éste se dignaba soplar, a golpe de horca lanzarla al aire con la maestría suficiente para que la paja volase y el grano quedase a los pies del aventador. Cuando las eras estaban contiguas se entablaban endiablados pugilatos para ver quién acababa antes. Si la trilla se hacía con bueyes, nunca faltaba anticipo de las corridas de San Lorenzo. A mi difunto amigo José Bailo, mientras descabezaba una siesta en la pallada, le arreó doce «foricadas el güey furo de Salinas», menos mal que, «como teneba a camisa de cañimo, esbalizaban», además de la coincidencia de tener a mano un forcón, que le permitió sacudirle «en metá os cuernos y dejá-lo esturdido» mientras ganaba la copa de un árbol para pidir auxilio. Al final del siglo pasado aparecen las máquinas aventadoras, pero el poseerlas no era asequible a la mayoría de las economías. Hubieron de pasar unos arios para que se vulgarizaran y cubrieran toda una época aliviando grandemente el trabajo de nuestros labradores. Pocos años después llegaban las trilladoras accionadas por locomóviles de vapor. En Huesca, la primera que funcionó fue en la Granja. Toda mi niñez vi trillar en Siétamo a Bertolo de la Torre de Valmediana con un Fordson que costaba Dios y ayuda poner en marcha pero que cuando arrancaba no había quien lo parara, marchando horas y horas con el bloque al rojo vivo. Con los años, Bertolo modernizó su equipo comprando tractor y trilladora nuevos. El tractor Robusto y la trilladora Ángeles. ¿Robusto y Ángeles? Sabia combinación. ¡Qué mejor nombre para el motor de los mil engranajes de las trilladoras que el de Robusto!: energía, vigor, dinamismo y poder, que conjugaban con el femenino y delicado apelativo de la panzuda y laboriosa Ángeles. Fruto de esta sabia conjunción, el fecundo parto de chorros de dorado cereal. El autor de Romeo y Julieta pasó a la inmortalidad por aunar en su obra el amor fogoso de Romeo con la inocente candidez de Julieta; no menos gloria mereciera Bertolo de Valmediana al unir a Robusto y Ángeles en el idílico marco de mieses y trajín de eras. 181

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Después de la guerra, las trilladoras se electrificaron y hasta se agruparon en baterías y las eras empezaron a no ser eras. Los pajares que respetó la contienda los arruinó la cosechadora, como mató a las espigadoras y a los sabrosos pollos de era de nuestros «Sanlorenzos». Hoy las eras sólo existen en el Registro de la Propiedad y los pajares se han convertido en almacenes o granjas. Ya no es problema vital la posesión de un sitio fijo para la trilla; ya no vemos ni carros ni burros, ni siquiera remolques con mies, y los labradores otrora en estas fechas ajetreados consumen su ocio en los veladores del Universal, flamantes y descansados, pues su cosecha está en la cuenta corriente, que al decir de mi abuelo era el mejor granero. Aunque todo esto ha desaparecido para bien, uno no puede menos de añorar aquellas tardes de era, los paseos en trillo, los equilibrios de plegadera, el retabilleo, el rayar los dobles colmados de grano, el dar alguna tetada en la bota de los criados y, ¡por qué no!, al buen Bertolo de Valmediana y a sus honrados Ángeles y Robusto, que cualquiera sabe a dónde habrán ido a parar. Huesca, 22 de julio de 1973.

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Ir a Barbastro

Ir a Barbastro: una noche de andadura conduciendo reata de animales. Cuatro pesetas y seis horas de traqueteo en una diligencia o siete con sesenta pesetas, dos trasbordos y cinco horas de viaje si se hacía por ferrocarril. Éstas eran las opciones que hace sesenta y cinco años tenían cuantos acudían a las renombradas ferias de septiembre. A partir de 1909 el viaje ya puede hacerse en autobús, pues para entonces se implanta el servicio. Los primitivos ómnibus de la Hispano Altoaragonesa tenían una sola puerta en la parte trasera y dos asientos laterales corridos. El conductor iba totalmente a la intemperie sin ni siquiera un simple parabrisas. De aquí que el chauffeur francés que inauguró la línea, a pesar de su aparatoso traje de cuero, en llegando los rigores invernales se marchó a su tierra y no quiso saber más de la incipiente empresa. Don Manuel Serena Altemir, que durante años fue mayoral de la diligencia, pasó al puesto de cobrador y aunque la mayor parte de las veces tenía que hacer el recorrido en el estribo trasero siempre iba más resguardado que el infortunado francés. Yo, como es natural por razón de edad, no alcancé esos tiempos, los míos fueron los de Ford modelo T, que de no mediar contratiempo en dos horitas te dejaba cómodamente en la ciudad del Vero. La infernal carretera, con profundas rodadas y montones de piedra suelta, imponía moderación en el correr so pena de romperse uno la crisma o de pagar dos pesetas de multa al caminero o a la Guardia Civil. Los camineros por entonces mandaban más que el señor La Cierva, a la sazón titular de Gobernación, y como pasaban pocos coches hacían valer su autoridad encendiéndolos a multas. 183

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Era infracción muy corriente pasar dos vehículos al mismo tiempo por el puente colgante de Lascellas. Como se solía viajar en caravana, pues a decir verdad los automóviles entonces no eran de mucha confianza, la transgresión era casi segura. El puente se cimbreaba suspendido de los cables al par que las tablas de su suelo saltaban presionadas por las ruedas formando un estruendo infernal. La travesía en nuestra infancia solía durar un «Señor mío, Jesucristo» y al final, cuando poco menos que en gozosa resurrección empezabas a respirar, «¡Los civiles!», y las dos pesetas con la consiguiente discusión y mal humor. Serenados los ánimos, al poco aparecía el pueblo de Lascellas, famoso por su relojero. A los niños eso de hacer relojes se nos antojaba cosa de magia y, sin conocerlo, admirábamos al ingenioso artífice. Más tarde el Pueyo. Mi madre nos enseñó a rezar la salve al avistarlo, costumbre que aún conservo. A la vuelta, entre dos luces era el célebre faro, luz del Somontano, quien nos daba el aviso para hacerlo. Pasado ya el Pueyo el Ford enfilaba gozoso la cuesta abajo y aparecía radiante la meta de nuestro viaje. De niños nos seducía Barbastro, lo encontrábamos cien veces mejor que Huesca. Nos entusiasmaba el paseo central del Coso, con sus veladores a la sombra; nos dejaba con la boca abierta el hotel San Ramón y su terraza llena de macetas, no había aquí otro tan bonito; envidiábamos la plaza de toros, pues entonces Huesca no la tenía, y también las gorras de marinero que llevaban los chicos de los Escolapios. El colmo de nuestra admiración era un santo con gafas que había en la catedral. Por entonces a los niños se nos educaba para ser santos y al no ver jamás un santo con gafas nosotros, que las usábamos, veíamos muy mermadas nuestras posibilidades de subir a los altares. No supe nunca el nombre de este bienaventurado varón que dio al mundo entero fe de que hasta con gafas se puede alcanzar la santidad, desafiando así a toda la corte celestial, que o disimularon su defecto o gozaron de excelente vista, restando posibilidades al sufrido gremio de los miopes. Era visita obligada de mi padre ir a los Escolapios y allí saludar a su antiguo profesor, el padre Manolé, y tras este protocolo venía la comida. 184

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¡ Qué buenos recuerdos conservo de las comidas del San Ramón! O de las de la fonda del Jardín, con su original comedor al aire libre. Después de la comida el café en los veladores del Coso; bueno, el café sólo para los mayores, pues entonces era del peor gusto que lo tomasen los niños, y a continuación a la plaza. En carteles que he visto, en el capítulo de advertencias figura una diciendo que los niños de pecho no pagan entrada. Un acierto de la empresa, pues al decir de los castizos la afición hay que mamarla y, gozando de esta exención, mamando iniciarían su afición no pocos de los que hoy forman la solera taurina de Barbastro. En los tiempos de que hablo, no sé si continuaría vigente este beneficio; de una u otra forma yo ya no lo pude usar pues ya llevaba algunos años, no muchos, desvezado y lo probable es que entrase con media entrada o sin ella mezclado con los mayores. En una de estas corridas de mi niñez, puso Márquez tres pares de banderillas contra la barrera y por el mismo lado. La suerte no se me quedó grabada, lo que sí se me quedó fue oír a mi padre que eso era imposible y que jamás se volvería a ver. He tenido curiosidad, he preguntado a buenos aficionados y siguen juzgándolo imposible. Otra vez en el hotel, mi padre saludó a Villalta, nosotros lo contemplábamos atónitos y desde aquel momento, haciendo alarde de la amistad, nos consideramos incondicionales del diestro. No debió de hacerlo muy bien Nicanor a pesar de nuestro entusiasmo, pues el público no paró de abroncarlo durante toda su actuación. Nosotros en nuestro fuero interno intentábamos justificar al reciente amigo echando la culpa al toro, al público, a la plaza, a los picadores o a quien fuera; nos había parecido una cosa tan grande conocer a un torero que bajo ningún concepto queríamos perder este privilegio. Muerto ya el toro, Villalta salió a los medios. Con los pies juntos, la cabeza erguida y el engaño plegado bajo su brazo izquierdo, aguantó no sé si impasible o insolente la bronca del respetable. De pronto y sin que a nuestro entender infantil mediase mayor motivo llevó el diestro la mano

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derecha al sitio exacto en que de haber sido calzón su taleguilla hubiera llevado la bragueta y, asiendo sus «atributos», saludó repetidamente al público. La bronca se convirtió en tempestad de almohadillas, ladrillos, botellas y cuanto elemento arrojadizo había en la plaza. Desde el balconcillo de toriles salió disparada una silla que vino a estrellarse a pocos pasos del espada. A decir verdad yo no me explicaba todo esto, tardé arios en comprender el alcance del grosero gesto de Nicanor y muchos más en saber quién tiró la silla. Ambas cosas, la última tan sólo hace unos días, me ha aclarado el tiempo lo que éste nunca me puede aclarar es cómo Villalta salió aquel día con vida de la plaza. A la salida de los toros en el Coso, revuelo, corrillos y palabras malsonantes; eran Campetes y Luisito Broto en su consuetudinaria labor de medir el Coso con un pañuelo, costumbre que como un ritual cumplieron hasta su muerte jugándose el físico en más de una ocasión. Estos dos «huesquetas», cansados de oír a los zaragozanos preguntar por los tranvías de Huesca, se sacaban la espina trasladando la burla a Barbastro. Supongo, pues de fijo no lo sé, que los barbastrinos a su vez lo harían a otra población vecina para con ello confirmar el viejo refrán de que la burla va por barrios. Quince años más se encargaron de que el hotel San Ramón ya no me pareciera un palacio, de que no indagara sobre la fonda del Jardín y de que las hijas del alcalde Puig me causaran más admiración que las azules gorras de los Escolapios. Excuso el decir que el santo de las gafas lo habían quemado los «rojos» y que, si bien lo sentí, no llegó mi sentimiento a la desesperación pues ya había renunciado a la santidad y me conformaba con ir al cielo simplemente como cualquier cristiano. En los toros aún ocurrían cosas pintorescas, como aquel año en que le cerraron la puerta al alguacilillo cuando a todo galope se dirigía a ella, estrellándose contra la barrera creyendo todos se había matado, creencia que duró segundos pues al instante se levantó enfurecido y la emprendió a bofetadas con los atolondrados servidores del callejón.

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A la salida, como siempre, Campetes y Broto, un poco más ajadicos, pues los años no pasaban en balde, seguían su paciente labor topográfica. Ahora el viaje tan aparatoso de nuestra infancia no da lugar ni a fumarse del todo un puro. El padre Manolé debe de llevar cuarenta años enterrado; Campetes y Luisito Broto, si vivieran, ya no podrían medir el Coso pues el tráfico se lo impediría, aparte de que como en Zaragoza casi no quedan tranvías ya ningún zaragozano pregunta por ellos en Huesca. En los toros pasa como en todas las partes, si salen bien como si salen mal, pero el ir a Barbastro aún conserva su encanto, al menos para mí, y de vez en cuando voy a recordar, a estrechar la mano a buenos amigos y, por qué callarlo, a comer al San Ramón. Huesca, a 9 de septiembre de 1973.

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Inconvenientes de la fama

En las pasadas fiestas de Tarazona, una sala de juventud anunció a bombo y platillo la actuación del gran cantante Mike Kennedy. Hoy, gracias a las revistas ilustradas, cualquier ciudadano puede saber qué es lo que toma para desayunar el astro o estrella de su preferencia, cómo es su casa, su automóvil e incluso el estado de su hígado. Todo ello sin pasar a mayores y meternos en su vida sentimental, en cuyo caso los mínimos y recónditos detalles saltan a la pública consideración, algunas veces hasta con fotografías de alcoba como las que motivaron, no ha mucho, sonada suspensión y pleito subsiguiente. Por todo esto, más de un joven turiasonense sabía que el tal Mike se hallaba internado en una clínica en Barcelona, por lo menos para dos o tres meses, y había serias dudas de que por este motivo pudiera actuar el ídolo a pesar de estar repetidamente anunciado. No compareció el artista en la función de la tarde, lo que parece dio más fuerza a los que estaban seguros de que no actuaría. Por fin, en la de noche, saltó al escenario, si bien, sin que se sepa el motivo, lo hizo con unas oscuras gafas, bigote postizo, peluca y un maquillaje que lo hacía totalmente irreconocible. Uno de los enterados lanzó el grito delator: «¡Ése no es Mike Kennedy!». La sala ardió en indignación, comenzaron las protestas, la gente intentó subir al escenario a desenmascarar al pretendido impostor. Tuvo que intervenir la fuerza pública, carreras, gritos y confusión que muy bien pudo desembocar en tragedia. Al fin el representante del cantor consiguió hacerse oír y prometió que su representado se identificaría ante quien lo desease, exhibiendo su documentación. 189

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Dice la crónica que a partir de este momento ya todo fue innecesario, pues el artista, desproveyéndose de aditamentos y recobrado su aspecto real, cantó «como sólo él lo sabe hacer», de modo que no quedó a nadie duda de su verdadera identidad. No obstante, al acabar la función, sigue la crónica, ante socios y señoras, representantes de la juventud y fuerzas vivas, en la oficinas del club mostró su pasaporte, en el que como es natural no figuraba su nombre artístico porque entre otras cosas los alias no pueden usarse como nombre para este documento. Pero, en fin, la fotografía coincidía y el pasaporte era alemán, aparte de que las fans, remedando el célebre coro de la corte de Faraón, prorrumpieron en aclamaciones: «¡Es él!, ¡es él! ¡No hay duda de que es él!». No pasó la cosa a mayores y terminó la fiesta en paz, cosa que nos alegra por nuestros queridos paisanos. Cuando leía este suceso, pensaba en otro muy similar ocurrido ya hace años en nuestra provincia, del que fue promotor un buen amigo mío. Ha sido toda su vida mi amigo comisionista de ganados y no pudo resistir la tentación de convertirse en empresario taurino. Eran los años veinte, en que todo abundaba, por abundar abundaban hasta los novillos de «media casta», al extremo de que de vez en cuando los ganaderos los tenían que vender para sacrificio. Mi amigo vio que era una pena que estos novillos tuviesen que ir del vagón al matadero sin cumplir el fin para el que habían sido criados con tanto esmero y, ni corto ni perezoso, organizó algunas «nocturnas» en cierta plaza de toros de nuestra provincia. Para completar el programa añadía un número circense o proyectaba una película. Por entonces triunfaba en los tablados de España La Chelito, feliz intérprete de La pulga, precioso cuplé que se prestaba a todo. Su argumento versaba sobre una indiscreta pulga que se había alojado en la magnífica y opulenta anatomía de nuestra cantante, cuya misión desde este momento no sólo era narrar en su canto las impertinencias del parásito, sino, al mismo tiempo, tratar de hallarlo entre sus ropas. Excusado está el decir que La pulga podía tener desde la versión más inocente, apta para todos los públicos si la bella se limitaba a buscar el insecto en el doble de sus man190

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gas o por los pliegues de su falda, o las más escabrosas para el público más exigente, si la nunca bien ponderada pulga había ido a parar a las ballenas de su corsé, exigiendo como es natural que la artista para su captura se viera obligada a levantar las faldas y enseñar todo lo enseñable. Quiso el azar que nuestro novel empresario en sus andanzas ganaderas por la Ciudad Condal viera en un cafetín a una desenfadada moza que, actuando bajo el nombre de La Chelito Segunda, bailaba La pulga como lo pudiera hacer la auténtica. No dudó un momento y entró en negociaciones para que actuase en sus «nocturnas». En el ánimo de no tener líos al anunciarla honestamente incluyó el «Segunda debajo del nombre, en letra más o menos visible. No pudo aquí La Chelito Segunda hacer como el artista que antes decíamos, pues en aquella época los y las artistas salían a escena tal como eran; lo más que se admitía era algún relleno para aumentar las curvas, ya de por sí generosas, de aquellas opulentas cupletistas, pues entonces las mujeres para lucir debían ser entradas en kilos. El físico de la chica, al decir de mi amigo, muy entendido en mujeres, por cierto, era muy agraciado y en líneas generales correspondía al de la auténtica y todo hubiese ido bien si no hubiera surgido un grupo de «desbocarrados» que, a voz en grito, recibieron a la debutante diciendo que no era La Chelito sino que se trataba de un zorrón del Paralelo. No bastó la aclaración que intentó hacer la empresa de que era la Segunda y que así se había anunciado, ni bastó que la chica cantase La pulga con cierta afinación y gran procacidad de ademanes. Cuando el público está de «no» ya se puede hacer lo que se quiera y los que, de no haber mediado este incidente, hubiesen rugido lascivos al ver cómo enseñaba el tobillo gritaban «¡Fuera!, ¡fuera!», indignados a pesar de que la niña enseñaba hasta la partida de bautismo. Mi amigo, hombre muy práctico, viendo el cariz que tomaba el asunto optó por imitar a Napoleón en aquello de que una retirada a tiempo vale más que cien victorias y agarrando la pingüe recaudación salió a toda prisa a un descampado que hay encima de la plaza y allí plácidamente, debajo de una carrasca al sano y agradable relente del Somontano, partió 191

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ganancias con sus socios. A lo lejos, en la plaza, la gente bramaba enfurecida «¡Fuera!, ¡fuera!» y La Chelito Segunda, ubérrima moza, lloraba abrazada a su mamá de ocasión mientras salía custodiada por la Benemérita, para evitar ser destrozada por el iracundo público. No le valió, como a Mike, la posterior identificación, ni salieron en su defensa sus fans, en primer lugar porque en aquella época aún no se habían inventado y en segundo lugar porque la pobre Chelito Segunda cobraba por su trabajo quince duros y viajes y los alborotados espectadores habían pagado una peseta por ver los toros y a ella. Si hubiese cobrado como los y las de ahora, seguro que no se arma tanta bronca. Y es que, señores, la gloria tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Hay quien, como el inolvidable Rafael Dutrús, Llapisera, promotor del toreo bufo a base de ingenio y humildad, consiguió en una especie de don de ubicuidad torear el mismo día y hora en dos plazas, separadas por más de cuatrocientos kilómetros, sin que nadie dijera la menor palabra. Y aún es más: a pesar de estar bien muerto y enterrado, como el Cid Campeador, sigue ganando batallas. Este ario, sin ir más lejos y rigiéndonos por los carteles, actuó en nuestra plaza de toros. Claro, todo ello si no surge un detractor, como aconteció con un paisano de nuestra provincia, hombre aventurero, que entre las muchas profesiones que ejerció en su azarosa vida y, acuciado por el hambre, se vio obligado a ganarse la vida en el Madrid de los años veinte diciendo misa en la aristocrática iglesia de San José. La dignidad y devoción que ponía en su cometido y la fama de sus virtudes entre la gente bien de la Corte hicieron que se iniciasen gestiones para colocarlo nada menos que de preceptor de un príncipe. Aquí no fueron los entendidos de Tarazona ni los esbocarrados de nuestro Somontano los que dieron el grito de alarma, fue sencillamente una marquesa tan ferviente admiradora de nuestro falso sacerdote que, queriendo inquirir sobre su ejemplar vida, se topó con la triste realidad de un falsario. Si nuestro infortunado paisano hubiese cometido su menester más zafiamente, seguro que hubiese seguido diciendo sus «misitas de a duro» toda la vida. Pero lo hacía tan bien... 192

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Y es que, como decĂ­amos antes, la fama tiene sus ventajas, pero tambiĂŠn sus inconvenientes. Huesca, a 23 de septiembre de 1973.

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De la desaparecida iglesia de Montserrat

Entre las muchas iglesias que la ciudad tuvo y de las que no queda ni vestigio, está la de Nuestra Señora de Montserrat. Se hallaba ésta en la calle del Padre Huesca, por entonces calle de Población. En la numeración actual ocupa su lugar la casa marcada con el número 26 y en los textos de la época se la sitúa en la tercera casa de la calle. Tiene esto explicación, pues la primitiva calle de Población arrancaba de la hoy plaza de Alfonso el Batallador, no tenía salida al Coso. El nombre de Población se debe a que don Jaime I concedió unos jardines reales situados fuera de la muralla y dentro del muro de tierra para que diez vecinos de Huesca pudieran edificar allí sus viviendas pagando un censo anual. Hasta 1878 esta calle no comunica con el Coso. En ese año se inician las obras de apertura con sus correspondientes expropiaciones y nueva alineación, que motivan expediente obrante en el Archivo Municipal. A simple vista se puede observar que la entrada de la calle tiene aire moderno y su alineación es correcta en contraste con la parte baja, que conserva el aire y trazado que le dieron los pobladores a lo largo de los arios. No debemos interpretar la denominación de hospital de Montserrat, como suele aparecer en textos antiguos, en el sentido actual de establecimiento sanitario, sino más bien en el que se le daba en la época de hostería u hospedería. Vestigios de esta acepción restan en nuestra provincia en el célebre hospital de Benasque, mesón de frontera que nunca albergó enfermos, o el hospitalé en el Saso de Arascués, hospedería de arrieros en la ruta del valle de Tena.

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En 1627 el abad y monjes de Montserrat compraron a don Pedro Luis de Santafé, vecino de Huesca, unas casas y sobre ellas levantaron la citada iglesia y residencia aneja. La pequeña comunidad que habitó la casa en tanto estuvo abierta siempre contó por lo menos con un monje sacerdote. Es difícil fijar los motivos que los Benedictinos catalanes tuvieron para fundar casa en Huesca. No hay constancia de que fueran llamados por nadie. Unos años antes los Cistercienses, que pensaban fundar colegio en Zaragoza, son atraídos a Huesca con dádivas y subvenciones municipales y fundan San Bernardo, pero en este caso los frailes de Montserrat pagan religiosamente los 1.300 escudos que vale el solar de su propio peculio. No podemos pensar tampoco que pusieran casa en Huesca con idea de buscar vocaciones para su convento, pues en esa época lo que sobraban eran frailes. Tampoco vemos que este monasterio tuviera posesiones importantes en la ciudad o comarca que exigieran la presencia de administrador. El motivo que algunos dan de que la residencia sirviera para albergar monjes estudiantes en la Sertoriana no acaba de convencer, pues las Universidades catalanas eran en la época tan importantes o más que las de Huesca y pensar fuera establecida de acuerdo con los demás monasterios benedictinos de la región como San Juan de la Peña, San Victorian, Alaón, etcétera, no es correcto, pues cualquier monasterio de los citados tenía más prerrogativas en la ciudad y no hubiese consentido ceder la titularidad. En defensa de esta tesis vemos por esta época a fray Domingo de la Ripa, monje de San Juan de la Peña, como colegial de San Vicente. Con todos estos datos creemos se puede afirmar que la presencia de los Benedictinos de Montserrat en Huesca se debe únicamente a una proyección en tierras de Aragón de la devoción a la Virgen Morena y, en este sentido, a pesar de lo corto de su presencia, que alcanza tan sólo unos 125 arios, y lo lánguido de su existir, pues cuando la venden lo hacen por 600 escudos menos de los que les había costado el solar, consiguen su propósito, pues la ciudad y especialmente el barrio en que estuvieron aún venera con fervor a la Virgen de esta advocación. 197

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Muy poco hay escrito sobre esta casa. Aínsa, por ser anterior a ella, no la pudo reseñar. En la biografía de don Juan de Móriz y Salazar, obispo de Huesca en la época de la fundación, nada se dice de ella a pesar de que se habla de la de San Bernardo y Las Miguelas. Sólo el padre Ramón de Huesca en el Teatro histórico de las iglesias de Aragón le dedica diecinueve lineas. De tan parca referencia desprendemos que nunca tuvo gran auge en la ciudad esta casa, que viene a desaparecer sobre 1750, según se desprende del texto. El padre Huesca olvida en un lapsus mencionar el año, citando la fecha del 4 de octubre como el día en que fray Joaquín de Jasuso, último monje con permiso de abad y monasterio, vende ante el notario Novallas a don José Castejón, en 700 escudos, iglesia y casa. Fue don José Castejón afamado maestro dorador con taller en la ciudad; de su mano son los dorados de algunos retablos de San Pedro el Viejo. Persona de posición y muy religioso, a pesar de ocupar la vivienda respetó el culto en la iglesia. La única hija del maestro Castejón casó con don Benito Piedrafita, infanzón de Acumuer, quien puso sobre la puerta de entrada a la casa su escudo de armas, por lo que se conoció muchos años la casa como Casa de los Piedrafita. En los planos de Huesca de final de siglo pasado aún se ven bien marcadas iglesia y casa y de ellos desprendemos que la primera debió de tener unos seis metros de ancha por más de diez de larga; la segunda ocuparía superficie parecida más la del ala, que se prolongaba en la parte posterior sobre el arco que hasta fin de siglo persistió en la calle de Roldán, entonces callejón del Saco. Al desaparecer la familia Piedrafita pasó la casa a la familia llamada de Cuello Torcido y más tarde a la de Arizón, que creo son los que ahora aún la poseen. El culto se mantuvo en ella hasta bien entrado nuestro siglo. Don Ricardo del Arco, en 1922, dice se halla convertida en almacén y pocos años más tarde se derriba su fachada y aprovechando paredes se configura la actual casa de vecindad.

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Hasta que se cerró se dijo misa en ella todos los días de precepto y en la fiesta de la patrona la celebración se hacía a capilla y orquesta. Sin más valor artístico que su arquitectura típica aragonesa, con alero y logia peculiares, no dejaba de ser edificio que hubiera merecido la pena conservar. La puerta de acceso a la capilla estaba ornada en piedra y sobre ella tenía una hornacina con la imagen de la Virgen; a ambos lados, dos ventanas ovales para dar luz al pequeño coro que sobre la puerta se alzaba. Nunca tuvo torre y últimamente ni siquiera espadaña. El interior era de una sola nave, si bien parece ser tenía arquería lateral, pues se hallan aún restos de ella incluidos en los muros de la obra actual. Un humilde retablo con lienzo de la Virgen de la advocación y dos imágenes de san Joaquín y santa Ana en los laterales era cuanto quedaba. El cuadro fue llevado a Santa Clara, en cuyo templo estuvo colgado hasta hace no muchos arios. Las imágenes de san Joaquín y santa Ana fueron llevadas a la Casa Amparo, lo que motivó chirigotas en la ciudad, pues la gente decía que resultaba acertada la medida: «¡Los viejos al Amparo!». Como decíamos, la edificación carecía de campanil y para avisar a misa salía a la puerta el sacristán agitando una campanilla. Esta campanilla es la que se usa en San Lorenzo para avisar de la Comunión. Al proceder al derribo don Ramón Acín, artista y estudioso, compró las piedras de la puerta, de las que se ignora su paradero actual, y el escudo de los Piedrafita lo retiró don Francisco de Lasala para colocarlo en la casa nueva que construyó ocupando parte del solar. Puede verse perfectamente conservado este escudo en el chaflán del edificio que mira a la calle de Roldán. No hay noticia de obras de valor que pudo albergar este edificio y es lógico pensar que si algo tuvo se lo llevarían los frailes al abandonarlo. Restan de la casa e iglesia de Montserrat, además del cuadro, las dos imágenes y la campanilla, la entrañable devoción de las gentes de este sector de Huesca hacia la Virgen catalana que lo bendijo con su presencia durante años y la titularidad del barrio, que el tiempo no ha conseguido borrar.

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Año tras año se vienen celebrando las fiestas patronales el día de su festividad y el entusiasmo por éstas no decae, resultan siempre de las más animadas del calendario festivo ciudadano. Desde que se cerró la iglesuela los cultos se celebran en Santa Clara. El antiguo cuadro fue sustituido por moderna imagen sufragada por los vecinos en el año en que don Gerardo Mompradé presidió la Comisión de festejos y aún puede ser que ande por Santa Clara el viejo farol que durante muchos arios alumbró la célebre ronda. Para explicar por qué este sector tan castizo de la ciudad se llama barrio de Montserrat he traído a colación este pequeño enclave místico de Cataluña en Huesca. Huesca, a 21 de octubre de 1973.

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De los desaparecidos convento e iglesia de San Juan de Jerusalén

De los muchos monumentos históricos que desaparecieron en nuestra ciudad durante el pasado siglo como consecuencia de la desamortización es sin duda la iglesia de San Juan de Jerusalén el más llorado. Es posible sea así, pues de este templo, a diferencia de los más, nos ha llegado su imagen en dibujos de la época que nos dan idea de su belleza, pureza de estilo y por supuesto también del disparate que supone demoler una joya del siglo XIII para hacer con sus piedras una plaza de toros, hecho que pasados más de cien años aún resulta insólito y sonrojante. La presencia de la orden militar y hospitalaria de San Juan de Jerusalén en Huesca es anterior a 1118, pues en este ario el gran maestre de la orden, fray Raimundo de Podio, recibe en ella a los fieles del reino de Aragón, que tanto la han favorecido con bienes y donaciones. En 1141 figura el convento de Huesca junto con los de Zaragoza, Calatayud, Daroca y Barbastro en la lista de las propiedades que se reserva la orden al devolver a Ramón Berenguer la tercera parte del reino de Aragón que había correspondido a los Sanjuanistas en el testamento de Alfonso I. Descabalado testamento este del Batallador, que, careciendo de sucesión, reparte al morir su reino entre las tres órdenes militares a partes iguales, deseo que no se llega a cumplir pues los aragoneses, haciendo caso omiso, proclaman rey a don Ramiro II. En el año 1176, según vemos en el padre Huesca, la casa de la orden en Huesca ya tenía título de encomienda.

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En 1311 el papa Clemente V disuelve la orden del Temple y sus bienes son adjudicados a la de San Juan. Entra entonces la encomienda de Huesca en propiedad del castillo, templo y bienes que los templarios poseían en la ciudad y subsisten las dos casas con administración independiente. Por esto en 1560 hemos visto que en una capitulación de la orden de San Juan con los vecinos de Novillas firma por nuestra ciudad fray Arnaldos de Sangüesa, sanjuanista comendador del Temple de Huesca. Conserva la casa de San Juan importancia que llega hasta el siglo XVI, en que empieza a decaer; disminuye el número de caballeros profesos, monjes y legos, limitado ya a la presencia de comendadores o administradores de los bienes, que siguen cuantiosos hasta la desamortización. El siglo XV fue de esplendor para esta casa, como lo prueba que don Juan II se aloja en ella cuando visita nuestra ciudad, en lugar de hacerlo en el palacio real. En ella y en mayo de 1141 otorga un privilegio sobre ferias y mercados al Concejo de Huesca. En este mismo año, el viernes después de la fiesta del Corpus, un suceso sangriento conmovió a la ciudad. Por esta época los Urriés y los Gurreas, familias muy poderosas y rivales, andaban en pendencia. Federico de Urriés, con otros caballeros y tropel de gente armada, acude a la puerta de la casa de San Juan, donde están refugiados los Gurreas y su gente, y los desafían a gritos, incitándoles a que salgan a pelear. Los Gurreas, prudentes, no salen y cuando se cansan de increparlos se marchan gritando por la ciudad «¡Los hemos encadado!». Al llegar a la plaza de la Catedral chocan con don Ramón de Sijena, al que acompañan un grupo de escuderos de los Gurreas. De la lid resulta uno de ellos gravemente herido a la puerta de la seo, el mismo don Ramón de Sijena recibe un lanzazo en la cabeza y, de no mediar don Sancho de Latrás, ambos hubiesen sido rematados. De este suceso se desprende que la casa de Sanjuanistas estaba bien vigente en la época. Hacia 1779, en que personalmente la conoce el padre Huesca, no existe comunidad y ni siquiera da el nombre de comendador, cosa que hace con los priores de los conventos que él conoció.

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Iglesia de San Juan de Jerusalén.

