Gabriela Y EL TRABAJO Escritos 1906-1954
Gabriela Y EL TRABAJO Escritos 1906-1954
Gabriela y el trabajo. Escritos 1906-1954 es una publicación de la Dirección del Trabajo Registro de Propiedad Intelectual: 257399 ISBN (papel) 978-956-9661-14-3 ISBN (web) 978-956-9661-15-0 Christian Melis Valencia Director del Trabajo Carolina López Inostroza Jefa Oficina de Comunicaciones Institucionales Concepto editorial y edición a cargo de María Eugenia Meza Basaure Diseño de Ximena Milosevic Díaz Impresión Andros Impresores Dirección del Trabajo Agustinas 1253 www.direcciondeltrabajo.gob.cl @DirecDelTrabajo Facebook.com/direcciondeltrabajo Santiago de Chile, septiembre de 2015
Índice
Más allá de la ley “Empecé a trabajar en una escuela...” Palabras sobre palabras La instrucción de la mujer, 8 de marzo 1906 Nuevos horizontes a favor de la mujer, 21 de febrero de 1919 El título es comprobación de cultura, s/f, circa 1920 La mala caridad, s/f, circa 1920 Oración a los obreros, 29 de mayo 1921 El grito, 17 de abril 1922 Gabriela Mistral y la Reforma Educacional Mejicana I, 1923 Una nueva organización del trabajo I, 12 de junio 1927 Una nueva organización del trabajo II, 19 de julio 1927 Sentido del oficio, mayo de 1927 Sobre el oficio, junio de 1927 El alma en la artesanía, agosto de 1927 Discurso pronunciado en una cárcel de Puerto Rico, 1931 El sentido de la profesión, 27 de mayo 1931 Notas autobiográficas, 1933 Testimonio de una sudamericana, 1938 Hija del cruce, 1942 Palabras para la Universidad de Puerto Rico, 1948 Mensaje para los jóvenes universitarios, 16 de diciembre 1948 El oficio lateral, 1949 Recado sobre el trabajo de la mujer, s/f, 40 al 50 Fiesta del Trabajo, s/f 1940/1950 Discurso Día Internacional de la Mujer, s/f, 40 al 50 Saludo para Chile, 1 de septiembre 1954 Discurso en La Moneda, 8 de septiembre 1954
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“Me hice escuelera porque no existía otro trabajo digno y limpio al cual acudiese una joven de quince años en esos umbrales del siglo veinte”. Foto: Coquimbito (Los Andes) circa 1906.
Más allá de la ley
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A simple vista, quizá pueda parecer curioso que una institución como la nuestra, destinada a velar por el cumplimiento de la normativa laboral, haya hecho el esfuerzo por editar esta compilación de textos en que nuestra Premio Nobel de Literatura Gabriela Mistral se refiere al trabajo. Sin embargo, esta circunstancia no debería ser de extrañar. Porque detrás de cada ley hay un derecho o un bien jurídico que esa norma busca tutelar. En el caso nuestro, son varios los protegidos –empleo, maternidad y derechos parentales, salud y seguridad de los/as trabajadores, entre otros– aunque podría decirse que el derecho al trabajo decente engloba todos los anteriores. Y, sin ser una experta laboralista, Mistral observó el mundo del trabajo que la rodeaba con ojos que buscaron justamente dichos valores, resumidos también en los conceptos de humanidad y justicia social. Reparó en las contradicciones y en las tensiones existentes por entonces, no solo en Chile sino en América Latina, y concibió el trabajo como aquel que dignifica a quien lo ejerce, que le da la oportunidad de ingresos dignos y de protección social. Aspiraciones de la gente, que aún hoy siguen siendo válidas. Pero también fue capaz de ver la dimensión ética que debe animar toda acción laboral. No se detuvo solo en los derechos, sino también en el espíritu que hace trascendente toda tarea. Por eso nos pareció valioso recoger sus palabras –algunas de ellas inéditas– en este volumen que refleja su preocupación por instaurar un mundo mejor desde todas las esquinas de él; desde todos los protagonistas. De allí que sus palabras
Hemos podido llegar a estos textos –y a las fotos de la poeta– gracias al magnífico apoyo de Pedro Pablo Zegers, conservador del Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional, quien también prologa este libro. Igualmente queremos expresar nuestro reconocimiento al hermano franciscano Jaime Campos, quien cedió a nombre de su orden los derechos de estos textos. Agradecemos el esfuerzo y la dedicación de ambos, por conservar y estudiar el legado mistraliano, a la vez que difundirlo y, por cierto, valoramos la voluntad de la Biblioteca Nacional y la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos por conservar este acervo. Esperamos que esta edición muestre un aspecto más de la personalidad e intereses de la gran mujer, pensadora y artista que fue Gabriela Mistral. Christian Melis Valencia Director del Trabajo
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estén más allá de la ley: se enraízan en la profundidad ontológica de la vida laboral.
“Empecé a trabajar en una escuela …”
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Si hay alguien que puede hablar con propiedad sobre el trabajo, esa persona es Gabriela Mistral. Jerónimo Godoy Villanueva, padre de Lucila Godoy Alcayaga (nombre legal de la poeta) abandona el hogar cuando su hija apenas contaba con tres años de edad, y del sustento de la casa se hace cargo su hermana, Emelina, quien ejerce como preceptora y con algunos encargos de costura que ejecutaba en la casa doña Petronila Alcayaga (madre de Lucila). Años más tarde, con apenas 14 años y sin una formación escolar completa, la niña debió asumir la misma tarea de su padre para llevar el sustento de los suyos. “Empecé a trabajar en una escuela de la aldea llamada Compañía Baja a los catorce años, (1904) como hija de gente pobre y con padre ausente y un poco desasido. Enseñaba yo a leer a alumnos que tenían desde cinco a diez años y a muchachones analfabetos que me sobrepasaban en edad. A la Directora no le caí bien. Parece que no tuve ni el carácter alegre y fácil ni la fisonomía grata que gana a las gentes. Mi jefe me padeció a mí y yo me la padecía a ella. Debo haber llevado el aire distraído de los que guardan secreto, que tanto ofende a los demás... “…A la aldea también le había agradado poco el que le mandasen una adolescente para enseñar en su escuela. Pero el pueblecito con mar próximo y dueño de un ancho olivar a cuyo costado estaba mi casa, me suplía la falta de amistades. Desde entonces la naturaleza me ha acompañado, valiéndome por el convivio humano; tanto me da su persona maravillosa que hasta pretendo mantener con ella algo muy parecido al coloquio... Una pagana congenital vivo desde siempre con los árboles, especie de
Se incorporaba así la joven Lucila al magisterio, tarea que realizaron su padre, su hermana y varios de sus más cercanos. En este trabajo, salvo el breve tiempo en que ejerce como inspectora del Liceo de Niñas de La Serena; permanecerá hasta fines de 1922, cuando deja la docencia para incorporarse como asesora de la reforma educacional que realizaba el gobierno mexicano por aquellos años, y a la cual fue invitada a colaborar por el secretario de Educación de ese país, el poeta José Vasconcelos. “Mis veinte años de servicios fiscales, se reparten así: dos años y medio de maestra primaria, en las aldeas de la provincia de Coquimbo llamadas La Compañía y Cerrillos y en Barrancas, cerca de Santiago, y diez y ocho años de profesora secundaria, de inspectora primera y de inspectora general en los Liceos de Traiguén, Antofagasta, Los Andes, Punta Arenas, Temuco y Santiago. Entre los años de La Compañía y de Cerrillos, hay uno en el cual trabajé como secretaria del Liceo de La Serena”. (Autobiografía). “… me quedé sin Escuela Normal por fuerza no por gusto y gana; la vieja chilenidad me la quitó me dejó sin ella, me la quitó a pesar de lo dadivosa que he sido para dársela a unas tres mil mujeres más o menos”. Este es un panorama, muy general, de lo que es el ingreso de Lucila Godoy Alcayaga al mundo del trabajo, específicamente en el magisterio. No nos hemos
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trato viviente y fraterno: el habla forestal apenas balbuceada me basta por días y meses”. (“El oficio lateral”).
detenido en su labor diplomática, que viene en reemplazar a la magisterial desde 1932, cuando ingresa al Servicio Consular de Chile, y que solo termina con su muerte, ocurrida en Nueva York, el 10 de enero de 1957. Gabriela desempeña esta otra actividad, con mucho profesionalismo y vocación de servicio hacia su país, siendo una de las más importantes representantes de Chile en el extranjero, donde destacaron su gran estatura intelectual y condición de poeta reconocida a nivel internacional, lo que le valió en 1945 ser galardonada con el premio Nobel de Literatura.
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Pero Gabriela se preocupó, y dejó numerosos escritos acerca del trabajo, su organización y otros matices y no estuvo ajena a las desigualdades. Asimismo, apeló siempre a las condiciones en que se desarrollaban los trabajos en su tiempo, y a la necesidad de que la mujer efectuara tareas acordes con su condición fisiológica. Es decir, que fuese compatible desde el punto de político y emocional a la vez. Feminista sí, pero a su manera, muy distinto a lo que podría pensarse de una intelectual de su tiempo: “La nueva organización del trabajo, tendría por base el concepto de que la mujer debe buscar oficio dentro del encargo que trajo al mundo. Ahora diré qué cosa es para mí este encargo que está inscrito en todo el cuerpo. La mujer no tiene colocación natural –y cuando digo natural, digo estética–, sino cerca del niño o la criatura sufriente, que también es infancia, por desvalimiento. Sus profesiones naturales son las de maestra, médico o enfermera, directora de beneficencia, defensora de menores, creadora en la literatura de la fábula infantil, artesana de juguetes, etcétera...”. Como se puede advertir, no es el feminismo tradicional al que se refiere Gabriela Mistral. Y pone énfasis, sobre todo al referirse a los que ella considera los oficios ‘propios’ de la mujer, en que no necesita “…dar el salto hacia los oficios masculinos por la pura bizarría del salto, ni por el gusto insensato de la justa con el hombre (…). Convidarla a caer sobre las tiendas del trabajo masculino, es una necedad o una malicia”. Igualdad de términos; salarios equitativos ante el mismo tipo de trabajos para hombres y mujeres; necesidad de sacar del mundo del trabajo a los niños y
hacerlos vivir una infancia plena, en fin, muchos son los tópicos que Gabriela abordó acerca de este tema. Lo que importa destacar es que muchas de estas reflexiones mantienen una real vigencia y, qué duda cabe, serían un real aporte a la sana convivencia entre quienes forman parte de esta actividad tan cotidiana, pero tan importante a la vez, que resulta ser el mundo del trabajo. Podríamos extendernos demás, porque el tema para Gabriela fue muy importante, pero dejemos que quien lea advierta la valía de estas reflexiones.
Pedro Pablo Zegers Blachet Conservador Archivo del Escritor Biblioteca Nacional de Chile
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Con todo, esperamos que esta selección de escritos, tan lúcidos y en muchos sentidos tan actuales, sean iluminadores y sirvan de modelo para quienes tienen en sus manos la toma de decisiones, y el desarrollo de políticas públicas y también privadas en relación con esta materia.
Palabras sobre palabras
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Primera mitad del siglo pasado. Los años que cruzan estos textos, constituyeron décadas duras para los trabajadores en Chile; pero también corresponden a las que vieron surgir sus organizaciones. La modernidad entraba en el panorama nacional; pero, junto con la esperanza trajo de la mano el ahondamiento de la explotación. Centenares de familias emigraron del campo a Santiago, o del sur a las salitreras, buscando mejores condiciones, una puerta de salida de la acuciante pobreza. En cambio, encontraron condiciones subhumanas de habitación y de trabajo; jornadas laborales interminables; cuchitriles donde el calor de las máquinas los enfermaban; piezas en conventillos insalubres. Pocos centavos de retribución, represión frente a sus demandas. Por otra parte, y ya desde mediados del siglo XIX, la ampliación del Estado implicó la creación de muchos puestos de trabajo que dieron pie a la formación de una incipiente clase media que fue creciendo hacia los 50 del siglo siguiente. Profesores y empleados públicos, a mediados de la centuria e incluso antes, son protagonistas también de esta historia. Entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, surgieron las mutuales y las sociedades de resistencia. Hombres y mujeres se integraron a ellas buscando defenderse de injusticias y apoyarse entre todos. Luego vinieron los sindicatos y las federaciones que pretendieron mejorar condiciones. Luis Emilio Recabarren y Belén de Zárraga recorrieron Chile, sobre todo el norte, arengando a los trabajadores, sus mujeres y las obreras. El ánimo de lucha y de organización del proletariado prendió como
paja seca. Entre 1900 y 1915, las huelgas se hicieron cada vez más generalizadas. La organización de los trabajadores había comenzado… y la represión a su movimiento, también. La metralla oficial se ensañó en Iquique, durante los sucesos de la Escuela Santa María. Y no solo ahí. También en Santiago.
Son décadas de transición entre un movimiento que asumía muchos de los principios y formas de acción del anarquismo hacia un sindicalismo legalizado y normalizado y, según la historiografía actual, cooptado por el Estado. Huelgas, represión y organización –también divisiones, fisuras, tensiones entre los partidos populares– van de la mano en estos largos años en que Chile trató de surgir también como país, como cuerpo institucional. ¿Qué posibilidades había de reflexionar, por entonces, sobre el sentido profundo del trabajo y su ética? Pocas. En medio de la urgencia, solo se ven las urgencias. Los textos de Gabriela, así, son un raro cuerpo de ideas que se elevan sobre el día a día para pensar la vida laboral desde otros ángulos. No se trata de que Mistral fuera ajena a las injusticias. Sabemos que las vivió en carne propia y que las observó desde siempre. Pero estos textos van más allá, más adentro y, por eso mismo, pueden resonar también hoy. María Eugenia Meza Basaure Editora Dirección del Trabajo
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Pese a los intentos de marginar la pobreza –Benjamín Vicuña Mackenna había trazado en el Santiago del siglo XIX un círculo tras el cual debieron instalarse los pobres con sus olores y sus miserias–, tan intenso era el drama que la “buena” sociedad no pudo obviarlo y –ya sea por culpa o por conciencia– permeó ciertas mentes de la clase dominante, quienes empezaron a hablar de “la cuestión social”. “Cuestión social” que traía consigo el drama y la lucha. Entre 1915 y 1924 surgieron las primeras leyes laborales, Chile entró a la recién creada OIT. Pero no bastó: las desigualdades e inequidades eran demasiadas. En febrero de 1934, una huelga ferroviaria paralizó Chile y dio pie, dos años después, a la formación de la primera central única de trabajadores, la Confederación de Trabajadores de Chile.
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La instrucción de la mujer
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r “Se ha dicho que la mujer no necesita sino una mediana instrucción; y es que aún hay quienes ven en ella al ser capaz sólo de gobernar el hogar”. Foto portadilla: Los Andes, 1914. Foto enfrente: Los Andes, circa 1914.
Retrocedamos en la historia de la humanidad buscando la silueta de la mujer, en las diferentes edades de la Tierra. La encontraremos más humillada y más envilecida mientras más nos internamos en la antigüedad. Su engrandecimiento lleva la misma marcha de la civilización; mientras la luz del progreso irradia más poderosa sobre nuestro globo, ella, agobiada va irguiéndose más y más. Y, es que a medida que la luz se hace en las inteligencias, se va comprendiendo su misión y su valor y hoy ya no es la esclava de ayer sino la compañera igual. Para su humillación primitiva, ha conquistado ya lo bastante, pero aún le queda mucho que explorar para entonar un canto de victoria. Si en la vida social ocupa un puesto que le corresponde, no es lo mismo en la intelectual aunque muchos se empeñen en asegurar que ya ha obtenido bastante; su figura en ella, si no es nula, es sí demasiado pálida. Se ha dicho que la mujer no necesita sino una mediana instrucción; y es que aún hay quienes ven en ella al ser capaz sólo de gobernar el hogar. La instrucción suya, es una obra magna que lleva en sí la reforma completa de todo un sexo. Porque la mujer instruida deja de ser esa fanática ridícula que no atrae a ella sino la burla; porque deja de ser
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esa esposa monótona que para mantener el amor conyugal no cuenta más que con su belleza física y acaba por llenar de fastidio esa vida en que la contemplación acaba. Porque la mujer instruida deja de ser ese ser desvalido que, débil para luchar con la Miseria, acaba por venderse miserablemente si sus fuerzas físicas no le permiten ese trabajo. Instruir a la mujer es hacerla digna y levantarla. Abrirle un campo más vasto de porvenir, es arrancar a la degradación muchas de sus víctimas. Es preciso que la mujer deje de ser mendiga de protección; y pueda vivir sin que tenga que sacrificar su felicidad con uno de los repugnantes matrimonios modernos; o su virtud con la venta indigna de su honra. Porque casi siempre la degradación de la mujer se debe a su desvalimiento. ¿Por qué esa idea torpe de ciertos padres, de apartar de las manos de sus hijos las obras científicas con el pretexto de que cambie su lectura los sentimientos religiosos del corazón?
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¿Qué religión más digna que la que tiene el sabio? ¿Qué Dios más inmenso que aquel ante el cual se postra el astrónomo después de haber escudriñado los abismos de la altura? Yo pondría al alcance de la juventud toda la lectura de esos grandes soles de la ciencia, para que se abismara en el estudio de la Naturaleza de cuyo Creador debe formarse una idea. Yo le mostraría el cielo del astrónomo, no el del teólogo; le haría conocer ese espacio poblado de mundos, no poblado de centellos; le mostraría todos los secretos de esas alturas. Y, después que hubiera conocido todas las obras; y, después que supiera lo que es la tierra en el espacio, que formara su religión de lo que le dictara su inteligencia, su razón y su alma. ¿Por qué asegurar que la mujer no necesita sino una instrucción elemental?... Firmado aún como Lucila Godoy y Alcayaga Especial para el diario La Voz de Elqui Vicuña, jueves 8 de marzo de 1906
“Es preciso que la mujer deje de ser mendiga de protección”. Foto arriba: Empleada de familia. Última Esperanza, Magallanes, 1910. Foto enfrente: Los Andes. Con Isauro Santelices, circa 1914.
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Nuevos horizontes en favor de la mujer
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Un grupo de diputados ha presentado a la Cámara un sencillo proyecto de ley de considerable alcance en favor de la mujer, porque le abre nuevos horizontes de trabajo, porque tiende a procurarle un campo de acción más extenso, de acuerdo con sus aptitudes, con sus facultades y con su sexo mismo. Se trata de conceder una considerable rebaja en la patente a aquellas tiendas de género cuyo personal sea femenino en sus tres cuartas partes. La rebaja que, por este capítulo, sufran los Municipios donde se implante esta medida, será compensada con un aumento de la patente que pagan los negocios de bebidas alcohólicas. Nada más justo, más lógico, más natural que este proyecto. Digamos aún que con él se trata de poner término a una verdadera vergüenza para el sexo masculino. ¿No es verdad, en efecto, que los dependientes de tiendas de trapo, que cortan metros de cintas, se muestran peritos en barbas de corsés y en otros adminículos netamente femeninos, están usurpando un puesto, un trabajo, una ocupación que, de derecho, pertenece a la mujer? La prensa se ha ocupado varias veces de estas anomalías; pero sus bien intencionadas indicaciones no han tenido resultado, es bueno que se haga, por ministerio de la ley lo que debió hacerse por la dignidad del sexo.
Diario La Unión Punta Arenas, 21 de febrero de 1919
“...cuando una mujer ocupa un puesto que antes era desempeñado por un hombre, en el acto disminuye el sueldo...”. Foto derecha: Fundación Sociedad Cerro Cordillera, Valparaíso, 1908.
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Lo único que habría que pedir, es que cuando estas ocupaciones sean desempeñadas por mujeres, los patrones paguen los mismos sueldos de cuando eran disfrutadas por los hombres. Porque pasa al respecto una cosa curiosa, que constituye, en el fondo, una injusticia y una iniquidad: cuando una mujer ocupa un puesto que antes era desempeñado por un hombre, en el acto disminuye el sueldo...
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El título es comprobación de cultura
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Yo no tengo el título, es cierto, mi pobreza no me permitió adquirirlo y este delito, que no es mío sino de la vida, me ha valido el que se me niegue por algunos, la sal y el agua. Yo y otros conmigo, pensamos que un título es una comprobación de cultura. Cuando esta comprobación se ha hecho de modo irredargüible, por dieciocho años de servicio y a una labor literaria, pequeña pero efectiva, se puede decir, sin que pedir sea imprudencia o abuso. Usted no conoce mi vida de maestra y yo voy a resumirla en cuatro líneas porque la sé noble de toda nobleza para que no la tome en cuenta: Con la obediencia y el deseo de servir de una empleada pública, accedí a ir a Magallanes, dejando atrás familia y todo, a ‘reorganizar’ el Liceo de Punta Arenas. Un pueblo entero, desde el obrero de la federación hasta los capitalistas pueden decir en qué forma cumplí mi comisión. El Liceo de Temuco se encontraba en un caos de luchas eternas y desorden, cuando el Gobierno me mandó allá. He conseguido llevar a él la paz, verdad es que todas las profesoras son tituladas. Trabajé años antes en una colección de poesías escolares (y trabajo en una de cantos) para los textos de lectura que sirven en todos los colegios. Todo esto es labor escolar, no literaria. Me dice usted en el acápite final de su tarjeta que “no abuse de mi
Carta a destinataria indeterminada S/f., circa 1920 En “Recopilación de la obra mistraliana”. Pedro Pablo Zegers, compilador Ril Editores, 2002
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gloria”. No la tengo, mi distinguida compañera. Si la tuviese, no se me negaría el derecho a vivir, porque una gloria literaria es tan digna de la consideración de un país como una gloria pedagógica, y los pueblos cultos saben estimarla como un valor real, y saben defender a quien la tiene, del hambre y del destierro. No la tengo; pero he contribuido mucho a que en América no se siga creyendo que somos un país exclusivamente militar y minero, sino un país con sensibilidad, en el que existe el arte. Y el haber hecho esto por mi país, creo que no me hace digna de ser excluida de la vida en una ciudad culta, después de dieciocho años de martirio en provincias. Me enterneció su párrafo sobre sus hijos. Usted no quería ir a Temuco, porque no les faltara sol que es la vida. Yo también tengo, compañera, una madre anciana a quien no puedo llevar a los peores climas y a quien no veo, por esto, hace cuatro años. Estoy absolutamente de acuerdo con usted en sus merecimientos para una Dirección; lo estoy desde que, cuando iba usted a ir a Arica, deseé y trabajé porque fuera a Temuco, en mi lugar. Me dolió, como en carne propia, todo cuanto usted sufrió con la anulación de su nombramiento. No sólo es usted una profesora distinguida: es una gran mujer buena, un elevado y puro corazón, y la siento entre la gente privilegiada que ha dado mi provincia: Magallanes, Silva, Mondaca, Molina, García Guerrero, etc. Y esto no lo digo sólo en esta carta: lo he dicho en todas partes y a pesar de las amarguras que para mí ha tenido la campaña por el Liceo 6. Aunque me lo vede mi falta de título del Instituto Pedagógico, como no me lo veda mi corazón que la respeta y la quiere, me digo como siempre su compañera y la saludo muy cordialmente.
“Yo no tengo el título, es cierto, mi pobreza no me permitió adquirirlo y este delito, que no es mío sino de la vida, me ha valido el que se me niegue por algunos, la sal y el agua”. Foto portadilla: Santiago, circa 1920.
La mala caridad
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Mientras viene la justicia a secas, la sabia y divina justicia, no es malo que la caridad sostenga a los pobres, acoja acá a un inválido, una niña allá, una venda suave. Pero limpiemos en una charla de hoy la telaraña de uno de tantos errores nuestros, absurdos, colectivos de criterio monstruoso. No tengamos el miedo de observar y el de deducir, en seguida. Pascal hace en inmensas palabras sencillas la condenación de la falsa justicia. La falsa caridad se le parece: A. es un filántropo. Pertenece a cuantas instituciones restañan oficial y periódicamente aquellas heridas sociales que aparecen a plena luz. En ninguna petición de beneficio, en ninguna corona fúnebre de las que se usan hoy falta su nombre; la cifra de ciertas donaciones suyas deja perplejo al lector de los periódicos, en que siempre se citan. A. ¿es entonces un gran filántropo moderno? No. A. es solamente un falso samaritano. Propietario del edificio de escuela mantiene cien niños en la suciedad, la oscuridad, la fealdad de un pésimo local. El falso concepto que de la caridad tiene toda una sociedad le ha enseñado que eso no es un delito y que lo otro, la cuota fastuosa para los dispensarios es un heroísmo.
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¿Por qué más sencillo, más consciente sobre todo, no renuncia a las donaciones desconcertantes y abre las ventanas, levanta los techos, ensancha los patios que aquellos cien niños necesitan para gozar de la santa luz del sol, y recibir con alegría su pan cotidiano de conocimiento? B. también tiene una formidable reputación de dadivoso. Toca al vicio de la caridad. Goza trabajando en la organización moderna de ella; goza saldando déficit de dispensarios y hospitales. Es como una embriaguez. B. es otro falso profeta. Terrateniente, no hay incitadora tan activa de tuberculosos –¡de degenerados!– que las habitaciones de sus obreros. ¡Curiosa y triste industria la de los dolores de los pueblos y su alivio! ¡Inconscientes como sonámbulos, en los edificios y en los alimentos, en la luz, busca aliviarlos en sus hospitales y en los presidios! Es un horrible experimento de sabio vivisector. Los niños que la escuela del filántropo A. enferma, tampoco hallan al llegar a su casa, que pertenece al justo C., la luz y el aire en la habitación. Quién sabe si las cuotas de las instituciones benéficas son la causa misma de esta aberración. En todo caso la cubren para la moral miope, deformada, de hoy. Ciertos hermanos dan al héroe el desprecio del pequeño acto hermoso, del pequeño acto bueno. Herida su imaginación por la belleza, por lo grandioso, el simple deber no le llama, porque no es capaz de enardecerlo. Y así estos héroes de la caridad, que el llano, el gris cumplimiento de la justicia en su solar, de la solidaridad en su predio no tienta. Eso, o tal vez ese placer de decir y de escuchar la mentira que hay en nuestra carne humana. ¡Nos agrada tanto oírnos llamar lo que no somos! La sed de elevación espiritual que tiene expresiones tan nobles, ¡tan grotescas en los diversos individuos! se satisface en
Temuco S/f., circa 1920 En “Recopilación de la obra mistraliana”. Pedro Pablo Zegers, compilador Ril Editores, 2002
“¡Curiosa y triste industria la de los dolores de los pueblos y su alivio!” Foto página 28: Punta Arenas, Liceo de Niñas. Con Directora y profesoras, 1920.
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nosotras, como en el teatro, con la mentira de nuestras virtudes, y es así, cómo perseguimos en la publicidad del diario o en la de los nombres de artistas, de santos, de hidalgos, que no se han ganado nuestro mezquino corazón de polvo. B. es terrateniente industrial. Sus industrias son falsas como su corazón. Porque el embustero pone su marca en la faena que hace hasta en el beso que da. Los vinos de su viña, las grasas de su elaboración, la leche de sus establos, son descompuestas. B. es algo así como un malhechor de la química. Sus productos envenenan quien sabe a cuántos pueblos. No importa, en nuestros comentarios populares de valores, que divergen, estos delitos no marcan; apenas si los fríos severos los llamarán incorrecciones comerciales. ¿Por qué no somos solamente justos? ¿Obreros vulgares de una solidaridad sin énfasis? Miremos nuestro lote, que es breve, de deberes y cumplámoslo momento a momento. En conjunto, haremos más de lo que héroe del bien hace espasmódica y febrilmente. Limpiando el mundo de la desidia, del abuso, lo limpiamos de toda la miseria que sólo de ellos mana.
Oración a los obreros
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Mis queridos obreros amigos:
“Si un día me necesitan para cualquier acto cultural y me llaman, vendré donde estuviere, a probarles que el único valor social que reconoce mi corazón es el pueblo”. Foto enfrente: Caldera de fundición de bronce, taller de Central Mapocho, 1921.
