PERFIDIA
Proceso de creaciรณn
Examen de seguimiento 2017
Perfidia Proyecto realizado para medios editoriales 2016 Diseño general por Duvan Soto Elkin Duván Soto Barón CC 1012436012 Elkind.sotob@gmail.com Elkind.sotob@utadeo.edu.co 7764877
PERFIDIA
Indice
¿Qué es?
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Proceso
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Tipografía
12
Paletas de color
18
Ilustración
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Diagramación
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Derrotero
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¿Qué es? Contexto
Perfidia es un libro de cuentos que se desarrolla a través del concepto de la traición y la venganza, en este se buscó que por medio de la gráfica se denotarón estas ideas haciendo uso de la tipografía, la paleta tonal, la ilustración y la diagramación.
Examen de seguimiento
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Para desarrollar el libro se presentó una limitación, el libro debía de ser a dos tintas, en el proceso se escogió una paleta de color que se adaptara a eso, se buscaron diferentes familias tipográficas y se jugó con la diagramación de las paginas para que favoreciera al concepto que se manejaba.
Proceso
¿Qué se hizo?
•
Tipografia
•
Paletas de color
•
Ilustración
•
Diagramación
Examen de seguimiento
Limitantes Maximo dos tintas
Formato media carta 33p0
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51p0
Se seleccionaron dos familias tipográficas una para el cuerpo de texto y otra para los títulos y subtítulos: Taviraj
Tipografía
Esta tipografía fue seleccionada para el cuerpo de texto, los cuentos que se encuentran dentro del libro de cuentos, son en su mayoría antiguos y clásicos, estos cuestos hablan de manera violenta la temática de la traición, esta tipografía posee una morfología clásica y sus remates terminan en punta dando la sensación de violencia.
Roboto
Esta tipografía se seleccionó para los títulos y subtítulos, se seleccionó porque era necesario unos títulos con fuerza sin que llegaran a ser pesados y las características de esta lo permitían.
Taviraj
Tipografía
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Light Italic
abcdefghijklmnñopqrstvwxyz ABCDEFGHIJKLMNÑOPQRSTVWXYZ 1234567890
Regular
abcdefghijklmnñopqrstvwxyz ABCDEFGHIJKLMNÑOPQRSTVWXYZ 1234567890 Italic abcdefghijklmnñopqrstvwxyz ABCDEFGHIJKLMNÑOPQRSTVWXYZ 1234567890
Bold italic
abcdefghijklmnñopqrstvwxyz
ABCDEFGHIJKLMNÑOPQRSTVWXYZ 1234567890
Remates agudos y el cuerpo de texto asemeja a las tipografias clasicas.
Roboto
Thin
abcdefghijklmnñopqrstvwxyz ABCDEFGHIJKLMNÑOPQRSTVWXYZ 1234567890
Regular
abcdefghijklmnñopqrstvwxyz ABCDEFGHIJKLMNÑOPQRSTVWXYZ 1234567890
Medium
abcdefghijklmnñopqrstvwxyz ABCDEFGHIJKLMNÑOPQRSTVWXYZ 1234567890
Black
abcdefghijklmnñopqrstvwxyz ABCDEFGHIJKLMNÑOPQRSTVWXYZ 1234567890
Tipografia con gran variedad de pesos y sin serifas, por lo que su uso es adecuado en titulos
Tipografía
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Capitulares Para las capitulares se abordaron tres líneas del cuerpo de texto con la fuente Roboto.
Primer párrafo Los primeros párrafos de cada capítulo inician con capitular y sin sangrado de primera línea.
E
stacioné el cacharro en la esquina de la casa de Keenan, permanecí un momento sentado en la oscuridad y luego paré el motor y bajé del coche. Al cerrar la portezuela, pude oír el ruido de la herrumbre que se desprendía de los largueros y caía al suelo. Aquello no podría seguir así por mucho más tiempo. Notaba la dureza del arma contra mi pecho al caminar. Era un Colt 45, el Colt de Barney. Serviría para la faena y, además, daba a todo el asunto un sentido de cruda justicia. La casa de Keenan era un monstruosidad arquitectónica que se extendía sobre medio acre de terreno, llena de ángulos inclinados y tejados de pendiente pronunciada tras un valla de hierro. Tal y como esperaba, la puerta de la valla estaba abierta. El sargento se presentaría más tarde. Me dirigí al camino de acceso, sin apartarme de los arbustos, y agucé el oído para distinguir cualquier sonido extraño
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Cuerpo de texto El cuerpo de texto posee 5p0 de sangrado en la primera línea, para marcar el cambio de párrafos, la tipografía es taviraj esta en 11p0, la fuente permite buena legibilidad, manejo de espacio y es fácil solucionar errores como huérfanas y calaveras con este puntaje.
sábana blanca, que lo envolvía.
Bram Stoker
—Parece una crisálida, ¿verdad? Jack, si alguna vez el alma del ser humano se ha representado como una mariposa, la que ha salido de esta crisálida debe de ser muy hermosa y sus alas deben de tener todos los colores del arco iris. ¡Mira!
Bram Stoker
Y descubrió el rostro del cadáver. Era horrible, parecía como si estuviera teñido de sangre. Pero le reconocí ense—Ése estaba aún peor, pero debió de Jacob ser un gran compaguida. ¡Era Settle!
Marcadores de página y sección
ñero. La lucha bajo el agua tuvo que ser espantosa. No había más que ver cómo le chorreaba la sangre por las extremidades. Al mirarle, parecía como si tuviera estigmas. Estoy seguro de que el valor de ese hombre podría haber cambiado el mundo por completo. Con él se abrirían las puertas del Cielo. Mira esto. No es que sea muy agradable, sobre todo antes de cenar, pero eres escritor y se trata de un caso extraño. Hay algo que no puedes perderte, casi seguro que nunca vas a ver algo parecido.
Mi amigo tiró de la sábana hacia atrás. Tenía las manos En los Marcadores de página y sección se cruzadas sobre el pecho púrpura, como si alguien buen aún peor, pero debió de ser un gran compa —Ése estaba usó ladetipografía robobo en italic, generando corazón se hubiera preocupado en colocárselas así. Cuando ñero. La lucha bajo el elementos agua tuvo que ser espantosa. No más peso que los demás las vi, mi corazón empezó a latir con fuerza y se me vino a había más que ver cómo tipográficos la mente aquel sueño suyo tan terrible. Aquellas valientes de la página. le chorreaba la sangre por las ex tremidades. Al mirarle, parecía como si tuviera estigmas Mientras hablaba, me llevó hacia el depósito de cadáveres manos estaban inmaculadas, no tenían ni el más mínimo del hospital. En el ataúd había un cuerpo cubierto con una Estoy seguro de que el valor de ese hombre podría habe sábana blanca, que lorastro envolvía. de tinte.
cambiado Mientras le miraba, supe que el maldito sueño había el mundo por completo. Con él se abrirían la puertas del Cielo. Mira esto. No es que sea muy agradable terminado para siempre. Aquella alma noble había encontrado la forma de cruzar la puerta. Las manos, apoyadas en antes de cenar, pero eres escritor y se trata de sobre todo Y descubrió el rostro del cadáver. Era horrible, parecía de culpa. la túnica blanca que le cubría, estaban limpiasun caso extraño. Hay algo que no puedes perderte, cas
—Parece una crisálida, ¿verdad? Jack, si alguna vez el alma del ser humano se ha representado como una mariposa, la que ha salido de esta crisálida debe de ser muy hermosa y sus alas deben de tener todos los colores del arco iris. ¡Mira!
como si estuviera teñido de sangre. Pero le reconocí enseguida. ¡Era Jacob Settle! Mi amigo tiró de la sábana hacia atrás. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho púrpura, como si alguien de buen corazón se hubiera preocupado en colocárselas así. Cuando las vi, mi corazón empezó a latir con fuerza y se me vino a la mente aquel sueño suyo tan terrible. Aquellas valientes manos estaban inmaculadas, no tenían ni el más mínimo rastro de tinte.
Mientras le miraba, supe que el maldito sueño había terminado para siempre. Aquella alma noble había encontrado la forma de cruzar la puerta. Las manos, apoyadas en la túnica blanca que le cubría, estaban limpias de culpa.
Micro tipografía
seguro que nunca vas a ver algo parecido.
hablaba, me llevó hacia el depósito de cadávere Se Mientras revisó la micro tipografía, destacando del hospital. En el ataúd había un cuerpo diversas frases dentro de los cuentos y cubierto con una sábana blanca,el que lode envolvía. diferenciando uso diferentes idiomas.
—Parece una crisálida, ¿verdad? Jack, si alguna vez el alma del ser humano se ha representado como una mariposa la que ha salido de esta crisálida debe de ser muy her mosa y sus alas deben de tener todos los colores del arco iris. ¡Mira!
Y descubrió el rostro del cadáver. Era horrible, parecía como si estuviera teñido de sangre. Pero le reconocí ense guida. ¡Era Jacob Settle!
El Quinto Fragmento
Tipografía
Stephen King
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La tipografía Robobo se usó en las entradillas de capitulo y en diversos elementos con los que la diagramación modifico
Paletas de color
Al tener la limitante de dos tintas se buscaron dos colores que dejaran trabajar el concepto de traición que se trata en los cuentos, para trabajar la oscuridad que se presenta en las historias se usó en negro y la parte de traición al desarrollarse a través de la pasión y la muerte se seleccionó el magenta, con estas tintas se desarrolló todo el libro.
Paletas de color
Negro
Magenta
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Ven Veneno
Veneno
Katherine Mansfield
Katherine Mansfield
Katherine Mansfield
Colores principales Se seleccionaron tres colores principales, por que contrastan bien entre ellos y se relacionan bien entre ellos, cosa que es necesaria para la uniรณn tipogrรกfica e ilustrativa.
Paletas de color
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Color
El sueĂąo de las manos rojas
(ilustraciones) Para las ilustraciones su utilizo gran variedad de tonos monocromĂĄticos magentas, negros y uniones de estas dos tintas.
Bram Stoker
Una limitante que se presentó con el proyecto fue que las imágenes debían ser vectoriales por lo que las ilustraciones fueron pensadas para poderse trabajar de este modo, se realizaron 5 ilustraciones para cada cuento que aparece en el libro y algunos elementos extra.
Ilustración
Cada cuento trataba abordaba un mismo tema con elementos diferentes y eso se llevó a las imágenes a través de la metáfora, presentándola en las ilustraciones, se jugó con la paleta de color para darle un carácter oscuro destacando algunos elementos.
Ilustraciรณn
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Ilustraciรณn
25
Ilustraciรณn
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Diagramación
Para la diagramación se buscó aterrizar el concepto de traición a través del ocultar elementos, esto se dio a partir de la búsqueda de diversas metáforas que guiaran la idea de traición y se llegó a la conclusión que el ocultar cosas y los secretos son la base para la traición. Con esto en mente se diagramaron las páginas de tal modo que se ocultaran elementos y generaran cierto desagrado
Diagramación
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Retícula Todos los elementos del libro están soportados sobre una retícula que permitió la variación de elementos con esto se rompió lo ortogonal de las páginas.
PROLOGO mismo, la despiadada soledad se acerca para exponer sus secretos, llevando al hombre a la locura y perdiéndose a sí mismo. La muerte siempre espera el momento perfecto, pero no el adecuado, la recuperación es imposible, el suicidio es una opción, se asesina, sin dejar de respirar, con su corazón latiendo, muerto está el que no puede amar ni amarse a sí mismo.
Perfidia es un libro que llevara al lector a través de diferentes pasajes y temáticas, dando variedad a el tipo de literatura que se presenta en los cuentos, joven lector el viaje que presenta esta narrativa desglosa a la traición, dándole a esta un nuevo sentido. La venganza se ha encargado de llevan al hombre a grandes males, irrumpiendo el umbral del mal, al ser este mundo narrativo uno tan estropeado, que sus escritores se encargaron de manejar el padecimiento, el deterioro, la perdida, creando historias con secretos por descubrir.
Cuidado con la traición, las mentiras, los secretos, siempre están presentes pero nunca se sabe hasta qué punto pueden guiar el triste destino de los hombres.
El viaje inicia con una historia que se encarga de demostrar como un hombre puede ser llevado al infortunio, por el amor y confianza ciega que este tenga hacia una persona, el modo de afrontar la traición que se forma es la venganza, atacar es lo primordial, causar daño irreparable, pero después de esto se acerca la culpa y se hace visible la depresión que esta implica, el aguantar es el primer paso para afrontar el dolor, pero no es suficiente, mientras se lucha consigo
El hombre traicionado actuo de muchos modos, paso se de ser traicionado a traicionero, pero se perdió en un largo camino de infamia, quizás lo más razonable sería escapar, pero el odio maneja a cualquiera que se arriesgue a entrar en él. La deslealtad está a la vuelta de la esquina, cuidado a quien le brinda la mano.
