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HUBO ALGUNA VEZ UN CINE FRANQUISTA?
ESPAÑA EN BLANCO Y NEGRO. ¿HUBO ALGUNA VEZ UN CINE FRANQUISTA? Agustín Sánchez Vidal
La expresión España en blanco y negro se ha utilizado en ocasiones para contraponer dos de las visiones más arraigadas sobre nuestro país, no por tópicas menos operativas. Por un lado, una España blanca, meridional, luminosa, optimista, es- capista, conformista. Y, frente a ella, otra España negra, norteña, 93 sombría, pesimista, más comprometida y crítica. Así, por ejemplo, en 1998, cuando se cumplía un siglo del Desastre famoso, la Fundación Cultural Mapfre y el Museo de Bellas Artes de Bilbao utilizaron ese enunciado para titular una exposición en la que se contraponían las perspectivas sustentadas por dos de los pintores más representativos durante el cambio del siglo xix al xx: el valenciano Joaquín Sorolla y el vasco Ignacio Zuloaga. Y al rastrear sus itinerarios terminaba constatándose que, en realidad, el punto de partida de ambos no era tan diferente (Velázquez, sobre todo), ni tampoco el de llegada, ya que habían terminado convergiendo bastante más de lo que se cree. Otros partícipes de esa misma crisis finisecular recurrirían también al autor de Las Meninas como una de las referencias para establecer la citada polaridad entre las dos Españas. Ese
fue el caso de Ramón del Valle-Inclán en este elocuente pasaje de su novela Viva mi dueño: "Sobre la Pradera de San Isidro, gladiaban amarillos y rojos goyescos, en contraste con la límpida quietud velazqueña que depuraba los límites azulinos del Pardo y la Moncloa. La luz de la tarde madrileña definía los ámbitos en que se combate eternamente la dualidad del alma española... La unidad del credo religioso, que a lo largo de tres sombrías centurias pudo hacer las veces de vínculo político, se relajaba ya impotente para mantener la ficción, una vez abolidas las hogueras del Santo Oficio... Dos Españas acendraban sus luces en el horizonte de herrenales y tejares, dos almas opuestas dilataban hasta opuestas playas su vasto secreto, en el silencio de la tarde. Verdes fríos, pinares brumosos, adustos roquedos, muda- 94 bles mares, lluvias y vientos, intuía la sierra, frente a la llanura encendida de ecos africanos, vocinglera de zambras y majezas, amarilla de espartos, reseca de sedes". Este texto manifiesta idéntica contraposición entre lo norteño y lo meridional que la apuntada más arriba. O, si se quiere, entre la vocación europeísta y los atavismos africanos de la Península Ibérica. Y lo hace enfrentando lo velazqueño y lo goyesco, en un marco de referencias que revisa nuestro pasado imperial a la luz del noventayochismo. Después de todo, la llamada generación del 98 recibe su nombre de una fecha en la que coinciden el Desastre y el cuarto centenario de la muerte de Felipe II. Al año siguiente, 1899, se publicaría La España negra de Regoyos y Verhaeren. Su entorno semántico salpicará el término leyenda negra, que —aunque utilizado ya por Emilia Pardo Bazán y Vicente Blasco Ibáñez— se asentará años más tarde en
el idioma a través del libro de Julián Juderías y Loyot titulado La leyenda negra: estudios acerca del concepto de España en el extranjero. La citada obra de Regoyos y Verhaeren elude el color local o chillón, deja fuera a Andalucía y se centra en el norte y Castilla, procurando verlo todo de noche. Un espíritu que será retomado por el pintor y escritor José Gutiérrez Solana en su libro homónimo de 1920, La España negra. Esto, por lo que se refiere al título y propósito que encabeza estas páginas. En cuanto al subtítulo ("¿Hubo alguna vez un cine franquista?"), su interrogación se debe a las dudas sobre la verdadera especificidad de fondo de las películas rodadas durante el franquismo. 0, dicho de otro modo, la espinosa cuestión de si algunas de las más arraigadas constantes del considerado cine 95 franquista no serían en realidad características residuales del republicano de corte populista consolidado antes de la Guerra Civil, a través de empresas productoras como Cifesa y Filmófono. El primer impulso ante dicha pregunta es contestar que, claro que sí, que algo o mucho debió haber, puesto que el propio Caudillo perpetró un guión de cine, Raza, dirigido en 1941 por el primo del fundador de Falange, José Luis Sáenz de Heredia, quien hubo de recaer en 1964 con la película hagiográfica Franco, ese hombre. A primera vista no se pueden pedir mejor marchamo ni mayores garantías ideológicas. Pero las cosas se tuercen un tanto cuando se repara en que la película Raza sufrió los cortes de la censura, dando lugar en 1950 a una versión mutilada, para acomodarla a las nuevas circunstancias internacionales resultantes de la derrota del Eje y la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial.
Para acabar de arreglarlo, debe recordarse que José Luis Sáenz de Heredia trabajó con Buñuel en Filmófono, donde en 1935 y 1936 aprendió el oficio dirigiendo dos películas a sus órdenes. Especialmente la primera, La hija de Juan Simón, porque en la segunda, ¿Quién me quiere a mí?, el realizador aragonés intervino menos. La contratación de Sáenz de Heredia se debió al despido del anterior director de La hija de Juan Simón, Nemesio M. Sobrevila. Y le indicaron con toda franqueza que sería un director más de nombre que de hecho: él haría en el plató lo que le dijera Buñuel en su calidad de productor ejecutivo, y luego aparecería en los títulos de crédito dando la cara como firmón. Así lo ha reconocido él mismo en varias entrevistas: "Cada día antes del 96 rodaje veía a Buñuel y me decía exactamente cómo quería que se rodara cada escena. Yo supervisaba el rodaje en el plató. Por la noche Buñuel veía las tomas y hacía todo el montaje. También intervenía en el guión. Aunque no interfirió en el rodaje, fue él quien hizo la película". No solo eso: Sáenz de Heredia sobrevivió a la Guerra Civil gracias a que el realizador aragonés le salvó la vida. Se dirá que esto son circunstancias más o menos azarosas. Pero a ello cabría responder que en el tránsito de los años cincuenta a los sesenta, cuando los estudiantes menos adictos al régimen organizaron una huelga pidiendo el cese del director de la Escuela de Cine, fue al veterano realizador a quien recurrieron como candidato para tomar el relevo. La propuesta de ponerlo al frente partió de Basilio Martín Patino, José Luis Borau, Mario Camus, Miguel Picazo y Julio Diamante. O sea, los integrantes de las nuevas promociones y, en el caso de Patino, el organizador de las Conver-
saciones de Salamanca de 1955, que suelen postularse como la alternativa crítica al cine del franquismo. Y, en efecto, Sáenz de Heredia dirigió dicho centro de formación fílmica desde 1959 a 1963, en las fechas más decisivas para la consolidación del Nuevo Cine Español, siendo considerado el mejor padrino que tuvieron aquellos jóvenes de cara a la industria.
Aclarados el título y el subtítulo de estas líneas, podría pensarse que quizá hubiera sido más adecuado algo así como "Continuidades y rupturas en el cine español antes y después de 1939". Pero eso habría hecho pensar que en ellas se iban a abordar los efectos de la Guerra Civil y la victoria franquista en el grueso del cine español. Lo que resulta una tarea manifiestamente imposible en el espacio asignado. Estas páginas solo se centrarán en uno de sus aspectos concretos, a modo de 97 hilo conductor, estableciendo algunas comparaciones representativas antes y después de 1939. No se trata de una cuestión secundaria, ciertamente, sino central, ya que afecta al núcleo comercial del cine español. Esto es, lo que el público deseaba ver mayoritariamente, no lo que se le intentó imponer por diversas razones. En unos casos, como propaganda al servicio del franquismo u otras ideologías. En otros —el llamado cine de autor— por estar concebido más de cara a las subvenciones y a los festivales que para la taquilla. O bien planificado de cara a la obtención de licencias de doblaje para la explotación de las películas americanas. Lo que al final terminó abriendo de par en par las puertas al cine estadounidense en detrimento del propio.
