Bestiario amoroso por Dominica Trespalacios de la Parra
“El rastro de tu sangre en la nieve” Gabriel García Márquez
Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos
5
posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario.
Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento: — Merde! Allez-vous-en!
6
Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más
cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante. —¿Es algo grave? — preguntó. — Nada — sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa —. Es sólo un pinchazo.
Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde
7
tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde
de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre. Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilóme-
tros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había
empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de
8
Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una
cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían
estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos
años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro. — Los he visto más grandes y más firmes — dijo, dominando el terror-, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro. En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano,
10
y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio.
La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. “Suena como un buque”, había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que
11
lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música. “No me importa qué instrumento toques” -le decía- “con tal de que lo toques con las piernas cerradas”. Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la tris-
te reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con
12
que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer.
13
Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón,
hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.
De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién ca-
14
15
sados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto. La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con
besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador. — Lo hice adrede — dijo — para que se fijaran en mi anillo. En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su
16
ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche. Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla precipitado una tormen-
ta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en pre-
17
sencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto. Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante. — Eres un salvaje — le dijo — Llevas más de once
18
horas manejando sin comer nada. Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer. — Todavía me dura el almuerzo de la embajada — dijo — Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez. Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó. — Los machos no comen dulces — dijo. Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque él le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. “No hay paisajes más bellos en el mundo”, decía, “pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis
19
un vaso de agua.” Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido
fue inmediata. — Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve — dijo —. Aquí mismo, si quieres. Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día. — Ya será mejor esperar hasta París -dijo Nena Daconte — Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada. — Es la primera vez que me fallas -dijo él. — Claro — replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.
Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto.Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo
20
matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. “Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil”, dijo con su encanto natural. “Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve.” Luego pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer. — Imagínate — dijo: — un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?
21
No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios. — Estamos casi en la Puerta de Orleáns — dijo —. Sigue de por la avenida del general Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces. Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia. Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort ne-
22
cesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfer Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío. Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su marido una sonrisa lívida. — No te asustes — le dijo, con su humor invencible —. Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela. El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento asiático. — No, muchachos — dijo —. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.
23
Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo. —Usted no —le dijo— Va para cuidados intensivos. Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó. —Doctor —le dijo—. Ella está encinta. —¿Cuánto tiempo? —Dos meses. El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. “Hizo bien en decírmelo,” dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo. Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en los
archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente
24
se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples. Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impares. En
la acera de enfrente había un edificio restaurado con un letrero: “Hotel Nicole”. Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con
25
qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama
para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente. A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nun-
26
ca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso había un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte. Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hos-
27
pital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de cuarenta y ocho horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la
28
noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban
incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una pijama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza. Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la
29
cama con uno de sus amantes casuales. Aquel per-
cance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar. Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sanduiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el
30
personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.
31
Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hu-
biera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada. Estaba en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo
32
me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. “No, mi querido joven,” le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes. —Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días — concluyó—. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena. Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores
33
en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital. Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las
34
paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid. El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y
esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el
pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al
35
médico que buscaba. Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció. —¡Pero dónde diablos se había metido usted! —dijo. Billy Sánchez se quedó perplejo. —En el hotel — dijo—. Aquí a la vuelta. Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia.
Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto
36
con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo. Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo
había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su
37
oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que
38
lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.
El rastro de tu sangre en la nieve de Gabriel García Marquez fue escrito en 1976, y fue publicado hasta 1992 en el libro Doce cuentos peregrinos.
39
“Era Mercurio” Elena Garro
Ahora estoy seguro de la primera vez que la vi. Es curioso, fue como verla y no verla. Ese día es-
taba preocupado, no en balde se toman decisiones para toda la vida. Cuando esto ocurre no sabemos si fuimos nosotros los que decidimos o si fue alguien quien decidió por nosotros. «¡Es una muchacha taan
virtuosa!», me había dicho mi madre antes de salir de la casa. Sus palabras me molestaron. Oscurecía y las luces del Paseo de la Reforma se confundían con las luces del atardecer. El titular enorme de un diario: «QUE NO SE ACEPTE SU RENUNCIA», me hizo casi atropellar al mocoso vendedor de periódicos. «Estos políticos intervienen hasta en el momento en que voy a hablar con don Ignacio», me dije con ira, al mismo tiempo que esquivaba al mocoso, que me miró con ojos aterrados. Apenas salvado el obstáculo volví a escuchar las palabras pérfidas de mi madre: «No es bonita pero es taan virtuosa». Mi madre acentúa el énfasis de la frase en la palabra «tan», es inconfundible. Sus tanes ambiguos y enfáticos provocaron mi ira y mi distracción, no la renuncia de Carlos Madrazo.
41
«Todos nos casamos algún día, y Ema me adora», me dije a la altura del Caballito. Recordé cómo en el Jockey Club, en el cine, en su casa, siempre me miraba y me llevaba de la mano. Si alguna de sus amigas me sonreía, Ema me apretaba la mano y luego en el coche me reñía: «¡Yo tengo mi dignidad, a mí no me haces eso!». ¡Es una muchacha con mucha clase! Tal vez fue esta cualidad la que me ató a ella. ¿Por qué diría mi madre que no era bonita?, me pregunté ya en la Avenida Madero, rumbo al despacho de su padre. Nunca se me había ocurrido pensar que fuera ¡taan virtuosa! Bueno, uno no se casa con la más bonita sino con la que más lo quiere. «Es una manera de caminar la vida con seguridad», me había dicho don Ignacio. Sin embargo me molestaba que mi madre la encontrara fea. Entré al edificio y cuando tomé el elevador, quise pensar en Ema, y ante mi asombro, no pude recordar de ella absolutamente nada: su voz, su cuerpo, su cara, se habían borrado de mi memoria totalmente. Sólo sentí sobre el casimir de mi traje el peso compacto de su cuerpo cuando me besa. Asombrado, alcé los
ojos y miré el tablero luminoso que marca el número de los pisos. Un dos rojizo apareció para dar paso a un tres igualmente rojizo. Fue en esos instantes cuando me llegó su perfume, intenso y metálico. Bajé los ojos y miré a mi izquierda. ¡Qué raro!, me había parecido que en el elevador sólo íbamos el elevadorista y yo. Ahora resultaba que también iba ella. Miré su frente abombada, sus cabellos casi plateados, su nariz recta y sus ojos fijos en el tablero. Después miré el tablero, ya íbamos en el octavo piso. La volví a mirar. ¿En dón-
42
de había visto antes su traje plateado, su cuello largo y su boca pensativa?