Vengo por segunda vez hacia ustedes y no creo que sea la última, porque, si un día me necesitan para cualquier acto cultural y me llaman, vendré donde estuviere, a probarles que el único valor social que reconoce mi corazón es el pueblo y que no deseo sino ser una de ustedes. Voy a hablarles de la Cárcel de Temuco; voy a encargarles a los reos como quien encarga hijos, voy a pedirles para ellos, a alegarles por ellos, a llamar a vuestra piedad en favor de ellos. Hace dos o tres meses fui a la Cárcel Pública invitada por un hombre de gran corazón que ha vivido entre ustedes y a quien no se ha sabido apreciar en todo lo que vale: el doctor Bonadona. Nos acompañó también el señor Vice-Cónsul español, interesado, por nosotros más que un nacional. Yo conozco la literatura más dolorosa que existe, la rusa, que es una literatura escrita por el hombre esclavo; yo he leído en Dostoievski, los horrores de la Siberia, blanca de nieve y ribeteada de sangre; he leído a Tolstoi y he escuchado en sus páginas el sollozo del mujik, del campesino ruso; he hallado en Gorki la angustia del vagabundo de la estepa. Y conozco el dolor no sólo en los libros: lo he mirado de
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Antofagasta a Magallanes, en el peón de la pampa, en el inquilino de Aconcagua, en el obrero industrial de Valparaíso. Y conozco el dolor en carne propia, porque mi vida en sus comienzos ha sido tan dura, tan amarga y combatida como la del más infeliz de ustedes. Pero yo no he recibido jamás una impresión más atroz de la angustia y el rebajamiento humano que el que me reservaba Temuco en su Cárcel Pública. Tal vez no vine aquí sino para ver esto y, no me llevo de aquí tristeza mayor que la de dejar tras de mí esta vergüenza infinita. Yo he entrado en una enfermería inmunda donde, en la sombra, apenas se adivinaban los cuerpos postrados de quince hombres echados unos sobre el suelo, tirados los otros en un jergón infeliz. El hedor de la enfermedad, de la letrina abierta y de la humedad hacía retroceder. Cuando ya pude ver mejor, fui mirando caras que sólo se pueden ver en las pesadillas, caras de hambre y de encanallamiento, no moral sino físico, expresiones jamás encontradas afuera, en el mundo de los vivos. Cansancio, hambre, desaliento, una palidez de espectros, unas voces de vencidos, de ex-hombres, la voz que ya no pide, que ni siquiera odia, la voz que sube del absoluto aniquilamiento. Y la misma expresión en la mirada. Ni el brillo del odio, ni el fulgor febril de la ansiedad. ¿Qué se ha hecho con esos hombres que han sido uno de nosotros, que han amado, que han luchado, que han tenido una mujer, un hijo, una madre, para parar en semejante anulación de la naturaleza? Esto: enfermos, no han tenido alimento de enfermos; los reumáticos, duermen sobre el suelo helado; mientras las bestias del campo tienen aire y luz, ellos no la tienen; mientras el desdichado que está libre tiene el hospital, la beneficencia, encuentran a Cristo siquiera una vez en su camino, éstos han sido olvidados, puestos al margen de la piedad humana, al margen del mundo de los vivos. Ni baños, ni la fricción que calme el dolor, ni el sustento que reconforta: solamente la bondad de algunos guardias, que yo quiero desde aquí
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agradecer y mencionar conmovida. Desnudos están varios, sucios todos y todos en un grado tal de aniquilamiento que tres o diez años de vida sana y libre no los salvarían. No me digan ustedes: Son criminales. No pueden decirlo. Piensen que ocho de los quince no saben qué tiempo tienen sus condenas, pues no han sido estudiados sus procesos. Pero imaginémoslos monstruos y sabremos que un mes en ese muladar salda su deuda con Dios, que tal vez bastan ocho días y que llevan años. Yo no sé si Dios nos ha dejado el derecho de privar de la libertad a un hombre; pero aceptemos esto. ¿Nos habrá dejado el derecho de cegar sus ojos sin la luz, de podrir sus pulmones con la humedad, de retorcer sus huesos con el frío, de quebrantar uno a uno sus músculos y, por fin, de matar su alma con el abandono y la desesperación? Piensen, como he pensado yo que existe una ciudad con calles más o menos limpias, con edificios hermosos, una ciudad con escuelas donde se enseña la piedad, con hogares donde se reza el Santo Padre Nuestro al anochecer, una ciudad donde he vivido yo, que me creo cristiana, ustedes que también lo serán, y que tiene en su corazón semejante llaga, semejante lepra en disolución. Piensen que en esta ciudad los días festivos se consumirán quinientos o mil pesos en una noche de borrachera popular o social, o en fiestas para nuestro entretenimiento, o en vanidad para nuestra pretensión, y que con mil pesos de ese sólo día hemos podido vestir a nuestros presos y darles el alimento y la medicina de un mes. Y pensemos que esto que yo he visto no es mal de un año, que posiblemente haga diez o veinte que está ocurriendo esta tragedia silenciosa junto a nuestras casas, sin que nos perturbe el sueño ni nos enfríe la alegría. ¿Es que estamos muy seguros de no caer en el antro y nos reímos del dolor sólo porque nos creemos liberados de sufrirlo? ¿O es que somos como esos cobardes que conocen su herida repugnante [y] la cubren
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para no verla? ¿O es sencillamente que tenemos menos sensibilidad que la última raza esclava, familiarizada con la esclavitud? No es nada de eso, es, solamente, que no hemos visto el muladar y no hemos pesado nuestro delito. No somos malos; somos indolentes. Por indolencia tenemos abandonadas nuestras escuelas, donde se educa la raza, abandonados nuestros caminos que comunican los pueblos para que se conozcan y se amen, abandonadas nuestras cárceles, para que en vez de corregir maten. Esta es la palabra: para que maten. Desde el ladrón que robó una pieza de ropa de cinco pesos hasta el que incendió y asesinó, los hemos echado allí al mismo jergón hediondo, a la misma letrina nauseabunda. Es como si quisiéramos que el malo no se haga en ningún caso mejor y que el perverso se haga monstruoso. Piensen ustedes que solemos medir una palabra, por el temor de que sea excesiva y hiera; que medimos más un golpe, para que no lastime, y que esta sensibilidad no nos ha llevado hasta hoy a pensar que hay reos de reos culpables [sic] de miseria el ochenta por ciento, lo cual también equivale a inocentes; culpables de ignorancia el resto, y que estamos azotando, magullando, arrastrando, exterminando a esta masa de hombres tan diversos, hasta sumirlos en el mismo encanallamiento. El reo enfermo es dos veces reo; de los hombres y de la naturaleza. Nosotros le damos cadena o encierro, y la enfermedad la da lanzadas de dolor, brasas de fiebre. Al reo sano le falta mucho, pero al enfermo le falta, considérenlo, la mano amiga de su mujer, que sostenga su cabeza: la alegría del hijo que levante su ánimo; toda la dulzura y le faltan sus propias fuerzas, su propio cuerpo, que es su enemigo. Hay que dar alimento a esos hombres, alimento adecuado; hay que proporcionarles limpieza; hay que llevarles todas sus medicinas, y hay que visitarlos, porque nosotros los hemos encerrado, los hemos
“Por indolencia tenemos abandonadas nuestras escuelas donde se educa la raza, abandonados nuestros caminos que comunican los pueblos para que se conozcan y se amen, abandonadas nuestras cárceles, para que en vez de corregir, maten”. Foto enfrente: Estibadores de Valparaíso, 1922.
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arrebatado a su hogar y les hemos quitado su familia. Tenemos que serle la madre, la compañera y el hijo. Aprendemos en nuestros colegios lógica y no sé para qué nos sirve si no es para hallar este pensamiento. El Cónsul Español, que no tiene a ningún hombre de su raza en el presidio, ha ofrecido dar fondos de la colonia: alrededor de dos pesos. El médico; que también es extranjero, ha organizado un comité para incrementar esos fondos. Ustedes que son chilenos, hagan el resto. Ustedes, más que las otras clases sociales. Esos infelices son del pueblo, trabajadores del campo u obreros industriales, que se han codeado con ustedes en el taller o removiendo la tierra. No esperen que el Gobierno lo haga todo, ni siquiera un poco, con la situación económica que atraviesa. La representación parlamentaria pidió, generosa, otro local; no lo obtuvo; ahora no queda sino la iniciativa privada. La enfermería está por quedar organizada. Los quinientos pesos que faltan pónganlos ustedes, que salgan de esta querida Casa del Pueblo, de donde yo deseo que surja el Temuco Nuevo, el de la cultura y el de la caridad, que son las dos formas más elevadas del hombre. Que esos reos enfermos sientan en la tibieza de su colchón el amor de ustedes, en la luz que entre y llegue a sus lechos, la mirada de ustedes, en el sustento diario, el recuerdo de ustedes. Hecho esto, acuérdense de los reos sanos. Necesitan talleres, para que la ociosidad no los pudra, como el agua muerta; necesitan lecturas: las niñas del Liceo han iniciado su biblioteca y los pobrecitos ya leen en sus noches, sanas lecturas y hojean revistas; necesitan ropas, y el más pobre no lo es tanto como ellos y puede dar algo: necesitan ser visitados, y una hora de vuestro domingo no os hace falta y podéis dársela. Pueden ustedes dar una velada, dos, tres, para conseguir parte de lo enumerado. Si les puedo servir, vendré de Santiago a tomar parte en ellas y les traeré algún elemento más que nos ayude en el programa.
Discurso ofrecido en la Casa del Pueblo Publicado en diario La Mañana Temuco, 29 de mayo de 1921
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Pero hagan esto. Yo les encargo a los presos como lo más querido que dejo aquí. Los quiero por su dolor, el mayor que he visto; los quiero por la bondad con que acogieron nuestros libros, probándome que tienen alma, aun cuando se las hemos querido matar, y los quiero porque son de aquellos que estarán en el Paraíso antes de cualquiera de nosotros los que no hemos vertido sangre, a causa de la injusticia nuestra y por la justicia del Señor. No es obra de un mes ni de un año. Por eso mismo, empréndanla pronto. Y me despido de ustedes solamente con un HASTA LUEGO. Paseé por su ciudad rápidamente, mal comprendida. Poco bien hice: mucho más quise hacerles. Humilde de condición social como soy, algo puedo servirles desde lejos. Dos noches de comunicación en esta sala nos han unido y yendo de un obrero de Temuco, pudiendo yo atenderlo, cualquier pedido no será como de un amigo [sic]. No hubo tiempo para que me conocieran mejor, pero la vida está delante y rectifica siempre sus errores y llena sus vacíos. Que esta Casa del Pueblo cree la cultura local por medio de la lectura, de la música, de la conferencia; que la prosperidad sea con ella. Quiero agradecer de modo especial al señor don Pedro Prado su generosidad para mí, a la cual debo el hospedaje de esta Casa del Pueblo y quiero señalar también la asistencia honrosa del Visitador de Escuelas, cultísimo caballero educador que desea acercarse al pueblo porque sustenta mis ideales democráticos en la Educación Nacional. A estas personas y a todos ustedes mil veces gracias por la deferencia cariñosa con que me han escuchado.
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El grito
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¡América, América! Todo por ella; porque todo nos vendrá de ella, desdicha o bien. Somos aún México, Venezuela, Chile, el azteca español, el quechua español, el araucano español; pero seremos mañana, cuando la desgracia nos haga crujir entre su dura quijada, un solo dolor y no más que un anhelo. Maestro: Enseña en tu clase el sueño de Bolívar, el vidente primero. Clávalo en el alma de tus discípulos con agudo garfio de convencimiento. Divulga a la América, su Bello, su Montalvo, su Sarmiento, su Lastarria, su Martí. No seas un ebrio de Europa, un embriagado de lo lejano, por lejano y extraño, y además caduco, de hermosa caduquez fatal. Describe tu América. Haz amar la luminosa meseta mexicana, la verde estepa de Venezuela, la negra selva austral. Dilo todo de tu América; di cómo se canta en la pampa argentina, cómo se arranca la perla en el Caribe, cómo se puebla de blancos la Patagonia. Periodista: Ten la justicia para tu América total. No desprestigies a Nicaragua para exaltar a Cuba; ni a Cuba para exaltar a Argentina. Piensa en que llegará la hora, en que seremos uno, y entonces, tu siembra de desprecio o de sarcasmo te morderá en carne propia. Artista: Muestra en tu obra la capacidad de finura, la capacidad de
“Maestro: Enseña en tu clase el sueño de Bolívar, el vidente primero”. Foto enfrente: Trabajadores del salitre, 1920.
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“Industrial: Ayúdanos tú a vencer, o siquiera a detener la invasión que llaman inofensiva y que es fatal, de la América rubia que quiere vendérnoslo todo”. Foto enfrente: Huelga de las funcionarias de los tranvías, 1929.
sutileza, la exquisitez y hondura a la par, que tenemos. Exprime a tu Lugones, a tu Valencia, a tu Darío y a tu Nervo. Cree en nuestra sensibilidad que puede vibrar como la otra, manar como la otra, la gota cristalina y breve de la obra perfecta. Industrial: Ayúdanos tú a vencer, o siquiera a detener la invasión que llaman inofensiva y que es fatal, de la América rubia que quiere vendérnoslo todo, poblarnos los campos y las ciudades de su maquinaria, sus telas, hasta de lo que tenemos y no sabemos explotar. Instruye a tu obrero, instruye a tus químicos y a tus ingenieros. Industrial: tú deberías ser el jefe de esta cruzada que abandonas a los idealistas. ¿Odio al yankee? ¡No! Nos está venciendo, nos está arrollando por culpa nuestra, por nuestra languidez tórrida, por nuestro fatalismo indio. Nos está disgregando por obra de algunas de sus virtudes y de todos nuestros vicios raciales. ¿Por qué le odiaríamos? Que odiemos lo que en nosotros nos hace vulnerables a su clavo de acero y de oro: a su voluntad y a su opulencia. Dirijamos toda actividad como una flecha hacia este futuro ineludible: la América española una unificada por dos cosas estupendas: la lengua que le dio Dios y el dolor que le da el Norte. Nosotros ensoberbecimos a ese Norte con nuestra inercia; nosotros estamos creando, con nuestra pereza, su opulencia; nosotros le estamos haciendo aparecer, con nuestros odios mezquinos, serenos y hasta justos. Discutimos incansablemente, mientras él hace, ejecuta; nos despedazamos, mientras él se oprime, como una carne joven, se hace duro y formidable, suelda de vínculos sus Estados de mar a mar; hablamos, alegamos, mientras él siembra, funda, asierra, labra, multiplica, forja, crea con fuego, tierra, aire, agua, crea minuto a minuto, educa en su propia fe y se hace por esa fe divino e invencible.
¡América y sólo América! ¡Que embriaguez para semejante futuro, qué hermosura, qué reinado vasto para la libertad y las excelencias mayores! Revista Repertorio Americano 17 de abril 1922 Costa Rica
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La reforma educacional mejicana
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Ha sido para la pequeña maestra chilena una honra servir por algún tiempo a un gobierno extranjero que se ha hecho respetable en el Continente por una labor constructiva de educación tan enorme, que sólo tiene paralelo digno en la del gran Sarmiento. No doy a las comisiones oficiales el valor sino por la mano que las otorga, y he trabajado con complacencia bajo el Ministerio de un Secretario de Estado cuya capacidad, por extraña excepción en los hábitos políticos de nuestra América, está a la altura de su elevado rango, y, sobre todo, de un hombre al cual las juventudes de nuestros países empiezan a señalar como pensador de la raza, que ha sido capaz de una acción cívica tan valiosa como su pensamiento filosófico. Será en mí siempre un sereno orgullo haber recibido de la mano del Licenciado señor Vasconcelos el don de una escuela en México y la ocasión de escribir para las mujeres de mi sangre en el único período de descanso que ha tenido mi vida.
“Será para mí un honor haber recibido el don de una escuela en México y la ocasión de escribir para las mujeres de mi sangre en el único período de descanso que ha tenido mi vida”. Foto enfrente: México, 1923.
México, 1923 En “Gabriela y México”. Pedro Pablo Zegers, compilador Ril Editores 2007
Una nueva organización del trabajo I
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A don Pedro Aguirre Cerda, que presentó un proyecto de ley sobre la división del trabajo. La entrada de la mujer al trabajo, este suceso contemporáneo tan grave, debió traer una nueva organización del trabajo. Esto no ocurrió, y se creó con ello un estado de verdadera barbarie sobre el que yo quiero decir algo. Con lo cual empezaré a entregar mi punto de vista sobre el feminismo para aliviarme de un peso. La llamada civilización contemporánea, que pretende ser un trabajo de ordenación material e intelectual, una disciplina del mundo, hasta ahora no ha parado mientes en la cosa elemental, absolutamente primaria, que es organizar el trabajo según los sexos. La mujer ha hecho su entrada en cada una de las faenas humanas. Según las feministas, se trata de un momento triunfal, de un desagravio, tardío, pero loable. No hay para mí tal entrada de vencedor romano. La brutalidad de la fábrica se ha abierto para la mujer; la fealdad de algunos oficios, sencillamente viles, ha incorporado a sus sindicatos a la mujer; profesiones sin entraña espiritual, de puro agio feo, han cogido en su viscosa tembladera a la mujer. Antes de celebrar la apertura de las puertas, era preciso haber examinado las puertas que se
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abrían, y antes de poner el pie en el universo nuevo de las actividades mujeriles había que haber mirado hacia el que se abandonaba. La mujer es la primer culpable: ella ha querido ser incorporada, no importa a qué, ser tomada en cuenta, ser tomada en cuenta en toda oficina de trabajo donde el dueño era el hombre y que, por ser dominio inédito para ella, le parecía un palacio de cuento. No puede negarse que su inclusión en cada uno de los oficios masculinos ha sido rápida. Es el vértigo con que se rueda por un despeñadero. Ya tenemos a la mujer médico (¡alabado sea ese ingreso!); pero frente a esto tenemos a la mujer “chauffer”; frente a la abogado de niños, está la carrilana (obrera para limpiar las vías); frente a la profesora de la Universidad, la obrera de explosivos y la infeliz vendedora ambulante de periódicos o la conductora de tranvía. Es decir, hemos entrado a la vez a las profesiones ilustres y a los oficios más infames o desventurados. Es todo un síntoma de estos tiempos el que en el último “Congreso Internacional Feminista” efectuado en París, haya salido de boca de mujer (y de una ilustre mujer representativa norteamericana) la proposición que dio la prensa francesa de que, “debían abolirse una a una las leyes que, concediendo a la mujer ciertas ventajas en el trabajo, le crean una situación de diferencia frente al hombre”. Esta proposición de un absurdo que supera todo adjetivo, comprende la supresión de la llamada ley de la silla, la supresión de la licencia concedida a la obrera un mes ante y otro después del alumbramiento, etc. La proponente estimaba que si la mujer esquiva cualquier carga masculina, disminuye a la vez su derecho al voto y otras preeminencias legales del hombre. Sus partidarias hablaron de “justicia matemática”, de “lógica pura” y de otras zarandajas. Debates como éste sirven, dentro de su “grotesco”, para deslindar campos, para perfilar ideologías vagas y trozar netamente la doble teoría de las Vírgenes locas y las Vírgenes prudentes de estas asombrosas
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“Yo no deseo a la mujer como presidenta de Corte de Justicia, aunque me parece muy bien en un tribunal de niños”. Foto enfrente: Personal carrocería Chuquicamata, 1928.
asambleas. Hay un lote de ultra amazonas y de walkirias, elevadas al cubo, que piden con un arrojo que a mí me da más piedad que irritación, servicio militar obligatorio, supresión de vestido femenino y hasta supresión de género en el lenguaje… Y hay unas derechas femeninas que siguen creyendo que la nueva legislación debe ser presidida por el imperativo que da la fisiología y que puede traducirse más o menos así: la mujer será igual al hombre cuando no tenga seno para amamantar y no se haga en su cuerpo la captación de la vida, es decir, algún día, en otro planeta, de esos que exploran los teósofos en su astral. Yo no creo hasta hoy en la sonada igualdad mental de los sexos; suelo sentirme por debajo aún de estas “derechas” feministas, por lo cual vacilo mucho en contestar con un afirmativo cuando se me hace por la milésima vez la pregunta de orden: –“Es Ud. feminista?” Casi me parece más honrado contestar con un nó [sic] escueto: me falta tiempo para entregar una larga declaración de principios. Con todo, es conveniente ir haciendo una especie de programa derechista para el feminismo. Yo pondría como centro de este programa el artículo: “Pedimos una organización para el trabajo humano que divida las faenas en tres grupos”. Grupo A: Profesiones u oficios reservados absolutamente a los hombres, por la mayor fuerza material que exigen o por la creación superior que piden y que la mujer no alcanza. Grupo B: Profesiones u oficios enteramente reservados a la mujer por facilidad física o por su relación directa con el niño. Grupo C: Profesiones u oficios que puedan ser servidos indiferentemente por hombres o mujeres. La primera rama sostiene frutos de contraste: el oficio brutal, a la vez que una especie de faena que podría llamarse de dirección del mundo. Aquí quedarían desde el obrero del carbón hasta el Aristóteles, consejero filosófico y político de los pueblos.
El Mercurio Santiago de Chile, 12 de junio de 1927, pág. 4 Fontainebleau, Francia, 1927
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La segunda estaría encaminada a barrer al hombre de las actividades fáciles en las cuales se afemina, pierde su dignidad de varón y aparece como un verdadero intruso. La última rama englobaría varias actividades que es imposible definir como masculinas o femeninas, porque demandan una energía meridiana; éstas no entrañan para la mujer el peligro de agotarse ni para el hombre el de vivir de su oficio grotesco. Yo no deseo a la mujer como presidenta de Corte de Justicia, aunque me parece que está muy bien en un tribunal de niños. El problema de la justicia superior es el más complejo de aquí abajo; pide una madurez absoluta de la conciencia, una visión panorámica de la pasión humana, que la mujer casi nunca tiene. (Yo no diría que jamás la tiene). Tampoco la deseo reina, a pesar de las Isabeles, porque casi siempre el Gobierno de la reina es el de los Ministros geniales. Y siento una verdadera náusea por esos ensayos monstruosos de servicio militar que se hacen en Rusia y que no sé quién busca llevar a la Italia fascista. Esto último, a pesar de Juana de Arco: la pobrecita payesa de Francia, marca con su acción una hora en que el hombre ha debido estar envilecido no sé hasta qué límite. La peor cosa que puede ocurrirle a una mujer de este mundo es representar con su maravilla la corrupción del hombre, su guía natural, su natural defensor, su natural héroe. Es apelar alegatos desesperados o fraudulentos dar el nombre de madame Curie para pedir en seguida [sic] una presidencia de Estado. También es ingenuidad pedir papisas porque existió Santa Teresa, que hubiera contestado con una broma llena de donaire si le hubieran señalado siquiera un cardenalato.
Una nueva organización del trabajo II
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La nueva organización del trabajo, de que he hablado en el artículo anterior, tendría por base el concepto de que la mujer debe buscar oficio dentro del encargo que trajo al mundo. Ahora diré qué cosas es para mí este encargo que está escrito en todo su cuerpo. La mujer no tiene colocación natural –y cuando digo natural, digo estética– sino cerca del niño o de la criatura sufriente, que también es infancia por desvalimiento. Sus profesiones naturales son las de maestra, médico o enfermera, directora de beneficencia, defensora de menores, creadora en la literatura de la fábula infantil, artesana de juguetes, etc. El mundo rico que forman la medicina, las artes y las artesanías que sirven al niño, basta, es perfectamente extenso para que hallen en él plaza todas las mujeres, sólo que de este reino suyo no debe ser desterrada por el hombre, ni sufrir dentro de él competencia suya. No necesita, pues, dar el salto hacia los oficios masculinos por la pura bizarría del salto, ni por el gusto insensato de la justa con el hombre. Cuando se señaló a la mujer como única sede el hogar, tal vez se la provocó con la mezquindad del espacio, como a la ardilla del Parque Zoológico, a que se echase por sobre la valla. Nuestro tiempo puede ofrecerlo, en torno de la exigua cámara primera, diez o doce o quince, levantadas en torno a aquella. Convidarla a caer sobre las tiendas del trabajo masculino, es una necedad o una malicia.
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Una necedad: ella rara vez cumplirá en este terreno extraño trabajo equivalente al del dueño natural. Malicia: en la generosidad súbita con que el hombre ha aceptado la colaboración de la mujer tal vez haya una parte de cálculo: la antigua compañera, cuya mesa él costeaba, se le ha convertido voluntariamente en un jornalero que aporta la mitad del presupuesto económico. Mientras el oficio femenino está regido como por una columna tutelar por el niño, mientras se mantiene vuelta hacia él, mientras se desarrolla a su sombra sana, ese oficio aparece con la dignidad que tiene cada cosa desarrollada en su zona. Mirarlo cumplirse no inquieta, ni repugna, ni irrita. Se vería con una complacencia profunda un consejo vigilador de la primera enseñanza, compuesto totalmente de mujeres y otro igual vigilador de las fábricas femeninas. Pero sube una ola de sangre a la cara cuando se ve a la “chauffeur” que yo conocí en país que no quiero nombrar, hacer la espera de su cliente hasta la madrugada, con una temperatura bajo cero; y repugna la Brunilda con uniforme de altas botas y pantalones sudosos, después de una marcha forzada, que están ensayando en la nueva Rusia: e irrita como una barbarie tártara ese grupo de limpiadoras de vía férrea de que da cuenta un periódico de mi provincia, dobladas como animales en el sol de castigo de la serranía de Illapel. El ministro socialista belga Anseele denunció con palabra sacudida de cólera la forma salvaje en que trabajan algunas mujeres en la industria de tintorería. Desnudas, porque la temperatura del taller así lo exigía, y mezcladas con los compañeros se movían dentro de la espesura del vapor, encanallándose por aquello que ha sido llamado tantas veces “el trabajo santo, voluntad de Dios”. Todas estas monstruosidades vienen de que no se ha organizado la faena humana bajo el concepto de la diferencia de los sexos.
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Una ingeniosa señora española me decía una vez, hablando sobre feminismo: –“Este abandono parcial o absoluto de los hijos y los enfermos, al hacer el trueque grotesco de la faena femenina, pediría la creación de un tercer sexo, que recogiese lo que el segundo empieza a rechazar”. –“Faltaría el ángel –añadí yo– que recibiera el despojo precioso de los niños. Como el ángel sigue arriba, no queda sino hacer un pacto con los rebeldes, creándoles lucro dentro de su reinado legítimo y dándoles, a la vez que salario, ocasión de piedad”. Ya sé que no todas las emancipadas son rebeldes y que un tercio de ellas está formado por verdaderas esforzadas del trabajo. Hay la viuda, y hay, especialmente, la esposa del truhán [sic], que abandonó los hijos, viuda artificial más dolorosa que la otra. Yo hablo principalmente por éstas, a las cuales he escuchado muchas veces un ruego que punza el corazón: Querríamos trabajar dentro de la casa o con materiales que no choquen a nuestra costumbre doméstica. Existe alguna cosa sobrenatural en la faena que se hace por nosotras dentro del círculo blanco del niño. Lo digo yo con la experiencia viva en mis sesos y en mis manos. Cuando he escrito una ronda infantil, mi día ha sido verdaderamente bañado de Gracia, mi respiración como más rítmica y mi cara ha recuperado la risa perdida en trabajos desgraciados. Tal vez el esfuerzo fuese el mismo que se puso en escribir una composición de otro tema, pero algo que insisto en llamar sobrenatural, lavaba mis sentidos y refrescaba mi carne vieja. Copiando un cuento mío para niños, una mecanógrafa me decía cosa parecida: –Usted no sabe con qué pulso tan distinto se escribe esto, después de haber copiado treinta planillas comerciales, cuyas columnas de cifras me echan encima como peso muerto de arena. El sitio suyo, el
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usurpado por el intruso, estaba en la editorial de obras infantiles, en la copia de las fábulas. No se verifica en vano el delito de llevar un cuerpo tejido estría a estría para la misericordia o la maternidad hasta las hediondas usinas o hasta el puesto de vigilancia del gendarme. El Ordenador invisible existe, el Legislador de la economía humana que se quedó escondido, pero que grabó su ley en la línea del pecho de la mujer, en su ojo húmedo, en su mano delgada. Hay que volver, es urgente el regreso a lo nuestro, la segunda entrada de la mujer en el pabellón del niño, ya sea ésta el retorno de la arrenda (desde Hellen Key las que se rectifican son muchas) o la vuelta de la que fue arrancada a su pesar y tuvo siempre nostalgia de lo suyo. Que nos entreguen lo nuestro: en la industria del calzado, haremos el zapato del niño; en la carpintería, el juguete del niño; en el periódico, escribiremos su fábula, y en los años de práctica de la Escuela de Medicina, iremos a la Gota de Leche, en vez de enderezarnos hacia la sala de sifilíticos de cierto hospital que tampoco quiero nombrar, a donde por alarde de cinismo se conducía a un grupo de alumnas para el lavado de los enfermos… Y este regreso empieza a ser urgente.
Sentido del oficio
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Yo no exagero si digo que mi fiesta mayor de Europa me la han dado las artesanías superiores que son las de aquí, las cabales, las perfectas artesanías. Definición de artesano: el que trabaja el cuero, o la plata, o el oro o las maderas con escrupulosidad. Yo añado: el que trabaja la piel de carnero o la pobre madera de álamo con la misma norma bajo la cual hicieron lo suyo los artistas de las llamadas, con alguna petulancia en el privilegio, “bellas artes”. La norma que viene de ésos, es: llama en la mente, pulso tranquilo, sin alcoholes, mano tan ágil como el alma, tan fácil como el alma; un poco de rito y un poco de juego, es decir, la seriedad del padre componiendo y la alegría del hijo al rematar el éxito; y un gran orgullo si se firma y si no se firma, el mismo orgullo. Entre las desgracias de América está la de tener, en algunas partes, artesanos escasos, y la de no haberlos visto nacer en otras, todavía. Confundimos artesano con peón, hortelano con “regador”, herrero con forjador. El pobre continente manda la plata hacia las orfebrerías de Europa y no se ha puesto aún a formar sus plateros. ¿Y si consideramos el oficio como nuestro más efectivo testimonio? Damos prueba de nosotros en nuestra manera de amistad y de amor, en la elección de un partido político o de una fe; pero todos ésos
“...llama en la mente, pulso tranquilo, sin alcoholes, mano tan ágil como el alma, tan fácil como el alma; un poco de rito y un poco de juego...”. Foto enfrente: Con Carlos Foresti.
