Carta de Alemania Jaime Reyes G.
Carta de Alemania Jaime Reyes G.
Carta de Alemania Jaime Reyes G.
© e[ad] Ediciones Colección HeteroGenios .:Tig:. Taller de Investigaciones Gráficas e[ad] Escuela de Arquitectura y Diseño Pontificia Universidad Católica de Valparaíso e-mail: ediciones@arquitecturaucv.cl http://www.ead.pucv.cl/ Valparaíso, agosto 2010.
Carta de Alemania Jaime Reyes G.
Tabla Contenidos
Carta de Alemania
1
La Partida
3
La Misma Pregunta
5
Lo Abierto
6
La Hospitalidad
24
El Sacrificio
30
La Obra Bien Hecha
35
Creaci贸n y Demora
38
El Tiempo del Habla
43
Los Viajes
50
Traves铆a y Obra
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Agradecimientos Este tiempo de vida, de trabajo y de estudios en Alemania existió y florece porque hubo personas que, de diferentes formas, lo hicieron posible. Al Consejo de Profesores de la Escuela de Arquitectura y Diseño de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; por consentir en el viaje. Al profesor Harald Bluhm, lector del Deutscher Akademischer Austausch Dienst (daad); por abrirme al mundo de Hölderlin. Y al cabo toda la hondura a Lorena Arce; porque me llevó hasta el alma de su aventura.
Carta de Alemania Jaime Reyes G.
pero ¡no temáis nada! Lo nuevo y lo desconocido amedrentan casi siempre a los hijos de la tierra… Empédocles, Hölderlin
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Querido Arturo:
La Partida Me encuentro ahora a bordo de un tren en dirección al sur, en el medio de los tiempos y los lugares de mi extraño viaje. Había decidido escribirte esta carta hace algún tiempo, pero no tuve la excusa precisa. Valga ahora simplemente el movimiento de este tren, a toda velocidad, tragándose el paisaje, meciéndose manso y sin pausa, como una analogía simple y oportuna de mi viaje. Creo que esta carta es de tu correspondencia porque fuiste tú quien, en innumerables conversaciones de café al borde del Pacífico, me incitaste a dejarlo todo en las manos del presente y a partir en la aventura. Te corresponde además porque tus instigaciones no sólo eran de esas que los amigos se dedican en el coro de los vasos al fragor embriagado de la madrugada, sino además tuvieron el tono de la vastedad que corre entre ciudadanos abiertos; pues eso somos. Y por último, esas sugerencias fueron deliberadas como decano de nuestra facultad, haciendo que todo este viaje tenga también un sentido universitario profundo, que es el ámbito en el que actuamos y donde además nos ganamos la vida. Espero entonces, ante todo, ser honesto y fiel con esas matrices iniciales para que mi carta sea ya no las simples noticias del viaje, sino que te permita, al leer, afinar el oído en el tono justo que requiere esta aventura. Todos los antecedentes de este viaje los conversamos tantas veces y sobre tantos entendidos tácitos, que debiese exponer ese historial explícitamente, pero el ejercicio de ordenarlos ahora me parece un exceso. Ya habrá ocasión de hacerlo en forma adecuada.
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Por ahora me atengo, en la medida de mis posibilidades, al espíritu de profesor, o mejor aún, al de maestro; aquel que nos permite a los más viejos, como excusa válida, mantenernos en el mundo joven de los estudiantes, en la ‘escuela’. Quiero decir que, tal vez, como lo propuso Baudelaire1, el sólo afán de salir a andar el mundo sea fundamento suficiente para partir y sostener en vilo todas las dimensiones del cuerpo y del alma. ¿Será suficiente con este alimento, frugal e intangible, sobrevivir a la sed insaciable de misterios?, ¿se vencen así los paradigmas de una vida ordenada y decente, tan arraigados en la estimación social, para convertir el andar “pour trouver du nouveau”2 en todas las sendas y en todos los desvíos?, ¿o nos exigimos, además, un andar conciliado con el oficio, siempre imbuido este por la vocación? Ahora regreso de una de las reuniones con el profesor Kreuzer. El fue quien recibió primeramente mi proyecto de estudios y con una hospitalidad inaudita me invitó oficialmente a Alemania. Le llevé unas cuantas preguntas mal organizadas y una presentación breve de nuestra Escuela; una suerte de línea de tiempo marcada por nuestros hitos clásicos e iluminada con fotografías. Después de trabajar algunos días en ello, me encontré sorprendido por la hondura y extensión de nuestra vocación. Fue hace más de veinte años la primera vez que estuve en las arenas de la Ciudad Abierta. Aún conservo, con una singular inmediatez, esas impresiones iniciales. Son las mismas fuerzas que todavía hoy me apuran a bañar de un nuevo resplandor estas preguntas que he traído, atendiendo a la libertad que nos fuera entonces indicada y que hoy nos compete construir. Preguntas que si he logrado sostener, ha sido sólo gracias a las inestimables atenciones y ayudas dispensadas por el profesor
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Johann Kreuzer, de la Carl Von Ossietzy Univesität de Oldenburg y por la profesora Valérie Lawitschka del Hölderlin-Gesellschaft, en Tübingen. Esta carta recibe las conversaciones que sostuvimos en sus paciencias y hospitalidades; y de muchas maneras a ellos debo todo lo que sigue.
La Misma Pregunta Comprendo ahora perfectamente las percepciones que tuve cuando decidí quedarme a vivir en la Ciudad Abierta. Mantengo la certeza de que era ese proyecto, y no otras estimaciones, el que motivaba mi determinación de ya no regresar jamás a mi ciudad natal. Hoy sigue siendo exactamente igual. Pero han pasado veinte años, y aunque el tango diga que no son nada, ese tiempo tiene un espesor que cobra su entereza en la cuenta de nuestras narraciones. ¿Cómo presentarle a alguien, en este caso a un filósofo alemán, semejantes amplitudes, alcances, hechos y preguntas? Considerando sobretodo que me dedico a la poesía y que a diferencia de él, no estoy obligado a entenderme con la actualidad de las ideas que conforman nuestro mundo. Tampoco, como él, me debo a darle razón a mi tiempo en el afán y la necesidad de ‘saberme’, pues yo no trato con la sabiduría. Todo conocimiento, sea de la índole que sea, requiere que lo real, la realidad, aparezca sensitivamente; a través de los sentidos, pero esa aparición no la puede inducir el conocimiento, sólo la poesía. Supongo al menos que, por su oficio, también él estará acostumbrado a sobrevivir en medio de preguntas, como debiesen estarlo en verdad todos los oficios. Me refiero a que, después de todo, seguimos viviendo, trabajando y estudiando sobre la base de una simple y concreta
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pregunta. Es la pregunta por nuestro ser americanos. ¿Qué otra cosa podría preguntarse un americano, más aún un poeta, que viene a Europa? ¿Será que en el contraste insobornable aparece sin remedio este dilema ya tradicional entre nosotros?, o quizá la pregunta sea sólo una jugarreta dialéctica, que a la vuelta de los años nos envuelve en un proceso donde nuestro continente opone sus propios principios contra la posibilidad de hallar allí ideas claras. Sin embargo, la pregunta pareciera seguir ubicándonos en el mundo, aún a riesgo de dejarnos detenidos en medio del vacío, puesto que muchas veces nos parece un sin sentido seguir y seguir preguntándonos por una identidad que muchos parecen haber elaborado hace ya décadas y décadas. Economistas, sociólogos, periodistas, historiadores y un sin fin de especialistas aseguran que, a estas alturas de la historia de América, el problema de la identidad está resuelto y que sólo debe ocuparnos apurar su desarrollo y avanzar en la concepción de un futuro óptimo y prometedor. Suena lógico, porque después de más de cincuenta años oyendo aquella pregunta entre nosotros mismos ¿qué hemos obtenido?, ¿tenemos acaso alguna claridad sobre el asunto?, ¿podríamos decirle a alguien lo que hay que hacer? Nos defendemos diciendo que, al menos y en reiteradas ocasiones, hemos dado testimonio de nuestro rumbo. Y creo que es cierto. Pero ¿nos conduce nuestro rumbo hacia algo útil? Útil para los otros, para todos.
Lo Abierto Después de cuarenta años y más allá de unas cuantas sentencias, que aún vigentes se las ha oído ya tantas y tantas veces, es necesario reiluminar el concepto de lo ‘abierto’, volviendo a
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su fuente inicial: Los poemas de Friedrich Hölderlin, pues basados en su voz poética fueron entregadas las partidas inaugurales con las que se establecieron los primeros y principales horizontes de la Ciudad Abierta. Pero no sólo eso, pues si bien tales pautas originales fueron respuestas concretas a las carencias universitarias de finales de los sesenta, ante la realidad de la universidad actual no han perdido vigor y resultan más vigentes y acaso más necesarias que nunca. Lo abierto no es un concepto intelectual que se entiende sólo en el lenguaje aparentemente enigmático de la Ciudad Abierta. No es una interpretación oscura de un grupo exaltado sobre lo dicho por Hölderlin, sino que es una voz directa del poeta alemán, que puede llegar a convertirse en una invitación concreta y real, mostrándonos con claridad un horizonte que ha de ser desplegado en la vida, los trabajos y los estudios de todos los ámbitos universitarios de América. El poema Amereida, publicado en mitad de la convulsa década de los sesenta, ya en su nombre anuncia su sentido y su misión: En la reunión de dos palabras intenta cantar la Eneida de América. Un canto épico que le regala a la América latina un origen nuevo, para que pueda tener un presente pleno, y luego así alcance un destino propio y original. Si bien el poema es una amplia recopilación de múltiples voces y autores, recogidos desde distintas épocas y espectros diversos, hay un fragmento cuyos enunciados van a resultar decisivos para las proposiciones del poema mismo y, sobretodo, para las acciones y hechos que a partir de este, se van desencadenar desde 1967 hasta nuestros días. Magnífico sería que esta lectura propuesta se convirtiese en experiencia, para que así florezcan sus implicancias; para que luego de tal lectura exista un campo sobre el cual seguir avan-
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zando; para que puedan ser transmitidas a otros las conclusiones y las novedades. Para que el poema se haga devenir. Se trata tal vez de esa clase de lectura que no sólo atiende a lo que manifiestamente dice el texto mismo, sino también a aquellas voces que siempre subyacen a todo poema, con o sin la anuencia o conocimiento de él o de los autores. Una lectura que da curso al fluir del callar que ya se cuela mansa e imperceptiblemente junto al himno notable o al discurso elocuente. Esta lectura comienza hacia el final del poema, cuando ya este ha planteado la mayoría de sus indicaciones y se han desarrollado sus tesis, ideas, anuncios y ya ha manifestado sus clamores principales. Es en ese momento cuando aparece, a toda voz, Friedrich Hölderlin. Y esta lectura, para devenir en experiencia, se convirtió en el leitmotiv de mi viaje a Alemania. Me parece que conoces tan bien como yo las proposiciones y demandas de la reoriginación universitaria del año 1967; aquellas indicaciones radicales declamadas con todo vigor en el Voto al Senado Académico de Godofredo Iommi, y en el Manifiesto del 15 de Junio. Es entendible que en ese entonces la universidad no recogiera completamente dichas propuestas y consejos, pues para ello era –y es– imprescindible que los profesores y los estudiantes y acaso todos los estamentos hubiesen, como el nombre de aquel texto lo indica, hecho los votos. Y hacer eso va mucho más allá de adoptar decisiones para nuevas políticas o hacer cambios y mejoras administrativas. Entonces ¿hicimos nosotros los votos, es decir, comprometimos todo el ser en la opción allí manifestada en bella sugerencia?, y si lo hicimos ¿mantenemos aún hoy semejantes preceptos como la disciplina esencial de nuestro arte y como el rigor que ordena y rige nuestras vidas? Me parece que estas dis-
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posiciones, después de cuarenta años, no sólo no han perdido su claridad y su potencia, sino que cobran especial relevancia cuando atendemos a tres cosas. La primera es el desnivel, en prácticamente todos los campos, que la globalización impone sobre las relaciones económicas entre las sociedades ricas y las más pobres, considerando sobretodo que este mismo desnivel se proyecta también al interior de estas sociedades, máxime en las categorizadas como del ‘tercer mundo’. La segunda; las exigencias que el proceso de ‘mundialización’ establece sobre las diferentes culturas a la hora de realizar dos ejercicios necesarios y aparentemente contradictorios: El cuidado de una identidad propia y única y la integración beneficiosa de esa identidad con otras culturas y sociedades. La tercera es que simplemente y a pesar de lo que te acabo de decir, todo el asunto va más allá de un proceso de identidad; pues aunque la consigamos, esa identidad no está cerca del ser. Nosotros quisiéramos hallar otra clase de unión; una predicha en los sueños de los grandes poetas: El mundo que sale a la luz desde la nada, en plena libertad. Un mundo creado en la reunión final del hombre y la naturaleza. La poesía, maestra de la humanidad, cantando una nueva mitología capaz de educar y encaminar al pueblo y de conmocionar y enternecer a los sabios. Hölderlin va más lejos decididamente: “He aquí la nueva Religión; será la última obra, la más grande, de la humanidad”. Debes concederme que por un instante mi trato con la poética se inmiscuya con la actualidad social, con la materia de los oficios. Sucede que aún cuando el poeta se deba a los cursos de la palabra y no a las acciones que modifican la realidad, no hay duda que su canto y su entera persona, están inmersos a plenitud en el mundo y que su responsabilidad es al cabo la invención de un nuevo estado de las cosas. Aunque yo no
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deba regir el curso de los cantos por la actualidad de nuestra época, esos mismos cantos se oyen también dentro del acontecer histórico del mundo. Significa que a veces es en extremo difícil la restricción respecto a una vida poética pura y es menester alejarse del llamado de lo más alto, so pena de hundirse en la locura. Y aunque el poeta no asume ese compromiso militando en la acción, sino cantando indicaciones que invocan al espíritu de cada persona, esa labor de uno en uno también va a por la novedad en todos los rangos de la vida. Hasta ahora las proposiciones poéticas de la reoriginación universitaria, si bien se han cumplido en ciertos aspectos, aún no han sido plenamente puestas en marcha. La experiencia de la Escuela de Arquitectura y Diseño de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, en su relación con la Ciudad Abierta, ha demostrado que la formación y preparación de hombres y mujeres, amparados en el coraje creativo de los oficios, provocan la construcción de un mundo más justo y original, cuyos horizontes se amplían y se extienden hasta las bellas fronteras de la condición humana. Aquellos estudiantes que habitan este espacio verdaderamente universitario, que hemos configurado con esforzada atención a las cuestiones de muchas actividades y disciplinas, alcanzan a proyectar y instaurar, en las distintas etapas de sus vidas, un tiempo siempre extraordinario y disponible al cambio y a la renovación constante. Pero sobretodo, estos mismos estudiantes tienen una experiencia de vida aquí y ahora, es decir, durante los períodos de estudios, convirtiendo esos ciclos en tiempos válidos y rebosantes de completitud, durante los cuales todas las dimensiones de la vida están presentes y no son postergadas como una promesa de futuro bienestar. Esto es no perder el tiempo.