—En el Museo Metropolitano de Nueva York —me dijo ella sin volver la cabeza y sin mover los labios. En realidad no me lo dijo… aunque no estoy muy seguro. Más bien pienso que yo mismo lo recordé. Ella estaba de pie en las escalinatas de piedra, escrutando el cielo blanco, del cual caía una nieve pulverizada y blanquísima, que enriquecía sus cabellos de un halo centelleante y envolvía los muros y los troncos negros de los árboles del Central Park. «Es una mujer metálica», me dije aquella vez, contemplando su nariz helada y sus brazos cruzados.
Su abrigo de pieles estaba constelado de escamas metálicas formadas por
43
la nieve y toda ella relucía como una alhaja cincelada en platino, presidiendo el derrumbe de nieve… De pronto, en el elevador, pensé que era absurdo recordarla porque yo no había estado nunca en el Museo Metropolitano, ni conocía tampoco Nueva York. «Debe ser gringa y la debo haber visto por aquí»…, me dije sonriendo conmigo mismo. Volví a mirarla. Ella seguía con los ojos fijos en el tablero, muy seria. Su piel relucía como una camelia o más bien como un guante blanco ajustado a una mano y a un brazo perfectos. La oí reír.
—No, no soy gringa… —me dijo o yo creí oír. Vi ahora que su traje no era de plata sino de gabardina clara. Era el corte lo que lo hacía parecer plateado. La miré desde los cabellos hasta los pies. Era tan alta como yo y su hombro rozaba el mío. Llevaba los cabellos cortos y sus tobillos eran muy finos. Le miré la boca, no llevaba maquillaje. «¡Qué bonita!», pensé y me sentí muy desdichado. Una vena azul pálido su-
bía por su cuello como un camino delicado y se perdía entre la oreja y los cabellos claros. «Ya he visto ese camino», me dije sintiendo que una delicia fría me soplaba en la nuca. Recordé el balcón, era estrecho, de piedra, y ella estaba allí. Me acerqué por detrás para besar la vena azul de su nuca que se confundía con el cielo que entraba apenas por la rendija abierta de la torre; antes de que mis labios alcanzaran su piel, ella se lanzó por el aire. Abajo estaban los pinos recamados de nieve y yo transido como un viudo joven, permanecí de pie, llorando sin lágrimas mi desdicha, que ahora en el elevador se volvió insoportable. Para no verla, volví a mirar los números del tablero que ahora marcaban 1715. No me alarmé, en México se descompone todo. El elevador iba tan de prisa como una flecha y en ese instante atravesaba el cielo igual a un cohete. Los números del tablero saltaron en desorden y luego se quedaron fijos en el número 14. El elevador se detuvo. También yo me detuve. Me volví a mi compañera que, imperturbable, seguía viendo el tablero. —¡El catorce, joven…! —me dijo el elevadorista con voz impaciente. Su voz me expulsó del elevador. Me encontré en el pasillo de caucho encerado. Llamé en
45
seguida el otro elevador, quería bajar y esperar, para saber quién era la desconocida. Las puertas del elevador contiguo se abrieron. —¡Perdóneme, Javier!… ¿Ya se iba?… No pude llegar antes… —me dijo una voz jovial que me arrastró por el corredor: era don Ignacio. Entramos a su oficina de muebles de cuero rojo. En una esquina un hule invadía con sus hojas aburridas el muro forrado de plástico grisáceo. En los sillones dos hombres gordos agitaron el periódico que casi me había hecho atropellar al vendedor de diarios. —¡Qué escándalo están haciendo! —comentó don Ignacio. Inmediatamente los tres hombres se enfrascaron en una charla animada de palabras gruesas, de cuentas y de vacas. —¡Habrá que felicitar discretamente a Pancho!… — dijo uno de ellos haciendo con los dedos la señal de los pesos. —Su campaña fue magnífica, no entiendo cómo ahora se le cuelan encabezados como éste —dijo uno de ellos señalando las enormes letras: «QUE NO SE ACEPTE SU RENUNCIA». El hombre que hablaba era mi tío Ricardo y el otro era su socio don Joaquín. Ambos habían andado en la política y sus fortunas eran incalculables. «¡Qué suerte tuvo Ricardo, era tan listo para robar!», decía mi madre al hablar de su cuñado. No entiendo por qué en ese momento no reconocí a ninguno de los dos. Tal vez porque desde que avancé por el pasillo de caucho, conducido por mi futuro suegro, una enorme triste-
46
za cayó sobre mis hombros. Acababa de perder algo precioso, algo irrecuperable… La conversación de los
tres amigos, que la víspera me hubiera hecho saltar de júbilo, ahora me dejaba indiferente. Miré por los cristales del ventanal, el alto azul del cielo cubierto de tinieblas y hasta mí llegó una música que hacía girar las hojas de los árboles invisibles…
47
—¡Madrazo nos quería llevar a los tiempos del Trompudo!… —las palabras altisonantes del despacho golpearon los cristales como goterones de engrudo. Eran palabras que oía desde mi infancia: «Trompudo», «manada de indios», «me puso un cuatro», «con la mordida lo arreglé»… Ahora los tres hombres repetían una y otra vez ese lenguaje obtuso. —No se preocupe, don Ignacio, eso corre por mi cuenta… —me oí diciendo de repente. Don Ignacio pareció satisfecho. Ya no se hablaba de Madrazo, ahora se hablaba de las cuentas de la boda. Se discutía meticulosamente: adornos florales, música, bebidas, recepción, se hacía la lista de los invitados y los nombres de las gentes se revolvían con las marcas de los vinos. —Cuando menos una copa de champagne —opinó mi tío Ricardo. Un silencio acogió su proposición. «Cuando menos una copa de champagne», repitió varias veces. —Eso corre de mi cuenta —me oí diciendo otra vez. Los tres hombres prosiguieron sus cálculos. Yo miré el periódico y el titular: «QUE NO SE ACEPTE SU RENUNCIA». ¿Y si yo renunciara a la boda habría la misma protesta? Me hundí en el sillón: me faltaba valor. En ese momento, mis mayores me mezclaron con un pasado suyo, que me resultó obsceno; los burdeles desfilaron uno detrás de otro y los nombres de mujeres olorosas a talco y a especias de cocina me siguieron hasta el pasillo de caucho. Una vez en la acera me despedí de prisa. —Emita se va mañana a San Antonio a comprarse
48
el trousseau… No ponga esa cara, va con su mamacita… —agregó don Ignacio mirándome con malicia. Había olvidado a Ema y no me importaba lo más mínimo que fuera o no con su mamacita. Rehusé la invitación de don Ignacio y lo vi alejarse con sus amigos: iban a festejar mi boda y la renuncia de Madrazo. La última palabra que les escuché fue el nombre conocido de una prostituta. Caminé la calle Madero y entré a Sanborns. Tomaría cualquier cosa y luego iría a un cine. No tenía ganas de estar al alcance del teléfono: quería evitar a Ema. «¡Ema es un nombre pesado!», me dije mientras comía unas enchiladas. Y a partir de ese instante, mi única intención fue renunciar a la boda. Pero
¿cómo lograrlo? Había ido demasiado lejos. Pagué la cuenta. Cuando atravesaba el departamento de perfumería volví a ver a la joven del elevador: llevaba un hermoso frasco de sales de baño, nítido y translúcido como ella. Durante la proyección de la película estuve distraído. El mundo no era tan aparente como parecía,
49
existía otro mundo imprevisto, que era el revés del mundo en el que yo vivía y en el cual sucedía el amor, la música, la belleza… Me pareció que ese otro
mundo era inalcanzable para mí, carecía de la clave para penetrarlo.