Además, ese aspecto concreto del que voy a ocuparme supone una cuestión nuclear en cuanto a la visión de España que se mantuvo en nuestras pantallas, al establecer los
oportunos subrayados, polarizando la visión sobre España hacia esos dos registros, aparentemente contrapuestos: el blanco y el negro. Todo lo cual nos lleva a una serie de interrogaciones nada baladíes. Como ya se indicó más arriba, en una primera instancia se tiende a identificar la España blanca con el sur, y en especial con Andalucía y toda una serie de fenómenos que se le suelen adjudicar por antonomasia: flamenco, toros, etcétera. Es decir, la españolada y el folclorismo facilón y populista. Mientras que la España negra suele remitir al norte o, si se quiere, de Despeñaperros y Castilla para arriba. Y se presenta con tintes más intelectuales. Todo ello —debe insistirse— en lo que se refiere a los clichés, crudamente enunciados, a quemarropa. Que no siempre 98 cuadran con la realidad. Porque, tomemos el caso de Antonio Machado: ¿dimite de sí mismo cuando tras la España negra de La tierra de Alvargonzález escribe con su hermano Manuel La Lola se va a los puertos? O, para ceñirnos al cine, a propósito de un director tan representativo como Buñuel. Este dirige en 1933 Las Hurdes, alegato feroz donde los haya sobre la España negra. Y al cabo de dos años se embarca en el populismo de sus producciones en Filmófono, donde adapta a la pantalla Arniches, sainetes, zarzuelas y cantables. Puras españoladas. "Nadie está libre de contradicciones", se dirá. Pero vayamos más lejos y planteemos otra pregunta: ¿solo cabe calificar de españoladas los productos que nos presentan la España blanca? ¿O cabría hacer extensiva esa denominación a la España negra? ¿Deja de ser algo menos tópico porque se pretenda más crítico y apele a la Inquisición, Bartolomé de las Casas, Antonio Pérez, Guillermo de Orange, Juan Antonio Llorente o José María Blanco White?
Tanto la España blanca como la España negra, ¿no son, en el fondo, dos corsés ajenos? Eso sí, construidos a menudo con materiales de procedencia harto hispana, como puede ser todo el sustrato picaresco que alimenta el costumbrismo y el llamado realismo español. Y, en consecuencia, al estar esos corsés construidos con materiales que proceden de casa, terminamos asumiéndolos como propios: una especie de masoquista síndrome de Estocolmo cultural e identitario. Lo que subyace es una pésima gestión de la propia imagen, haciendo que algunos de sus mitos más representativos vengan del exterior, como sucede con Carmen en lo que atañe a la españolada. Un menoscabo propio de un país en decadencia, incapaz de revisar su tradición ante cada nuevo dispositivo de divulgación que ocasiona una fuerte incidencia en el imaginario 99 colectivo, ya se trate de la imprenta, el folletín, la novela realista, el melodrama, la ópera o el cine. Deteniéndonos en este último espectáculo, ¿qué papel ha desempeñado el cine extranjero en la configuración de esos clichés de lo español? No se trata de considerar solo las españoladas infames, sino también las películas neopopularistas estilizadas y de qualité, como La traviesa molinera de Harry d'Abbadie d'Arrast. O ese profuso y difuso apartado donde habría que proceder a las biopsias de productos tan diferentes como El Cid de Anthony Mann, Aguirre, la cólera de Dios de Werner Herzog o la soberbia versión que hizo Woiciech Jerzy Has del Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki. Siguiendo con las preguntas: ¿Qué papel ha desempeñado al respecto el cine español? ¿Ha ignorado esos clichés? ¿Ha caído en ellos? O, por el contrario, ¿los ha cuestionado?
Y, más específicamente, ¿cuál ha sido la actitud al respecto del cine franquista? ¿Reforzó, sin pretenderlo, la España negra? ¿Trató de neutralizar esa imagen crítica y negativa forzando y reforzando el costumbrismo y el folclorismo, y con él un optimismo falso, superficial, anodino? Y, en este caso, ¿hasta qué punto fue responsable de él? ¿Lo inventó? ¿0 más bien —al igual que hizo con el folclore, los toros o el fútbol— reformuló los productos que en la etapa republicana ya habían demostrado su capacidad de conectar con amplias capas de la población? De eso es de lo que vamos a ocuparnos: no de contestar a estas preguntas, que desbordan ampliamente el ámbito cinematográfico y tienen más que ver con la gestión de la imagen de un país —su autopercepción y su proyección externa—, sino toa de enfocar mejor tales problemas. Para ello es necesario cobrar cierta perspectiva sobre algunas de las carencias del cine español, que terminarían convirtiéndose en problemas crónicos, pero que arrancan de sus mismos orígenes. Hasta la década de 1920 nuestra industria fílmica hubo de afrontar un lastre formidable: el público popular, que parecía connatural al nuevo espectáculo, prefería el teatro por horas y los géneros chicos. Los sainetes, zarzuelas y variedades reflejaban con gran inmediatez la actualidad del país, adaptada a la idiosincrasia del momento. A diferencia de aquel cine —mudo, en blanco y negro y de precaria legibilidad óptica o narrativa—, eran hablados y cantados, en color, de bulto e interactivos. Y contaban con formatos, hábitos y circuitos bien consolidados. Ante semejante situación, las salas oscuras hubieron de aplicarse fuertes dosis de lo que dio en llamarse homeopatía es-
cénica. Es decir, pasarse al campo enemigo con armas y bagajes, filmando sainetes y zarzuelas. O bien adaptando obras literarias que hoy llamaríamos best sellers: La Casa de la Troya, Currito de la Cruz, La hermana San Sulpicio...
