Escrituras al margen

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Escrituras al margen Ensayos crĂ­ticos sobre literatura y cultura hispanoamericanas


UNIVERSIDAD DE GUANAJUATO Rector General Dr. José Manuel Cabrera Sixto Secretario General Dr. Manuel Vidaurri Aréchiga Secretaria Académica Mtra. Rosa Alicia Pérez Luque Secretario de Gestión y Desarrollo Dr. Modesto Antonio Sosa Aquino Director de Apoyo a la Investigación y al Posgrado Dr. Miguel Torres Cisneros

Campus Guanajuato Rector Dr. Luis Felipe Guerrero Agripino Secretario Académico Mtro. Eloy Juárez Sandoval Director de la División de Ciencias Sociales y Humanidades Dr. Javier Corona Fernández Directora del Departamento de Letras Hispánicas Dra. Elba Margarita Sánchez Rolón


Escrituras al margen

Ensayos críticos sobre literatura y cultura hispanoamericanas Asunción Rangel Felipe Oliver Fuentes K. Rogelio Castro Rocha editores

Departamento de Letras Hispánicas

Grupo de investigación “Estudios de poética y crítica literaria hispanoamericana”


Escrituras al margen. Ensayos críticos sobre literatura y cultura hispanoamericanas 1ª edición: Febrero de 2013

DR © Universidad de Guanajuato Lascuráin de Retana No. 5, Col. Centro, Guanajuato, Gto., CP 36000. Diseño de portada: Donovan Bravo Fonseca Diseño de interiores y formación tipográfica: Donovan Bravo Fonseca Corrección: Diana Espinoza Edición y producción: Typos. Servicios gráficos y editoriales Todos los derechos reservados. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sin autorización expresa y escrita del autor o de la Universidad de Guanajuato. Esta producción forma parte del Programa de Publicaciones del Departamento de Letras Hispánicas, Colección Estudios Literarios. ISBN:

Impreso y hecho en México


Índice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La filiación literaria del diario de Alejandra Pizarnik . . . . . . . . . . . . 17 Isaura Contreras Ríos Fernando Vallejo: ¿autobiografía o literatura menor? . . . . . . . . . . . . 45 Felipe Oliver Fuentes K. El proyecto poético de Eugenio Montejo: la terredad como vértice . . . . 63 Asunción Rangel Lo narrativo en la literatura y el cine. Presencia de lo cinematográfico en Virgilio Piñera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 Rogelio Castro Rocha “El curioso impertinente”: márgenes de una revista literaria . . . . . . 113 Anuar Jalife Jacobo Latamerpolitismo: la transición entre sociedad cerrada y abierta en el Ulises criollo de José Vasconcelos . . . . . . . . . . . . . . . . . 135 Andreas Kurz Sobre los autores. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157

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Prólogo

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omo el título señala, este libro aborda desde diferentes perspectivas la escritura literaria; en concreto, la marginalidad o fragmentación de ciertas formas escriturales situadas en la periferia de un texto, como las notas a pie, apéndices, epígrafes, notas aclaratorias, prólogos y, en suma, lo que Gerard Genette denomina paratextos. Desde luego, estas formas que complementan y dan significación a un texto no son un fenómeno exclusivo de la literatura. Para comprobarlo, basta con pensar en una parte significativa de la obra plástica del artista mexicano Alberto Gironella (1929-1999) o en casos emblemáticos del cine, como el de los directores Jean-Luc Godard (1930) o Peter Greenaway (1942). Hablar de escrituras al margen implica, entonces, reconocer la existencia de formas “múltiples” e híbridas que no necesariamente se limitan a la palabra escrita, sino que van más allá y, por qué no, pueden ser “escrituras visuales”. Los diferentes trabajos reunidos en este libro se nutren de una diversidad de voces y puntos de vista cuyo común denominador consiste en profundizar y problematizar el hecho literario, la escritura y sus bordes en relación con el proceso escritural, con el contexto que la determina y con otras expresiones culturales y humanas. En Escrituras al margen... analizamos con una mirada crítica a algunos autores y obras literarias representativos de la literatura hispanoamericana, como Alejandra Pizarnick, José Vasconcelos y Fernando Vallejo; al grupo Contemporáneos, principalmente Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, desde una lectura particular sobre una sección al margen de la revista Ulises. También se re-descubren o re-visitan autores que, alguna vez relegados a un segundo plano, paulatinamente conquistan un espacio en la historia de la literatura hispanoamericana, como el cubano Virgilio 9


prólogo

Piñera, quien experimentó en carne y obra la marginación por su postura estética y vital; y el poeta y ensayista venezolano Eugenio Montejo, cuya obra es poco estudiada y se mantiene en la periferia de la crítica literaria. La pregunta por el tratamiento que debe darse a estas escrituras marginales, fragmentarias, híbridas, no puede proponerse desde el limitado campo de análisis –ya no digamos de explicación o comprensión– que ofrecen tanto la perspectiva narratológica como la teoría de los géneros literarios. Los ensayos críticos que integran el texto, en su mayoría, proponen una lectura siempre con la vista puesta en los textos escritos desde la marginalidad como el lugar idóneo para la generación de sentido. Este libro es una propuesta del Grupo de investigación “Estudios de poética y crítica literaria hispanoamericana”. El texto en su conjunto busca transmitir la diversidad de perspectivas de los autores que en él colaboran, la problematización que hacen de su corpus y las interrogantes necesarias para la reflexión sobre las escrituras al margen y sus modos de develarse. Esto se aprecia en el trabajo de Isaura Contreras, quien analiza los diarios de Alejandra Pizarnick desde su intertextualidad con otros diaristas; dicho análisis parte de la consideración de que el diario es una “obra hecha de fragmentos”, y que éste concluye paralelamente a la vida del autor. Por su parte, Felipe Oliver toma la noción de “literatura menor” de Franz Kafka que desarrollan Gilles Deleuze y Félix Guattari y la traslada a la novela La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, como una literatura que no es ajena a lo social y lo político. El texto recupera discursos ideológicos y literarios de diversa índole para posteriormente desmontarlos. Asunción Rangel profundiza en las características de la escritura fragmentaria en El cuaderno de Blas Coll/La caza del relámpago (2006) de Eugenio Montejo, y destaca el rasgo de “terredad” de su lírica. Por su parte, Rogelio Castro analiza los cruces y divergencias entre la literatura y el cine, que ejemplifica con un cuento de Virgilio Piñera. Anuar Jalife estudia “El curioso impertinente”, sección al margen con la que cerraba la revista Ulises; para el autor, la crítica y la curiosidad “son ejes fundamentales” de esta publicación. Por último, Andreas Kurz propone una lectura intercultural desde el Ulises criollo de José Vasconcelos. 10


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Escrituras al margen Pensar el margen, sin duda, acusa una problemática que involucra diversas líneas o áreas de generación del conocimiento. Por una parte, es menester traer a la discusión las reflexiones de pensadores de la talla de Edward Said, Homi K. Bhabha o Gayatari Spivak, las cuales se insertan en el profuso debate que las teorías poscolonialistas han colocado sobre la mesa; a saber: el lugar desde el que se posiciona y discurre el subalterno, el diverso (social, sexual y político). Esta copiosa discusión ha dejado en claro que las injerencias de las corrientes de pensamiento postestructuralistas han modificado el orden y la naturaleza de los saberes humanos en general y de los estudios literarios en particular. Sin embargo, pensar el margen acusa además otras problemáticas que si bien no se relacionan directamente con estas corrientes de reflexión postestructuralistas –que más que plantear respuestas, plantean problemáticas–, sí se desenvuelven o intentan trastocar una noción que ha servido y sirve como fundamento del pensamiento humano; nos referimos a la idea de centro o centralidad, y no solamente desde el punto de vista poscolonialista, sino desde la propia materialidad de una obra o discurso literario. Al respecto, conviene traer a colación los casos de Alejandra Pizarnik o de José Vasconcelos, cuya obra poética, narrativa y ensayística, respectivamente, es reconocida en su justa dimensión. ¿Qué hacer o cómo proceder con los diarios y las cartas de ambos escritores si reconocemos que en ellos se discurre y reflexiona sobre sus ideas acerca de la poesía, de la palabra literaria o de lo que llamamos literatura? Se trata, como se ve a lo largo de los ensayos críticos que versan sobre la escritora argentina y el escritor mexicano, de traer al centro no material de la obra esos discursos que han sido marginados, que la crítica especializada ha frecuentado en aras de añadir alguna información biográfica o accesoria. En suma, se trata de llevar el margen al centro de la generación de sentido, al centro de sus reflexiones, meditaciones y pensamientos, lo que es fundamental en los proyectos literarios, no sólo de autores como Pizarnik o Vasconcelos, sino de otros tantos como Eugenio Montejo, Xavier Villaurrutia, Salvador 11


prólogo

Novo, Fernando Vallejo y Virgilio Piñera. Éste es el espíritu que rige Escrituras al margen. Ensayos críticos sobre literatura y cultura hispanoamericanas: pensar, discutir y problematizar desde la periferia. Del centro al margen El centro, además, puede ser entendido como núcleo, aquello de lo que no se puede prescindir en la constitución de algo. La existencia de éste, sin embargo, no implica que necesariamente esté situado espacialmente en un punto equidistante de sus límites. En lingüística, por ejemplo, el centro o núcleo de un sintagma es el elemento que ejerce una relación de dominio sobre los otros componentes que lo constituyen. El centro o núcleo es aquello que no podrá variar y su dominio sobre el resto de los elementos responde, ante todo, a que dota de significado al sintagma. De esta forma, la noción de centro también puede ser entendida como un equivalente de significación, como el elemento indispensable para la generación de sentido en un sintagma. En el caso de los estudios literarios, y específicamente en la narratología –herramienta de análisis que durante las últimas décadas ha resultado axial para la exploración e indagación de la construcción de los discursos narrativos–, podemos considerar que ésta se ocupa de ciertas figuras como el narrador, personajes, narratario, focalizaciones, espacios y temporalidades para otorgarles un estatuto central; es decir, a partir de ellos es que se genera o se propone una ruta de lectura de un texto narrativo.1 Sin embargo, el texto literario puede presentar, en su modo de enunciación, énfasis en algunos de estos componentes. Es decir, incluir en su composición fracturas temporales, indeterminaciones espaciales, presencia explícita o implícita de un narratario. La presencia y el énfasis que en la estructura de la narración recae sobre alguno de estos elementos será capital en el proyecto de lectura. Esto es, en la formulación de uno de los posibles sentidos que estén contenidos en el texto. Cabe decir que no todos los textos literarios descubren la presencia de los elementos mencionados con el mismo énfasis. En algunos casos la narración puede cimentarse a partir de la presencia del narratario, como sucede en “Acuérdate” o “Luvina” de El llano en llamas (1953) de Juan Rulfo; o el acento estará puesto en la 1

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Ahora bien, si trasladamos esta manera de analizar los discursos literarios a campos discursivos que transgreden, desde la centralidad del universo narrado, este modo de composición, encontramos que la narratología se queda corta para emprender una ruta de comprensión del texto. Pongamos como ejemplo algunas de las obras literarias publicadas durante la segunda mitad del siglo xx: El museo eterno de la novela (1967), del argentino Macedonio Fernández; Didascalias (1970) y Morirás lejos (1977), de los mexicanos Juan Manuel Torres y José Emilio Pacheco, respectivamente; Tres tristes tigres (1967) y Cobra (1972), de los cubanos Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy, y El beso de la mujer araña (1976), del argentino Manuel Puig. En estos textos el lector podrá encontrar como un rasgo en común la presencia de escrituras al margen que inciden de manera decisiva en el análisis, comprensión y explicación del universo narrado. El ejemplo por antonomasia quizá tiene su data en una novela fundamental para la historia de la literatura universal, nos referimos al Quijote, en cuyo prólogo Cervantes teje, genera y potencia, desde la marginalidad escritural y del universo narrado, significado y sentido. Así, tenemos que los márgenes juegan un papel fundamental en la generación de posibles sentidos encarnados en el texto literario. Ahora bien, si se piensa en la marginalidad escritural en cuanto a los géneros literarios desde el punto de vista canónico, el problema sobre el tratamiento idóneo que debe darse a un discurso literario se agudiza. ¿Qué hacer o, más bien, cómo proceder en aras de la comprensión con discursos como el diario, la epístola, los fragmentos o la miscelánea? ¿Cómo acercarse a textos más bien heterogéneos o, para utilizar un término que acaso conviene recuperar, híbridos? Ahondemos en esta dirección. En su ya clásico ensayo Culturas híbridas, estrategias para entrar y salir de la modernidad (1990), Néstor García Canclini entrega la siguiente definición: “Entiendo por hibridación procesos socioculturales en los que estructuras o prácticas construcción de un monólogo interior, una característica discursiva que restringe y regula la información al punto de vista de la interioridad del personaje, como en Muerte por agua (1965) de Julieta Campos. 13


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discretas, que existían en forma separada, se combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas” (iii, las cursivas son del autor). Para redondear la idea, el autor argentino utiliza un ejemplo sugerente: el spanglish. Dos lenguas discretas –entiéndase por discretas: independientes, reconocibles y estables– se fusionan en una tercera lengua híbrida. Desde luego, puede objetarse que tanto el español como el inglés constituyen a su vez lenguas híbridas. Para resolver este problema, García Canclini propone hablar de ciclos de hibridación, de formas o estructuras homogéneas y heterogéneas. En efecto, después de pasar por un intenso ciclo de combinación, una estructura heterogénea puede estabilizarse hasta alcanzar cierta homogeneidad, como el inglés y el español contemporáneos. Posiblemente en el futuro el spanglish adquiera la solidez y legitimación suficientes para salir de la heterogeneidad y estandarizarse; es decir, para convertirse en una estructura discreta. Adaptando estos principios a la literatura, resulta peligroso, pero al mismo tiempo tentador, pensar en estructuras discretas que al combinarse generan escrituras híbridas. No existe nada más pretencioso y estéril que tratar de definir exhaustivamente un género literario, llegar a su esencia para que su especificidad emerja impoluta. Sin embargo, los géneros literarios existen, están ahí, constituyen formas discretas con estructuras reconocibles. Negarlo constituiría un acto de necedad. No podemos explicar del todo al poema, pero reconocemos al instante el soneto. La novela, por dar otro caso, ha sido calificada como un género impuro, bastardo, capaz de absorber todos los discursos para ponerlos a circular bajo los más diversos formatos. Pero dentro de su hibridez y flexibilidad reconocemos, sin duda, formas hipercodificadas y hasta cierto punto homogéneas, como en el caso del policial o el bildungsroman. Existen las estructuras o formas discretas en la escritura literaria; formas legitimadas, incluso centrales en la medida en que establecen coordenadas a partir de las cuales la crítica literaria intenta aprehender su significado posible. Sin embargo, aquí no pretendemos cuestionar las formas centrales o discretas sino los procesos mediante los cuales se combinan para generar escrituras híbridas. Nos

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interesan las escrituras marginales, los textos límite, las prácticas literarias gestadas fuera de los círculos literarios legitimados. Los textos escritos desde la marginalidad, sea discursiva o ideológica, exigen ser colocados en el centro de los proyectos literario-poéticos de los escritores sobre los que versa este libro. Las escrituras al margen no son, de ninguna manera y en ningún momento, la antesala, el mezzanine del pensamiento literario de un autor; son el lugar por excelencia donde se maduran, problematizan y discuten sus ideas, sus actitudes prácticas ante la escritura literaria; en donde se ofrece, no de manera accesoria o accidental, una lectura literario-poética del mundo. A sunción R angel López Felipe Oliver Fuentes K. Rogelio Castro Rocha

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La filiación literaria del diario de Alejandra Pizarnik Isaura Contreras Ríos Universidad Nacional Autónoma de México

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asta ahora no son pocos los trabajos consagrados al estudio de los diarios. Hoy en día el diario se encuentra afianzado como género y su aproximación crítica es cada vez más común, aunque marginal, en el amplio contexto de la investigación literaria, especialmente en Latinoamérica; situación que se deriva de la gran variedad de consideraciones que aún discuten su estatuto estético. El despliegue histórico de una forma de escritura considerada “ordinaria” hacia su constitución en un género, caracterizado por estrategias discursivas particulares, es una de las contradicciones que problematizan la posición del diario en el terreno de la literatura: “Es curioso que ahora pululan los diarios. Nadie puede concentrarse lo necesario para crear una obra de arte” (1977: 236), escribe Virginia Woolf en el suyo, hoy obra de culto; expresión que representa la constante paradoja que acompaña la legitimación literaria de estos textos. En la actualidad, la visión sobre la obra de arte como absoluto ha cambiado, y el diario, esa escritura fluctuante, al igual que otros géneros fronterizos, irrumpe en el espacio literario y se convierte en objeto de estudio. La diversidad de condiciones en las que surgen los diarios ha incidido en las tentativas de análisis: la previa intención literaria o no al momento de ser escrito, la publicación en vida o en forma póstuma, la recepción lectora son algunos aspectos que aún influyen en su reivindicación. De especial importancia es la figura del autor: un diario de escritor implica, por lo general, anticipar o prolongar un ejercicio estético. El diario es una obra hecha de fragmentos, cuyo principio de construcción está contenido en el devenir cotidiano, no exige concentración sino dispersión: sólo puede gestarse en el paso del tiempo, no traza un plan ni una 17


La filiación literaria del diario de Alejandra Pizarnik

estructura, su conclusión está dada a la par de la vida de su autor. Los mecanismos de la escritura, actividad primordial y constante, son develados en los diarios, fieles testigos de ese proceso en el que van cobrando forma: cada diario contiene así su poética. Los diarios de la escritora argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972) constituyen también un gran manifiesto literario, una obra. Aunque es reconocida principalmente en el terreno de la poesía, cuya constancia se advierte en la continuidad de sus poemarios muy por encima de cualquier otro género, sus diarios son el escenario de confluencia de todo tipo de reflexiones tanto biográficas como literarias. Escritos entre 1954 y 1972, y publicados casi en su totalidad de manera póstuma en 2003, han sido ya objeto de rigurosas lecturas críticas que nos permiten reconocer la dimensión comunicativa que ocupan en el contexto de la investigación literaria.1 En el presente ensayo nos interesa abordar los diarios de Alejandra Pizarnik a partir de la filiación literaria que entablan con otros diaris-

Actualmente los manuscritos del diario de Alejandra Pizarnik se encuentran en el Departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales de la Biblioteca de la Universidad de Princeton. Alejandra Pizarnik publicó en vida sólo algunos fragmentos: en la revista colombiana Mito (1961-1962), 39 entradas reescritas de su diario, correspondientes a los años 1960 y 1961, bajo el título “Diario 1960-1961”. Posteriormente publicó “Fragmentos de un diario” en la revista Poesía = poesía (1962), un texto breve conformado por seis fragmentos reescritos pertenecientes a algunas entradas de julio de 1962. Este último fue reproducido en francés en 1963 en la revista Les Lettres Nouvelles, bajo la traducción de P. X. Despilho. La edición más amplia y conocida es Diarios (Lumen, 2003), que estuvo a cargo de Ana Becciu y ha sido objeto de duras críticas que la acusan de censura y descuidos, en particular por excluir el año 1972 (véase Nora Catelli, Ana Nuño y Patricia Venti). Por otro lado, este diario también ha suscitado dos importantes estudios monográficos: Una stagione all’ inferno. Iniziazione e identità letteraria nei diari di Alejandra Pizarnik (2006) de Federica Rocco y Sujeto, cuerpo y lenguaje: los Diarios de Alejandra Pizarnik (2007) de Nuria Calafell Sala. Para el presente trabajo nos apoyamos en los manuscritos originales, en la edición de Ana Becciu y en las publicaciones periódicas donde aparecieron por primera vez; en cada caso se citará la fuente. 1

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tas.2 En el diario de Alejandra Pizarnik se comenta la lectura de, por lo menos, cinco diarios: el de Katherine Mansfield, el de Julien Green, el de Cesar Pavese, el de Charles Baudelaire, el de Charles Du Bos y el de Franz Kafka. La exégesis de estos textos, en el seno mismo del diario, revela un modo de situar la propia práctica, inscribiéndola, al mismo tiempo, dentro de los marcos del género. El diario de Pizarnik, como casi todo diario, se elabora en contacto con modelos anteriores y en confrontación con ellos, lo que lo asienta en una tradición propiamente literaria de la cual se nutre.

Los comienzos del diario o el llamado de la vocación A juzgar por las fechas que comprenden los manuscritos conservados del diario de Alejandra Pizarnik, la crítica ha señalado constantemente que 1954 fue el año de su comienzo, es decir, cuando su autora tenía 18 años.3 Entendemos como Roland Barthes que “La obra está inserta en un proceso de filiación” (2009: 91); para Barthes en este proceso “Suele postularse una determinación del mundo (de la raza, luego de la Historia) sobre la obra, una consecución de las obras entre sí y una apropiación de la obra por su autor” (91). Este trabajo se sitúa especialmente en las relaciones intertextuales del diario de Pizarnik con importantes diarios de autores europeos que permiten articular una especie de declaración de principios sobre la funcionalidad de su propio diario, además de mostrar la adhesión a un género legitimado como tal. 3 Hay un indicio que nos muestra la posible existencia anterior del diario, como lo muestra esta referencia de Inés Malinow: 2

Lleva la autora desde el 7 de diciembre de 1953 un diario íntimo y en él anota algo que pudo haber sido escrito la noche de su muerte voluntaria: “Mi soledad maúlla. La tapo con promesas vagas. Mentir. Mentir, sí. Algún día encontrarás este diario y será antiguo, algún día verán mis fotos y se reirán de la moda actual. El vanguardismo será clasicismo y otros jóvenes rebeldes se reirán de él. Pero… ¿es posible soportar esto? Quiero morir. Tengo miedo de entrar al pasado. Pienso en alguna mujer de mi edad de hace un siglo ¿Qué hacía cuando estaba angustiada? ¿Qué?” (1980: 2834). Este sería el fragmento más antiguo del diario, y el único del que se tiene registro, pertenece a una colección de cartas y escritos enviados por Pizarnik a León Ostrov, su sicoa19


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Para esta época Pizarnik escribía sus primeros poemas y su diario funciona como espacio de manifestación de un deseo por el oficio de la escritura, así como el escenario de reflexión de sus lecturas, más allá del simple registro de una turbulencia íntima juvenil. No sería arriesgado afirmar que Pizarnik escribe su diario, o lo afianza, bajo el influjo del de Katherine Mansfield, el cual menciona reiteradamente justo en esos años del comienzo del suyo; la analogía con ciertos pasajes o modos de afrontar la escritura resultará determinante. En este periodo comienza la interrogante por la vocación y será justamente el diario de Mansfield uno de los libros que contribuyan a enfrentarla. La pregunta por la identidad, una constante en todos los diarios, se formula en el diario de Pizarnik desde el cuestionamiento del deseo y el destino literario, una obsesión que también caracteriza al de Mansfield, así como a muchos otros diarios de escritores.4 nalista. Inés Malinow tuvo acceso a estos papeles por conducto del propio Ostrov, e incluye este fragmento en su introducción a la poesía de Pizarnik en Poesía argentina contemporánea (1980). Resulta significativo que la entrada aluda precisamente al destino mismo de la escritura diarística y su hallazgo fortuito, implicando en ello la voluntad de su conservación y su lectura. Desafortunadamente en los manuscritos conservados en Princeton no hay muestra alguna del diario que comprenda una fecha anterior a 1954, lo que podría sugerir su interrupción e incluso su inexistencia. 4 Diarios, el ejemplar del diario de Katherine Mansfield que perteneció a Alejandra Pizarnik, se encuentra actualmente en el “Fondo Alejandra Pizarnik” de la Biblioteca Nacional de Maestros en Buenos Aires, Argentina. Este fondo se integra por una colección de aproximadamente 250 ejemplares que pertenecieron a Pizarnik; otra parte de su colección personal se encuentra en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. El ejemplar del diario de Mansfield es una edición de José Janés, de 1948, hecha en Barcelona y con traducción de Esther de Andreis. El libro, como otros que marcaba Pizarnik cuando los adquiría, dice en la portada: “Flora Alejandra Pizarnik. Sep. 1954”. Año que coincide con la época en que Pizarnik inicia su diario de manera constante. Las páginas de este ejemplar, como las del diario de Cesare Pavese y de Charles Du Bos, entre otros libros, fueron ampliamente subrayadas y anotadas por la poeta; tales marcas han guiado nuestra lectura ayudándonos a trazar las huellas de ese diálogo que Pizarnik va estableciendo con el género. Cabe citar aquí el brillante texto de Daniel Link, “Lecturas de Pizarnik” (2008), dedicado a esta biblioteca personal; para Link las marcas de esos libros conforman, junto con las obras literarias de la poeta, signos de escritura: “Esos trazos constituyen, como cualquier palabra, biografemas, momentos de una historia de 20


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Katherine Mansfield llevó un diario desde 1904 y hasta 1922. Los manuscritos de 1904 a 1914, a los que llamaba sus “diarios de quejas”, fueron destruidos por la autora, conservándose apenas un fragmento de junio de 1910. En este breve fragmento la mención del dolor y el veronal parecerán un eco de uno de los temas que dominarán en su diario: la enfermedad; tanto como el otro gran tema: la escritura. Entre 1914 y 1916 el registro de los días es constante, a la vez que breve, y las anotaciones responden a situaciones cotidianas donde las minuciosas referencias al clima y la naturaleza encuentran más bien correspondencia con la atmósfera de sus cuentos.5 Sin embargo es hacia 1917, cuando la tuberculosis se acentúa, que busca que la escritura gane la carrera a la enfermedad; aquí la obsesión por escribir y el reproche por no hacerlo se mantienen en tensión constante. La vuelta a los temas de infancia y a rescatar el mundo de Nueva Zelanda, que ocupará gran parte de su obra, está explícitamente referida en su diario; en principio, como un homenaje a su hermano muerto en batalla, por lo que el diario se convierte, en ocasiones, en un texto dedicado a su imagen. El diario agudiza la atención en lo corporal y hacia los últimos años refiere esa lucha encarnizada por el triunfo de la obra sobre la muerte. La inclusión de varios cuentos breves, cartas y fragmentos de narraciones muestra la obsesión cotidiana en que se va convirtiendo su obra y alude a la confirmación de esa promesa por concretarla. Aunque lecturas, pero también momentos de identificación y de distancia […]” (http://linkillodraftversion.blogspot.com/2008/10/lecturas-de-pizarnik.html). 5 Resulta notorio que justamente la primera entrada del diario de 1914, que podría constituirse como el momento de renovación de su diario, comience con la transcripción de un largo fragmento del diario de Dorothy Worsdworth. El fragmento corresponde a una descripción, casi un retrato, que Dorothy hace de su hermano, el poeta inglés William Worsdworth. Esta cita nos sugiere la necesidad de aprehensión de la figura del escritor, a la vez que busca constituir el diario como una obra de escritor. Como menciona Middleton Murray en el prólogo a los diarios de Mansfield, la autora había contemplado escribir con miras a la publicación, “una especie de carnet de apuntes”, los apuntes para dicho cuaderno pretendían tomar como base los del diario, este plan no se concretó, sin embargo hay muestras de ese proyecto, pues es común encontrar en el diario mismo diversas versiones de una misma anotación. 21


La filiación literaria del diario de Alejandra Pizarnik

el tema recurrente del diario no es siempre la escritura, ésta se adivina como una presencia pulida y constante que cobra preponderancia, como lo refieren las palabras de otra diarista, Virginia Woolf: Nadie sintió más seriamente que Katherine Mansfield la importancia de escribir. En todas las páginas de su diario, a pesar de que son rápidas e instintivas, se advierte que su actitud con respecto a su trabajo es admirable, sensata, cáustica y austera. No hay chismorreo literario, no hay vanidad, no hay celos. A pesar de que, en los últimos años de su vida, Katherine Mansfield bruscamente tuvo que darse cuenta de su éxito, no hace la menor alusión a él. Los comentarios centrados en su propio trabajo son siempre penetrantes y demostrativos de insatisfacción (1985: 213).

El diario de Mansfield se funda en esa preocupación por consumar su obra; en esta búsqueda, los juicios para con su disciplina y dedicación al oficio son implacables y persistentes.6 A partir de la confrontación con esta Como ejemplo estas entradas que lo denotan (destacamos las mismas marcas que Pizarnik señaló o subrayó en su ejemplar del diario de Mansfield): “Pido, acaso, algo más que no sea narrar, recordar o afirmarme?” [22-01-1916] (Mansfield, 1948: 49) “Aún no he escrito nada y el tiempo apremia. ¡No he hecho nada! Estoy tan lejos del final de mi obra como lo estaba hace dos meses, y empiezo ya a dudar de mis deseos de trabajar” [marcado en el ejemplar de Pizarnik con un paréntesis] [13-02-1916](50). “No quiero averiguar si esto es la verdadera tuberculosis. Quizá se convertirá en tisis galopante, y mi trabajo no estará terminado. Esto es lo que importa. Sería intolerable morir… dejar ‘fragmentos’, ‘esbozos’…, nada verdaderamente acabado” [19-02-1918] (71). Con la muerte que se avecina, van quedando los lastres de una escritura a punto de gestarse, fragmentos que no pueden leerse desde la concepción de totalidad que articula el libro como mediador de una lectura. Los fragmentos se configuran entonces como un retazo de la obra imposible. Las siguientes fechas también denotan la obsesión por escribir de Mansfield: “Cada vez que, de una manera más o menos interesante, hablo de arte, anhelo con toda mi alma poder destruir todo lo que he escrito hasta ahora y empezar de nuevo” [25-04-1918] (87). “No pido más que tener tiempo para escribir todo esto, tiempo para escribir mis libros. Luego, no me importará morir. No vivo más que para escribir.” [19-05-1919] (95). “Pero mejor, mucho mejor escribir tonterías, escribir lo que sea que no escribir”. [Pizarnik lo marca con una raya vertical] [07-1922] (211). 6

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experiencia, a la cual busca asimilarse, en el diario de Alejandra Pizarnik, desde su temprana gestación, se asume también ese compromiso. Baste recordar la entrada del lunes 26 de septiembre de 1954, con escasos 18 años, en la que se anuncia la sentencia que envolvió la vida y el impulso creador de su obra: “Acá, entre el cansancio y el humo, entre el Miedo y las ansias inmortales, me digo: he de escribir o morir. He de llenar cuadernillos o morir” (Pizarnik, 2003: 17). La escritura se advierte, desde la juventud, como una exigencia a muerte que rodeará continuamente la obra, estableciendo esa relación intermitente entre la escritura, la vida y la muerte; así lo refrenda otra expresión del 11 de noviembre del mismo año: “¡Oh, cómo deseo vivir solamente para escribir!” (64), un deseo que se vincula de inmediato a una frase del diario de Mansfield que la misma Pizarnik cita de este modo: “K. Mansfield dice: ‘No vivo más que para escribir’. ‘La gente no me importa, la idea de la gloria y el éxito no es nada, menos que nada’… Luego, escribe una novela y la envía al día siguiente para ser publicada” (65). Pero este reproche va contra sí misma, pues más adelante Pizarnik anotará: He terminado el diario de K. M. Me pregunto una sola cosa: ¿tengo vocación literaria? Respuesta: Temo que mis deseos de escribir no sean más que medios para conseguir el fin anhelado éxito, gloria, fe en mí (65).

Son justamente los diarios los que generan la ilusión de cercanía con esa práctica literaria y la posibilidad del cumplimiento del mismo ideal. Esta semejanza no se restituye a partir de una veneración o equiparación con el escritor, consagrado como tal, sino por la humanización de sus rasgos, triviales y comunes a los del lector, y que serán el punto de partida para coincidir, posteriormente, en la esfera del arte. El deseo de aprehender en

“El mero hecho de escribir me ha calmado un poco ¡Loado sea el Señor por haberme otorgado la gracia de poder escribir!” [10-10-1922] (216). 23


La filiación literaria del diario de Alejandra Pizarnik

el diario la humanidad del otro es lo que constituye la esperanza de ser también su par en la esfera del arte. El diario de Katherine Mansfield azuza en el de Pizarnik la pregunta por la vocación a partir de la cual la identidad queda supeditada a un destino literario; más que el interés por la persona pervive el interés por la vocación que aloja, la cual hará posible la existencia de la obra. Y es a través del reconocimiento de esa afición compartida como se erige el camino hacia la consumación de la figura inalcanzable: la del escritor. Constantemente se ha señalado que Alejandra Pizarnik emprende su diario como medio de búsqueda de una prosa que le permitirá escribir una novela.7 Desde nuestro punto de vista, el deseo de la novela no se inicia con el diario, sólo acontece en éste como otro de los modos de nombrar la falta; la novela no escrita es la metáfora de esa necesidad por la obra y por la escritura a la que Pizarnik se encaminará constantemente sin ver su culminación. A la vez es significativo que la forma que pensaba dar a su novela sugería una dimensión autobiográfica, y la pensaba, incluso, en forma de diario: “Me gustaría una novela autobiográfica, pero escrita en tercera persona. Por supuesto comenzaría en mis diecisiete años.” (Pizarnik, 2003: 25). Este aspecto denota la visión de una novela de crecimiento que redima su vocación. Una temática más bien asociada al Retrato del artista adolescente de James Joyce, una de las obras de cabecera de Pizarnik durante muchos años de su vida, como se refleja en los comentarios de su diario. 7

Ana Becciu, en el prólogo de Diarios, es la primera en referir que el diario está vinculado a la exploración de una prosa que va en busca de la novela (Pizarnik, 2003: 11). Cabe mencionar que si bien Pizarnik alude a este proyecto de novela no refiere jamás que el diario constituya su inicio. Sin embargo, tal alusión, introducida por Becciu, es retomada por Patricia Venti para afirmar que el diario era el motor de ese proyecto –lo que nos parece erróneo–; según esta autora, ello se refleja en esta cita del diario: “Pensando sobre la obra literaria. Lo mejor que se me ocurre es una especie de diario dirigido a (supongamos, Andrea). Es decir; no serían cartas ni un diario común. Podría estar dividido en dos o tres partes, una dedicada al amor, la otra a la angustia, la tercera à mon dieu!!” (Venti, 2008: 29). Venti equipara la escritura del diario de Pizarnik con la de la novela, pero son proyectos completamente distintos, pues el diario de Pizarnik preexiste pese a los deseos de escribir la novela e independientemente de ella. 24


Escrituras al margen

Pero el diario de Pizarnik no es en absoluto el esbozo de ese proyecto, antes bien constituye el testimonio de la falta de la novela y es por esa ausencia que el diario se conforma como obra: “Me avergüenza escribir un diario. Preferiría que fuese una novela. Estoy confusa. Lo de siempre. Siento que no quiero nada y me siento culpable de ello” (146). El diario acentúa la expresión de ese deseo que la separa de la acción. Como nos recuerda Michel Braud, la imposibilidad de concretar la obra, que reiteradamente menciona un diarista, cobra presencia en el diario, en la denuncia misma de su falta; el diario se convierte en obra por la transcripción de esa necesidad, es decir, por la transcripción del deseo que está en el origen de la escritura. Ese objeto inasible se transforma, por la narración de su búsqueda, en un signo literario, un signo concreto (2006: 65). El deseo de la novela en Pizarnik se vincula, sobre todo, con la expresión de esa vocación incipiente que alimenta los primeros años del diario: Vuelve la obsesiva –o siniestra– necesidad de escribir una novela. ¿Y por qué no la escribo, entonces? Seguramente porque me siento culpable de no estar en el mundo. Esto es difícil de comprender. No obstante, observo con risueño dramatismo que mi vocación literaria oscila entre los poemas metafísicos, los diarios o confesiones que expresarán mi búsqueda de posibilidades de vivir (lo que no contradice con los poemas) y –ahora viene lo peor– una suerte de teatro de títeres en el que todo el mundo revienta de risa. Pero la aspiración oculta es esta: La historia de una muchacha, es decir, una suerte de “retrato de la artista adolescente”, novela que debiera reflejarme, a mí y a mis circunstancias (Pizarnik, 2003: 93-94).

Esa escritura se nombra desde el inicio bajo una dimensión autobiográfica; la novela que redima y confirme su vocación es apenas un deseo que no se consuma, pues no dejará de nombrarla sino hasta 1964, época en que su preocupación ya es propiamente la de la prosa y el poema, y no la de sus comienzos literarios. Pero ese escenario del crecimiento lo suple su diario, que hasta principios de los años sesenta, por lo menos, seguirá cuestionando la entrada de Pizarnik al mundo de la literatura y ocupando

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La filiación literaria del diario de Alejandra Pizarnik

el lugar del Bildungsroman que no escribió.8 Hasta este momento la expresión de su “yo” está ligada al reconocimiento de su individualidad y su voluntad en el camino de la literatura. Pero serán las otras etapas las que la pongan en el cuestionamiento de ese “yo” que intentará ser sólo poesía y lenguaje.

