AGOGLIA. R. El Estudio de las Ideas

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EL ESTUDIO DE LAS IDEAS 1 Por: Rodolfo M. Agoglia

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Documento sin referencias bibliogrรกficas. 1


EL ESTUDIO DE LAS IDEAS 2

Por: Rodolfo M. Agoglia

Uno de los temas más importantes que fue planteado en el reciente Seminario de Historia de las Ideas, pero no discutido suficientemente -en parte por la naturaleza misma del encuentro y su modus operandi, aunque en nuestra modesta opinión merecía un debate pormenorizado-, lo constituye el de la metodología para el estudio de las ideas. Personalmente entiendo que hay tres formas de abordar la historia de las ideas, dos de ellas muy consagradas y de rica trayectoria también dentro de América Latina, y otra que, a mi juicio, ofrece muy fecundas perspectivas y se irá abriendo camino sin pausa y cada vez con mayores ramificaciones eurísticas, en especial por el proceso de liberación de nuestros pueblos. 1) La primera forma es la denominada tradicionalmente “historiografía de las ideas" que abarca los distintos tipos historiográficos vigentes: el descriptivo, el explicativo, el comprensivo y el interpretativo. Es posible, en efecto, limitarse a describir o caracterizar las ideas tales cuales han sido formuladas (como la tradición las ha recogido o, más rigurosamente, como están expuestas en los textos de sus autores, por supuesto con todos los recaudos propios de la crítica documental y lingüística). Mucho más satisfactorio, sin lugar a dudas, es el intento de explicar el origen y las motivaciones de las ideas, y su vinculación -junto con la del autor o de sus autores- con el contexto socio-histórico dentro del cual surgieron y se propagaron (poniendo énfasis, según los casos, en los destinatarios de las mismas, o en su función social). Todavía más amplio y profundo resultaría un empeño cognoscitivo encaminado a la comprensión de las ideas, que lograra establecer relaciones de paralelismo e interdependencia entre las ideas filosóficas, científicas, artísticas, sociales, políticas, económicas, artísticas, articulándoles sincrónicamente en la totalidad social que 2

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integraron. Y finalmente, sería posible avanzar aun más en el conocimiento de las ideas si ahondamos en los enlaces diacrónicos que las ideas de las distintas épocas guardan entre sí, si interpretamos su sentido histórico desentrañando las correspondencias más íntimas y dinámicas que tienen con los procesos históricos que las nutrieron y sostuvieron, y con el desarrollo de éstos en el tiempo. Y no cabe duda que, desde la historiografía descriptiva hasta la interpretativa, progresamos cognoscitivamente desde un saber abstracto acerca de las mismas hacia un saber cada vez más real y concreto, más histórico en la acepción de más inserto en la historia efectiva, que en parte reflejaron y en parte promovieron. 2) La otra forma de estudio de las idas está representada por la “crítica materialística de la ideología”, adoptada por el marxismo, que si bien configura una variante de las historiografías explicativa e interpretativa, ha adquirido tal volumen y desenvolvimiento que se ha erigido en una corriente autónoma y bien diferenciada de los modelos historiográficos ya citados. Esta crítica persigue detectar y señalar el papel o la función ideologizante que las ideas han cumplido históricamente, en cuanto han servido para encubrir intereses socio-político-económicos (que en el fondo están representando), favoreciendo así su apuntalamiento, consolidación o perpetuación. Procura tal crítica, pues, desocultar el carácter ideológico de las ideas, su separación de la realidad y el dominio que pretenden ejercer sobre ella, mostrando que, en la mayoría de los casos, son en sí mismas significados sin realidad, en la medida en que apuntan y sirven a una realidad que no es la propia, la que les correspondería por su explícito contenido y su alcance; en síntesis, que las ideas distorsionan las más de las veces la realidad, haciéndola aparecer como distinta significativamente de lo que efectivamente es. En su versión más radicalizada, esta corriente afirma que las ideas, sin excepción, son ideológicas, pues siempre están al servicio de una infraestructura, de aquellos intereses subyacentes, a los cuales reproducen en un nivel supra-estructural. Pero todos sabemos que la historicidad de las ideas no se reduce ni se agota en ser ellas un reflejo o una traducción supra-estructural más o menos distorsionada de una realidad a la que simplemente re-formulan en el plano teórico, sino que cuanto más firmes y penetrantes son su extracción o su inserción históricas, más fuerte es su tensión hacia el futuro, más elementos prospectivos contienen, más señalamientos y más significados orientadores de transformaciones históricas. 3