Veneno
—Tonto. En cualquier sitio. Pero sabía que tal lugar no existía para ella, y habría preferido quedarme durante meses sosteniendo la botella de licor y los pasteles, antes que arriesgarme a producir el más ligero sobresalto a su exquisito sentido del orden. —Dámelos, yo los guardaré. —Los dejó caer sobre la mesa, junto con sus guantes largos y una canasta de higos— me asió por el brazo—. Salgamos a la terraza... La sentí estremecerse. —Ça sent —dijo tenuemente— de la cuisine. Había notado que hacía dos meses que vivíamos en el sur, que cuando quería hablar de comida, del clima o sencillamente de su amor por mí, siempre empleaba el francés.
PROLOGO E
l correo tardaba. Cuando volvimos de nuestro paseo después del desayuno, aún no había llegado.
—Pas encore, madame. —canto Annette, escabulléndose hacia la cocina. Llevamos nuestras cosas al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre, la vista de la mesa arreglada para dos, sólo para dos, tan acabada, tan perfecta, que no dejaba lugar para un tercero, me producía un extraño estremecimiento, como si hubiese sido golpeado por aquel resplandor plateado que vibraba sobre el mantel blanco, las copas brillantes y el tazón poco profundo lleno de flores amarillas.
Nos sentamos bajo la marquesina. Beatrice estaba inclinada, mirando a lo lejos, hacia la carretera blanca con su defensa de cactus espinosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, tan maravillosa que habría podido dejar de mirarla y gritar hacia toda aquella extensión de mar centelleante que teníamos debajo. Iba vestida de blanco, perlas blancas alrededor de su garganta y lirios del valle prendidos en el cinturón. En el tercer dedo de la mano izquierda lucía un anillo con una perla, sin anillo nupcial. ¿Por qué llevarlo, mon ami? ¿Para qué fingir? ¿A quién crees que le importe?
Ella Levantó la cabeza y sonriéndome con su modo suave.
Y claro está, estuve de acuerdo, aunque en mí interior, en lo mas profundo de mi corazón, habría dado mi alma para poder estar a su lado en una gran, si, gran iglesia de moda, atestada de gente, con un cura viejo y La Voz que alentó en el Paraíso, con ramos de laurel y olor a incienso, una alfombra roja y papeles de colores, y en algún sitio, un pastel de boda, champaña y un zapato de raso atado a la parte trasera del
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17
—¡Dichoso cartero! ¿Qué puede haberle ocurrido? —exclamó Beatrice— Deja estas cosas por ahí, querido. —¿Dónde las quieres?
Diagramación
El amor asesinado
Emilia Bazán
El amor asesinado
Emilia Bazán
Se sangraron y se cortaron los títulos de la composición para apoyar la idea de esconderse, con esto en mente se buscó el modo en que la tipografía no generara molestias a la hora de ser leída, y se concluyó en generar cortes que fueran evidentes y dependiendo del puntaje de la fuente seria el tamaño del corte
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Katherine Mansfield
Se generaron diferentes palabras que denotaran la idea principal de cada cuento, que se vieran en la parte posterior de la caja de texto del cuento correspondiente.
Veneno
coche. Si hubiese podido deslizar nuestro anillo de bodas en su dedo. No porque me interesen esa clase de espectáculos, sino porque intuía en aquel acto su absoluta libertad. ¡Oh, Dios, qué felicidad torturante, qué angustia! Miré hacia la casa, hacia la ventana de nuestra habitación, tan misteriosamente oculta tras las persianas verdes. ¿Era posible que llegase moviéndose a través de la luz verde, sonriendo con aquella sonrisa secreta, la lánguida y brillante sonrisa que era sólo para mí? Puso su brazo alrededor de mi cuello; con la otra mano, suave, terriblemente, me echó el cabello hacia atrás, ¿Quién eres? ¿Quién era ella? Era la Mujer. La primera tarde tibia de primavera, cuando las luces brillaron a través del perfume de las liras y de voces que murmuraban en los jardines, fue cuando cantó en la casa con las cortinas de tul. Como quien marchaba bajo la luz de la luna a través de la ciudad desconocida, suya era la sombra que surgió entre el oro tembloroso de los postigos. Cuando se encendió la lámpara en la quietud recién nacida, sus pasos cruzaron tu puerta. Y miró hacia fuera, hacia el crepúsculo de otoño, pálida, mientras el coche se deslizaba... El caso es que en aquel momento yo tenía veinticuatro años. Y cuando se recostó en su asiento, con las perlas resbalando bajo la barbilla, y suspiró: —Tengo sed, querido. Donne—moi un orange. —alegremente, con gusto, habría sacado una naranja de las fauces de un cocodrilo, si los cocodrilos comieran naranjas. Beatrice canto: —Tuve dos pequeñas alas y donde un pájaro alado... La tomé de la mano.
—¿No te irás volando? —No muy lejos; no más lejos que el sendero. —¿Por qué allí? —El no llega. —dijo ella. —¿Quién? ¿El viejo cartero? Pero si no estás esperando ninguna carta. —No, pero es igualmente molesto. ¡Ah! —De pronto ella rió y al reír se me acercó— Mira, ahí viene. ¡Parece un escarabajo azul! Juntamos nuestras mejillas y observamos como el escarabajo azul subía la cuesta. —Querido —susurró Beatrice. Y la palabra pareció quedarse en el aire, vibrando como la nota de un violín. —¿Qué, amor? —No lo sé. —rió suavemente— Una oleada, una oleada de afecto, supongo. La abracé. —¿Entonces no te irás volando? Katherine Mansfield
Veneno
Contestó rápido y suavemente: —¡No, no! Por nada del mundo. De verdad, me gusta este lugar. Me encanta estar aquí. Me parece que podría que—Tonterías, tonterías. ¡Estas darme durante años. Nunca había sido tan felizcosas comono las digas ni en broma! –deslizó su pequeña bajo mi chaqueta blanca en estos dos últimos meses, y tú, querido, has mano sido tan y asió mi hombro— Has sido feliz ¿verdad? perfecto en todos los sentidos.
—¿Feliz? ¿Feliz? Oh, Dios, si supieras lo que siento en este Era tan hermoso, tan extraordinario y sin precedentes, momento. ¿Feliz? no ¡Midarle tesoro! ¡Mi alegría! oírla hablar de aquel modo, que procuré importancia. Solté la balaustrada y la abracé, levantándola en mis brazos. te Y estás mientras la mantenía en alto, hundí mi cara en su —¡Por favor! Parece que despidiendo. seno, diciéndole: —¿Eres mía?
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Y por primera vez en todos aquellos desesperados meses 19 en que la conocí, aun contando el último mes celestial le creí cuando me contestó: —Soy tuya. El ruido de la verja y los pasos del cartero sobre la grava nos separaron. Me sentía mareado. Permanecí allí, sonriendo, y por lo que me pareció, bastante estúpidamente. Beatrice se acercó a las sillas de junco. —¿Vas a si hay cartas? —preguntó. Me incorporé, casi tambaleándome, Pero era demasiado tarde, Annette llegaba corriendo. —Pas de lettres —dijo. Mi sonrisa atolondrada debió sorprenderla. Estaba loco de felicidad. Lancé los periódicos al aire. —¡No hay cartas, querida! Al reunirme con ella, la mujer amada estaba tendida en una hamaca. Por un momento, no contestó. Después dijo, mientras rasgaba la envoltura del periódico: —Los que olvidan el mundo son olvidados por él.
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Hay ocasiones en que la única cosa posible es encender un cigarrillo. Es más que un aliado, un pequeño amigo, leal y secreto, que lo sabe todo y lo comprende todo. Mientras fumas, lo miras, sonriente o serio, según lo pide la ocasión. Inhalas profundamente y expeles el humo en un lento abanico. Aquel era uno de esos momentos. Fui hacia la magnolia y aspiré su perfume. Después volví a su lado y me recosté contra su hombro. Entonces tiró con rapidez el periódico al suelo. —No dice nada —afirmó ella— Nada. Hay únicamente un juicio por envenenamiento. Si un hombre mató o no a su esposa. Y por ello veinte mil personas se han sentado diariamente en el tribunal y dos millones de palabras han sido radiadas a todo el mundo después de cada sesión. —Estúpido mundo —repuse, dejándome caer en otra silla. Quería olvidar el periódico, volver, claro, al instante que precedió a la llegada del cartero. Pero cuando habló, supe que el momento había pasado. No importaba. Me gustaba esperar, quinientos años si era necesario, ahora que lo sabía. —No tan estúpido —dijo Beatrice— Después de todo, por parte de esas veinte mil personas, no es sólo mórbida curiosidad. —¿Qué es, entonces, querida? —el cielo sabe que no me importaba. —¡Culpabilidad! –gritó— ¡Culpabilidad! ¿No te das cuenta? Están fascinados como la gente enferma se deja fascinar por pequeñas noticias sobre su propio caso. El hombre del banquillo puede ser inocente, pero la mayoría de las personas que asiste al juicio, son envenenadores. ¿No se te ha ocurrido pensar —estaba pálida por la excitación— en la cantidad de envenenadores que andan sueltos? En los matrimonios, la excepción la forman los que no
Katherine Mansfield
tratan de envenenarse el uno al otro. Los matrimonios y los amantes. ¡Oh! –gritó— El número de tazas de té, vasos de vino, tazas de café que están contaminadas. Las que me han dado a mí y he bebido, sabiéndolo o sin saberlo, arriesgándome. La única razón por la que muchas parejas —se rió— sobreviven, es porque uno teme darle al otro la dosis fatal. Para esa dosis se necesita empuje. Pero está destinada a llegar más pronto o más tarde. Una vez se ha dado la primera dosis, ya no hay modo de volverse atrás. Es el principio del fin, desde luego. ¿No estás de acuerdo? ¿Comprendes lo que quiero decir? No esperó a que le conteste, se quitó los lirios y se recostó, pasándoselos ante los ojos. —Mis dos maridos me envenenaron —dijo Beatrice— El primero me dio una fuerte dosis casi inmediatamente, pero el segundo fue un verdadero artista. Sólo unas gotas, una y otra vez, bien disimuladas. ¡Oh, tan bien disimuladas! Hasta que una mañana desperté y en todo mi cuerpo, hasta la punta de los dedos, había un matiz especial. Llegué a tiempo. Oírle mencionar a sus maridos con tanta calma, especialmente en aquel momento, era doloroso. No pude soportarlo. Me disponía a hablar cuando de pronto ella gritó lúgubremente: —¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasarme? ¿Qué he hecho? ¿Por qué toda mi vida ha sido marcada? Es una conspiración. Traté de explicarle que ella era demasiado perfecta para aquel mundo horrible, demasiado exquisita, demasiado fina. Asustaba a la gente. —Yo no he tratado de envenenarte, Beatrice. –bromeé
Veneno
Ella rió tenuemente de un modo extraño y mordisqueó el tallo de un lirio. —¡Tú! –exclamó— ¡Si no eres capaz de hacerle dañar una mosca! Curioso. Aquello me lastimó. Mucho. En aquel momento llegó Annette con nuestros aperitifs. Beatrice se sentó, tomó una copa de la bandeja y me la tendió. Vi el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Por qué me había sentido herido por sus palabras? —¿Y tú no has envenenado a nadie? —pregunté, tomando la copa. Aquello me dio una idea y traté de explicársela— Tú, tú haces lo contrario. Cómo llamarías a alguien como tú, que en vez de envenenar a las personas, las llenas, al cartero, a nuestro chofer, al barquero, a la florista, a mí, de una nueva vida, con algo que irradia, tu belleza, tu... Sonrió soñadoramente y soñadoramente me miró. ¿En qué estás pensando, mi delicioso amor? —Me preguntaba –dijo— si después de comer te importaría ir al pueblo y pedir el correo de la tarde. ¿Podrías hacerlo, querido? No es que espere ninguna carta, pero pensé que quizás... sería tonto no tenerlas si están allí. ¿No te parece? Sería absurdo esperar hasta mañana. Dio la vuelta entre sus dedos el pie de su copa. Inclinaba la hermosa cabeza. Levanté mi copa y bebí. Sorbía lenta, deliberadamente, mirando la cabeza oscura y pensando en carteros, escarabajos azules y adioses que no son adioses. ¡Dios mío! ¿No era aquello sorprendente? No, no era sorprendente. La bebida tenía un sabor estremecedor, amargo, curioso.
Diagramación
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Las capitulares se alargaron con el fin de denotar la sensación de molestia, causando en el lector desagrado al momento de iniciar cada lectura, las capitulares se sangran con el fin de demostrar que continua y el lector es incapaz de ver donde finaliza la letra apoyando la idea de esconderse.