El oficio de ser escritura El viernes 23 de octubre de 1959 Alejandra Pizarnik anota en su diario algunas impresiones sobre su lectura del diario de Cesare Pavese, en especial menciona su desconcierto ante la semejanza entre ambos diarios: “Profunda sorpresa y miedo. Porque casi todo lo que ha escrito me parece pensado por mí. Es más: yo lo he pensado –mejor decir: sentido– y hasta he tomado notas de ello en mi diario” (2003: 152) .9 El oficio de vivir es el diario que emprende Pavese en 1935 y culmina en 1950, año de su suicidio. Las primeras anotaciones de 1935 son clara8

En los primeros años de su diario (1954-1955), Pizarnik referirá que éste es el medio de exorcizar las angustias, como ella misma lo refrenda: “Por eso, quizá, amo tanto estos cuadernillos de quejas, cuyo valor es exclusivamente psicológico pero nunca literario” (2003: 65) (“cuadernillos de quejas” es justo el nombre que usaba Katherine Mansfield para su diario). Paradójicamente, pese al debate de su valor, estos diarios suplen la incapacidad de expresión oral, es decir, son un medio para crearse un lenguaje. A lo largo de los años, Pizarnik reconocerá la evolución de su diario que deja de ser una referencia íntima, como se ve en esta entrada del 28 de julio de 1962: “Bueno. Son las doce de la noche ¿Es que voy a volver a mi diario de horas del 55, cuando escribía mis importantes acontecimientos en una maldita prosa contemporánea a ellos? En esa época me levantaba y me ponía la ropa y mi diario íntimo (una especie de ‘prenda íntima’) y antes de acostarme me desnudaba del diario y de la ropa. Ahora esos cuadernos serían ilegibles. Aunque tal vez no. Pero lo que no deseo es re­comenzar el juego antiguo del diario-prenda-íntima” (2003: 243). 9

Alejandra Pizarnik lee El oficio de vivir en la edición de 1957, de la editorial Raigal de Buenos Aires, en la traducción de Luis Justo. El ejemplar que le perteneció se encuentra en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. La fecha de su adquisición, o lectura, está marcada en el ejemplar en octubre de 1958, la cual se corresponde con las fechas en que lo cita en su diario. 26


Escrituras al margen

mente una reflexión sobre su poesía, a propósito de sus libros Los mares del sur y Trabajar cansa. Particularmente, a lo largo del diario, tomará lugar la reflexión sobre la transición que le exige ir a la prosa, este giro va de la mano con vislumbrar una renovación del trabajo de escritura, el gran tema de su diario. En el diario de Alejandra Pizarnik, El oficio de vivir incide ya no en la pregunta por la vocación, a la que incitara el diario de Mansfield, sino, con la asunción de un destino literario, en la legitimación del oficio de la escritura y el esclarecimiento de su práctica. En este periodo Pizarnik contaba ya con sus primeros poemarios (La tierra más ajena [1955], La última inocencia [1956] y Las aventuras perdidas [1958]), y la reflexión sobre el quehacer poético, como adeudo vital, se despliega en su diario de forma contundente. Será este aspecto, aunado a la tentación del suicidio, una de las líneas que parece trazar el paralelismo entre ambos diarios. Pavese escribe su diario como un modo de elucidación del oficio de la escritura, un oficio que, para él, compromete intensamente la vida: “La lección es ésta: construir en arte y construir en la vida, desterrar la voluptuosidad del arte y de la vida, ser trágicamente” (1957: 37). El diario de Pavese es el testimonio de esas complejas relaciones, donde la reflexión sobre el arte y la literatura, busca convertirse en la verdadera y única materia íntima. Cada entrada del diario es una reelaboración ensayística sobre un cuestionamiento poético o narrativo que deliberadamente se interioriza; del mismo modo en que el padecimiento de una situación personal es sólo un medio para gestar la obra: “un poeta no debería olvidar jamás que, para él, un estado de ánimo no es nada aún, que lo que importa para él es la poesía futura. Este esfuerzo de frialdad utilitaria es su lado trágico” [2004-1936] (36). Vivir trágicamente, para Pavese, es padecer la desdicha del artista que debe olvidarse de sí, de sus apasionamientos, en función de la realización objetiva de la obra. La imposibilidad del quehacer poético representa, ante todo, un problema de índole vital, y viceversa, pues el oficio de vivir es, en suma, el oficio de escribir: “¿quién puede decir que mi tortura no 27


La filiación literaria del diario de Alejandra Pizarnik

nazca, acaso, precisamente de esto: se me ha hecho una cosa injusta, he sido víctima de una mala acción? ¿Y no se encuentra aquí también una elección de técnica, una poética?” [20-04-1936] (37). Pavese sistematiza su propio sufrimiento y comprende la obra como el producto de esas resoluciones analíticas sobre sus sentimientos. Su diario involucra, sobre todo, la construcción de una racionalidad teórica que intenta explicar por igual tanto su vida como su obra. Sus reflexiones no son meras impresiones espontáneas sino una constante fundamentación y confrontación de su pensamiento literario sobre el que se constituye a sí mismo y a su trabajo. Pavese señala su identificación con artistas como Dante, Stendhal y Baudelaire, para quienes “llenar una página es crear una situación mental que se desarrolla en un plano bien determinado, construido, que posee sus leyes internas, diferente al plano de la vida” [01-01-1940] (165). Se opone a autores como Petrarca, Tolstoi y Verlaine, que “se hallan siempre al borde de la confusión entre arte y vida” (144). Sobre los primeros Pavese expresará: construyen otro mundo donde la experiencia ordinaria y apasionada aparece cribada por la inteligencia y sólo entra en la obra si responde a la construcción […] Son grandes teorizadores del arte –problema que siempre les preocupa–, mientras que los otros [Petrarca, Tolstoi, Verlaine] escriben del mismo modo en que se respira, en que se canta, en que se vive, ¡oh, la, la! Los míos son grandes solitarios, son ascéticos, sólo piden a la vida la realización de su sueño formal (de arte, de moral, de política), al paso que los otros piden a la vida experiencia y reflejan esta experiencia en esos diarios que son sus obras [01-011940] (165).

En los quince años en que transcurre El oficio de vivir se va afianzado esta actitud. El diario de Pavese es, hasta el final, la edificación teórica de su escritura, su vida e incluso su muerte, que sólo tienen como correlato la obra. El diario de Alejandra Pizarnik se caracteriza por exaltar también la relación entre la escritura y la vida, pero a diferencia de la actitud analítica e impersonal con que se desarrolla en el diario de Pavese, en el de 28


Escrituras al margen

Pizarnik hay, en apariencia, una exacerbación del yo, un arrebato en la misma construcción estilística: aquí el dolor, la herida y la carencia buscan una explicación en sí mismos, en el ser trágico del autor, donde la escritura opera más como medio de salvación. En su diario se afirma deliberadamente esa confusión entre la literatura y la vida: “La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Quiero decir, por querer hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi deseo de hacer literatura con mi vida real pues ésta no existe: es literatura” [11-04-1961] (Pizarnik, 2003: 200). La escritura acontece como una experiencia previa a la vida y la única que la hace posible: Pasa que si no escribo poemas no acepto vivir, vivirme. Pasa que la condición de mi cuerpo vivo y moviente es la poesía. Pasa que si no escribo no me dejo, no me dejaré nun­ca vivir para otra cosa. Una noche del año 54 lo juré. No se trata de fidelidad sino de saber quién soy y para qué estoy aquí.[…] Yo moriré del método poético que me creé para mi uso y abuso. Nada menos poético pero nada más cercano –dadas mis limitaciones naturales– al verdadero lugar de la poesía [26-04-1963] (35).

Sin embargo, la reflexión de Pizarnik tampoco se regodea en la mera expresión del apasionamiento romántico o decimonónico que alude a esa simbiosis, sino que su búsqueda literaria redundará en el reconocimiento de un yo que es literario porque se identifica como lenguaje: “Hablar de sí en un libro es transformarse en palabras, en lenguaje. Decir yo es anonadarse, volverse un pronombre algo que está fuera de mí” (Pizarnik, 2003: 344). El pronombre y el nombre propio se convierten en la obra de Pizarnik en escritura literaria.10 Allí es posible advertir un afán de disEsto también se demuestra en el modo en que Pizarnik lo incorpora constantemente en su poesía. Como ejemplo cabe citar el poema “Sólo un nombre”: alejandra alejandra/ debajo estoy yo/alejandra (Pizarnik, 2007: 65). Aquí se reafirma ese empeño por transfigurar el nombre; las minúsculas mismas aluden a su calidad de signo, pues a pesar del: debajo estoy yo, lo único que encontramos es el nombre. Relaciones de esta naturaleza abren el debate sobre los modos de lectura bajo los que se opera. Una crítica inmanentista o estructural 10

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tanciamiento suscitado por la escritura, que intenta negar una existencia biográfica en el sentido tradicional, pues la escritura –el pronombre– es apenas la simulación del poder de decir yo para ser sólo lenguaje. Que la vida de un escritor no tenga más interés que el incidir en la realización de la obra es una de las premisas que, en el Romanticismo, desvelaron ese destino trágico del poeta: incapaz de salvar la distancia entre la literatura y la vida. Sin embargo esta relación se muestra ahora más profunda, en tanto implica una relación en términos de lenguaje: narrar la experiencia “personal” está tamizada por una retórica, por una mediación discursiva que transforma la experiencia. Bajo esta clave se puede entender, incluso, la culminación de la propia vida como un “método poético”; el suicidio, en este caso, reconocido comúnmente como un acto personal y voluntario, descubre también una filiación literaria. El 11 de agosto de 1962, Pizarnik escribe: “Aunque nada de esto tenga que ver con la validez o deficiencia de lo que escribo, sé, de una manera vi­sionaria, que moriré de poesía” (2003: 260). Esta reflexión metafórica, la de elevar la vida hasta sus últimas consecuencias en términos poéticos, es una de las tantas menciones sobre la muerte, que finalmente acontece en 1972, a los 36 años. Y aunque “morir de poesía” en apariencia está lejos del suicidio, el deseo de la muerte va cobrando forma en el diario, se medita, se anticipa y se construye literariamente, ya sea por medio de las arrebatadas expresiones de dolor, como sucede con Pizarnik, o en las nutridas teorizaciones de Pavese, quien también lo llevó a cabo.11 negaría a este poema todo contenido biográfico, mientras que el pacto de lectura que sustentan los diarios, en tanto material biográfico, ve siempre en el nombre del diarista una correspondencia con el sujeto real; la naturaleza de las relaciones entre el nombre y la referencia en este tipo de textos obligan a replantear tales categorías, así la posición de lectura de los diarios desde una perspectiva no canónica modifica las posibilidades de significación. 11

Las menciones de Pizarnik y Pavese en torno al suicidio son constantes, y no sólo como expresión de un deseo sino de una reflexión. El suicidio –como la enfermedad, la obra, etc.– se convierte en el ensayo de un tema que se va argumentando y confrontando. Dentro de las marcas que Pizarnik realiza en su ejemplar del diario de Pavese destacan justamente algunas con esa temática, como la subrayada del 6 de noviembre de 1937. “El 30


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Pavese, en los comienzos de su diario, parece distante de este impulso: “gente como nosotros, enamorada de la vida, de lo imprevisto, del placer de ‘contarla’, sólo puede llegar al suicidio por imprudencia” [24-04-1936] (1957: 33). La reflexión en torno al suicidio aparece en estos primeros años como un heroísmo apenas mítico e irrelevante: “en nuestra época el suicidio es un modo de desaparecer, se lo comete tímidamente, silenciosamente, humillantemente. No es ya un hacer, es un padecer” (33). En el siglo xx el suicidio será, según Albert Camus, un problema filosófico.12 El acto suicida implica una exigencia de absoluto, y a la vez es un fin que, en el diario, se sueña como fin estético y narrativo. Es el diario un escenario donde se figura la muerte, y aunque en ocasiones se cuenta esa figuración para exorcizar el acto, la posibilidad de poner punto final a esa historia es poniendo punto final a la vida; ese ensueño de la muerte permite resarcir la existencia, hacer una historia a la vez grandiosa y patética. Cuando se escribe la vida, ésta se vuelve un discurso, algo que puede ser finalizado con la escritura, el punto final que representa el de la vida. Para el diarista la última consigna es aquella que se liga con la muerte y la escritura. De allí las últimas palabras del diario de Pavese: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. El gesto, el suicidio, se convierte en el signo real, que ha de dar forma a la promesa de la muerte que era apenas mera enunciación. Es notable que el gesto sea también un modo en que otro diarista, Pierre Drieu La Rochelle, concibe el suicidio: “un geste brusque et théâtral”; el gesto es a la vez una suspensión de la escritura para convertirse en acto error más grande del suicida es no matarse, sino pensar en el suicidio y no cometerlo. Nada hay más abyecto que el estado de desintegración moral de quien vive con la idea –con la costumbre de la idea– del suicidio. La responsabilidad, la conciencia, la fuerza, todo flota a la deriva de un mar muerto, se sumerge y vuelve a flotar en vano, al capricho de cualquier estímulo.” (Pavese, 1957: 54) 12 En su ensayo “El absurdo y el suicidio” (1999), Camus alude al suicidio como el único problema filosófico verdaderamente serio, al plantear si la vida vale la pena o no vivirse. La relación entre el absurdo y el suicidio se deriva de que el suicido es una medida contra el sentimiento de lo absurdo, ese sentimiento de disociación entre el hombre y su vida. 31


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dentro de ese teatro que el autor se ha montado en el contexto de su diario. A su vez, Louis Calaferte lo expresa de este modo en su diario: “Ce geste, et ce serait enfin fini. Si je le faisais, maintenant au lieu d’écrire ceci?”. Calafert no lo lleva a cabo y, como lo indica en la cita, el diario toma el lugar de esa muerte (véase Braud, 2006: 104-105). La escritura del diario es una medida contra la muerte. El diario ofrece al diarista una complicidad solitaria, convierte la desesperación en signos, afirma su identidad. Hasta el punto en que esa escritura es insostenible y se precisa de la acción, como lo muestran, también, estas líneas de la última entrada del diario de Pizarnik: “Mi sufrimiento es inexpresable. No quiero llevar un diario de más padecimientos” [18-06-1972].13 La muerte es uno de los temas más determinantes que rodean los diarios, más aún cuando se relacionan con un hecho clave como el suicidio. Aun cuando este evento pudiera ser tan circunstancial como cualquier otra forma de muerte, en los diarios resulta determinante puesto que ordena un sentido, ya que cada hecho relatado, cada signo, es visto, en ocasiones, como una pista que puede esclarecer la decisión de morir.14 Al grado de que la interpretación de la obra y de la vida termina gestándose en torno de la tragedia. El suicidio de los escritores está siempre lleno de misticismo y mitiEsta entrada se encuentra suprimida en la edición de Diarios de Lumen, la cual eliminó todo el año de 1972. Nuestra referencia corresponde a los manuscritos originales y se localiza en Alejandra Pizarnik Paper, caja 3, fólder 1. Departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales, Biblioteca de la Universidad de Princeton. 14 Cabe recordar tan sólo una de las líneas de lectura sobre la obra de Pizarnik, y es aquella que exalta su naturaleza “maldita”, en correspondencia con la temática de la muerte. Esta interpretación será el punto de partida de Esperanza López Parada cuando refiere que el diario de Pizarnik construye de tal modo el suicidio de su autora que logra rebasarla, al grado que su obra es leída desde la visión del suicidio; curiosamente, como menciona la autora, será la redacción del diario la búsqueda de razones e instantes para vivir (1999: 103). La misma connotación opera sobre las interpretaciones del diario de Pavese, como la que efectúa Susan Sontag en su ensayo “El artista como sufridor ejemplar” (1984), caracterizando a los poetas, a Pavese en particular, como los más “capacitados” para sublimar el dolor por medio de la escritura. Sontag descubre en la temática del suicidio, junto con la del desamor, uno de los ejes más sobresalientes en la obra de Pavese que revelan su ser trágico. 13

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ficaciones, en ocasiones se equipara al destino mismo de la palabra infértil, al silencio al que ésta somete por la imposibilidad de la representación. Aún cuando la muerte es, en efecto, la consumación de un deseo explícito en los diarios, tales referencias agudizan comúnmente el aura de la inmolación, pues la fatalidad, junto al destino poético, va construyendo ese perfil trágico de un autor.

El diario: por una literatura menor En los últimos años de su vida, Alejandra Pizarnik registró en su diario un insistente replanteamiento de sus orígenes judíos; una actitud un tanto tardía y que opera tan sólo en el contexto del diario, pues poca incidencia habrá de esta temática en el resto de su obra.15 Este proceso de reconocimiento entabla un diálogo con la obra de Franz Kafka, y especialmente con la lectura de su diario. El sentimiento de exclusión, claramente asimilado en el acentuado judaísmo de la obra de Kafka, se constata en el diario de Pizarnik como una empatía constante, e incluso un consuelo, pues más allá de la comunión de sus orígenes los une también el valor salvífico y redentor otorgado a la escritura en cuanto patria única. Ese sentido de la desterritorialización se desplegará hasta la obra misma; el reconocimiento de la posición marginal en el seno de la sociedad argentina que envuelve a Pizarnik, tan similar a la de Kafka en Praga, es apenas una de las aristas

Baste aquí mencionar dos entradas del diario de Pizarnik: “Soy judía. De esto se trata. Hace mucho que se trata sola­mente de esto. No soy argentina. Soy judía. Este descubrimiento me obliga a impedir movimientos esenciales de mi naturaleza: buscar verdugos” [30-10-1967] (2003: 434). “Muchas lágrimas derramadas al pensar en Israel. Creo que ser judía es un hecho perfectamente grave. Pero ¿qué hacer una vez que se ha reconocido ese hecho y esa gravedad? Observo, al menos en mi caso, que mis rasgos judíos son ambiguos. Por una parte, una especial inteligencia de las cosas. Por la otra un espíritu de gueto. Y, antes que nada y sobre todo, un profun­do desorden, como si no hubiera hecho más que viajar [6-02-1969] (469). 15

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que tiene como trasfondo otro correlato: la configuración de una literatura “inédita” o marginal en el marco de una literatura dominante. Gilles Deleuze y Félix Guattari han descrito elocuentemente la condición desterritorializada de la obra de Kafka en el amplio análisis del libro Kafka. Por una literatura menor, a partir de un extenso planteamiento que Kafka expone en su diario sobre las “literaturas pequeñas” (o littérature mineure, como traducen Deleuze y Guattari). El 25 de diciembre de 1911, Kafka teoriza y describe en su diario las “literaturas pequeñas”, entendidas como las literaturas que una minoría produce dentro de una lengua mayor, como es el caso de la literatura judía o checa en Varsovia o en Praga.16 Kafka descubre múltiples ventajas del trabajo en estas literaturas que, a grandes rasgos, se definen por una mayor vitalidad, puesto que la situación limitada bajo la que operan está lejos de la influencia apabullante de los escritores relevantes; asimismo el autor de las literaturas pequeñas adquiere, en el contexto de la historia literaria, un carácter de excepción. Para Kafka una nación pequeña asimila más a fondo el material del que dispone, lo conoce y lo preserva; la conciencia autónoma de su literatura hace inofensiva su conexión con la política y conduce a hacer de la literatura una herramienta de la colectividad, hay así una fe real en esta literatura en tanto “se le confía la instauración de sus propias leyes” (Kafka, 2005: 131). Tomando en cuenta esta discusión, Alejandra Pizarnik entabla un diálogo con este mismo pasaje en una entrada de su diario del 27 de noviembre de 1968:

Nora Catelli destaca la noción de “literatura pequeña”, como se establece en la versión española de los diarios, como una traducción más acertada respecto al adjetivo alemán kleine. Deleuze y Guattari siguen la traducción francesa de los diarios donde aparece como “mineure”. Para Catelli este es un error que puede viciar la interpretación de Deleuze y Guattari. Catelli establece, además, un debate muy interesante entre las lenguas en Praga, las lenguas de Kafka, planteando la relación entre el alemán, el checo y el yiddish, que en realidad Kafka no habló y que sin embargo se mantiene como una presencia latente; un caso muy similar al de Alejandra Pizarnik (véase Catelli 2007: 109-140). 16

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Curiosa defensa de Kafka de las “pequeñas literaturas”. Entre otras ventajas, está la de crear símbolos y la de buscar formas de expresión propias. A lo cual agrego que no existe la sensación de que todo ya ha sido dicho, lo cual descarta las búsquedas pu­ramente formales (2003: 462).

Esta actitud de hacer de lo marginal el centro desde el cual se geste el verdadero cambio de una literatura se traslada, en el caso de Kafka y Pizarnik, no sólo a una situación territorial, sino al contexto de la propia obra. Una obra al margen que se pone en el camino de “crear símbolos y buscar formas de expresión propias” que excluyan las de una cultura o tradición dominante, y no determinada sólo por la lengua en que se gestan. Para Deleuze y Guattari son estas las características principales de la literatura menor: la desterritorialización de la lengua, la articulación de lo individual en lo inmediato político y el dispositivo colectivo de enunciación. A partir de esta sugerencia, la literatura “menor” no estaría ya referida a ciertas literaturas, sino “a las condiciones revolucionarias de cualquier literatura en el seno de la mayor (o establecida)” (1978: 31). Con este planteamiento ambos autores abogan por la inscripción de todo escritor en esa “literatura menor”, al modo de Kafka, cuya escritura se genera lejos de una tradición, una moda, una corriente. Según esta determinación, Kafka logra desterritorializarse a partir de una sobriedad de lenguaje: neutraliza el sentido, lo desautomatiza, despoja su escritura de todo sentido preestablecido y lo nulifica para abrirlo a múltiples posibilidades de significación.17 En la obra de Alejandra Pizarnik puede reconocerse una operación semejante, que se caracteriza por la creación de un lenguaje clausurado en sí mismo, el cual obliga a la consideración y reconocimiento de sus propias

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Para Maurice Blanchot las obras de Kafka configuran desarrollos extraordinarios en forma de alegoría, símbolo y ficción mítica, las cuales oscilan entre varios polos: ley, silencio y palabra común; su esencia es mantenerse en esa oscilación sin reposo. Para Blanchot, la infinidad de interpretaciones críticas es una muestra de ese carácter huidizo de la obra de Kafka que hace posible toda afirmación al tiempo que la niega (Blanchot: 1991, 79-96). 35


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claves;18 dichas claves están en correlación directa con los símbolos forjados en sus poemas: palabras que se reiteran y adquieren una connotación exclusiva dentro de la obra. El carácter deliberadamente simbólico que se va confiriendo a ciertas palabras llama a una coherencia en la interpretación, en tanto hay una asimilación previa de ese lenguaje “emblemático” que se va consolidando en la sucesión de cada poemario. Es la reincidencia sobre ciertas palabras la que de manera proporcional genera esa representación, alejada o desplegada del referente común; de allí el carácter hermético adjudicado a gran parte de su poesía, cuyo acceso se encuentra limitado, la mayoría de las veces, al contorno autorreflexivo de la propia obra. En la obra de Pizarnik la búsqueda del símbolo es una lucha con el lenguaje, el símbolo sólo conduce a una referencia al interior de la obra, y en esa medida sólo se consigna la autorreferencia del lenguaje mismo. En esta clausura la obra de Pizarnik, tanto como la de Kafka, navegan en un hermetismo que los posiciona como autores desterritorializados de un lenguaje común. Por otro lado, la reflexión de la literatura pequeña, que reconoce la posición tensional entre un espacio dominante y otro marginal, podría trasladarse también a la visión de los géneros, en particular el diario, que ha sido comúnmente un género desplazado del ámbito de la obra, pero es justo en el contexto de la crítica contemporánea que demuestra su vitalidad. El diario revela su apabullante importancia al constituirse como ese otro espacio en el que se fraguan las conexiones que dan lugar a la escritura y a su comprensión, constituyéndose a la vez en un objeto: una obra. En una nota a pie del ensayo titulado “Kafka y la exigencia de la obra” (1991), Maurice Blanchot describe el diario de Kafka y reitera que “no solo es ‘un Diario’ en el sentido en que se entiende en la actualidad, sino el propio movimiento de la experiencia de escribir, a la mayor proximidad

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“Algunas claves de Alejandra Pizarnik” (2003) es justamente como se titula la entrevista de Martha I. Moia realizada en 1972, en la que se dialoga sobre el significado de ciertos términos en el contexto de la obra de la poeta argentina (véase Pizarnik, 2003: 311-315). 36


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de su empiezo y en el sentido esencial que Kafka se vio llevado a dar a esta palabra” (1991: 122-123). El diario de Kafka es uno de los ejemplos más conocidos que constituyó para el escritor un instrumento de trabajo que lo implica todo: tanto la descripción de su cotidianidad, como los tormentos y avatares de su oficio de escritor; su carácter híbrido lleva a la consideración de que no es un texto susceptible de ser catalogado de manera tradicional, pues en él se ensayan y se discuten diversas formas literarias: aforismos, relatos, fragmentos de novelas, bocetos, etc.19 Estos discursos, entremezclados con el relato de lo cotidiano, hacen del diario una mezcla entre la realidad y la ficción, con lo que se reinterpreta la misma característica del diario: el discurso personal, en el espacio de la escritura de un diario no tradicional, deviene en escritura ficticia, tanto como la ficción se remonta al espacio de la “intimidad”. Entre estos dos polos, las fronteras se diluyen para afirmar una única pertenencia: la del espacio de la escritura. El diario de Alejandra Pizarnik, como muchos otros diarios de escritores, guarda también esta particularidad. El diario se convierte en un texto que atraviesa la obra, un texto a partir del cual la obra entera se comunica. A partir de esta característica, Deleuze y Guattari definen, por ejemplo, el diario de Kafka: El diario es el rizoma mismo. No es un elemento en el sentido de un aspecto de la obra; sino el elemento (en el sentido del ambiente) del cual Kafka dice que no le gustaría salir como un pez. Por el hecho de que este elemento comunica con todo el exterior, y distribuye el deseo de las cartas, el deseo de los cuentos, el deseo de la novela (1978: 66).20 El carácter de publicación póstuma de casi toda la obra de Kafka ha instaurado la legitimación de todos los trabajos, incluso aquellos en estado de fragmento; en cambio, lo que pertenece al diario, legítimamente incompleto desde siempre, adquiere una restitución doble, determinada por la voluntad. 20 Cabe mencionar que el rizoma es para Deleuze y Guattari un modo de referirse a un tipo de discurso que responde a un sistema no unitario, es un mapa o red que se interconecta, se desmonta y se modifica. El texto rizomático se articula en una serie de espacios cuya lectura puede iniciar o terminar en cualquier punto. Entre los componentes 19

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La visión marginal del diario, en su sentido tradicional, la podríamos ubicar aquí en otra acepción de “literatura menor”; al asentarse como el “maremágnum” que contiene a toda la obra, el diario de un escritor se desplaza de un nivel meramente parafernal para penetrar y articular la obra. El carácter rizomático del diario, su esencia como texto híbrido, que revela tanto las influencias como los gérmenes de una obra, lo enfrenta a la paradoja de su restitución literaria. Así se revela, al menos, en un teórico como Roland Barthes para quien la justificación del diario (como obra) sólo podría ser literaria en un sentido absoluto, a partir de cuatro motivos posibles: el motivo poético, que implica que el diario ofrezca una escritura individualizada, un estilo; el motivo histórico, que es el del diario como testimonio cabal de una época; el motivo utópico, que estaría determinado por la constitución cabal del autor, es decir, lograr llevar la personalidad por encima de la obra; y por último el motivo “enamorado”, que consiste en convertir el diario en un taller de frases exactas, “en afinar sin cesar la exactitud de la enunciación (no del enunciado) con un arrebato, una dedicación y una fidelidad de intención que se parece mucho a la pasión” (1986: 367). 21 Tanto los diarios de Kafka como los de Pizarnik cumplen cabalmente con esa justificación literaria, que además se empeñan en señalar; son el rizoma que contiene todos los estadios de la práctica literaria; constituyen incluso el germen de su propia interpretación, que implica no sólo a la litede la “máquina” literaria o de escritura en Kafka, Deleuze y Guattari señalan las cartas, los cuentos y las novelas, excluyendo al diario, por ser éste no sólo un rizoma, al modo de los anteriores, sino el rizoma por excelencia, el todo que precede a la obra. Es justo esta exclusión la que nos da la pauta para reconocer una vez más el carácter casi invisible pero tan relevante de lo marginal, pues al modo de las literaturas pequeñas, que sólo revelan su existencia a partir de una operación lenta y oculta, pero siempre latente, también así surge la discreta presencia de los diarios. 21 Es interesante que el motivo genuino que caracterizó al diario íntimo, como es el referente de la sinceridad, sea para Barthes irrelevante, en tanto que el pensamiento contemporáneo (psicoanálisis, crítica sartreana, marxismo, etc.) “han vuelto inútil la confesión: la sinceridad no es más que un imaginario de segundo grado” (1986: 366). El diario restituye así su dimensión literaria a partir de funciones completamente ajenas a las de la concepción del intimismo. 38


Escrituras al margen

ratura sino a un diálogo con la visión teórica de la que también se nutren, como lo revela esta entrada del diario de Pizarnik: Domingo, 15/VI [1969]. Leo Barthes. La escritura es una opción a diferencia del lenguaje y del estilo. El estilo nace de la necesidad, está en la frontera de mi cuerpo y el mundo, no obstante, ¿qué pasa, par ex., con los Diarios de Kafka, escritos por pura necesidad? No es esto, empero lo que me importa sino la conciencia de que la poesía –y la literatura– es más que mi necesidad animal (o patológica) de escribir lo que escribí (2003: 475).

La lectura a la que se refiere Pizarnik es El grado cero de la escritura (1953)22 y justamente la pregunta que plantea, ¿qué pasa con los diarios de Kafka, escritos por pura necesidad?, parece encontrar la coincidente respuesta varios años después, en 1979, en el ensayo “Deliberación” (1986), donde Barthes alude precisamente al designio kafkiano del diario como un modo de suprimir la angustia: “Por ejemplo Kafka llevaba un diario para ‘extirpar su ansiedad’ o si se prefiere ‘hallar su salvación’” (366). Pero ese diario no está exento del motivo poético, pues ofrece una escritura individualizada, un estilo, “un idiolecto propio del autor”. La escritura, aun la del diario, llevada al extremo de su concreción como obra, constituye ese vértice entre lengua y estilo; es en este nivel donde el teórico francés rescata al género: “es posible salvar el diario, a condición de trabajarlo hasta la muerte, hasta el extremo de la más extrema fatiga, como un texto casi imposible; al final del trabajo es muy posible que el diario así escrito no se parezca en absoluto a un diario” (1986: 380). Tal es la consigna: desterritorializar el diario, volverlo “nómada e inmigrante”, pugnar por su carácter de “literatura menor” en su propio espacio, concebido originariamente en la tradición de los géneros biográficos; este desarraigo es justamente lo que los diarios de Kafka y Pizarnik concretaron. Aunque Pizarnik no menciona el título, al parecer parafrasea las siguientes líneas del libro de Barthes, que se refieren al estilo: “Es la voz decorativa de una carne desconocida y secreta; funciona al modo de una Necesidad, como si, en esa suerte de empuje floral, el estilo sólo fuera el término de una metamorfosis ciega y obstinada, salida de un infralenguaje que se elabora en el límite de la carne y del mundo” (2006: 19). 22

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La filiación literaria del diario de Alejandra Pizarnik

*** Los diarios de Alejandra Pizarnik pueden ser comprendidos dentro de los marcos de una tradición reconocida y sobre la que ellos mismos dan la pauta. Como hemos podido constatar, los diarios de Katherine Mansfield, Cesare Pavese y Franz Kafka son algunos de los que ordenan de manera contundente las implicaciones de esta escritura. Mención especial merecen también las breves alusiones a los diarios de Julien Green, Charles Du Bos y Charles Baudelaire, pues reafirman que son precisamente los diarios de otros escritores los que impulsan la continuación del propio; hay en esta referencia de lecturas una confrontación con la misma experiencia de escritura diarística a la que se va asimilando, y el reconocimiento de la tarea del escritor en medio de una realidad circundante y huidiza. El diario de Green, por ejemplo, remite a Pizarnik al diario de Mansfield. En ambos autores reconoce el compromiso expreso por concretar la obra y constituyen un aliciente para su propio proyecto. Como lo muestra la entrada del 20 de abril de 1958: Leo el diario de Julien Green. Me recuerda al de Katherine Mansfield en su insistente y agónica lucha contra el ocio del escritor. Ese miedo de morir sin haber escrito “le livre”. Hallo en este diario carencia. No obstante, me impulsa, no sólo a continuar escribiendo el mío sino a escribir más poemas y más prosas (Pizarnik, 2003: 119).

El diario genera así una interrelación constante que reconecta al escritor con su tarea de lectura y escritura. Es el diario el que demuestra esa salvación por el trabajo, la ilusión, al menos, de permanecer en el camino de la escritura; así se lo revelará a Pizarnik el diario de Charles Baudelaire (2003: 345). El diario se convierte en salvaguarda de toda la obra, es un símbolo que conjuga el espacio de la soledad, medio de la escritura, y el de la disciplina; asimismo es el lugar para el diálogo y la crítica, como lo manifiestan las declaraciones sobre la lectura del diario de Charles Du Bos:

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“En cuanto el diario de Du Bos, lo que más me interesa es su forma de leer los libros su afán de penetrarlos hasta el infinito. […] Por otra parte, me impresiona como un viento frío que esas anotaciones sobre algunas cosas de arte constituyen un ‘diario’” (Pizarnik, 2003: 123). Du Bos manifiesta en su diario una “riqueza crítica” que encamina a otro modo de leer, a desentrañar una obra en el seno del diario, haciendo de éste un espacio de interpretación que se regodea en el análisis; el diario de Du Bos muestra otra modalidad que Pizarnik más tarde se ocupará en emplear: la crítica literaria. El diario es ese espacio de contradicción de la exigencia del trabajo y su imposibilidad, de la escritura que no se complace ni se formula en las afirmaciones contundentes sino en el diálogo, en el proceso mismo de gestación y ensayo, del cual el diario es escenario y a la vez la obra. Resultan contundentes las líneas que Pizarnik subraya en su ejemplar del diario de Du Bos; de especial importancia es la entrada del 3 de diciembre de 1918, cuando Du Bos dice retomar su diario a petición de André Gide, otro gran diarista. El fragmento corresponde a los consejos de Gide que Du Bos transcribe en su diario: Querido amigo, no abandone su Diario; es posible que no llegue usted a hacer obras. Pero su Diario es una obra, es su obra; esas dificultades múltiples que le impiden producir constituyen, en sí mismas, el tema de su obra. Recuerde lo que le decía en nuestra última conversación (martes 5 de noviembre. Diario del 21 de noviembre): su Diario debe registrar esos debates, esas angustias, esos escrúpulos interiores. Créame, más de uno se reconocerá en su pintura, se sentirá consolado por ella y se lo agradecerá. […]Seres como usted y yo –espíritus críticos, autocríticos sobre todo (siempre rehusaré ver en esto un defecto)– son seres de diálogo, y no seres de afirmación (1947: 113).23

En la Biblioteca Nacional del Maestro de Buenos Aires se encuentra el ejemplar del diario de Du Bos que perteneció a Alejandra Pizarnik: Extractos de un diario 1908-1928 (1947). La traducción es de León Ostrov, el primer terapeuta de Pizarnik y con quien mantuvo, además, un intercambio literario. Pizarnik fecha su adquisición en 1958, que es el mismo año en que aparece en los registros de su diario. 23

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La filiación literaria del diario de Alejandra Pizarnik

La visión del diario como obra es una de las mayores consagraciones que ha adquirido éste en tanto género. El carácter fragmentario e híbrido, tanto como la fluctuación de sus aserciones, entre otros elementos, se convierten en los recursos que, al reproducirse y reiterarse, lo autentifican. La lectura espiralada a la que nos conducen los diarios de Alejandra Pizarnik es muestra de una poética implícita que remite tanto a la tradición de la que parten como al modo en que se gestan, es una compleja red de conexiones que delata el mecanismo por el que se conforma esta obra, la cual erige así su propia restitución en el seno de una vasta producción literaria.

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Fernando Vallejo: ¿autobiografía o literatura menor? Felipe Oliver Fuentes K. Universidad de Guanajuato

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illes Deleuze y Félix Guattari publicaron en 1975 un valioso ensayo titulado Kafka, por una literatura menor. Entre los principales objetivos del trabajo, destaca el afán por superar las lecturas sobre el checo fundadas en interpretaciones psicoanalíticas arbitrarias a partir de datos biográficos bien conocidos: su mediocre empleo como funcionario público, el autoritarismo de su padre, su precaria salud. Como el árbol que no permite vislumbrar el bosque, de acuerdo con Deleuze y Guattari, el exceso de biografismo ha entorpecido las lecturas sobre Kafka. Por consiguiente, para entender la propuesta del autor de La metamorfosis en su justa riqueza y complejidad, es necesario dejar de clasificar su obra en novelas, cuentos, correspondencia, entradas de diario, etcétera; que lejos de abrir caminos tienden a clausurarlos. Y lo más importante: es necesario desplazar a un segundo plano la inevitable obsesión por subordinar la expresión (digamos, con las debidas reservas, la forma) a la organización de contenido (fondo) específico, a fin de encontrar un sentido más o menos unívoco. La obra de Kafka exige la operación contraria: atender la expresión por sobre el contenido, abordar el texto como una máquina productora de significantes, siempre difusos y huidizos, siempre en movimiento y, por tanto, irreductibles. Sin el afán de sistematizar la obra del checo, Deleuze y Guattari proponen ciertas rutas de lectura que en conjunto definen las pautas de lo que ellos mismos denominan una literatura menor. Término que nace de una cuidadosa lectura de Kafka pero de ningún modo muere con ella. Al contrario, las nociones teórico-críticas aportadas por Deleuze y Guattari permiten abordar desde nuevas bases un conjunto nada desdeñable de textos. En las próximas líneas intentaré una aproximación al escritor colombiano 45


Fernando Vallejo: ¿autobiografía o literatura menor?

Fernando Vallejo, en general, y a su más conocido trabajo, La virgen de los sicarios, en particular, a partir de dichas propuestas.

