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El Señor Bronx
Un hombre sale a las calles con alimentos, ropa y medicamentos. Se sumerge en algunos de los lugares más difíciles de la ciudad y recorre esquinas, se mete debajo de los puentes, busca a aquellos que necesitan su ayuda. Su misión es curar heridas y darles consuelo y apoyo a aquellos que han hecho del asfalto su hogar. Orlando Beltrán, el Señor del Bronx, desde hace años se comprometió con miles de personas que la sociedad suele olvidar.
Texto: Natalia Ortega Rodríguez nortegar@javeriana.edu.co
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Las colillas de tres cigarrillos, una pipa de madera, un lápiz partido por la mitad, un resaltador que ya no destaca nada, dos aretes sin su par, unas monedas de 50 pesos, las llaves que alguna vez se le perdieron a su dueño, un encendedor que ya casi termina su ciclo de vida, dos cajas de fósforos y unas hojitas de marihuana sueltas y secas. Todos son objetos sucios, casi inútiles, que parecen basura, pero que para Orlando Beltrán no lo son. Sabe lo que significan para su dueño. Los va sacando uno a uno de los bolsillos de esos pantalones desgastados y malolientes. Cuando se asegura de que no queda ningún objeto, toma la bolsa que está puesta sobre la cama que ocupa casi todo el espacio en la habitación de aquel hotel de paso ubicado en la calle 4 con carrera 13 de Bogotá, y los guarda. “Todas sus pertenencias son su habitación, este es su clóset, es todo lo que él tiene. A diferencia de las personas que tienen mucho, esta es su vida”, dice Orlando. Luego le grita a Julio César, un habitante de calle que después de siete meses se está duchando en el baño de ese cuarto:
—¡No le boté nada de lo que tenía en los pantalones! —¡Listo, mi profe! ¡Ya casi salgo! —Déjeme verlo, sin pena. —Orlando se levanta del piso y abre la puerta del baño—. Todavía le falta ahí atrás. Restriéguese bien, fresco. Orlando Beltrán o el Señor Bronx, como muchos le dicen, es un hombre moreno, con unas entradas profundas en su pelo negro que forman la parte superior de un corazón. Casi siempre va vestido con una chaqueta verde neón, jeans a los que parece que por su baja estatura siempre les sobrara algo de tela, lentes de marco negro y grueso, una mochila y un botiquín.
Orlando Beltrán recorre Bogotá para auxiliar a los habitantes de calle. Foto: Cody Weddle.
Lleva 16 años sirviendo a los habitantes de calle en El Banquete del Bronx, su fundación. Los conoce como si fueran sus propios hijos. Sabe lo que necesitan, lo que quieren, cómo ayudarlos y dónde encontrarlos. Ellos se emocionan cuando lo ven, lo tratan como a un familiar y él se siente completo cuando recibe su agradecimiento. Por eso, decidió celebrar su cumpleaños número 41 junto al de un habitante de calle. “Mi regalo de cumpleaños es verte feliz a ti en el tuyo”, le dijo a Julio César después de que este le agradeciera por el plato de mojarra frita y la torta de chocolate que se acababa de devorar. “Él es muy servicial con uno. Es una bendición que me encontré en el camino hace como dos años. Casi nadie se sabe el nombre de uno, ni dónde vive. Él nos abraza sin el miedo que muchas veces le tiene la gente a uno por cómo nos vemos. El profe es... ¡Ush! Un bacán”, dice Julio César. ***
Orlando y sus compañeros duraron tres horas buscando a Julio César para darle una sorpresa. Él no aparecía por ningún lado, pero el Señor Bronx insistía en que lo iba a encontrar. Se negaba a festejar su cumpleaños de otra manera. Bajó al caño de la calle 40 con habilidad, sin miedo, sin asco, de un brinco y en un hueco de desagüe se asomó y gritó una y otra vez: “¡Julio César, levántese!”. No lo vio. No solo por la oscuridad dentro de aquel agujero, sino porque el sol apenas se comenzaba a despertar. Eran las 5:30 de la mañana. Entonces, pidió que le pasaran la linterna del celular, pero fue inútil, porque Julio César no estaba. —Ese debe estar por aquí, porque esa es su casa. Seguro no se quiere bañar, yo me los conozco —dijo Orlando. —Fijo está enrumbado y no pasó la noche aquí —le contestó Juan David Duarte, voluntario de El Banquete del Bronx. Un rato después, el payaso encargado de amenizar el cumpleaños ya tocaba el tambor con desánimo, casi que por inercia. Orlando se acercó y le dijo: “Póngase alguito ahí en el parlante. Vamos a ponerle energía a esto”. Una melodía empezó a sonar e inmediatamente el cuerpo de Orlando comenzó a moverse: dos pasos cortos hacia