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LA DICTADURA QUE DURÓ CUARENTA AÑOS
LA DICTADURA QUE DURÓ CUARENTA AÑOS' Julián Casanova
La dictadura de Franco salió de una guerra civil y en esa larga y sangrienta dictadura reside la gran excepcionalidad de la historia de España del siglo xx si se compara con otros países europeos capitalistas. Es verdad que España, al contrario que otros países, nunca pudo gozar del beneficio de una intervención 47 democrática internacional que bloqueara la salida autoritaria tras el final de la guerra, pero conviene destacar por encima de cualquier otra consideración el compromiso de los vencedores con la venganza, con la negación del perdón y la reconciliación, así como la voluntad de retener hasta el último momento posible el poder que les otorgaron las armas. Como ya destacó Paloma Aguilar, la Guerra Civil fue "un acontecimiento fundacional para el franquismo [...] y, como tal, tuvo una presencia abrumadora y obsesiva" a lo largo de casi toda la Dictadura. Ese mito fundacional, el 18 de julio y la Guerra Civil, la victoria de Franco y su cultura excluyente, ultranacionalista, de
1 Se aborda en estas páginas una interpretación sobre las causas de la larga duración de la dictadura de Franco. Este texto es una versión abreviada del capítulo 12 del libro Historia de España en el siglo xx, de Julián Casanova y Carlos Gil Andrés, publicado en Barcelona por Ariel en 2009.
represión física y económica, determinaron la identidad y naturaleza del franquismo, al menos durante sus dos primeras décadas, aunque ese terror y violencia, como han demostrado sólidos y valiosos estudios, no fue solo un fenómeno de la posguerra o de los primeros años de la dictadura franquista. Los vencedores de la guerra decidieron durante años y años la suerte de los vencidos a través de diferentes mecanismos y manifestaciones del terror. En primer lugar, con la violencia física, arbitraria y vengativa, con asesinatos in situ, sin juicio previo. Se trataba de una continuación del "terror caliente" que había dominado la retaguardia franquista durante toda la guerra y desapareció pronto, aunque hay todavía abundantes muestras de él en los años 1940 a 1943. Dejó paso a la centralización y 48 control de la violencia por parte de la autoridad militar, un terror institucionalizado y amparado por la legislación represiva del nuevo Estado. Ese estado de terror, continuación del estado de guerra, transformó la sociedad española, destruyó familias enteras e inundó la vida cotidiana de prácticas coercitivas y de castigo. Quedarían, por último, lo que Conxita Mir denomina los "efectos no contables" de la represión: el miedo, la vigilancia, la necesidad de avales y buenos informes, la humillación y la marginación. Así se levantó el Estado franquista y así continuó, evolucionando, mostrando caras más amables, selectivas e integradoras, hasta el final. Pero, por mucho que evolucionara y dulcificara sus métodos, la Dictadura nunca quiso quitarse de encima sus orígenes sangrientos, la Guerra Civil como acto fundacional, que recordó una y otra vez para preservar la unidad de esa amplia coalición de vencedores y para mantener en la miseria y en la humillación
a los vencidos. La represión no era algo "inevitable". Fueron los vencedores los que la vieron totalmente necesaria y consideraron la muerte y la prisión como un castigo adecuado para los rojos. El terror ajustó cuentas, generó la cohesión en torno a esa dictadura forjada en un pacto de sangre. Los vencidos quedaron paralizados, asustados, sin capacidad de respuesta. La represión fue, en palabras de Paul Preston, "una especie de inversión política, un terror productivo que aceleró el proceso de despolitización llevando a la mayoría de los españoles a la apatía política". La larga duración de esa dictadura resulta incomprensible además si no se tiene en cuenta el papel principal en ella del Ejército, del Ejército de Franco, construido en medio de una guerra civil y de una posguerra victoriosa, que garan- tizó en todo momento la continuidad de la Dictadura hasta el 49 final. En ese ejército mandaba la generación de su Caudillo, los que realmente ganaron la guerra. Pero también una generación militar posterior, representada por Carrero Blanco, que hicieron la guerra de muy jóvenes o accedieron a la carrera militar en la inmediata posguerra, un sector en activo cuando Franco murió, para quien este era "el Caudillo providencial enviado por Dios, al que se debía la salvación de la Patria y del que había que lamentar", como escribió Carrero en varias ocasiones, "que debiera morirse un día". Ese ejército, unido en torno a Franco, no presentaba fisuras. Conforme Franco se iba haciendo mayor y cuando alguien le expresaba su preocupación por el futuro y la sucesión, la respuesta del dictador siempre era la misma: ahí estaba el Ejército, para defender el régimen y garantizar su continuidad. Se lo dijo a su primo Francisco Franco Salgado-Araujo en 1969: "Tengo la