L
o primero que oí acerca de Jacob Settle fue una sencilla afirmación que describía su carácter: “Es un tipo triste.” Sin embargo, más tarde me di cuenta de que esa opinión sólo expresaba lo que sus compañeros de trabajo pensaban de él. En aquellas palabras había cierto grado de intolerancia; les faltaba el lado positivo que toda opinión que se precie debe tener y que sitúa a la persona en la justa medida de la estima social. Pero había algo que no encajaba con el aspecto del personaje. Esto me dio que pensar y, poco unca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún a poco, y a medida que fui conociendo cada vez más el lugar medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, y a sus compañeros de trabajo, fue creciendo mi interés por que la perseguía sin dejarle punto de reposo. él. Supe que siempre estaba haciendo favores que podía cumplir y que en todo momento se dejaba guiar por la pa- Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper ciencia y el autocontrol, verdaderos valores de la vida. Las el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primujeres y los niños confiaban ciegamente en él pero, por mera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo extraño que parezca, él los evitaba, salvo cuando alguien perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se estaba enfermo; entonces, aparecía para ofrecer su ayuda. agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.» 50
N
Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir una altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro,
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Derrotero
Katherine Mansfield
Veneno
PERFIDIA
Katherine Mansfield Stephen King Bram Stoker H.p. Lovecraft Emilia Pardo Bazán
PROLOGO ¡Maldito el hombre que confía en el hombre! ¡Maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta su corazón del Señor! Jeremías 17:5
Veneno 15
Perfidia es un libro que llevara al lector a través de diferentes pasajes y temáticas, dando variedad a el tipo de literatura que se presenta en los cuentos, joven lector el viaje que presenta esta narrativa desglosa a la traición, dándole a esta un nuevo sentido.
El Quinto Fragmento 25
La venganza se ha encargado de llevan al hombre a grandes males, irrumpiendo el umbral del mal, al ser este mundo narrativo uno tan estropeado, que sus escritores se encargaron de manejar el padecimiento, el deterioro, la perdida, creando historias con secretos por descubrir.
El sueño de las manos rojas 49
El viaje inicia con una historia que se encarga de demostrar como un hombre puede ser llevado al infortunio, por el amor y confianza ciega que este tenga hacia una persona, el modo de afrontar la traición que se forma es la venganza, atacar es lo primordial, causar daño irreparable, pero después de esto se acerca la culpa y se hace visible la depresión que esta implica, el aguantar es el primer paso para afrontar el dolor, pero no es suficiente, mientras se lucha consigo
El anciano terrible 65
Veneno
—Tonto. En cualquier sitio. Pero sabía que tal lugar no existía para ella, y habría preferido quedarme durante meses sosteniendo la botella de licor y los pasteles, antes que arriesgarme a producir el más ligero sobresalto a su exquisito sentido del orden. —Dámelos, yo los guardaré. —Los dejó caer sobre la mesa, junto con sus guantes largos y una canasta de higos— me asió por el brazo—. Salgamos a la terraza... La sentí estremecerse.
Katherine Mansfield
—Ça sent —dijo tenuemente— de la cuisine. Había notado que hacía dos meses que vivíamos en el sur, que cuando quería hablar de comida, del clima o sencillamente de su amor por mí, siempre empleaba el francés.
E
l correo tardaba. Cuando volvimos de nuestro paseo después del desayuno, aún no había llegado.
—Pas encore, madame. —canto Annette, escabulléndose hacia la cocina. Llevamos nuestras cosas al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre, la vista de la mesa arreglada para dos, sólo para dos, tan acabada, tan perfecta, que no dejaba lugar para un tercero, me producía un extraño estremecimiento, como si hubiese sido golpeado por aquel resplandor plateado que vibraba sobre el mantel blanco, las copas brillantes y el tazón poco profundo lleno de flores amarillas.
Nos sentamos bajo la marquesina. Beatrice estaba inclinada, mirando a lo lejos, hacia la carretera blanca con su defensa de cactus espinosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, tan maravillosa que habría podido dejar de mirarla y gritar hacia toda aquella extensión de mar centelleante que teníamos debajo. Iba vestida de blanco, perlas blancas alrededor de su garganta y lirios del valle prendidos en el cinturón. En el tercer dedo de la mano izquierda lucía un anillo con una perla, sin anillo nupcial. ¿Por qué llevarlo, mon ami? ¿Para qué fingir? ¿A quién crees que le importe?
Ella Levantó la cabeza y sonriéndome con su modo suave.
Y claro está, estuve de acuerdo, aunque en mí interior, en lo mas profundo de mi corazón, habría dado mi alma para poder estar a su lado en una gran, si, gran iglesia de moda, atestada de gente, con un cura viejo y La Voz que alentó en el Paraíso, con ramos de laurel y olor a incienso, una alfombra roja y papeles de colores, y en algún sitio, un pastel de boda, champaña y un zapato de raso atado a la parte trasera del
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—¡Dichoso cartero! ¿Qué puede haberle ocurrido? —exclamó Beatrice— Deja estas cosas por ahí, querido. —¿Dónde las quieres?
mismo, la despiadada soledad se acerca para exponer sus secretos, llevando al hombre a la locura y perdiéndose a sí mismo. La muerte siempre espera el momento perfecto, pero no el adecuado, la recuperación es imposible, el suicidio es una opción, se asesina, sin dejar de respirar, con su corazón latiendo, muerto está el que no puede amar ni amarse a sí mismo. Cuidado con la traición, las mentiras, los secretos, siempre están presentes pero nunca se sabe hasta qué punto pueden guiar el triste destino de los hombres. El hombre traicionado actuo de muchos modos, paso se de ser traicionado a traicionero, pero se perdió en un largo camino de infamia, quizás lo más razonable sería escapar, pero el odio maneja a cualquiera que se arriesgue a entrar en él. La deslealtad está a la vuelta de la esquina, cuidado a quien le brinda la mano.
PROLOGO
El amor asesinado 73
Veneno
Titulo de la edición Perfidia 2016, Bogota: Editorial Soto Calle 73 #80i 66 Telefono (571) 7764877 ISBN 000-00-0000-0 Impreso en Colombia Primera edición en Colombia: febrero de 2016 Diseño Proyecto de Duvan Soto Autores: Katherine Mansfield Stephen King Bram Stoker Emilia Bazán Todos los derechos reservados. Esta publicacion puede no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperacion de informacion, en ninguna forma ni por ningun medio, sea mecanico, fotoquimico, electronico, magnetico, lectoopico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Katherine Mansfield
Veneno
coche. Si hubiese podido deslizar nuestro anillo de bodas en su dedo. No porque me interesen esa clase de espectáculos, sino porque intuía en aquel acto su absoluta libertad. ¡Oh, Dios, qué felicidad torturante, qué angustia! Miré hacia la casa, hacia la ventana de nuestra habitación, tan misteriosamente oculta tras las persianas verdes. ¿Era posible que llegase moviéndose a través de la luz verde, sonriendo con aquella sonrisa secreta, la lánguida y brillante sonrisa que era sólo para mí? Puso su brazo alrededor de mi cuello; con la otra mano, suave, terriblemente, me echó el cabello hacia atrás, ¿Quién eres? ¿Quién era ella? Era la Mujer. La primera tarde tibia de primavera, cuando las luces brillaron a través del perfume de las liras y de voces que murmuraban en los jardines, fue cuando cantó en la casa con las cortinas de tul. Como quien marchaba bajo la luz de la luna a través de la ciudad desconocida, suya era la sombra que surgió entre el oro tembloroso de los postigos. Cuando se encendió la lámpara en la quietud recién nacida, sus pasos cruzaron tu puerta. Y miró hacia fuera, hacia el crepúsculo de otoño, pálida, mientras el coche se deslizaba... El caso es que en aquel momento yo tenía veinticuatro años. Y cuando se recostó en su asiento, con las perlas resbalando bajo la barbilla, y suspiró: —Tengo sed, querido. Donne—moi un orange. —alegremente, con gusto, habría sacado una naranja de las fauces de un cocodrilo, si los cocodrilos comieran naranjas. Beatrice canto: —Tuve dos pequeñas alas y donde un pájaro alado...
—¿No te irás volando? —No muy lejos; no más lejos que el sendero. —¿Por qué allí? —El no llega. —dijo ella. —¿Quién? ¿El viejo cartero? Pero si no estás esperando ninguna carta. —No, pero es igualmente molesto. ¡Ah! —De pronto ella rió y al reír se me acercó— Mira, ahí viene. ¡Parece un escarabajo azul! Juntamos nuestras mejillas y observamos como el escarabajo azul subía la cuesta. —Querido —susurró Beatrice. Y la palabra pareció quedarse en el aire, vibrando como la nota de un violín. —¿Qué, amor? —No lo sé. —rió suavemente— Una oleada, una oleada de afecto, supongo. La abracé. —¿Entonces no te irás volando? Contestó rápido y suavemente: —¡No, no! Por nada del mundo. De verdad, me gusta este lugar. Me encanta estar aquí. Me parece que podría quedarme durante años. Nunca había sido tan feliz como en estos dos últimos meses, y tú, querido, has sido tan perfecto en todos los sentidos. Era tan hermoso, tan extraordinario y sin precedentes, oírla hablar de aquel modo, que procuré no darle importancia. —¡Por favor! Parece que te estás despidiendo.
La tomé de la mano.
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—Tonterías, tonterías. ¡Estas cosas no las digas ni en broma! –deslizó su pequeña mano bajo mi chaqueta blanca y asió mi hombro— Has sido feliz ¿verdad? —¿Feliz? ¿Feliz? Oh, Dios, si supieras lo que siento en este momento. ¿Feliz? ¡Mi tesoro! ¡Mi alegría! Solté la balaustrada y la abracé, levantándola en mis brazos. Y mientras la mantenía en alto, hundí mi cara en su seno, diciéndole: —¿Eres mía? Y por primera vez en todos aquellos desesperados meses en que la conocí, aun contando el último mes celestial le creí cuando me contestó: —Soy tuya. El ruido de la verja y los pasos del cartero sobre la grava nos separaron. Me sentía mareado. Permanecí allí, sonriendo, y por lo que me pareció, bastante estúpidamente. Beatrice se acercó a las sillas de junco. —¿Vas a si hay cartas? —preguntó. Me incorporé, casi tambaleándome, Pero era demasiado tarde, Annette llegaba corriendo. —Pas de lettres —dijo. Mi sonrisa atolondrada debió sorprenderla. Estaba loco de felicidad. Lancé los periódicos al aire. —¡No hay cartas, querida! Al reunirme con ella, la mujer amada estaba tendida en una hamaca. Por un momento, no contestó. Después dijo, mientras rasgaba la envoltura del periódico: —Los que olvidan el mundo son olvidados por él.
Hay ocasiones en que la única cosa posible es encender un cigarrillo. Es más que un aliado, un pequeño amigo, leal y secreto, que lo sabe todo y lo comprende todo. Mientras fumas, lo miras, sonriente o serio, según lo pide la ocasión. Inhalas profundamente y expeles el humo en un lento abanico. Aquel era uno de esos momentos. Fui hacia la magnolia y aspiré su perfume. Después volví a su lado y me recosté contra su hombro. Entonces tiró con rapidez el periódico al suelo. —No dice nada —afirmó ella— Nada. Hay únicamente un juicio por envenenamiento. Si un hombre mató o no a su esposa. Y por ello veinte mil personas se han sentado diariamente en el tribunal y dos millones de palabras han sido radiadas a todo el mundo después de cada sesión. —Estúpido mundo —repuse, dejándome caer en otra silla. Quería olvidar el periódico, volver, claro, al instante que precedió a la llegada del cartero. Pero cuando habló, supe que el momento había pasado. No importaba. Me gustaba esperar, quinientos años si era necesario, ahora que lo sabía. —No tan estúpido —dijo Beatrice— Después de todo, por parte de esas veinte mil personas, no es sólo mórbida curiosidad. —¿Qué es, entonces, querida? —el cielo sabe que no me importaba. —¡Culpabilidad! –gritó— ¡Culpabilidad! ¿No te das cuenta? Están fascinados como la gente enferma se deja fascinar por pequeñas noticias sobre su propio caso. El hombre del banquillo puede ser inocente, pero la mayoría de las personas que asiste al juicio, son envenenadores. ¿No se te ha ocurrido pensar —estaba pálida por la excitación— en la cantidad de envenenadores que andan sueltos? En los matrimonios, la excepción la forman los que no
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tratan de envenenarse el uno al otro. Los matrimonios y los amantes. ¡Oh! –gritó— El número de tazas de té, vasos de vino, tazas de café que están contaminadas. Las que me han dado a mí y he bebido, sabiéndolo o sin saberlo, arriesgándome. La única razón por la que muchas parejas —se rió— sobreviven, es porque uno teme darle al otro la dosis fatal. Para esa dosis se necesita empuje. Pero está destinada a llegar más pronto o más tarde. Una vez se ha dado la primera dosis, ya no hay modo de volverse atrás. Es el principio del fin, desde luego. ¿No estás de acuerdo? ¿Comprendes lo que quiero decir? No esperó a que le conteste, se quitó los lirios y se recostó, pasándoselos ante los ojos. —Mis dos maridos me envenenaron —dijo Beatrice— El primero me dio una fuerte dosis casi inmediatamente, pero el segundo fue un verdadero artista. Sólo unas gotas, una y otra vez, bien disimuladas. ¡Oh, tan bien disimuladas! Hasta que una mañana desperté y en todo mi cuerpo, hasta la punta de los dedos, había un matiz especial. Llegué a tiempo. Oírle mencionar a sus maridos con tanta calma, especialmente en aquel momento, era doloroso. No pude soportarlo. Me disponía a hablar cuando de pronto ella gritó lúgubremente: —¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasarme? ¿Qué he hecho? ¿Por qué toda mi vida ha sido marcada? Es una conspiración. Traté de explicarle que ella era demasiado perfecta para aquel mundo horrible, demasiado exquisita, demasiado fina. Asustaba a la gente. —Yo no he tratado de envenenarte, Beatrice. –bromeé
Ella rió tenuemente de un modo extraño y mordisqueó el tallo de un lirio.