50
Me iba a casar y nunca había pensado en que el amor fuera otra cosa que lo que Ema me ofrecía. ¿Qué me ofrecía? Una presencia terca y una fortuna… A la salida del cine, un viento helado soplaba en la Avenida Juárez, todavía había papeleros vendiendo en grandes titulares la renuncia de Madrazo. Me pareció que el titular había envejecido mucho en pocas horas. Era mi renuncia la que debería de aparecer en esas hojas grises… Esa noche dormí mal: viajé a lugares desconocidos en donde circulaban muertos tristes. Desperté dispuesto a romper con Ema, pero los días empezaron a pasar sin que yo diera un paso para lograr mis propósitos. Mi madre estaba satisfecha, todos estaban satisfechos y yo me dejaba llevar por los acontecimientos que se precipitaban con una velocidad peligrosa. Ema volvió de San Antonio y sus miradas significativas al enseñarme su «equipo» me desagradaron. ¿Cómo decirle mi decisión de renunciar a la boda? Mientras buscaba la ocasión, el mundo exterior continuaba su ritmo acostumbrado, salvo que las cosas, de pronto, tomaban sesgos inesperados: una mañana el cielo del zócalo se abrió en un hermoso túnel por el que desfilaron figuras luminosas e imprevistas, que en unos segundos se convirtieron en columnas de azogue. Después, al salir del Departamento Central,
me crucé con la joven del elevador. Se me había vuelto costumbre encontrarla. La veía por todas partes: en el Paseo de la Reforma, en una calle solitaria de las Lomas; en las canchas de tenis, jugando con una precisión asombrosa, mientras yo perdía la pelota por
51
seguir su juego matemático. ¿Quién era? Su silueta plateada se me había hecho familiar y si no hubiera estado
tan agobiado por la proximidad de mi boda, la hubiera abordado, aunque ella no parecía dispuesta a permitir ningún acercamiento, ninguna familiaridad. Estaba seguro de que la desconocida no me había mirado nunca… a pesar de que siempre me dirigía la palabra y me recordaba sucesos remotos y dolorosos… Cuando la crucé en el Departamento Central, tomé la decisión de romper esa misma tarde con Ema. —¡Madrazo es un tipo extraordinario! —afirmé en el salón de don Ignacio, envidiando su gesto libre y sintiéndome humillado por mi cobardía. Don Ignacio me miró con cautela, las paredes color de rosa permanecieron idénticas a sí mismas y Ema se movió inquieta: cruzó la
52
pierna y enseñó el liguero negro. —¿Extraordinario? —preguntó don Ignacio con sorna. —Nadie se atreve a renunciar a nada… —afirmé yo desfallecido de pánico. Mis palabras no obtuvieron respuesta. La familia de don Ignacio me miró en silencio. Era difícil para mí explicar que la famosa renuncia había quedado ligada con mi ignominiosa aceptación y que misteriosamente me venía al pensamiento una y otra vez. ¿Por qué no dije en ese momento que admiraba al político que había cometido un acto que yo era incapaz de realizar? Me despedí confuso y en dos días no volví a la casa de la calle de Montes Cárpatos. Por la noche mi habitación se llenó de acordes de pianos y en el cielo se borraron los reflejos. Esa
noche el suicidio reciente de un amigo me pareció comprensible: tampoco él había aceptado el fracaso… ¿Qué fracaso? No lo sabía. La volví a encontrar en la cafetería del cine París. En esos días yo iba mucho al cine. Era una manera de escapar a Ema y a las continuas citas con ella que se habían vuelto tan aburridas como las citas de negocios. Esquivaba besarla y a ella no parecía importarle gran cosa: «Te tengo para siempre», me decía sin decirme nada. Asombrado miraba su boca engrasada de un carmín aladrillado. ¿Sería verdad? En el cine sucedían cosas que a mí no me sucedían jamás, por eso me refugiaba en sus salas oscuras. Cuando la vi, bebía un ice cream de vainilla. Su traje era del color del helado, no tenía mangas, sino dos
53
volantes casi geométricos que más bien parecían alas pequeñas y erguidas. Ocupé una mesa cercana a la suya y su perfume metálico llegó hasta mi lugar. No me miró. Se inclinó y mordisqueó la pajuela, después sorbió el líquido helado sin cambiar de expresión. Se levantó y salió del café. La alcancé bajo la marquesina. —Señorita, ¿puedo acompañarla? Ella miró el gas neón que venía de los cristales de la marquesina. —¿Por qué no? —me dijo, aunque no sé si oí su voz o me la imaginé. La conduje a mi coche y se instaló junto a mí. No me miraba nunca. Estaba ocupada en mirar hacia el cielo a través del parabrisas. Me guió sin palabras hasta una callecita oscura de Coyoacán. Mientras manejaba le miré las piernas cruzadas: no llevaba medias y su piel relucía como la plata. Parecía no tener frío ni ocupar espacio. Estacioné el automóvil frente a una casa blanca y me volví a la desconocida, que permanecía impávida. La tomé en brazos y la sentí fría y líquida: como si abrazara a un río. Su boca fresquísima pareció entrar en la mía, disolverse y deshacerme en una sensación desconocida.