Cuando en la década de 1930 llegó el sonoro —y se desarrolló la radio comercial y una incipiente industria discográfica— esta línea de trabajo se reforzaría a través de productoras como Cifesa y Filmófono. Para ello recurrieron a intérpretes capaces de llegar al gran público, siendo los más apreciados quienes además de actuar ante una cámara podían cantar e incluso bailar, como Imperio Argentina. Momento que coincidió con el aumento del ocio popular propiciado por la República, cuando las salas de cine alcanzaron, por su magnitud y am- bición, el calibre de auténticos espectáculos de masas. 'o' En esa tesitura, pronto se puso a prueba la capacidad de nuestro aparato cultural para revisar un pasado y unas tradiciones con las que no todos —ni siempre— se sentían cómodos, por parecer sinónimos de atraso y decadencia. Sobre todo al acelerarse la cadencia de los diferentes dispositivos de representación a los que se confían identidades y valores. Algo especialmente cierto en el caso del cine, donde Hollywood estaba llevando a cabo una voraz operación de reescritura, con una contundencia y despliegue de medios sin precedentes. Los EE UU venían encomendando al cine una auténtica articulación de su sentimiento nacional, a partir de la necesidad de integrar a los emigrantes que iban llegando mediante los esbozos de lo que llegaría a convertirse en una cultura de masas. Después de todo, la codificación del lenguaje cinematográfico por parte de Griffith había coincidido en El nacimiento de una
nación (1925) con la revisión del propio estatuto fundacional del país. Pero no es eso lo que aquí hace al caso la revisión de su propia historia por el cine americano—, sino la mundial, tras la consolidación de la hegemonía de Hollywood que siguió a la Gran Guerra. Y no solo a toro pasado. Ya habían acometido esa tarea, sobre la marcha y a pie de obra, durante la guerra de Cuba librada contra España en 1898, reproduciendo en estudio el hundimiento del Maine. Y continuarían haciéndolo con otros países, ridiculizando los valores europeos para mejor resaltar los de su joven democracia. El actor y realizador Antonio Martínez del Castillo, más conocido por su seudónimo de Florián Rey, ya avisó de ello 102 en el artículo "ii¡Cuidado con América!!! El mejor diplomático", publicado en la revista madrileña Cinema Variedades en abril de 1925. Lo hizo en su calidad de director artístico de Atlántida, la productora asentada en la capital de España que tomó el relevo del foco barcelonés, el más activo durante la década anterior. En este sintomático texto, Florián Rey subraya la necesidad de un contrapeso y contraataque por parte del cine europeo, adaptando a la pantalla aquellos momentos, circunstancias o valores que debían ser actualizados y transmitidos a sus futuros ciudadanos. Comienza ponderando el alcance del nuevo medio de expresión, que ha superado con mucho el papel de la prensa o de la diplomacia a la hora de establecer la imagen de un país en el concierto internacional: "Preguntémonos primeramente: ¿qué es lo que constituye el crédito de una nación? Muy sencillo: el crédito de una nación, lo mismo que el de una persona, con-
siste en lo que de ella piensan las demás naciones o las demás personas... Expliquemos con ejemplos: ¿Qué es América del Norte? Preguntad esto a cualquiera que pertenezca a las nuevas generaciones. Sin vacilar os contestará: un país ideal donde todo es perfecto y rico; un país cuyas leyes debieran ser modelo en el resto del mundo, cuyas costumbres obligan a pensar que es forzoso transformar las nuestras; un país de espíritu sano y fuerte, de simpatía avasalladora, de sugestión. ¿A qué se debe este juicio universal y unánime de las gentes de todos los países? Única y exclusivamente al cine". De donde se deriva un peligro ya muy patente: "Consciente de la influencia que ejerce sobre el resto del mundo, esta gran nación ha comenzado descaradamente lo que podemos llamar su segunda época de diplomacia cinematográfica. Una vez que 103 ha conseguido las simpatías del mundo entero, se propone, con poco esfuerzo, crear opiniones a su conveniencia y capricho, encauzar odios y acaparar juicios, a la manera de los grandes dictadores, con la diferencia de que aquellos utilizaban la fuerza para hacerse temer y esta esgrime la sugestión de su simpatía para hacerse amar". Por esa razón, sus primeras invectivas han ido dirigidas a los dos países que más podrían hacer sombra a su prestigio, Inglaterra y Francia. Los únicos que, por otra parte, parecen interesarles en Europa: "Recordemos las producciones americanas de dos años a esta parte. En todas ellas se plantean problemas entre europeos y americanos. La aristocracia inglesa, tan admirada en su rigidez, tan prestigiosa hasta ahora, queda siempre mal parada en este torneo internacional. El humorismo yanki se ceba con crueldad en la rancia nobleza británica hasta hacerla
odiosa y grotesca. El sprit y la gracia de la mujer francesa, tan admirados antes, han sido ridiculizados y expuestos a la mofa de todos los públicos por las ingenuas muchachitas de Nueva York. Y el público de todo el mundo ríe al ver en el suelo lo que antes nos parecía respetable; ríe y se presta dócil a mirar y juzgar el mundo a través del criterio yanki". En opinión de Florián Rey, solo Alemania ha sabido ver el juego, desgravando los impuestos de las producciones nacionales y aplicando a las extranjeras tasas adicionales en la aduana. Por el contrario, España no ha sabido verlas venir. El realizador entiende que se trata de una de las naciones más desprestigiadas y necesitadas de rehabilitación. Y, sin embargo, su industria fílmica no solo no reacciona, sino que parece empeñada en dar 104 la razón a quienes maltratan la imagen del país. Al final, en esa especie de turismo a la inversa que es el cine, el español no solo no reivindica adecuadamente sus propios valores, sino que refuerza los prejuicios a la contra. Florián Rey retomó tales consideraciones en su texto "En defensa de las películas españolas", leído ante los micrófonos de la emisora madrileña de Unión Radio en marzo de 1930, en conmemoración del décimo aniversario de su debut fílmico. Comienza comparando las películas españolas con una de esas muchachitas de los barrios típicos de Madrid: modesta en el vestir, pero lo suficientemente garbosa como para llevarse de calle a la gente, funcionar en las taquillas hispanoamericanas e incluso codearse con las rubias de Hollywood. Es lo que ha sucedido con adaptaciones de novelas populares, zarzuelas o piezas escénicas como La Casa de la Troya, La hermana San Sulpicio, Boy, Currito de la Cruz, Carceleras o Gigantes y cabezudos.
Pero, a pesar de esa vitalidad, no logran salir de su modes- tia, "esa modestia de clase media española, que tanto parecido tiene con la miseria". No logran universalizarse, "correr de punta a punta el mundo proclamando las virtudes del país que les dio vida". ¿Su mayor error? Tratar de conquistar afectos en lugar de crear intereses: "Y he aquí por qué la película española ha termi- nado la primera etapa de su vida en 1930 con la misma faldita de percal y el mismo mantoncillo de crespón que estrenó diez años atrás". Florián Rey hace estas reflexiones en el umbral de la déca- da de 1930, cuando va a llevarse a cabo la adaptación al sonoro y la configuración del cine populista republicano del que él mismo será uno de los protagonistas, a través de la versión hablada de La hermana San Sulpicio, Nobleza baturra o Morena Clara. Las 105 rueda para la productora Cifesa, a la que Benito Perojo aportará otros éxitos como La verbena de la Paloma. Sin olvidar que su competidora Filmófono recurre a fórmulas similares de sainetes, zarzuelas y cantables con Don Quintín, el Amargao, La hija de Juan Simón, ¿Quién me quiere a mí?y ¡Centinela, alerta! Todo un proceso de reencuentro del cine español con sus espectadores que, finalmente, es yugulado por la Guerra Civil. No es necesario subrayar aquí lo que ello supuso como trauma y ruptura, al igual que en tantos otros órdenes de la vida social y cultural. El desarrollo del conflicto y la victoria franquista de abril de 1939 supusieron la represión y el exilio de profesiona- les muy valiosos, como Luis Buñuel, Carlos Velo, Luis Alcoriza, Francisco Elías, Julio Alejandro, Eduardo Ugarte, Rosita Díaz Gimeno, Francisco Reiguera, José María Beltrán, Rodolfo Halff- ter, Gustavo Pittaluga, etcétera. Buena parte de ellos terminaron
