El Narrador

Page 1

EL NARRADOR


lugar y construyen el signo de su aparecer.

las cualidades nominativas que otorgan a los actos su

remite a su origen poético, en tanto –ella– portadora de

ubica en la diversidad con que el genio de la palabra

La colección HeteroGenios, admite esa diferencia y nos

desde su interioridad habla al mundo.

a la comprensión de una realidad determinada que

las cosas y los hechos se vinculan como imprescindibles

diario nos introducen en el universo de relaciones donde

Las lecturas, visiones y observaciones que acometemos a




Valparaíso, 2015.

Colección HeteroGenios 3

ediciones@ead.cl www.ead.pucv.cl

Ediciones e[ad] Escuela de Arquitectura y Diseño pucv .:Tig:. Taller de Investigaciones Gráficas

® Inscripción ddi 221.268 isbn: 978–956–8192–03–7

© Carlos Covarrubias Fernández

EL NARRADOR


el narrador


Carlos Covarrubias Fernรกndez


Primera Parte

Nicolás murió el dos de julio de 1973 habiendo cumplido recién un año.

menor a mayor Consuelo, Benjamín, Sofía, Simón, Tristán y Nicolás.

Esta primera parte de El Narrador está dedicada a mis seis hijos de



1



Cumbayá, Domingo diez y seis de septiembre del 2007.

Acabo de llamar a Robinson, un entendido en computación. Creo que este monstruoso aparato tiene una memoria donde se almacena todo, puede estar registrada ahí; todavía es posible que la recupere. Robinson me ordena que no apague el computador. Debo seguir escribiendo –a cualquier precio– como si nada hubiera pasado. Es vital no perder este paso ganado. No puedo abandonar a los personajes que estaban cobrando vida: Gabriela y Carlos; si lo hiciera, cometería un vil asesinato. Pareciera que un genio maligno me estuviera jugando una mala pasada; estaba demasiado contento de haber podido construir un hueco en el

En la mañana del domingo, leyendo el periódico, encontré en el cuerpo tres, en «redacción tecnológica», un artículo no firmado que tenía por título «El trueque virtual». Éste me llevó a escribir, a incluir mi pensar al respecto en el transcurso de la novela. Algo raro ha pasado: todo lo que llevaba escrito ha desaparecido; no me atrevo a mover ni una tecla. Es la una y media de la tarde. Estoy consternado. Mejor bajo a almorzar. Acabo de perder definitivamente el comienzo de mi novela; me quedé sólo con el párrafo de cuatro líneas que estaba intercalando, no queda nada, ni hacia adelante ni hacia atrás. No es que hubiera escrito mucho, ocho páginas de tamaño carta, con letra número doce, en tipos Times New Roman; aunque en un libro mediano, aquellas podrían haberse transformado en unas treinta y seis. La comencé con mucho esfuerzo hace una quincena. Me siento desolado, acababa de encontrar un ritmo. Ya estaba haciéndome uno con ella; estábamos comenzando a entendernos. Es como perder de vista a una mujer que acabamos de conocer, que desde un comienzo nos atrae con fuerza, y con quien, por alguna circunstancia fortuita, inesperadamente, perdemos todo contacto. Yo quiero a mi novela; me di cuenta de esto en el momento mismo en que desapareció de la pantalla. Me había propuesto, esta vez, no abandonarla; llevarla a feliz término.


Capítulo Primero

Cumbayá, martes diez y ocho de septiembre del 2007.

1

Sólo queda el consuelo de los tontos: Mario perdió una novela de quinientas treinta y dos páginas tamaño oficio; de qué me quejo; mal de muchos…

No hay caso, la novela se esfumó irremediablemente. Al parecer, el causante del desastre fue un virus y no alguna acción mía. He de reconocer que el entusiasmo de las primeras páginas me llevó a no respaldarlas y que tampoco había reactivado el antivirus que ya estaba vencido. Esta reflexión de nada me sirve ahora, me siento igualmente estúpido y herido. Voy a reconstituir ciertas cosas que están frescas. Primero debo vencer la ira, segundo, el pesimismo, y tercero, la autoconmiseración. Que fácil resulta decirlo, escribirlo, pero llevarlo a cabo… El eterno problema de nuestra inolvidable condición humana… Ojalá no sea una tara perpetua.

tiempo y el espacio, un nido protegido en el cual estaba trabajando con la esperanza de tenerlo a mi entera disposición hasta fin de año. Claro, la gente cercana me pregunta lo mismo que a una joven que –de súbito– queda encinta: por qué no tomé precauciones. ¿Es todo tan inestable que baste un involuntario desliz para perder, de una plumada, la honra, o unas treinta horas de trabajo creativo?


Cumbayá, miércoles diez y nueve de septiembre del 2007.

Hay, como en todo, detractores que consideran que la información que se puede obtener es más cuantitativa que cualitativa, y encontrar material de calidad para un trabajo especializado en la inmensa gama de posibilidades ofrecidas, resulta largo y engorroso. Con respecto al trueque, opinan que en muchos casos se trata de intercambios de grandes cantidades de basura, aprovechan-

Este descubrimiento que se protege bajo el nombre de Google, trajo –en especial– a la juventud, una posibilidad de temperar su insaciable sed de información, para luego, desatar la avidez de intercambio de todo aquello que pudiera resultar de interés común tanto en audio como en video: películas, canciones, videos, documentales, programas informáticos, papers, y, lo que resulta sorprendente, también libros completos. Todo comenzó a pasar de un lado a otro, a escurrirse con gran rapidez y en cantidades abismales. Cabe destacar que esto, por ahora, se entrega a un costo insignificante a los millones de usuarios, algo poco común en nuestra época que se vanagloria de sus ganancias y de su fastuosa productividad.

Brin y Page, dos jóvenes, uno ruso y el otro norteamericano, que no alcanzaban, entre los dos, una cincuentena de años, acaban de cumplir una década desde que descubrieron un algoritmo que vino a cambiar el acceso a la información de modo tal, que ésta ha ingresado al mundo de las cosas con características propias a las del mundo de la magia: basta hoy con escribir una palabra, y un universo entero relacionado con ella se despliega ante nosotros, como el abracadabra de antaño, el ábrete sésamo del cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones, o como, en la creación del universo, unas pocas palabras dichas por la divinidad bastaron para que su sentido y significado apareciera construido enteramente en tres dimensiones, y además, en una cuarta, por si fuera necesario.


Capítulo Primero

2

do, muchas veces, el mecanismo de la piratería sin respetar los honorables derechos de autor. Bueno, de joven vi en pantalla panorámica y en colores, El Pirata Hidalgo con Burt Lancaster, y me quedé con la noción de que no todos los piratas son unos malvados que hay que enviar a la horca. Personalmente, encuentro que el trueque, el gusto por cambiar cosas, nos devuelve –en parte– el espíritu reinante en la niñez; cambiar por ejemplo, un sándwich de palta por dos de dulce de membrillo; un autito rojo por cuatro soldados de plomo; un bolón de bronce por seis bolitas de cristal. Trocar, resulta muchísimo más creativo y entretenido que tener que comprar o vender bajo la tiranía del dinero; además, la misma niñez puede prolongarse, alargarse de por vida en el alegre juego de las permutas: permuto yegua pinta por moto Vespa; palmera de tres años por cachorro poodle; vestido de novia por televisor plasma; dos invitaciones a cenar por bata de seda. Me imagino que algo nuevo puede advenirnos del entusiasmo por prácticas como esta; un halo de gratuidad, de diálogo desinteresado, de curiosidad, en un mundo tan dedicado a la producción, tan recargado y tan emperrado, que en una de estas se nos cae fatigado; y no habrá fuerza humana, en todo el planeta, que sea capaz de levantarlo. Entonces, nos encontraremos obligados a aceptar que «se echó el buey», una especie de segunda expulsión del paraíso, de conmoción cerebral mundial, donde no encontraremos culpables, enemigos, ni nada que destruir para poder salvarnos.


Imagino la puesta en escena de un mundo disponible, ofrecido a nuestras reales necesidades, y no uno creado, por nosotros mismos, en contra de nuestras más legítimas hambres. Un mundo donde se hallen más derechos que deberes; no sé si será pedir mucho. Fantástico que los jóvenes accedan a lo extenso, intercambien gustos, deseos, hallazgos; no creo que se pierdan en el campo de las cosas virtuales no censuradas, no programadas, no digeridas por los supuestos tutores de la actualidad. Tal vez lo que no sucedió en los anhelos jóvenes de los años sesenta, pueda, de otra manera, dársenos ahora. Recuerdo que el Che Guevara fue fusilado el año mil novecientos sesenta y siete, un recuerdo que se desfigura en su retrato estampado en tantas camisetas. Me imagino el advenimiento de una manera de fraternidad que sí resulte fraterna, como la cena de La fiesta de Babbet o como ese momento sublime de los trece años en la matiné del sábado, en el instante en que se apagan las luces, todo el cine repleto, una ovación general y comienza la película esperada durante toda la semana desde el mismísimo momento en que terminaba la película del sábado anterior. ¿Quién no ha querido ser un héroe tanto en cuanto no tenga que dar la vida o sea gravemente herido para poder serlo? ¿Tiene esta ilusión algo de reprobable? Si no es la educación religiosa, es la civil ideológica, pero ambas nos dicen que te ganarás el pan con el sudor de tu frente, parirás con dolor y tendrás tu merecido. Me imagino un mundo sin acción y reacción, donde todos seamos heroínas santas y héroes santos de carne y hueso, y perduremos en él sin miedo, vivos y «coleando». Una tierra en que las heroínas se enamoren de los héroes y viceversa. Que haya suficientes de ambos géneros, que no sobre ni falte ninguno. Siempre hemos pasado a los jóvenes el bastón de mando cargado de miserias, la carta sellada sin resolver, la guerra, para que fueran ellos la nueva carne de cañón. Ellos tienen que ser y hacer lo


Capítulo Primero

3

que nosotros no fuimos capaces de hacer, y les vamos llenando de piedras la mochila. Más, más, y más. ¿No sería bueno que recomenzara mi novela? porque al paso que vamos, vamos a terminar todos los viejos llorando a mares. Falta poco para terminar la página, me gustaría recomenzarla en página nueva. Me imagino una novela que no venga a aumentar la tala de bosques, pero si llegara a ser buena, habría que imprimir miles de ejemplares; aunque, pensándolo bien, no son las buenas las que más se leen, sino las que más se promueven. Quiero volver a formular algunos parámetros de esta novela. No debería pasar de las cien páginas. Debería ser un objeto que dé gusto tocar, tener, o esconder para no prestárselo a nadie. Debería ser excelente como una potra de un año. Debería ser una novela que enorgullezca a mi mujer por el mero hecho de haberme escogido (no me gusta esto de «mi mujer», tengo claro que no es mía, no por voluntad mía sino por identidad de ella). De ahora en adelante, a la mujer que vive conmigo la llamaré mi amante y trataré por todos los medios que la palabra «amante» rime con una acción amante. No le diré compañera, no creo en la guerrilla porque, querámoslo o no, es la hermana menor de la guerra. Como ven, mi tarea no se presenta fácil.


Cumbayá, domingo veintitrés de septiembre del 2007.

Debo aclarar que nunca he entrado en Google, y que Carlos tenía veintiún años y no dieciocho cuando a mediados de los años sesenta decidió partir; que la novela que perdió en el computador mi amigo Mario Müller tenía alrededor de doscientas páginas A4 ,y no quinientas treinta y dos

Carlos tenía dieciocho años cuando, pletórico, al amanecer, decidió que tenía que partir, dejar lo dado, lo conocido, lo establecido, y aventurarse. Él no sabía si esta decisión correspondía a la ilusión de cambiar su situación actual: un joven lleno de dudas sometido a cumplir, sí o sí, con cuanta exigencia demandara su época, desde el servicio militar hasta transformarse, luego de dieciocho años de estudios, en una herramienta más del sistema imperante, fuera éste el que fuera. No sabía, a ciencia cierta, si partía por querer dirigirse hacia un estado más certero, donde el camino a seguir estuviera mejor trazado y pudiera dejarse llevar e ir tarareando, confiada y animosamente, como si una voz natural le fuera soplando al oído: «How many roads must a man walk down, before they can call him a man». No sabía si su decisión respondía al legítimo deseo, inherente a la condición humana de responder simplemente y sin ulterior cuestionamiento, al «llamado de la selva»; a aquella aventura que remonta al origen, donde se espera encontrar la respuesta a la inevitable pregunta de qué es «esto» o «eso» que somos. Hacerlo tal como cuando uno, encarando la fascinación por el vacío, se lanza al abismo desde el borde de un acantilado sostenido solamente por el arnés de su amplia ala delta desplegada, confiado en el acto que ha de transformar lo que en principio parece vacío, en sustento real, para que en seguida, más allá de toda cuestión, uno vuele majestuoso deslizándose por lo abierto como un raudo cóndor cordillerano que, habiendo ya comido, no busca una presa sino vuela leve, majestuoso, con aires de paseo.


Capítulo Primero

4

Deseo llevar el hilo de tres personajes: el de Gabriela, el del muchacho, y el del hombre sesentón que va entrometiéndose a cada rato con sus acápites y comentarios. Esto de las fechas y de los números de las páginas que se van intercalando en el escrito es sólo un recurso personal para darme ánimo; espero que no interfiera en la continuidad. Es que las páginas son como los días, comienzan y terminan prácticamente sin que nos demos cuenta, y hay veces en que se nos pasan de largo como si no fueran nuestros; verdaderas lagunas en nuestra existencia.

tamaño oficio. Quiero dejar en claro que detesto la realidad virtual porque me incomoda, y que prefiero salir a montar a caballo todos los días, con todo lo que esto significa, en lugar de sentarme y entrar a Internet a jugar la final de un partido de polo que, eventualmente, hasta podría ganar. También me es necesario dejar en claro que es altamente improbable que los cóndores salgan con aires de paseo. Me parece justo revelar cómo he pensado estructurar esta novela: deseo que Carlos sea un héroe por el mero hecho de vivir, de aceptar la proposición de estar vivo con la hidalguía que es propia a todos los seres vivos, tal como lleva el páncreas, sin darse cuenta, con el candor y el coraje del que fue provisto desde el momento en que su madre dio a luz, con la prestancia con que él nació; en fin, quiero que Carlos sea, ni más ni menos, el que es.


Cumbayá, lunes veinticuatro de septiembre del 2007.

Carlos oyó, como tantos otros, el canto de sirenas venido de los continentes más desarrollados que con su música, maneras y apariencias reflejadas en las imágenes cinematográficas parecía estar cambiando el rostro de la década por uno más favorable para la juventud que había comenzado a inquietarse y a inquietar a los adultos desde la segunda mitad del siglo. Subió al tren con el desplante con que un piloto de fórmula uno sube a su bólido a pesar de no haber dormido y haber bebido copiosamente con sus amigos íntimos los últimos vinos, por un tiempo, en su país. Pocos fueron a despedirlo: era de madrugada y el tren no tenía el prestigio que hasta hoy conservan las partidas en avión. Comenzó en creciente el traqueteo, y el tren salió a la luz dejando la antigua estación que lucía magnífica con sus estructuras de hierro. La ciudad empezó a quedarse atrás y los primeros potreros empezaron a mostrar la mansedumbre de la tierra en comparación con el cordón de pobreza que inevitablemente circunvala la gran mayoría de las ciudades grandes dispersas por el mundo. A Carlos, la pobreza lo afectaba de sobremanera. Vivir en una de esas barriadas habría sido para él el peor de los castigos, un castigo que la humanidad se autoinflige. Jesús nació en un pesebre, pero no en la inmundicia. Todos los trabajos sociales lo llevaron a caer en la cuenta de que existe una pobreza degradante. ¡Pensar que le fue enseñado en las aulas que el ser humano debería habitar sólo en palacios, puesto que en ellos se habita en plenitud! Hoy, le parecía una burla vulgar. Había comprobado en un viaje a Lima que la miseria de una ciudad no tiene nada que la iguale. El sueño (también enseñado) de la polis como lugar de vida se le estaba diluyendo, cada año que pasaba lo veía más improbable; ya ni siquiera valía para ser escrito en las hojas livianas de un papel. Carlos dejaba con gusto la capital, no sin la esperanza de encontrar en el viejo mundo una ciudad equilibrada. «Anda a los cementerios generales y verás cómo ellos reflejan su respectiva ciudad», solía decirse con afectada voz de anciano.


Capítulo Primero

5

Trató de dormir. Se cambió al asiento opuesto al sol y apoyó la cabeza en la ventanilla. Todo su cuerpo era un cortocircuito, nada se le daba, su mente cambiaba de tema con rapidez abismal. Por primera vez sintió miedo, ese miedo que descompone el estómago y recorre todos los rincones del cuerpo, provocando espanto e incertidumbre. Logró pensar, a pesar del pánico que lo invadía, lo distintos que son miedo y cautela. Le hubiera gustado ser cauteloso, precisamente, en ese mismo instante. Carlos presentía que había un estado de percepción en el cual los sentimientos concurrían a favorecer el decurso del acontecer sin ser siempre disruptores, distractores de lo que estaba aconteciendo. Había tenido en ciertas ocasiones un sentido de unidad tal, que él mismo desaparecía en ella. Una vez, bajando la montaña nevada a unos ciento treinta y cinco kilómetros por hora, perdió el sentido del descenso y sencillamente sintió que se desplazaba por la pendiente sin hacer el menor esfuerzo, sin tener conciencia de la alta velocidad que llevaba. Habría podido perfectamente haber estado flotando, de cara al sol, en medio de una bahía, y hubiese sido lo mismo.


