EditorialDivertimento
EditorialDivertimento
AcuĂŠrdate, son solo bosquejos.
AntologĂa de cuentos latinoamericanos
AcuĂŠrdate, son solo bosquejos.
AcuĂŠrdate, son solo bosquejos.
AntologĂa de cuentos latinoamericanos
Índice
Prólogo
11
Los dragones no conocen el paraíso
15
Año nuevo
21
Instrucciones para llorar
25
La otra
29
El hombre que aprendió a ladrar
33
El dinosaurio
37
El emigrante
41
Odín
45
El cerdito
49
Las moscas
53
XI
Prólogo En Latinoamérica, la nueva narrativa breve apela al cuidado formal, a novedosas estructuras y a un nuevo modo de decir; por su lado, Horacio Quiroga ya había renovado el cuento en los inicios del siglo XX, con sus propuestas en el “Decálogo del perfecto cuentista”, donde dos de sus premisas sugerían pocos personajes para un relato y que no se debía escribir la primera palabra sin saber cuál sería la última. Pues bien, esa oleada de auge en el cuento latinoamericano viene a desplegarse aproximadamente en la década que comienza en 1950. Eran años de fructífera producción literaria y, tanto la novela como el cuento, ocupaban lugares privilegiados en la narrativa latinoamericana; incluso se ha catalogado la literatura de este hemisferio como el fenómeno más destacado y fecundo del siglo XX. Al respecto, se conocen nombres como Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, que hicieron toda una revolución artística en los temas tratados. Elementos fantásticos, la psiquis con todos sus laberintos y distorsiones, el uso magistral del tiempo y una imaginación descollante son los elementos que hicieron de los cuentos de Borges algo realmente novedoso; en Julio Cortázar cobra especial atención la vida real y objetiva en contrapunteo con la sobrenatural. Además de estas características, a los relatos se añade lo maravilloso del continente, en Latinoamérica todo es desmesurado: montañas y cascadas gigantescas, llanuras infinitas y selvas impenetrables. La anarquía urbana echa tentáculos tierra adentro, donde soplan los vendavales; de igual forma, lo antiguo se codea con lo moderno, lo arcaico con lo futurístico, lo tecnológico con lo feudal, lo prehistórico con lo utópico. En este sentido, el cosmopolitismo presente en los nuevos cuentos se aleja de la temática social propuesta por el regionalismo y se adentra en los conflictos interiores del individuo, en los problemas que planteaba la vida citadina y en cuestiones filosóficas. Dentro
XIII
de este concepto integrador cabe comprender el surrealismo, el existencialismo y el realismo mágico. En este período, se producen grandes cambios en la narrativa latinoamericana y surge un relato cuyo verosímil radica esencialmente en su calidad lingüística, en su textura verbal y en los juegos –paralelismos, duplicaciones, simetrías, anticipaciones- cuya retórica constituye lo esencial de la trama. Con respecto al realismo mágico, es posible observar en la narrativa, un hecho inexplicable que asoma dentro de la cotidianeidad y que no causa mayor sorpresa en los personajes, pero sí en el lector; en todo caso, no hay que confundir el realismo mágico con lo maravilloso y lo fantástico, pues este género requiere “admitir nuevas leyes de la naturaleza mediante las cuales el fenómeno pueda ser explicado”, y tampoco con la noción propuesta por Carpentier de “real maravilloso”, dado que éste se enlaza con los mitos indígenas de Latinoamérica. Otra característica, muy importante de ser tomada en cuenta, es el transcurrir temporal, ya que el tiempo se presenta cíclicamente o con rupturas y no en forma lineal como sucedía en la narrativa tradicional; los autores sugieren un clima sobrenatural sin apartarse de la naturaleza.