integrándose en la cinematografía mexicana, que junto a la argentina era la de mayor entidad industrial en el área de habla hispana. En cuanto a aquellos que permanecieron en la Península, hubieron de atenerse a una normativa y circunstancias muy distintas de las que habían regido durante la República, régimen este último mucho menos intervencionista y represivo en materias fílmicas. En consecuencia, estas cayeron bajo el control de un conglomerado de muy variadas formulaciones burocráticas y dependencias ministeriales, pero esencialmente integrado por el Ejército, la Iglesia y la Falange. La articulación de estos componentes, los más activos del régimen desde el punto de vista ideológico, desembocó en una Comisión de Censura Cine- 106 matográfica cuyos modos de actuación —que no criterios: estos no se harían públicos hasta 1962— fueron completados en años sucesivos, hasta disponer de una batería de normas que le permitían incidir a lo largo de todo el proceso de escritura, rodaje y explotación comercial de una película. Por todo ello, parecería que el cine español se encontró ante una especie de borrón y cuenta nueva. Pero ¿fue realmente así en todos sus aspectos? Veamos un ejemplo, de la mano del propio Florián Rey, perfectamente representativo a todos los efectos, ya que había sido uno de los puntales del cine populista republicano y a raíz del golpe de Estado del 18 de julio de 1936 se integró en el bando de los vencedores. Si hubiera que empezar por un hito para acotar los cánones del cine auspiciado por el nuevo régimen, ese podría ser Carmen, la de Triana, que se encomendó filmar a Florián Rey en
los estudios alemanes, con Imperio Argentina y Rafael Rivelles en los papeles protagonistas. Su rodaje en Berlín daría origen a malentendidos enormemente sintomáticos respecto al problema que pretendemos considerar. Para comprobarlo basta con recorrer las páginas de Radio y Cinema, que se presentaba como "Revista Ilustrada de la España Nacional". En un principio, durante la Guerra Civil, los ojos del bando franquista estaban puestos en aquella superproducción, tanto más oportuna por la circunstancia de que los nacionales no disponían de estudios fílmicos ni laboratorios propios, que habían quedado en el lado republicano. Y, de pronto, se les ofrecía la posibilidad de utilizar los platós de la mítica productora UFA, que se encontraban a la cabeza de Europa en recursos técnicos. El primer número de la citada publicación se 107 abre el 30 de marzo de 1938 con una fotografía de Imperio Argentina, convertida en emblema de la pantalla nacional. Y este interés y apoyo se confirma en las entregas sucesivas, con auténticos alardes gráficos. Las tornas cambian radicalmente cuando los críticos de la revista tienen ocasión de ver el resultado. A esas alturas —diciembre de 1938— se ha transformado en Radiocinema, como si también a ella le hubiera afectado el Decreto de Unificación. Y su cabecera se manifiesta a través de unas muy alemanas letras góticas. Pues bien, a pesar de tan explícita germanofilia, no ocultan sus reparos a aquella Carmen pasada por las manos de Goebbels. Ellos habían esperado aquella coproducción como un faro para saber a qué atenerse sobre un cine nacional adecuado a las nuevas circunstancias. Y ¿qué es lo que se encuentran? No
ponen en duda la calidad técnica de la cinta, la profesionalidad de su director y el trabajo interpretativo de Imperio Argentina. Pero aquello es una recaída en la españolada. Conceden que quizá esto pueda complacer al público. Sin embargo, les parece inadmisible que se ceda la pantalla a toda una innoble chusma de toreros, contrabandistas y gitanas camorristas, estando pendiente de exaltación tanta historia imperial: "¿Y nuestros descubridores, nuestros misioneros, nuestros navegantes, nuestros conquistadores...?", claman. Ellos deberían ser quienes —en su opinión— representasen ante el mundo a la nueva España, fuerte y heroica, que, "añorando sus grandezas pretéritas, se ha lanzado sobre la fiera roja que amenazaba destruir en Europa la justicia, el orden y la civilización". Al lado de semejantes hazañas, 108 resulta imperdonable que "nos rebajemos a conceder beligeran- cia a elucubraciones de un tipismo sospechoso y exagerado que nos ofrecen de España una perspectiva plebeya y deformada". Los ataques fueron tan duros que varios años más tarde aún escocían a Florián Rey. Y aprovechó la oportunidad que en febrero de 1944 le brindó Vértice, la revista de Falange, para salir al paso de tales acusaciones, en un artículo titulado "Españoladas". En él alzaba su voz de modo vehemente para condenar la ligereza con que se empleaba el término. Y, en especial, por la manera en que se hacía contra él. El hilo conductor de su argumentación no es precisamente nuevo, sino que plantea una cuestión tan antigua como espinosa: los ingredientes de la españolada, ¿no serán inseparables del núcleo más irreductible y específico de nuestra identidad cultural? Es decir, ¿no se correrá el riesgo de que, al limpiar de ellos la producción nacional, se tire a la criatura junto con el
agua empleada para el fregado? Y, así, afirma: "Se ha dado en llamar españolada a costumbres, hechos, fiestas y leyendas que responden a unas realidades raciales tan nuestras, tan dentro de la idiosincrasia de este pueblo, que si llegara el momento de rodearlas de silencio, de acallarlas o de suprimirlas en vicioso empeño de imitaciones extranjeras, de acercamiento a la vida de pueblos transpirenaicos, de paralelismo con modernidades trasatlánticas, España, nuestra España, habría dejado de ser en espíritu para convertirse en algo que los que sabemos amarla y sentirla con todas sus grandezas y defectos, recorreríamos sus caminos añorándola en ellos y por ellos perdidos en la angustiosa paradoja de vernos extranjeros en nuestra propia Patria". El segundo problema es el de la evolución de ese núcleo identitario. Es decir, cómo preservar lo que interesa sin restarle 109 capacidad de adaptación a los nuevos tiempos, inevitable en un medio tan dinámico como el cine: "No soy de los que creen que España debe detenerse en un objetivismo contemplativo. Marchemos. Pero marchemos sin dejar de ser nosotros, los que fuimos, los que somos, los que seremos; abramos respetuosamente nuestras puertas a todas las enseñanzas técnicas, porque mucho tiene que aprender aún la cinematografía española; imiten los capitalistas nacionales a las productoras extranjeras, porque no pocos de los defectos que hallamos en nuestra producción se deben a la parquedad con que el dinero es empleado en las necesidades de nuestros rodajes y el perfeccionamiento de nuestros estudios...". Y ahí es donde se termina regresando al primer supuesto: nunca se estará en condiciones de competir con el cine americano en su terreno. Debe trabajarse en el propio ámbito, en la
propia geografía, historia y tradiciones, que nadie conoce mejor que los nativos. Momento en el que Florián Rey se despeña por la habitual retórica de la variedad de las gentes y tierras de España, sus marcos incomparables, tópicos y folclores, que más tarde inundarán las imágenes y locuciones del nodo y que todavía prolongan las actuales televisiones autonómicas en sus más rancias proclamas de exaltaciones de campanario. Entre los cuales destaca el andaluz, claro, que por algo es el núcleo de la españolada, y su artículo una defensa de Carmen, la de Triana. En esa manifestación regional abundan los materiales de lesa cinematografía patria: los toros, el baile de las sevillanas, los gitanos, los bandidos generosos que corrieron las sierras y que nada tienen que envidiar en potencial fílmico no a "la lamentable multitud de gangsters que se nos sirve en las películas americanas". Pues bien, dado ese contexto, afirma: "Rechazo la palabra españolada aplicada al costumbrismo y al folklore españoles. Mi Nobleza baturra, mi Morena Clara, mi Carmen, la de Triana, mi Aldea maldita, mi Orosia, no son españoladas. Tampoco lo son muchas de las películas que sobre las costumbres y el folklore español han hecho mis compañeros de España. Españolada es la España que un extranjero recoge y presenta sin conocerla, sin haberla vivido, sin amarla como la conocemos, la vivimos y la amamos nosotros. Estimo que la apreciación contraria es una injusticia que trae aparejado un gravísimo daño: el de hacernos aparecer como avergonzados de lo que racialmente debe enorgullecernos para llevarnos a imitar lo que por raciales sentimientos harán, las más de las veces, los extraños mejor de lo que pudiéramos hacerlo nosotros".