Cumbayá, jueves veintisiete de septiembre del 2007.

Cumbayá, martes veinticinco de septiembre del 2007.

El tren espacioso, los varios vagones que podían recorrerse, el largo del pasillo de cada uno de ellos eran coordenadas favorables para apaciguar la natural inquietud de Nicolás. Los aviones, en cambio, eran una tortura para él; el encierro, la imposibilidad de bajarse, el tamaño del baño, el comer encogido y apretado, el codo del señor del lado, el malestar reinante, en todos los sentidos, provocado por las inexactitudes de la cabina climatizada, formaban un conjunto que le indicaba

Voy a interrumpir. No me está gustando el nombre Carlos; no es por nada, pero me recuerda esos retratos de Carlos V en el museo del Prado de Madrid. Voy a cambiarlo por Nicolás. Voy a cambiar también el de Gabriela (me recuerda a Sonia Braga). Espero que Bárbara y Nicolás se mantengan inderogables en las noventa y seis páginas que faltan. Suena muy bien la pareja, aunque Gabriela y Carlos no lo estaban haciendo mal. Otra cosa; es cierto que la pobreza generada por el apiñamiento de personas en las barriadas que se instalan alrededor de una ciudad es, con respecto a la vida cotidiana, una de las más crueles, pero es obligatorio decir también que se encuentran allí gestos de solidaridad difíciles de encontrar en los barrios de mayor desarrollo, ubicados casi siempre en las partes altas, predominantes, como en el tiempo de los castillos feudales. Tengo tres veces la edad de Nicolás; no tiene la menor importancia; ni siquiera es cábala. Me asusta cuando miro la cantidad de libros polvorientos acumulados en las bibliotecas públicas o caseras. Una pared completa de libros tiene su gracia decorativa, pero huelen a pasado, a encierro. Si no fuera que esta novela es para mí un acto de vida o muerte, francamente no la escribiría. Seguir llenando el mundo de niños que luego muy pocos quieren cuidar; seguir aumentando el bagaje de libros que otros muchos no quieren leer, sea por malos, por falta de tiempo o por otras prioridades, es irresponsable desatino.


Capítulo Primero

Cumbayá, lunes primero de octubre del 2007.

6

Nicolás tenía un tic: se tapaba la boca cuando conversaba, adoptando una postura equivalente a la de El pensador. Siempre estaba observando a la gente a la espera de encontrarlo también en los demás. Nicolás era sumamente perceptivo por lo que tenía observada una verdadera colección de tics. Esta actitud le hacía sentirse ocioso, pero le ayudaba a soportar su propia e involuntaria situación. En el tren pudo agregar varios más a su ya profusa lista: una mujer que se enroscaba el pelo de la nuca con el dedo índice aproximadamente cada ocho minutos, y otro señor que se tiraba suavemente la oreja izquierda cada vez que veía una vaca en el paisaje –de seguro era un tic que sólo le sobrevenía en los viajes largos.

una vez más que la eficiencia del hombre puesta al servicio del ser puede estarnos traicionando. Es decir, cambiando los buenos momentos que de por sí traen los viajes, por situaciones parecidas a la de un hato de animales esperando turno en el matadero. Todo esto, si se dedujera por lo que se ve, ocularmente, en el conjunto de los desguarnecidos pasajeros.


Cumbayá, martes dos de octubre del 2007.

Nada puede ser más peyorativo que afirmar que una persona es bonita o fea; son adjetivos anodinos, flojos, desabridos, torpes, indefinidos, repugnantes. A la vuelta de su breve caminata, Nicolás reparó, primero, en que la señora era una joven de unos veinticuatro años y segundo, en que un halo de misterio cubría su rostro escondido bajo la forma simple de una manzana. Ella estaba, de coincidencia, mordiendo una manzana, como si estuviera lavándose los dientes con la crujiente pulpa, cuando nuestro joven pasó. Se quedó pensativo luego de sentarse. Descubrió que había varios asientos desocupados cerca de ella. Ella estaba en el asiento que da al pasillo. El tren había comenzado a esforzarse por la empinada falda de la cordillera. Era verano y sólo podía verse el resplandor de la nieve conservada en los picos más altos. La noche estaba clara aunque no podía identificar desde su ventana el lugar de la luna. Nicolás no había reflexionado desde que partió y ahora tampoco lo haría puesto que la imagen de la joven lo había capturado. ¿Por qué ella inconscientemente se arrimaba o, ella era consciente de su manía y disfrutaba el hacerlo solapadamente? Nicolás decidió buscar otra ocasión para levantarse, volver a pasar y mirarla de reojo. Quería mirar también al señor del asiento del lado. ¿Podría ser que ya estuviera creciendo dentro de él una ola incontenible de celos?

Había en ese tren una mujer que con su hombro rozaba casi imperceptiblemente el hombro de su compañero de asiento, y lo repetía hasta que éste, con un movimiento de vaivén, reacomodara su espalda; luego, cuando el señor volvía a acomodarse, ella volvía sutilmente a rozarle el costado. Cuando Nicolás se levantó a estirar las piernas entrevió que nuestra dama tenía la picardía estampada en la cara –algo de Charles Chaplin, mucho de manzana chilena– y que no era nada fea.


Capítulo Primero

Cumbayá, jueves cuatro de octubre del 2007.

7

Se levantó, caminó y pasó tan cerca de ella que le golpeó el codo que tenía apoyado. Al mismo tiempo cayeron al pasillo un libro, un par de anteojos, una almohadita y una lámpara clip a pilas; de inmediato se arrojó al suelo a recogerlos mientras sentía, sin poder evitarlo, cómo subía el rubor a su rostro. Por suerte está oscuro, pensó. El primero en mirarlo acusativamente fue el señor. Era un hombre bien plantado, maduro, correcto en apariencia, que se levantó del asiento disponiéndose a recibir de Nicolás los objetos de ella. Nicolás logró eludirlo. Ella, sin querer aparentar rudeza, le dirigió una mueca pulcra cargada de digno malestar. Nicolás le pidió disculpas a las que ella no reaccionó positivamente mirándolo con cara de borrega alpina.

Claro, es extraordinario: la vida se encuentra en todas partes llenando hasta el último rincón; es nuestro desenfadado desinterés el que va eludiendo la infinidad de llamados que «lo vivo» nos hace permanentemente. A Nicolás podían atribuírsele todas las taras que habitualmente se adjudicaban en esa época a un joven de veintiún años, pero que era un ser despierto, atento y sagaz, no cabía la menor duda. Al parecer, había descubierto la reina de corazones en un naipe sellado.


No quiero comenzar un drama; hay más que suficientes. Menos aún, una novela de amor que es, sin duda, el género más difícil. El amor, esa palabra acomodaticia, «comodín de muchos consuelo de pocos». La verdad es que no sé lo que quiero, fuera de que, a cualquier precio, debo escribir. Me parece un autocastigo por haber pasado años diciendo que soy poeta; en el pasaporte dice que soy poeta, esto resulta jocoso a la policía internacional, a mí, para nada. Escribir como antes, con una pluma de ganso, con tinta sepia en un tintero cuadrado de cristal con tapa de plata, bajo la luz de una vela, en medio de la selva negra, de las estepas transiberianas, o en la celda estrecha de una prisión. Debe ser extraordinariamente positivo escribir en prisión; resultaría adecuado a lo que ahora siento: la garra insustancial de la vanidad perversa. ¿Hay algo más noble que un poeta en prisión? O escribir como hace poco, en una Underwood, con sus largas teclas, que golpean, que imprimen su fuerza en el papel, que se encuentran varias y se atascan, con cinta entintada, con carro, con caja negra, con la imagen de Hemingway en la isla de Cuba, a la orilla del mar, con un whisky Jack Daniel’s, dos cubos de hielo para hacerlos tintinear, cajetilla de cigarrillos fuertes sin filtro, encendedor Johnson, una morena gentil, que te visite todas las noches, que entre por la ventana a las dos de la mañana, te mire, te bese; te incentive a seguir con el trabajo rudo que has asumido. Puede que todo esto sea reconfortante. Pero es duro escribir en una máquina fría que te permite corregir, que al apagarla al final de la jornada no queda nada, ningún testimonio. Hay máquinas bellas, elegantes como una hoja de papel en blanco, pero esas siempre son para jóvenes valientes y ejecutivos. Uno tiene que contentarse con una máquina grandota, anticuada, con funciones obsoletas, porque escribir no es trabajar, tampoco es diversión, menos función. Ya no existe el prestigio que existía en torno al escritor escribiendo; hoy, todo el mundo está escribiendo, frente a una computadora. Es el tiempo de las espaldas, nadie da la cara, y todos se molestan si son interrumpidos.


Capítulo Primero

8

Y por último, ¿cómo puedo ser un novelista con cierta continuidad, si no bebo ni fumo? No tolero las drogas, no sé comerme las uñas, sólo tengo una copa de agua mineral que simula, malamente, una copa de champagne frío y seco. Queda el café; el café negro, fuerte. Pero no debo tomarme la cafetera entera. Preparo una cafetera enlozada, de color azul, de medio litro, con seis cucharadas colmadas de café, un poco de azúcar negra y ya estamos, pero se acaba a la media hora y comienzo a sentir el síndrome de carencia como un estigma personal por el mero hecho de haber nacido; así lo creo. Las carencias; ¡cuántas carencias nos acosan día y noche! A veces pienso en la carencia de padre que el mismo Cristo padeció al sentirse abandonado. Última vez que me meto a escribir una novela, lo juro. ¿Pero qué hacer, por ahora, si no? ¡Vamos, ánimo, sólo faltan cuatro líneas para terminar la página! Tengo cierto entrenamiento en este tipo de cosas, de niño pasaba castigado escribiendo por las tardes, y no es mentira, casi todas las tardes de lunes a viernes, escribir cien veces cuando la falta era leve «no debo comportarme mal en clases», y trescientas si la falta era grave. Qué miedo tenía a la tercera de las tres categorías del pecado y de irme derechito al infierno. Amigos queridos, acabo de escribir ocho páginas, la misma cantidad que las que perdí; de ahora en adelante todo es progreso, ganancia, novedad para mí. Como si fuera adentrándome, al atardecer, de cara al horizonte, al vientre de la mar; nadando a un ritmo suave, alegre, aunque el sol quiera esconderse, antes espejea y transforma la inmensa incertidumbre del mar en un lecho. Si fuera realmente un hombre bravo, seguiría adentrándome; continuaría por esa senda abierta hacia unas nupcias desconocidas.


Tengo cinco hijos en distintas partes del planeta Tierra. Acabo de prometerles que les enviaré, vía mail, a medida que los vaya terminando, cada uno de los diez capítulos, de diez páginas cada uno, de que consta esta novela. Requiero llegar, ojalá esta noche, a terminar el primero y cumplir. ¿Por qué cuesta tanto cumplir lo que uno mismo se impone? Un esfuerzo más y estamos listos con el diez por ciento. Qué feroz debe ser vivir de la escritura y tener que enviar textos a un periódico o a algún editor para poder comer.

Nicolás la miró a los ojos, mostrando en los suyos un claro tono de súplica. Se moría de vergüenza. Se había puesto rojo hasta la raíz del pelo; no pudo evitarlo. Siempre su pudor extremo termi-

Cumbayá, miércoles diez de octubre del 2007.

Nicolás había sufrido, y sufriría toda la vida, de hiperkinesia galopante. Estaba absolutamente acostumbrado a sentirse culpable por sus desparramos. Puede ser que con los años se transformara en una hiperkinesia caminante, pero que ésta desapareciera y dejara de ser parte de sus características vitales era altamente improbable. La excesiva dosis de actividad básica con que la naturaleza lo había dotado o castigado –nada sabe al respecto– le hacía moverse a cada rato de un lado para otro, cambiar permanentemente de objetivo, de interés. Su concentración era nula en la mayoría de los casos, y a pesar de esto sacó durante su niñez las mejores calificaciones del colegio en que estudiaba. Luego, en la adolescencia, el mundo comenzó a venírsele abajo estrepitosa y decididamente.

Cumbayá, martes nueve de octubre del 2007.

Cumbayá, lunes ocho de octubre del 2007.

«Cómo quisiera que el mundo fuera nuestro, cómo quisiera que el mundo fuera azul, cómo quisiera tenerte entre mis brazos…» le resonó a Nicolás en el tímpano cuando oyó a la chica quejarse, en un inglés británico, escocés, por su reciente desatino.


Capítulo Primero

9

naba delatándolo. Sus amigos sabían que este era uno de sus puntos débiles y cuando el rubor se le subía al rostro, se burlaban de él. Nicolás, trataba de dominar este verdadero suplicio, solo, ante el espejo, pero no podía dominarse ni doblegar a este ya verdadero enemigo. Sufría lo indecible cuando quería sacar a bailar a una niña que le gustara, lo pensaba cien veces, y cuando ya se dirigía hacia ella, comenzaba a enrojecer y a dudar; mientras que otro pretendiente, se le adelantaba, y empezaba a bailar con ella. Él se quedaba mirando como bailaban y seguía enrojeciendo hasta cumplir con todo el ciclo, no más de cinco minutos, que para él era una eternidad. Más tarde se decidía a intentarlo de nuevo, pero ya se había tomado unos tragos que de nada le ayudaban, volviéndole la pista aún más difícil. Ella sostuvo su mirada con indiferencia. Los anteojos se habían quebrado por la mitad y los sostenía con la mano izquierda como si fuera mierda. Nicolás hubiese querido arrancar a perderse. Y ahí y así quedaron, paralizados, como si un muro de hielo los separara, a pesar de que seguían mirándose. En un intento desesperado por romperlo, Nicolás le quitó los anteojos quebrados de la mano con un movimiento brusco.


Volvió a su asiento, escarbó en su bolso, sacó un scotch, y como un celaje parchó los anteojos embobinándoles una montura en la unión. Volvió y se los entregó sin ninguna ceremonia. Ella se los puso y no pudo reprimir una risotada burlona. Nicolás lo había logrado, esa risa era el inicio de un diálogo; su carácter era uno de aquellos que nunca se dan por vencidos. Había intentado siempre reparar los desastres que resultaban de sus arrebatos. Para él, todo tenía solución, aunque esta no lo fuera para los directos afectados. Una vez hizo trizas el antiguo jarrón chino de su abuela. Desesperado, tomó una redoma de cristal, le echó dentro todos los pedazos rotos y la llenó con agua. Luego la puso sobre la mesita de la entrada, en el mismo lugar donde había yacido el jarrón desde que él tenía uso de razón. El jarrón era un tesoro de familia; su tatarabuelo lo había traído de China al dejar su puesto de embajador. Decían que el mismo emperador se lo había regalado en señal del especial aprecio que sentía por él. Su embajada, dicen hasta ahora, fue la única que tuvo acceso al extraño mundo imperial de Oriente. Era, sin duda, una obra de arte de mucho valor desde el punto de vista que se lo quisiera mirar. Cuando entró la abuela a su casa, al principio no reparó en la permuta, más bien miró con cierto agrado el nuevo elemento que se presentaba ante sus ojos como un misterioso artilugio. Nicolás permaneció agazapado en el baño de visitas, con la puerta entreabierta. Él esperaba a su presa, pero para ser enteramente devorado por ella. Su abuela tenía un carácter demoníaco. Su belleza era sumamente desconcertante, y un niño como él no estaba preparado para oír salir, disparado, de aquella boca contorneada de rouge, semejante alarido. Su relación con la abuela se enfrió para siempre. Nicolás se sintió a gusto con lo burlón de la carcajada, no con la carcajada misma, puesto que no tenía familiaridad con el humor, aunque sí con la ironía. Los anteojos se veían fatales y le dieron ganas de volver a repararlos. Prefirió guardar distancia (por suerte) y decidió sentarse en el asiento libre al otro costado del pasillo.