Una literatura menor ¿Qué es una literatura menor? El adjetivo no tiene connotaciones peyorativas, no tiene que ver con la calidad, por lo demás siempre arbitraria (¿existe efectivamente un criterio universal e infalible para determinar la calidad literaria de una obra, la que sea?). El término tampoco responde a criterios cuantitativos, ser un escritor poco prolífico no necesariamente implica ser un autor menor. Una literatura menor es aquella producida por una minoría al interior de una lengua mayor. El alemán de Kafka es una lengua “rústica” utilizada por una minoría judío-alemana radicada en Praga. Una lengua “pobre”, contaminada o intervenida por el yiddish, que Kafka lejos de maquillar o disimular exhibe en toda su simpleza evitando deliberadamente cualquier ornato. El inglés intervenido por el gaélico de Joyce constituye otro caso paradigmático de literatura menor. La variedad y riqueza de los artificios retóricos utilizados por Joyce no pretenden esconder la marginalidad que como irlandés siente el autor de Ulises frente a Inglaterra; al contrario, potencian su efecto; la escritura de Joyce es una escritura extrañada, liminal, exiliada. Kafka asume su tercer mundo desnudando la lengua, Joyce engalanándola hasta el exceso. Hablar de literatura menor implica entonces reconocer una tensión de poder que se expresa a través de la lengua. Por consiguiente, en una literatura menor todo adquiere un valor político. Sobre este punto en particular volveré más adelante, por ahora quisiera resaltar el conflicto con la lengua que cruza la escritura de Fernando Vallejo. Pensemos en su obra más conocida, La virgen de los sicarios. Es bien sabido que el narrador se asume como el último gramático colombiano, postura que bajo ningún motivo debe ser entendida como un detalle pintoresco, exótico o cómico. Se trata de un gesto de poder, de un aferrarse a un origen oligárquico en franca extinción. De hecho, en las primeras páginas del texto el narrador recuerda una excursión a la finca de los abuelos acaecida años atrás, durante su 46


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primera infancia, pero vacila a la hora de precisar si viajaron en el buick del año de su abuelo o en la camioneta destartalada de su padre. De una generación a la otra, la debacle económica no puede ser más clara: el abuelo con propiedades y carro del año, el padre conduciendo una carcacha y el nieto en el exilio. Lo único que queda de la fortuna familiar es el pequeño condominio –sin muebles, habrá que añadir– que heredó el narrador. Y, por supuesto, el respeto por la lengua. No está de más recordar que en el pasado cuatro presidentes de la república y un vicepresidente, todos ellos del partido conservador, en su momento publicaron manuales y compendios sobre ortografía, gramática y/o filología española. El interés por la lengua en las filas conservadoras en Colombia revela un afán por preservar un modelo específico de organización social, una serie de privilegios de clase que legitiman a la oligarquía en tanto portadores de un tronco cultural surgido en España y perpetuado por una casta cultural y políticamente privilegiada.1 Llegado a este punto puede objetarse que Vallejo en principio pretende reivindicar el castellano culto, correcto, un lenguaje que haga prevalecer las normas gramaticales. De hecho, en algún momento se toma la licencia de explicar al lector las diferencias entre la expresión “debe” y “debe de”. La lengua que Vallejo pretende reivindicar es la gran lengua española, ¿por qué hablar entonces de literatura menor? Aquí es donde aparece Alexis, el jovencito de las comunas con el que sostiene un idilio. A continuación, una cita cargada de significación: No habla español, habla en argot o jerga. En la jerga de las comunas o argot comunero que está formado en esencia de un viejo fondo de idioma local de Antioquia, que fue el que hablé yo cuando vivo (Cristo el arameo), más una que otra supervivencia del malevo antiguo del barrio de Guayaquil, ya demolido, que hablaron sus cuchilleros, ya muertos; y en fin, de una serie de vocablos y giros nuevos, feos, para designar ciertos conceptos viejos: matar, morir, el muerto, el revólver, la policía… Un ejemplo: “¿Entonces qué, parce, Al respecto, existe un esclarecedor artículo de Enrique Krauze que pongo a disposición de los interesados en la bibliografía. 1

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vientos o maletas?” ¿Qué dijo? Dijo: “Hola hijo de puta”. Es un saludo de rufianes (Vallejo, 1994: 23).2

La degeneración moral, social y política de Colombia en general y Medellín en particular se patentizan a través de una tensión con la lengua. Defender ciertos usos del español implica defender un imaginario social cuyo principal vehículo de expresión agoniza frente al inexorable avance de los dialectos jergales de las comunas. Por lo demás, y he aquí un dato crucial, el Vallejo escritor no escribe en la lengua que el Vallejo narrador idealiza. La escritura de Vallejo es bastante simple, repetitiva, ajena a las pretensiones ornamentales de un, sirva el caso, Alejo Carpentier. Y en última instancia, conforme avanza el relato el propio narrador no puede evitar vocablos “impuros” como tote, muñeco y gonorrea. Más –o mejor dicho, además– que una novela sobre los nocivos efectos del narcotráfico, sobre la proliferación de los cinturones de miseria en las principales ciudades colombianas (incluso latinoamericanas), sobre los exiliados de la violencia en el cono sur, La virgen de los sicarios es un alegato en contra de un patrimonio cultural, económico y político en extinción. Que el narrador se posicione entonces como el último gramático colombiano implica reconocer y asumir una marginalidad. La lengua que defiende Vallejo es la lengua de una minoría social que paradójicamente se expresa en una lengua mayor. La jerga arrabalera en la que se expresa Alexis es la lengua no legitimada de una mayoría social. Ambos se encuentran en condición de marginalidad, de extranjería, en su propia lengua, en su propio país. En una literatura menor, por otra parte, la esfera de lo individual no puede desprenderse de la dimensión política. Ambas esferas se funden “en bloque dentro de un espacio más amplio” (Deleuze y Guattari, 1978: 29). Por consiguiente, separar el drama existencial de un individuo particular –llámese Julian Sorel, Werther o Emma Bovary– del contexto histórico concreto que, ciertamente, influye mas no determina su esencia ontológica es imposible. En Todas las citas de la novela serán tomadas de esta edición. En adelante sólo indicaré entre paréntesis la página. 2

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una literatura menor relegar lo político a una situación externa, a un simple telón de fondo, es impensable, pues lo inmediato constituye en sí la esencia misma del sujeto. Al respecto, unas líneas especialmente significativas: Muerto el gran contratador de sicarios, [afirma el narrador de La virgen de los sicarios] mi pobre Alexis se quedó sin trabajo. Fue entonces cuando lo conocí. Por eso los acontecimientos nacionales están ligados a los personales, y las pobres, ramplonas vidas de los humildes tramadas con las de los grandes (61).

Explicar a Alexis, Wílmar, El Difunto o al resto de los sicarios que transitan por el texto, al margen de los procesos políticos, económicos y culturales que en principio permitieron la irrupción y masificación misma del sicariato, es una tarea condenada al fracaso. Explicar al narrador, un exiliado y hacendado burgués venido a menos, al margen de la irrupción de una nueva clase social vinculada al narcotráfico y al fenómeno de los desplazados en Colombia, es también una insensatez. En una literatura menor “todo adquiere un valor colectivo” (Deleuze y Guattari: 30). Más que personajes el texto propone arquetipos que reproducen una forma de vida y reflejan la idiosincrasia común de todo un sector social. Hablamos entonces de un “dispositivo colectivo de enunciación” (31), que ciertamente cruza la escritura de Vallejo. Tomando una nueva imagen de La virgen de los sicarios: Mientras almorzábamos los dos faquires [Wílmar y el narrador] le pregunté su nombre ¿se llamaba Tayson Alexander acaso, para variar? Que no. ¿Y Yeison? Tampoco. ¿Y Wílfer? Tampoco. ¿Y Wílmar? Se río. ¿Qué cómo lo había adivinado? Pero no lo había adivinado, simplemente eran los nombres en boga de los que tenían su edad y aun seguían vivos (91).

Wílmar representa a todos los jóvenes de las comunas de Medellín; basta barajar unos cuantos nombres propios para despojar su identidad del menor misterio, para reducirlo y tipificarlo de una vez y para siempre como un algo fabricado en serie. Siguiendo la misma dirección, resulta aún más significativo el hecho de que el narrador confunda una y otra vez a Wíl49


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mar con Alexis: “Le dije a Alexis, perdón, a Wílmar, que entráramos” (92), y más adelante “¿De qué le estaría dando gracias Alexis, perdón, Wílmar, a la Virgen?” (95). La ironía reside en que Wílmar asesinó a Alexis, antiguo amante del narrador, y a pesar de todo éste no logra o no le interesa diferenciarlos. Y no se trata de un gesto de poder ejercido por el narrador, de un querer posicionarse por arriba de los sicarios a pesar de su origen burgués. Como se verá más adelante, el propio gramático se sitúa desde la marginalidad al asumirse como pederasta y exiliado. Lo que está en juego aquí es lo que Amir Valle califica como “ausencia de albedrío social dentro de esa ciudad real latinoamericana” (2010: 174-175). La inmediatez de lo político por sobre la esfera individual y el dispositivo colectivo de enunciación acarrea como consecuencia ineludible el hecho de que: las vibraciones de la ciudad son iguales para todos los individuos que la integran, aún cuando la percepción dependa del estrato social en el cual se respire. Sus personajes, todos, sin distinción, están condenados a sufrir esas vibraciones que son, en esencia, la de una ciudad con todos sus eslabones en crisis. Y la transmisión de esas crisis a sus propias vidas es parte del entorno psicológico de los personajes, remarcadas por el hecho de que ese fatalismo, esa falta de libertad individual, esa frustración social no cae, precisamente, del cielo, sino que llega del entorno político social en el cual gravita esa ciudad y ese individuo (Valle, 2010: 175).

Hablamos entonces de una maquinaria social que borra de tajo las posibilidades del sujeto, que condena a las identidades a un único e ineludible fracaso colectivo. Y con esto entramos de lleno en una clave más de la escritura de Vallejo: la máquina, los dispositivos maquínicos.

Dispositivos y cantidades maquínicas En la obra de Franz Kafka, las máquinas irrumpen con regularidad. Baste recordar el dispositivo de tortura presente en “La colonia penitenciaria”. Pero más allá de la máquina como un objeto físico, tangible, símbolo por excelencia de la modernidad, en Kafka rápidamente “la máquina abs50


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tracta cambia en forma singular: deja de estar cosificada y apartada, ya no existe separada de los dispositivos concretos, sociales-políticos que la encarnan; se propaga en ellos y mide sólo sus cantidades maquínicas” (Deleuze y Guattari, 1978: 73). Pensemos, por ejemplo, en la maquinaria legal y burocrática del Proceso: abogados, jueces, fiscales, alegatos, víctimas y verdugos que se reproducen sin cesar hasta el punto en que el funcionamiento mismo de la maquinaria deja de ser comprensible. Y, por supuesto, la pretensión misma de “desconectarla” o “desarmarla” es imposible. Es una figura dinámica, inmanente, siempre en expansión que absorbe al cuerpo social de modo tal que todos terminan por formar parte de un engranaje oculto e incomprensible que sin embargo interviene y dirige en todas las esferas de la vida. En Vallejo, la ciudad de Medellín funciona como una gran maquinaria de vida y muerte. Casi escogiendo un párrafo al azar de La virgen de los sicarios: ¿Las aceras? Invadidas de puestos de baratijas que impedían transitar. ¿Los teléfonos públicos? Destrozados. ¿El centro? Devastado. ¿La universidad? Arrasada. ¿Sus paredes? Profanadas con consignas de odio “revindicando” los derechos del “pueblo”. El vandalismo por donde quiera y la horda humana: gente y más gente y más gente y como si fuéramos pocos, de tanto en tanto una vieja preñada, una de esas putas perras paridoras que pululan por todas partes con sus impúdicas barrigas en la impunidad más monstruosa. Era la turbamulta invadiéndolo todo, destruyéndolo todo, emporcándolo todo con su miseria crapulosa. “¡A un lado, chusma puerca!” (64, 65).

Este pasaje muestra la paradójica y siempre insoslayable interrelación entre pobreza, explosión demográfica y vandalismo. Los sectores más pobres de la sociedad aportan los mayores índices de natalidad,3 y por conEl desbarrancadero, libro publicado en 2001, insiste también de manera obsesiva en “la paridera”. Por dar un caso: “Barrio de Manrique, barrio de Aranjuez, barrio de Boston, barrio de Enciso, barrio de Prado, barrio de Laureles, barrio de Buenos Aires, barrio de La América, barrios de San Javier, de San Joaquín, de Santa Cruz, de San Benito, de Santo Domingo Savio, de El Salvador, de El Popular, de El Granizal, de La Esperanza, de La 3

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siguiente se genera el fenómeno del hacinamiento; el hacinamiento y la pobreza, a su vez, generan violencia, y la violencia, pobreza. En el punto de máxima inflexión, el narrador irónicamente propone el paredón para todos los pobres, con énfasis en las mujeres embarazadas, para tratar de controlar la maquinaria. En palabras de Roberto González Echevarría: [Al narrador] le obsede, precisamente, la reproducción como resultado del amor, del deseo heterosexual, y goza cuando sus sicarios, primero Alexis y luego La Plaga, matan a mujeres encintas. La virgen de los sicarios es una obra despiadada que enfrenta sin tregua deseo y muerte, y revela a cada paso la interdependencia de ambos (2006: 57).

Ni la misma geografía de Medellín, valle circundado por millares de montañas y selva virgen, logra impedir ni mucho menos dificultar la irrupción de los barrios periféricos. Hasta la cima inabordable de la montaña más lejana se ve de pronto invadida por una plaga de casuchas de cartón que durante el día arroja multitudes al centro de la ciudad. Las carreteras que conectaban el centro de Medellín con las alejadas fincas de recreo de las familias pudientes muy pronto se convierten en calles atiborradas de comercios, obligando a los hacendados a desplazarse un poco más lejos, fuera del país incluso. Así, mientras la “monstruoteca” se propaga, apropiándose de espacios públicos, colapsando el transporte público, la frontera entre la ciudad y el afuera, el centro y la periferia, una y otra vez se reinstala sólo para volver a desmantelarse. Conforme la máquina paridera aumenta, en paralelo la maquinaria asesina se multiplica hasta límites insospechados. La virgen de los sicarios describe con detalle la ola de violencia que parte de las comunas de “afuera” al “interior” de la ciudad: Treinta y tres millones de colombianos no caben en toda la vastedad de los infiernos. Hay que dejar un espacio prudente entre dos de ellos para que no se Francia, barrios viejos, barrios nuevos, barrios míos, barrios ajenos, barrios, barrios, barrios, proliferando, reproduciendo en la ceguedad de unos genes la plaga humana, convencidos de que el que se reproduce no muere porque sobrevive en su descendencia. ¡Pendejos!” (109). 52


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maten, digamos una cuadra, de suerte que si no se pueden ver por lo menos se divisen. ¡Pero miren qué hacinamientos! Millón y medio en las comunas de Medellín, encaramados en las laderas de las montañas como las cabras, reproduciéndose como las ratas. Después se vuelcan sobre el centro de la ciudad y Sabaneta y lo que queda de mi niñez, y por donde pasan arrasan (51, 52).

La mirada de Vallejo establece como punto preferencial a las clases populares, pues es en este sector donde los efectos de la máquina de podredumbre se advierten con mayor claridad. Sin embargo, ha sido ya señalado, las “ramplonas vidas de los humildes” están indisolublemente “tramadas con las de los grandes” (61). Ciertamente, si Vallejo describe hacia abajo la producción industrial de partos y muertes, al mirar hacia arriba advierte en las altas esferas del poder una notable capacidad para fabricar la corrupción. El gobierno, la iglesia, el narcotráfico, la oligarquía se asocian en contubernios cada vez más complejos que contribuyen el fracaso colectivo de Colombia. El funcionamiento de la máquina es tan complejo que ni siquiera puede ser descrito a cabalidad. La dificultad para entender las causas obliga a Vallejo a describir sólo los efectos más visibles de la crisis política y social de su país: la proliferación de los cinturones de miseria, el incremento exponencial de la violencia al interior de la sociedad, el empobrecimiento moral de las instituciones y la sofisticación de la corrupción. Se trata de procesos interdependientes, como queda ejemplificado en el siguiente pasaje de La virgen de los sicarios: Rodaderos, basureros, barrancas, cañadas, quebradas, eso son las comunas. Y el laberinto de calles ciegas de construcciones caóticas, vívida prueba de cómo nacieron: como barrios “de invasión” o “piratas”, sin planificación urbana, levantadas las casas de prisa sobre terrenos robados, y defendidas con sangre por los que se los robaron no se las fueran a robar. ¿Un ladrón robado? Dios nos libre y guarde de semejante aberración, primero la muerte. Aquí el ladrón no se deja, mata por no dejarse o se hace matar. Y es que en Colombia la posesión de lo robado y la prescripción de delito hacen la ley. Es cuestión de aguantar. Después, poco a poco, de ladrillito en ladrillito, va construyendo uno la segunda planta de la casa sobre la primera, como el odio de hoy se 53


Fernando Vallejo: ¿autobiografía o literatura menor?

construye sobre el odio de ayer. Parados en una esquina de las comunas, los sobrevivientes de las bandas esperan a ver quién viene a contratarlos o a ver qué pasa. Ni nadie ni viene ni nada pasa: eso era antes, en los buenos tiempos, cuando el narcotráfico les encendía las ilusiones (59).

Eros y Thánatos se retroalimentan y propagan el uno en el otro. Las bandas de asesinos juveniles que en un principio se pusieron al servicio del narcotráfico pronto comenzaron a asesinarse entre sí sin motivo aparente. Incluso el vocablo con el que designan a sus víctimas, “muñeco”, refleja la deshumanización de la violencia; como los barrios en las laderas, los muertos se convierten en un algo que se fabrica en serie, por y para sí mismo, en una cifra que mide la cantidad maquínica de Thánatos. En el proceso, la ley deja de oponerse al delito para ponerse a su servicio, y la ciudad de Medellín se expande sin orden ni concierto convirtiéndose en la manifestación física del caos que impera al interior de las altas esferas del poder. Conforme el Estado se desbarata, la ciudad se expande, posibilitando así una nueva imagen de la interrelación e interdependencia entre creación y destrucción. Todos estos elementos, la paridera, la violencia, la corrupción y la expansión urbana, aparecen tan imbricados que intentar separarlos es inútil. Llegar al origen del problema y entender cómo funciona realmente la máquina en cada una de sus aristas es imposible. Por el contrario, para medir su potencial creador-destructor, sus cantidades maquínicas, basta con salir a la calle para sentir de golpe sus nocivos efectos. De hecho, conforme avanzamos en la lectura de La virgen de los sicarios, notamos que el narrador paulatinamente deja de describir con detalle a las víctimas de Alexis, las condiciones y circunstancias en las que gestaron los crímenes, para dar simplemente una cifra probable del total de asesinatos. “Cuando Alexis llegó a los cien [muertos] definitivamente perdí la cuenta. […] Para darles una somera idea de sus hazañas digamos que se despachó a […] doscientos cincuenta” (76). El potencial maquínico homicida de Alexis no es relevante una vez que consideramos al muchacho como una pieza más de un engranaje “omnipresente de psiquis tenebrosa y de in54


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contables cabezas: Medellín, también conocido por los alias de Medallo y de Metrallo” (46). Este último mote es más que significativo, pues alude de manera obvia a la metralleta, máquina generadora de muerte pero sobre todo de ruido.

Ruido versus música Hablar de máquina, de dispositivos maquínicos, implica, por otro lado, hablar de estrépito. En ese sentido, Deleuze y Guattari establecen la distinción entre música y ruido. La primera remite a armonía, orden y estructura, a un plan mayor al cual se subordinan todas las notas que en conjunto componen una única pieza. El segundo remite a los valores contrarios: caos, desorden, anarquía. Pensemos por ejemplo en “Josefine, la cantante, o el pueblo de los ratones”; la conocida rata de Kafka no produce música aun cuando se le otorgue la distinción de cantora. El texto mismo afirma que los roedores, incluidos los del pueblo a los que pertenece Josefine, son “completamente amusicales” (Kafka, 2003: 233), que el canto de Josefine “no es nada extraordinario” (233), que apenas si “rebasa los límites del chillar habitual” (234). La heroína kafkiana chilla, y el chillido de un roedor, incluyendo el de Josefine, es todo menos musical. ¿Por qué definirla entonces como cantora? Justamente para generar caos, para distanciar al texto de sus posibles “valores musicales” y entrar de lleno en el dominio del ruido. La escritura de Kafka –he aquí su gran valor transgresor– no puede ser abordada como una pieza musical, pues no existe una matriz o motivo central en torno al cual graviten todas las variaciones. En Kafka no existe una cadena de significantes estratificados al servicio de un único significado. De ahí que, en el caso de Josefine, el texto se contradiga una y otra vez, cada oración desmienta a la anterior, partiendo por el propio título que desplaza el protagonismo de la cantante a la comunidad de los roedores vista como un todo. Acaso la única concordancia consiste en el hecho de que el relato en el que se describe a una rata produciendo ruido es en sí mismo un texto ruidoso. Los significantes han sido vaciados de antemano de su significación posible. La escritura de Kafka es una máquina 55


Fernando Vallejo: ¿autobiografía o literatura menor?

de significantes que se rehúsa a ser aprehendida como un cuerpo orgánico a partir de una unidad superior de sentido. En Vallejo, el ruido es un elemento central que irrumpe una y otra vez a lo largo de toda su obra. De hecho, su primera novela, Los días azules, abre con una imagen que conviene recuperar: ¡Bum¡ ¡Bum¡ ¡Bum¡ La cabeza del niño, mi cabeza, rebotaba contra el embaldosado duro y frío de patio, contra la vasta tierra, el mundo, inmensa caja de resonancia de mi furia. ¿Tenía tres años? ¿Cuatro? No logro precisarlo. Lo que perdura en cambio, vívido, en mi recuerdo, es que el niño era yo, mi vago yo, fugaz fantasma que cruza de mi niñez a mi juventud, a mi vejez, camino a la muerte, y la dura frialdad del patio. Ah, y algo más: la criadita infame que a unos pasos se convulsionaba de risa (7).

Ya desde la primera línea de su primera novela, Vallejo escoge una onomatopeya para comenzar a expresarse. Un niño golpeándose la cabeza y la carcajada de la criada acompañando y complementando la rabieta. La escena no es musical, es ruidosa, furiosa, y la prosa misma se ajusta al tenor de la imagen evocada: de una oración a otra la persona gramatical se desplaza de la tercera persona, “la cabeza del niño”, a la primera, “mi cabeza”, y el rebote furioso a su vez se desplaza de la cabeza a la vasta tierra, y de ésta al mundo. La obsesión por representar el ruido, por expresarlo y expresarse ruidosamente, se exacerba en La virgen de los sicarios por razones más o menos obvias: las ciudades son por naturaleza ruidosas. Especialmente una ciudad como Medellín, rodeada de cinturones de miseria en donde el hacinamiento constituye la norma: Las comunas son, como he dicho, tremendas. Pero no me crean mucho que sólo las conozco por referencias, por las malas lenguas: casas y casas y casas, feas, feas, feas, encaramadas obscenamente las unas sobre las otras, ensordeciéndose con sus radios, día y noche, noche y día a ver cuál puede más, tronando en cada casa. En cada cuarto, desgañitándose en vallenatos y partidos de fútbol, música salsa y rock, sin parar la carraca. ¿Cómo le hacía la humanidad para respirar antes de inventar el radio? Yo no sé, pero el maldito 56


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loro convirtió el paraíso terrenal en un infierno: el infierno. No la plancha ardiente, no el caldero hirviendo: el tormento del infierno es el ruido. El ruido es la quemazón de las almas (56, 57).

El ruido no es propiedad o producto exclusivo de las comunas. Este elemento castiga al narrador en todos y cada uno de los espacios por los que transita, haciendo posible la imagen del suplicio del que es imposible escapar. Los taxis lo atormentan con sus vallenatos; en su departamento, un vecino “punkero” y baterista lo bombardea con el estrépito de las percusiones, mientras Alexis hace lo propio con el estéreo y con el televisor. El ruido está ahí, siempre, por lo que su presencia no puede limitarse a una simple atmósfera, a un elemento más del decorado urbano decadente de Medellín. El ruido forma parte de la esencia misma de Medellín y, por supuesto, de la escritura de Vallejo. Recuperando la distinción entre música y ruido, está claro que el autor colombiano evade conscientemente la menor pretensión por construir un texto organizado, pulcro, acabado, musical. Una pequeña imagen tomada de su obra El desbarrancadero acaso aporte una pista para entender su peculiar ars poetica: [El padre del narrador] Putas madres –exclamó– vaginas delincuentes que no castiga la ley. ¿Van a seguir pariendo? ¿Gaviritas, Samperitas, Pastranitas, senadores, gobernadores, ministros, ciclistas, futbolistas, obispos, curas, capos, putos, papas? Así era siempre: iba atando maldiciones con maldiciones como avemarías de un rosario (154).

Siguiendo el ejemplo de su padre en sus últimos días de vida, enfermo y no siempre lúcido, la elocutio del narrador es por naturaleza caótica, desquiciada e iracunda. El narrador cambia bruscamente de una evocación a otra, deja inconcluso el relato de ciertos episodios al mismo tiempo que vuelve de forma obsesiva sobre una misma idea, y ante todo reparte maldiciones a diestra y siniestra. Si acaso vale la imagen escatológica, Vallejo vomita un discurso sin tomarse la molestia de volver atrás para depurar el 57


Fernando Vallejo: ¿autobiografía o literatura menor?

lenguaje, reorganizar los contenidos o embellecer el conjunto. La eterna dupla entre expresión y contenido, términos que por comodidad podemos aproximar a las bien conocidas nociones de forma y fondo, en donde la primera se subordina pasivamente al segundo, en la escritura de Vallejo ha sido mutilada. Vallejo es pura expresión y al mismo tiempo expresión pura; es una máquina de significantes que se encadenan y amontonan generando una significación ambigua, tal como el ruido se define como una acumulación excesiva de sonidos. Ni siquiera a nivel ideológico es posible reducir a Vallejo a un credo particular. Si su respeto por la lengua y su horror manifiesto por las clases populares lo convierten en el conservador colombiano por excelencia, su discurso a favor de la homosexualidad y su defensa del asesinato a mujeres embarazadas al mismo tiempo lo alejan de dichos códigos. Al criticar ideologías y prácticas sociales no suscribe “por de fault” el discurso antagónico. Contradictorio y ambiguo, el discurso del narrador permanece siempre inclasificable. El ruido es parte integral del proyecto de Vallejo, es el principio y el fin último de su escritura. Por consiguiente, irrumpe la imposibilidad de enmarcar La virgen de los sicarios dentro de un género literario determinado. Verdad es que en sus páginas resuenan ciertos códigos característicos de la autobiografía, el relato de viajes, la novela de la violencia colombiana en general y la sicaresca antioqueña en particular, e incluso algunos clásicos de la literatura como Don Quijote o Lolita. Por ejemplo, el respectivo trasfondo cultural del narrador y Alexis, letrado el primero y “populachero” el segundo, y el hecho de que transiten por un espacio en crisis recuerda sin duda a Cervantes. Sin embargo, la dupla, lejos de defender al desvalido, procede a exterminarlo, por lo que en lugar de oponerse a la injusticia la producen y propagan. Si el personaje de Cervantes es un idealista que se revela ante la crisis de la Modernidad, el narrador de Vallejo es un desencantado y nihilista que se deja llevar por la crisis de la Posmodernidad. Por su parte, el hecho de que Alexis sea menor de edad abre la puerta a la pederastia; allí Lolita es la referencia literaria ineludible. Por lo demás, tanto el personaje de Nabokov como el de Vallejo provienen del mundo de las letras. La diferencia –radical, por cierto– consiste en que el personaje 58


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del colombiano no puede reclamar una redención por medio del amor. Mientras el personaje de Nabokov ama verdaderamente a Lolita y desafía a la sociedad sustentando su amor por escrito en una larga confesión escrita en prisión, el narrador de La virgen de los sicarios sustituye en unas semanas a Alexis con Wílmar, verdugo del primero. El personaje de Vallejo habla de amor pero ofrece y recibe sólo lujuria. De hecho, y basándonos en la acertada lectura de Ignacio Echevarría, Vallejo recupera una figura cuya procedencia no es el “folclore institucionalizado” (59) como la puta o el propio pederasta: sino del más vulgar y populachero comercio sexual machista latinoamericano: el “viejo maricón”. Se trata de un individuo patético, generalmente rechazado por su propia familia, motivo de burla de la mayoría, solitario en su vejez por su carencia de prole por definición y porque los individuos que le son afines prefieren cuerpos menos averiados por la edad y la vida disipada. Es una figura que se dedica a lo abyecto, que lo practica sin recato. El viejo maricón les ofrece a los adolescentes una promiscuidad sin límites ni exigencias del más mínimo decoro (te la mamo en la oscuridad del cine o en los urinarios), aferrándose a la vida en su predilección por el vigor juvenil (59).

Personaje límite, no sometido a una constante ficcionalización, idealización o tipificación por la tradición literaria, el viejo maricón con su simple presencia pone en jaque el “orden convencional”. Pienso, por ejemplo, en el otro gran viejo maricón de la literatura hispanoamericana, la Manuela de José Donoso en El lugar sin límites. Este personaje, recordando, es el único que hace retroceder el poder feudal encarnado en don Alejo, y que pone en entredicho el machismo latinoamericano representado en la figura de Pancho Vega. A pesar de todo, el personaje de Donoso no es tan transgresor como el de Vallejo, por diversos motivos. Para empezar, Donoso “enclaustra” a la Manuela en el burdel, espacio de excepción por excelencia en donde la abyección encuentra efectivamente un lugar. Más aún: pocos espacios en la literatura hispanoamericana han sido objeto de una reelaboración tan exhaustiva como el lupanar, por lo que la Manuela “habita” un espacio legitimado por la tradición literaria. La Manuela, de 59


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igual modo, cumple al menos con su “obligación” reproductora al procrear a la Japonesita. Y, por último, el personaje de Donoso es poco menos que una caricatura gracias a su comportamiento “juguetón” y a su apariencia estrafalaria. El personaje de Vallejo, sobrio y conservador, peca por partida triple, pues sus amoríos, además de la marca de la pedofilia, llevan la de la homosexualidad y la clase social. El narrador de La virgen de los sicarios anda suelto por Medellín, ejecutando aberraciones que por separado pueden tal vez ser no perdonadas pero sí justificadas. En síntesis, el personaje de Vallejo es un desterritorializado de la literatura misma, pues encarna una serie de atributos tabú incluso para la literatura. Intertextualidad, influencia, parodia… son acaso términos que pueden ayudar a entender el proyecto literario de Vallejo. Pero un examen más detallado sugiere algo más complejo que un simple reconocimiento de las fuentes para establecer un diálogo con la tradición, o una reproducción exacerbada de algunas figuras retóricas a fin de homenajear y al mismo tiempo ridiculizar ciertos estilos o motivos literarios. Mientras transita por las calles de Medellín, el narrador absorbe varios discursos para posteriormente desmontarlos. Por consiguiente, no basta con dar cuenta de los modelos narrativos que recupera el texto, es necesario ir un paso más lejos y tratar de entender cómo desarticula el material recopilado. Ya hemos visto cómo recupera y desmonta la obra maestra de Nabokov. Veamos ahora otro caso: ¿Qué le pedirá Alexis a la Virgen? Dicen los sociólogos que los sicarios le piden a María Auxiliadora que no les vaya a fallar, que les afine la puntería cuando disparen y que les salga bien el negocio. ¿Y cómo lo supieron? ¿Acaso son Dostoievsky o Dios padre para meterse en la mente de los otros? ¡No sabe uno lo que está pensando va saber lo que piensan los demás! (15, 16).

Detrás de la afirmación sobre el contenido posible del rezo del muchacho subyace todo un archivo de investigaciones de carácter sociológico y reportajes periodísticos de investigación sobre la devoción mariana de los sicarios en las comunas de Antioquia. Me refiero a trabajos como No nacimos

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pa’semilla (1990) o Medellín, las subculturas del narcotráfico (1992), de Alonso Salazar J.; o El ensayo interdisciplinario sobre el sicariato (1990), de Julio Jaramillo Martínez. Textos que han servido como base para un conjunto de novelas colombianas de autores conocidos, como Jorge Franco y Arturo Alape, clasificadas por la crítica literaria como de “sicaresca antioqueña”. Término que surge, obviamente, de la actualización del clásico pícaro en la novedosa figura del sicario, y de la ambientación de la diégesis en Antioquia. Amén de otras afinidades con la picaresca, como la representación de una sociedad en crisis y el uso del narrador autodiegético. Pero lejos de confiar en las informaciones que los especialistas barajan como definitivas y los novelistas recuperan para dotar de un trasfondo “confiable” a la ficción, Vallejo cuestiona el aparato enciclopédico. A través de un escepticismo que muy pronto desemboca en un franco nihilismo, el narrador desarticula los esfuerzos simplistas e ingenuos que pretenden traducir los efectos del narcotráfico en las comunas a unos cuantos datos fáciles de los que se desprenden hipótesis ingenuas. Por consiguiente, La virgen de los sicarios se erige al mismo tiempo como un texto paradigmático de la sicaresca antioqueña y como el sabotaje de la misma. La virgen de los sicarios se construye a partir de una amplia gama de registros lingüísticos, fuentes literarias y trabajos sociológicos y periodísticos. Aunque quizá sea más acertado hablar de retazos, pues el material recogido es cuestionado, desarticulado y, finalmente, desechado. De ahí que como conservador visite iglesias pero incurra en la pederastia, defienda la corrección gramatical pero se exprese en el argot comunero, se vista de Quijote para cometer injusticias, “enmascare” su evidente lujuria revistiéndola de amor, y cite a los sociólogos para desacreditarlos líneas después. La escritura de Vallejo es también un dispositivo maquínico que construye y destruye de manera incesante ideologías, discursos y estilos literarios. ¿Cómo leer entonces La virgen de los sicarios? Como un texto que avanza a contrapelo de la tradición. El hecho mismo de que el narrador se detenga a describir el argot comunero de Alexis para anteponerlo a su estatuto de último gramático de Colombia implica reconocer más que un 61


Fernando Vallejo: ¿autobiografía o literatura menor?

acervo literario todo un patrimonio cultural. Sin embargo, aquí lo que se persigue no es reivindicar la tradición sino ponerla a prueba, llevarla a un estado límite y desmontarla. Además de su negativa a reivindicar la lengua que dice representar, pues ya he mencionado que el narrador termina por utilizar el argot comunero, los géneros literarios de los que se nutre el texto son desechados rápidamente cuando no del todo ridiculizados. El objetivo último consiste en “meter ruido” manteniendo siempre abierta la máquina de significantes que no pueden ser completados del todo, pues el significado ha sido vaciado de antemano haciendo irreconocible el signo. Expresión sin contenido, expresión pura y pura expresión. Siempre ambiguo e inclasificable, el único espacio posible para entender a cabalidad La virgen de los sicarios es la marginalidad en su sentido más amplio. No es literatura, es literatura menor.

Bibliografía Deleuze, Gilles y Félix Guattari, Kafka, por una literatura menor, Era, México, 1978. González Echevarría, Roberto, “Oye mi son”, Taller de letras, núm. 39, 2006, pp. 47-59. Kafka, Franz, “Josefine, la cantante, o el pueblo de los ratones”, Relatos completos, Francisco Zanutihg Núñez (trad.), Losada, Buenos Aires, 2003, pp. 232-255. Krauze, Enrique, “Gabriel García Márquez. A la sombra del patriarca”, Letras libres, núm. 130, octubre de 2009, pp. 14-25. Valle, Amir, “La novela negra latinoamericana”, Crítica, núm. 137, abril-mayo de 2010, pp. 164-176. Vallejo, Fernando, Los días azules [1985], Alfaguara, México, 2011. ______, El desbarrancadero, Punto de Lectura, México, 2003. ______, La virgen de los sicarios, Alfaguara, México, 1994.

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El proyecto poético de Eugenio Montejo: la terredad como vértice Asunción Rangel Universidad de Guanajuato

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l libro El cuaderno de Blas Coll/La caza del relámpago (2006) reúne una serie de reflexiones en forma de fragmentos del aludido Blas Coll y de Lino Cervantes, máscaras poéticas –o seudónimos– que emplea el poeta venezolano Eugenio Montejo (1938-2008)1 para referirse a las posibilidades creadoras del lenguaje. Describir la composición de este libro no es tarea sencilla, ya que se le presenta al lector de una manera que dista mucho de lo que tradicionalmente conocemos como ensayo, artículo crítico o comentario o glosa. El cuaderno…/La caza del relámpago se compone de una serie de reflexiones que, a manera de fragmento o aforismo, discurren sobre diversos asuntos relacionados, principalmente, con el lenguaje y la comunicación, la palabra poética, la gramática, la fonética y la fonología, el idioma, la obra de algunos escritores –Víctor Hugo, Rimbaud, Goethe, Mallarmé, Juan Ramón Jiménez, Alfonso Reyes, por mencionar algunos– y ciertos momentos del pensamiento de Platón o de Marx, por ejemplo. Estos fragmentos, según nos da noticia Montejo en sus funciones de compilador y editor de la obra de Blas Coll, son lo único que queda de sus extraviadas proposiciones, los contiene un viejo cuaderno marrón salvado por don Antonio Hernández, panadero de este puerto [se refiere a Puerto Malo], a quien agradezco habérmelo confiado. El orden que he seguido tiene que ver con el

Además de este libro, la copiosa obra del poeta se reúne bajo los siguientes títulos: Algunas palabras (1976), Terredad (1978), Trópico absoluto (1982), Alfabeto del mundo (1988, 2005), Adiós al siglo xx (1992, 1997), El azul de la tierra (1997), Partitura de la cigarra (1999), Papiros amorosos (2004), Poemas selectos (2004)¸ y las colecciones de ensayos El taller blanco (1938) y La ventana oblicua (1974). 1

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El proyecto poético de Eugenio Montejo...

grado de complicación y legibilidad que manifiesta su escritura. Se trata, al menos en la parte que ha llegado a mis manos, de trozos anotados sin fecha, al azar de la ocasión (16, las cursivas son de Montejo).

Así, de ese manuscrito original –cuya existencia es evidentemente ficticia– sabemos que ha sido alterado y puesto a consideración de sus lectores de acuerdo con un criterio que el Montejo editor ha decidido. En esta parte de El cuaderno…, como en otras tantas, se echa de ver que el editor no sólo ha modificado el cuaderno en su parte material –el orden en que aparecen los fragmentos–, sino que, además, introduce una serie de juicios, críticas y apreciaciones respecto de lo que Blas viene manifestando en su escritura. A la manera en que Francisco de Quevedo traduce, glosa y comenta la obra de Lucio Aneo Séneca (véase De los remedios de cualquier fortuna), Montejo editor añade en cursivas las opiniones, apreciaciones y críticas que le merece lo escrito por Blas Coll. Estas injerencias de la voz de Montejo en la obra “ajena” constituyen una diferencia de grado significativa en la manera en que presenta otros fragmentos reunidos bajo el título El Añalejo, textos que también forman parte de la obra de Blas Coll y en los cuales no figura, ni por error, la intromisión de Montejo, salvo en la nota que antecede a esas apuntaciones y en la que se le proporcionan al lector noticias respecto del origen de las mismas: Bajo el nombre del Añalejo se conservó por mucho tiempo en la imprenta de Blas Coll un cuaderno en formato grande, parecido al que emplean los tenedores de libros, probablemente un ejemplar sobrante de alguna tirada numerada, que adquirió un significativo valor entre quienes frecuentaban el taller del viejo tipógrafo. Ocurre que el grueso volumen tuvo un atractivo destino pues, en vez de inutilizársele como sucede en la tipografía con las piezas excedentes o defectuosas, en él anotó Blas Coll de su puño y letra ciertas frases más o menos ingeniosas y algún tiempo después tanto él como casi todos los colígrafos, el azar del momento y en distintas ocasiones, se dieron a la contagiosa tarea de enriquecer las páginas del Añalejo. Puede inferirse que participaron en su escritura más de seis personas, a juzgar por las características grafológicas visibles en sus páginas. Constituyen en su mayoría meras ocurrencias, decires, sentencias, cuando no simples observaciones e ironías del momento […].