La conclusión no puede resultar más previsible y tópica, por más que se hubiera oído antes en multitud de ocasiones y se volviese a proponer otras tantas: "Hacer España, cinematográficamente, significa filmar nuestra historia: el Cid, Colón, los Comuneros, los Reyes Católicos, nuestras guerras civiles, nuestra Cruzada de Liberación... Consiste en plasmar en fotogramas sus ingenios y sus valores: Cervantes, Lope, Goya... Supone recoger en nuestros bellos escenarios naturales las figuras populares representativas de nuestras costumbres y nuestro folklore: Pepe-Hillo, Candelas, José María, Pepa, la Naranjera, el gitano, el contrabandista de mediados del pasado siglo, Rinconete, La gitanilla... Todo aquello es España, todo esto es España. Nada de eso puede ser españolada si es un español, un digno español, el que lo plasma en el celuloide". Sin embargo, de nada le valdrían sus argumentaciones, y ese equívoco se convirtió en la tumba que sepultaría sus posibilidades profesionales. De ahí que supusiera para él una obsesión. Todavía al final de sus días le daba vueltas al asunto, cuando en 1961 declaraba en una entrevista a la revista Primer Plano: "Lo de la españolada es un fenómeno curioso que no se da en ninguna otra parte. En ningún otro meridiano cinematográfico se condena el costumbrismo nacional como aquí se ha condenado, aunque ahora quizá se empiecen a ver las cosas de otra manera. ¿Cómo va un español a hacer españolada porque cultive el costumbrismo de su país? La gente pide al cine español lo nuestro, lo español". De hecho, en nuestros días, aún es habitual presentar a Florián Rey como el máximo exponente de la españolada, el tipismo rural y el subdesarrollo. Y contraponerlo, dentro del
cine republicano, al liberalismo cosmopolita y urbano de Benito Perojo y al poco menos que izquierdismo de Luis Buñuel en Filmófono. Incluso se ha llegado a hablar del culto del primero a los modelos agrario-caciquiles. Un cliché quizá bienintencionado, pero que convendría revisar con calma, pues se trata de apriorismos que poco aclaran el fondo del debate. A título de ejemplo —que podría hacerse extensivo al resto de los eslabones de la cadena—, no se puede asimilar españolada con cine rural. Se han dado españoladas urbanas, y bien urbanas. Tampoco parece muy preciso confundir lo rural con el subdesarrollo: hay culturas agrarias muy elaboradas; y subdesarrollos muy vinculados a las ciudades. Véanse, si no, dos de las películas de mayor éxito de Florián Rey, La hermana San Sulpicio o Morena Clara: 112 nada tienen que ver con el ruralismo, sino con el tipismo sevilla- no, lo que constituye una rodera bien diferente. Tampoco hizo Rey tantos filmes rurales. Esa impronta la debe a La aldea maldita y Nobleza baturra. Pero junto a ellas se pueden apuntar otros registros bien distintos, igualmente refrendados en la taquilla. Y ese tópico enmascara lo esencial. Quiero decir: que no importaría tanto reconocer a Florián como autor de españoladas si esto no implicara el grave malentendido de olvidar que su cine de los años treinta deriva de injertar fórmulas cosmopolitas con temas costumbristas. Que la hermana San Sulpicio vaya disfrazada de monja un tanto dada a arrancarse por sevillanas, Pilar de baturra que canta y baila jotas en Nobleza baturra o Trini de gitana en Morena Clara está lejos de ser accesorio; pero no debe perderse de vista que supone ante todo una estrategia de reconocimiento de cara al público. Detrás hay mucho Hollywood (o su delegación parisina en Joinville) y
mucha técnica alemana, ofrecidos bajo el ropaje de géneros y personajes nacionales. Por ejemplo, la celebrada secuencia de la Cruz de Mayo de Morena Clara —aunque tenga lugar en un patio sevillano y las bailarinas vayan vestidas de faralaes— supone una asimilación de Busby Berkeley; el fotógrafo de dicha cinta, Heinrich Gaertner, apenas puede ocultar su pertenencia a la escuela alemana en la que se había formado; y una de las mayores influencias de la película a la hora de resolver las escenas de comedia es Lubitsch. Lo que sucede es que se trataba de un cine comercial que funcionaba por su pactismo, reconocibilidad e inmediatez, tanto en el orden social como en el de sus fórmulas cinematográficas. Por tanto —conviene insistir—, claro que se da este disfraz autóctono, e incluso no importa que se subraye; pero es un poco 113 ocioso, dado que está en primer plano. Es el otro componente lo que debería destacarse, porque no se encuentra a la vista, sino subsumido en lo racial.
En cualquier caso, si el debate aún sigue abierto en nuestros días, es fácil imaginar lo que supuso a la altura de 1938, en los umbrales de lo que debería haber sido la fundación o reformulación de un cine nacionalista, cuando la citada revista Radiocinema andaba a la búsqueda y captura de las esencias fílmicas de la patria y arremetía contra Carmen, la de Triana. Lo cierto es que en enero de 1939 sus críticos aún continuaban la polémica, y con no poco ardor. Para entonces, Carmen había tenido un considerable éxito en París (llevaba ya dos meses consecutivos en uno de los mejores cines). A pesar de ello, sentenciaban: "No creo yo que podamos exhibir en ninguna parte este film como propaganda del Imperio español...". Porque "ni
Morena Clara, ni Nobleza baturra, ni Carmen, tienen fuerza nacional, ni artística, ni cinematográfica bastante". Al citar Morena Clara y Nobleza baturra se introducen en el debate nuevos elementos de juicio, planteando explícitamente la continuidad o discontinuidad entre el cine anterior y posterior a la Guerra Civil. En nuestros días tampoco han faltado quienes han retomado la cuestión desde una ideología bien distinta a la de las revistas Vértice o Radiocinema, llegando a la conclusión de que Carmen, la de Triana es un modelo de transición entre las desenvueltas protagonistas femeninas de la aludida trilogía populista republicana de Florián Rey y la esclerosis del cine franquista español de los años cuarenta, preludiada en su caso con La Dolores (1939). 114 Sin embargo, no está nada clara la articulación hasta mucho más tarde de modelos alternativos a los que habían empezado a cuajar en la etapa republicana. Quienes —como Florián Rey— siguieron haciendo cine en el franquismo de acuerdo con las pautas cuajadas durante los años treinta debieron haber previsto que lo mismo, en un contexto diferente, cobraba muy otro alcance. No fueron conscientes de ello hasta topar directamente con el consignismo o la censura. Pero, además, estas nuevas circunstancias provocaron una lectura retrospectivamente distorsionada de sus obras anteriores a 1939. Alfons García Seguí ha ensayado en nuestros días una explicación de este efecto bumerán, al caracterizar la producción de Cifesa durante el período 1939-1945: "Se intenta restablecer la continuidad con una producción que sigue fiel a los viejos y tópicos géneros cinematográficos españoles de siempre: sainete castizo, folklore, toros, comicidad burda, principalmente basada
en tópicos regionalistas. Naturalmente, se repudia la apertura llevada a cabo durante el período del llamado cine republicano o cine de la República —o sea, el sainete progresista dotado de cierta dosis de crítica social—, acusado por el nuevo régimen de cine frente-populista por su sistemático desprecio del orden jerárquico natural, y la comedia urbana burguesa, género en el que se habían especializado los estudios barceloneses, tildada de cosmopolita y acusada de constituir un auténtico y peligroso caballo de Troya para introducir en nuestra patria costumbres y modas extranjerizantes, fomentando el snobismo y minando los valores morales y religiosos seculares de España". Salvando los tópicos y apriorismos que se han cuestionado más arriba, esta cita contiene una buena enumeración de los obstáculos con los que habría de vérselas Florián Rey 115 tras 1939. Fueron varios los factores que contribuyeron a que durante el franquismo no remontase su carrera hasta el nivel de su etapa republicana, y entre ellos no es el menor su separación de Imperio Argentina. Pero no debe subestimarse su decidida adhesión a unos supuestos populistas (por razones comerciales, más que por convicción ideológica) que chocaban frontalmente con el proteccionismo franquista. El realizador aragonés se convirtió en un inadaptado que creía profundamente en la necesidad de un cine popular no hipotecado por el doblaje ni las protecciones estatales. Y, aunque en un principio intentó seguir filmando como si allí no hubiera pasado nada, muy pronto se le impondría la evidencia de que las cosas eran bien distintas, como lo demostraría en 1942 la penosa versión sonora de La aldea maldita, que venía a ser una retractación de la de 1930.