Fin del Capítulo Primero

10

Ella estaba vestida con el uniforme de la juventud europea de los años sesenta. Él también, aunque se le notaba un poco más inseguro con su notable criollismo. Ella, luego de reunir los tres elementos que le permitían leer, se puso a hojear la novela. La tenía dulcemente posada en su regazo como si fuera un gato o un bebé recién nacido. Nicolás interpretó este gesto como un signo de paz, lo que le dio fuerzas para intentar leer el título y continuar con este supuesto diálogo. Después de un rato, lo logró; ella estaba leyendo nada menos que El hombre sin atributos de Robert Musil; ergo, era una intelectual. Nicolás, haciendo alarde de superioridad, a pesar de su escasa cultura, y de que jamás había podido terminar un libro, le dijo que ese libro, ése en especial, era requete interesante, recontra bueno. A continuación, le preguntó cómo se llamaba. Ella hizo como si no hubiera entendido. No hablaba español. Se alisó el pelo como suelen hacerlo casi todas las mujeres que acaban de caer en la cuenta de que están siendo admiradas. Sí, estaba siendo admirada por Nicolás. Algo vio en ese instante que lo cambió de dimensión, de lugar, de posición en este mundo, dejándolo suspendido en la nada, levitando, como lo haría tal vez, un monje tibetano en francas vacaciones. Por fin, su inconsciencia, en menos de un cuarto de hora, lograba su segundo triunfo. Se llamaba Bárbara, nombre que se pronunciaba y pronunciaría durante toda la novela, «Bárbra».


2



Cumbayá, lunes quince de octubre del 2007.

Cumbayá, jueves once de octubre del 2007.

Corría en esa época la versión de que lo único que querían de las mujeres la mayoría de los jóvenes, era aprovecharlas sexualmente. Esta versión era enseñada por algunos padres en varios colegios. La sexualidad estaba desprestigiada, era superficial. En el mundo religioso era claramente pecaminosa y estaba en boga la idea de que al matrimonio había que llegar virgen. Esto de virgen se aplicaba con mucho más rigor a las mujeres que a los hombres; en realidad, respecto a la de los hombres se hacía la vista gorda. Hacía un par de años que la pildorita anticonceptiva había debutado en Sudamérica. Todavía su uso era una amenaza y estaba teñido de todo tipo de temores: podía provocar cáncer, esterilidad, atroces efectos secundarios; podía comenzar a crecerles barba, y por ella serían reconocidas como sus usuarias y al ser descubiertas serían expulsadas del colegio, del grupo social, de la familia. La sexualidad era un drama; alrededor de ella reinaba el terror y, en su defecto, un continuo y pavoroso temblor. Nicolás encontraba sumamente injusta esta caterva de idioteces. Él creía, y no porque se lo hubieran enseñado, que el amor y el sexo iban de la mano; que pertenecían a un todo; así

Bárbara siguió jugando con las hojas de su libro. El pasillo era lo suficientemente ancho para aislar al uno del otro. Nicolás cayó en la cuenta de que tendría que volver a vencer su cortedad de genio. Él no podía naturalmente acercarse y entablar una conversación de corrido con ella; pensaba que tenía que haber una razón válida también para ella, para que esto sucediera, y en esta búsqueda se quedó largo rato en actitud de estar meditando algo trascendental. Él esperaba que ella lo mirara y lo viera en este trance; a lo mejor, podría llegar a pensar que él era profundo, serio, y que no andaba detrás de ella con el fin de acosarla, de acostarse con ella o algo similar.


Capítulo Segundo

Cumbayá, martes diez y seis de octubre del 2007.

11

Bárbara parecía dormitar con los ojos cerrados, puesto que no respondía a las miradas de reojo que Nicolás le enviaba de tanto en tanto. Nicolás, con una premura vertiginosa respecto al desarrollo de los hechos que conformaban esta nueva relación, había transformado su cabeza en un hervidero monstruoso de posibilidades. La sometía a infinitas alternativas. Múltiples caminos se le aparecían en su afiebrada mente. ¿Me habré enamorado, se decía, sin poder creerlo?

también, veía unidad entre el cuerpo y el espíritu. Nunca quiso aceptar la invitación reiterada de algunos amigos de «ir a putas»: lo encontraba terrible, sentía piedad por esas jóvenes mujeres que se ofrecían por dinero. Para él acostarse era un acto que sólo debía cumplirse con la mujer querida, y esta no era otra que la mujer que amaba. Él, detestaba la manera victoriana que había visto en la generación precedente, modalidad en la que la señora es para tener casa y familia, y la amante para disfrutar. Detestaba la enorme mentira que encubría esta manera de actuar. Mentira que envolviendo todo el entorno perjudicaba sobremanera a la familia.


Un tratado del amor es lo que a continuación quiero escribir; a sabiendas de que cada cual ha de aprender la lección por sí mismo. Un tratado, sí, como el Tractatus Logico-Philosophicus; un magnífico tratado del amor que los jóvenes, a lo mejor, hasta podrían llegar a tener como libro de cabecera. Una fascinante historia de amor, «Bárbara y Nicolás»; así de simple, como la de Doctor Zhivago, pero en definitiva, mucho más corta. ¿Habrán visto la película los jóvenes de hoy, o leído la novela? Lo más seguro es que no. Hay en ella demasiada lentitud para los tiempos presentes, casi no pasa nada fuera de la Revolución rusa, de la aparición estelar de Julie Christie y Omar Sharif, de la insostenible belleza del frío, de las extensas estepas nevadas de la Siberia, de la puesta en juego de ciertos ideales, de los besos cálidos entre pieles. Pero, ¿qué debo contar? ¿Cuál es el gran diálogo del amor; uno que no sea retórico, meloso, pedante o nostálgico? ¿Cómo dar en el clavo yo, un simple ciudadano que se acerca a pasos agigantados a su probable último cuarto de siglo de vida, y sigue tan inquieto con respecto al tema como cuando tenía una veintena? No puede ser que haya escogido un tema tan difícil. Es probable que el tema me haya escogido a mí; ojalá así fuera. La sola palabra amor me produce escozor en el estómago. ¿Cómo puede ser posible que me alegre de que termine el día de trabajo, y pueda entonces, al día siguiente, poner el lugar, el día, y la fecha y ganar así tres reglones? Si calculamos, una página diaria por tres líneas, son trescientas líneas en cien páginas, y a unas cuarenta y ocho líneas por página, tendríamos ya ganadas seis páginas y un cuarto, es decir, el seis coma veinticinco por ciento de esta novela de las «cien páginas». Y, si le sumamos, además, las cien líneas que ocupa la numeración de cada página, nuestro promedio sube –ipso facto– al ocho coma treinta y tres por ciento. Son cien, sí, como en Cien años de soledad, o en La guerra de los cien días, o en Cien sonetos de amor.


12

El viaje ya había ingresado al reino de la noche que, querámoslo o no, todavía existe. Nada se veía por las ventanas, fuera del fugaz paso de una que otra insignificante luz.

Cumbayá, jueves diez y ocho de octubre del 2007.

Capítulo Segundo

Bárbara y Nicolás, imperceptiblemente, habían comenzado a construir un tenue vínculo que les hacía sentir la presencia del otro como una suerte de halo cobijante. El movimiento acompasado del tren les ayudaba a percibir que el tiempo transcurre de instante en instante. Ligeros, se disponían a buscar, tantear, acercarse, entretenerse; y a lo mejor, hallarse y vivir ese momento puro que es el encuentro. Encontrarse en múltiples puntos, como sucede cuando dos esferas que se tocan en un punto comienzan a girar en distintas direcciones sin desligarse. Ir cayendo en la cuenta de que hay infinitos puntos de contacto que pueden ir resultando, en su mayoría, afines.

Cumbayá, miércoles diez y siete de octubre del 2007.

No me soporto, es pura neurosis, no soy escritor, no puedo escribir bajo esta presión. Me duele la cabeza. Es que la poesía es más austera, todo se define en una frase como: «Sólo es tuyo lo que has regalado». Pero debo, me es perentorio continuar, seguir, seguir escribiendo.


Cumbayá, domingo veintiuno de octubre del 2007.

Bárbara sabía que no se dormiría así no más. Sus inquietudes existenciales la habían llevado a América del Sur. Europa se ordenaba cada vez más y ella sentía que había poco que hacer fuera de enrielarse. Existía la posibilidad de trabajar medio tiempo y vivir cómodamente con ese ingreso; y en el mejor de los casos, dedicar el otro medio tiempo a alguna afición. Pero Bárbara no había descubierto todavía cómo pasar su tiempo libre de una manera que le satisficiera. Por esto, prefirió trabajar a tiempo completo y luego de un semestre, con sus ahorros, viajar. Viajar era una opción que se había abierto a principios de la década, sobre todo a los jóvenes de los países más desarrollados; la conversión de su moneda fuerte les era más que favorable en países llamados despectivamente «tercermundistas» o «subdesarrollados». Así, una parte del mundo quería ir a la otra, y la otra a la primera. Había una cierta simpatía en los adultos hacia este movimiento que no había sido posible en su generación. Por eso no era extraño encontrarse con personas mayores que favorecieran este ímpetu. No se sabe por qué (nunca se sabrá), pero Bárbara se paró de su asiento, se disculpó, pasó al asiento libre, y oronda, se sentó junto a Nicolás como si nada hubiera pasado. Por fin nos encontramos ante algo que puede fructificar con respecto al desarrollo de esta novela.

Nicolás buscaba en lo oscuro, la manera de que ella dejara su lugar y se sentara en el asiento contiguo. Para él, uno de los más grandes placeres era estar con una mujer tomados de la mano en la oscuridad; esa sensación de compartir las emociones que siempre existen en lo sombrío, en los viajes nocturnos, en el cine, en algún sillón, con luz apagada, en una noche clara, frente a alguna ventana quieta, orientada hacia la cordillera reflejando paciencia en sus puntas nevadas. Algo de miedo, de sorpresa, de acurruque, de protección mutua, de amparo.


Capítulo Segundo

13

Al fin se sentaron juntos. ¿Cuántas veces en la vida nos hemos querido sentar junto a alguien? Seamos verdaderos; ¡cuánta excitación existe en este simple y pedestre hecho! El uso reiterado de la palabra novela me ha hecho desconfiar de ella; lo que tengo presente es que algo tiene que ver con «nuevo». Por curiosidad y tedio, me voy al diccionario empastado, grande y pesado de la lengua española; por su presencia con respecto a otros libros, hay días en que supongo que dice la verdad, he aquí su juicio: «1. Obra literaria en que se narra una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores por medio de la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, pasiones y de costumbres; 2. Hechos interesantes de la vida real que parecen ficción; 3. Ficción o mentira en cualquier materia». Me parece que la más interesante de estas tres definiciones es la novela como ficción. El famoso verbo fingir. ¿No fingimos, a cada rato, como si fuéramos actores de una comedia? ¿No aparentamos lo que no somos o lo que nos gustaría ser? ¿No idealizamos nuestra propia vivencia? ¿No simulamos como si el acontecer fuera un simulacro? ¿No será que estoy aparentando ser un novelista, el que a su vez, escribe apariencias?


El final de la página trece propone todo un tema que me hace derivar, entrar en la caverna de Platón, en las sombras, en la luz, en el escenario de la realidad. ¿Qué hacer? Nicolás fingía quietud de espíritu, simulaba estar dormido, cuando en estricta verdad apenas dominaba su mano. La tenía tan cerca de la mano de ella que al menor descuido, de cualquiera de los dos, sus manos terminarían unidas. Tomarse la mano no tiene nada de ficción. Es un acto que comienza en la infancia cuando estamos aprendiendo a caminar, a cruzar la calle, a subir, o a entrar al mar y enfrentar las olas. Un lance interesante, en este contexto, sería a lo mejor que Bárbara, habiendo conseguido una visita privada con el Papa, junto con besarle el anillo, le tomara la mano y no se la soltara hasta que los guardias papales decidieran lo contrario. Nicolás, aunque le hubiera gustado atreverse, no estaba contra el mundo. Había obtenido ciertos logros en diversas materias, pero desconfiaba de muchos de los valores que le habían inculcado en su niñez. Estudiar una profesión rentable parecía de lo más normal en un medio donde las cosas disponibles había que obtenerlas sí o sí. Pero Nicolás cavilaba, en qué vida sería aquella, que junto con estar haciendo algo que verdaderamente le gustara, le produjera lo suficiente para, entre otras cosas, tener un par de autos, casa propia, casita en la costa, refugio en la cordillera, campo no tan chico, viajar de tanto en tanto al viejo continente, o en su defecto, al nuevo, educar a sus hijos en colegios privados, no pertenecer a ninguna institución gubernamental de bienestar social, pertenecer a lo menos a dos clubes, no me refiero a los de fútbol, sino a los de golf, los de polo, de la Unión, de bridge, etc. Nicolás no estaba de acuerdo, a pesar de que su abuelita todos los domingos después de misa, le dijera: «Mijito, la plata no hace la felicidad, pero por Dios que ayuda». Bárbara tenía tres o cuatro años de diferencia; además, sí es correcto lo que muchos afirman, que las mujeres maduran antes que los hombres; esta diferencia, en Sudamérica, la hacía entrar en la


Capítulo Segundo

Cumbayá, lunes veintidós de octubre del 2007.

14

Bárbara pareció leer el deseo que se dibujaba en el aura de Nicolás, y desplegando su más sentido y profundo espíritu maternal, posó dulcemente su mano sobre la de él, que yacía aferrada al brazo del asiento; así, quedó la izquierda de ella sobre la derecha de él. Nicolás, sólo logró soltar sus cinco dedos del brazo de madera; no se atrevía a dar vuelta su mano para quedar palma con palma, yemas con yemas, en igualdad de condiciones. Las manos esculpidas sublimadas por Rodin; las tristes pintadas por Kingman; las pulcras que delataron a un rey costándole la vida; las manos de pianista que se reflejan en la tapa abierta del piano apareciendo como el baile nupcial de dos arañas de distinto sexo; la del padre que cubre la cabeza del niño como un signo de amplio cariño paterno; la «mano negra» del mal; las manos en el baile; la mano del director de orquesta que no sostiene la batuta; la «manito de guagua» que aprieta el dedo del adulto y que define también al avaro; la mano de Nicolás sobre la de Bárbara como el gallo en la gallina. Y para los chilenos, el dedo índice de dos presidentes, uno de derecha y el otro de izquierda, ambos apuntando de la misma manera, con la misma mano, al mismo pueblo.

categoría de una mujer vivida. Bárbara era europea, lo que venía a agregarle un par de años más, haciendo que la diferencia real viniera a representar unos buenos siete años. Claro que a Nicolás le gustaba que pareciera un tanto mayor; hablaba bien de él, no era un mocoso para ella, era un hombre, hecho, derecho, y de pelo en pecho.


Cumbayá, martes veintitrés de octubre del 2007.

Las manos que requieren la contraria para establecer el máximo contacto y entrelazar armónicamente los dedos del mismo nombre; en el baile, la izquierda del hombre con la derecha de la mujer. Los labios no son así. Cuánto podríamos aprender sólo del hecho de observar las manos, casi siempre a la vista; siempre entregadas. Nicolás giró un poquito su cabeza al lado izquierdo y hacia abajo, para ver, además de sentir, lo que estaba sucediendo. Era una mano fuerte y hábil, lo que le hizo suponer que ella podría ser zurda. Recordó al instante lo mucho que había sufrido de niño cuando lo obligaron a escribir con la derecha; el siniestro prejuicio cultural que duró hasta el año cincuenta, año en que recién comenzó a plantearse la posibilidad de que los zurdos pudieran ser zurdos en toda la gama de su «zurdidad». Los zurdos tuvieron que sobreponerse a la estigmatización; saber defenderse, también de ellos mismos, de la creencia generalizada de que ser zurdo constituía una aberración. Les era obligatorio aprender a utilizar cualquier instrumento, puesto que el cien por ciento de los utensilios estaba hecho para la diestra, a escribir levantando el codo para no pasar a llevar con el brazo la tinta fresca y manchar el cuaderno, la ropa y la honra; porque un zurdo andaba todo el tiempo con el dorso de la mano entintado, lo que venía a significar que estaba sucio, entonces el niño, era sucio, desordenado, cochino. Nicolás, era un experto en la materia, pero gracias a Dios, pasado un par de años de enseñanzas para transformarlo en diestro, lo dejaron ser. A pesar de esto, le quedó grabado el sentir que su mano no era del todo normal. El pie, en cambio, siempre dio lo mismo. En casi todos los deportes de conjunto, ser zurdo era una ventaja por el factor sorpresa que provocaba en los adversarios que estaban acostumbrados a los diestros, es decir, que las cosas vinieran por la derecha. En el polo tenían un hándicap (en contra) ya que no podían usar la chueca con la mano izquierda para que ambos jugadores de equipo contrario no pudieran pegarle a la pelota


Capítulo Segundo

15

por el mismo lado y en sentido contrario; asunto que provocaría una peligrosa colisión de chuecas. Nicolás, al comienzo, alegaba por qué no cambiaban de mano una vez los zurdos y otra los diestros, a lo que los diestros le respondían que ellos eran mayoría, como el noventa por ciento más, y porque no dejaban de molestar y formaban ellos dos equipos con ocho zurdos. No era fácil encontrar ocho zurdos que supieran jugar polo, por lo que siempre Nicolás tuvo que cambiar de mano y jugar con la derecha y nunca llegó a ser un buen jugador. Lo mismo pasaba con las competencias de «gallitos», en las que se hacía fuerza, enfrentados, con los codos apoyados en la mesa, con las manos derechas aferradas hasta hacer llegar la mano del otro a la cubierta de la mesa. Aquí era más fácil exigir competir también con la mano izquierda, pero el campeón final siempre era el que ganaba con la derecha. Ser campeón con la zurda no significaba nada. Total, decía Nicolás, mayoría manda. Se crió con este concepto, pero a los quince años se rebeló contra él y comenzó a sentirse orgulloso de ser zurdo. Él inventó que cuando dos zurdos se encuentran un día lunes trae buena suerte, pero si son tres, hay que saltar de júbilo. Nicolás volvió a preguntarse si Bárbara era realmente zurda, porque ese día, curiosamente, era un lunes. No quería interrumpir el juego de las manos que habían iniciado. No quería introducir la palabra y desconcentrarlas, parecían tan independientes –como se montaban y desmontaban a su propio arbitrio–; decir algo hubiera sido insensatez.