seguridad que los tres ejércitos defenderán siempre al régimen, que desde luego podrá evolucionar con arreglo a futuras situaciones políticas mundiales, pero que mantendrá inalterables sus postulados esenciales". Volvió a insistir en lo mismo cuando se recuperaba de su grave enfermedad del verano de 1974 y el falangista Utrera Molina le alertó sobre la amenaza liberal: "No olvide que, en último término, el ejército defenderá su victoria". Y Carrero Blanco, en un discurso ante el Estado Mayor en abril de 1968, advirtió "que nadie, ni desde fuera ni desde dentro, abrigue la más mínima esperanza de poder alterar en ningún aspecto el sistema institucional, porque aunque el pueblo no lo toleraría nunca, quedan en último extremo las fuerzas armadas". Y así fue, aunque en septiembre de 1974, y al calor de lo 50 que había pasado unos meses antes en Portugal, con la Revo- lución de los Claveles, un grupo de oficiales, tres comandantes y nueve capitanes, entre quienes se encontraban Luis Otero Fernández, Julio Busquets y Gabriel Cardona, fundaron la Unión Militar Democrática (UMD) y arrancaron con un manifiesto en el que hablaban de "superar un sistema político que nació con la Guerra Civil" y de crear una "nueva España en la que todos podamos convivir en paz sin que nadie pueda arrogarse el monopolio de la verdad ni del patriotismo, y siendo conscientes de que las Fuerzas Armadas deben colaborar en esta positiva y patriótica labor". La única disidencia militar seria durante toda la Dictadura no pudo ir muy lejos. Sus principales dirigentes fueron detenidos en el verano siguiente y juzgados cuando ya Franco había muerto. Ese ejército de Franco, que sobrevivió unos años a su muerte, complicando la transición a la democracia, no permitió que esos militares demócratas regresaran a sus mandos y
los dejó al margen en la Ley de Amnistía de octubre de 1977, poniendo de manifiesto, según apunta Paloma Aguilar, "la capacidad de los militares para defender sus intereses corporativos incluso contra la voluntad de la mayoría de la clase política". Franco y su ejército debieron también adaptarse a los cambios en la situación internacional. Soñaron con un nuevo imperio español y, en realidad, dado su escaso potencial, tuvieron que liquidar lo poco que quedaba de él, los territorios africanos, desde el Protectorado de Marruecos a Sidi Ifni y Guinea Ecuatorial, que fueron abandonados uno tras otro desde mediados de los años cincuenta, hasta que solo quedó el Sahara español, un territorio por el que España entró en conflicto abierto con Marruecos justo cuando Franco agonizaba. Aunque la pérdida del Protectorado en 1956 fue un duro revés para muchos ofi- 51 ciales españoles, que habían hecho allí su carrera militar, mantenerse al margen de las aventuras imperiales fue, al final, una gran ventaja para el franquismo, que no experimentó las graves fricciones en el seno del Ejército que a otras dictaduras, como a la portuguesa, les causó el conflicto colonial. La situación internacional, en verdad, fue muy propicia para el franquismo, desde sus orígenes hasta el final. En 1939, derrotada la República, el clima internacional tan favorable a los fascismos contribuyó a consolidar la violenta contrarrevolución iniciada ya con la ayuda inestimable de esos mismos fascismos desde el golpe de julio de 1936. Muertos Hitler y Mussolini, a las potencias democráticas vencedoras en la Segunda Guerra Mundial les importó muy poco que allá por el sur de Europa, en un país de segunda fila que nada contaba en la política exterior de aquellos años, se perpetuara un dictador sembrando el terror