En 1846 la ley desamortizadora suprime las encomiendas y vende sus bienes. Pasa el convento a propiedad del Concejo y la iglesia la adquiere don Andrés Campaña, que el 8 de abril de 1849 recibe licencia para construir una plaza de toros. El ex convento se usa como cuartel y es propiedad del municipio hasta 1919, en que lo cede al Ministerio de la Guerra para que en su solar levante el actual cuartel de San Juan. 203

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El conjunto del monasterio, dependencias e iglesia, ocupaba una gran superficie entre el palacio real (hoy museo) y la muralla, terrenos hoy ocupados por el asilo de San José, comienzo de la calle de Pedro IV, grupo Madre Pilar y actual cuartel. Por esta razón aún se conoce por el nombre de Sanjuanistas el tramo de la calle de Costa frontero a la huerta y convento de las Miguelas. El convento, que ocupaba la parte que ahora es cuartel, sufrió una reforma en 1880, cuyo proyecto está en el Archivo Municipal, al objeto de alojar a los soldados en mejores condiciones. Por la memoria que incluye no hemos podido obtener detalles que pudieran orientarnos y el plano, que hubiese sido muy interesante, «fue entregado al capitán Repollés», según dice una anotación marginal a lápiz en el citado expediente. Aún hay quien recuerda el viejo portalón y tapia que resguardaban las edificaciones más o menos reformadas, que como decimos fueron totalmente demolidas en 1919. De estas obras de demolición sólo se salvó el arranque de un torreón que ha sido aprovechado para colocar encima de él un depósito de agua y un bonito y esbelto arbotante que une éste con el edificio del museo, rincón de singular belleza que ha de quedar al descubierto cuando se derribe, como parece se pretende, este cuartel. No he visto las bodegas abovedadas ni un sarcófago usado como abrevadero que algunos autores citan. En este cuartel, cuando tomó posesión el Ayuntamiento, acordó colocar el escudo de la ciudad. Como quiera que el escudo que ostentaba era el antiguo de las murallas y torres, se originó una fuerte polémica entre don Ricardo del Arco por un lado y mosén García Ciprés y mosén Navas por el otro, que tomó tal violencia que hasta San Juan del Triso publicó unos versos sobre ella. Esta polémica puede ser motivo de glosa aparte. Por último hablaremos de la iglesia o, mejor dicho, de las iglesias, pues en la parte septentrional de la que llegó al siglo pasado y prácticamente adosada a sus muros hubo una anterior. Aínsa dice haberla conocido en mal estado, pero aún íntegra; el padre Huesca no ve sino las ruinas, convertidas en cuadras y almacenes.

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La iglesia primitiva debió de ser construida por la orden al llegar a la ciudad, si bien resulta extraño que casi sin dejar pasar cien años se construyese la segunda. Sangorrín —y creo es pura conjetura— dice que la orden se estableció en Huesca en una pequeña iglesia y que pasado poco tiempo tomó tal importancia que hubieron de hacer templo más capaz, dejando la primera para enterramientos. Si bien no parece muy probado existiera esta iglesia cuando llegó la orden, el que al construir la segunda se emplease para panteón aparece probado, pues Aínsa da noticia de dos lápidas correspondientes a los arios 1207 y 1233, en que ya existía la iglesia nueva. Así mismo, Aínsa dice al hablar de ella que en la «cabecera» tenía un altar rodeado de dieciocho sepulcros, dos o tres de ellos marcados con una campana «sin lengua» y otro con las armas de los Ordás. Asegura Aínsa que en estos sepulcros están los quince nobles decapitados en la sangrienta jornada de la Campana de Huesca, incluyendo al obispo Ordás, cuya cabeza por fama fue el badajo. De esta narración han hecho leña cuantos, para afirmar o negar la existencia de tal campana, han publicado trabajos. Todos han partido del hallazgo de Aínsa, Blancas, Dormer y más prudentemente del padre Huesca para defenderla; del infatigable y quizá demasiado apasionado canónigo jacetano Sangorrín para negarla rotundamente. Sobre esta polémica publicó no hace mucho un magnífico estudio mi pariente Enrique Vallés de las Cuevas, cuya lectura resulta muy interesante. Soler y Arqués, contemporáneo de la demolición, dice que muchos oscenses pudieron ver, cuando trabajaban los albañiles, que de los sepulcros salían cadáveres decapitados. Pienso que un acontecimiento tal no hubiera pasado desapercibido a la Comisión Provincial de Monumentos, que por entonces ya estaba constituida. Al no haber noticia oficial de este hallazgo, tendremos que dejarlo en pura fantasía. El que quiera seguir con todo rigor histórico el debatido asunto de la campana de Huesca que lea el trabajo de don Federico de Balaguer, que científicamente y con todo rigor deja el asunto aclarado y, además, «a favor...».

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La iglesia segunda, que es la que subsiste vigente y con el culto a lo largo de los siglos y llega íntegra al día de su demolición al decir de Madoz, que la visita en 1848, «Es pequeña, con paredes de piedra de extraordinario grosor; al pie está el coro y la bóveda se eleva allí a una grande altura y su arcada sirve de estribo al campanario». Fue consagrada el 30 de mayo de 1204 por el obispo don García de Gúdal, acompañado del de Tarragona, siendo maestre de la orden en Amposta don Eximino de Labata. No sufrió, al contrario de otras muchas, ninguna reforma y conservó por ello su estilo puro. En ella hubo culto esplendoroso, el día de San Juan acudían a ella Cabildo y Concejo, acompañados por la cofradía de Ballesteros, antigua hermandad armada que bajo la advocación de Nuestra Señora de Jara remedaba un poco las órdenes militares. Sus cofrades debían ser diestros en el manejo de la ballesta, ejercitaban el tiro con estas armas y durante años formaron barrera ante el palco de las autoridades en las corridas de toros. Esta cofradía desapareció hace muchos años. El padre Huesca dice que aún se celebraba esta fiesta en su tiempo, pero que ya no iba el Cabildo y la concurrencia era poca. El culto en esta última época se limita a misa los días de precepto. La piqueta desamortizadora cierra este capítulo de la historia de Huesca; no deja más recuerdo que el torreón desmochado, su airoso arco arbotante (arco del Rey) y un tramo de calle que los rancios, ignorando al León de Graus, aún llaman de Sanjuanistas. Huesca, a 28 de octubre de 1973.

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Cementerios oscenses

Ya he pisado las primeras hojas secas. Octubre agoniza y se presienten próximas las celebraciones de Todos los Santos y las Almas. Los cementerios son en estas fechas tema del día y por ello no estará de más que hoy demos relación de los que tuvo la ciudad a lo largo de su historia. No hay datos suficientes que permitan localizar las necrópolis romanas que indudablemente tuvo Osca. Único vestigio de ellas pudiera ser el sarcófago netamente romano que contiene los restos de Ramiro el Monje. En la época visigótica se entierra en las iglesias y sus alrededores. Las tres iglesias, la catedral, San Pedro y San Ciprián, que parecen ser las que tenía entonces la ciudad, servían para el menester. La llegada de los musulmanes convierte los templos cristianos en mezquitas. Queda solamente abierto al culto San Pedro el Viejo, que es el único que hallaron sin profanar los libertadores. El cementerio de esta iglesia acogió a los mozárabes oscenses, pero en este tiempo existe el cementerio cristiano de San Miguel, lugar donde siglos después se edificaría la iglesia de este santo. Al fundar Alfonso I, en 1110, esta iglesia se conserva el cementerio. Su antigüedad y uso quedan confirmados, pues en él se celebran los primeros Concejos de la ciudad reconquistada. La expresión «do yacen nuestros mayores» sigue figurando en las actas de reuniones celebradas allí en el siglo XV. En esta época los musulmanes tienen dos lugares de enterramiento perfectamente localizados. El primero la Almecora, situada entre la puerta de Montearagón (Porteta) y el río Isuela, es decir, en la actual parte trasera 207

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de la plaza de toros. De este cementerio autoriza a sacar piedras don Jaime I con destino a la construcción de la catedral. El segundo era la Almecore11a, que se sitúa «junto al muro de tierra y frente a San Jorge». Al hacer el grupo Felipe Rinaldi, en la calle del General Franco, se descubrieron gran cantidad de osamentas y 500 monedas de oro de la época almohade que parecen confirmar la localización, pues el muro de tierra aún corría no hace muchos años por este sitio, que, por otra parte, da vista al cerro de San Jorge. La Almecorella puede estar relacionada con la iglesia de San Ciprián, en la que hubo cementerio cristiano y que luego se convierte en mezquita. Reconquistada la ciudad, don Pedro I en 1097 la dona a San Juan de la Peña, vuelve al culto cristiano y a enterrar en sus alrededores. El cementerio judío de que se tiene noticia documental se hallaba «Tras San George y lindando a lo sendero de Loret». Al menos así consta en un documento de compra de fincas en 1425. En los años que van desde la reconquista a la expulsión de los moriscos, vive en la ciudad notable población musulmana, que tiene su cementerio en la partida aún denominada Fosal de Moros, porción de terrenos que se extienden a uno y otro lado de la carretera de Barbastro, nada más pasar el puente del Isuela. Al hacer cimentación de un edificio en la avenida de Ramón y Cajal aparecieron enterramientos de los que dio noticia don Federico Balaguer en la revista Argensola. Dominadores de la ciudad, los cristianos volvieron a su costumbre de enterrar a los suyos en los cementerios de la parroquia en que moraban. Son parroquias por entonces la catedral, San Pedro, San Lorenzo y San Martín y cada una tiene su propio camposanto. Del de la catedral, que desde el principio debió de ser el claustro a juzgar por las laudas y lápidas que aún se conservan, no se conoce otra localización. Los canónigos y beneficiados disponían de criptas bajo la iglesia. Con motivo de las pasadas obras pudimos acceder a una de ellas, que surcaba el templo bajo la vía sacra, y a otras dos bajo las capillas del crucero. En una de ellas vimos enterramientos de canónigos de principios del siglo pasado. Ha sido costumbre enterrar a los sacerdotes revestidos de alba y casulla, con un cáliz 208

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en las manos y un juego de vinajeras. En una de estas criptas había profusión de calicillos y vinajeras de fino vidrio soplado al estilo de Florencia. Hemos visto también estos atributos reproducidos en cera y en el siglo pasado solían ser de madera de boj, lo que hemos podido comprobar en traslaciones de cadáveres de eclesiásticos fallecidos en estos arios. San Pedro el Viejo, además de los enterramientos del claustro, tuvo cementerio hasta el siglo pasado en lo que ahora es calle de los Cuatro Reyes. Durante los siglos XIII y XIV el claustro fue sepultura de personas importantes. He visto documentos en 1306, en el que adquiere la suya don Gilabert de Saxet, y en 1312, don Guillem de Moneyer. De esta época o anteriores son los enterramientos de don Sancho de Orós, don Forciuis de la Peña, el monje Raimundo Pérez, doña Milla de Val y de mi antepasada doña María de Almudébar. Los restos del célebre Fosal de la Claustra fueron al abrir la citada calle al de Las Mártires. En el plano de ordenación de la plaza de San Lorenzo, de 1866, aún figura el Fosal de San Lorenzo, que ocupa el solar de la hoy plaza de Urreas. La parroquia de San Martín, sita en lo que hoy es plaza del Justicia, también lo tuvo y en varias ocasiones se han hallado restos con motivo de excavaciones. Además de estos, todos los conventos de frailes tuvieron su cementerio propio. Del de Santo Domingo hasta hace muy pocos años aún pervivía una cripta bajo la sacristía, incomunicada con la iglesia y a la que se accedía por un ventanuco que daba a la huerta de Escartín; en nichos longitudinales aún se conservaban cadáveres de frailes dominicos y seglares hermanados con el convento. Por encima de las tapias del derruido convento del Carmen Calzado, en la calle de Costa, aún asomaban imponentes en los años de nuestra infancia dos centenarios cipreses que dieron sombra durante años a los despojos de los carmelitas que allí yacieron. Hace solamente meses, con motivo de las obras de la plaza de Calvo Sotelo, hallamos restos de los Agustinos del antiguo convento de Recoletos, luego teatro Principal. 209 Índice


Los conventos de monjas de clausura conservan en uso sus camerarios, en los que dan sepultura a las profesas dentro de los muros de la casa, de modo que no se quiebra el deber de clausura ni después de muertas. La legislación de cementerios que se dicta en las primeras décadas del siglo pasado empieza a poner limitaciones y trabas por razones obvias de higiene y salubridad a los enterramientos dentro del casco urbano y los municipios se ven obligados a construir sus propios cementerios. Las cuatro parroquias de la ciudad se unen y aprovechando terrenos junto a la ermita de Las Mártires construyen un cementerio pudiéramos decir con arreglo a la nueva ley, tratando de no perder sus seculares prerrogativas en la materia. Más tarde, en 1845, es el Ayuntamiento el que decide la construcción del actual en el Camino de Zaragoza. Según reza el proyecto sus dimensiones son de 132 por 120 varas y sale a subasta en la cantidad de 52.680 reales de vellón. El adjudicatario había de tenerlo listo el 31 de diciembre y emplear mano de obra de la ciudad, pudiendo, en el caso de no haberla disponible, contratar «forasteros o extranjeros». Curiosamente este cementerio lo «inventa» don Manuel Mendoza, suponemos maestro de obras y decimos lo «inventa», pues en el proyecto se dice: «Lo inventó y delineó Manuel Mendoza». A pesar de ser inaugurado en el año siguiente, en el de Las Mártires se siguió enterrando a los muertos de desgracia, hospital o ajusticiados. Por eso allí yacen Manuel Abad y sus leales de la partida republicana de Cinco Villas. También, por haber muerto de desgracia, allí está enterrado Mariano Félix, Miñón, abuelo de don Tomás Félix, ex capataz de la Brigada Municipal de Obras. El Miñón es la primera víctima de accidente de tráfico que anota la historia local; fue arrollado y muerto en el año 1848 en el paseo de la Estación, cuando se dirigía a su trabajo, por don Francisco Bescós Lascort, que conducía un descomunal velocípedo. Al inaugurar el cementerio nuevo no hay en él nichos y los particulares los hacen por su cuenta, si bien con arreglo a los plazos de Mendoza. Tampoco hay gente fija para cavar las fosas y lo tienen que hacer los familiares de los difuntos o asalariados. Poco a poco el municipio afronta la construcción de nichos, que vende a 300 reales, sin tener en cuenta si son 210 Índice


altos o bajos; se emplean enterradores de plantilla y se le da la organización que hoy subsiste. En 1893 se hace necesaria la primera ampliación y se aprovecha para construir el civil. Se vuelve a ampliar en 1932 y después de la guerra se reconstruye y amplía; su estado era calamitoso, debido a haber sido empleado como puesto de vanguardia por las tropas republicanas que cercaron la ciudad. Terminadas estas obras se trajeron a él los muchos cadáveres que durante el asedio habían sido enterrados en Las Mártires e incluso en las eras situadas al pie del cerro. A grandes rasgos hemos dado relación de las necrópolis oscenses a través de los siglos. Acabaré como lo hacía el pobre mosén Santamaría, capellán del cementerio durante muchos años, que después de recitar las preces de enterramiento y último responso se volvía hacia la concurrencia y decía: «Años de vida para poderlo encomendar a Dios y que nos espere muchos años». Huesca, a 4 de noviembre de 1973.

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De la también desaparecida iglesia de la Magdalena

Se hallan las ruinas de esta iglesia hacia el final de la calle de Pedro IV, en nuestra concepción actual, o totalmente al final si tomamos como base los planos del siglo XVII, en los que la calle de la Malena acaba en la plazuela que este templo tenía delante para seguir ya como calle de la Morera hasta la plaza Lizana (plaza Nueva). Construida apenas liberada la ciudad, don Pedro I en 1104 le hace merced de donaciones en documento que prueba ya existía en esta fecha. Situada en pleno barrio del Rey, junto al Palacio (hoy Museo), colegiata al decir de Aínsa sin expresar fundamento y también parroquia, para lo que se presenta como prueba el hecho de que figuren en el rolde o libro de la cofradía de la Magdalena varios sacerdotes: mosén Juan Sidrac, mosén Luis Santángel, mosén José Satué y mosén Sebastián Garcés, todos ellos con el título de vicarios. Iglesia de cofradías, más tarde arruinada y entregada al quatrón o barrio en 1602, fue reconstruida por éste dos años más tarde dándole el aspecto que conserva hasta nuestros días, no sin pasar en 1617 por un intento de convertirla en convento, para acabar sus días como capilla de devoción de las gentes del barrio, sin más culto que el del día de la festividad. Las ruinas que hoy vemos desde la calle o a través de las rendijas de la puerta que las guarda corresponden a la restauración de 1604, que posiblemente redujo las dimensiones originales del templo, aprovechando lo que se mantenía menos ruinoso. Dos arcos ojivales y una columna que sostiene restos de arcadas es cuanto queda de esta antiquísima y en otro tiempo importante iglesia. 213 Índice


A lo largo de los siglos y hasta el XVII, es la Magdalena cobijo de importantes y seculares cofradías. La de la titular, que fue propietaria del templo ya por 1600, estaba tan decaída que no fue capaz de salvarlo de la ruina inminente y optó como hemos visto por entregarlo a los vecinos del barrio. Más importante y aún subsistente es la de Santa Catalina, que data de 1220 y a la que en 1270 se le unió una de sacerdotes que bajo la advocación de san Nicolás de Bari había sido instituida en San Ciprián. Según dice el padre Huesca, a lo largo de los tiempos se unen otras venidas a menos, como las de los Apóstoles, San Pedro, San Pablo y Santiago, la de San Antonio, la de San Miguel y la de las Cinco Llagas; todas ellas continúan con la advocación única de santa Catalina en capilla propia que usan hasta 1602, en que la ruina hace se trasladen a la catedral. Aquí tienen la capilla de San Nicolás, que luego pasa a ser de Santa Catalina, tal como hoy se conserva. Perdura en la actualidad esta cofradía, a la que pertenecen los beneficiados de la catedral, de la que es prior uno de ellos. Hasta hace muy pocos arios, en la festividad de la santa cantaban éstos vísperas solemnes y misa a capilla, actos a los que los canónigos asistían como invitados, nunca como celebrantes. Tenían sacristía propia y cripta con derecho a enterramiento. Hoy ya no se cantan las vísperas y la fiesta se ha cambiado por una misa rezada. En 1617, siendo obispo Móriz de Salazar, se fundó en unas casas contiguas a la Magdalena un conventillo, el de las Hermanas recogidas. De éstas lo único que se sabe es que se encierran en clausura el 7 de agosto de este año. Ni se sabe qué regla adoptan ni cuántas son ni el tiempo que dura esta fundación, que bien merecía la pena ser estudiada, pues a lo largo de la historia son ésta, la de las Beatas de Santa Rosa y la de las Misioneras del Pilar las tres únicas fundaciones netamente oscenses a lo largo de los siglos. Aínsa se limita a decir que viven en recogimiento y de limosna y que un capellán les administra los sacramentos. El padre Huesca ya no las alcanzó y ni siquiera acierta a dar con el año en que desaparecieron. 214

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A partir de esto, la iglesia, que hacía siglos había dejado de ser parroquia, cuyas cofradías la habían abandonado, únicamente por el celo y la piedad de los vecinos se mantenía más bien como capilla sin más culto que la función religiosa del día de la patrona. En el siglo XVIII el doctoral Novella ya no la incluye en las que se visitan durante las letanías mayores y da como muy antigua la supresión de la procesión y asistencia del cabildo a esta función. Ha quedado constancia de algunos de sus altares: el mayor, dedicado a la santa titular, era obra del siglo XVII, atribuida por del Arco al pintor oscense Esteban de Solórzano. De fina traza e indudable mérito, cuando se cerró la iglesia hace cincuenta años fue retirado y sus tablas se conservan en el museo catedralicio, no sin haber servido algunas de ellas como subidero de las gallinas del obispo, para alcanzar su gallinero. ¡En pleno siglo XX! En el lado del evangelio se hallaba la capilla de la cofradía de Santa Catalina, con retablo de gran mérito, obra del también oscense Juan de la Abadía, como consta en contrato de 1441 entre la citada cofradía y un pintor de la calle de la Correría. Tenía este retablo de factura gótica una tabla central representando a la santa, cuatro laterales con escenas de su vida y martirio, predela de cinco tablillas representando a Jesús Varón de Dolores y remate con Calvario. Poco antes de cerrar la Magdalena, el obispo Colom lo vendió y parece que fue a parar a Inglaterra, de donde volvió por pura casualidad una tabla a Barcelona. No parece que la venta armase mucho estrépito ni controversia y es raro, pues unos años antes, en 1911, cuando se vendió el de San Bartolomé de San Pedro, obra del mismo pintor, se armó tal revuelo que el Gobierno tuvo que adquirirlo de nuevo y gracias a eso lo podemos ver en nuestro Museo Provincial. En el lado de la epístola había una capillita llamada de Montserrat, en la que se veneraba a una Virgen cedente morena de mitad del siglo XII y que estaba colocada en un retablo de estuco y escayola que representaba, muy ingeniosamente, la Santa Montaña y que llamaba la atención de 215 Índice


los niños por lo pintoresco. Yo, por mi edad, no tuve la suerte de verla. La imagen se conserva en el museo diocesano. En total deterioro, sin culto y amenazando su torre caer de un momento a otro, se abrió expediente de ruina a instancias del vecindario, al que no objetó nada el obispado, por lo que se consumó la demolición a finales del año 1931. El solar y las ruinas pasaron a un particular, que los emplea como almacén de útiles agrícolas. No por perder su iglesia se amilanaron los vecinos de este típico sector. Trasladaron la parte religiosa al asilo de San José y los festejos populares vuelven cada año con el tronío de siempre y la calle como el barrio aún se llaman de la Malena y por muchos años se han de seguir llamando. Hablando de esta vieja iglesia, contenedora de obras de arte y hoy reducida a corral, no puedo por menos de recordar aquella anécdota que ya conté en otra «Glosa»: ésa del «Si no sabes, pa qué te pones», con que apostrofó un familiar al apurado predicador que se estrenaba en la misa de la patrona. La frase en este caso se nos antoja cruel, pero en otros tendría razón el buen viejo de la calle de Pedro IV: si no se hubiesen puesto muchos que no sabían, no se hubiera vendido por un puñado de duros lo que hoy vale millones, no se hubieran empleado las tablas para subidero de gallinas y hasta probablemente no se hubiese dejado arruinar este entrañable templico cuya patrona aún da nombre a uno de los sectores de más raigambre de la ciudad. Huesca, a 11 de noviembre de 1973.

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De elecciones municipales

Desde los remotos tiempos en que Pedro I reconquista nuestra ciudad y nombra señores de ella a Fortún Ortí, Guillem Daz, Pedro Sánchez y otros nobles caballeros, que bajo el título de senyores d'Osca figuran en los documentos de esta época, hasta los actuales sistemas de elección, muy variados han sido los procedimientos usados para designar a los responsables del gobierno de Huesca. Aún siguen los señores de Huesca en el reinado de Alfonso I ya que uno de ellos aparece como muerto en el cerco de Fraga. Pedro III en 1311 da a la ciudad facultad de elegir sus propios jurados y en 1510 el Rey Católico amplia esta facultad al extremo de que estos nombramientos no exijan la aprobación real, disposición con la que comienzan a regir los destinos de nuestro municipio gentes más o menos elegidas por el pueblo. El procedimiento que se viene usando en esta época y que alcanza al siglo XVII, para designar los cargos y oficios de la ciudad, es la insaculación. Este sistema se basa en listas de candidatos para cada uno de los cargos, listas que se confeccionan previa audiencia de personas sabias, eclesiásticos, juristas y caballeros, más un visitador real, que cuando es necesario viene a la ciudad sólo con este cometido. Los nombres de cada lista se escriben en unas cedulitas de pergamino y éstas se engloban en unas bolas de cera del mismo color, forma y tamaño que pasan a la bolsa del cargo u oficio correspondiente. Había bolsas para el justicia, para el prior de jurados, para los jurados primero, segundo, tercero y cuarto, para jurados ordinarios, oficios y demás cargos elegibles. Como es natural, las bolsas de cargos preeminentes contenían menos bolas y en su interior figuraban los nombres de las gentes más 217

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nobles de la ciudad; sin embargo, en la de jurados ordinarios, al menos en las que he visto del siglo XVI, entraban labradores, zapateros, barberos, sastres, etcétera. Todas las bolsas con su correspondiente título se guardaban en un arca que aún se conserva en el Archivo Municipal y cuyas llaves eran necesariamente guardadas bajo juramento por el prior y los jurados. Llegando el día de la elección, que solía ser para Todos los Santos, y a juzgar por las descripciones en el sitio del actual salón de sesiones del Palacio Municipal se reunían el justicia, los jurados y cuantos vecinos querían acudir. En el centro de la sala se colocaba un gran vacín de vidrio que se cubría con una toballa y un niño, «que debía parescer menor de ocho años», se remangaba el brazo e iba sacando del vacín las bolas correspondientes a la bolsa que en él se había vertido previamente. Sacada la bola se abría, se extraía la cédula con el nombre, se leía éste, el notario tomaba nota y de no mediar impedimento quedaba elegido el cargo. Las incompatibilidades se ventilaban a fabeo. A cada componente del Concejo se le daba una judía blanca y otra negra, la blanca era «sí», la negra «no». Uno a uno pasaban por la mesa del prior y depositaban la del color que deseaban; hecho el recuento, el predominio de uno u otro color decidía. Las corporaciones se elegían cada ario y las cuentas eran censuradas por los censores populares, quienes las podían admitir o impugnar y reclamar ante el justicia castigo para los malversadores, un arma muy democrática, insólita para la época. La llegada de los Borbones dio al traste con este sistema. Aparecen los regidores y corregidores de nombramiento real, dejando la representación popular más nominal que efectiva a los cuatroneros o representantes de las parroquias (síndicos del pueblo). La Constitución de 1812, primer código que clarifica los derechos y obligaciones de los ciudadanos, trata de que los municipios sean electivos. Los continuos vaivenes del reinado de Fernando VII hacen que no se desarrolle esta idea, que recoge con más fuerza la de 1835, pero ésta es limitada por la célebre y discutida ley de Ayuntamientos que en 1840 promulga 218

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la reina gobernadora, con sus consiguientes motines y disgusto que amargan a la soberana su estancia en Barcelona. Esta ley va destinada a que los alcaldes sean impuestos, no elegidos, y fácil es pensar que los municipios, todos de tendencia liberal, vieron con muy malos ojos a los alcaldes moderados que venían nombrados por el poder real. En 1845 una nueva ley reguló las materias electorales y con arreglo a ella vemos se celebran ya normalmente elecciones en nuestra ciudad. El primer expediente de elecciones municipales que encontramos en nuestro Archivo se remonta a 1847, lo que no quiere decir que éstas hayan sido las primeras que tuvo Huesca. El sufragio universal en estos años no existe nada más que de nombre, pues para tener derecho al voto hay que pagar cierta cantidad mínima de contribución anual, y así vemos que en éstas el número de personas que ejercen su derecho a votar en los distritos de San Pedro y Catedral, que se agrupan en uno, son solamente 73. En esta votación sale victorioso don Faustino Español, con 71, y empatados a 15 votos los candidatos Abadías y Benedet. En el incompleto expediente figura un oficio del «Gobierno Político de la Provincia» ordenando que el desempate se haga «a la suerte». No son nuevas las reclamaciones pues el candidato triunfante, señor Español, reclama en tiempo hábil; a diferencia de ahora, la reclamación es para «exonerarse del cargo». De las elecciones de 1849 hay expediente más completo, por el que sabemos que se celebraron en dos sesiones, el uno y dos de noviembre; que San Pedro y la Catedral votaron en el Ayuntamiento, y San Martín y San Lorenzo, en la sacristía de esta iglesia. Las mesas se formaban por elección previa entre los que concurrían. En el distrito primero (Catedral) votaron solamente 19 de los 119 que tenían derecho y en el segundo, de 139 sólo votaron 25. Mis bisabuelos paterno y materno, según la lista, cumplieron con su deber ciudadano. En estas elecciones venció don Luis Sanjuán con 19 votos por la Catedral y don Francisco Pérez con 24 por San Lorenzo. En las de 1864 la votación no es mucho más numerosa y vencen don Mariano Gómez de Alba con 36 y don Andrés Campana con 42. 219

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Son los tiempos del pucherazo, en que la ciudad, estrenando libertades y sobrepasando ya los 10.000 habitantes, era regida por concejales que no alcanzaban ni siquiera la cincuentena de votos. He mencionado la palabra «pucherazo», tan unida al término «elección», y justo es que diga el porqué de esta palabra aún tan usada, cuyo origen se debe a que en los pueblos en lugar de una urna se votaba en un puchero de barro muy fácil de «manejar» e incluso de romper si hacía falta, que resultaba muy efectivo a la hora de simular una «legalidad» al deseo de quien mandaba. Claro es que las urnas, que precisamente debían de ser acristaladas, poco resolvieron, pues cuando un cacique veía que la cosa no iba como él quería nunca faltaba adicto que le arrease un garrotazo, provocando las célebres segundas vueltas, siempre influenciadas por los resultados generales. No aumenta el número de votantes en la proporción que el censo a pesar de que las leyes posteriores amplían el sufragio a todos los empadronados varones y, así, cuando la ciudad en 1931 supera los 15.000 habitantes, en las elecciones de abril que traen la República no llegan ni por mucho a dos mil las personas que acuden a votar. Son tan reducidas las elecciones que en esta época aún se compran votos a duro o café y copa y un electorero con labia y sesenta duros encima puede volver la votación a favor de su patrón. Hasta 1936 se siguen eligiendo los concejales por distritos, que son Catedral, San Pedro, San Lorenzo y Santo Domingo; por eso en los resultados de estos años hay concejales que ocupan su escaño con 150 votos. Después de la guerra y tras una época de Ayuntamientos nombrados por el Gobierno Civil, se implanta la elección por tercios, introduciendo los llamados Familiar, Sindical y de Corporaciones, sistema que aún sigue en vigor. Sería prolijo describir aquí anécdotas, martingalas y marrullerías electorales, pues con ellas se podría escribir no un libro sino una enciclopedia; pero, en fin, narraré una de los arios veinte, cuando se agitaba en 220

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nuestra comarca el incipiente Partido Canalista, y otra más reciente de elecciones por el sistema actual. Manolo Bescós y el maestro de Lanaja constituyen el Partido Canalista, que clama por los riegos del Alto Aragón. En el pueblo del sucedido, causó tal ilusión el programa de este partido que allí ya no hubo más que canalistas. Era este lugar feudo del político Alvarado; el inteligente diputado vio que no tenía nada que hacer en aquella ocasión, pero tampoco por ello quiso quedar mal con sus antaño entusiastas y con ocasión de pasar por el pueblo quiso saludar a las autoridades. El alcalde, manos en los bolsillos y mirada a tierra, junto con los notables del pueblo, recibió muy de uñas al cortés político, quien convencido de que el «sarampión» pasaría y volverían las aguas a su cauce con toda la simpatía que pudo acopiar rompió el tenso silencio diciendo: «Pasaba por este simpático pueblo y no he querido hacerlo sin pararme a estrechar la mano de ustedes». El alcalde, sin sacar las suyas del bolsillo y sin mirarle a la cara, le rugió: «¡Pierde usté el tiempo, en este pueblo ya no se estrecha a nadie!». De chascos están llenas las elecciones y uno de los que han pasado a la historia es el que ocurrió a Isaías Puey. Fue Isaías maestro de obras de honradez acrisolada y competencia tal en el oficio que se mantuvo siempre al frente de su gremio. Animado por unos amigos y compañeros de profesión y no sin calcular lo suyo, decidió presentarse a concejal por Sindicatos. Visitó uno a uno a los compromisarios, quienes le prometieron entusiásticamente su voto, al extremo de que, confiado en su victoria, acudió a presenciar la votación seguro de su triunfo. A la hora de la verdad todos aquellos incondicionales fallaron de la manera más estrepitosa y, ante la estupefacción de los presentes, Isaías tuvo un solo voto. La jugada, ya mala de por sí, tuvo aún peor epílogo, pues cuantos habían intervenido se acercaron a estrechar la mano del derrotado haciéndole presente que su voto había sido para él. Aguantó paciente al primero, al segundo, al tercero, pero llegando el cuarto montó en cólera y mandó a 221

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la comitiva a tomar el viento; no hace falta aclarar que no fue precisamente el viento, diciéndoles airado: «¡Marranos!. El voto es del Chato Ena porque me lo ha enseñado antes de echarlo y porque además ahora no viene con pamplinas». Por eso, cuando hace siete años fui candidato a concejal sindical me acordé mucho de mi buen amigo Isaías Puey. Fiel a su teoría dividí por dos las promesas fervientes e incondicionales y acerté: tuve la mitad justa de los «votos seguros». Si hubiera votado el Chato Ena mi cálculo sin dudarlo hubiera sido la mitad más uno... Huesca, a 2 de diciembre de 1973.

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Perrerías

ABC publicaba el otro día en su portada la fotografía de un perro velando la tumba de su amo, un infortunado artificiero inglés muerto al estallar el artefacto que por razón de oficio se había visto obligado a desmontar.