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A continuación reproduzco una pequeña serie de estas apuntaciones, transcritas sin firma ni fecha, tal como aparecen copiadas, las cuales he extractado del conjunto. Vine a tener noticias del Añalejo gracias a la profesora Amelia de Rivas, estudiosa de la obra de los colígrafos, a quien pertenece el manuscrito original del cual he espigado la muestra que de seguida se consigna (71, las cursivas son de Montejo).

El origen de ambos textos parece ser el mismo: los fragmentos de Blas Coll y de El Añalejo están contenidos en un cuaderno, del cual Montejo ha tenido noticias gracias a un tercero. Más aún, el manuscrito original le ha sido proporcionado al editor por un sujeto a todas luces ficticio; me refiero al panadero Antonio Hernández y a la estudiosa y profesora Amelia de Rivas. El proceso de edición de ambos textos, además, sigue más o menos el mismo criterio. El cuaderno… ha sido reproducido en su totalidad, El Añalejo, por el contrario, ha sido “espigado” por el editor, quien transcribió tan sólo aquello que le ha venido en gana. Me parece que, en este sentido, se trasluce, aunque no de manera explícita que, así como en El cuaderno… la voz de Montejo ingresa en los fragmentos para alterarlos, glosarlos o comentarlos, en el caso de El Añalejo lo hace también, pero por omisión. En esta última reunión de fragmentos, Montejo editor no opina ni comenta esas textualidades, pero, al haber elegido la transcripción de algunas de esas apuntaciones y al haber omitido otras tantas, se puede advertir qué le merece la pena ser copiado y, por tanto, qué es aquello en lo que encuentra una simpatía, por así decirlo, poética. El Añalejo contiene una serie de meditaciones, brevísimas –algunas de una sola línea que no supera las cinco palabras–, sobre el relámpago, la temperatura, la lluvia; sobre los perros, el sapo y –sobre lo que quiero llamar la atención más adelante– la cigarra, los pájaros y el gallo, que son criaturas predilectas en los poemarios de Montejo. En El Añalejo, además, aparecen especulaciones sobre la música, el lenguaje, la belleza y, como es de esperarse, acerca de la escritura poética, asunto sobre el que volveré más adelante. La caza del relámpago, autoría de Lino Cervantes, está conformado por una reunión de “coligramas” del discípulo de Blas Coll. Luego de dar una

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El proyecto poético de Eugenio Montejo...

puntual explicación acerca del espíritu que rige la escritura del “coligrama”, así como de las filiaciones que éstos tienen con la obra de Stéphane Mallarmé y Paul Valéry, y la respectiva distancia que guardan con los caligramas de Apollinaire, Montejo editor da noticias del origen de los textos: En las transcripciones que he publicado de El cuaderno de Blas Coll hice ocasional mención de Lino Cervantes, sin duda el más consecuente de los discípulos que tuvo el viejo tipógrafo. No en vano entre el grupo de aprendices o contertulios que frecuentaban su taller, los famosos colígrafos como a la postre son conocidos, a Lino Cervantes se le tenía por el Persifal de Puerto Malo, el único en todo caso que fundó su tentativa creadora a partir de las extravagantes divagaciones de su singular maestro. Las obras que se conservan de los otros escritores, concurrentes asiduos en distintas épocas de su tipografía, se apartan por completo de la rara heterodoxia que caracteriza sus elucubraciones lingüísticas (86).

Y más adelante: En la presente muestra he seleccionado una pequeña porción de su ingente composición coligráfica. No obstante la brevedad del conjunto escogido, creo que resulta suficiente para ilustrar esta rara propuesta artística que trata de prolongar en el ámbito lírico las ideas de Blas Coll, a la vez que concreta un impar homenaje a la vida y la obra del inolvidable tipógrafo de Puerto Malo. El lector de seguro ya habrá advertido la intención escrupulosamente neutra de este corto prefacio. El caso es que en vez de pronunciarme acerca del valor literario de sus textos, he preferido añadir al final del libro un breve epítome de opiniones suscitadas a raíz de la publicación de los coligramas, algunas de las cuales han sido extractadas de papeles privados que por primera vez ahora se divulgan. No son muchas, es verdad, pero cubren una gama que va del franco rechazo a la adhesión decidida. Lo demás ha de ser obra del tiempo (89).

Ni indagar sobre la existencia real y efectiva de Lino Cervantes –de Blas Coll ni se diga– o de los autores de las críticas a la obra de Cervantes; como echa de verse desde las primeras notas de Montejo compilador, es decir, las relacionadas con El cuaderno… y El Añalejo, lo que está fraguando 66


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el poeta venezolano es una urdimbre de citas, de referencias falsas, de nombres de revistas apócrifos –como ya magistralmente lo ha hecho Jorge Luis Borges– para, quizá, desviar la atención de lo realmente significativo que se trasluce en esos fragmentos, sin interesar, por la propia broma2 que urde en las referencias falsas, si efectivamente Blas Coll o Lino Cervantes –en una socarrona alusión al novelista español que se resiste a desaparecer en su texto– hayan existido o no. En dos entrevistas, recogidas en la antología sobre la obra de Montejo titulada Geometría de las horas (2006) y bajo el cuidado de Adolfo Castañón, el poeta se refiere a las pretensiones, así como a la proximidad y distancia que toma respecto de la obra de Blas Coll y sus discípulos, los colígrafos. En la primera, hecha por Floriano Martins, Montejo, a pregunta expresa sobre los reflejos de la escritura de Blas Coll en su poesía, indica: “En cuanto a los reflejos de su cavilaciones en mi poesía, sólo podría suponerlos en el plano artesanal de la escritura, es decir, en la búsqueda de una precisión lo más leve posible que nos permita obviar las fórmulas rígidas del idioma” (354). Y sobre su inserción en la vasta tradición de la creación de heterónimos –Fernando Pessoa, Antonio Machado, Gottfried Benn, Valery Larbaud– con sus Blas Coll, Lino Cervantes, Tomás Linden, en la entrevista hecha por Francisco José Cruz, Montejo menciona: En mi caso, guardo toda distancia con esos célebres maestros, di a publicación El cuaderno de Blas Coll, las divagaciones fragmentarias de un tipógrafo y políglota algo chiflado, que emprende la tentativa delirante de modificar la lengua y termina hablando por señas. Es un fou du langage, como llaman los El propio Montejo se refiere así a su Blas Coll: “Como personaje, Coll se halla tan distante de mí como pueden estar de un novelista o de un dramaturgo sus propios caracteres. La obsesión principal de Blas Coll consiste en suponer que nuestra lengua, por el influjo del Cristianismo durante su consolidación, encarna cierta propensión a la penitencia. Según él, su sistema procura abolir en todo trance el espíritu libre de las lenguas paganas, por ello reproduce una inconsciente búsqueda de castigo, que él cree identificar en la extensión de las palabras y en la poca ligereza de algunas estructuras. De este supuesto nacen las demás divagaciones del personaje. En el libro me valgo del humor para tomar distancia del heterónimo” (en entrevista con Floriano Martins, 2006: 353-354). 2

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franceses a quienes sufren esta clase de manía. […] Quienes a diario se reúnen en su tipografía terminan por convertirse en sus discípulos, con los llamados colígrafos, de los cuales hasta ahora he publicado los sonetos de Tomás Linden, las coplas de Sergio Sandoval –un místico que reivindica para la copla popular la misma dignidad espiritual del haikú–, así como Eduardo Polo, de cuya obra sólo sobrevivió un conjunto de rimas infantiles, etcétera. Creo que la opción de la escritura oblicua, como la he llamado, proporciona la ocasión de desembarazarse de la tiranía del yo y acceder a nuevas perspectivas creadoras. […] Creo que al recurrir a un heterónimo, el poeta se vale, más que del yo, de lo que convendría llamar el poliyó, un ente más complejo y proteico que, si nos paramos a pensar, se semeja al ratón del ordenador (374-375).

Montejo parece referirse en términos discrepantes y adversos a la labor del viejo tipógrafo de Puerto Malo. Así lo pone en evidencia en la forma en que adjetiva su obra o sus actitudes: “divagaciones”, “políglota algo chiflado”, “ fou du langage”. Se trata de una actitud que varía, radicalmente, en relación con el trabajo poético de Linden, Sandoval o Cervantes, de quienes omite cualquier tipo de juicio de valor y, más bien, sólo consigna algunos rasgos de sus obras. Este trabajo heterónimo de escritura poética le sirve a Montejo, como se deja ver en las opiniones que cierran el fragmento arriba citado, para reflexionar sobre su propio trabajo creativo y no debe extrañar que eche mano de la metáfora para intentar explicarlo. La “escritura oblicua” no es más que un símil, un parangón a través del cual Montejo establece una equivalencia entre escritura heterónima y escritura oblicua, es decir, la escritura pseudónima del otro es, a su vez, una escritura que atraviesa la escritura propia. En otras palabras: aunque Montejo se “desembarace” de la tiranía de su yo al escribir desde otra voz, lo que está encarnando, en realidad, es un ángulo desde el que observa, analiza, describe y, sobre todo, poetiza sobre algún asunto que le interesa. Un ejemplo rotundo de ello se advierte en El Añalejo, donde, como apunté antes, aparecen la cigarra, el pájaro, el gallo,3 que son algunas de las Los tres tópicos acusan una profunda relación con la tradición literaria, se trata de símbolos que, sobre todo en la poesía, han sido objeto de tematización o rematización en la obra de muchos poetas. Un ejemplo de ello es la obra de Saint-John Perse, Pájaros (1963). 3

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criaturas predilectas sobre las que Montejo poetizará a lo largo de toda su obra. En el fragmento 22 de El Añalejo: Pobres cigarras, no saben que somos sordos (2006: 73)

El encomio al canto de la cigarra, y lo inútil del mismo, considerando que “nosotros”, de acuerdo con los contenidos de esta “apuntación”, somos sordos, aparecerá en diversos momentos de la obra poética de Montejo. Es significativo que poetice sobre estos insectos al inicio y al final de su producción lírica, porque, me parece, en ello se pone en evidencia que ese tema, y los potenciales significados que arroja un símbolo como la cigarra, vive en la poesía de Montejo de una manera casi obsesiva.4 En Algunas palabras de 1976 –su tercer libro de poemas publicado y que antecede a El cuaderno de Blas Coll y El Añalejo, publicados originalmente en 1981– se refiere por primera vez a ese canto o música de las cigarras: De la cigarra, animal melancólico, insecto de líricos hábitos, sólo nos queda la ceniza y anillos secos en los árboles (vv. 1-4) […] No todo lo que amamos, si ellas cantan, se habrá perdido para siempre. En marzo vuelven, en cada marzo todavía las aguardan los hombres y los árboles. ¿Tiene la muerte espacio más terrible que donde nos falten las cigarras? (vv. 19-24; 2005: 84-85) Pedro Salinas, en una ejemplar introspección e interpretación sobre la obra de Rubén Darío, se refiere a “la vida del tema” de la siguiente forma: “Sumido en la conciencia del artista es obsesión apoderada de su ánimo; vive en él, y vive de él. El poeta ha de vivirlo creadoramente, procurándole encarnaciones sucesivas, volviéndole obras” (2005). Montejo encarna sucesivamente y a lo largo de sus poemarios un tema capital, el de la terredad, que, en este caso, se encuentra tematizado o rematizado en las cigarras. 4

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Es de notar que tanto en la “apuntación” de El Añalejo como en estos momentos del poema “Las cigarras” se trasluce una suerte de apología por lo perdido, esto es, el canto de la cigarra que pertenece, en el aquí y ahora de ambos textos, a la esfera de lo ausente; así se apuntala en el poema mediante la adjetivación del primer y del cuarto verso: “melancólico” y “secos”, lo cual da cuenta de la viveza y la lozanía del canto en un tiempo posterior y que, evidentemente, se ha ido. La “ceniza” de la que habla el sujeto lírico en el tercer verso refuerza esta ruta de lectura. La pesadumbre frente a la vacuidad, sin embargo, encuentra su contrapunto en la promesa del regreso del canto de las cigarras, porque del irrefutable hecho de su canto se desprende la imposibilidad de perder todo lo amado, según se indica en los últimos versos arriba citados. Ahora bien, resulta significativo que el poema cierre con una pregunta acerca de la falta del canto de la cigarra, precisamente con la llegada de la muerte. A todas luces se trata de una pregunta retórica, porque el sujeto lírico sabe, bien a bien, que la llegada de la muerte para nosotros, a diferencia de las cigarras, no es el inicio de otro ciclo, sino que para nosotros la llegada de la muerte clausura el ciclo vital, los momentos de lozanía porque a la llegada de la muerte nos será imposible escuchar, en marzo, en otro marzo, el canto de la cigarra. En 1999, Eugenio Montejo publica La partitura de la cigarra, en donde puede advertirse que vuelve a encarnar ese tema capital en su poética, la terredad. El poema que da título al libro está dividido en xvii partes, y en ellas Montejo poetiza sobre el proceso vital de las cigarras; las descripciones poéticas siempre están en relación o enlazándose con ese “nosotros” que distingue a la poesía del venezolano. En el apartado vi, me parece, hay una suerte de continuidad entre las reflexiones que ha volcado en “Las cigarras” y este poema de 1999: Vino a cantarnos y no cesa, la seguimos de cerca hasta el fondo del bosque y sin embargo nada desciframos. Su terredad son los sonidos que nos deja

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más allá del silencio, unidos al paisaje, los coros que a nuestro lado se prolongan, la huella viva de haber estado aquí, de haber amado al viejo sol hora tras hora hasta extinguirse entre las llamas de su canto (vv. 17-25).

En este poema se encomia el valor de lo que ya no está porque eso, precisamente, nos ha dejado una traza, una estela de lozanía, como lo dice en el antepenúltimo verso arriba citado: “la huella viva de haber estado aquí”. Esto es, en suma, lo que interesa del canto de la cigarra, no descifrarlo o comprenderlo, mucho menos analizarlo, sino haber sido, por así decirlo, testigo de su paso por el mundo. Aquí se trasluce la idea de la terredad que Montejo constantemente logra que reverbere en su poesía. A propósito de los temas recurrentes en la poesía del venezolano, Américo Ferrari explica sobre la terredad: Todos tienen en común el ser objetos de una experiencia directa de la vida en esta tierra y el estar marcados por una fuerte impronta emocional […] el árbol del poema “La torre del árbol” en el libro Trópico absoluto o el samán monologante que cierra el poemario Terredad están ciertamente ahí como todos los seres y las cosas en la poesía de Montejo, y sin embargo van, si podemos decir, más allá, arraigan profundamente en el substrato invisible de lo visible, en el origen mismo de los sentimientos de fuerza, de energía, de sabiduría profunda e inocente, de resistencia y acatamiento al tiempo y a la muerte, de todo aquello que el poeta hace subyacer en su concepto de terredad (2006: 21-22).

Se trata de mirar y poetizar sobre esos seres minúsculos, nimios –como lo son la cigarra o el pájaro–, porque en ellos se advierte aquello que funda al mundo: el canto, el vuelo; Terredad es el poemario por excelencia en donde el poeta da testimonio de ello. A trasluz de estas consideraciones, resulta complicado incorporar al proyecto poético de Montejo la obra de sus heterónimos –Blas Coll, Linden, Cervantes–, más aún por la manera en que el poeta se refiere al trabajo de los mismos. Sin embargo, como ya quedó señalado, en esas escrituras oblicuas también aparecen, bajo diferentes formas discursivas, 71


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estas preocupaciones de Montejo por estos seres minúsculos. Cabe recordar que al autor de Papiros amorosos el heterónimo le sirve para salir de su yo poético y mirarse escribir en otro tono, con el cobijo de otras estructuras discursivas, con otros intereses literarios que, como intentaré mostrar a continuación, no están muy alejados de su obra.

De lo nimio o de la terredad como vértice En las páginas anteriores he puesto de manifiesto, siguiendo la propuesta de Américo Ferrari, que el tema por excelencia que reverbera con fuerza propia en la poesía del venezolano es la terredad. En opinión de Ferrari, con esta noción Montejo señala la “condición misteriosa del hombre en la tierra [y] el poeta la aborda por la mediación del canto a un doble nivel: las modulaciones de su propio canto y el canto de los árboles y de las aves que se integra en el canto del poeta” (29). Es por ello que antes me he referido al “nosotros” como una voz que se mantiene a lo largo de toda la poesía del venezolano, lo cual no quiere decir que en ciertos momentos no recurra a otro tipo de deícticos como el “yo” o el “él”. Me interesa resaltar, en esta línea, que si Montejo habla desde un “nosotros” lo hará, precisamente, desde la experiencia propia, personalísima, y el contacto que él tiene con los seres que encarnan la terredad para después desplazarla hacia la colectividad, es decir, hablar de su experiencia, de su condición como hombre en la Tierra, habla también de una condición genérica y colectiva: la de los sujetos en el mundo. Ésta es una característica que abraza toda su poesía y que, como intentaré señalar a continuación, atraviesa, oblicuamente, la obra de sus heterónimos. Montejo ha optado por ciertas formas discursivas para verter la obra de Blas Coll, Lino Cervantes, Tomás Linden y Sergio Sandoval; a saber: el fragmento, el soneto, la copla, la rima infantil y el haikú. Esto no quiere decir, de ninguna manera, que las últimas cuatro formas discursivas no aparezcan en algunos momentos de su obra escrita en verso y firmada por él. En su suma poética, Alfabeto del mundo, publicado en 2005 por el Fondo de Cultura Económica, reúne los poemarios Élegos, Muerte y memoria, Algu72


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nas palabras, Nostalgia de Bolívar, Terredad, Trópico absoluto, Alfabeto del mundo, Adiós al siglo xx, Partitura de la cigarra y Papiros amorosos. En ellos se percibe el uso preponderante de versos de arte mayor –endecasílabos y alejandrinos–, aunque también emplea versos de arte menor. Ni qué decir sobre el privilegiado uso del verso blanco o libre. En cuanto a los patrones rígidos del soneto o la determinada forma de la copla o de la rima, ningún poema de Alfabeto del mundo se ajusta, bien a bien, a esas formas discursivas de la lírica. Montejo toma algunas formas métricas o ciertos temas distintivos de estas maneras del género lírico, pero lo hace sin seguir a pie juntillas el patrón. En cambio, en El cuaderno…, El Añalejo y La caza del relámpago es profundamente riguroso al seguir cierto tipo de textualidad: el fragmento, el aforismo y los llamados “coligramas”. No interesa, sin embargo, el cobijo textual que emplea Montejo para verter su proyecto poético. Incluso en El Añalejo, como se vio, aparecen manifiestas sus obsesiones y creencias poéticas, y éstas no se restringen a hacerse patentes en los aforismos contenidos en El Añalejo, aparecen, con fuerza propia, pero conectándose oblicuamente al resto de la obra del poeta venezolano, en El cuaderno…/La caza del relámpago. El proyecto poético de Eugenio Montejo se inscribe en el ámbito de la terredad, y tomará diversos carices tanto en su obra escrita en verso y firmada por él, como en la escritura heterónima u oblicua. La terredad va y viene, por así decirlo, bajo distintos cobijos, escriturales o metafóricos. En El cuaderno…, El Añalejo y La caza del relámpago estos cobijos son, por una parte, el fragmento, el aforismo y los “coligramas”, pero también la terredad se pone de manifiesto en los momentos en que Blas Coll, Lino Cervantes o alguno de los discípulos del tipógrafo escriben sobre los seres que dan cuenta de la terredad: los pájaros, los árboles, las serpientes, las ranas. Pero no serán éstos los únicos temas que confluyan en la escritura de estos autores; sus preocupaciones van desde asuntos lingüísticos, fonéticos y fonológicos, a la cristiandad, sobre todo en los fragmentos de Blas Coll. Y en estos rubros es donde, en mi opinión, despunta el “humor” de Eugenio Montejo, es decir, una perspectiva un tanto socarrona frente a los asuntos serios y solemnes. 73


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Los pájaros El pájaro es uno de los símbolos por excelencia de la totalidad; se trata de una figura que participa tanto de la esfera aérea como de la terrenal y, en algunos casos, de la marítima; por este rasgo, también se halla en él el contrapunto entre lo descomunal y lo ínfimo y diminuto. El vuelo, sin duda alguna, es lo que lo dota de semejante grandeza, pero no será esta característica la que interese al ojo poético de Eugenio Montejo; al poeta venezolano le interesa el canto del pájaro porque, para decirlo con Ferrari, “el vuelo en sí no es desde luego lo que define la terredad del pájaro. […] El canto de los pájaros se eleva no cuando vuelan sino cuando se posan en la tierra, cuando vuelven al árbol” (29-30). Así lo pondrá de manifiesto Montejo en su libro Terredad, particularmente en los poemas “La terredad de un pájaro” y “Pájaros”. En el primero de ellos, la declaración sobre la terredad del mismo no puede ser más explícita: La terredad de un pájaro es su canto, lo que en su pecho vuelve al mundo con los ecos de un coro invisible desde un bosque ya muerto (vv. 1-4)

El encomio por lo que ya no está –como se dijo a propósito de las cigarras– es contundente. Hay que notar que las únicas formas verbales que emplea en estos versos dan cuenta de, primero, una predicación acerca de la terredad: la terredad es el canto; y segundo, que éste tiene las facultades para volver, es decir, que ha estado presente y que puede regresar infinitamente. El tercer verso refuerza esta potestad de repetición del canto en una esfera absolutamente auditiva; la metáfora “ecos de un coro invisible” vigoriza la dimensión musical, auditiva, en detrimento de lo visual o lo visible. El último verso arriba citado ubica –gracias a la preposición “desde”– el punto o lugar donde el canto se hará nuevamente presente. De manera análoga al poema “Las cigarras”, aquí la muerte es contrapunteada con la vitalidad del canto: no importa que el bosque haya muerto,

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lo que interesa es la capacidad del canto del pájaro para volver, como lo indica en los versos que cierran este poema: una persecución sin tregua de la vida para que el canto permanezca (vv. 21-22)

En el poema “Pájaros”, del mismo libro, asoma la manifiesta declaración de Montejo acerca de la importancia del canto de los pájaros, por encima de absolutamente todo lo existente en el mundo: Alguien que he sido o soy, no sé, oye o recuerda; si hay algo real dentro de mí son ellos, más que yo mismo, más que el sol afuera; si es musical la fuerza que hace girar el mundo, no ha habido nunca sino pájaros, el canto de los pájaros que nos atrae y nos lleva (vv. 10-17).

Un fuerte tono vacilante acerca de la realidad interior o exterior del yo lírico se revela desde el uso de la proposición particular negativa que separa “sido” y “soy”; este procedimiento permeará los contenidos de los siguientes versos. El tono vacilante en negativo se refuerza en el “no sé”, que paradójicamente constituye una afirmación lapidaria. Para decirlo con el dictum de Sócrates, el sujeto lírico sólo sabe que no sabe nada, y esta puesta en duda atañe al oído, al recuerdo –verso décimo–, y se afianza en el siguiente verso mediante el uso del “si” que denota condición o suposición. La afirmación tajante del no saber, además, se acompaña de otras aseveraciones contundentes: lo único real dentro del sujeto lírico son los pájaros, y si existe una fuerza motora del mundo, esa es el canto de los mismos. Hacia el final del poema Montejo enlaza esa correspondencia del mundo con el canto de las aves con la condición humana; así se deja ver en el “nos” que emplea en el verso que cierra el poema. De esta manera, la energía que hace que el mundo se mueva afecta de manera directa los

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modos de existencia del hombre en la Tierra.5 Esto permite decir que en el poema de Montejo hay un paralelismo entre “la fuerza que hace girar el mundo” y lo “que nos trae y nos lleva”; este primer motor es, sin duda alguna, el canto de los pájaros, su terredad. Una declaración de principios poéticos como ésta aparece con matices y texturas particulares en otros momentos de la obra de Montejo; en el caso de El cuaderno de Blas Coll, me ocuparé de mencionar sólo dos de ellos, en donde la gaviota y el colibrí le servirán para poetizar sobre la terredad: La huella de una gaviota en la arena basta, si se sabe combinar convenientemente, para representar con exactitud todos los matices del pensamiento humano (2006: 16)

A Montejo le interesan los pájaros no porque, como ya se dijo, tengan la suprema capacidad de volar, sino porque regresan a la tierra a cantar y alimentarse. La gaviota se distingue por pasar, regularmente, sus horas de vida en vuelo y bajar a la costa o al mar a cazar para alimentarse. Serán estos momentos en la tierra –en la arena de la playa específicamente– los que le interesen al ojo poético del venezolano; es su paso por la playa, y la huella que deja en la arena, lo que le servirá para establecer un parangón con el pensamiento humano; a saber: que la huella dejada en las costas es tan efímera y pasajera, aunque contradictoriamente tan exacta, como el pensamiento de los hombres. Al igual que el canto, la huella de la gaviota es fugaz, pero también goza de las potestades del eterno retorno, del regreso. Hay que decir, además, que nuevamente aflora el contrapunto entre lo nimio –como es la huella de la gaviota– y lo aparentemente significativo Esta idea se enlaza con algunos presupuestos del Romanticismo temprano. Me refiero a la analogía esencial entre el macro y el microcosmos. Antoni Marí lo explica así en El entusiasmo y la quietud. Antología del romanticismo alemán: “Soñamos en viajar por el espacio cósmico: ¿acaso no está en nosotros? Ignoramos las honduras de nuestro espíritu. La senda misteriosa va hacia adentro. En nosotros o en ninguna parte se encuentra la eternidad con sus mundos, lo pasado y lo futuro. El hombre es una representación analógica del Universo. Microcosmos y macrocosmos en perfecta analogía y correspondencia proporcionales.” (1979: 147, 148). 5

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–­ como es el pensamiento humano– en la obra de Eugenio Montejo. El ímpetu y la exaltación de este poeta se abalanzan sobre las nimiedades; basta con advertir la oposición “una huella” y “todos los matices”, en donde la predilección se centra en el singular en detrimento de lo total. La manifiesta fascinación por otra ave aparece en el siguiente fragmento de El cuaderno…: El colibrí, apenas hay que decirlo, fue el ave emblemática de Blas Coll. Y no sólo por un juego de aliteración que pudiese delatar regustos narcisísticos, de los que estaba exento, como por ver en la “loca vibración inmóvil” de su vuelo, una condensación de energía y belleza insuperables. Bricol lo llamó en colly, pajarillo del paraíso que sólo canta para oídos angélicos. Bricol, paje de la luz y de la flor (43, las cursivas son de Montejo).

Del colibrí le interesa la particularidad de su vuelo; más aún, ver u observar en éste la “loca vibración inmóvil”. Resulta significativo que, al igual que con las opiniones poéticas que le merece la huella de una gaviota, reúna en esta metáfora dos opuestos: lo vibrante y lo inmóvil, porque será gracias a la coincidencia de estos opuestos como es posible advertir la “energía y belleza insuperables”. Es importante notar que ese fragmento corresponde a la voz de Montejo como editor y compilador del texto, ya que si bien se alcanza a advertir el presunto despojo de la tiranía de su yo lírico, la voz del heterónimo se falsea de tal forma que ahí se traslucen consideraciones y reflexiones cuya autoría recae, sin más, en Eugenio Montejo. El cuaderno en el que se apoyó para el rescate de la obra de Blas Coll, no debe olvidarse, está dañado, y el editor ha transcrito como ha podido –o, más bien, como ha querido– los contenidos del mismo. Por ello, al decir que el gusto de Blas Coll por el colibrí no delata “gustos narcisísticos” está, en realidad, hablando de sus propios gustos poéticos. La voz de Montejo como poeta asoma cuando en colly, o el lenguaje inventado por el viejo tipógrafo de Puerto Malo, nombra bricol al colibrí, ya que lo único que está haciendo es operar como una suerte de Adán que nombra a su parecer a los seres del mundo. Cualquier poeta, y ésta es una lección 77


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que Vicente Huidobro ha impartido de manera magistral, se convierte en un pequeño dios que, al nombrar, crea. Decir que bricol es digno de ser observado porque él encarna los opuestos “vibración” e “inmóvil” y porque éste “canta para oídos angélicos”, encierra un rasgo fundamental en la poética de Montejo que, a su vez, guarda una estrecha relación con ciertos presupuestos o nociones acerca de la poesía. En la reunión de lo vibrante y de lo inmóvil, como un momento que condensa una energía y belleza insuperables, Montejo está aludiendo, tal como él la entiende, a la revelación poética. Se trata de un instante fugaz en el que la revelación de algo se le está presentando al poeta. En este tenor, considero fundamental apuntar a ciertos momentos del pensamiento poético de Octavio Paz, del cual el poeta venezolano reconoce, sin empacho, una profunda filiación. Al respecto, Montejo indica: Y mi admiración temprana por su obra no era casual, pues tal como había ocurrido con otros escritores coetáneos, en nuestro itinerario formativo varios libros suyos se habían constituido verdaderos hitos. Me refiero a El arco y la lira, El laberinto de la soledad, Puertas al campo y, poco después, Cuadrivio, entre otros libros que recuerdo haber leído lápiz en mano para apuntar mi lectura. Libros en que me propuse demorarme tanto como sus páginas me lo exigían (en Castañón, 2006: 303).

La demora, la toma de notas, el detenimiento y profundidad con que Montejo leyó las páginas de Paz, sin duda, trasminaron su poesía. Me referiré particularmente a dos momentos de El arco y la lira en los que se trasluce el influjo que los pensamientos pacianos tuvieron en Montejo. Las primeras líneas de El arco… no podrían ser más evidentes: La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla; une. Invitación al viaje: regreso a la tierra natal (2003: 13).

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La tensión de los contrarios, la reunión de ambos en el mismo plano, sin el ánimo de resolver a favor de uno y en detrimento del otro, es un asunto del que participan tanto Montejo como Paz, porque en la obra de ambos persiste la creencia de que la palabra poética inaugura, funda, un intermedio, un entre, que es finalmente en donde radica o se enraíza la verdad poética. Para Paz la poesía convoca al aislamiento y a la unión, el viaje y el regreso; para Montejo, como se vio en el fragmento de El cuaderno de Blas Coll, la palabra poética congrega la vibración inmóvil. Mediante el “canto para oídos angélicos” del bricol, el poeta venezolano alude a otro de los rasgos fundamentales y decisivos de la poesía, para decirlo con Paz: “Música para el entendimiento y no para la oreja; pero un entendimiento que oye y ve con los sentidos interiores” (85). El colibrí –o habría que decir, el bricol– no canta para los oídos humanos,6 lo hace para oídos angélicos, los únicos capaces de percibir o de conocer con los sentidos interiores,7 los cuales no pueden ser otro más que la imaginación, el subconsciente, el sueño; en suma, todo aquello que está asociado al espacio íntimo e irracional de la existencia. Esta simpatía de Montejo por Paz llega a convertirse en una declaración de creencias poéticas que ya Cabe recordar en esta línea el fragmento 22 de El Añalejo: “Pobres cigarras, no saben que somos sordos”, al que me he referido unas páginas arriba. 7 Estas ideas están estrechamente vinculadas a ciertos presupuestos de un movimiento de tal calibre y pelaje que nada ha sido igual después del mismo. Me refiero al Romanticismo temprano. Un pensador de la talla de Isaiah Berlin ha visto en el Romanticismo el mayor movimiento reciente, debido a su acción transformadora tanto en la vida como en el pensamiento occidental, al echar abajo la noción tradicional de verdad objetiva y el predominio del pensamiento ilustrado y de la razón. Para los románticos alemanes, específicamente para Novalis: “Más celestiales que esos astros fúlgidos / en las lejanías, / nos parecen los ojos infinitos / que la Noche / abre en nosotros” (29 y 31), en donde el principal sentido interior que trabaja con mayor ahínco para acceder al conocimiento es la imaginación. Nuevamente, Novalis: “La imaginación es únicamente productiva. Corresponde a la sensibilidad interna o externa. Allí es creadora y formadora –tanto como lo es aquí–. […] El sentimiento, la inteligencia y la razón son en cierto modo pasivos –como lo indican ya sus nombres–, en cambio sólo la imaginación es fuerza –es la única actividad que cabe poner en obra” (en D’Angelo, 1999: 90-91). 6

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los poetas reconocidos como modernos habían suscrito: “Desde su origen la poesía moderna –escribe Octavio Paz en Los hijos del limo– ha sido una reacción frente, hacia y en contra la modernidad: la Ilustración, la razón científica, el liberalismo, el positivismo y el marxismo” (1994: 325), y qué mayor defensa y punzante crítica contra la razón científica que erigir los sentidos interiores como los idóneos para conocer y comprender la realidad del mundo y el Hombre. Los enclaves del proyecto poético de Eugenio Montejo con algunos momentos del pensamiento poético de Octavio Paz no se detienen ahí. Otro de los fragmentos de El cuaderno de Blas Coll da cuenta de ello: Quien desee purificar las palabras de la tribu ha de partir, ante todo, del estado interjectivo, que es el reino originario del habla, el reino donde predomina el asombro genesíaco. El arte de purificar las palabras es un menester difícil, nadie lo dude, pues supone saber devolverlas al relámpago de su primer grito. El gallo, el gran purificador de los sonidos de su especie, canta siempre con el mítico asombro de la primera vez (55, las cursivas son de Montejo).

Por tratarse de un parágrafo en cursivas, estas palabras no corresponden en estricto sentido al viejo tipógrafo; corresponden en su totalidad a la voz de Montejo como editor de El cuaderno de Blas Coll. En un principio, trata acerca de una lección o recomendación para quien emprenda la tarea de purificar las palabras de la tribu, para luego adquirir un tono lapidario respecto de la complejidad de la empresa y, finalmente, colocar en un estatuto privilegiado al gallo, ave por excelencia, “gran purificador de los sonidos de su especie”. La consigna para purificar las palabras, de acuerdo con los contenidos del fragmento, se inscribe dentro de las preocupaciones axiales de Blas Coll: partir del estado interjectivo, ya que el viejo tipógrafo de Puerto Malo busca llevar el lenguaje al empleo exclusivo de dos sílabas, es decir, reducir o sintetizar la comunicación en un universo bisilábico. Este afán, como echa de verse, encuentra una plena confirmación en los interjectivos. Dejando al margen la muy discutible pretensión a propósito del lenguaje bisilábico o interjectivo, quisiera detenerme en los potenciales significados que adquiere la referencia que Montejo hace al “reino origi80


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nario del habla”, al “reino donde predomina el asombro genesíaco” y, finalmente, “al relámpago de su primer grito”. En estas expresiones asoma metafóricamente sólo una de las potestades del poema: erguir el lenguaje. Paz lo explica así en El arco y la lira: El habla es la sustancia o alimento del poema, pero no es el poema. La distinción entre el poema y esas expresiones poéticas –inventadas ayer o repetidas desde hace mil años por un pueblo que guarda intacto su saber tradicional– radica en lo siguiente: el primero es una tentativa por trascender el idioma; las expresiones poéticas, en cambio, viven en el nivel mismo del habla y son el resultado del vaivén de las palabras en las bocas de los hombres. No son creaciones, obras. El habla, el lenguaje social, se concentra en el poema, se articula y se levanta. El poema es lenguaje erguido (35).

El poema pretende trascender el idioma, traspasarlo, y en esa tarea el poeta lo vulnera, combate con él, para finalmente erguirlo en el poema. Esta aparente violencia –porque en el fondo se trata del ejercicio más pasional e irracional de todos– que se ejerce contra el habla también se pone de manifiesto en el fragmento de Blas Coll. Así lo deja ver cuando califica de difícil y compleja la tarea de la purificación del habla, más aún cuando sugiere “devolverlas al relámpago de su primer grito”. Cuando en el fragmento de El cuaderno… se echa mano de expresiones como “asombro genesíaco” o “relámpago de su primer grito” para referirse a la purificación del habla, me parece que el autor de Alfabeto del mundo está, nuevamente, aludiendo a lo que concibe como poesía, es decir, se refiere a una situación que deviene de manera súbita e instantánea, como el asombro y el relámpago. Se trata de encomiar, de nuevo, lo pasajero, algo aparentemente insustancial y nimio que, paradójicamente, concentra la energía y la belleza, para decirlo con Montejo, insuperables. Para finalizar con la mención a algunos de los enclaves entre la poética de Montejo y ciertas disertaciones de Octavio Paz, me referiré a la reflexión acerca de “las palabras de la tribu” en El arco y la lira. Para el autor de Cuadrivio: “El poeta no es un hombre rico en palabras muertas, sino en voces vivas. Lenguaje personal quiere decir lenguaje común revelado 81


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o transfigurado por el poeta. […] Las palabras del poeta son también las de la tribu o lo serán algún día. El poeta transforma, recrea y purifica el idioma; y después, lo comparte” (46). La atención puesta en la palabra de la tribu y la purificación de la misma, ni qué decir, son asuntos y problemáticas que comparten Montejo y Paz. El gallo, la noche, el cuerpo El gallo que “canta siempre con el mítico asombro de la primera vez” aparecerá en otros momentos del proyecto poético de Eugenio Montejo. En La caza del relámpago –un título profundamente sugerente por lo dicho arriba–, el “coligrama” xi de Lino Cervantes reduce a la sílaba “Grial” el verso alejandrino “Y al final de mí nada sólo un grito de gallo” (100). Esta ave, de acuerdo con Cirlot en su Diccionario de símbolos, es el “emblema de la vigilancia y la actividad” (213), y encarna otro significado que adquiere una resonancia fundamental en ciertos momentos de la obra de Montejo. El gallo es también un símbolo solar, un símbolo diurno que suele referirse al inicio, por ejemplo, del día. Se trata, entonces, de un elemento poético que alude al inicio de un ciclo. En el “coligrama” de Cervantes, el gallo y, más exactamente, el grito o el canto del mismo se reúne con un elemento opuesto: el final al que se refiere el sujeto poético, el cual no puede ser otro que la llegada de la muerte o el cierre de un ciclo, en este caso, el ciclo de la vida. Es notable que el primer hemistiquio del verso contenga elementos que dan cuenta del acabamiento y degradación: “final” y “nada”, y que el otro hemistiquio exponga elementos que se inscriben en el canto y lo diurno: “grito” y “gallo”. Esto permite decir que incluso en elementos meramente constructivos o estructurales, como la medida del verso, Montejo da cuenta de su propensión por reunir o conciliar elementos contrarios: lo finito y lo que acaba con lo infinito e imperecedero. Cabe agregar que la experiencia de finitud del sujeto lírico se acentúa con el sustantivo “nada”, y que justamente cuando la “nada” es así de extrema y radical surge, de manera violenta, el grito del gallo.