Con el tiempo, el cine folclórico llegó a ser percibido por la resistencia cultural antifranquista como un todo que debía ser rechazado en bloque por suponer que representaba una propuesta del régimen, como lo serían —según esa estimación maniquea— el flamenco comercial, la copla, los toros e incluso el fútbol. Pero las opiniones que se han citado, de la muy oficialista Radiocinema, apuntan a lo que muy probablemente sucedió en realidad. Y es que la continuidad de los equipos técnicos, de la infraestructura de las productoras y de la inercia de los géneros en el patio de butacas propiciaron un tipo de cine que siguió operando con supuestos y formatos no tan distintos de los anteriores al 18 de julio de 1936. Esta constatación puede chocar con un cierto sociologismo mecanicista, pero vendría a suponer 116 en el orden cinematográfico una matización similar a la que han intentado estudiosos como José María Martínez Cachero en otros órdenes de la vida cultural española, como el novelístico. Esa es, en cualquier caso, la propuesta en la que ha insistido con no poca lucidez el realizador Luis García Berlanga en distintos momentos de su trayectoria. Y si Florián Rey nos podía servir como ejemplo de las coordenadas anteriores a 1939 y el ámbito de la España blanca, tomaremos ahora como ejemplo simétrico a Luis García Berlanga, alguien que pertenece ya al otro lado, a la España negra y las coordenadas posteriores a 1939. Una de las declaraciones más explícitas del director de El verdugo tuvo lugar durante el Festival de Pesaro en 1977. Para él, tras la Guerra Civil, el franquismo habría intentado poner en marcha un cine de cruzada. Pero tal iniciativa feneció por sí sola porque carecía de atractivo: el público seguía ateniéndose a las fórmulas que tan sólida implantación habían conocido en
la República, y prefería ver Currito de la Cruz, Nobleza baturra o La verbena de la Paloma. Por lo tanto, una de las más amplias bases de lo que luego sería considerado cine franquista no eran sino las estribaciones residuales del cine republicano: "En modo alguno era el cine del franquismo, sino que procedía de los años de la República y como expresión de unas clases sociales no explícitamente vinculadas a los vencedores de la Guerra Civil". No haberlo sabido ver fue —según Berlanga— el gran error de su generación, la primera salida del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas en 1950 y que podría caracterizarse un tanto toscamente como neorrealista. En lugar de ello, procedieron a identificar ese cine con el régimen, desdeñando el potencial que encerraba. Por supuesto, no se trataba de continuarlo sin más, sino de considerarlo como un 117 germen posible, tomar buena nota de él, observar cómo había respondido en su momento a los desafíos planteados a la industria fílmica en su traumático tránsito del mudo al sonoro. Para, a continuación, actualizar sus fórmulas a la medida de las nuevas realidades sociales, la evolución del cine y las expectativas del público vigentes en la década de 1950. Esa falta de perspicacia y ese exceso de prejuicios por parte de los realizadores progresistas habrían dejado en manos de la derecha toda una herencia populista duramente conseguida por la anterior generación, que en 1934, 1935 y 1936 había logrado sentar las bases de una industria fílmica. Ese había sido un cine que en su día logró para las taquillas colas más largas que el procedente de Hollywood y que hasta tiempos recientes seguía gustando "cuando se proyectaba en los cuarteles, en las zonas rurales y en los suburbios de las grandes ciudades", apostilla Berlanga.
Su capacidad de convocatoria se debía a todo lo heredado o fagocitado, fórmulas tan asentadas como el sainete, el teatro por horas y la zarzuela, a las que habían tenido que aferrarse incluso los vanguardistas más radicales como Buñuel en sus incursiones comerciales con la productora Filmófono. Fórmulas que podían haber continuado actualizándose, como sucedería mucho más tarde con algunos de los cineastas de la llamada tercera vía. O utilizándose con intenciones e ideologías opuestas a las originales y abiertamente críticas, como en cierto modo intentaron y consiguieron Rafael Azcona o José Luis García Sánchez. Siempre en opinión del realizador valenciano, diagnósticos como el muy conocido de Juan Antonio Bardem en las Conversaciones de Salamanca de 1955 ignoraban todo este contexto. 118 En discrepancia con el raquitismo industrial achacado al cine español por su compañero de fatigas, Berlanga piensa que había unas muy aceptables instalaciones y un público que sintonizaba considerablemente con algunos de los resultados que se le ofrecían en las salas: "A mediados de los años cincuenta cometimos el gran error histórico —y en él me incluyo— de desmantelar, con nuestras propuestas, la infraestructura industrial que sostenía hasta ese momento el cine español". En una entrevista posterior, a la altura de 1994, ha abundado en esa misma línea, añadiendo, por lo que se refiere a las Conversaciones de Salamanca: "El corte traumático que se produjo tras este encuentro, en el que se decidió que todo el cine que saliera de la Escuela [de Cinel fuera testimonial lo que implicaba rodar en las calles en una imitación del neorrealismo italiano y abandonar toda la producción de estudios y decorados— fue nuestra perdición. Ahí nos derrumbamos. El
público se alejó en aquel momento de nuestro cine y todavía no lo hemos recuperado... Nos quedamos sin estudios, sin decoradores, que eran los mejores de Europa, sin ingenieros de sonido. Todo se fue al traste".
En sus memorias aparecidas en 2002, Y todavía sigue, Juan Antonio Bardem apenas dedica a las Conversaciones de Salamanca poco más de una página, para citar a algunos de los participantes y reproducir el final de su ponencia, con el pentálogo repetido hasta la saciedad: "El cine español hoy es: políticamente, ineficaz. Socialmente, falso. Intelectualmente, ínfimo. Estéticamente, nulo. Industrialmente, raquítico". Frente a él, Berlanga no se ha mordido la lengua en sus Memorias caóticas, publicadas en 2005 de la mano de Jess Fran- co, despachándose a gusto: "Ya en aquellas pretendidamente 119 maravillosas Conversaciones de Salamanca, organizadas y manipuladas por los marxistas más radicales, parecía que habían encontrado la piedra filosofal para hacer del cine español una fuerza de choque revolucionaria... Abochornaron a los directores que se habían dejado comprar por el cine comercial. Desde el escenario, el director del evento señalaba con el dedo acusador a 'estos pobres desgraciados' y los tachaba de vendidos, de escapistas, de haber abandonado el cine profundo y social que ellos propugnaban, para entregarse a Joselitos y Marisoles". Conminaciones que —siempre según Berlanga— llevaron a Antonio del Amo a pedir perdón públicamente, tras haber sido revolucionario en su primera juventud con películas como Día tras día o Sierra maldita, para degradarse rodando películas con Joselito: "A mí me daba pena verle llorando mientras su acusador seguía hurgando en su corazón con los peores epítetos...
Como si eso fuera lo más denigrante. Esas películas hicieron ganar al cine español millones y millones, no solo en España, sino en Francia, Italia, etc.". En otros momentos de dichas Memorias caóticas se refiere a los años en los que España atrajo a Hollywood o Roma por la eficacia de sus artesanos. Aquellas coproducciones en las que no solo primaban el sol de Almería o los llanos de Colmenar o las estepas de Hoyo de Manzanares, sino que —asegura— "había un plantel de técnicos y actores que asumían paulatinamente puestos más importantes: operadores, músicos, decoradores... hasta los efectos especiales eran ya españoles y se ganaba día a día mayor prestigio y la confianza de los jefazos de Hollywood o Roma". 120 Así vinieron a rodar Nicholas Ray, David Lean, Sofía Lo- ren, Jean Moreau. Hasta conseguir varios premios Oscar. No los más rutilantes ni espectaculares, sino los asignados a los especialistas, que impulsan la producción media, tan necesaria para mejorar la competitividad: "Tuvimos los premios menos famosos, pero los más rentables dentro de la industria, siete, en muy poco tiempo: a la dirección artística, a los efectos especiales, al vestuario, a los decorados. A los medios técnicos, en fin". Puede parecer un punto de vista sesgado. Pero viene a coincidir con el del realizador citado en primer lugar, Nicholas Ray, manifestado a José Francisco Aranda en una entrevista aparecida en la revista portuguesa Celuloide en octubre de 1964. En ella, el director americano confiesa, con toda humildad, que su película Rebelde sin causa la habría hecho de un modo muy diferente si hubiese conocido Los olvidados de Buñuel, a quien había visitado en Madrid, mientras preparaba Viridiana.