Leía por pura casualidad el día siguiente que en una cacería de jabalíes uno de los perros que participaban tuvo la desgracia de caer a un canal y sus compañeros de jauría se arrojaron a salvarle, interrumpiendo la persecución. Todos estuvieron a punto de perecer ahogados a no ser porque sus amos al darse cuenta acudieron y los sacaron del apuro. También por el periódico me enteré de la muerte de León, un viejo perro dedicado a la hostelería en Cieza. Al decir de su necrología, gozaba en esta ciudad de gran predicamento y su trabajo era el de ayudar a un recepcionista de hotel. Alcanzaba sombreros, entregaba llaves, iba a comprar la prensa, husmeaba si algún sospechoso se acercaba a recepción, etcétera. En fin, todas esas cosas que suelen hacer las personas. Por esto Cieza ha sentido la muerte de León y por esto las agencias de noticias le han dedicado elogios póstumos que para sí querrían muchas personas. No acaba aquí la relación de noticias perrunas que nos han traído los medios de información. Ayer leí que la Policía de Barcelona iba a contar con la colaboración de perros descubridores de drogas, a los que supongo se bautizará con algún ampuloso nombre tal como «detectores» o «prospectores» siguiendo los dictados de la actual tecnología, cuando en realidad se les debería llamar «perros drogueros», con identidad de criterio al empleado al nominarlos «perdigueros», «lebreros» o «truferos», sin que 223

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esto fuera desprecio para el sufrido gremio de vendedores de drogas, en el que muy a gusto me hallo inmerso. Ignoro cómo la Policía va a pagar los servicios de estos beneméritos animales. La suerte de los perros nunca ha sido buena y por ello decimos «suerte perruna», «vida perra», «vivir de perros», etc. y por tanto no creo que los tales canes puedan disfrutar ni de un miserable «viaje» de LSD ni restregar su morro en el paquete de cocaína que hayan detectado; lo más que recibirán será algún trozo de pan. Sus compañeros de oficio, los «truferos», después de dejarse el hocico olisqueando hectáreas de tierra para hallar unas cuantas trufas que a su dueño valen un buen puñado de duros, perciben como honorarios de su hallazgo un corrusco por detección y esto no es lo grave, sino que a este trozo de pan sus explotadores amos le llaman el premio. ¡Si hubiera Sindicato de perros!... Tanto leer de perros me llevó a ver si nuestra ciudad había sido patria de ilustres canes. Mirando hojas y más hojas de archivo no he podido hallar sino bandos en los que el Ayuntamiento los obliga a ir con bozal, cosa que debe de ser molestísima, y más tarde a vacunarlos todos los años con el consabido colofón de sentencia de muerte para todos los que no se hallen en estas condiciones. Pena injusta, pues presupone culpabilidad en quien es ajeno a ella al dar por sentado que los perros por sí solos pueden ir a casa de Ballabriga a comprarse su bozal o acudir puntualmente a la Jefatura de Sanidad a tomar su dosis de vacuna. Lo lógico sería que se castigase a los propietarios, dándoles, si no la clásica «bola», una buena purga o sometiéndolos a los vapores de azufre un momento, para que supieran de los métodos de exterminio usuales en el caso, pues al fin y a la postre ellos son los únicos responsables de que sus perros no lleven bozal ni estén vacunados. No obstante, aunque sin necrología en la prensa nacional como León el de Cieza, mi dilecto amigo Gerardo Mompradé tuvo durante años a la perra Linda, que hacía la compra, llevando en su boca una cesta con el dinero y la nota, con tal perfección que marchaba al establecimiento al que se le enviaba; no se conoce el caso de que jamás fuera a comprar cos224

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tillas a los ultramarinos de la Jorja ni garbanzos a la carnicería ni por supuesto que en ninguna ocasión osara tocar la sabrosa mercancía que transportaba al alcance de sus fauces. Muerta Linda, tuvo a su servicio mi buen amigo a Vulca, que si bien por su diminuto tamaño no podía con la cesta de la compra y por lo tanto debió de ser excusada del menester acudía puntualmente a la cama de Gerardo cuando éste despertaba portando el diario. Esto, que a primera vista no tiene gran importancia, la tiene y grande, pues es de dominio público que el genial sastre nunca ha tenido hora fija de acostarse ni por lo tanto de levantarse; ha llegado en alguna época de su vida a trabajar por la noche y dormir por el día. Díganme ustedes si la pobre Vulca no tendría que hacer cálculos para llegar en el momento exacto a cumplir su diaria obligación. Por los años treinta tenía Pascualito en su bar un perro muy aficionado al cine, especial cliente del Odeón, al que acudía con cuantos camareros o pinches a él iban. Como es natural, los porteros no lo dejaban pasar, pero sin que nadie supiera cómo a los segundos de ser rechazado en la puerta ya se hallaba instalado en general al lado de sus amigos. Gustaba al can de las películas sosegadas y de amor, pero no podía ver riñas ni discusiones, máxime si éstas se desarrollaban en algún bar. En más de una ocasión, al producirse en escena alguna refriega de saloon saltó de la general al patio de butacas y se abalanzó sobre la pantalla, ladrando furioso para impedir la riña, con el consiguiente sobresalto en la sala. Antoñazas, que vivió frente a la zona, tenía un perro que seguía mejor que el mismo corneta los toques de este cuartel, acompañándolos con aullidos, de manera que, si alguno se descuidaba y no lo oía, la presencia del perro de Antoñazas y sus aullidos eran suficientes, nunca fallaban. Perro medio castrense medio buen cristiano fue el de mi primo Rafael Bescós, que esperaba en la esquina de Cabestany a cuantos desfiles de tropa salían del cuartel para integrarse en ellos. De esta guisa asistió durante toda su vida a la misa de 11 en San Lorenzo, mezclado marcialmente con la tropa. Seguía el oficio con devoción y únicamente al alzar emulando al de Antoñazas acompañaba el sonido de las trompetas con 225

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tristes aullidos. A la vuelta, al llegar frente a su casa, abandonaba indefectiblemente la formación. No voy a hacer aquí apología del perro de San Roque ni del célebre del Hortelano, pues son universales, ni del galgo Lucas, cuya insólita manía de alzar la pata y vaciar su vejiga le hicieron perdedor en tantas lides. Pero sí, como final, contaré la historia del perro de mi barbero en Santiago. Cuando yo estudiaba en esta ciudad iba a una barbería de la rúa del Villar. Allí, aparte de hablar de o Celta, o Sporting y del racionamiento, que es de lo que se hablaba en aquella época, y de afeitarse por una peseta o cortarse el pelo por tres incluida loción, se podía ver un pequeño perro que era la admiración de propios y extraños. Los habituales le dábamos un real agujereado, que tomaba en su boca, corría a los ultramarinos El Globo y al instante volvía con dos o tres galletas envueltas en un papel. Hacía la cortesía al que le había invitado y sosegadamente las desenvolvía y comía en su presencia, volviendo a dar las gracias levantándose sobre las patas de atrás y moviendo en el aire las delanteras. Llegó un día un indiano y mi barbero le refirió la costumbre del perro. No quedó éste muy convencido, pero como la prueba no exigía gran desembolso sacó de su bolsillo una moneda y la puso en la boca del animal, que partió gozoso a su tarea. Pasó un buen rato, acabó el servicio del indiano y el mío sin que el perro diera señales de vida. El cliente comenzó a demostrar pruebas de incredulidad y el barbero le tranquilizaba diciendo: «Pues mire, señor, que es raro, que siempre viene desiguida y, si no, que lo diga aquí». «Aquí» era yo, que en honor a la verdad me hice eco del aserto. Continuaba impaciente el barbero su tarea con un ojo en la puerta y otro en la cara del cliente y el chucho seguía sin llegar. De pronto dijo el indiano: «¡Con que galletas, eh!». Salimos como una exhalación a la puerta y allí, en medio de la plaza del Toral, estaba nuestro perro acaballado en una linda perrita. El barbero, navaja en mano, rojo de ira, blasfemó e, indignado, dijo: «¡Primera vez que este cabr... se me gasta el real en put...!». Nunca pude saber, ni por supuesto el indiano y ni siquiera su dueño, si el cab... del perro compró como de costumbre 226

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las galletas y las ofreció a la linda perrita para gozar de sus favores o si por el contrario ésta, más materialista, le exigió el metálico por adelantado. Lo que los tres podemos asegurar es que el perro, además de avergonzado, entró en la barbería sin real y sin galletas. Huesca, a 3 de marzo de 1974.

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De mi amigo el labrador de la calle del Desengaño

Inmerso en el laberinto vespertino del Coso, llamó mi atención hace unos días la figura de un labrador que, cabalgando su mula blanca, cruzaba la calzada con la innata naturalidad del que siempre ha hecho lo mismo. Mientras esta insólita visión se perdía bajo el arco de Lastanosa no pude reprimir un recuerdo de los clásicos labradores de Huesca, que a no ser por lo que estaba viendo se pudiera decir pertenecen ya a la historia. No me refiero a los hacendados que han sobrevivido a los tiempos, que con su tractor y algún jornalero hacen lo que hace cincuenta años hacían los tres o cuatro pares de mulas que con sus correspondientes mozos salían cada mañana de sus casas. Hablo de los pequeños labradores y concretamente de un viejo amigo, prototipo de este gremio. Oscense cien por cien, de más conocimientos que caudal, dechado de virtudes y dechado también de defectos inherentes a esta clase a la largo de los siglos. Vivía mi amigo el viejo labrador en la calle del Desengaño, pero igual podía haberlo hecho en la de las Huertas, La Campana, Pedro IV o en el cobajo de San Martín. Era, cuando yo le traté, viejo a pesar de no tener mucha edad, buen cristiano a pesar de no ir a misa sino en Año Nuevo, Pascua y el día del Santo Cristo y trabajador a carta cabal, aunque en sus cortas posesiones no tuviera ocasión de demostrarlo. Con la arenga que él llevaba, se hubiese podido mover una hacienda de seis pares y no movía sino dos burras. A reducida escala su casa era la imagen de la mansión del labrador más poderoso: bodega, más bien bode229

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gueta, cuadra, corral, zolle, dispensa, cuarto para la matacía, granero, leñera, etcétera, todo incluido en medio centenar de metros en una canica con dos ventanas y gran puerta de arco. De ésta para adentro, él y sólo él era el rey. Su mujer, la dueña, sumisa y fiel, ya hacía años que no amasaba el pan, pero lo iba a comprar con su canasta cada semana y lo guardaba envuelto en un grueso mantel blanco para que no se secara. Años y años fue a por agua con su cántaro al brazo a la fuente de la catedral, porque al dueño nunca le venía bien pasar por el Ayuntamiento a que le pusieran el agua en casa. «¡En tiempos de mi abuela iban por agua al Ángel y ahora, que nada más tienen que ir a la Morena, aún se quejan estas mujeres!».

Ella todas las mañanas compraba una perra de fideos para escudrillar en casa de Carcos. En la tienda de Narciso eran más finos y daban más, pero "¿qué diría sirio Tomás si la veía entrar en otra casa?». Menos veces iba a por bacalao, sardinas de cubo y garbanzos..., y muchas menos a la carnicería. ¡Para qué querían ir si se mataban dos cerdos! De la huerta su marido le traía las verduras, las patatas, las cebollas, la ensalada en verano, la esquerola en invierno y en la otoñada las judías, que ella trillaba sobre un mandil a la puerta de su casa. Para Navidad, hasta media docena de cardos que cariñosamente se había encargado de soterrar con todo el esmero para que estuvieran tiernos y blancos. La otra media docena tenía destino fijo e invariable: dos para el médico, dos para las monjas y los dos últimos para los amos. El patrimonio de mi amigo, como el de todos entonces, eran dos o tres, finquetas, de las que una invariablemente era viña y olivar, que estirando mucho daba aceite y vino para el año; en las otras aseguraba el pan sembrando trigo y el pienso de las burras, que completaban su dieta paciendo por las márgenes la mayor parte del día. La huerta no era de él, normalmente ninguno de estos labradores la tenía propia, por la sencilla razón de que entonces casi todas las huertas de Huesca eran de doña Agustina Lafarga (viuda de Zamora) y doña Josefina Sopena (viuda de Pie) y raro era el que no llevaba en arriendo alguna propiedad de estas señoras, que como es natural eran administradas por don

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Mariano Mateo Coterón (alias Folias) entre otras cosas porque era el único en la ciudad que se dedicaba al menester. El ir a pagar /'arriendo tenía su rito y hasta su cuaresma, pues un mes antes de San Miguel, día en que se efectuaba el pago, ya empezaba mi amigo a llevar la cuenta de los que faltaban para llegar con toda puntualidad. El rito incluía el lavado de los pies, operación inherente a la de mudarse. Los labradores en esta época se lavaban los pies cuando regaban, pero en casa sólo lo hacían en circunstancias solemnes, tales como ir a pagar el arriendo o a cumplir con parroquia y desde luego tantas veces como había que ir al médico. La buena salud de mi personaje nunca necesitó de los servicios del galeno y por tanto tampoco de este preceptivo pediluvio. Su jornada empezaba con estrellas, pues el labrador que veía salir el sol desde la cama ni era labrador ni era nada. Voces, ruidos, llamadas a los hijos y a la mujer, subir y bajar, entrar y salir, todo en un frenético trajín, pues era el momento solemne de aparejar el carro, cargar herramientas y enredos, coger la alforja y la bota en apurado preparativo, preludio jos más de los días de pasar la jornada al calor de una chera en invierno y bajo cómodo sombrajo en el verano. Pero «siempre había faina», tenía que darse vuelta por las marguines o hablar del tiempo con los vecinos, con los que se hablaba, pues también era imprescindible en la profesión no hablarse con alguno. La riña pudo ocurrir entre los abuelos por un par de plantas de cebollino, pero cuando uno recibe una herencia lo hace con todas las consecuencias y, si los padres no se hablaban, lógico era que no se hablasen los hijos, aunque a veces les costara su trabajo. A temporadas ataba a la trasera del carro un par de cabras, eran su «central lechera». Mucho deben los labradores a las cabras, aunque éstas se lo hayan con creces cobrado empestándolos durante generaciones con fiebres de Malta, pero en definitiva comían leña y daban leche y, por si fuera poco, siempre traían un cabrito para el día de Pascua. Sus hijos iban primero al Asilo, después a San Bernardo o a La Merced, algunos a Salesianos, pero en Salesianos, «si un día los necesita231

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bas para el campo, ¡hay que ver cómo se ponían los frailes!». A los doce arios empezaban a trabajar con su padre y el día que indefectiblemente le decían que se iban a poner d'arbañiles el viejo labrador sentía un escalofrío. «¿Quién se encargará de esto cuando me muera?». Pero, en fin, los tiempos son los tiempos y si el zagal traía algún duro, la casa iba para arriba. «¡Quién sabe si podremos comprar la fajeta d'alau!». Fatalmente la fajeta se solía quedar sin comprar, porque el zagal se buscaba novia y además la iba a ver todos los días. «¡En mis tiempos, que nos veíamos una vez al mes y por la reja!». Al volver de la mili hablaba de casá-se. «¡Qué poco talento!». Y pronto llegaban los nietetes. Cuando nadie le veía les hacía carantoñas y hasta los montaba en la burra, pero si alguien lo sorprendía prorrumpía en gritos destemplados: «Sacad estos zagales, que no hacen más que estorbo», porque los buenos labradores tenían que ser muy serios y andar con los críos a vueltas era cosa de mujeres. Como de mujeres era el ir mucho a misa y por tanto cuando iba se quedaba cerca de la puerta, como un poco ajeno a lo que había delante. Los domingos eran días de gran faena: había que carpintear, partir leña, sacar la zolle y dar vueltas y más vueltas para justificar «que ni en los días de fiesta puedes parar». Consumía su vida feliz, no le preocupaban escaseces, pues en su casa «había de todo», era conservador, pues la experiencia le había enseñado que, a cambio de Gobierno, subida de contrebución y, cuantos menos cambios, menos subidas. Pero la felicidad no es eterna y así fue como un buen día yendo al campo en su carrico le pararon los ceviles y le dijeron que no podía ir por la carretera con llantas de hierro. «¿Pues qué tenemos que hacer?». «Ponerlas de goma o ir por caminos de tierra». Allí empezó su calvario, madrugando y tardeando para no topar con la pareja. Fatalmente la volvió a encontrar y la broma le costó cincuenta duros. «¡Madre mía, cincuenta duros! ¡Lo que le costó a mi abuela la casa!». Intentó llegar a sus posesiones sin pisar la carretera por viejos y malos caminos, incluso cruzando el río a vado. Él y Dios saben lo que le debió de ocurrir, pero un buen día llegó abatido a casa, se sentó junto al hogar y dijo: «¡Se acabó! ¡Me vendo las burras y que talle el que quiera!». 232

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No había nacido mi buen amigo para jubilado y tardó poco en morir. Sus hijos a hombros lo subieron por la costanilla del Romero a la Parroquieta. Para eso era su padre. En el entierro, mucha pana, muchos mantones negros y sollozos. Al camposanto le llevaron en auto y con ruedas de goma. Hubiera preferido ir en su carrico o por lo menos en el coche de los muertos, con ese magnífico tronco de percherones que tanto había admirado. Ahora sigue la hacienda uno de sus hijos en los ratos que le deja su empleo. Una mañana de tractor y una docena de jornadas son bastantes para hacer mejor lo que al viejo ocupaba todo el año de sol a sol. Claro que su hijo ni puede saborear el almuerzo al olor de la lumbre, ni dormir la siesta debajo de un sombrajo de cañas y broza, ni dar vuelta por las marguines, ni hacer leña, ni siquiera reñir con los vecinos, pues por no quedar no quedan ya ni vecinos reñidores. Por todo esto cuando vi el otro día al labrador jinete en su mula blanca recordé a mi buen amigo el viejo labrador y a los muchos compañeros de oficio que conocí y aprecié. «Bueno es que quede uno para muestra», me dije y, sin querer, me contesté: «¡Y por muchos años!». Huesca, a 17 de marzo de 1974.

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Setenta años de cines

La semana pasada el cine ha acaparado la atención de los oscenses. Gracias a los desvelos de la Peña Zoiti, por segunda vez ha estado entre nosotros el certamen de Filmes Cortos, demostración que indudablemente va adquiriendo lugar propio y preeminente en el calendario cultural de la ciudad. Parece por esto obligado el hablar hoy de cine, pero como mis conocimientos sobre el séptimo arte no pasan de ser los de un mal aficionado me adentraré en el ámbito local para tratar de los cines que ha tenido Huesca, desde la arribada del celebrado invento de los hermanos Lumiére. Como a casi todas las de España, llegó el cine a nuestra ciudad a primeros de siglo, unido a los inefables barracones de feria en los que la antiquísima Linterna Mágica fue bien pronto sustituida por las máquinas de proyección con movimiento. Las gentes acudían embobadas a contemplar El regador regado, película muy prodigada, alternada con danzas de odaliscas vestidas de mariposa, ante el destello cambiante de arcos voltaicos. Los explicadores, puestos en explicar, acompañaban también las contorsiones de las artistas con sabrosos comentarios de más o menos buen gusto, según la categoría del auditorio. La mayor parte de estas barracas llevaban su propio grupo electrógeno, pues entonces la electricidad no estaba muy prodigada; unido esto a una gran inflamabilidad de las películas, entonces de celuloide, era frecuente que el espectáculo acabase en llamas y sobresalto, cuando no en incendio total de la instalación. Debió de gustar a los oscenses el invento, pues uno de estos cines de feria queda fijo en la ciudad. Se trata del Pabellón de la Luz, propiedad de don Ángel Pardo Bayo, que durante arios estuvo plantado en el solar que 235

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hoy ocupa Correos, un gran vago en pleno Coso que dejó el derribo del convento de la Compañía. No consta en el Archivo Municipal la fecha de su apertura, pero vemos que en 1915, al no estar instalado de acuerdo con las normas del Reglamento de Espectáculos de 1913, se clausura por orden gubernativa. Origina esta orden un expediente curioso del que sacamos datos muy interesantes. En primer lugar vemos que el pomposamente llamado Pabellón de la Luz no es sino un aduar de tableros y lonas, sin las menores condiciones de higiene y seguridad. Vemos también que tiene público muy adicto, pues consta en el expediente la petición firmada por 300 vecinos para que no se cierre, por tratarse de un esparcimiento «económico y grato» para personas de condición humilde, que «también tienen derecho a la diversión después de su agotadora jornada de trabajo». Entre las 300 firmas, he leído estampada a buen pulso y clara la de Jacinto Casanova. ¡Bien por Jacinto, genio y figura hasta la sepultura! En otro escrito de súplica se reconoce que el Pabellón lleva ya funcionando unos siete u ocho años, lo cual nos dice a las claras que entre los arios 1906 y 1907 se instaló el primer cine fijo en Huesca. Parece que el señor Pardo, ayudado por el clamor popular, consigue del municipio la reapertura, previas reformas y acondicionamiento. Se concede esta autorización en el Pleno del 26 de abril de 1915, con los votos en contra del señor Marcellán (integrista) y de don Juan Atarés, que a buen seguro cuando votaba no sabía que un nieto suyo, nuestro gran Saura, sería nada menos que director internacional en este arte. En 1913 ya había otro cine en la ciudad y éste era el teatro Principal, que alternaba uno y otro género, proyectando películas a lo largo del año a cargo de don Antonio Potoc como empresario. Tenía éste su confitería en lo que hoy es relojería Nogués, en el Coso Bajo, y en los escaparates colocaba las carteleras. Don Antonio, en estos años, hizo filmar un documental sobre la vida de nuestra ciudad para dar atractivo a sus sesiones, documental que pudimos ver el viernes en la sesión del certamen. Poco más dura el Pabellón de la Luz, pues los dinámicos hermanos Aventín, pioneros de la industria del automóvil, con taller de carrocerías 236

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para la Hispano-Suiza en la calle de Vidania, deciden construir el Odeón. Se inaugura esta sala el 7 de agosto de 1919 y los propietarios «bautizan» el local derramando botellas de champán por el suelo y celebrando alborozadamente con sus amigos el feliz acontecimiento, que termina con la puesta en escena por la compañía Vallejo de Los calabreses y En Sevilla está el amor. En la licencia se apellida al Odeón como sala de cinematógrafo y variedades. Pero en pleno verano no apetece ir al cine en un local cerrado y don José Galindo, propietario del café Universal, el 6 de mayo de 1919 pide y obtiene permiso del Ayuntamiento para proyectar películas desde su casa, Porches de Vega Armijo, 5, a una pantalla instalada en el solar que hoy ocupa Hacienda. Estas sesiones de cine al aire libre debieron de durar por lo menos hasta 1925, pues recuerdo haberlas visto desde casa de don Mariano Pérez Lacruz, hoy Banco Español. No sé si en competencia o por haber fallado don José, el 8 de julio de 1923, don Ricardo Lapetra pide también permiso para hacer cine al aire libre en la terraza del Casino. Don Antonio Pie Lacruz tenía idea de construir un buen teatro que resolviera definitivamente las necesidades de nuestra ciudad. El 5 de octubre de 1917 presenta al Ayuntamiento un proyecto del arquitecto Lamolla que da un aforo total de 962 espectadores. Lamolla diseñó para éste una preciosa fachada de estilo modernista que hemos intentado reproducir como ilustración de esta «Glosa», lo que nos ha sido imposible, pues el plano está dibujado con finos trazos blancos sobre papel azul y no se puede conseguir un buen cliché. De haber sido realizado este proyecto, hubiera cambiado por completo la habitual y conocida faz del Coso Alto. Ignoramos las razones que hicieron abandonar momentáneamente a don Antonio su propósito y vemos vuelve en 1923 a presentar y pedir licencia municipal para un nuevo proyecto del ingeniero don Agustín de Loscertales, avalado por el arquitecto Farina. Esta sala, que es la actual, tiene capacidad para 990 plazas, es indudablemente aún y más en su época una magnífica realización. Se inaugura el 8 de junio de 1925 con la actuación de Miguel Fleta en Rigoletto y la Bohéme. La sala, llena a rebosar y 237

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gentío en la calle que no ha podido entrar. Se empeñan hasta los colchones por asistir y para los que no lo logran en el bazar Loriente hay gran provisión de discos de La voz de su amo, en los que el gran tenor aragonés ha grabado su célebre Te quiero, baturra... Se inicia con la inauguración de este gran cine una buena andadura para el séptimo arte de nuestra ciudad. Olimpia y Odeón en sana y reñida competencia, a la que a temporadas se suma el Principal, se disputan los estrenos. Los hermanos Aventín, más metidos en el arte, van pisando uno a uno los estrenos al Olimpia, hasta que don Antonio se enfada y juega su gran carta: ¡deja sin película un domingo al Odeón! En la puerta del cine de la calle de Fatás se vio el cartel: «Por no haber llegado la película programada, se suspenden las sesiones de hoy». Las películas mudas vienen con carteles y se presupone que los que asisten saben leer, por lo cual en ningún caso actúan los célebres explicadores. En cambio, mientras la proyección y descansos, una nutrida orquesta toca en el foso. En el Odeón manejaba el piano la hija del estanquero Oliván y en el Olimpia mi buen vecino Pedro Bescós (alias Bochorno) y sus compañeros interpretaban fantasías de óperas. El domingo 5 de octubre de 1930, se inaugura el cine sonoro en Huesca. Se apunta el tanto el Olimpia, que proyecta Un hombre de suerte, de la Paramount, hablada y cantada en español. El progreso implica también víctimas y Bochorno llega ese día a casa descorazonado: «¡Con el cine sonoro no hace falta orquesta!». Problema que hace asomar el espectro del hambre a millares de hogares españoles. Los empresarios indulgentes la dejan para actuar en el preludio y entreactos y, así, el día de la inauguración del cine sonoro en el Olimpia, antes de comenzar la proyección, se interpretó la Obertura de Guillermo Tell y de momento todos contentos, aunque los músicos quedan con la mosca detrás de la oreja esperando llegue de un día a otro lo que no tardó en llegar. Los tiempos no eran buenos y no era demasiado el público que acudía al cine, sobre todo en días de hacienda. En el Odeón, para animar había una clac; la capitaneaba el popular Sardineta, que indefectiblemente ocupaba con estruendo su lugar fijo en el ala derecha del «paraíso». Entre los supervivientes de esta pandi238

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Ila, si mal no recuerdo, se halla Algava, hoy dependiente en la ferretería de La Llave. Inmediatamente después de la guerra el negocio tomó nuevo auge. Los hermanos Rin anduvieron buscando terrenos por el Ensanche. En el Coso Bajo se decía que don Salvador Ena estaba proyectando una nueva sala y, para frenar ímpetus, la familia Pie construyó el Avenida en Martínez de Velasco, local que permaneció arios y arios a la expectativa. Más recientemente se llega a pedir licencia para un gran salón de proyecciones en la plaza del Mercadillo e incluso he visto por el archivo un proyecto de 1966, diseñado por el joven arquitecto oscense don Victorián Benosa Górriz, para construir en la parte posterior del Casino un cine de setecientas cincuenta butacas más anfiteatro. Ocupaba este proyecto el actual patio descubierto y el saliente del edificio correspondiente al comedor y antigua sala de billares. Los Salesianos por esta época sustituyen un viejo y entrañable teatrino por el regio salón que ha sido marco del certamen y los colegios de la ciudad habilitan comodísimas salas que proporcionan diversión al alumnado. Ésta es, a grandes rasgos, la historia del cine en nuestra ciudad, una ya antigua ejecutoria con gentes esforzadas y honrados empresarios a los que no tenemos más remedio que rendir testimonio de gratitud. Setenta años son muchos para sintetizarlos en cinco cuartillas. Me he extendido demasiado y presento mis excusas. ¡Ah! y a los que echen en falta el sucedido final, que no se preocupen, ya habrá ocasión. Huesca, a 28 de abril de 1974.

P S.: La relojería de Nogués es hoy Caja España. «Sardineta», danzante del palo, boxeador y ciclista, murió en atropello. El Odeón, cerrado, espera su derribo. El Festival sigue en auge. Huesca, verano de 1994.

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Riñas y pedreas

Tan viejas como la propia humanidad han sido las peleas de muchachos. Si ya los dos primeros jóvenes que habitaron nuestro planeta, Caín y Abel, se sacudieron a muerte, no hay motivo alguno para no pensar que sus sucesores lo seguirían haciendo y que en los primeros tiempos de nuestra ciudad estas lides serían espectáculo diario. Ahora bien, si osáramos hablar de batallas entre los discípulos de Sertorio o de las escaramuzas de niños cristianos y moros, caeríamos necesariamente en conjetura, pues nada dice de ellas la historia, que en ningún caso se detiene a narrar cosas tan pequeñas. A la erudición de Federico Balaguer («Datos inéditos sobre artífices aragoneses», Argensola, 1955) debemos la publicación de la primera noticia histórica sobre estas contiendas. Se trata de un violento alboroto acaecido en 1523 en el que toman parte numerosos alumnos de la Sertoriana. La justicia se ve obligada a intervenir y hasta se hacen detenciones; figura entre los presos un moro, que trabajaba a la sazón a las órdenes de Forment en la labra del retablo mayor de la catedral. De la lectura de este trabajo se desprende que ésta no era la primera ni mucho menos y que la cosa era tan antigua como frecuente. Los estudiantes no iban a la cárcel común pues la Universidad en su recinto la tenía propia, tradición que llega a nuestros días con el más bien simbólico calabozo del Instituto viejo. Los reglamentos de los colegios mayores excluyen a pendencieros y alborotadores y fijan que la menor actividad en este sentido será causa de expulsión, pero a pesar de tanta rigidez batallas, duelos y motines son el 241 Índice


pan nuestro de cada día a lo largo de los siglos de la tradición universitaria oscense. Cadena que no sabemos cuándo empieza, pero que a punto de terminar culmina en 1820 con los sucesos que los universitarios protagonizan durante las ferias de San Andrés. La cosa empieza por la subida del precio en el teatro de la plaza de Santo Domingo y acaba en batalla campal el día 2 de diciembre en pleno Coso, choque armado en el que intervienen estudiantes contra la milicia nacional y el general Perena. Cuando se cierra la Sertoriana, el espíritu guerrero de sus alumnos pasa a los estudiantes de Bachiller que ocupan sus aulas, quienes haciendo honor a sus antecesores organizan riñas y pedreas en las que, si observamos detenidamente, podemos hallar rivalidades y formas de solventarlas que nos hablan de lo que, como decíamos anteriormente, la historia ha callado. A mediados de siglo pasado las pedreas estudiantiles se celebraban en Las Mártires, normalmente con aviso y desafíos previos. No eran mal escenario estos tozales, las ondulaciones del terreno permitían desarrollar un cierto grado de estrategia que culminaba ordinariamente en la toma de las cumbres y desbandada de los defensores. Aunque a veces los bandos en cuestión eran caprichosos, los duelos solían ser entre parroquias (barrios) o bien calles contra otras o Instituto contra escuelas y hasta ricos contra pobres. Es curioso notar, como detalles significativos de antigüedad, en primer lugar el escenario y un hecho tan singular como que el barrio de San Pedro siempre luchase aliado con el de San Martín. ¿Reminiscencia medieval de la debilidad de este último sector, poblado mayoritariamente por moros, que buscaba ayuda en el más fuerte de San Pedro? A lo largo de la historia se ve gran relación entre los dos y es más, al clausurar por ruina la iglesia de San Martín, pasan unos años en que es agregada a San Pedro y así la vemos en un curioso y antiguo mapa que se conserva en el Archivo Diocesano. Por el contrario, Catedral y San Lorenzo siempre luchan solos e independientes. Pocos arios lleva cerrada la Universidad cuando el niño Santiago Ramón y Cajal, alumno del recién creado Instituto General y Técnico, intervenía en estas batallas que recuerda en sus memorias; tan pocos que 242

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su catedrático de Filosofía, don Vicente Ventura, aún había pertenecido a ella. Era este sabio varón desgraciado de físico y tuerto, por lo que se prestaba su faz a la caricatura fácil. Santiaguito, que ya despuntaba como dibujante, trazó con un carbón sobre un muro encalado del paseo de Santo Domingo la efigie del profesor y a continuación, junto con sus compañeros, lanzaron piedras y denuestos contra ella. Acertó a pasar por allí el propio don Vicente, quien se reconoció en el dibujo y tomó tan a mal la acción que, no sólo expulsó de clase por todo el curso a Ramón y Cajal, sino que se negó a examinarlo. El ayudante, que lo hizo, como es natural, lo dejó para septiembre. No muchos años después y creemos que por primera y única vez los cerros de Las Mártires fueron testigos de la más insólita pelea infantil. Acorralados en varias ocasiones los de San Pedro y viéndose impotentes ante las certeras pedradas de sus oponentes, pensaron en modificar la estrategia usando de medios más modernos. El hijo del armero Fisá se encargó de extraer seis pistolas y munición de la tienda que su padre tenía en la Correría y con ellas armó a sus compañeros, entre los que se hallaba Agapito Calleja, luego vajillero en la plaza del Mercado. Cuando empezó la pelea contestaron a la primera andanada de piedras con la correspondiente lluvia de balazos, con lo que los de San Lorenzo salieron pitando abandonando la pelea y por mucho tiempo. Afortunadamente no pasó nada de lo que presumiblemente debía haber pasado. Estoy hablando de hace más de cien años. Más tarde, los escenarios bélicos se acercan más a la ciudad y se van situando en los alrededores del Instituto, cuyos alumnos parecen reivindicar la tradición guerrera. Se lucha en las eras del Cáscaro (hoy Panificadora), en la Montaileta, escalinata que sube de la calle Desengaño a la plaza de la Universidad y finalmente en el Sotico, porción arbolada de la margen del Isuela contigua al puente de San Miguel, que es sitio idóneo para los desafíos a puñetazos. Por estos años el niño Angelito Ferrer, hijo de Matadamas, que con este mismo alias ejerció de soguero en el Coso Bajo hasta no hace muchos arios, le sacó un ojo con el paraguas a un hijo de Aventín. ¿Motivo?, es 243

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fácil de suponer, pues a don Ángel siempre le molestó ser llamado por el apodo familiar. Una vez derruida la vieja plaza de toros en el campo de San Juan quedó una gran explanada en la que, para colmo de bendiciones, aún se alzaban dos casas semiarruinadas. El derribo dejó abundante munición y allí Pepito Cardús y sus amigos se batieron el cobre tomando al asalto las casas que sus defensores protegían a ladrillazo limpio. En una de estas acciones le abrieron la cabeza de un cascotazo a un hijo de don Rafael Gil, médico de la Beneficencia Municipal. Aunque don Rafael encajó bien la chiquillada, debió de hacerlo saber en el Ayuntamiento, pues al día siguiente se presentó en el campo de batalla el popular guardia Chafagüevos, quien, sable en mano, intentó poner orden al grito de «¡Alto a la autoridad!». Una certera pedrada hizo rodar por el suelo el quepis del buen hombre y, ante el aviso, enfundó y se retiró estratégicamente; seguramente pensaría en aquello de que una retirada a tiempo vale más que cien victorias... Al poco tiempo las casas eran derruidas, con lo que la lucha pasaba a campo abierto. Este tipo de batalla requiere gran odio y coraje y su uso quedaba relegado a desafíos con ajenos. Los estudiantes, para sus contiendas particulares, volvieron a las eras de Cáscaro. El lugar se prestaba, ¡nada menos!, para rememorar escenas del asalto a la ciudad y a dos por tres se presentaban con tanto verismo como lo pudieran hacer los cristianos que siglos atrás lo intentaron para liberarla del yugo musulmán. El grupo más nutrido se situaba en el trasmuro y desde allí lanzaban sus piedras contra los de arriba para proteger a los que trepaban por la muralla. En una de estas contiendas cayó de lo alto, fulminado por una pedrada certera, el hijo de don Julio Vicente, juez a la sazón de Panticosa. Aunque pudo ser más, la cosa se redujo a la rotura de un brazo. Hubo su correspondiente escándalo, se abandonó este lugar y las iras se volvieron contra los de San Bernardo, al extremo de que el claustro de profesores creyó oportuno cerrar las puertas del Instituto para que nadie saliera de clase a clase y evitar reyertas en la propia plaza, a donde los de esta escuela acudían puntualmente dispuestos a sacudir al primero que 244

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saliera. De esta época es el profesor don Guillermo Monzón, cura salmantino, hombre de talento y excelente profesor de Latín, quien en un sermón pronunciado en días de estos desatinos comenzó a modo de Catilinaria con el consabido Quousque tandem? `:,Hasta cuándo?'. Don Guillermo, que además de listo era jorobado, un tipo curioso, precursor del «destape» del clero, pues los domingos se vestía de paisano y después de pasear de esta guisa cuando le venía en gana remataba la faena metiéndose en la sesión de moda del Olimpia, con el consiguiente escándalo de beatas y maldicientes. En nuestros tiempos, que fueron los últimos del viejo Instituto de la plaza de la Universidad, la rivalidad se mantenía con los infantes de la Catedral, los escolares de San Bernardo, chicos del barrio de La Malena y entre curso y curso, sin olvidar la de los colegiales de San Viator, Beatos, con los del Santo Tomás, Catetos; los del Instituto éramos Tiritos y, como había muchos que alternábamos un centro y otro, pronto éramos Tiritos como Beatos. Don Joaquín Monrás, profesor de Caligrafía y Educación Física, nos daba tres horas a la semana de esta disciplina, precisamente en el campo de San Juan. Hombre ordenado y sistemático, nos hacía pasar el primer cuarto de hora limpiando de piedras el suelo. Él mismo, a pesar de no ser por entonces nada joven, predicaba con el ejemplo y se agachaba una y mil veces en su cívica labor. Lo que no sabía don Joaquín era que nuestras piedras siempre iban al mismo sitio: a los depósitos de munición de nuestro lado, con lo que obteníamos una ventaja en el aprovechamiento frente a los de La Malena, que, capitaneados por el Chuletas y el Monjero, nos hacían correr más de una vez. Si el erudito Balaguer, que a pesar de su apariencia pacífica no estuvo del todo ajeno a los sucesos del Cáscaro que motivaron la rotura del brazo de su compañero Vicente, nos ha dado la primera noticia de riñas estudiantiles, yo como buen discípulo voy a darla de la última que cerró, por decirlo así, las que durante siglos se fraguaron en el vetusto caserón de la plaza de la Universidad.