e incumpliendo las normas más elementales del llamado "derecho internacional". En palabras de un alto diplomático británico, la España de Franco "solo es un peligro y una desgracia para ella misma". Por eso, a lo máximo que llegaron las democracias tras la Segunda Guerra Mundial fue a presionar al Gobierno de Franco porque, como bien precisó hace años Laurence Whitehead, en su estudio de los aspectos internacionales de la democratización, "una cosa era declarar a Franco un paria y otra muy distinta perder soldados en un intento de derrotarlo o de fomentar una guerra civil". Como señaló el mismo Whitehead, después de la Segunda Guerra Mundial los gobiernos de Europa Occidental "se acostumbraron a coexistir con una variedad de regímenes 52 no democráticos" y ya no intervinieron. Conforme avanzaba la guerra fría, "siempre y cuando esos gobiernos se convirtiesen en aliados fiables en la contienda mundial contra la Unión Soviética, no se ejercería sobre ellos una presión irresistible para que se democratizasen". Franco y su régimen fueron, así, gradualmente rehabilitados, algo que se confirmó plenamente con los Acuerdos con Estados Unidos sellados el 26 de septiembre de 1953, la firma del Concordato con el Vaticano el 27 de agosto de aquel mismo año y el ingreso de España en la ONU en diciembre de 1955. Sin intervención exterior, la dictadura de Franco, como ya hemos tratado de demostrar, estaba destinada a durar. La contribución de la Iglesia católica a ese fin fue también inmensa. No se conoce otro régimen autoritario, fascista o no, en el siglo xx, y los ha habido de diferentes colores e intensidades, en el que la Iglesia asumiera una responsabilidad política y policial tan diáfana
en el control social de los ciudadanos. Ni la Iglesia protestante en la Alemania nazi, ni la católica en la Italia fascista. Y en Finlandia y en Grecia, tras las guerras civiles, la Iglesia luterana y ortodoxa sellaron pactos de amistad con esa derecha vencedora que defendía el patriotismo, los valores morales tradicionales y la autoridad patriarcal en la familia. En ninguno de esos dos casos, no obstante, llamaron a la venganza y al derramamiento de sangre con la fuerza y el tesón con que lo hizo la Iglesia católica en España. Es verdad que ninguna otra Iglesia había sido perseguida con tanta crueldad y violencia como la española. Pero, pasada ya la guerra, el recuerdo de tantos mártires fortaleció el rencor en vez del perdón y animó a los clérigos a la acción vengativa. Tres ideas básicas resumen la relación entre la Iglesia y la Dictadura en esos primeros años decisivos de la paz de Franco. 53 La primera, que la Iglesia católica se implicó y tomó parte hasta mancharse en el sistema "legal" de represión organizado por la dictadura de Franco tras la Guerra Civil. La segunda, que la Iglesia católica sancionó y glorificó esa violencia no solo porque la sangre de sus miles de mártires clamara venganza, sino, también y sobre todo, porque esa salida autoritaria echaba atrás de un plumazo el importante terreno ganado por el laicismo antes del golpe militar de julio de 1936 y le daba la hegemonía y el monopolio más grande que hubiera soñado. La tercera, que la simbiosis entre Religión, Patria y Caudillo fue decisiva para la supervivencia y mantenimiento de la Dictadura tras la derrota de las potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial. Como también se ha podido comprobar, la jerarquía eclesiástica, el catolicismo y el clero no permanecieron inmunes a esos cambios socioeconómicos que desde comienzos de los
años sesenta desafiaron el aparato político de la dictadura franquista. El catolicismo tuvo que adaptarse a esa evolución con una serie de transformaciones internas y externas que han sido analizadas por varios autores. En opinión de José Casanova, la "aguda secularización de la sociedad española que acompañó a los rápidos procesos de industrialización y urbanización fue vista con alarma al principio por la jerarquía de la Iglesia. Lentamente, sin embargo, los sectores más concienciados del catolicismo español empezaron a hablar de España no como una nación inherentemente católica que tenía que ser reconquistada, sino más bien como un país de misión. La fe católica no podía ser forzada desde arriba; tenía que ser adaptada voluntariamente a través de un proceso de conversión individual". 