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Actualmente nuestras universidades americanas se encuentran sumidas en debates y programas impuestos por las altas políticas nacionales, que ven en la innovación tecnológica y la investigación científica la única salida, o mejor dicho entrada, al mundo desarrollado. Por supuesto que nosotros no desconocemos la importancia de estas dos actividades; también las comprendemos y practicamos como cuestiones fundamentales en la formación de nuestros estudiantes. Sin embargo, advertimos que ambas, levantadas solitarias y excluyentes de otros campos del conocimiento humano, acabarán por ser peor remedio que la enfermedad. Más aún; sabemos que la esperanza de que sólo el conocimiento será el productor de bienestar está equivocada, y que se precisan las experiencias que provienen de otros campos no dominados por la metodología del conocimiento, para alcanzar ya otra cosa que una mejor ‘calidad de vida’. Nuestras sociedades latinoamericanas jamás van a siquiera tocar su plenitud si se dedican a copiar e imitar los modelos de desarrollo provenientes del llamado primer mundo. Es en este punto donde vuelvo a atender la incidencia directa que el poeta alemán Friedrich Hölderlin tiene sobre la visión poética que sostiene nuestro poema Amereida y por tanto sobre la fundación, constitución y posterior existencia de la Ciudad Abierta. Más allá de las múltiples configuraciones que tiene o podría llegar a tener esta incidencia, hay una forma en particular que ha cobrado su sentido alcanzando a convertirse en lo insustituible, en lo que ordena, compone y conforma el origen, el presente y el destino de la visión poética de Amereida. Hay que situarse entonces en el poema, que ya en sus últimos momentos, en la página 181, dice:
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amereida y su referencia confesada a la eneida analogía — ninguna de las dos son directas espontáneas la eneida sólo tiene sentido en referencia a la ilíada y a la odisea todo está en la comprehensión del verso de hölderlin – was bleibet aber stiften die dichter
Este es el instante en que el poema declara abiertamente, por primera vez en todo el texto, sus referencias con la Eneida, anunciando así su intención poética fundamental. Y entonces propone que su propia comprehensión final, su íntima esencia, la clave de su enorme propuesta, está cifrada en un verso escrito por un poeta alemán casi doscientos años antes. Previo a adentrarnos en las profundidades o alturas de ese verso, antes de tocarlo siquiera, atendamos primeramente a que Amereida establece una condición para el desciframiento de esa clave esencial: No se trata del comprender. Es decir, no alcanza el solo ejercicio de su traducción literal, que arrojaría a lo sumo un resultado útil para las armas con que el intelecto interpreta la realidad. El poema pide una “comprehensión”. La palabra proviene del latín comprehendere, donde com es ‘todos juntos’ o ‘junto con’ o ‘en la proximidad de otro u otros’ y prehendere es ‘prender’, ‘asir’, ‘tomar’. Por lo tanto no es una acción individual la que hay que acometer con el verso, sino un actuar colectivo, entre varios o entre todos. Este actuar en conjunto, en comunidad, exige no sólo el uso adecuado de las herramientas que la inteligencia ha dispuesto a los hombres, sino que requiere además la participación de los sentidos en un intercambio erótico. El poema está pidiendo, para con el
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verso de Hölderlin, de un lado la utilización de las facultades intelectivas y del otro la intervención del eros colectivo. En otro momento el poema va a indicarnos que sostener ese eros común, conseguido en la ronda festiva de muchos, no es otra cosa que estar en trance (Amereida, pág. 160): “Estar en trance es vivir con asombro un choque de ruptura y un arranque de abismo” y que además ese es el origen de América (Amereida, pág. 163): así irrumpió américa y entró en trance éste es su origen — estar en trance estar en trance no de un antes a un después no de una barbarie a una civilización sino en trance presente presente sólo está lo que tiene un destino destino sólo es una fidelidad al origen américa tiene destino cuando tiene presente su irrupción y su emergencia
Pero ahora evitemos los claros desvíos que el poema derrama por doquier y volvamos a la lectura que nos ocupa. Decíamos anteriormente que para acceder al verso de Hölderlin es necesaria una acción colaborativa y no una individual; un emprendimiento en cooperación mutua y no un esfuerzo personal. Y este va a ser exactamente el modo que escojan los miembros de la Escuela de Arquitectura y Diseño para plantear y efectuar la mayor transformación de las universidades chilenas de toda su historia; la reforma universitaria de 1967 para luego acometer su consecuencia directa; la fundación de la Ciudad Abierta. El verso en cuestión was bleibet aber stiften die dichter, aparece en el poema Andenken, escrito por el poeta alemán hacia el final de su lucidez, justo antes de entrar en la aparente de-
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mencia y supuesta oscuridad. El filósofo Martin Heidegger recogió este verso dentro de las cinco voces o lemas radicales que iban a estructurar su Hölderlin y la Esencia de la Poesía. Este verso es el cuarto de los cinco y el que más concisa y brevemente trata el filósofo en su escrito. Allí Heidegger ofrece una interpretación que conduce con delicadeza hacia el sentido último que tal vez el poeta quiso proponer. “Pero lo que queda, lo instauran los poetas” o “mas, lo permanente lo instauran los poetas” podrían ser algunas traducciones casi literales. Lo que queda es lo permanente, lo que permanece. Los poetas instauran esto. “Lo que dicen los poetas es instauración, no sólo en sentido de donación libre, sino a la vez en sentido de firme fundamentación de la existencia humana en su razón de ser. Si comprendemos esa esencia de la poesía como instauración del ser con la palabra, entonces podemos presentir algo de la verdad de las palabras que pronunció Hölderlin”.
La lengua es el cimiento del ser y el principio de todas las cosas. Que “al principio era el Verbo” quiere decir que sólo porque hay verbo hay principio. Pues el principio nace con el primer acto de enunciación, con la primera palabra enunciada que abre las tinieblas. Sólo entonces puede acontecer la Creación: “Al principio Creó Dios los cielos y la tierra”. La lengua, así, no es un intercambio de información, y el permanecer (bleiben) es tener capacidad de memoria (erinnerungfähig). Para hallarnos en otro mundo es menester volver a la vida, darle vida, al principio. Es decir, lo que permanece, instaurado por los poetas, es la Memoria. De hecho Memoria podría ser una buena traducción del nombre del poema en
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cuestión; Andenken. Nosotros la conocemos como Mnemosyne. Es en ella donde fructificarán las obras de los hombres y de ella he de hablarte más adelante. Hölderlin ya había comprendido que el rol de la poesía no es la representación estética de bienes culturales, sino conformar la interacción de un pueblo consigo mismo, con su presente y con su propia historia. Entendiendo Geschichte además como los cuentos y acaso también los cantos. Esa realidad lingüística (Sprachwirklichkeit) abierta por los poetas es la atmósfera donde se halla no tanto la identidad ya instaurada y definitiva de cada pueblo, sino más bien la aptitud de esa identidad para rehacerse a sí misma constantemente. A veces puede parecernos que Hölderlin tenía una añoranza por la civilización griega; que sentía nostalgia al considerar perdidos y extraviados los valores de lo griego y que esto lo paralizaba para cantar lo alemán. Pero Hölderlin comprendía la misión del poeta entre los suyos y nunca pretendió convertir a su pueblo en nuevos griegos ni tampoco llevarlos hacia ese ideal inevitablemente prejuiciado e impenetrable en el presente. Incluso advierte el peligro de traer hasta la actualidad de su época las reglas artísticas del genio griego como única medida o regla del trabajo creativo. Sólo lo más elevado debe traerse. Y lo más elevado está presente tanto en la Grecia clásica como en la Alemania que le tocó vivir, porque pertenece a la condición del ser humano y no es privativo de una civilización específica. Proponía que es posible aprender lo propio a través de parecerse a los griegos, pero sólo en el intento de hacer que florezca la plenitud de esa condición humana. Por eso los griegos no le son imprescindibles, y aunque sabía que en lo propio nunca llegaría a alcanzarles, propugnaba la ocupación o quehacer soberano de lo propio. Y esto es hacer desaparecer al fantas-
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ma de la imitación. La originalidad consiste en expresar como comunitaria la fuente original donde beben todas las civilizaciones: Lo que debe imitarse no son las obras griegas, sino la forma de crearlas. Hölderlin sabe que desde Grecia la poesía no ha variado la forma de su cantar, entonces gira y prefigura la modernidad cuando encarga a los poetas el deber ya no sólo del canto, sino ahora la misión de adoptar un nuevo carácter en el cantar. Antes de él nadie ha comenzado a cantar lo propio de su patria de modo verdaderamente original. El poeta anhela lo que es genuino en la propia patria; exponer míticamente los acontecimientos históricos; hacer que la propia historia llegue a ser cuento. Aunque bien pudiera tener otras, esta es la misión épica de la poesía. Luego, en la página 182, Amereida, también intenta una traducción del verso, reconociendo la dificultad insalvable que enfrenta siempre este ejercicio de pasar una voz desde una lengua a otra: ¿qué quiere decir stiften? no es fundar y es fundar dar ocasión stiften es el donador aquel cuyo presente o don hace posible una realización el poeta es tal donador sobre lo cual puede ser realizado lo que demora virgilio como donador de la latinidad
Ya desde sus primeras páginas el poema entiende que don es lo mismo que regalo; y que regalo es lo mismo que presente. Un donador es aquel que regala y que de ese modo inventa el presente. Entonces el donador es quien instaura un modo del tiempo, acaso el único que vale la pena vivir y, en palabras de
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C.S. Lewis3, el que más se parece a la eternidad: el presente. Es sólo sobre el presente donde y cuando es posible hacer una realización; hacer la realidad. Y es el poeta el que hace tal acto. Sobre eso que hace el poeta “puede ser realizado lo que demora”. Esto que demora es la obra de los oficios. El quehacer de los oficios no es como la palabra de los poetas, pues esta palabra se hace y se resuelve durante y mientras el presente está allí, pero lo que los oficios ejecutan se demora, requiere un tiempo más largo para cobrar realidad. Es el anhelo de Rimbaud; que la palabra vaya delante de la acción4. Virgilio, al escribir la Eneida, le otorga presente a lo latino y le permite a Roma extenderse en paz por el mundo. Se trata entonces de hacer aparecer algo que no podría existir sin la mediación de esta fundación. Pero Amereida va más allá y junto con ofrecer esta interpretación, que no difiere demasiado de lo hallado por Heidegger, entrega –acaso violentamente– la clave no sólo ya para la interpretación del verso, sino además para su puesta en práctica (Amereida, pág. 182): stiften no es fundar ¡carajo! es poner la estancia en su propio ritmo es dar el marco luego el primer golpe de la puesta en marcha dar dinero es una manera de fundar — ¿de qué será donadora amereida?
Casi negando lo que acaba de afirmar, el poema retrocede y se desdice enérgicamente, como para resolver el asunto de una buena vez y para siempre, ahondando aún más en la verdad subyacente en la palabra stiften. Ya no se trata solamente de
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una fundación, al menos no como la entendemos corrientemente, sino de poner una “estancia en su propio ritmo”. Una ‘estancia’ es al unísono un lugar y su tiempo; es la reunión de una dimensión espacial con una temporal. Es por esto que Iommi concibió la poética americana como la Palabra del “Ha Lugar”; tiempo-espacio fundados y fundidos por la palabra de la poesía. Una estancia puesta en su propio ritmo, donde el ritmo es, en palabras de Octavio Paz5: “algo más que medida, algo más que tiempo dividido en porciones... El ritmo proporciona una expectación, suscita un anhelar... El ritmo engendra en nosotros una disposición de ánimo que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga “algo”. Nos coloca en actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un ir hacia algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Así pues, el ritmo no es exclusivamente una medida vacía de contenido, sino tiempo original”.
Se trata entonces de la motivación que provoca la marcha de las cosas. La palabra motivación proviene del latín movere, que quiere decir mover, movimiento. De ahí la palabra motor. Un motivo es entonces aquello que como un motor mueve a partir; que induce a ponerse en marcha. Es lo que induce al movimiento de la realidad, lo que la mueve. Y este efecto o inducción se produce a través de una conmoción (conmovimiento). Esta conmoción o emoción se refleja principalmente en el espíritu humano, pero de suerte que ella es aprehendida y comprendida a través de los sentidos. Es cierto que la conmoción podemos traducirla a través de la inteligencia, pero en la honda verdad sucede que ella golpea algo mucho más certero, valioso y profundo que el intelecto. Son los sentidos,
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todos los sentidos. Decir todos los sentidos es entender los sentidos clásicos de la percepción física; olfato, gusto, oído, tacto, formando una unidad estructural esencial con la inteligencia, y especialmente con el espíritu. Pero todos sabemos que ‘ver’ es mucho más que lo que tiene lugar por medio de los ojos. Y están además los sentidos internos: el de la orientación y el equilibrio, el de la cenestesia, el de la kinestesia, etc. La verdad por la cual emprendemos cualquier cosa no es enteramente determinada por razones. Los viajes, como los que trata esta carta, no pueden estar completamente fundamentados en la razón. Se requiere algo más para comprender el simple hecho de cualquier viaje, y ese algo más casi nunca son causas, sino esa conmoción de los sentidos. Por eso Baudelaire dice partir por partir; sin razones ni causas que se puedan explicar por la inteligencia. Partir por partir es para que la verdad –es decir la belleza– aparezca en su más connatural residencia forastera: en este caso, el viaje mismo. Después de la cita del verso was bleibet aber stiften die dichter, con el que concluye el poema Andenken (Recuerdos o En Memoria), y que es la primera aparición de Hölderlin en el poema, Amereida va a preguntarse a sí misma “¿de qué será donadora Amereida?” Nosotros convertimos esa pregunta: ¿Cuál estancia es la que ha sido puesta en su propio ritmo por Amereida? ¿Cuál el marco, su primer golpe? ¿Qué es lo que ha puesto en marcha? Bien, lo que se ha puesto en marcha, lo que Amereida ha puesto en su propio ritmo es lo ‘abierto’. El nombre mismo de la Ciudad Abierta ya lo indica sin más y por eso el acto de fundación de este lugar se llama ‘la apertura de los terrenos’. El primer golpe, el marco, es la aparición de lo abierto. Pero ¿qué es lo abierto?