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Fueron protagonistas dos tan excelentes personas como aplicados alumnos: Carmelo Vinué y Atilano Omella. Atilano, hoy secretario del Ayuntamiento de Monzón, llegó al Instituto y se incorporó a un grupo que llevaba varios cursos que él había hecho por libre. A fuerza de estudio y sacrificios logró adelantar un año y pasó al nuestro. No cayó muy bien esto a sus compañeros, especialmente a Carmelo Binué, que indudablemente era un superdotado. Nunca falta quien eche leña al fuego y la rivalidad tomó tal carácter que enfrentó a ambos cursos. Un quítame allá esas pajas fulminó el desafío de Atilano y Vinué en el Sotico, como era de rigor. Allí bajaron los dos cursos con su respectivo líder a la cabeza. Yo, como llevaba gafas y esto me daba cierto grado de neutralidad, opté por quedarme con unos pocos y entrar en clase. Era ésta de Preceptiva Literaria y la daba don Luis Mur. Casi al acabar oímos gran alboroto en la plaza y cuando salimos ya traían hacia el hospital, que entonces estaba enfrente, a Vinué con la cara ensangrentada. Por la cuesta de San Juan subía Atilano orondo, rutilante y triunfal al frente de la multitud de sus incondicionales. Antonio Crespo Bernués, vuelto hacia el grupo, gritaba hasta enronquecer: «¡Viva Atilano!». Y todos respondían atronadoramente. ¡Cuarto había triunfado! Y del triunfo surgía el ídolo, al que se respetaba y admiraba. Hasta se le compuso un himno con música de una milonga muy pegajosa y prodigada por entonces que, poco más o menos, comenzaba así: «A Atilano, que es un gran chico, un monumento le vamos a hacer...». La sangre no pasó de los algódones con agua oxigenada que el practicante Nogués, siempre en la brecha, aplicó sobre los rasguños del vencido Carmelo. Milano, noble y generoso, se ofreció a acompañarlo a casa, acción muy comentada, y aquí sin más pena ni gloria que las narradas sin querer y sin saberlo cerramos un capítulo de la historia local. El curso siguiente ya no estaba el horno para bollos; los guardias de asalto merodeaban y en España sucedían cosas más importantes que nuestras pequeñas disputas. Después: la guerra. La primera víctima, Carmelo Vinué, que murió de un balazo en la frente defendiendo Morana, no muy lejos del Sotico. Ya no podríamos reunirnos hoy todos los de aquella jor246

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nada. Antonio Crespo, vocero del curso, falleció, como Andrés Biescas y otros. Don Joaquín Monrás, don Luis Mur, don Ricardo del Arco, don Basilio Laín, don Modesto Trinidad Fernández, alias Calamocha, y don Benigno Baratech ya no son sino piadoso recuerdo. Por eso, para nuestra generación quizá no haya estado mal que el viejo Instituto se haya convertido en Museo, al fin y al cabo los museos no son sino los templos del recuerdo. Con esto acababa mi artículo de hoy, pero esta mañana al salir del Ayuntamiento me he topado con Mariano, bedel de esta época y amigo de siempre. Le gusta que le recuerden y me ha dicho: «¡Cómo te acuerdas de mí cuando escribes, eh!». De ti me acuerdo cuando escribo y cuando no escribo y para que lo veas hoy mismo he estado toda la mañana pensando en ti, pues el artículo de hoy es sobre el Instituto y hasta saco a relucir la riña de Atilano y Vinué. ¿Te acuerdas?». «¡No m'hi d'acordar! ¡Calla! ¡Calla!», me ha contestado sin sacar la mano del bolsillo como hace cuarenta arios y apurando con la otra la colilla que ya por entonces apuraba. «¡Qué barbaridad! ¡Mia que eran formales y, sin comé-lo ni bebé-lo...!». Una vez más, Mariano, con este sabio comentario, ha dado la hora y ahora como entonces la hora en boca de Mariano es punto y final. Huesca, a 19 de mayo de 1974.

P S.: En el Instituto, siguiendo la tradición de la Universidad, el bedel abriendo la puerta del aula gritaba « ¡La hora! », indicando el final de la clase. Huesca, verano de 1994.

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Riñas políticas

No voy a intentar en el marco de este artículo hacer la historia completa de las riñas que por cuestiones políticas se han dado en nuestra ciudad a lo largo de los siglos. Tal propósito entrañaría años de trabajo, montañas de papel y posiblemente cuando se creyera concluido aparecería material para escribir otro tanto, en una ciudad donde 70 arios antes de Cristo Perpena asesina a Sertorio, resolviendo una fuerte papeleta política al Imperio Romano, o en la que doce siglos más tarde suena la cruenta campana de Huesca; en la que en pleno siglo XV los Gurreas y los Urriés andaban a lanzazos por la plaza de la Catedral o las mesnadas de los primeros robando dulas y saqueando las iglesias de la comarca, obligando a exclamar al que lo narra: «Los bárbaros guardan más honra a sus mezquitas que en esta tierra guardan a Dios y sus servidores». Claro que sus «servidores» tampoco se están quietos, pues cuando en 1497 a Fernando el Católico le preocupa la enemistad de Guillem Jaime de Figueroa y Tomás de Anzano, señor de Siétamo, e intenta ponerlos en paz, responde el citado señor de Siétamo entre otras razones que el dicho don Guillem y mosén Juan Raga le han herido y a traición. Cosas como éstas a cientos se hallan citadas por los historiadores locales, así como hechos y luchas en épocas tan delicadas como el reinado de Felipe II, con la espinosa cuestión de Antonio Pérez, en la guerra de Sucesión, en la Francesada y a lo largo de todo el siglo XIX, pleno de disputas y batallas entre milicianos nacionales, absolutistas y carlistas. El primer cuarto de nuestro siglo, si bien sin la violencia de los reseñados, tiene a diario problemas y discusiones que no siempre acaban en palabras. Son los arios de la omnipotencia del cacique: don Manuel Camo 249

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Nogués. Años en lo que es motivo de preocupación para los varones preclaros de la ciudad la rivalidad entre éste y don Pepito Lasierra. Don Pepito tenía su casa donde ahora está la fonda de la Paz y Camo su botica en la acera de enfrente, tienda que hoy ocupa la zapatería Rima. Simbólicamente el embarrado Coso era la frontera de su aversión. Cada vez que el furibundo don Pepito avistaba a don Manuel, alzaba con aspavientos su bastón y se abalanzaba hacia él. Nunca faltó en estos largos años de rivalidad un buen amigo que le detuviera y, a pesar de ser la escena muy frecuente, siempre quedó en aparatoso blandir de bastones, forcejeos y peticiones de serenidad. La tan oportuna como creo que deseada intervención de los pacificadores hizo que nunca tuvieran ocasión estos sesudos contendientes ni siquiera de ensuciar sus zapatos atravesando el Coso, con lo que lo que pudo ser sangriento incidente quedó en polémica de acera a acera. Claro que no siempre estas cosas se resolvían con aspavientos, pues en una ocasión en que el flamante requeté local venía en correcta formación de hacer sus prácticas militares en San Jorge y fueran abucheados por los liberales, que contemplaban el marcial desfile desde los Porches, no tuvieron inconveniente en romper filas y liarse a tiros con ellos, provocando además de la indignación cívica un herido grave por lo menos. Por curiosa coincidencia un homónimo de don Pepito, el estudiante de Magisterio José Lasierra, figuraba en la briosa formación. Don Manuel Camo, como todos los hombres polémicos, tuvo tantos fervientes e incondicionales admiradores como encarnizados enemigos. El Diario de Huesca, que inició su publicación en la Imprenta Pérez, en uno de los avatares políticos rompió con esta antigua y acreditada casa y puso imprenta propia. Para llenar el hueco producido, la familia Pérez lanzó a la calle El Porvenir, diario que aunque se titulaba independiente era de clara orientación anticamista. Fue su director el fallecido Carmelo Pérez Barón, periodista de gran valía, y en su redacción trabajaron firmas tan sonadas como don Manuel Banzo Echenique, don Lorenzo Vidal Tolosana, el catedrático don Francisco Cebrián y un joven, casi un niño, don José María Lacasa Escartín, único superviviente de este batallador 250

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grupo, persona inteligente, caballero de pies a cabeza y verdadero archivo, al que no pocas veces me veo obligado a recurrir. Huesca estuvo tiempo y tiempo sin guarnición; en la ciudad se decía que tal hecho se debía a la enemistad de Camo con altos mandos del Ejército y cuando en 1911 falleció don Manuel el Directorio liberal que le sucedió en el poder puso especial interés en borrar este mal recuerdo e inició laboriosas gestiones en Madrid para que la ciudad recuperara su condición de plaza guarnecida. Viajes y más viajes con promesas bajo el brazo, promesas que al paso de los años quedaban sólo en eso: en promesas. El Porvenir apuraba en este sentido sus ataques y, en ocasión de la clásica y tradicional inocentada, insertó uno de estos años la noticia de que por fin el Gobierno había concedido la construcción de los cuarteles en Huesca. Completaban el fingido telegrama de Madrid una serie de adhesiones de todos los miembros del Directorio, en las que la redacción había cargado bien la dosis de sátira, incluyendo como colofón un mensaje de ultratumba de don Manuel Camo. Esto indignó al Diario de Huesca, que replicó airado, considerando de muy mal gusto el escarnecer la memoria de su antiguo jefe, y parece que en la réplica se personalizaba algo contra los Pérez. Jesús Pérez Barón, que era como aún es hombre de armas tomar, sin encomendarse a Dios ni al diablo se fue a por el director del Diario, que creo era entonces don Rafael Serrano, maestro de Lupiñén, y le pidió explicaciones, explicaciones que como es de presumir acabaron en bofetadas y alboroto enfrente de la imprenta Martínez. El director de El Porvenir, ajeno a lo que ocurría, se hallaba tranquilamente en el Casino Independiente (primer piso del Banco Aragón) cuando alguien le avisó de que tenían a su hermano rodeado los del Diario y que le iban a pegar. Corrió Carmelo a prestarle ayuda, ayuda que poca falta le hacía, pues la realidad era que Jesús se había parapetado contra la pared, no sé si simulando o en realidad con una pistola en la mano (se lo pueden preguntar a él, que aún está bien flamenco) y tenía a raya a todo el grupo, permitiéndose el lujo de decirles que se acercaran si tenían narices... No le dio al pobre Carmelo tiempo ni de entrar en el grupo, pues cuando se intentaba acercar le sacudieron un bastonazo y le 251

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abrieron la cabeza. Malas lenguas lo atribuían a un hijo de don Manuel Batalla, activo miembro del Directorio. La sangre disolvió esta vez la pelea y Joaquín, que ya estaba en mi farmacia, tuvo que preparar urgentemente una antiespasmódica doble para doña Feliciana Barón. Y puestos en relatar peleas dejaremos que don Raimundo Vilas, de su propio puño y letra, narre la que tuvo con don Manuel Bescós Almudébar (Silvio Kossti) con ocasión de ver luz la polémica obra de éste Las tardes del sanatorio y la consiguiente crítica, no muy galante, que insertó de este libro El Alma de Garibay, semanario integrista. Dice don Raimundo en su carta abierta: «... Impúlsame a tomar esta determinación lo ocurrido el martes último (agosto de 1909) en la calle de Herrerías, entre el conocido autor de Las tardes del sanatorio, don Manuel Bescós Almudébar, y el que suscribe, cuyo suceso es ya del dominio público. Nadie mejor que usted (se refiere al director) debe de saber que yo no he tenido arte ni parte en las acertadas críticas que de tan condenada obra ha hecho su respetable semanario y sin embargo de ello, como no han debido ser del agrado de dicho señor, encaróse conmigo el día citado, exigiéndome una cosa que no estaba en mi mano concederle, cual era la de que ustedes no volvieran a ocuparse de su persona, agregando que si volvían a hacerlo me haría velis nolis responsable de cuanto pudiera acontecer. Esto ya es otra cosa, dije yo entonces para el cuello de mi camisa, y como mi única satisfacción en este mundo consiste en poder ayudar a los buenos y legar a mis hijos algún buen ejemplo que imitar, en descargo de mi conciencia, por los muchos males con que haya podido escandalizarles, no vacilé un momento en aceptar la responsabilidad, ya que esto podía complacerle, proporcionando algún lenitivo a su corajina, y tal como lo pensé hube de manifestarlo en alta voz. A esta manifestación contestó mi airado interlocutor que si yo no era el culpable podría transmitir los palos (sic) que recibiese al que lo fuera y, acordándome yo entonces de que las monedas falsas que se reciben no es justo hacerlas circular, sino devolverlas al que las ha entregado, añadí: "A quien los transmitiré será a tus costillas". Aquí fue Troya, señores; oír tan razonada respuesta y subírsele la sangre al jipijapa que cubría su cabeza fueron simultáneos. Levantó frenético su diestra y en menos que canta un gallo, antes de que yo pudiera 252

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ponerme en guardia, descargóla sobre mi pobre sombrero armado, que sin lanzar siquiera un débil gemido rodó por los suelos hecho una lástima. Enarbolé seguidamente mi bastón para contestar al argumento que mi sombrero no entendió por muy contundente que fuese y, al interponerse entre ambos los vecinos de las tiendas contiguas y transeúntes, quedó mi acción paralizada en los aires y tuve que enfundar la respuesta...». Suponemos que al poco tiempo volvería a reinar la paz entre los contendientes, pues una verdadera y sincera fraternidad unía a sus familias, ya que por causa de la guerra carlista comieron el pan del destierro juntos en el sur de Francia don Sixto Vilas, hermano de don Raimundo, don Francisco Bescós Lascort, padre de Silvio, y mi abuelo don Manuel Almudébar Vallés, y la amistad amasada en la amargura, aunque tenga sus lapsus como éste acontecido en la popular calle de Herrerías (San Orencio), es difícil de romper. Para terminar y por curiosa, relataré la que ya en los años treinta durante el período radical de la última República tuvo lugar en la puerta de la Diputación y a mediodía. Don Mariano Bueno (capitán retirado) era por entonces diputado provincial, junto con otros compañeros del partido lerrouxista; por una zancadilla política fue destituido uno de ellos, nada menos que don Sixto Coll, republicano de nacimiento y santón local de los radicales. Si mal cayó en el seno de la Corporación este cese, peor aún su sustituto, don Enrique Bayo. Hubo protestas y se llegó a considerar al nuevo diputado como intruso y de estos líos surgió la pelea, que no pudo ser más pública ni espectacular: ¡dos diputados a bofetadas en la puerta del Palacio Provincial! Mientras se sacudían ante la estupefacción de la gente, que no se atrevía a intervenir, acertó a pasar por allí un guardia civil de uniforme, quien se vio en la necesidad de actuar. Bueno peleaba en mangas de camisa, sin duda porque estaba de esta manera sentado en el Flor cuando se inició el incidente. El guardia instintivamente dio la razón al enchaquetado Bayo y en los forcejeos le propinó un fuerte puñetazo al que supuso descamisado agresor. La cosa fue fulminante, pues los dos diputados se indignaron de tal manera que dejaron de sacudirse y se volvieron a una contra el pobre guardia, lo pusieron como un trapo y, por si 253

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fuera poco, muy airados, lo llevaron a Comisaría por pegar a un capitán y además diputado. Y es que, señores, meterse a redentor tiene siempre sus riesgos y si no que se lo digan al pobre señor Escudero, ferroviario retirado. «¡Un santico!», como decía Manoleta Alós a su compañero de Horas Santas. «¡Fíjate si será bueno que, a pesar de ser de éstos del tren, va a misa...». Un buen día, camino de la Compañía, sorprendió nuestro hombre a dos mujeres riñendo frente a la lechería de Alpargán. Se interpuso bastón en mano y trató de separarlas. Las pendencieras, sin duda por miedo a derribarlo —era ya muy viejo—, interrumpieron los hechos, pero con él en medio pasaron a las palabras. Se conoce que una de éstas debió de ser demasiado fuerte, pues la receptora del insulto alzó la lechera para darle en la cabeza a la otra; ésta para librar el golpe hizo el mismo movimiento y las dos lecheras chocaron en el aire, poniendo al señor Escudero blanco de leche desde la gorra a los zapatos. «¡Allá os matéis, alcahuetas, malas zorras!...», iba diciendo el pobre viejo mientras volvía chupido a su casa por el callejón de la Palma. «¿Quién m'habrá hecho meter ande no me llaman?», decía resignado, sin darse cuenta de que «si se había metido» era porque se «tenía que meter», pues no en vano mi sabia amiga Manoleta decía que era santo y el ser santo indudablemente tiene sus obligaciones. Huesca, a 26 de mayo de 1974.

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De cómo por amor también se riñe

Amor y galanteos siempre causaron lances. La humanidad, de antiguo, ha tomado en serio este delicado asunto y por cruel paradoja el amor ha sido causa de grandes y graves odios. Amores imposibles, amores contrariados, amores burlados, amores inconfesables, terceros en discordia, raptos y adulterios con final violento llenan páginas de la historia local. Bien es verdad que toda regla tiene su excepción y a veces lo que siguiendo la consueta debería acabar en drama se soporta con resignación, cuando no con jolgorio. Es aquí de aplicación la doctrina sustentada sobre este punto por un célebre cornudo local, ya fallecido, que en descargo de su triste situación decía eran los cuernos en el hombre como los dientes, «que cuando salen duelen y luego sirven para comer». De esta pía resignación debieron de usar dos encopetadas damas oscenses del siglo XII, pues según vemos en el Libro de la Cadena (escritura número 948) los hermanos don Artal y don Portolés de Foces constituyen hermandad de bienes con consentimiento de sus esposas, pactando que, muerto uno de ellos sin hijos, pase su parte íntegra al otro. Exceptúan del pacto una heredad de Lorbés que legan «ad nostros filios bordes»; al no especificar cuántos, pensamos serían tropel, cosa que por otra parte no debió de preocupar mucho a sus legítimas esposas, que autorizan con su firma el documento en mayo de 1180. En el siglo XIV los raptos y engaños están en nuestra ciudad a la orden del día y hacen que el Concejo se dirija a don Pedro IV solicitando ponga coto a estos excesos. El rey dicta un privilegio en el año 1345, en que fija que todo el que se case con hija de ciudadano de Huesca sin consentimiento de sus padres o tutores pierda la cabeza, cosa que, leída así a 255

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primera vista, no parece muy extraña, pues normalmente el perder la cabeza es condición previa a todo matrimonio. Pero don Pedro no se refería a esto, sino a perderla de verdad y de una manera definitiva bajo el hacha del verdugo. Incluye este privilegio una cosa muy sabrosa en la que se dice: «Si se probara en la seducción hubiera mediado algún doméstico, córtesele la lengua irremisiblemente», procedimiento expeditivo y muy práctico para que al menos de palabra no pudiera el alcahuete actuar en posterior tercería. Pero, a pesar de la horrible amenaza, los seguidores de Lenón nunca se han amilanado y la ciudad entonces, como siempre, contó con verdaderos especialistas en el arte. Así, vemos que Balaguer cita en tiempo de los Reyes Católicos a una tal «Aynes» o Inés, con ejercicio en la plaza, en cuya casa y en agosto de 1482 se protagonizan los hechos: «Tres vecinos asaltaron la casa de la Aynes, la cual gritaba pidiendo ayuda, los mencionados entraron mientras ésta seguía gritando y pidiendo ayuda. Después de un rato salieron los individuos y también la vecina, que se lamentaba llorando de que los vecinos no habían acudido en su auxilio y que no solamente habían penetrado en su casa sino que le habían pegado». El promotor del asalto resultó ser un tal Ara que declaró que había violado la casa y había golpeado a Inés porque le había prometido llevarle una mujer a su casa y nunca cumplía la promesa. Sin duda, el tal Ara perdió la paciencia ante las dilaciones de la «tercera» y decidió resolver la cosa por su cuenta, como ya lo habían resuelto hacía tres años Nebot y Juan Espadero, «que con espadas y lanzas asaltaron el burdel de la ciudad», provocando una algarada que pasa a la historia. No mucho después Pedro Magón lega en testamento 50 florines a María Fariza «para que enmiende su vida» e incluye una cláusula perdonando a los que lo hirieron. El pobre Pedro Magón, a juzgar por sus últimas voluntades, bien pudiera ser el primero que consta en los anales de la ciudad como «cornudo y apaleado», pues muere por causa de sus amoríos, deja a la causante 50 florines y perdona a sus asesinos. ¿Enmendaría

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María Fariza su vida o se gastaría alegremente los florines con los que mataron a su amante? Claro es que todo esto sucedía en el siglo XV y que la cosa con el tiempo se fue suavizando, al extremo de que es difícil hallar en los últimos siglos rastro de un crimen pasional en nuestra ciudad, cosa por el contrario muy frecuente en la provincia. Por este motivo fue comentado el lance de un joven practicante ardientemente enamorado de una estudiante de Magisterio en el colegio de Santa Rosa, que por entonces albergaba la Escuela Normal. Desairado el «Romeo» ante la indiferencia de su amada, resolvió llevar el asunto por lo trágico y planeó un drama pasional que hubo de acabar en celebrado sainete. Preso de los nervios, fue a buscarla a la salida del colegio y blandiendo una navaja no acertó a decir otra cosa que «¡Me quieres o te puncho!». Como la cortejada no prestó la menor atención a la furibunda amenaza, le punchó, poco pero lo suficiente para levantar una gran polvareda y para quedar rebautizado de por vida con el remoquete de Tepuncho. Son los años del romanticismo y de los desafíos amorosos, que casi nunca acaban en sangre, al menos por estas latitudes. Típico ejemplo es el que protagoniza don Santiago Ramón y Cajal en sus primeros arios de estudiante en Zaragoza. Enamorado de una señorita que no conoce, sino de verla tras el balcón, tropieza con otro estudiante que también la ama. Como uno de los dos «sobra», conciertan un duelo a muerte, que no llegó afortunadamente a ese extremo; salió airoso don Santiago, que además renunció caballerosamente en favor del otro, desde entonces gran amigo. La señorita, como para poner un fin más novelesco al asunto, falleció de tuberculosis al poco tiempo. No voy a contar aquí ni el robo de las cucharillas de plata ocurrido en casa de la Helia ni los destrozos de sus célebres muebles de caoba ni mucho menos las sangrientas trastadas con que el Monjero tuvo atemorizadas a dueñas y pupilas de los aparroquiados lupanares oscenses, pues además de ser tema vidrioso ocuparía demasiado espacio. Seguiré con un sucedido relevante de la galantería de los años veinte. Llegó a Huesca por estos arios un nuevo general gobernador militar, con tres despampanantes 257

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hijas. Desde el instante de su llegada a la ciudad fueron sometidas a sitio por tres «tenorios» locales: Luis Giménez Hermosilla, Maximino Aldea y mi tío Jesús Llanas. Era el primero distinguido y guapo; el segundo, al que todos hemos conocido, pues falleció no hace mucho, además de bien parecido era el súmmum de la elegancia, detalle que conservó toda su vida, y mi tío, que reunía todas las cualidades de los dos además de ser doctor en Químicas a los 21 años, era pendenciero por naturaleza. No hay que decir que las hijas del general se vieron muy complacidas con su compañía y esto parece motivó alguna envidia al no menos apuesto galán señor Benimeli, hijo de un alto funcionario de Hacienda que, además de guapo y de no irles a la zaga en elegancia, tenía aficiones periodísticas y valiéndose de ellas publicó en un diario local una gacetilla de sociedad que tituló «Horror, terror y pavor o las hijas del gobernador». Mi tío Jesús, tan pronto leyó el articulito, se encaminó al Casino a por Benimeli, con quien se topó en la terraza. Las bofetadas suplieron explicaciones y no faltaron, como es natural, los clásicos y sufridos amigos que los separaron, quedando, si bien de forma no muy elegante, zanjado el incidente. Sin apasionamientos familiares y por lo que he oído, Benimeli no dijo gran mentira, pues aunque las imperfectas eran aparatosas de tipo y muy vistosas sus caras dejaban mucho que desear. También por entonces era asiduo del Casino otro agraciado joven, el confitero Soler, al que muchos conocimos ostentando durante largo tiempo el cargo de teniente de alcalde. De buen físico y mejores modales, debía de hacerle la competencia también a mi tío Jesús, pues siempre estaban zarpa a la greña, como por aquí se dice, con gran disgusto de sus familias, entre las que existía una gran amistad. Nada pudieron ni las recriminaciones de mi abuelo ni las de don Antonio Soler, preocupados por esta rivalidad que ni siquiera logró encalmar la intervención de Joaquín Roig, profesor de música de ambos. Sin cumplir los veinticinco años murió mi tío y por fatal coincidencia Agustín Soler, mejor músico que él, hubo de tocar el violín en el funeral, que como se acostumbraba por entonces fue a capilla y orquesta. Como nunca faltan gentes de mala sombra hubo quien le dijo: «¡Qué a gusto rascas hoy, Agustín! ¿Eh?». El pobre se quedó muy contrariado por la impertinencia y contestó: «¡Más me 258

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gustaría poderme pegar hoy con él que verlo en la caja!». Más de una vez, en la trastienda de su casa, me recordaba esto y casi se le saltaban las lágrimas, pues, como siempre me decía: «Aunque éramos como el perro y el gato, nos queríamos». Lo más triste de estas lides es cuando uno no tiene arte ni parte en ellas y se ve obligado a cargar con las consecuencias, como le pasó a un viejo amigo, ya fallecido, solterón empedernido, que resolvió un buen día echar una cana al aire con la alegre colaboración de unas cuantas señoritas de la calle de Pedro IV. Preparó un cesto de suculentos manjares y en el coche de Navarrico, hombre muy discreto, se encaminó a Almudévar a pasar el día en una casilla del canal, cuya llave poseía. La cosa no se podía presentar mejor: sitio alejado, buena comida, mujeres y juerga, pero las cosas a veces se tuercen y en este caso a mi amigo se le torcieron del todo. Un mozo que vio desembarcar el género fue a avisar y a los dos minutos ya estaban alli todos los jóvenes y viejos del pueblo francos de servicio, entraron en la casilla, arramblaron con las zorras y en volandas las llevaron a las bodegas, que tampoco son mal lugar para una juerga, y alli se armó la de san Quintín. Las mujeres, cuando se enteraron dónde estaban sus maridos e hijos, fueron hacia la casilla dispuestas a echar al canal al defraudado juerguista, que tuvo que salir por pies y arrear con el Navarrico para Huesca, dejando allí comida, zorras y, como es natural, su elaborada juerga para otra ocasión. Y es que, como decía al principio, amor y palos, aunque sean cosas opuestas, suelen juntarse muchas veces y, si no, que se lo digan a mi viejo amigo. Huesca, a 2 de junio de 1974.