54 Esa secularización coincidió en el tiempo con tendencias generales de cambio que llegaban desde el Concilio Vaticano II. La opinión y práctica católicas comenzaron a ser más plurales, con sacerdotes jóvenes que abandonaban la ideología tradicional, trabajadores de la JOC (Juventud Obrera Católica) y de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) que militaban en contra del franquismo, y sectores cristianos que elucubraban con los marxistas sobre la futura sociedad que seguiría al derrumbe del capitalismo. Curas y católicos que hablaban de democracia y socialismo y criticaban a la Dictadura y sus manifestaciones más represivas. Todo eso era nuevo en España, muy nuevo, y parece lógico que provocara una reacción en amplios sectores franquistas, acostumbrados a una Iglesia servil y entusiasta con la Dictadura. Un documento confidencial de la Dirección General de Seguridad, fechado en 1966, ya advertía que de los tres pilares de la
Dictadura, "el Catolicismo, el Ejército y la Falange", únicamente el segundo aparecía "firme, unido como realidad y esperanza de continuidad", mientras que el catolicismo mostraba signos de división en torno a tres problemas: "el clero separatista; la lucha interna entre sacerdotes conservadores y sacerdotes avanzados; y la actitud de cierta parte del clero frente a las altas jerarquías eclesiásticas". Carrero Blanco llamó a esa disidencia de una parte de la Iglesia católica "la traición de los clérigos", porque el manto protector que la Dictadura había dado a la Iglesia no se merecía eso. Y para demostrar los servicios prestados, "aunque solo sea en el orden material", prueba de cómo Franco "quiso servir a Dios sirviendo a su Iglesia", Carrero daba cifras: "desde 1939, el Estado ha gastado unos 300 000 millones de pesetas en construcción 55 de templos, seminarios, centros de caridad y enseñanza, sostenimiento del culto". Algo se movió en la Iglesia católica española en la última década de la Dictadura, después de que murieran la mayoría de los obispos que habían bendecido la Cruzada y se habían sumado con fervor y entusiasmo a la construcción del Nuevo Estado que emergió sobre las cenizas de la Segunda República. Enrique Pla y Deniel, por ejemplo, el principal artífice, junto con Gomá, de esa Iglesia de Franco, murió en 1968, a punto de cumplir los 92 años. Pero resulta muy exagerado concluir que la mayoría del clero, y de la Conferencia Episcopal, creada en 1966, abandonaron en esos últimos años el franquismo y abrazaron la causa democrática. Estaban Enrique Vicente y Tarancón, Narcís Jubany y Antonio Añoveros, en Madrid-Alcalá, Barcelona y Bilbao, a quienes la Dirección General de Seguridad calificaba en
diciembre de 1971 de "jerarquías desafectas", pero también pesaban, y mucho, en esa Iglesia obispos como José Guerra Campos y Pedro Cantero Cuadrado. José María García Lahiguera, arzobispo de Valencia en 1975, que había dirigido los ejercicios espirituales a Franco y a su esposa en 1949 y 1953, resumió en la homilía del funeral celebrado por Franco en su sede episcopal las tres principales virtudes del Caudillo, al que tanto admiraba: "ser hombre de fe; entregado a obras de caridad, a favor de todos, pues a todos amaba; hombre de humildad". No eran pocos los obispos que suscribirían por esas fechas esa definición de Franco. Por eso sería más correcto decir, como matizaba hace ya un tiempo Frances Lannon, que la Iglesia española había descu- 56 bierto que sus intereses "podían estar mejor protegidos bajo un régimen pluralista que mediante una dictadura" que manifestaba ya importantes síntomas de crisis. Esa es la idea también que ha transmitido recientemente William J. Callahan: se trataba de reformar lo necesario pero preservando al mismo tiempo "todo aquello que pudieran salvar de la privilegiada relación que la Iglesia mantenía con el régimen". Cuando murió el "invicto Caudillo", el 20 de noviembre de 1975, la Iglesia católica española ya no era el bloque monolítico que había apoyado la Cruzada y la venganza sangrienta de la posguerra. Pero el legado que le quedaba de esa época dorada de privilegios era, no obstante, impresionante en la educación, en los aparatos de propaganda y en los medios de comunicación. Lo que hizo la Iglesia en los últimos años del franquismo fue prepararse para la reforma política y la transición a la democracia que se avecinaba. Antes de morir Franco, la jerarquía eclesiásti-