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son testimonios parciales o vagos; el cómo encuadernamos un libro o damos nuestra clase en una escuela, nos dice eso, si da el duplicado de nuestro semblante. El trabajador puede decir lo que dio Cristo de sí: “Que mis actos hablen por mí”. El objeto labrado es esquema de los sentidos, del cuerpo y el alma del obrero. La manufactura superior denuncia la justeza del ojo, la barbarie o docilidad de la palma, la vieja intrepidez de los dedos; cuenta, por la insistencia de tal o cual color, el temperamento de su amo; en la sequedad o la dicha del dibujo, dice sus humores. Hasta el copista se expresa copiando, y hace confesión de sí mismo. Muy torpe, el uso corriente de juzgar a hombre o mujer fuera de su oficio. “Fulano es mal abogado, pero excelente persona”. O, si se trata de un herrero: “No sabe lo suyo, pero es un santo”. No, no hay probidad fuera del oficio. Quien cojee en su profesión, cámbiela, sencillamente, pero hínquese en otra donde pueda alcanzar el último tramo y ser probo, partiendo de su oficio como de un centro. Eje de la vida, el oficio. Que las demás cosas, consideración social, dinero, etc., sean radios que de ahí partan. Yo conozco en Chile innumerables sociedades de artesanos sin más objetivo que la ayuda económica o la recreación colectiva. Sociedades cuyo fin primero sea la elevación de la capacidad artesana, no me las he encontrado; locales obreros en cuyas salas estén unas cuantas muestras felices de lo que el gremio ha logrado, cosas que creen el ambiente del gremio y que muestren que ésa es verdaderamente la casa de los forjadores o de los tejedores, tampoco las he visto. El obrero quiere ser dignificado por la elevación del salario o la representación laborista numerosa en un congreso; pero son sólo un costado de su reivindicación. Se dignificará totalmente por medio de su oficio mismo. Artesano con
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salario alto y que nunca supera el último tipo y no crea un modelo nuevo entre las criaturas industriales, que no conoce la historia de su oficio, con los clásicos del cobre, de la porcelana o el papel; que se queda en albañil pudiendo pasar a constructor; obrero al cual para nada ha servido la herencia enorme de los artesanos españoles de Toledo y de los italianos de Florencia, es peón voluntario y lleva hurtado el nombre de artesano. Yo también estoy con los que quieren edificar nuevas jerarquías. Que el dinero y la herencia cuenten cada vez menos para dar sitio a los individuos en el mundo y que la cifra 1, la 2, la 3, pasen a ocuparlas los bravamente capaces. Pero cuidado con los nuevos valores de chacota o de mentirijilla. No el maestro por ser campesino, sino el campesino que haya hecho el mejor huerto en el valle de Elqui o de Aconcagua. Vamos caminando hacia la formación de una aristocracia de técnica que ascenderá sin más presión que la capacidad. Cuidemos que no resulte sólo a medias legítima como las anteriores, y que se vuelva otro cheque girado en falso. Para la llamada “revisión de valores” tomemos como documento principal el oficio. ¿Cuánto tiempo se le buscó? Porque el oficio debe aprenderse toda la vida; cesa el aprendizaje al acabar el trabajo, a los 50 a 55 años. ¿Hasta dónde se le conoció? Porque el oficio es cosa fateada como el ojo del insecto o, mejor dicho, tiene diez o veinte estratos, como las gredas, y quedarse arañando el primero es fijarse por sí mismo en la plebeyez. ¿Se le regaló a su raza, dentro de la artesanía elegida, una forma nueva? También se prueba el patriotismo a través del oficio y se le vuelve una honra colectiva. ¿Se puso precio con probidad a la artesanía o se aprovechó cualquier ocasión de lucro fácil, tan fácil como el del bolsista? ¿Se ensamblaron las piececitas del reloj o las del armario con escrupulosidad preciosa,
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“No es verdad que el maquinismo haya acabado con el artesano y que sea ya imposible que este ponga sello suyo sobre su criatura”. Foto enfrente: Obreras en la fábrica Camisería Matas, 1924.
como si cada pieza fuese a cantar el nombre del dueño? Porque la moralidad se comprueba también dentro de la obra artesana. Yo deseo unas repúblicas futuras en que los motes tontos de “rey del aceite” o “rey del azúcar” se dejen de mano para resucitar, en cambio, estos bellos nombres medievales: el “Maestro del cuero”, el “Maestro del cáñamo” o, si se quiere volver a las caballerías, el “Caballero de la forja”. Suelo leer con más interés que las promociones de Bellas Artes a la Legión de Honor, en la prensa francesa, las de Industria: X “horticultor”, Z “decorador”, por servicios al suelo y a la manufactura francesa. Me pongo a pensar en el artesano chileno que apenas ha nacido, si ha nacido. Ni los patrones se preocupan de cultivar sus habilidades, porque no se engría y cobre más; ni a él mismo le importa mucho mejorarse, porque ignora qué pascua permanente son sus artesanías en Europa; ni el Estado ha hecho gran cosa por su ennoblecimiento, aunque sea el productor natural de las labores manuales, una tras otra. No es verdad que el maquinismo haya acabado con el artesano y que sea ya imposible que este ponga sello suyo sobre su criatura. La máquina ha sustituido el pulmón del hombre, no su mente, ni siquiera su dedo, a veces. El hombre dicta a la máquina los modelos; la máquina le ha reemplazado los tendones y el sudor sin arrebatarle ni una de sus prerrogativas para dar gusto a su pasión de forma o de color. Sería infame un trabajo en el que la voluntad de crear no pudiera ejercerse nunca y sería estúpida la delegación del hombre completo en la usina. Bueno será reemplazar algunas de tantas fiestas cívicas nuestras por “festividades artesanas”, la del hierro o la de los paños, la del choapino o el sarape. Ir dignificando en cada ocasión al artesano, hombre esencial de las democracias de cualquier tiempo. Hacer más: abrirles
Fontainebleau, Francia, mayo de 1927 En “Grandeza de los oficios. Gabriela Mistral”. Roque Esteban Scarpa, compilador Editorial Andrés Bello, 1979
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en cada ciudad grande un museo de las artes industriales a fin de que ellos, que no viajan, conozcan la nobleza que en otras partes alcanza su propio oficio, de qué millón de motivos es susceptible, cuánto material ha incorporado a la historia, lo mismo que las llamadas con tonta exclusividad “bellas artes”. Cuando el artesano se vuelva por su capacidad de creación tanto sesos como puños, y corresponda a tal vigor de sus riñones tal fineza de pupila, se caerá solo el muro que ha dividido el trabajo en jerarquías, y broncero superior igualará a compositor de sinfonía y esmaltador de Copenhague a cirujano de Nueva York.
Sobre el oficio
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Que el oficio no nos sea impuesto: primera condición para que sea amado. Que el hombre lo elija como elige a la mujer, y la mujer lo mismo como elige al hombre, porque el oficio es cosa mucho más importante que el compañero. Estos se mueren o se separan: el oficio queda con nosotros. Solamente Dios es asunto más trascendente para [el] hombre que su oficio. Andan muchos sintiéndose humillados en su profesión y pensándose superiores a ella. ¿Por qué no la dejan? La recogerán otros que le sean más leales. Cosa tonta vivir con rabia o desabrimiento en el lugar donde alguno puede permanecer con alegría. Renegar del oficio en que se vive el día es ingenuo como renegar de la piel oscura; se le lleva sin remedio, por voluntad de Dios, si es vocación, por tonta aceptación si es accidente. La mala distribución de los oficios –el que un carpintero esté encendiendo hornos y un peón nato, brusco, pesado y zurdo dé clases a los niños– viene a ser una de las primeras causas del malestar colérico que se siente en el mundo. Eugenio D’Ors, en página que le estimo mucho, habla a un niño de la villana deslealtad en el hombre que desdeña el oficio que le viste y le nutre. Detrás del vanidoso no está aquí sino el inepto. Cada oficio hace pirámide de valores. Los ápices son iguales y con idéntica
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suavidad tocan el cielo. Y los bajos de la pirámide, sean ingeniería zurda o clínica torpe, se quedan en unánime plebeyez; mal carpintero, igual a mal institutor y a mala confitera. Nunca es tarde, antes de los cuarenta años, para cambiar de oficio. Se siente el miedo de descolgarse de la profesión en que ya se ha asegurado la plaza y quedarse unos años sin cédula cierta en el que se va a ensayar. Para esto, buena es la práctica de algunos sagaces de cultivar paralelamente el que llaman oficio menor, o de prueba (de côté, como dicen los franceses). Un intelectual (que suele no serlo) da una hora de la primera mañana o una de la tarde a la encuadernación o a la jardinería, o a un taller de electricista. Si lo hace como tanteo para reconocerse capacidades, se desengañará, o se afianzará en el oficio segundón, hasta que llegue el momento de dar el salto sin ninguna angustia. Si toma el aprendizaje por alivio de sus sesos simplemente, también resultará de ello un beneficio; se hará con estas horas de ojo vuelto hacia actividad diferente y opuesta, una especie de desinfección de su vida mental. Porque cuando la profesión se vuelve vicio en nosotros, hasta el punto de que el maestro de escuela acaba por no ver el mundo sino en pedagogía –y solo en la suya, lo que es peor– o al político se le vuelve la vida pura malicia baja y jugarreta electoral, la extensión, digamos la inundación del oficio, para en calamidad. Así fue como Felipe II acabó por sentir el reino primero y el mundo después, en patronato eclesiástico, y como miran su tierra y la tierra en guerrilla matonesca, porque ellos son matones de huesos y piel, algunos jefecillos de países nuestros. Hacer el carpintero, o el curtidor, y hasta el zapatero, como Tolstoi, unas horas a la semana, se vuelve salubre, crea más ancho el contacto con las gentes, equilibra y humaniza muchísimo. Inténtese cualquier engaño, cualquiera aventura, para no continuar con el engaño del falso oficio, que nos dio un padre vanidoso, nada
más que por ser el suyo o que nosotros cogimos aturdidamente, y por pereza dejamos sobre nosotros como el hongo muerto. Son tan raros el hombre y la mujer domiciliados en oficio legítimo, que llega a parecernos suceso toparnos con ellos. A mí se me hace una fiesta verdadera mi encuentro lo mismo con el herrero que con el médico genuino. No puede creerse en una naturaleza tan estúpida que sólo logre hacer diez artesanos en una comunidad de obreros; aquí como en todas las cosas es la vanidad quien anda torciendo realidades y volviéndonos la vida necia o infecunda. Si viviéramos los tiempos de la Esparta dura y neta, se merecerían una corrida de baqueta en plaza pública, como represalia del Estado, la legión de padres insensatos que dan a los países, en sus hijos, los falsos constructores y los falsos marinos, y los falsos maestros… y los falsos abogados cuya abundancia hace horizonte como la hierba y se come sin beneficio la noble fuerza del suelo americano. Pero no estamos en Esparta y oficio artificial viene matando las corporaciones y tornando estúpidas las comunidades en que uno es el nombre y otro el hombre. Se dice “profesor” y hay que hurgar debajo de eso; se dice “licenciado” y lo mismo: porque el nombre desde hace tiempo ya no expresa sino una pretensión insolente, ni siquiera una inspiración ardorosa.
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Pertuir, Francia, junio de 1927 Publicado en “Grandeza de los oficios. Gabriela Mistral”. Roque Esteban Scarpa, compilador. Editorial Andrés Bello, 1979
“Son tan raros el hombre y la mujer domiciliados en oficio legítimo, que llega a parecernos suceso toparnos con ellos”. Foto enfrente: Pérgola de las Flores Santiago de Chile, 1929.
El alma en la artesanía
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Yo he buscado durante estos dos años las lecturas populares de Francia, Bélgica y Suiza, a la vez que he andado mirando lo oficios, revistas y libros destinados a los obreros. (Porque lo que yo admiro y amo en Francia y Bélgica es el artesano, estimándole a Suiza el campesino por sobre el artesano). Pero en toda esa literatura para obreros yo no he tenido la suerte de encontrar sino páginas mediocres a lo Marden, tontamente exitistas, espolonazos para hacer buen mercado y disfrutar la buena paga. Excepción hecha de un Pierre Hamp, con su serie formidable de novelas que él llama “El trabajo de los hombres”, y de algunos acápites del admirable ensayista Alain, el resto es absolutamente inferior. Algunas son páginas de maestros de escuelas con buena voluntad tan insulsas como lo que siempre hemos escrito los del gremio didáctico; las restantes más decorosas, hablan del oficio en pura atingencia física donde el alma y la emoción sobran y cualquier desembocadura del espíritu en lo que las manos hacen, es imposible. ¿Fue siempre el obrero una máquina desgraciada de cortar suelas de zapatos? ¿Entonces resulta pura fantasmagoría y pujo sentimental el comentario que un Ruskin y otros han escrito sobre la artesanía, atribuyendo al autor del objeto hermoso alguna conciencia dichosa de lo que hace, algún gozo separado del salario, en su éxito sobre el
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cuero y la madera? ¿El trabajo manual sería, como afirmamos algunos de los vanidosos que garrapateamos sobre el papel, ejercicio corporal absoluto, como el del mulo en la noria, sin ninguna complicidad con el espíritu y el artesanato no tendría sino dos tramos de delicadeza sobre el aseo de las alcantarillas? Ruskin, la más noble mente que se ha ocupado del trabajo, interpretó este grande asunto de manera bien diferente. A mí se me vuelve absurdo que durante seis, ocho o doce horas el hombre pueda vivir sin una rizadura sobrenatural, con el alma colgada en un saco del que no la tomaría sino al caer el sol. –El alma es incómoda para el peón y aun –me decía un amigo– para el artesano. ¿Qué haría con ella en algunas faenas que son inmundas, si hasta le estorban el olfato y el tacto? –Pero el alma –le contestaba yo– no se cierra como una llave de agua, ni se la despide para trabajar como a una suegra molesta. Sólo porque ella está entrabada prodigiosamente con cuanto hacemos –hermosura o inmundicia– el trabajo es un asunto importante. A causa de que hoy formamos obreros a base de pura destreza de la mano o agilidad de los lomos, la artesanía, de la cosa digna que fue en la Edad Media, quiere acabar en una estúpida cuadrilla de caballos diestros. Por hacer del obrero una tuerca sobre una tuerca se ha caído en la división, a veces infame y a veces estúpida, de los trabajadores en manuales e intelectuales. –¿Cómo puede el obrero que posee alguna religiosidad conformarse con dejar afuera de su trabajo su imaginación, sus amores, su moral, las excelencias de sí mismo? No lo hacía así en la Edad Media (la Edad de las Tinieblas que siguen diciendo algunos profesores zurdos) y porque el espolón de su alma atravesaba su obra, porque trabajaba en cristiano, asistido por sus imágenes piadosas, de su suavidad y de su ardor religiosos, él pudo hallar las piedras y hacer la vidriería y la ebanistería estupendas que los obreros de este tiempo copian
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todavía. Y si el obrero pagano hizo también objetos para todas las generaciones, fue porque trabajó como el otro, incorporando a sus materiales su superstición que era su religión. El vaso etrusco con su franja de trabajos de Hércules o de chacotas de Venus, fue obra religiosa a su manera, pero religiosa al cabo. Todavía los pobres marroquíes y los chinos mantienen el concepto del trabajo antiguo. En la Marsella semi-africana me doy largamente el gusto de ir a sus mercados, y recuperar por una hora siquiera, la actividad manual no barbarizada, el trabajo verdaderamente culto (¡oh, Massis, desdeñador banal del Asia religiosa!) en el que el alma aparece como socia y la pasión, de visible casi se palpa. Si en ningún libro europeo de lectura para obreros yo he encontrado una sola página en que el trabajo sea sentido e indicado como presión del espíritu en las palmas de las manos, he vuelto a gozar, en cambio, de un libro de Khalil Gibran, el oriental de New York, el trozo que copio: “Y qué es trabajar con amor? “Es tejer la tela con hilos sacados de nuestro corazón, como si vuestra amada debiera cubrirse con esa tela”. “Es construir una casa con amor, como si vuestra amada debiera habitar esa casa”. “Es sembrar con ternura y cosechar con gozo como si vuestro amado debiera comer esos frutos”. “Es infundir en cada cosa que hagáis un soplo de vuestro propio espíritu y saber que todos los muertos benditos están en torno vuestro y os miran”. “A menudo os he oído decir como quien habla en el sueño: “El que trabaja el mármol y encuentra la forma de su alma en la piedra, es más noble que el que trabaja la gleba”. “Y aquel que coge el arco iris y lo extiende sobre la tela en la imagen
del hombre, es más grande que el que trabaja las sandalias para nuestros pies”. “Pero yo os digo no en el sueño, sino en el mediodía, despierto, que el viento no habla más suavemente a la encina gigante que a la más pequeña brizna de hierba; y que solo es grande el que vuelve la voz del viento una canción más dulce con la fuerza de su amor”. “El trabajo es el amor vuelto visible. Si trabajáis con aversión y no sabéis trabajar con amor, dejad vuestra labor e id a sentaros a las puertas del templo para recibir la limosna de los que trabajan con amor”. “Porque si hacéis el pan con indiferencia hacéis un pan amargo que no apacigua sino a medias el hambre del hombre y si os contraría la exprimidura del racimo, vuestra contrariedad destila en el vino un veneno”. “Y si cantáis como los ángeles y no amáis el canto, cerráis los oídos de los hombres a las voces del día y a las voces de la noche”. Esto era lo que yo buscaba. Tenía que ser un escritor con resabio asiático el que, metido en su infierno de manufactura moderna, recordase el concepto religioso del trabajo y escribiese esto para corregir a los bárbaros verdaderos su concepto animal de las artesanías actuales. Para uno, para tres obreros de mi tierra siquiera, yo he copiado estas palabras que se quiebran en resplandores. Pertuir, Francia, mayo de 1927 En “Grandeza de los oficios. Gabriela Mistral. Roque Esteban Scarpa, compilador Editorial Andrés Bello, 1979
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“¿Fue siempre el obrero una máquina desgraciada de cortar suelas de zapatos?” Foto enfrente: Personal de la subestación Mapocho, 1923.
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Discurso pronunciado en una cárcel de Puerto Rico
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Tengo la costumbre sostenida por años de visitar en las ciudades por donde paso alguna escuela y el presidio local en una especie de selección de contrastes. La escuela es, por excelencia, la casa de los libres, libres todavía de culpa, libres de prejuicios, libres de viejas costumbres. La cárcel es la casa de aquellos a los que queriendo quitar lo mejor, hemos quitado la libertad. La sensación que recibo en una escuela es la de un gozo vuelto agridulce por un poquito de envidia…Yo que he buscado la libertad con un apetito violento, no he conseguido alcanzar a los cuarenta años esa liberación maravillosa de la época y del ambiente que tienen los niños, y cada visita a una sala de clases no hace sino avivar en mí esta ambición aguda de toda la vida: repechar mi edad para volver a la fuente de la infancia, cosa tan difícil como si el río repechara su propio curso. La sensación de mi visita a las cárceles es una mezcla de tristeza, y de rubor: de tristeza, por la impotencia para aliviar a los que aquí encuentro, y de vergüenza porque yo sé que los de fuera no estamos limpios de culpa como para poder infligir el castigo sin que nos punce de cuando en cuando el remordimiento. Ignoro la sensación que ustedes tienen al recibir a los de afuera. Puede ella ser de alegría porque cambian durante una hora el repertorio
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monótono de semblante que aquí tienen; puede ser de disgusto, porque recuerdan la libertad que comienza afuera de estos muros. Yo querría corregirles un poco el error que ustedes tienen acerca de la vida exterior. Creen ustedes que los que aquí llegamos somos ciento por ciento gente en disfrute de la libertad, y que, por ese lado somos felices. No hay tal. La libertad es mucho más que el derecho a elegir la vivienda, los compañeros de vida, el alimento y el trabajo; la libertad es la independencia radical de todas las esclavitudes así de aquellas que imponen una fábrica donde se trabaja y una familia que se ha formado, como la liberación de las pasiones inferiores que devoren nuestra sangre y nuestro tiempo. Libertad es no servir a los errores u horrores de la colectividad dentro de la cual vivimos; es la libertad que conocieron los santos, emancipándose lo mismo de un cargo público que de la garra de la avaricia o de la soga del amor. Libertad semejante no la han conseguido y ni siquiera la buscan los visitantes que aquí llegamos y que a ustedes les parecemos prototipo de ella. Si la poseyésemos nos verían ustedes un semblante más radioso, una marcha más feliz y nos oirían una voz exenta de toda pesadumbre.
“La libertad es la independencia radical de todas las esclavitudes así de aquellas que imponen una fábrica donde se trabaja y una familia que se ha formado…”. Foto portadilla: Ecuador, 1938.
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“La vida humana que en apariencia ha ganado tanto en confort y en alegría es en la realidad un campo de pelea feroz por el pan de cada día ganado a dentelladas…”. Foto enfrente: Salitrera, 1930.
Miren bien nuestras caras, y si saben ver en la confesión que hace el rostro humano siempre, verán que somos prisioneros visitando a otros prisioneros, cargados visitando a otros agobiados, y dolientes visitando a otros tristes. No nos miren, pues, como privilegiados, sino como gentes que sólo tienen pequeñas ventajas sobre ustedes y en quienes la cadena está invisible pero suele sonar a través de nuestro acento rendido. Sin haber convivido con prisioneros [en] una mansión como esta, yo sé perfectamente por haber tenido más de un amigo en estos lugares cuál es el repertorio de dolores que ustedes conocen y soportan. Sufre aquí cada uno de distinta manera, según la calidad de su alma, unos estoicamente resignados, mirando el dolor como una cosa inferior a su dignidad de hombres; otros en cólera rencorosa contra los que les trajeron hasta aquí; y otros endurecidos ya para el sufrimiento. Padecen ustedes una alimentación que siendo suficiente no puede ser nunca a su placer. Pero afuera en lo que ustedes llaman el mundo que vive a su gana se prueba en estos años la escasez por todos y el hambre por muchísimos. Se sufre aquí pequeñez de espacio aunque haya limpieza honorable y algunas comodidades. Pero afuera el pueblo y especialmente el campesino vive la casa vergonzante que se parece a un gran coco vaciado que sufre a medias la intemperie, la suciedad fea y las miasmas malas. Se duelen ustedes aquí de la promiscuidad con gentes extrañas, venidas de lo más diversos puntos con costumbres que se chocan y con sentimientos ingratos u odiosos. Pero las que vivimos afuera, tampoco podemos elegir nuestras relaciones y tenemos casi siempre patrones que nos desagradan, colegas que nos traicionan y hasta familiares que no se ocupan de hacer nuestra dicha. Prisioneros somos de esas tantas cosas y casi no hay acción nuestra
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ni ciudad que habitemos ni siquiera profesión servida que hayamos escogido a nuestro antojo. La vida humana que en la apariencia ha ganado tanto en confort y en alegría es en la realidad un campo de pelea feroz por el pan de cada día ganado a dentelladas y a jadeo porque la competencia se estrecha año por año. Yo soy una extranjera que pasa sin detenerse mucho y no puedo traerles la promesa de ninguna ayuda que valga la pena y que ponga sus caras contentas. Hay en otros países una institución muy hermosa y que yo quisiese ver prosperar en la Isla. Son las madrinas de los presos, que toman a su cargo la atención piadosa y especialmente individual, de cada uno de los cautivos, y miran desde afuera por la salud de su ahijado doliente, por remediar en algo el abandono de sus familiares y por mandarles mensajes frecuentes de confortación o venir a verlos en las festividades mayores. Es una de las empresas santas ideadas en este mundo y que yo quisiese ver nacida en Puerto Rico. Hágase o no se haga esta institución beneficiosa, yo quiero decir a ustedes una noticia que no es embustera y que les dará algún alivio. En el mundo moderno, donde muchas cosas no han progresado sino sólo mudándose hay una facultad nuestra que mejora visiblemente,
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que se afina día por día, haciéndose más respondedora y más delicada. Es la sensibilidad de los hombres, de las mujeres y de los niños. Sea porque haya crecido nuestra conciencia, sea porque padezcamos más que nuestros abuelos, el hecho es que entendemos mucho mejor el sufrimiento que se ha impuesto al delincuente y que tenemos una mayor vergüenza de las injusticias que comete esa entidad sin cara responsable que se llama la sociedad. La sensibilidad moderna ha suavizado por lo menos en su mitad las antiguas penas del reo; ella ha obligado a rectificar los regímenes feroces de las antiguas cárceles, y ella acabará por reducir las penas a su mínimo cristiano y por hacer de las cárceles simples lugares de reclusión sin castigo. Aunque a ustedes les parezcamos gente encallecidas para la piedad y despreocupadas de su tragedia personal, la verdad es que se trabaja allá afuera en bien de ustedes semana a semana en las ciudades, de manera silenciosa pero constante y segura. Trabaja el maestro dando a los niños que serán legisladores mañana, un ojo nuevo para mirar, pesar y medir el delito. Trabaja el escritor aupando a los indiferentes o a los duros a un nivel más divino de sentimientos. Trabaja el penalista de índole apostólica, haciendo el alegato de ustedes y acicateando la lástima adormecida de los grandes. Trabajamos casi todos, y como en nuestra época la reforma se precipita y ahora se cuaja en años lo que antes maduraba en siglos, ustedes tendrán sorpresas benditas en su suerte y saldrán de este lugar, a reincorporase a la vida, más pronto de lo que piensan. Muchas veces les habían traído a la cárcel consejo y confortación religiosa, y yo sé que varios de ustedes no la habrán aceptado, pues es muy natural que el dolorido dude de lo sobrenatural a causa de que lo ha engañado lo natural palpable. No puedo prescindir aun sabiendo eso de hablarles, para terminar, acerca de una devoción maravillosa
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que se halla en las religiones más opuestas, budista, judía, cristiana, por lo cual debe ser verídica. Yo la conozco en la experiencia de la vida entera, y le debo un consuelo infinito que querría prestar a los demás y especialmente a los presos. Es ella la devoción del ángel custodio o espíritu protector que nos ha sido dado con el nacimiento y que no nos es relevado sino después del juicio final. Nos lo han contado como tan unido a nosotros que parecería un doble de nuestro ser o un gemelo superior de nuestro destino. Hay quienes creen que este ángel custodio no sería sino lo más alto de nuestro propia alma, el núcleo más esencial y más divino de ella. La mayor parte de los teólogos aseguran, por el contrario, que no es eso, sino un vínculo directo entre el hombre y Dios a través del cual la protección de la Providencia es más directa y más abundante que las otras vías de socorro. Ninguna de nuestras caídas puede cortarlo de nosotros; él no podría renunciar a la criatura que le dieron en asistencia aunque lo quisiese; perteneciendo a un orden más divino por haber estado desde toda eternidad en la presencia de Dios, tendría cierta semejanza con su vigilado como la de un pariente glorioso, entrabado con nosotros como la trama y la urdimbre en el tejido, él no puede evitarse la masa del dolor que padecemos lo mismo que se conmueve en nuestras alegrías. Yo quiero hacerles ver que él también es un prisionero, primeramente porque siendo criatura libérrima en el cielo de la bienaventuranza, al aceptar una misión en la tierra dura y pequeña aceptó una cautividad; segundo porque la suerte nuestra le atañe como una honra o como una vergüenza que él presentaría en el juicio final. Ese ángel custodio era ya un cautivo y también un esclavo cuando ustedes vivían fuera de estos muros, pero desde el día que entraron en este ámbito su cautiverio se dobló, y su condición penosa de guardián vino a hacerse más lamentable y a la vez más extraordinaria.
Es mucho más difícil para él ahora lograr que la oración de ustedes contenga confianza y se diga con gozo; es mucho más grave su tarea de que amen ustedes su trabajo siendo forzado, y hasta es más arduo el que lo sientan a él en presencia y en actuación, dentro de un lugar tal vez para ustedes más maldito Yo me permito, aunque tenga presente estos obstáculos tan sombríos, pedirles que procuren pensar un momento cada día en esa presencia divina que es paciente de toda paciencia y que es capaz de toda capacidad y que, por encima de todo, es pasmosamente fiel. Cuando tengan ustedes la tentación de hablar, de los solitarios, hablen a este ángel custodio que se halla cautivo; cuando quieran mandar a los suyos un mensaje sobrenatural y hacer sentir a su mujer o hijos la bendición nocturna que ustedes les dan, envíenles con él, que es el mensajero por excelencia, y cuando quieran alejarse al plano del olvido total de su desgracia que es el plano de Dios, pídanle [a] él el impulso, la fuerza el vuelo, y alcanzarán esa altura vertiginosa. Yo les aseguro que entre las maravillas de la vida interior que yo conozco, no hay ninguna tan cierta y tan preciosa como la devoción del ángel custodio.
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Conversación con los presos Puerto Rico, 1931 En “Discursos de Gabriela Mistral”, Pedro Pablo Zegers, compilador. En prensa, 2015
“Es mucho más grave su tarea de que amen ustedes su trabajo siendo forzado”. Foto enfrente: Montegrande, 1938.