3) Por esta razón pensamos que se hace necesario implementar los enfoques anteriores mediante una "critica filosófica" que se aplique a descubrir todas las deformaciones que las ideas han experimentado al ser llevadas a la realidad; que se consagre al análisis no de cómo las ideas distorsionan la realidad, sino -teniendo en cuenta su elemento pragmático o proyectivo- de cómo o en qué grado han sido ellas desfiguradas por la realidad histórica emergente de las distintas formas de la praxis (social, política, económica, jurídica, e intelectual en general); y este análisis no textual, ni contextual, sino postextual, constituiría un aspecto muy importante (particularmente en América latina) de la historia de las ideas, porque involucra un examen crítico de todos los procesos de emancipación nacional emprendidos en el siglo XIX y de todos los intentos de organización social, política y económica realizados en el curso de este siglo, y también de la producción intelectual de estas épocas y de la realidad histórica que configuran los intelectuales como sujetos portadores de ideas. Ante esta propuesta de confrontación crítica entre las ideas y los procesos y las objetivaciones históricas que aparecen como una realización de las mismas, no se podría suponer, con sensatez, que se procura autonomizar a las ideas respecto de la realidad histórica, a las cuales ésta debería ajustarse pasivamente para ser cabalmente representativa de ellas, como si la realidad no fuera más que la efectivización de ideas separadas y abstractas que presidirían paradigmáticamente el curso de la historia. Nadie podría negar hoy que las ideas no subsisten o preexisten por sí, sino que son el producto de los hombres concretos en su propia época. Esto es ya un lugar común, y resulta fácil y hasta superfluo afirmarlo. Pero muchos de los que sustentan este punto de vista, incurren en un errar más grave que el que supuestamente rechazan al concebir una realidad histórica que se mueve por sí misma, por obra y efecto (casi decimos "milagro") de las ideas que internamente conllevan. Es como quien declara que "las cosas van a cambiar", sin tener en cuenta que el cambio sólo puede proceder de la acción de los hombres concretos (considerados no en su existencia individual, sino en su existencia social). Se desautonomiza pues, correctamente, a la idea de la historia, pero se autonomiza a la realidad histórica de los hombres, como si aquella se fuera haciendo sola, sin intervención de estos últimos; con lo cual, a través de un falso rodeo teórico, se termina por conferir erróneamente a las ideas una existencia per se, más fuerte todavía que la que acertadamente se les negó. 4


Es indiscutible que no todas las ideas ostentan la misma capacidad o aptitud orientadora, la misma posibilidad de pasar a la realidad: hay algunas excesivamente utópicas y otras que plantean una transformación tan radical que prescinden de lo que ha sido y está siendo y pretenden desentenderse drásticamente de todo condicionamiento histórico, como ocurrió con la idea de libertad absoluta forjada por el ala más extrema de la Revolución Francesa. Pero no debe olvidarse que esta mayor o menor eficacia que atribuimos a las ideas para pasar a la realidad, debe entenderse siempre como una mayor posibilidad de ser asumidas programáticamente por los hombres, posibilidad que se la insuflaron los hombres mismos y que consiste en ser la expresión acabada de aspiraciones y necesidades imperiosas e impostergables, y que también su realización depende de la voluntad y la decisión que apliquen los hombres. De lo contrario, podríamos caer en el equívoco de pensar que si una idea no ha llegado a realidad o no se ha efectivizado en la historia, es por deficiencias intrínsecas a la idea misma (o, como creía Leibniz, por su débil o imperfecta coherencia lógica interna), lo cual implicaría olvidarse de las exigencias que emanan de la experiencia histórica viva y concreta. Pero si las ideas constituyen -como vimos- no sólo un reflejo de lo que es, sino también propuestas para la historia (y no son otra cosa los programas políticos y los proyectos históricos que se elaboran a partir y en función de requerimientos decisivos y premiosos de los pueblos, que buscan la transformación, o la superación de las situaciones históricas negativas o deficitarias para su condición, por las que atraviesan), y si la historia la hacen los hombres, es a ellos a quienes cabe también la responsabilidad de su realización, y no a las ideas. Por eso, la praxis en todas sus formas (política, social, económica e intelectual) puede frustrar y hacer naufragar en el vacío a muchas ideas profundamente históricas porque representativas de aquellas aspiraciones y necesidades (como las de revolución emancipadora de América Latina en el siglo XIX, y hoy, las de liberación y de justicia social), y la realidad emergente de esas praxis puede desfigurar y desvirtuar las ideas que la impulsaron y la orientaron y ser, por lo tanto y respecto de ellas, una realidad sin significado. Y para concluir el argumento; si los únicos responsables de la realización cabal o de la frustración de las ideas son los hombres, nada difícil resulta admitir la necesidad de una crítica filosófica de las praxis históricas, cuyo criterio de evaluación lo constituiría la 5


significación programática más genuina de las ideas, en tanto representativas de valores, ideales y fines bien concretos que los hombres de las distintas épocas viven y plantean como objetivos queridos por todos y capaces de mover su voluntad. No querer reconocer esta responsabilidad de la praxis y transferirla a una realidad puramente objetiva, o a las ideas que la animan (como cuando se alude al “poder transformador” de la idea) y, sobre todo, no querer ver en la actividad intelectual una forma de praxis (que conlleva siempre un compromiso moral)

puede (consciente o

inconscientemente) ser no más que un recurso para salvar las apariencias, y evidenciar el propósito o el deseo de no enjuiciar realizaciones históricas malograntes, y de eludir toda responsabilidad intelectual. Pues así como hay en nuestra historia innumerables ejemplos de praxis políticas, sociales y económicas deformantes de ideas genuinas y hondamente históricas, también los hay de una praxis intelectual que -adaptándose a los intereses establecidos- deslíe, debilita, esquiva y neutraliza sutilmente -traiciona, en suma- fuertes y acuciantes requerimientos históricos. Por eso corresponde a la crítica filosófica aplicada a las ideas y a la realidad histórica en recíproca confrontación (la cual debe además trabajar en estrecha conexión con la historiografía interpretativa) revelar y denunciar todas las defecciones de la praxis, como una de las mejores contribuciones y uno de los medios más eficaces para remover tales interferencias y desviaciones, y posibilitar la liberación que todos anhelamos.

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