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Antes de continuar debo decirte que por ningún motivo quisiera llegar a definir con precisión lo abierto. Aún más, que el dios me libre de llegar a definirlo, so pena de acabar para siempre el sentido mismo de la pregunta y de todo cuanto atañe al acontecer y al quehacer de nuestro arte y de nuestros horizontes. No sabemos qué es lo abierto y tampoco quisiéramos saberlo definitivamente. La existencia misma de la Ciudad Abierta y de toda la visión de Amereida depende de mantener ese desconocido como tal. Hay que dejar “que lo oculto se muestre oculto”6. Pero sí sabemos que esa palabra ha devenido en un nombre y sabemos también que, incluso a pesar suyo, lo que ha sido ya nombrado cobra necesariamente su existencia. “Komm! ins Offene, Freund!” “¡Ven a lo Abierto, amigo!” es la invitación con que Hölderlin comienza Der Gang Aufs Land [Ida al Campo], una de sus grandes elegías, dedicada a su amigo Landauer. Este fue el poema leído en los actos de apertura de los terrenos de la Ciudad Abierta porque esa primera invitación es el tono fundamental del ritmo del nuevo habitar que se instaura7. En su elegía Brot und Wein, Hölderlin vuelve a reafirmar su afán de estar o ir a lo abierto. Dice el poeta “So komm! dass wir das Offene schauen, dass ein Eigenes wir suchen, so weit es auch ist”; “¡Entonces Ven! Salgamos al aire abierto, vayamos a buscar lo propio, por lejos que esté”. Existen numerosos y excelentes estudios sobre la vida y la obra de Hölderlin, publicados en diversas lenguas; notables esfuerzos realizados desde perspectivas filológicas, filosóficas, psiquiátricas, o bien desde la teoría literaria. Me aparto de allí inmediatamente. No es esta carta el espacio para analizar semejante bibliografía. Me corresponde apenas sugerir un al-
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cance, un distingo o destello, sin la pretensión de acertar ni de descubrir lo que Hölderlin exactamente quiso proponer. Lo abierto es el ámbito de la apertura que sucede desde y hacia la naturaleza y está configurado primeramente como una estancia a través de la que hay que ir o salir. Allí hallaremos lo propio y la vida (el verso tiene dos versiones “daß ein Lebendiges wir suchen” donde Das Lebendige era Das Eigene). Pero ese hallazgo no es inmediato ni está allí aguardando simplemente: Para que ocurra es ineludible acometer un tránsito duro, difícil. Para habitar en lo abierto se requiere coraje. Lo abierto entonces es también un rumbo, o dicho de otro modo es una ruta, es un ‘ir hacia’ constante, es ‘estar yendo’, pues en la misma medida en que nos acercamos, este horizonte se nos aleja. Pero es la invitación a una partida que los humanos no pueden resistir y frente a la que no hay opción; la libertad inherente a los seres humanos se instituye desde esa partida hacia la condición esencial y primigenia que nos compone. Esto es lo propio. Este ámbito es “el aire siempre abierto”8 y ocurre en la naturaleza, pero de suerte que no se trata de una ‘excursión al campo’ literal, como a veces se traduce el título del poema Der Gang Aufs Land. ¿Cómo saber lo que es la naturaleza, más allá de la cuenta ordenada de todos los componentes del universo?, ¿se parecerá al jardín del paraíso? Allí vivíamos la perfección de lo creado y, al nacer, de allí fuimos separados. ¿Será la naturaleza una invitación a construir, por nuestros propios medios y libremente, un nuevo y hermoso jardín? Uno propio, en donde sea posible expresar esa misma unidad primigenia. Ya no tendrá la misma figura, pero allí florecerá también el comunitario fundamento originario. Si no pretendemos –porque no podremos– construirlo igual al divino
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¿cómo será su cuidado, su cultivo? Una estancia en donde los humanos no sean sometidos por el imperio de la necesidad, y así liberados puedan favorecer a la infinitud del todo; donde la interioridad del yo ceda ante la intimidad en lo común. Esto es abandonar el ego, la conciencia y la individualidad para extrañarse en los otros; llegar a ser “flor de la naturaleza” desligándose de uno mismo. Y sobretodo, comprendiendo que no se trata de concluir el jardín. Ni ahora ni nunca. Es legítima la aspiración humana de volver a una naturaleza universal, pero de suerte que sea ella un punto de partida –y de llegada– para la reconciliación del hombre con el mundo. Pero no se trata del retorno al estado natural ni tampoco es su evocación nostálgica. Las sociedades modernas han convertido a la naturaleza en fuente de recursos; la calculan, la conocen y así la dominan. No pueden entonces los humanos unirse con ella. El arte se opone al progreso que tiene en la tecnología el medio de dominación. El arte es la culminación de la naturaleza; es hecho por los humanos en cuanto co-creadores, y así el arte es el primer paso para el cuidado del jardín. Este camino, que parte y culmina en la naturaleza, es un ciclo o rumbo a campo traviesa. Para que se ocasione el nuevo acuerdo del hombre con la naturaleza ha de ser donado un ámbito que consienta la mediación de lo divino. Sólo lo divino permite a lo humano ser partícipe de una creación compartida y deja que la naturaleza reciba al arte. La divinidad es mediadora para la venida de una intimidad en que los humanos podemos volver a las amistades, y atraer y acordar los ánimos desunidos con la sustancia esencial, donde podemos alcanzar nuestros cumplimientos. Lo abierto es este ámbito y es donado por la palabra poética; este es el soplo al que se
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deben los poetas. Sin embargo los humanos no podemos permanecer en la pureza de lo divino9. En la intimidad de la mediación de los dioses nuestro ámbito de lo abierto se hace inalcanzable y lo percibimos siempre como lo ajeno y distante. Pero no hemos de amedrentarnos por la índole de este estado, sino reconocerlo como conditio sine qua non para que se lleve a efecto lo abierto mismo. Somos divinos, mas no dioses, y nuestra senda hacia la unión con lo más alto está colmada de fulgores que enceguecen. Hay que oír a la poesía, pues lo más alto no puede manifestarse por sí mismo, y el poder de atravesar los límites del tiempo para ligarnos con lo celeste y así ser liberados de toda necesidad no es un don divino. Menos aún es una facultad del intelecto. Tal vez existan hombres capaces de experimentar lo divino sin mediación alguna, y consigan contemplar y habitar la residencia de los dioses manteniendo místicamente la dirección de sus espíritus. Pero al común de los mortales esa experiencia nos conduciría a la destrucción o la locura. Este es el secreto de la tragedia de la humanidad, como nos indicó Hölderlin en su Empédocles. En lo abierto, en cambio, la manifestación del dios y su alejamiento son al unísono. La más alta experiencia que puede alcanzar el ser humano; su proximidad con lo divino, ha de ser fugaz. Para acceder a esa intimidad suprema con lo más elevado hay que perder la identidad en un sin límites o infinito, y sólo en la muerte se alcanza esa eternidad. La búsqueda constante de la unificación originaria y final es justamente eso; una búsqueda constante. Cada vez que nos situamos ante lo divino, este desaparece. ¿Es siempre un intento fallido?, ¿no vale las penas intentarlo, una y otra vez, sabiendo que desaparecerá sin remedio el bello instante de la unificación? A cada
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uno de esos intentos lo hemos llamado ‘obra’. Se nos encarga entonces siempre una nueva obra, siempre recomenzar. Es un “sin fin, como el amor”. Por eso “importa menos la belleza que la ruta”10. De esta manera se hace fundamental, cada vez, una nueva obra o cuidado en el jardín, (Amereida, pág. 78) “pues es tarea inacabable finalizar el mundo y puesto que todo recién llegado (sobreviviente) ha de recomenzar la nominación por cuenta de su propia vida”. Cada nueva obra nos traerá una proximidad más intensa y, de paso, nos dejará habitando un mundo más vasto, pleno de participación, común, más justo.
La Hospitalidad Hasta donde mis recuerdos alcanzan hemos estado debatiendo sobre el modo en que la Ciudad Abierta se hace o debe hacerse. Debate por lo demás inherente a todos los artistas de todas las épocas, acerca del contenido de las materias con las que tratan. Pues, desde los tiempos de la fundación, nosotros hemos recibido ciertas máximas que mantenemos como las sentencias inamovibles que ordenan, condicionan y estructuran nuestros quehaceres. Desde estos preceptos quisiéramos poder llevar adelante la realización de lo abierto. Una de las leyes poéticas más queridas por la Ciudad Abierta, y acaso a la que sea más pertinente concederle el poder de abrir lo abierto, es la hospitalidad. ¿Cuántas veces has oído que la hospitalidad es la capacidad de oír al otro? Esas fueron las palabras de Alberto Cruz y esa explicación la recogió Godofredo Iommi como definición poética desde el primer momento de apertura de los terrenos. ¿Cómo traerle nuevo sentido a la sentencia para que al repetirla abandone ya su eco vacío de bronce?, ¿es sólo eso la
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hospitalidad?, ¿qué es, realmente, oír al otro?, ¿cómo es que ejercemos esa capacidad?, ¿basta con el tiempo de sentarse a una mesa y tener un almuerzo fraternal con un visitante para dejarlo que nos cuente, brevemente, quién es y qué hace? Hay dos hilos que quisiera seguir para avanzar en estas preguntas. El primero tiene que ver con lo dicho por Hölderlin: “Viel hat erfahren der Mensch. Der Himmlischen viele genannt, Seit ein Gespräch wir sind Und hören Können voneinander”11.
Porque sucede que nosotros entendemos y sentimos que el ser del hombre se funda en el habla. Sabemos que el habla no es sólo el conjunto simple de palabras ordenadas por las reglas de la sintaxis. Es más, entendemos el habla como Hölderlin, es decir como una conversación. Pero una conversación es algo más que hablarnos unos a otros acerca de algo. Aquí en Alemania caigo en la cuenta de que esto es justamente lo que no puedo hacer, debido al idioma, en el cotidiano deambular. Sin embargo, a través de la misma breve experiencia que tengo en estas ciudades europeas, agregada a los largos años en la Ciudad Abierta, entiendo que una conversación no sea sólo hablarnos los unos con los otros. Aunque sí acertamos exactamente al decir que el habla es el medio bello y acaso perfecto para llegar al otro, a lo otro. Una conversación, además de hablarnos, debe sostener y realizar el oírnos; oír unos de otros, oír al otro, a lo otro. Sólo al oírnos mutuamente podremos llegar el uno al otro; es formar juntos el todo en la completitud primitiva que nos revela al Ser. Si así se llega al Ser entonces tiene completo sentido lo que nos dijera Carlos Covarrubias en su regreso: “Sólo en el presente nace el Ser”. ¿No consuena así además una regla de oro para los amantes,
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para todo amor posible, sin fin? Porque el hecho de oír al otro, si se lo hace a conciencia y con verdadera entrega, trae consigo la transformación de quien oye. El oír sincero es aquel que recibe lo que se oye para incorporarlo en lo propio, y así continuar, después de la conversación, con algo de más, con algo que antes no se tenía. Con-versar es poner al oído y lo oído como palabra esencial, es dedicar el habla al hallazgo de las intimidades preciosas de las gentes. Por eso Hölderlin sostuvo que toda nuestra existencia es portada en la conversación. Somos una conversación; que es cuando la palabra –la palabra esencial– relaciona lo uno con lo otro, a él con ella, a ella conmigo, a nosotros con ellos y con el mundo. Por eso lo que hacemos con la poesía, poetas y oficiantes, es oírla. Esa relación es la posibilidad de disputar, que, ya sabemos, es permanecer abiertos, en cuanto toda disputa tenga y contenga la posibilidad de transformar a quienes disputan. Para disputar es menester juntarnos o reunirnos con lo otro, los otros, eso que Octavio Paz llamara la ‘otredad’. Aquella que nos falta para completar nuestro Ser, porque no podemos completarlo con el yo, no es suficiente con lo que tiene el yo de cada cual. No estamos enteros, y para que esa reunión con los otros suceda ha de brillar la luz de lo permanente, lo constante y eterno (casi diríamos lo trascendente, lo que está más allá de los límites de cualquier conocimiento posible). El segundo hilo cuenta que la hospitalidad nace con las rutas como una virtud que se ejercita con los peregrinos, los viajeros, acogiéndolos y prestándoles debida asistencia en sus necesidades. Ya en los antiguos caminos de Persia y luego en todos los que conducen a Roma debían existir lugares, distanciados por la duración de una jornada de viaje, que recibieran a los peregrinos. Por ejemplo La Caupona, de baja estofa
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frecuentada por vagabundos, prostitutas y viajeros pobres. La Tabernae, más parecidas a un hostal moderno (¿Tendrán todavía nuestras tabernas el sentido de la reposición a través de la bebida y la comida caliente?). Las antiquísimas Locanda, también posadas y albergues de peregrinos. Finalmente existieron las Mansio. Literalmente mansio, deriva de manere (que significa “lugar donde pasar la noche durante un viaje”) y era una parada oficial en una calzada romana, mantenida por el gobierno central para el uso de oficiales y hombres de negocios a lo largo de sus viajes por el imperio. Las mansiones estaban bajo la gerencia y supervisión de un oficial denominado mansionarius, de ahí al que conocemos como mesonero; el que tiene a su cargo un mesón. Este es el elemento que tenían todos estos lugares en común: el mesón. Lo primero de la hospitalidad es la existencia de un mesón, cuya principal característica es que además de servir como la mesa, sirve a la reunión de extraños reunidos en una ruta. No sólo se ocupa en la comida y la bebida, sino que provoca el encuentro de los huéspedes. La forma de ese encuentro no es otra que la conversación. El huésped es al mismo tiempo el que es acogido y el que acoge; el que es recibido en la casa ajena como el mesonero. Se llama huésped al que hospeda y al hospedado. Somos todos huéspedes en la Ciudad Abierta. El modo de habitar nuestras hospederías nace en esa misma clase de encuentro, por eso lo primero de ellas es una mesa. Por eso no somos ni el pueblo de palomas ni el de estorninos; en palabras de Carlos Covarrubias “somos el pueblo de las mesas”. Por eso la cualidad más importante de nuestra ‘Sala de Música’ no es la posibilidad de afinarse ella misma para un concierto, ni su planta libre capaz de contener a un gran número de personas; sino sus mesas blancas. La ‘Sala de Música’ existe y se sostiene
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desde el inicio no porque allí se haya cuidado la música, no obstante la belleza y trascendencia de este arte, ni porque para esa musa se haya concebido arquitectónicamente una casa, sino porque allí hemos puesto las mesas. Y en un número y disposición tales que puedan ser mesón. Allí hacemos de mesoneros (incluso con turnos establecidos, una vez a la semana, durante todo el año, desde hace décadas) y en ella somos acogidos nosotros mismos y los otros. Aunque no debe ser coincidencia que una sala de música se preste maravillosamente para dar cabida a la conversación, puesto que esa musa nos pide, primeramente, la capacidad de oír; ser, antes que nada, auditorio. Aunque hay un más bello nombre para aquellos que prestan su oído libre y desinteresadamente a algo, sin esperar ni reconocimiento ni crédito por ello: Oyentes. He aquí además la severa implicancia de la no propiedad; al igual que el mesonero, cada habitante de la Ciudad Abierta no es dueño de la hospedería que ocupa, sino que es huésped en ella. Cada habitante está en la misma condición que aquellos que son recibidos al paso. Y dedica su habitar a que en su mesa se produzca la conversación. Así y aquí comienza lo abierto. Sin embargo, esto es precisamente sólo el comienzo. La conversación que acontece en las mesas es el encuentro de los huéspedes no sólo en la fraternidad o en el saludo, sino también en los oficios. Ese encuentro lo hemos llamado Ronda. Esta es muy distinta del trabajo en equipo, pues este último es una organización en la que cada componente tiene una función específica y acotada, en la que se actúa coordinadamente para un fin predeterminado; ya sea la obtención del triunfo deportivo o la conquista de un logro. Una ronda, en cambio, tiene el aire festivo y libre de los juegos, donde los seres son enlazados por el mismo pan y el mismo sueño y se muestran como seres creados, para:
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“construir mundo y mundos en un himno que cruza entusiasmos y desánimos, fiestas y duelos, en esta comunión inaudita del árbol a la estrella, de lunas y soles a la migaja, de todas las formas inconmensurables de vida a todas las dudas, vacilaciones, correcciones, hallazgos, fracasos y fortunas”12.