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Bastones y varas

Revolviendo en un viejo armario hallé el otro día mi bastón. Dirán ustedes que aún soy joven para haberlo usado, pero es que allá por los años veinte una efímera moda obligó a los niños elegantes a llevarlo bajo el brazo. Cuando mi hermano mayor hizo su primera comunión, don Narciso Berges, acreditado sastre zaragozano y propietario del no menos acreditado establecimiento El Progreso Infantil, siguiendo sin duda los dictados de París le encasquetó un abrigo cruzado y un estupendo bastón y de esta guisa, sin más signo externo que un gran lazo blanco con ribetes dorados pendiente de su manga derecha, se acercó a recibir el Pan de los Ángeles. Como es natural, a pesar de ser el día más feliz de su vida y de los propósitos de santidad que le arrancó mi tío Higinio Lasala en su inflamada plática, por el uso del susodicho bastón hubo su correspondiente trifulca. La bondadosa Florinda Uriz, testigo de la pugna, resolvió el litigio haciéndome enviar desde casa del propio don Narciso el que el otro día flamante e impecable hallé revolviendo en el viejo armario. Era o, mejor dicho, es mi bastoncico, pues se conserva como el día que lo estrené, de bambú amarillo. Su empuñadura: una cabeza de perro labrada en durísima madera. Oprimiendo un resorte colocado en el cuello del can deja entreabrir éste una feroz boca, pintada de colorado. Declinaba en esta época el uso del bastón por las personas mayores y quizá algún fabricante lanzara esta idea para el atuendo infantil al objeto de compensar las pérdidas que el abandono de la moda decimonónica imponía al entonces aún importante comercio de este artículo. 261

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El bastón es utensilio prehistórico al decir de algunos tratados y rara es la civilización que no ha usado de él, lo que le confiere cierto signo de autoridad. Las ordenanzas municipales de los siglos XV y XVI prescribían el derecho al uso de varas por los diferentes cargos de la ciudad y matizaban el color, materiales y el tamaño correspondiente a cada oficio. Así, vemos que la vara del justicia debería ser negra y de vara y media, la del zalmedina blanca y la del almudatafe de cuatro palmos y de plata sobredorada. Estas antiguas varas, reducidas en longitud y más aún en grosor, son las actuales varas o bastones de mando que portan nuestras autoridades. Hasta hace pocos años, el municipio oscense concedía el uso de vara a los tenientes de alcalde, costumbre que se suprimió. El siglo pasado es sin duda el siglo de oro del bastón. Nadie que se preciase de ser algo podía salir a la calle sin él. Médicos, abogados, licenciados y personas de posición lo usaban, desde sus años mozos, como símbolo de su rango. Por esto no es extraño que, siendo el bastón indispensable y el siglo XIX tan propicio a los inventos, proliferaran los más extravagantes modelos y así se puede decir que los caprichosos pudieron adquirir y usar los artilugios más variados en forma de bastón. He conocido desde el corrientísimo «bastón estoque», en el que liberando el mango quedaba sujeto a éste un feroz acero, hasta el inocente «bastón vaso», que al desenroscar su empuñadura aparecía un vasito metálico largo y estrecho, pero suficiente para con toda comodidad degustar la fresca agua de una fuente al final de un buen paseo, pasando por el utilísimo «bastón paraguas»; el «bastón licorera», prodigado por don Jaime de Mora en sus espectaculares apariciones en público; el «bastón asiento», al que se adaptaba un sillín en el mango y que causó furor en las carreras del «Derby»; el «bastón escopeta», con el que en una inocente caminata el paseante podía volver a casa con un par de perdices; el «bastón brújula» o «anteojo», compañero ideal de excursionistas; el «bastón silbato», para llamar al cochero; el nunca bien ponderado «bastón rosario», con las cuentas grabadas en relieve en cinco estrías a lo largo del mango, con el que los piadosos podían rezar esta devoción sin denotar que lo hacían, o 262

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los «bastones tralla y fusta», de gran aplicación en esta época, en que el caballo era el medio común de transporte, e incluso, pásmense ustedes, el «bastón hidráulico», que mediante un embolito colocado en su parte alta aspiraba agua a lo largo de su caña permitiendo a su feliz propietario beber agua de pozo o río sin agacharse. Todo esto sin contar con los que se traían de matute de Filipinas, en los que bajo su inocente empuñadura y tras retirarla mediante secreto mecanismo aparecían unas escenas labradas que ríanse ustedes de los llaveritos esos que compran los «celtíberos» cuando salen al extranjero. Con tanta clase de bastones lógico era que en casi todas las casas hubiera su correspondiente bastonero, soporte mural ranurado donde se colocaban las diferentes clases para que el propietario, al salir de casa, eligiera el adecuado para la ocasión. Empuñaduras de oro, plata, marfil, planas o curvas, largos y gruesos diferentes y, como decíamos, algún ejemplar de los descritos, que se agrupaban en el común denominador de «fantasía». Como quiera que por necesidad pocos los usaban, no era extraño que los vigorosos caballeros le dieran uso más contundente y, así, vemos que hasta bien entrado nuestro siglo son frecuentes los bastonazos en la calle, en Casinos, en Corporaciones y hasta en el mismo Congreso de los Diputados. He omitido los bailes, pues las ordenanzas municipales, al menos las de Huesca, prohibían asistir a ellos con bastón a los paisanos y con sable a los militares. Aún está en vigor el precepto de la ley electoral en que se prohíbe acudir a votar con bastón o paraguas, que para los efectos de romper una urna tiene la misma aplicación, prohibición derivada sin duda de este uso no ortodoxo del báculo. En estos años hay bastones que hacen historia, como el que descargó Silvio Kossti sobre el sombrero hongo de Raimundo Vilas o el que recibió Carmelo Pérez Barón, director de El Porvenir, en las Cuatro Esquinas, o como los que repartieron los hermanos Campaña, que por cierto se apellidaban Guillén, en el memorable rosario de la Aurora del Domingo de Carnaval de 1910, al ser provocado el cortejo por unas irreverentes máscaras. No menos célebre fue la «estilográfica» con la que asistía el zapatero Zaballos a los partidos del Huesca Club de Fútbol, un descomunal garrote 263 Índice


que además solía usar en la mayoría de los encuentros y no para apoyarse precisamente y que a puro de visto se vio obligado a sustituir por un paraguas con el eje de hierro macizo, que para los efectos era tan contundente o más. Lo que no parecía tan claro era que lo llevara los días de sol, pero como era hombre de pocas palabras y muchos hechos no hubo quien le pidiera explicación. Célebre fue también el de don Pepito Lasierra, que se alzaba como magnetizado ante la presencia distante de Camo, como narramos en «Glosa» pasada. Don Pepito, como los señores de su tiempo, poseía su correspondiente colección de bastones. Para sus frecuentes viajes de «ilustración» a Barcelona gustaba de usar el «bastón estoque». ¡Nadie sabe lo que puede suceder en un viaje! Y don Pepito era hombre prevenido. Gustaba pasear por el zoo en la Ciudad Condal llevando de la mano a su hijita, a quien explicaba con todo lujo de detalles las características y hábitos de cada uno de los animales. Hicieron en una ocasión alto ante la jaula del Abi (`abuelo'); siempre hay en este zoo un elefante que se llama Abi, pues supongo que el que protagonizó la hazaña por razón de los casi cien arios transcurridos no sería el que hace unos años conocí en este lugar con el mismo apelativo. Entusiasmado, don Pepito indicaba a su hija con su bastón-estoque cómo los elefantes se servían de su aditamento nasal para coger las cosas, como si entendiese lo que de él se decía, demostrando su destreza alargó la trompa y arrebató el bastón a don Pepito, lo partió en dos y se lo tragó. Miró a un lado y otro nuestro ilustre paisano y, después de recomendar a la niña «¡De esto no digas nada a nadie, hija mía!», abandonó el zoo a toda prisa. Volvió al día siguiente y, viendo al Abi en su lugar habitual sano y salvo, marchó más tranquilo. Siguió visitándole a diario y el Abi no daba muestras de menor trastorno. Pasados unos días y ya sosegado al ver pasado el peligro, preguntó a uno de los cuidadores sobre la comida que se le daba y el guarda dio toda clase de explicaciones, insistiendo: «Éste come de todo. ¡Fíjese que el otro día echó lo que usted no se puede imaginar! ¿A que no sabe qué echó?». Don Pepito fingió la más completa ignorancia y el guarda aclaró: «¡Nada menos que un bastón de estoque partido en dos!». «¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad! ¡Vámonos hija, vámonos!», exclamó don Pepito simulando horror y marchó con 264

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su hija a toda prisa, antes de que la niña tuviese ocasión de descubrir, con su ingenuidad, el misterio. Quién sabe si la voracidad del Abi libró a nuestro irascible prócer de algún futuro compromiso. Pasó ya a la historia el bastón, como pasaron sus incondicionales compañeros el sombrero hongo y el canotier y cuando hoy vemos a alguien con bastón no hay más opción que pensar: o se ha roto una pierna o malorum causa..., pues nadie lo usa por lujo o capricho. Claro que esto ocurre ahora, que por aquellos años bien pito bajaba por la Costanilla de Arnedo un virtuoso y honorable hacendado oscense, al que seguía la mandadera de Casa de la Carmen, voceando: «¡Don Fulano, que se ha dejau olvidau el bastón!...». Huesca, a 2 de febrero de 1975.

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De cuando la luz nos llegó por vía eclesiástica

El otro día mi gran amigo don Antonio Durán me expresaba sus temores de que no pudiera ser de nuevo instalado el órgano de la catedral, pues el presupuesto asciende a unas cuatro veces lo que el cabildo haciendo un gran sacrificio puede aportar. La inmediata fue decirle: «¡Si no lo hubieran tocado de donde estaba, no haría falta gastar nada!». Pero el hecho es que se ha tocado y que hay que volver a montarlo y que esto va a costar un dinero que en gran parte tendremos que aportar los oscenses con nuestros donativos si queremos que nuestro querido órgano vuelva a sonar. Lo cual quiere decir que hasta los que nos enfadamos cuando se desmontó de su tradicional emplazamiento y que nos molesta se le prive de su caja dieciochesca y se prescinda de ella para montarlo al aire, tendremos que rascarnos el bolsillo dejando a un lado la rabieta, pues palabras y escritos no son moneda que interese a los organeros. Como decía, don Antonio me expresaba sus temores, no su temor, pues éstos eran dos: el primero, ya expresado, y el segundo, que había oído se intentaba solicitar de la población donativo para restaurar Loreto y pedir para dos cosas a un tiempo le parecía demasiado pedir. Tranquilicé a don Antonio, pues me consta que lo de Loreto lo va a ir haciendo el Ayuntamiento con algunas cantidades que para este fin se hallan depositadas en las arcas municipales, sin recurrir en este inicio a la aportación de particulares. Esta segunda preocupación de mi admirado amigo me trajo a la memoria algo parecido ocurrido en nuestra ciudad a finales del siglo pasado. Don Manuel Camo había decidido la construcción del Casino, proyecto

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demasiado ambicioso para Huesca, cuando surgió otro no menos importante y oscense, que fue la Hidro-Eléctrica. Huesca estaba prácticamente sin alumbrado, aunque hacía unos años don Francisco Casaus y don Leopoldo Navarro habían instalado un grupo electrógeno a gas pobre, con el que se daba fluido a unos cuantos arcos voltaicos que alumbraban el Coso y alguna calle muy principal, amén de suministrar energía para sus casas y a un reducidísimo número de abonados, pero no era este intento, a pesar de lo laudable, solución para la ciudad. El ingeniero don Severino Bello, con don Manuel Bescós Almudébar y el apoyo financiero de la familia Carderera, fundan la nueva sociedad para construir un salto hidráulico en Anzánigo, al fin de dotar a Huesca de la energía necesaria para su consumo y expansión. A Camo le entró la misma preocupación que al canónigo Durán: dos sangrías al capital local eran demasiado y al parecer la Hidro, como más rentable, podía dejar al Casino mal parado y quedar en proyecto irrealizable. En consecuencia indicó a sus promotores sería preferible demorar esta iniciativa hasta acabar su gran obra, pero los de la Hidro no hicieron afortunadamente ningún caso y comenzaron a desarrollar su proyecto. Resolvióse la omnipotencia airada e intentó por todos los medios dificultar obras y concesiones, cosa que no consiguió, pero, concluidos saltos y central, la corriente tenía que entrar en la ciudad y como en la ciudad mandaba el Ayuntamiento comenzó la controversia. En la documentación que sobre este asunto he podido examinar en el Archivo Municipal no aparecen negativas violentas, pero sí trabas, consultas y dilaciones, un arquitecto que se declara incompetente, un ingeniero «neutral» que los municipios contratan en Barcelona, etcétera. En definitiva saltan a la vista detalles que muestran a las claras que el Concejo obraba bajo la presión del cacique. Se estudiaron dos soluciones: tendido aéreo a través de los tejados, no de las calles, y tendido subterráneo; el municipio se inclinó por esta última modalidad, que como es natural era la que la Hidro por su gran coste no podía en ese momento afrontar. Parece que al final se propone 268

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que sólo sean subterráneas las conducciones de alta tensión (720) y las de 120 puedan ser aéreas. Se habla también del derecho de los propietarios a oponerse al amarre en sus fachadas de palomillas y aisladores y por primera vez asoma en un escrito de la empresa el actual concepto de expropiación forzosa para servicios públicos. El caso es ganar tiempo en papeleos y que el Casino se acabe. Como los de la Hidro están impacientes porque la corriente llegue a Huesca, instalan una rudimentaria línea desde la carretera de Jaca hasta el actual edificio de su propiedad en la calle Zaragoza, donde funcionaba el primitivo motor de los Casaus y Navarro, y esta línea curiosamente se tiende colocando sus palomillas sobre los tejados de los edificios religiosos de la ciudad por deferencia del obispo Supervía, que además de dar vía libre al proyecto yo creo se venga un poco, si en este santo varón podía existir un asomo de resentimiento, de las muchas injurias y malos tratos que le han propinado los liberales y su poderoso jefe. Aún se podía ver no hace mucho tiempo restos de este tendido en el tejado de las Capuchinas. Como es natural, llegada la corriente al transformador de distribución lo demás vino solo, pues la gente se apresuró a contratar el suministro con la nueva empresa; si a esto añadimos que este mismo año (1902) surge el nuevo Reglamento Nacional de instalaciones eléctricas, podemos decir que queda el servicio normalizado y las redes no encuentran obstáculos para discurrir por las calles apoyadas en las fachadas de edificios cuyos propietarios, en lugar de poner objeciones, son los primeros interesados en que pasen por sus casas para poder beneficiarse del suministro fijo y relativamente barato que la flamante empresa ofrece. Únicamente el Casino Oscense no necesita luz de la Hidro, pues cuenta con su central propia para no depender de nadie, central que manejada por el pionero de electricidad Gerardo Sarroca aún vimos funcionar en los años veinte en un local de la calle del Alcoraz, hoy almacén de almendras del nunca bien ponderado comerciante oscense don José Fañanás Navasa. No creo fuera sólo el motivo de la desviación de caudales lo que impulsara al omnipotente Camo a negar el pan y la sal a los promotores de 269

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la Hidro. Sin ningún temor a equivocarme, puedo asegurar que también intervinieron la soberbia, pues lanzarse a una empresa de tanta trascendencia sin contar con su bendición y patrocinio era en esta época una audacia intolerable, y por otra parte, como veremos, las personas que intervinieron en la fundación no le habían sido nunca gratas. En primer lugar no hacía muchos años el joven ingeniero Bello, a la sazón en la Jefatura de Obras Públicas, había osado dejar un expediente de construcción de determinada carretera en el sitio que ocupaba, sin colocarlo en primer lugar como le ordenó despóticamente don Manuel, lo que le valió salir fulminantemente trasladado a Soria. La familia Carderera, cuyo patriarca, don Vicente, abogado y canónigo, administrador apostólico del abadiado de Montearagón desde que fueron exclaustrados los frailes hasta el Concordato, eran gentes de gran poder económico y fuertes influencias en Madrid, militantes conservadores, y nunca se sometieron a los dictados del Directorio. Por último, Manolo Bescós, Silvio Kossti, canalista y persona arrogante e independiente de lo más, tampoco bajó nunca su cerviz ante el cacique. Por tanto casi podemos asegurar que no sólo la posible desviación del capital local fuera el motivo de estos impedimentos. Vemos que la rápida electrificación de la ciudad es en cierto modo otra burla a la omnipotencia de don Manuel, protagonizada en aras del progreso por el santo y menudo obispo de Huesca, que concede vía eclesiástica a las redes, cuyo paso regatea el Ayuntamiento. Por iniciativa de estos ilustres varones tuvimos cuanta corriente necesitamos sin ninguna clase de problemas. Eran bien entrados los años cuarenta y en muchas capitales aún existían complicaciones, pues las redes en algunos sectores iban en continua y en otros en alterna, así como a diferentes voltajes, problemas que la Hidro ahorró a la capital, pues desde su inicio fue alterna y con los voltajes actuales. La Iglesia, como hemos visto, facilitó el progreso en contra de las soflamas liberales que la tachaban de oscurantista, dando paso a la luz. Claro es que en el Casino de Camo y aún muchos años después de su muerte se discutía sobre si sería faltar a la memoria del fundador conectar con las redes de la Hidro y, mientras tanto, cada tarde, cuando se 270

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encendían las luces de la ciudad, se seguía viendo al bueno de Sarroca camino de su central para aguantar al pie del cañón hasta que al último jugador le viniera en gana levantar la partida. ¡Lindezas del liberalismo! Huesca, a 23 de junio de 1974.

P S.: El órgano de la catedral se montó con su caja sin tener que recurrir a suscripción popular. Loreto está restaurado gracias al Ayuntamiento y la Diputación General. La Hidro-Eléctrica fue absorbida hace años por Eléctricas Reunidas de Zaragoza. Huesca, verano de 1994.

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Del desaparecido arco del Obispo

Nunca ha formado parte del Palacio Episcopal el edificio contiguo a nuestra seo, que completa el que pudiéramos llamar flanco religioso de nuestra primera plaza, aunque así lo haya proclamado durante muchos arios una vieja placa de cerámica colocada sobre su puerta. La realidad es que el citado inmueble ni siquiera es propiedad del obispado, sino del cabildo, por lo que es nombre más propio el de Casa de los Canónigos con el que también se le conoce, si bien puestos en hacer objeciones diremos que para justificar este apelativo o nos tendríamos que remontar a la Edad Media, cuando el clero catedral vivía en comunidad bajo la regla de san Agustín, o dejar pasar unos cuantos siglos hasta llegar a la segunda veintena del actual, en que rigiendo la diócesis el padre Zacarías Martínez se transforman lo que eran galerías o desvanes en viviendas para prebendados. Al iniciar la Dirección General de Arquitectura la restauración total de este bonito edificio, dejando a un lado la imprudente insinuación por alguno formulada de que debiera ser demolido para dejar más airosa la catedral, caímos en la natural curiosidad de averiguar la fecha de su construcción. No ha sido trabajo fácil, pues parece que todos los que se han preocupado de nuestra historia y monumentos hubieran pasado bajo su alero sin verlo. Las relaciones del padre Huesca, Novella, Soler, Blasco, García Ciprés e incluso las de don Ricardo del Arco o no hacen referencia o la hacen tan sutil que de ella nada se deduce. En un primer supuesto pensamos con Balaguer en que sin duda el escudo que campea sobre la puerta nos daría la clave y corrimos a localizar al obispo que usó tal blasón. El archivero de la diócesis, don Mariano Oliveros, siempre complaciente, intentó en vano localizarlo en documentos de los siglos XVII y 273 Índice


XVIII, época a la que le habíamos orientado guiados por el estilo de la fachada. Pero don Mariano, infatigable por un lado e implicado en la intriga por otro, volvió a la tarea comenzando de arriba abajo y con la consiguiente sorpresa comprobó que pertenecía a don Basilio Gil y Bueno, cuyo pontificado es casi de nuestros días (1861-1870). La razón de que figure allí este escudo es sin duda que don Basilio, además de restaurar el chapitel de la torre, colocar la reja del atrio y pretender pavimentar con mármol la iglesia, arregló la parte gótica del claustro para dar entrada por él al Palacio.

Arco del Obispo. 274

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Aún se conservan a un lado y otro de la Parroquieta las dos puertas que en 1864 construyeron Mariano Tercero y su hijo político Francisco Arnal, bisabuelo éste de los actuales Arnales, de los que Paco sigue en el oficio, puertas que cumplen hoy la misión de aislar las dos partes del claustro como el día en que las hicieron y es que por entonces «Casa de Tercero» ya era taller de prestigio y garantía. Como por este camino no llegábamos a aclarar nada, dirigimos nuestros pasos hacia la sala capitular incluida en el edificio y que corresponde a la parte del balcón. En este punto ni Aínsa, por razón de no estar construida cuando escribe su libro, ni el padre Huesca, por dar como fecha de su origen la que figura en la capilla que le sirve de atrio, que es la de 1645, aclaran nada. Sin embargo don Ricardo del Arco es más explícito, pues en Linajes de Aragón publicó una capitulación otorgada el 13 de marzo de 1668 ante el notario Santapau por la que el doctoral don José Santolaria y el constructor oscense Manuel Alandín pactaban la erección de esta sala. Faltan las hojas correspondientes a esta capitulación en los protocolos del Archivo y nos tenemos que regir por la transcripción no sabemos si parcial que hace don Ricardo. La sala debía tener 30 palmos de ancha por 45 de larga y 33 de alta, tomando el palmo por 21 centímetros; las dimensiones pueden coincidir con las actuales a pesar de haber sido reformada en 1737, como aclara Novella con todo lujo de detalles. Punto curioso de este documento es en primer lugar la localización perfecta que se desprende del texto, que dice: «Se ha de hacer en el espacio que hay entre la torre y puerta que se entra al claustro hacia la parte de la limosna», y en segundo, además de aclararnos que en la plaza existía puerta para que los pobres pudieran entrar a la sala de la Limosna, dice que «para construirla hubo que deshacer el estribo que allí había, el caracol para subir al corredor y la pared de ladrillo que daba a la plaza», lo cual nos da perfecta idea de cómo era esta parte del edificio del siglo XV: una pared muy deficiente de ladrillo al objeto de cerrar el claustro con la puerta dicha y, según se desprende, con un corredor o galería en la parte superior al que se accedía por el caracol. Siempre hemos pensado que debió de existir esta galería y nos lo confirma el hecho ya comentado en otra 275 Índice


ocasión de que en la plaza de la Catedral se celebraban corridas de toros y otros espectáculos que, según tradición, don Juan de Aragón y Navarra contemplaba desde las ventanas que existen sobre el atrio de la catedral; es lógico que éstas continuaran coronando el cerramiento del claustro a lo largo de la plaza y que al construir el nuevo edificio se le dotará de una nueva y espléndida para este mismo fin. Pudimos apreciar gracias a las facilidades del encargado de la obra don Miguel Mañas que el alero que corresponde a la sala capitular tiene más labra que el que le sigue, detalle que hay que observar detenidamente para que salte a la vista, e incluso en una vieja fotografía del conjunto que pudiera ser de 1870 se percibe una ligera diferencia en el tejado que marca perfectamente la parte correspondiente a una y otra parte del conjunto. Con todos estos detalles, así como la analogía de materiales empleados, pensamos en que la fecha de su construcción tuvo que ser muy poco posterior a 1668. Confirmó nuestra creencia don Federico Balaguer, a quien constan obras en esta parte en 1675. Como decíamos, poca aplicación tuvo este edificio, pues, que hayamos podido saber, solamente la estancia situada encima de la sala capitular, es decir, la correspondiente al balcón fue destinada durante muchos años a sastrería (Antonio Durán Gudiol) y en ella los oficiales arreglaban los ornamentos y vestiduras guardados en grandes cajones. En la parte baja junto al patio existía un cuarto oscuro llamado «de las sogas» donde se almacenaban todas las que se empleaban en los diversos trabajos de nuestra seo, tales como izar el monumento, andamiajes, etc. En la fotografía de 1870 la galería aparece totalmente abierta a modo de solana y sus barandillas son de madera con calados, posiblemente las originales, sustituidas por las actuales de barrotes de hierro en 1921, cuando se adaptan para viviendas. El edificio se prolongaba hasta lo que hoy es convento de las Siervas de María, con semejante disposición, y bajo él un arco daba entrada a la calle de Forment. Éste es el arco del Obispo, del que si no tuviéramos su fotografía y expediente de demolición casi se podría dudar de su existencia, pues es paraje que no aparece nunca citado en el texto local. Únicamente he hallado una referencia de él en las 276

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memorias de Ramón y Cajal que dice de estudiante vivió en una casa de huéspedes cerca del arco del Obispo. Su desaparición por otra parte no es tan remota pues ocurre sobre 1907, tras incidencias reflejadas en expediente obrante en el Archivo Municipal que brevemente relataremos. Empieza éste con una petición formulada por sor María de las Maravillas Donato como superiora de las Siervas de María, que en fecha de 31 de mayo de 1901 solicita reconstruir el muro del convento que da a la calle de Forment, usando la alineación que tiene. El municipio contesta denegando su petición, pues el plan que para esa calle ha elaborado el arquitecto Villasante en 1896 implica retirar éste hasta conseguir la alineación correcta, dando cinco metros de anchura a la calle. Insisten las monjitas en su pretensión insinuando que la alineación podría lograrse tomando el terreno necesario del lado opuesto, petición en la que se incluye un pliego con firmas de los vecinos afectados en el sentido de conformidad absoluta. El Ayuntamiento traslada la petición al cabildo, en este caso perjudicado, quien contesta el 12 de julio en la persona de su arcipreste don Diego Fernández diciendo diplomáticamente «que no tiene inconveniente siempre que el construir fuera de línea no irrogue ni en el presente ni futuro perjuicio y sin que se pueda obligar al cabildo a retirar las fronteras de sus edificios más de lo que marca la actual alineación». Forma muy sutil de decir no. En oficios y peticiones van pasando los años y el municipio muestra su inflexibilidad, no cediendo a que la calle se configure en desacuerdo con el plan aprobado. En tanto, si el muro ya estaba en lamentable estado pasa a estarlo en total ruina, al punto de que las Siervas piensan no en reconstruir sino en edificar convento de nueva planta, para lo que presentan proyecto de don Ignacio Cano, que figura en el Archivo como entrado en 1907. Al tener que derribar el viejo caserón queda el arco sin uno de sus apeos y es cuando solicitan al Ayuntamiento «que, como quiera que está denunciado por ruina, sea él quien lo derribe». No pusieron a esto grandes reparos los ediles sucesores de aquellos que en el siglo XIX arrumbaron docenas de arcos, si bien diremos en su 277

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descargo que la mayor parte no tenía mérito alguno, salvo los del Alpargán, Correría y Santo Domingo, y al poco tiempo la piqueta municipal actuaba dejando el edificio de los canónigos con su actual aspecto. Las Siervas alzaron su nuevo convento con arreglo a la línea y todos contentos, pues el cabildo, temeroso de tenerlo que derribar por su cuenta, al ver que lo hacía otro y sin costarle nada acogió la idea favorablemente. El pueblo tampoco lamentó la pérdida, al menos no hay constancia de protestas; se repitió aquí la inveterada costumbre oscense de dejar perder las cosas con la mayor tranquilidad y, una vez perdidas, iniciar el coro de lamentaciones. Espero que después de leer este modesto artículo y contemplar las ilustraciones que incluye nadie me va a tratar de insensato si como final me permito sugerir a la Dirección General de Arquitectura que reconsidere la conveniencia de erguir de nuevo el arco del Obispo. Sé que a don Joaquín Pons Sorolla, arquitecto director de la obra, que está derrochando arte y buen gusto, no le parece mal la idea, pues sin duda es pieza imprescindible en el conjunto arquitectónico de la plaza. Con su interés, que estoy seguro no ha de faltar, y con la benevolencia de este organismo, a quien tanto debe Huesca, se podría reparar uno de los muchos disparates que el liberalismo metido a urbanizador cometió en nuestra ciudad. Huesca, a 21 de julio de 1974.

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De la sala de la Limosna

Como destartalado almacén de tableros, barandillas, angelotes, blandones, restos de retablos y de la decoración neoclásica del trascoro retirada en la última reforma, aún se yergue en el claustro viejo de nuestra catedral la sala de la Limosna o del Mandato, como se le denominó de antiguo. La mitad de su pared norte cayó hace tiempo dejando al descubierto gran parte de la estancia. Los restantes muros, si se conservan en pie, es gracias al remiendo que con paramentos de ladrillo oportunamente se hizo, que si bien desentonan del conjunto confieren a estas partes un dilatado compás de espera en tanto se tome una definitiva solución. Da pena visitar la sala de la Limosna, pena y sensación de impotencia. La angustia se apodera del más insensible al contemplar una pieza entrañable que el día menos pensado va a hundirse irremediablemente, motivo éste de preocupación para el señor obispo e ilustrísimo Cabildo y también para el Municipio, pues de cosas de la ciudad se trata, como no lo es menor para todos el lamentable estado del salón del «Monta tanto», cuyo magnífico artesonado está hace tiempo en trance de venirse abajo y quedar esta auténtica joya del siglo XV reducida a montón de astillas, entre cascotes y escombros. Pretender que el Ayuntamiento aborde su reconstrucción es cosa que escapa de sus medios. Por el contrario el cerramiento, aunque provisional, de la sala de la Limosna parecía factible. Se tropezó, por desgracia, con que el basamento del muro caído es de tapial corroído por los arios y el agua y para hallar cimentación al caso había que recurrir a derribos previos para los que ni el Concejo ni el Cabildo tienen competencia, pues 279

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entra ésta de lleno en la de los organismos superiores, que bastante están haciendo en este sector para atosigarlos con nuevas peticiones. Por esto, al contemplar estas dos maltrechas estancias, se produce el sentimiento de impotencia a que me refería; como única solución posible se halla el rogar a Dios para que se pueda llegar a tiempo y no se produzca lo que hoy parece fatalmente irremediable. Entrando en el claustro románico o viejo nos damos de frente con dos puertas; la segunda, alzada del suelo por un par de escalones, da acceso a la sala que nos ocupa. La estancia, que por su tamaño pudo muy bien acoger a los veinticinco comensales de que nos habla la historia y hasta a un centenar de ellos con no tanta holgura, se halla dividida en dos mitades por un gran arco apuntado que arranca del pavimento. Casi oculto por los materiales apilados, aún está el célebre púlpito de yesería mudéjar que del Arco data como del siglo XVI y que bien pudiera tener algunos años más. En la parte que se conserva del ala norte, aún puede verse la hornacina con yeserías del siglo XVI que albergó el retablo de San Martín, atribuido por don Ricardo a Pelliguet y que fue vendido hacia el año 1920. Lógico es que el santo que partió su capa con un pobre presidiera la comida de los menesterosos. En este altar se decía misa todos los días, a la que obligatoriamente debían asistir cuantos iban a comer. La presencia del púlpito en el refectorio o comedor es pieza obligada en todas las comunidades religiosas en las que es norma hacer una lectura piadosa mientras duran las comidas. Esta costumbre estaba extendida a seminarios e incluso a algunos colegios mayores y hospicios; parece natural que el Cabildo, que no sólo subvenía el alimento corporal de los pobres, sino también el espiritual, incluyera una lectura edificante como plato más del menú. Todos los autores coinciden en señalar que esta sala fue el refectorio de los canónigos en tanto vivieron en comunidad y que al desaparecer este género de vida en 1302 se empleó para el piadoso menester de dar de comer en él a los pobres que obligatoriamente debía sostener el canónigo con dignidad de limosnero. Eran éstos de ordinario veinticinco y el día de Jueves Santo cuarenta. Para el gasto que esto suponía contaba la Limosna con rentas fijas, que 280

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sumaban 500 escudos en dinero, 60 cahíces de trigo y 50 nietros de vino, procedentes de arriendos, treudos y participaciones en las décimas de Huesca, Senés, Robres, Liesa, Arascués, Castejón de Sos, Puértolas y Vio. La dignidad de limosnero era vitalicia, lo que suponía gran carga y no menor rompimiento de cabeza para alcanzar el gasto; por esto el Cabildo en 1472 aprovecha la visita a Zaragoza del cardenal Valentino, legado de su santidad, para hacerle ruego de que el cargo se tomara en temporal. En 1509 se suprime definitivamente y pasan a encargarse de la Limosna el obispo y el Cabildo, quienes deben nombrar a un canónigo como administrador, un beneficiado para ayudarle y «cuantos oficiales fueran necesarios para confeccionar y servir con decoro las raciones». Es curioso notar que una de las obligaciones de éstos era velar por el estado de manteles y vajillas, cosa inaudita en una época en que el mantel sólo estaba presente en la mesa de contadísimas e importantes personas. Tanto Aínsa como el padre Huesca afirman que la dignidad de limosnero se suprimió en tiempos del obispo Siscar, hacia 1450, cuando se remodeló el Capítulo catedral. No obstante esta dignidad debió de pasar a oficio, pues, como hemos visto, en 1472 se pide sea temporal y si ya no existiese tal cargo holgaba la petición (Novella). Ya por estos años no eran suficientes las rentas, pero gracias a la caridad de los implicados y de los oscenses pudo siempre cumplir sus obligaciones con cierta esplendidez. En 1610, don Berenguer de Bardaxí le donó en herencia su patrimonio, donación que llegó, como vamos a ver, con gran oportunidad. Gracias a la escrupulosidad del doctoral Novella, que lo anota, podemos saber el menú que se servía a diario, que consistía en un pan de ocho onzas, una garrafilla de vino bueno, escudilla (sopa) y pitanza de carne. Los días de vigilia se servían «yerbas, legumbres y pescados o huevos». Los pobres de ordinario, como dejamos sentado, eran veinticinco y «si quedaban saciados podían llevar las sobras a casa», pero nunca se servía al que no estuviera sentado. En épocas de hambre, que eran frecuentes, se aumentaba este número sin por eso disminuir la ración. Merece la pena transcribir el texto de una tablilla que Aínsa vio colgada a la puerta de la 281

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sala y años más tarde el padre Huesca ya retirada, cuando ya se había perdido la costumbre de dar comida y la sala por tanto permanecía cerrada. El texto, que ambos leyeron y del que sólo transcribo lo más interesante, decía: «... Que en el año 1578 llegaron a comer 800 diarios y de Todos los Santos a abril más de 1.200», cifras que de no estar contrastadas por el padre Huesca nos parecerían irreales. La tablilla seguía diciendo: «Hubo gran necesidad de hambre en el Reino de Aragón: comió gente del Arzobispado de Zaragoza y de los Obispados de Tarazona, Pamplona, Lérida, Barbastro y Jaca, y de casi todas las aldeas de la villa de Sariñena y Baronía de Pertusa. Vinieron hombres con sus mujeres e hijos a comer a esta Limosna y no hubo día que se gastase menos de un cahíz de trigo y si los señores canónigos Serra y Monter, que eran entonces regidores, no mandan reducir las raciones a pobres grandes y pequeños, la mucha gente que había hizo se gastaran más de 600 cahíces de trigo, para lo cual, y porque tanta obra no cesase, se empeñó la Iglesia y la Limosna en grande cantidad». Añade la relación que «se tuvo que comprar el trigo a 7 escudos y a fin de ario a 8, teniendo que ir la ciudad (Ayuntamiento) a buscarlo a Cataluña, con lo que sumando portes, se puso a más de nueve escudos». No fue menor el hambre de 1615. Por entonces se llegó a dar de comer a más de 1.500, en los meses últimos de ario a 1.800 y en llegando mayo a 2.000; los regidores optaron por dar unos sellos a modo de contraseña o vale y el que no lo tenía sólo se le daba comida por uno o dos días, pues «ya no se podía llegar a todos los que llegaban atraídos por la Limosna de Huesca». Este ario, al decir de Aínsa: «entre trigo, carne, pescado, yerbas, huevos y legumbres, así como vino, se gastaron [en total] más de 4.500 libras, por lo que el Cabildo se volvió a empeñar». En estas épocas es natural que la sala se quedara pequeña y se disponían dos filas de bancos a lo largo del claustro para que los pobres «pudieran comer con acomodo». Gobernando la mitra el obispo don Ramón de Azlor y el día 24 de julio de 1679 se sirvió la última comida, que se sustituyó por reparto de pan y dinero, al objeto de socorrer a mayor número de necesitados. Este reparto se hacía a diario, si bien en el siglo XVIII —dice Novella— a tem282

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poradas se hacía en días alternos. Entonces es cuando deja de decirse la misa en el altar de San Martín del Mandato y la bendición de la mesa se torna en la del pan, que se hace acabada la misa mayor y por el canónigo que la celebraba. Al principio la bendición era en el claustro y acompañaban al preste un beneficiado, dos infantes y el macero. Después, por simplificar y evitar el alboroto que se producía, se bendecía el pan dentro de la iglesia ante la puerta del claustro y sólo un pequeño cestillo de panes, que luego eran mezclados en las canastas con el resto que se repartía. Aún en 1777 y 1780 se debatía en el Cabildo si la bendición debería ser total, como de antiguo, o si se debía persistir en esta simplificación (Novella). La costumbre de repartir pan parece que alcanza a la mitad del siglo pasado, con varias alternativas, que acabaron en reparto de dinero solamente los sábados. Hay obispos en esta época que no andan muy bien de bienes, como don Cayetano de la Peña (1790-1792), muy caritativo, que, además de mantener la Limosna y ampliar el seminario y la casa de Misericordia, acogió a 150 sacerdotes exiliados del vecino país por negarse a jurar la Constitución y los mantuvo con todo decoro. De él dice un texto de la época: «Murió con tantas deudas que no bastando para satisfacerlas los expolios de la Mitra, ni los bienes que trajo al Obispado, fue preciso vender hasta el Pontifical». Tampoco debió de ir muy sobrado el obispo don Lorenzo Ramo (1833-1845), que según tradición oral vivió en tal pobreza que cada noche, al acabar de cenar, dejaba sobre la mesa una peseta, que junto con las del deán, el provisor y el secretario hacían las cuatro, único caudal para el gasto de palacio al día siguiente. El último obispo que dio limosna pública los sábados fue don Mariano Supervía. Aún viven algunos que de jóvenes acudieron a recogerla entre el tropel de gentes que se disputaban la perra gorda que mosén Prisco entregaba a los hombres o los cinco céntimos que recibían las mujeres. Si quedaba algo en los capacicos del paje, pasaban los niños (18961918).