El sentido de la profesión
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La noble Universidad de Puerto Rico ha querido ceder su palabra en este acto de graduación a un extranjero y por añadidura una mujer: doble generosidad suya y doble deuda mía que tengo que corresponder. Para olvidar mi extranjería me ayuda la memoria inmediata de Eugenio María de Hostos, un hombre de Puerto Rico más un educador de Chile. Mi condición de mujer no tengo ninguna gana de olvidarla. Donde va un grupo de hombres a recibir honra colectiva y algún encargo para la vida, siempre está la mujer diciendo su admiración que le es fácil sentir y expresar, porque ella nació para admirar al hombre. Pero esta alabadora tiene el derecho de dar algunas veces a su alabanza el sabor agridulce de la crítica y de la imposición de obligaciones, porque también ella nació como una guardiana de la vida y como una socia natural de todos los negocios vitales. Algunos de ustedes me conocerán cierta vieja ternura hacia los países pequeños que tengo dicha respecto de la Bélgica y de la Costa Rica ejemplares. Me gustan no sólo por ser yo hija de pequeño país, sino porque creo en las instituciones a base de calor humano y del frotamiento diario de las voluntades. Creo además en este tipo de perfección que son las resinas en la botánica y las conchas de mar en la oceanografía, intensas unas y las otras en cuanto a bien labradas y
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perfectas en cuanto a menudas. Puerto Rico entra en mi conocimiento y en mi aprecio de la mano con aquellos tres países queridos. Yo agradezco a esta noble Universidad el que saliendo yo de mí trabajo universitario de Estados Unidos, me permita hablar y servir a la raza mía aunque sea de paso antes de mi regreso a Europa. Amigos, ustedes saben cómo remueve las entrañas volver a escuchar la lengua propia, y qué faena dulce como bañada en la leche materna es la de pensar para su propia carne, cuando se ama bien la propia carne. Debo, pues, a ustedes desde la pisada en tierra latino americana hasta este espacio de aire en que respiran gentes que son de mi casta, de mi ideología y de mis gestos. Las Antillas constituyen grecas del trópico sudamericano en cuanto a botánica pero son también miembros de ese cuerpo místico que forma una cultura común. La ceremonia de este día, amigos graduados, es más una confirmación que un bautismo; la confirmación pública de la vocación humanística recibida hace seis años. Mucho más importante que el presente fue aquel acto íntimo, desarrollado sin fiesta, en el que ustedes decidieron verticalmente la profesión o el oficio que adoptaban. Solemne de veras les parecerá a ustedes más tarde aquel día, igual a todos en apariencia, cuando respondieron al Maestro de los Oficios con el santo apelativo profesional: “ingeniero, médico, químico, profesor y abogado”.
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Las fiestas sacramentales del tiempo moderno son estas de la decisión vocacional y van adquiriendo más y más trascendencia. El sacro se retira poco a poco de otras fajas de la vida y viene a caer sobre la profesión o el oficio del individuo. Examinen ustedes con ojillo minucioso y jerarquicen los actos civiles. El matrimonio, que significaba una ceremonia terriblemente seria cuando contenía la indisolubilidad del vínculo, ha tomado en el mundo moderno no sé qué aire de estación de la vida, y hasta de temporada playera; las funciones políticas, que en los pueblos latinos del sur hacen todavía la calentura de la juventud, se han abajado y desteñido en los pueblos sajones donde la economía reemplaza la política. Por el contrario, la ocupación humana especializada, el menester profesional, la función intelectual o manual que hace vivir y que da de vivir, han crecido enormemente como indicadoras del rango del individuo. Y es que tal vez, mis amigos, la única cosa importante en este mundo sea, bien mirada, el cumplimiento perfecto de nuestro menester. Me parece muy probable que la sola exigencia que debamos hacernos a nosotros mismos y la sola que deban los demás hacer pesar sobre nosotros, sea ésta del desempeño cumplido y leal de nuestra profesión. Iría yo bastante más lejos todavía para asegurar a estos mozos de estación florida, que el oficio es cosa superiorísima al amor y aún al más sólido bloque de amor. Suelo mirar la profesión sin ajadura, sin ningún estropeo de la costumbre, más bellamente bruñida mientras más vieja, verdadera Raquel y Lía, a la que embellece cada hijo nuevo, en tanto que el cuadro de la pasión amorosa suelo verlo tan estropeado del uso, tan ensuciado por las pecas cotidianas del hábito, que entristece mirarle el metal innoble que el tiempo rebaja de precio y envilece. Tiene muchos visos de verdad una afirmación, anónima en mi
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memoria, y que yo leí hace años. Aseguraba ella que todo el desorden del mundo viene de los oficios y de las profesiones mal o mediocremente servidos. Me dejó la frase rotunda perpleja en un comienzo y después dudando, como se duda siempre de los juicios simplistas. Así, pues, pensaba yo ¿no hay otra fuente que esa, del mal colectivo? ¿No existe al lado de ese daño un desquiciamiento espiritual del mundo? ¿No hay problemas sociales de orden económico que causan la desgracia común? He visto muchas cosas más tarde, por aquello de que ve bastante el que camina, por distraído que sea, y he conocido la cara de casi todas las crisis en varios pueblos, dándome cuenta al final de que el asiento geológico de los males más diversos era el anotado: los oficios y las profesiones descuidadamente servidos. Político mediocre, educador mediocre, médico mediocre, sacerdote mediocre, artesano mediocre, esas son nuestras calamidades verdaderas. Religión, moral, economía, pedagogía, forman solamente un cortejo ilusorio de la única realidad constituida por el oficio; todo aquello es, si ustedes quieren, un coro anecdótico de tragedia griega que recita con brillo pero que no puede eclipsar al Agamenón o al Prometeo esencial, que se llama el oficio o la profesión. Con lo cual la profesión se ha vuelto a mí y quisiera que se les volviese a ustedes, la columna vertebral que nos mantiene la línea humana, la vertical del hombre, y lo demás se me ocurre ser carne servil y a veces muelle, o una decoración de gestos y sonrisas. Conversaba yo una vez con Ramiro de Maeztu sobre las diferencias que corren entre sajón y latino. Él me marcaba entre otras la siguiente que, al igual que la afirmación anterior, se me quedó hincada en la memoria por la gravedad que arrastra. El latino sería un hombre que suele desarrollar sus morales al margen de la profesión de que vive; el sajón sería casi siempre un hombre que trenza la moral adoptada
“El oficio es cosa superiorísima al amor y aún al más sólido bloque de amor”. Foto enfrente: Laboratorio atendiendo a pacientes de la Caja del Seguro Obrero Obligatorio, 1935.
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con su oficio. Maeztu se puso a contarme como los obreros suizos alemanes de relojería, por ejemplo, consideraban el reloj construido de su mano como una especie de testimonio personal, de rúbrica de su honradez y de las piezas de su responsabilidad completa. Verídica y terrible la observación. Nosotros conocemos tipos bastante opuestos al del relojero suizo. El abogado defensor de pleitos turbios suele pensar que su honorabilidad personal sufre poco o nada de sus defensas deshonestas; el médico torpe, por descuido en sus curaciones, duerme, come y vive tranquilamente, encima de su degradación profesional; el pedagogo que se consiente didáctica del 1800, estima que el no informarse y el sestear sobre pedagogía relevada, no tiene gran cosa que hacer con su probidad de hombre, y en nosotras las mujeres que concedemos importancia segundona a las cosas que no son el amor, este negocio anda más o menos lo mismo. Las excepciones agudas robustecen espantosamente la regla. Mucho más que el hombre latino, que al cabo cuenta al sabio francés para salvar su déficit, es el latinoamericano quien ha hecho una cortadura traicionera entre oficio y moral, entre función pública y conducta individual. Hasta tal punto sube entre nosotros esta falta, yendo desde la culpa al delito, que ya el grado universitario o el título oficial dicen bastante poco, y son más bien aproximaciones que afirmaciones. Decimos “licenciado”, y el substantivo de toda substantividad, no aúpa a nadie; decimos “químico”, y el apelativo tan técnico no asegura ninguna técnica; decimos “ingeniero”, y el jefe de una empresa de minas pedirá al candidato un noviciado de prueba antes de entregarle la dirección de laboreo. De tal manera, hemos venido a parar en una especie de quiebra del crédito universitario en casi todas partes. Y la universidad donde quiera que exista debe construir una institución de calidad pura, de apretada selección.
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El mal ha abultado tanto que su evidencia pide una enmienda radical y rápida y como es natural la pide de los universitarios mismos que cuando son buenos padecen el daño acarreado por los malos. Se trata de reedificar un crédito caído de bruces y de ponerse a lustrar de nuevo esta noble chafalonía metida en herrumbre, del prestigio de los grados. Yo me permitiría señalar semejante misión a los jóvenes de cuya graduación soy testigo, en cuanto a vieja amiga de la gente moza, y en cuanto a mujer entrañablemente interesada en esto de la grandeza y la decadencia profesional o gremial. Yo pediría a ustedes que mediten sobre este asunto que yo solo dejo apuntado con una flecha indicadora, y que se decidan a comenzar una cruzada interior y exterior por la dignificación profesional. Digo interior, porque cada día creo más en que las reformas o salen del tuétano del alma y asoman hacia afuera firmes como el cuerno del testuz del toro, o bien se hacen en el exterior como cuernecillos falsos pegados con almidón. El primer tiempo será pensar la profesión lo mismo que un pacto firmado con Dios o con la ciencia, y que obliga terriblemente a nuestra alma, y después de ella, a nuestra honra mundana. El segundo tiempo será organizar las corporaciones o gremios profesionales, donde no existen, y donde ya se fundaron, depurarlos de corrupción y de pereza, vale decir, de relajamiento. El tercer tiempo, será obligar a la sociedad en que se vive, a que vuelva a dar una consideración primogénita a las profesiones que desdeña y rebaja. La tercera grada sube blandamente desde las otras dos: a la larga siempre se respeta lo respetable, y se acaba por amar lo que presta buen servicio. El orgullo del título es hermoso y razonable como el de cualquier campeonato, y yo miro con gusto las caras radiantes de los jóvenes que han venido a recibir en un diploma una especie de nombre nobiliario. Cada profesión es de hecho un linaje, y saltar de la banca obscura
a la platea asistida del reverbero justifica una complacencia, mucho más todavía en la juventud. El linaje de los profesores comienza si se quiere con Moisés, cae sobre Aristóteles el súper-didáctico, y sigue serpenteando hacia Rousseau, Pestalozzi y Froebel. El linaje médico, para no mentar sino una más, ha contado ayer a Pasteur y tiene aún a Dios gracias a Ramón y Cajal. Pero es grave cuidado, como ustedes saben, la guarda de los linajes intelectuales, mucho más escabroso que la de los otros linajes. El peso de la honra que se trae consigo cualquier profesión, vieja o moderna, abruma de obligaciones porque abruma de mérito cumplido. Amigos míos, es mi deseo que algunos de los nombres que van a pronunciarse en esta sala, entre en la categoría de las iniciales de su rama y vaya derecho a la familia de los patrones de su asignatura. Amigos míos, que yo haya tenido la dicha de ser la madrina ocasional de un químico, de un botánico o de un profesor fundamental de aquellos de nuestra raza raleada de hombres de ciencia necesita tanto. Amigos míos, que mis palabras de mujer que no ha buscado en este mundo sino el ver el mérito del varón para acatarlo y mimarlo, caigan en algún espíritu de ustedes como un semillón rojo de ambición razonable y de sugerencia ayudadora. La tierra de Eugenio María de Hostos me consiente el que yo deje caer este augurio que parecería desorbitado en otra tierra ayuna de competencia.
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“El peso de la honra que se trae consigo cualquier profesión, vieja o moderna, abruma de obligaciones porque abruma de mérito cumplido”. Foto enfrente: Lima, con María Ruiz, 1938.
Discurso de graduación Universidad de Puerto Rico 27 de mayo 1931 En “Grandeza de los oficios. Gabriela Mistral”. Roque Esteban Scarpa, compilador Editorial Andrés Bello, 1979
Notas autobiográficas
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Como en varios lugares donde he vivido, teniendo mi trabajo en las ciudades, busqué mi casa en el campo de los alrededores, ha quedado de mí una estampa bonita de maestra rural que no es tan exacta enteramente. Mis veinte años de servicios fiscales, se reparten así: dos años y medio de maestra primaria, en las aldeas de la provincia de Coquimbo llamadas La Compañía y Cerrillos y en Barrancas, cerca de Santiago, y diez y ocho años de profesora secundaria, de inspectora primera y de inspectora general en los Liceos de Traiguén, Antofagasta, Los Andes, Punta Arenas, Temuco y Santiago. Entre los años de La Compañía y de Cerrillos, hay uno en el cual trabajé como secretaria del Liceo de La Serena. La escuela rural se me hincó muy adentro en el espíritu, y sigue siendo mi interés dominante en la enseñanza de cualquier país sudamericano. El ejemplo de Sarmiento, que trabajó en la escuela rural de Pocuro, cerca de Los Andes, me confortó profundamente en mis siete años de Aconcagua. Carta a Virgilo Figueroa Puerto Rico, 1933 Revista Mapocho N° 43, primer semestre, 1998, Dibam
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“La escuela rural se me hincó muy adentro en el espíritu, y sigue siendo mi interés dominante en la enseñanza de cualquier país sudamericano”. Foto enfrente: Montreal, con Consuelo Saleva, 1931.
Testimonio de una sudamericana
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Me han indicado decir unas palabras a las mujeres uruguayas sobre su trabajo de americanas en esta hora tremenda del mundo. Comienzo por agradecer este raudal de la cordialidad femenina del Uruguay, que como los raudales de mi Cordillera, me enceguece un poco, me confunde y me arrastra consigo… Pero la criatura cuerda que es siempre la mujer, hasta cuando tiene por oficio el crear y soltar fantasmas, yo, no pierdo la noción de tamaño y de circunstancia y sé que Uds. no festejan otra cosa que un huésped de la casa uruguaya, y como tal y en cuanto a tal, regaloneada por vuestra bondad fluvial de rioplatenses. Tal vez porque yo he hecho canciones de cuna, ustedes me están meciendo con dos mil brazos y cantándome una especie de arrullo para ablandarme todas las durezas pasadas y futuras de mi ruta de mujer errante. Tanto nos parecemos los viejos a los niños, que ustedes han tomado este menester de nodrizas fluviales, de “sayas verdes”, como llama el folklore brasilero a sus genios femeninos del Amazonas. Pero yo debo levantar la cabeza de mi almohada uruguaya y seguir mi índole realista de chilena, a fin de contestarles con palabras más materiales y menos donairosas que las de ustedes. El Viejo Mundo se va volviendo, de más en más, metálico, zarpado y agrio. Y de este lado del mar, hay una raza mujer, una América Ibérica
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cristiana y campesina. Como esta América ha tenido respecto de Europa enorme liberalidad y ha usado en exceso su mar Atlántico para recibir los recados y las órdenes de aquella misma Europa, cediéndole muchas veces su propia alma racial, que a nadie debe regalarse ni aun prestarse, la hora actual es para nosotros de reflexión seria y madura. ¿Vamos, también ahora a recoger el Signo que de allá nos viene y a obedecer la sugerencia sombría que nos da la violencia desatada que están volviéndose su moral y sus métodos? En unos pocos años ha mudado como un planeta que se desplazase trocando materia y ruta. Yo vengo de una Europa que se vuelve invivible para sí misma y que echa sus ojos de viejo Halcón hacia los cuatro puntos cardinales, olfateando la destrucción y la carnaza. Una porción de hombres nuestros parecen dispuestos a la aventura, a la operación infernal, al looping the loop. Yo creo que las mujeres no estamos dispuestas. Pero titubeamos, callamos, no sacamos del pecho aun el no! rotundo, el no! de las entrañas que es preciso dar. Es un lugar común, se ha dicho muchas veces, pero esta vez viene al caso mejor que nunca: los hombres hacen desde las ciudades hasta el biberón de nuestros niños; lo hacen todo, pero parece que trabajan por voluntad ciega de acción, porque no podrían dejar de construir, de inventar y de manufacturar. Una vez lanzadas sus maquinarias, la
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maravilla de sus brazos de demiurgos, los hombres se cuidan poco de este universo de su creación. En cambio, nosotras, criaturas de disfrute, de lentitud voluptuosa, de regodeo en lo bello o lo bueno que nos dan, no entendemos los modos de jugador frenético o e incendiario heroico, que son los del hombre. Nosotras avaluamos en la ciudad que los hombres sacan de la nada, una posesión perdurable; nosotras vemos en la máquina de sembrar y de segar una herramienta de vida que se parece a nuestro propio cuerpo. Nosotras volteamos y acariciamos cada mueble, cada plato de comer, cada tela de vestir, como causas de provecho y de goce, como fiestas, o pequeñas fiestas. Pero hay todavía más en este capítulo de las diferencias. El hombre del Viejo Mundo mira en este momento su país, la patria suya, como un cuadrado o un rombo cortado en dos por una raya oblicua que separa la carne una y que llevaba nombre único. Sobre estos dos cuarteles que saltan de su lápiz, él lanza a ellos el baladí y el guay! del cazador, del Adán buitre, del descuartizador eterno. En unos meses no va quedando para la vista de ese hombre otra geometría que lo de sus dos bandas y no salta de su cuerpo hacia el aire otra cosa que la piedra de honda, que se llama ahora granada de mano, gas fétido o mote de injuria. Las mujeres nos despertamos como de un sueño, tardamos en entender, tartamudeamos alguna réplica, gesticulamos medio aturdidas; queremos que el hombre nos oiga antes de la fechoría, le miramos a los ojos invocando su juicio y a la postre no sabemos otra cosa que llorar, mordemos las manos y aceptarlo todo. La guerra la decide el hombre, la planea y la perfila, lo mismo que una industria. Pero él no va a hacer la guerra solo, va a embarcarnos en la marejada y va a tirar a ella su casa, su oficio, sus hijos, todo el racimo de sus bienes.
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Me oirán muchas de ustedes con sorpresa, pero yo vengo de una tierra y de un aire en los que se oyen muy extrañas palabras sobre la América. Se leen dudosos artículos, raros documentos en que se tratan oblicuamente de unas cosas a las que se llama “zonas de influencia” en Asia, África y América, y se sale de esas lecturas mascando cólera y hiel. Una calentura mayor de la que se conoció nunca trabaja a la gente empobrecida de Europa. Y este apetito, que se puede llamar también desesperación, no para mucho en las formas de lograr su alivio y de hacer su real gana. Las mujeres de América tenemos dos deberes inmediatos, dos faenas a lo menos que cumplir: el afianzamiento de la fuerza continental y la fortificación del sentido nacional y racial juntos en la América Ibera. Si los de allá han descubierto que el hombre blanco es el Jafet que merece vivir, y atribuirse lo mejor del haz de la tierra, nosotros, los mestizos americanos, estamos descubriendo en esta orilla que nuestra carne, ni blanca, ni amarilla ni negra, es más válida que la de ellos para el disfrute humano de un Continente, y para dueño y señor de este costado del mundo que Dios le dio y que nadie puede disfrutarle ni piratearle jamás. La paz de nuestro Continente me parece, cuando miro la locura europea, un bien sobrenatural por lo precioso y un bien debido más a un temperamento racial que a una política uniforme de nuestros pueblos. Pero no hay que dormir sobre la gracia, y hay que volver virtud consciente lo que es instinto. Cada excelencia individual y mucho más colectiva, necesita acrecentarse, doblarse y ser vigilada como un ser vivo, mejor que se cela la mina de esmeraldas de Colombia. La mujer es, por excelencia, la celadora de la salud racial. Es tarea nuestra, y espacialmente de vosotras, que vais a legislar, la de salir al encuentro de los nuevos peligros de la América. El Uruguay
“Hay que volver virtud consciente lo que es instinto”. Foto enfrente: Escuela de Artes y Oficios, Santiago de Chile, 1936.
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menudo y ejemplar hace treinta años salió así al encuentro de los peligros sociales acabando con la miseria, llaga de la costa Pacífica y creando este cuerpo nacional sin hambres orientales que miramos como un milagro, pero que ha sido industria de hombres, de la lúcida gente uruguaya. Es tarea de la mujer americana, guiada por la uruguaya, cargar a cuestas con todos los problemas del niño, de la vejez desventurada hasta lograr la nivelación de los salarios de hombres en el campo de la fábrica. Es responsabilidad nuestra mantener la paz religiosa, que Europa nos enseñó, pero que a estas horas está perdiendo por un rebrote inaudito de fanatismo al revés, de una paganía envalentonada que pretende diezmar las eternas falanges cristianas. Es faena nuestra cuidar el que la formación clásica del hombre interior, apenas comenzada en nuestros pueblos de ayer, sea una honra americana como fue honra latina en los tiempos mejores de la latinidad. Es oficio sutil de nosotras, mujeres, afinar el oído
del alma que nos llaman intuición, para escuchar nuestro tiempo, percibiendo desde su tumbo de catástrofe hasta sus pulsos más sutiles. Y este trabajo de distribuir justicia a plenas manos y de limpiar de miseria bárbara el último rincón americano, tenemos que hacerlo a marchas forzadas, en un ritmo de alta presión primero porque la América trajo un destino de evolución rápida y además porque no vamos a dar pretextos a los extraños sin Dios ni ley de venir a traernos organización de su antojo. Aunque no se vea en la luz esta realidad ni ande en carteles ni en constituciones, la mujer tiene en su regazo, sobre el pecho angosto, en sus pobres brazos, la vida invisible, la hornaza mística, el último destino de la raza. Lo veamos o no lo veamos, lo reconozcan o lo desconozcan los hombres, con sufragio femenino o sin él, la América nuestra está toda permeada, está toda nutrida, por la maternidad densa de la mujer americana, que es sabia hasta cuando es rústica y que es noble hasta cuando sale de los gruesos limos rurales y que sabe como ninguna otra mujer, que la paz de la América la externa y la íntima es la matriz de las natividades por venir, que la paz americana es el manaderos del cual arranca, desde el poema de nuestros poetas hasta el comercio de nuestros puertos.
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TEXTO INÉDITO Uruguay, 1938 Legado Gabriela Mistral Archivo del Escritor Biblioteca Nacional de Chile “Y este trabajo de distribuir justicia a plenas manos y de limpiar de miseria bárbara el último rincón americano, tenemos que hacerlo a marchas forzadas…”. Foto enfrente: Hospital Regional de Punta Arenas, 1936.
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Hija del cruce
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Imposible recordar con nitidez lo que fuera el deslizamiento de un día a otro día, allá por 1900, cuando yo apenas contaba once años, once añitos, pelusa de espiga. Recordar a solas no es lo mismo, la mente mariposea y más que guiarse es guiada por las imágenes –las flores– que le brotan. Recordar ante otros es viajar en compañía. Pero algo me queda, y lo que ha persistido, lo que acude, lo que aún se escucha, son algunas conversaciones de la gente mayor, entreveradas a mis juegos y tareas, pues yo nunca me hallaba muy lejos de mi hogar, aunque ya ensayase los senderos de Montegrande, oyendo el llamado del océano. Dije al comenzar, que un día sigue a otro día; esta maravillosa perogrullada sucede así por cada amanecer y estamos a ello tan acostumbrados, tan seguros, que nos parece un movimiento automático, acaso la respiración del mundo. Una cosa es despertarse en esa primera mañana de una era que porta otro número, ordinal, y otra cosa muy otra es ir viviendo lo que acarrea de ostensible y de subterráneo una mudanza tamañota. Una mudanza que bien pudo acontecer sin el rótulo ése, y fermentar y abultar toda entera dentro del mentado siglo diecinueve. Que haya evolucionado con sus auges y mermas, y luego con sus rechazos y cambios, eso me
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lo entiendo como las naturales reacciones de los artistas cuando se hastían de lo gastado o cuando se rebelan contra lo despótico. Pero no me quiero salir aun de los recuerdos del valle de Elqui. Celo la estampa de mi madre repasando con sus amigas, como si palpasen una gabardina importada, todos los adelantos que estaban vinculado a Montegrande con La Serena, y a todo el Valle de Elqui con Chile. Veían que lo recoleto de su valle, comenzaba a acabárseles, y que todo ese modo de vida, a ritmo lento, con tónicas espaciaduras entre afán y tregua, que todo ese comadreo tibio y fiel, se les revolvía en una batahola de novedades que acaso daban más zalagarda que aporte: el tren, el periódico, el telégrafo. “Ahora nos vamos a poner todas cardiacas”, decía mi madre, medio en broma y mitad en responso a sus comadres que costureaban junto a ella. Una le respondía: “Sí, Petita, corazones locos tendremos como todos esos noveleros”. Después imaginaban lo que sería morirse muy de repente, acaso mientras estuvieran dándole el maíz a las gallinas. Y entre puntada y puntada, cuando el susto las dejaba calladitas, rumiando lo dicho, yo escuchaba el impacto de los damascos contra la tierra del patio. Se venían abajo con un chasquido seco-suave de campanadas de felpa, que ahora se me antoja el responso elquino de un siglo a otro siglo: la manera frutal de rebatir el palpamiento
“...se les revolvía en una batahola de novedades que acaso daban más zalagarda que aporte: el tren, el periódico, el telégrafo”. Foto portadilla: México, circa 1948-1949.
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“Los embelecos del siglo veinte no calaron en el tuétano de nuestra vida montañesa”. Foto enfrente: Arando para sembrar luego, 1940.
con que esas mujeres trataban de desaflojar la altura de una época a otra época. Y cuando ellas dormían, bien fiadas a la noche, seguían cayendo los damascos –me imagino– porque yo dormía del mismo sueño de las gallinas, temprano y fluido. Cuando yo enseñaba Geografía en Compañía Baja, al lado norte de La Serena, la escuela era tan pobre que para enseñar Geografía solo contaba con el tierral del patio o la arena de la playa próxima. Encima de esas pizarras horizontales yo delineaba las cicatrices de los conflictos que habían dibujado a Hispanoamérica sobre las espaldas del Imperio colonial. La tierra o la arena recibían dócilmente ese terrible arabesco fronterizo y las criaturas que me oían aceptaban eso como un rasgo del paisaje, tal como sus padres aceptaban las pircas de las tierras ajenas donde hacían labranza. Pero a mí me fastidiaba que se pusiera piedra y se impusiera raya donde no las había. Todavía me fastidia. Acatar el guión verde o pardo de un río que pasa separando orillas, obedecer el repujamiento de una cordillera que alza murallones, incluso rendirse al tendal de arena en que un desierto alarga su vacío, su nada, su neutralidad de cosa inerte, todo eso me parece un refrendar los designios de la Tierra y un darle a nuestro alojamiento terrestre la armonía de un Amén humano rimado sobre un Amén divino. Esa avenencia natural era y es lo que falta en el mentado primer día del siglo veinte. ¿Por qué teníamos que ponerle rótulo de siglo al año y los años que seguirían viniendo y llegando con la misma secuencia que aprendieron a soportar Adán y Eva, o que nunca aprendieron, en la saudade del Paraíso? Israel no vivió a trechos de siglo, en tanto que aguardaba al Mesías, y cuando vino, tampoco Él se ajustó a mediciones de calendario, y al ser interrogado sobre el final de los tiempos, respondió que esa fecha sólo la sabía su Padre. Me gusta más esa manera de vivir el Tiempo con tiempo, con todo
tiempo, sin hacerle bufar los émbolos, acicateándolo con mentalidad de capataz. Prefiero vivir deslizándome hacia el Más Allá, igual que el río a su delta: aquí algunas vueltas airosas, en seguida unas morosidades de llano, y de repente la sorpresa de una cascada que por fin se remansa. Los embelecos del siglo veinte no calaron en el tuétano de nuestra vida montañesa. Mi madre y mi hermana continuaron sin diarios porque ninguna de las noticias –las llamadas “noticias” – les atañían o involucraban. ¿Qué más daba que se instalase electricidad en Vicuña, si no la teníamos en Montegrande, y de qué servía saber los precios de halagos que no podríamos comprar ni aunque los pregonasen antes nuestras puertas? Muy envalentonados llegaban los afuerinos, vanagloriándose como quien hubiese crecido de golpe varios jemes más y fanfarroneando que ellos sí que eran siglo veinte, pleno siglo veinte, total siglo veinte. Mi madre los tasaba de un parpadeo y resumía
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el alarde con estas palabras certeras: “Titiriteros de circo ajeno”. Mi hermana, alerta y curiosa, pedía que le contaran cómo eran las bujías eléctricas y cómo arribaban los telegramas. Yo no preguntaba nada porque tenía, novedoso y portentoso, mi Valle Elqui en derredor. Digamos que [a] mis once años yo habitaba mi propio Elqui, el reino de todo niño, alhajado de maravillas muy simples: unos guijarros de río que para mí eran gemas de la Reina de Sabá, unas plumas de faisán que me había traído un arriero recogiéndolas quizás dónde, y la mata de jazmín que era mi Alhambra perfumada. El Estado chileno, junto con dar trabajo a mi padre, le dio un vagabundeo que acabó en diáspora. Porque ese comienzo de siglo cayó sobre mi casa como una desgracia en traje de gracia, y un día nos quedamos sin hombre de respeto: tres mujeres solas que se unieron solas que se unieron entrañablemente para no estar solas ni pasar hambre. Tampoco le guardo rencor al buen caminante que quiso conocer mundo y mundos. Al cabo de los años le salí tan beduina y tostada como han de haber sido su cara y su cuerpo de andariego. Mi padre escogió irse, y su vacío me ha dejado la noción de hogar mutilada, arrasada como por guerra o siniestro. Ustedes ya habrían notado que en mis canciones de cuna y en cuanto he escrito para el niño, se echa de menos la presencia recia y tierna del padre, santo y seña del hogar protegido. No me lo dio el destino y no pude inventarlo en mi corazón, de donde salen los versos. Mi sentido del mundo es maternal, necesariamente entibiado de madre, porque ella me dio desde la palabra a los gestos y aunque yo sea una grandota, muy lenta y tosca, doy a mi modo los mismos andares que mi linda viejita, alácrita y rauda como un picaflor. Las gentes que me ven moverme con esa lentitud de osa no distinguen en mi desplazamiento la figura de mi madre, su delicada osamenta transfundida en mí como cuanto una madre deja en toda hija.