Abrió los ojos y se escapó de mis brazos, la vi de pie, en medio de la noche, y la seguí. Avanzó con la rapidez de una serpiente hasta la puerta de entrada y la empujó. Hacía todo sin ruido y como si no encontrara resistencia en los objetos. Entré tras ella y me encontré en un vestíbulo pequeño del que partía una escalera blanca y lechosa que conducía al sótano. La joven se quitó los zapatos y bajó los escalones con presteza. Yo fui tras ella, admirando sus talones parecidos a la
54
concha nácar y sus tobillos casi líquidos. Llegamos frente a una puerta pequeña, que ella abrió sin ruido y me hizo entrar en una habitación en donde había una cama de barrotes de madera oscura y un tapiz de pieles blancas. La colcha, las fundas de los almohadones, las cortinas y las porcelanas eran profundamente frías y blancas. Se recargó sobre la puerta cerrada y miró al techo con sus ojos clarísimos. Después, muy despacio, se bajó los tirantes del traje que formaban las alas que parecían nacer de sus hombros y descubrió su cuerpo desnudo en el que brillaban sus pechos como dos pequeños cúmulos de nieve. Quise acercarme, pero noté que ella continuaba descendiendo su traje, que cayó a sus pies. Quedó desnuda iluminando la habitación como una estrella radiante y mirando con sus ojos de estatua el techo bajísimo de su habitación.
Di unos pasos y con la punta de los dedos acaricié el contorno del cuerpo misterioso; ella, sin mirarme, avanzó hasta la cama y se recostó sobre la colcha blanquísima. «Tú no crees en la belleza», quizás imaginé que me decía, mientras su cuerpo alargado y desnudo parecía convertirse en un río luminoso. Por una ventana alta cubierta de una cortina de muselina blanca entraba apenas el resplandor de las estrellas. El cuarto era subterráneo y el cuerpo tendido junto a mí era de plata. No era de este mundo. Estar con ella fue como entrar en la veta luminosa de una mina secreta, en donde los tesoros ocultos reaparecen en formas cada vez más preciosas. Por instantes tenía la
sensación de no estar con nadie, aunque los placeres más inesperados me rodeaban.
55
El cuerpo se escurría de entre mis brazos y reaparecía allí mismo, cada vez más brillante, cada vez más translúcido. Yo repetía: «Te amo», «te amo», pero las palabras no significaban lo que sentía por ella.
56
—No me verás mañana… ¿verdad? Hice la tontería de jurarle que la vería todos los minutos de todos los días. No contestó, se enderezó en la cama como una hermosa fuente y señaló la luz que se filtraba por la ventanita pegada al techo de su cuarto. Después, saltó de la cama y se encaramó en un banquito que estaba abajo de la ventana, alzó los visillos blancos y miró abstraída las yerbas verdes que crecían en el suelo del jardín, que empezaba donde los cristales empezaban. Estábamos bajo tierra; arriba los verdes eran tiernos detrás de los cristales. —Son las seis de la mañana —dijo aspirando la frescura de las yerbas. Algo feroz me empujó de la cama. Me vestí de prisa y ya vestido me acerqué a la joven, que de pie en el taburete me miraba. Abracé sus rodillas cristalinas y me fui… —A la noche vengo —dije mirándola desde la puerta, asombrosamente perfecta, asombrosamente impúdica. Me recibieron los olores conocidos de mi casa y la voz de mi madre que en ese momento estaba desayunando. Sobre un sillón de su cuarto estaba un traje de terciopelo azul pavo. Aterrado, recordé que ese día me casaba. —Pillo… ¿cómo estuvo la despedida de soltero? A partir de ese instante el teléfono llamó sin cesar: siempre eran Ema y don Ignacio; querían cronometrar el tiempo y la salida para llegar juntos a San Jacinto. El atrio y las naves de la iglesia estaban atestadas de plumas y de faldas de raso. La boda olía a perfumes y a
57
incienso y junto a mí, cubierta de una maraña de velos opacos, Ema parecía muy satisfecha, mientras el padre profería amenazas. «Esta noche la iré a ver», me repetía una y otra vez, mientras su cuerpo desnudo se paseaba líquido entre los altares. En la sacristía
se acercó a mí y me besó en la boca mientras todos me daban la mano en señal de duelo. La vi desaparecer entre los invitados como una delgada columna de azogue… En Acapulco no he visto absolutamente nada. Ema me cubre como una espesa capa de tierra, inconmovible a cualquier milagro. Sé que no voy a recuperarla, es el castigo por haber renunciado a la belleza… Nunca más hallaré la preciosa veta… porque ahora sé que ella era Mercurio…
Era Mercurio de Elena Garro fue publicado en 1964 en La semana de colores, Xalapa: Universidad Veracruzana, Ficción, #58, 217 págs.
58
“¿Qué hora es…?” Elena Garro
—¿Qué hora es, señor Brunier? Los ojos castaños de Lucía recobraron en ese instante el asombro perdido de la infancia. El señor Brunier esperaba la pregunta. Miró su reloj pulsera y dijo marcando las sílabas para que Lucía entendiera bien la respuesta: —Las nueve y cuarenta y cuatro. —Faltan todavía tres minutos… ¡qué día tan largo! Ha durado toda la vida. ¿Dios me regalará esos tres minutos? Brunier la miró unos segundos: recostada, con los ojos muy abiertos y mirando hacia ese largo día que había sido su vida. —Dios le regalará muchos años —dijo el señor Brunier, inclinándose sobre ella y mirándole los ojos castaños: hojas marchitas que un viento frío barría en aquel momento lejos, muy lejos de ese cuarto estrecho. —Alguien está entrando en este cuarto… el amor es para este mundo y para el otro. ¿Qué hora es, señor Brunier?
61
Brunier volvió a inclinarse para ver aquellos ojos color té, que empezaban a irse, girando por los aires como hojas. —Las nueve y cuarenta y siete, señora Lucía —dijo con tono respetuoso mirando a los ojos, que ahora parecían estar tirados en cualquier acera. —Las nueve y cuarenta y siete —repitió supersticioso y deseando que ella lo oyera. Pero ella estaba quieta, liberada de la hora, tendida en la cama de un cuarto barato de un hotel de lujo.