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No sólo la Limosna calmó el ansia de los hambrientos; durante siglos, los conventos de frailes dieron la sopa boba a todo el que llegó a ellos. Por esto, cuando en 1835 desaparecen los nueve que había en Huesca, consiguientemente se cierran nueve restaurantes gratuitos y necesariamente surgen otras entidades de caridad para sustituirlos. Se funda la «011a del Pobre» en el asilo de San José, que daba todos los días su ración de cocido a cuantos llegaban a retirarla. El pan se reparte los martes en Santa Clara por la pía obra del Pan de los Pobres y las conferencias de San Vicente de Paúl atienden a domicilio a los menesterosos. Si comparamos la población de la ciudad en los siglos XVI y XVII, que pasaba en bien poco de los 6.000 habitantes, se comprende el esfuerzo titánico que supone dar de comer gratis a 2.000. Algo así como si ahora lo tuviéramos que hacer con 12.000 personas y a diario. Causa satisfacción el que estas épocas de calamidad sean ya sólo historia y que afortunadamente hoy nos llegue hasta parecer increíble lo que, por estar escrito, tenemos que admitir. Por esto los que tuvieron que afrontar tan graves problemas y los resolvieron merecen nuestro recuerdo y homenaje y el mejor recuerdo y homenaje sería restaurar la sala de la Limosna y en ella volver a colocar la tablilla con la narración de hechos cuyos fragmentos he transcrito. Creo que el visitante, al leer este impresionante relato, se llevaría el mejor de los recuerdos de una ciudad tan noble como caritativa y no sólo el recuerdo horripilante de la campana de Huesca. Huesca, a 28 de julio de 1974.

R S.: El salón del «Monta tanto» se ha consolidado pero la sala de la Limosna ve día a día acrecentada su ruina, sin que nadie se preocupe de ello. Huesca, verano de 1994.

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Del horrendo crimen de Chichón de Nueno

Mi niñera Marcelina, natural de Apiés, que entre otras muchas cosas poseía la rara habilidad de lamerse cuantas veces le venía en gana la punta de la nariz con su descomunal lengua, tenía además de esta curiosa propiedad la manía de usar, para llamarnos, el genérico apelativo de Chichón de Nueno: «¡Ven aquí, Chichón de Nueno!», Chichón de Nueno, qué morro hace!» y otras frases por el estilo que al recordarlas inevitablemente me conducen a la niñez con la inherente presencia de Marcelina. Hasta hace muy poco tiempo yo creía que Chichón de Nueno sería alguna estrafalaria de este lugar, cuya fama había alcanzado a la redolada y por este motivo mi niñera de Apiés la tenía siempre en la boca. Tuvo que ser mi amigo Canuto, del que tantas cosas he aprendido, quien al cabo de cincuenta años me aclarara la personalidad del que ha motivado esta «Glosa». Chichón de Nueno no fue mujer estrafalaria ni mendigo ni personaje chocante o chusco. Fue, según asegura Canuto, un criminal tristemente célebre, pues su nombre, que ni siquiera es nombre sino apodo, cierra la macabra relación de los descuartizados en nuestra ciudad, una interminable y sangrienta lista que comienza con la historia y remata con los cuartos ensangrentados del cuerpo de Chichón pudriéndose al sol en las picotas de los cuatro puntos cardinales de Huesca un buen día del siglo pasado. Canuto, de muy niño, solía ir al campo acompañando al Agüelo de Piedrafita, persona comunicativa y de muchos recuerdos. De su boca sabe mi amigo pasajes de la guerra carlista y cosas que muy poca gente recuerda en la ciudad. Nacido antes de la mitad del siglo pasado, era archivo nato de sucesos y costumbres, que gracias a Canuto me llegan verdes y 285 Índice


lozanas a mí después de transcurridos casi 125 años años, por otra parte movidos y decisivos en nuestra historia. Una de las narraciones del viejo que más impresionó al entonces Canutico fue la muerte de Chichón y como se la refirió la transcribo. Parece desprenderse que este criminal debió de ser persona no muy trabajadora, alimañero, cazador furtivo, aventurero y vicioso. Por una indiscreción de mesón, muy comunes en la época, se enteró de que una montañesa iba transportando su caudal en oro a Huesca en sucesivos viajes y que la muy ladina, para no exponer su fortuna al apetito de los muchos salteadores que pululaban por entonces por nuestros caminos, colocaba la cantidad de onzas que deseaba bajar trenzadas bajo el pelo de su moño. Así, aunque la dejasen desnuda, los posibles asaltantes no podrían dar con su caudal... Enterado Chichón del secreto, no tuvo el menor inconveniente en esperarla, parece ser que en el tramo de camino entre Nueno y Hospitaled, y para no perder tiempo en zarandajas le cortó la cabeza y se la echó al morral, dejando para casa y más tranquilo la labor de extraer el oro del moño de la infortunada montañesa. Tuvo la desgracia Chichón de toparse a la vuelta de su fechoría con un par de labradores que con sus yuntas iban hacia el campo; éstos se fijaron en el morral ensangrentado y le dijeron: «¡Mucho madrugas, Chichón!». «¡La buena caza, de mañanas!» —contestó éste y, alzando el morral, dijo—: «¡Dos liebres!». No se tardó en encontrar el cadáver decapitado de la montañesa. Ni las gentes en unir el rastro de la sangre con el horario de Chichón. Éste fue preso, traído a Huesca y condenado a la última pena. Hemos tenido interés en fijar la fecha de la ejecución de este pobre hombre pues marca precisamente la desaparición del descuartizamiento, costumbre antiquísima. Durante siglos los despojos de ladrones y criminales enteros, cuarteados o simplemente sus cabezas eran colgados en picotas, puertas o muros de la ciudad para aviso y escarmiento de los que con más o menos buenas intenciones llegasen de fuera. Continúa la narración del Agüelo Piedrafita diciendo que Chichón fue sacado en un burro de la cárcel y llevado a las eras de Cáscaro. Las eras de Cáscaro pertenecían a la 286

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familia de este nombre, estaban sobre la muralla contiguas al Amparo y su solar está ocupado hoy por una panificadora. Éste fue lugar de ejecuciones durante los últimos años en que éstas fueron públicas. Balaguer piensa que estas eras lo son en la última época y que los lugares empleados para esta trágica labor varían mucho a través de los años. Indudablemente se ahorcó en el tozal de las Mártires, al que se conoce durante siglos como tozal de las Horcas. No hay noticias de ejecuciones en la plaza de la Catedral. Pensamos que muy bien pudo haberlas en algún tiempo. Los escritos de estos años dicen simplemente «se executó» y los libros de data traen asientos de cargos por «executar a un reo», pero nunca dicen cómo ni dónde. El citado Balaguer tiene datos de ahorcados en caminos y hasta en ocasiones in situ, o sea, en el lugar del crimen. En 1853 se ejecutaba en unas eras próximas a la puerta de San Martín, al otro lado del río. Las últimas ejecuciones fueron en las eras de Cáscaro, a ellas tuvieron ocasión de asistir nuestros abuelos y por tanto contamos con narración de primera mano: eran concurridísimas e iban a ellas los niños con sus padres, pues ellos eran los que tenían que escarmentar. Para dejar bien sentadas las cosas, éstos solían propinarles un par de bofetadas al grito de «¡Si eres malo, así acabarás!», no fuera a ser que los niños en lugar de escarmentar por no quedar todo bien aclarado salieran con el firme propósito de ser verdugos cuando fueran mayores. Desde las pragmáticas de Felipe IV de 15 de junio y 8 de julio de 1663, se usaba legalmente la descuartización de bandoleros y reos de ciertos delitos. El Código de 1822 dispone en su articulado normas para las ejecuciones y previene que no se ha de hacer tortura alguna previa ni otra mortificación. Fija claramente la hora, que ha de ser temprana, hasta las diez de la mañana, y el lugar, en que de tener efecto no ha de ser dentro de la ciudad, pero muy próximo a ella, para que pueda acudir gran cantidad de público. Las eras de Cáscaro cumplían a la perfección, como vemos, esta condición. Dispone el Código que el patíbulo será de mampostería o madera, siempre pintado de negro y sin adornos ni colgaduras de ninguna especie, y que no se podía ejecutar en domingo o día festivo. Lo más interesante para nuestro trabajo es que se ordena que el cadáver debía quedar 287

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en el cadalso hasta el atardecer, expuesto al público, y que después fuera entregado al que lo reclamara o enterrado o destinado para prácticas médicas si hiciera falta. Con esto último queda bien probado que la descuartización estaba totalmente vedada. Desgraciadamente no es así en la práctica, pues al volver el absolutismo Fernando VII da de lado a este Código. Así, vemos en 1823 que el cadáver del cabecilla Riego, cumpliendo la sentencia del tribunal que lo condena, se descuartiza y exhibe de la siguiente manera: la cabeza en Cabezas de San Juan, cuna de la sublevación, un cuarto en la isla de León, otro en Sevilla, el tercero en Málaga y el último «en esta Corte [Madrid] en el lugar donde se acostumbra». González Naudín cita descuartizados por masones en 1826, suponiendo que por bandolerismo habría de seguir el bárbaro uso mucho tiempo después. En las obras de Fernán Caballero (1796-1877) vemos varios pasajes en los que aparecen picotas con restos de bandoleros al borde de los caminos de Andalucía. La implantación del Código de 1845 acaba con todo esto. Bernardo de Quirós, en su obra La picota, dice que no se puede asegurar se cumpla este Código en períodos de subversión, bandidaje, cantonalismo y revolución y piensa que el pueblo en ocasiones volvió a tan deleznable costumbre. Yo siempre he situado el horrendo crimen de Chichón entre 1830 y 1845, resistiéndome a creer que fuera posterior a 1850, como parece desprenderse de la narración de Canuto, que hace testigo de la ejecución y descuartizamiento al Agüelo Piedrafita. Tiene esta narración una serie de detalles difíciles de retener por un niño al que se lo cuentan, por ejemplo el detalle del burro y no la mula, que se usaba en otros casos, y el sacarlo del Ayuntamiento, donde estaba la cárcel hasta 1872, y sobre todo por la situación exacta de las picotas, que deben estar en los cuatro puntos cardinales y que en la narración se sitúan perfectamente en ellos. Dice Canuto que la cruz del camino viejo a San Jorge no era tal cruz sino picota, aseveración que tiene mucho de cierto, pues a la vuelta de San Jorge en su día el Cabildo canta en ella un responso. Unos dicen que es en memoria de los muertos de Alcoraz, otros como don Luis Mur que en memoria de los que 288 Índice


alli murieron en una batalla de las guerras carlistas, pero lo más cierto es que hasta este lugar y durante años llegó la célebre procesión de los Huesos que salía de San Francisco portando el cadáver de un ahorcado o un montón de restos si este día no había ejecución y que el citado responso no es sino el recuerdo de la suprimida y horripilante procesión. De este desfile, que se pierde al expulsar en 1855 a los franciscanos de la ciudad, tendremos que ocuparnos, pues bien merece sacarlo a la luz. Este pilón del camino de San Jorge tiene un hierro clavado en su extremo, al que a veces se le suelda un travesero para convertirlo en cruz, travesero que obstinadamente se pierde como en un afán de pervivencia del garfio del que pendieron y en el que pudrieron a la intemperie los restos de Chichón. Los otros tres cuartos, según el relato, fueron colgados en las que existían hacia el Estrecho Quinto (este), entre los caminos de Jaca y Apiés (norte) y por Salas junto al camino de Sigena (sur). Merecía la pena un estudio detallado de este caso para dejar bien clara la fecha en que es ejecutado nuestro personaje de hoy, pues marca el fin del descuartizamiento en Huesca. Mientras tanto, nos tenemos que resignar a hacer buena la relación del Agüelo Piedrafita transmitida por Canuto y desear que en nuestra ahora tranquila geografía no irrumpan de nuevo gentes como Chichón. Al nombrarlo, no puedo por menos que acordarme de Marcelina e instintivamente sacar la lengua para tratar de alcanzar la punta de mi nariz, cosa que como de niño no consigo lograr, dejando en poder de la buena Marcelina, si es que vive, la marca olímpica de esta tan rara como curiosa especialidad. Huesca, a 10 de agosto de 1974.

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De viejos tiempos y viejos comercios

Cayó en mis manos una vieja tarjeta postal en la que aparecía el Coso a primeros de siglo. Las aceras de grandes losas desgastadas y el barrizal que se adivinaba en la calzada, así como la indumentaria de los escasos transeúntes que el fotógrafo captó, son las diferencias esenciales que podríamos encontrar con una fotografía actual del mismo tramo. Las casas, salvo contadísimas excepciones, son las mismas, sesenta y tantos arios más nuevas pero las mismas; sus balcones, eso sí, se hallaban exentos de carteles y placas y como rótulos salientes únicamente asoma alguna banderola, tan prodigadas por entonces para nominar establecimientos. Me ha traído esta tarjeta a la mente los grandes comercios de nuestra ciudad en estos arios, comercios que conocí aún en mi infancia y de los que no pocos permanecen aún abiertos, si bien reformados y adaptados a las necesidades actuales. A mediados del siglo pasado el Coso pasa a ser el eje de la vida ciudadana, se abre la calle de los Porches y surgen las Cuatro Esquinas, que empiezan a ser el centro de la ciudad. Más tarde se abre la calle del padre Huesca y se ensancha con nuevas edificaciones el tramo comprendido entre esta parte y la plaza de San Lorenzo. La gente bien se hace casa en el Coso. La calle de las Cortes, que durante siglos fue asiento de caballeros y nobles, empieza a ser calle de oficinas y colegios que llenan sus antiguos palacios y el floreciente pero anticuado comercio de la ciudad se desplaza hacia la nueva calle. Los comercios de Casaus, Orús, Susín, Pérez, Duch, Allué y Estaún surgen pujantes a lo largo de ambas aceras y sus instalaciones, con estanterías de madera noble y mostradores de nogal, destierran para siem291 Índice


pre los viejos anaqueles y banquillos de las tiendas antiguas, que poco habían variado su disposición desde el siglo XV. Claro que es difícil romper del todo con la tradición y se trata de compaginar ésta con el progreso, conservando ciertas reminiscencias. De éstas, la más curiosa es la de que las tiendas estuvieran herméticamente abiertas invierno y verano, sin ninguna clase de puerta acristalada ni más defensa que una cortina de lona cuando el sol del verano castigaba la fachada. No había establecimiento que tuviera más puertas que las exteriores de madera maciza para su cierre. Históricamente la puerta ha sido signo de propiedad, limitación al uso público, definición perfecta de intimidad; por eso, aun ahora, cuando nos vemos obligados a atravesar una, esbozamos el tímido «¿Se puede?», sustituto laico del clásico «¡Ave María Purísima!», y es lógico que durante siglos el comerciante, que lo que siempre ha deseado es que la gente entrara a su tienda, no usara este leve impedimento que pudiera significar limitación. Entonces, cuando se abría la tienda, se abría y de par en par. En la primera década de nuestro siglo se fue perdiendo esta costumbre y los comercios colocaron puertas acristaladas, que en la mayor parte de ellos —recuerdo perfectamente las del de mis bisabuelos (entonces de don Martín Blecua)— se notaba eran postizas, adaptadas a la primitiva concepción de la carpintería. Mi tío don Francisco Estaún, fiel a sus principios, no aceptó la nueva moda y siguió de por vida abriendo de verdad cada mañana su establecimiento en el Coso Alto (hoy farmacia de Mingarro). Por supuesto que los más perjudicados con esta costumbre eran los sufridos dependientes, que se pasaban el invierno llenos de sabañones. Algunos podían usar mitones, una especie de guantes que dejaban los dedos al aire para poder manipular. Los dueños tampoco dejaban de aguantar lo suyo, si bien nunca faltaba en la trastienda un espléndido brasero. Lo normal por entonces era que los dependientes estuvieran internos, solían tener sus dormitorios en los pisos altos de la casa y casi nunca se les hacían las seis en la cama. Para despertarlos había un sinfín de procedimientos, desde una campanilla que mediante un alambre se accionaba 292

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desde abajo hasta timbres eléctricos alimentados por pilas húmedas, el último grito de la época. A Teodoro Lapiedra, cuando estaba de aprendiz en una conocida fábrica de sopas del Coso Bajo, lo despertaba todos los días el dueño al grito de: «¡Brinca de esa cama, granuja! ¡Brinca, que me vas a arruinar!», gritos que de no ser atendidos eran reforzados minutos más tarde por la presencia del amo con el bastón. Don Ignacio Coscojuela (alias el Navales), hombre más de acuerdo con las nuevas técnicas, usaba un silbato e incluso a veces lo hacía disparando su pistola detonadora, que tampoco es mal sistema. Barrer las aceras y encender el brasero eran las primeras obligaciones que precedían al solemne momento de «sacar las muestras». No había por entonces escaparates, éstos eran más bien cosa de confitería y farmacias y las muestras se exhibían en la calle, siguiendo una costumbre corrientísima en el siglo XIII y XIV. Las fachadas tenían ganchos y barras y allí se colgaban mantas y tapabocas, sarga para talegas y los artículos de temporada. En unos bancos a cada lado de la entrada se amontonaban piezas de pana y telas blancas. A la puerta de los comestibles era imprescindible tener unos capazos con garbanzos, judías, sacos de fideos o arroz, etcétera, sin olvidar las clásicas piedras de sal. Los comerciantes de granos en cajones sacaban a la calle también la muestra de sus existencias, así como los cuchareros, alpargateros, etcétera, que colocaban horcas, cedazos, fajas y otras cosas de uso corriente en la época. El sacar y entrar las muestras fue durante siglos la acción que marcó el principio y fin de cada jornada. Esto aún sucedía en los arios veinte de nuestro siglo y quizás fuera la guerra del 36 la que acabó del todo con la costumbre. Bueno, digo del todo y nos queda una honrosa excepción, una pervivencia del pasado que cada día nos recuerda en la plaza de San Lorenzo el amigo Ordás, propietario de la Casa del Agricultor. La carrera de comerciante, que no deja de ser una carrera, se empezaba por el aprendizaje, un verdadero noviciado endurecido aún más de lo que por sí ya era por la tiranía de los veteranos. En esta etapa era indispensable usar alpargatas todo el año y guardapolvo; concluida ésta, se pasaba 293 Índice


a dependiente, con el consiguiente cambio de categoría y ropa. Los dependientes, especialmente los de tejidos, vestían a la perfección e incluso llevaban corbata. El último paso era llegar a dependiente mayor y, una vez logrado, casi de rigor el establecerse por su cuenta. Hubo época en nuestra ciudad en que se podía decir que todos los propietarios de los comercios de tejidos habían comenzado su carrera de aprendices. Si hoy el vender tiene su importancia y el vendedor debe tener gran conocimiento no sólo de lo que ofrece sino de la mentalidad de la persona a quien atiende, entonces la cosa era más complicada, pues entre otras cosas no se conocía el precio fijo, otra sin duda de las herencias de los mercaderes del siglo XV. El comerciante sabía a cómo compraba y marcaba todos sus artículos con una contraseña secreta, sólo conocida por él y sus empleados. La cosa era muy sencilla, no había sino que dar con una palabra de diez letras diferentes y a cada una de ellas atribuirle un valor del cero al nueve; cada letra significaba su correspondiente cifra y con ello el que vendía con ver la clave tenía el precio, que debía defender, digo defender, y no cobrar. Como es lógico, nadie mejor que el empleado sabía cuánto pedir, máxime conociendo al cliente, y así empezaba el regateo, costumbre por fortuna perdida del todo pero fundamental en esos arios. «A dos reales la vara». «¡A real y, si no, me voy a otro lau!». «Le quito una perrica, más no puedo». «¡A real!», seguía terca la cliente, y así en tira y afloja se pasaba el rato. Casi indispensable era el hacer ademán de marcharse sin comprar y también lo era el dejarla llegar a la puerta y llamarla de nuevo: «¡Venga, a ver si nos arreglamos! ¡Ni para uno ni para otro, a real y medio! Y va bien porque esto no lo encuentra por menos en todo Huesca». La dienta, satisfecha por dentro pero simulando enfado, remataba la operación con el clásico: «¡Ay, chiquer, no me volverás a ver por aquí más!», lo cual quería decir que al día siguiente volvería dispuesta a la lucha y que el comerciante no habría perdido su medio real, pues el talento estaba en saber pedir. Por eso decía que en aquellos tiempos no valía cualquiera para estar detrás de un mostrador. El progreso trajo el precio fijo, rótulo que se pintó en todas las jácenas de los afamados comer294 Índice


cios y se usó en anuncios e impresos y que poco a poco se fue imponiendo para bien del comercio y de los clientes, aunque de vez en cuando el regate tenga sus reapariciones con los tan traídos y llevados descuentos de nuestros días. En estos tiempos a que me refiero de las primeras décadas de siglo, prácticamente aún no se había desarrollado el comercio al por mayor y todos los establecimientos se surtían directamente de las fábricas. El ferrocarril trajo la figura del viajante, mejor dicho, la prodigó y confirmó, pues mediadores de comercio yo creo que hay desde que el mundo es mundo. Había ya en Roma y en ordenanzas municipales que he visto en el archivo de nuestra ciudad consta perfectamente definida la parte que debe recibir el que medie en un trato. El viajante de principios de siglo, conocedor de todas las lineas de ferrocarril de la península, de hoteles y fondas de provincias, arrastrando cientos de kilos de equipaje, ya pasó a la historia, pues los tiempos no están para estas complicaciones. Majaban éstos su zona dos o tres veces al año, en cada plaza paraban prácticamente la semana: un día entero para saludar; otro día para cada uno de los clientes, que en ciudad como la nuestra no podían ser más de tres, pues el prodigarse restaba categoría, y un último día para despedirse. No había la variedad de géneros que hoy exige la vida moderna, en todos los ramos el consumo era clásico y cada comercio tenía su especialidad. Se compraba para toda la temporada de un golpe —en tejidos, los de invierno en verano— y el acabar con excedentes no era como ahora motivo de preocupación sino, al contrario, demostración de poder del propietario. Los comerciantes dos veces al ano variaban totalmente el contenido de sus estanterías, embalando cuidadosamente cada pieza, que una vez inventariada pasaba al almacén o bodega hasta que la estación requiriese ponerla a la venta de nuevo. Los arios treinta fueron trayendo nuevos aires, se perdió la dependencia interna, se acabó el regateo y en todos los sectores se notó gran evolución para colocar al comercio a la altura que el público requería. No pudo el progreso acabar con el libro, que aunque sustituido por el fichero sigue funcionando y creo funcionará por los siglos de los siglos, pues en esto de pagar al contado la humanidad no acaba de entrar. Los comercios 295 Índice


que no cerraban sus puertas tienen hoy calefacción y algunos hasta aire acondicionado y es que, como decía ya hace años mi ilustre colega don Hilarión, «¡Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad!» y si antes un comercio podía aguantar cincuenta años con una mano de barniz hoy si aguanta diez sin una reforma total es puro milagro. Huesca, a 6 de octubre de 1974.

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De antiguas fiestas del Pilar aquí y en Zaragoza

Dice en su obra el doctoral Novella que la devoción a la Virgen del Pilar en nuestra ciudad es tan antigua como lo pueda ser en Zaragoza y a mayor abundamiento prueba documentalmente que cuando en esta capital se decreta fuera ésta fiesta de guardar y precepto ya llevaba muchos años teniendo esta consideración en la diócesis oscense. Sobre este curioso tema Nueva España en los años cuarenta publicó un interesante trabajo del ilustre canónigo don Benito Torrellas, persona de feliz recordación para quienes le conocimos y tratamos. Poseía don Benito, entre otras muchas virtudes y sapiencias, la de ser uno de los curas que mejor ha sabido llevar el manteo, arte éste en trance de total desaparición en razón al cambio en el atuendo clerical y del que por tanto parece obligado dejar constancia. Solía portarlo a su natural caer frenando sus vuelos con las manos también naturalmente caídas y ligeramente desviadas hacia atrás, de forma que el pecho al andar resaltara lo estrictamente indispensable. Al entrar en la catedral las retiraba y con su elegante andar, no exento de cierta altivez, le daba aire elevándolo majestuosamente hasta que casi sus puntas rozaban las paredes de la nave. El respeto que impone la santidad del templo reprimió en mí más de una vez un vehemente «¡Olé, tu madre!», que es lo único que en aquellos instantes podía articular mi admiración. Independientemente de la misa en la catedral y conmemoración en su capilla, se celebraba la solemnidad en la iglesia de las Capuchinas del Coso Alto, cultos que remataban con la procesión del día 12, que dejó de salir no hace muchos años.

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Los vecinos de Barrionuevo tuvieron a la Virgen de esta advocación como patrona y le dedicaron singular devoción. Recuerdo las últimas procesiones de los años cincuenta, con la Corte de Honor, los Caballeros del Pilar, la Guardia Civil de gala y hasta las entonces jóvenes mairalesas del barrio, muy enmantilladas detrás de la peana, ocupando lugar preferente. La creación del polígono de Ruiseñor anuló esta típica y popular barriada poblada de tradicionales familias oscenses de hortelanos, labradores y artesanos. ¡Qué lejos cae ya el Barrionuevo de los Solanes, Romualdos, el Frailón, Larroche, los Olivares, Torguet, el ebanista Vallés y el herrero Bergua! Barrio jovial, unido y familiar girando alrededor de Capuchinas, hoy cercenado y agónico, en trance de pasar a ser sólo recuerdo. En el muy oscense empeño de cambiar las cosas le hemos borrado hasta el nombre y lo hemos trocado por el de un miserable camino de heredades que ni siquiera era camino, pues de siempre se le llamó caminico y nominamos del Ruiseñor a una importante parte de la población que con más motivo que nunca se debió seguir llamando Barrionuevo. Por si fuera poco, al crear la nueva parroquia ni se tuvo en cuenta la devoción de este sector a la Virgen del Pilar y la iglesia, que pudo tener esta advocación, se llamó de Santiago, que independientemente de tener ya capilla dedicada en la ciudad es santo tan ligado a la tradición pilarista que prácticamente quedaba englobado en la dedicación. Pero, en fin, por aquí somos así y si así somos será porque siempre hemos sido y nunca nos hemos parado a pensar hasta cuándo. Sin duda por eso vivimos de paradojas: en nuestra ciudad entra el tren marcha atrás, en nuestro cementerio los nichos más altos son los de primera fila y los de quinta se hallan a ras del suelo, claro que también en este camposanto la parte que cae a mano derecha entrando se denomina parte izquierda y a la siniestra diestra, y si nombres seculares de calles como la Correría, el Alpargán, Caballeros, Campaneros, la Corralaza, Población, San Martín, etcétera, han sido sustituidos por otros más o menos vulgares, resulta lógico que el nombre de Barrionuevo se pierda también. ¡Total, sólo son siete los siglos en que así se ha llamado!

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Cuando a mediados del siglo pasado llega el ferrocarril a Huesca, Zaragoza queda al alcance de la mano. La andadura de doce horas de diligencia o tartana se convierte en tres escasas de fascinante viaje en confortable vagón. Los cronistas de la ciudad se muestran preocupados por el éxodo de compradores y el trasvase de dinero que el ferrocarril canaliza cómodamente hacia la capital de Aragón, donde hay más y mejor comercio y hay juegos y diversiones que en Huesca no son posibles. Es esto el reflejo de la realidad que en estos días vivía nuestra ciudad. Como es natural, si antes algún adinerado se permitiera el lujo de asistir a las fiestas del Pilar a partir de entonces la cosa se pone al alcance de todos y la Compañía del Norte para dar más facilidades montaba trenes especiales en estos días de octubre. Los oscenses se hacen asiduos visitantes de la capital hermana en estas fechas. Los toreros no se pierden corrida, los eclesiásticos y gentes piadosas son incondicionales del rosario y los más bajan un día provistos de alforja para comer tranquilamente en la ribera y cruzar el Ebro en la barca del tío Toni, mediante el pago de cinco céntimos, dando así nota aún más insólita al de por sí entonces insólito viaje. Zaragoza se llena de foranos y en la comparsa de cabezudos el forano y la forana representan a este tropel de labriegos y gentes sencillas que se hacen asiduos visitantes. Son los años de fin de siglo, de la posada de Policeto, de la Salina, de la del Pilar y de la aún vigente de las Almas, de la fonda del Sol y de la acreditada de Elías, del hotel Cuatro Naciones y del Europa, donde los más favorecidos y con arreglo a su clase y posibilidades se permiten el lujo de quedar unos días para gozar de la algarabía festiva. Vencido ya el cuarto del actual, se seguían notando las fiestas de Zaragoza en nuestra ciudad. Inusitado trajín en la estación, llegada de trenes a las horas desacostumbradas (once de la noche), colas en los autobuses de La Oscense, taxis a la puerta de los bares acogiendo alegres viajeros, bien «cafeteados» y «copeados», con su gran veguero en la boca y otro de no menor tamaño asomando en el bolsillo de su chaqueta. Eran años en que entre ambas ciudades existían diferencias notabilisimas. Los oscenses, que se tenían que conformar con una o dos corridas 299 Índice


de toros, tenían allí siete y hasta nueve y además de categoría. Las humildes atracciones que llegaban a nuestras ferias quedaban chicas y ridículas frente a las mastodónticas norias y toboganes que funcionaban en lo que hoy es nada menos que la Gran Vía de Calvo Sotelo. Los comercios eran gigantescos; el Águila con sus ascensores, el bazar X y los no menos célebres del Ciclón en el Pasaje hacían salir los ojos de las órbitas a los niños. El café Ambos Mundos, el más grande de Europa por entonces, con los clásicos «echadores», camareros con chaquetilla blanca y largo delantal que con dos cafeteras de cuatro litros, una con café y otra con leche, servían cientos de tazas, sin verter ni una gota fuera. Los Espumosos, centro de reunión de familias tomando refrescos, y el Royalti, en la plaza de España, con tratantes y zorras de pelo tirante, a lo Romero de Torres, luciendo generosos escotes y guiñando el ojo insinuantemente a los posibles clientes. Más allá La Maravilla y Abdón y, enfrente, el Gambrinus, bares en los que no podía entrar todo el mundo, aunque nadie lo prohibiera. En esta época la gente misma se autoseleccionaba, cada cual sabía a dónde debía ir, aunque nadie se lo indicara. Los cabarés: Oasis y Edén Concert, descubrimiento para muchos pueblerinos que perdían los estribos ante las procacidades y desnudeces de las «cupleteras» y se metían en juerga dejándose la cartera en la lid. El cubierto especial del Mercantil, ocho pesetas: entremeses, langosta y pollo, o los de La Viña P., con lo mismo, pero sólo a seis. Las tabernas del Tubo, que empezaban a convertirse en bares y a colocar sobre sus mostradores banderillas, novedad que hizo furor. Recuerdos éstos del buen vivir de esta época en que en la capital del Ebro siempre corría el dinero. Aragón trabajaba duro todo el año para divertirse unos días en Zaragoza. Recuerdo de los autobuses «toreros» que don José Serena, como gerente de La Oscense y primer aficionado, fletaba con el único fin de asistir a las corridas. Salida, a las dos menos cuarto, y vuelta, media hora después de acabar la corrida. Mi padre, Aquilino Aldea, Paquito Lafarga (el estanquero Vilas), el habilitado Baquer Río, Alberto Boned, Pepe Miranda, el confitero Soler y así hasta las veintiocho plazas, casi abonadas de año en año, eran clientela adicta y habitual de este servicio. 300

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Los marchosos no escogían viajes tan rápidos; iban en tren, que daba más tiempo de estancia, y si era preciso se quedaban allí. «¡Un día es un día!». Cumpliendo con el celtibérico rito de encender una vela a Dios y otra al diablo, lo primero que hacían al llegar era la obligada visita al Pilar y, con el deber cumplido, ¡ancha es Castilla! Vermuteo, comida, toros y después juerga. Santuario de peregrinación para libidinosos fue en este tiempo la célebre Casa de la Pepita, un emporio de prostitución estratificado en pisos, cuya altura corría pareja a la calidad del género y precio del mismo, de forma que la soldadesca y chusma encontraba grácil mercancía asequible a su economía en los pisos bajos, quedando los superiores para los bolsillos más fuertes. La fama de la Pepita Moreno y su tan deleznable como lucrativo negocio se extendió por toda España; de ella oí hablar a los pastores de las serranías de Cuenca y a los pescadores de las rías gallegas, recordando sus años de mili en Zaragoza. De estas visitas algunos se traían lo que no habían llevado y tenían que recurrir a los cuidados del doctor García Herrero, afamado especialista en enfermedades secretas, o a aquellos practicantes que en la trastienda de su barbería riñeron durante años la más despiadada batalla con los gonococos que recuerda la historia local a fuerza de jeringazos de permanganato. Hoy, aunque como dijo «el otro», es fiesta todo el año y ya nadie se queda asombrado ante un tranvía, un ascensor o un comercio de varios pisos, aún va gente al Pilar y aún el espacioso templo se queda pequeño e innumerables fieles tienen que seguir los oficios desde la calle, lo cual es bueno pues quiere decir que, aunque encendamos tantas y tantas velas al diablo, aún nos acordamos de encender alguna a Dios. Lo malo es que ya no esté la Virgencica en su hornacina del Coso Alto, que no haya procesión, que Barrionuevo agonice y que se hayan perdido esas fiestas tan simpáticas que sus habitantes dedicaban a nuestra celestial patrona. Huesca, a 20 de octubre de 1974.