Años importantes fueron los sesenta. Qué afirmación más estúpida, como si fuera posible la existencia de un año sin importancia. Comencemos de nuevo esta página. Los sesenta fue la década de la juventud. Se llegó a hablar del poder joven, tal como se habla hoy del temible poder amarillo. Es cierto que los jóvenes producían cierto temor cuando con todo desparpajo se desnudaban en una plaza o en un parque público y comenzaban a hacer el amor a vista y paciencia de todos los transeúntes que volvían al trabajo después de la breve colación del mediodía. Bueno, no en cualquier plaza o parque del mundo; tenía que ser: en el hemisferio norte, en un país no latino, en verano, y muy rápido, porque muy luego llegaban las fuerzas policiales con su contundente discurso: «por la razón o la fuerza». Discurso que, por simple coincidencia, también es el lema del escudo de la nación chilena. Iban, los dos, en su tren, tomados de la mano mientras anochecía, callados, ella del hemisferio norte, él del hemisferio sur, incomparables, ambos zurdos, de sexos opuestos, menores de veinticinco años, bellísimos los dos al igual que todo el mundo, románticos todavía, con ideales todavía, ciento por ciento presentes todavía, sin sospecha del miedo todavía, en dos palabras, irresistibles y omnipotentes, todavía. Si la omnipotencia se diera o sólo se acercara al ser humano, en alguna edad de su breve vida, la edad de Bárbara y Nicolás sería la precisa. Nicolás le puso su chaqueta sobre las rodillas, como una retribución al acto de la mano, que permanecía sobre la suya, aún sin consumarse, en la paz del Señor. Se cuenta que es de esa época el invento de hacer el amor con las manos; y que podía ser tan fuerte la emoción, que algunos llegaban a las cimas mismas del placer.


Capítulo Segundo

16

Nicolás era especial. De nuevo con la tontera. ¿Hay alguien nacido de vientre de mujer que no sea (bellísimo), especial, singular, único, absoluto e irrepetible? Nicolás, cerró los ojos y se dejó ir. La vibración del tren lo acunaba, al igual que cuando niño, lo arrullaba el sonido que emitía la máquina proyectora, al rodar la película súper ocho, engranando en el engranaje dentado. Su padre le pasaba películas para que se durmiera; este era su sonido preferido, y al recordarlo, temió esta vez quedarse dormido y deshacer el conjuro que lo tenía cogido. Por esto, zonas enteras de su cuerpo se pusieron alerta, como si un llamado de emergencia las hubiese despertado. Su piel estaba erizada, «piel de gallina» la llaman en el Cono Sur. Todo su cuerpo se puso tenso, como si fuera a correr una carrera de descenso. Le hubiera gustado mantener la calma, dejarse llevar por la inercia del tren, no ser él quien tomara la delantera en la acción, y tampoco ella, sino una fuerza ajena, imparcial; inequívoca.


Cumbayá, martes treinta de octubre del 2007.

Cumbayá, martes veintinueve de octubre del 2007.

Le hubiera gustado que este viaje en tren fuera en el mítico Transiberiano, y que el trayecto durara semanas, y que pasaran en él una infinidad de cosas, algunas madrugadas, otras noches, y soberbios atardeceres. Cruzar, en el sólido caballo de hierro, las extensas estepas del mar interior de Rusia. Cruzarlas, no solo, sino con Bárbara, junto a ella; hecho uno con ella. ¿Por qué, no podía realizar lo que estaba, ahí, en ese momento, sucediendo, puesto que estaba nada menos que cruzando la famosa cordillera de Los Andes? Claro que él la había visto, desde su ventana toda su vida; podía sentir el aroma de las nieves cada mañana de invierno, cuando abría de par en par la ventana que daba al oriente, por donde salía el sol. Estaba atravesando América, del poniente al oriente, desde el Pacífico al Atlántico, con Bárbara sentada plácidamente a su lado. A él, las imágenes pasadas se le instalaban en su mente sin alguna razón reconocible. Empezaba a verlas como si estuvieran en una pantalla de cine, y él, jugando el rol de un mero espectador. Ahora, en este preciso instante, veía las manos de un director de orquesta dirigiendo música moderna, y veía como la mano izquierda de éste, en la que no sostenía la batuta, gesticulaba infinitamente más que la otra, en la cual, la batuta, parecía la prolongación del dedo índice. Con la primera orientaba a los músicos hacia un mar de cadencias, y con la segunda, enviaba órdenes y movimientos de mando que implicaban obediencia absoluta. Nicolás, luego de esta ensoñada visión, se vanaglorió, una vez más, de ser zurdo. Desde muy niño dirigía con uno de los palitos de su tambor la banda militar de la plaza, y lo hacía con tal devoción, que los músicos uniformados, reunidos bajo la concha acústica, lo seguían a él

Nicolás, amaba el aire libre por sobre todos los ambientes cerrados, y en su defecto, poder abrir cada ventana por donde se colara el mundo exterior al interior y lo recreara.


Capítulo Segundo

17

con un tono festivo, dándole a las marchas un sabor entre zamba y bossa nova. Iba a la Plaza de Armas todos los domingos al mediodía; un panorama que por ningún motivo podía perderse, y si no, dirigía al orfeón de carabineros, tocando el tambor, y si no tocaba el tambor, bailaba, y si no bailaba, marchaba hieráticamente al son de los acordes de la música marcial, y si no marchaba, se ponía a llorar a mares. Todo esto pasaba por su cabeza mientras Bárbara lo observaba extrañada. Tal vez, fue la aguda mirada de ella la que lo hizo volver al tren. Él, la miró desconcertado; como diciendo ¿quién eres y a qué te dedicas? Es probable que siendo pasada la medianoche, la lucidez de ambos dejara bastante que desear; el hecho es que ella, adivinando, le contestó la pregunta que él no le había formulado. Bárbara acababa de terminar sus estudios en Antropología, era escocesa, de madre inglesa y de padre irlandés, y viajaba sola, siguiendo una tradición isleña. Sabía disparar el arco, montar a caballo, nadar en aguas frías; medía un metro setenta, hablaba tres idiomas, y luchaba cotidianamente contra un escepticismo que se le había adherido como un colorido parásito. Ella luchaba en su contra a brazo partido. Encontraba que ser escéptica era la encarnación de una muerte odiosa y lenta del eros.


Cumbayá, miércoles treinta y uno de octubre del 2007.

Con qué gusto dejo pasar algunos espacios en blanco. Es que les prometí, a mis cinco hijos, mandarles a la brevedad un segundo capítulo de esta novela todavía sin nombre, y que debe tener, como el primero, diez páginas. Esta regla es el fruto de una neurosis galopante que se instala en personas mayores de sesenta años que piensan que tienen cosas pendientes por hacer. Qué lástima que el mail desfigure la composición de las páginas; sé que hay una manera de que esto no suceda, pero estoy reñido con la tecnología y no quiero pasarme horas intentándolo. Me encanta la pulcritud de una hoja de papel en blanco, y si por algún motivo se va a intervenir, creo que hay que hacerlo encaminado hacia una pulcritud equivalente. Cada vez que uso la palabra «pulcritud» se me viene encima la palabra «delicadeza» y, de inmediato, la frase: «Por delicadeza perdí mi vida». No quiero perder mi vida dándole curso a las pequeñas manías, a los sepulcros blanqueados, a las fachadas, a la esmerada retórica que al fin de cuentas no dice ni deja de decir, al aseo cotidiano que hacemos escondiendo la mugre bajo la alfombra. Es cierto que me encantaría poder escribir una novela pulcra como una patena, y en la cual, hasta yo, pudiera reflejarme. Hay veces en que pienso que esa perfección hay que entregarla al mundo de las abstracciones y sólo contentarse con lo que se presiente como bueno. Para mí, bueno es un pan fresco crujiente con una taza de café a las siete de la mañana, en la mitad del mundo, junto a Dolores; a lo mejor, un poco antes, cuando la luz del amanecer todavía no ha culminado, y los pájaros sintiéndose seguros, trinan que es un contento. Antes de ayer, fui a una lectura de poemas anunciada con el título «El poeta y su voz»; cosa extraña, el lugar estaba lleno y reinaba un silencio sacro. El poeta suscitó aplausos cuando en un poema se refirió a su mujer con ternura y pasión; luego, siguió el silencio del público y la voz del poeta, ambos juntos, hasta el final. La poesía, ese arte que pareciera interpretar nuestros sentimientos más profundos; que pareciera


Capítulo Segundo

18

ser capaz de decir lo que no nos atrevemos por temor a parecer afectados, melindrosos, vulgares o atrevidos. La poesía, esa pasión que ha llevado a tantos poetas a ser amantes y súbditos de esa otra pasión que es el vino y todo lo que le circunda. He aquí un recuerdo, un testimonio pasional encontrado entre las hojas de un libro: Me desperté con una frase en la punta de la lengua, sonora, entera y perfectamente lúcida: «Hay que andar con la edad de la mano; los años no pasan de largo, sólo van cumpliéndose, sin prisa ni premura». Parecía simple, pero todo el proceso de anonadamiento que estaba padeciendo desde hacía ya una década venía de la no aceptación de esta sencilla realidad. Es que estaba desde hace un tiempo sumido en el vino. Aunque se tratara de uno bueno, generoso y noble, no dejaba de ejercer su dominio sobre la gran mayoría de mis percepciones. Poseía un poder como el que conlleva la dueña de casa, que sin ser autoritario es de naturaleza elemental con carácter de absoluto. El vino que se deja beber placenteramente, día a día, almuerzo y comida, desde el mediodía hasta la medianoche. Buenos vinos conversados hasta el éxtasis; soberbios vinos bebidos en eufórica abundancia con los –también– buenos amigos.


En este encuentro de puras cosas buenas no es que el resultado fuera, en consecuencia, bueno, o que por último, se dialogara sobre algo del todo inusual, especial, o singular. Se conversaba en torno al vino, bajo sus inigualables efectos que ensalzaban la amistad. Creo que de esa costumbre nació, al parecer, la cariñosa expresión: «¿Un vinito?». Estar sumido en el vino no significaba estar ahogándose desesperadamente en sus vaivenes. En cambio, sí llevaba fácilmente a motivar risas desarticuladas, burlas, ironías innecesarias y proyectos fantasiosos; casi siempre, el problema comenzaba a suscitarse después; cuando había que recordar lo sucedido y hacerse cargo de ello. Si además le agregamos el factor edad, asunto que comienza a plantearse con fuerza y rigor a los cuarenta años, este detallito se nos viene encima en plena madurez; para mi gusto, demasiado pronto. Entonces, sí que caí en la cuenta, ineludiblemente, de que tenía por delante un cuadro patético, ya lindando en lo amargo y en lo que algunos llaman «desesperado», es decir, en pocas palabras, sin esperanza. Aunque parece que nada pasa, como cuando uno no se da cuenta de que se está quedando calvo y ya posee, en vez de moño, una doña tonsura, hasta que, de súbito, en un ascensor entero recubierto de espejos mira hacia arriba y ¡ay! la pelada aparece reflejándose radiante e impúdica, como una suerte de sexo de procedencia rara que en nada se asemeja con la tonsura de los antiguos curas que era toda dibujada, fragante y hasta a veces santa, mucho pasa. (Parece que estoy amargándome, ¿por qué será?). El vino y la edad van haciéndose –con el tiempo– cómplices inseparables, se introducen como «Pedro por su casa» en el laberinto psíquico de nuestra nada inteligente mente. Se pasean por ella con el garbo y la displicencia de los que se hacen dueños de lo que no les pertenece. Es que el vino no es «alcohol» ni lo será nunca, él no provoca el alcoholismo, ni crea alcohólicos vinolentos; no,


Capítulo Segundo

19

bajo ningún punto de vista: crea «amantes del vino»; condición elegante, apreciada, fina. Le vin rouge, Oh mon vieux! Además, es refugio de pobres, muy pobres, como lo son los acomodadores de autos de cierta edad que juntan las propinas para ir a tomarse una «cañita» al bar, o en su defecto, para comprarse un litro de vino en caja y bebérselo a escondidas, a la hora de las doce, bajo un árbol, en un banco de la plaza más próxima. Luego, muy luego, se hace presente la edad, la mayoría de las veces expresada sin ningún refinamiento, en años; la que tanto celebrábamos y queríamos alcanzar y sobrepasar en nuestra juventud, para luego repudiarla con agrio encono, olvidando los valores vividos en la rara pubertad, en la radiante juventud, y luego en la omnipotente madurez; omnipotencia que dura «lo que dura un pedo en un canasto de mimbre». Es la edad, con ese exquisito y sádico cálculo que algunos conocemos, la que ansiosa tortura a la mente conjugando los tres tiempos; priorizando el pasado y mucho más aún, el futuro; y, otra vez, el vino viene a salvarnos de la depresiva sorpresa que es la edad, envolviéndonos, enmascarado, en una nube de sopor, olvido, e inconmensurable lejanía. Bueno, aterrorizado, en la medida en que escribía estas líneas empecé a pensar que podría llegar a ser uno de esos miserables acomodadores de automóviles, odiados, con muy contadas excepciones, por todos los automovilistas. Yo, el poeta, ojalá maldito (siempre y cuando lo fuera al modo de Baudelaire, Nerval, o Rimbaud), pidiendo plata a la gente poderosa, en la luz roja del semáforo Presidente Riesco con Isidora Goyenechea.


Y, para peor de los males, que de repente parara la Macarena (u otra similar), que en vez de darme unas monedas, o un billetito, me reconociera a pesar de mi avanzada edad, mi gorra de cadete de la escuela militar ligeramente caída hacia el ojo izquierdo, mi trapito de cuero de ante colgando coqueto en el hombro también izquierdo y, que me saludara, desentendida, con un estereotipado «hola» con un dejo de «halou», al unísono, que aserruchara su Jaguar verde inglés, o mejor aún, rojo concho de vino, dejándome lleno de nostalgia, envuelto en una bocanada de fino smog. Simplemente, la sola idea, me mata de vergüenza ajena. ¿Pero sería tan grave morir de vergüenza? No, en absoluto; el amor al vino es silente, silencioso, soberbio y sobremanera sutil. Un día de invierno, escribiendo acompañado de una bella copa llena de un vino ámbar, seco y helado que traslucía la intimidad de la salita, y que cuyo exquisito sabor me llevaba a rellenarla de tanto en tanto, haciéndome bajar –a cada rato– al refrigerador donde guardaba la botella, me pregunté en un intervalo, qué sería esto de llegar a viejo, dado este inefable amor al vino, con la persistente incertidumbre que traía consigo como mi propia sombra. Incertidumbre que comenzaba a manifestarse a la tercera copa y que al final de la botella desaparecía –por algunas horas– junto con mi voluntad, coraje, prestancia, elocuencia y lucidez. Incertidumbre primero, por andar con olor a trago en horas después de almuerzo, segundo, por sesear y tartamudear cuando me encontraba con alguien por azar, y tercero, un temor al «qué dirán» que nunca dejaba de fustigarme. Pero, de inmediato venían a mi memoria las historias positivas sobre el vino como la de aquel rey que adoraba las uvas y que un día decidió guardarlas en el fresco sótano del palacio en unas tinajas de greda para conservarlas y prolongar así sus degustaciones por algunas semanas más después de la cosecha. Pasado un tiempo, las uvas que quedaron fermentaron emitiendo un aroma fuerte y extraño que hizo creer al rey que se habían convertido en veneno, y de inmediato advirtió al harem del peligro que corrían si lo probaban. Pero una de sus concubinas que hacía tiempo que


Fin del Capítulo Segundo

20

no había sido solicitada, decidió envenenarse para quitarse la vida y bebió de un sorbo un copón del cual rebosaba la pócima prohibida. A los pocos minutos enloqueció de gusto y alegría, y plena de euforia llenó una jarra para el rey y partió bailando a su alcoba. Cuando él la vio en ese estado de exultación no pudo resistirse y probó el insólito brebaje que ella le ofrendaba. Muy luego comenzaron a danzar, a reír y a amarse con una pasión que hacía tiempo había desaparecido en ellos. Así, volvieron a ser amantes, y de ahí en adelante, cada año, el rey le encomendó la tarea de hacer esta mágica pócima llamada, con el pasar del tiempo, «vino». ¿Se imaginan ustedes un poeta abstemio? ¿Uno que no le cante al vino, y sostenga, en vez, la copa de agua como un cáliz, agregando a la tristeza de la escena, una mirada recriminatoria, dirigida hacia los que, poco tiempo atrás, eran más que hermanos, más que genios, y hacia las que eran, sólo ayer, más que madres, más que amantes? Yo quiero imaginarlo, aunque ponga en un peligroso juego a mi propia persona. Sí que tenía presentes las largas disputas, los argumentos insostenibles, los proyectos descabellados, las pasiones pasajeras, las bravatas, las lágrimas sentimentales, los besos insulsos, la ira caprichosa, las verdades a medias, las ilusiones que se desvanecían junto con el aparecer del primer rayo de sol, las cantatas destempladas, los estribillos repetidos hasta la irrisión como aullidos de lobos hambrientos de ausencias, de presencias, de ser: Night and day… when the winter is over… ¿Por qué será que el vino conduce, suave y solapadamente, a un amargo escepticismo?