Brunier le tomó una mano, tratando de hallarle un pulso que él sabía inexistente. Con mano firme le bajó los párpados. El cuarto se llenó de un silencio grave, que iba del techo al suelo y de muro a muro. Sobre una maleta marchita estaba la chalina de gasa color durazno. La cogió y la extendió sobre el cadáver. Apenas hacía bulto en la cama. El pelo sepia formaba una mancha desordenada debajo de la gasa. Brunier se dejó caer en un sillón y se quedó mirando los cristales brillantes de las ventanas. Afuera los automóviles de colores claros se llenaban y se vaciaban de jóvenes ruidosos. ¿Cuántos años hacía
que, metido en aquel uniforme verde y dorado, cuidaba la puerta del hotel? Veintitrés años. Así se le había ido la vida. Le pareció que sólo había abierto la puerta a malhechores. La banda era interminable y los «Buenos días», «Buenas tardes» y «Buenas noches», también interminables. Sólo la señora Mitre le había dicho al entrar: «¿Qué horas son?». La recordó perfectamente: venía seguida de dos mozos que le llevaban las maletas. No era demasiado joven, tal vez ya llegaba a los
62
treinta años. Sin embargo, al pasar junto a él le sonrió con una sonrisa descarada. «Las señoras no sonríen así, sólo los muchachos», se dijo Brunier. Y para colmo, aquella señora le guiñó un ojo. Se sintió desconcertado. La viajera llevaba al cuello una amplia chalina de gasa color durazno cuyas puntas flotaban a sus espaldas como alas. Uno de los extremos de la chalina se quedó prisionero en una de las puertas y la sonriente extranjera dio un paso hacia atrás al sentirse estrangulada por la gasa. Brunier se precipitó a liberar la prenda y luego se inclinó respetuosamente ante la viajera. —¡Gracias, gracias! —repitió la señora con un fuerte acento extranjero. Brunier hizo una nueva reverencia dispuesto a retirarse. La extranjera lo detuvo sonriente. —¿Cómo se llama? —Brunier —contestó avergonzado por la falta de discreción de la señora. —¿Qué hora es, señor Brunier? Brunier vio su reloj pulsera. —Las seis y diez, señora. —El avión de Londres llega a las nueve y cuarenta y siete, ¿verdad? —Creo que sí… —contestó el portero. —Faltan tres horas y treinta y siete minutos —dijo la desconocida con voz trágica.
63
La extranjera cruzó el vestíbulo del hotel a grandes pasos. Su abrigo corto dejaba ver dos piernas delgadas y largas, que caminaban, no como si estuvieran acostumbradas a cruzar salones, sino a correr de prisa por las llanuras. Se inscribió en el hotel como Lucía Mitre, recibió su llave y anunció con desenvoltura: —Reserven el cuarto 410 para el señor Gabriel Cortina, que llega hoy en el avión de Londres a las nueve y cuarenta y siete minutos. El cuarto 410 estaba al lado del cuarto 412, el número que le había tocado a ella. Durante varios días la señora Mitre comió y cenó en su habitación. Nadie la vio salir. El cuarto 410 permaneció vacío. En la vida del hotel llena de grupos de gentes que entran y salen, de fiestas, de automóviles que se detienen a sus puertas, estos hechos insignificantes pasaron inadvertidos. Sólo Brunier espiaba
con atención las entradas y salidas de los clientes, esperando ver reaparecer a la señora de la chalina color durazno, que le había guiñado un ojo y preguntado la hora. Con discreción indagó entre las doncellas y los camareros. —¿Qué? ¿La sudamericana? Está tocada. Se arregla, se sienta en un sillón y pregunta: «¿Qué hora es?». Marie Claire, después de imitar la voz y los ademanes de la extranjera, se echó a reír. —¡Qué manía! A mí también no hace sino preguntarme la hora —dijo Albert, el camarero que le llevaba los desayunos. —Algo le pasa —comentó Brunier pensativo. —Está esperando a su amante… —exclamó Marie Claire soltando una carcajada rencorosa.
64
Brunier escuchó las confidencias y siguió cuidando la gran puerta de entrada. Pasaron dos meses. De la gerencia del hotel le preguntaron a la señora Mitre si pensaba seguir guardando la habitación 410. —¡Claro! El señor Gabriel Cortina llega hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete —contestó ella con aplomo. —¡Es una extravagante! —dijeron en la administración. —Los ricos pueden serlo. ¿Qué le importan esos francos si en su país tiene cien mil caballos y trescientas mil vacas? —replicó mademoiselle Ivonne con voz amarga y dejando por unos momentos las cuentas para entrar en la conversación. —Todos los sudamericanos tienen muy buenas vacas y muy malas maneras. Como carecen de ideas están llenos de manías —dijo el señor Gilbert, asomándose por encima de su cuello duro. La señora Mitre no tenía tantas vacas y al terminar el tercer mes no tuvo con qué pagar la última cuenta del hotel. El señor Gilbert subió a su habitación. La señora Mitre le abrió la puerta sonriente, lo hizo pasar y le ofreció asiento. —Señora, lo siento, estoy realmente desconcertado, pero… debe usted mudarse de hotel. —¿Mudarme? —preguntó la señora asombrada. El señor Gilbert guardó silencio. Después asintió gravemente con gestos de la cabeza. —No puedo mudarme. Aquí estoy esperando al señor Gabriel Cortina. Él llega hoy en la noche, en el avión de las nueve cuarenta y siete. ¿Qué diría si no
65
me encontrara? Sería una catástrofe. ¡Una verdadera catástrofe! El señor Gilbert estaba apenadísimo. La cuenta del hotel no había sido cubierta. —Según tengo entendido, la señora no tiene dinero para cubrir la cuenta. —¿Dinero? No, no tengo nada —dijo la señora echando la cabeza para atrás y riendo de buena gana. —¿Nada? —preguntó el señor Gilbert aterrado. —¡Nada! Lo que se dice nada —aseguró ella sin dejar de reír. El señor Gilbert la miró sin entender lo que ella le decía. Realmente era aterradora la confesión de la señora que tenía delante. —¿Por qué duda usted de su palabra si me dijo que llegaba hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete…? —No, no lo dudo… —dijo Gilbert desconcertado. La señora Mitre lo miró un rato con sus ojos color té. Luego pareció nerviosa, se torció las manos y acercó mucho su rostro al del señor Gilbert. —¿Qué hora es…? —preguntó inquieta. —Las cuatro y cinco —contestó el hombre casi a pesar suyo. Las tardes eran ahora muy cortas y por las ventanas entraba el oscurecer gris y frío. El señor Gilbert encendió una lámpara que estaba sobre una consola y su luz rosada iluminó la cara pálida de la señora Mitre. Era duro decirle a aquella mujer sonriente y delicada que debía desalojar el cuarto, ahora mismo. La miró con valor.