adelante y dos hacia atrás. Las manos empuñadas mientras los brazos se movían como los de un marchista olímpico, pero siempre al ritmo de los tambores que marcaban el compás de aquella canción. Marco González, o el payaso Requeñeques, que conoce a Orlando hace unos cuatro años, los mismos que lleva trabajando en El Banquete del Bronx, afirma: “Él es siempre buena energía, con la batería puesta las 24 horas. Siempre en estas acciones es el primero que llega y el último que se va. Siempre con la disposición, la calma y la escucha, que es lo importante”. Cuando la música dejó de sonar y solo quedaba el ruido de los carros que pasaban por la avenida Caracas, Orlando se fue a caminar por los alrededores del caño a buscar a Julio César. Lo hizo una, dos, tres y hasta cuatro veces; en algunas ocasiones solo, en otras con sus compañeros. En la última vuelta, a unas seis cuadras del lugar, pasó al lado de una panadería y dijo: “Me recuerda las panaderías tradicionales, como las que había cuando yo vivía por El Campín”. Entonces recuerda que fue en ese barrio donde vio por primera vez, y sin saberlo, lo que se convertiría en el centro de su vida. Estaba pequeño todavía, pero recuerda que su madre llevaba a los niños de la calle a su casa, los bañaba y les ponía la ropa de él y de sus hermanos. Eso le fastidiaba, le despertaba los celos y decía: “¡Uy, no, pero para qué
le da nuestra ropa a ese gamín!”. A Orlando no le gustaban aquellos niños. ***
El apartamento del Señor Bronx queda en Chía. Es pequeño, iluminado, acogedor; perfecto para su vida de soltero. Tiene una cocina abierta, un comedor, una sala con televisor, dos baños y dos cuartos. Está lleno de detalles. Todo escogido por él. Le genera satisfacción tenerlo decorado y limpio, porque es su sitio de descanso después de sus largos viajes de voluntariado. Ese gusto por tener un lugar agradable empezó cuando tenía 17 años y se fue de su casa a vivir solo.
—Quería independizarme. Estaba terminando el colegio y empecé a trabajar con mis hermanos en las casas de cambio de dólar; ya tenía mi propio sueldo y me fui a vivir a la 142 con autopista. Ahí pagaba un apartamento que me valía como 500.000 pesos. La típica, que uno hace con un colchón que compré en la esquina y unas cobijas. Ya, eso era todo. Pero luego empecé a comprar mis vainas: que el televisor, que la cama, que aquí caben unas copitas de vino, que el vino… Siempre me ha gustado tener armonía en mi casa.
—¿Y después la universidad? —pregunto. —Tres semestres de economía en la Sabana y dejé el estudio por dinero. Uno se deja llevar —ríe—. Ya estaba ganando en la casa de cambio y me ocupaba mucho tiempo. Ese fue mi primer negocio, ya después la inmobiliaria que tengo y de la que he vivido casi siempre. Orlando se acomoda y endereza su cuerpo, que empezaba a escurrirse en el sofá. Debajo de su chaqueta se asoma el logo de la camiseta que lleva puesta: Emaús. —¿Hiciste el retiro de Emaús? —pregunto. —Sí, todavía me hablo por ahí con mis compañeros. Ven y te muestro. Se levanta y se dirige al mueble que queda justo al lado de la entrada de su apartamento. Hay una Biblia abierta en el centro de la repisa y, detrás de ella, una foto de cuando estuvo en el retiro espiritual. —Aquí estoy con mis compañeros —señala. Pero luego la atención de Orlando se va hacia aquellas fotografías que se encuentran a los lados: un retrato de su mamá joven y dos más en las que él la acompaña. Una de esas es el último recuerdo congelado en el tiempo que tiene con ella, antes de que muriera. Toma ese portarretrato y pasa su dedo con delicadeza sobre el rostro de su madre, ya envejecido, como si la acariciara. Y en el vidrio que protege la fotografía queda dibujada su huella. —Fue difícil, muy duro. Pero también ella descansó. Y a mí hacer servicio en El Banquete del Bronx me hizo llevar más tranquilo el duelo, porque ella fue quien nos enseñó todo esto, entonces esto es seguir con su legado —dice Orlando mientras su mirada se queda fija en la nada. ***
Las rastas de Julio César empiezan a caer en el piso. Él se mira en el espejo, pero no dice nada. Con el índice se toca el tabique, bastante desviado por un golpe que alguna vez le dieron en la calle, como si tratara de asegurarse de que sigue siendo el mismo. Parece que no se reconoce. Luego mira hacia el piso donde reposa casi la mitad de su pelo. Orlando cierra la puerta de la habitación. —¡Me lo deja bien gomelito! —le dice al peluquero. —¿Podemos ver? —pregunto.