3



Cumbayá, viernes nueve de noviembre del 2007.

Mi hija, que acaba de cumplir diecisiete años, encuentra que la referencia al vino está de más, que es un pasaje innecesario e insertado a la fuerza. La verdad es que era tal mi ansiedad por terminar el capítulo segundo en el mes de octubre y mandárselo a mis hijos, que le inserté el comienzo de un cuento corto llamado «El amante del vino», que describe a un poeta, de cierta edad, amante incondicional del vino. Cuento que no quería terminar porque me distraía de escribir la novela, además, porque me parece autoreferente; asunto que hasta podría llegar a ser cierto. Dejaremos esta intercadencia pendiente para resolverla durante una tarde más lúcida y asoleada. Ahora, mejor es volver a nuestros jóvenes, a quienes hemos dejado abandonados en la oscuridad del tren, sin saber qué hacer ni cómo resolver sus bravos impulsos. Bárbara poseía una inteligencia deslumbrante. Este viaje por América le había devuelto un dejo de la esperanza que tenía perdida desde hace algunos años en la bruma de la Europa existencialista. Ella había llegado a desarrollar una fina ironía, y se burlaba no sin humor de los ideales sostenidos a medias por sus congéneres. Pero, a pesar de su corta edad, construía pensamientos como quien levanta castillos en la playa con arena mojada. Como alguien, que en el colmo del placer lúdico, les hace un foso y un muro entorno, y cree a pie juntillas que está adentro, protegido por estas defensas de cualquier agresión, aunque sepa que siempre habrá un pesado, cargante y estúpido, que pase por encima tapando el foso y pisando reiteradamente el muro. Agresión que de inmediato lo (nos) devolverá a la sorda y escurridiza realidad, insustancialmente instalada, esta vez en la playa, a orillas del mar y sólo protegida por la inexistente línea recta denominada horizonte. Esa recta que suele engañar a los amantes incautos y que no puede ser borrada ni por vanidosos buenos ni tampoco por soberbios malos. Bárbara había comenzado, sin darse cuenta, a trazar un campo de juego en el que claramente incluía a este nuevo ser, que respondía, aun en la oscuridad, al nombre de Nicolás, nombre que


Capítulo Tercero

Cumbayá, domingo once de noviembre del 2007.

21

No hay que olvidar que hace medio milenio, algunos europeos llegaron a estos lares llamados más tarde América (en honor, cuentan por ahí, entre tantas otras versiones, a la bella hermana de Américo Vespucio, y a él) e introdujeron, al establecerse, un conjunto de deseos indescifrables, por lo contradictorios e indeseables, por lo violentos.

no quería, bajo circunstancia alguna y por razones obvias, traducir al inglés. ¿Habrá algo más aterrorizante, más pavoroso en este nuevo mundo de ilusiones, que el detestable viejo de pascuas? ¿Desde cuándo los viejos con largas y cuidadas barbas blancas nos han dado algo más que falsas esperanzas? Recuerdo, no sin asco, cuando un viejo hediondo a sobaco, en pleno verano, nos sentaba a mi hermano y a mí, de cuatro y cinco años, en su falda roja y sebosa, irritando nuestras caras al querer besarnos con su espesa barba algodonada de fibra plástica. ¡Y pensar que todo esto era inventado y pagado por grandes almacenes para que nuestros padres consumieran sus ahorros consintiéndonos con regalos importados e igualmente fatuos!; ¡que el viejo, las más de las veces, era un joven «malulo» disfrazado de bueno!


Cumbayá, lunes veintidós de noviembre del 2007.

Hay grandes escritores, no porque sean de gran tamaño, sino porque escriben bien. Son admirables, uno realmente cree en todo lo que dicen aunque de repente algún entusiasmo desorbitado, entreverado en el orden del pensar, haga que lo afirmado por escrito resulte cuestionable. Que Gonzalo Pizarro haya descendido desde las sierras quiteñas, por las vertientes orientales de los Andes, hacia lo que hoy llamamos la Amazonía, en busca de los árboles de la canela –Nectandra cinnamomoides–, con cinco mil cerdos, más de dos mil perros de caza, cuatro mil indios serranos, doscientos caballos y unos doscientos españoles, y que, ante el rotundo fracaso de la expedición,

Nicolás, no es que desconfiara de los europeos, pero tenía alguna aprensión escondida en algún recóndito repliegue de su arcaica cabeza. A veces, se le venían a la mente cosas de muy atrás; como si se le activara una memoria milenaria. No era un estudioso, pero tenía opinión sobre cualquier tema que se le presentara. Desconcertaba a la mayoría de la gente que conversaba con él; nunca se sabía si lo que afirmaba con tanta vehemencia era verdadero o falso, puesto que las afirmaciones que hacía, si no eran ciertas, lo parecían. Él mismo, la mayoría de las veces, no sabía la fuente de su saber y no podía defender sus tesis con fundamentos que resultaran adecuados para los demás; entonces inventaba. Nicolás no mentía, puesto que cuando exageraba lo hacía de manera tal, que no dejaba dudas de su preferencia por la altisonancia. El traqueteo del tren los llevaba de un lado para otro: para allá y para acá, y no siempre en relación «uno a uno». A veces le tocaban a Nicolás, tres para allá y uno para acá. En una de estas, la abrazó como si ella fuera a caerse en un abismo profundo y negro. Bárbara acusó recibo del abrazo pero no se desprendió; se quedó quieta como una cernícala posada en su rama (en un paisaje japonés); cómo estaría de quieta que Nicolás temió, al arrinconarla, haberla llevado a sentir los primeros síntomas de asfixia.


22

La narración se me escapa de las manos. La siento ajena, superflua. Es un compromiso duro de cumplir. Durante estos días que estuve de viaje decidí leer una novela completa; lo hice. Algo raro me sucede: siento como si estuviera perdido en el tiempo, sumergido en la novela como en el fondo de un mar donde las cosas suceden intemporales.

Cumbayá, martes diez y ocho de diciembre del 2007.

Capítulo Tercero

Resulta verdaderamente desagradable referirse a los primeros habitantes de la cordillera de los Andes como indios. Indios de América será siempre humillante. Cuántos errores, cuántas miserias inscritas en la historia. Cuánta ignorancia y desprecio existe escondido en ello perpetuándose solapadamente hasta el día de hoy.

Cumbayá, martes once de diciembre del 2007.

los perros se hayan comido a cientos de indios, que la mitad de los perros y de los caballos hayan sido devorados por los españoles, en el supuesto de que los cerdos también, que todo esto sea así de contundente, lo hace a uno pensar y preguntarse: ¿cómo descendieron tantos perros, cerdos, caballos y humanos, en santa alianza, haciendo gala del absurdo dominio que ejercían, sin piedad, unos sobre otros?


Tendríamos Que dejarnos llevar por las lejanías consentir la abertura despojarnos del concepto anidado en la mente las ligazones posesivas del espacio la imaginaria mezquindad del tiempo.

Creo que no voy a poder dar cuenta del amor naciente entre Bárbara y Nicolás. Quisiera que una alada maga hada se detuviera en mi hombro y comenzara a soplarme al oído un sublime desenlace; así como lo hizo una vez un compañero de colegio, que a pesar de no ser mi amigo, en un gesto inusual, me sacó de un tremendo apuro en una prueba de alemán. Parecíamos dos heridos de muerte remontando una cuesta, aterrorizados de que el profesor, un alemán enorme, nos pillara y nos pusiera un uno por «ladronaje»; como si no fuera justo ayudarse, apoyarse, en esta difícil ruta que va por la vida. Mi, ahora, gran amigo, demostró un tipo de solidaridad que sólo se ve en la guerra o ante las grandes desgracias. Él estaba arriesgando tanto como yo. ¿Quién era más culpable, el que «insufla» o el que «implora» ayuda? ¿Pero, por qué uno tiene tanto miedo de reprobar un examen de alemán, por no haberse aprendido las declinaciones de memoria, no encontrar agradable el sonido de la lengua, no tener simpatía por un pueblo desprestigiado por la doctrina enferma de un líder que lo llevó al más profundo descrédito? ¿Por qué el miedo? Pensar que amaba a una bella alemana con un lindo nombre: Melanie. Ya no sé qué hacer, no me concentro, no encuentro el sentido de toda esta incertidumbre, no puedo pescar el hilo conductor, y a pesar de esto, creo estar lúcido:


Capítulo Tercero

23

Tenemos que enrocar el cálculo por el acto confiar que en nosotros habita en potestad lo justo perder el miedo perdonar y perdonarnos.

Tendríamos que vaciarnos dar cabida amar tanto la luz como lo oscuro –andar alegres, livianos, desprendidos–

Tendríamos que desprendernos de la escoria adherida abandonar la imagen las innumerables trabas las dudas.

Tendríamos que sucumbir que creer en el prodigio encontrar el vacío que sustenta la palabra que abreva la mansedumbre.


Quingue, miércoles veintiséis de diciembre del 2007.

Me han regalado, ayer en Navidad, una antología de treinta y nueve cuentos latinoamericanos, todos escritos por autores menores de cuarenta años. Se está viendo que en el tercer milenio el promedio de vida casi alcanza los ochenta años de edad. Se trata entonces de escritores que están viviendo probablemente la primera mitad de sus temporales vidas. Dan ganas de juntar a los poetas nacidos en la década del cuarenta, en especial, a los del año cuarenta y cuatro, los bien llamados constituyentes del «poder gris», que renunciaron a dejar que los jubilaran a los cincuenta y cinco años y a dejarse arrasar y ser borrados del mapa por los «boys»: los reyes del mundo digital, los virtuosamente virtuales, los kamikazes de la economía, los ases de las circunvalaciones elípticas, los que no le temen al impredecible efecto del batir de alas de una leve mariposa. Dan ganas de debutar, tal como lo están haciendo los cantantes que hicieron historia en los años sesenta, y salir de gira, llenando estadios, parques, plazas, terrenos baldíos. Creo que la diferencia radica en que una sola gira de un sólo cantante genera unos quinientos mil

Sí, Nicolás cerró los ojos. Ella cabía segura entre sus brazos, y tranquila reposaba en él. Soñaba con aguas cristalinas, frescas, nacidas de vertientes que saltaban entre las piedras pulidas de la quebrada resguardada en ambas riberas por árboles autóctonos. Veía soles del color de la flor recién abierta de la alcaparra nortina, soles nacientes y otros, poniéndose pacíficos en el horizonte. Bárbara se le aparecía translúcida, angelical (el sentido de lo angelical lo tenía por el cuadro de las tres gracias de Botticelli). Todo este acontecer poseía el viso de lo inmejorable: el olor transformado en aroma, el sueño en descanso, el deseo en ternura, y la pasión, en exquisita paciencia. ¿Debiéramos eliminar los sentidos, dominarlos, para encontrar sin ellos lo puro? ¿Habría que buscar con el imaginario radar del espíritu la quintaesencia de la plenitud? Se cuestionaba, al ritmo del tren, recordando algunos pasajes de su educación religiosa.


Capítulo Tercero

24

dólares, es decir, una pensión mensual, de por vida, de unos dos mil quinientos dólares; lo justo y necesario para llevar una vidita decente. Pero, la gira de un poeta, con suerte, generaría unos cincuenta mil dólares líquidos, es decir, en el mejor de los casos, una pensión mensual de doscientos cincuenta dólares, lo que sería equivalente a obligar al poeta a dedicarse, serenamente, a la bebida. Estoy en la costa, a cuatrocientos kilómetros de Cumbayá. Me encanta la palabra cuatro, también el número «4»; no es por cábala, ni es mi número preferido, es sencillamente por Los Cuatro Mosqueteros: sus ágiles espadas, sus caballos briosos, sus capas al viento, sus sombreros de ancha ala, sus mujeres siempre femeninas, y, sobre todo, su lema, tan solidario, generoso y fraternal, que más bien parece nacido de un cuento. Magnífico el entorno que me envuelve como una segunda piel, más amplia, graciosa, condescendiente. Qué placentero es el reventar de las olas; el sereno y siempre inequívoco lenguaje del mar, el armónico vaivén de las hojas aguzadas de las palmeras ante la brisa que también me envuelve, cuidadosa, refrescando mi cuerpo. El vuelo ordenado de los pájaros-fragatas, pasando en escuadrón frente a mis ojos, rindiéndonos homenaje. El horizonte perfecto mostrándonos que hay veces que la abstracción es más habitable que lo concreto. No se trata, en absoluto, de que esté sintiendo los síntomas de un voluptuoso embelesamiento; no estoy sublimando, sólo trato de estar, nada más. ¿Qué le habrá sucedido realmente a Gauguin, en el laberinto de su búsqueda? ¿Por qué tuvo que padecer la espantosa diferencia, entre lo que fue su vida y su pintura?


Entre otros presentes de Navidad, me llegó, con dedicatoria, La Ley de Murphy del Amor, lo abro de inmediato, aparece encabezando la página, la ley de las verdes colinas: «Cuanto más exótico sea el lugar, más incómodo será todo», lo peor de todo, es que es cierto. El lugar que acabo de describir es un paraíso que prácticamente no puede recorrerse, es tal la cantidad de garrapatas y garrapatillas que están al acecho de que pase alguien de sangre caliente, que las pocas veces que lo hemos caminado, ha resultado ser lo más cercano al mismísimo infierno. Unas colinas preciosas que caen al mar, en las que hubo una antigua hacienda dedicada al ganado bovino, abandonada en la actualidad. Como ya no mantienen ganado, las millones de garrapatas y de minúsculas garrapatillas que vivían de él ahora esperan, pacientemente esperan, que alguien pase por ahí para caerles encima, y prenderse con pies, garras y cabeza, al incauto transeúnte. Luego, entusiasmado por lo cabalístico de esta ley, encuentro otra, el descubrimiento de McKinnon: «En la vida real no hay música de fondo». Qué cierto es, tan cierto como que la vida no puede vivirse en borrador, o que la mujer no puede estar «casi» encinta. Dejemos de lado estas vagas observaciones post-navideñas que esconden un leve, pero seguro, estado depresivo indigno de nuestra condición, que por promesa es humana. Si alguien me viera en mi cabaña de guadua, con un techo de paja toquilla, con una cumbrera a cinco metros y medio de altura, un verdadero balcón, a veinte metros de la orilla del mar, encumbrada a unos quince metros de altura, y yo, vestido de blanco con ropas holgadas de algodón, tendido en la hamaca de color crudo, de algodón puro, con los anteojos montados a media nariz, como quien no quiere la cosa, con mis sesenta y tantos años bien llevados, a pesar de haber vivido las bohemias propias de la década de los sesenta a excepción de las drogas… Si alguien me viera escribiendo al caer de tarde, con mis canas al viento y una puesta de sol apoteósica a punto de ocurrir, si alguien viera mi cuadernillo de siete pulgadas por cinco, con cien hojas de papel grueso,


Capítulo Tercero

25

suave, provisto de una tapa dura dibujada, precioso, escrito a mano con letra sensual que de vez en cuando está trazada con pincel, si alguien viera todo esto, es probable que se muriera de envidia; pero, nadie está mirando; así, nadie me ve, y en consecuencia, nadie se muere de envidia, ni siquiera yo; porque todo es efímero, aunque estoy seguro de que el presente es la eternidad misma. Por lo demás, ya se puso el sol, está oscureciendo, y ya no estoy escribiendo sino proyectando a mi interior una infinita melancolía nacida de ese universo luminoso que queda reverberando entre las nubes extendidas de la tarde, sobre el horizonte solo, sin luna ni sol, ni noche todavía. Este instante, que estoy viendo, viviendo, no quiero llamarlo ocaso. Nicolás se sorprendió cuando oyó nítida dentro de sí la canción que estaba arrasando entre la juventud ese verano: «cuando calienta el sol, aquí en la playa, siento tu cuerpo vibrar, cerca de mí, es, tu palpitar, tu… tu… tu… oh, oh, oh, cuando calienta el sol, oh, oh, oh, cuando calienta el sol, oh, oh, oh, el sol, el sol, el sol…» Nicolás no tenía buena memoria, le faltaron los verbos que continuaban la letra. Ya, fuera de la entonación, en silencio, fue encontrando verbos consecuentes a lo que sucede cuando calienta el sol en la playa: «es» tu trepidar, tu temblar, tu latido, tu espasmo, tu delirio, oh, oh, oh… Él sentía perfectamente lo que se siente cuando calienta el sol, en la playa, junto a una mujer. Lo cierto es que, una vez, se había entusiasmado, a más no poder, y estaba muerto de ganas de lanzarse encima de la amiga que tenía a su lado, de poseerla con brío, con pasión y ardor, asistido por los infinitos rayos calientes del sol que acariciaban, tanto a su piel como a su ánimo comanche.