La fiesta ‘ronda’ allí donde descarados y descompuestos, ya sin pertenecerse, los amigos lucen en multitud. En la Ronda los participantes han de estar disponibles y dispuestos para asumir y abocarse a cualquier tarea o labor, sin distinción de rango, para mantener abierta la vigilia y compartir la guardia del nacimiento del tiempo de lo abierto; la que cuida el debate de los oficios, lejos de su especialización. En la Ronda somos centinelas del goce de la obra hecha por todos. He de suponer, hasta aquí, que la hospitalidad puede suceder en cualquier ruta o lugar. ¿Cuando y dónde ha lugar la hospitalidad? “Nämlich droben zu weihn bei guter Rede den Boden, / Wo den Gästen das Haus baut der verständige Wirt; / Daß sie kosten und schaun das Schönste, die Fülle des Landes”. Cuando las palabras plenas de sentido consagren el suelo elevado, para que pueda el mesonero construir la casa de los huéspedes y así hágase y sea la contemplación. ¿Será ese suelo elevado el jardín del que te hablaba antes? Pero nuestro jardín no es conceptual, sino que es la tierra misma que pide nuestras obras. Si nosotros cuidamos este jardín a través del obrar, deberemos prestar el oído a dos hechos radicales. El primero es que Der Gang aufs Land no es una excursión al campo, ni una ‘salida a terreno’. Es la Tierra abierta y disponible a nuestro obrar, pero a su vez augurándonos sus advertencias. La humanidad es apenas un soplo minúsculo en la vasta his-
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toria de la naturaleza y sean cuales sean nuestras acciones ella seguirá su curso. Con o sin nosotros. Así ha sucedido desde la noche de los tiempos y así continuará allende la eternidad. Tal humildad ajusta nuestros proyectos y nos propone una Tierra lábil con cuyas transformaciones podemos unirnos en un acuerdo breve, lúcido y potente. En ese acuerdo aceptamos que todos nuestros esmeros convertirán a la Tierra en jardín sólo si dejamos que todos vengan a él. Imagino que conoces el cuento del gigante egoísta; la Tierra no sólo niega sus dones a quien no es capaz de ofrecerla en plena hospitalidad, sino que lo castiga con su esterilidad y con la fuerza desgarradora de lo inhóspito. ¿Son entonces, los terrenos de la Ciudad Abierta, ese jardín posible? Lo hemos cultivado, sin duda, durante tantos años, pero ¿lo hemos abierto enteramente al juego de todos los niños, a la llegada de los otros? Lo segundo surge en esta cuenta de la Tierra, precisamente cuando en Amereida aparece nombrado, por segunda y última vez, Hölderlin: (
hölderlin comprende grecia en francia
en bordeaux )
Pero esta vez se trata del mar. Y te pido que en relación al mar, me permitas dedicarte una otra y nueva correspondencia, más adelante, para tener la oportunidad de ‘separar aguas’.
El Sacrificio En estos días pienso mucho en Fabio Cruz; en ciertas conversaciones que mantuvimos durante muchos años en la complicidad deportiva de un camarín pobre y húmedo antes y después de jugar al tenis. Él también era perturbado por el vacío
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que queda luego de una vida entregada a la pregunta por el ser americanos. Pero tenía una salida: La fidelidad a la obra. Es una salida extraordinaria, porque un hombre como él podría haber vivido y muerto en paz –salvado del vacío y de la nada– con tan sólo considerar a su familia. Numerosa, constituida, saludable, educada. Te confieso que a mi, como poeta, su salida nunca pudo conformarme del todo, pero reconozco que es la clave para la Ciudad Abierta y para nuestra enseñanza de los oficios en la universidad. A pesar de mi mismo yo no soy un hombre de obras, ningún poeta lo es ni lo será mientras se atenga y se mantenga en las palabras -que se las lleva el viento- y no se inmiscuya en la acción que modifica la realidad. Sin embargo los poetas habrán de ganarse la vida y por esta disputa han atravesado siempre. Todo poeta intentará ser también un hombre. Algunos lo consiguen, otros sucumben. Para tener familia, hijos, y una mujer; para tener domingo y un hogar, se requiere la habilidad de un oficio que procure medios de subsistencia. En cambio los oficios sí son de la acción que se inserta y transforma la realidad; o debiesen serlo. No puedo arrogarme la explicación de lo que Fabio entendía por la santidad de la obra, a pesar de que en nuestras conversaciones siempre hablaba de ello. Lo decía casi como si no fuese un asunto religioso; se refería al sacrificio en pos de la obra. Hacía un juego de palabras: sacro y oficio; igual sacrificio. Entendía, en su caso, la práctica de la arquitectura como un acto de abnegación inspirado por la vehemencia del amor, pero pleno de mansedumbre. Capaz de acometer lo necesario para la obra aún a pesar de los disgustos y las concesiones. Y esto es recorrer un límite peligroso. Nunca quiso herir la susceptibilidad de los no creyentes, pero creo que sólo podía obtener esa te-
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nacidad natural si estimaba la obra como una ofrenda a lo divino, como la señal puramente humana que elogia a la divinidad y que así también redime. ¿Acaso no es un sacrificio el acto del sacerdote al ofrecer en la misa el cuerpo de Cristo bajo las especies de pan y vino en honor de su Eterno Padre? Y así también me parece que hacen los sacerdotes y pastores de todas las religiones del mundo, en el intento de dignificar y reunir la actividad humana con el designio, el beneplácito y la venida de los dioses hasta nuestra existencia. La santidad de la obra podría entonces no ser otra cosa que ofrecer, así, esa obra al dios. Si lo que queremos es compartir la creación del mundo, este es el modo y el camino. El sacrificio es entonces lo que entregamos como ofrenda, pero de suerte que lo entregado no puede ser lo que nos sobra ni lo que tenemos en abundancia. La verdadera ofrenda es la donación de lo más preciado. El fruto del amor son los hijos, que como semilla contienen la renovación y continuidad de nuestra sangre. En ellos se cifra también la resurrección y en ellos vivimos aún más allá de la muerte. Pero a nosotros no se nos exige, en tanto autores del mundo, salvo en los extremos de la guerra o en la desesperación, ni el sacrificio de nuestra propia vida ni tampoco el de la vida de nuestros hijos. Cristo sacrificó su propia vida para que toda la humanidad se salvase de sus pecados y Abraham tuvo el puñal sobre el cuerpo de su hijo. Esas acciones nos dispensan de tales extremos. Entonces, ¿no es lo más preciado para nosotros, oficiantes constructores de mundo, el fruto de nuestro quehacer? Ese fruto sin dudas es o son las obras. En ellas se graba a fuego el compendio de lo que somos y de lo que aspiramos a ser en virtud de una reunión festiva con lo más elevado. Pero ¿cómo es nuestro sacrificio, es decir, cómo sucede nuestra ofrenda? Primeramente habría
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que penetrar en la pertenencia de la obra; acaso sea de ella, justamente, de lo primero que debemos desprendernos. La práctica del desasimiento de la obra la conocen todos los verdaderos creadores. Y la creación divina puede ser el mejor de los ejemplos; perfecta, inconmensurable en su belleza y en su magnitud, eterna. Y regalada a las criaturas para que la vivan en el libre albedrío. Es decir, criaturas con potestad de obrar por reflexión y elección. Pero hay que ir más allá de las obras colocadas y dispuestas en el firmamento de las artes. En cuanto artistas el desprendimiento de nuestras propias obras es parte obligada, conocida y aceptada de la tarea, pero en cuanto universitarios y forjadores de la sociedad se trata del desprendimiento en sí mismo. Nuestro testimonio y nuestras ofrendas se sustentan en la luz de la pobreza. Nuestros trabajos lucen en el curso de la pobreza, mientras la defendamos como un estado digno no sometido a las jerarquías determinadas por las falsas premisas del éxito profesional o social. Poseer el espíritu de pobreza para quedar enteramente libres frente a nosotros mismos en cuanto hombres y mujeres y en cuanto seres divinos. Esto es la reunión con la naturaleza y no el sometimiento de la dignidad a los preceptos de una supuesta grandeza moral. Es la consonancia, dialéctica, holística, histórica, mística o como se la quiera, con el origen y no el padecimiento de necesidades materiales básicas. Es la consideración de la naturaleza no como un medio donde nos desenvolvemos los humanos, mucho menos como una fuente de recursos para el beneficio material de esa humanidad. La pobreza es un modo de vida que supone la reconciliación de los hombres con la naturaleza, en cuanto ya no será maltratada en el afán de explotarla para que ‘produzca’. Pero ya sabemos que ni aún el amor basta para provocar esa reunificación.
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La no acumulación de bienes ni riquezas no es una mera prueba mediante la cual justificamos el orden y el rigor de nuestros trabajos, sino un estado espiritual y material en el que puede manifestarse lo abierto. Es la solicitud vehemente de lo abierto, para que su cualidad esencial, la hospitalidad, pueda existir libre de toda referencia. Así es no tener nada; ser no lo que tenemos sino lo que hemos hecho. Por eso en lo abierto habitamos siempre como peregrinos y acaso forasteros; libres de toda propiedad. Es decir, nos hospedamos (“Wo den Gästen das Haus baut der verständige Wirt”13). Ya decíamos que la hospitalidad viene a ser el modo de habitar en lo abierto. En la impropiedad de la santa pobreza las obras se realizan no por la codicia de recibir el pago del trabajo, sino para transmitir el ejemplo y rechazar la pérdida de tiempo; para existir en la verdadera alegría, cuya paciencia impide detenerse ante la adversidad. Pero la virtud del desasimiento, que es la pobreza, va aún más lejos. Nunca comprenderemos cabalmente por qué San Francisco es el patrono de nuestra Escuela si no llegamos hasta ciertos límites que el espíritu de pobreza señala. Y esos signos los hemos visto y oído en las arenas de la Ciudad Abierta. Antes que nada, saber que saber es una actividad humana y crecer una divina. Entonces nos corresponde quedar incluso ya sin deseos, en paz y en silencio para que el corazón humildemente renuncie al yo. Quedar sin lo determinado y sin lo finito; sin los distractores que nos apartan del único rumbo posible: volver a no saber. Esto es poseer y ser poseído por la desnudez; una limpieza extrema cuya faz se asemeja al vacío fructífero. Estando ya sin juicios sobre lo bueno o lo malo y acometer, hacer lo que sigue, hacia adelante. San Francisco no sólo se despoja de sus bienes materiales con el fin de alcanzar una perfección voluntaria, sino que ruega para que
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su cuerpo y su alma sean transformados en un instrumento de paz. No sólo deja de querer y de tener cosas, sino que entrega, como Cristo, incluso su voluntad. Este es el sacrificio; que lo divino pueda llegar y manifestarse en nuestras obras, para que exista la real libertad y para que el soplo de las Bienaventuranzas las haga esplender en el universo.