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Como es de esperarse, el gallo aparecerá en otros momentos del proyecto poético de Eugenio Montejo para congregar elementos de órdenes opuestos y para poner de manifiesto no el triunfo de uno en detrimento del otro, sino la supremacía del canto, de la terredad. El poemario titulado Terredad (1978) incluye “Los gallos”, poema en el que el sujeto poético despliega una profunda admiración por dicha ave, fascinación que no está exenta de la incertidumbre o de la incomprensión: ¿Por qué se oyen los gallos de pronto a medianoche si no queda ya un patio en tantos edificios? Filtrados por muros de piedra y rectos paredones nos llegan sus ecos; no se puede dormir, es más terrible que en el tedio de las aldeas cuando llenan el mundo de gritos (vv. 1-9). […] Gallos ventrílocuos donde me habla la noche, ¿son mi parte de abismo? Gallos en el sonambulismo de las cosas, roncos a causa de la ausencia en caminos de polvo cuyas voces creímos extintas, ¿qué hacen a medianoche en la ciudad, tan lejos, qué lamento los va acercando a mis oídos? (vv. 20-28).

Como sucede en el “coligrama” de Lino Cervantes, aquí Montejo habla del grito del gallo para referirse al canto del mismo y, como lo hace a propósito de las cigarras, en este poema proclama el regreso del canto como una voz que se creyó extinta (v. 25). Es importante advertir que desde el inicio del poema, el sujeto lírico habla desde un contexto muy específico: la medianoche como el espacio y el tiempo idóneos para el surgimiento 83


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del canto. Aquí, a diferencia del “coligrama”, la situación es preponderamente nocturna, lo cual no quiere decir que se circunscriba a un contexto de acabamiento, sino todo lo contario. Se trata de la medianoche como el comienzo de un periodo en el que la imaginación tiene que trabajar con mayor ahínco para observar o ver lo que a la luz del día se nos presenta de manera directa y sin complicaciones. Hay que notar que el sujeto lírico realza el sentido del oído: en el primer verso: “¿Por qué se oyen los gallos de pronto?”; y en el verso veinte: “Gallos ventrílocuos donde me habla la noche”. Está aludiendo al canto y no existe vacilación en el sujeto lírico respecto de lo que está escuchando. A diferencia del primer verso –en donde se descubre la duda sobre el canto del gallo justo a la media noche–, en el verso veinte la afirmación es lapidaria: la noche habla través del canto de los gallos ventrílocuos; esto permite sostener que es el canto de la noche lo que, en realidad, está escuchando el yo poético. Al respecto, es inevitable indicar que ciertos poetas de filiación romántica echaron mano de la metáfora de la noche para referirse a su mundo interno, al ámbito de la irracionalidad y la imaginación que se alojan en su inconsciente, al espacio íntimo asociado a la dimensión irracional de la existencia. No es de extrañar que la noche, en sus acepciones simbólicas, esté relacionada con lo indeterminado, pero también con el tiempo de las gestaciones o de las germinaciones, con aquello que prepara el surgimiento del día (Chevalier, 1986: 754). La noche de antiguo ha fascinado la imaginación de los hombres: como figura mítica de rasgos personales; su genealogía, sus nombres, sus criaturas y su espacio. Pero también como entorno físico, de espacio y tiempo concretos: las luces, la ciudad y los banquetes, donde bulle con intensidad la vida anónima y desordenada. Y, en fin, la noche esencial es espectáculo de acciones y pasiones que tienen lugar al amparo de lo oscuro, según lo muestra El reino de la noche en la antigüedad (2008), del Grupo Tempe. En el poema “Los gallos”, Montejo se convierte en un activo partícipe y creyente de estas ideas. Es durante la medianoche cuando escucha el canto del gallo, el canto de la noche; es durante la medianoche cuando las co-

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sas se convierten en el sonambulismo de los gallos, cuando la voz extinta de la noche o de los gallos vuelve a irrumpir en los oídos del sujeto lírico. El último libro publicado por Montejo, Papiros amorosos (2002), incluye otro poema dedicado al canto de estas aves. En “Música de gallos”, el poeta venezolano enlaza esta figura simbólica con un asunto sobre el que versará todo el libro: el amor. El tratamiento que Montejo da a este tópico es de carácter erótico y carnal, y sus creencias poéticas a propósito de la nocturnidad, como se vio en “Los gallos”, se reafirmarán en diferentes momentos de Papiros amorosos. Respecto de “Música de gallos”: Besos con plumas y pico de gallo, labios carnales o coriáceos, colores de arco iris, lucha, rabia, que de noche se anudan en grito. Rostro con ojeras violeta de gallo y en torno un patio que defender sin tregua. Coito con muerte y espuelas, coito con grito en la alta madrugada, el largo grito de la especie que se pierde en los espacios siderales. El gallo que canta dentro de tu cuerpo, el gallo que de uno a otro salta y canta hasta que lo secundan las estrellas. El gallo sin gallo con un hacha en la noche, el que corta la sombra, separa en dos tu almohada y penetra hasta el fondo de tu sueño, cubierto de niebla y aletazos… El gallo o lo que queda de su canto, noctámbulo a lo lejos, con tus besos aún frescos con el pico, con las huellas de tus mordiscos en su cresta, bien plantado, recolectando aquí y allá de la intemperie granos azules caídos de los astros (vv. 1-23).

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En la primera estrofa la noche refulge como inefable protagonista, ella se convierte en el punto de convergencia de los besos y del rostro, los cuales se describen en los versos uno, dos y tres, así como en los cinco y seis, respectivamente. Las texturas de la descripción no pueden ser de otro carácter más que el violento, así se deja entrever en los sustantivos “lucha”, “rabia” y el verbo “defender” del sexto verso. Sin embargo, esta violencia encuentra una suerte de sujeción cuando en la noche se “anudan en un grito” los elementos descritos. Cabe recordar que el grito del gallo, en la poesía de Montejo, es una manera de referirse al canto del ave. La noche, así, se erige como la gran fuerza soberana en la que se anuda todo. En la siguiente estrofa, el poeta venezolano volverá sobre ese tema que vive en él y a través de su poesía de una manera obsesiva: la especie que se pierde y, con ella, su canto. Es importante notar que esta pérdida se da “en los espacios siderales”, porque en estos versos resuena otra de las obsesiones poéticas de Montejo: el mito de Orfeo.8 La lira de Orfeo, cantor por excelencia, músico y poeta, fue llevada al cielo y convertida en constelación luego de la muerte de éste. Me parece, en este sentido, que la referencia que el autor de Papiros amorosos hace a “los espacios siderales” bien podría enlazarse al canto de Orfeo que, por la eternidad, queda alojado en la dimensión celeste y astral, tal como sucede con el canto o grito del gallo. Aquí conviene recordar que en la poética de Montejo la terredad de un pájaro no es el vuelo, sino el canto, porque éste convoca y encarna la fuerza fundadora de la poesía. El imperio de la nocturnidad prevalece en la segunda estrofa: “coito con grito en la alta madrugada”, y se extiende a lo largo de todo el poema: “El gallo sin gallo con una hacha en la noche”, de la tercera estrofa; y “noctámbulo a lo lejos, con tus besos”, de la última. La potestad de la noche, en estas estrofas, está enlazada con el cuerpo y, sobre todo, con la carnalidad y el placer que ahí experimenta el sujeto poético. Noche y Por mencionar dos ejemplos: los poemas “Orfeo” de Muerte y memoria (1972) y “Orfeo revisitado” de Alfabeto del mundo (1986). 8

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canto están anudados, pero también imbuidos en el cuerpo de tal manera que ahí, y sólo ahí, el gallo canta, el gallo salta, el gallo corta la sombra, el gallo separa la almohada, el gallo penetra en el fondo del sueño. En los versos noveno y décimo el sujeto lírico se había referido a la pérdida del “largo grito de la especie” en “espacios siderales”. Pero ahora traslapa el canto del espacio cósmico al espacio corporal, y así pone de manifiesto que si el canto –la poesía misma– tiene por excelencia un lugar vital en el cosmos, en lo sideral, el contrapunto es, sin más, el cuerpo, la almohada y el sueño de la amada. Así, Montejo congrega, gracias al canto del gallo, el macrocosmos –lo sideral y celeste– y el microcosmos –lo humano y carnal–, que no es otra cosa que la conjunción de los opuestos, la conciliación de los contrarios. Esto se logra, hay que decirlo, sólo a través de la poesía. La imagen que cierra el poema no podría ser más contundente al respecto. El canto noctámbulo del gallo, o lo que queda de él, asoma en “tus besos aún frescos”, en “las huellas de tus mordiscos”; el beso y el mordisco se dan –o se dieron– en el pico y la cresta del gallo. Esto permite decir que el acto más erótico, la conjunción o coito, se da –o se dio– entre el cuerpo de la amada y el gallo. Me parece, en este sentido, que Montejo se está refiriendo al momento de la escritura poética, el instante más erótico que reúne lo sideral y lo humano en la escritura del verso. El gallo, al final del poema, recolecta granos azules caídos de los astros. Si se considera que la esfera sideral es por excelencia el espacio de la poesía, a través de los granos azules el poeta venezolano está sugiriendo que, en realidad, lo que recolecta son pedazos, fragmentos de poesía, de lirismo. La terredad de los pájaros, de la cigarra, del gallo; la potestad de la noche; los poderes fundacionales de la palabra poética; la fuerza del cuerpo y de la carnalidad; se anudan en el proyecto escritural de Eugenio Montejo, sin interesar la forma discursiva que sus reflexiones y mediaciones tomen: poema, fragmento, aforismo. En La casa del relámpago, sólo un verso da cuenta de la conjunción de algunas de las esferas mencionadas al inicio de este párrafo: “Tu cuerpo con su noche me unió tanto a los astros” (107). 87


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La aproximación a la obra En este sucinto recorrido por algunos momentos de su obra, sin interesar el género discursivo que adquiera, hay que insistir, he intentado poner de manifiesto una idea que, en mi opinión, resuena en el proyecto poético de Eugenio Montejo: no existe la literatura, sino la escritura; no existe la obra, sino fragmentos de la obra. Quiero decir: lo que presenciamos en la lectura de la obra de este poeta venezolano es una serie de reflexiones, un cúmulo de pensamientos poéticos que le obsesionan y que vuelca en su escritura, porque lo que interesa es el tesón, la conmoción de la búsqueda, no del asidero discursivo, sino de la articulación; un movimiento que lo aproxime a experimentar, al menos, la saciedad a su continua reflexión. “No existen obras terminadas, sólo obras abandonadas”, ha escrito ejemplarmente Paul Valéry, y Montejo incorpora esta creencia poética del autor de Le cimetière marin. Al respecto, el pensador francés Maurice Blanchot escribe: Lo que atrae al escritor, lo que conmociona al artista no es directamente la obra, es su búsqueda, el movimiento que conduce a ella, la aproximación a aquello que la hace posible: el arte, la literatura y lo que ocultan esas dos palabras. De ahí que el pintor prefiera las diversas etapas del cuadro antes que éste. De ahí que el escritor desee frecuentemente no terminar casi nada, dejando en estado fragmentario centenares de relatos que han tenido el interés de conducirle hasta un determinado punto y a los que debe abandonar para ir más allá (235).

La pléyade de escritores que adhieren la búsqueda a su poética es extensa: el propio Valéry, Leonardo Da Vinci, Franz Kafka, Mallarmé. Ni qué decir de Eugenio Montejo, quien persigue articular poéticamente una afirmación acerca de la terredad y por ello acude a los pájaros, a la nocturnidad, al cuerpo mismo. Éstos son los fragmentos de su proyecto poético que, paradójicamente, se congregan alrededor de esa preocupación central en su escritura: la terredad, a través de la cual afirma la posibilidad del regreso del canto poético, que afirma la importancia de la obra que no está contenida en un libro: El cuaderno de Blas Coll, La caza del relámpago, Alfabeto del mundo o Los papiros amo88


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rosos. La obra de Montejo está fragmentada y dispersa fuera de las asignaciones o categorías discursivas como prosa, poesía o aforismo; en su obra se trasluce toda una declaración de principios poéticos, cuya base y vértice es, como se vio, y parafraseando a Américo Ferrari, el canto que se arraiga en el origen mismo de la fuerza y la energía que sólo la poesía puede proclamar.

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Lo narrativo en la literatura y el cine. Presencia de lo cinematográfico en Virgilio Piñera Rogelio Castro Rocha Universidad de Guanajuato

L

a literatura y el cine, en tanto productos culturales de comunicación, se manifiestan como formas discursivas que producen sistemas de significación, determinados por los rasgos propios de cada expresión, en una sociedad. Como expresiones artísticas que producen efectos estéticos, descubren y responden al mundo del cual surgen. En este sentido, estas expresiones permiten generar en su interior espacios reflexivos que los exceden y entablar diálogos con su exterior. Una forma de aproximarse a la relación entre la literatura y el cine sería desde una perspectiva narratológica que permita examinar las similitudes y divergencias entre estas dos expresiones. Por ejemplo, la noción de narrador varía según el discurso del que se trate, ya sea mediante la verbalización escrita en el caso de la literatura o mediante la representación visual y sonora en el caso del cine; este punto lo trataré más adelante. En este sentido, considero relevante anotar los señalamientos de Pérez Bowie en cuanto a la relación existente entre cine y literatura: La existencia del […] conjunto de rasgos discursivos comunes al cine y a la literatura permite hablar entonces, legítimamente, de una poética visual del discurso cinematográfico análoga a la del discurso literario y paralela a ésta. Dicha poética del cine cumple, en efecto, las misma condiciones que la Teoría de la literatura asigna a la poética literaria, condiciones que atañen tanto al plano del objeto poético (el filme) como a los de su producción y de su recepción, planos estrechamente asociados por igual en el funcionamiento efectivo de la comunicación cinematográfica y en el de la literatura (2008: 27-28).

Sin embargo, aquí resulta oportuno mencionar una característica inherente al cine, y que es un rasgo diferenciador frente a la literatura: se trata 91


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de la dependencia de la tecnología para su constitución como medio de expresión, pues la manera de conformar el universo fílmico de una película va acompañado de los avances tecnológicos; por tanto, la tecnología se refleja en la imagen y en la forma en que influye cada vez más en el microcosmos de un filme. Pese a esto, si se considera el cine narrativo, la tecnología es un factor que facilita la representación de lo mostrado –lo ha hecho y lo seguirá haciendo–, pero el fin sigue siendo el mismo desde que el cine se definió a sí mismo como expresión narrativa: contar historias. En cambio, en la literatura permanece el poder evocador de la palabra escrita o verbalizada, sólo el medio para transmitirla se modifica por la tecnología, pero no la “poeticidad” de la escritura. Mientras se trate de obras literarias, éstas provocarán un efecto literario en el lector independientemente del medio de recepción.1 Cuando se habla de la relación entre literatura y cine, generalmente se privilegia lo literario sobre lo cinematográfico, debido a que el cine –como tal– desde sus inicios, para contar historias, tomó como modelo obras literarias para llevarlas a la expresión cinematográfica. Desde una perspectiva de las adaptaciones o “transposiciones”2 de textos literarios llevados a la pantalla, se le ha dado un papel preponderante a la literatura sobre el cine. Esto Entre estos medios se puede mencionar: el libro tradicional impreso, el libro digital; incluso un espacio cibernético cuando se trate de aquellos textos literarios –o con estas pretensiones– escritos para este medio que, por consecuencia, busquen lograr un efecto literario. También se pueden mencionar los medios visuales, como las artes plásticas y el cine. 2 Los términos adaptación, transposición o versión cinematográfica generalmente son utilizados cuando una obra literaria es trasladada al cine. Así, algunos estudiosos del cine como José Luis Sánchez Noriega definen la adaptación como “el proceso por el que un relato, la narración de una historia, expresado en forma de texto literario, deviene, mediante sucesivas transformaciones en la estructura […], en el contenido narrativo y en la puesta en imágenes […], en otro relato muy similar expresado en forma de texto fílmico” (2000: 47). Por otro lado, Sergio Wolf considera la noción de transposición como la más adecuada para este fenómeno del pasaje de un texto literario a uno fílmico, ya que según él permite esta idea de “traslado”, de llevar elementos de un sistema a otro. De ahí que las transposiciones sean “versiones e interpretaciones, es decir, modos de apropiarse de ciertos textos literarios: de hacerlos propios, convertirlos, honrarlos, maniatarlos, disolverlos” (2001: 79). 1

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no quiere decir que el cine sea un arte menor o solamente un espectáculo, se trata de un medio diferente para expresar la narración; por tanto, capaz de crear universos de ficción propios haciendo uso de sus recursos técnicos y discursivos múltiples. A la vez, es un medio que permite interpretar y transmitir el entramado de una historia que ya ha sido escrita –de forma literaria o cinematográfica, ésta última con las técnicas del guión de cine– para reconfigurarla mediante el discurso visual y sonoro. No obstante, la expresividad narrativa audiovisual, como parte inherente del cine, fue posterior –los avances técnicos implicaron pasar del cine silente al cine sonoro–, debido a la conciencia adquirida por este medio de su capacidad para conformar microcosmos propios. Antes de devenir en cine, estaba el cinematógrafo que se promovía como un invento capaz de captar la realidad y reproducirla mediante fotogramas en secuencia. Aquí ya no se trataba de imágenes estáticas como las fotografías, que sólo retenían instantes de objetos, paisajes y personas. Esta invención de 1895 de los hermanos Lumière era capaz de representar y mostrar lo “real”. Su aparato parecía atrapar esa “vida” cotidiana que al espectador le resultó algo extraordinario y novedoso, pues documentaba sucesos a los que ese espectador estaba habituado en su cotidianidad. Éste después los vería proyectados en la pantalla como hasta entonces no se había visto: con un efecto de realidad mediante imágenes-movimiento. De este modo, considero pertinente anotar las palabras de Mario Pezzella; para él, el cine tiene la capacidad de reproducir la naturaleza de objetos y cuerpos, también señala cómo “los límites de la fotografía son superados añadiéndole a su objetividad inmóvil una dimensión que le faltaba: el movimiento en el tiempo. […] el cine opone la imagen persistente del movimiento vital al transcurso inexorable del tiempo” (2004: 47-48). Por tanto, se da un cambio en la manera de percibir la imagen, pues la fotografía remitía a un tiempo anterior, al pasado. La fotografía sería el recuerdo de un instante mostrado por una imagen estática. En cambio, en el cine, a pesar de que filma sucesos anteriores, la imagen acontece en el momento de la proyección. Los sucesos filmados se reproducen y se re-presentan con movimiento en la pantalla, están sucediendo en el presente. Mas 93


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el presente es relativo, pues en él se da una coexistencia con el pasado y con el futuro.3 Es decir, los sucesos filmados antes de ser proyectados, de estar en cuadro (el pasado) y lo que hay más allá de lo que se ve o muestra (el futuro). Asimismo, no importa el tipo de filme, documental o de ficción, la película y sus imágenes tendrán sentido y existencia al momento de su proyección. La imagen fílmica ocupa un tiempo y un espacio concretos en la película. Las imágenes cinematográficas –de movimiento, de tiempo,4 de sonido– pueden dar una concepción del mundo a la vez que modificar, en cierto grado, la forma de verlo y percibirlo. Pero ¿el cine puede influir en la manera de ver el mundo? Tal vez no de manera literal y determinante, pero, al igual que la literatura, sí es una de las formas de configurar nuestra experiencia en el mundo. Como expresión artística tendría esa constancia del arte en la vida, acaso imperceptible, de llevar a la reflexión, pero con su rasgo provocador.

Para Gilles Deleuze “no hay un presente que no esté poblado por un pasado y un futuro, no hay un pasado que no se reduzca a un antiguo presente, no hay un futuro que no consista en un presente por venir. La simple sucesión afecta a los presentes que pasan, pero cada presente coexiste con un pasado y un futuro sin los cuales él mismo no pasaría. Al cine le toca capturar este pasado y este futuro que coexisten con la imagen presente” (1986: 60). 4 Véanse los exhaustivos estudios sobre cine como materia de reflexión del pensamiento, sólo por mencionar una parte de su tratamiento, que realiza el filósofo francés Gilles Deleuze en sus dos libros sobre el fenómeno cinematográfico: La imagen-movimiento (1984) y La imagen-tiempo (1986). Para Deleuze la imagen es “un conjunto de lo que aparece”, no “se puede decir que una imagen actúe sobre otra o que reaccione sobre otra. No hay móvil que se distinga del movimiento ejecutado, no hay cosa movida que se distinga del movimiento recibido” (1984: 90). Así, según Deleuze, con estas propiedades la imagen sería igual al movimiento, esto equivaldría a la imagen-movimiento. El filósofo divide esta imagen en otras, como la “imagen-percepción”, la “imagen-afección” y la “imagen-acción”. Lo que hace es multiplicar, potencializar, la imagen cinematográfica en otras imágenes. Por otro lado, de manera aproximativa, se menciona un señalamiento de Deleuze relacionado con la imagentiempo: “La representación del tiempo sólo se extrae por asociación y generalización, o como concepto […]. Sólo cuando el signo se abre directamente al tiempo, sólo cuando el tiempo suministra la propia materia signaléctica, sólo entonces el tipo, que se ha vuelto temporal, se confunde con el rasgo de singularidad separado de sus asociaciones motrices” (1986: 66). 3

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En relación con otras artes como la literatura, el cine vendría a cambiar la forma en que ésta se venía desarrollando. Durante las vanguardias, después de una emoción de los artistas por el cine como medio para expresar el arte –debido a su naturaleza fragmentaria, de collage (por los planos) y de choque hacia el espectador–, hubo un alejamiento de este medio “reproducible”. Esto, según mencionan Liandrat-Guigues y Leutrat, al apoyarse en una idea de Serge Daney (1944-1922): “el cine conservó lo que las otras artes rechazaron (relato, representación…) y, a partir de entonces siguió su camino separado, diferente. El cine ‘arte’ del siglo, un siglo que desde sus comienzos dejó libre la idea de la ‘representación’” (2003: 20).5 Con este hecho, el cine desarrolló una estrecha relación con la literatura, ya que tomó algunos de los clásicos literarios del siglo xix, de la novela y del teatro, para llevarlos a la pantalla al representar mediante imágenes móviles la obra literaria. Posteriormente, esta correspondencia vendría a influir, ya conscientemente, en la cuestión formal, en el modo de hacer literatura.6 Esto no quiere decir que antes no estuvieran aludidos en textos literarios aparatos que proyectaran imágenes como las mezclas de sombras chinas o las cronofotografías, como en El retrato de Dorian Grey (1890) de Oscar Wilde (1864-1900). Con esta relación se da un enriquecimiento entre estas artes: la literatura y el cine. Cada una asimila a sus discursos ciertos rasgos de la otra. El cine entra en diálogo con la tradición literaria y resignifica algunas de sus estrategias narrativas, pero desde sus propias características técnicas y discursiPor su parte, Mario Pezzella menciona ciertas corrientes vanguardistas que consideraban como condición del arte lo fragmentario y la “sorpresa”: “Dadaístas y surrealistas habían concebido ya un arte fundado sobre el fragmento, el shock y la sorpresa: el cine cumple todas estas intenciones. Si los encuadres impactan con la misma velocidad de un shock, este hecho tendrá consecuencias muy importantes sobre la estructura psíquica” (2004: 19). 6 A manera de ejemplo, se pueden mencionar las reflexiones sobre el montaje del realizador Sergei Eisenstein en obras como Farabeuf, de Salvador Elizondo (1965); así como el papel que juega el cine en el trabajo del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante; o la incorporación de personajes emblemáticos del cine a la literatura, como es el caso de La traición de Rita Hayworth (1968), del escritor argentino Manuel Puig. 5

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vas: la intertextualidad es una de ellas. Al hacerlo, multiplica y potencializa otros discursos –además del literario– asimilados: el musical, el pictórico, el arquitectónico; al combinarlos y reconfigurarlos estéticamente al suyo, en una totalidad nueva y plena de significados: el filme. De esta forma, menciono el planteamiento de Pérez Bowie en cuanto al cine: El discurso poético del cine se presenta como un fenómeno de múltiples dimensiones que no depende exclusivamente de las propiedades empíricas de un objeto, el filme, aunque existan en éste atributos productos de estesia, de actividad sensorial y sensible, y productores de ésta, sino que se instaura en el espacio social de la comunicación constituyendo dentro de él un área muy bien interrelacionada con las demás; y, de igual modo, se crea en el ámbito de los diferentes grandes géneros de discurso, icónicos y no icónicos (2008: 30).

El cine y la literatura son expresiones que hacen uso de la narración, aunque cada una de éstas la desarrolla con los rasgos propios de su discurso. El primero de estos lenguajes se caracteriza por estar formado de “imágenes-movimiento”, “imágenes-tiempo” e imágenes sonoras –particularidad que ya mencioné antes–; es decir, se trata de una expresión audiovisual. El segundo se caracteriza por ser un lenguaje literario escrito, esto es, su materia es la palabra. Mediante este lenguaje la palabra se resignifica en la escritura, abre sus posibilidades de significación; también podría decirse que ella crea imágenes, mediante figuras retóricas como la metáfora, la metonimia y el uso de descripciones, sólo por nombrar algunas. En el caso de la literatura, al hacer uso de la descripción, no sólo expone objetos, espacios y personajes del mundo narrado, sino que también puede aludir a espacios existentes en el plano extratextual, pero los mismos tendrán sentido –mediante el acto narrativo– en el plano inmediato, que es el universo ficcional. A pesar de las disparidades en sus formas de expresión, la literatura y el cine encuentran en lo narrativo un punto de coincidencia. Cada una de estas expresiones lo desarrolla en sus lenguajes con base en la naturaleza de sus propios recursos, puesto que se trata de sistemas diferentes. La narratología estudia la literatura de dos maneras: una, temática, se centra 96


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en el análisis del contenido; y otra, formal o modal, analiza las obras según el “modo de ‘representación’ de las historias” (Genette, 1998: 14). En la misma dirección, André Gaudreault toma como modelo a Genette y propone dos formas narratológicas para el cine: narratología de la expresión y narratología del contenido. La narratología de la expresión trata de las formas de la expresión “según el soporte con que se narra: formas de manifestación del narrador, materias de la expresión manifestada por uno u otro de los medios narrativos (imágenes, palabras, sonidos, etc.)”. La narratología del contenido se detiene en la historia que se cuenta, en los personajes y sus acciones: “el hecho […] de que las acciones de los personajes sean relatadas por las imágenes y los sonidos de la película, en lugar de por las palabras de la novela, importa habitualmente poco, por no decir nada” (Gaudreault y Jost, 1995: 20). Esto es, se da mucha más importancia a lo que se cuenta que a la forma y los medios con los que se estructura la trama del relato. Asimismo, la relación del cine con la literatura no sólo se limita a las transposiciones, también se lleva a cabo en el plano teórico, primordialmente cuando se retoman herramientas literarias para el análisis de algunos elementos cinematográficos. Aquí, el cine, como medio que narra historias, ha tomado nociones de los estudios literarios de la narratología para llevarlos y asimilarlos a su propio discurso. En principio, este acercamiento o convergencia entre ambos medios expresivos se dio por el fenómeno de las adaptaciones, pero con el desarrollo de la narratología encontraron otro punto de conjunción más allá de las transposiciones. Pues el cine se definió como un medio de la narración. Esto es posible, como señala Carmen Peña-Ardid, por las características del cine considerado como lenguaje con una serie de códigos; así, el cine “como lenguaje heterogéneo en virtud de las diversas materias de expresión que emplea, también lo será, entonces, por la pluralidad de códigos que rigen su ‘sistema’ o que, al menos, intervienen en la producción de mensajes fílmicos” (PeñaArdid, 1999: 88). Esto no quiere decir que lo narrativo sea el único punto de cruce entre ambas manifestaciones, pero sí es el que más las acerca y

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permite desde ahí señalar sus diferencias; únicamente me concentraré en anotar algunas diferencias en torno a la figura del narrador. El cine se constituye como un sistema formado por una multiplicidad de aspectos configuradores de su lenguaje. En tanto que sistema, precisa de cierto orden y estructura para la concreción del “lenguaje” fílmico, debido a la diversidad de materias expresivas y “códigos” que conlleva la realización de un filme: el acto de hacer cine. Esto no indica que la manifestación cinematográfica deba ser rígida y estricta, por el contrario, es necesario rebasar la rigidez o propiciar la flexibilidad, que derivará en la formación del discurso, por la multiplicidad de los elementos y códigos conformadores del “lenguaje” del cine. Así, según Peña-Ardid, el código consistiría en un “conjunto de reglas abstractas y organizadas según una coherencia de orden lógico […], éstos pueden manifestarse en diferentes lenguajes permitiendo las ‘interferencias semiológicas’ entre los mismos” (1999: 89). Por lo mismo, resulta pertinente mencionar la postura de Christian Metz en cuanto al cine como lenguaje. Este teórico señala, desde una perspectiva semiológica, una diferencia entre el lenguaje cinematográfico y el lenguaje verbal, ya que la imagen no tiene equivalencia con la palabra. Según él, la palabra equivaldría a una frase en el lenguaje fílmico, debido a que la imagen está conformada por planos que contienen un sentido por lo que muestran; es decir, en ellos se desarrollan acontecimientos, sucesos. Aun cuando la imagen sea muy limitada, muestra un objeto que expresa más que una palabra:7 “Más que por su cantidad de sentido […], la imagen es ‘frase’ por su estatuto asertivo. La imagen está siempre actualizada. Así, incluso las imágenes […] que por su contenido corresponderían a una palabra, siguen siendo frases” (Metz, 2002: 91). Del mismo modo, Metz, al tratar este

Christian Metz ilustra sus comentarios con los siguientes ejemplos: “Una imagen muestra a un hombre caminando por la calle; entonces equivale a la frase: ‘Un hombre camina por la calle’ […], esa imagen fílmica corresponde aún menos a la palabra ‘hombre’ o ‘camina’ o ‘calle’ […]. Un primer plano de un revólver no significa ‘revólver’ (unidad léxica puramente virtual), sino que significa, por lo menos y sin entrar en connotaciones: ‘He aquí un revólver’” (2002: 91). 7

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punto ya mencionado, plantea que el cine como lenguaje señala su aspecto heterogéneo como rasgo del cine y en relación con otras artes: Si el cine da la impresión […] de que todo se hace compatible con él, es porque lo más importante se produce a considerable distancia de la lengua, entre el lenguaje y el arte. El cine que conocemos […] es una “fórmula” afortunada en muchos aspectos: es un matrimonio duradero entre artes y lenguajes que consienten en una unión donde los poderes de cada uno tienden a volverse intercambiables (2002: 84).

Uno de los rasgos del cine consistiría en que se trata de una manifestación conjuntiva de otras expresiones o discursos que se potencializan en el texto fílmico. Las otras formas discursivas –como la literatura, la música, la pintura, la arquitectura, el diseño, las artes escénicas– son asimiladas por el cine y lo enriquecen. A su vez, éste las reformula cinematográficamente en la película, mediante la combinación de los diferentes elementos de cada discurso en la estructura de la misma. Podría decirse que esto deriva en la conformación del “lenguaje” fílmico, en los medios que permiten transmitir narrativamente un contenido, lo que se muestra y deja de mostrarse, el “cuadro” y el “fuera de cuadro”, con las imágenes visuales y sonoras. Algunos elementos narrativos considerados por la literatura y el cine en la aplicación y análisis de sus respectivas formas discursivas verán sus diferencias, a pesar de que en algunos casos se emplee la misma terminología. Así se aprecia con el narrador, quien domina la enunciación en el relato literario, pero esta instancia se muestra de forma ambigua en el texto fílmico. En un texto narrativo literario, el narrador es quien abre el mundo del relato mediante la enunciación, él produce los acontecimientos y estrategias que permiten transmitir los sucesos del universo ficcional. Así, “es por la mediación de un narrador que el relato proyecta un mundo de acción humana” (Pimentel, 1998: 12). Cuando se habla de narrador según su presencia o ausencia en la diégesis y su forma enunciativa, se distinguen dos categorías: narrador homodiegético, quien participa de la historia que cuenta en primera persona –por 99


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tanto, se trata de un narrador-personaje–, y narrador heterodiegético, que no participa en el mundo narrado que relata en tercera persona. El narrador homodiegético se involucra como actor en el mundo relatado, puede llegar a contar su propia historia y convertirse en héroe de su narración. De este modo, “toda narración homodiegética ficcionaliza el acto mismo de la narración. El narrador deja de ser una entidad separada y separable del mundo narrado para convertirse en un narrador-personaje. […] el acto de la narración se convierte en uno de los acontecimientos del relato” (Pimentel, 1998: 140). Por otro lado, el narrador heterodiegético se caracteriza por su “ausencia” del mundo narrado, por su no involucramiento en el mismo, y sólo tendría una función vocal. De este modo, para Pimentel la ausencia de este narrador no es total: la voz que narra se hace transparente, y en esa transparencia se genera la ilusión de ausencia –como si nadie narrara. […] no es más que eso, una ilusión, pues el fenómeno de mediación no por ello desaparece; “alguien” continúa narrando, y […] es esa “tercera persona” aunada al tiempo verbal de la narración lo que constituye la huella, y por tanto la presencia, del narrador (1998: 142).

En cambio, en el texto fílmico el narrador no encuentra estas equivalencias bien definidas, como los deícticos de la lengua que permiten distinguir en la diégesis un narrador extradiegético y otro intradiegético. Para Jost, estas marcas pueden constituir una mirada interna a la diégesis, que pueden remitir tanto a un “personaje” como al que “habla cine”, es decir, “el gran imaginador”, a quien sitúa fuera de la diégesis (Gaudreault y Jost, 1995: 52). No obstante, la noción del narrador en el cine resulta más compleja, puesto que –sólo por aparecer en cuadro– se aprecian personajes que participan del mundo mostrado a través de la mediación de la cámara y de la conjunción de los diferentes planos, sonidos, música y escenarios en que se desarrollan los acontecimientos de la historia contada, independientemente de si existe un personaje o una voz en off que cuente el mundo del relato; aun cuando podría decirse que se trata de un narrador al interior del texto fílmico, no puede olvidarse la mediación de la cámara y la influencia de ésta en el modo del relato cinematográfico. 100


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Por tal razón, en el cine no puede hablarse de varios narradores; tal vez sea posible ubicar el narrador-personaje, lo mismo que quien cuenta la historia en off, ellos están en el interior del relato y el primero es “visualizado”, pero éstos no controlan el mundo narrado, debido a que las imágenes visuales y sonoras se muestran de forma autónoma, y en ocasiones no hay coincidencia ilustrativa con lo que relatan. En este sentido, el texto fílmico pide un narrador principal que abarque y sistematice el conjunto de elementos del discurso cinematográfico. De esta forma, “el único narrador ‘verdadero’ de la película, el único que merece por derecho propio esta denominación, es el gran imaginador o, por llamarlo de otra manera, el ‘meganarrador’ […] el equivalente del ‘narrador implícito’” (Gaudreault y Jost, 1995: 57). En el mismo sentido, considerando el estudio de Gaudreault sobre el tema, Peña-Ardid menciona: “el narrador fílmico […] sólo delegará realmente la dimensión verbal del relato, manteniéndose como auténtico responsable […] de toda la narración audiovisual que ilustra las palabras de ese narrador intermedio” (1999: 148). Esto significa que se plantea un segundo narrador en el relato fílmico: un personaje que cuenta la historia y es visualizado, o aquél que la relata en voz en off; esto para Gaudreault derivaría en un subrelato y lo equipara al “metarrelato” de Genette. Sin embargo, la idea de un narrador principal predomina, pues para que se muestre ese segundo narrador antes hay una instancia narrativa que relata y permite la mostración de los sucesos del filme. Por ello se afirma que el proceso cinematográfico implica dos capas de narratividad. Según Gaudreault, la primera de las capas es la mostración consecuencia del trabajo combinado de la puesta en escena y del encuadre; esto deriva en una forma de articulación cinematográfica: la articulación entre fotograma y fotograma. La segunda capa se refiere a la narración de acuerdo con la “modulación temporal”. Esta capa es de nivel superior a la “mostración”, porque se deriva de un primer nivel como los fotogramas que dan la “ilusión de movimiento continuo”; esto resulta en unidades de segundo nivel como los planos. Así, la forma de articulación cinematográfica de esta capa narrativa sería una segunda articulación:

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la articulación entre plano y plano (Gaudreault y Jost, 1995: 63).8 De este modo, en el mismo texto se puntualiza: Estas dos capas de narratividad presupondrían la existencia de […] dos instancias diferentes, el mostrador y el narrador […]. En un nivel superior, la “voz” de estas dos instancias estaría, de hecho, modulada y regulada por esta instancia fundamental que sería entonces el “meganarrador fílmico”, responsable del “megarrelato” que es la película (1995: 64).