66
—¡Señora…! Ella se volvió hacía él, sonriendo con aquella sonrisa de muchacho de campo y le guiñó un ojo. —Sí, señor… —Si pudiera usted, al menos, dejar algo… —¿Algo? —preguntó ella asombrada y descruzando las piernas. —Sí, algo de valor —dijo el señor Gilbert impaciente. ¿Por qué le tocaría a él precisamente venir a decirle a la señora Mitre esta estupidez? Lucía Mitre apoyó los codos sobre las rodillas, sostuvo la cara entre sus manos y lo miró con fijeza como si no entendiera lo que le pedía. Gilbert guardó silencio. No se le ocurría agregar ninguna palabra. —¡Ah! ¿De valor? —repitió Lucía, como para sí misma. Entrecerró los ojos y volvió a cruzar las piernas. De pronto se llevó las manos a la nuca y con decisión se quitó el collar de perlas de varios hilos que llevaba puesto. —¿Esto? —dijo extendiendo las manos que sostenían las perlas. El señor Gilbert apreció desde lejos sus reflejos tornasoles y pareció tranquilizarse. —Son muy caras… Cuánto rogué para que me las regalaran. ¿Ya ve? Nadie sabe para quién ruega. Si Ignacio supiera… —agregó como para sí misma. El señor Gilbert no supo qué contestar. Lucía le tendió el collar con un gesto amplio. —Ignacio es mi marido —dijo a modo explicativo. —¿Su marido?… —preguntó Gilbert al mismo tiempo que recogía la alhaja. —Sí, mi marido…
67
Madame Mitre se quedó mirando al vacío, como si la palabra marido la hubiera transportado a un mundo hueco. —Es una historia muy complicada. ¿Verdad que las complicaciones son odiosas, señor…? —Gilbert —contestó su interlocutor casi mecánicamente. —Gilbert —completó ella su frase trunca. Las palabras de Lucía sonaban irreales en la habitación de luz rosada. Su voz salía con lentitud y parecía que no iba dirigida a nadie. Las frases apenas dichas rodaban frágiles por el aire y caían sin ruido sobre la alfombra. Lucía miró a Gilbert, para que éste
no olvidara lo que iba a decirle. —Ahora comprende usted por qué Gabriel Cortina llega esta noche en el avión de las nueve y cuarenta y siete, ¿verdad? Gilbert guardó silencio y guardó el collar para examinarlo más tarde con calma. La voz corrió entre los empleados del hotel: «La señora Mitre entregó un fabuloso collar de perlas, para seguir esperando la llegada de su amante». El rumor llegó a los oídos de Brunier. Habían pasado ya cinco meses desde la tarde en que la señora Lucía le había guiñado un ojo, y Brunier, a pesar de no haberla visto más, no la había olvidado. Esperaba siempre que apareciera la larga chalina flotante y la sonrisa hospitalaria. El cuarto 410 había sido ocupado por un sinfín de viajeros, que se dirigían a las montañas de Austria o a los soles de España y Portugal y la señora Mitre permanecía invisible en el cuarto 412 del hotel. Bru-
68
nier estaba intranquilo. Sabía que más tarde o más temprano, la señora se acabaría las perlas, una por una, y entonces tendría que irse a la calle. Esta idea lo mortificaba. —Señorita Ivonne, ¿cuántas perlas le quedan todavía a la señora Mitre? —preguntó Brunier, temeroso de la respuesta. —Veintidós —contestó Ivonne. —¿Y después? —Después, ¡up! —contestó Ivonne haciendo sonar los dedos. —Hay que hablar con ella —dijo Brunier pensativo.
69
—No lo va a escuchar. Está esperando a su amante, que no va a llegar —dijo Ivonne convencida. —Lo que hace es una niñería —insistió el señor Brunier. El domingo por la tarde, el señor Brunier subió al cuarto 412. Se alisó los cabellos antes de llamar. Sentía que iba a cumplir con una misión importante y que no debía fallar en sus gestiones. Lucía Mitre le abrió la puerta. Lo miró sonriente, lo invitó a pasar y le ofreció asiento con su mismo gesto amplio y alegre. —Realmente, tiene buenas maneras. Sólo que no me escuchó. Lo único que logré fue convencerla de que se mudara al cuarto 101, pues así tendrá dos días por cada perla. Mañana temprano le bajo las maletas —comentó Brunier más tarde. —Esta historia empieza a ponerme nervioso —dijo Albert. —¿Y el tal Gabriel, en dónde está? —preguntó exasperada Marie Claire. —A lo mejor no existe. A lo mejor ella lo inventó —dijo Mauricio, uno de los elevadoristas. —Es muy posible. Si no, ya hubiera dado señales de vida —asintió Marie Claire. Más tarde Ivonne atrapó al señor Brunier en los vestidores. Hasta ella había llegado la hipótesis de Mauricio y quería consultarlo con el viejo portero, que parecía tener tanto interés en la extranjera. —¿Sabes, Brunier, que nunca ha recibido carta de ningún lado del mundo? —¿Y ella no pregunta si ha tenido correspondencia? —preguntó Brunier pensativo.