A su fundación El Banquete del Bronx se han unido voluntarios que le ayudan en sus recorridos por las calles de la ciudad. Foto: Cody Weddle.
El Señor Bronx comenzó esta labor hace 16 años y desde entonces no se ha detenido
—Lo que pasa es que este momento es muy íntimo para él. Le están quitando parte de su cuerpo. Se está desprendiendo de cuatro años de pelo, cuatro años de su vida. Él está como entre feliz y nostálgico por eso. Hay que dejar que lo procese. Orlando camina por el pasillo, se para al frente de la ventana y saca su cuerpo por ella. Habla con Juan David, que está cuidando el carro. Luego regresa y charla de cualquier cosa, cuenta anécdotas de las personas que lo ayudan, de los que ellos ayudan. La conversación gira y se vuelve un tanto más personal. Habla de su soledad, de que le gustaría encontrar a una mujer que lo acompañe en todo esto. Entonces sus labios, antes arqueados hacia arriba, se esconden dentro de su boca, y su nariz se expande un poco más de lo normal. Parece que quiere suspirar, pero el aire que toma no es suficiente.
El Señor Bronx sabe que lleva un estilo de vida agitado. Viaja durante varios días a alguna ciudad de Colombia para ayudar a habitantes de calle y luego regresa a su casa, donde se queda algunas semanas mientras vuelve a viajar. Pero, claro, en ese tiempo de “descanso” tampoco se queda quieto. “Él es muy camelloso. Siempre cuando lo veo está de afán. Cuando yo lo voy a motilar siempre dice: ‘Hágale, hágale’, así apurado. Casi siempre lo motilo en la noche, a las nueve o diez. Él vive ocupado y apurado”, cuenta Alexánder José, el barbero de Orlando desde hace siete meses.
Dos días antes, en su apartamento, Orlando me había contado que su casa es su santuario, porque cuando viaja duerme al lado de las ollas de cada ciudad y eso es desgastante, pero que desearía algunas veces llegar a casa y tener compañía, alguien con quien comer, con quien hablar, “tener un abrazo”. Luego agrega: “Algún día llegará”. Y su dentadura imperfecta, llena de grietas, se asoma; Orlando sonríe. ***
En la parte de atrás del Renault gris del Señor Bronx siempre hay algo para entregar a los 17.000 habitantes de calle que hay en Bogotá. Esa es la cifra que Orlando señala, no los 9.538
que dicen los registros oficiales para el 2019. “Los del censo creen que me van a engañar a mí, que me la paso en las calles”. Lleva cepillos y pasta dental, jabones, comida, ropa, flores y lo necesario para curarles las heridas. “Yo salgo preparado. Quiero que tengan una vida más digna”. Porque de eso se trata la fundación El Banquete del Bronx, de rehabilitar a los habitantes de calle en condición extrema, alimentarlos, bañarlos, cuidarlos, “darles el amor que no tienen y que a algunas personas se les olvida que se merecen. Es recordarles que son seres humanos como todos nosotros y ayudarlos a salir de allí”, dice Orlando. —¿Y no te causa impresión ver las heridas? —No. Hay personas que tienen heridas con mucho pus por diabetes y se suben la ropa y nadie quiere lavarlas con suero ni nada, pero a mí no me da impresión. Me relajo, lavo la herida, llevo suficientes gasas, limpio muy bien y dejo crema con antibiótico. Y entonces no solo se cura, sino que el corazón de esa persona sabe que alguien lo valora, lo quiere, y que no le va a dar asco volverlo a hacer.