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Y cuando este cuerpo por fin se tienda y suele sobre la tierra, sólo entonces se habrá ido en definitiva mi madre en mí y yo hacia ella. Tengo hecho un poema en el cual digo la nostalgia de tener padre, de verlo y estar juntos. No hay día en que no lo piense. A veces lo conjuro en un encuentro muy sereno que nos damos en zona que no conozco y que parece una meseta depurada donde hasta el silencio es esplendoroso. El me mira y, a pesar de mi cara gastada y de mis cabellos cenicientos, me tiende los brazos reconociéndome suya. Nos tenemos, sien contra sien, hasta sentirnos los pulsos acordados, y eso es una dicha igual que un llanto, quedarse y no decir más. Es muy probable que su abandono de nosotras me haya marcado como una desconfiada de los hombres, una medrosa de ser abandonada por el viajero de turno. Tiene mucha razón Freud al marcar la infancia como la segunda madre de nuestra alma: allí fuimos alumbradas u oscurecidas para vivir según los traumas o las ternuras. Majar las costras es lo que haremos en creciendo, puliendo nuestra índole hasta darle unas suavidades de mango de pala o timón. Me hice escuelera porque no existía otro trabajo digno y limpio al cual acudiese una joven de quince años en esos umbrales del siglo veinte. Ahora imagino lo que hubiese podido ser yo de tener otras vías por delante, de haber, por ejemplo, logrado ser linotipista y trabajar en grupo que ríe y conversa, turnando la concentración con el esparcimiento, de manera que mi carácter no se ladease a lo triste. Me faltó riesgo de alegría en torno, porque me di a trabajar como el castor que muy solo y muy serio alza su dique y redondea su madriguera sumergida. A don Carlos Errázuriz le oí decir, años más tarde, en Santiago: “Chile comienza en el siglo veinte”. Yo le agregaba: “Para mal, amigo mío, porque hemos caído de la calidad por obra de Don Arturo Alessandri, mal demócrata que
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avaluaba a los hombres por los votos que dan y creyendo que un criterio mayoritario pueda valer para elegir a los jefes. Para muy mal, don Carlos, porque Chile y las democracias criollas se han vuelto la “comida de las fieras” o el reparto de los niños tanta veneración del soldado, que ahora creemos que una sargentada es la mejor presidencia para nosotros. –¿Y para bien, Gabriela? –Para bien, porque nosotras, las mujeres, habremos sido reconocidas como criaturas cabales y no como subespecie para la crianza y la cocina, y porque las profesiones que defiende el hombre como su coto de caza, habrán de abrirse y podremos darles un aseo moral. Si Chile parte en el siglo veinte, como usted dice, mal puede hacerlo con sólo sus hombres y dejando atrás, como durante el diecinueve, la magnífica aportación de las mujeres. Sería un Chile trunco, manco, es decir, inoperante. No es buena cosa venir al mundo en época de transición. Yo quedé zangoloteada por el oleaje de un romanticismo de tercera clase,
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zarzuela más que teatro y donde el lloriqueo o el palique son tan falsos como el maquillaje. Antes hubo un romanticismo noble y genuino (el de Byron y el de Keats) y después vino ese romanticismo de remedo, que en vez de sentir, pretendía sentir o se forzaba a sentir. Antonio Machado ha demolido con palabras de hacha el cartónpiedra y las bambalinas y el aparatoso fraude de las emociones de esos seudodramáticos. Este hombre español, atrapado en la marejada de los Larras, los Esproncedas y los Campoamores, es el triunfo de un nadador capaz de atravesar las olas y llegar salvo a la orilla en donde prender una fogata, secarse en seguida y seguir corriendo a su destino. Lo logró siendo sincero consigo mismo, que es la norma eterna para todo artista y por la cual él se allegaba a los clásicos. Nos rebanaron los clásicos en nuestra educación chilena, nos aventaron el latín como si fuera demasiada carga para la raza. Cuando volteo en mi lengua el nombre de América Latina para la que antes llamábamos América Hispana, me parece que nombro a quien no hallo: al egregio latín que nos afianzaría como América realmente Latina. Tan justo y provechoso que sería para la índole del mentado latinoamericano el que se le diese una cura de clásicos, una recuperación tónica del idioma dimanante, porque lengua y pensamiento clásicos nos enseñarían a ser hombres y mujeres cabales, carne para obrar nuestra democracia que aun gatea. Sin los clásicos no es aconsejable romantizar. Quiero decir que sin un mínimo control, sin sabiduría en la dosis, en las proporciones del sentimiento, cualquiera incurre en la alharaca de nuestras lloronas de cementerio. Mientras más metidos en mármol estén los fuegos, más recia y preciosa será la relumbre que se trasluzca por las vetas. De la cultura sabia y humana del siglo diecinueve pasamos a la cecina seca que vino después. Ya no se maneja la palabra y el concepto de “filisteo” que usábamos tanto a comienzos de siglo para referirnos al
“Nos rebanaron los clásicos en nuestra educación chilena, nos aventaron el latín como si fuera demasiada carga para la raza”. Foto enfrente: Tierra del Fuego, cosecha de avena, 1940.
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espesor burgués, con sus excrecencias ateas, positivistas y racionalistas, apretujadas como los grumos del rinoceronte y con su misma pesada impavidez ante las garzas del espíritu. Gruesa piel, oídos escasos y la vista hundida en la materia, jibándose a ella por darle la espalda a lo invisible, a lo angélico y sobrenatural. De ese siglo diecinueve no heredamos el Romanticismo que ya he bosquejado, pero sí heredamos la Ciencia en Mayúscula. Podrido como malecón viejo, el Romanticismo ya no servía para zarpar hacia la Citerea: pisarlo era hundirse en una blandenguería huera y lo mejor que podía hacerse por él era soltarlo a la mar. En cambio la Ciencia, vuelta sinónimo de “Progreso”, se insolentaba contra la Religión, desentendiéndose de la Filosofía por considerarla una vieja excéntrica e inofensiva. Nos deslumbró tanto Su Majestad La Ciencia, que ahora se echa de menos la buena llamita de la vela doméstica con su parpadeo cálido sobre la mesa, el libro o el crucifico. Ya estaremos volviendo, como el Hijo pródigo, a la genuina querencia. Por ahí a los veinte años, me di un chapuzón de Ciencia. Leí cuanto libro de divulgación científica cayó a mis manos, esperando que la Física me diese atisbos de lo divino. No me los daba la religión católica, o no cuando la Ciencia me falló en la medida de sus límites, y de los míos, me fui a buscar vistas mayores en la Teosofía y en el Budismo, que aun me rondan como las águilas a la torre. Gimiendo en la sombra he buscado a Dios y lo seguiré buscando hasta cogerle el borde de la túnica. Mi fe no es todo lo ortodoxa que quisieran mis amigos sacerdotes y mis amigas beatas. Lanzo lejos el karma y años después lo recojo. India por la sangre paterna, vasca por la materna, amaso el maíz con el trigo, lo mágico con lo revelado, el Asia trasvasada a la América, con la Europa trasvasada también a la America, y vivo y padezco en mí la bigamia mental, el sincretismo mestizo de los inditos mayas
1942 En “Gabriela Mistral. Pensando a Chile: una tentativa contra lo imposible” Jaime Quezada, compilador Publicaciones del Bicentenario, 2004
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que vi en Chichicastenango. Quemaban sus copales precolombinos sobre las gradas de la iglesia española, sahumándola en indio antes de entrar a rezarle en castellano. ¿Acaso Dios, que no necesita de templos ni de sacrificios mosaicos, va a rechazarnos si le rezamos en maya o en quechua, y va a exigirnos apariencia en vez de esencia, Él, que ve recto a los corazones? Yendo por las rutas lunares de Buda, así de resecas y heladas, o yendo por las regiones astrales de la Teosofía, nunca me he desprendido de Nuestro Señor Jesucristo. Lo he buscado también en esas regiones y cubículos, como quien explora desvanes de un enorme castillo abandonado, a sabiendas de que el dueño pasó por allí, dejando sus cosas desparramadas. Hija del cruce de dos culturas, padezco en lo interior un conflicto que con la vejez se me ha resuelto en fuelle que aviva la llama, y así de mis leños mojados, por fin brinca el fuego, y de las fuerzas que me tironean, al fin he entubado un envión de avance. Y al decir envión se entiende que todavía busco y marcho a tropezones y que he de ir cayendo y alzando hasta rodar fuera del Tiempo, donde ya ni se rueda ni se hace gesto, porque se es siendo, donde se está estando.
“La palabra ‘disciplina’ carga con viejas antipatías, tal vez a causa de que su segundo sentido alude al ramal usado en la azotaina del penitente…”. Foto portadilla: Brasil, 1945.
Palabras para la Universidad de Puerto Rico
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Por segunda vez, tengo la honra de despedir a los graduados de la bienquerida Universidad que dejan esta casa para entrar de lleno en la Vida con mayúscula pasando así del refugio al viento crudo. UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO
Ausente desde hace quince años de la patria borinqueña, yo ignoro varias lonjas de su vida. La primera albricia que me cayó a las manos fue una tarjeta postal que daba la estampa de la nueva Universidad. El enorme cuadrilátero, concebido y hecho en grande, como edificaban otras épocas sus fortalezas o sus seminarios, posado sobre el cartón vulgar, me removió fuertemente. Por la imagen novedosa, yo me supe que ustedes han hecho de esa masa arquitectónica el corazón de su vida civil, su víscera más vital. Es un deseo realizado por contadas ciudades éste de que el signo corporal de su cultura domine el ámbito patrio, señoreando sobre él, haciendo tal presencia para que la ciudadanía no lo olvide y que lo disfruten, desde sus ventanas, lo mismo el viejo cegatón que el niño distraído. Creo en lo visual más que en lo auditivo. El bueno de Ruskin quería que las ciudades fuesen plantadas junto a forma inspiradora:
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montaña, gran río o catedral gótica. Él celebraría la advocación a la cultura que declara la fábrica blanquidorada de Río Piedras. Lograron ustedes lo que quiso el viejo fabiano: que no manden sobre la visión cotidiana ni casinos de juego, ni bancos prósperos, ni sociedades de agio, ni aún las moradas de los ricos: domina allí la Pentecostés permanente [que] transmitirá la ciencia y las reglas democráticas y predicará la justicia casada con la libertad. Mi segunda sorpresa fue saber por alguna estadística que vuestra Legislatura cede a la educación pública el 40 por ciento de su presupuesto, cifra que corresponde en otras partes al graso presupuesto de guerra… Defender tan alto porcentaje con destino a la educación, la cual en muchas partes hace de pobre vergonzante, yo creo que vale por un “test” de la conciencia nacional. Me trajo la tercera complacencia el leer que la miseria de la ciencia teórica y aplicada, de la cual me lamento en esta alocución, no reza con ustedes. La Antilla avisada se ha dado cuenta de que es ella la pionera fulminante que puede rehacer un mundo viejo, carcomido por los comejenes de cierta pseudo-tradición. (Esta decía respecto del campo: “Bueno es que sude el buey y el arador con él”. Y respecto de la luz eléctrica “Sea yo feliz y me alumbre un candil”). Mi cuarta congratulación para la Isla pongo en aquellos órganos complementarios de Facultades y Escuelas que son sus bibliotecas y su radio, aquéllas puestas a vivificar las materias de los cursos y ésta a divulgar cosas primarias, de las que viven ayunas las aldeas. Mi quinta satisfacción arranca de la campaña oficial que busca la transformación de la vida rural por medio de viviendas dignas del hombre. Asimilo a esto el grito de alarma que se da respecto a la salud pública, tan desmedrada en el cuerpo del campesino. Y como en cualquier juicio tiene que haber residuos amargos, anoto, con dolor ese veintinueve por ciento de analfabetos, que aunque esté
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por debajo del que toleran algunos países opulentos del hemisferio, debe ser visto como un punto ulcerado que empaña el decoro cívico y no digamos el electoral. Cuando la institución universitaria llega en su matrícula a los 13.000 alumnos sobre población de dos millones, las cifras cantan rotundamente y sobra subrayarlas. Una empresa del tamaño de esa Universidad, realizada sobre el territorio más urgido del Continente, no triunfa nunca por vía de azar ni madura sólo por gracia de los dineros. Tengo que alabar, por encima de todo, al país que ha sido capaz de tal sacrificio con el fin de ganar en honra cultural lo que siempre le faltará en bulto geográfico. Aquí como en todas las cosas, el sacrificio arranca de alguna ética muy pura. Dentro de nuestra raza, que tiende al derroche y quema sus recursos en vanidades caras y en “paradas” espectaculares, la Isla que en el mapa se rastrea como cuentecilla de vidrio, da el ejemplo de esa austeridad que anda extraviada como moneda de oro. Hasta el niño pequeño que topa en la ruta con una construcción fenomenal, se para a preguntar de dónde “brotó” aquello, quiénes lo hicieron. Es natural que yo, hija adoptiva de ustedes, me dé cuenta y diga “¡Aleluya!”. En tiempos de esperanzas huídas, es justo demorarse como los niños de la ruta, por palpar con lo que el brazo alcance y oír lo que se escapa por los ventanales: lecciones, coros y turno de voces y silencios. Creo en la Universidad, aunque atraviese hoy una crisis tan inesperada para quienes conocen la dulzura de vivir que es la “constante” isleña, la tolerancia congénita del antillano que menos odia y fácilmente bienquiere. Contra la marea que se ha echado sobre la hermosa Casa, y doliéndome esta vez la disidencia respecto de un grupo de jóvenes, yo quiero admirar con el chiquillo de ojos limpios, cuanto se divisa de fuerte y de gayo en lo que levantó allí la comunidad puertorriqueña.
SOBRE UN VOCABLO
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La palabra “disciplina” carga con viejas antipatías, tal vez a causa de que su segundo sentido alude al ramal usado en la azotaina del penitente… Pero en su significación recta, el vocablo apunta a cualquier patrulla de obreros enfilados en torno de la faena y señala igualmente la guardia que, al acabarse la obra, toma sobre sí el cuido de ella, en cuanto a criatura lograda a duras penas. De este modo, dentro de sociedades y grupos “disciplina” quiere decir parvamente celo de un organismo precioso y vigilancia contra sus riesgos físicos y morales. La Universidad, a lo largo de sus cuarenta y cinco años, ha usado la palabra desaventurada en tres significaciones primarias. Las patrullas de albañiles levantaron la bella fábrica obedeciendo a los planes de sus ingenieros; el Gobierno local y los Consejos directivos fijaron el tabulador minucioso que llaman “Reglamento”, y al abrir las anchas puertas de la Casa, el Rector recitó la nómina de las libertades y las disciplinas. El orden más elemental procura evitar, dentro de una institución de 13.000 mozos, los dos tipos de discusiones que envenenaron, peor aún, emponzoñaron, todas las patrias sabidas y las corporaciones cívicas: Política y Religión se llaman tales hornazas. En lengua evangélica o laica, siempre se dijo que “la mansión dividida para en su perdición”, y la gente española que conoció y conoce aún en carne viva el infierno de la división y corte con sangre, tiene más razón que otra alguna de temerlo y detestarlo. Por mucho y muy largo que sea el linaje de estas dos potencias universales, por anchos que sean los prestigios del legislar y el creer, y aunque el mundo haya recibido de ambas bienes indudables, y por más que las dos cubran ahora el horizonte, o precisamente a causa de
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la circunstancia tremenda que vive el mundo, aquella Universidad probadamente liberal tenía negarse a cualquier Jefe político. La que esto escribe sabe muy bien que se trataba esta vez de profesional salido nada menos que de Harvard y de ciudadano amado por un flanco entero de la ciudadanía. Todo ello, siendo tanto, no altera la partida de nacimiento de la institución, en la cual la palabra “disciplina” tiene la determinación del riel y la vertical de la plomada. Nadie puede olvidar, precisamente en estos días trágicos y delante de la caldera de lejía que se ha vuelto la Tierra, que las naciones grandes viven su riesgo mayor y que las llamadas posesiones o colonias pequeñas se hallan más expuestas que nunca a que el huracán totalitario o la simple anarquía les desbaraten en semanas su pobre puñado de paz. Ahora es preciso que el viejo rigor llamado “disciplina”, eche sobre el mar la ojeada del guardián de faro y canturree a la oreja de los optimistas la antigua máxima: “Cuida tu bien: es pequeño y se confunde con tu alma”.
–“Dennos la disciplina contra la confusión” está diciendo en estos momentos cada hombre que no ha perdido el eje de su alma. Y el limpio substantivo puesto en tela de juicio lo están repitiendo, por una contingencia singular, lo mismo los que viven sobre la calenturienta llanura francesa que sobre el agro idílico de Italia y los que mandan todopoderosamente sobre las estepas rusas…Y es que cada uno a su manera siente el horror del Viejo Caos de las Mitologías y masculla la palabra malfamada en una especie de obsesión. Uno tuvimos cuyo nombre que queda asimilado a la Leyenda Dorada de los Santos quien, siendo un “hereje” hindú, ha sido llorado aún por los catolicismos recalcitrantes: fue el viejo Mahatma Ghandhi. Su vida también se llamó Disciplina y él la aplico a sí mismo en grado más ácido que el del más estoico y más absoluto que el del Estilita: él además la exigió a las trescientas millonadas de sus seguidores. La llamada “doctrina contra la Violencia” llegó a extremidades que parecen rebalsar las posibilidades del hombre, pero fue obedecida. Dicho todo esto, quiero añadir, con tono alegre, que el fermento colérico de los jóvenes no debería quizás provocar un sentimiento próximo a la consternación. Casi todas las mocedades que maldijeron de sus autoridades escolares y desfilaron en hebra libertaria o liberticida, en procesiones dionisíacas o apolíneas, ríen de buena gana a los treinta años acordándose de sus furores sobrados y cuentan su aventura como una fábula a sus hijos, los cuales correrán también la vía pública cumpliendo misma fogosa diligencia…
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UN RECTOR Conocí a vuestro Rector del mejor conocimiento que puede existir entre las gentes de cualquier meridiano terrestre: en mi sala de clases de esa Universidad.
“La palabra ‘disciplina’ tiene la determinación del riel y la vertical de la plomada”. Foto enfrente: Trabajadores, 1941.
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Nada me debe él y nada le debo yo, aparte de la suave dicha que producen las coincidencias del espíritu. Ignoro hasta hoy su partido y su religión, esos dos cabos que ligan a los seres por la vía emocional o por los intereses superiores. Suelo encontrar palabras y obras suyas en algún cotidiano, y por ella sé, que sin hablarnos, sin comunicarnos, ambos seguimos sentados sobre la piedra andina de ciertos principios, que las mismas substancias que nos alimentaban continúan corriendo por nuestra sangre y que la historia del mundo actual no nos ha desgarrado el paño denso que guarda en los dos el calor de lo humano. Nos dimos, en servicio a la vez pardo y ardiente, a la mejor familia, que es la humanidad, y en ese punto seguimos, sin que nos hayan separado las veleidades de las “tornadizas corrientes de opinión”. Continuamos pues, exentos del miedo, cuyo temblor dicta a los individuos y a los grupos los “síes” fatales y en que irrumpe sobre la cátedra o la morada que nuestra convicción nos puso a guardar. Nunca tuvo mucho que hacer con la pedagogía la calle trotadora y congestionada, como que, en calles de Valladolid y de otras ciudades españolas, estudiantes locos hicieron la befa del maestro indudable Don Miguel de Unamuno. Yo recibí de esa boca el relato quemante y lo trasmito a su discípulo fiel, Jaime Benítez, para doblarle la serenidad viril con que ha vivido la injusticia de los más suyos. Creo y sigo esperando de ciertas juventudes que tienen oídos finos y en la noche cerrada que ahora vivimos saben discriminar entre las voces francas y las susurradas, que vuelan en el aire. Y sigo a la vez el trance patético de aquellos que, como el indio quechua, se ponen pecho a pecho con su tierra, en el momento de la prueba, para oír, en vez de la algarada que pasa, el pulso fino que hace la savia en las raíces de sus tamarindos ancestrales. Son ellas especie de anclas vegetales sumidas en el suelo patrio y su reciedumbre se llama “raza”.
Escuchando a las sigilosas sabemos lo que ellas valen como inspiración y lo que quieren de nosotros, y este coloquio nocturno con las raíces resulta determinante y suavemente mágico. Entre estos fortificados por la tradición cuento yo al Rector Benítez. GENERACIONES
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Lo que llamamos una generación es hecho real y no mera denominación. Cuando yo, de moza, miraba en las costas de Chile el juego de los oleajes, me gustaba seguirles los contrastes de altura, de color, y de fuerza o relajo. Nunca eran iguales esas cohortes de olas; cada una variaba en voluntad, ritmo y coronamiento de espumas. Los pescadores me contaban que sus órdenes diferían hasta por los peces, las caracolas y las algas que se traían de arrastre. También las generaciones escolares se traen elementos que por variados y opuestos resultan ricos y excitantes. Desde el cuerpo de abogados hasta el de agrónomos, pasando por el de profesores y artistas, vuestro repertorio resulta ancho y hermoso. Cada generación se pone a ensayar, como un grupo de químicos otras elaboraciones sobre el viejo limo terrestre; ellas se echan de bruces a buscar a los parientes del radium en el montón de piedra molida, como lo hicieron los Curie. Rastreen, ustedes, como ellos, y hallen lo que no les hemos dado nosotros, quienes tampoco lo recibimos todo de nuestros padres. Una generación equivale a lo que en lengua militar llaman equipo y en lengua marina, tripulación, y veces se vuelve un organismo enteramente diferenciado del cuerpo paterno. Los estudiantes de literatura que me oyen saben también que las generaciones se diferencian a veces rotundamente. La humanidad, que
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no quiere repetirse, ensaya modos y verbos diversos y esta voluntad suya viene de cierto pundonor; cada juventud desea “dejar algo nuevo en las barcas humanas”, según decía el poeta. Hagan ustedes su batalla, a fin de que conozcan el gozo viril que es corregir creando, sentimiento que también probamos nosotros cuando fue nuestro turno. Porque la creación expresa siempre la salud del alma, y el relajo en el taller que llamamos “mundo” vendría a ser un paro de la sangre, y la Vida, gran briosa, no quiere detenerse. Tal liberación es alegre, yo lo sé, porque se parece a un visado de pasaporte para la partida hacia la aventura. Por la despedida que les doy, corre algo parecido a una “Mea culpa”. Pienso en que son muchos los problemas que la vieja gente no esclareció y menos aún resolvió, porque nuestros padres echaron sobre nosotros un fardo pesado con el que no pudimos sino a tercias. Pero a ustedes, gente en brasas, las construcciones mancas y los maderámenes a medio alzar les provocan encendimiento y los lanzarán a rectificar acá y más allá, a confirmar y también a contradecir. Mientras ustedes, alumnos graduados, sientan más fuertemente el hecho de que son los tripulantes de un barco lanzado a expedición nueva, su orgullo será acicateado y tal atizamiento fue siempre, desde los tiempos del “Vellocino de Oro” la causa de que otra mocedad gane algún gajo de lo que se llamaba imposible. Lo importante para nosotros, lo que nos trabaja en el momento de despedirles, es que ustedes como los marinos, partan llevando buena carta de náutica, que hayan objetivado desde esta misma Casa el itinerario del viaje, que sean unos Colones que carguen a lo menos un croquis aproximativo de su empresa. Para ayudarles dándoles de la mano a la mano el gobierno de su tierra y el influjo sobre el resto de la raza, nosotros necesitamos ver el contorno de la utopía que los trabaja y los agita. El entendimiento exige imágenes claras y para dejarles
HUMANISMO Tentaré decir rápidamente la “saga” intentada y rota en varios pueblos latinos, unos del Sur, otros de Europa. El humanismo, a pesar de su precioso nombre, (a poco de nacer) se fue volviendo mercancía de tipo suntuario entre nosotros; él produjo grandes rectores de almas, como Bello y Hostos y algunas organizaciones bellas. Pero desde que el socialismo anegó a las juventudes de Europa y de América en una confusa avalancha, la preciosa herramienta de hacer hombres que llamamos “humanismo”, fue tirada al rincón como trasto viejo. La mayor desventura de nuestra América tal vez sea el haber liquidado aquél método eterno antes de poseerlo de verdad y de que nos valiese como formador de espíritu. Quedamos “con la miel en los labios”, según la expresión
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libre el epicentro del campo necesitamos que ustedes nos muestren eso que pedía un gran francés “des idées precises” –ideas exactas– diseños claros. El limbo es una región que no convida a entrar por su vaguedad; el mero vaho de las ideas tampoco incita, y la Iglesia, gran objetiva, ha acabado por suprimirlo en el cuerpo de sus creencias. Busca la juventud de hoy más menos estas cosas: un orden social en el cual las diferencias de clase no sigan correspondiendo a nombre y a dineros sino a la capacidad comprobada por el oficio o la profesión, es decir, a los valores reales. Todos ellos desean eliminar la lacra de la miseria, que ha sido llaga en el rostro noble de la latinidad: todos quieren que el trabajo no sea asunto de azar y de dolor, de casualidad desordenada y de esfuerzo excesivos. Y aunque se quiera ver sobre esas juventudes la costra de un materialismo craso que no mostraban las anteriores, la verdad es que ella va buscando a tanteos penosos una espiritualidad nueva.
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popular: no llegamos a su paladeo y menos todavía a la saturación de la costumbre doméstica y nacional por esa materia, que aun siendo tan humana, echa de sí los fulgores divinos que le valieron el amor del Catolicismo. Ahora Francia e Italia, las grandes productoras de ideas, ensayan vagamente algo parecido al humanismo integral cuya fórmula se halla en los libros admirables de Jacques Maritain: la zona que yo más amo de la mocedad sudamericana está ensayándolo también. Así como resultó pobre y enteco el humanismo en ciernes de algunas universidades del Caribe y el pacifico, también ha sido harto formal y ayuna de entrañas nuestra cristiandad criolla. Al Cristianismo le correspondía haber puesto sobre las piedras sillares de lo grecoromano el coronamiento evangélico; pero sobrevino una especie de Gironda, formada de caporales y oradores que quisieron y lograron desentenderse del remate espiritual de la Obra, y rebanaron no sólo la cúpula de la Catedral sino que dejaron las naves despojadas de intimidad cristiana, de ese calor amoroso que crea la congregación y la convivencia real de las iglesias todas. Desde ese momento, y con un despeño vertical, nuestra gente se puso a vivir en algo parecido a las casas de emergencias, flacas y feas, que se alzan en semanas y que se doblan pronto, quebradas como la flor de mayo… Jacobinos y girondinos, más uno que otro Marat criollos, se pusieron a reemplazar los bloques de piedra de la tradición dizque por la ciencia moderna que nacía con un “geyser” espectacular. No había por qué despachar como un criado viejo a la gran señora que fue y será siempre la cultura del Mediterráneo; mas, nuestros modales así políticos como pedagógicos algo llevan de un atarantamiento de nuevos ricos. Mal hicieron los envalentonados: el pleito se zanjaba racionalmente añadiendo a las Universidades, con justa largueza las secciones
científicas. No ocurrió eso sino que las briznas apenas asomadas del humanismo serían quemadas en varios países y que lo científico entró con una presencia borrosa de fantasma, es decir, sin capacidad para suceder a la patrona arrojada de las aulas. (¡Qué congoja para usted, maestro Alfonso Reyes, que miraba el espectáculo desde Europa!). DESPRESTIGIO DE LAS PROFESIONES
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Aunque la vida profesional de nuestros pueblos sea cosa de ayer, ocurre que tiene ya algún quebrajeo en su prestigio, cosa que acaece solamente en las instituciones de vida muy larga. Tenemos que confesarnos a nosotros mismos el que hay un sesgo de flojedad decadente en la vida profesional y el hecho, aunque todavía no aparezca grave, ya pide ser enmendado para prevenir la caída vertical. La masa, que comprende ahora al pueblo y a la clase media empobrecida, poca fe pone en el abogado, masculla quejas contra el médico y mira con desabrimiento a profesores y maestros. Las causas son varias y sólo apuntaré algunas: La justicia falla en los juzgados si no en las Cortes: el tratamiento médico sobrepasa, por caro, las posibilidades del asalariado; la labor de los educadores poco transciende hacia la vida económica de la nación y hacia la vida familiar misma. No sobra, pues, prevenir a los que dejan hoy esta Casa sobre la desvalorización de su clase y recordarles que los prestigios, como la vajilla de plata, necesitan, no sólo conservación, sino de lustre, o sea de limpia y frote. Tres modos de enmienda para el mal he visto, andando el mundo: Primero– Acrecentar la ciencia recibida, que se torna rancia a breve plazo o se reseca por la falta de relación vital con el ambiente, o bien –y esto es peor– que cae en un mero comercialismo, pasa a ser un agio más, una manera comodona de enriquecerse pronto. (Lo último no toca a los maestros, mal pagados en casi todas partes). Observen
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ustedes el hecho y paren el mal: es unas de las dolencias de los pueblos nuestros. El proceso de esta rápida decadencia tal vez arranque del sentido nortecino con que se vivan las profesiones y los oficios. Los latinoamericanos atribuyen al título, (al simple diploma) un valor exagerado, y confunde el estudio raso con el saber, el banco universitario con cierta promoción social y el cuadrilátero del diploma con un punto de arribo, siendo únicamente el indicador de la primera jornada. Los pueblos nuevos son grandes cándidos y hay que confesar que han deteriorado muchos de los conceptos y los vocablos que les prestó la Europa vieja y sabia. La palabra “doctor” por ejemplo, suena en el aire con tanta abundancia como “trigo” o “azúcar”, porque el Doctorado ya hace oleadas de trigal en el Continente, y aquí como en todo, la vulgarización sobrada pasa el “choteo”, y la abundancia del producto baja las cotizaciones lo mismo que en las bolsas. Acaso el más lindo voto que pueden ustedes hacerse el día de hoy sea el de parar este descenso de lo profesional y el de corregir la infantilidad nuestra que toma la verja de la casa señorial por la casa misma y en la verja se queda… La cura del mal quizás deba comenzar en una cosa simple que parece juego pero que los libraría a ustedes de toda petulancia: Sigan sintiéndose estudiantes; ello será a la vez sentirse joven y saberse a media ruta. El ánimo del caminante no arribado les degollará la vanidad y les guardará entero en alán y la acometida. Porque cada ciencia y cada técnica se parecen a la fiera dura de rastrear, coger y echar en el morral, y cada aprendizaje que mira a la especialización, viene a ser la flecha disparada hacia al infinito. No se engrasen ustedes en la satisfacción, no se sienten en la clásica mecedora tropical, dense por pedagogo al Rigor, a pesar de su piel recia, y como el trapense, vigílense día a día la complacencia sobrada de sí mismos. Cualquier
LOS PROFESIONALES Y EL PUEBLO RURAL Nosotros, profesionales, vivimos hasta en los peores casos, algunas ventajas aupadas a privilegios. Ellas no corresponden siempre a salarios mayores sino a un mejor ambiente. Nuestros menesteres se desarrollan en sitios limpios y a veces alegres. El trabajo intelectual si se pone en él un poco de organización –mejor dicho de “arte”–, contiene grandes dulzuras, y la mayor de ellas es la posibilidad de creación. Aunque la rutina suela llevarse lo más del tiempo, aquí como en la especiería unos granos bastan para embalsamar el día vivido y la gota de la creación refrigera la vida toda. Pero ni la máquina ni la gleba regalan la libertad ni dejan tiempo ni fuerza para que la imaginación retoce como la nube que hace y deshace a su gana del cielo.