ca había elaborado, según Callahan, "una estrategia basada en el fin de la confesionalidad oficial, la protección de las finanzas de la Iglesia y de sus derechos en materia de educación y el reconocimiento de la influencia de la Iglesia en las cuestiones de orden moral". Naturalmente, la Iglesia cambió mucho si se compara con el otro pilar básico de la Dictadura, el Ejército, que se identificó con Franco y con el régimen sin fisuras y lo sostuvo hasta el final. Pero en la larga perspectiva de los cuarenta años del régimen dictatorial, la Iglesia hizo mucho más por legitimarlo, afianzarlo, protegerlo y silenciar a sus numerosas víctimas y sus atropellos de los derechos humanos que por combatirlo. Proporcionó a Franco la máscara de la religión como refugio de su tiranía y crueldad. Sin esa máscara y sin el culto que la Iglesia forjó en torno a él 57 como caudillo, santo y supremo benefactor, Franco hubiera tenido muchas más dificultades para mantener su omnímodo poder. Las dictaduras, no obstante, no se sostienen solo en las fuerzas armadas, en la represión o en la legitimación que de ellas hacen los poderes eclesiásticos. Para sobrevivir y durar necesitan bases sociales y la dictadura de Franco, larga y salida de una guerra civil, no podía ser en ese aspecto una excepción. Los apoyos del franquismo fueron amplios. Nada tiene de sorprendente que con los sublevados de julio de 1936 y después con los vencedores de la guerra estuviese la mayoría del clero, de los terratenientes e industriales más amenazados por las reformas republicanas y las reivindicaciones obreras, quienes, al fin y al cabo, ya habían ensayado durante los años anteriores diversas formas de desestabilización frente a la República. Pero junto a toda esa gente de orden, de orden por naturaleza, agradecidos
a Franco por restablecer el orden y asegurar la disciplina social, aparecían masas de propietarios rurales pobres y muy pobres, y clases medias y obreros urbanos que no parecían estar en el lado de la barrera social que les correspondía. Salvo los más reprimidos, perseguidos y silenciados, a los que la Dictadura excluyó y nunca tuvo en cuenta, el resto de esa España que había estado en el bando de los vencidos se adaptó, gradualmente y con el paso de los años, con apatía, miedo y apoyo pasivo, a un régimen que defendía el orden, la autoridad, la concepción tradicional de la familia, los sentimientos españolistas, la hostilidad beligerante contra el comunismo y un inflexible conservadurismo católico. La larga duración del régimen franquista, señalaba no hace mucho Juan Pablo Fusi, 58 se debió "a la acomodación de España al franquismo. Acomo- dación significa adaptación por conveniencias a una determinada situación más que identificación emocional con esta última". El "pueblo español" no fue, según este autor, "mayoritariamente antifranquista". Franco murió en la cama "y la transición a la democracia tras su muerte fue una reforma hecha desde el interior de la propia legalidad franquista, conducida, además, por hombres procedentes del franquismo". Las autoridades estatales modernas, además de gobernar, han de administrar a las sociedades y dirigir las economías. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, especialmente en la década de los sesenta, ningún régimen del mundo se quedó al margen del impulso del "desarrollo". La dictadura franquista también lo hizo y los cambios producidos por esas políticas desarrollistas ampliaron y transformaron sus bases sociales. El crecimiento económico fue presentado como la con-
secuencia directa de la paz de Franco, en una campaña orquestada por Manuel Fraga desde el Ministerio de Información y Turismo y plasmada en la celebración en 1964 de los XXV Años de Paz, que llegó hasta el pueblo más pequeño de España. Dos años después, tras sancionarla las Cortes, se pidió a los ciudadanos que aprobaran en referéndum la Ley Orgánica del Estado y de nuevo el ministro Fraga inundó de propaganda las calles españolas con la consigna "Votar sí es votar por nuestro Caudillo. Votar no es seguir las consignas de Moscú". Con todas las irregularidades propias del aparato político de la Dictadura, votó, según cifras oficiales, casi el 89% del censo electoral, con un 95,9 de votos afirmativos y 1,79 de negativos, y el referéndum fue utilizado como la prueba más palmaria del apoyo popular a Franco y a su régimen. El desarrollismo y la machacona insisten- 59 cia en que todo eso era producto de