70
—No, no dice nada. Sólo pregunta la hora. Dice que su reloj va muy despacio —explicó Ivonne con avidez. —Pero tiene que haber vivido antes en algún lugar. No me diga que se apareció ¡así!, de pronto, en la mitad de París. Durante muchos días Lucía Mitre vivió en el cuarto 101. Sólo los criados la veían. Comía y cenaba en su habitación y no hablaba con nadie. De pronto el señor Gilbert volvió a visitarla. Otra vez debía pedirle que abandonara el hotel. Pero Lucía buscó sonriente en su alhajero unos aretes de diamantes y se los entregó al visitante. Brunier subió al cuarto 101. Quería convencer a la señora Mitre de algo muy penoso: que se mudara a un hotel más barato. De esa manera sus diamantes se convertirían en muchos días. —¿Muchos días…? Pero si Gabriel llega hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete minutos. ¿Por qué tienen ustedes tanta prisa…? ¿Nunca han visto a nadie que espere a su amante todo el día? —Sí… un día —dijo Brunier. —¿Entonces…? ¿Qué hora es? —dijo ella. —Las doce y media de la mañana —contestó Brunier mirándola con desesperación. —Bueno, pues dentro de nueve horas y diecisiete minutos llega Gabriel… Lucía agachó la cabeza, parecía cansada. Se miró las puntas de los pies y se arregló los pliegues de su falda de seda color durazno. Después sonrió levemente al portero; éste, se sintió avergonzado. Nada de lo que él pudiera decirle resultaba válido, porque Lucía
71
Mitre giraba como una mariposa alrededor de un fuego que él no percibía, pero que estaba allí, en la misma habitación, cegándola. —Claro, señor Brunier, que el tiempo se ha vuelto de piedra… cada minuto que pasa es tan enorme como una roca enorme. Se construyen ciudades nuevas que florecen, decaen y desaparecen, y van pasando las ciudades y los minutos; y el minuto de las nueve y cuarenta y siete llegará cuando hayan pasado estos minutos de piedra con sus enormes ciudades, que están antes del minuto que yo espero. Cuando suene ese instante la ciudad de los pájaros surgirá de este amontonamiento de minutos y de rocas…
72
—Sí, señora —dijo Brunier con respeto. —Estoy muy cansada… muy cansada… son las piedras —agregó Lucía mirando con sus ojos fatigados al portero. Después, como si hiciera un esfuerzo, le hizo un guiño y sonrió con su sonrisa abierta de muchacho. Brunier quiso devolverle la sonrisa, pero lo invadió una tristeza inexplicable, que lo dejó paralizado. —De niña, señor Brunier, el tiempo corría como la música en las flautas. Entonces no hacía sino jugar, no esperaba. Si los grandes jugáramos, acabaríamos con las piedras adentro del reloj. En ese tiempo el amor estaba afuera de las tapias de mi casa, esperándome como una gran hoguera, toda de oro, y cuando mi padre abrió el portón y me dijo: «¡Sal, Lucía!», corrí hacía las llamas: mi vocación era ser salamandra… Brunier supo que la señora Lucía estaba hechizada. ¿Pero, por quién o por qué? —¿Y usted, señor Brunier, cuántas salamandras tuvo? —preguntó Lucía con interés, como si de pronto recordara que debía hablar más de su interlocutor y menos de ella misma. —Dos, pero ellas son verdaderas salamandras, no se quemaron en el fuego —contestó Brunier. Después de la visita del portero, la señora se quedó aún más quieta. Nunca tocaba el timbre ni pedía nada. Acabaron por mandarle las bandejas casi vacías. El señor Gilbert la visitaba de cuando en cuando y se llevaba una por una sus alhajas. Le preocupaba aquella presencia constante en el cuarto más barato del hotel. La primavera pasó con sus racimos de nieve y cubriendo a los castaños; se deshojó el verano en
73
un otoño amarillo, volvió el invierno con sus teteras humeantes, y Lucía Mitre siguió preguntando la hora, encerrada en su cuarto. El señor Gilbert la tenía muy presente. —Señora, ¿no sería conveniente que le escribiera usted a su marido? —¿A mi marido?… ¿Para qué? —Para que haga algo por la señora… para que la recoja. Un señor mexicano es, dondequiera, siempre un caballero. —¡Ah! Sí, él es el mejor de los hombres. Siempre le viviré agradecida, señor Gilbert. Si usted supiera… vivimos casados ocho años… Nunca olvidaré las noches que pasé en la habitación inmensa de su casa. Mi suegra me oía llorar y venía envuelta en un kimono japonés… La señora Mitre guardó silencio, como si oyera venir los pasos de aquella mujer a la que por primera vez nombraba. El señor Gilbert miró hacia la puerta, tuvo la impresión de que alguien envuelto en un traje oriental entraba sin ruido en la habitación. La señora Mitre se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Gilbert se puso de pie. —¡Señora! Por favor… —El cuarto era enorme, estaba lleno de espejos y yo me sentía muy sola. Eso enojaba a mi suegra… ¿Le parece muy mal, señor Gilbert? —No, no, me parece natural —contestó Gilbert ruborizándose. —A Ignacio lo veía en el comedor. El día que me escribió la carta me extrañó mucho, porque podía ha-
74
bérmelo dicho en la comida. Luego vi que ésa era la mejor manera de decirme algo tan delicado. ¿Quiere usted leerla? Gilbert no supo qué decir. La señora Mitre se levantó con presteza y buscó adentro de su maleta un pequeño cofre de madera muy olorosa. Al abrirla respiró con deleite el perfume y exclamó: —¡Es de Olinalá! Luego encontró una carta escrita tiempo antes y leída muchas veces, y la entregó a Gilbert con aquel gesto suyo, amplio y sonriente, que tomaba siempre que tenía que dar algo, ya fueran sus perlas, sus brillantes, o su carta. —¡Léala, por favor! El señor Gilbert recorrió la carta con los ojos sin entender nada. La carta estaba escrita en español, sólo alcanzó a descifrar la firma: «Ignacio». Movió la cabeza, como si entendiera el contenido de aquella carta, la dobló con cuidado y quiso guardarla como las perlas, para que alguien se la tradujera más tarde. Pero Lucía Mitre tendió la mano y a él no le quedó más remedio que entregarla. —¿Ve usted? —dijo ella con simplicidad. Luego se puso de pie, alcanzó una cerilla y le prendió fuego al papel. Gilbert no pudo impedir su gesto y la carta se retorció en las llamas, hasta convertirse en una telita negra que cayó hecha añicos. —¿Ahora ya no sirve, verdad? —preguntó asombrada. —No, ya no sirve —comentó Gilbert descorazonado. Estaba seguro de que esa carta quemada contenía el secreto de Lucía Mitre.
75
—¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo falta para las nueve y cuarenta y siete? —Cuatro horas y veintitrés minutos —dijo el señor Gilbert con voz melancólica. —¡Cuatro horas…! —Mientras dan las nueve, ¿por qué no sale usted a dar un paseo por París? Si viera qué hermosos están los muelles, llenos de libros, de paseantes… —¿Una vuelta?… No, no puedo. Me voy a arreglar un poco… estoy tan nerviosa —dijo tocándose la cara con angustia. El señor Gilbert vio sus mejillas hundidas y sus manos delgadas y temblorosas. —Es usted muy bella, señora Mitre —dijo convencido de que la tragedia embellece a sus personajes. La luz que rodeaba a la mujer que tenía sentada frente a él, era una luz que se alimentaba de ella misma. Toda ella ardía adentro de unas llamas invisibles y luminosas. Tuvo la impresión de que pronto no la vería más. Admiró los huesos calcinados de sus pómulos y de sus dedos translúcidos. ¿Cuándo, y cómo, y por qué, había entrado en aquella hermosa dimensión suicida?