La Obra Bien Hecha La gracia es que al parecer no interesa, primeramente, qué clase de obra es la que tenemos entre manos. ¿Pueden ser el planteamiento de una teoría económica que erradica la miseria, la elaboración de un plan mundial infalible contra el hambre y la reparación de un par de zapatos, obras equivalentes para el bien de la humanidad?, ¿podemos seguir dedicando nuestro tiempo y sacrificándolo en erigir un muro de ladrillos en una plaza del fin del mundo, en lugar de estar creando la solución para la vivienda social en nuestra nación?, ¿podemos concebir el equilibrio entre el hombre y el mundo, trabajando en lo más humilde, lo más pequeño, y no en el grandioso y codicioso dominio de los grandes temas? No hay una sola respuesta a estas preguntas, todo depende de si cada vez el oficio juega al máximo sus posibilidades. En todo caso, “la mano que escribe vale lo mismo que la mano que ara”14. ¿Por qué? Porque al parecer la verdadera y eficaz construcción del mundo, aquella cuyas acciones logran provocar un acontecer y devenir trascendentes, la que consigue atraer al dios hacia nosotros, no se mide por tamaños o cantidades. No es cuantificable. Bien lo sabía Hiperión, que ya en su propio nombre “el que camina ilimitadamente” esclarece el rumbo: “es preferible convertirse en una abeja y construir su casa con
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inocencia, que reinar con los dueños del mundo”. ¿No es este el horizonte de una estancia provocada por la paz creativa? Una verdadera obra vale en cuanto está bien hecha. Lo bien hecho es una calificación que puede recibir cualquier acción, objeto, construcción, etc. El cuidado de un pequeño jardín, el cálculo del puente más grande del mundo, la reparación de un tejado antes del invierno, un par de tostadas con mantequilla. ¿Cuándo algo está bien hecho?, ¿es lo útil para miles de personas lo que buscamos en los afanes de todo trabajo?, ¿es preferible la ajustada perfección en lo hecho, de suerte que cualquier modificación será para peor?, ¿qué cosas deben cumplirse para que algo esté bien hecho? Tampoco aquí vamos a obtener una sola respuesta que arroje claridad concluyente sobre todo el asunto. ¿Cómo actuar entonces? Te ofrezco un indicio a través de un ejemplo que tú conoces muy bien. ¿De qué se trata servir bien el café?, ¿la porcelana china y milenaria de la taza, el grano único venido de una montaña privilegiada por el clima de una isla tropical, la máquina de última generación que lo prepara en dosis perfectas? No obstante todo esto, que sí ayuda por cierto, se trata de ‘cómo’ se lo sirve. Es principal este punto, porque ese cómo no es un problema de dinero. Una cosa bien hecha no depende de los recursos, no se la construye sobre la base de recursos. Ni materiales, ni económicos, ni naturales. Mucho menos con recursos humanos. Y desde este punto aprovecho de enviar al último fin de los inmundos todas las intenciones políticas y económicas de ‘capacitar’ al pueblo para mejorarlo como ‘recurso humano’. Si al servir el café procuramos una cierta delicadeza, o mejor aún, una ‘gentileza’; lo bien hecho se cumple. Me refiero a un
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modo de lo gentil que sobrepasa la amable cortesía de lo noble; es una gallardía bizarra; el garbo en todo gesto. Esa gentileza tiene morada más allá de lo bello y, como toda elegancia, nace en lo más profundo del ser. De cualquier ser. Pero no se trata solamente de una actitud personal, aunque ésta sea necesaria, pues la actitud es una disposición moral que es difícil de estimular o inculcar, tanto en uno mismo como en otros. ¿Cómo podrían los oficios trabajar para que se forme en las personas esa virtud espiritual; esa gentileza? Me parece que se puede. Por ejemplo, a través de la construcción de un ‘gesto’ o ‘acto’ en el funcionar de todas las obras; y aquí sí entramos en la materia de los oficios. ¿No es esto lo que celebramos en cada ocasión en la Ciudad Abierta?, ¿no es cualquier ocasión una buena excusa para la celebración?, ¿no es la fiesta la mejor oportunidad para ejercer la gentileza? El acto y gesto de la fiesta. Nosotros no enseñamos a nuestros estudiantes solamente el acabado conocimiento técnico-formal-científico que les permita y alcance para hacer lo correcto. Son necesarios esos conocimientos, qué duda cabe, pero lo correcto es apenas el primer peldaño del buen hacer, de lo bien hecho. La ciencia y la técnica sirven a la necesidad global que tienen las grandes masas de habitantes del mundo para sobrevivir, pero otra cosa es que la vida de esos hombres tenga sentido. Tantas veces hemos dicho y expuesto que perseguimos la maravilla que sorprende, que vamos tras aquello que al mundo le trae la novedad; lo que desvela los misterios esenciales de la condición humana. Entonces ¿cómo se hace lo bien hecho?, ¿cómo despertar la maravilla velada en las cosas? Aquí es donde los oficios necesitan otras herramientas que la habilidad técnica, la precisión de lo justo o la pasión del esfuerzo. Incluso otra cosa que el lujo del talento. Y me parece que la belleza de esa
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necesidad imperiosa es que lo bien hecho tiene la medida de cada cual, por eso no es cuantificable. Cada quien posee una medida para el extremo de su hacer. Y eso es lo que nuestros estudiantes nos confían en cuanto profesores y ojalá maestros; no la capacidad para que les enseñemos los detalles infinitos de la profesión, sino más bien la posibilidad de que revelemos en cada uno de ellos lo que hacen bien. Requiere coraje, de ambos lados, porque lo primero es admitir nuestras propias limitaciones y miserias. Tanto espirituales como materiales. Se requiere la desnudez. No sirve en la educación medir o ser medidos todos con la misma vara. Eso es un tecnicismo para justificar la mediocridad o para quedarse apenas en lo correcto.
Creación y Demora Por lo tanto sí podemos pasarnos la vida erigiendo un muro de ladrillos, siempre y cuando lo hagamos bien. Siempre y cuando sea una obra. Hasta ahora no encuentro ni en el alemán ni en el inglés una palabra como esa. Toda traducción conduce a trabajo o a construcción. ¿Te das cuenta de que en castellano además de trabajar y construir, nosotros podemos ‘obrar’? Esto significa que nuestras acciones de oficio no sólo son el intermedio o el medio entre el comienzo y el resultado final, sino que estas acciones son ya la obra misma. Nuestras obras se hacen verbo, en castellano los oficios, nuestros quehaceres cotidianos, son ya el obrar. En el sentido que nosotros damos a la palabra obrar la asemejamos a crear, pero hay un delgado y delicado trazo que las separa. No son lo mismo; y sin embargo, van juntas. La creación parece estar revestida siempre de un halo de inspiración divina, en cambio la obra presupone el sudor, la dificultad.
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Pareciera que la creación, al modo de los dioses, puede suscitarse de un golpe, en la seña de un movimiento, en un haz de luz refulgente, veloz y extraordinario. Pero la obra, que es humana, requiere ejecutarse en la demora. En la Ciudad Abierta y en la universidad hemos de cuidar con mucha pulcritud y sutileza la diferencia entre la creación y la demora. La creación obedece a la palabra de Dios y se produce en un santiamén; es un instante imbuido por las fuerzas misteriosas de lo divino. Así crean los dioses; les basta el decir para que lo dicho hágase realidad. Los hombres creamos con diferente procedimiento; no nos basta la palabra para que las cosas aparezcan, no nos es suficiente, ni dado, el sólo decir, para que una creación surja sobre el semblante del mundo. Sólo podemos hacer eso a través del obrar. Y sabemos que la obra está lejos de suceder y completarse en un único gesto radical, rutilante y definitivo. Por el contrario, se requiere el sudor, el esfuerzo, la tarea ardua y hasta sombría. En definitiva, es por ello que se nos pide sacrificio. Es decir, se exige hasta el último soplo de ánimo, sin importar el resultado o las consecuencias. Y puedo agregar que, insalvable, está inmiscuido el dolor. El extremo de las fuerzas de los hombres es exigido, y aún así es insuficiente. Cualquier artista sabe que en su proceso creativo se introduce e interviene algo más que las virtudes, las habilidades o la suerte, propias de la naturaleza humana. Son las musas, presentes en la forma que se quiera; más allá de la fe o de las creencias, y configuradas en eso ‘otro’ que viene a participar –indispensable– en todo proceso auténticamente creativo. Pero las musas no nos regalan con su aquiescencia para facilitar las labores, sino para que podamos hacer lo debido. Y esto debido las más de las veces es una proeza sólo factible para los héroes, que incluso ellos, sin la ayuda de una musa, no podrían realizar.
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Por esto es que las drogas no le son útiles a la obra; son un intento de acortar el camino. Con las drogas quisiéramos llegar, mediante un desvío de trampa, al instante preciso en que la creación surge, sin haber atravesado el largo desierto que se interpone. Es decir, sin vivir en lo que se demora. Es el anhelo de ser dioses, aunque sea por un pequeño instante. Pero una cosa es el intento, honesto y necesario, de asemejar nuestra condición humana lo más posible a lo divino, y otra enteramente diferente es perder y extraviar la esencia de esa condición. Entonces, para estar en el mundo, nosotros nos ubicamos en una estancia o ritmo del tiempo, abierto primeramente por un culto, “sobre lo cual puede ser realizado lo que demora” dice Amereida. Justamente no un tiempo uniforme estructurado en unidades todas iguales, sino uno entregado a la dimensión de lo que se contempla, a las preguntas. Dicho de otro modo, la demora es el tiempo de la ejecución de una obra. Una obra de arte. Esas que no resisten, por ejemplo, las ataduras de un ‘diagrama de Gantt’ y que se rebelan contra las estructuras de un calendario forzado por los plazos. No digo que esos instrumentos o la distribución y el orden de las partes importantes de un edificio (sea este un escrito, una pintura, la cocina, etc.) no deban ser cuidadosamente preparadas y calculadas. Hablo de un tiempo que se constituye cuando la demora existe y que nosotros hemos intentado conocer y forjar: Es el tiempo de las obras en la Ciudad Abierta y el de las travesías15. Fabio me enseñó que así también se alcanza la libertad en el juego y que esa libertad se puede transponer en el obrar. Por ejemplo, él me preguntaba ¿cómo preferirías jugar al fútbol; en una cancha empastada y marcada, con los jugadores vestidos peculiar y distintivamente, árbitro, tiempo de juego acotado; o en una calle cualquiera, con una pelota de plástico,
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treinta jugadores contra veinte? Obviamente no se trata de decidir cuál de las dos es mejor o peor, sino de entender que es falso que mientras más reglas tenga el juego, más se pierde la libertad. De hecho es exactamente al revés. La precisión de las reglas otorga belleza al juego. Esto es sostener la liberación de los pueblos y las almas no por la lucha armada que usan las revoluciones para justificar la impaciencia y la ignorancia, sino los modos del educador y de las artes. Este modo es el que nosotros usamos para cuidar al mundo y provocar su renovación. Decididamente distantes de los procedimientos del guerrero. ¿Quiere decir entonces que la respuesta al ser americanos es estar permanentemente en obra? Pero ¿no hubo ya tantas otras civilizaciones y culturas16 que hacían esto exactamente; o que al menos no apostaban por la perdurabilidad17?, ¿no es eso lo que hacen las naciones desarrolladas, como esta Alemania?, ¿cuál es la diferencia que nos distingue de todo lo anterior e incluso de nuestros contemporáneos?, ¿qué es lo que aportamos? Una vez más no puedo responder directamente. Pero en todos estos años hemos perseguido nuestro aporte entrándole a estas preguntas a través de la poesía. Pero –oh maravilla– la poesía no se rige por la demora y su marcha se enfrenta con el persistente misterio de su modus operandi. Es la espantosa disyuntiva a la que se enfrentan siempre los poetas, una vida en medio de dos mundos: El de la creación y el de la demora. La poesía entonces, se sitúa en un sin tiempo, pues si es hecha por los hombres no puede ser creadora, y si también es cierto que los poetas no tienen oficio, entonces no trabajan en lo que se demora. Todas las disquisiciones sobre la naturaleza artística de la poesía en este punto vuelven a fojas cero. Hay
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quienes ubican a la poesía dentro de la literatura. Rigurosos procedimientos que la clasifican más arriba de la novela, o más acá de la tragedia, o acullá del cuento, y así. Que se contenten con el arte de la literatura. Pero la poesía no pasa por allí. Ni de cerca. Hay una salida para la poesía, y está exactamente en la raíz de su relación con los oficios y es el por qué los poetas hemos sido bienvenidos en la Ciudad Abierta. ¿Cuál es la obra de la poesía?, ¿el volumen escrito con bellos poemas? Sabemos desde hace demasiado tiempo que la poesía es anterior incluso a la escritura, porque la condición humana es poética. Tal vez la palabra entusiasmo (enthousiasmós, ενθουσιασμός), aún contaminada con los usos actuales, pueda decirnos algo sobre lo que es estar fuera de sí; allí donde los opuestos se funden en la belleza. Como si la poesía no necesitase expresar ninguna materia ni depender de un ‘modo’ expresivo determinado; en la poesía ‘acontece’ la materia y la expresión. ¿Cómo es el tiempo de la demora?, ¿cuál es el espesor del tiempo que se necesita? Recuerdo el cuento que Carlos Covarrubias me leyó antes de partir. Se trataba de su reloj. Sé que el fondo versaba sobre otros asuntos, pero ahí se deslizaba también lo impresentable que es convertirse en alguien que atiende al tiempo desde un reloj. Lo nefasto son las preguntas acerca del tiempo que son provocadas por el reloj. Preguntas que Heidegger conocía muy bien; ¿Cuánto falta para...? o ¿cuándo sucederá...? nos extravían del nacimiento del ser, nos hacen, literalmente, ‘perder el tiempo’. Hace mucho ya, cuando yo era estudiante, Carlos nos dijo una vez que lo peor que podíamos hacer en la vida, era perder el tiempo. Nunca olvidé esa advertencia que,
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como toda buena expresión popular, en su simpleza contiene una enorme cuota de verdad. Esas preguntas que menciono nos conducen a un tiempo constantemente uniforme y homogéneo, siempre lleno de medidas o puramente medible. Reconozco que los hombres tenemos la tendencia a esa clase de comprensión del tiempo por el mero hecho de vivir en la alternancia día-noche, verano-invierno, etc., creyendo que así también es el tiempo de la naturaleza. Pero la verdad es que la existencia humana, que sí se condice con la naturaleza, no se establece sobre un tiempo medible o hecho de medidas. Nosotros somos poseídos por el ritmo del tiempo; aquella cadencia que no está construida por compases o divisiones de segmentos que tienen todos la misma duración; no es una sucesión regular, indefinidamente repetida, que una vez que ha sido establecida al principio de una composición, continúa siendo inmutable hasta el final; no es una fórmula mecánica. Esa cadencia del ritmo es más bien un fluir o un escurrir. Ese fluir es una emanación, que muy bien definiera Octavio Paz.
El Tiempo del Habla Somos en el mundo sólo cuando somos en los otros. Te decía que no basta con ser yo para que el otro pueda ser su propio yo. Algo nos falta aún. El habla es lo que nos falta; el oír y la conversación. En el hablar se nos juega el mundo y la demora late en el habla. Por eso la poesía, que se las tiene que ver con el habla, es lo primero; la que abre esa demora. Me refiero al modo en que existe y se inicia el tiempo dentro del cual los oficios pueden realizarse, donde cada oficiante puede ser eso mismo con lo que trata; ser aquello que cuida, lo que lo ata a
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su propio oficio. Ahí se decide la existencia de cada cual. Una existencia que siempre contiene algo que no ha terminado, algo que ha de faltar, pues si no faltara sobrevendría la nada. Heidegger decía que falta eso que es pura posibilidad, pues si se concretara ya dejaríamos de ser. Eso que falta es la muerte. Ella es la posibilidad más extrema del ser y tiene un carácter casi paradójico; por un lado se aproxima con absoluta certeza y del otro lado su llegada es totalmente indeterminada. Digo que cada uno de nosotros tiene la certeza de su propia muerte pero que el momento de su ocurrencia es enteramente imprecisa. Por eso no tienen sentido las preguntas ¿cuándo será...? ni ¿cuánto falta...?, pues el modo originario del tiempo es sin medida. Y si estas preguntas carecen de sentido respecto de la muerte, que es la extrema posibilidad del ser, cuánto más absurdas resultan cuando las hacemos en la vida cotidiana referidas a las simples cuestiones que acostumbramos a poner en el futuro. El tiempo no es largo ni corto porque no tiene longitud. Esas preguntas se aferran a lo que no ha pasado todavía y se ocupan de lo que quizá aún nos queda. Es el afán por determinar y calcular lo indeterminable y lo sin cálculo, es huir del ser y vivir bajo amenaza. Así perdemos el [al] tiempo. Así andan los que a cada instante dicen ‘no tengo tiempo’. ¡¿Cómo puede alguien no tener tiempo?! Hay algo en esa afirmación que huele a falsedad o a ceguera infame. Es lo que otros han llamado lo ‘inhóspito’. Cuando somos invitados por alguien, por el otro, y respondemos ‘no tengo tiempo’, es lo inhóspito. La Ciudad Abierta quisiera forjarse precisamente desde lo contrario, es decir, siempre tener tiempo y jamás perderlo. Eso también es la hospitalidad. Así estaremos preparados en el mundo para todo aquello que nos sale al encuentro; todo eso que llamamos presentes y entendemos como regalos.