XIV
Los dragones no conocen el paraĂso Caio F. Abreu (Brasil)
Los dragones no conocen el paraíso Tengo un dragón que vive conmigo. No, me equivoco. No tengo ningún dragón. Y si lo tuviera, él no viviría conmigo ni con nadie. Para los dragones no hay nada más inconcebible que compartir su espacio sea con otro dragón, sea con una persona banal como yo... O invulgar, como imagino que los demás deben ser. Son solitarios los dragones. Casi tan solitarios como yo me encontré, solo, en este piso después de su partida. Digo casi porque durante todo aquel tiempo en que él estuvo conmigo, alimenté la ilusión de que mi aislamiento había terminado para siempre. Y digo ilusión porque el otro día, en una de esas mañanas áridas de su ausencia, afortunadamente cada vez menos frecuentes (la aridez, no la ausencia) pensé así: los hombres necesitan de la ilusión del amor de la
18
misma forma que necesitan de la ilusión de Dios. De la ilusión del amor para no hundirse en el pozo horrible de la soledad absoluta; de la ilusión de Dios para no perderse en el caos del desorden sin nexo. Eso me pareció grandilocuente y sabio como una idea que no fuese mía, tan estúpidos suelen ser mis pensamientos. Y lo apunté rápidamente en la servilleta del bar donde estaba. Escribí también algo más que quedó manchado por el café. Hasta hoy no lo puedo descifrar. O le tengo miedo a mi afortunadamente indescifrable lucidez de aquel día. Me estoy confundiendo, me estoy dispersando. La servilleta, la frase, la mancha, el miedo eso debe venir más tarde. Todas esas cosas de las que hablo ahora las particularidades de los dragones, la banalidad de las personas como yo– sólo las descubrí después. Poco a poco, en su ausencia, mientras intentaba comprenderlo. Cada vez menos para que mi comprensión fuera seductora a punto de convencerlo a
19
volver, y cada vez más para que esa comprensión me ayudase a mí mismo a... No sé decirlo. Cuando pienso de esta forma, enumero proposiciones como: a ser una persona menos banal, a ser más fuerte, más seguro, más sereno, más feliz, a navegar con un mínimo de dolor. Esas cosas todas que decidimos hacer o volvernos cuando algo que suponíamos grande termina, y no hay nada que hacer sino seguir viviendo. Entonces que sea dulce. Lo repito todas las mañanas al abrir las ventanas para dejar entrar el sol o el gris de los días. Así: que sea dulce. Cuando hay sol y ese sol me golpea la cara arrugada del sueño o del insomnio, contemplando las partículas de polvo sueltas en el aire, como un pequeño universo, los repito siete veces para tener suerte: que sea dulce que sea dulce y así en adelante. Pero si alguien me preguntase que qué deberá ser dulce tal vez no lo supiera responder. Todo es tan vago como si fuera nada.
21
Año nuevo Ines Arredondo (México)
Año nuevo Estaba sola. Al pasar, en una estación del metro de París vi que daban las doce de la noche. Era muy desgraciada; por otras cosas. Las lágrimas comenzaron a correr, silenciosas. Me miraba. Era un negro. Íbamos los dos colgados, frente a frente. Me miraba con ternura, queriéndome consolar. Extraños, sin palabras. La mirada es lo más profundo que hay. Sostuvo sus ojos fijos en los míos hasta que las lágrimas se secaron. En la siguiente estación, bajó.
25
Instrucciones para llorar Julio Cortรกzar (Argentina)
Instrucciones para llorar Julio Cortázar (Argentina) Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo
28
exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro.Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
29
La otra Mario MelĂŠndez (Chile)
La otra Caperucita nunca imaginó que El Lobo la dejaría por otra. Nunca hizo caso de los consejos que en materia amorosa le daba La Abuelita. Por lo que una mañana El Lobo le dijo: “Caperucita, quiero terminar contigo. Ya no me excita perseguirte por el bosque; ya no me agrada disfrazarme de abuelita para que tú me digas tus tonterías de siempre, que si tengo las orejas grandes y esos colmillos tan filudos, y yo, como un estúpido, responda que son para oírte, olerte y verte mejor. No, Caperucita, lo nuestro ya no tiene remedio”. Entonces Caperucita, desconcertada por aquella confesión, se echó a correr tan lejos como pudo pensando en la clase de mujer que había conquistado el corazón de su amante. “Es ella, tiene que ser
32
ella”, repetía la niña, mientras buscaba desesperadamente la casa de la anciana. “Abuelita”, gritó al fin, cuando hubo contemplado la figura que yacía en el lecho, “¿cómo pudiste hacerme esto? tú, la amiga en quien yo más confiaba”. “Lo siento”, dijo la otra, “nunca pensé quedar embarazada a mi edad, y menos de alguien tan poco inteligente e imaginativo. No obstante, él es un lobo responsable, que no dudó por un minuto en ofrecerme matrimonio al conocer la noticia. Lo siento, Caperucita, tendrás que buscarte otro. Después de todo, no es este el único lobo en el mundo, ¿o no?”.