la paz de Franco, dieron una nueva legitimidad a la Dictadura y posibilitaron el apoyo, o la no resistencia, de millones de españoles. Pese a los desafíos generados por los cambios socioeconómicos y la racionalización del Estado y de la Administración, el aparato del poder político de la Dictadura se mantuvo intacto, garantizado el orden por las fuerzas armadas, con la ayuda de los dirigentes católicos, de la jerarquía eclesiástica y del Opus Dei. También en eso la dictadura de Franco tuvo éxito, mucho más que el que tuvieron los fascismos derrotados en una guerra mundial: preservó las condiciones de su existencia, basadas en la represión y en la negación de la democracia, hasta el final, hasta el último suspiro del dictador. Esa dictadura "desarrollista", sin embargo, no supo "abordar con éxito las consecuencias del cambio económico y social"
que ella misma había inducido. Dicho de otra forma, surgió una contradicción o disyunción entre las estructuras socioeconómicas, modificadas en la década de los sesenta, y la política, que no se democratizó. Los cambios socioeconómicos hicieron "necesarios" los cambios en la política y eso es lo que provocó la crisis final, "profundizada", además, como señalaron José María Maravall y Julián Santamaría, "por la crisis de la sucesión en el liderazgo". El franquismo no cayó antes porque vivía Franco, que nunca estuvo dispuesto a ceder su poder, porque el Ejército y las fuerzas de Policía garantizaban su continuidad y la oposición política, dividida y con intereses enfrentados, no pudo organizar nunca una movilización amplia y decisiva contra la Dictadura. Eso sí, debido precisamente a esos cambios que se extendieron 60 de forma imparable por la sociedad española, estaba claro, re- piten muchos autores, que no podía haber franquismo después de Franco. Aunque la oposición antifranquista fue incapaz de crear una "amplia plataforma unitaria", los conflictos y movimientos sociales de esos años "erosionaron profundamente a la Dictadura", concluyen Carme Molinero y Pere Ysás. La España de 1939 y la de 1975 se parecían poco. Una profunda transformación económica y social había causado grandes cambios en las clases medias y trabajadoras y en la administración del Estado. Los sindicatos ya no eran agentes de la revolución social sino instrumentos para conseguir libertades democráticas. La República, el anarquismo y el socialismo desaparecieron de las reivindicaciones, como desapareció también el anticlericalismo, el anticapitalismo y el problema de la reforma agraria, algunos de los ejes fundamentales de las luchas sociales y políticas de los años treinta. La continuación del franquismo
se hizo imposible, en opinión de Stanley G. Payne, no tanto por la muerte de Franco "cuanto por la desaparición de la estructura de la sociedad y cultura españolas sobre las que se había basado originalmente en 1939". Los modelos históricos de sociedad y cultura de la derecha y de la izquierda habían quedado atrás, superados por la modernización. Según Santos Juliá, los valores democráticos, minoritarios antes de la Guerra Civil entre las clases trabajadoras y medias, "fueron incorporados en los quince años que precedieron a la muerte de Franco mayoritariamente por ellas". Había además otros factores que imposibilitaban la continuación del franquismo después de Franco. Con el abandono de la autarquía económica y cultural comenzó a desaparecer también, en palabras de José Casanova, la "resistencia tradi- 61 cional y mayormente católica a la europeización". La integración en la economía europea, incluido el vital sector turístico, se convirtió en una necesidad para los principales grupos de la banca y de los grandes negocios. Una mayoría de los ciudadanos españoles habían mostrado una "creciente predilección por un cambio que condujera a la democracia sin quebranto del orden" o, dicho de otra forma, no deseaban ni la continuidad franquista ni la ruptura. Las luchas internas entre los gobernantes franquistas y la deserción a las filas de la reforma política de una buena parte de ellos impidieron plantear una salida unida a la muerte de Franco. El franquismo, por último, sobrevivió varias décadas a la época dorada del fascismo europeo y cuando Franco murió las posiciones fascistas, a las que podían agarrarse los sectores más duros de la Dictadura, habían perdido todo su atractivo.