Cuando Aranda se muestra sorprendido de que un hombre que lo ha sido todo en Hollywood se pueda sentir a gusto en la capital española, donde hay tan pocas cosas, Ray matiza: "Pocas, pero auténticas. Lo contrario que Hollywood, que siempre he detestado, donde siempre me he sentido un extraño. Además, no es poco lo que pasa en la vida intelectual de Madrid, en las letras, en la pintura, en el teatro. Creo que, en teatro, Dido y la dirección de José Luis Alonso son de primera categoría mundial. El teatro en Madrid es muy bueno. Y el cine está en buen camino. Me gustan Berlanga, Bardem, Jorge Grau, Summers y otros. La producción está muy bien organizada. En casi todas las películas españolas, incluso en las que no son buenas, se nota la fuerza de un pueblo con tradiciones y personalidad. El cine español está lleno de herencias plásticas, concepciones 121 del espacio, sentido de la narrativa y realismo, de valor único". Como es bien sabido, a esas alturas de la década de 1960 no era ya esa línea industrial la que prevalecía en las aspiracio- nes de los jóvenes directores del Nuevo Cine Español. Ni siquiera en los desvelos de la Administración. José María García Escu- dero había regresado a la Dirección General de Cinematografía de la mano del ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, para poner en práctica desde dentro del régimen buena parte de los postulados de las Conversaciones de Salamanca. Merece la pena hacer un flashback de lo sucedido du- rante su primer y truncado mandato, diez años antes, cuando se produjo una de las más significativas fracturas o encontrona- zos en el seno del cine franquista, de nuevo a la búsqueda de cánones a los que atenerse, como ya vimos a propósito de Car- men, la de Triana a la altura de 1938. Me refiero al sintomático
enfrentamiento que tuvo lugar en 1951 a propósito de dos películas tan distintas como Surcos y Alba de América. Retomamos, con ello, el hilo conductor de esa España en blanco y negro. Pues no debe olvidarse que, al depender del Ministerio de Información y Turismo, uno de los objetivos primordiales de la Dirección General de Cinematografía era velar por la imagen del país, tanto la interna como, sobre todo, la externa. Y lo que ahora se le planteaba a esta facción del Gobierno a la que se encomendaba la propaganda era hacer frente a las estribaciones de la leyenda negra (a cuyo encuentro salía Alba de América). Alba de América (1951) surge como reacción contra la película británica Christopher Columbus (David McDonald, 1948), donde se escarnecía por extenso la empresa española 122 del Descubrimiento, mostrando a Fernando el Católico como un mujeriego más bien obtuso al que Colón llega a abofetear en defensa de una cortesana que está siendo acosada. Tras una protesta oficial que no surtió demasiado efecto, se acordó producir una contrapartida hispánica de los acontecimientos, subrayando el aspecto evangelizador y misionero de la Conquista. El impulsor de la iniciativa fue el almirante Carrero Blanco, quien en esos momentos era subsecretario de la Vicepresidencia pero que ya se perfilaba como la eminencia gris del franquismo. Así surgió la idea de convocar a través del Instituto de Cultura Hispánica, creado pocos años antes, un concurso entre las productoras españolas e iberoamericanas para la realización, con el "asesoramiento debido", de una película sobre el Descubrimiento. El Jurado estaba presidido por Carrero y tenía como secretario a Alfredo Sánchez Bella, entonces director del Instituto de Cultura Hispánica.
Como no era difícil de prever, Cifesa ganó el concurso, y asignó al proyecto un presupuesto de más de diez millones de pesetas, una auténtica superproducción para la época. Su realización se encargó a Juan de Orduña, en apariencia el director idóneo, como responsable de algunos de los filmes históricos más famosos y taquilleros del franquismo: Locura de amor, Agustina de Aragón y La leona de Castilla. Ese es el contexto en el que se produjo el cese fulminante de José María García Escudero, al negar a Alba de América las subvenciones propias de la clasificación "De interés nacional" y otorgárselas, por el contrario, a Surcos de José Antonio Nieves Conde, donde se mostraba la sórdida realidad de la emigración del campo a las grandes ciudades. El nuevo director de Cine- matografía, Joaquín Argamasilla, hombre de confianza del régi- 123 men, rectificó la decisión de su predecesor. Pero nada de eso evitó el rotundo fracaso en taquilla de Alba de América, que precipitó la decadencia de Cifesa. Terminado el flashback, podemos regresar ahora a 1962, cuando se produce la vuelta de García Escudero al frente de la Dirección General de Cinematografía. Para entonces, como ya se dijo, se había consolidado algún foco independiente en la industria, frente a los intereses establecidos. Lo que vino a reforzarse con la incorporación de los alumnos egresados de las aulas del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas. Este había sido creado en 1947 y, dado que era una diplomatura de tres años, su primera promoción —la de Bardem y Berlanga— salió en 1950 y empezó a rodar en 1951, dando lugar a Esa pareja feliz. Película que, no por casualidad, contenía una parodia de cine histórico al estilo de Juan de Orduña, con Lola Gaos
descalabrándose por un ventanal gótico al grito de "¡Muera conmigo el honor de Palencia!". Del mismo modo que su siguiente colaboración, ¡Bienvenido, míster Marshall!, supuso en buena medida una caricatura de la españolada, esta vez con Berlanga ya en solitario detrás de la cámara. Pues bien, retomemos sus opiniones sobre las Conversaciones de Salamanca y el Nuevo Cine Español propiciado en la década de 1960 desde la Dirección General de Cinematografía, tras el regreso de García Escudero. Tales circunstancias habrían producido una desconexión con el gran público, provocando la caída en manos de las subvenciones y del Estado. Por supuesto, todo esto habría que matizarlo mucho, considerando los innumerables problemas adyacentes, como el de la obligatoriedad 124 del doblaje, el advenimiento de la televisión, cuya competencia empezó a ser operativa a lo largo de la década de los sesenta, junto a otras nuevas formas de ocio, etcétera. Fuesen cuales fuesen las intenciones originales de tales medidas, terminaron minando las bases del cine nacional, hasta desembocar en unas rutinas e inercias que impulsaban a los productores a perseguir la ganancia fija antes que el riesgo. Y a la pérdida de mercados como el de Sudamérica, donde se eliminaron sucursales y campañas publicitarias, cuando debería haber sido un territorio esencial, como ya se intuyó en la época de Cifesa y Filmófono. Sin la complicidad popular, se empezó a trabajar de espaldas al público y de cara a la Administración. Esa tierra de nadie sería letal para algunos de los cineastas fraguados durante la República, como el propio Florián Rey. Todavía en 1946 alzaba su voz contra el doblaje y, de rechazo, contra la intervención estatal: "Mi moral es esta: ninguna protec-