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Por eso nos mienten violentamente quienes afirman que han aprehendido el futuro en la preocupación por el desarrollo de un país, de la humanidad y de la cultura, etc. Nos mienten quienes aseguran haber elaborado el programa infalible que con toda seguridad nos traerá la felicidad siempre más adelante y nunca aquí y ahora. El desarrollo y el progreso que vendrán son sobretodo la consigna para llevarse a la justicia lo más lejos posible del presente. De seguro habrás visto, en tiempos de campañas presidenciales, esas gigantografías con el eslogan “puro futuro”. Así nos prometen un tiempo vacío porque de antemano han hecho ‘largo’ al tiempo apostando a las preguntas por el cuándo y el cuánto. Lo que en verdad hacen es colocarnos un señuelo mortal, dejando que la vida presente sea sólo un ‘mientras tanto’ y condenándonos a existir sometidos a la esperanza de que la felicidad, el bienestar y la claridad del pueblo serán siempre mañana. La lógica de todo poder es la perpetuación de sí mismo y todas las instituciones que se presten para la carrera del poder se corrompen por una moral de lo provisorio, alejándose del espíritu esencial. Sin embargo, nosotros reconocemos los burdos intentos de instrumentalizar a la universidad; convertirla en un componente más de la maquinaria política que utiliza a las instituciones para conseguir el poder. Nosotros no habremos de fastidiarnos pues atendemos a las cosas constantemente nuevas que nos salen al paso en el presente. Así es nuestro acontecer y no una suma de hechos que se deslizan desde un pasado irreversible hasta un futuro sin fin. Por eso la historia puede nutrirse con el presente; justamente porque ve en lo anterior o lo pasado no un irrecuperable sino una suerte de presente anterior inagotable. Volver al pasado para tenerlo como un nuevo presente es la bella invocación de Amereida:
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“y la primera tumba inútil donde con gracia comenzar otro pasado!”
Todos los hombres somos históricos. El pasado visto desde la historia es todo menos lo que se fue, ni tampoco lo para siempre perdido. Más bien es aquello a lo que puedo volver una y otra vez para alimentar mi presente. No vale preguntarnos entonces qué es el tiempo, pues caeríamos en la simpleza o charlatanería de entregar definiciones que cierran y acaban con la pregunta. Lo entenderíamos sabiendo que la verdad no es la certidumbre o atendiendo a los hechos y personajes de la historia como lo hace Walcott: “The sea is History”. Como el mismo Hölderlin sentencia justo antes de los versos que encabezan esta carta: “Es nehmet aber / Und gibt Gedächtnis die See” (el mar destruye y da la memoria). Heidegger propone mejor preguntar ¿quién es el tiempo? o ¿somos nosotros el tiempo? Según Amereida se “da un primer paso cuando el tiempo es aprehendido en su plenitud...”, “como un verdadero fruto”. ¡Oh maravilla entonces! Pues lo permanente luce sólo en el presente, como nos lo decía el diablo Escrutopo: “El presente es el tiempo que más se parece a la eternidad”. En el presente podemos exponernos a los cambios, arriesgar en lo que viene y en lo que va, pues, aunque suene a paradoja, sólo el presente es mudable. Sólo unificaremos lo que somos con lo que hemos de ser, lo propio junto a lo otro, durante el presente. Una unificación que determina nuestro ser históricos, de lo que se deduce que ser una conversación y ser históricos es lo mismo. Somos una
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conversación siempre que vivimos el presente, o dicho también; ese presente que sólo surge cuando somos una conversación consiste en llegar a ser el mundo en la palabra. Y así la historia no es mero relato del pasado sino la realidad presente aconteciendo; es la conciencia, expresada por el arte, de nuestras andanzas desde la Noche de los Tiempos; lo que somos desde el principio y todas las transformaciones y alteraciones que nos han afectado desde entonces. Ya te decía que el fundamento de nuestra existencia es una conversación, por lo tanto aquí, en medio de un lenguaje que no comprendo sí es posible vivir a plenitud el presente, porque no se trata del entendimiento, sino del simple ejercicio del oír, oír, oír. Simple y largamente oír. Por lo demás, ¿Quién oye en el tiempo lo permanente para entregarlo en palabra? “was bleibet aber stiften die dichter”18 nos fue dicho... Es evidente que por este camino vamos condenados al fracaso, porque nunca alcanzaremos progreso alguno. Aprehender el tiempo como fruto es justamente lo contrario a decir que el tiempo es oro. Cada descubrimiento que hagamos traerá diez nuevas puertas cerradas y misteriosas. Y entonces se nos acusa de no cambiar, de seguir haciendo exactamente lo mismo que hace cincuenta años. O peor aún; de seguir siendo absolutamente modernos cuando toda esa vanguardia artística se supone que ya es materia de los libros de historia del arte. Se nos acusa de permanecer nostálgicos sin aceptar las transformaciones que nos traen los nuevos tiempos; de quedarnos con la misma estructura de siempre, resistiéndonos al progreso. Yo respondo: Por ser los únicos que configuramos nuestro destino como pueblo, poseemos leyenda. Y por eso somos los únicos capaces realmente de cambiar. A nosotros mismos y
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al mundo. Nosotros sí que podemos evitar la conmoción fatal de la nostalgia. Aborrecemos el progreso vacío de mito y ajeno al arte, y lo seguiremos despreciando. Porque intuimos que al ser separados de la unidad con lo divino, que fuimos al comienzo de los comienzos, necesitamos al arte para retornar a esa entidad primigenia donde reinaba la belleza eterna. La contemplación de la belleza creada por las artes, es la ocasión para conocer y comprender el mito que nos revela las esencias. La poesía, a través de la revelación mítica de los eventos universales, tiene el encargo de cambiar la vida de quienes la oyen acercándose a sus indicaciones. Esto es develar lo genuino de cada patria propia. No es entonces la añoranza triste de que todo tiempo pasado fue mejor, sino el amor por la belleza. Se trata de ser originales, nada más. Para eso se requiere una comunidad congregada en torno a un fundamento intenso, dinámico, capaz de suscitar el entusiasmo y esparcirlo en la sociedad. Podemos observar a los maestros o a las civilizaciones que hayan alcanzado grados de perfección en diferentes ámbitos, actuales o antiguas, pero no podemos copiarles las soluciones finales, excepto y sólo tal vez, atender y aprehender el modo en que llegaron a esas conclusiones. Es como el ejemplo del jardín; por un azar milagroso cualquiera, nos ha sido encargado el hacer el jardín del paraíso, sabiendo que ya una vez fuimos alejados de él y que nuestra marcha para regresar a este es permanente, so pena de dejar de ser lo que somos. Pero si en el jardín del paraíso vivimos la perfección de lo creado divinamente, no es justo que consideremos nuestra salida como una desgracia fatal. Más bien es una invitación a reconstruir, por nuestros propios medios y libremente, un nuevo y hermoso jardín donde sea posible expresar esa misma unidad primigenia. No será
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igual ni el mismo, pero allí también florecerá el fundamento original y común. No vamos a copiar el jardín del dios, sino que lo vamos a invitar al nuestro. En esta ruta creemos y nos hacemos religiosos de ella, a pesar de los peligros que conlleva. Porque sabemos que la belleza cuenta menos que la ruta. El anhelo de volver al paraíso, el empeño por reintegrarnos a la perfección cuenta no por el resultado de llegar, sino por el estar yendo. La perfección de la belleza es un horizonte, por lo tanto inalcanzable más acá de la muerte. Esto nos hace aparecer como una sociedad conservadora, que se encierra sobre sí misma y el nombre ‘abierta’ de nuestra ciudad suena a paradoja. Tales acusaciones pesan sobre nosotros y tú bien las conoces. Incluso las admitimos, las tenemos en cuenta y por eso entonces hemos aprendido a reírnos de nuestras propias carencias, miserias e incoherencias; porque intentamos conocer la condición humana y no estamos cegados por las promesas del futuro. Es absolutamente cierto que repetimos nuestras propias certidumbres, que no son muchas, y volvemos sobre nuestros hallazgos, que son escasos. Pero también reconocemos lo que nos falta y sabemos de nuestras desgracias y limitaciones. No vamos a salvar a nadie de nada. Nunca hemos prometido salvaciones pues no somos profetas. Sí, nos contamos nuestra propia historia, una y otra vez, como un cuento. Así nos formamos el talante de un rumbo y modelamos el carácter de nuestro ser pueblo. Así atendemos, con la fundación de nuevos mitos, a la contemplación de nuestra humanidad. Y es cierto, el contacto con los otros puede perfectamente hacer que los cambios y las transformaciones nos hagan derivar en otra clase de sociedad ya enteramente diferente de la ini-
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cial. Pero cualquier organismo que deje de interactuar con su derredor o su ambiente, no evoluciona y muere. Si hemos de convertirnos en otra cosa porque recibimos al otro, entonces sea. ¿Acaso no le sucede exactamente esto al que en medicina se le llama huésped, cuando recibe a un organismo extraño?
Los Viajes Antes de hablarte de mis estadías europeas, quisiera distinguir otro lance que mora en los viajes, ajeno al cálculo de la empresa e incluso a la voluntad de los participantes. Me refiero al lance de la libertad. Hay un pasaje en el volumen II de Amereida que lo indica con precisión (si no me equivoco escrito por Fabio). Comienza en la página 97 diciendo: ( Godo: No sabes cuánto me cuesta escribir... y de pronto dice:
Pero ¿cuándo he vivido la libertad que ahora tengo? ¿Cuándo tan absoluta gratuidad? Comprendo algo, tal vez con otros matices, que al Regalo se le llame también Presente.
La libertad es inherente al presente. Pero de suerte que su vivencia depende a su vez de otra construcción; una que los viajes (y la travesía) acometen con justeza y muy delicadamente. Esta es la paradoja: Somos libres y autónomos sólo cuando nos sostenemos en decisiones colectivas tomadas tras un debate abierto. Es decir, la libertad individual existe cuando la hemos entregado a los otros. Nos mienten quienes dicen que
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el éxito personal se basa en los méritos individuales, sean éstos los que sean. Peor aún es cuando el mérito se mide por el dinero, porque entonces no existe ningún límite ético para el tamaño del salario de un individuo. Tampoco para su ego. Así se consagran las desigualdades como las que sufren nuestras naciones americanas.. Acaso sean los viajes, realizados con un ‘corpus de taller’, la mejor ocasión de vivir la experiencia del otro como propia. Es el juego común que, no siendo privativamente de nadie, pertenece o se extiende a todos y para beneficio de todos. Allí nace la libertad de cada cual. ¿Durante cuánto tiempo la humanidad no pudo escapar a lo que le había sido designado y entregado por los dioses? A través de las eras los hombres debieron obedecer y toda rebelión fue inútil. Y esta tradición pasa de generación en generación y de templo en templo por todos los confines de occidente. Hasta que un hombre –hijo de un dios– instaura un nuevo modo del tiempo, que ya no implica matar al padre para heredar el trono. Fue Cristo quien propuso la libertad para hacer cada cual su propia vida y para que todos, sin excepción puedan heredar el reino. Desde entonces es posible que cada acción sea una decisión libre y fundamental que sirva para construir el presente y el futuro e incluso el pasado. Desde entonces la historia cobra sentido porque el tiempo compuesto por pasado, presente y futuro ha sido instaurado como trinidad y ya no como un ente unitario intransformable que domina sanguinariamente sobre los otros. Desde entonces Clío vuelve y vuelve sobre la Tierra para que los hombres conozcan su origen y así tengan el poder de construir su propio destino. Pero el mismo Cristo
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entrega a su vez la piedra clave con la que se cierra el arco de la paradoja de la libertad: amarás al prójimo como a ti mismo. Dicho esto vuelvo a donde estoy. Sabemos perfectamente que los lugares de Europa son distintos a los lugares de América. Hemos recibido constataciones de cada viajero y tú yo también hemos ido y venido a cotejarlas. Hemos visto cómo aquí en Europa los parajes naturales son siempre paisaje o jardín, los bosques son parques botánicos, las direcciones y los rumbos son caminos. Pero esto no implica poder decir que en Europa esté todo sentenciado y que en América todo esté por hacerse. Es verdad que aquí los paseos que parecen conducir a un límite de lo inconmensurable, en la esperanza de hallar el silencio, al cabo desembocan siempre en lo previsto y dispuesto por la planificación. Es verdad que los campos vacíos son parcelas reguladas; que los horizontes son acotados; que aquí existe la medida y la norma. Pero ¿puede alguien decir que Europa carece del caudal de la naturaleza? Son insuficientes estas simplificaciones. Tampoco tengo el afán de adentrarme en explicaciones históricas o en búsquedas filosóficas para hallar el nudo desde donde nacen nuestras diferencias, simplemente constatar lo que está a ojos vista. Amereida lo ha indicado con el fulgor de un resplandor: América es abisal. La formidable presencia de un continente que a pesar de los infinitos matices y aún después de más de 500 años de prestarle completitud al mundo, sigue siendo, en una sola unidad, lo nuevo: El Nuevo Mundo. En estas ciudades europeas lo grande no es nunca enorme, sino que todo es modelable. Incluso las catedrales y los palacios son el resultado de lo modelable. En nuestras extensiones americanas no hay acuerdo entre el hombre y los elementos y la forma de uno y otro no es consecuencia de un pacto que haya conciliado el rumbo común
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de ambos. En Europa los elementos naturales existen como perteneciéndole al hombre. Durante mil y mil años el europeo ha domesticado lo natural hasta el punto de ordenarle sus formas, sus floreceres, sus ecos y sus colores. Aquí incluso las montañas, aparentemente libres de la coerción, sólo esperan en un sueño imposible recuperar lo salvaje e indómito. Todas sus combinaciones son sólo aparentemente primitivas y no son la expresión espontánea de la naturaleza, sino el fruto de su acuerdo, ya milenario o antiguo, con los hombres. Yo creo que no es posible, hoy en Europa, salir de paseo y extraviarse para siempre. No creo que pueda un europeo salir a través de su naturaleza, perderse y no ser encontrado nunca más, a no ser que medie un accidente demasiado extraño o la voluntad de desaparecer. América es violenta, nunca antigua, y no muestra sutilezas: extensiones siderales sojuzgadas y saqueadas hasta la extinción vegetal y animal, hoy abandonadas y aparentemente en estado ‘natural’ se reúnen con otras extensiones acaso más vastas en verdad intocadas. Al menos por el hombre blanco. Y hay que reconocer que esta dimensión de lo vasto, aunque reconfigurada, también se presenta en medio de las ciudades y los pueblos. En el paseo por las ciudades de Europa, especialmente las de Alemania, advierto como funcionan; esto es su capacidad de ser máquinas eficientes en las que todo está en regla y apropiadamente dispuesto para el habitante. Como si trasuntara “obsesionada por las construcciones sistémicas y racionales como medio para resolver los enigmas del mundo y de los hombres?”19. Aunque esa misma obsesión es la que, por oposición o reacción, provoca la aparición de un arte cuya grandeza en América apenas soñamos.