Esa vez, tan irreprimibles le resultaron las ganas, que lo llevaron a lanzarse en el acto al mar para enfriarse y ocultar, entre otras, el evidente estado general de calentura en el que se encontraba, y, la enorme erección que le había sobrevenido, que amenazaba con desbaratarle el short, a vista y presencia de su amiga y demás personas circundantes que lo conocían. Todo esto sucedió aquel mediodía cuando calentó el sol, en dicha playa. Casi todos los cuentos son alaridos existenciales, son gritos para no desaparecer en la vorágine global de la existencia, para no sentir esa sensación de inutilidad de nuestra presencia en la tierra. Por esto, creo yo, joven escritor de treinta años, escribía: «Me hospedaba en todo tipo de hoteles fingiendo ser alemán», «entraba siempre a los cines cuando ya había transcurrido la mitad de la película», «ante la duda, me hacía acompañar de ideas y de sillas vacías». ¿A quién podría importarle alguna de estas tres afirmaciones? A nadie, absolutamente a nadie, o, en su defecto, a cualquiera de nosotros que requiera de una constatación, aunque mínima, de que nuestro ser existe (me refiero a ese ser que William Shakespeare hace aparecer en Hamlet; a ese «ser o no ser», o a cualquiera de nosotros que se le ocurriera pensar que ese mismo ser podría llegar a interesarle a alguien, y que ese alguien, incluso, podría eventualmente ser uno; uno mismo). Desde esta óptica, afirmaciones de la naturaleza de las anteriores adquieren valor, significación, y un esbozo de trascendencia. Imagínense que un día cualquiera viéramos escrito en la prensa, en la sección de las frases o dichos célebres aclamados por el mundo entero, una frase que fuera nuestra, y, debajo de ella, escrito al lado izquierdo nuestro nombre completo acompañado más abajo, por el desagradable número de la cédula identidad que nos identifica. Que apareciera, en gloria y majestad, como algo digno de ser proclamado a los cuatro vientos: «Amo las nieblas matinales porque disipan el rigor de la forma».


Capítulo Tercero

26

«El dulce tierno de guayaba perpetúa el sabor de tu lejano sexo en mis labios». «Siempre al despertar veo ante el espejo un dejo casi imperceptible de tristeza». Si que se entiende ¿no es cierto?, salir del anonimato desgarrador aunque sea con un signo mínimo de nuestro sentir, por anodino, arbitrario, o tonto que parezca. Salir de la angustia que nos estrecha, aunque sea con una frase lacónica, febril: «Mi vida es un gasto general». Llegará un tiempo en que haya tiempo para escribir y leer la historia de cada uno de nosotros. Todas y cada una, serán extraordinarias, fascinantes y únicas, tendremos literatura de primera fuente, original, para pasar toda una eternidad, incluso para dos o tres, si fuera necesario. Imaginémonos al ser humano en toda su expresión, en el despliegue absoluto de su posible gama, plenamente identificado en su bella complejidad. Imagínense estar presentes en el desvelamiento de todas las perplejidades; poder ir resolviendo los dilemas que nos hicieron titubear, ir encontrando la solución, en esta o aquella historia de tal o cual persona. Imaginad la sonrisa que ostentaríamos al caer en la cuenta de que no había ninguna necesidad de andar sacando cuentas de nada, de nadie, ni de nosotros mismos, y que esta verdad la encontráramos justo en la historia de un eximio contador.


Hay un tiempo que en algo se parece a aquel que transcurre en la edad de la inocencia; es el tiempo de la credibilidad. Éste se anticipa a esa etapa del ser que puede reunir todas las características de una muerte en vida: aquella fastuosa incredulidad que destruye toda iniciativa, que se burla de las esperanzas, y se instala, para quedarse en el seno de la edad madura, usurpándole a esta inigualable edad, toda su posible sabiduría. Gracias a la credibilidad, la ruta que hay que vivir para atravesar por la adolescencia se hace más llana, candorosa, alegre. Todos los que hemos pasado por ella sabemos que se adolece de mucho, pero también, se cree mucho. Es esa ingenuidad la que nos acompaña para adentrarnos con cierta valentía en las cosas que no conocemos. Nosotros sabemos que con los primeros golpes –puesto que muchas cosas no son como las creíamos– dejamos de ser ingenuos, pero, en vez de hacernos algo más sabios nos vamos transformando en unos pulcros incrédulos y perfectos desconfiados. Nicolás estaba de lleno en esta etapa de la vida y se zambullía en ella como cormorán en el mar ante la presencia de un cardumen de sardinas españolas. Contradecía, con su ímpetu, el lema cobarde de todo escéptico: «Quien nada hace nada teme». A diferencia del turista que no se sorprende de nada porque en el fondo está esperando ser retribuido por lo que ha pagado y se pierde lo que se le está regalando, Nicolás se involucraba, iba más allá de todo cálculo, gozando y padeciendo por igual. Bárbara era lo nuevo, lo inesperado e inimaginable. Y ahí estaba, acurrucado a su lado, sin saber qué hacer ni cómo comportarse ante aquello que desconocía. Todo hacía suponer que tarde o temprano habría de ocurrir algo que viniera a sellar esta incipiente relación; todo se dirigía, invariable hacia el encuentro. Me repulsa la expresión «débil es la carne». Ya sólo usar la palabra «carne» para referirse al cuerpo es una burda burla aristotélica. «Polvo eres y en polvo te has de convertir» es otra de las clásicas amenazas que invaden la vida


Capítulo Tercero

27

del cuerpo, pero por último, si al dar el suspiro final, uno se transformara en ese fino polvo que nace en los campos, durante los ardientes veranos, en los angostos caminos de tierra transitados por animales y por gente que anda de a pie; ese polvo mudo que se entromete en todo nuestro cuerpo como un secreto y que enrojece nuestros ojos como la pena y que, por último, pasa de largo llevado por el viento dejando un halo nostálgico y seco. Los huesos, poco importan, no existe el pecado de los huesos. Es cierto que hoy en día se incineran para reducirlos a polvo. De la carne deriva el pecado carnal, además, se descompone, se pudre, se corrompe, y es el alimento de las aves carroñeras. ¿Por qué se habla de ella de un modo tan despectivo, como si esta fuera fuente propicia de la rabia y sacara quiscas o ronchas a sus detractores? Es verdad que nos ha dado contra la carne, a pesar de ser carnívoros hechos y derechos con un par de colmillos que nos embellece la risa. No encuentro que ser vegetariano sea una virtud, pido disculpas, pero es casi seguro que, más temprano que tarde, las emprenderán contra todo ser vivo que coma carne: el gato, el perro, el hombre, el cóndor, el águila, el cangrejo, la jaiba. El odio más reconcentrado se encamina hacia el humano: a ese «humanito» que come carne, por ejemplo, en un «asadito al palo», acompañándolo con un vino tinto, grueso, oscuro, de tomate con cebolla, de un buen pebre: ajicito picado, ajo, pimentón, perejil, aceite de oliva, sal, pimienta, y a lo mejor, para refrescar el paladar, una ensalada de apio-palta, corazón entero de lechuga conconina, y unas cuantas brevas al hielo con unas gotitas de menta «por si las moscas».


Todo esto, más el postre, cariñosamente dispuesto en un gran plato blanco extendido. En los flancos, buen cuchillo con cacha de madera, tenedor sólido, copa clásica, grande, de las de agua, para no estar a cada rato sirviéndose vino. La tranquilidad reina, el asado es compartido por cuatro amigos que conforman un gran cuarteto, como los Beatles; eventualmente, pueden ser dos parejas que dispongan de todo el tiempo del mundo; entonces, el odio, la rabia, y el desprecio por esos animales cavernícolas, que más que seguro, un tantico más tarde, van a sentir unas ganas locas de tener una relación carnal, se agigantan hasta alcanzar proporciones de alto riesgo. (Las plantas no tienen aprecio por la carne, a excepción de las carnívoras que comen moscas y que se pueden encontrar en los invernaderos de los jardines botánicos más prestigiados, o en La Isla Misteriosa de Julio Verne). La carne, vista desde un ángulo sensual (vista absurda), donde ha de primar lo táctil, ha sido exaltada por la suavidad de la piel, por los senos llenos de amores y exentos de rencores, y las útiles nalgas, blandas, bamboleantes, placenteras. Imagínense lo doloroso que sería sentarse a escribir una novela sin nalgas; no quiero ni pensarlo. Nicolás no tenía el menor problema ni con las carnes ni con los mariscos fuertes: piures, erizos, choros, conchas, caracoles, de los cuales hay cincuenta mil especies; todo lo probaba; estaba todavía en la etapa de los grandes descubrimientos; aún existía para él un mundo lúdico, reverberante, las cosas no habían llegado a ser tan severas, serias, graves, ni tan sumamente profundas. Todavía se encontraban en un estado de inmediatez, a flor de piel, todo protegido por la espontaneidad; y el presente ejercía su absoluto mando como el sol al mediodía, y ni una sola sombra oscurecía su optimismo. La nada, nada significaba. Aún no sospechaba el sentido que ésta encontraría en el corazón de Bárbara, algún día futuro; sentido que él, con toda seguridad, revertiría. El mar es impertérrito, fiel, convincente.


Capítulo Tercero

28

El mar es compañía, con él se pueden entablar los más curiosos diálogos, siempre y cuando la curiosidad sea entendida como una virtud, no como una intromisión vulgar en lo que a uno no le corresponde. Galileo Galilei es un ejemplo en estas materias. ¿Pero, a qué ser vivo se le pudo haber ocurrido una espacialidad de esa naturaleza, con todo aquello que conlleva, esconde, perplejiza? Iban arrullados, ahora, con la mente aparentemente en blanco (parece, según los especialistas, que la mente nunca puede estar en blanco). Bárbara, había dejado atrás las severas colinas frías de Escocia, y Nicolás, los blancos manchones de nieves eternas de la escarpada cordillera que aislaba su patria, a todo el largo, dejando entre ella y el mar, una especie de corredor de unos cinco mil kilómetros. Nada más atractivo había para él que recorrer su patria a lo largo, y nada más cómodo, ahora, que seguir la ruta invariable de un tren, tal como lo hace la máquina confiada en el perfecto paralelismo de la pareja de rieles. Nicolás, iba acurrucándose, como en los largos viajes nocturnos que hacía de niño con sus padres cuando iban al campo, con la diferencia de que este no era el regazo de la nana que lo cuidaba, sino el de una persona de su tamaño y de igual responsabilidad ante sus acciones. Hacía frío; se habían echado encima cuanta cosa pudiera abrigarlos. Esto los hacía compartir un sólo espacio, un sólo calor; además, él, siendo varón, se había arrogado el derecho de protegerla, abrazándola como padre a hija. Aunque no tardó en caer en la cuenta de que quien moría de frío era él, sólo él.


No quisiera que esta narración siguiera más allá de la última estación a la que este tren va destinado. Además (no tenían otra opción), ellos se bajaron allí, aquella noche porteña y buscaron un hotelito cercano, acogedor, donde pasar la noche. ¿Juntos? Me gustaría que se desarrollara como en La Prosa del Transiberiano y de la Pequeña Juana de Francia de Blaise Cendrars, en el que todo transcurre durante el viaje. El único obstáculo es que dicho poema tiene una longitud aproximada de diez páginas, y esta narración, que corresponde a un viaje mucho más corto, tiene cien. No es del caso entrar a discernir sobre estas mediciones, se sabe que un poema es conciso; la máxima concreción del lenguaje, y las narraciones se extienden por toda la extensión de lo sucedido. No es buen hábito andar midiendo; por mucho que lo haga, no agregaré un milímetro a mi estatura, ni un céntimo al bolsillo. Bárbara consentía, estaba a gusto, sentía cómo él tiritaba de frío, y también de miedo, ante algo que estaba ahí, al acecho. Ella sabía que ese algo era ella, y pacífica trataba de darle a él toda la confianza necesaria para que se entregara. ¿Por qué reiteradamente se oye decir que es la mujer la que se entrega? Realmente, detesto el computador, está todo el tiempo enviándome señales de errores. Acabo de tratar de abrir El Narrador y me amenaza con que si continúo abriéndolo podré dañarlo, esto y lo otro, como si ya no hubiera dañado suficientes cosas en este mundo que todavía debo seguir aumentando la cuota para agregarle a mi sentido de culpa otra dosis más de culpabilidad, y acceder, al fin, al parnaso de los perfectos culpables. ¿Será por avaricia que no me compro una portátil de unos mil quinientos dólares y me dejo de tontear con esta antigualla? Me carga botar cosas, me encanta arreglarlas, es una lucha a muerte con las maneras del mundo actual: todo pasa de moda vertiginosamente, la mujer que uno dice que ama, el auto, el celular, el mail, la máquina


Capítulo Tercero

29

de afeitar, la creencia que uno profesa, etc. Me encariño con lo que tengo: con esta caja gris pálido con su pantalla chica, coqueta, sin marca, con la impresora Canon BJC-1000 de igual color, con el molinillo de café reparado cuatro veces (por el que habla), el celular Siemens A71, el Jeep Cheroquee 1996, la cámara fotográfica Canon AV-1, la negra afeitadora eléctrica que era de mi padre, con la montura de cuero de chancho que todavía tengo y que uso desde los catorce años; y a pesar de que se me han incendiado dos casas, he vivido dos veces en el extranjero, y me he casado, también, dos veces. Es posible que toda esta caterva de vejestorios, y mi mujer, que es una bella escultora diez años menor que yo, hagan que me sienta más bizarro, más contestatario, y me crea todo un «poeta» de las cosas. Cómo no olvidar al «bardo» en Asterix, amarrado a un árbol, con un pañuelo en la boca, del todo silenciado para que no declame. Algo de cierto hay en esto, los poetas líricos son insoportables cuando caen en la cursilería; los épicos, detestables. Hace tanto tiempo que no usaba la palabra cursi, es palabra de abuela, sinónimo de «siútico». Un poeta cursi (épico o lírico) se va al «chancho» de todas maneras, no tiene vuelta, está liquidado. Entonces, ojo con lo que se dice; cuidado: «la palabra es el más inocente de todos los bienes, pero también el más peligroso». ¿Está ya dicho antes? Sí, pero por si acaso, es mil veces mejor repetirlo aunque llegue hasta la herida; Bárbara estará encantada de ser tratada como le corresponde a una mujer joven. Estoy feliz de haber determinado dónde comienza y dónde termina esta novela. Me siento un valiente. Todo, absolutamente todo, ha de ocurrir, ha de acontecer, aquí, en América del Sur, y durante el viaje que ha de atravesarla a lo ancho, por el paralelo treinta y cinco. Todo ha de ser trayecto, travesía: desde el océano Pacífico al Atlántico.


Quingue, sábado veintinueve de diciembre del 2007.

Nicolás presentía que todo lo que tenía que pasar, debía ocurrir en el tren, intuía que le había llegado la hora. La raza humana lleva inscrita la noción de que la hora llega, le es natural, instintivo. Sabía desde la escuela que las cosas que se dejan para después no se hacen, no ocurren; se pierden en la oscura noche de los tiempos. A su vez, esto, de que «tuviera que pasar», acentuaba el carácter lúdico de la relación que estaba conformándose, cada instante más férrea en la medida en que avanzaba el tren. Había un campo de juego, un tiempo acotado, ciertas reglas, un árbitro atemporal. Incluso, ambos poseían esa cuota de humor sin la cual un beso real no sería posible. Un beso, sí, le iba a dar un beso en la boca, en los labios, y no en vano se le cruzó por la cabeza el beso de Judas a Jesús. Ambos nombres de cinco letras con tres letras iguales. Mecánicamente contó las letras del nombre de Bárbara y no sin espanto cayó en la cuenta de que eran siete, la misma cantidad que las de Nicolás, pero sólo tenían una letra en común, aunque acentuada, y el siete, por lo menos, como número calificativo, es el mejor. Se distrajo pensando si ese beso hubiera sido al revés, nadie osaría llamar a un hijo Jesús y en cambio habría millones de Judas. Ahora sí que estaba nervioso. Pensaba en Bárbara, barbaridad, en Santa Bárbara. ¿No era el lugar donde guardaban la pólvora en los barcos antiguos? ¿Era, el femenino de bárbaro, sinónimo de fiereza, a lo mejor de crueldad, o de pésimo genio? ¿Y las Barbies, esas muñecas anoréxicas, estereotipadas, plásticas, estíticas? (Qué imagen vergonzosa para esa cantidad de niñitas latinoamericanas, asiáticas, africanas, que apenas tienen qué comer). Bárbara, ¿no era la guardiana del fuego y por lo mismo, la que cuidaba al polvorín del fuego? Tendré que revisarlo, apenas pueda, pensaba. Nicolás fue serenándose al evocar la esencia salvaje, indomada, libre, de ese nombre. Al observar también que estaba de acuerdo con los visos rojizos que destellaban de su cabellera; visos que


Fin del Capítulo Tercero

30

encendían una mínima luminosidad en la naciente penumbra. Un beso; tantas películas vistas, y no se le aparecía la manera en que podía emprenderlo con cierto arte y dignidad. Es sencillo, se decía, dándose ánimo. Ella sentía su muslo tenso adosado al suyo bajo el chamanto. Ahora era ella quien comenzaba a inquietarse. Tenían que encontrar la encrucijada, el cruce de caminos. Su cuerpo se llenó de presagios. La mano le temblaba, por esto, la alejó. Un beso como hay tantos, volvía a murmurar. No, este era el primero. ¿Y si Bárbara tomara la iniciativa? La tensión lo agotaba, y al parecer, a ella también. Sus cuerpos, por sí mismos, se apoyaron uno al otro, amoldándose al ritmo acompasado del vagón número cuatro de la segunda categoría del tren que corría raudo en dirección a Buenos Aires. Y, como una entrega, la hora fecunda de todo día, los dejó finalmente estar, los liberó del tiempo y de tantos otros afanes. Y poco a poco, los fue sumiendo en la confianza necesaria para caer en los brazos amables de un profundo y renovador sueño.