Todas esas interpretaciones, en el fondo, sugieren que había un anacronismo y un desfase entre la estructura política de la dictadura franquista y los valores dominantes en amplios sectores de la sociedad española desde mediados de los años sesenta. Pero esos mismos sectores de la sociedad que querían el cambio estaban tan educados en los supuestos valores de la estabilidad, el orden y la paz —en el miedo, dirán otros—, que no deseaban arriesgarse a precipitar la muerte del franquismo por la violencia. La Dictadura acabaría cuando Franco muriese. Como en otras muchas dictaduras, la presencia del líder era esencial para la perpetuación de su sistema de dominio. Como el franquismo no pudo ser barrido por una guerra, como les pasó a Hitler y Mussolini, o por presiones externas, "se fue marchitan- 62 do lentamente durante muchos años". Apenas muerto Franco, muchos de sus fieles partidarios dejaron el uniforme azul y se pusieron la chaqueta democrática. Otros escribieron sus memorias para descargar las responsabilidades personales y, según Gabrielle Ashford Hodges, revelar los trapos sucios del régimen, "ávidos de venganza en cierto modo de la multitud de humillaciones de que habían sido objeto durante su prolongada asociación con el líder". Nadie realmente importante, que pretendiera labrarse un futuro político, sostuvo por más tiempo el edificio autoritario. Esa salida democrática, no obstante, no tenía por qué resultar tan fácil. Más de una generación de españoles creció y vivió sin ninguna experiencia directa de derechos o procesos democráticos. Al Ejército de Franco, unido en torno a él y que no había sufrido una derrota militar, como ocurrió en otras dictaduras, le costó asimilar los cambios. Los gobernantes, encabezados
por Arias Navarro, conservaban casi intacto el aparato político y represivo del Estado. Las amenazas de golpe por arriba y de terrorismo por abajo iban a llenar de dificultades los años que siguieron a la muerte de Franco. Como concluye Preston, "inevitablemente, las dificultades más graves con las que la naciente democracia española tuvo que enfrentarse eran legado directo de la dictadura de Franco". Una idea que conecta con la tesis que aquí se defiende: que un gobierno autoritario prolongado tiene efectos profundos sobre las estructuras sociales y políticas, en los valores individuales y en los comportamientos de los diferentes grupos sociales.
AUTORES Y OBRAS CITADAS EN EL TEXTO
Aguilar, Paloma, Memoria y olvido de la Guerra Civil española, Madrid, Alianza, 1996; muy ampliada en la reciente edición, Políticas de la memoria y memorias de la política: el caso español en perspectiva comparada, Madrid, Alianza, 2008. Ashford Hodges, Gabrielle, Franco: retrato psicológico de un dictador, Madrid, Taurus, 2001. Callahan, William J., La Iglesia católica en España (1875-2002), Barcelona, Crítica, 2002. Casanova, José, "España: de la Iglesia estatal a la separación de la Iglesia y Estado",
Historia Social, 35 (1999). Casanova, Julián, La Iglesia de Franco, Barcelona, Crítica, 2005. Franco Salgado-Araujo, Francisco, Mis conversaciones privadas con Franco, Barcelona,
Planeta, 1976. Fusi, Juan Pablo, Franco: autoritarismo y poder personal, Madrid, Taurus, 1995 (1.a ed., 1985). Julia, Santos, Un siglo de España: política y sociedad, Madrid, Marcial Pons, 1999. Lannon, Frances, Privilegio, persecución y profecía: la Iglesia Católica en España, 18751975, Madrid, Alianza, 1990.
Maravall, José María, y Julián Santamaría, "El cambio político en España y la perspectiva de la democracia", en Guillermo O'Donnell, Philippe C. Schmitter y Laurence
Whitehead (comp.), Transiciones desde un gobierno autoritario, 1. Europa meridional, Buenos Aires, Paidós, 1989. Mir, Conxita, Vivir es sobrevivir: justicia, orden y marginación en la Cataluña rural de postguerra, Milenio, Lleida, 2000. Molinero, Carme, y Pere Ysás, La anatomía del franquismo: de la supervivencia a la agonía, 1945-1977, Barcelona, Crítica, 2008. O'Donnell, Guillermo; Philippe Schmitter y Laurence Whitehead, Transiciones desde un gobierno autoritario, 3. Perspectivas comparadas, Buenos Aires, Paidós, 1988. Payne, Stanley G., El régimen de Franco: 1936-1975, Madrid, Alianza, 1987. Preston, Paul, Franco: "Caudillo de España", Barcelona, Grijalbo, 2002. Tusell, Javier, Carrero: la eminencia gris del régimen de Franco, Madrid, Temas de Hoy, 1993.