El Quinto Fragmento
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—¡Tú! –exclamó— ¡Si no eres capaz de hacerle dañar una mosca! Curioso. Aquello me lastimó. Mucho. En aquel momento llegó Annette con nuestros aperitifs. Beatrice se sentó, tomó una copa de la bandeja y me la tendió. Vi el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Por qué me había sentido herido por sus palabras? —¿Y tú no has envenenado a nadie? —pregunté, tomando la copa. Aquello me dio una idea y traté de explicársela— Tú, tú haces lo contrario. Cómo llamarías a alguien como tú, que en vez de envenenar a las personas, las llenas, al cartero, a nuestro chofer, al barquero, a la florista, a mí, de una nueva vida, con algo que irradia, tu belleza, tu... Sonrió soñadoramente y soñadoramente me miró. ¿En qué estás pensando, mi delicioso amor? —Me preguntaba –dijo— si después de comer te importaría ir al pueblo y pedir el correo de la tarde. ¿Podrías hacerlo, querido? No es que espere ninguna carta, pero pensé que quizás... sería tonto no tenerlas si están allí. ¿No te parece? Sería absurdo esperar hasta mañana. Dio la vuelta entre sus dedos el pie de su copa. Inclinaba la hermosa cabeza. Levanté mi copa y bebí. Sorbía lenta, deliberadamente, mirando la cabeza oscura y pensando en carteros, escarabajos azules y adioses que no son adioses.
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¡Dios mío! ¿No era aquello sorprendente? No, no era sorprendente. La bebida tenía un sabor estremecedor, amargo, curioso.
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El quinto fragmento
por encima del lamento cortante del viento de enero. No se oía nada. Era la noche del jueves, y la criada de Keerían debía de estar fuera, pasándolo bien en algun fiesta aburrida. No habría nadie más que aquel cabrón de Keenan, esperando al sargento, esperándome... El garaje estaba abierto, y entré allí. Descollaba la sombra de ébano del Impala de Keenan. Comprobé si se abría la portezuela trasera: estaba abierta. Subí al vehículo, me senté y esperé. Ahora se oía un ligero sonido de música, un jazz muy sosegado, muy bueno, quizá Miles Davis. Imaginé a Keenan escuchando a Miles Davis y con un gin fizz en su mano delicada. Bonita escena.
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stacioné el cacharro en la esquina de la casa de Keenan, permanecí un momento sentado en la oscuridad y luego paré el motor y bajé del coche. Al cerrar la portezuela, pude oír el ruido de la herrumbre que se desprendía de los largueros y caía al suelo. Aquello no podría seguir así por mucho más tiempo. Notaba la dureza del arma contra mi pecho al caminar. Era un Colt 45, el Colt de Barney. Serviría para la faena y, además, daba a todo el asunto un sentido de cruda justicia.
Fue un larga espera. Las manecillas de mi reloj pasaron de las ocho y media a las nueve y media, y siguieron avanzando hasta las diez. Se podía pensar mucho durante ese tiempo, y pensé en Barney y en el aspecto que tenía en el botecillo, cuando lo encontré la tarde de aquel día, el verano pasado, mirándome fijamente y emitiendo unos ruidos semejantes a graznidos, sin ningún sentido. Había navegado a la deriva durante dos días y parecía un langosta hervida. Tenía sangre negra coagulada de un lado a otro del abdomen, donde le habían alcanzado los disparos.
La casa de Keenan era un monstruosidad arquitectónica que se extendía sobre medio acre de terreno, llena de ángulos inclinados y tejados de pendiente pronunciada tras un valla de hierro. Tal y como esperaba, la puerta de la valla estaba abierta. El sargento se presentaría más tarde.
Dirigió el bote hacia la casita de campo lo mejor que pudo. A pesar de todo había habido suerte. Sí, fue un suerte que hubiera llegado hasta allí y que pudiera hablar todavía un poco. Yo tenía preparado un puñado de somníferos, por si no podía hablar, porque no quería que sufriera..., a menos que pudiera decirme algo.
Me dirigí al camino de acceso, sin apartarme de los arbustos, y agucé el oído para distinguir cualquier sonido extraño
Y lo hizo. Me lo contó casi todo. Cuando murió, regresé al bote y cogí su Colt 45, que estaba escondido en la popa,
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El quinto fragmento
algo, pero no sabía de qué se trataba. Entonces, un noche, vi que tenía un arma. Este revólver. ¿Cómo te pusiste en contacto con él, sargento? —A través de alguien que estuvo en la cárcel con él. Necesitábamos un conductor que conociera bien la parte oriental de Maine y la zona de Bar Harbor. Keenan y yo fuimos a verle, y aceptó. —Cumplí condena con él en South Portland ——expliqué, y le dirigí un sonrisa al sargento—. Me gustaba. Era tonto, pero un buen muchacho. Necesitaba de alguien que cuidara de él, y parece que yo fui el elegido. No me molestó. Pensábamos atracar un banco en Lewiston, pero él no pudo esperar. Y ahora está bajo tierra. —Vas a hacerme llorar—dijo el sargento. Alcé el arma y le apunté, y por primera vez él fue el pájaro y yo la serpiente. —Hazte otra vez el gracioso y te meto un bala en la barriga. ¿Acaso crees que no lo haré? Sacó la lengua y la introdujo de nuevo en la boca con sorprendente rapidez, como un lagarto, y asintió con la cabeza. Keenan estaba paralizado. Parecía como si quisiera vomitar pero no se atreviera a hacerlo.
Los miró a los dos. No hicieron ningún comentario. El rostro de Keenan tenía un color terriblemente pálido. —El seis de mayo recibo un postal con matasellos de Bar Harbor, pero eso no significa nada, porque hay docenas de islotes cuyo correo se canaliza desde ese punto, y lo recoge un lancha del servicio postal. La postal dice: “Mamá y la familia bien, la tienda marcha. Nos veremos en julio”. Estaba firmada con el segundo nombre de Barney. Alquilé un casita de campo en la costa, porque Barney sabía que ése sería el trato. Llega julio, termina y Barney no aparece. —Les dirigí un mirada distante y proseguí—: Se presentó a principios de agosto. Cortesía de tu compinche Keenan, sargento. Se olvidó de la bomba de sentina automática del bote. Creíste que el agujero lo hundiría en seguida, ¿eh, Keenan? Pero también creíste que Barney estaba muerto. Yo extendía a diario un manta amarilla en la Punta del Francés, y era visible desde kilómetros de distancia, fácil de localizar. Sin embargo, tuvo suerte. No pudo hablar demasiado. Tú ya le habías traicionado un vez, ¿eh, sargento? No le dijiste que el dinero era nuevo, que todos los números de serie estaban registrados. Ni siquiera uno de los chicos del “sindicato” lo habría comprado hasta dentro de diez, o quizá quince años.
—Me dijo que era un gran golpe, suficiente para vivir de él durante diez años. Eso es todo lo que supe. Se marchó el tres de abril. Dos días después cuatro tipos volcaron el camión de Brinks que cubre el trayecto entre Portland y Bangor, en las afueras de Carmel. Mataron a los tres guardianes. Los periódicos dijeron que los atracadores atravesaron dos barreras policiales en la carretera, en un Ford del cincuenta y ocho trucado. Barney guardaba un Ford del cincuenta y ocho y tenía la intención de convertirlo en coche de carreras. Apuesto a que Keenan le dio el dinero para que lo convirtiera en algo mejor
—Eso fue por su propio bien —murmuró el sargento—. Dentro de diez años tendría treinta. Yo, en cambio, tendré sesenta y uno.
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—¿También compró a Cappy MacFarland? ¿0 ésa fue sólo otra sorpresa? —Todos teníamos que comprar a Cappy —replicó el sargento—. Era un buen hombre, un profesional. El año pasado se le declaró un cáncer incurable. Y me debía un favor. —Así que los cuatro fuisteis a la isla de Cappy —les dije—.
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El quinto fragmento
en un pequeño compartimiento, envuelto en un bolsa de plástico. Luego remolqué su bote hasta el mar abierto y lo hundí. Si hubiera podido poner un epitafio en el lugar del bosque de pinos donde lo enterré, habría sido el de Barnum: “A cada minuto nace uno”. En vez de hacer eso, me fui a averiguar algo sobre los hombres que lo habían despachado. Tardé seis meses en obtener información de dos de ellos, y allí estaba yo. A las diez, un veintena de reflectores iluminaron el camino curvo, y la luz llegó al suelo del Impala. El hombre entró en el garaje y estacionó su coche al lado del de Keenan. Por el sonido supe que era un Volkswagen. El motorcillo se detuvo y pude oír al sargento soltar un ligero gruñido al bajar del pequeño vehículo. La música de arriba seguía sonando, y me llegó el sonido maléfico de la puerta lateral al abrirse. —¡Sargento! —Era la voz de Keenan—. ¡Te has retrasado! Anda, pasa y toma un trago. —Que sea escocés. Antes ya había bajado la ventanilla, y ahora asomé por ella el 45 de Barney, sujetando la culata con ambas manos. —Quietos ahí —les dije. El sargento estaba a la mitad de los escalones de cemento, y Keenan le miraba desde arriba. Ambos presentaban unas siluetas perfectas a la luz que penetraba desde el interior. Dudaba de que pudieran verme en la oscuridad, pero podían ver el arma, que era grande. —¿Quién diablos eres? —preguntó Keenan. —Flip Wilson —respondí—. Un movimiento y estás muerto. Te haré un agujero lo bastante grande como para que quepa un televisor en él.
más mínimo movimiento. —No os mováis. De eso es de lo único que tenéis que preocuparos. Abrí la portezuela trasera del Impala y bajé con cuidado. El sargento me miraba por encima del hombro, y podía ver el brillo de sus ojuelos. Tenía un mano posada como un araña en la solapa de su traje con chaqueta cruzada, modelo de 1943. —Arriba las manos. El sargento obedeció. Keenan, por instinto, ya las había levantado. —Bajad los dos al pie de la escalera. Bajaron y al resplandor de la luz directa pude ver sus rostros. Keenan parecía asustado, pero el sargento estaba del todo sereno. Probablemente era él quien se había cargado a Barney. —De cara a la pared —les ordené—. Los dos. —Si buscas dinero... Me eché a reír. Era un sonido como de ladrillos vítreos fríos raspados para sacarlos de un horno. —Sí, eso es lo que busco. Ciento ochenta mil dólares, enterrados en un islote llamado Carmen’s Folly, delante de Bar Harbor. Keenan se convulsionó como si hubiera recibido un disparo, pero ni un solo músculo se movió en la cara de cemento armado del sargento, el cual se volvió y apoyó las manos en la pared, descargando todo su peso en ellas. Keenan le imitó, a regañadientes. Le registré a él primero y encontré un bonito y pequeño revólver del calibre 32, con incrustaciones de latón en la culata. Lo arrojé por encima de mi hombro y lo oí rebotar en uno de los coches. El sargento estaba desarmado.... y me sentí aliviado al apartarme de él.
—Pareces un crío —dijo el sargento, sin atreverse a hacer el
—Vamos a entrar en la casa. Keenan, luego el sargento y después yo. Sin ningún movimiento raro, ¿de acuerdo?