4



Quingue, lunes treinta y uno de diciembre del 2007.

Estoy intentando una manera de escribir distinta a la anterior para incentivarme y poder continuar. Escribo y leo, leo y escribo. Me canso de una acción y paso a la otra. Leer me ayuda, me indica que existen otros mortales que hacen el esfuerzo, que vencen por algunas horas la entropía, que saben que para escribir no se trata de ser un genio (los genios no escriben), o de plasmar lo non plus ultra de la narrativa en un libro. Saber que viven otros mortales como uno, que sufren y gozan, buscan y encuentran la mayoría de las veces cosas que no están buscando, que ríen de puros nervios cuando no deben y lloran cuando tampoco deben; que viven intensamente, desbordados en la emoción pura. No quiero evadir la responsabilidad que significa escribir, o el sentido que tiene dejar estampadas, en unos tres mil ejemplares, palabras que circularán por doquier. (¿Circularán?). Pero, por ahora, un recreo; mientras tanto, hablemos de otras cosas, del cine por ejemplo; estamos tan cerca del Año Nuevo, sólo a horas. El cine es mágico; entrar a la pieza oscura, cerrar las puertas: comienza la función. Es como subirse a un bote y hacerse a la mar. El barco cabecea en la medida en que va surcando las olas y cada acto por superarlas es un logro, un acto consecuente. En el cine crujen los asientos (en este cine improvisado en que estamos, aquí, en la escuela de Quingue), estamos en una sala de clases, suenan las patas de las mesas y de las bancas, al moverse contra el suelo, cuando la acción de la película va acompañada de la acción de algunos de los niños. Todo bulle, los niños participan en vivo y en directo; hablan, gritan, juegan, se emocionan, se pegan, y lanzan puñetes hacia los lados cuando la acción es violenta, y cuando no, se dan golpes cariñosos de aprobación. Yo, que estoy sentado detrás del proyector, en la silla del profesor de la escuelita, siento que voy manejando el barco. Me gustaría tener una rueda de timón que girara de verdad. Por ahora me


Capítulo Cuarto

Feliz Año Nuevo.

31

contento con hacer girar la perilla del volumen de los parlantes, que, aunque sólo tiene dos centímetros de radio, me permite manejar el sonido en la sala: subir, bajar, silenciar, hacerlo de acuerdo con mi propio sentir; privilegiar ciertos diálogos, ocultar otros. Pongo a lo largo un escritorio para dos alumnos y detrás la silla; entonces queda como un puente de mando, con todos mirando hacia delante. Los niños a ambos lados, bien estibados, la mitad a la izquierda y la otra a la derecha, y nos vamos metiendo de lleno en la película, protegidos del exterior por la oscuridad y por ese regalo divino de dos horas enteras de eternidad. Nicolás y Bárbara, a su manera, también iban prendidos, al presente; al eterno presente. Quedemos aquí, suspendidos en este modesto triunfo sobre la muerte, sobre la tiranía del tiempo, la vacuidad, la pesantez existencial. Eximidos por unos instantes de tener que llevar adelante la enorme maquinaria que hemos construido para que el mundo funcione a nuestro antojo. Hay que reconocer que estamos viviendo en medio de una inimaginable aventura, que vale la pena, que nos hace reír, gozar; y que, con frecuencia, nos insta a amar para seguir vivos.


«Ese largo camino que he de recorrer para olvidarme de mí mismo». 2008

«Ese largo camino que recorre la gente para olvidarse de sí misma». 2008

«Ese largo camino que hay que recorrer para olvidarse de uno mismo». 2008


Capítulo Cuarto

32

Todo está siempre dispuesto, enteramente, en el momento preciso. Es el yo que inventa las carencias. Cada instante se cumple, en tal lugar, de un modo perfecto, en cuanto la impertinencia del yo no venga a reclamar veleidosamente una compensación a su ignorancia. El yo no alcanza a ser ni la ínfima medida de las cosas. Todo es justo cuando la referencia no es otra que sí misma.

Nunca imaginé que el camino que tendría que recorrer para olvidarme de mí mismo habría de ser tan largo, tortuoso e impredecible a la vez. Nunca nos enseñaron los mayores que algún día tendríamos que emprender la ruta que nos conduciría a la anulación, a una suerte de economía consigo mismo que lograra reducir el «yo» a la más mínima expresión. Tanto es así, que mientras ese «yo» esté presente, activo y opinante, no voy a poder dar curso, en paz y majestad, a esta tan mentada novela que voy escribiendo. El yo es la negación misma de la eternidad. El yo y el pasado asociado al futuro, son la misma cosa. Es la instalación patética y arbitraria de un escollo en el acontecer. Es levantar una barrera contra la cual ha de estrellarse todo aquello que tenga visos de libertad. El yo está siempre sentido, quejumbroso, melindroso, afectado y herido; menoscabado por los demás y sobrevalorado por sí mismo. Uno construye un engendro con pedazos que roba de la vida y los va pegoteando. Uno le va adjudicando todo tipo de virtudes que son inexistentes en su presunta verdadera magnitud. Entonces aparece ese farisaico reyezuelo, tirano, dictador; esta amalgama antojadiza que vive y muere reclamando honores, favores, beneficios y reconocimientos. Si pudiera redefinir la idolatría, esta sería: «el amor al yo».


Quingue, martes primero de enero del 2008.

Mi reciente amigo Jason Portier nos acaba de convidar a pasar un tiempo en Nueva York, en Brooklyn. Me encantaría conocer Brooklyn, el mero hecho de escribir el nombre me seduce: tal vez, podré dar una conferencia sobre poética en algún café, tal vez conseguir un editor, tal vez vagar por la ciudad como quien vaga, sin propósito, por los espacios siderales de la mente, tal vez, tal vez. Ahí quedará rondando la idea de hacer, tal vez, un viaje por los Estados Unidos de América. Ya me es habitual sentir el impulso de hacer más de lo que estoy haciendo. Anoche volví a darles cine a los niños del pueblo. Volvieron a venir unos cincuenta, vimos la segunda parte de La Isla Misteriosa y les gustó mucho, pero se pusieron a gritar: más, más, más. Tuve que pasarles El Pirata Hidalgo con Burt Lancaster de unos veinticinco años. Siempre me meto en un zapato chino. Me pongo reglas que después me aburren y lo único que deseo es quebrarlas. En este caso, me impuse la regla de que las películas son sólo para los niños, y sólo sobre el mar: La Sirenita, La Isla Misteriosa, El Pirata Hidalgo, El Viejo y el Mar, La Marcha de los Pingüinos, Sandokan; como si estas reglas pudieran consolidar el quehacer y fundamentar la acción. Siempre hay que escoger y las reglas ayudan a actuar en coherencia, pero anoche me dieron

Nada, absolutamente nada me pertenece. Es un milagro que el hombre siga existiendo desde que puso el yo en primera plana. Hay un yo universal que hay que derrocar, es un monstruo, es la ridiculización del ser, es perverso, pervertido, y pervertidor. No es que sea la encarnación del mal, es algo mucho peor; el mal es sólo un detalle a su lado. Nicolás despertó; parecía venido de una cruel pesadilla. Se había quedado dormido al calor de Bárbara y algo extraño había soñado que no podía recordar, algo que no concordaba con el momento anterior. Se había dejado vencer por el sueño cuando estaba a punto de besarla. Recordaba, vagamente, la proximidad de esos labios carismáticos.


Capítulo Cuarto

33

ganas de proyectar películas para jóvenes en las que me entretuviera un poco más. Debieran ser películas comenzadas en «P», pensaba: Il Postino, El Perfume, El Padrino, Pantaleón, Papillon. Bueno, qué tontera, otra reglita estúpida más para amargarse la vida. Y claro, lo peor de las reglas es haberme propuesto férreamente escribir una novela de cien páginas, montar a caballo de lunes a sábado y ver una película diaria en pantalla grande, como si sólo viviera de estas tres decisiones. Acabo de leer en un cuento de Ena Lucía Portela, las «decisiones» que tomó una mujer de unos veinticuatro años: no tener perro, no ocuparse de cuidar ni mejorar su jardín, no hacerse la cirugía plástica para suavizar una cicatriz que le cruzaba la frente, ni intentar escribir otra novela, a pesar de haber escrito ya con éxito unas cuantas, junto con haber sido destacada y publicada en una revista mexicana. Pero, aquí viene la gran sorpresa: había decidido dedicarse, cada año, desde junio hasta noviembre, a mirar los noticieros en la televisión para enterarse de lo mal que anda el mundo y de lo bien que está su país, mas su objetivo de fondo era estar a diario atenta a las noticias meteorológicas que dentro de esas fechas informarían sobre el desarrollo de la temporada de los huracanes. Así, sin perderse ningún día de noticias, se mantendría informada y alerta. En esto ella persiste con gusto, y en esto, realmente encuentra un sentido al sinsentido de su vida.


Cumbayá, miércoles nueve de enero del 2008.

Vi anunciado en el periódico el concurso 2008 para optar al Premio Iberoamericano Planeta-Casa de América de Narrativa. Hay en esto dos cosas que me atraen; primero, que se trata de una obra de extensión mínima de doscientas páginas a doble espacio, que vienen a resultar cien páginas a espacio simple, listo; concuerda precisamente con mi voluntad inicial de escribir una narración en cien páginas, ni más, ni menos. Segundo, el tiempo disponible para presentarse es el justo y necesario para que, escribiendo una página diaria durante sesenta y seis días, más las que ya tengo que son treinta y tres, llegue con las noventa y nueve más uno al quince de marzo, fecha de la entrega final. Esto me gusta; la disciplina que toda mi vida detesté. Escribir una página corriente por día, como

Lo que sucedió es que en medio de la furia desplegada por «Michelle», el huracán pasado, por primera vez en muchos años, ella sintió que la felicidad la visitaba. Entonces, tal como Penélope espera a su Odiseo, ella está atenta a la venida de un nuevo huracán, al cual ha de «entregarse» para volver a sentirse tan feliz como en aquel día. Pero yo no espero nada, no hay nada que presienta que pueda hacerme feliz como el nuevo huracán a María Mercedes Maldonado (así se llama ella). Habito, con un sabor insípido, en medio de mis reglas; en ese vago lugar o sentimiento que no sabemos llamar por su nombre. Estoy lejos de lo que pudiera ser cercano; sólo acompañado por el reiterado romper de las cambiantes olas. Ruedan tan bien, tan enérgicas, que me encantaría escribir así; con ese exquisito ritmo, cadencia, fragor y desparpajo. Voy a leerle el tercer capítulo de mi novela a mi mujer, quebrando mi propia regla; ella establecía que mientras la estuviera escribiendo, sólo la daría a conocer a mis cinco hijos, capítulo tras capítulo. (Nótese la cantidad de «mi» y «mis» en sólo dos líneas, por deducción, mi ser debe ser políticamente posesivo).


Capítulo Cuarto

34

quien va a trabajar, igual al sol, que sale todos los días. Todos los días una página, como los bancos que cobran intereses, día a día; inclusive los domingos. Sólo hay un demonio (siempre hay demonios cortejándonos). El quince de junio del 2008 vence el plazo para participar en el famoso concurso 2008 del Premio Planeta de Novela. Si lo espero, tendría más tiempo y podría escribir sólo una página cada dos días; veamos la aritmética: tengo treinta y tres páginas, y hacia delante, se presentan disponibles, veinticuatro días de enero, veintinueve de febrero, treinta y uno de marzo, treinta de abril, treinta y uno de mayo, y quince días de junio; son un total de ciento sesenta días hasta el quince de junio, día de la fecha de entrega. Así, escribiendo una página cada dos días completaría ochenta, más las treinta y tres que hay; hay suficiente. El otro demonio evidente son los premios: el primero es el veinte por ciento del segundo y el segundo es de un millón de dólares americanos. ¿Se dan cuenta de qué estamos hablando? Una página, común y corriente, tamaño carta en letra Times New Roman número doce puede llegar a valer la friolera de dos mil dólares para el Premio Iberoamericano de Narrativa, y si nos vamos al Premio Planeta de Novela, sujétense: son diez mil dólares por la misma página escrita. Da escalofríos sólo pensarlo. ¡Que a uno de nosotros, se nos considere, una vez al año, con tal consideración! Bueno, así quedamos al nivel de artistas de cine, de tenistas top ten, de futbolistas mundialistas, de los cantantes vivos de los años sesenta; de radiantes stars.


Increíble; verdaderamente increíble, una página contiene aproximadamente cincuenta líneas y unas quinientas palabras. Una línea puede valer doscientos dólares, lo mismo que me pagaron una vez por prestar mi imagen para una foto de Papá Noel en una publicidad de telefonía celular. Por suerte, pocos me reconocieron bajo la barba blanca, el gorro rojo con pompón blanco, los anteojos de abuelito sano; y los pocos se burlaron. Qué descaro, una sola palabra podría costar veinte dólares; lo que valía un pelotazo, de sólo un raquetazo, del magnífico John McEnroe. Veinte dólares, el valor de una jornada, en este continente, de un obrero calificado. Borremos todo, volvamos a concentrarnos, aunque me gustaría, antes de seguir, intentar descubrir la diferencia entre una narrativa y una novela. La Odisea es más una narración que una novela o un cuento. Es gloriosa, ¿inmortal? Se entiende por narrativa el hecho de narrar; de contar lo sucedido. Es lo que estoy tratando de hacer, tal como Odiseo, narrando sus penurias en el país de los Feacios; estoy, narrando las penurias de mi yo, en tinieblas, parado en un punto, en un país de la línea ecuatorial, en la mitad del mundo. (Fantástica la comparación con Odiseo). No debo, no quiero, ni puedo, abandonar a Bárbara y Nicolás. Hacerlo es exactamente hacer lo que denunció John Lennon: mientras nosotros estamos preocupados de las más burdas nimiedades, la vida se nos pasa por el lado, de largo. (No lo dijo exactamente así, pero este es el sentido). En mala hora descubrí este famoso «Planeta» que da premios a troche y moche y que multiplica la inquietud básica de los escritores; y yo, ya calculando en qué voy a gastarlo. Son cálculos rápidos e insustanciales, pero no dejan de molestar y alterar el natural curso de los días. (No existe un curso natural de los días). Bárbara llevaba adentro el gen que la hacía propensa a desarrollar una relación existencial con la nada. Era sugerente la peculiar manera en que sonreía; era una sonrisa que venía de un pasado


Capítulo Cuarto

Quingue, lunes veintiocho de enero del 2008.

35

Hace exactamente diez y nueve días que no escribo; he tenido que volver al mar para reanudar esta tarea. El mar ha recibido hasta este momento mis súplicas con los brazos abiertos. Digo mal, he tenido que volver a la orilla del mar para reanudar esta tarea. El horizonte, siempre recibe mi súplica extendido en una sola e imaginaria línea recta. Esta mañana, caminando por la playa con Dolores, le propongo que me regale diez dibujos para iluminar la novela. Me entusiasmo con la idea y la sola premonición de los dibujos hace que le pida cien; ella se ríe, pero no me espeta un rotundo no; entonces, El Narrador podría llegar a contar como mínimo con un dibujo para cada capítulo, y cien páginas escritas en distinguidas hojas. (¿Cien páginas dibujadas en un noble papel?).

muy lejano, una sonrisa bárbara, elegante, opuesta ciento por ciento a aquella de La Mona Lisa. Qué necia la imagen, esto de que una línea pudiera llegar a valer doscientos dólares desconcentra, cretiniza la efímera libertad de aquellos que osan internarse en las opacidades del lenguaje. Estoy por cambiarle el nombre «Mi Novela» a mi novela (suena nazi); mal que mal, por ahora, es mía; trucarlo por algo así como «Mi Narración», «La Narración», o «Aquella Narración». Mejor suena «El Narrador», está en el acervo de los títulos cinematográficos: El Gladiador, El Nadador, El Dictador, El Pianista, El Vestidor, etc.