P S.: Afortunadamente Barrionuevo ha resurgido como moderno y agradable sector de la ciudad. Tan sólo le falta volverse a llamar Barrionuevo. Huesca, verano de 1994. 301

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Del interés oscense por la aerostación en el siglo XIX

En el año 1871 llega a nuestra ciudad un nuevo profesor de Instituto. Viene destinado desde Badajoz en virtud de permuta voluntaria y se llama don Julián Bosque. Entusiasta de la aerostación, con los escasos recursos que tiene a su alcance ha hecho buen número de experiencias sobre hélices, sustentando entonces el racional pero insólito criterio de que de la misma manera que éstas actuaban en el agua moviendo barcos podían hacerlo en el aire arrastrando globos. Seis arios lleva ya trabajando en este asunto cuando arriba a Huesca, donde no tarda en trabar amistad con dos inquietos oscenses, don Francisco Bescós Lascort y don Sixto Vilas. Versado en humanidades el primero, además de contratista de carreteras y exportador; confitero, como luego don Antonio, el segundo, y ambos atentos a todo lo que suponga progreso y desarrollo. Con esta identidad de miras poco tardan en ponerse de acuerdo y vemos que en agosto del mismo año comienzan las experiencias, de que don Francisco y don Sixto no sólo son colaboradores científicos sino financieros. Los conocimientos que don Julián había adquirido con toscas hélices de madera son ampliados a nuevos modelos de hierro, confeccionados a partir de un primer prototipo de siete aspas con diámetro de dos metros. Buscan el número óptimo de elementos para obtener el resultado más efectivo y así construyen una serie de hélices que van desde la de dos aspas hasta la de diez y comprueban que la de tres es más que suficiente y que no por más aspas aumenta la fuerza que es necesario obtener. 303 Índice


Conseguida ya ésta, la montaron en un torno vertical provisto de multiplicación por engranajes y un manubrio para ser accionada, izando el conjunto sobre una almadía o balsa de tablones planos. La rudimentaria embarcación fue llevada a la acequia de la fábrica de harinas de Siétamo, de la que don Francisco, en sociedad con mi abuelo don Manuel Almudébar, eran propietarios. Solamente con el esfuerzo del tripulante dándole al manubrio consiguieron remontase el cauce a contracorriente. La improvisada barca, sin más impulso que el que proporcionaba la descomunal hélice rasgando el aire, no sólo venció la fuerza de la corriente sino que avanzó a más velocidad de la prevista. Era sin duda el primer éxito y si esto se conseguía con la fuerza de un hombre quedaba fuera de duda que con tracción mecánica a vapor o petróleo un globo podía ser puesto en movimiento con toda la facilidad. Alentados por el feliz resultado de esta experiencia, deciden construir el primer globo dirigible y gestionan del Gobierno el oportuno privilegio de invención. Sin duda fueron los primeros que en España lo intentaban y estaban convencidos de que lo eran también del mundo, si bien poco después tuvieron noticia de trabajos simultáneos o ligerísimamente anteriores llevados a cabo en Francia y Alemania. No era Huesca ciudad en la que se pudiesen adquirir los delicados materiales que requería la construcción de este aparato y por este motivo don Sixto Vilas se vio obligado a viajar a Barcelona. Partió el 6 de febrero de 1872 y, según dicen las crónicas, volvió a los cuatro días chasqueado, pues en la Ciudad Condal no pudo hallar nada de lo que precisaba. No pierden los ánimos por esto y los tres socios marchan a París, donde compran cuanto necesitan y de paso se enteran con cierta amargura del primer viaje en dirigible de monsieur Puy de Lome. No abandonan por esto su empeño; con los materiales adquiridos siguen trabajando y, si no hay quien lo desmienta, consiguen en los campos de Siétamo soltar las amarras del primer globo dirigido que se elevó en los cielos de España. La Ilustración Española y Americana recoge la noticia y dedica nada menos que dos páginas al invento.

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Continúan estas pequeñas ascensiones en el término de este lugar durante una buena temporada, aunque no sabemos si en ellas usan tracción a vapor, si a petróleo o simplemente siguieron con el criado de mi abuelo dando al manubrio como en la primera experiencia. Lo que sí se sabe a ciencia fija es que en uno de estos viajes, quizá el último, capotó el artefacto al intentar tomar tierra, resultando don Julián con una clavícula rota. Don Francisco fue hallado inconsciente a varios metros del lugar de la caída, pero conservando erguido en su boca un gran cigarro habano que ni el batacazo había logrado abatir y a mi abuelo de poco le tienen que intervenir médicamente a consecuencia del ataque de risa que le ocasionó el grotesco accidente. Fin parecido pero más trágico fue el del primer dirigible a base de aluminio, construido hacia 1893 por el alemán Schwartz, de concepción tan semejante al de don Julián que parece hubiera sido construido con los planos de éste y que consiguió alzarse hasta 460 metros y permanecer en el aire 46 minutos evolucionando en contra del viento. Pero cayó violentamente al intentar aterrizar y murió su tripulante. Viendo el proyecto y memoria que publica La Ilustración, se aprecia que don Julián Bosque ni era soñador ni mucho menos un inexperto. Trata de conseguir un globo rígido a base de un metal ligero que aguantara la presión necesaria, coincidiendo en esto sin haberse puesto de acuerdo con el proyecto alemán. El clásico globo de tela resultaba muy peligroso si debajo de él tenía que arder una caldera de vapor, necesario para poner en movimiento las dos hélices. Un timón de cola daba el rumbo. Reconocía el inventor en su memorial que indudablemente la caldera de vapor o el motor de petróleo y sus respectivos combustibles pesaban bastante y por lo tanto la autonomía de vuelo era necesariamente limitadísima, así que resultaba únicamente apto para excursiones o pequeños recorridos. Preveía la compartimentación del globo a fin de que una posible avería permitiese un aterrizaje suave y, en cuanto al sistema de lastre, resultaba ingeniosísimo, pues se hacía a base de comprimir aire en un recipiente situado en la barquilla mediante una bomba accionada por el motor y otra manual de emergencia. 305

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Por meses no cabe a Huesca la gloria de haber descubierto el dirigible. Es, pues, de justicia el sacar a luz estas olvidadas noticias que tanto y tan bien hablan de las inquietudes de nuestros hombres del siglo pasado. Un montón de chatarra, hierros retorcidos y engranajes olvidados en los desvanes de casa de mi prima María Cruz Bescós fueron hasta hace poco el único testimonio de esta gran proeza. Claro que por nuestras tierras ya había pasado Pedro Saputo, que intentó volar con dos cañizos, y don Pepito Lasierra en sus años jóvenes había adaptado velas a una galera a la que quitó las varas sustituyéndolas por unas cuerdas a modo de riendas y consiguió que la fuerza del aire moviese el carruaje. Lo malo fue que, entusiasmado con el invento, no deparó en que su vehículo se iba acercando a la cuesta de Quinzano y en llegando a ella entre el impulso de las velas y la pendiente emprendió tal carrera que se cruzaron las ruedas delanteras y volcó, por lo que acabó este primer experimento con magullamiento general y rotura de un brazo. No por esto don Pepito perdió el interés por la aerodinámica y siguió atento a todos sus progresos. Me llega a extrañar cómo no participó en los trabajos que anteriormente hemos comentado, pues, años más o menos, coincide esta época con la de sus particulares experiencias. En el año 1889 se celebra la Exposición de Barcelona, hito que marca el inicio del desarrollo industrial de Cataluña, y don Pepito no puede estar ajeno a esta demostración. Visita detalladamente las instalaciones y departe con los expositores, pero lo que más llama su atención es un globo cautivo en el que por cierta cantidad se puede ascender sobre el recinto y desde el aire contemplar la Ciudad Condal. Excuso decir que don Pepito subió en el globo tantas veces como tuvo ocasión, hasta el punto que llegó a hacer una sincera amistad con sus propietarios, tanta que a los pocos años tuvieron éstos la desgracia de perder su aparato en un incendio y recurrieron a él, quien les prestó dinero para rehacerlo. Además de la gratitud recibió como obsequio un trozo de la tela de la envoltura del siniestrado, que guardó cuidadosamente toda su vida en la cartera como recuerdo de sus primeras ascensiones.

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Tanto entusiasmo llegó a tener por esta novedad que no dudó en hacer partícipe de estos viajes por los aires a su hija Adelina, entonces niña de once años. El hecho de ver por los aires a niña de tan corta edad llamaba poderosamente la atención y la multitud que presenciaba el espectáculo hacía comentarios de admiración. En una ocasión en que padre e hija descendían del globo, unas señoras comentaron horrorizadas: «¡Fíjate, baja una niña!». Un caballero que se hallaba al lado para restar importancia al asunto replicó: «¡Bah, ésa es del globo!...», dando a entender que era de la familia de los propietarios. Don Pepito, que lo oyó, levantó furibundo su bastón, se fue hacia él y le aclaró iracundo: «¡Si se refiere usted al globo terráqueo, naturalmente que es del globo! ¡Como usted y como yo!». Agachó las orejas el impertinente, dio toda clase de explicaciones y don Pepito, deponiendo el bastón, sin soltar la mano de su hijita, se alejó denostando. En Huesca, como decía el otro día, somos muy amigos de llamar por mote a las cosas; por ejemplo, el viejo mercado se llama oficialmente mercado de María Auxiliadora, aunque esto no lo sepa ni el propio conserje del inmueble. Claro que tampoco saben los niños que van a los Salesianos que en realidad a donde asisten es a las Escuelas de San Bernardo y lo que a nadie le pasa por la mente es que la Escuela de Vuelo de Monflorite se llame Escuela Santos Dumond. Yo sugeriría que si se pensara en rebautizarla se le diera el nombre de Bescós, Bosque y Vilas o simplemente el de don Pepito Lasierra, que los cuatro hicieron por la aeronáutica en Huesca bastante más de lo que pudiera hacer mister Dumond con todos los respetos que su figura mundialmente merece. Huesca, a 27 de octubre de 1974.

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Del recién desaparecido cuartel de San Juan

Hace un par de semanas que el desvencijado cuartel de San Juan ha pasado a ser historia. Su propietario, el Patronato de Viviendas Militares, ante la ruina acusada, decidió derribarlo y en un abrir y cerrar de ojos y sin más pena ni gloria que la que ostentó en su no muy larga vida ha desaparecido su desgarbada traza de la perspectiva urbana. No merece ni una lágrima el suceso. Más bien nos alegra que se haya producido, porque el anodino caserón, además de ser un pegote que ocultaba el airoso contorno de la Universidad y los restos del Palacio Real, era testigo de cargo viviente del sacrilegio que cometió la ciudad en el siglo XIX al derribar la valiosísima iglesia de San Juan de Jerusalén y su convento anejo para edificarlo en su solar. Uno de tantos desmanes decimonónicos que se intentó compensar con la construcción de una plaza de toros, en cuya obra se emplearían los nobles sillares que en el siglo XII la fe oscense labró para fin más alto y sagrado. Tiempos de «pan y toros», como reza el título de la célebre zarzuela: pan en los jornales del derribo y, por si fuera poco, coso taurino. ¿Qué más podía pedir el pueblo? Como si no llevara a cuestas bastante delito este cuartel, en 1920 se derribó esta plaza para una pretendida ampliación que nunca se llegó a realizar y Huesca se quedó, en definitiva, sin iglesia, sin palacio, sin plaza de toros y prácticamente sin cuartel, pues por una causa u otra pocos años disfruta del privilegio de albergar tropas. Los viejos cuarteles de la ciudad eran dos naves pegadas a la muralla, cuya construcción parece remontarse al siglo XII. Aún fueron empleadas para alojar a los presos de Jaca que en 1840 vinieron a derribar el con-

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vento de Santo Domingo. Después fue manicomio y luego casa de amparo, destino que hoy con muchas reformas conserva. En el siglo pasado al llegar la desamortización los conventos se convierten en cuarteles. En nuestra ciudad lo son el de San Vicente (Compañía), que ocupaba los solares del Banco de España, calle Moya, Audiencia y Correos y que se derriba en 1889; también el de la Merced, hoy Zona y Caja de Reclutas, y por supuesto éste de San Juan. Curiosamente, no sólo en nuestra ciudad sino en toda España, los cuarteles siguen ostentando el nombre del convento y así se habla de cuartel de San Vicente, de la Merced, de San Juan y por la geografía patria aún hallamos el cuartel del Carmen, de San Lázaro, de Capuchinos, de Trinitarios, etc. Según vemos en las actas de la Comisión Provincial de Monumentos en el año 1848 sale a subasta la iglesia, torreón y dependencias de la encomienda de San Juan de Jerusalén. En la sesión del 3 de mayo, acuerda este organismo dirigirse al Gobierno para que desista de tal venta, dado el inestimable valor artístico, histórico y monumental del conjunto. Reflejan estas decisiones el enorme interés que este grupo de oscenses pusieron en el asunto, pues llegan hasta a solicitar del vicario capitular de la diócesis que reimplante el culto en la iglesia, al objeto de que no pueda venderse, pues los lugares de culto público estaban exentos de desamortización. No debió de dar resultado positivo la gestión, pues en la reunión del 8 de febrero del año siguiente se da cuenta de que por las Oficinas de Bienes del Estado se ha procedido ya a la venta a un particular, quien ha comenzado el derribo. A la vista de la situación se consideró solicitar la suspensión de las obras por orden gubernativa y se acordó iniciar negociaciones con los propietarios a fin de rescatar los inmuebles. Éstos se negaron de plano a la reventa y prosiguieron con el derribo a pesar de que la Comisión invocó ante el Gobierno la real orden de 21 de julio de 1846 que taxativamente impedía la destrucción de monumentos. En algún sitio se ha escrito que el Ayuntamiento se hizo cargo de estos bienes, vendiendo la iglesia y quedándose con los edificios. Balaguer, en este sentido, se mantiene muy cauto y, aun siendo relativamente recien310

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te, recomienda no asegurar nada, pues, como hemos visto, de las actas de la Comisión se desprende que fue el Estado, a través de su Oficina de Bienes, quien realizó la venta. No obstante el hecho efectivo es que los edificios, poco tiempo más tarde, son propiedad del municipio y que en 1860 se usan como cuartel. En el Archivo hemos visto un proyecto de reforma, sin planos, fechado en 1860. En la memoria de éste se habla de dotarlo de condiciones suficientes de higiene y habitabilidad. Más clara aún parece esta propiedad en una pretendida reforma que en 1909 solicita el capitán general de la Región, según proyecto de mi difunto tío Mariano Lasala Llanas, a la sazón capitán de Ingenieros. En esta solicitud se dice claramente que, como el edificio es propiedad municipal, debe ser el Ayuntamiento quien la sufrague. No hay en él tropa, pues en esta época Huesca —al decir de malas lenguas por voluntad expresa de don Manuel Camo— no tiene guarnición y las obras se destinan a almacén de efectos militares. El alcalde, según vemos, contesta que el Concejo no puede hacerse cargo del costo de las obras y que además el edificio y por orden de las autoridades sanitarias está preparado para ser usado como hospital de infecciones en caso de epidemia. Dicho sea de paso, el presupuesto total de las obras que tengo a la vista, firmado y rubricado por mi tío, ascendía nada menos que a 84 pesetas justas y cabales. De 1919 era la actual fábrica, obra militar inspirada por el general Alsina, al que luego se le dedicó la calle frontera. Albergó este nuevo cuartel tropas de Infantería hasta la República; viviendas militares y depósito de Intendencia; para la guerra, fue prisión y después, hasta su abandono, volvió a ser parque de Intendencia. Con el derribo ha salido a la luz un bello rincón de Huesca que muy pocos conocíamos: el arco del Rey y los restos de la calleja que por él discurría. Juan Antonio Foncillas daba noticia de este arco en Heraldo de Aragón e incluía una fotografía, sin duda la primera que de él se hace, exento de postizos y edificaciones. Bajo éste, formado por esbelto arbotante que une un torreón desmochado con los muros del palacio, pasaba la procesión de Cillas. 311

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La tradición dice que así se hacía desde los tiempos en que los reyes de Aragón, cofrades de esta hermandad, residían en el palacio. Novella nana en 1779 que la costumbre se sigue practicando en su época y describe perfectamente el paraje, si bien no le debe de parecer muy correcto el giro, pues no le atribuye más interés que el de conservar una antigualla. Al desaparecer la calleja por ser tapiado el recinto por la obra en 1920, la cofradía no renuncia a pasar ante el alcázar real y lo rodea por su parte sur. El Ayuntamiento, al autorizar el derribo, ha tenido buen cuidado de advertir que bajo ningún concepto se dañasen estos restos y hay que agradecer a la empresa que lo ha efectuado la escrupulosidad con que ha cumplido la indicación. La verdad es que a lo largo de los años no consiguió cuajar el cuartel en este lugar. De cuando en cuando se alzaban voces en contra clamando por su desaparición. Silvio Kossti (Manuel Bescós Almudébar), en El Diario de Huesca del 13 de mayo de 1913, publicó un bonito artículo oponiéndose rotundamente a una pretendida ampliación del Instituto proyectada por el arquitecto zaragozano señor Navarro. Éste proponía alzar un piso sobre el claustro y no precisamente siguiendo el estilo que Artiga proyectara. Don Manuel arremetía contra el proyecto y aprovechaba la ocasión para hacerlo contra el cuartel, diciendo: «Es intolerable la presencia de retretes y anejos cuarteleros que carcomen y degradan los vetustos y nobles sillares del alcázar». Proponía al Ayuntamiento que cediera el solar al Gobierno y que en él se edificara el nuevo Instituto, usando el antiguo y sus dependencias como parte noble. Hay que resaltar que lo que el inteligente y cultivado escritor sugería fue lo mismo que indicaron, entre otros, don Juan Tormo y don Federico Balaguer cuando después de la guerra se planteó la necesidad de construir Instituto nuevo. En el mismo artículo, don Manuel se quejaba amargamente del estado de la sala de Doña Petronila, cuajada de estanterías en las que se amontonaban libros de las antiguas bibliotecas conventuales (quintales de Teología y Moral y arrobas de santos padres). Pedía se limpiara de todo estorbo y que a sus techumbres profanadas se les devolviera a su primitivo 312

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estado. Esto no es, ni más ni menos, que lo que se ha hecho en la última reforma, aunque hayan tenido que pasar sesenta y un años para hacer las cosas bien. Nunca es tarde y eso indudablemente se ha hecho con todo el acierto. ¡Como don Manuel quería! El derribo ha dejado al descubierto una bella perspectiva ciudadana y es de esperar se trate con esmerado cuidado el tema de volver a edificar. La vista que hoy, aun a pesar de los muros recortados que se interponen, se puede contemplar da la razón a todos cuantos han derrochado entusiasmo en tinta y palabras para que la Universidad quedase exenta para siempre. Solución ha de haber para que no tengamos que lamentar de nuevo sobre el tema, que desde 1848, en que se inicia su mal en peor, hasta el día de hoy no ha vislumbrado rayo de esperanza. El ajardinamiento de este solar, colocando en él restos arqueológicos, como apuntó en cierta ocasión la señorita Donoso, a la sazón directora del Museo, podía ser una buena solución. Todo menos edificar en él. Ya que desgraciadamente no podemos alzar de nuevo la iglesia de San Juan de Jerusalén ni el palacio de la Encomienda, ni siquiera la pintoresca plaza de toros vieja, lo más prudente sería no levantar nada. En muchas ocasiones, no haciendo nada se acierta y ésta puede ser una de ellas. Huesca, a 3 de noviembre de 1974.

P S.: El Ayuntamiento adquirió este solar con destino a jardines públicos. Huesca, verano de 1994.

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Del «día de quintos»

El domingo pasado, primero del mes de marzo, se procedió en el Ayuntamiento a reconocer y alistar definitivamente a los mozos del reemplazo correspondiente a este año. Sin pena ni gloria y casi inadvertido pasó este hecho y por supuesto sin las estridencias y jolgorios que antaño, en tal día, se hacían sentir en la ciudad y que hicieron célebre la jornada. El sugerente «día de quintos» fue de siempre sinónimo de jaleo y algarabía y por eso el sentir popular, cuando quiso definir el grado máximo de desorden, no se conformó con compararlo con el normalmente reinante en las casas públicas sino que lo matizó uniéndolo a esta fecha y de esta manera, en lo que pudiéramos llamar escala de la confusión, el primer puesto indiscutiblemente ha quedado plasmado en aquello tantas veces repetido de «esto parece una casa de p... en día de quintos». Esta fecha, que durante años ocupó lugar preeminente en la efemérides local, poco a poco va perdiendo vigor, al punto como decíamos de pasar casi inadvertida a no ser por los directamente afectados. Sin duda hace años ir al Servicio marcaba un hito en la vida de los jóvenes. Para algunos era la primera vez que salían de casa, el primer encuentro con la Administración y el momento en que cada uno debía empezar a valerse por sí mismo. Hoy los jóvenes, cuando les llega la hora del Servicio, han recorrido medio mundo por su cuenta, ya están cansados de ventanillas, papeles y pólizas y también de manejarse por sí mismos desde que cobraron a los 14 años su primera semanada o ingresaron en el Instituto y por eso la cosa no tiene nada de extraordinario. Por otra parte la agilidad de la Administración ha hecho que aquel día ajetreado, con ir y venir de padres y largas colas en la plaza de la Catedral, haya quedado reducido a un par 315

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de horas, de manera que a las doce de la mañana nada que denotara la fecha se veía ya en los alrededores del Palacio Municipal. Llegará luego el otro «día de quintos» con el sorteo y clasificación en la Zona, día que también va perdiendo su tradicional pintoresquismo. Ya no vemos esos mozarrones de alpargata blanca y gorra de visera venidos de más allá del Cinca, ni aquellos otros con gruesos trajes de pana llegados del Somontano, ni montañeses altos y colorados acompañados de padres buscadores de influencias. Ya no se ven los grupos de quintos pasmados ante los escaparates o extasiados ante las carteleras del Olimpia, ni esos fanfarrones que para echar alegría al asunto se venían con la guitarra al hombro. Ahora todos visten igual, afortunadamente nadie va de alpargatas en marzo ni de pana, que ahora es tela de ricos y mujeres; ninguno se para en un escaparate ni menos en la cartelera de un cine, pues ya no causa esto la menor novedad. Por último, el día de la entrega, del fraccionamiento de cupos para la incorporación, el C. I. R., el voluntariado, las milicias y las prórrogas, ha pasado de ser del más notorio al más desapercibido. Aquel deambular de mozos por el Coso, aquellas concentraciones en las llegadas de los autobuses, aquellas jaranas nocturnas en la calle de Pedro IV han pasado a la historia, como han pasado los quintos sollozantes y los padres llorosos despidiéndolos. Y es que la vida, en unos años, ha cambiado mucho. De aquel Servicio Militar de la primera ley de Reclutamiento de 1800, con sus ocho años; de aquellos hombres que iban a Cuba o Filipinas casi niños y regresaban hombres maduros; de los tres años en África, que fueron pesadilla de los españoles de los arios veinte, a la comodidad actual del Servicio a la patria ha sido mucho lo ganado y la antigua preocupación obsesiva se ha tornado en obligación más o menos penosa pero nunca grave. La primera, pudiéramos decir, ley de Reclutamiento data de 1800 (real ordenanza de Reclutamientos). En ella se implanta el Servicio Militar obligatorio con determinados cupos que se reparten entre las diversas regiones (por entonces aún no hay provincias), según su número de habitantes. Esta ordenanza, casi antes de entrar en vigor, topa con las gue316

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rras napoleónicas, reinado de José Bonaparte, Cortes de Cádiz, etc., épocas en las que es imposible desarrollarla. Así, vemos en el Archivo Municipal expedientes incompletos de los arios 1819 y sucesivos en que aún los cupos eran fijados para las diversas ciudades y sus partidos; puede decirse que hasta la división provincial de nuestra patria no entra a cumplirse con todo rigor, como sucede ya en 1834. Hemos examinado el expediente completo y magníficamente realizado, obrante en nuestro Archivo, correspondiente a este año. Comienza éste con el decreto de la reina gobernadora, quien, en nombre de su hija la princesa Isabel, rige la nación, en el que se fija un cupo para la península de 25.000 hombres comprendidos entre los 17 y los 36 años, para estar ocho años en filas, que ni sean casados ni viudos con hijos, no estén penados y den la talla suficiente. A la recién creada provincia de Huesca se le asignan 451, repartidos proporcionalmente entre los habitantes de los diversos municipios. La ordenanza previene los casos de excepción, que son, además de los reseñados, las inutilidades, grados universitarios, ordenados in sacris, etc., y se admite, como gracia especial, que los afectados puedan prestar el Servicio por sí o buscar persona que los sustituya; se inician aquí los «comprados», hombres que sin gran porvenir cumplen el Servicio por otro a cambio de un campo o puñado de reales. Dura esta institución hasta prácticamente la Dictadura de Primo de Rivera, que crea los famosos «soldados de cuota». Como gracia especialísima, la reina exonera de todo servicio al que entregue a la Hacienda Pública 8.000 reales, buena suma para entonces. En cuanto a los nobles, deben cumplirlo, pero de cadetes. Con los censos muy rudimentarios, filiaciones de libros parroquiales, matrimonios que libran, padres impedidos, estudios universitarios, frailes y curas (tan abundantes en el Huesca de entonces), todo esto seleccionado y juzgado por los alcaldes y párrocos, es lógico admitir que el que iba al Servicio es porque tenía muy mala suerte o porque era un desgraciado. Vemos que el alistamiento local consta de 543 mozos entre nacidos y residentes en la ciudad, de los cuales doce ya han cumplido el Servicio, 317 Índice


siete son tuertos, uno desdentado (motivo de inutilidad total por entonces), uno «enfatuado», otro impedido y dos «cortadores» (carniceros), que no sé por qué bula se exceptúan en razón del oficio. Vienen a continuación instancias y solicitudes de exención, que llenan folios y más folios. Gran número lo son por estudios, que aparecen debidamente certificados por la Universidad. Entre estos reclamantes está don Jorge Sichar, por entonces colegial de Santiago y más tarde último rector de la Sertoriana. Hay también certificados de cirujanos, como el que presenta Gregorio Sanclemente, en el que se afirma se halla «desdentado», como si no se pudiera ver a simple vista. Un Lasala afirma tener una pierna inútil de nacimiento y tres mozos alegan ser «patituertos», causa de exención. Hay reclamaciones, pues al no haber censos muy completos se alista, como decimos, a todo el que reside en Huesca; así, son varios los sirvientes, como un zapatero, natural de Bolea, que quiere ser exceptuado de la lista por ser su residencia junto al patrón totalmente provisional. Muy curiosas son otras alegaciones de seminaristas que, sin haber recibido órdenes, tienen ya beneficios en propiedad, como uno que alega haber obtenido tres en Poleriino, e incluso el sochantre de la catedral presenta certificado del deán diciendo que está en posesión colativa del beneficio para acogerse a la excepción. No menos curiosas son otras alegaciones, como la que hace Salvador Puig, natural de Bossost, en el valle de Arán, estudiante de Universidad sin grados y al que se le alista como criado de la principalísima casa de los Villanova. En su exposición dice que no es tal criado sino que reside en esta noble casa por la bondad de sus dueños y hace algún mandado para compensar su hospedaje, pues en realidad, de no ser de esta manera, no podría seguir sus estudios. Otro alega lo mismo diciendo que sólo duerme y come en los Carmelitas y hace algún servicio a cambio. Así pues, que a fuerza de expedientes los 543 quedan en 215 el día del sorteo, celebrado el 22 de marzo ante el gobernador militar don Juan Espinosa de los Monteros, en el Salón del Ayuntamiento, en presencia del Concejo, de los tres párrocos de la ciudad y de don Luis San Juan, ciudadano honrado que hace de «hombre bueno», como previene la ordenanza. 318 Índice


Abierta la sesión, según dice el acta, se leyeron las disposiciones en vigor y la lista de los excluidos, así como las peticiones de excepción surgidas después del alistamiento definitivo de los mozos Mariano Pérez y Agustín Puig, que, por ser tonsurados y haber obtenido beneficio, quedaron libres sin que nadie de los presentes protestara. Asimismo se desestimó la petición de Lorenzo Ramo, hermano del obispo, por no padecer enfermedad visible, a pesar de haberla alegado. No se conformó éste y alegó estaba ordenado de minorista; la Presidencia le rogó lo acreditara, pasó al palacio episcopal, donde habitaba con su hermano, y volvió con la cartilla, en la que figuraba ordenado el día 15. Había entrado en este momento un grupo de mozos en actitud desafiante y comenzaron a vociferar pidiendo que los tres fueran al Servicio, pues habían obtenido beneficio o tonsura para librarse; la sesión se tomó en borrascosa y ante la actitud amenazadora del público se tomó el acuerdo, no sin votos en contra, de que los tres entraran en el sorteo. El señor Aísa manifestó que no lo creía correcto, pues si salían soldados no podían incorporarse por estar ordenados, pero como los mozos arreciaban en sus voces y protestas se echaron sus nombres a la bolsa, renaciendo la calma. El sorteo se verificó, colocando 215 bolas del 1 hasta este número en una bolsa roja y los nombres de todos en otras tantas bolas que se colocaron en una bolsa de damasco verde. Dos niños de corta edad estaban junto a ellas, por, si algún interesado no quería sacarlas, hacerlo ellos. En las que llevaban los números del 1 al 19 se identificaba la palabra soldado, pues de los 215 sólo 19 habían de cumplir y sin más complicaciones salieron los 19 hombres que Huesca envió a la milicia en el año de 1834. Ni Pérez ni Puig ni el hermano del obispo figuraron entre éstos; la suerte, esta vez, arregló el asunto, el cual prometía ser muy delicado. Hago punto final y dejo para otro día lo de los «comprados», lo de los «soldados de cuota», lo de las alegaciones y quién sabe si hasta el renombrado robo de las cucharillas de plata de Casa de la Helia, en el que ocasionalmente y sin querer se vieron envueltos unos quintos oscenses de tronío allá por los años veinte. Huesca, a 23 de marzo de 1975. 319

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De por qué estuvo Huesca más de treinta años sin guarnición

Cuando en «Glosa» anterior tratamos del desaparecido cuartel de San Juan, insinuábamos que Huesca estuvo años y arios sin guarnición por gusto y capricho de don Manuel Camo Nogués. Sobre este pintoresco tema se me ha rogado mayor información y en consecuencia voy a tratar de ofrecerla. No crean ustedes que es fácil hallar datos concretos, pues cosa tan insólita difícilmente pudo ser reflejada en actas. Es natural que tanto don Manuel como sus adláteres del Directorio liberal corrieran un tupido velo sobre asunto tan escabroso y por lo tanto me he visto obligado a leer entre lineas y confrontar los datos obtenidos con la versión que de esto siempre se ha dado en la ciudad. Hecho cierto y probado es que desde el ario 1886, en que abandonan Huesca las tropas del regimiento número 12 de Caballería, hasta el 24 de diciembre de 1917, en que llegan las del Quinto de Artillería, nuestra ciudad está totalmente desguarnecida. Cierto también es que en 1886 don Manuel Camo era ya amo de la ciudad y provincia, omnímodo mandato que conservó hasta su fallecimiento, en el 26 de diciembre de 1911. Durante los arios que median entre 1886 y 1917 no se ven más uniformes militares en la ciudad que los del coronel de la Zona y su pequeña tropa y, esporádicamente, los del destacamento de la remonta militar. El rumor popular siempre ha culpado a don Manuel de esta ausencia de guarnición. La prensa carlista e independiente en esta época lanzan puyas a diario sobre el ridículo de esta situación. Algunas de estas moles321