33
El hombre que aprendiรณ a ladrar Mario Benedetti (Uruguay)
El hombre que aprendió a ladrar Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: “La verdad es que ladro por no llorar”. Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación. ¿Cómo amar entonces sin comunicarse? 36
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo. Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: “Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?”. La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: “Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano.” 37
El dinosaurio Augusto Monterroso (Guatemala)
El dinosaurio Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
40
El emigrante Luis Felipe G. Lomelí (México)
El emigrante -¿Olvida usted algo? -¡Ojalá!
45
OdĂn Jorge Luis Borges
(Argentina)
Odín Se refiere que a la corte de Olaf Tryggvason, que se había convertido a la nueva fe, llegó una noche un hombre viejo, envuelto en una capa oscura y con el ala del sombrero sobre los ojos. El rey le preguntó si sabía hacer algo, el forastero contestó que sabía tocar el arpa y contar cuentos. Tocó en el arpa aires antiguos, habló de Gudrun y de Gunnar y, finalmente, refirió el nacimiento de Odín. Dijo que tres parcas vinieron, que las dos primeras le prometieron grandes felicidades y que la tercera dijo, colérica: -El niño no vivirá más que la vela que está ardiendo a su lado. Entonces los padres apagaron la vela para que Odín no muriera. Olaf Tryggvason descreyó de la historia, el forastero repitió que era cierto, sacó la vela y la encendió. Mientras la miraban arder, el hombre dijo que era tarde y que tenía que irse. Cuando la vela se hubo consumido, lo buscaron. A unos pasos de la casa del rey, Odín había muerto
.
48
El cerdito Juan Carlos Onetti (Uruguay)
El cerdito La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno. Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto. Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo. Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron
52
insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los escalones. Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos. Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina. Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio: -Dale otro golpe. Por si las dudas. Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.
53
Las moscas Horacio Quiroga
Las moscas Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego. Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído,
56
permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol. Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza. Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez. Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverbera-
57
ción lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir. ¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver? Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado. ¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación,
58
cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere. Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante? El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
59
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento. -Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una. -¿Moscas?… -Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico. ¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…
60
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas! Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos. El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo. Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar… Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.
63
64
65
El interés de esta antología se centra especialmente en el cuento, pero como forma integrante de la literatura americana, la problemática que se suscita se puede replantear aquí. Nos referimos a los viejos y siempre renovados integrantes: la originalidad de la creación americana, la inserción en una cultura universal, los lazos de continuidad, las rupturas, los porqués de la fecundidad de ciertas tendencias. Citemos a Octavio Paz “América se interroga”: “los escritores latinoamericanos, los norteamericanos, vivimos entre la tradición europea, a la que pertenecemos por el idioma y la civilización y la realidad americana. Para nosotros hispanoamericanos, la tradición original, la más nuestra, la más primordial, es la española. Escribimos desde ella, hacia ella o contra ella; es nuestro punto de partida. Al negarla, la continuamos; al continuarla, la cambiamos… Nuestras raíces son europeas, pero nuestros horizontes es la tierra ya la historia americana. Este es el desa�ió al que nos enfrentamos diariamente y que cada uno de nosotros no es sino el conjunto de una manera personal”
EditorialDivertimento