Asimismo, hay otras concepciones del narrador en el cine que consideran esta noción de forma más abstracta y a la vez abarcante; así, Jacques Aumont propone el empleo del término “instancia narrativa” en lugar de “narrador”. Para él, el narrador forma parte de la instancia narrativa, ésta sería “el lugar abstracto donde se elaboran las elecciones para la conducción del relato y de la historia, donde juegan o son jugados los códigos y donde se definen los parámetros de la producción del relato fílmico” (Aumont, 1996: 111). Según Aumont, la instancia narrativa puede ser “real”: cuando se trata de borrar lo más posible, en el texto fílmico, toda señal de ella, lo que queda fuera de cuadro, pero cuando se hace notar en el texto es para lograr un efecto de distanciación, con el fin de romper la “transparencia del relato y su supuesta autonomía”. Por otro lado, como apunté antes, Aumont coincide en que la instancia narrativa puede ser ficticia: cuando está en el interior del relato y es “asumida por uno o varios personajes” mediante el empleo de la voz en off o la técnica del flash-back (1996: 112). Otro aspecto de la narratología que la literatura y el cine comparten es la focalización. Ésta se relaciona con el punto de vista, la perspectiva y, Mostración literalmente sería el hecho de mostrar; en correspondencia con la instancia de la narración, se entendería como un modo de transmitir información narrativa: “consiste en privilegiar, eliminando al narrador […] del proceso de comunicación, la reunión en un mismo ‘terreno’ (en una misma escena […]) de los diversos personajes del relato. Para ello se recurre a actores, cuya tarea será la de hacer revivir […] ante los espectadores, las diversas peripecias que supuestamente han vivido (antes y en otra parte) los personajes que personifican” (1995: 33) 8

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más específicamente, con el foco del relato. Es decir, el relato, y no los personajes, puede ser focalizado –desde la postura de Genette–; igualmente, el término focalizador se aplicaría al narrador, pues él es quien “focaliza el relato”. Para Genette la focalización sería “una restricción de ‘campo’ […], una selección de información con relación a lo que la tradición denominaba omnisciencia” (1998: 51). Esta omnisciencia se trata de la información narrativa con la que el narrador cuenta según una perspectiva determinada al restringir y seleccionar esta información y proponer así un punto de vista sobre otros. Por tanto, “el punto focal de esa restricción puede ser un personaje” (Pimentel, 1998: 98). Se hablaría entonces de un relato focalizado en un personaje. En cambio, se puede dar la focalización en el narrador, aquí se restringe “la información narrativa al ‘saber’ del narrador como tal […] a la información del héroe y […] en la que el héroe convertido en narrador dispone de la totalidad” (Genette, 1998: 53) Por lo anterior, se mencionan los tres códigos de focalización: a) relato no focalizado o de focalización cero, aquí el narrador es omnisciente, por tanto, domina el mundo del relato y sabe más que los personajes: “el narrador se impone a sí mismo restricciones mínimas, entra y sale ad libitum de la mente de sus personajes más diversos, mientras que su libertad para desplazarse por los distintos lugares es igualmente amplia” (Pimentel, 1998: 98); b) relato en focalización interna, el narrador restringe sus posibilidades de contar y sabe tanto como un personaje que puede ser testigo o protagonista. El relato puede estar focalizado en un personaje, entonces se presenta la focalización interna fija, cuando los sucesos se dan a conocer por la conciencia de un personaje. El relato con focalización interna variable se presenta cuando se focalizan diversos personajes a lo largo del relato; focalización interna múltiple, aunado el mismo suceso se evoca en diversas ocasiones desde diferentes puntos de vista de diversos personajes, de este modo cada personaje es un narrador; c) relato en focalización externa, consiste en una relación de saber entre el narrador y sus personajes, pero el narrador se impone restricciones sobre su relato que se determinan por su inaccesibilidad (Pimentel, 1998: 99-100). Asimismo, para Genette, “en la focalización externa, el centro se halla situado en un punto del universo 103


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diegético, escogido por el narrador, fuera de todo personaje y que excluye […] toda información sobre los pensamientos de cualquiera” [de los personajes] (1998: 52). Si se ha mencionado que la focalización consiste en una serie de restricciones de la información narrativa y el punto de vista del narrador, según el tipo de focalización, para Pimentel la perspectiva está relacionada con la focalización: La perspectiva del narrador cuando es él la fuente de información narrativa. Su medio de transmisión puede ser, o bien el discurso narrativo, o bien la narración seudofocalizada en la que, a pesar de que la deixis de referencia sea en apariencia figural, el grado de restricciones de orden espaciotemporal, cognitivo, perceptual, estilístico, etc., corresponde más bien a la perspectiva narratorial que a la figural; o bien el medio de transmisión puede ser el propio discurso de los personajes utilizado como portavoz de la perspectiva narratorial (1998: 114).

En el texto fílmico, se ha tratado de manera semejante el aspecto de la focalización al momento de analizar una película. Aquí, también, el saber y ver se focaliza en el mundo narrado mediante la instancia narrativa; pero al tratarse de un discurso visual, no hay un deslinde pleno entre lo que se muestra y el personaje que ve. Se trataría, entonces, de lo que Jost llama ocularización, que “caracteriza la relación entre lo que la cámara muestra y lo que el personaje supuestamente ve” (Gaudreault y Jost, 1995: 140). Este término expone la separación de los puntos de vista visual y cognitivo. De este modo, la ocularización puede ser interna –misma que se divide en primaria y secundaria– cuando un plano está sujeto a la mirada de un personaje u otra instancia, por tanto se desarrolla en la diegésis; o bien, puede ser ocularización cero, cuando no hay una mirada, sino que se trata de borrar la existencia de la misma para crear la ilusión de transparencia. Al mismo tiempo, la ocularización interna primaria se configura cuando se alude en la imagen a la corporalidad de un personaje y su capacidad de visión, pero ni el personaje ni su cuerpo son representados, lo que se muestra es el acto de la mirada del personaje ausente del cuadro. El espectador se identifica con este acto de visión y ve a partir del punto de vista 104


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del personaje o aparato de filmación, que reproduce la mirada subjetiva de un personaje que participa en la diegésis, por medio de lo que percibe visualmente: Se trata entonces de sugerir la mirada, sin obligación de mostrarla; para ello, se construye la imagen como un indicio, como una huella que permite que el espectador establezca un vínculo inmediato entre lo que ve y el instrumento de filmación que ha captado o reproducido lo real mediante la construcción de una analogía elaborada por su propia percepción (Gaudreault y Jost, 1995: 141-142).

Lo visto en el filme dependerá de cómo se configure la mostración, de acuerdo con el aparato fílmico y el desplazamiento de la mirada desde el punto de vista de los personajes, aparezcan o no en cuadro. Por ello, la mirada puede conformarse en perspectiva por el uso de recursos fílmicos que la sugieran, como los binoculares, el lente (telefoto) de la cámara fotográfica o al mostrar la visión a través de una cerradura. En cuanto a la ocularización interna secundaria, Jost menciona que “se define por el hecho de que la subjetividad de la imagen está construida por los raccords (como en el plano-contraplano), por una contextualización. Cualquier imagen que enlace con una imagen mostrada en pantalla, a condición de que se respeten algunas reglas ‘sintácticas’, quedará anclada en ella” (1995: 143). Por otro lado, la ocularización cero se caracteriza porque no hay una intervención directa a partir de la mirada en la diégesis por un personaje o instancia que vea. La visión la mantiene una instancia narrativa que parece controlar lo mostrado. Así, se habla de este tipo de ocularización “cuando ninguna instancia intradiegética, ningún personaje, ve la imagen […]. El plano remite entonces a un gran imaginador cuya presencia puede ser más o menos evidenciada” (Gaudreault y Jost, 1995: 143-144). Las formas de evidenciar esta presencia del gran imaginador se harían mediante diversas posiciones de la cámara: cuando el aparato fílmico se ubica “al margen” sólo muestra la escena y genera la percepción de su desvanecimiento, cuando la cámara por su posición o movimiento enfatiza la autonomía del narrador en cuanto a los personajes de su diégesis y cuando 105


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la cámara refiere un elemento estilístico que dejaría ver una marca del autor (1995: 144). Los tipos de focalización que se plantean para analizar textos fílmicos son coincidentes con los que se manejan en la teoría literaria. Si se consideran los estudios cinematográficos de Jost, se entenderá por focalización interna “cuando el relato está restringido a lo que pueda saber el personaje […]. Ello supone que éste esté presente en todas las secuencias, o que diga cómo le han llegado las informaciones sobre lo que no ha vivido él mismo” (1995: 149). Esto significa que la información se irá desvelando con el transcurrir de la trama y la figura del espectador la conocerá de forma gradual, a medida que se presenta por la intermediación de un personaje que la revela. La focalización externa, que se relaciona con la imposibilidad de acceder a la conciencia de un personaje en la literatura, sería la restricción de lo mostrado en cuadro, cuando se retiene información sobre un personaje o lo que se muestra: “La focalización externa no es nunca tan fuerte como cuando nos muestra una retención de información” (1995: 150). Por el contrario, en la focalización espectatorial, el narrador “da ventaja cognitiva al espectador” (1995: 151), la información narrativa les es anticipada antes que a los personajes. Esto debido a su posición privilegiada de perceptor de los sucesos que la cámara muestra. Asimismo, Jost puntualiza el carácter de las tres focalizaciones de la siguiente manera: la focalización interna permite la dilucidación progresiva de los acontecimientos (descubrimos las cosas al mismo tiempo del personaje) y, por esta razón, es la forma privilegiada de la investigación. La focalización externa es la figura del enigma: puede, pues, servir para engranar la película o plantear una pregunta que el relato se esforzará por dilucidar. En cuanto a la focalización espectatorial […] es el motor del suspense o de lo cómico (1995: 154).

La literatura y el cine, como formas de expresión narrativa, han encontrado entre sí elementos convergentes, aun cuando se trata de sistemas diferentes con códigos particulares para transmitir la historia que se cuenta. Por ello no deben descartarse las divergencias que ayudarán al enriquecimiento mutuo de las dos manifestaciones discursivas. Es así como la teoría 106


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narrativa complementa esta complicidad entre la literatura y el cine, debido a que ayuda a comprender mejor este fenómeno mediante el análisis de la literatura y el filme como textos, así como el entrecruzamiento y la relación mantenidos a lo largo del tiempo entre estas expresiones. Esto porque la literatura en sus textos narrativos cuenta historias, lo mismo que el cine lo hace mediante el filme, la diferencia está en el lenguaje empleado para transmitir el relato. Sin embargo, comparten la particularidad de ser expresiones narrativas, con aspectos narratológicos y narrativos similares pero a la vez divergentes, asimilados a las características de cada discurso: uno verbal-escrito y otro visual-sonoro.

Lo cinematográfico en Virgilio Piñera Respecto al diálogo entre estas dos expresiones discursivas, literatura y cine, resulta pertinente señalar los cruces que se han dado entre ambas manifestaciones; esto es que ninguna de ellas se ha mantenido al margen de las posibles influencias que entre sí puedan consumarse. Por el contrario, ambas se han visto complementadas formalmente, al asimilar a sus discursos algunos elementos definidores del otro medio expresivo, trátese del literario o del cinematográfico. De este modo, se encuentran algunas técnicas del lenguaje cinematográfico en textos literarios; aunque el efecto logrado sea literario y ya no cinematográfico, precisamente por la reconfiguración discursiva aludida. A pesar de esto, la referencia al cine está presente desde el momento en que se emplean técnicas de una narrativa en otra. Además, cuando un autor literario hace alusión formal o temáticamente al cine en su texto hay que considerar la intencionalidad de la misma. Por ello, Peña-Ardid menciona: en el análisis del cine como corpus referencial de la literatura importará tener en cuenta no sólo el tipo de motivos escogidos, sino la intencionalidad con que un autor se sirve de ellos, las funciones que desempeñan en la nueva estructura semántica literaria y, en última instancia, las posibles constantes que pueden detectarse en su modo de utilización (1999: 98).

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En este sentido, algunos textos del escritor cubano Virgilio Piñera (19121979) no son ajenos a la presencia del cine, como el cuento “Unas cuantas cervezas” (1951). Este relato comienza con una retrospección de veinte años y cuenta cómo cierto día un personaje con aire distinguido, de alrededor de cincuenta años, se presenta ante un matrimonio para exponerles su deseo de “matar a una familia completa” –dueña de una cervecería, lo mismo que él– por venganza. Les aclara que sólo quiere ser el “autor intelectual” de dicha acción, por esta razón los contrata. En el texto se da un salto temporal hacia el presente. Se describe al matrimonio, ya enriquecido, junto con el “ahora” anciano y un mancebo refinado –único sobreviviente de la familia asesinada, que por entonces tenía tres meses de edad–. Estos personajes ven la proyección cinematográfica del asesinato de la familia que ellos filmaron veinte años atrás. En el relato, destaca la forma como se desarrolla, en el texto literario, esta presencia del aparato fílmico. La aparición de la cámara cinematográfica funciona como instrumento necesario al suceso de muerte de la familia, “para eternizar a la familia Azut” (Piñera, 1999: 193).9 Aquí se muestra una conciencia por parte del “narrador” de la reproductibilidad del cine y de su carácter representacional y reproducible de la “realidad” o de un acontecimiento. No obstante, en el cuento este hecho se lleva más allá, pues no sólo se menciona la cámara como aparato filmador, sino que se expone mediante frases cortas lo que representaría el acto de filmación. Acaso esta serie de frases insinuarían diversas imágenes de planos fílmicos entre secuencias; otras indicarían cómo deben verse la escena o los personajes en relación con una puesta en escena. En este caso, sería la escenificación de la muerte de la familia Azut: Frente a la botella uno de esos sillones de lona usados por los directores de cine. Sentado en el sillón el señor. Entrada de Far y de Mud. Familia del cervecero Azut ominosamente maniatada. A una señal, la botella se abre cual un hemisA partir de este momento, al final de cada cita referente al cuento, sólo se anotará entre paréntesis el número de página de esta edición. 9

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ferio. Familia Azut debe entrar en la botella. Patalean tanto, pero presión de Far los somete. No sin dignidad –hay que reconocerlo– se instalan en la botella. Mud, trepada en una torrecilla, aprieta válvula. Botella empieza a llenarse. –De cerveza –explica al lector el señor. Y se come un gâteau exquisito.10 –¡Cámara! –añade con la boca llena. Far hace funcionar la cámara. Tensión. Adentro de la botella, como es de suponer, Familia Azut se entrega al memento mori. Agonía: muy larga. La madre rehúsa encaramarse sobre los hombros del industrial, su esposo. En cambio, las hijas, más modernas, se suben sobre sus hermanos, pero éstos, mucho más modernos, se suben sobre sus hermanas. Tiempo: dos horas, y la cerveza habrá hecho su obra (193-194).

Con la frase inicial se sugiere el comienzo de una escena, así como la visualización del señor en el sillón junto a la botella –cabe aclarar que se trata de una botella de vidrio de dos metros de alto por tres de diámetro “a prueba de balas y de todo” (193) hecha especialmente para este acto. Con la siguiente frase: “Entrada de Far y Mud” se insinúa una modificación en lo que se visualiza en el relato, pues entran en escena el matrimonio y la familia Azut. Por otro lado, debido a las características del texto, acaso equivaldría a lo que en cine sería un cambio de secuencia. Por tanto, el modelo cinematográfico empleado sería el de montaje, sugerido por estas frases que señalan cortes drásticos en la narración y marcan cambios de acción Como mi interés es tratar la relación de la literatura y el cine centrándome en las posibles influencias formales y discursivas de cada expresión, no me detendré en analizar puntualmente el texto, salvo en las posibles correspondencia que presente con el cine. Sin embargo, es conveniente señalar que este relato de Piñera muestra una excepcional composición discursiva que requeriría un estudio más a fondo sobre el tema. Sólo por mencionar un aspecto, destaco que en este ejemplo se aprecia una forma de manifestación del autor cuando la voz le es cedida al personaje “el señor” y éste ficcionaliza al lector al dirigirse a esta figura: “–De cerveza –explica al lector el señor…”. Después la voz retorna a quien ha venido enunciando el relato, que, podría pensarse, es un autor implícito. Además, por las características del relato –está construido con frases cortas y con señalamientos que permiten pensar en las didascalias de textos dramáticos–, éste puede leerse también de forma cercana a una obra dramática (no en vano Piñera es considerado, si no el más excepcional, uno de los más importantes dramaturgos cubanos que tuvo el siglo xx), pero es imposible soslayar la referencia a lo cinematográfico existente en el cuento. 10

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de los personajes enfatizando lo visual. Esto se observa en la siguiente especificación: “A una señal, la botella se abre cual un hemisferio”. En principio, cabe preguntarse ¿a una señal de quién?, ¿del señor? Esta ambigüedad, podría derivar en la presencia de un autor implícito, pero lo que importa destacar en esta parte del trabajo son las referencias de lo cinematográfico en lo literario; en esta frase y las siguientes –al especificar cómo se suceden los acontecimientos y cómo los realizan los personajes– se aprecia una conciencia de este “autor implicado” propio del discurso cinematográfico, sin olvidar el medio literario. Por eso se hace más explícita la visualización de la escritura, que se aprecia de manera más concreta con la escena del rodaje y que remitiría a la representación cinematográfica. En otras partes del relato también puede distinguirse lo cinematográfico. Por ejemplo, cuando Far y el señor están dialogando, sólo ellos se han visualizado en una escena o mantienen el punto de vista óptico en el texto. En cambio, la mujer de Far se encuentra oculta en el mismo espacio, pero es su voz la que anuncia a este personaje en la escena. Si aludimos a un cuadro cinematográfico –lo que se muestra o aparece en él– sólo los dos personajes masculinos se muestran en éste y se escucha en off la voz de la mujer; entonces hay un cambio de escena literaria, y acaso podría decirse “con influencia cinematográfica”, cuando la esposa entra en el espacio donde están los otros dos personajes: Bella mujer entra. Far hace las presentaciones de rigor: –Mud, el señor quiere matar a una familia completa. –… a una familia completa –repite Mud–. Ya lo sabía; estaba detrás de la cortina […]. Brindis, apretones de mano. Ya en la calle el señor, Mud le grita desde su ventana: –¡Señor, señor, ha olvidado sus guantes! (193).

En esta fase del texto los personajes ya han acordado cómo le darán muerte a la familia Azut, por eso el brindis al final. Sin embargo, para los fines de este texto, resulta pertinente detenerse en la última parte de la cita, debido a que la escueta frase del “Brindis…” indica una forma de ver; es decir, los 110


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personajes están celebrando un contrato, pero el punto de mira, según nos sugiere el texto, se concentra en los “apretones de mano”. Posteriormente se da un cambio de posición espacial de un personaje: el señor en la calle; también la visualización cambia, se percibe a Mud gritando desde su ventana. Sólo para puntualizar esta lectura del referente cinematográfico en el texto piñeriano anoto la siguiente cita –que explicita lo asombroso del cine, según aparece en el relato–, aun cuando tiene características similares a las anteriores: Ruido peculiar. Pantalla deja ver en seguida elegantes letras negras: “Muerte familia Azut”. Crimen veinte años atrás pasa por pantalla […]. Por supuesto reconocen que film es delicioso, refrescante. Cine hace prodigios (195).

Quienes ven la proyección sobre la familia Azut son los protagonistas de la realización de dicho filme y el único sobreviviente de esta familia, adiestrado desde niño por el señor para ver esta cinta con sentido del humor, quien ha metido “en su linda cabecita lindo film inundación mortal padres y hermanos” (195). Así, según palabras de Cervera y Serna: “el vástago de la familia asesinada se limitará a ser el observador frío y anónimo de una decadencia común a ambos linajes. Piñera implementa un procedimiento demencial para asesinar a una familia […]. Acusa, además, recursos que vinculan la narrativa piñeriana con el cine mudo y de humor” (2008: 91-92). En el texto de Piñera se observa la presencia de lo cinematográfico no solamente en lo formal –en el discurso–, también se distingue en el contenido. Ello permite insinuar que esta relación entre cine y literatura facilita un amplio espectro para sus convergencias y divergencias, desde lo temático hasta lo formal; además del fenómeno de las adaptaciones fílmicas. Como apunté antes, una de las maneras en las que se relacionan la literatura y el cine es mediante las adaptaciones de textos literarios trasladados a la pantalla cinematográfica, recurso que el cine empleó desde sus oríge-

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nes. No obstante, la correspondencia entre estas expresiones distintas, pero coexistentes y vecinas –al menos desde que el cine se determinó a sí mismo como manifestación narrativa–, posibilitará un intercambio y asimilación entre estas dos formas discursivas: la literaria –consistente en la escritura y la verbalidad– y la cinematográfica –compuesta por imágenes y sonidos, primordialmente–. Por tanto, entre ambas se realiza un intercambio de elementos que ambos discursos asimilan a sus formas y los reconfiguran, ya sea mediante la escritura, ya por medio de lo audiovisual.

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“El curioso impertinente”: márgenes de una revista literaria Anuar Jalife Jacobo El Colegio de San Luis

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ntre mayo de 1927 y febrero de 1928, desde un pequeño estudio alquilado en el número 42 de la calle Brasil, Salvador Novo y Xavier Villaurrutia editaron Ulises. Revista de curiosidad y crítica. En sus páginas coincidió un grupo de jóvenes unidos por el proyecto común de universalizar la cultura mexicana; los mismos que poco después se identificarían con la generación de Contemporáneos: Gilberto Owen, Jorge Cuesta, Antonieta Rivas Mercado, Samuel Ramos, Agustín Lazo. En el sentido prólogo de Cartas de Villaurrutia a Novo, éste le recuerda a un Villaurrutia recientemente fallecido lo que la revista significó como punto de encuentro para una generación en ciernes –que acaso nunca llegaría a ser tal: [En Ulises] recibimos a dos inteligencias jóvenes, descubiertas y estimuladas por tu espíritu siempre central: Gilberto Owen, el poeta, y Jorge Cuesta, el demoledor. Allí continuamos la amistad de los que un poco más tarde formarían el grupo de Contemporáneos: Jaime [Torres Bodet], a quien conocimos juntos en la Preparatoria; estudiantes nosotros, él joven secretario; Bernardo Ortiz de Montellano y José Gorostiza, el altísimo poeta. Desde la barca de Ulises te comunicaste con un Alfonso Reyes tan consonante a la distancia contigo. Y dentro y fuera de la letras, compartíamos la alegre amistad de Enrique González Rojo (Novo, 1966: 11).

Herederos de una reciente pero vertiginosa tradición de revistas culturales y literarias surgida a principios del siglo xx –de Azul y la Revista Moderna a Forma y La Pajarita de Papel– estos jóvenes tuvieron muy claro cuál era el papel que debía desempeñar su publicación. Sus referentes más cercanos de revistas dirigidas por jóvenes debieron ser San-Ev-Ank (1918), editada por Luis Enrique Erro; Revista Nueva (1919), editada por José Gorostiza y 113


“El curioso impertinente”: márgenes de una revista literaria

Enrique González Rojo; La Falange (1922), editada por Jaime Torres Bodet y Bernardo Ortiz de Montellano; Antena (1924), editada por Francisco Monterde, y Horizonte (1926-1927), editada por Germán List Arzubide. Sin embargo, curiosamente, Novo y Villaurrutia no se inscribieron en la ruta que Torres Bodet y sus amigos habían marcado al publicar revistas de carácter “antológico”, que buscaban reunir a los jóvenes con sus maestros, congregar en un mismo lugar a los debutantes y a los consagrados, con el fin de crear, ellos mismos, las condiciones para su inclusión en la familia literaria mexicana y fomentar un armonioso cambio de estafeta generacional. Por el contrario, Novo y Villaurrutia concibieron Ulises como una revista gregaria, que buscaba proyectar las obras, las lecturas e incluso las personalidades de un reducido grupo con afinidades más o menos claras. En ese sentido, Ulises corre más por la línea de San-Ev-Ank u Horizonte, revistas de ruptura que –siguiendo a Octavio Paz– no buscan prolongar una tradición sino fracturarla. No obstante, a diferencia de San-Ev-Ank, que fue más bien un juego y una provocación juvenil, y de Horizonte, que en la lógica vanguardista buscó una ruptura radical con el pasado, Ulises quiso establecer un diálogo, a veces irónico, con la tradición. Más que negar la tradición, buscaron reescribirla; seleccionaron a sus maestros y compañeros mexicanos e incorporaron a autores de la “vanguardia” internacional. Así, a lado de las presencias de Enrique González Martínez, Alfonso Reyes, Julio Torri, Carlos Díaz Dufoo Jr., Mariano Azuela, Carlos Pellicer, Roberto Montenegro y Carlos Chávez están las de André Gide, Paul Valéry, Paul Morand, Marcel Johandeau, Max Jacob, James Joyce, Carl Sandburg, John Dos Passos y Benjamín Jarnés. Es posible encontrar en el subtítulo de la revista una clave de su relación con la tradición y la cultura. Novo y Villaurrutia vieron en la crítica y en la curiosidad dos ejes fundamentales para conducir su propio discurso y, por supuesto, el de Ulises. Entendían la crítica como una necesidad del autor moderno de observarse a sí mismo y su trabajo. La crítica debía ser la contención del autor frente al sentimentalismo, la retórica y la propaganda. La curiosidad, mientras tanto, respondía a una necesidad vital de

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Escrituras al margen

conocer otros ámbitos y conocerse a sí mismo. En una entrevista de 1930 Villaurrutia recordaba: Con Salvador Novo dirigí una revista, Ulises, que llevaba este subtítulo: “revista de curiosidad y crítica”. La curiosidad era el veneno y la crítica el antídoto. Y viceversa. No había en aquella revista más doctrina que la que encerraban los epígrafes1 que hablaban de la aventura, del viaje alrededor del mundo y alrededor de la alcoba, de la curiosidad enemiga del tedio, de Simbad que tiene algo de Ulises […] (Escala, 1: 7).

Así, mientras la curiosidad es la dispersión, el juego y el viaje por el viaje; la crítica es la contención, el análisis y la travesía con itinerario y destino. Xavier y sus compañeros concibieron estas actitudes como algo complementario; pues el humor y el extravío son formas de la crítica y la búsqueda intelectual y la observación, formas de la curiosidad. El quinto número de Ulises inicia con un epígrafe de Fénelon que sintetiza, de cierto modo, esta idea: “Il faut se perdre pour se retrouver”; frase que, a partir de entonces, Villaurrutia recuperó para su propia poética y que transformó en su célebre “perderse para encontrarse”. En el “El curioso impertinente”, sección fija con la que cerraba cada número de Ulises, encontramos una de las muestras más claras de esta vocación dual. “El curioso impertinente” constituyó el lugar por excelencia para la curiosidad en su faceta más lúdica. Situado en el margen físico y discursivo de la publicación, funcionaba como reescritura en clave humorística o íntima de las páginas que lo precedían. Su marginalidad, en lugar de aislarlo, le otorga una posición privilegiada para entrar en diálogo con las colaboraciones que integran el “cuerpo” de la revista. Quien acude Es importante rescatar los epígrafes a los que refiere el autor de Nostalgia de la muerte porque verdaderamente resumen el espíritu de la revista: La Odisea no es un libro de aventuras sino de problemas (Eugenio D’Ors); La tete au pole, les pieds sur l’Equateur, quoi qu’on fasse, c’est toujours le voyage autour de ma chambre (Paul Morand); Il y a un peu de Sindbad dans Ulysses (André Gide); Going to dark bed there was a square round Sinbad the Sailor’s roc’s auk’s egg in the night of the bed of all the auks of the rocs of Darkinbad the Brightdayler (James Joyce); Il faut se perdre pour se retrouver (Fénelon) y L’ennui, fruit de la morne incuriosité (Baudelaire). 1

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“El curioso impertinente”: márgenes de una revista literaria

a “El curioso impertinente” tiene la impresión de estar saliendo de Ulises –integrada por colaboraciones “convencionales” (poemas, traducciones, ensayos filosóficos, reseñas, reproducciones de obras plásticas, etcétera), organizadas por un hilo discursivo ordenado, con cada firma en su lugar–, para adentrarse en un espacio heterogéneo, fragmentario, lúdico y no pocas veces confuso, donde aun las figuras autorales se ven difuminadas por el anonimato. De hecho, el título mismo de la sección –tomado de la novela que Cervantes introduce en la primera parte del Quijote– evoca esta idea de metatextualidad; en este caso la de una revista al interior –o en el margen– de otra. Contrario a lo que pueda creerse, el aparente caos de “El curioso impertinente” no responde a la inocencia juvenil o a inexperiencia editorial. Novo y Villaurrutia estructuraron con gran oficio cada uno de los números de su revista y tuvieron claro el sentido mismo de realizar una empresa de esta catadura. Analizar la organización de toda la revista excede con mucho los límites de este artículo; sin embargo, observar simplemente las primeras páginas –las “estelares”– de cada entrega, es suficiente para mostrar lo mencionado arriba. Por ejemplo, los dos primeros números abren, respectivamente, con un poema de Max Jacob, en francés, y uno de Carl Sandburg,2 en inglés, como una declaración de principios dirigida a sus los escritores nacionalistas, sus rivales del momento; los números 3 y 6, en un claro gesto de política literaria, inician con un poema del maestro Enrique González Martínez y, finalmente, los números 4 y 5 se inauguran con un poema de los editores, Novo y Villaurrutia: manifiesto estético, política literaria y autopromoción: las islas de Ulises. La inclusión del poema de Sandburg, “Memoir of a Proud Boy”, es todavía más radical, pues es una mirada desacralizadora de la Revolución hecha por un norteamericano (!). El poema versa sobre Don McGregor, un minero estadounidense que participó en las revueltas de 1913 contra las compañías mineras de Rockefeller y que, tras ser acusado de homicidio, se exilió a México, donde se unió a la causa de Francisco Villa. El poema de Sandburg es una elegía a este héroe anónimo que murió en un enfrentamiento contra soldados carrancistas y cuyo cadáver fue incinerado, por sus propios compañeros villistas, junto con el de veinte carrancistas caídos en esa batalla. 2

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Escrituras al margen

De este modo, debemos pensar que el de “El curioso impertinente” es un desorden deliberado. Es un espacio que no ha quedado al margen sino que se ha construido precisamente como margen para abrir algo que aparentemente se encontraba cerrado. Sus colaboradores no son los “incómodos” que deben ocupar las últimas páginas, sino los protagonistas mismos del resto de la publicación (Novo, Villaurrutia, Owen), sólo que en otra faceta; una que a veces se viste de anonimato y que da la impresión de ser la voz misma de la revista, asumida por este autor polifacético que es el Curioso Impertinente. Lo mismo ocurre con sus colaboraciones que no pueden ser calificadas como menores, sino simplemente como otras. Si el cuerpo de la revista tiene un carácter crítico, el margen ha de ser curioso. Invirtiendo los papeles que Villaurrutia les atribuía o apelando a su viceversa, la curiosidad, entonces, se vuelve el antídoto de la crítica. La sección hizo honor a su nombre al reunir algunas “curiosidades”. En el número 2, por ejemplo, fueron publicados una partitura de Carlos Chávez y un poema Roberto Montenegro, acompañado de una irónica nota al pie: “Como su nombre lo indica este poema es del pintor Roberto Montenegro” (Ulises, 2: 29). Del mismo modo, en el primer número, Novo se da licencia para una broma pedante; donde un supuesto bibliófilo, interlocutor suyo, confunde a Bernardo de Balbuena, el autor novohispano de la Grandeza Mexicana, con Antonio Valbuena, un escritor y crítico español muy popular a principios del siglo xx. Escribe Novo: Los bibliófilos mexicanos son 250, numerados. No se conocen los unos a los otros porque no celebran sesiones. Cuando menos yo, que llevo el número 57, no conozco sino a unos pocos, y a algunos de ellos no les hubiera atribuido jamás la bibliofilia a no ser por la prueba palpable que han dado al comprar por anticipado un ejemplar facsímile de la Grandeza mexicana de Balbuena. “¡Hombre! –me decía uno de ellos– tan ingenioso que es este Balbuena. ¿Se acuerda usted de sus Ripios ultramarinos?” (Ulises, 1: 31)

Otro ejemplo aparece en el número 4, donde Novo publica “El corrector de pruebas. Cuestiones gongorinas de Alfonso Reyes”, que no es sino la lista de correcciones de erratas al libro de Reyes; un texto que, en su trivia117


“El curioso impertinente”: márgenes de una revista literaria

lidad, mostraba la cercanía y la confianza –acaso irreverente– entre el joven escritor y el maestro en el exilio. También como muestra, en ese mismo número, se publica un fragmento del Ulysses de Joyce, bajo el título de “J. Joyce’s view of History”, en el cual, de nueva cuenta, con un aire de irreverencia, demuestran su cosmopolitismo y tiran un buscapiés a los artistas y escritores nacionalistas que habían emprendido una revaloración de lo prehispánico en el arte: In those waxworks in Henry Street I myself saw some Aztecs, as they are called, sitting bowlegged. They couldn’t straighten their legs if you paid them because the muscles here, you see, he proceeded indicating on his companion the brief outline, the sinews, or whatever you like to call them, behind the right knee, we utterly powerless from sitting that way so long cramped up, being adored as gods. There’s example again of simple souls (Ulises, 4: 41).

Con menos aristas que este tipo de textos, abunda en “El curioso impertinente” una serie de notas de autopromoción, que si bien tienen un carácter meramente informativo, también son el testimonio de un grupo en formación que comienza a mostrarse como tal. Por ejemplo, en el número 4 aparece la nota: “José Gorostiza a quien, como Homero a Elfenor, no habíamos nombrado en Ulises sino una sola vez, salió de México para radicarse en Londres” (Ulises, 4: 41); o en el número 5: “Para Rusia –¿se nos quedará en Alemania?– partió Samuel Ramos, acompañando a Diego Rivera –¡que no se nos quede en Rusia!– Esperemos, para verles de nuevo en México, que Alemania sea, para aquél, demasiado el Oriente, y demasiado el Occidente, Rusia, para Diego” (Ulises, 5: 24). Desde el margen, algunas de estas notas –como decíamos al inicio– entran en diálogo con las colaboraciones “centrales”. Algunas son meramente explicativas, como la aparecida en el primer número que da una breve reseña sobre Massimo Bontempelli del que publican el cuento “Sobre una locomotora” en el cuerpo de la revista; en “El curioso impertinente” escriben: El italiano Máximo Bontempelli empieza a ser conocido –ya era tiempo– por los escritores y el público de habla española. X. V. Publicó por primera vez 118


Escrituras al margen

en castellano en El Universal Ilustrado, “La mujer de mis sueños”. La Revista de Occidente acaba de imprimir El buen viento, que como el cuento que ahora publicamos, forma parte del volumen intitulado La donna de mieisogni (Ulises, 1: 29).

Es el mismo caso de las notas sobre Marcel Jouhandeau y Juan Lacomba, de quienes publicaron el fragmento de novela “Manhattan” y el poema “Ciudad”, respectivamente, en el número 5: M arcelo Jouhandeau Desconocido, casi, en español –sólo sabemos de un fino relato suyo que tradujo la Revista de Occidente– y no muy conocido para la generalidad del público francés, Ulises recoge ahora su más reciente novela corta, un poco de infierno o de cielo invertido (Ulises, 5: 23). Juan L acomba De Valencia, joven. Nos envía la “Ciudad”, anticipación de Cartel que publicamos hoy. Gracias, amigo. Somos amigos. Nos entendemos (Ulises, 5: 23).

Como se puede observar en estos tres ejemplos, los editores no desaprovechan estas “notitas” para mostrarse como lectores cosmopolitas pendientes de publicaciones como la Revista de Occidente, al tanto de la actualidad francesa o española. Con la inclusión de “Un grifo”, capítulo de la novela que entonces anunciaron como La alondra y que terminaría intitulándose La luciérnaga, de Mariano Azuela, hacen lo propio respecto a la actualidad mexicana. La presencia de Azuela en Ulises es especialmente significativa, pues fue precisamente con el “descubrimiento” de Los de abajo que se inauguró lo que Víctor Díaz Arciniega ha llamado la “Querella por la cultura ‘revolucionaria’” de 1925; polémica en la que comenzó a discutirse el presente de la literatura mexicana en términos de lo “viril”, lo “revolucionario” y lo “mexicano” en oposición a lo “afeminado”, lo “burgués” y lo “extranjerizante” (véase Díaz, 2010); una polémica en la que, claro está, los jóvenes Contemporáneos ocupaban el segundo polo. Así, el fragmento de Azuela en Ulises reafirma el aprecio que manifestaron, desde un principio, por la obra de éste, pero defendiendo siempre sus valores estéticos frente a los sociales. En “El curioso impertinente” se comenta: “Mariano Azuela fue hace algunos años 119


“El curioso impertinente”: márgenes de una revista literaria

la sorpresa literaria de México. Su novela Los de abajo, que publicará por tercera vez, ahora en Madrid, lo reveló con cualidades muy dignas de atención. // ‘Un grifo’ es capítulo de un nuevo relato: La alondra” (Ulises, 2: 27). No son estas notas de carácter casi propedéutico las que le dan más originalidad a la sección; llaman especialmente la atención muchas otras donde parecen desdibujarse los contornos de la revista; es decir, aquellas que nos permiten ver lo que ocurre al margen de cada número. En cierto sentido, los ejemplos que acabamos de visitar lo hacen, pues nos clarifican la política editorial de Novo y Villaurrutia, pero hay otros que nos aproximan al espacio de la amistad y la intimidad de aquellos que navegan en la barca de Ulises. Un excelente ejemplo lo encontramos en el primer número donde se hace una crónica, sui generis, de las visitas de Paul Morand y John Dos Passos a México: Paul Morand en M éxico.– Conocimos a Paul Morand, dueño de una sonrisa y de unas maneras tan suaves como las de una estatuilla asiática tallada en un marfil muy blanco que se animase de pronto sin animarse demasiado. México fue para él sólo un pasaje. Se interesó por la escultura antigua –naturalmente– y, un poco, por el folk-lore [sic]; sobre todo, le importaba encontrar, entre nosotros, huellas orientales. Los frescos de Diego Rivera le parecieron, como a nosotros, la obra plástica de mayor ambición que se realiza actualmente en el mundo occidental. ¿Y nuestras preguntas? Antes que todo, un viajero no es sino un hombre mordido por las interrogaciones: esas serpientes de la tipografía y de la conversación. Valéry y Larbaud. El mejor prosita vivo de Francia, el primero; mas ¿qué sería de Valéry poeta, si Mallarmé no hubiera existido? El hombre más bueno y entendido del mundo, prisionero feliz de su “librería”, el segundo. ¿Y James Joyce? Miope y tímido, no sabe hilvanar dos palabras en francés, a pesar de haber vivido muchos años en París […] (Ulises, 1: 30).

Salvador Novo escribe sobre John Dos Passos, a quien acompañó en su viaje por México: John Dos Passos, originariamente portugués, como su nombre lo indica, ha vivido durante tres generaciones en los Estados Unidos. Ha escrito Three Soldiers,

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Escrituras al margen

Rocinante to the road again, Manhattan Transfer. Estuvo oculto entre nosotros durante un mes. Fuimos a Puebla juntos, y pude observar que es calvo, miopísimo y de 30 años de edad, aunque como es de suponer representa menos. De los genios de su país, no conoce personalmente sino a Carl Sandburg, por ejemplo; a mi amigo Ch. Morley no. Aunque estuvo en la guerra, soldado conocido, no tiene simpatía por Allan Seeger ni por Joyce Kilmer. Dice que de no haber muerto en la guerra… Dice otras cosas muy excesivas: que los versos de Juan Ramón Jiménez le gustaban mucho cuando estaba aprendiendo español. Ahora ya lo habla bien. Tiene mala memoria. Come muchísimo. Un día, el día que pensaba ir a Oaxaca, se fue a Nueva York a dirigir unas piezas de teatro. Hemos dado en llamarle John Two-Step (Ulises, 1: 30-31).