Esto que Orlando hace estuvo determinado por una escena en su niñez, a la que su memoria recurre constantemente: murió un habitante de calle cerca de donde él vivía y nadie se quería acercar porque alrededor de su cuerpo había muchas heces. “Ni siquiera la Policía ni los de Criminalística, que eran unas gallinas también”, dice Orlando. Entonces, su mamá llevó unos baldes con agua y jabón y empezó a limpiar. Todos la miraban impresionados porque no demostraba ni un poco de asco. “Ella lo hizo como si nada y dijo: ‘Bueno ahora sí, atiendan al señor’. Entonces, cuando veo cosas que pueden impresionar a otros, yo me acuerdo de ese servicio que ella hizo por alguien que ni siquiera tenía vida y lo hago de una”. Juan David Duarte, amigo de Orlando desde hace 11 años, cuenta: “Él desde que se levanta piensa en sus habitantes de calle y normalmente se cuestiona por qué las personas con dinero, con poder, con empresas, no colaboran a la acción social en Colombia. Causa impotencia, causa tristeza que haya personas tan injustas, tan crueles.
Muchas veces las mismas familias de los habitantes son los que se encargan de hacer el papel de tiranos con ellos. Pero hay algo que le compensa a Orlando lo que hace: una sonrisa, una lágrima. Hay más de eso que deja que el corazón se llene de orgullo. Por eso él es así”. ***
Un grupo de siete voluntarios camina detrás de Orlando. Todos jóvenes, inexpertos, siempre a la espera de sus indicaciones. Llevan avena, galletas y Frutiño para repartir a los habitantes de calle. Él camina con seguridad, como si fuera el dueño de las calles. En su mano derecha carga un botiquín porque “uno nunca sabe con qué se va a encontrar”. Llegan a donde un habitante que vive debajo de un puente y todos se quedan de pie, inmóviles, para contemplar la escena. Orlando es el único que se agacha para quedar a la altura del señor. No solo llegó a darle comida, sino a escucharlo. Durante el recorrido, Orlando les iba diciendo: “Aquí vive Óscar”, “Aquí duerme alguien”, “Nadie, ninguna persona merece vivir así”, “Esto es lo que nadie ve”. Es como si les estuviera dando una lección de cómo se mueve la vida en las calles de Bogotá y cómo tratar a sus habitantes. Todos escuchan, porque si alguien es experto en el tema, es Orlando. “Yo nunca había visto alguien que tratara a los habitantes con tanta dedicación y amor. Son su familia”, asegura Mateo Díaz, uno de los voluntarios, mientras su cuerpo, todavía rígido, trata de asimilar la dureza de la vida en las calles.
Y es que con Orlando siempre es así. Quien lo ve por primera vez se impresiona. Unas horas antes había sacado su celular para mostrarles a los voluntarios un video, y a una de las voluntarias, que no había visto algo parecido antes, se le aguaron los ojos. La secuencia mostraba cómo hace dos años el Señor Bronx llegó al centro de Bogotá. Allí estaba Fabián, un habitante de calle al que le cayó ácido durante una protesta y le deformó la cara. Difícilmente se lograba diferenciar la expresión de su rostro hinchado, lleno de arrugas; ni siquiera se le veían los ojos. Estaba tirado en el piso con sus piernas recogidas, sin camisa. Tan solo con una chaqueta delgada puesta sobre los hombros en la que buscaba algo de calor. —Voy a conseguirte una silla de ruedas —le prometió Orlando, y enseguida le preguntó—: ¿Y qué tal si en estos días te traigo el peluquero? —También —le respondió Fabián con una voz grave y áspera. —¡Ufff!, ahora sí me comprometí con Fabián —le dijo Orlando como si le hablara a un niño al que se le acaba de prometer un dulce si se porta bien—. Voy a traer al peluquero, la silla de ruedas y al médico. ¡Ah, y ropa ahorita! Orlando echó una crema sobre sus guantes, se agachó y se acercó a él. Le quitó la chaqueta que apenas lo arropaba y empezó a frotarla sobre su espalda y hombros. Luego, sacó una camiseta blanca de la Selección Colombia y se la puso, como la madre que viste a su bebé recién nacido con el mayor de los cuidados para no lastimarlo: primero metió su cabeza y después cada brazo, para enseguida ponerle un abrigo y, por último, una chaqueta de jean. Cuando Fabián ya estaba vestido, Orlando tomó un pañito húmedo y le limpió la nariz, pausado, con cautela, así como el resto de su cara. Así son los días del Señor Bronx. Esa es su vida porque si algo tiene claro es que “el amor es fundamental para que una persona salga de la calle”, dice. Y entonces su mano derecha traza una línea horizontal e invisible frente a él; parece que dijera: “No hay otra salida”.