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—Háblame del mapa. —Sabía que llegaríamos a eso —dijo el sargento, con un sonrisa espectral. —¡No se lo digas! —gritó Keenan ásperamente; el pánico se traslucía en su voz. —Calla —dijo brutalmente el sargento—. Lo sabe todo gracias a ti. Si él no te mata, lo haré yo. —Tu nombre está en una carta —dijo Keenan, frenético— ¡Si me ocurre algo... !
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Señalé el sofá con el cañón del revólver: —Uno en cada extremo. Tomaron asiento, Keenan a la derecha y el sargento a la izquierda. Cuando estaba sentado, el sargento parecía aún más corpulento. El pelo cortado al rape había crecido demasiado, pero dejaba ver un fea cicatriz mellada. Pensé que pesaba por lo menos noventa kilos, y me pregunté por qué tenía un Volkswagen. Cogí un silla y la arrastré sobre la alfombra de Keenan, que tenía el color de la arena movediza, hasta un distancia prudencial delante de ellos. Me senté y dejé reposar el arma sobre mi muslo. Keenan la miraba como un pájaro contempla a un serpiente. El sargento, en cambio, me miraba como si yo fuera un pájaro.
empotrada en la pared? —inquirió el sargento, y me miró de nuevo—: De todos modos, no había ningún problema, porque dos trozos del mapa no eran suficientes, y quizás era mejor quitar a tu compinche del medio. Tres partes son mejor que cuatro. Entonces Keenan me llamó y me dio su dirección. Me dijo que fuera a verle aquella misma noche. había tomado precauciones: mi nombre estaba en un carta en poder de su abogado, con instrucciones de abrirla en caso de que muriese. Su idea era que el reparto entre dos sería aún mejor que entre tres. Con tres trozos del mapa en su poder, Keenan pensó que tal vez sería capaz de encontrar el sitio en el que se hallaba enterrada la pasta. El rostro de Keenan era como un luna que se deslizaba hacia alguna parte, en un alta estratosfera de terror. —¿Dónde está la caja fuerte? —le pregunté. Keenan no dijo nada. Yo había practicado un poco con el revólver. Era un buena arma y me gustaba. La sostuve con las dos manos y disparé al brazo de Keenan justamente por debajo del codo. El sargento ni siquiera se movió. Keenan cayó del sofá y se acurrucó, apretándose el brazo y gritando. —¿Dónde está la caja fuerte? —le pregunté.
—No estaba muerto, sargento. Todavía alentaba. Sarge dirigió un mirada lenta y fulminadora a Keenan, el cual se estremeció y abrió la boca. —Calla —le ordenó el sargento—. Debería romperte el cuello. —Keenan cerró la boca con un chasquido. El sargento volvió a mirarme—: ¿Qué significa casi todo? —Todo menos los pequeños detalles. Sé todo lo relativo al coche blindado, la isla y Cappy MacFarland, y de qué modo tú, Keenan y un cabrón llamado Jagger liquidasteis a Barney. Y el mapa: sé lo del mapa.
—Muy bien. Sé tan estúpido como pareces. —En marzo pasado ya supe que Barney estaba metido en
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El quinto fragmento
—Ahora tú —le dije a Keenan—. Ve a abrir la caja fuerte.
—¿Qué te hace pensar que mi trozo del mapa está ahí?
—Voy a morir desangrado —se quejó Keenan. Me acerqué a él y le rocé la mejilla con la culata del arma, desgarrándole la piel.
—No creo que ningún otro sitio te inspirara confianza. Pero si no es así, iremos a donde esté.
—Ahora sí que sangras —le dije—. Vete a abrir la caja o sangrarás más todavía. Keenan se levantó, sujetándose el brazo herido y llorando a lágrima viva. Descolgó el grabado con la mano sana y apareció un caja fuerte empotrada, de color gris. Me dirigió un mirada aterrorizada y empezó a manipular el disco. Sus dos primeros intentos fallaron, y tuvo que empezar de nuevo. Al tercer intento consiguió abrir la caja, en cuyo interior había algunos documentos y dos fajos de billetes. Introdujo la mano, manoseó un poco y sacó dos pedazos de papel, de unos ocho centímetros cuadrados. Me había propuesto atarle y dejarle allí, puesto que era bastante inofensivo; no se atrevería a salir de su casa durante un semana. Pero era tal como el sargento había dicho: tenía dos fragmentos del mapa. Y uno de los fragmentos tenía manchas de sangre. Le disparé de nuevo, esta vez no en el brazo. Cayó al suelo como un bolsa de lavandería vacía. —No te he mentido. Keenan se cargó a tu amigo. Los dos eran unos aficionados. Aficionados y estúpidos.
Me miró, sonriendo, con un expresión dolorida y conciliadora. Con el arma le hice un indicación al sargento.
No le repliqué. Miré los pedazos de papel y me los guardé en el bolsillo. Ninguno de ellos tenía una X que señalara el lugar donde estaba el tesoro.
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—No sé quién es —dijo el sargento con indiferencia.
—No ocurrió tal como él te lo contó. Iba a traicionarnos. —Era incapaz de hacer tal cosa. Barney era un primo que sabía conducir un coche a toda velocidad.
—El grabado —dijo jadeando—. El Van Gogh. No me dispares más, por favor.
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—¿Quién eres, muchacho? —Nadie a quien conozcas. Un amigo de Barney.
El sargento se encogió de hombros. Ver aquel gesto era como presenciar un pequeño terremoto.
—Sí —convine, con voz distante. —Si eso hace que te sientas algo mejor, te diré que fue una cosa de Keenan y solo de él. Tenía que ser así. Jagger y yo nos largamos en el bote de Cappy. Él estaba bien cuando nos marchamos. —¡Eres un maldito embustero! —chilló Keenan.
—Tiene razón, sargento —le dije—. Lo sé... casi todo.
—¿Qué tal anda Cappy MacFariand últimamente? —le pregunté con toda tranquilidad.
—Voy a dispararte en la rodilla —le dije—. El sargento podrá llevarte a donde está la caja.
—Levántate y ponte de cara a la pared. El sargento obedeció y se quedó ante la pared, los brazos colgándole fláccidos a los costados.
—Lo sabe, sargento, lo sabe. —¡Calla! —le gritó el sargento—. ¡Cierra tu maldita boca! Keenan cerró los ojos y gimoteó. Aquella era la parte del trato de la que nadie le había hablado. Sonreí.
—Hablemos de mapas y dinero —repliqué.
—Cappy lo dibujó bien —dijo el sargento, como si Keenan no estuviera allí—. Había hecho prácticas de dibujo en la penitenciaría de Joliet. Cortó el mapa en pedazos para darnos uno a cada uno de nosotros. íbamos a reunimos el 4 de julio de 1982. Pero hubo problemas.
—¿Quién guardó dos trozos del mapa en su caja fuerte
Keenan siguió gritando.
No obtuve ningun reacción del sargento, pero la efervescencia de Keenan hizo que saltara su corcho. Disparó las palabras como si fueran proyectiles:
—No sé de qué me hablas —dijo el sargento—. Lo único que sé es que los críos no deben jugar con armas.
—¿Y ahora, qué? —preguntó en tono neutro.
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Cappy enterró el dinero e hizo un mapa. —Fue idea de Jagger ——dijo el sargento—. No podíamos escondernos de la policía durante diez años, nadie quería confiar en alguien que supiera dónde estaba el alijo... Había demasiadas posibilidades de que alguien se hiciera con todo el pastel. Y si lo repartíamos, alguno, tu compañero, por ejemplo, podía ceder a la debilidad y gastar parte del dinero. Si los polis le echaban el guante, el tipo podría cantar los nombres. Todos nos fuimos a pasar la tarde a la playa, y Cappy se encargó del dinero.
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Los tres subimos la escalera y entramos en la cocina. Era un de esas estancias esterilizadas, con baldosas y formica, que parecen salir enteras de alguna matriz de producción en masa en Yokohama. Un copa pequeña medio vacía de coñac descansaba sobre el mostrador. Les hice desfilar hasta la sala de estar de Keenan, que parecía obra de algún decorador afeminado que nunca se había librado de su pasión por Ernest Hemingway. Había un chimenea de losas, con un cabeza disecada de alce sobre el hogar, mirando el bar de caoba al otro lado de la sala, con unos ojos eternamente brillantes. Había un aparador con un armero encima. El estéreo había dejado de funcionar solo.
El sargento no se acobardó.
—¿Y ahora qué? —preguntó el sargento. —Vamos a tu casa.
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—Tienes respuesta para todo, ¿eh? —Vámonos. Regresamos al garaje y me senté en la parte trasera del Volkswagen, en la parte más distanciada del conductor. El tamaño del vehículo hacía que fuera casi imposible un movimiento de sorpresa por parte del conductor, Tardaría cinco minutos en dar la vuelta. Dos minutos después, estábamos en la carretera. Empezaba a nevar y caían unos copos grandes y viscosos que se pegaban al parabrisas y se convertían en aguanieve en cuanto caían al suelo. La calzada estaba resbaladiza, pero no había mucho tráfico. Después de viajar durante media hora por la carretera, el sargento viró para enfilar un carretera secundaria. Quince minutos después llegamos a un camino de tierra con rodadas, bordeado de pinos cargados de nieve. Avanzamos tres kilómetros más y entramos en un sendero corto y sembrado de desperdicios. A pesar de la limitada luz de los faros del Volkswagen, pude distinguir un rústica y destartalada cabaña, con parches en el tejado y un antena de televisión torcida. En un hondonada, a la izquierda, había un viejo Studebaker cubierto de nieve. Al fondo se veía un cobertizo y un montón de neumáticos usados. Bienvenidos al Park—Sheraton. —Hogar, dulce hogar —dijo el sargento al tiempo que paraba el motor. —Si esto es un engaño, te mataré. Parecía llenar las tres cuartas partes de le exigua parte delantera del vehículo.
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—Lo sé —replicó.
—No hay manera de asegurarlo, pero te tengo calado.
—Baja. El sargento se dirigió a la puerta de entrada.
—Explícate.
—Ábrela y luego quédate quieto —le ordené. Él abrió la puerta y permaneció inmóvil. Estuvimos allí unos tres minutos, y no ocurrió nada. No había más movimiento que el de una gruesa ardilla gris que se había aventurado hasta el centro del patio para maldecirnos.
—El dinero no es lo único que te interesa, de lo contrario ya habría tratado de llegar a un acuerdo contigo. Pero también tienes que saldar la cuenta pendiente por la muerte de Bamey. Muy bien, es justo. Keenan le traicionó y Keenan está muerto. Si también quieres echarle mano a la pasta, perfecto. Quizá tres fragmentos del mapa serán suficientes..., y el mío tiene marcada un gran equis. Pero no lo vas a conseguir a menos que me prometas lo que pido a cambio... Mi vida.
—Muy bien —dije al fin—. Entremos. Aquello era un madriguera de ratas. La única bombilla que había era de sesenta vatios e iluminaba débilmente toda la sala, dejando sombras como murciélagos muertos de hambre en los rincones. Había periódicos desparramados por todas partes. De un cuerda combada colgaban ropas puestas a secar. En un rincón había un viejo aparato de vídeo, y en el extremo opuesto un pica que estaba para caerse y un pesada bañera herrumbrosa, con patas en forma de garra. A su lado había un rifle de caza. Un gato gordísimo, de pelaje amarillento, dormía sobre la mesa de la cocina. La estancia olía a madera podrida y a sudor. —Se carga a los roedores —dijo el sargento. Podría haber discutido la afirmación, pero no lo hice. —¿Dónde está tu fragmento del mapa? —En el dormitorio. —Vamos a buscarlo. —Todavía no. —Se volvió lentamente, con un expresión dura en su cara de cemento—. Quiero que me des tu palabra de que no me matarás cuando lo tengas. —¿Cómo te arreglarás para hacer que la mantenga? El me sonrió de un modo lento y soñoliento, como un fisura abriéndose en un glaciar.