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satisfacción grande, como la persona obesa, acaba en la inmovilidad. Quienquiera que avalúe en exceso su logro o su hallazgo, no se aplica sobre la carne ningún cilicio de auto crítica y se entontece a fuerza del muy pueril amor propio. Él acaba tomando la vía de la pereza y está lo va a deteriorar bastante más que el sendero de la diligencia. Yo deseo que cada uno de ustedes coja el hábito de afilar a diario las armas de su profesión y no las deje ser ganadas por el orín o parar en romas por la indolencia. Reflorezcan ustedes el árbol lacio del prestigio profesional. La profesión y el oficio se parecen a los dioses lares: ellos piden un culto diario. Cuando la fe en la medicina, en las leyes o en la pedagogía se relajan, lo mismo que cuando las religiones no sacan chispas de los corazones secos, bueno es alarmarse y entrar en averiguación minuciosa del proceso, porque lo acontecido será “que la sal se ha ido volviendo insípida” y el paladar de las almas la deja, por inútil.
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“El profesional tanto como el artista debe dar no sólo su ciencia sino su amistad cotidiana, al hombre y a la mujer cuyas vidas son unos largos y anchos purgatorios”. Foto enfrente: Central de Trabajadores de Chile, 1940.
Privilegiados son ustedes y les corresponde pagar un diezmo que viene de lejos, que antes era leve y hoy pesa más. Expreso o tácito, este devengar debe ser bien cumplido y aunque no sea cobrado explícitamente, el caso es de pagarlo sin citación… El profesional tanto como el artista, debe dar no sólo su ciencia sino su amistad cotidiana, al hombre y a la mujer cuyas vidas son unos largos y anchos purgatorios. Porque la miseria en ciertas labores y en climas fuertes de frío o de calor, mucho tienen de purgas que no purifican el cuerpo ni ayudan el alma, que exasperan o embrutecen por el tedio puro. Dije “amistad” pudiendo decir, “ayuda” a secas, pues se trata de regalar alguna asistencia y compañía consoladora. Casi siempre el hombre culto resulta criatura fuerte y, por lo tanto capaz de confortar. Los recursos materiales son limitados, los del espíritu son mucho mayores de lo que creemos. Si la jerarquía social significa, como dicen, una “escala de valores”, quienes manden en cualquier orden, esos son los más fuertes. Nosotros, los llamados “intelectuales” debemos acercarnos al pueblo raso y gastar con él las horas que despilfarramos en nuestra vana “vida social”; podemos, sí, convivir con él frecuentemente, yendo a sus fiestas familiares, estando en sus nacimientos, sus Navidades y sus duelos. Tal cosa no llega a hazaña, es rasa cristiandad y atadura de las clases que viven sueltas como los dados, y extraviadas además. Aquello de las Patrias en cuanto a “familias nacionales” no es una hipérbole: cual más, cual menos, todos vivimos del pueblo, en formas diversas; el viene a ser algo así como el segundo suelo que nos afirma y la segunda atmósfera en la cual respiramos, medrando, por añadidura. Ahora que el odio corre el mundo vuelto ideología, llevando encima hermosos nombres propios y blandiendo u ocultando el lazo, y cuando la sordera de clase a clase ha parado en hábito empedernido, es preciso que aquellos cuyo oficio es el de pensar por encima del
compromiso y la casta, se pongan a enmendar y a rectificar a toda prisa. En lo dicho, no me refiero ni de lejos a sembrar un almácigo más de “liderismo”. Esta búsqueda de las poblaciones huérfanas, este volver los ojos al campesinado, debe estar absolutamente limpio de correteos y trucos de picaresca política. Ustedes, puertorriqueños, poseen, precisamente, una índole muy válida para crear un populismo exento de populachería, la concordancia entre los que, siendo diversos, no son opuestos. Porque hay en ustedes alguna recóndita cristiandad unitaria que en pocas partes el extranjero siente y que les ha librado de la xenofobia, lacra del mundo. Solo les falta sacar a la luz esa esencia oscura y ponerse a vivirla en todo cuanto puede manar de ella: tesoros son, maravillas de convivialidad. En cuantos países he andado, vi siempre que el juego entre ciudad y campo, el confluir de lo urbano con lo rural, la fertilización de lo
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uno por lo otro, ha hecho las naciones más sanas, las más compactas y estables. Y vi también lo contrario: las falsas “unidades” en las cuales el campo se parece al jorobado o el manco que vive amargado de alimentar a sus parientes válidos, o sea las ciudades – patronas, engrasadas de ocio. Entrañas fraternales ha de tener esa Isla para que vivan dos millones de hombres sobre tres mil quinientas millas cuadradas, sin echarse los unos sobre los otros en el pugilato de otros países. Ha habido en ustedes un instinto que les ha hecho no llegar en sus diferencias de partido a la brega sangrienta. Esa cordura permite que sobrevivan las patrias pequeñas: cada ciudadano de ella obra con la vigilancia y los tactos del que maneja una porcelana china. Cada piececilla es tan frágil como preciosa, y no tiene repuesto: son los pueblos que no deben perder nada, porque el Destino les dio poco. Y no han de travesear como otras a la fantasía tórrida, porque tienen lo justo o lo insuficiente. Como la granjera de ganancias parvas, estas patrias no pueden despilfarrar el trabajo, y no se diga la sangre de sus hijos, y estas colectividades afligidas tal vez sean las que yo quiero más, se llamen Italia; Bélgica, Dinamarca; Chile, Puerto Rico. LA CIENCIA Y NOSOTROS Me parece asunto digno de comento y también de acida autoconfesión, la suerte que la ciencia teórica y la aplicada ha corrido en la mayoría de nuestros pueblos latinoamericanos; pero dejando constancia inmediata de la cifra robusta de alumnos que ha logrado en esta rama Universidad tan nueva como la vuestra. He preguntado varias veces a los que mandan en los negocios educacionales sobre la causa de la inapetencia para las ramas científicas
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que demuestra el estudiantado de nuestros pueblos. La respuesta ha sido torpe o maliciosa: –“No tiene la ciencia aquí el ambiente que ella requiere para que los alumnos la busquen y se decidan por ella”.– Entretanto, es poco lo que se hace para crear esa atmósfera de incitación y los estudios de leyes primero y los de pedagogía, después acaparan a la flor de la inteligencia. La razón de esos dos auges viene de que la abogacía conduce a la carrera política y por ende a los cargos suculentos, y que la enseñanza pública es una función de fácil ingreso y exige poco, aunque debería ser la que exigiese más, la que lo pudiese todo. Los cursos superiores de ciencia ralean o se desgajan a estas mismas horas del mayor florecimiento de ellos en Estados Unidos y en el Occidente y en el Oriente europeo, donde su prestigio ya se asimila al de las naciones mismas. La sabia Alemania, caída después de su loca aventura nazi, se pone a revalidar sus laboratorios y a reorganizar sus empresas industriales con un bello fervor que conmueve. Ella sabe que su rehabilitación y el recobramiento de su categoría le vendrán por este camino y sus propios enemigos de ayer comienzan a decir que “el mundo necesita de la ciencia alemana como de algo insustituible”. Y mientras ocurre todo esto en el mundo los alumnados de varios países criollos dejan perder la savia de su mocedad en el ejercicio más desprestigiado de la América nuestra; en la materia vieja y resobada de la politiquería criolla. Es un quemarse en el umbral de la vida, un recaer en la fiebre tropical que agotó a nuestros padres y abuelos y es un taparse la cara para no ver que el auge de los países ya no arranca del vejestorio tragicómico de las demagogias, sean ellas de izquierda o de derecha, azules o rojas, llámense como se llamen, las muy ladinas. En los modos que toman la modorra o el entredormir ibéricos; delante de la Minerva científica, que es austera y exigente –en el mínimo
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entusiasmo y en la indiferencia yerta con que la ojean, hay algo, un torpor lastimoso que nos va llevando a la derrota del campeonato científico que se ha vuelto el mundo. En dos tercios de la América seguimos siendo los países de las materias primas, como quien dice los parientes del África primaria; continuamos pagando a duras penas con nuestras bajas monedas, desde los arados hasta las ropas que nos visten; compramos buena parte de la farmacopea; la tapicería extranjera cubre nuestras habitaciones aunque seamos excelentes tejedores y la vajilla exótica brilla en nuestras mesas aun cuando España y Portugal nos trajeron sus cerámicas ejemplares. Países de selva, cuyo aire trasciende a madera, compran sus fósforos y su papel a la Escandinavia; y pueblos de costa desatada no se echan todavía al mar y continúan pagando el bacalao seco… Y esto y mucho más que parece fábula es la verdad monda y oronda de nosotros a estas horas. La gran miseria que anoto a las volandas y lo que dejo sin enumerar tal vez arranque de nuestra ingenua enseñanza “vocacional” torpe engendro que llamamos con este nombre. Porque no rastreamos la vocación del niño a las derechas, o sea, llevándole a vivir los talleres de oficios e industrias y menos aún los laboratorios. Son cosa viva los oficios humanos y su ambiente físico, incluso desnudo o pardo, respira la magia del género, el espíritu de la especialidad; ellos están cargados del resuello doble que se exhalan de materiales y operadores, y por lo tanto es su convivencia quien puede revelar al muchacho si él se soldará a ellos como la bisagra a la puerta o la llave a la cerradura. Jugarretas o simulacros me han parecido siempre los ensayos para despertar la “revelación vocacional” que he visto en las escuelas y nunca hallé en los focos ardientes del trabajo manual e industrial. Y sobra decirlo; no hay en el mundo desventura mayor que el yerro vocacional, verdadera reversión del alma, engaño trágico que nos
HOUSSAY Desde la aridez desértica que son las actividades científicas en el Pacifico, ha subido en este AÑO DE GRACIA, una aurora que podrá encender a los mozos de nuestra raza: por primera vez el premio de Medicina del Instituto Nobel ha caído sobre un investigador nuestro, el médico argentino Bernardo Houssay. Sabíamos que la Universidad de Buenos Aires trabajaba en sus laboratorios con rumbos claros y desahogo económico, asistida así de lucidez y de recursos. Habíamos visto allí una raza hermosa y además fuerte, gracias a una bien celada salud pública. Pero ignorábamos aun que ese núcleo universitario poseyese ya hombres tan maduros como para incorporarse en aquellas investigaciones complejas que se hacen sobre líneas delicadas de especialización. Ahora sabemos que, de un cabo al otro del continente, la pareja Americana de los Cori y el Dr. Houssay perseguían la averiguación de la glándula pituitaria, con la feliz coincidencia de los que no se conocen y sin verse, golpean sobre la roca terca de un problema casi intacto.
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hacen o que nos hacemos a nosotros mismos. Quien se dé el afán de observar al hombre fracasado, hallará siempre detrás de sus desgracias una vocación inventada por los padres o los maestros, o por la propia víctima, la cual abandonó al mero azar el negocio mayor de sua [sic] vida. No existe desastre más grande que el no hacer la averiguación de nuestro destino auscultando nuestras potencias, pues quien se oiga el pecho obedecerá sin considerar otra cosa que la voluntad de Dios escrita sobre sus facultades. Aquello de la vocación “irrevocable” poco lo sienten los desatentos a su alma, distraídos de su vida verdadera, y rara vez se hallan ¡cuidados! al tutor generoso que los palpe como un tejido y les revele su propia substancia.
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Creo que el caso Houssay cuenta para nuestros estudiantes como la clarinada sacude a los dormidos y remece a los desalentados. El hecho de este Premio Nobel de Ciencias caído hacia el Río de la Plata significa diez veces más que un premio literario cualquiera. Porque el fabular o el versificar prosperan en los cuatro cantos del planeta, lo mismo bajo la tienda árabe que en la cueva de los lapones; pero la hazaña científica vale en cuanto a testimonio de una civilización efectiva, es el racimo ya sin agraz de una patria en sazón. La buena nueva, me llegó en un suelto de cuatro líneas y me sacudió con un calofrío que nunca me dan las planas en que los cotidianos dan cuenta del cambio de régimen tal, o regalan el rostro desaforado del caudillo N° 100. Entre las hazañas civiles tengamos a la argentina como la primera y más alentadora y manden ustedes al sabio del Plata el ¡Evohé! de los jóvenes griegos. Cuarenta años de dos ojos sabios e hincados sobre un problema, persiguiendo la dolencia constituyen la historia del varón ejemplar en el cual se abre la gloria médica de la América del Sur. El suceso es como para regocijar a todos, pero él entraña además, una lección que levantará la baja temperatura de los pueblos displicentes hacia la brega maravillosa de los laboratorios. Un campeonato de boxeo que hiede a mal sudor, unas carreras de caballos cosacos, una danzadora de gran Casino, encienden más al público que la gesta contra el dolor cumplida por hombres oscuros que constituyen la reivindicación del pobre género humano. –Que es el de nuestros días–. Cuento mi mejor excursión por vuestra Isla la que hice acompañada del Rector, Dr. Carlos Chardón. El botánico iba diciéndome su tierra y señalándome los cultivos con amor de patriarca que recuenta su prole. De pronto bajó del automóvil para adentrarse en unas cañas a manosear el borde del cañaveral.
Universidad de Puerto Rico Puerto Rico, 1948 Conferencia. En “Discursos de Gabriela Mistral”, Pedro Pablo Zegers, compilador En prensa, 2015
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Doblado sobre algo que yo ni veía, él resobaba hojas y tallos: seguía en el polvillo pegado a los dedos a unos insectos mínimos, con su vista de lupa habituada a lo infinitesimal… Entonces recordé lo que se callaba: la salvación del cañaveral en cierto año de infección y ruina, el trueque de la especie averiada por un ejemplar javanés y la salvación de los plantíos a quien puede tener por hijos suyos… Luego vinieron los viajes del curador de plantas por Venezuela y Colombia en otros encargos de salvataje vegetal. También esto pueden tenerlo por una “saga”, alumnos graduados: en ella se abrió para ustedes el continente sur, que empezaría a enviar a la Borinquén inédita agrónomos faltos de técnica e igualmente se abrieron a nuestros profesionales los países del sur, hacia donde podrían llevar ciertas técnicas que allá ralean. Porque vuestra Universidad ha entrado en su mayoría de edad y es capaz de prestarnos método, dándonos en lengua española lo que recibe de Estados Unidos. Que no ahogue a ustedes pues la brevedad de la Antilla menor: se crece en todas direcciones; gracias a Dios. El perímetro de un suelo, no es todo: la dimensión arranca de la voluntad, y el vivero (de plantas, de peces o de espíritu) puede tener unos cuantos palmos: eso le basta al creador y al de ánimo empecinado.
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Mensaje para los jóvenes universitarios
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Yo estimo mucho la aproximación a los jóvenes que suele serme acordada y que me tengo por gracia. Ella significa algo parecido al convite que se hace a los viejos ovejeros de la Patagonia para que se alleguen por las noches a las grandes fogatas; es además una gran cortesía la de que los mozos inviten a los viejos a hablar sobre los asuntos del mundo. Porque mi generación poco previó y poco sirvió la causa del futuro, es decir, el lote vuestro. Nuestra contribución al futuro inmediato ha sido parva, tal vez torpe. Los intelectuales de nuestro equipo cargaban el peso muerto de un racionalismo escéptico y rara vez alumbrado por la intuición; hasta la palabra Espíritu repugnaba a varios, como si se pudiese descongelar un mundo yerto sin la bocanada caliente de lo espiritual, sin algo que se parezca al resuello ardiendo de Juan el Bautizador. Ustedes llegan trayendo el ímpetu que nos faltó, la prisa que nos falló a nosotros, los morosos, y sobre todo, ustedes llegan aviados con el sentido de organización. El ímpetu de algunos grupos estudiantiles va derecho a la acción, y la disciplina que han logrado los lleva hacia una técnica que nosotros no conocimos. Aunque lo sepan, quiero enumerar las faenas que el mexicano se echó sobre sus hombros y las que cargarán Uds. en el porvenir, con el desenfado de los buenos cargadores de malecones y otras empresas
“Mi generación poco previó y poco sirvió la causa del futuro…”. Foto enfrente: México, 1948.
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La tierra sudamericana sigue cultivada “a decimas”, y lo baldío aúlla todavía su abandono. México dio el primer grito de una reforma agraria; eso escandalizó primero, luego fue tolerado y hoy prende bajo formas ya legalistas en casi todo el Sur. Ustedes, mexicanos, son, en eso, los desbrozadores de una barbarie que ya perecía sempiterna. En estos días de Fortín, ando por los caminos rurales viendo a derecha y a izquierda parcelas menudas pero suficientes, que han ubicado al hombre en su bien natural: el área o la hectárea verde, es casi la prolongación de su cuerpo. El labriego sin metro de tierra es tan absurdo como el andador sin ruta. Él debe cultivar para los otros a la vez que para los suyos, y el ejido representa cosa tan natural como sus herramientas. A estas horas, los chilenos, nos hemos puesto también, en territorio muy urgido, a crear algo más modesto pero en la misma línea: la pequeña propiedad rural ya echa el vagido de su nacimiento. La segunda hazaña vuestra tal vez sea la recuperación del petróleo. El asunto era duro y bravo de atacar como el peñasco basáltico. Intereses y abusos, a poco andar, se asientan, y a toda anchura, y se petrifican, y se declaran hecho y derecho eternos. Vuestro hombre consecuente y pertinaz, el Presidente Cárdenas, dio la cara al absurdo y se puso a minar la roca, no con mera demagogia, sino con el pico del derecho natural y de las legislaciones racionales y modernas. La reforma educacional de Vasconcelos vale por la honra mejor de nuestra generación, y lava en parte su inocuidad. Ella obró tanto y hasta más, fuera de México que aquí adentro: ella dio tal sacudón a la modorra del mestizaje que casi valió por una revolución. No fue aquello un mero espasmo, y ha continuado, y todavía en nuestras reformas del Sur corre esa levadura del Anáhuac en liudando la pesadez de la pedagogía criolla. A mi regreso hallo aquí el segundo “tiempo” de aquella siembra: Hay un nuevo empellón creador y sobre todo la voluntad de trabajar en extensión, sin dejar puntos muertos
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del territorio procurando alcanzar los confines. Esto fue la ambición del Ministro Torres Bodet, al lanzar su campaña alfabetizadora, y es la del sucesor Ministro Gual Vidal. El Alfabeto va avanzando como buen incendio de selva adentro y de peñas arriba. Y a la vez que esta cruzada por el Alfabeto se apresura México, la palabra primaria se instala en las mesas de la UNESCO, en pleno París, para saltar desde allí, seguramente, hacia la pobre Asia y el África desventuradas. El alfabetizador mexicano trabaja hoy sobre el eje mismo del mundo y nosotros, gente del Sur, sentimos cierto orgullo de que ese despertador de amodorrados sea uno de los nuestros, escritor, poeta y político por partida triple. Y ahora digo lo que más agradezco al México del año 1921: el desenterrar al indio que estaba tapiado y asfixiado, a pesar de la bella anchura que llamamos Anáhuac y de todo el aire y la luz que lo galopan. Después que el misionero fue eliminado, el tema indigenista parece que pasó a ser “tabú” y la acción en bien del aborigen se diluyó y acabó en fábula. Y esto duraría hasta el año 1920, cuando sobrevino el redescubrimiento del indio, y él subió como los reyes oaxaqueños descuajados por Alfonso Caso, y su causa se echó andar. Esta resurrección de los muertos pasaría a las otras dos Américas atolladas en la iniquidad colectiva. Tal vez no era eso ni siquiera iniquidad, de ser inconsciencia pura. Que el rescate del indio no acabe todavía, que en algunas partes se atasque o pare, a causa de ladinos o de ciegos, es natural aunque no sea excusable. Tres siglos de emparedamiento del indio cuentan por un hábito mondo y orondo y la costumbre es una oxidación. Pero el soterrado ya tiene el busto afuera, ya se le ve, ya prueba las piernas miedosas, ya va cobrando figura de hombre, y habla, se aprende la ciudadanía y puede defenderse por su propia boca. El hindú está libertándose solo ahora; el negro africano vendrá después.
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Que no olvide el mundo el hecho de que la reivindicación de las llamadas “razas inferiores” despuntó aquí, en la Patria cuyo escudo muestra al águila fogosa cortando el rollo de la vieja serpiente. Aquí echó su primer dado el movimiento hoy en marcha, que parará en la revisión y luego el “Mea Culpa” respecto del oriente asiático y de este oriente americano que son los Andes y la selva del Sur. La operación mexicana de liberar al paralitico y de soltarle, además, la lengua muda, son cosas que ni se sabe nombrar con apelativo justo ni agradecerlo suficientemente. Pero el haber visto de cerca el enderezarse de aquel tendal de dormidos, el acordarme yo de las primeras misiones
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indígenas –parecidas a la irrigación brusca del desierto por una red de presas y canales–; este regreso de Quetzalcóatl más Las Casas y Don vasco, patrones echados y al fin restituidos; este trueque de un clima moral inerte por otro cálido y audaz, tal vez sea lo mayor y lo mejor que mis viejos ojos vieron en la tierra que he caminado. Que las reformas mellizas del año 22, la agraria y la educacional, tarden aún en mudar la piel del país, que sigan su agrio ensayo con la rectificación de los yerros y el añadido de esencias que faltaban, todo esto importa menos de lo que se cree: aquella calamidad duró tres siglos, su rectificación cubrirá uno a lo menos. Hay que tener paciencia en la cura de las llagas viejas y cuesta mucho recalentar los tejidos y restablecer en ellos la circulación de la vida. El Imperio de los Incas también se sumió y lo dieron y dan por bien muerto y sepultado; pero también ha de llegar el día de su recuperación. Vivió el Incanato el cenit de su paganía y ha de vivir el mediodía de su cristiandad. La faena de ustedes, inacabada y lo que se quiera, dio a las indiadas del Sur aquello tan vulgar que llaman la Esperanza; tal vez ella sea el toque divino que, en turnos, consuela y acicatea y que nos libra de morirnos del empalamiento del alma, única muerte verdadera. La esperanza es también el águila azteca, batidora de aires parados, que planea sobre el indio cuando él labra y cuando deletrea el silabario, avivándole el respiro y el ritmo de su labor. Dicho sea a las volandas, lo que ya se ha hecho en esta tierra, a la cual yo he contado por amor, y en presencia como en ausencia, voy a añadir ahora lo poco que conozco acerca de vuestro Gobierno. Un día pregunté a Palma Guillén si el presidente Alemán era ingeniero. Porque las reformas suyas parecen arrancar de una cabeza habituada a considerar el espacio vasto con todos sus problemas y sus consecuencias y a ojear los arenales y las aldeas en soledad, ubicando
“Hay que tener paciencia en la cura de las llagas viejas y cuesta mucho recalentar tejidos y restablecer en ellos la circulación de la vida”. Foto enfrente: Trabajadores ferroviarios, 1940.
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allí represas y electrificación, y cancelando el desierto y la noche negra de los poblados ultérrimos. Y parece de agrónomo caminador su empeño de hacer un vuelco desde la agricultura tribal a la intensiva, por bien asistir a la orfandad rural. Todo esto, hace que la gente norte y sudamericana tenga al Sr. Alemán por un hombre que cae dentro de la línea de los civilizadores. Permítame ustedes decirles que las juventudes universitarias pueden ayudar con entendimiento y fervor a este celo gubernativo que busca enmendar las áreas desgraciadas del país a base de agua, luz y técnica agrícola. Si la Geografía de México se les vuelve a ustedes cosa viva y presencia urgidora, y si se encargan de divulgar, en los poblados lo que quiere hacer, a dónde esto lleva y lo que significa en un futuro inmediato; si ustedes traducen para las aldeas las tres empresas en marcha, ayudarán al hombre que escogieron y con el cual están comprometidos por seis años. Porque “escoger” significa sostener y cooperar, ser leales al pacto que llamamos elección y sufragio. He observado en algunas juventudes universitarias del mundo la voluntad decidida de doblar el estudio de la ciencia pura y de la aplicada, de adoptar las técnicas nuevas y desahuciar las añejas, todo ello con mira al aprovechamiento de las materias primas que cada país debe elaborar de territorio adentro, a fin de conseguir la liberación efectiva de las economías que son las coloniales de nuestras patrias pobres, afligidas y aún desesperadas. La América Española rebosa, como el cubo maicero, de licenciados, de funcionarios más políticos que administrativos, de “habladores” según el vocablo vuestro, mote que me cubre a mí misma –y ella ralea de ingenieros, de químicos, de obreros mecánicos, de médicos investigadores y de maestros bien casados con su oficio. Ustedes, que ya han visto la falla de nuestro cuadro de profesiones y oficios y el desequilibrio entre sus ramas deberían enmendar una
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repartición tan absurda como la que se da año tras año en nuestras matrículas. Son los padres de familia y los alumnos mismos quienes desdeñan los cursos científicos, y adoptan, o por ignorancia o por poltronería, las asignaturas fáciles y comodonas. No existe en la raza indo-española la pretendida incapacidad para la ciencia pura ni la aplicada de la cual hablan los extraños y los propios; ustedes poseen un Chávez cardiólogo, tenido por el primero del Continente, tienen un Ochotorena, un Vallarta, y tendrán muchos más que ignoramos los del Sur. La Argentina, bien asistida de laboratorios, acaba de recibir el primer premio Nobel de Ciencia que se adjudica a nuestra América en la persona de Bernardo Houssay, y Chile posee al Dr. Cruz Coke, un maestro de su ramo, más un maestro espiritual, al cual rodea un bello grupo de discípulos, Hay muchos más, pero aunque los haya, el bien resulta magro todavía para colmar el hondón de nuestra ciencia y la angostura de nuestras investigaciones, que nos enrostran el europeo y el norteamericano. Porque es verdad que se está trabajando en algunos países a marchas forzadas, pero también es cierto que varias especialidades siguen hueras o laboran con el paso quedado de la indolencia. Nuestra ciencia sigue siendo una letra, el haber más flaco, la cifra más angosta dentro del Índice mundial de sabios. Cuando yo trabajaba en el Instituto de la Sociedad de las Naciones, creo que se me arrebolaba la cara al ver en los cuadros estadísticos el porciento infeliz de nuestros gremios científicos. Este hecho me parece tan dañino y alarmante como el de nuestros criaderos de caudillos y el de la industria de revoluciones en la cual vivimos. –¡Qué desproporción entre el crear y el amagar lo creado! Amigos mozos, ustedes dénnos honra completa, hagan subir el nivel de trigo en el granero, déjense llevar por Minerva y por el Eros científico que también existe y es tan ardiente como el otro mucho mayor que el Eros poético; hagan ustedes un balance apretado de
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vuestras Universidades en cuanto a productoras de investigadores. Y perdóneme el consejo: eviten la complacencia sobrada de sí mismos que es una emoción plebeya e ingenua a la vez; tengan el coraje de decirse la verdad así en lo personal como en lo colectivo. Es acto no poco heroico declararse la verdad cruda, pero es además purga de vanidades. El patriotismo de enamorados que suele ser el nuestro no me parece que sea el que más convenga a nuestros pueblos; el otro sí, el patriotismo estoico que nos aprieta como un puño y que nos urge así para que exprimamos toda nuestra esencia. De este ejercicio suele saltar un poco de sangre. ¡No importa! Uds. son menos emocionales que el alumnado de hace 30 años; son ustedes más viriles y por allí menos gemidores. No es la corrección blanda y corta lo que esta vieja maestra les pide, sino la confesión leal de las propias faltas hecha a pleno coraje. Excepto nuestra herencia doble de la pereza y de cierta acidez corrosiva, nuestras taras son pocas; los yerros, en cambio, resultan muchos, si los repasamos en nuestras Historias nacionales, que rebosan de ellos, de enmiendas flojas y de recaídas impenitentes. Uds., universitarios de México, no necesitan salir del haz de su tierra para formarse en la escuela salutífera del buen rigor. Me cae a la mano el ejemplo de Othon en su castigada sobriedad; obra sobre mí todavía el magisterio, riguroso también, del Maestro Alfonso Reyes gran severo en toda su labor. Hasta sobre Sor Juana nacida en época de escritura superabundante, es visible la huella del escoplo que no consiente lo tosco ni lo fácil y que cobra al artesano la perfección. Y resulta que ésta es, casi siempre, la hija legítima de dicho rigor. Muchas gracias por la honra subida de la invitación que me habéis hecho. Yo he acudido como a una fiesta a este micrófono, pequeño pero suficiente para conducirme hasta vuestra Universidad y vuestras casas. Siento el privilegio de alcanzar a la primera y una gran dulzura de llegar aún a vuestras familias.