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Pero sobretodo se siente un recogimiento, un aire lúcido, persistente y aromático. Es producido ya no por la historia (historia también hay en América), sino por la fuerza con que lo antiguo penetra en la contemplación, como si los siglos se esparcieran agregándose a la gala de la trascendencia. Pareciera, a la inversa que en América, que aquí nada es viejo. O al menos la vejez no es sinónimo de decrepitud ni de obsolescencia. Ni para las ciudades ni para las personas. Si fuera posible que las ciudades o los lugares tuviesen cada una sus propias atmósferas se diría que las del viejo mundo son densas y que sus espesuras son las del tiempo aglomerado pero expuesto. Las atmósferas de América, en cambio, son ligeras y su levedad es la de la rudeza de la juventud que no se hace cargo de la germinación de la tierra. Ahora vuelo desde Stuttgart hacia Düsseldorf. Es de noche. Es un bimotor a hélice, de perfiles aparentemente antiguos, pero este avión es nuevo. Entre los cerca de sesenta pasajeros no hay una sola mujer. Entonces esta no es una ruta familiar ni del ocio; es del trabajo. ¿Todavía en esta era siguen los hombres saliendo y yendo hasta todo lo lejos que sea necesario para buscar el pan diario de la familia, mientras la mujer permanece al cuidado del hogar y de los hijos? Lo que se muestra por la ventanilla es extraño para los ojos de un americano. Nosotros estamos acostumbrados a que la extensión nocturna se presente como un vasto manto negro, apenas salpicado por luces lejanas y esporádicas. Como lo hemos visto tantas veces en los mapas del poema Amereida, o como se verifica revisando las actuales fotografías nocturnas del continente.
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Aquí ese manto negro está plagado de pequeñas y medianas constelaciones luminosas. Cohesionadas en grupos, nunca demasiado distantes pero independientes. Cientos de pequeños poblados que conforman un vía láctea terrestre y no celeste. Cada agrupación de luces, casi sin excepción y por mínima que sea, tiene un campo deportivo empastado, iluminado lo mismo esté con o sin jugadores. Supongo que asimismo cada una tiene además una estación de policía, un hospital, una biblioteca, escuela, supermercado, etc. Cada congregación está configurada sinuosamente; nunca es ortogonal. Perecen modeladas por una matriz orgánica, cuyos esqueletos lumínicos se ramifican en vertebraciones consolidadas y estables. No se atenúan ni se diluyen poco a poco. Sus límites son precisos y exactos. Aquí es imposible alejarse de lo urbano más que una andada de caminante corriente. Una marcha que quisiera adentrarse en la negrura, evitando la ciudad, se toparía muy pronto con una agrupación habitada. En todas las direcciones este encuentro sería inevitable. Durante el viaje, que demora cuarenta y cinco minutos para unos cuatrocientos kilómetros, esta configuración de la tierra no cambia jamás. ¿Es el campo que ha invadido la ciudad, o viceversa? Nunca es más grande el espacio negro que la constelación luminosa, ¿qué clase de plan mantiene este equilibrio? Porque sabemos que la ciudad dejada a su arbitrio, dominada por la voracidad libre del mercado, avanza a toda velocidad atrapándolo todo en su hambre insaciable de terrenos. Aunque más lentamente, la naturaleza descontrolada y salvaje también se traga a las ciudades. ¿Cuál es el acuerdo que han privilegiado en esta nación los hombres y la naturaleza para mantenerse mutuamente, cada cual en un espacio
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establecido y normado? Sea el que fuere, para un americano no resulta concebible un pacto semejante. ¿Podríamos nosotros vivir sin la inmensidad, sin la irrupción de los gigantes hijos de Gea, sin el abismo? Aquí no hay abismo. La espesura de la oscuridad no alcanza a convertirse en sin fin, toda vez que es interrumpida más pronto que tarde por la presencia de un poblado; un asentamiento humano pleno de electricidad, caminos, edificios, etc. Luego aparece la constelación nodriza y mayor, cuya única diferencia con el espectáculo anterior, es que en ella se ha establecido un vínculo entre las agrupaciones de luces. Son enlaces como puentes invisibles que levitan y atraviesan la espesura nocturna para acoplar estas concentraciones. Son lo que podríamos llamar barrios, ordenados en un engranaje gigante, que podríamos llamar Düsseldorf. En América sólo la voz puede atravesar tal espesura. Nunca la luz20. Se aproxima el aterrizaje y los colores se reproducen y algunas luces cobran movimiento. Es el flujo nocturno de la ciudad, que alimenta a sus extremidades. A estas luces nunca se las ve apagarse. Sólo el alba tiene el poder de extinguirlas. Entonces las luces se dejan entender como ventanas y aparece por primera vez la estatura humana. Una ventana tiene el mismo tamaño de un rostro. Finalmente la rasante. El nexo con la noche se pierde. Ahora estamos dentro de la constelación; ‘debajo’ del imperio de las luces. Me aguarda aún un largo viaje en un tren que se detendrá en las estaciones de cada pequeño poblado.
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Travesía y Obra Tú y yo hemos compartido viajes de travesía. Además hemos realizado cada cual otros tantos asociados con distintos Talleres y hacia varios destinos de nuestra América. El Taller al que he acompañado los últimos años ya partió a la Patagonia y aunque celebro día a día las vicisitudes de mis estancias europeas, no puedo dejar de confesar una sana envidia por quienes parten a recorrer América. Una paradoja ronda los aprestos de la travesía. Cabe preguntarse, dentro de lo que hasta ahora he intentado exponerte, cuál es el sentido de nuestros viajes, después de más de veinticinco años realizándolos. Desde los trabajos que me ocupan en el Archivo Histórico percibo un cierto afán para que el registro de nuestros viajes esté lo más completo y documentado posible. Hacemos poderosos y a veces infructuosos esfuerzos por acumularlos en salas acondicionadas y publicarlos, con la mayor cantidad de datos disponibles, en libros, artículos, en internet. Toda esta información, con miles de fotografías y videos y documentos, está disponible para cualquier visitante y para nuestros propios trabajos de recopilación. Pero confieso que el enfrentamiento con toda esta tremenda labor me deja ante un cierto sin sentido. ¿Cuál es el valor de todo un material repleto de detalles que al neófito se le presenta inexorablemente sin contexto y siempre huérfano de referencias directas? Como si la sola acumulación de bitácoras, imágenes, textos leídos, latitudes visitadas o cantidad de kilómetros recorridos fuesen a constituir una suma de evidencias suficientes para justificar nuestros emprendimientos. O tal vez pretendamos que desde las entrañas del registro inacabable sea posible obtener
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los tesoros secretos de cada lugar que visitamos. O demostrar que no somos meros teóricos que trabajan con sueños, sino que nos hemos rendido al empleo de la experiencia para comprobar nuestras hipótesis artísticas (si es que el arte puede trabajar con hipótesis). Más simplemente podría ser sólo la acumulación de información, tan estrictamente abundante y aparentemente necesaria en nuestros días digitales y ‘on line’, de suerte de que estén allí para cuando se la requiera en algún posible trabajo o experimento. Aunque más bien creo que nosotros, desde una indicación poética hemos querido ser regalados con la benevolencia de la memoria. Y sabemos quien es Mnemosyne. El nombre de la madre de las musas nosotros lo hemos traducido como memoria. Sucede entonces que la memoria no es sólo una facultad intelectual, no es la depositaria de un conjunto de recuerdos, no es un receptáculo en donde se ordenan los fenómenos del tiempo pasado. Es la madre de las musas, a quien le son debidos todos nuestros elogios, es decir todas nuestras obras, del oficio que sean. ¿Por qué hemos de ofrecerle siempre el fruto de nuestros quehaceres y aconteceres? Porque la memoria es quien nos permite volver, y “nosotros vivimos orientados por la palabra volver, como en la resurrección volvemos a nuestra carne”21. Resucitar; vencer a la muerte. Lo contrario de la memoria, de Mnemosyne, es la amnesia. Pero esta no es el olvido de las cosas, no es perder o extraviar los recuerdos. Es no saber quién uno es. Y no saber eso es la muerte. Mnemosyne entonces anula las divisiones ordinarias del tiempo y lo abre, con una incisión radical y refulgente. Al abrirnos nuevos modos del tiempo podremos, siempre y cada vez, “comenzar con gracia otro pasado”, o vivir el presente como un regalo o concebir al futuro ya no como una amenaza.
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Pero para llevar a cabo estos modos, estos intentos, se requiere coraje; esto es un temple en el corazón. Hay que vestirse de héroe para llegar al fondo de un oficio. Valgan estas palabras como elogio al sacrificio de los hombres, las mujeres y sus familias, que hace más de medio siglo se atrevieron a encomendar el fruto de sus vidas, sus trabajos y sus estudios a Mnemosyne en nuestra Escuela, en nuestra Universidad y en nuestra América. Esta es nuestra heredad. Es ella, Menomsyne, quien nos invita a narrar lo que nos ‘ha pasado’, para que se produzca la catarsis que modifica también a los narradores. Tal vez por esto los poetas se empeñan en contar, una y mil veces, los mismos cuentos; cada vez que le agregan o suprimen alguna parte no están aderezando la historia para hacerla más digerible o amena según la ocasión. Están siendo transformados ellos mismos, junto a quienes les oyen, por el recuerdo-memoria (Andenken), en la reinteriorización de lo vivido, ¿y no es esto lo que hacemos, semana a semana, ante nuestros estudiantes, en el Taller de Amereida22?, ¿contarnos una y otra vez los cuentos y cantos fundamentales que nos sostienen? ¿Qué hacemos en nuestros viajes entonces? A pesar de la profusión y pasión en el acopio de nuestros registros, no es eso lo que quisiéramos traer. Tampoco perseguimos, aunque sí los anhelamos y disfrutamos; los perfumes de las maderas exóticas en la profundidad de las islas australes, o el calor blanco de las arenas tropicales, o el sabor de las frutas exuberantes, o la gama ilimitada de pieles que cruza cordilleras, pampas y desiertos. En fin, la extrema y preciosa diversidad de un continente vasto como su propia historia. Las intuimos, pero ir tras las gentes desnudas entre sus dioses no es para que la magnitud de sus culturas vayan a acumularse como datos. Ni
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siquiera como conocimiento. Tampoco vamos a ejercer sólo el intento sin que nos importe el contenido. Después de todo y más allá de lo que te decía al comienzo de esta carta, nosotros no viajamos por viajar como sugería Baudelaire que hacen los verdaderos viajeros. En un mundo ya completamente interconectado cuyas distancias son asombrosamente reducidas por los medios tecnológicos nosotros no somos los emisarios de la comunicación entre las culturas, como tampoco estamos en el propósito de preservar el prodigio singular y exclusivo de cada cultura contra la amenaza de una posible contaminación ocurrida precisamente por el contacto frecuente entre esas culturas diversas. Y si bien podemos iluminarnos en el “andar andando” de Dionisio Faúndez, tampoco es ese nuestro oficio. ¿Qué vimos en el breve recorrido? nos pregunta Amereida. Antes que nada observamos, siempre teniendo en cuenta la complejidad que esa palabra nos significa, podemos decir que allá en la extensión quisiéramos “ver por primera vez”23. El poema Amereida ha proclamado motivos suficientes para todos los oficios; intuiciones para las artes; indicaciones sobre el destino y bellas sugerencias por las cuales vale la pena partir a recorrer América. Todo esto nos sirve y nos ilumina y nos apetece. Pero no nos basta. Nosotros, amigo mío, partimos a recorrer América en pos de una obra. Esta es, la gracia y la diferencia. Pero entonces, si lo que vale es la obra ¿para qué el viaje?, ¿no es mejor concentrarse, en dineros y recursos de toda índole, por ejemplo en la Ciudad Abierta?, ¿te imaginas como estaría de floreciente nuestra ciudad si año tras año dedicásemos a ella siquiera una mínima parte de los esfuerzos que entregamos al continente?
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Sabemos que nuestros viajes americanos por cierto son útiles en variadas cuestiones referidas a la formación de los estudiantes y de nosotros mismos. Valen, por ejemplo, para el aprendizaje material del oficio y para la perfección concreta del hacer. También obtenemos la comprensión de la vastedad de un continente y de la diversidad de los pueblos que lo habitan. Pero hemos recibido las advertencias de tantos viajeros, algunas como las de Levi-Strauss, o las de Colón, o las de Alvar Núñez; y no osamos confundir la investigación y la enseñanza con el aprendizaje de un oficio, ni el horizonte siempre inalcanzable con el borde del mundo. Porque, insisto, no quisiéramos que nuestra curiosidad nos conduzca exclusivamente hasta los pórticos del conocimiento. Porque hemos aprendido que “la realidad verdadera no es nunca la más manifiesta, y que la naturaleza de lo verdadero ya se trasluce en el cuidado que pone en sustraerse”24. Qué bello es el tiempo del obrar en travesía a pesar de estar ceñido vigorosamente por las fechas de llegada y de regreso. Tú mismo has trabajado arduamente en medio de estas condiciones y comprenderás lo que digo. Es cuando los materiales son los que hay allí y no otros, por carencia o por abundancia; cuando el clima atormenta o bendice las faenas; cuando el suelo devuelve porfiadamente cualquier fundación, o las acoge con benevolencia. Cuando todo lo adverso deja de ser restricción y no constriñe, libera a la obra misma y a los que la abordan. Nuestras travesías son el ejercicio de la libertad porque toda la empresa se prende colectivamente. La constitución del Taller como corpus es la clave de esa libertad. Todas las labores han de cumplirse sin valoraciones externas y ya sabemos que la mano que escribe vale lo mismo que la mano que ara; todas
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las ocupaciones atienden el mismo aquí y ahora y a todos les puede tocar un baile con la musa. Es la abolición de las jerarquías: Desaparece la dicotomía entre profesor-alumno, ricopobre, talentoso-necio, etc. Ya no hay la oposición urbana a la fiesta colectiva aún cuando estemos en las grandes capitales: la habitación es la calle, la mesa de comer es la de trabajar, el techo es comedor y taller. Es decir, la intimidad se desenvuelve también en lo público. Nuestra condición material cambia y aprendemos cuanto es lo justo y necesario para alimentarnos; o que para descansar basta el cansancio; o que una bebida caliente restaura el regalo de la noche. No necesitamos otra ropa más que la útil, no sirve de mucho el dinero. ¿Es cada una de nuestras obras de travesía conclusa sobre sí misma más allá del nivel de sus ‘terminaciones’, o son más bien un fragmento tanto de sí mismas como de una obra mayor y distinta?, ¿puede un fragmento componerse como una obra bien hecha? En nuestros viajes ya advertimos la vastedad de la extensión americana y sabemos que el buen hacer no se refiere a la magnitud de lo hecho, sino a una cualidad intrínseca del hacer mismo que no depende de un resultado. Entonces, pueden ser las obras humanas los fragmentos que dejan de obedecer a la búsqueda de una totalidad, y adquirir dignidad y excelencia autónomas. Este modo de creación es conocido, después de todo, desde hace siglos. Cada una de nuestras obras pueden ser fragmentos de un todo que aún no reconocemos ni alcanzamos a ver. Las hacemos a lo largo y ancho de América en la convicción de que esos fragmentos bastarán para hacer presentir ese todo, que acaso no sea otra cosa que el continente y su ser, él mismo la obra mayor. Los oficios creen que ese presentimiento será suficiente para hacer aflorar la obra del continente, y la esencia de los oficios
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mismos, a la conciencia. La poesía comparte esa medida, pero no ‘cree’ en ese presentimiento; la poesía lo crea. Espero que pronto podamos reunirnos en las arenas a conversar de todo esto y también de tanto otro. Te abraza Jaime
enalemaniaporlosfinalesdeldosmilnueveycomienzosdeldosmildiez
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Notas 1
“Mais les vrais voyageurs sont ceux-là seuls qui partent Pour partir; coeurs légers, semblables aux ballons, De leur fatalité jamais ils ne s’écartent, Et, sans savoir pourquoi, disent toujours: Allons!” Le Voyage, Charles Baudelaire.