Se trata de crónicas irreverentes que muestran un particular trato con los escritores de su tiempo. En ese sentido, Ulises a través de “El curioso impertinente” asume la actitud iconoclasta de las vanguardias, pero sin dejarse absorber por ésta. Algo que no deja de llamar la atención es el uso de la primera persona del singular en el primer número de Ulises correspondiente a Salvador Novo, tanto en la nota dedicada a Dos Passos, como en la de los bibliófilos mexicanos. Es posible que la sección naciera como un espacio para Novo, quien se limitaba a firmarla como S. N. No obstante, a partir del número 2 las rúbricas se multiplican: algunas notas aparecen bajo la firma de X[avier] V[illaurrutia], G[ilberto] O[wen] y E[milio] A[breu] G[ómez]; se consigna la autoría de algunos fragmentos y poemas de Roberto Montenegro, André Gide, Max Jacob, André Salmon, Paul Morand, Francisco de P. Herrasti, James Joyce, Frank Crownishield, etcétera; o aparecen notas anónimas, especialmente de textos breves y fragmentarios que dan voz a la revista o que, en todo caso, son una ventana al interior de ésta y del grupo que anima. Ese es el sentido de la nota que da cuenta del viaje de Novo a Hawaii; viaje del que se desprendería Return Ticket, publicado en fragmentos en los números 2 al 4 de Ulises: ¡ALOHA! “¡Ay montañas, árboles míos, he visto el mar!” ¡Salvador Novo ha visto el mar! y le ha encontrado un parecido remoto con el de su poema inolvidable: “Mar, viejecito, ya no juegas a los naufragios con Eolo.” Ida y vuelta, ha planchado dos veces “la arena azul de tu desierto.” Alegría primero. Es121


“El curioso impertinente”: márgenes de una revista literaria

cepticismo después: “pero también el mar está en el cielo, descorriendo largos telones de olas maltratadas.” Gravedad ahora: “El mar, el mar, dentro de mí lo siento.” Alegría, escepticismo, gravedad. Antes del mar, nuestros desiertos del Norte; y después, el Suroeste de los States. Después el mar, el Hawaii. Su viaje está detenido en este Return Ticket que empezamos a publicar ahora. Ulises, Novo ha vuelto. Un poco más joven aún; es decir, un poco maduro. Las erratas no se equivocan: Partir c’est murir un peu (Ulises, 2: 26).

“Trabajos de Ulises”, publicado en “El curioso impertinente” del número 6, es otra muestra de este tipo de textos. En él podemos ver los esfuerzos de este joven grupo por integrarse como tal, bajo el propósito de transformar una cultura mexicana, a la que consideraban mediocre por encontrase cerrada a otras tradiciones y a las manifestaciones actuales del arte. Para la fecha en que fue publicado, febrero de 1928, Ulises no era ya sólo una revista, sino todo un proyecto cultural; el cual pudo animarse, entre otras cosas, gracias a la llegada al grupo de la joven escritora y mecenas Antonieta Rivas Mercado. El proyecto contemplaba, además de la revista, una editorial: Ediciones de Ulises, que publicó Dama de corazones, de Villaurrutia; Novela en forma de nube,3 de Owen, y Los hombres que dispersó la danza, de Andrés Henestrosa; y una compañía de teatro de vanguardia: el Teatro de Ulises, que presentó a la “manera francesa”–en una vieja vecindad del centro de la Ciudad de México– obras de Eugene O’Neill, Claude Roger Marx, Lord Dunsany, Charles Vildrac y Jean Cocteau, entre otros (véase Schneider, 1995: 11-64). Sobre éste “El curioso impertinente” nos dice: Aquella vieja idea de los escritores más jóvenes de México –idea que nos daba la oportunidad de oír uno de los discos mejor grabados de José Gorostiza– empieza a cristalizar: el pequeño teatro experimental adonde se representen obras nuevas por nuevos actores no profesionales. Sólo de este modo se empieza a crear un gusto, un repertorio y un público actuales. En la calle de Mesones número 42 se improvisa el escenario y la sala. La primera edición de esta novela apareció bajo ese título, que luego cambió al que conocemos actualmente: Novela como nube. 3

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Escrituras al margen

Rodríguez Lozano y Julio Castellanos se encargan de las decoraciones. Y, por primera vez en México, los escritores se prestan a hacer el trabajo del actor, con las ventajas de su cultura y sin las desventajas del hábito. Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Gilberto Owen cubren los primeros papeles. Con ellos, y en primer término, Antonieta Rivas. Y Matilde Urdaneta, Judith Ortega, Carlos Luquín y Rafael Nieto. Las primeras obras –representadas los días 4 y 5 de enero, fueron Simili, de Claude Roger-Marx, traducida por Owen, y La puerta reluciente, de Lord Dunsany, traducida por Enrique Jiménez Domínguez. Julio Jiménez Rueda dirigió las obras. Que el lector curioso de cuestiones teatrales vaya fijando nombres y fechas (Ulises, 6: 38).

En los “Trabajos de Ulises” encontramos una suerte de nómina de lo que podríamos llamar el grupo de Ulises; un grupo, por cierto, multidisciplinario, donde tienen cabida escritores, dramaturgos, pintores y actrices llamados por una vocación vanguardista, en el sentido amplio de la palabra. Asimismo, es posible encontrar una síntesis del programa cultural de éstos: se trata de generar en el público mexicano lo que Luis Mario Schneider llama una educación sentimental que “incluía, por supuesto, aprendizaje y conocimiento basado en lecturas integradoras, más que del pasado, de la contemporaneidad” (1995: 16). Y esto es válido no sólo para el teatro sino para la generalidad de sus actividades, al menos en el periodo de 1927 a 1928. Rosa García Gutiérrez llama la atención sobre el anonimato de este tipo de textos que narran el origen de algunas colaboraciones o expresan opiniones sobre obras y autores; pero se trata fundamentalmente de una estrategia de presentación grupal: Hay finalmente un hecho en Ulises que refuerza la idea de grupo que se presenta como tal ante la opinión pública, y es la ausencia de firmas, de autorías personales, en casi todos los artículos de la revista. Aquellos en los se expusieron ideas relativas a la concepción autónoma de la literatura o se expresaron preferencias hacia determinados autores modernos o no, mexicanos o no, es decir aquellos artículos en los que se hace explícita una opción a la hora de concebir el pasado, el presente y el futuro de la literatura en México, apare123


“El curioso impertinente”: márgenes de una revista literaria

cieron sin firma, acentuando ese carácter programático […] en 1927 y 1928 el nombre propio, el individuo en sí, era algo que para el grupo no contaba (García Gutiérrez, 1999: 153).

En efecto, la ausencia de firmas responde a una estrategia grupal, pues, como hemos tratado de mostrar, la mayoría de estos textos están destinados a crear en el lector una cierta imagen de la revista y sus protagonistas, exhibiendo sus quehaceres y sus lecturas, sus modelos y afinidades, pero también por vía negativa, ironizando o haciendo burla de autores del pasado o de sus contemporáneos. Tal es el caso de Manuel Maples Arce, sobre el que escriben: “Poemas Interdictos (sic) de Manuel Maples Arce. Como su nombre lo indica aproximadamente, son poemas en entredicho. Lo advierte honradamente el autor desde la primera página: ‘Estoy a la intemperie de todas las estéticas…’” (Ulises, 5: 24).4 Lo mismo hacen –quizás con mayor sutileza– con autores como Guillermo Prieto, Manuel Gutiérrez Nájera o José López Portillo, todos ellos representantes, a los ojos de Ulises, de una tradición agotada. Volviendo a la reflexión de García Gutiérrez, hay que decir que señala con tino el carácter de las notas que no son autógrafas, al afirmar que se trata de textos programáticos donde “se hace explícita una opción a la hora de concebir el pasado, el presente y el futuro de la literatura en México”. Sin embargo, la autora española se equivoca al afirmar que esto sucede en “casi todos los artículos de la revista”, pues, como hemos señalado, es algo que ocurre fundamentalmente en “El curioso impertinente”. Y lo mismo vale para su afirmación de que “el nombre propio, el individuo en sí, era algo que para el grupo no contaba”. En la revista aparecen las firmas que tienen que aparecer. Novo, Villaurrutia y Owen firman sus poemas e incluso –como escribíamos atrás– los dos primeros eligen páginas privilegiadas para figurar en ellas. Del mismo modo, las colaboraciones donde manifiestan su postura sobre la cultura mexicana aparecen bajo el sello de un autor personal: Ramos firma sus artículos sobre Alfonso Caso y sobre el 4

El “(sic)” aparece en el original. 124


Escrituras al margen

irracionalismo; Villaurrutia, sus ensayos “Cartas a Oliver”, sobre la poesía de Pellicer, y “Un cuadro sobre la pintura mexicana actual” y su reseña a Oaxaca, de Manuel Toussaint; Cuesta, su artículo sobre la pintura de Agustín Lazo, sus reseñas a Reflejos, de Villaurrutia, y a El resentimiento en la moral, de Max Scheler, y su ensayo sobre Margarita de niebla y la estética contemporánea; Owen, su reseña a Pájaro pinto, de Antonio Espina. En realidad, todas las colaboraciones de la revista se encuentran firmadas; la voz grupal, la voz programática de la revista de la que habla García Gutiérrez se encuentra en ese margen que representa “El curioso impertinente”. De este modo, “El curioso impertinente” nos revela otra de sus facetas. Además de ser una sección de curiosidades, una ventana a la intimidad de la revista y un terreno para la construcción de un grupo es un espacio grupal de reflexión estética al margen de la revista misma. Esto no quiere decir que en el resto de la publicación esto no se encuentre presente, sino que esta sección marginal genera las condiciones para otro tipo de reflexión, aquella que sólo puede insinuarse, aquella que se manifiesta a través del fragmento, la brevedad y el juego. En las colaboraciones de la revista, los jóvenes Contemporáneos se muestran y muestran a sus autores, mexicanos, franceses, anglosajones; critican obras literarias, plásticas, filosóficas; y así exponen una idea de la literatura y la cultura; con “El curioso impertinente” entregan estas colaboraciones a la apertura y al diálogo, las sitúan frente a un espejo quebrado. Es ahí donde la sección descubre su rostro crítico y Ulises su faceta autocrítica. De este modo, “El curioso impertinente” cumple con una importante función en la organización interna de la revista, una función que le da un carácter particular a ésta. Guillermo Sheridan afirma que “una buena revista literaria se debe articular dentro de su propio discurrir: se organiza hacia adentro de cada uno de sus números, pero también hacia el que lo precede y hacia el que habrá de continuarlo. Asimismo, el material de la revista –cada una de sus colaboraciones– existe en función no sólo de las otras revistas, sino de las otras colaboraciones” (1985: 364). Siguiendo el razonamiento de Sheridan, esta sección marginal sería la que, en muchas ocasiones, anuda y desanuda el hilo discursivo de Ulises; es la que 125


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contextualiza el sentido de algunos textos, pero también la que desata el de otros; su impertinencia radica en que va y viene de un texto a otro, sin miramientos, abriendo lo que parecía cerrado, curoseando en lo que se ha dicho o se va decir. Un ejemplo de esta apertura lúdica lo encontramos precisamente en el juego “La pesca y la flecha (Adivinanza)”, iniciado en el número de junio de 1927. El juego lanzado a los lectores de la publicación consistía en adivinar a los respectivos autores de una serie de “frases nuevas” extraídas de novelas contemporáneas “ensayos recientes de prosa castellana”. La adivinanza se anunciaba así: Si las flechas que hemos reunido con rapidez, entregados a ese deporte inmóvil, tienen semejanza entre sí, tanto mejor. Antonio Espina, Pedro Salinas, Antonio Marichalar y Benjamín Jarnés, de España, y Salvador Novo, Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia y Gilberto Owen, de México, están representados con una muestra de sus criaderos. Allá van. Adivine usted de quién es cada flecha (Ulises, 2: 25).

Y a continuación aparecían los siguientes fragmentos: Ha dejado ella de hablar. Sus miradas giran por la habitación, como las manecillas de un reloj, y se detienen en él, marcando la hora de besarla. De pronto, en un cruce, la calle por donde iban hizo un esguince, se torció a la derecha, escapó, toda ondulada y colorinesca, como una huida de gitana. Aurora había subido a un manzano y me prometía un fruto; en vez de dejar caer la manzana se dejó caer ella, distraída. En el trayecto, la voz de Carlota, grave y reflexiva, en el corazón de la ciudad, comienza a saltar por el pretil, lanzándose en dirección contraria al viento, pretendiendo vencerlo: es una aguda melodía de flauta que brinca sobre el bordoneo turbio de un enorme contrabajo.

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Escrituras al margen

En cambio, el profesor más joven estaba amaneciendo. El deseo de agradar lo había adelgazado súbitamente y la sonrisa, como una pasta dentrífica [sic], le untaba a los dientes una blancura artificial. El automóvil, adelantándose a sí mismo, se goza en escapar de su propio molde, en escurrirse de ese hueco de aire que va desalojando continuamente. La tía Gertrudis se parecía a María Estuardo. Era una mujer a quien habían restado del espíritu, toda Inglaterra. En este cubo perfecto, voy a dormir, con dos páginas de cine a mi izquierda, tirado de los cabellos por la máquina que me lleva (Ulises, 2: 25-26).

Si a los lectores de hoy puede parecernos difícil atribuir cada frase a su autor, a los lectores de la época debió resultarles imposible, y ese era el punto. “La pesca y la flecha” es un ensayo no escrito sobre la nueva prosa de comienzos de siglo xx, que por entonces se encontraba en el centro de las preocupaciones literarias de Contemporáneos. Hay que recordar que justo por los años de publicación de Ulises el grupo se encuentra escribiendo “novelas”; de hecho, la revista está más orientada hacia ella que hacia la poesía, como era de suponerse de una generación básicamente de poetas. Owen escribió Novela en forma de nube;5 Villaurrutia, Dama de corazones; Torres Bodet, Margarita de niebla, y Novo, Return Ticket. De todas ellas aparecieron fragmentos en Ulises. En 1925 Owen publica La llama fría y comienza a redactar Novela como nube; Villaurrutia escribe Dama de corazones, publicada en 1928, y Torres Bodet, Margarita de niebla, publicada en 1927. A estos habría que sumar varios textos de Novo, pero sobre todo Return Ticket que, al igual que las tres anteriores, verá fragmentos publicados en Ulises. Sheridan cree que la redacción de estas novelas fue una empresa colectiva, un esfuerzo grupal por internarse en los ámbitos de la nueva prosa. García Gutiérrez comparte esta opinión y sostiene que en ellas conjuntaron sus preocupaciones por la poesía pura, pero llevadas a la prosa, con la intención de crear un proyecto novelístico alterno al de la Novela de la Revolución:

5

Véase nota 3. 127


“El curioso impertinente”: márgenes de una revista literaria

los Contemporáneos emprendieron en el marco de Ulises la renovación de la novela y el teatro nacionales. Por ejemplo, ante la consolidación del concepto Novela de la Revolución, la práctica totalidad de los Contemporáneos escribieron novelas que, salvo excepciones explicables, se publicaron en la colección “Ulises”, pequeño apéndice editorial de la revista. Fueron novelashermanas en las que Ulises está en la base de los argumentos, y que en el contexto general de la revista que las publicó deben considerarse, al menos así lo hago yo, como alternativas al concepto Novela de la Revolución (García Gutiérrez, enero de 1998: 208).

En ese contexto, “La pesca y la flecha” es un esfuerzo por parangonar esta empresa grupal con lo que sus contemporáneos –principalmente de la colección Nova Novarum de la Revista de Occidente– se encontraban haciendo en España. Seguramente el juego iba a conservar la sutileza de no revelar a los autores de las obras –ni al autor de la adivinanza–, pues en los números inmediatamente posteriores no sucedió esto; pero una nota de E. Salazar y Chapela en el Sol de Madrid sobre Margarita de niebla obligó a Gilberto Owen a descubrirse como autor del juego y a explicar el mismo. Sobre el artículo del español escribe Owen:6 La nota es inteligente y, casi siempre, justa. Sólo en un punto diferimos de ella abiertamente. Dice Salazar y Chapela: “Ante la prosa de Benjamín Jarnés y ante la prosa de –en último extremo: su discípulo– Jaime Torres Bodet, no hay que pensar en influencias literarias francesas”. Nos preguntamos ¿ Jaime Torres Bodet, discípulo de Jarnés? Ni siquiera en último extremo. Benjamín Jarnés, escritor joven de innegable mérito, autor de El profesor inútil, no es aún, dichosamente para él, maestro de nadie, ni de sí mismo (Ulises, 5: 24).

Antonio Cajero atribuye a Owen la redacción de esta sección en los números 2 y 5 de la revista. Para sostener esta afirmación no sólo llama la atención sobre una firma, “G. O.”, aparecida al final de esta nota –y que había pasado desapercibida para los anteriores editores de Owen– sino que rastrea los argumentos que Owen expone en otras partes de la revista y que coinciden con los aparecidos en esta nota sobre la novela contemporánea (Cfr. Cajero, 2011: 79-84). 6

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Owen se indigna ante la idea de que la novela de Torres Bodet sea deudora de la prosa de Jarnés, que era como afirmar que la nueva prosa mexicana provenía de la española. Para el autor de Novela como nube, no se trata de una cuestión de influencias literarias, ni siquiera provenientes de Proust, Giradoux o Joyce, mucho menos de los españoles; sino más bien un asunto de época: “El tono de esta manera de prosa lo pide y lo da una porción de la época”. Y más adelante explica: Para anotar la semejanza en el estilo de los nuevos escritores de prosa castellana, propusimos en el cuaderno 2 de Ulises un juego, una adivinanza: La pesca y la flecha . ¿De quién era cada una de las frases aislados [sic] de los ensayos recientes? En las respuestas que recibimos la frase de Owen fue atribuida siempre a Jarnés; la de Marichalar a Torres Bodet y Villaurrutia, indistintamente; la de éste a Pedro Salinas; la de Salvador Novo a Antonio Espina. Así las cosas. Los ocho dueños de las frases eran en el siguiente orden: Owen, Salinas, Villaurrutia, Jarnés, Torres Bodet, Marichalar, Espina, Novo. Lo que importaba demostrar era la seguridad de que una de esas frases pudiera ser atribuida indistintamente a cualquiera de los escritores inconformes con la herencia de una prosa muerta (Ulises, 5: 25).

Al margen de las reflexiones teóricas de Owen en torno a la “nueva prosa castellana” –que merecen atención aparte–, lo que nos interesa mostrar con este juego y sus consecuencias es cómo desde “El curioso impertinente” la revista se pone en diálogo abierto con los lectores, con otros autores y consigo misma. “La pesca y la flecha” es un ejemplo de un texto marginal, un texto sui generis y aparentemente descontextualizado que, sin embargo, sirve como pivote para reflexionar sobre las obras publicadas en Ulises; en este caso, los experimentos novelísticos que el grupo se encontraba escribiendo. Es, en resumen, un caso de autocrítica hecha desde la propia revista. Sobre esto, “El curioso impertinente” también dedicó algunas páginas especialmente interesantes para la compresión de Ulises y de la estética de Contemporáneos en general. Acorde con este carácter especular de la sección de la que hemos estado hablando, se publicaron en los números 3 y 6 una serie de fragmentos rela-

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tivos a la autorreflexión como condición de la escritura moderna; los cuales, sin exagerar, pueden ser considerados como una summa poética del grupo, desgranada en frases aisladas, pero elocuentes. En el número 3 se publica “Autocrítica”, que reúne los autorretratos fragmentarios de cuatro númenes franceses de Contemporáneos: André Gide, Max Jacob, André Salmon y Paul Morand. Los fragmentos escogidos de Gide y Jacob –dos autores abiertamente homosexuales, por cierto– son una especie de carta moral de la generación o, por lo menos, de Novo y Villaurrutia. Sus “autocríticas” guardan el sentido del autoconocimiento y la autoaceptación, pues para los editores de Ulises, la curiosidad estaba relacionada con el motivo del viaje interior, el viaje alrededor de la alcoba, la indagación y el conocimiento de uno mismo, que se traducía, entre otras cosas, en la asunción de la homosexualidad: A ndré Gide ¿Decir quién soy yo? Es muy sencillo: lo contrario, casi, de lo que me creen. Pero si yo mismo lo dijera, ¿quién me creería? Más vale dejar a los lectores futuros el placer de este descubrimiento. M ax Jacob Max Jacob es un hombrecito calvo y raro. Desde hace treinta años busca su camino. Ha abandonado todos los géneros de poesía después de haberlos marcado todos con su paso. Su prosa no vale nada, su poesía menos. Pretende haber hallado una nueva psicología con bases astrológicas y su astrología ha sido superada por los psicólogos que no se sirven de ella como ciencia. Max Jacob es un necio. No tiene medios de expresión. […] ¡Es un infeliz! Ensayó ser cristiano sin conseguir otra cosa que el paganismo. No se atreve ya a ser pagano por temor del infierno. ¡Es un infeliz! Tiene mucho éxito pero él solo lo sabe.

Por su parte, los fragmentos de Salmon y Morand tienen que ver más con la vocación literaria, con la conformación de una voz y una actitud intelectual, y con la dificultad de posicionarse de cara a dos tiempos: el de la tradición y el de la actualidad: 130


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A ndré Salmon Sea. Pero hay que creerme bajo mi palabra. Cierto respeto de la forma me priva de los documentos de origen. Muy joven, lejos de los centros de embriaguez colectiva y viendo a los simbolistas, militantes aún, en los estantes de una librería extranjera, a Rimbaud en la edición roja y a Lautréamont en la original, tuve conciencia del error irreparable del simbolismo. […] Tuve la visión característica de la obra que se conduce más allá de las apariencias, la noción de un realismo apoyado en una metafísica que fuera desde el Modo de triunfar hasta el Segundo Fausto. Más allá del poema en prosa, la novela que presentía Nerval. Un arte estrictamente revolucionario, conocedor de sus orígenes y de su porvenir. Arte viviente. Clásico en sus posibilidades. […] Paul Morand […] está situado en el ángulo de ese gran viraje de la historia (1914-1918) desde el cual se puede cómodamente medir la vida, las gentes y las costumbres con la ayuda de tres puntos (el narrador presente; el pasado y el provenir) como hacen los navegantes para orientarse y determinar su situación. El ángulo es favorable para ver en el tiempo. Paul Morand ha buscado otros en el espacio que le permiten conocer el exterior, viendo a su patria desde afuera –con amor pero con lucidez–, estableciendo entre Francia y Europa en un principio y, después, entre ella y el resto del mundo, vínculos de razas, de sentimientos y de ideas […] Paul Morand es de una época de rapidez. Luchó desde sus primeras obras contra la prolijidad, la difusión, la “literatura”, la elocuencia, la cultura libresca, etc.

Este fragmento de Morand y especialmente las últimas dos líneas son la decantación de lo que los jóvenes de Ulises entendían por literatura crítica. Morand se refiere a la tensión del escritor contemporáneo por ubicarse entre la tradición (la “literatura”, la elocuencia, la cultura libresca), la vanguardia (la rapidez) y la literatura fácil (la difusión). Son estos mismos extremos los que los editores de Ulises buscaron tocar para construir su propia obra. Jorge Cuesta definió (defendió) a su generación, en términos similares a los de Morand, durante la polémica nacionalista de 1932; una definición que valía ya para sus jóvenes compañeros de 1928: “Casi todos, 131


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si no puede decirse que son críticos, han adoptado una actitud crítica. Su virtud común ha sido la desconfianza, la incredulidad. Lo primero que se negaron fue la fácil solución de un programa, de un ídolo, de una falsa tradición. Nacieron en crisis y han encontrado su destino en esta crisis: una crisis crítica” (2004: 131). Con el mismo sentido se publica en el número 6 la nota “Gide y Lacretelle”, la cual presenta traducciones de fragmentos de dos obras autocríticas de estos autores: la primera, “los cuadernos de ejercicios de autocrítica y estudio” que acompañaron la escritura de Los monederos falsos –ejemplo de novela autorreflexiva–, de Gide; la segunda, “el diario que precedió y acompañó” la escritura del relato Cólera, de Lacretelle. En ambos casos se trata de ejercicios de escritura ante el espejo; son claraboyas que dan al taller del escritor en el momento de la escritura y a través de las cuales –lo más importante– el escritor mismo se ve escribiendo, se desdobla y se convierte en su primer crítico. Gide, por ejemplo, escribe: “La dificultad consiste en que, para cada capítulo, debo volver a partir. No aprovechar jamás el impulso adquirido –tal es la norma de mi juego–” o “Ayer en la noche escribí algunas páginas de diálogo con este sujeto que bien podía resultar el tema central de todo el libro, es decir, el punto invisible en torno al cual todo gravitaría” (Ulises, 6: 35-36). Jacques de Lacretelle, de forma análoga, escribe: “Si en el camino acepto detalles nuevos y cambios imprevistos, jamás he llegado a modificar la frase final. Es como un objeto que necesito mirar a lo lejos y que fija mi recorrido” o “Admitamos que sea preciso evitar las descripciones, gratas a Maupassant y a ciertos rusos que empiezan así: ‘Era un hombre alto, más bien grueso, etc.’ Pero por más que se diga, el estudio de un sentimiento, en una novela, será impreciso y flotante si no se aplica a personajes sólidamente descritos […]” (Ulises, 5: 36). Más significativa que las propias traducciones resulta la introducción de “El curioso impertinente” a éstos, pues los editores sintetizan –con un gesto ciertamente especular– su propia poética, que es también la de la sección: Momento de crítica, sí. Y, sobre todo, momento de autocrítica. Cuando un escritor se queja de la ausencia de espíritus críticos pensamos que la falta no debe 132


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buscarla hacia fuera porque está, sencillamente, dentro de él. El escritor vivo de hoy no sólo trabaja, sino que, desdoblándose, se mira trabajar. Testigo de sí mismo se espía y persigue y, a menudo, conduce su propia mano como acostumbramos hacer con la de un niño a la hora del aprendizaje gráfico (Ulises, 6: 35).

A la luz de esta cita podemos afirmar que “El curioso impertinente” hace las veces de un cuaderno o diario de ejercicios de autocrítica. Sus páginas son los márgenes de la obra (la revista) donde el autor (los editores) se desdobla y critica su propia obra. Con ello, dos momentos y dos espacios en apariencia distintos y separados se entrelazan para dar origen a una obra crítica. Lo escrito al centro de la página y lo escrito en su margen se traslapan y una parte ya no puede entenderse sin la otra. Para Ulises, “El curioso impertinente” representa esa irrupción autoral que transforma la organización de un discurso que parecía terminado. Su mirada colectiva y anónima, crítica y burlona, fragmentaria y cohesiva es la mirada de la revista que voltea a verse a sí misma. Ulises es reconocida como una de las revistas más originales y congruentes de la hemerografía mexicana –por encima, incluso, de Contemporáneos–, pues supo ser una revista vanguardista que no se perdió en el vértigo y la iconoclasia; para ser justos, más que una revista de vanguardia, fue una revista de actualidad, tal como lo entendía Xavier Villaurrutia, por ejemplo, al referirse al programa del Teatro de Ulises: Se ha unido gratuitamente a nuestro repertorio una fea palabra: vanguardia. Esta palabra corre el riesgo de quedarse súbitamente anticuada. Nosotros pretendemos dar a conocer […] obras nuevas y vivas; en una palabra, actuales. [...] Obras de tendencias diversas, a menudo encontradas, que se unen por el hilo de la actualidad. Pensemos que un autor clásico es el que tiene la dicha de ser actual siempre. Nuestro repertorio no pretende ser de vanguardia, sino, simplemente, orgullosamente, un repertorio actual (Villaurrutia en Schneider, 1995: 53).

Ulises fue la nave que sus editores eligieron para hacer el viaje en pos de esa actualidad. La publicación de los nuevos poetas y los nuevos pintores; las traducciones de los escritores franceses y anglosajones contemporáneos; las 133


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reseñas de las novedades mexicanas y extranjeras; la experimentación en la novela; la crítica de literatura, de plástica y de filosofía estuvieron encaminadas a hacer de Ulises una revista actual. Sin embargo, es con “El curioso impertinente” que la revista, en tanto revista, consigue hacer una verdadera ruptura en la tradición hemerográfica de México. Esta sección representó un gesto de actualidad, entendida como la necesidad moderna de los escritores por desdibujar los límites entre la literatura y la crítica, por desplazarse de lo escrito a la escritura, de la obra al proceso; esto es, una literatura que, sabiéndose necesariamente inacabada, goza contemplando sus fragmentos en el espejo de la crítica.

Bibliografía Cuesta, Jorge, “Un artículo”, en Obras reunidas, t. ii, ed. Jesús R. Martínez Malo y Víctor Peláez Cuesta con la colaboración de Francisco Segovia, Fondo de Cultura Económica, México, 2004, pp. 130-132. Cajero, Antonio, Gilberto Owen en Estampa. Textos olvidados y otros testimonios, El Colegio de San Luis, San Luis Potosí, 2011. Díaz Arciniega, Víctor, La querella por la cultura “revolucionaria”, 2ª ed., Fondo de Cultura Económica, México, 2010. García Gutiérrez, Rosa, Contemporáneos: la otra novela de la Revolución Mexicana, Universidad de Huelva, 1999. ______, “Los Contemporáneos de México: Ulises como símbolo”, en Arrabal, núm. 1, enero de 1998, pp. 201-214. Schneider, Luis Mario, “Teatro de Ulises”, en Fragua y gesta del teatro experimental en México. Teatro de Ulises. Escolares del Teatro. Teatro de Orientación, unam/ Ediciones del Equilibrista, México, 1995, pp. 11-64. ______, Otros Contemporáneos, unam, México, 1995. Sheridan, Guillermo, Los Contemporáneos ayer, Fondo de Cultura Económica, México, 1985. Ulises/Escala, edición facsimilar, Fondo de Cultura Económica, México, 1980. Villaurrutia, Xavier, “Xavier Villaurrutia, entrevisto”, en Ulises/Escala, edición facsimilar. ______, Cartas de Villaurrutia a Novo, Salvador Novo (pról.), Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1966.

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Latamerpolitismo: la transición entre sociedad cerrada y abierta en el Ulises criollo de José Vasconcelos Andreas Kurz Universidad de Guanajuato

Introducción

E

l amplio campo de los estudios sobre las literaturas africanas contemporáneas ofrece la posibilidad de revaluar ciertos aspectos de las literaturas hispanoamericanas del siglo xx. Surgen problemáticas, hipótesis y respuestas parecidas que permiten sobre todo reinterpretar el contenido ideológico de muchos textos latinoamericanos escritos en el periodo entre las dos guerras mundiales. En 2001, el sociólogo Achille Mbembe acuñó el término “afropolitanism” que debía sustituir y oponerse a los conceptos nacionalistas ya gastados de negritude y cosmopolitismo.1 Según Mbembe, lo característico de una cultura emergente se halla en la heterogeneidad espacial y temporal. Una cultura nueva no se enfrenta a una vieja en un sentido spengleriano,2 es decir, para superar y sustituirla, sino se trata de una Para una discusión más detallada del concepto, remito a los textos de Simon Gikandi (“Foreword: On Afropolitanism”) y J. K. S. Makokha (“Introduction: In the Spirit of Afropolitanism”) que preceden a los artículos incluidos en el volumen Negotiating Afropolitanism. 2 En Der Untergang des Abendlandes (El ocaso de Occidente), Spengler equipara el desarrollo cultural con el de un organismo humano: “Jede Kultur durchläuft die Altersstufen des einzelnen Menschen. Jede hat ihre Kindheit, ihre Jugend, ihre Männlichkeit und ihr Greisentum” (144; “Cada cultura recorre las etapas biológicas de un hombre individual. Cada una tiene su niñez, su juventud, su madurez y su vejez”. La traducción es mía). Si interpretamos bien la lógica biologista del filósofo, entonces la senectud de una cultura equivale a su estado de civilización. Esta se interpreta como un artificio, el final de una cultura, su decadencia irrevocable (43). Si una civilización se enfrenta a una cultura “joven”, tarde o temprano sucumbe. Spengler parece excluir (en ocasiones rechazar por indeseable) la convivencia cultural que subyace a conceptos como el propuesto por Mbembe. 1

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interpenetración. En otras palabras: un africano del siglo xxi puede ser al mismo tiempo ciudadano del mundo conectado a internet y miembro de una tribu que sigue rigiéndose por normas nativistas y míticas. Ni la negritude ni el cosmopolitismo uniforme abarcan esta convivencia de formas vitales dicotómicas. El afropolitanism, según los editores de Negotiating Afropolitanism, guía gran parte de la producción literaria africana de los siglos xx y xxi. En ella conviven el Nokia último modelo y la varita mágica. No se trata –tampoco– de un sincretismo cultural tan gastado como la negritude y el cosmopolitismo, dado que no se produce una mezcla, sino códigos culturales cuya diferencia se marca y a los que los actores acceden según sus necesidades. Es difícil hallar un término equivalente para las culturas hispanoamericanas: “hispanoamericanismo” no sirve. Propongo latamerpolitismo… La terminología poco importa, dado que el fenómeno existe sin duda. Posiblemente la crítica literaria actual podría aprovechar esta idea surgida en el campo de los estudios africanos para actualizar, revaluar y ampliar el canon de la literatura hispanoamericana de la primera mitad del siglo xx. Textos escritos desde la marginalidad genérica –memorias, cartas, biografías, libros de viaje, etcétera– podrían incluirse en el canon, ya que precisamente en ellos el latamerpolitismo (mantengo esta denominación provisional, aunque no pretendo de ninguna manera imponerla) es rastreable de manera evidente. Procuro, con la ayuda del epistemólogo Karl Popper, relacionar el concepto ideado por Mbembe con la dicotomía sociológica y política entre sociedades abiertas y cerradas.3 Ulises criollo, el tomo inicial de las memorias de José Vasconcelos, específicamente los pasajes referentes a su niñez y adolescencia, me servirán como campo de experimentación. Sin embargo, antes de iniciar con la discusión de Popper y Vasconcelos, es necesario explicitar el mecanismo del latamerpolitismo en dos Hago uso de la terminología de Popper incluida en su libro La sociedad abierta y sus enemigos. Sin embargo, trato de exponer esta terminología a una revisión crítica a lo largo de mi texto. 3

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textos ficcionales de la obra del novelista cubano Alejo Carpentier. Estoy consciente de que escojo estos textos precisamente por su cercanía a los postulados teóricos de Mbembe, sin embargo, no pretendo interpretar las obras mediante un concepto teórico, sino ilustrar el mecanismo del concepto con la ayuda de los textos narrativos. El mecanismo así descrito se rastreará en la primera parte de las memorias de Vasconcelos.

Latamerpolitismo en El reino de este mundo y Los pasos perdidos: un esbozo En El reino de este mundo (1949), Alejo Carpentier describe la muerte de Mackandal desde dos perspectivas. Según los amos franceses, el líder de los esclavos haitianos muere en la hoguera. Según los espectadores negros, Mackandal se transforma en ave, sigue vivo y sigue siendo su guía: Aquella tarde los esclavos regresaron a sus haciendas riendo por todo el camino. Mackandal había cumplido su promesa, permaneciendo en el reino de este mundo. Una vez más eran burlados los blancos por los Altos Poderes de la Otra Orilla. Y mientras Monsieur Lenormand de Mezy, de gorro de dormir, comentaba con su beata esposa la insensibilidad de los negros ante el suplicio de un semejante –sacando de ello ciertas consideraciones filosóficas sobre la desigualdad de las razas humanas, que se proponía desarrollar en un discurso colmado de citas latinas– Ti Noel embarazó de jimaguas a una de las fámulas de la cocina, trabándola, por tres veces, dentro de uno de los pesebres de la caballeriza (41s.).

Es posible que Carpentier –no en balde novelista semifrancés que observa los mundos real maravillosos con la envidia del racionalista empedernido– construyera esta escena para demostrar la superioridad de la percepción mágica ante el punto de vista racional europeo. Sin embargo, me parece más enriquecedor resaltar la posibilidad de la convivencia en esta constelación. Ninguna de las dos visiones puede ser la verdadera, ambas son correctas y falsas a la vez. ¿Por qué, entonces, no aceptar que cada una pueda ser útil y practicable en circunstancias variables? De esta manera 137


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se podría construir –y estoy consciente de que esta construcción evoca el espectro del revisionismo histórico– una cultura hispanoamericana que recurre deliberadamente y, hasta cierto grado, de manera utilitaria, a diferentes percepciones ontológicas. Me permito una imagen atrevida: ampliar la escena descrita por Carpentier, incluir a un observador negro que comunique con su Blackberry la transformación milagrosa de Mackandal a sus compañeros. Se trata, por supuesto, de especulaciones fantasiosas, pero las propuestas ideológicas, políticas y culturales que ofrece la literatura son precisamente esto: especulaciones fantasiosas. Carpentier reconfigura a gran escala la confrontación entre dos modelos explicativos en su siguiente novela, Los pasos perdidos, de 1953. Desde la perspectiva de la semiótica, Renato Prada Oropeza instaura esta confrontación como eje estructural de la novela. El protagonista sin nombre transita a lo largo de la diégesis entre dos espacios (que son al mismo tiempo dos tiempos diferentes): “La polarización configurativa se establece en relación a dos cabos toponímicos: la Metrópoli vs. el Nuevo Mundo (figurativizado lexemáticamente en el discurso muchas veces como la selva) y, como lugar de transición correspondiente, todavía, al primero: el museo de música, y el ya correspondiente al segundo: la capital sudamericana, en una simetría semántica más o menos perfecta…” (1990: 206, las cursivas son de Prada). Sin duda, el análisis de Prada, basado en una estricta simetría estructural, acierta. No obstante, su interpretación del fracaso de este viaje de un mundo civilizado y refinado a uno autóctono y mítico nos parece prematura. Prada insinúa que se trata de un fracaso que se debe a un error estratégico del protagonista: su regreso temporal por razones prácticas a la Metrópoli, que implica un estado de autorreflexividad intelectual inadecuado para la vida en Santa Mónica de los Venados, que implica, en otras palabras, el haber comido del árbol prohibido: si el narrador-personaje pierde la senda, la abertura a Santa Mónica de los Venados, no es porque el artista en sí esté excluido de este hacer fundamental […], sino porque el personaje novelesco cedió a la tercera tentación, la del regreso a la Metrópoli, y porque, por su carácter de hombre hiper-reflexivo,

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nunca dejó de navegar entre los dos topos: el del pasado, la metrópoli, y el del presente, Santa Mónica de los Venados (Prada, 1990: 218).