“Aquí estoy para servirles a ustedes”, madres mexicanas, cuya estampa yo guardo y venero en cuanto a obras maestras, de la maternidad latina, y a ustedes, estudiantes, a quienes debo las mejores charlas tenidas en el lugar de mi posada y mi descanso veracruzano. Hotel Ruiz Galindo, Fortín de las flores Veracruz, México 16 de diciembre de 1948 En “Discursos de Gabriela Mistral”, Pedro Pablo Zegers, compilador En prensa, 2015
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El oficio lateral
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En varias partes algunas gentes me han preguntado sobre mi vida y mi reparto en dos oficios que no son nada gemelos sino opuestos. Empecé a trabajar en una escuela de la aldea llamada Compañía Baja a los catorce años, como hija de gente pobre y con padre ausente y un poco desasido. Enseñaba yo a leer a alumnos que tenían desde cinco a diez años y a muchachones analfabetos que me sobrepasaban en edad. A la Directora no le caí bien. Parece que no tuve ni el carácter alegre y fácil ni la fisonomía grata que gana a las gentes. Mi jefe me padeció a mí y yo me la padecía a ella. Debo haber llevado el aire distraído de los que guardan secreto, que tanto ofende a los demás... A la aldea también le había agradado poco el que le mandasen una adolescente para enseñar en su escuela. Pero el pueblecito con mar próximo y dueño de un ancho olivar a cuyo costado estaba mi casa, me suplía la falta de amistades. Desde entonces la naturaleza me ha acompañado, valiéndome por el convivio humano; tanto me da su persona maravillosa que hasta pretendo mantener con ella algo muy parecido al coloquio... Una pagana congenital vivo desde siempre con los árboles, especie de trato viviente y fraterno: el habla forestal apenas balbuceada me basta por días y meses. Un viejo periodista dio un día conmigo y yo di con él. Se llamaba don Bernardo Ossandón y poseía el fenómeno provincial de una
“Empecé a trabajar en una escuela de la aldea llamada Compañía Baja a los catorce años, como hija de gente pobre y con padre ausente y un poco desasido”. Foto enfrente: México, con Palma Guillén, circa 1948-1949.
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biblioteca, grande y óptima. No entiendo hasta hoy cómo el buen señor me abrió su tesoro, fiándome libros de buenas pastas y de papel fino. Con esto comienza para mí el deslizamiento hacia la fiesta pequeña y clandestina que sería mi lectura vesperal y nocturna, refugio que se me abriría para no cerrarse más. Leía yo en mi aldea de la Compañía como todos los de mi generación leyeron “a troche y moche”, a tontas y a locas, sin idea alguna de la jerarquía. El bondadoso hombre Ossandón me prestaba a manos llenas libros que me sobrepasaban: casi todo su Flammarion, que yo entendería a tercias o a cuartas, y varias biografías formativas y encendedoras. Parece que mi libro mayor de entonces haya sido un Montaigne, donde me hallé por primera vez delante de Roma y de Francia. Me fascinó para siempre el hombre de la escritura coloquial, porque realmente lo suyo era la lengua que los españoles llaman “conversacional”. ¡Qué lujo, fue, en medio de tanta pacotilla de novelas y novelones, tener a mi gran señor bordelés hablándome la tarde y la noche y dándome los sucedidos ajenos y propios sin pesadez alguna, lo mismo que se deslizaba la lana de tejer de mi madre! (veinte años más tarde ya llegaría a Bordeaux y me había de detener en su sepultura a mascullarle más o menos esta acción de gracias: “Gracias, maestro y compañero, galán y abuelo, padrino y padre”). A mis compatriotas les gusta mucho contarme entre las lecturas tontas de mi juventud al floripondioso Vargas Vila, mayoral de la época; pero esos mismos que me dan al tropical como mi único entrenador pudiesen nombrar también a los novelistas rusos, que varios de ellos aprovecharon en mis estantitos. Mucho más tarde, llegaría a mí el Rubén Darío, ídolo de mi generación, y poco después vendrían las mieles de vuestro Amado Nervo y la riqueza de Lugones que casi pesaba en la falda.
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Poca cosa era todo esto, siendo lo peor la barbarie de una lectura sin organización alguna. ¡Pena de ojos gastados en periódicos, revistas y folletines sin hueso ni médula! ¡Pobrecilla generación mía, viviendo, en cuanto a provinciana, una soledad como para aullar, huérfana de todo valimiento, sin mentor y además sin buenas bibliotecas públicas! Ignoraba yo por aquellos años lo que llaman los franceses el metier de côté, o sea, el oficio lateral; pero un buen día él saltó de mí misma, pues me puse a escribir prosa mala, y hasta pésima, saltando, casi en seguida, desde ella a la poesía, quien, por la sangre paterna, no era jugo ajeno a mi cuerpo. Lo mismo pudo ocurrir, en esta emergencia de crear cualquiera cosa, el escoger la escultura, gran señora que me había llamado en la infancia, o saltar a la botánica, de la cual me había de enamorar más tarde. Pero faltaron para estos ramos maestros y museos. En el descubrimiento del segundo oficio había comenzado la fiesta de mi vida. Lo único importante y feliz en aldea costera sería el que, al regresar de mi escuela, yo me ponía a vivir acompañada por la imaginación de los poetas y de los contadores, fuesen ellos sabios o vanos, provechosos o inútiles. Mi madre, mientras tanto, visitaba la vecindad haciéndose querer y afirmándome así el empleo por casi dos años. Yo lo habría perdido en razón de mi lengua “comida” y de mi hurañez de castor que corría entre dos cuevas: la sala de clase, sin piso y apenas techada, y mi cuartito de leer y dormir, tan desnudo como ella. La memoria no me destila otro rocío consolador por aquellos años que el de los mocetones de la escuela, los que bien me quisieron, dándome cierta defensa contra la voz tronada de la Jefe y su gran desdén de mujer bien vestida hacia su ayudante de blusa fea y zapatos gordos. Yo había de tener tres escuelas rurales más y una “pasada” por cierto Liceo serenense. A los veinte años ingresé en la enseñanza secundaria de mi patria y rematé
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la carrera como directora de liceo. A lo largo de mi profesión, yo me daría cuenta cabal de algunas desventuras que padece el magisterio, la más de ellas por culpa de la sociedad, otras por indolencia propia. Una especie de fatalidad pesa sobre maestros y profesores; pero aquí la palabra no se refiere al “Hado” de los griegos, es decir, a una voluntad de los dioses respecto de hombre “señalado”, sino que apunta a torpezas y a cegueras de la clase burguesa y de la masa popular. La burguesía se preocupa poco o nada de los que apacientan a sus hijos y el pueblo no se acerca a ellos por timidez. Nuestro mundo moderno sigue venerando dos cosas: el dinero y el poder, y el pobre maestro carece y carecerá siempre de esas grandes y sordas potencias. Es cosa corriente que el hombre y la mujer entren a su Escuela Nacional siendo mozos alegres y que salgan de ella bastante bien aviados para el oficio y también ardidos de ilusiones. La ambición legítima se la van a paralizar los ascensos lentos; el gozo se lo quebrará la vida en aldeas paupérrimas adonde inicie la carrera, y la fatiga peculiar del
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ejercicio pedagógico, que es de los más resecadores, le irá menguando a la vez la frescura de la mente y la llama del fervor. El sueldo magro, que está por debajo del salario obrero, las cargas de la familia, el no darse casi nunca la fiesta de la música o del teatro, la inapetencia hacia la naturaleza, corriente en nuestra raza, y sobre todo el desdén de las clases altas hacia problemas vitales, todo esto y mucho más irá royendo sus facultades y el buen vino de la juventud se les torcerá hacia el vinagre. El ejercicio pedagógico, ya desde el sexto año, comienza a ser trabajado por cierto tedio que arranca de la monotonía que es su demonio y al cual llamamos vulgarmente “repetición”. Se ha dicho muchas veces que el instructor es un mellizo del viejo Sísifo dantesco. Ustedes recuerdan al hombre que empujaba una roca hasta hacerla subir por un acantilado vertical. En el momento en que la peña ya iba a quedar asentada en lo alto, la tozuda se echaba a rodar y el condenado debía repetir la faena por los siglos de los siglos. Realmente la repetición hasta lo infinito vale, si no por el infierno, por un purgatorio. Y cuando eso dura veinte años, la operación didáctica ya es cumplida dentro del aburrimiento y aun de la inconsciencia. El daño del tedio se parece, en lo lento y lo sordo, a la corrosión que hace el cardenillo en la pieza de hierro, sea él un cerrojo vulgar o la bonita arca de plata labrada. El cardenillo no se ve al comienzo, sólo se hace visible cuando ya ha cubierto el metal entero. Trabaja el tedio también como la anemia incipiente; pero lo que comienza en nonada, cunde a la sordina, aunque dejándonos vivir, y no nos damos cuenta cabal de ese vaho que va apagándonos los sentidos y destiñéndonos a la vez el paisaje exterior y la vida interna. Los colores de la naturaleza y los de nuestra propia existencia se empañan de más en más y entramos, sin darnos mucha cuenta de ello, en un módulo moroso, en las reacciones flojas y en el desgano
“Nuestro mundo moderno sigue venerando dos cosas: el dinero y el poder, y el pobre maestro carece y carecerá siempre de esas grandes y sordas potencias”. Foto enfrente: Clínica dental Liceo N° 3 de Hombres, Santiago de Chile, s/f.
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o desabrimiento. El buen vino de la juventud, que el maestro llevó a la escuela, va torciéndose hasta acabar en vinagre, porque la larga paciencia de este sufridor ya ha virado hacia el desaliento. Guay con estos síntomas cuando ya son visibles: es lo de la arena invasora que vuela invisible en el viento, alcanza la siembra, la blanquea, la cubre y al fin la mata. Bien solo que está el desgraciado maestro en casi todo el mundo, porque este mal que cubre nuestra América del Sur casi entera, aparece también en los prósperos Estados Unidos, domina buena parte de Europa y sobra decir que infesta el Asia y el África. Si el instructor primario es un dinámico, dará un salto vital hacia otra actividad, aventando la profesión con pena y a veces con remordimiento: la vocación madre es y fuera de su calor no se halla felicidad. Lo común, sin embargo, no es dar este salto heroico o suicida; lo corriente es quedarse, por la fuerza del hábito, viviendo en el ejercicio escolar como menester que está irremediablemente atollado en el cansancio y la pesadumbre. Ellos seguirán siendo los grandes afligidos dentro del presupuesto graso de las naciones ricas y de los erarios más o menos holgados; los sueldos suculentos serán siempre absorbidos por el Ejército y la Armada, la alta magistratura y la plana mayor de la política. Afligidos dije y no plañideros, pues cada instructor parece llamarse “el Sopórtalo-todo”. Con todo lo cual, nuestro gran desdeñado, aunque tenga la conciencia de su destino y de su eficacia, irá resbalando en lento declive o en despeño, hacia un pesimismo áspero como la ceniza mascada. Si es que no ocurre cosa peor: el que caiga en la indiferencia. Entonces ya él no reclamará lo suyo, e irá, a fuerza de renuncias, viviendo más y más al margen de su reino, que era la gran ciudad o el pueblecito. Con lo cual acaece que el hombre primordial del grupo humano acaba por arrinconarse y empiezan a apagarse en él las llamadas facultades
o potencias del alma. El entusiasta se encoge y enfría; el ofendido se pone a vivir dentro de un ánimo colérico muy ajeno a su profesión de amor. Aquellas buenas gentes renunciadas por fuerza, que nacieron para ser los jefes naturales de todas las patrias, y hasta marcados a veces con el signo real de rectores de almas, van quedándose con la resobada pedagogía de la clase y eso que llamamos “la corrección de los deberes”. Y cuando ya les sobreviene este quedarse resignados en el fondo de su almud, o sea la mera lección y el fojeo de cuadernos, esta consumación significará la muerte suya y de la escuela.
Puesto que la alegría importa a muy pocos de nuestros ciudadanos y realmente estamos solos, pavorosamente solos, para velar sobre la vida propia, cuando el tedio se ha adensado y comenzamos a trabajar como el remero de brazos caídos que bosteza con aburrimiento al mar de su amor, en este punto, ha llegado el momento de darse cuenta y echar los ojos sobre los únicos recursos que habemos y que son los del espíritu. Es preciso, cuando se llega a tal trance, salir de la zona muerta y buscar afuera de la pedagogía, pero ojal en lugar que colinde con ella, la propia salvación y la de la escuela, a fin de que la lección cotidiana no se vuelva tan salina como la Sara de Lot. La invención del oficio colateral trae en tal momento la salvación. Ella busca quebrar la raya demasiado geométrica de la pedagogía estática, dándole un disparadero hacia direcciones inéditas y vitales. El pobre maestro debe salvarse a sí mismo y salvar a los niños dentro de su propia salvación. Llegue, pues, el oficio segundón, a la hora de la crisis, cuando el tedio ya aparece en su fea desnudez; venga cualquiera cosa nueva y fértil, y ojalá ella sea pariente de la creación, a fin de que nos saque del atolladero.
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II Y FINAL
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“Parece que la música sea el numen válido por excelencia para ser apareado con cualquier otro oficio”. Foto enfrente: Trabajadores, s/f.
Este bien suele obtenerse a medias o en pleno del oficio lateral. La palabra “entretener” indica en otras lenguas “mantener” o “alimentar”. En verdad lo que se adopta aquí es un alimento más fresco que el oficio resabio, algo así como la sidra de manzanas bebida después de los platos pesados... Muchos profesores: belgas, suizos, alemanes y nórdicos, aman y practican el menester colateral y el francés lo llama con el bonito nombre de métier de côté. Y ellos lo buscaron desde siempre y por la higiene mental que deriva del cambio en la ocupación, y tal vez, porque algunos se dieron cuenta de cierta vocación que sofocaron en la juventud. Los experimentadores a quienes me conocí de cerca, mostraban como huella de su experiencia más o menos estas cualidades: una bella salud corporal, en vez del aire marchito de los maestros cargados de labor unilateral, y la conversación rica de quienes viven, a turnos, dos y no un solo mundo. Yo gozaba viendo el lindo ánimo jovial de quienes se salvan del cansancio haciendo el turno salubre de seso y mano, o sea, el casorio de inteligencia y sentidos. Todos eran intelectuales dados a alguna arte o ejercicio rural: la música, la pintura, la novela y la poesía, la huerta y el jardín, la decoración y la carpintería. Parece que la música sea el numen válido por excelencia para ser apareado con cualquier otro oficio. Ella a todos conviene y a cada uno le aligera los cuidados; de llevar túnica de aire, parece que sea la pasión connatural del género humano. La especie de consolación que ella da, sea profunda, sea ligera, alcanza a viejos y a niños y puede lo mismo sobre el culto que sobre el palurdo. Y del consolar, la música se pasa al confortar, y hasta al enardecer, como lo hace en los himnos heroicos, tan escasos, desgraciadamente, en nuestros pueblos. Ello tiene no sé qué poder de ennoblecimiento sobre nuestra vida y por medio de cierta purificación o expurgo sordo que realiza sobre las malas pasiones.
En una de las almas que yo más le amé a Europa, en Romain Rolland, el piano cumplía el menester de oficio colateral a toda anchura. Metido en su propio dormitorio, como si fuese hijo, el ancho instrumento hacía de compañero al maestro, tanto como la hermana ejemplar que fue Magdalena. Y tal vez a la música debió el hombre viejo la gracia de poder escribir hasta los setenta y tantos años. El pedagogo belga Decroly tenía, por su parte, a la horticultura como el Cireneo de su dura labor de investigación sobre los anormales. En uno de los climas menos dulce de Europa, bajo la “garúa” empapadora o la neblina durable, se le veía rodeado de la banda infantil. El hombre de cuerpo nada próspero cultivaba, con primor casi femenino, sus arbolitos frutales y un jardincillo (Él me dijo alguna vez que nos envidiaba el despejo de los cielos americanos y que y que no entendía el que no diésemos nuestras clases al aire libre).
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Varios novelistas franceses (se trata de una raza harto terrícola) viven a gran distancia de las ciudades, repudiando la vida urbana por más de que ella parezca tan ligada a su profesión de hurgadores y divulgadores del hombre. Lo hace por tener un acre o media hectárea de espacio verde. Y hacen bien, pues regalar a la propia casa un cuadro de hierba y flores no es niñería ni alarde, que es asegurarnos el gozo visual de lo vivo, el oreo de los sentidos y la paz inefable que mana de lo vegetal y hace de la planta “el ángel terrestre” dicho por los poetas, ángel estable, de pies hincados en el humus. Un auge muy grande ha logrado en Europa el bueno de Tagore, a quien me hallé en Nueva York vendiendo cuadros suyos; se sabía también el descanso que da el solo pasar de la escritura larga y densa a la jugarreta de los dedos sobre la tela o el cartón. Ustedes saben que el maravilloso hombre hindú era también maestro, como que daba clases en su propia escuela, que él llamó, con recto nombre, “Morada de Paz”. Checoeslovacos, nórdicos y alemanes tienen en gran aprecio a la madera labrada por las manos. Como que ellos son dueños de bosques alpinos y renanos y de las selvas anteárticas. Muchos maestros participan en la graciosa labor llamada carpintería rústica. Casas suyas he visto en donde no había silla, mesa ni juguete que no hubiesen salido de la artesanía familiar y todo eso no desmerecía de la manufactura industrial. Aquellos muebles toscamente naturales y pintados en los colores primarios –que vuelven después del olvido en que los tuvimos–, nada tenían de toscos, estaban asistidos de gracia y además de intimidad. Respecto de Italia casi sobra hablar. Ella es, desde todo tiempo, la China de Europa, por la muchedumbre prodigiosa de sus oficios, por la creación constante de géneros y estilos y también porque la raza tenaz hurga incansablemente, arrancando materiales a su propia tierra y a su mar. Recordemos a María Montessori, recogedora genial de
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la herencia rusoniana, pero, además, brazo diseñador del mobiliario especializado de sus kindergarten. Todo él salió de su ojo preciso y de su lápiz. A fin de no fatigarles demasiado, dejo sin decir el trabajo de la pequeña forja del hierro, que tanta boga tiene ahora en la confección de piezas decorativas para los interiores de las casas. También se me queda atrás la labor de pirograbado sobre cuero, que alcanza una categoría artística subida. Y mucho, mucho más resta por decir. No sobra recordar aquí a la California americana, zona donde la jardinería se pasa del amor a la pasión. En ese edén creado sobre el desierto mondo, los maestros se sienten en el deber de saber tanto como los jardineros de paga sobre el árbol y la flor, la poda y los injertos, los abonos y el riego. Horticultura y floricultura son allí dos oficios de todas las edades y suelen aparecérseme a la casa hasta los niños a ofrecerme servicios que suelen resultar bien válidos. Nosotros, la gente del Sur, hemos de llegar a la misma pasión, cumpliéndose sobre terrenos muy superiores al subsuelo paupérrimo de California. Siempre se dijo que la profesión humana por excelencia, en cuanto a primogénita, es el cultivo del suelo, sea él óptimo, amable o rudo. Les confieso que yo, ayuna para mi mal de la música e hija torcida de mi madre bordadora, a la cual no supe seguir, me tengo como único oficio lateral el jardineo y les cuento que dos horas de riego y barrido de hojas secas me dejan en condiciones de escribir durante tres más; sol e intemperie libran de ruina a los viejos: el descanso al aire libre es mejor que el de la mano sobre la mano. El trabajo manual, todos lo sabemos, sea porque suele cumplirse a pleno aire, sea porque la fatiga de los músculos resulta menos mala que el agobio del cerebro, puede salvar en nosotros, junto con la salud, la índole jocunda, el natural alegre. Manejada con tino, y más
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“Siempre se dijo que la profesión humana por excelencia, en cuanto a primogénita, es el cultivo del suelo, sea él óptimo, amable o rudo”. Foto enfrente: México, circa 1948-1949.
como distracción que como faena, la labor manual se vuelve el mejor camarada y un amigo eterno. Añádase a esto aún el hecho de que su experiencia nos hace entender la vida de la clase obrera. El tajo absoluto que divide, para desgracia nuestra, viene en gran parte de la ignorancia en que vivimos sobre la rudeza que hay en el trabajo minero, en la pesquería, en ciertas industrias que son mortíferas y también en la agricultura tropical. Quien no haya probado alguna vez en su carne la encorvadura del rompedor de piedras o la barquita pescadora que cae y levanta entre la maroma de dos oleajes, y quien no haya cortado tampoco la caña en tierras empantanadas, ni haya descargado fardos en los malecones, no podrá nunca entender a los hombres toscos de cara malagestada y alma ácida que salen de esas bregas. Y estos hombres suelen ser los padres de aquellos niños duros de ganar y conllevar que se sientan en nuestras escuelas. Aunque parezca que el oficio segundón es siempre mero recreo, él suele tomar un viraje utilitario. Vi en Europa que maestros jubilados con pensiones irrisorias, que ya no les valen, a causa de la desvalorización de la moneda, se han puesto a mercar con la artesanía aprendida como mero deporte. Así viven ellos hoy, y van sacando a flote su pan, de modo que el menester colateral fue promovido a oficio único y da de comer, y paga a viejo médico y medicinas. Algunos de ustedes se van a decir ahora: “¿Y por qué a Gabriela le importa tanto defenderse del tedio y quiere poner solaz a una profesión cuya índole siempre será dura y producirá agobio?”. Yo les respondo que la felicidad, o a lo menos el ánimo alegre del maestro, vale en cuanto a manantial donde beberán los niños su gozo, y del gozo necesitan ellos tanto como de adoctrinamiento. 1949 En “Gabriela Mistral. Magisterio y niño”. Roque Esteban Scarpa, prologuista Editorial Andrés Bello, 1979
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Recado sobre el trabajo de la mujer
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Me parece más un mal que un bien tratar del trabajo de la mujer como de un tema feminista. Es preferible enfrentarlo lisa y llanamente como un problema del trabajo a secas. En Chile, país pobre, la mujer se ha incorporado a casi todas las profesiones y oficios; la necesidad no le dejó el lujo de escoger y la legislación del trabajo por sexos no madura todavía en el mundo para evitarle aquellas labores tremendas que estropean en la niña a la moza y en ésta a la madre. Así, aunque nuestras mujeres no bajen aún a las minas, ni rompan las piedras en las canteras, el hecho es que ya se han dado a labores viriles y a más de una brutal. Tengo delante de los ojos todavía a un grupo de mujeres que limpiaba la vía férrea en Combarbalá después de un derrumbe y bajo un sol de fuego. Nuestra famosa civilización no ha sabido vigilar sobre la preservación de la madre. Se habría necesitado liberar de la miseria a toda mujer que cría o educa cuando el padre falta o ha abandonado a los suyos, siguiendo sus vicios, cosa esta más común en Chile que en cualquier tierra que yo conozca. La situación actual en Chile y en buena parte del Pacífico, es la de que la mujer se ha incorporado ya, y en más, a todas las formas de trabajo donde se la tolera o se la busca. Ya no es cuestión de que nos hablen de un “mejoramiento en los salarios femeninos”, sino lisa y llanamente
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de pedir la nivelación de los jornales para los dos sexos. A igual horario y a igual género de labor, paga común. Siguen muchachos o muchachas en el campo argentino, hagan de mandaderos los niños o las niñas; vendimien hombres o viejas, en el Valle de Aconcagua, el oficio no tiene cara y no para mientes entre barbas y bucles, es el trabajo en concreto y en abstracto con mayúsculas. ¿Quién puede tartamudear siquiera una razón contraria a este derecho recto y claro como la espada? En mi viaje último por la América del Sur, pedí a varias dirigentes feministas me averiguasen los salarios de nuestras mujeres en las fábricas y en el campo, porque si bien me sé la vieja iniquidad y conozco esta vergüenza desde que tenía siete años y veía las pagas dobles en los fundos. Mis amigas de Chile no me ayudaron, pero otras del Pacífico han contestado. Mil gracias por esas respuestas que queman las manos y que redundan más o menos en lo que sigue. Las obreras industriales han visto subir sus salarios en las ciudades pero la nivelación está muy lejos todavía. Las trabajadoras del campo viven todavía el absurdo que bueno es llamar delito: su jornal, en algunos países es la mitad del masculino sin que haya diferencia alguna en la faena la cual deje margen a una excusa o mixtificación o en los puntos más celados por la autoridad o donde los patronos no son señores del
“La mujer se ha incorporado ya, y en más, a todas las formas de trabajo donde se la tolera o se la busca”. Foto portadilla: Italia, circa 1951.
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siglo XI, el desequilibrio de las pagas es de un tercio. Esto es el tope de la justicia social en las zonas favorecidas. El campo representa, yo me lo sé bien, el lugar donde la América del Sur tiene a su gente más digna y pura, y en donde la abandona del más raso desamparo. El campo criollo resulta por eso a la vez nuestra honra y nuestra vergüenza. Pero no se vaya a creer que la plana peor del problema es la de sólo el trabajo agrícola. En ciudades del Pacífico y del Caribe que se tienen por modernas, el comercio ha adoptado la tábula africana del medio salario para sus empleadas, sin dar más razón que la del sexo y la abundancia de oferta. –“Son muchas las mujeres que quieren trabajar, dicen los jefes de empresa, y un hombre “luce” más en un escritorio: “le da más tono al negocio”… Con lo cual tenemos otra vez delante, galvanizado, el esperpento medieval, con lo cual el sexo femenino sigue siendo, de cierta manera, una jettatura para el trabajo y una condición más propicia la vida galante… Va más lejos todavía la vieja lepra oriental. En muchos colegios privados de la América criolla se mantiene la calificación sin apelativo de maestros y maestros y de ese modo, la hora de clase se gobierna por la ley en vez del trabajo; el sexo, es una categoría en sí. Pero la lonja más fea de la historia negra que voy contando la da el servicio doméstico. No hay hotel europeo o americano donde yo me aloje en el que no indague clara o mañosamente cómo anda este asunto de las pagas maníqueas, es decir, contrastadas. A menos de que se trate de país nórdico o sajón, el hábito hace siempre su zancadilla a la ley, y la deja entera e inútil como una nuez vana. La camarera puede ser excelente, hacer camas y barridos irreprochablemente, dar trato óptimo a los clientes, que el camarero le aventajará en soldada,
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y en una porción muchas veces escandalosa. Y me tengo que contar con dolor que nuestras viajeras criollas, al pagar las propinas de sus sirvientes de barco u hotel se portan en esto… como hombres, nada menos que eso. Las he visto rematar la eterna injusticia con la mayor naturalidad, como que siguen una costumbre y no hay opio igual que la costumbre para adormilar la conciencia. También ellas, mujeres, viven la superstición del sexo; temen degradar al mozo con una magra paga y para la camarera que las sirvió con paciencia y hasta con cierta ternura, llegarán al filo del mínimun, seguras de que esa mujer, no les pondrá cara ácida ni les va a dar un bochorno en el hall lleno de gente. Aquí lo de la soga propia apretando más que la ajena. Cuando las veo dosear las propinas, ay cuántas cosas veo detrás de esa mano ladina! Miro la masa de nuestras sirvientas criollas que ganan de veinte a cincuenta pesos, veo la muchedumbre indecible de nuestras “chinas” que yo me tengo por las mejores que produce nuestra injusta América y a las que he contado y puesto en lugar donde queden para un archivo de la costumbre criolla. Nosotros, gente del Pacífico, no podremos hablar de feminismo mientras tratemos a lo paganas a esas criaturas cuya estampa suele valer para un santoral; mientras vivamos junto con nuestras chinas en romanas del Imperio o en damas negreras de Virginia o en reyezuelas hindúes. Y vamos ahora a la calidad del empleo mujeril. No vivimos ya los tiempos en que nosotras trabajábamos según los aprendices del Medioevo o tartamudeando un oficio, es decir “chamboneando” hasta llegar al meollo del aprendizaje y ser válidas. Ha corrido mucha agua bajo los puentes desde cuando hacíamos nuestros tanteos ingenuos y nos toleraban en los talleres de La Nación, o sea en los oficios a título de prueba. Nuestra habilidad agraria, artesana o profesional se ha triplicado. La mujer tiene como
“Nosotros, gente del Pacífico, no podremos hablar de feminismo mientras tratemos a lo pagano a esas criaturas cuya estampa suele valer para un santoral”. Foto enfrente: Trabajadora, s/f.