—De acuerdo. Dame la dirección de Jagger y tendrás mi promesa. Te aseguro que la mantendré. El sargento meneó la cabeza lentamente. —Es mejor que no juegues con Jagger, amigo. Jagger te comerá vivo. —Amartillé el Colt—de acuerdo. Está en Coleman, Massachusetts, en un albergue de esquí. ¿Puedes encontrarle? —Lo encontraré. Vamos por tu fragmento, sargento. El sargento me miró un vez más de arriba abajo, y luego asintió. Entramos en el dormitorio. Una cama enorme con barrotes de latón, más periódicos, rimeros de revistas... Era un duplicado de la sala de estar. Las paredes estaban empapeladas con fotografías de mujeres. Un enorme gramófono, de esos con altavoz en forma de trompa, descansaba en el suelo.
sargento y cayó hacia atrás. Alzó de nuevo el arma y disparó al techo. Ésa fue su última oportunidad. De un patada, le arranqué el arma de la mano, y pude oír el ruido a madera húmeda de los huesos quebrados. Le di un puntapié en la ingle, haciendo que se doblara. Volví a patearle, esta vez en la parte trasera de la cabeza, y sus pies produjeron un rápido e inconsciente tamborileo en el suelo. Ya estaba muerto, pero le golpeé un y otra vez, le di patadas hasta dejarlo convertido en pulpa y mermelada de fresas, nada que alguien pudiera identificar jamás, ni por los dientes ni por ninguna otra cosa. Le di patadas hasta que ya no pude mover más la pierna y los dedos de los pies se tornaron insensibles.
La débil silueta que era Jagger retrocedió, tratando de afinar la puntería, sujetándose con un mano la oreja, donde le había golpeado el revólver. Un disparo me atravesó la muñeca. La segunda bala me hizo un desgarrón en el cuello. Entonces, increíblemente, volvió a tropezar con los pies del
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De pronto, la cabaña quedó totalmente a oscuras. Me lancé a la derecha: el sargento ya se había ido. Pude oír el ruido sordo y el rumor de las hojas de periódico cuando se arrojó al suelo. Siguió un silencio profundo, total. Esperé a que mis ojos se aclimataran a la oscuridad, pero cuando pude distinguir algo ya no había remedio. La estancia parecía un mausoleo en el que emergían mil débiles sombras, y el sargento las conocía a todas y a cada un de ellas. Sabía quién era el sargento. Había sido difícil conseguir información sobre él. Fue sargento durante la segunda guerra mundial, y ya a nadie le importaba cuál era su verdadero nombre. Era simplemente el sargento, sanguinario y duro.
Había pertenecido a un comando en la Gran Guerra. En algún lugar de la sala, envuelto en la oscuridad, avanzaba hacia mí. Debía de conocer aquel lugar como la palma de su mano, porque no se oía ningún sonido, ni el crujido de un tabla, ni un sola pisada. Pero podía notar que se acercaba más y más, flanqueándome por la derecha o por la izquierda, o tal vez arriesgándose a aproximarse en línea recta. El sudor de mi mano impregnaba de humedad la culata del arma, tenía que dominar el impulso de disparar frenéticamente, al azar. Era muy consciente de que tenía tres porciones del pastel en mi bolsillo, y no me molestaba en preguntarme por qué se habría apagado la luz. No me lo pregunté hasta que la potente luz de un linterna se filtró a través de la ventana, barriendo el suelo con un haz caprichoso y fortuito que reveló al sargento, inmóvil y agachado a medias, uno o dos metros a mi izquierda. Sus ojos tenían un destello verdoso en el brillante cono de luz, como ojos de gato. Tenía un reluciente hoja de afeitar en la mano derecha. De repente recordé cómo su mano se había posado en la solapa de la chaqueta, en el garaje de Keenan. Había extraído la hoja del cuello de la prenda. El sargento dijo un sola palabra, dirigida hacia la luz de la linterna. —¿Jagger?
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El quinto fragmento
La linterna se apagó. Disparé una vez contra la ventana, pero sólo di en el vidrio. Me tendí de lado en la oscuridad y me di cuenta de que Jagger estaba allí fuera. Y aunque tenía doce cargas de munición en el coche, no me quedaba más que un bala en el arma. “No juegues con Jagger, amigo”, había dicho el sargento. “Jagger te comerá vivo. “ Ahora tenía un idea bastante exacta de aquella estancia. Me levanté y corrí agachado, saltando sobre las piernas extendidas del sargento, y me dirigí al rincón. Me metí en la bañera y miré por encima del borde. No se oía ningún sonido. Incluso los ruidos del bosque parecían haber enmudecido. En el fondo de la bañera había un especie de arenilla, la loza desprendida en escamas del borde. Aguardé. Transcurrieron unos cinco minutos que me parecieron cinco largas horas. Entonces la luz se encendió de nuevo, esta vez en la ventana del dormitorio. Agaché la cabeza mientras la luz penetraba por la puerta. Tras un breve sondeo, volvió a apagarse. Silencio de nuevo, un silencio largo y pesado. En la sucia superficie de la bañera de loza del sargento lo vi todo. Vi a Barney, con la sangre coagulada en el vientre, al sargento, paralizado bajo el haz luminoso de Jagger, la hoja de afeitar sujeta con pericia profesional entre el pulgar y el índice, y un sombra oscura sin rostro: Jagger.
No sé quién le alcanzó primero. Una pistola que, a juzgar por el ruido parecía pesada disparó un vez detrás del haz de luz, y yo apreté dos veces el gatillo del 45 de Barney, por puro reflejo. Los impactos arrojaron al sargento hacia atrás, contorsionándose, contra la pared, con fuerza suficiente para que perdiera un de las botas.
De pronto, al otro lado de la puerta, se oyó un voz. Era suave y refinada, casi de mujer, pero no afeminada. Su tono me dio la impresión de que aquel hombre era implacable y muy competente.
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—Eh, tú. No me moví ni dije nada. No iba a conseguir mi número sin marcar un poco.
Me puse en marcha con cuidado. Durante algún tiempo tendría que ser cuidadoso. El sargento había tenido razón en un cosa: Barney fue un tipo estúpido. El hecho de que también hubiera sido mi amigo ya no importaba. La deuda había sido pagada. Tenía muchas razones para ir con cuidado.
Me limpié la boca y me arrodillé sobre el cuerpo de Jagger. Mi cacharro estaba donde lo había dejado, en la esquina del terreno donde se alzaba la casa de Keenan, pero ahora no era más que un espectral montón de nieve. Había dejado el Volkswagen del sargento un par de kilómetros atrás. Confiaba en que la calefacción seguiría funcionando. Estaba completamente aterido. Abrí la portezuela y me estremecí un poco mientras me sentaba. El rasguño del cuello ya se había coagulado, pero la muñeca me dolía terriblemente.
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o primero que oí acerca de Jacob Settle fue una sencilla afirmación que describía su carácter: “Es un tipo triste.” Sin embargo, más tarde me di cuenta de que esa opinión sólo expresaba lo que sus compañeros de trabajo pensaban de él. En aquellas palabras había cierto grado de intolerancia; les faltaba el lado positivo que toda opinión que se precie debe tener y que sitúa a la persona en la justa medida de la estima social. Pero había algo que no encajaba con el aspecto del personaje. Esto me dio que pensar y, poco a poco, y a medida que fui conociendo cada vez más el lugar y a sus compañeros de trabajo, fue creciendo mi interés por él. Supe que siempre estaba haciendo favores que podía cumplir y que en todo momento se dejaba guiar por la paciencia y el autocontrol, verdaderos valores de la vida. Las mujeres y los niños confiaban ciegamente en él pero, por extraño que parezca, él los evitaba, salvo cuando alguien estaba enfermo; entonces, aparecía para ofrecer su ayuda.
Los libros me los devolvía siempre en perfecto estado y en la fecha convenida y, con el tiempo, Jacob Settle y yo llegamos a ser buenos amigos. Una o dos veces que me decidí a cruzar el páramo en domingo, me reuní con él, pero noté que no se encontraba a gusto ni relajado, por lo que no supe si debía volver a verle o no. Lo que sí sabía es que él nunca vendría a visitarme a mí bajo ninguna circunstancia. Una tarde de domingo, regresaba yo de dar un largo paseo por el páramo y, al pasar por la cabaña de Settle, me detuve en la puerta y pregunté: “¿Qué tal está?” Como la puerta estaba cerrada, pensé que había salido. Aun así, y para guardar las formas o por simple costumbre, llamé sin esperar respuesta. Para mi sorpresa, oí una débil voz que provenía de dentro, aunque no pude descifrar lo que decía. Entré y me encontré a Jacob medio desnudo y tendido en la cama. Estaba pálido como la muerte. Las gotas de sudor le caían por el rostro. Sus manos se aferraban inconscientemente a las sábanas, del mismo modo que un hombre que se está ahogando se agarra a lo primero que encuentra. Al verme entrar, trató de incorporarse con una expresión salvaje en los ojos; los tenía muy abiertos y miraban como si algo horrible hubiese sucedido. Cuando me reconoció, volvió a tumbarse con un contenido sollozo de alivio y cerró los ojos. Permanecí de pie junto a él apenas un instante mientras jadeaba.
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Hubo un pausa mientras volvía a cambiar de posición. La próxima vez que habló lo hizo desde la ventana, por encima de mi cabeza, sobre la bañera. Sentí que las tripas me subían a la garganta. Si le diera por encender la linterna... —No hace falta nadie más, amigo. Lo siento. —Apenas pude oír su movimiento cuando cambió a su siguiente posición, que resultó ser de nuevo la entrada—. Tengo mi parte del mapa, amigo. ¿Quieres venir a por ella? Me entraron ganas de toser y las reprimí. —Ven a buscarlo, amigo —dijo en tono burlón—. Todo el pastel. Ven y llévatelo. Pero no tenía necesidad de hacerlo, y él lo sabía. Los pedazos estaban en mi poder, y ahora podría encontrar el dinero. Con su único fragmento Jagger no tenía ninguna oportunidad. Esta vez el silencio se hizo realmente largo. Pasó media hora, un hora, no sé cuánto tiempo, la eternidad al cuadrado. La rigidez insensibilizaba mi cuerpo. Afuera soplaba el viento, imposibilitando oír nada salvo el rumor de la nieve al estamparse contra los muros. Hacía mucho frío y hacía rato que los pies se me habían quedado insensibles. Ahora empezaba a notar las piernas como si fueran bloques de madera. Entonces, alrededor de la un y media, oí un ligero ruido, espectral, como de ratas deslizándose en la oscuridad. Mi respiración se detuvo. De algún modo, Jagger había conseguido entrar y estaba en el centro de la habitación.
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El starter funcionó durante un buen rato, y finalmente el motor se puso en marcha. La calefacción también funcionaba, y el único limpiaparabrisas eliminó la nieve en el lado del conductor. Jagger había mentido acerca de su fragmento del mapa, desde luego. No lo llevaba encima, ni tampoco estaba en el modesto Studebaker Lark que le había llevado hasta la casa del sargento. Pero yo tenía su cartera y su dirección. No
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Cuando habló de nuevo, lo hizo a través de la ventana. —Voy a matarte, amigo. He venido para matarlos. Ahora sólo estás tú.
El quinto fragmento
lo necesitaba.... pero no creí que tendría necesidad de aquel pedazo de papel, pues el fragmento del sargento era el que estaba marcado con un equis.
De repente me di cuenta de que estaba gritando y que no había allí nadie para escucharme, nadie salvo hombres muertos.
Llevaba una vida muy solitaria. Él mismo se hacía las cosas de casa. Vivía en una pequeña casa de campo, lo más parecida a una cabaña, de una sola habitación y alejada del mundo, en los límites del páramo. Su existencia parecía tan triste y solitaria que me entraron ganas de animarla. Me decidí a ello un día que nos encontramos ayudando a incorporarse a un chico herido, con el que choqué accidentalmente. Fue entonces cuando me ofrecí a prestarle unos libros. Él aceptó de buen grado y, al separarnos, ya al amanecer, sentí que entre nosotros había surgido cierto grado de confianza.
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Algo frío se agitó en sus ojos.
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El quinto fragmento
El arma le alcanzó, pero no le detuvo. Salté de la bañera para ir a por él, y Jagger, atontado por el golpe, disparó dos veces a la izquierda.
—Voy a cumplir mi promesa. Considérate afortunado. Vamos a la otra habitación.
—Procurar que no te muevas por algún tiempo. Vamos. Volvimos a la sucia y desquiciada cocina, un elegante desfile de sólo dos personas. El sargento permaneció bajo la bombilla desnuda, de espaldas a mí, con los hombros encorvados, consciente del cañón que pronto iba a abrirle un surco en la cabeza. Estaba alzando el arma para golpearle cuando la luz parpadeó.
Me eché a reír.
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Fue el sargento quien me salvó. Jagger tropezó con un pie grande y muerto, se tambaleó y acribilló el suelo en vez de disparar por encima de mi cabeza. Pude arrodillarme y le arrojé el gran revólver de Barney a la cabeza.
—Ahí va el dinero —dijo.
—Iré, hijito —dijo suavemente el sargento—. Con una buena arma. Porque entonces será un nuevo juego de pelota.
No tardé en comprender de qué se trataba. El rigor mortis, azuzado por el frío, estaba colocando al sargento en su posición definitiva. Me tranquilicé un poco.