Las palabras del narrador de Los pasos perdidos indican, al contrario de lo estipulado por Prada, que el regreso frustrado a Santa Mónica de los Venados –debido a la desaparición bajo el agua de una marca sobre un árbol que señalaba la entrada al lugar mítico– simboliza en primer lugar un paraíso del que la “raza” de los intelectuales y creadores es excluida (y se excluye) definitivamente por su capacidad de reflexión y autocrítica: “La Edad de Piedra, tanto como la Edad Media, se nos ofrecen todavía en el día que transcurre. Aún están abiertas las mansiones umbrosas del Romanticismo, con sus amores difíciles. Pero nada de esto se ha destinado a mí, porque la única raza humana que está impelida de desligarse de las fechas es la raza de quienes hacen arte” (Carpentier, 1987: 413). Prada Oropeza opone a este tipo de hombre reflexivo (representado por el narrador-protagonista de la novela) el “hombre íntegro” (representado, según él, por el autor real, el hombre histórico Alejo Carpentier) quien sí es capaz de vivir simultáneamente en diferentes espacios cognoscitivos y temporales (1990: 218). Esta idea holística peca de ingenuidad y romanticismo político. Ni el autor real ni el implícito ni el narrador de la novela pueden asimilar íntegramente el mundo de Santa Mónica de los Venados. Tal asimilación sería una falacia ontológica, dado que las tres instancias literarias mencionadas reflexionan igualmente sobre la dicotomía narrada en la diégesis. La reflexión sólo podría cesar con la disolución de la dicotomía, pero entonces no habría novela…4 El latamerpolitismo que un receptor moderno (del siglo xxi) podría leer en Los pasos perdidos permitiría, al contrario, la convivencia de los dos mundos, la que –de facto– se representa en la novela, ya que el contacto con Santa Mónica de los Venados repercute de manera decisiva en la producción artística del protagonista. El hombre “civilizado” se enriquece por el contacto con el Posiblemente esta paradoja invalide el concepto de lo real maravilloso desarrollado por Carpentier en el famoso prólogo a El reino de este mundo. 4

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hombre “primitivo”. Éste, por su parte, no rechaza la “civilización”, sino que aprovecha de ella lo que podría servir a la existencia de la tribu. Rosario, un prototipo femenino idealizado en la novela, muestra que el ir y venir sí es posible: una mujer indígena, “de raza” y letrada,5 para la que la convivencia con el hombre refinado y artista no genera conflicto alguno; una mujer, además, que sale de y regresa a Santa Mónica sin que se oponga obstáculo. No cabe duda de que el regreso físico para el protagonista sería igualmente posible (hay que esperar que baje el nivel del agua, un reencuentro con Rosario o el Adelantado en otro lugar es factible, etc.).6 Su renuncia es, por ende, una decisión deliberada y racional. Como tal es, también gracias a la ratio, reversible y posibilita el funcionamiento del latamerpolitismo: aceptar la existencia de la magia en medio de la Metrópoli occidental, escribir música atonal altamente reflexiva y autorreferencial en medio de la selva.

Karl Popper: la transición entre dos mundos El protagonista de Los pasos perdidos, así como los amos y esclavos de El reino de este mundo, transitan entre dos mundos, dos conceptualizaciones de la realidad, dos modos perceptivos y cognoscitivos que Karl Popper, en su ensayo monumental de 1945, había designado como sociedad abierta y sociedad cerrada. El epistemólogo vienés detecta en gran parte de la historia de las ideas occidentales una angustia profunda ante la transición entre una comunidad tribal regida por la magia y la confianza en un saber absoluto, y una sociedad regida por la racionalidad individual y la desconfianza ante cualquier pensamiento dogmático: transición que, según Popper, dista de haber concluido en el siglo xx (ni tampoco en el xxi, nos atrevemos a agregar). El pensamiento político de Platón, la filoPongo las comillas en este pasaje no para relativizar el contenido de los conceptos, sino para insinuar que el texto mismo de la novela propone su uso a contracorriente, es decir: propone su deconstrucción. 6 Se trata de posibilidades aceptadas explícitamente por el narrador. 5

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sofía idealista de Hegel y la sociología de Marx son, en este sentido, los principales objetos de estudio tratados en La sociedad abierta y sus enemigos.7 Popper interpreta la sociedad presocrática como tribal, dominada por una “actitud imbuida de magia o irracionalidad hacia las costumbres de la vida social, y la correspondiente rigidez de estas costumbres” (2006: 188): una sociedad cerrada y colectivista opuesta a la sociedad abierta “en que los individuos deben adoptar decisiones personales” (189). La transición se manifiesta de manera sensible y dolorosa en la época de Platón. El tomar “decisiones personales” resulta una exigencia incómoda frente a las convicciones platónicas que se caracterizan, sobre todo, por su rechazo intransigente de cualquier cambio, del movimiento y de la dinámica histórica. Los conflictos en y fuera del edificio intelectual platónico son inevitables. Se producen tensiones e inquietudes que son consecuencia de la caída de la sociedad cerrada, y aún las sentimos en la actualidad, especialmente en épocas de cambios sociales. Es la tensión creada por el esfuerzo que nos exige permanentemente la vida en una sociedad abierta y parcialmente abstracta, por el afán de ser racionales, de superar por lo menos algunas de nuestras necesidades sociales emocionales, de cuidarnos nosotros solos y de aceptar responsabilidades (192).

Una libertad contradictoria caracteriza esta concepción popperiana de la sociedad abierta: somos los únicos responsables de nuestras existencias y esto es incómodo; basamos nuestras decisiones en la razón y esto puede ser doloroso; nuestro pensamiento se vuelve abstracto y esto nos aleja de lo concreto y tangible… Los anhelos de regresar a una sociedad cerrada con su seguridad ontológica no sorprenden, ni siquiera a Popper. Sin embargo: “Es el precio que debemos pagar para ser humanos” (192). Para nuestro propósito no es necesario detenernos en los análisis popperianos de la obra de Hegel, ya que la rechaza globalmente como palabrería hueca y sin sentido; ni tampoco en su crítica a Marx, generosa y benévola por lo común, pero muy influida por los acontecimientos históricos de la primera mitad del siglo xx. El contraste entre sociedad abierta y cerrada se desarrolla de manera ejemplar en su interpretación del pensamiento platónico. 7

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Es difícil (si no imposible) cuestionar o negar la validez de estos postulados del filósofo. La transición progresiva entre sociedad cerrada y abierta abarca miles de años; sus aspectos conflictivos, los retrocesos y adaptaciones a modos de vida antiguos surgen una y otra vez en la historia universal y son palpables inclusive a comienzos del siglo xxi. Se trata de un hecho, de una verdad que el sentido común debe aceptar. Sin embargo, Popper no acepta la transición como una situación permanente, sino que sueña con el establecimiento definitivo de la sociedad abierta regida por la racionalidad científica y por el diálogo abstracto entre ideas, teorías e hipótesis. La sociedad cerrada –mítica y tribal– es, sin duda, dogmática. El regreso a ella equivaldría a un regreso a “fines socialmente monolíticos” que implicarían “la muerte de la libertad; de la libertad de pensamiento, de la libre búsqueda de la verdad, y, con ello, de la racionalidad y la dignidad del hombre” (807). De nuevo es difícil oponerse a estas advertencias de Popper. No obstante, me permito llamar la atención sobre el dogmatismo inscrito en estas posturas liberales. Si la sociedad abierta se convierte en objetivo deseable a ultranza de la historia, entonces Popper peca precisamente de un historicismo que rechaza tajantemente en toda su obra como pecado irracional y políticamente peligroso.8 El radicalismo de Popper es entendible si tomamos en cuenta el auge de las ideologías totalitarias que, en buena medida, motivaron la redacción de La sociedad abierta y sus enemigos. Sin embargo, precisamente este radicalismo tiene como consecuencia una polarización del pensamiento, cierto maniqueísmo social, que en absoluto hace justicia a los propósitos del ensayo popperiano, dado que contradice los principios de libertad ilimitada de pensamiento, dinamismo y tolerancia intelectuales, apertura y confianza en las capacidades de la razón que forman el núcleo de las convicciones y exigencias de Popper. Es posible que precisamente esta constelación refleje la irracionalidad del racionalismo que el filósofo pretende explicar con los recursos de la

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Remito sobre todo a The Poverty of Historicism, libro publicado en 1957. 142


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razón.9 A pesar de ello, la relativa inmovilidad del sistema de Popper llama la atención10 y requiere de un regulativo. Proponemos la convivencia de las dos sociedades, la posibilidad de posicionarse conscientemente y obedeciendo a circunstancias y necesidades sociales concretas alternativamente en una de ellas, o entre ellas, como tal regulativo, es decir: insistimos en el valor cultural y artístico de una constelación que Achille Mbembe introdujo como afropolitanism en los estudios africanos y que tratamos de adaptar torpemente como latamerpolitismo al campo de la crítica literaria latinoamericana.

El latamerpolitismo en Ulises criollo Una serie extensa de textos ficticios tematiza esta constelación. Escogimos al azar dos novelas de Alejo Carpentier. Textos ubicados al margen del campo literario –diarios, cartas, memorias, autobiografías– resaltan no sólo sus aportaciones culturales, sino también sus posibilidades ontológicas. No podemos discutir aquí las teorías sobre la literatura de índole biográfica. Sólo reproducimos una definición inicial proporcionada por Philippe Lejeune: “récit rétrospectif en prose qu’une personne réelle fait de sa propre existence, lorsqu’elle met l’accent sur sa vie individuelle, en particulier sur l’histoire de sa personnalité” (1997: 14). La definición es simple. La situación narrativa, por otro lado, es sumamente compleja. Autor, narrador y personaje narrado forman una unidad contradictoria y heterogénea. La presupuesta verdad de lo narrado se vuelve ficción y, en último análisis, tema único e inquietante de la narración. Por ende, la transición entre sociedad cerrada y abierta, entre la seguridad existencial del mito y la libertad dolorosa proporcionada por la razón, se halla inscrita forzosamente en los textos autobiográficos, dado que se trata de un conflicto al que todos los seres pensantes se enfrentan con más o menos El capítulo 24, “La filosofía oracular y la rebelión contra la razón”, discute esta paradoja. 10 Se trata de uno de los presupuestos irracionales de la racionalidad. Aludo al título de un estudio de Armando Cíntora Gómez publicado en 2005. 9

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intensidad.11 La discusión abierta del conflicto, su disfraz ficticio, rechazo o aceptación, su simbolización o negación rotunda y muchas posibles variantes más se insertan en las páginas autobiográficas. Escogemos un clásico del género en la literatura hispanoamericana para ejemplificar: el Ulises criollo de José Vasconcelos, libro cuyo mérito reconocido como texto ficticio y artístico12 que, al mismo tiempo, impacta en historia y política mexicanas, lo predestina como representante del latamerpolitismo. El carácter ambiguo del género y de Ulises criollo en especial permiten (o exigen) al mismo tiempo una lectura a contracorriente, quizá en oposición a las intenciones de Vasconcelos. Dos aspectos guiarán el análisis: el paisaje y los recuerdos de la primera niñez. El paisaje José Vasconcelos, sin duda el ideólogo más influyente entre los escritores mexicanos de la primera mitad del siglo xx, está muy lejos de la perspectiva mágica de un hechicero haitiano. Aun así: no es mucho más racional que éste. Los ataques contra Vasconcelos a causa de su racismo y de su utopía elitista desarrollada en La raza cósmica son numerosos. Es cierto que Vasconcelos se percibe a sí mismo en primer lugar como el futuro de México (y de todo el continente latinoamericano), pero ya en segundo lugar se percibe como filósofo. Los filósofos suelen basar sus ideas en sistemas. Vasconcelos no es la excepción. Aunque los críticos modernos perciben la filosofía de Vasconcelos como mediocre, ilegible y caduca, resulta, para el crítico literario, esclarecedor un vistazo superficial a este pensamiento. No siempre la filosofía de Vasconcelos ha sido rechazada tan tajantemente. En 1961, Remito, de paso, a “La autopista del sur”, cuento de Julio Cortázar que describe la desintegración de una sociedad cerrada como proceso doloroso y aniquilador. En: Todos los fuegos el fuego (2004: 13-43). 12 El carácter novelístico de Ulises criollo es destacado, entre otros, por Noé Jitrik en “Lectura de Vasconcelos” y Antonio Magaña Esquivel en “Vasconcelos y la novela de su vida. Forma interior y técnica en Vasconcelos”. Los datos de publicación se encuentran en la bibliografía. 11

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Patrick Romanell evalúa el “monismo estético” de Vasconcelos como único verdadero sistema filosófico elaborado en América Latina. Incluso afirma que supera a Henri Bergson, uno de sus modelos, dado que Vasconcelos es más “intuitivo”, es decir, más consecuente, que el francés (507 s.). En muy pocas palabras, Vasconcelos cree que toda la existencia, el cosmos con todas sus concretizaciones, se basa en el ritmo: un ritmo que revela un elemento heterogéneo e irracional. Así como en una marcha la combinación de dos pasos no da tres, sino un elemento nuevo (precisamente la marcha), en el cosmos 1 + 2 nunca será 3. Hay un a priori estético, según Vasconcelos, que postula ritmo, melodía y armonía como formas constructoras y ordenadoras del universo, que impiden que la existencia se pueda reducir a simples cuestiones lógicas y matemáticas: “the philosopher searches for the coordination of the inequalities in which to achieve the higher harmonies of existence” (468), así termina Vasconcelos un artículo de 1949 publicado en inglés. Para encontrar la armonía es necesario resaltar las diferencias y detectar en ellas los coordinadores que, a la postre, posibilitan la unificación. Una receta simple, quizás simplista, pero al mismo tiempo una receta que resume la base irracional del pensamiento mexicano (agrego: de la literatura mexicana) de las primeras décadas del siglo xx. En el Ulises criollo, Vasconcelos había especificado una y otra vez esta idea básica. Remite a los mitos cabalísticos. Remite a una palabra sagrada que resume toda la sabiduría. Aboga por un estilo sin ornatos, “una literatura de sustantivos en vez del adjetivismo danunziano”, un estilo que pueda –en oposición a la poesía– expresar contenidos tangibles y dar significado a lo absoluto (Vasconcelos, 2000: 355). Se nota el afán de Vasconcelos de encontrar expresiones concretas para lo inefable, su varias veces confesado escepticismo ante la forma y la retórica literarias. Se nota también la paradoja inscrita en esta exigencia, dado que su “literatura de sustantivos” es precisamente una forma nueva, un programa literario opuesto al preciosismo de los modernistas y al lirismo de algunos Contemporáneos. Vasconcelos se da cuenta en el Ulises criollo, en La raza cósmica, en las Notas de viaje, de que el paisaje constituye un campo de experimentación ideal tanto para sus postulados irracionales e intuicionistas, como para 145


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–nolens volens– su nuevo programa literario. Se basa para ello, conforme a sus convicciones filosóficas, consecuentemente en la paradoja, la dicotomía y la contradicción. Se basa, en otras palabras, en un sistema binario que constituiría una mina de oro para el estructuralismo, y que refleja, visto en retrospectiva, el mecanismo del latamerpolitismo: un elemento se marca, el otro no; en otro contexto la marca textual se transmite al elemento opuesto. No hay nada ilógico en esto, mucho menos arbitrariedad, tampoco oportunismo. Sencillamente se trata de un mecanismo lingüístico transferido al pensamiento vasconceliano. De la misma manera, las titubeantes culturas africanas contemporáneas marcan, según contexto y necesidad, una vez el Nokia, otra la varita mágica, sin que se produzca ni el sincretismo romántico ni una oposición que resalte un extremo en detrimento del otro. Del mismo modo, las novelas de Carpentier ni sintetizan ni oponen dos modelos cognoscitivos, sino que los ofrecen como alternativas válidas en circunstancias cambiantes. Hacia el final del primer tomo de su autobiografía, en el contexto de la revolución maderista, Vasconcelos parece establecer un contraste definitivo entre paisaje urbano y rural: “Desde el principio nuestra sociedad padece la periódica invasión de la barbarie del campo sobre los centros de cultura que se forman en la ciudad. Cada revolución ha sido desencadenamiento salvaje que arrasa el transplante europeo penosamente cultivado por mestizos y criollos. Así, nuestras ciudades son islotes de un mar de incultura” (503). Se vuelve tangible en este pasaje la influencia de Spengler, de su tesis acerca del valor ontológico del paisaje en el proceso de la formación cultural. Se vuelve obvia la deuda de Vasconcelos para con Sarmiento y su dogmática diferenciación entre civilización urbana y barbarie rural. Spengler y Sarmiento propagan modelos sociales e históricos que corresponden a la sociedad cerrada descrita por Popper. Su pensamiento es, no cabe duda, irracional y dogmático. Vasconcelos, por otro lado, y a pesar de las influencias recibidas, nunca se estanca en las dicotomías. Desde el inicio del Ulises criollo el vasto paisaje mexicano despoblado había obtenido un valor fundamental. El niño Vasconcelos –por supuesto una figura

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ficticia inventada por el adulto Vasconcelos– experimenta, en un viaje a Durango, una verdadera revelación de la geografía nacional: La frescura de los campos colma una sed estética subconsciente, largo tiempo reprimida en nuestra árida estepa coahuilense. A las paradas de las estaciones acude gente de tipo exótico; más bronceado el rostro que en el norte, menos garbo en el porte, muchos hombres van de calzón blanco en lugar del pantalón azul del obrero, y una increíble abundancia de sombreros redondos estilo charro, nos recuerda las estampas típicas del texto de Geografía de la escuela texana. Pasmados de novedad, dichosos de verdor campestre, apenas advertíamos la carrera del tren que tragaba kilómetros. Con cierto desencanto porque terminaba el panorama, bajamos en la estación y nos metimos en el coche que nos llevó al hotel (60).

Civilización y barbarie, sin duda. Mas: en este caso salir de la barbarie resulta doloroso o, por lo menos, deja un recuerdo nostálgico. Salir de la barbarie equivale a salir de la inocencia infantil representada por el libro de Geografía. Se trata, por supuesto, de un paisaje construido por la memoria libresca de Vasconcelos. No obstante, precisamente esta construcción es reveladora, ya que anula la marca textual ‘campo-incultura’ y revela la incomodidad ante la civilización: el joven Vasconcelos se dirige a coche y hotel “con cierto desencanto”. El latamerpolitismo opera: las dos realidades no se enfrentan, sino que es posible vivir en las dos de manera simultánea, aunque se trate, en el caso de Vasconcelos, de una vida memorizada. Todavía antes de este viaje, Vasconcelos había mostrado la dicotomía entre Piedras Negras (su lugar residencial) e Eagle Pass (lugar escolar). La ciudad estadounidense “se pulía y hermoseaba tal y como las bellas rubias”, la mexicana se entregaba “a las conmemoraciones y holgorios sobre el basurero de las calles y las ruinas de una construcción urbana elemental” (49). Hay una clara marcación sobre el elemento civilización norteamericana progresista que aún se refuerza por las experiencias escolares positivas de Vasconcelos. Pocas páginas más adelante precisamente esta supuesta superioridad de Eagle Pass sirve para marcar el elemento 147


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patriotismo mexicano: “En la frontera se nos había acentuado el prejuicio y el sentido de raza; por combatida y amenazada, por débil y vencida, yo me debía a ella” (70). El contexto genera la marcación, sin que se excluya la posibilidad de un regreso de la posición anterior. Tal titubeo explica –mejor dicho, está en el fondo– del amor-odio que Vasconcelos expresa una y otra vez ante la cultura estadounidense: Ariel no puede negar la atracción que ejerce sobre él Calibán… Ariel se convierte en Calibán cuando sea necesario, y viceversa… Los ejemplos se acumulan en Ulises criollo. La mecánica subyacente sigue sin alteraciones: las perspectivas y percepciones no se oponen, se exponen ante los ojos del narrador y de sus lectores. Éstos acuden a ellas, una opción desaparece en el fondo, sin embargo, inevitablemente resucita, tiene que resucitar para posibilitar la síntesis tan anhelada en la filosofía vasconceliana. Sin embargo, Vasconcelos se engaña a sí mismo, dado que es imposible hablar de síntesis en este contexto. El vaivén de las marcaciones, las situaciones vitales y políticas cambiantes que requieren de diferentes modelos cognoscitivos, no llevan a la síntesis, sino a la convivencia e intercambiabilidad de estos modelos y percepciones. Remito a las Notas de viaje que se ocupan primordialmente de paisajes urbanos, rurales e intelectuales de Brasil y de Argentina. En las “Premoniciones”, Vasconcelos evoca los lugares a los que el instinto lo obliga a ir para “recoger un tesoro largamente anhelado, confusamente presentido, un tesoro de afectos, de ideas, de visión de paisajes y cielos” (1992: 55). Queda establecido con las primeras palabras que Vasconcelos anhela el encuentro con el paisaje sudamericano que le servirá de antídoto al tedio y la frustración vital que le amargan su corto exilio en Estados Unidos. Sin embargo, el regreso a Estados Unidos es tan inevitable como necesario para poder apreciar la visión sudamericana: “Volví como al año a Nueva York –el monstruo fascinante y sombrío–, y pasé otra vez por las tierras que no dejan huella, Alabama y Texas, y una tarde en que caminaba de San Diego a Los Angeles, ebrio de bello paisaje, volví a mirar mi destino” (56). Es admirable la capacidad de Vasconcelos para reunir en una frase una cantidad delirante de contrastes, paradojas y contradicciones: Nueva York es fascinante y sombrío (los epítetos resumen 148


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la actitud general de Vasconcelos ante Estados Unidos), los paisajes no dejan huella, pero Vasconcelos se acuerda de su ebriedad contemplativa; esta ebriedad debería arraigarlo, pero, al contrario, le muestra su destino que se llama Sudamérica, es decir: salir, viajar. Los contrastes no se resuelven, permanecen expuestos ante el lector y, mucho más decisivo en este caso, ante Vasconcelos, quien irracionalmente, intuitivamente, sigue buscando su síntesis: la palabra mágica que podría armonizar todas las contradicciones. Se entiende que esta palabra mágica no existe, la síntesis es ilusoria. El valor cultural, literario y filosófico de la autobiografía de Vasconcelos reside precisamente en este anhelo frustrado. Conceptos intelectuales, actitudes vitales y percepciones contradictorios coexisten. Lograr su armonía es imposible, tampoco deseable. El receptor moderno de Ulises criollo podría encontrar la riqueza del texto precisamente en las paradojas, podría actualizar las memorias de Vasconcelos gracias a la lógica del latamerpolitismo. No cabe duda de que Vasconcelos titubea porque teme la pérdida de la seguridad existencial que ofrece el vivir en medio de una sociedad cerrada (mítica y normada). Tampoco cabe duda acerca de sus modelos filosóficos pertenecientes a las vertientes irracional e intuicionista del pensamiento occidental. Al mismo tiempo, Vasconcelos vive y participa activamente en cambios políticos y sociales profundos que permiten vislumbrar un proyecto de sociedad abierta y racional en la historia mexicana.13 A pesar de su papel destacado en este proyecto, Vasconcelos no puede renunciar a sus visiones de una sociedad cerrada que garantiza la felicidad ontológica.

No cabe duda de que este proyecto se transforma en los años posrevolucionarios en un regreso a la validez del mito –sobre todo de índole nacionalista y racista– que parcialmente coincide con el programa filosófico de Vasconcelos, aunque éste rechace el falso igualitarismo presente en la política del periodo 1920-1950. Beatriz Urías Horcasitas documentó detalladamente, en su Historias secretas del racismo mexicano (2007), este desarrollo paradójico que el latamerpolitismo podría explicar como inevitable, incluso productivo, en el desarrollo de sociedades emergentes. 13

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La niñez Esta negación se nota, de modo aún más contundente que en su visión del paisaje mexicano, en sus recuerdos de la primera infancia y niñez. Trato de demostrar, al mismo tiempo, que los pasajes relacionados con la niñez no sólo demuestran el profundo escepticismo, rayano en miedo, de Vasconcelos ante los cambios, ante el surgimiento de una sociedad abierta, sino también que las memorias generan esta constelación gracias a una actitud lingüística específica de su narrador. En cuestiones de lenguaje, Vasconcelos se describe, desde las primeras páginas, como antipoeta, insensible ante la ficción que sustituye la acción política e histórica. Hay mucho de pose en esto, ya que Ulises criollo es, como afirmamos al inicio de este análisis, un constructo ficticio, muy literarizado, que la crítica suele interpretar como una de las grandes novelas mexicanas del siglo xx. Este carácter ficcional de las memorias del ex secretario de educación permite recurrir a su manejo del lenguaje literario o, mejor dicho, a su postura ante él, para explicar el funcionamiento del latamerpolitismo en los pasajes que relatan su infancia. Cito las primeras líneas de Ulises criollo: Mis primeros recuerdos emergen de una sensación acariciante y melodiosa. Era yo un retozo en el regazo materno. Sentíame prolongación física, porción apenas seccionada de una presencia tibia y protectora, casi divina. La voz entrañable de mi madre orientaba mis pensamientos, determinaba mis impulsos. Se diría que un cordón umbilical invisible y de carácter volitivo me ataba a ella y perduraba muchos años después de la ruptura del lazo fisiológico. Sin voluntad segura, invariablemente volvía al refugio de la zona amparada por sus brazos. Rememoro con efusiva complacencia, aquel mundo provisional del complejo madre-hijo. Una misma sensibilidad con cinco sentidos expertos y cinco sentidos nuevos y ávidos, penetrando juntos en el misterio renovado cada día (4s.).

Aun si aceptamos la aplicabilidad de interpretaciones psicoanalíticas, Vasconcelos exige mucho al lector, exige que éste crea en la existencia de

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recuerdos pre y posnatales. La obvia inverosimilitud del presupuesto narrativo de Ulises criollo vuelve patente la actitud funcional de Vasconcelos ante el lenguaje. Éste no actúa por sí mismo,14 sólo actúa (existe) gracias a un objetivo específico. El lenguaje no crea al personaje, sino que éste se sirve de él para explicar y justificar la existencia de un individuo en un momento histórico concreto: la del ex secretario y candidato frustrado a la presidencia mexicana, exiliado y profeta autonombrado José Vasconcelos en 1935. El lenguaje en Vasconcelos cumple con una función arquitectónica. Resalto: cumple con una función, no es función en sí. Los recuerdos “prenatales” iniciales de Ulises criollo revelan su verdadero rol unas treinta páginas más adelante, en el capítulo titulado “¿Quién soy?”. El niño Vasconcelos, al verse reflejado en el escaparate de una tienda, se enfrenta a una serie de preguntas: La imagen semiapagada de mi propia figura, planteaba preguntas inquietantes: –¿Soy eso? ¿Qué es eso? ¿Qué es un ser humano? ¿Qué soy? Y ¿qué es mi madre? ¿Por qué mi cara ya no es la de mi madre? ¿Por qué es preciso que ella tenga un rostro y yo otro? ¿La división así acrecentada en dos y en millares de personas obedece a un propósito? ¿Qué objeto puede tener semejante multiplicación? ¿No hubiera bastado con quedarme metido dentro del ser de mi madre viendo por sus ojos? ¿Para qué mis ojos, repetición inútil en su azoro? ¿Añoraba la unidad perdida o me dolía de mi futuro andar suelto entre las cosas, los seres? (29s.).

Ningún lector creerá que estas preguntas hayan surgido en la mente infantil. Son preguntas formuladas por el autor/narrador de Ulises criollo que pretenden explicar una vocación madura desde la niñez: la del filósofo ocupado con cuestiones metafísicas; pretenden –de paso– llamar la atención del lector sobre los temas que ocupan a Vasconcelos en la etapa de la redacción de sus memorias.

Como ejemplo de una actitud lingüística contraria se puede mencionar A Portrait of the Artist as a Young Man, la novela autobiográfica de James Joyce, en la que el lenguaje funge como generador de la niñez, es decir: el lenguaje actúa. Conforme crece el protagonista, el lenguaje de la novela se complica y se vuelve consciente. 14

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Sin duda Vasconcelos y el narrador de las memorias añoran la unidad perdida y se sienten vulnerables ante las inseguridades de presente y futuro. Sin duda pretenden reconstruir y revivir un paraíso perdido que se opone a lo desconcertante de una sociedad en continuo movimiento. Una vez más se presentan la desconfianza y el temor en medio de la transición entre sociedad cerrada y abierta. Se presenta, asimismo, el mecanismo del latamerpolitismo. La primera niñez inconsciente y el despertar a la conciencia son dos estados que no pueden ser fusionados, pero pueden ser vividos paralelamente: mediante el lenguaje funcional, Vasconcelos, el hombre maduro, busca (y creemos que encuentra) acceso al paraíso perdido. El metafísico, conocedor de cientos de libros y autor de una docena más, es al mismo tiempo el niño que vive en un espacio y un tiempo míticos.15 Finalmente, este niño es también el revolucionario político de los años maderistas. Vasconcelos se acuerda de un baile al que asistió con sus padres cuando tenía nueve años. Se acuerda del culto civil profesado al “jefe máximo, al Padre de la Patria, soldado desleal de Tuxtepec y burlador de la Constitución que cada seis años juraba cumplir”. Se acuerda de muchos “¡Viva Porfirio Díaz!” y comenta, sin disfrazar su amargura: “Concluido el descubrimiento del ‘Nuestro Amo’ del altar cívico, la religión de la patria –decían los laicos–, el manso rebaño de ropas acabadas de estrenar se repartió por las salas, y unos bailaron y otros comieron del ‘ambigú’ con champaña. Si el cuerpo come y baila, ¡qué importa el afán de las almas!” (23s.). De nuevo el lenguaje sólo actúa gracias a un objetivo arquitectónico. El antiporfirismo de un nueveañero es simplemente una falacia. No lo es el del joven Vasconcelos descrito en los capítulos finales de Ulises criollo: maderista convencido, irreconciliable enemigo de Porfirio Díaz y revolucionario de primera hora. La infancia, entonces, en Vasconcelos no tiene valor autónomo, sólo se recurre a ella para reafirmar el carácter y los logros del adulto. El adulto –filósofo, revolucionario, ideólogo– vive la niñez (o cree vivirla) gracias al lenguaje como antídoto y alternativa a su existencia consciente y In illo tempore, término acuñado por Mircea Eliade en Mito y realidad. Remito, entre muchos otros, al apartado “Tiempo histórico y tiempo litúrgico” del capítulo 9, pp. 162-164. 15

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problemática. De esta manera, el intelectualismo y el pensamiento abstracto de una sociedad abierta se transmiten a una cerrada, de la cual se toman prestadas, a manera de recompensa, la inocencia, ingenuidad y seguridad vital: el latamerpolitismo como estrategia de supervivencia. El lenguaje literario no crea una existencia a cuyas fases cambiantes se adapta, sino que se trata de un lenguaje único, el del hombre maduro que cree conocer su destino, un lenguaje-herramienta que arma una infancia ficticia con el objetivo de justificar una existencia que oscila entre la contemplación filosófica y la acción política, es decir: dos esferas fuera del alcance de la conciencia del niño que sólo una postura funcional ante el lenguaje puede inscribir en el campo lingüístico y cognoscitivo de la infancia. Agrego a manera de hipótesis para un futuro estudio que el afán –muchas veces expresado por Vasconcelos– de distanciarse de la ficción y de contenidos poéticos que proclaman su valor intrínseco independiente de objetivos y fines concretos, que proclaman ser acción en y por sí mismos, podría haber generado el lenguaje vasconceliano que inventa una infancia que apunta hacia la acción y las acciones del adulto. No obstante, Vasconcelos es incapaz de controlar este lenguaje que muy pronto revela sus facultades creativas intrínsecas para producir no una autobiografía fiable, sino una novela de cuyo carácter ficcional no cabe dudar, y que presenta a un personaje fascinante que NO es el José Vasconcelos histórico de 1935.

Conclusiones Pretendí demostrar que el concepto acuñado por Achille Mbembe, afropolitism, puede ser adaptado (como latamerpolitismo o bajo cualquier otro nombre parecido) a la crítica literaria y cultural hispanoamericanas. El mecanismo del latamerpolitismo se opone a las síntesis culturales que conceptos como la negritude, el cosmopolitismo o, más específicamente en el ámbito latinoamericano, el mestizaje cultural propagan. Según Mbembe, las sociedades emergentes del siglo xx se caracterizan no por una síntesis, sino por la posibilidad de vivir simultáneamente, y según necesidades cambiantes, en mundos mágicos y altamente civilizados y tec153


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nificados. Dos novelas de Alejo Carpentier me sirvieron para ilustrar el mecanismo desde la perspectiva de la ficción. En oposición a las posturas de lo real maravilloso formuladas por Carpentier, la sólo aparente contradicción entre un mundo atávico y uno civilizado expresada en ambos textos, revela el funcionamiento del latamerpolitismo. Encontré un análisis detallado y conciso de la oposición aludida (que implica una transición) en La sociedad abierta y sus enemigos, el monumental ensayo de Karl Popper. Sin embargo, considero necesario proponer la corrección de algunos aspectos dogmáticos en los postulados del epistemólogo. El latamerpolitismo no prefiere una posición a otra, un modelo cognoscitivo a otro, la sociedad abierta a la cerrada, el pensamiento mágico al racional, sino postula su simultaneidad, su idéntica validez que implica –nolens volens– una distancia idéntica a la verdad siempre inasequible. En la segunda parte de este ensayo trato de describir la presencia del latamerpolitismo en las memorias de José Vasconcelos. Creo que fue posible mostrar que tanto las características específicas de una autobiografía, como las posturas lingüísticas del narrador de Ulises criollo muestran las posibilidades del concepto en el análisis literario: el tema principal del texto es la oscilación entre el paraíso perdido de la infancia y la vida problemática del narrador inmerso en cuestiones metafísicas y políticas complejas. Las dos esferas se entrecruzan. El lenguaje vasconceliano revela la inconsciencia irracional de la niñez como parte integrante del presente consciente del adulto. Éste, al mismo tiempo, otorga conciencia a la niñez. Síntesis y armonía anheladas por Vasconcelos son imposibles, pero el lado a lado de las dos esferas y sus vasos comunicantes las sustituyen.

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Wawrzinek, Jennifer, y J. K. S. Makokha (eds.), Negotiating Afropolitanism. Essays on Borders and Spaces in Contemporary African Literature and Folklore, en Internationale Forschungen zur Allgemeinen und Vergleichenden Literaturwissenschaft, n煤m. 146, Rodopi, Amsterdam-Nueva York, 2011.

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Sobre los autores

Isaura Contreras R íos Maestra en Literatura Latinoamericana por la Universidad Nacional Autónoma de México. Se ha desempeñado como profesora de asignaturas sobre literatura y creación literaria y ha sido asistente de investigación en el Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana. Ha participado en diversos congresos nacionales e internacionales y cuenta con publicaciones en las revistas Luvina, Semiosis y Los perros del alba. En 2010 ganó el Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos con la obra Cosecha de verano. Felipe Oliver Fuentes K. Doctor en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. En 2006 obtuvo la Beca Roque Esteban Scarpa, distinción que otorga la Universidad Católica de Chile cada cuatro años a un estudiante internacional destacado. Actualmente trabaja como profesor e investigador en el Departamento de Letras Hispánicas de la Universidad de Guanajuato. Pertenece al Grupo de investigación “Estudios de poética y crítica literaria hispanoamericana”. Asunción R angel Doctora en Letras Mexicanas por la Universidad Nacional Autónoma de México, con mención honorífica. Profesora-investigadora del Departamento de Letras Hispánicas de la Universidad de Guanajuato y miembro del Grupo de investigación “Estudios de poética y crítica literaria hispanoamericana” de la misma casa de estudios. Imparte cursos de literatura mexicana y poesía hispanoamericana en la Maestría en Literatura Hispanoamericana y en la Licenciatura en Letras Españolas de esta universidad. 157


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Rogelio Castro Rocha Profesor del Departamento de Letras Hispánicas de la Universidad de Guanajuato, donde imparte cursos en la Licenciatura en Letras Españolas y en la Maestría en Literatura Hispanoamericana. Pertenece al Grupo de investigación “Estudios de poética y crítica literaria hispanoamericana”. Tiene interés en la estética y trabaja como líneas de investigación la relación entre el cine y la literatura, y la configuración del cuerpo en estas expresiones. Es autor del libro Lo fantástico y lo siniestro en Guillermo del Toro (Universidad de Guanajuato, 2012). A nuar Jalife Jacobo Maestro en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Guanajuato. Actualmente realiza sus estudios de doctorado en El Colegio de San Luis. Ha publicado artículos en diversas revistas literarias. Es coautor en el libro colectivo Cámara nocturna. Ensayos sobre Salvador Elizondo (Tierra Adentro, 2011). A ndreas Kurz Estudió literatura comparada en la Universidad de Viena. Se doctoró con una tesis sobre la influencia francesa en el modernismo finisecular mexicano. Impartió clases en la Universidad de Viena, la Universidad de las Américas-Puebla, el Tecnológico de Monterrey, el Instituto Tecnológico Autónomo de México, el Claustro de Sor Juana y la Universidad Nacional Autónoma de México. Es profesor de tiempo completo en la Universidad de Guanajuato, donde coordina la Maestría en Literatura Hispanoamericana. Su último libro publicado es Cratilismo. De la pesadilla mimética en literatura y discurso (Puebla, 2010). Publicó libros sobre el modernismo mexicano y el narrador cubano-francés Alejo Carpentier. Es colaborador de La Jornada Semanal y de la revista cultural Crítica (Universidad Autónoma de Puebla).

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Escrituras al margen. Ensayos críticos sobre literatura y cultura hispanoamericanas se terminó de imprimir en febrero de 2013, con un tiraje de 500 ejemplares, en los talleres de Graffos, Higuera 101, Col. Obregón, León, Guanajuato. En su composición se empleó la fuente tipográfica Baskerville 11:14. El cuidado de la edición estuvo a cargo de Lilia Solórzano.



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