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tas insinuaciones tienen fin sangriento, como aconteció cuando, ya muerto don Manuel, con motivo del día de los Inocentes, El Porvenir publicó un fingido telegrama en que se anunciaba la inminente llegada de guarnición a la ciudad y se hacían unos hirientes comentarios que alcanzaban al difunto y sucesores en el mando; acabó la cosa a palos entre los liberales y el director del periódico independiente. Afortunadamente de estos años sobrevive un periodista, don José María Lacasa Escartín, sin ningún género de dudas la persona que más conocimientos posee de los acontecimientos de estos años turbulentos de nuestra historia. La versión que don José María da de la retirada de la guarnición cuadra perfectamente en fechas y hechos con lo que a fuerza de buscar y leer entre líneas he podido llegar a averiguar. Parece ser que al citado regimiento de Caballería llegó destinado un coronel, primo lejano de Alfonso XII, quien buscaba en nuestra ciudad un clima adecuado para la afección de pecho que padecía. Como es natural, a este alto personaje le importaba muy poco quién mandaba en Huesca y, aunque fue reiteradamente advertido, pasó por alto el entonces obligado detalle de visitar al cacique y ofrecerle sus servicios. Se consideró tan por encima de él que creyó no merecía la pena tenerlo en cuenta. Don Manuel no pudo soportar en su feudo tal altanería y comenzó el tira y afloja. Camo por un lado y el coronel por el suyo agriaron tanto la situación que el cacique solicitó y obtuvo del ministro de la Guerra el traslado del altivo militar. Éste, por su parte, una vez en Madrid, revolvió todo lo que pudo revolver y como al fin y al cabo era primo de la reina regente consiguió volver destinado de nuevo a Huesca. Pero en el léxico de don Manuel no existía la palabra derrota y, viendo la primera batalla perdida, recurrió a una de sus sutiles patrañas. ¿No había oficiado meses antes el capitán general de Aragón al municipio que el cuartel de San Vicente se hallara en ruina y que de no habilitar uno nuevo tendría que abandonar Huesca el regimiento? Pues con no habilitar nuevo cuartel necesariamente el regimiento partiría y así no habría más coroneles aristócratas de quienes aguantar impertinencias. Aceleró los trámites de ruina inminente, no facilitó «por falta de medios» nueva residen322

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cia y al poco tiempo partía la tropa y pertrechos al mando de su coronel. Del asunto no se volvió a hablar más e incluso el Directorio que se hizo cargo de la dirección del partido al fallecer don Manuel tardó años en airearlo, seguramente por respeto a la voluntad de su extinto jefe. Huesca mientras tanto se hallaba deprimida por no contar con tropa, al punto que hasta los más liberales, aunque no lo exteriorizaban, estaban deseando se produjera el regreso de la guarnición. Ésta daba seguridad, categoría, riqueza y además para cumplir el Servicio Militar los oscenses tenían necesariamente que desplazarse a otras ciudades y esto no gustaba ni a los familiares ni a los propios soldados. Comprenden los liberales que la cosa no puede seguir así y cambiando radicalmente de actitud se lanzan a conseguir una guarnición para la ciudad. Don Miguel Moya (suegro de don Gregorio Marañón), diputado a Cortes por la provincia, gestiona en Madrid con éxito el asunto y el 21 de noviembre de 1917 telegrafía al alcalde don Prudencio Torrente que se había conseguido un regimiento de Artillería para la capital. Ese día lo fue de fiesta, la Banda Municipal salió a la calle interpretando dianas y pasacalles y las gentes tras de ella en imponente manifestación subieron al Ayuntamiento a felicitar al alcalde por el logro. Los balcones de todo Huesca lucieron colgaduras como en los días grandes. Podemos decir que el sentimiento reprimido durante treinta años estalló en esta general manifestación de jolgorio y alegría. Efectivamente el 24 de diciembre de 1917 llegaron a Huesca las primeras tropas del regimiento de Artillería número 5. Un capitán, un teniente, tres sargentos, cinco cabos y setenta y cuatro soldados forman el primer contingente. El alcalde, señor Labastida, los visita en su alojamiento del cuartel de la Merced (hoy Zona) y dado el día que es, Nochebuena, les obsequia de su bolsillo con tabaco y turrones. El resto de la tropa llega el día 28 procedente de Jaca, San Sebastián y Pamplona con el armamento y ganado. El general Alsina había estado previamente en la ciudad en el mes de octubre para estudiar los alojamientos. Visitó el cuartel de la Merced y el de San Juan, así como un garaje propiedad de la familia Aventín, situado junto al Matadero (esquina de Baltasar Gracián con Martínez de Velas323

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co), que se adquiriría en abril del ario siguiente para destinarlo a parque de Artillería, destino que tuvo durante muchos arios; pasó después a Intendencia y después de la guerra, tras ser almacén de regiones devastadas algunos años, se derribó para construir las actuales viviendas sindicales. La primera jura de bandera se celebró el 24 de marzo de 1918 en la plaza de Zaragoza, con misa de campaña y público ovacionante. Después de la jura los soldados cantaron aquello de: «Soldado soy de España» y «Estoy en el cuartel...» y un jefe recitó la arenga que esta canción incluye: «¡Soldados, la patria entera, para vosotros sagrada, palpita en esta bandera que os entrega la nación. Traidor es quien la abandona y la devuelve mancillada y la patria no perdona el delito de traición!». La ciudad vibra de entusiasmo patriótico y sigue con interés los avatares de la vida castrense. En treinta años no había desfilado por sus calles sino algún regimiento foráneo en maniobras y el batallón infantil. Éste se funda en 1903 por un grupo de entusiastas oscenses, entre los que figura don Leopoldo Urzola; lo componen casi un centenar de niños, casi todos ellos vestidos con el uniforme de Infantería, reproducido primorosamente. Desfilan por las calles, van a misa en formación y hasta se les entrega una bandera, que por cierto se conserva en el Ayuntamiento. Cuando en 1903 visita Huesca don Alfonso XIII la única nota militar de la jornada está a cargo de este batallón infantil, que motivó los comentarios más dispares. A unos les pareció magnífica la actuación de los niños, que remendaron perfectamente todo lo que una tropa instruida debe hacer en el caso; a otros les pareció ridículo que Huesca recibiese al rey con un atajo de críos disfrazados y que éste no tuviese más protección que los fusiles de palo de los infantiles soldadicos. Mi dilecto amigo mosén Lorenzo Navas era de los que opinaban no era serio colocar al rey en medio de esta parodia y se atrevió a sugerir que, como la única tropa adulta con que contaba la ciudad era la cohorte de romanos de la procesión del Viernes Santo, debían ser éstos los que habrían de acudir a la estación y proporcionar escolta al monarca. Por eso Huesca, cuando en el frío mes de diciembre de 1917 vio de nuevo por sus calles soldados de verdad, se mostró satisfecha y más cuan324

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do en abril de 1919 vino aprobado un presupuesto de 76.380 pesetas para obras de ampliación en el cuartel de San Juan, que al poco tiempo era ocupado por un nuevo regimiento, el de Infantería Valladolid número 74. Las obras de este cuartel, al decir de don Antonio Pueyo, por entonces seminarista, se hicieron en un abrir y cerrar de ojos. El 1 de septiembre de 1921 sale este regimiento para África. A pesar de ser joven en la ciudad ésta no lo olvida y son en estos años numerosos los festivales benéficos que se celebran en el teatro Principal y en la plaza de toros para recaudar fondos que se remiten a los soldados en campaña. Vuelve por fin el 18 de diciembre de 1926 y es recibido con todos los honores, desfilando entre el clamor popular hasta la catedral, donde se canta un solemne tedéum. En 1892 el Ayuntamiento había adquirido tres hectáreas de terreno a don José Ferrer, enfrente de la Estación, para construir el cuartel de Artillería. Con motivo de la presencia de tropas en la ciudad este asunto sale del letargo impuesto por el cacique y casi a treinta arios de iniciado se continúa con la adquisición de más terreno y comienza la edificación de este magnífico acuartelamiento. Por cierto que este solar, en los años en que estuvo ocioso, tuvo el honor de ser el primer campo de fútbol con que contó la ciudad. Una vez construido pasan allí los artilleros y el cuartel de la Merced se habilita para Zona de Reclutamiento. Cuando los sucesos de Jaca en 1930, ya no hay artillería en Huesca y ocupa el cuartel de la Estación el regimiento de Valladolid. Después de la guerra, durante unos años, se alojaron en él los regimientos de Artillería e Infantería 20, hasta que se construyeron los nuevos cuarteles de la carretera de Barbastro. Del viejo cuartel de San Vicente, antiguo convento de jesuitas y luego de agustinos, alojamiento hasta 1886 como hemos dicho del regimiento de Caballería, no resta sino el recuerdo. En el plano levantado por Casañal en 1891 aún figura y en él podemos apreciar las plantas del gran patio y del claustro, cuyos restos aún pueden verse adosados a la pared de la iglesia en la Compañía a través de la reja del jardín del Banco de España. El definitivo derribo se consuma en el año 1897 y tres años más tarde en 325 Índice


subasta pública el Banco antes citado adquiere un trozo de solar para alzar su actual edificio. El resto es objeto de negociación entre el municipio y el Ministerio de la Guerra a fin de poder abrir la calle de Moya y más tarde, en los años veinte, se edifica en lo que queda Correos. De este imponente convento no ha quedado, a pesar de ser relativamente reciente su demolición, ningún dibujo ni fotografía. No deja de ser una pena se haya perdido para siempre su traza. Lo referido muestra el gran poder del insigne boticario oscense don Manuel Camo Nogués, respetado y temido no sólo por los suyos sino por sus adversarios. Quizá sea éste uno de los episodios más nefastos de su gestión, pero en todo caso es el más fiel indicador de su sagacidad política. ¡Qué pena no usara de ella en situaciones de más trascendencia para nuestra provincia! Huesca, a 17 de noviembre de 1974.

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Del robo del sagrario de la catedral y la desaparecida capilla de San Andrés

Ya casi consumidos los veintes del mes de noviembre y por nuestras calles no se ha visto ni un mal burro, ni más blusa de tratante que la de Izquierdo, que dicho sea de paso, como la lleva a diario, no causa novedad. Diría yo que hasta para llevar la contraria se ven menos gitanos por aquí que en pleno mes de agosto. Todo esto indica a las claras que las ferias de Huesca han pasado irremisiblemente a mejor vida y que de San Martín a San Andrés nada de particular por estos pagos acontece. Claro es que sería mucho pedir que hubiera feria de mulas y abríos en la capital de una comarca en la que no hace mucho tiempo y en pleno Somontano, tradicionalmente plagado de burros cargados de boj, no se pudo hallar un solo borrico que sobre sus lomos alcanzase unos viajes de grava a uno de esos parajes sólo a ellos accesibles para reparar la conducción de aguas de Vadiello y hubo que traerlo en «taxi» de más de sesenta kilómetros. Como ferias ya no hay, poco se puede decir de ellas y pensaba escribir hoy de los mangantes y ladronzuelos que con motivo de ellas y de tiempo inmemorial llegaban a nuestra ciudad. Cuando iniciaba la faena me ha venido a visitar mi buena amiga Rosa Segura, familiar de mi recordado mosén Lorenzo Navas. Las visitas de Rosa, además de agradables por su especial manera de ser, me son siempre rentables. Rosa no sabe venir a verme sin traer algo en su bolso: a veces es una botella de jerez que compra en casa de Vilas, pues hace 70 años, cuando ella entró al servicio del mosén, allí se compraba; otras son papeles, libros o apuntes, siempre interesantes, del acopio que en su dilatada vida hizo don Lorenzo 327

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y de los que no pocas veces me sirvo. Hoy me ha traído un curioso librito editado por don José Iglesias en su imprenta del Coso 11 hacia el año 1875 (no trae fecha), librito en el que don Serafín Casas y Abad, ilustre catedrático de Ciencias Naturales del Instituto de Huesca, da rienda suelta a sus piadosos ardores en un tratadito del amor al Santísimo Sacramento más propio de místico del XVIII que de profesor de Ciencias del XIX. Al final de la obrita, don Serafín incluye el relato de unos cuantos milagros que acreditan la presencia real de Cristo en la Eucaristía y el primero de ellos es el ocurrido en nuestra ciudad en el siglo XVII, con motivo del robo del sagrario de la catedral. No dice nada nuevo. Se limita a copiar al padre Huesca extractando y resumiendo, pero su lectura y la coincidencia de fechas han hecho que dejara para otro día los ladronzuelos para hablar del ladrón sacrílego Juan de Casaviella y su execrable acción. A mediados del siglo XVII (luego trataremos de fijar el año) el campanero de la catedral subió a la torre la mañana de San Andrés a tocar a misa de alba y observó un gran resplandor que surgía bajo las eras de Cáscaro. Sorprendido por el extraño fenómeno, avisó a la sacristía y hacia el lugar marcharon presurosos los capellanes que en ella había. Al llegar comprobaron que la misteriosa luz provenía de un estercolero y, acercándose a él, vieron que en medio de éste se hallaba un copón lleno de formas. Retiráronlo con gran cuidado y lo depositaron en la sacristía, tras lo cual entraron en discusión sobre si las hostias estarían o no consagradas. Pronto salieron de dudas, pues se comprobó que el copón era el de la propia catedral y que el sagrario de la capilla de la parroquia había sido profanado y robado. Inmediatamente el Cabildo ordenó función de desagravios que se acordó repetir anualmente, y asimismo se cercó el estercolero con una valla con el propósito de construir sobre él un humilladero o capilla. Diremos que las eras de Cáscaro, muy célebres en el siglo pasado por ser lugar de ejecuciones, correspondían al solar que hoy ocupa la Panificadora Oscense, detrás del Seminario, entre la calle del Desengaño y la muralla. Ningún autor local se ha atrevido a fijar la fecha exacta del milagro. El padre Huesca la omite y Novella, con su extremado cuidado de no caer 328

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en error, le deja un amplio margen diciendo que pudo ocurrir no antes de 1632 ni después de 1652. Como el sabio doctoral no tiene datos positivos usa de los negativos: «En 1619, imposible, pues lo hubiera dicho Aínsa. Hasta 1632 tampoco, pues todos estos años, por disposición del rey don Felipe IV se celebra una función análoga en nuestra catedral el día 29 y dos funciones iguales en días consecutivos hubieran originado incidencias que en ningún lugar aparecen reflejadas». Por otra parte, dice tiene que ser necesariamente anterior a 1652, pues este año, como luego veremos, convierte en voto solemne la ciudad lo que el día del milagro acordara. Entre estas dos fechas, un hecho puede ilustrar y damos las claves. Y es que en 1648 el canónigo don Juan Orencio de Lastanosa decide edificar su célebre capilla. En ella coloca un hermoso sagrario de jaspe y metal y además la protege con una tan artística como inexpugnable reja y, por si fuera poco, solicita del Cabildo que en lo sucesivo se aloje allí la parroquia. Todo ello parece hacerse bajo la impresión que causa al gran personaje que es Lastanosa el horrible sacrilegio y trata de que no se pueda volver a repetir la profanación, guardando con más cuidado el Santísimo. Esto prácticamente nos dice que el robo fue en 1648 o ligeramente anterior. En cuanto al autor, tampoco nadie lo cita. Novella dice taxativamente: «Se sabe quién fue», pero no da el nombre. Balaguer me dice se atribuye a Juan de Casaviella, vecino de mal vivir en Huesca, si bien pudiera ser que éste cargara la culpa de otros. Esta duda quizá fuera motivo para que el escrupuloso doctoral no quisiera dejar marcado en la historia el nombre de quien no existía la total seguridad hubiera sido único responsable. En 1851 la peste azota la ciudad y las gentes piensan en castigo divino. Se hacen las procesiones y rogativas públicas de rigor y, como no cesa, se repasan los motivos que Huesca haya podido dar para sobrevenir castigo tan terrible. Repasando viejos compromisos, caen en la cuenta de que el terrible sacrilegio cometido líos ha el día de San Andrés y que con tanto afán pensaron en reparar ha quedado sólo en recuerdo. En las eras de Cáscaro sigue el estercolero y sobre él no se ha alzado la capilla prometida; la misa se ha convertido en una más de rutina y ya se empieza a olvidar lo acontecido. Prueba de ello es que ni el año consta en parte alguna. 329 Índice


Es entonces cuando se alza la ermita. El Concejo hace voto solemne de acudir a ella en procesión en la mañana del día de San Andrés y asistir corporativamente a la misa de sacramento de este día, así como que se canten vísperas con el señor manifiesto, como se hacían los terceros domingos en las Minervas. De la capilla de San Andrés, en el Trasmuro, no queda el menor vestigio. Por Novella sabemos que era de muy pequeñas dimensiones; habla de palmos, pero no dice cuántos, si bien dejó el espacio en blanco para anotarlos, cosa que no hizo. Su techo, dice, es de bóveda y frente a la puerta tenía un retablillo enmarcando un cuadro de san Andrés «de no mal pincel». En un extremo de este cuadro aparecía la figura de un hombre con los brazos levantados, izando un copón con una de sus manos, representación que según el doctoral «nada dice a quien no sabe» y prefiere se hubiera representado el estercolero y la misteriosa luz que aclaraba a quien «lo ignorare lo sucedido». El retablico estaba sin pintar ni dorar, suponemos esperando una nueva peste... para hacerlo. La procesión votiva salió de la catedral desde 1652, después de cantada Prima y Tercia. Los canónigos iban de hábito coral y a la puerta del Ayuntamiento se unía al cortejo el Ayuntamiento con clarines y mazas. Continuaba por la calle del Hospital para bajar por el «montecillo del Seminario» (La Montañeta) hasta alcanzar la calle del Desengaño y las ya citadas eras. Por lo reducido del oratorio sólo penetraban en él unos cuantos canónigos y el terno. El municipio, desde el principio y para evitar complicaciones protocolarias, quedó siempre fuera, aunque dice Novella que bien pudiera entrar «pues habían de caber», ya que sólo acudían normalmente uno o dos regidores y muchos años ninguno, a pesar de ser voto del propio Concejo. Ante la puerta se colocaba un atril y la capilla de cantores y el fagot interpretaba a voces la antífona del día. El celebrante decía la oración y salían todos hacia la era para cantar un solemne responso. Los malintencionados decían que era por el alma de Juan de Casaviella, a quien encima de robar hacían funeral... Novella tiene buen cuidado de aclarar que era por las víctimas de la peste de 1652 que allí fueron entena330

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das. Alguna vez en estos últimos años, al desprenderse lienzos de la muralla, han quedado al descubierto osamentas humanas que hacen verídico el aserto. El regreso, que se hacía por el mismo itinerario, era cantando el tedéum a voces e instrumentos y, cuando el cortejo era divisado por el campanero desde la torre, lanzaba éste las campanas al vuelo hasta que entraba en la catedral. El Ayuntamiento, en la sesión de enero de 1835, ordenó la demolición de la capilla de San Andrés, en estado de ruina. Pudo haberla restaurado, pero si en este año el Gobierno cerraba los grandes monasterios lo lógico era que el Concejo oscense por lo menos derribase una ermita. La procesión suponemos que también en 1835 se debió de suprimir y la misa, al decir de García Ciprés, aún se decía en 1917, si bien el Ayuntamiento ya hacía años que no asistía. Del retablico y del cuadro nunca más se supo y aquí, sin más pena ni gloria, acabaría todo si no por la piedad de don Juan Orencio de Lastanosa, que influenciado sin duda por el sacrilegio nos legó su hermosa capilla, en la que hoy aún podemos contemplar el hermoso sagrario que mandó construir. Ni siquiera quedan las eras de Cáscaro, pues en ellas se edificó y no hace mucho. Mi primo José Cardús, cuando fue concejal, propuso al Ayuntamiento la construcción de un paseo sobre la muralla que, arrancando de éstas, llegara al colegio de San Vicente. El asunto quedó pendiente de estudio y mientras se estudiaba surgieron construcciones que hacen prácticamente imposible realizar en la actualidad tan hermoso propósito. Por treinta o cuarenta mil duros se perdió Huesca la oportunidad de tener uno de los paseos más bonitos de España, desde el que se hubiera contemplado la Hoya con el inefable telón de fondo de Gratal y Guara. Diremos, en descargo del municipio, que treinta mil duros en el año 1940 ¡eran muchos duros! Demasiados para la destrozada economía municipal de la postguerra. ¡Lástima! Huesca, a 1 de diciembre de 1974.

P. S.: De nuevo en estos días se vuelve a contemplar la idea del paseo sobre la muralla. Huesca, verano de 1994. 331

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De aquellas fiestas de pueblo

Un ario más ha pasado el día de la Virgen de septiembre, fecha entrañable unida de antiguo a las fiestas mayores de pueblos y villas. Solamente en nuestra diócesis, diecisiete las celebran en esta fecha y en el resto de la provincia lugares tan importantes como Tamarite y Barbastro, amén de otros que en total doblan en mucho esta cantidad, poniendo en apuros a los músicos, que no saben a qué fiesta acudir a tocar, e incluso a las autoridades provinciales, que en más de una ocasión de un modo o de otro se las han tenido que arreglar para estar presentes en tres localidades el mismo día. En nuestros pueblos el paso de los arios ha creado un cúmulo de sabiduría y, como siempre vivieron de la tierra y a la tierra supeditaron su forma y modo de vivir, asignaron a cada mes del año una faena y ésta en los de agosto y septiembre fue la de divertirse. Insensato hubiera sido hacer una pausa festiva en la época de la recolección, que solía durar de San Pedro a San Lorenzo, más de mes y medio en que se trabajaba de sol a sol y se dormía sobre los carros que de noche acarreaban las mieses, siempre mirando al cielo, desde el que podía llegar en el momento menos deseado una pedregada que se llevase en un abrir y cerrar de ojos el fruto del trabajo de todo el año. Por eso las fiestas puebleras comienzan en San Lorenzo, con las eras barridas y el grano en casa, y acaban en San Miguel, en que el calendario agrícola ordenaba preparar las tierras para la sementera. Las fiestas de agosto y septiembre solían ser las mayores y para los meses de invierno se reservaban las pequeñas. Todo pueblo, por pequeño que fuera, tenía sus dos fiestas y Huesca por no ser excepción también

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las tiene: San Lorenzo y San Vicente, que de siempre fue «fiesta pequeña» y como tal se celebra. Esta sabiduría popular de la que hablamos también queda bien patente en la elección de las fechas para estas fiestas pequeñas, que coinciden con el tiempo de las matacías. Si las cosechas constituían la economía de las casas labradoras, las matacías lo eran de la despensa y como para trabajar hay que comer marcaban éstas hito importante y celebrado en el vivir cotidiano. Los días de San Fabián y San Sebastián, San Antón, San Blas y Santa Águeda y hasta San Matías, en pleno rigor invernal, van unidos a las fiestas pequeñas de gran cantidad de pueblos. Mucho ha cambiado la vida en estos pueblos y como es natural también han cambiado las fiestas. En muchos de ellos, ya abandonados, algunas familias abren sus casas este día y con sus allegados acuden a la iglesia, en muchos casos cerrada todo el año, a cumplir con el mandato de sus mayores. En los que afortunadamente subsisten y se siguen celebrando como siempre, todo ha experimentado una radical transformación, al punto de que las jornadas festivas que vivimos tan sólo hace veinte arios ya se pueden considerar como capítulos de la historia. No me voy a referir a aquellas que no conocí sino de referencia, en que las cuadras de las casas se llenaban con las caballerías albardadas de parientes y amigos que pasaban los tres días como huéspedes y a los que obligadamente había que devolver la visita en llegando las del pueblo de ellos. Fiestas de hace ochenta años, en las que se concertaban matrimonios, pues eran posiblemente la única oportunidad que las mozas tenían de conocer un poco de mundo, aunque este mundo no distase más allá de veinte kilómetros de su casa, y en las que se bailaba al son de la guitarra el agarrau y alguna jota. Fiestas de rondas y enramadas, de mayos y trabucazos, que desde luego con los retoques que el tiempo y el progreso les había impuesto fueron las que conocimos en nuestra juventud, sustituyendo caballerías por tartanas o el auto de línea, guitarra por orquestina y trabucazos por petardos de perra gorda.

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No describiré las fiestas de las casas grandes. En cada pueblo solía haber una de éstas y sus propietarios, que alternaban su vivir en el pueblo con temporadas en la capital, imbuidos del vivir social de la ciudad, se mantenían algo ajenos a la celebración. Era tradicional que cada una de estas familias tuviera su fiesta en otra fecha del año; por San Antonio era muy corriente y en ese día se reunían familia y amigos para, después de asistir a la función religiosa costeada por la casa, sentarse a la mesa en un banquete de menú y refinamiento provincianos. Como más clásicas recordaré las celebraciones en esas casas «segundas», todas ellas de labradores hacendados, que eran la clase más representativa de los pueblos. Con la suficiente anterioridad las dueñas disponían el adorno de la casa para que los que vinieran vieran que iban para arriba. Se blanqueaba la cocina y el patio, se lustraban las salas y alcobas, se montaban las camas con las mejores sábanas que contenían las arcas. El orgullo de las labradoras era tener la casa llena de huéspedes y todos bien alojados. La cocina se convertía en el punto central de la casa. En ella las guisanderas pasaban los tres días preparando y cocinando. Los menús eran clásicos e inmutables. El almuerzo incluía como de rigor la fritada. La comida comenzaba por la sopa de menudos de gallina y huevo, después pollo, el asado de ternasco y natilla o arroz con leche para terminar. La cena invariablemente se componía de sopas de pan, ensalada con fuerte vinagre (que cumpliendo un viejo ritual todo el mundo se bebía el vinagre en el plato, una vez comida ésta, y los curas o gente más fina lo tomaban vertiéndolo en el vaso), verdura nadando en aceite (una buena guisandera consumía una arroba de aceite en cada fiesta) y conejo con salsa de almendras. El postre solía ser «fruta de sartén» y, en terminado, como ya se había hecho en la comida, salía el vino rancio, orgullo de la casa, ante el que invariablemente había que hacer encendido elogio y ostensible moderación: «Un poquer más» o «No, que éste tiene malas bromas», cortés rechazo que era suficiente para que una irreprimible satisfacción subiera al semblante del anfitrión.

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El café de puchero y el anís «de casa», al que nunca he encontrado más mérito que su furtividad, no faltaban nunca como punto final. Durante muchos años la mayor ilusión de un buen labrador fue tener en su casa un hurón y un lambique. ¡Cuántos disgustos había por los bichos y por los lambiques en estos años! Pero eso de enseñar a los amigos el animalito o guiñando el ojo, cuando había civiles en la mesa, decir al ofrecer el anís casero: «Toma una copeta, que, aunque es de compra, no es malo...», compensaba todos los sudores y sobresaltos que la clandestinidad traía consigo. La mesa la presidía el patriarca de la casa, el «amo viejo», que sólo cedía su sitio cuando moría. En un improvisado pero sabio protocolo, a su derecha, el cura, si asistía, y tras éste el cabo de la Guardia Civil (los números nunca al lado de éste); a la izquierda, los familiares más viejos y por orden de importancia en parentesco, y en el fondo de la mesa el «amo joven», los solterones y la juventud haciendo un poco de rancho aparte, pero siempre pendientes de la mirada de la presidencia. Todos los importantes de la mesa comían con la boina puesta; el lograr esta preeminencia era cosa de arios y significaba escalar grado en la jerarquía familiar. ¡Que no osara un jovenzano sentarse a la mesa cubierto, pues no le duraba la boina en la cabeza minuto más que el tiempo que tardaba el amo en arrebatársela de un bofetón! Claro que no había que llegar a esto, bastaba con la mirada del patriarca, esas miradas que valían por cien palabras. En la cabecera la conversación era mesurada y siempre de temas agrícolas y ganaderos; en la parte opuesta, la juventud acomodaba su humor a la tolerancia que adivinaba en los de enfrente. Las mujeres no contaban, comían en la cocina. Durante la comida era obligado que el amo mostrase inquietud por la casa y, así, a cada rato ordenaba a alguno darse vuelta por la cuadra o preguntaba si habían abrevado, si habían encerrado el ganado, etcétera, para que sus familiares y amigos vieran que estaba en todo. El primero en ser servido era el amo, que nunca cedía este privilegio, tuviera al lado a quien tuviera; después él mismo y con mala traza servía al más distinguido y, cumplido el trámite, cada uno se servía lo que deseaba. A mitad de comida el patriarca solía 336 Índice


regoldar estruendosamente, si bien llevándose la mano a la boca, pues no hacer esto era de mala educación. Al regüeldo, un unánime «¡Buen provecho!» salía de los labios de los comensales, que era correspondido con un seco «¡Gracias!» por parte del protagonista. A partir de este momento, todo el que se creía con dignidad suficiente podía regoldar más o menos discretamente en la seguridad de que todos sus eructos serían acogidos con el proverbial «¡Buen provecho!» y su correspondiente «¡Gracias!». Siguiendo en el uso de las atribuciones que el patriarcado confería y como para hacerlas valer el amo solía inclinar su cuerpo sobre la silla y «descompresan> sus entrañas estrepitosamente. La explosión se adornaba con alguna ingeniosa chanza, que solía ser «¡Traime una aguja para sacar este caracol!», o si la cosa ya estaba hecha aquello otro de «¡Coge ese cordero que va sin madre!», también de gran efecto. La salida era reída mesuradamente por la concurrencia. Normalmente pocos eran en la mesa los que podían imitarla, lo que no era óbice para que algún viejo solterón le echara mano a las nalgas de la garrida moza que servía, provocando la natural algarabía. El patriarca, mirando a la parte distinguida de la mesa, justificaba: «Es que fulano ha sido siempre muy de la juerga». Claro que para permitirse estas licencias o había de ser muy viejo o ser amo, los demás no podían ni soñar en hacerlo. Policarpo, que tuvo la osadía de pederse ante Antonio Mora, siendo menor que él en edad, dignidad y gobierno, estuvo a punto de ocasionar un día un luto en Siétamo y si no lo ocasionó fue porque, mientras Mora fue a por el cuchillo para ensartarlo y castigar su falta de respeto, Policarpo tomó las de Villadiego y no paró hasta la Patagonia. Servido el café, la juventud comenzaba a desfilar. Había llegado la hora del cigarrillo y las normas de respeto impedían a un joven fumar delante de su padre o persona mayor. Quedaban en la mesa los mayores chupando su caliqueño o liando cigarros de picadura, mientras los jóvenes echaban humo por el patio o los pasillos. Los padres más liberales, cuando su hijo volvía del Servicio, en la primera ocasión que comían con público, fingiendo la mayor naturalidad, le largaban la petaca, dándole el espaldarazo, pero los había tan intransigentes que aguardaban a hacer esto el día 337

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de la boda. Aún quedan por allí gentes que con sus cuarenta años no habían osado encender un pitillo delante de su padre. El sitio que habían dejado los jóvenes era ocupado por las mujeres de la casa, que entraban al comedor con la disculpa de recoger y se sentaban «a medio culo», en un estar sin estar, para hablar con los parientes y repasar los acontecimientos de familias y casas conocidas, cosa muy del agrado de las dueñas. Las mairalesas, casada y soltera, hacían la visita con su bandeja pidiendo para la Virgen y las mozas entraban y salían a la sala para cambiarse de traje, pues si no los enseñaban estos días ya no tenían ocasión de hacerlo. Después de la comida se levantaba el mantel y sin perder cada uno su asiento se liaba la partida de julepe, que bien podía durar hasta la cena e incluso prolongarse después de ésta hasta el almuerzo del día siguiente. Mientras, los jóvenes iban y venían al baile. No en todos los pueblos contrataban orquestas de categoría como en estos últimos años, las más de las veces se bailaba al son de la guitarra y el violín de los ciegos de Siétamo o del oscense Ger. Estadilla, Azanuy, Binaced y los pueblos de la ribera dieron de siempre grandes músicos y superiores orquestinas: Jazz Columbia, Estrellas Negras, Gran Casino, Ríos Bailarín, que no sólo alegraron las fiestas de la provincia sino que cosecharon éxitos en toda España y aun en Francia. En el contrato que se hacía con los músicos estaba incluido el cantar la misa y, así, se les podía ver en el coro de la iglesia cantando muy devotos la misa de Pío X, que hizo furor por aquel tiempo. Durante el ofertorio se tocaba una pieza de lucimiento. A la Jazz Columbia en una ocasión le oí tocar el aria de la Suite en re, de Bach, con gran gusto y afinación. Claro que también he pasado a ofrecer a los acordes del pasodoble Gallito o del intermedio del Carro del Sol. Al alzar a Dios era de rigor sonara la Marcha Real o el Himno de Riego, cuando lo fue nacional, un buen argumento para rebatir a algún eclesiástico que ha dado a entender que el tocar hoy la Marcha Real en la iglesia «huele a política». Contaría hasta nunca acabar de Guitarrillo, del corredor Lloro, de Espadeta, Comemajo, Caracraba y Tejedor, que según el cantar bajaban en compañía de la fiesta de Castejón, así como de la costumbre de «guardar 338

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el león» (quedar en la calle sin ser invitado por nadie a la hora de comer) y de tantas y tantas cosas que tendré que dejar para otra ocasión para no hacerme tedioso, temas que como los que he descrito ya son historia pura. Hoy en las fiestas de los pueblos no hay tartanas ni se sale al auto de línea a esperar invitados. Se comen cigalas y langostinos y se cena merluza a la vasca. Se bebe whisky, cubalibre y coñac francés, los mozos y las mozas fuman delante de sus padres y van al baile con pantalones vaqueros, pues eso de estrenar traje queda para las catetas. Menos mal que de vez en cuando alguna dueña saca para postre «fruta de sartén» y que aún van quedando vinillos «de los que tiran coces» y entre mordisco y traguico a uno se le van pasando las nostalgias. Huesca, a 28 de septiembre de 1975.

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INSTITUTO DE ESTUDIOS ALTOARAGONESES (DIPUTACIÓN DE HUESCA)


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