Cargó el arma, dispuesto a continuar. Iba a acribillarme en la bañera como a un pez en un barril. Ni siquiera podía asomar la cabeza.
—Echamelo —le ordené. El sargento sonrió y me lanzó el cilindro de papel.
—¿Qué vas a hacer?
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Tenía un pistola semiautomática, y el interior de la bañera era como un gran címbalo hueco y resonante. Los fragmentos de loza saltaron por los aires, rebotaron en la pared y me golpearon el rostro. Las astillas de madera llovían sobre mí.
El quinto fragmento
—¿Cómo sé que no irás a por mí?
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Y fue en aquel momento cuando la puerta se abrió de repente y Jagger irrumpió en la estancia, fantasmal y visible con su manto de blanca nieve, alto, larguirucho y desmadejado. Le di lo suyo y la bala le abrió un agujero a un lado de la cabeza. Y en el breve resplandor de¡ disparo vi que había disparado a un espantapájaros sin rostro, vestido con los pantalones y la camisa abandonados de algún granjero. La cabeza de arpillera se desprendió del mango de escoba al chocar contra el suelo. Entonces Jagger empezó a dispararme.
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El sargento no titubeó. Cogió la lámpara de la mesita de noche y le quitó la base. Su fragmento del mapa estaba pulcramente enrollado en el interior. Me lo tendió sin mediar palabra.
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Entonces, abrió los ojos y me miró con una expresión de desesperación tal que, tan cierto como que estoy vivo, mejor habría sido no ver aquella mirada de terror. Me senté a su lado y le pregunté cómo se encontraba. Al principio, sólo decía que no estaba enfermo pero, entonces, después de examinarme, se incorporó apoyándose en el codo y dijo: —Se lo agradezco, señor, le estoy diciendo la verdad. No estoy enfermo, lo que entendemos comúnmente por enfermedad, aunque sólo Dios sabe si hay peor enfermedad que la que conocen los médicos. Le contaré lo que me ocurre porque usted ha sido muy amable conmigo. Confío en que nunca se lo mencionará a nadie pues, de hacerlo, sería terrible para mí. Estoy viviendo una auténtica pesadilla. —¿Una pesadilla? —dije con intención de animarle—. Los sueños desaparecen con la luz, incluso cuando uno despierta.
decirle pero, para alivio mío, continuó hablando: —He soñado con ello las dos últimas noches. La primera noche fue bastante intenso, pero logré superarlo. Sin embargo, en la última, el temor fue casi peor que el propio sueño porque, cuando éste llegó, acabó con el recuerdo de otros momentos de dolor. Permanecí despierto justo hasta antes de que empezara a amanecer. Después, la pesadilla volvió y, desde entonces, he sentido tal angustia que he creído morir y con ella he sido presa de todos los temores que me acechan esta noche. Antes de que hubiese terminado la frase, mi mente se había repuesto lo suficiente como para darle algunas palabras de aliento: —Intente irse a dormir esta noche un poco más temprano, antes de que anochezca. Le aseguro que descansar le vendrá bien. A partir de hoy ya no volverá a tener más pesadillas.
A medida que hablaba, me di cuenta de que estaba tan seguro de sus palabras que decidí olvidarme de mi crítica. Sentí que me encontraba en presencia de una influencia que yo mismo era incapaz de comprender. No sabía qué más
Movió la cabeza resignado. Estuve un poco más a su lado y, después, le dejé solo. Cuando llegué a casa, preparé mis cosas. Había decidido pasar con Jacob Settle su vigilia en la cabaña del páramo. Pensé que si conseguía dormirse antes de la puesta de sol, se despertaría antes de medianoche y, entonces, justo cuando las campanas de la ciudad diesen las once, yo estaría apostado justo a su puerta con una bolsa con la cena, un termo grande, un par de velas y un libro. La luna brillaba e inundaba todo el páramo con una luz tan intensa que parecía de día. De repente, cruzaron el cielo unas nubes negras, que crearon una oscuridad casi tangible. Abrí la puerta con cuidado y entré sin despertar a Jacob. Dormía boca arriba y pude ver su rostro lívido. Estaba bañado en sudor. Intenté imaginar qué visiones estarían pasando por aquellos ojos cerrados, visiones capaces de llevar consigo el sufrimiento y el dolor que se plasmaban en aquel rostro. No pude hacerme a la idea, y esperé a que se despertara. Fue
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Entonces, dejé de hablar porque, antes de que pudiera decir nada más, vi la respuesta en su mirada. —¡No, no! Eso es lo que le sucede a la gente que vive en paz y rodeada de sus seres queridos, pero es mil veces peor para los que tenemos que vivir solos. ¿Qué alegría puedo encontrar aquí cuando me despierto en medio del silencio de la noche, rodeado por este vasto páramo, lleno de voces y rostros que hacen de mi despertar una pesadilla peor que la de mis propios sueños? Usted, no tiene un pasado que le envía sus legiones en la oscuridad y en el vacío. Le ruego a Dios que nunca le ocurra.
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algo tan repentino y extraño que me estremecí. Mientras se incorporaba y volvía a echarse hacia atrás, de sus labios blanquecinos salió un gemido cavernoso que no debía de ser sino el final de una serie de pensamientos que le habían invadido con anterioridad. —Si está soñando, debe de ser con algo terrible. ¿Cuál puede ser ese suceso desgraciado del que me habló? —pensé para mis adentros. Mientras me detenía en este pensamiento, Jacob se dio cuenta de mi presencia. Me sorprendió que no dudase si se encontraba dormido o despierto, tal y como suele sucedemos recién despertados. Con un grito de alegría, me agarró la mano entre las suyas, húmedas y temblorosas, como un chiquillo atemorizado agarra a alguien a quien ama. Intenté tranquilizarle: —Ya está, ya está, no pasa nada. He venido para estar con usted, juntos intentaremos luchar contra ese maldito sueño. De repente, me soltó la mano. Se dejó caer en la cama y se cubrió los ojos con las manos. —¿Enfrentarnos a ese maldito sueño? ¡No, señor, no! Ninguna fuerza mortal puede enfrentarse a este sueño que proviene de Dios y arde aquí —dijo mientras se golpeaba la frente. A continuación, siguió hablando: —Es el mismo sueño, siempre el mismo, cada vez más fuerte. Me tortura una y otra vez. —¿Con qué sueña? —le pregunté creyendo que hablar de ello podría aliviarle.
Estaba claro que ocultaba algo, algo que se escondía en el sueño. —Está bien. Espero que no sueñe más pero, si vuelve de nuevo, prometa contármelo, ¿de acuerdo? No se lo pregunto por curiosidad, sino porque creo que hablar de ello puede servirle de ayuda. Me contestó con solemnidad: —No se preocupe. Si vuelvo a soñar, le prometo que se lo contaré todo. Intenté distraerle con cosas más mundanas. Preparé la cena y la compartí con él, incluido el contenido del termo. Después de un rato, se tranquilizó. Me encendí un puro, le di otro a él, y fumamos durante una hora y hablamos de muchos temas. Poco a poco la placidez que sentía su cuerpo se adueñó de su mente, y pude ver cómo las dulces manos del sueño le acariciaban los párpados. También él las sintió. Me dijo que se sentía mejor y que podía dejarle e irme tranquilo, pero le dije que iba a esperar a que amaneciera. Encendí la otra vela y empecé a leer, mientras él se quedaba dormido. Poco a poco me fui ensimismando de tal forma en la lectura que casi se me caía el libro de las manos. Miré y comprobé que Jacob seguía dormido. Me agradó ver en su rostro una expresión de felicidad poco habitual, mientras parecía que sus labios pronunciaban palabras mudas. Regresé de nuevo a la lectura, y me volví a despertar aterrado por una voz que procedía de la cama que estaba junto a mí. —¡Con esas manos ensangrentadas no, nunca, nunca! Le miré y me di cuenta de que seguía dormido. Sin embargo, se despertó al instante y no pareció sorprenderse de verme. De nuevo había en él esa extraña indiferencia.
—No, creo que es mejor no contárselo. Puede que no vuelva a soñar.
—Settle, cuénteme su sueño. Puede hablar sin miedo. No contaré nada. Mientras vivamos los dos, jamás contaré lo que va a decirme.
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—Prometí que se lo contaría, pero es mejor que conozca antes la historia. Así podrá comprenderlo mejor. En mi juventud, fui profesor. Trabajaba en una escuela en una pequeña ciudad del Suroeste de Inglaterra. No hace falta mencionar su nombre. Es mejor que no. Me prometí en matrimonio con una joven a la que amaba y casi adoraba. Pero ocurrió lo de siempre. Mientras esperábamos el momento en que pudiésemos tener una casa donde vivir juntos, apareció otro hombre. Tenía casi los mismos años que yo. Era elegante y amable. Tenía todos los atractivos que adoran las mujeres de nuestra clase. Mientras yo estaba trabajando en la escuela, él iba a pescar y ella se encontraba con él. Intenté convencerla, incluso llegué a implorarle que le dejase. Le prometí casarme con ella enseguida y marcharnos de allí, comenzar una nueva vida en un lugar diferente. Pero jamás habría escuchado nada de lo que yo le hubiera dicho. Estaba perdidamente enamorada de él. A continuación, decidí hablar con aquel hombre para que la tratara bien. Pensé que la quería y que no habría posibilidad alguna de convencerle. Me dirigí a donde sabía que podría encontrarme con él a solas, y mis temores se confirmaron. Jacob Settle tuvo que hacer una pausa; parecía como si tuviera algo que le molestara en la garganta. Casi jadeaba al respirar. Después continuó: —Señor, pongo a Dios por testigo, juro por Dios que no me movía ningún pensamiento egoísta. Amaba tanto a mi querida Mabel que me conformaba con sólo una parte de su amor. Había pensado demasiado en mi desgracia como para no darme cuenta de que no tenía nada que hacer. Aquel hombre se comportó de forma insolente conmigo. Usted, señor, que es un caballero, tal vez no sepa lo humillante que puede llegar a ser la insolencia de alguien
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que se cree superior a ti. Pero conseguí soportarlo. Le supliqué que tratase bien a la joven. Le advertí que si lo que buscaba era simplemente diversión, no iba a conseguir sino romperle el corazón.
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Señor, usted, que nunca ha cometido un pecado como aquél, no sabe lo que es cargar con ello. Quizá piense que la rutina puede hacerlo más llevadero, pero no es así. Crece con cada hora que pasa, se hace insoportable.
tio para mí en el Cielo. Usted no sabe lo que es sentir esto, y le pido a Dios que nunca llegue a sentirlo. Los hombres normales, para los que todo es posible, no suelen pensar en el Cielo. Para ellos el Cielo no es más que una palabra, nada más. Se sienten satisfechos con esperar y dejar que las cosas sigan su curso. Pero para los que estamos condenados a quedarnos fuera para siempre, no puede imaginarse lo que significa, no puede adivinar el eterno deseo de ver las puertas abiertas y de acompañar a las figuras blancas que hay dentro. Ése es mi sueño. Veo la entrada delante de mí. Tiene unas enormes puertas de acero, con unos barrotes del grosor de un mástil, que se alzan hasta las mismísimas nubes. Los barrotes están tan juntos unos de otros que entre ellos sólo se alcanza a ver una gruta de cristal, en cuyos brillantes muros están talladas muchas figuras con vestiduras blancas cuyos rostros irradian alegría. Cuando estoy frente a la puerta, mi corazón y mi alma se encuentran tan extasiados y tan llenos de deseo que me olvido de todo. Y allí, junto a la puerta, hay dos poderosos ángeles que agitan sus alas con una mirada terriblemente grave. Cada uno de ellos sostiene en una mano una espada llameante y en la otra lleva un manojo de llaves que mueve suavemente de un lado a otro. Más cerca hay unas figuras cubiertas de negro, con la cabeza tapada por completo, sólo se les ven los ojos. A todo aquel que llega le dan unas vestiduras blancas como las que llevan los ángeles. Un suave murmullo anuncia que todos deben ponerse la túnica, que no deben mancharla o, de lo contrario, los ángeles no les dejarán pasar y les golpearán con las espadas. Yo estoy ansioso por ponerme mi túnica; rápidamente me la echo por encima y voy corriendo hacia la puerta. No se mueve. Los ángeles abren la cerradura y señalan mi túnica. Yo miro hacia abajo y me horrorizo al verla toda ella manchada de sangre.