Se sintió grosero junto a la dama vestida de color durazno que se transmutaba cada día más en una materia incandescente que a él le estaba vedada. —Después de esa carta ya no podía quedarme en la casa de Ignacio… Recuerdo que la noche de la cena, la seda de las paredes del comedor ardía en llamas pequeñísimas, y que las flores de la mesa olían con la frescura que sólo se encuentra en los jardines. Cuando vi las manos de Ignacio y de Emilia acariciándose
76
77
sobre el mantel, me parecieron las manos desconocidas de personajes desconocidos. En ese momento me fui a vivir a otro palacio, aunque aparentemente seguí durmiendo en el cuarto de la casa de Ignacio. Por las noches después de la visita de mi suegra entraba Gabriel… ¿Usted conoce México? Pues Gabriel es como México, lleno de montañas y de valles inmensos… Siempre hay sol y los árboles no cambian de hojas sino de verdes… La señora Mitre se quedó buscando aquellos soles brillando sobre las copas de los árboles de su país. Gilbert la dejó acompañada de sus fantasmas. «Su marido y su amante la engañaron», se dijo, mientras llegaba a su despacho y se sintió responsable de la suerte de aquella mujer. Durante los dos meses que todavía vivió en el hotel, el señor Gilbert se negaba a comentarla. —¡Por favor! No me hablen de la señora Mitre… Me da escalofríos. Ahora Lucía Mitre estaba cubierta con su chalina de gasa color durazno. Una ira antigua y caballeresca se apoderó de Brunier; «¡pobre pequeña!», se dijo pensando en Gabriel. «¡Pobre pequeña!». se repitió recordando a Ignacio. Debía advertir a Gilbert de lo que acababa de ocurrir en el cuarto 101. Los divanes y las sillas de época cubiertas de sedas de color pastel, los espejos, los ramos de flores silvestres y las alfombras color miel, le dieron la sensación de entrar al centro tibio del oro. Contempló a las parejas reflejadas en las luces de los espejos, deslizándose frágiles por caminos invisibles y perfumados,
78
en busca de amores que quizás apenas durarían unas horas. Pa-
recían hermosos tigres olfateando intrincados vericuetos y tuvo la impresión de que algunos de aquellos personajes fugaces se quedarían tal como Lucía, prendidos a un minuto irrecuperable.
Brunier se acercó a Gilbert, que de pie, muy sonrosado y vestido con su impecable jacquet, sonreía a una de aquellas parejas elegidas. Esperó unos minutos. —La señora Lucía acaba de morir —anunció sin dejar traslucir su emoción. —¿Qué dice? —preguntó Gilbert adoptando el rostro más inexpresivo que encontró. —Que la señora Lucía Mitre acaba de morir —repitió Brunier sin cambiar de actitud. —¡Qué desdicha! —exclamó el señor Gilbert en voz baja. Luego atendió sonriente a una cliente que le preguntaba por el bar. —Voy a llamar a la policía. Hay que evitar que los clientes se den cuenta de lo sucedido.
79
—Murió exactamente a las nueve y cuarenta y siete minutos —explicó Brunier con una voz que quiso ser natural.
80
Gilbert iba a decir algo, pero la llegada de un cliente lo distrajo. El cliente era joven, llevaba una raqueta en la mano y su rostro era asoleado y sonriente. Con voz juguetona, explicó que desde hacía once meses, una amiga suya le había reservado el cuarto 410. No sabía si la reservación se había hecho a nombre de su amiga: Lucía Mitre, o al suyo: Gabriel Cortina. —Pero es lo mismo —explicó sonriente. Gilbert, asombrado, no supo qué decir, buscó en los ficheros y vio que el cuarto 410 estaba vacío. Cogió la llave y se la tendió al joven que distraído daba golpecitos en el escritorio, con el filo de su raqueta. Gilbert y Brunier, mudos por la sorpresa, vieron cómo se alejaba Gabriel Cortina, rumbo a los elevadores. Iba jugando con la llave, ajeno a su desdicha. Sus pantalones de franela y su saco sport le daban una elegancia infantil y americana. Los dos hombres se miraron consternados. Deliberaron unos momentos y decidieron que cuando llegara la policía explicarían lo sucedido al recién llegado. —¡Es una catástrofe! —¡Una verdadera catástrofe! A las diez y media de la noche tres hombres correctamente vestidos cruzaron el vestíbulo del hotel acompañados de Brunier y de Gilbert. Los cinco hombres subieron primero al cuarto 410, para decirle a Gabriel Cortina lo sucedido. Llamaron a la puerta con suavidad. Al ver que nadie contestaba a sus repetidas llamadas decidieron abrir con la llave maestra. Encontraron el cuarto vacío e intacto. Brunier y Gilbert se miraron atónitos, pero recordaron que el
81
cliente no llevaba más equipaje que su raqueta. Buscaron la raqueta sin hallarla. Entonces llamaron a los criados, pero ninguno de ellos había visto al joven que buscaban. Los tres policías revisaron el baño y los armarios. Todo estaba en orden: nadie había entrado en aquella habitación. Perplejos, los cinco hombres bajaron a la administración; tampoco allí, ninguno de los empleados, ni siquiera Ivonne, recordaba la llegada de aquel huésped. La llave del cuarto 410 estaba colgada en el fichero, intocada. Gilbert y Brunier discutieron acalorados con el personal de la administración la presencia de Gabriel Cortina en el hotel. Los policías ordenaron pesquisas que resultaron inútiles, pues el joven risueño, propietario de la raqueta, no apareció en ninguna parte del hotel. Había desaparecido sin dejar huella. Después de muchas discusiones adoptaron la hipótesis de que habían sido víctimas de una alucinación. —Fue el deseo de que llegara —aceptó vencido y melancólico el señor Gilbert. —Sí, eso debe haber sucedido, los dos la amábamos —confesó Brunier. Los tres policías se enternecieron con lo sucedido. Uno de ellos era de la Bretaña y contó que en su país sucedían cosas semejantes. Sombríos, los cinco hombres se dirigieron al cuarto de Lucía Mitre para terminar con su triste diligencia. Al entrar en la habitación los policías se quitaron los sombreros y se inclinaron respetuosos ante el cuerpo de la señora.
82
Brunier, solemne, señaló a los pies de la cama. —¡Ahí está! —dijo casi sin voz. Sus cuatro acompañantes vieron la raqueta blanca depositada con descuido a los pies de la cama de Lucía Mitre. Se lanzaron nuevamente a la búsqueda del joven propietario de la raqueta, pero su búsqueda fue infructuosa, pues el cliente risueño, tostado por el sol de América, no volvió a aparecer nunca más en el Hotel del Príncipe. Gilbert se inclinó por última vez sobre el rostro de Lucía Mitre, también ella se había ido para siempre del hotel, pues en su rostro no quedaba de ella nada.
¿Qué hora es? de Elena Garro fue publicado en 1964 en La semana de colores, Xalapa: Universidad Veracruzana, Ficción, #58, 217 págs.
83