ción, ninguna intervención del Estado; nada más una censura lógica. A mi entender, la única protección es suprimir el doblaje: como se hace en todos los países del mundo. En Méjico y Argentina, donde no existe el doblaje, se produce cada vez más y mejor. Allá se proyectan las películas extranjeras con subtítulos. Prestamos el único valor, nuestro idioma, para que luego compitan con nosotros, que técnicamente somos y seremos inferiores. No doblando, el público estaría deseando oír en castellano, y mientras las películas extranjeras hablen en español, nuestro cine será raquítico". Simplificando mucho, y a modo de recapitulación, podría decirse que aquel cine de las décadas de 1920 y 1930 había tenido que atender a dos frentes de batalla. Uno, el interior, es- taba constituido por los géneros chicos y otros formatos que cu- 125 brían las expectativas de ocio popular. Lo que le obligó a adaptar soportes literarios lindantes con el folletín y el sainete o recurrir a las zarzuelas filmadas (La verbena de la Paloma, La Revoltosa, Gigantes y cabezudos) y las novelas de gran acogida (La Casa de la Troya, Currito de la Cruz, La hermana San Sulpicio). El otro frente, el exterior, lo integraba el cine extranjero, especialmente el norteamericano, que esgrimía unos medios incomparablemente superiores al nacional. Esto condujo al nuestro a buscar lo específico, desembocando en un tipo de producciones que reforzaron las querencias anteriores, en su búsqueda de lo castizo. Y dando como resultado algo difícil de etiquetar adecuadamente, que suele calificarse un tanto por las bravas con el membrete de españolada. Pero ello no debe ocultar la complejidad de las fórmulas con las que se logró hacia mediados de la década de los treinta un equilibrio irrepetible. Pues bajo
la aparente sencillez de sus formulaciones se hallaban equipos que habían trabajado en Francia, Alemania o Hollywood (Florián Rey, Imperio Argentina, Miguel Ligero, Benito Perojo, Enrique Guerner, Edgar Neville, Luis Buñuel). O productoras como Cifesa y Filmófono, esta última con una estrategia que, en el contexto global de la familia Urgoiti, hoy calificaríamos seguramente de multimedia, al añadir al cine o Unión Radio una diversificación en el mundo editorial y de la prensa que comprendía la Papelera Española, Espasa-Calpe y El Sol. Los años de la inmediata posguerra, además de estar presididos por el cine, son tiempos de radio. Lo que impulsa en los años cuarenta un tipo de canción que Manuel Vázquez Montalbán, en su Cancionero general de la canción de consumo, ha 126 denominado nacional o española. Sus melodías fueron capaces de llegar a todos los estratos sociales de un país, asentándose en el imaginario colectivo como patrimonio común. A menudo eran herederas de la tonadilla escénica, con un repertorio atendido por letristas como Rafael de León, Antonio Quintero o Xandro Valerio. Y no suponían una ruptura radical con las que acompañaron en la banda sonora a aquel cine republicano. Dichas canciones hace tiempo se han reivindicado adecuadamente, como sucede con las interpretadas por Imperio Argentina, Miguel de Molina o Angelillo. Sin embargo, solo en los últimos tiempos se empieza a detectar una actitud similar hacia su correlato visual y cinematográfico. Sus condimentos no son muy distintos de los del cine populista, que también se incrustó en el patio de butacas, sobreviviendo a una guerra tan devastadora como la de 1936.
COMENTARIO BIBLIOGRÁFICO
—La expresión España en blanco y negro fue utilizada en 1998 para titular una exposición organizada por la Fundación Cultural Mapfre y el Museo de Bellas Artes de Bilbao, con motivo del primer centenario del Desastre de 1898.
Yo mismo he tratado aspectos parciales de algunas de las cuestiones aquí abordadas en los siguientes trabajos: "El Bosco, de la leyenda negra a la España negra", pp. 305-327 de El Bosco y la tradición pictórica de lo fantástico, Madrid / Barcelona, Museo del Prado / Círculo de Lectores, 2006. "Cine franquista y cine republicano", pp. 255-267 de lmaginaires et symboliques dans l'Espagne du franquisme, número monográfico del Bulletin d'Histoire Contemporaine de l'Espagne, 24 (diciembre de 1996), París, Centre National de la Recherche Scientifique.
El cine de Florián Rey, Zaragoza, Caja de Ahorros de la Inmaculada, 1991.
—Para la contextualización de las películas y realizadores mencionados, se pueden consultar con provecho las siguientes obras colectivas, que proporcionan panorámicas y detalles sobre nuestro cine:
Historia del cine español, Madrid, Cátedra, 1995.
Antología crítica del cine español, 1906-1995, edición de Julio Pérez Perucha, Madrid, Cátedra / Filmoteca Española, 1997.
Diccionario del cine español, dirigido por José Luis Borau, Madrid, Alianza, 1998.
Clásicos y modernos del cine español, Madrid, Comisaría General de España en la Expo Lisboa, 1998.
La nueva memoria: historia(s) del cine español (1939-2000), La Coruña, Vía Láctea, 2005.
—Para José Luis Sáenz de Heredia y su vinculación con Filmófono, Raza y la Escuela de Cine:
Luis Fernández Colorado y Josetxo Cerdán, Ricardo Urgoiti: los trabajos y los días, Madrid, Filmoteca Española, 2007.
Roger Mortimer, "Buñuel, Sáenz de Heredia y Filmófono", Sight and Sound (Londres), 44 (1975), pp. 80-82.
Manuel Rotellar, "Luis Buñuel en Filmófono", Cinema 2002 (Madrid), 37 (1978), pp. 37-40.
Jo Labanyi, "Buñuel's cinematic collaboration with Sáenz de Heredia, 1935-1936", en Isabel Santaolalla et álii (eds.), Buñuel, siglo XXI, Zaragoza, PUZ, 2004.
Román Gubern, Raza (un ensueño del general Franco), Madrid, Edic. 99, 1977.
Película documental De Salamanca a ninguna parte, dirigida en 2002 por Chema de la Peña. —Para la españolada y la productora Cifesa:
Juan Piqueras dedicó bastantes páginas al problema de la españolada, como en sus artículos "Tauromaquia cinematizante" y "Prolongación de la falsa españolada",
en Juan Manuel Llopis, Juan Piqueras: el "Delluc" español, Valencia, Filmoteca de la Generalitat Valenciana, 1988, vol. 1, p. 237, y vol. 2, pp. 15 y 18. Félix Fanés, Cifesa, la antorcha de los éxitos, Valencia, Institució Alfons el Magnánim, 1981. Alfons García Seguí, "Cifesa, la antorcha de los éxitos", Archivos de la Filmoteca de la Generalitat Valenciana, 4 (diciembre-febrero de 1990).
—Para el estudio de este mismo proceso en la novela española: José María Martínez Cachero, La novela española entre 1939 y 1969: historia de una aventura, Madrid, Castalia, 1973.
—Para las opiniones de Berlanga a las que se alude: "El cine español de posguerra", Contracampo, 24 (octubre de 1981), pp. 16-17. Entrevista de Rocío García a Luis García Berlanga, El País, 30 de enero de 1994, p. 34. Jess Franco, Bienvenido, míster Cagada: memorias caóticas de Luis García Berlanga, Madrid, Aguilar, 2005, pp. 114-116 y 235-236. Punto de vista que puede contrastarse con los de Juan Antonio Bardem en sus memorias Y todavía sigue, Barcelona, Ediciones B, 2002, pp. 140-141. La opinión de Nicholas Ray, en la entrevista que le hizo José Francisco Aranda para la revista portuguesa Celuloide, 82 (octubre de 1964), pp. 10-11. Recogida en
José Francisco Aranda, La fabulación de la pantalla: escritos cinematográficos, edición de Breixo Viejo, Madrid, Filmoteca Española, 2008, p. 319.
—Para la polémica entre Surcos /Alba de América: Santiago Juan-Navarro, "De los orígenes del Estado español al Nuevo Estado: la construcción de la ideología franquista en Alba de América, de Juan de Orduña", Anales de la Literatura Española Contemporánea, 33/1 (2008), pp. 79-104.