Y con él crece también la seguridad de que ya no hay si-
Mis manos están rojas, brillan con la sangre que
No me preocupaba que ella no le quisiera ni que sufriera. No quería que fuese desgraciada. Pero cuando le pregunté cuándo pensaba casarse con ella, su risa me hizo perder los nervios. Le dije que no me iba a cruzar de brazos para ver cómo mi amada era infeliz. Él también se enfureció y, en su furia, dijo tales crueldades de ella que juré que no iba permitir que siguiera vivo para hacerle daño a mi amada. Sólo Dios sabe cómo ocurrió. En esos momentos de ofuscación es difícil recordar cómo se pasa de las palabras a las manos. De repente, me encontré de pie junto a su cadáver. Tenía las manos manchadas del color carmesí de la sangre que le brotaba del cuello roto. Estábamos solos. Él era forastero, ningún familiar le buscaría. Sus huesos deben de estar aún en la represa del río donde lo arrojé. Su ausencia no levantó sospechas. Nadie preguntó por él, excepto mi pobre Mabel, pero no se atrevió a hablar. Mis esfuerzos no valieron de nada. Tras ausentarme durante unos meses, no podía seguir viviendo en aquel lugar, comprendí que la vergüenza había sido la causa de su muerte. Hasta la fecha pensaba que con aquel acto terrible había conseguido salvar su futuro pero, cuando supe que había llegado demasiado tarde y que mi pobre amada estaba manchada con el pecado de aquel hombre, me invadió un sentimiento de culpabilidad tal que no pude sobrellevarlo.
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gotea de ellas, igual que ocurrió aquel día en la ribera del río. Y, entonces, los ángeles alzan sus ardientes espadas para acabar conmigo. Me invade un terror enorme y me despierto. Una y otra vez, este sueño regresa una y otra vez. Nunca aprendo del sueño anterior, nunca lo recuerdo. Al empezar a soñar, la esperanza siempre está ahí presente para hacer que el final sea cada vez más cruel. Sé que este sueño no viene de la oscuridad de la que provienen el resto de los sueños, Dios me lo envía como castigo. Nunca, nunca seré capaz de atravesar la puerta. La mancha de mi túnica siempre vendrá de estas manos asesinas. Escuché medio hechizado las palabras de Jacob Settle. Había algo extraño en el tono de su voz, algo tan místico y ensoñador en sus ojos que me atravesaban como un espíritu del más allá, algo tan solemne en su acento y en tan marcado contraste con su ropa raída y la pobreza que le rodeaba que llegué a pensar que todo aquello no era más que un sueño. Permanecimos en silencio durante mucho tiempo. Con creciente asombro, continué observando a aquel hombre que tenía frente a mí. Ahora que me había confesado su secreto, su alma, que había vuelto a la realidad, parecía erigirse de nuevo con renovada fuerza. Cualquiera se hubiera horrorizado con su historia pero, aunque resulte extraño decirlo, yo no lo estaba. No es agradable en absoluto escuchar la confesión de un asesino, pero este pobre hombre parecía no sólo haberse visto llevado a ello, sino tan arrepentido que yo no me sentía capaz de juzgarle. Quería tranquilizarle, así que le hablé con toda la calma de que fui capaz, aunque mi corazón latía con fuerza. —No desespere, Jacob Settle. Dios es bueno y misericordioso. Viva con la esperanza de que algún día se sentirá liberado del pasado. A continuación, me callé porque me di cuenta de que el
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sueño, un sueño natural esta vez, se aproximaba sigilosamente hacia él. —Váyase a dormir —le dije—. Me quedaré aquí con usted y no tendrá más pesadillas esta noche. Hizo un esfuerzo por calmarse y me contestó: —No sé cómo agradecerle lo bueno que es conmigo, pero creo que es mejor que me deje a solas. Intentaré dormir. Es como si el habérselo contado todo me hubiera quitado un peso de encima. Debo luchar yo solo por mi vida. —Me iré, si es lo que desea —le contesté—, pero deje que le dé un consejo: no viva tan solo. Vaya a donde haya otros hombres y mujeres. Viva entre ellos. Comparta sus alegrías y tristezas, eso le ayudará a olvidar. Esta soledad le hará enloquecer. —Le haré caso ——contestó ya medio inconsciente mientras el sueño se adueñaba de él. Me volví para marcharme y él me siguió con la mirada. Toqué el cerrojo de la puerta, lo solté y me dirigí de nuevo a la cama. Le tendí la mano; él la estrechó entre las suyas mientras se incorporaba. Entonces, le di las buenas noches e, intentando animarle, le dije: —Valor, hombre, valor. Quedan muchas cosas por hacer en este mundo, Jacob Settle. Algún día podrá vestir esa túnica blanca y atravesará la puerta de acero. A continuación, le dejé solo. Una semana después me encontré su cabaña vacía. Pregunté en la fábrica y me dijeron que se había marchado al Norte, aunque nadie supo decirme exactamente adonde. Dos años más tarde, disfrutaba yo de unos días en Glasgow en compañía de mi amigo el doctor Munro. El doctor era
un hombre muy ocupado y no disponía de mucho tiempo libre para estar conmigo, así que yo me pasaba el día haciendo excursiones a los Trossachs, a Loch Katrine y a El Clyde. El segundo día de estar allí, regresé un poco más tarde de lo habitual, pero mi anfitrión tampoco estaba en casa. La criada me dijo que le habían llamado del hospital por un accidente ocurrido en las obras de la conducción del gas y que la cena se posponía una hora. Le dije que daría un paseo y que iba a buscar a su señor. Ambos regresaríamos juntos. Me encontré con él en el hospital lavándose las manos para regresar a casa. Le pregunté cuál había sido el motivo del accidente. —¡Lo de siempre! Una cuerda podrida y, sin más explicación, unos hombres pierden la vida. Dos hombres estaban trabajando en el gasómetro, cuando la cuerda que sostenía el andamiaje se partió. Debió de ocurrir justo antes de la hora de la cena, porque nadie se dio cuenta de que faltaban hasta que volvieron al trabajo. En el gasómetro había más de siete pies de agua. Tuvo que ser muy duro, pobre gente. Uno de ellos estaba vivo, pero nos costó mucho sacarlo. Parecía como si le debiera la vida a su compañero, nunca he visto nada tan heroico. Nadaron juntos mientras les quedaban fuerzas pero, al final, estaban tan agotados que, a pesar de las luces que tenían por encima y de los hombres que bajaron con cuerdas, no pudieron salvarse. Uno de ellos se puso de pie sobre el fondo y alzó a su compañero por encima de su cabeza. Ese esfuerzo le llevó a la muerte. Fue horrible cuando los sacaron. El agua, mezclada con el gas y el alquitrán, tenía el aspecto de un tinte de color morado. Parecía como si el hombre que estaba más arriba estuviera bañado en sangre. ¡Puuag! —¿Y el otro?
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El anciano terrible
Bram Stoker
cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos conocen su nombre real.
El anciano terrible
—Ése estaba aún peor, pero debió de ser un gran compañero. La lucha bajo el agua tuvo que ser espantosa. No había más que ver cómo le chorreaba la sangre por las extremidades. Al mirarle, parecía como si tuviera estigmas. Estoy seguro de que el valor de ese hombre podría haber cambiado el mundo por completo. Con él se abrirían las puertas del Cielo. Mira esto. No es que sea muy agradable, sobre todo antes de cenar, pero eres escritor y se trata de un caso extraño. Hay algo que no puedes perderte, casi seguro que nunca vas a ver algo parecido. Mientras hablaba, me llevó hacia el depósito de cadáveres del hospital. En el ataúd había un cuerpo cubierto con una sábana blanca, que lo envolvía. —Parece una crisálida, ¿verdad? Jack, si alguna vez el alma del ser humano se ha representado como una mariposa, la que ha salido de esta crisálida debe de ser muy hermosa y sus alas deben de tener todos los colores del arco iris. ¡Mira! Y descubrió el rostro del cadáver. Era horrible, parecía como si estuviera teñido de sangre. Pero le reconocí enseguida. ¡Era Jacob Settle! Mi amigo tiró de la sábana hacia atrás. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho púrpura, como si alguien de buen corazón se hubiera preocupado en colocárselas así. Cuando las vi, mi corazón empezó a latir con fuerza y se me vino a la mente aquel sueño suyo tan terrible. Aquellas valientes manos estaban inmaculadas, no tenían ni el más mínimo rastro de tinte.
H.P. Lovecraft
Mientras le miraba, supe que el maldito sueño había terminado para siempre. Aquella alma noble había encontrado la forma de cruzar la puerta. Las manos, apoyadas en la túnica blanca que le cubría, estaban limpias de culpa.
H.P. Lovecraft
todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás. Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del 11 de abril para realizar su visita. El señor Ricci y el señor Silva se encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero, mientras el señor Czanek se quedaba esperándolos a los dos y a su presumible cargamento metálico en un coche cubierto, en la Calle Ship, junto a la verja del alto muro posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los planes para una huida sin apuros. Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se pusieron manos a la obra por separado con objeto de evitar cualquier malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron en la Calle Walter junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas supersticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la lengua alAnciano Terrible para averiguar el escondite de su oro y plata, pues los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En cualquier caso, se trataba de alguien muy viejo y endeble, y ellos eran dos personas que iban a visitarlo. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el arte de volver dóciles a los tercos, y los gritos de un débil y
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más que venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la única ventana alumbrada y escucharon cómo elAnciano Terrible hablaba en tono infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron con delicadeza en la descolorida puerta de roble. La espera le pareció muy larga al señor Czanek, que se agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja posterior de la mansión del Anciano Terrible en la Calle Ship. Era una persona más impresionable de lo normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la casa momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de mar? Presa de los angustia, observaba la estrecha puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un registro completo? Al señor Czanek no le gustaba esperar a oscuras en semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso picaporte, y vio cómo se abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino farol que alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca.
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ue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano.
El anciano vive solo en una casa muy antigua de la Calle Walter cercana al mar, y se le conoce por ser un hombre fantásticamente rico, y por tener una salud excesivamente delicada; lo cual constituye un atractivo para hombres con la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su profesión era el latrocinio.
Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes rocas, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo asiático. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los niños que disfrutan burlándose de su barba y cabello, largos y canosos, o romper los cristales de pequeño marco de su vivienda con traviesos proyectiles. Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan sigilosamente hasta la mansión, para escudriñar el interior a través de las ventanas cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo, hay muchas botellas extrañas, cada una de las cuales tiene en su interior un trozo de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Anciano Terrible dialoga con las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella, el péndulo de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta.
Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, lo protegen de las atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún rincón de su mohosa y venerable mansión. En verdad, es un ser muy extraño, que al parecer fue capitán de barco en las Indias Orientales. Es tan decrépito que nadie recuerda
A quienes han visto al alto y enjuto Anciano Terrible en una de esas singulares conversaciones no se les ocurre volver a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Anciano Terrible otra cosa que un viejo decrépito y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su cayado, y cuyas escuálidas y frágiles manos temblaban de modo lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien
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H.P. Lovecraft
Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las ciudades pequeñas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos sin identificar, horriblemente mutilados (como si hubieran recibido múltiples cuchilladas) y horriblemente triturados (como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas) que la marea depositó en tierra. Y algunos hasta hablaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró en la Calle Ship, o de ciertos gritos inhumanos, posiblemente de algún animal extraviado o de un pájaro ignoto, escuchados durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Anciano Terrible no prestaba la menor atención a los rumores que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y cuando uno es anciano y se tiene una salud delicada, la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada juventud.
El amor asesinado
Bram Stoker
Emilia Bazán
Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo sus compañeros, sino el Anciano Terribleque se apoyaba con aire tranquilo en su nudoso cayado y sonreía malignamente. El señor Czanek no se había fijado hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era amarillos.
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cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave. Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.
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unca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.
Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»
Ya fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al malvado Amor, Eva comenzó a pensar en la manera de librarse de él definitivamente, a toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era a muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo obtener la victoria. Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.
Emilia Bazán
El amor asesinado
destrenza sobre guijas o cae suspirando en morisca fuente. El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como varón vigoroso.
El Amor a quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.
Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vio calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó a estrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío. Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor aquel! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar... No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, libre..., no cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante. Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni se rebullía; estaba muerto.
Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir una altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro,
Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se
Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que ascendía a su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...
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Cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros. Hermann Hesse
ir al pueblo y pedir el correo de la tarde. ¿Podrías hacerlo, querido? No es que espere ninguna carta, pero pensé que quizás... sería tonto no tenerlas si están allí. ¿No te parece? Sería absurdo esperar hasta mañana. Dio la vuelta entre sus dedos el pie de su copa. Inclinaba la hermosa cabeza. Levanté mi copa y bebí. Sorbía lenta, deliberadamente, mirando la cabeza oscura y pensando en carteros, escarabajos azules y adioses que no son adioses. ¡Dios mío! ¿No era aquello sorprendente? No, no era sorprendente. La bebida tenía un sabor estremecedor, amargo, curioso.
El conocimiento es un arma de doble filo