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un adorno del pudor, el pundonor; ella ha sabido que debía merecer su promoción y se ha puesto a hacer para merecer; ella ha quemado las etapas lentas y en muchos casos hoy día rebosa su capacidad para dar un testimonio rotundo que acalle el regateo de su valor. Hay algo más que eficiencia en la obra mujeril de Chile: hay en ella estas dos virtudes capitales: la generosidad –el rebose que dije– y el primor. En el personal de un colegio, por ejemplo, es la mujer quien va más allá del horario y no se escapa al son de la campanilla, como un peón de paga. Y he oído contar a los médicos que, entre las enfermeras, es la mujer quien no se contenta con gobernar las dietas, aplicar las vendas y celar las medicinas. Ella es quien se acuerda de llevar al enfermo los imponderables de la confortación, la alegría y el cariño, que suelen doblar la virtud de los fosfatos y las sales. Imponderables son esos que en los hospitales valen por el radio. En cuanto a las empleadas de oficina bancaria o comercial, el escritorio de las mujeres será allí el más pulcro y su trato con los clientes el más cordial. Inútil buscar en un bureau la marca de la clase; la fineza no corresponde allí al apellido ni aún a la educación profesional, es mujeril y por esto delicado y ligero, es el champaña de su bondad alegre, grato de gustar y de ver. La jornada de la enfermera, doble como la cara de los tejidos finos para quien sabe palpar también la jornada de la maestra rural, de la nodriza, manejadoras todas ellas del cuerpo y alma de la raza y más autoras de lo que se sabe de nuestra fuerza y de nuestra dicha. Cada viajero que demora en Chile hablará de vuelta a Europa, de las mujeres extraordinarias que trató en Santiago o en Concepción. El hombre de paso no llegó a las haciendas o las aldeas; de haber alcanzado hasta allá se pasmaría al constatar esto: lo poco que hay de espiritualidad en el campo infeliz del Pacífico, es la mujer quien lo pone y lo nutre. Tierra adentro, todo sería sin ella brutalidad y
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hastío, simple barbarie. Andan las manos del mujerío en la hortaliza, en la viña luciente, en el durazno desmalejado, y en cuanto se entra en las casas, anda ese mismo primor en mantelería de mesa, en macetas y dulces, en la dulzura del ambiente doméstico, que regalonea al extraño igual que al dueño de casa. Primor no quiere decir aquí coquetería ni preciosismo, dice escrúpulo, cuido y un filtro de calidad. El feminismo del Presidente de Chile, que unos le alaban y otros le ríen viene de su puro sentido realista. Ha visto la vida nacional en sus vericuetos, de ciudad y campo y yendo y viniendo del Congreso al Liceo y del hogar al de los amigos, conoció el milagro racial de un mujerío que en no más de veinte años se escardó de ignorancia, de negligencia y de lentitud. Lo ha visto tirar a gran prisa sus sedimentos coloniales y volverse criatura ajetreada, gobernante de maquinaria, fojeadora de Libros Diarios, seria y responsable. Hay que responder con algo más que la legislación escrita a este hecho tan ancho y cumplido: Aunque el Código del Trabajo hable de obreros o de campesinos cubriendo así a los dos sexos, la costumbre perversa sigue haciendo de las suyas y pagando a esas mujeres según el antojo, es decir, lo menos posible. Bueno será trabajar fuerte y duro en el año o los dos años que vienen, porque viene hacia nosotros con el peso de palomas que dijo Nietzche, consejero de la astucia, un gran reflujo del Medio Evo –del malo– hacia nosotros. Y no viene traído solamente por los intrusos, sino llamado por los de casa. Puede regresar en un rebote de hongos, el viejo concepto que habíamos roto de que la mujer “vuelva a pelar sus patatas y a hacer mistelas o zurcir calza”. Como [si] la madre dejada por el vagabundo o el ebrio tuviese patatas que mondar y como si la hermana con niños a su cargo pueda pensar en las mistelas de una casa a la cual no llega la carne y donde no huele el pan.
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Reprechando mi memoria, cargada de noblezas tanto como de calamidades, encuentro esta frase, salida de boca ilustre, a propósito del salario mujeril: “Gabriela, Uds., las mujeres, no tienen vicios. Los tenemos los hombres y son caros. Es la razón para que ganemos más; dejen ustedes que ganemos más”. Es la frase más cínica que he oído en mi vida y prefiero “irme” antes de volver a escucharla en cualquier pedazo de mi América. Y los feos tiempos que vuelven y que son de reflujo, pudiesen acarrear otra vez a nuestras costas esta alga podrida del Medio Evo, no del bueno, que mis gentes ignoran fabulosamente, sino del costado más negro del Medio-Evo. TEXTO INÉDITO S/f, entre décadas del 40 y 50 Legado Gabriela Mistral Archivo del Escritor Biblioteca Nacional de Chile
“Puede regresar en un rebote de hongos, el viejo concepto que habíamos roto de que la mujer vuelva a pelar sus patatas y a hacer mistelas o zurcir calza”. Foto enfrente: La Habana, Cuba, 1953.
Fiesta del Trabajo
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El primero de mayo o sea la fiesta del trabajador aceptada por la mayoría de los obreros, nació con un pecado o con una limitación grande y la cargará siempre según se carga con los pecados originales, ella señala el aniversario de una huelga; ella se celebra con caracteres más de huelga que de regocijo espontáneo; ella viene de la violencia y gusta de expresarse en violencia. La que escribe no repudia la huelga ni cosa parecida; sabe que es necesaria como las cirugías odiosas lo son en cientos de enfermedades; repudia en este caso que la festividad por excelencia del trabajo arranque de un hecho anormal y mantenga un carácter de la revuelta que es así mismo, anormal. Es como si celebráramos la salud con espectáculos de operaciones cruentas y como si recibiéramos la primavera que no es explosión sino una subida lenta de savias con locos incendios. La índole del trabajo se parece a la naturaleza misma y la sobrepasa en corduras y sosiegos, como que es más continuo que ella, como que no tiene brincos de estaciones ni pausas de suspensión que correspondan a la holganza del invierno. El oficio es largo, se dice en el sentido de sus dificultades vencidas con largo jadeo; pero también el oficio es largo en el sentido de la duración de nuestra entrega mutua, mas durable que la alianza con
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los padres, que cubre unos 20 años, mucho más persistente que la amarra del hombre con la mujer que se queda más corta y también más que, el lazo paternal que generalmente [existe] entre media vida. Es un fuerte durar el del oficio y el de la profesión: se ponen las manos sobre ellos en el comienzo de la juventud y se las sacan una semana un mes o un año antes de morirse, o un día antes como tú, noble Severine que escribías tu último artículo dentro del malestar de la agonía. El oficio se vuelve la segunda respiración por la bella continuidad y se vuelve una segunda manera de marcha– de ejercicio por cómo se teme de nosotros y se nos hace congenital. Por eso decimos que una vez comenzado se hace más constante que la naturaleza a quien es costumbre de tomar como la cosa más leal que pueda darse. Las miserias suyas de esa condición también le vienen; los hastíos que nos causa a veces; la estupidez en que puede sumirnos si no nos defendemos un poco, la acedía en que les pasa a algunos, a los veleidosos; todo eso son reversos feos de su constancia sin remedio. Las grandezas suyas de esa condición arrancan igualmente. El cuerpo es la única cosa que nos es más próxima y que nos pertenece más que el oficio y es cosa de pensar si la ocupación nos viene a durarnos más que el cuerpo. Kipling habla en un hermoso poema de la continuación de nuestros menesteres en la otra vida, bajo los ojos del Maestro de las ocupaciones. Pudiera ser; sería lo mejor que pudiera ocurrirnos el no hallar allá, a donde tal vez iremos, ahora que de extranjería y aprendizaje duro de menester contrario. Los egipcios, materializadores del cielo al cabo como cualquier otra religión, metían dentro de la sepultura del maestro prócer sus herramientas de labro, grabados de sus obras o algunas de ellas. Tenían
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“La que escribe no repudia la huelga ni cosa parecida; sabe que es necesaria como las cirugías odiosas lo son en cientos de enfermedades”. Foto enfrente: Campesino, s/f.
razón: solamente los hijos pueden ser más nuestros, más material de entrañas que las cosas que construye el artesano “con todas sus potencias”. El católico no mete nada en la sepultura excepto alguna crucecilla en plata o plomo sobre el pecho de sus muertos; él cree en el cabal desasimiento de lo terrestre. Habría que verlo, como dicen nuestros campesinos. A ser verdad el llamado cuerpo glorioso, con los brazos del esfuerzo y las manos enteras del ejercicio, sus gestos familiares han de tener en aquel otro aire, su costumbre de agitación y de ritmo. Y los gestos familiares insignes son los de la profesión o no son ningunos. Además de durable, el trabajo es de condición mansa, en el orden, esto sí de la naturaleza que tiene su cachaza. Manso hasta cuando es ardiente; asistido de ese color que por durar toma una condición domeñada de fuego doméstico. Si no fuese manso no podría durar; nos quemaría las entrañas o la garganta o el cuerpo entero como el horno al pote de arcilla y nos dejaría cocidos, es decir muertos, o pulverizados. En las alegorías medievales de las profesiones y las artes, tan lindas de ver y en las fisonomías diferenciadas y sugestivas de las ocupaciones, todas y cada una muestran unas expresiones de sosiego complacido, de bienestar dichoso, de tranquilidad o mitad terrestre, o mitad celeste. Esos pintores se traían sus realismos; mustios y todo sabían pintar lo concreto en un concreto bastante formable. Ellos mismos eran artesanos, y dibujando rasgos de oficios, trabajaban como quien dice su propia cara. Así con ese reposo más o menos ardiente entendían ellos los menesteres humanos. Recordemos todavía, aunque sea una perogrullada, que los oficios son creación total o parcial, función genésica continuadora del primer día, aprendida y sacada de las manos del primer operante. Una huelga, aunque sea todo lo provechosa que se quiera es la batahola
TEXTO INÉDITO S/f, entre décadas del 40 y 50 Legado Gabriela Mistral Archivo del Escritor Biblioteca Nacional de Chile
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en que se quiebra vajilla como la fábrica y no se suelda con la realidad del trabajo que es el hacedor pleno y constante. Razones son las mencionadas que doy para que me entiendan por qué no me gusta la manera que hemos adoptado para la festividad del primero de mayo. Más lejos se dirá como me gustaría a mí aproximadamente que fuese esa celebración bastante querida por mí, bastante fiesta mía también. Hubiese espectadores ocasionales de este mundo que pasasen por él precisamente en este día del primero de mayo y tenderían un absurdo respecto del desfile con vocerío y banderas que no dicen nada o dicen todo lo contrario del grande asunto. Deberían desfilar los gremios en vestimenta de trabajo, y allá van endomingados con los trajes lechuguinos del burgués; deberían los discursos contener algunos acápites profundos sobre la esencia de la festividad y sobre la vida gremial que no está hecha solo de ligas de resistencia; debería parar la columna en alguna Casa del Pueblo en la que se exhiban las mejores piezas del trabajo manual cumplidas en el año, y abrirla a la ciudad con el orgullo productor que es el más legítimo de los orgullos y se detienen a tomas en algunas secretarías políticas que huelen a choclón cuando no a hediondos bares; debería la manifestación llevar a su cabeza a los maestros patrones de cada oficio, jefes verdaderos de las corporaciones, y líderes gritones y vacíos que apenas han resbalados por los talleres o que no estuvieron en ellos nunca.
Discurso Día Internacional de la Mujer
a
Americanas del Norte y del Sur. Amigas presentes:
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La idea de dedicar a la mujer en nuestro continente un día entre los 365 días del año no es cosa banal ni falta de sentido. La mujer ha vivido bastante soterrada y relegada en la América del Sur. Pero, al igual de los estratos geológicos, ella ha puesto su hombro hacia dos tercios de los asuntos más entrañables de nuestra raza; carga ella no sólo con los niños sino con los adultos; se ocupa lo mismo de la mesa que de ajetrear el pan de cada día. Únicamente en las mitologías se halla, en algunas diosas o cuasi diosas como Ceres, Latona, Zita, un amasijo femenino tan complejo como resulta ser una matriarca rural de la América criolla. Lo que no me parece una resolución realista sino romántica es que el día de la Unión Panamericana me lo hayan dado a mí personalmente pudiendo darlo, así, en abstracto, a la mujer de letras, en cuanto a personas gremial, a cifra de una profesión. Yo soy una mujer que hace versos en un ámbito poblado de musas de carne hueso, como diría Rubén. Fui maestra de lengua por 20 años, pero yo soy como todos gajo de un premio, y el racimo, es decir el oficio siempre vale más que el gajo.
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“Únicamente en las mitologías se haya (…) un amasijo femenino tan complejo como resulta ser una matriarca rural de la América criolla”. Foto enfrente: Cuba, circa 1952.
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Tengo contado por allí que mis largos años de budismo me dieron cierta capacidad para despersonalizarme cuando llega el caso, y de oír como asuntos ajenos lo que dicen de mí, ausentándome voluntariamente si lo que estoy oyendo me excede en lenguas y me abulta, tanto como para que yo me desconozca. Perdonen Uds., pues, que yo devuelva al gremio esta dádiva individual. La conciencia gremial cuando está madura y se la ha vivido treinta años non consciente ciertas lujurias de vanidad y ciertas témperas altas de individualismo. Yo me permitiría decir a Uds., amigas, que una Fiesta de la Mujer debería apuntar a muchas, a un flanco entero de las naciones. Un 4 mayo puede ser dado a la mujer del campo, granjera, hortelana o suplemente labradora. O a la maestra rural, o a la enfermera, o la mujer de ciencia. O a la ama de casa ejemplar o a la tejedora de industria doméstica o a la decoradora de lacas en la jícara michoacana o en el jarro cuzqueño, o a la que logra el precioso sombrero tropical llamado jipi-japa o Panamá y que sale realmente del Ecuador; o a la creadora de teatro infantil (Adela Obregón se halla en esta sala, o a Frida Montován, donosísima urdidora de títeres para niños, que se llama Lola Cueto). O a la líder social cuyo apostolado sea ya anchamente sabido. Hay 30 ó 50 oficios más que honran la manera colectivista que es la de hoy, y que fue también la medieval, y resultó maravillosa en la llamada época oscura. Unir la imagen de la mujer a la del trabajo resulta una junción magnífica; señalar en este día a la multitud impávida una larga línea de especialización heroica, eso que llaman un menester largo y prócer constante, me parece racionalismo, hermoso y digno de celebrarse. Por otra parte, en los pueblos del Sur se ha usado y abusado del plutarquismo, inventando o inflando héroes que lo son a tercias. Casi de todos esos héroes nos deshacemos, es natural, en unos pocos años y quedamos destripados como las muñecas de paja de nuestros niños,
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o en una liquidación como la del puñado de salitre en la tierra. Más aún; el carlylismo criollo, si bien comienza en un Bolívar o un Rubén Darío remata, perdónenme Uds. en cierto compadrismo alábalotodo, que es una de las calamidades Hispano-americana. Volvamos al trabajo de la mujer. Es materia esparcida como la luz en él y que como ella no es vista en el espacio, precisamente porque el hábito de verla todos los días. El trabajo doméstico se desarrolla dentro de un ser pardo y gris, y sin énfasis alguno, suele parecer una jugarreta más o menos pueril que poco vale porque poco cuesta; en el mejor de los casos se mira la labor doméstica como cosa tan natural como las estaciones o la marcha gratuita del zodiaco. Bueno será que este afán vulgar resarcido, desbaratado, presente y sin bulto bruto se vea alguna vez, se palpe, se oiga. Es algo que parece correr como las ondas de la radio, que no garabatean escritura y pasan sin movernos un cabello con el vuelo. Pero el trabajo no es un imponderable ni es tampoco el velo de Maya de que hablan los hindúes; es materia tan ancha y tan ostensible que cubre el mundo. Esta es la verdad. En mucha parte no tiene testigo, por esto no recibe contestación y menos agradecimiento y nunca honra. Vuestra fiesta anual puede servir como registro de tal maña faena aún sufrida sin rostro ni grito, puede valer o como una contestación rotunda parecida al desagravio; en todo caso servirá de impresión en el sentido de subrayadura hecha al pie de un texto inadvertido. Si la idea sirviese a lo menos en algún país próximo a mí, yo sería muy dichosa de ayudar allí a la divulgación de la profesión o el gremio, honrado en el próximo 4 de mayo. Siempre me gustó escribir sobre los oficios que viven en las fábricas como de puerta adentro, sin asomar el busto hacia la calle por ningún balcón alharaquiento. Suelen ser estos menesteres unos ejercicios que no transpiran, laboreos a la sordina o meramente oficios pardos por sí mismo, como el de la
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“Volvamos al trabajo de la mujer”. Es materia esparcida como la luz en él y que como ella no es vista en el espacio, precisamente por el hábito de verla todos los días”. Foto enfrente: Marcha de la Central Única de Trabajadores, circa 1955.
costurera, o el ama de llave, o como el de la alfarera indígena, más sobria que la propia geometría, de Marajoara, en la Amazonía. Hay una ignorancia fabulosa de los trabajos más vulgares, que creemos resabido y que apenas si hemos ojeado. ¿Quién ha reparado bien y contado bien el afán de las bordadoras industrializadas? Mi abuela Isabel Villanueva era una recamadora de casullas y paramentos en la ciudad medio-levítica de La Serena, y ni yo, plumeadora de media vida, le he dicho aún. A los 7 años me conocí cierto curioso clan de 6 o más solteronas que labraban su parcela ayunas de toda ayuda por parte de su hermano gandul; eran peones de riego a la media noche, cuando había que tomar el turno de agua; eran podadoras de la viña, exprimidoras el […]; empaquetadoras de las pasas y los duraznos, manejadoras de la cocción y el envase del arrope o miel de uva, y por último tratantes de su industria casera. Me he visto en Italia y en Francia a decoradoras de pantallas que casi valían por un Picasso o un Houssay; y sin trepar tan alto en categoría, me acuerdo de que vacié hace años una caja de monos de greda de Chillán, hechos por mujeres, y llenos de una fantasía goyesca y un caricaturismo genial que jugaba allí con la fealdad como otros juegan con la belleza y la gesticulación artificiosa del cuerpo y caras. Regresando a las profesiones y empuñando la más prócer, vive aquí, y supongo que ya tiene ciudadanía americana, Lise Meitner, maestra en el equipo de los desintegradores del átomo. Ella no fue más lejos que esto; ella no concibió la famosa bomba; ella se detuvo en el punto donde acababa la ciencia y podía empezar una industria de vida mejor que una maroma de muerte. (Dicho sea de paso Mme. Curie recibió un homenaje mundial femenino antes de morirse. Viva debió estar en esta guerra para defender a su pueblo errante con la cifra de su nombre y el peso de su categoría). Yo sé que sólo
aquí, en EE.UU. ella fue objeto de algo parecido a una acción de gracia universal cuando se le entregó un gramo de radio para un hospital francés. Me queda decir algo sobre los menesteres inefables, aquellos que nunca podrán expresarse cabalmente y que parecen llevar como el asno de la fábula el color gris, el color tiempo de la atmósfera, invisible ella también. Hay una Fiesta de la Madre, que si no yerro, nació también en EE.UU. o en Inglaterra. Un chistoso me preguntaba por qué el feminismo no creó el Día del Padre. Le contesté algo recordando a Unamuno. Él enumeraba las etapas de su conciencia y ponía el tope de su humanizamiento, al remate de su depuración, en el volverse, no abuelo, sino abuela. Y así era como el reconocía en el nuestro sexo y en la vejez una especie de decantamiento del ser, como diría el químico, el arribo a la esencia ya consumada y por ello quieta.
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Yo me acuerdo, más que de las abuelas, de las Hermanas y Hermanos magistrales sobre las cuales ha escrito un bello libro el argentino Prof. Alberto Arrieta. He visto el idilio de ciertas fraternidades que paran en arquetipos y que se asemejan a las parejas de ángeles en la pintura italiana. Llegará más tarde el Día de la Hermana para honra de uno que llamaremos oficio del alma. La literatura que entonces se haga, realzará su asunto e irá muchos más lejos que el vínculo de la carne, porque apuntará a la hermandad de los amigos, y a la de los pueblos a los que decimos paganos con vocablo mal acertado, sin acordarnos de Aristóteles y de Virgilio, maestros de amistad. Esta miel vulgar que sin embargo tiene toques sobrenaturales de un clima constante en la América toda. Al margen de la política lejos de la consanguinidad, a distancia de la propia nacional, existe en la América del Sur, una obra maestra y anónima, un hábito corriente y un poquito sublime que deberíamos llamar “la amistad criolla”. Vivimos sin poner ningún énfasis en esta virtud cardinal que está en nosotros. Puede considerársela un genio nuestro con el cual nacimos, vivimos y acabamos, los de este continente. O bien un instinto superior, y hasta una potencia más del alma sudamericana. Tal vez sea nuestra honra mayor y por ella nos deban ser perdonados lo de violencia y las faltas de desorganización. Ni siquiera nos damos cuenta clara allá, en el campo raso, en las aldeas o las ciudades del Sur, de cómo el Amigo carga con nuestras tragedias, las nuestras llagas y alivia nuestras cargas una por una. Vivimos sobre esta especie de gruma espesa y rasa que es dulcísima y que de leve, apenas si la constatamos. La amistad americana, la de allá y la de aquí, son fiestas en sí mismas, grandes, suavizadoras de la vida ácida y dura que es la de hoy. En EE.UU. la guerra no la ha arrasado, en vez de eso, la dobló.
TEXTO INÉDITO S/f, entre décadas del 40 y 50 Legado Gabriela Mistral Archivo del Escritor Biblioteca Nacional de Chile
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Mi vida entera ha sido […] del polvo varias veces por un puñado de amigos que en mis comienzos fueron, como en la Teología, uno o tres, y que se me han decuplicado con los años. En mi noche más cerrada, la amistad apuró para mí el amanecer; en la pobreza me asistió con la casa ajena vuelta propia; en la enfermedad fue bulto velando sobre mi cabecera. Maravillas le debo y si yo pudiese daría a mi gente, después del Día de la Hermana, el de la Amistad. Y este mismo vino de la amistad que a veces se arrebata por el exceso o la caridad paulina, el que esta tarde hace presencia en torno mío en esta “Unión Panamericana de Mujeres”. Una vez más digo gracias y las digo, señoras, con enternecimiento.
Saludo para Chile
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y
Ya mi barco se va acercando a la Patria y con él yo me voy allegando a Valparaíso, a Santiago, a Vicuña y a mi Valle del Elqui. Esta vez yo creo,- y voy a pedirlo- que se me abrirán las puertas de algunas Escuelas y Colegios para conversar con Uds. Nuestro país por austral es difícil de alcanzar hasta su extremidad. También deseo yo alcanzar a esa extremidad de mi Patria si ello me es dable y mi salud me deja cumplir este deseo. Yo fui ayudada en mi Punta Arenas y fui feliz allí a pesar del clima extremoso. Nunca lo he olvidado y desde entonces vive en mí el deseo de que las Escuelas y los Liceos de Chile tengan en cada ciudad nuestra la cooperación que tuve yo en la Ciudad de la Nieve, de la lejanía y de la buena voluntad hacia sus Colegios. Porque desde la humilde escuela primaria hasta el Liceo y las Universidades todo el bien y todo el éxito que puede alcanzar un colegio dimana de la alianza de padres y maestros y de la estimación mutua de los que mandan y los que obedecen con alegría y fervor. Mi primer recuerdo al acercarme a nuestro Valparaíso es el de dos Colegios: mi escuela rural de Montegrande que no tenía piso ni ayuda alguna de los ricos hacendados y ese colegio austral cuya vida entera fue dulce y grata para mí hasta el último día. (Yo la dejé solamente porque el clima casi polar dañó mi salud).
Lima, 1 de septiembre 1954 En “Discursos de Gabriela Mistral”, Pedro Pablo Zegers, compilador En prensa, 2015
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En cuanto a Valparaíso vive en mi memoria por la cordialidad de su gente más esa su alegría que parece una gracia que él reciba de su mar. Si yo viviese aquí -y esto puede pasar algún día pues nunca lo he olvidado- no necesitaría para ser feliz sino de su aire juguetón y de la presencia del mar que en todas partes me hace dichosa y cura mis males. Yo pido respetuosamente a mis jefes que si es posible me acuerden el favor de tener Valparaíso o a uno de sus alrededores por residencia durante mi estadía en Chile. Desde aquí pueda yo subir hacia el Valle de Elqui y bajar hasta mi Punta Arenas. Es este un deseo, pero además una deuda. De paso por las provincias del sur y por la mía me será muy grato conversar con mi gente y recoger el material que me falta sobre la flora chilena en un largo Poema sobre Chile. Nada más voy a pedir a mis jefes, de quienes me siento muy deudora por esta invitación a venir a Chile
Discurso en La Moneda
e
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Excelentísimo Señor Presidente de la República: Pueblo de Chile: Colegas y Amigos: Yo agradezco profundamente el haberme acompañado hasta aquí. Es una honra y es además una alegría viva para mí el que mi pueblo sienta que corren muchos vínculos entre Uds. y esta vieja maestra: Nunca he olvidado yo este vínculo. Vosotros ganáis vuestra vida con mucha más dureza que yo. El trabajo tiene, como las medallas, dos caras: la una declara a voces la honra que él conlleva y da, y esta cara es hermosa; la otra, confiesa el dolor, la fatiga, la monotonía. Así y todo, hay que reconocer que el tiempo que vivimos, nuestra época, tiene entre varias honras la de haber dado vuelta la vieja medalla del trabajo: lo que fue para el siglo pasado dureza, desdén del peón y hasta del obrero y del maestro de escuela, se llama hoy esfuerzo reconocido, salarios a lo menos decorosos. El rostro del trabajador ha mudado. Las novedades más gratas que yo leo respecto de mi Patria tal vez sean las de la acción en favor del obrero, del campesino, del mujerío chileno: yo diviso desde lejos un panorama tan novedoso y tan
“El trabajo tiene, como las medallas, dos caras: la una declara a voces la honra que él conlleva y da, y esta cara es hermosa; la otra, confiesa el dolor, la fatiga, la monotonía”. Foto enfrente: Italia, circa 1951-1952.
rectificador de viejos errores padecidos por nuestro mujerío, que esa alegría suele acompañarme por días enteros. Yo no lucho ni tanto como vosotros obreros, ni tanto como vosotros, maestros y profesores de hoy. Mi época, menos afortunada que la vuestra, fue un tiempo pardo de ensayos y de búsquedas. Más adelante yo os contaré algo de Europa y de Estados Unidos. Os despido para que descanséis. Pronto conversaremos en el hogar mismo de vuestro trabajo o en vuestras casas. Es mi deseo daros el tiempo que pueda; pero tengo que deciros con pena que mi resistencia es poca. Pero no es pequeña mi buena voluntad: yo soy una chilena ausente, pero no ausentista. Os digo con toda mi franqueza, amigos y amigas, que todavía estoy válida para ayudaros con noticias del llamado Viejo Mundo que viví en Europa, como del otro que camina lento pero seguramente hacia un futuro ancho y mejor. Pero yo no deseo monopolizar vuestras reuniones con mis charlas: lo que necesito más es recibir de Uds., hombres y mujeres de mi raza, una pequeña historia hablada, conversada, acerca de los años de mi ausencia y escucharos sin prisa y con la mejor voluntad, muchas veces, muchas. Gracias, mil gracias de haber salido a mi encuentro y un abrazo muy fiel para todos ustedes. Hasta luego. Todos mis agradecimientos.
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“...tengo que deciros con pena que mi resistencia es poca. Pero no es pequeña mi buena voluntad: yo soy una chilena ausente, pero no ausentista”. Foto enfrente: La Moneda, Santiago de Chile, 8 de septiembre de 1954.
Pronunciado a la llegada a Santiago de Chile La Moneda, 8 de septiembre de 1954 En prensa en “Discursos de Gabriela Mistral”, Pedro Pablo Zegers, 2015
“Yo no lucho ni tanto como vosotros obreros, ni tanto como vosotros, maestros y profesores de hoy. Mi época, menos afortunada que la vuestra, fue un tiempo pardo de ensayos y búsquedas”. Foto: La Moneda, Santiago de Chile, 8 de septiembre de 1954.
Compilación de textos y fotografías de Gabriela Mistral a cargo de Pedro Pablo Zegers Fotos de Gabriela Mistral Legado Gabriela Mistral. Archivo del Escritor. Biblioteca Nacional de Chile Fotos de trabajadores/as Archivo Fotográfico Biblioteca Nacional de Chile (colecciones Antonio Quintana, Armindo Cardoso y otras) Catálogo patrimonial en línea www.simbolospatrios.cl Archivo Visual del Museo de la Educación Gabriela Mistral Museo Histórico Nacional Archivo de Documentación Gráfica y Audiovisual USACH La Orden Franciscana de Chile autoriza el uso de la obra de Gabriela Mistral. Lo equivalente a los derechos de autoría son entregados a la Orden Franciscana de Chile, para los niños de Montegrande y de Chile, de conformidad a la voluntad de Gabriela Mistral.