2 “Verse-nous ton poison pour qu’il nous réconforte! Nous voulons, tant ce feu nous brûle le cerveau, Plonger au fond du gouffre, Enfer ou Ciel, qu’importe? Au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau!” Le Voyage, Charles Baudelaire. 3 “Los humanos viven en el tiempo, pero nuestro Enemigo les destina a la Eternidad. Él quiere, por tanto, creo yo, que atiendan principalmente a dos cosas: a la eternidad misma y a ese punto del tiempo que llaman el presente. Porque el presente es el punto en el que el tiempo coincide con la eternidad. Del momento presente, y sólo de él, los humanos tienen una experiencia análoga a la que nuestro Enemigo tiene de la realidad como un todo; sólo en el presente la libertad y la realidad les son ofrecidas. En consecuencia, Él les tendría continuamente preocupados por la eternidad (lo que equivale a preocupados por Él) o por el presente; o meditando acerca su perpetua unión con, o separación de, Él, o si obedeciendo la presente voz de la conciencia, soportando la cruz presente, recibiendo la gracia presente, gracias por el placer presente”. Carta xv de las Cartas del Diablo a su Sobrino, Lewis, C. S. 4 “El arte eterno tendría sus cometidos, del mismo modo en que los poetas son ciudadanos. La poesía dejará de poner ritmo a la acción; irá por delante de ella. ¡Existirán tales poetas!” Carta del Vidente, Arthur Rimbaud. 5 “... el ritmo es un ir hacia algo... en el ritmo hay un ‘ir hacia’, que sólo puede ser elucidado si, al mismo tiempo, se elucida qué somos nosotros... es visión de mundo... continuo renacer y remorir y renacer de nuevo”. La misión del ritmo entonces no es dividir para ordenar ni para configurar sucesiones o parámetros; sino que debe exactamente “ritmar”. El Arco y la Lira, pág. 88. Octavio Paz.
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6 “porque la fiesta no aflora en contornos tu mascarada deja que lo oculto se muestre oculto cuando a quien la luz no basta llama ciego” Amereida, pág. 85 7 “Para tal apertura nos había sido dada una fecha, indicada, aunque sin ese propósito, por nuestros amigos de Francia. Ellos nos invitaron a situar el día 20 de Marzo de 1969, fecha que conmemora el centenario del nacimiento de Friedrich Hölderlin. Nosotros recogimos la invitación instituyendo ese día como momento de la apertura de los terrenos”. Apertura de los Terrenos, Godofredo Iommi.
“Esa herencia es desde el primer día de la fundación de los terrenos, la presencia de los europeos. Nunca jamás le hemos cerrado el paso. “Amereida” se hizo con ellos y François Fédier vino especialmente de París a leer el poema de Hölderlin, arriba donde ahora está la estatua, insisto, vino exclusivamente para leer el poema de Hölderlin bajo cuya luz nosotros inauguramos la ‘Ciudad Abierta’. Yo quiero restablecer ese nexo que la configuración del mundo actual no nos ha permitido mantener. Es preciso que ese nexo vuelva a entrelazarse, vuelva a existir y tengamos siempre la escala real de lo que es pensar, de lo que es el arte, de lo que es la ciencia (que hoy día es planetaria). no podemos quedar aislados. ” El Pacífico es un Mar Erótico, Godofredo Iommi.
8 “Ellos, estos hombres de aquí, en el fondo aman cuanto parece adverso, como si lo adverso fuera el modo de esconderse púdicamente. ¿Esconder qué? Esconder la profunda libertad en cuerpo y alma que ellos tienen. Ellos conocen y saben del riesgo y por lo tanto de la generosidad. El saludo es aquel gesto de todas las rutas. Ellos aman no tener fronteras ni países, aman el aire siempre abierto e impalpable que quieran o no es implacable a su vez y que hace al ser humano siempre más sapiente”. Amereida vol. ii. Nota 26.
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9 “Denn nicht immer vermag ein schwaches Gefäß sie zu fassen, Nur zu Zeiten erträgt göttliche Fülle der Mensch”. Brod und Wein, Hölderlin. 10 “También el olvido es bello, olvidar, por ejemplo, que el arrojo es la travesía y no la vida de un obstáculo, en este caso, el perro. Pero la hermosura cuenta menos que la ruta y esto sí que es difícil aprenderlo. ¿Qué es la ruta? Es sólo seguir partiendo siempre, es mantener el rumbo abierto. ¿Será un comienzo sin fin, como el amor? Hacer tal ruta, abrir tal rumbo, tal vez de tales cosas, interrogaba Kant a los capitanes de barcos balleneros, aquellos que Melville dijo que buscaban la ballena blanca y tal vez Acab sea el nombre de la musa de toda pura travesía”. Amereida vol. ii. Nota 46. 11 “Mucho ha experimentado el hombre. A muchos celestes ha nombrado, desde que somos un diálogo y podemos oír unos de otros.” Fiesta de la Paz, (segundo esbozo en verso). Hölderlin. 12 “Hay una mesa extendida por doquier que recorre nuestra tierra. En un instante emerge la cena: el pan y el vino transustanciado, y en plenitud, el propio cuerpo que el único y triduo amor creó como todo amor posible y que ahora, eterno e infinito, atraviesa con la luz inextinguible de sus ojos. Tú que has mirado mis ojos, ¿recuerdas? Luz de un relámpago inasible, sólo visible en los ojos que ven por el don de la fe, donde se alumbra la segura esperanza que anhela el amor perfecto y prometido en la ronda de seres enlazados por el mismo pan y la misma sangre del triduo amor enamorado en este único gran cuerpo que en medio de nuestro sueño crece, sin despertarnos, cuando dormimos y nos modela por las misericordias que todas las necesidades, faltas y renuncias del mundo que en prueba de la libertad - ¡oh riesgosa libertad que el amante requiere para ser amado! - nosotros, los seres creados, construimos mundo y mundos como un himno que cruza entusiasmos y desánimos, fiestas y duelos, en esta comunión inaudita del árbol a la estrella, de lunas y soles a la migaja, de todas las formas inconmensurables de vida a todas las dudas, vacilaciones, correcciones, hallazgos, fracasos y fortunas”. La Amistad Absoluta, en Secretos del Eros, Godofredo Iommi.
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13 “De igual modo, arriba, para consagrar con la mejor palabra el suelo donde la casa de huéspedes construye el discreto anfitrión, así ellos catan y ven la hermosura y plenitud del país y que, como el corazón lo anhela, franco y abierto, al espíritu conforme banquete y danza y cantos, el jubilo de Stuttgart sea coronado”. Ida al Campo. Hölderlin. 14 “La main à plume vaut la main à charrue. - Quel siècle à mains!”. “La mano que escribe vale lo mismo que la mano que ara. –¡Qué siglo de manos!–” Une Saison en Enfer, Mauvais Sang, Arthur Rimbaud. 15 Las travesías son viajes de estudio que realizan, año a año, todos los talleres de la Escuela de Arquitectura y Diseño de la pucv, desde 1984 hasta hoy. En estos viajes estudiantes y profesores recorren el largo y ancho de América construyendo leves obras de arquitectura y/o diseño, las que se regalan a las comunidades y lugares visitados. Duran alrededor de tres semanas, durante las cuales se vive, se trabaja y se estudia a la luz de la visión poética de Amereida. La primera travesía fue realizada por los fundadores de nuestra Escuela en 1965. 16 “Puede afirmarse, a la vista de los testimonios materiales de las diversas civilizaciones arcaicas, que en el paso de la Prehistoria a la Historia es nítidamente reconocible un cambio fundamental de la concepción artística. El elemento más decisivo de este cambio es la afirmación de un nuevo espacio de representación estética. En la mentalidad prehistórica (y primitiva) la conciencia mágica atiende a una acción espontánea, intuitiva, directa e inmediata, en la que está básicamente ausente el ánimo de perdurabilidad y, por tanto, de transmisión histórica. Sus espacios representativos son efímeros y de ahí que el cuerpo humano sea el primero de ellos; al que sucederán las estatuarias totémicas y las pinturas rupestres. La paulatina objetivación del espacio de representación indicará una modificación civilizatoria que, con la consolidación mítico-religiosa, introduce las ideas de permanencia e historicidad”. Tres miradas sobre el arte, pág. 103. Rafael Argullol.
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17 “Lo durable, durar, pero ¿qué perdura? ¿Es esencial que las cosas perduren? No llamemos ciudad a lo que desde Grecia, y tal vez Roma, dejó de serlo. Pero la obra humana, por ejemplo en los aztecas, se podía hacer justamente para ser abandonada. Tal acto lleva consigo un rito inicial que demanda el inicio y no, digamos así, la avara perdurabilidad. Es otro ritmo. Posiblemente hay que volver a mirar con otro tiempo. El nuestro también es ritualmente libre, pues en forma arbitraria es el meridiano que nos refiere y ordena. ¿Es y será posible otro y otros meridianos? Sí. Todos los puntos tal vez tengan validez”. Amereida vol. ii, nota 35. 18 “Es nehmet aber Und gibt Gedächtnis die See, Und die Lieb’ auch heftet fieißig die Augen, Was bleibet aber, stiften die Dichter”. Andeken, Hölderlin. 19 Hölderlin pág. 87, Anacleto Ferrer. 20 Hay un espesor entre hombre y hombre. La espesura no es la de esta trama inextricable de arbustos, la espesura invencible. El arte de la cortesía, de la convención de los oficios, como santo y seña para ahuyentar el miedo mantiene a todos los humanos y hace que nos atengamos los unos a los otros. Ni el amor basta para atravesarla. No se puede cruzarla por la convención de los caminos. Hay que ir a campo traviesa. Saber, saber, saber, que el camino nunca es el camino. Harto difícil será para todos nosotros comprender esto y eso es lo que hay de todos a todos en medio de la espesura. Hay otra distancia-tiempo que va de voz a voz. En la voz, no en el farol que está en la mano se puede cruzar esa espesura. Ella no tiene sentido, como no tiene sentido la pregunta de ¿quién eres tú? Ya no estamos como “tus”, ninguno en la espesura. En la espesura, y ella está en todas partes, aquí y en las ciudades, sólo podemos entender u oírnos en virtud del rumbo, de los rumbos que nacen de nuestras propias incertidumbres. La incertidumbre de atravesar gratuitamente la mera travesía, lábil, débil, humana, como si los seres humanos fuésemos, todos, unos hermosos desdichados”. Amereida vol. ii, nota nº 49. 21 “ llegar que es volver aún más todo llegar como el alba es un perpetuo volver nosotros por la palabra volver en la resurrección
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volver hay un es un volver así vivimos orientados volvemos a nuestra
carne resucitar ella es palabra real palabra de rey aquel que nunca se queda sin palabra por ello mañana partimos para comenzar a recorrer américa para alcanzar a llegar a ella para volver a ella”. Amereida, pág. 184.
22 El Taller de Amereida es de hecho una asignatura contemplada en el plan de estudios y obligatoria para todos los talleres de la Escuela. Nació como respuesta a las interrogantes planteadas durante el proceso de reforma universitaria y ha continuado como instancia de debate y de reflexión acerca del presente de la Escuela y de sus relaciones tanto internas como externas. Es conducido por poetas y por profesores de la Escuela. 23 “Porque de otro modo todos los horizontes se muestran estériles. La primera afirmación que quisiera hacer es que la Observación, tal como la entendemos aquí y en su sentido más radical, es posible porque ‘la condición humana es poética, y por ella el hombre vive libremente en la vigilia de hacer un mundo’. El hombre está irremediablemente llamado y obligado a hacer y rehacer el mundo. Vale decir a re-inventarlo una y otra vez (nótese que etimológicamente la palabra invento tiene que ver con ‘ventura’, y consecuentemente con ‘aventura’). Y esta urgencia y obligación, puede cumplirla porque tiene la posibilidad de ver el mundo, su mundo, siempre de nuevo, de verlo como por primera vez (‘Ver’ está tomado en sentido amplio; tal vez podría hablarse de ‘percibir’). Tenemos entonces que este medio que nos envuelve, y donde transcurre nuestra vida, aparentemente tan concreto y objetivo, no es tal. Depende de nuestra ‘mirada’ y de nuestro ‘punto de vista’, para mostrarse y revelarse según rasgos y connotaciones profundamente diferentes. ‘Observar’ sería entonces esa actividad del espíritu (y del cuerpo) que nos permite acceder, una y otra vez, a una nueva, inédita, visión de la realidad.” La Observación, 1993. Fabio Cruz. 24 Tristes Trópicos, pág. 61.Levi-Strauss.
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Se terminó de imprimir en impresora Phaser 7400 Xerox en el .:Tig:. Taller de Investigaciones Gráficas de la Escuela de Arquitectura y Diseño de la PUCV. Estuvo a cargo de la edición Luis Romanque y Manuel Sanfuentes y de la encuadernación Adolfo Espinoza. Se tiraron 50 ejemplares en papel bond ahuesado de 80 gr. para las páginas interiores y Papel Prisma 130 gr. para la portada. Se usó la familia tipográfica Din Pro y Minion Pro en sus variantes regular y versales
Valparaíso Agosto 2010 ***