Quingue, martes veintinueve de enero del 2008.

Veo el libro con cien magníficos dibujos y cien eximias páginas escritas; todo bien editado, en formato A4, para que luzcan los dibujos, uno a uno, y la escritura se asemeje página por página, a una larga carta abierta. Veo la costura en el lomo hecha a mano, los papeles blanco-marfil con sus texturas, la tinta, las tapas gruesas; huelo su aroma. Está lloviendo, los grises dominan el paisaje, nos metemos desnudos al mar. La bajada de las aguas por los ríos ha traído un enorme árbol que la mar ha sacado a la orilla. Todo el tronco está entreverado de lianas, algunas antiguas, gruesas, pardo oscuras, otras recientes, verde pálido. Fue arrancado de cuajo en la ribera de algún río cercano. Hay otros árboles gigantes flotando a unos trescientos metros de la orilla como si estuvieran esperando el momento adecuado para varar en la playa. Ayer en la tarde vimos en la arena del palmar un caminito de unos veinticinco centímetros de ancho; nacía en la ladera del bosque y llegaba justo a un almendro a punto de perder su última hoja. Por el camino transitaban cientos de miles de hormigas arrieras. Recordé la película Marabunta en la que las hormigas se comen íntegramente a una persona dejando sólo el esqueleto; película brillante, educativa (no hay que dormirse donde vivan hormigas carnívoras), con grandes actores como Stewart Granger, hecha para los niños, para que se críen sanos, sin temores, película que sin duda inspiró a Tiburón uno, dos, tres y cuatro. Nosotros sin dudar decidimos comprar un insecticida específico para estas hormigas de mediano tamaño. Al no encontrarlo, buscamos sus madrigueras y les echamos agua hirviendo, más tarde rociamos gasolina en los hoyos, sus casas, y les prendimos fuego. Las hormigas enloquecidas trataban de salvarse corriendo en desbandada. Ahora espero que sean las seis de la tarde para verificar si han quedado algunas vivas que puedan reanudar su marcha hacia el almendro. Ellas han deshojado los cuatro almendros que planté hace


Capítulo Cuarto

Quingue, miércoles treinta de enero del 2008.

36

Son las seis de la mañana, ha llovido toda la noche. El mar amaneció de un color marrón terroso. Flotan algunos árboles con su gran masa de raíces, y algunas ramas mayores afloran nítidas del agua. De lejos parecen islotes pequeños que andan a la deriva, perdidos, como los icebergs sureños. En la playa, larga y angosta, se ven algunas familias rebuscando entre los despojos del mar, donde hay de todo: maderas, plásticos, cuerdas, sandalias, juguetes, botellas, bracitos de muñeca, tablas, tortugas moribundas.

cuatro años. Están grandes, de unos cuatro metros promedio de altura; por suerte, estos almendros vuelven a brotar. En cada uno de ellos aparecen rápidos los incipientes brotes, tengo la impresión de que las hormigas arrieras esperan que las hojas crezcan lo suficiente para cosecharlas. Me quedo pensativo estamos en un siglo ecológico. Estoy arrepentido. ¿Cómo será el ciclo, la cadena, el orden invisible que las hormigas arrieras conllevan, o ya son parte de un supuesto eslabón perdido; como lo son, tal vez, las moscas, las ratas o los zancudos?


La hora de trabajo en este pueblo vale un dólar, la de un oficial, un dólar y medio, y la de un maestro calificado, dos. (En la práctica, nunca hay trabajo). Así, cuando la mar arroja algo a la playa, en alguna parte del corazón de estos lugareños está el botín, el tesoro, la desorientación, lo inesperado. Nosotros encontramos un tronco de laurel de unos tres metros de largo por medio metro de espesor. Sus fuertes nervaduras van aguzándose hacia la punta. Lo llevamos hacia nuestra cabaña flotando por la orilla, es fácil, sólo dos kilómetros, y lo tenemos en la puerta del palmar. Bárbara deseaba que Nicolás la besara. Los viajes cansan. Ella iba a completar, esa semana, cuatro meses viajando por América del Sur. La proximidad de Nicolás le había despertado el deseo de un profundo erotismo. Sí que ella había fantaseado, más de una vez, con ser besada en la yema que tiene guardada entre sus piernas. Nunca lo había consentido. Su pudor escocés era fuerte, acre, y amargo, de ese amargo que llega a ser dulce sin perder el dejo amargo de la amargura. Ahora le hubiera gustado que Nicolás introdujera la cabeza bajo las cobijas y las ropas que se habían echado encima, le bajara los pantalones, los calzones, y echado en el suelo, en la oquedad, la besara sin tiempo. La sola idea le producía frío, estremecimientos, contradicciones.

Un día, encontraron unos paquetes blancos. Habían sido arrojados al agua desde una lancha interceptada por una patrulla costera. Cada paquete vale unos cien mil dólares. Se cuenta que todavía existen algunos a la espera de tiempos mejores. Los primeros pudieron venderse ¿uno, dos, tres, o cuatro? Los siguientes fueron interceptados por los narcos de la zona, y los que siguieron, por la policía. El resto quedó en el silencio; se supone, con ese suponer que saca lágrimas, que hay perdidos unos cuarenta en algún remoto rincón oscuro de algún recóndito paraje.


Capítulo Cuarto

37

En su interior, ella sentía que podía entregarle a Nicolás su vergel húmedo, frondoso, con ese aroma áspero, fragante, final. Ella reía para sus adentros, invadida por una franca simpatía. No sabía ya si lo que estaba sintiendo era real o imaginario. No quería abrir los ojos para verificar, y su sexo se humedecía poco a poco con el rocío ardiente de su imaginación. En tanto, Nicolás había despertado, su mano se había acercado al vientre de Bárbara y distraída, se apoyaba en el hueso de su cadera. Nicolás sintió que su mano había llegado hasta ahí por voluntad propia; no sabía si tenía que retirarla o dejarla seguir su intuitivo camino. ¿Seguir, atreverse a acercarse a esa «pequeña fábula»?, ¿a esa «flor de la delicia»?, ¿a esa «secreta despedida» o a aquella «ilusión nocturna» que le quitaba el aliento? Nicolás buscaba en lo recóndito, un nombre propio que le hiciera justicia a esa escondida intimidad que Bárbara tenía tan despierta entre sus muslos. Él deseaba hacer aparecer la belleza bajo otra palabra distinta que no fuera «bella».


En vuelo, Quito-Santiago, lunes once de febrero del 2008.

El mar nunca se cansa de batir sus aguas, día y noche, noche y día. «La mar es una loca furiosa» se oyó decir por ahí. Para mí, es como la hora.

Estaba viviendo un extraño sentimiento; las distintas partes del cuerpo comenzaban a tener vida propia, no obedecían; estaban como está una fuente en medio de un agreste parque, o como la rama de un árbol bajo el viento en el bosque salvaje. Sentía la latitud en su cuerpo. Un lugar tiene latitud. ¿Y cuál podría ser, si la hubiera, la latitud del cuerpo? ¿La latitud latente? ¿La franca latitud? Nicolás no desvariaba; estaba ejerciendo uno de los derechos ancestrales, primordiales, del hombre: poner nombre a las cosas. Sabía, que una cosa era poner un nombre propio, y otra muy distinta, acertar con una afirmación de reconocimiento y cariño, lo que no conocía y estaba comenzando a conocer. Así como llamaron América y no Américo, a la hasta entonces desconocida quarta pars de la tierra, Nicolás quería referirse al sexo de Bárbara con el mayor de los aciertos, la máxima ternura; por sobre todo, nombrar, singularizar lo propio de ella. El espejo del mar es inconmensurable, una hilera de cabezas oscuras aparecen en las aguas, son los jóvenes bañándose al caer de la tarde. Algunas embarcaciones han salido de pesca. El pueblo se prepara para las fiestas. Ya desde ayer se oye el retumbar de la música; son los bajos los que llenan el espacio. Podrían haber sido tambores africanos. Qué básica y sencilla es la vida de este pueblo. Vuelve a pasar de sur a norte un escuadrón de pájaros. Van entrecruzándose para volver a alinearse en dos hileras de unos cuarenta metros de largo cada una.


Capítulo Cuarto

Camarico, viernes quince de febrero del 2008.

38

Bárbara descubrió sus deseos como la oruga que, de súbito, hecha alas y confiada emprende el vuelo hacia su irrevocable destino. Una oleada tibia inexplicable le empañó el cerebro, y su cuerpo, comenzó a inquietarse imperceptiblemente, para mostrarse, tan sólo instantes después, tal como había sido a la edad de cuatro años: desinhibido, armónico, festivo. Tal vez, la vida, pensaba, sea como los días: una secuencia de legítimos despertares; de sorprendentes inicios cuyas conclusiones son apacibles como los atardeceres. Allí, perpleja, suponía los primeros indicios del amanecer. Habían pasado muchos años en los que el amanecer y su propio alba no rimaban. No comprendía la razón de este desencuentro; nunca antes había podido asumirlo como parte sustancial de su existencia. Ahora, vislumbraba la aparición de ambos influjos al unísono, construyendo para ella una sensación de indivisible unidad.

El mar desde el aire es femenino. Qué aparente es el dominio que creemos tener, desde el aire, sobre ella: nosotros, que somos, claramente pasajeros. ¡Si la nave, remontando, desapareciera en lontananza, en otros cielos, sobrevolando por otros muchos mares!


A ella, desde su más tierna infancia, le había costado levantarse y aceptar el nuevo día, despojarse de los avatares del día anterior y recibirlo no como un contratiempo sino como una novedad natural, atractiva y digna de ser emprendida. Claro que esta vendría a ser la primera vez que despertaría con todo un hombre a su lado, la primera vez que tendría que decirle, a lo mejor, buenos días, la primera vez. «Todos los signos son correctos mientras no se conviertan en oscuros oráculos; los signos sólo indican neutrales los senderos a veces ilegibles del instinto». Maldito el día en que en plena infancia aprendimos a calcular en función de ganar, aquella época en la que se nos enseñó a ser estrictamente gananciales, refunfuñaba llena de ira esforzándose por seguir la pista que se le insinuaba desde el claro deseo de su cuerpo que había comenzado a arder, como una de aquellas fogatas encendida en una noche primaveral, bajo la luna naciente, entre las rocas agrestes de la cordillera brava. Estoy pasando por una edad extraña, musitaba, sin atreverse a mover ni la punta del dedo meñique, por mantener en quietud el encanto de ese privilegiado momento. Estoy agitada como barca de pescadores suelta en alta mar, pero no estoy en el mar, voy en un tren con un hombre sentado a mi lado llamado Nicolás; el roce de su flanco me estremece y no me atrevo ni siquiera a mirarlo; menos a tocarlo. ¿Hay algo más placentero que sentirme sumergida, como lo estoy ahora, en esta noche, en mi cuerpo, en su ser; desprendida de los mundanales requerimientos? ¿Por qué tengo que decirlo? ¿Estoy ahogada en el deseo? No, no se trata de eso, no estoy ahogándome, porque reconozco con toda franqueza que estoy tan inmersa en el deseo, que éste está invadiéndome, cumpliéndose, poco a poco, de manera sutil, insospechada.


Capítulo Cuarto

Camarico, martes diez y nueve de febrero del 2008.

39

Nunca en mi vida, ni corta ni larga, he sentido algo tan placentero; estoy sintiéndome a cada minuto que pasa, más segura ante un hombre por el cual me siento atraída, irremediablemente. Me obligo a poner lo que estoy sintiendo en palabras dirigidas a mí misma, no quiero perder esta sensación en el inmenso torrente de las cosas no dichas, quiero grabarla en algún rincón de mi ser al que pueda volver a mi antojo. Tengo que permitir que mi vida ocurra también en el lenguaje, y así, viva de una manera más íntegra e intensa. No quiero, como en tantas otras ocasiones, sentirme a la deriva, silenciada por mí misma e incapaz de expresar lo que me pasa cuando presiento que amo. Odio la expresión «no tengo palabras para expresar lo que siento», la encuentro floja, cobarde, deshumanizada. No dejan de sorprenderme las múltiples razones que encuentro para evadir la puesta en palabra de mis sentimientos; debo soltar la piara de prejuicios, dejarla ir, y aproximarme aunque sea un poco, a la manera en que se comporta un animal en celo; atreverme a seguir a ciegas, a abandonarme, a zambullirme incauta en las normas de un perdido código ancestral.


Hago un esfuerzo enorme para ser precisa, no quiero disfrazar aquello que bulle en todo mi ser como un caldo sustancial, medular, inmanente. Lo comparo con una de esas ricas cazuelas que enjundiosas nos calientan y recomponen el cuerpo luego de una jornada dura y lluviosa transcurrida en un día frío. No voy a generalizar; las cazuelas son de orden estrictamente personal, pero en mi caso particular, estoy recordando una de pavita hecha por mi abuelo, devorada, cuchareada, en el día más helado del crudo invierno de Inverness, junto a la chimenea, descalza, sobre la alfombra persa, sonriendo, y dejándome mimar por ese viejo gruñón que también está gozando, puesto que es su obra, hecha a escondidas de mi abuela, y que día a día la mejora, echándole, a espaldas de ella, este o aquel ingrediente, jugando al alquimista, al hombre libre, que hace lo que quiere cuando quiere. ¡Puchas que me siento bien! se dijo orgullosa, repitiendo la expresión de bienestar que acababa de aprender en la capital de ese largo y angosto país sudamericano. No hay que ser injusta, debemos mejorar la proporción de cosas buenas ante la enormidad creciente, en proporción geométrica, de las malas, que amenazan con destruir nuestro ánimo con la misma tenacidad con que las hormigas arrieras del litoral de la mitad del mundo devoran por las noches el follaje de los asombrosos almendros, dejándonos sin sombra bajo la cual guarecernos durante el ardiente mediodía. «La negatividad equivale a la defoliación» repitió en silencio autocelebrando su capacidad para emitir sentencias, y, olvidando la presencia dormida de Nicolás, comenzó a fabricar reglas de a cuatro: «Las falacias son al destino como el oso hormiguero a la mosca». «La negatividad es al corazón como la defoliación al árbol». En esto se distrajo, y el magnífico momento que estaba disfrutando se esfumó como por arte de magia. ¡Qué pena, íbamos tan bien!


Fin del Capítulo Cuarto

40

Yo también me distraje, es hora de prender un cigarrillo; tengo entendido que casi todos los escritores fuman para poder mantenerse largo rato sentados, escribiendo. El cigarrillo nos detiene, nos acompaña amortiguando, retrasando un tanto, el impulso de pararse y partir a la cocina a mordisquear un pan ayudado por una copa de vino. Simplemente se enciende un fósforo de madera, de preferencia de cabecita roja, y se le aplica la llama al «cilindro nicotinoso» previamente sobado y golpeado en ambos extremos contra la superficie de la mesa; se acomoda aquel histórico cenicero, y vamos emitiendo las más diversas volutas de humo sintiéndonos verdaderos artistas plásticos, constructores de efímeras formas etéreas. Uno las mira con nostalgia en la medida en que van alejándose como diminutos zepelines, uno cavila ante su inevitable disolución en el tiempo y el espacio; disolución, aunque parecida a la nuestra, no tiene las mismas características ni consecuencias. Pareciera que este acto provoca una sensación de alivio y que pronto se podrá reemprender la tarea creativamente, pero no es así; una vulgar sinrazón se hace presente llenándonos de nuevas y extremadas dudas. (Es que yo, no bebo, ni fumo).


5



Camarico, sábado veintitrés de febrero del 2008.

Es muy difícil hablar de lo que no se conoce; aunque hoy la experiencia esté un tanto desprestigiada y la capacidad de teorizar se extienda como la leche derramada en la mesita de vidrio del velador. Hubo épocas en las que fumar era bien visto, en la década del cuarenta, Kim Novak y Humphrey Bogart despertaban pasiones, como si estuvieran en la cama, fumando cara a cara en un hotel perdido en las afueras de Londres; aparecían en la pantalla grande como dos eróticos portentos: atléticos, inodoros, dueños absolutos de sí mismos. En los cincuenta, Jean Seberg y Jean Paul Belmondo, en Sin Aliento, literalmente se fuman toda la película, desplegando en verdadera magnitud, todo un gesto existencialista. Gary Cooper, en cambio, masca tabaco, mientras solitario espera la balacera en The Man of the West. Y John Wayne se fuma gozoso un par de grandes y exquisitos puros, antes de morir en El Álamo. Sin duda que, estos datos son irrelevantes para las generaciones asociadas al viril cowboy Malboro, al cáncer, o al enfisema pulmonar graficado en las cajetillas actuales. Distinto resulta escribir en seco, «a capela», solo, sentado en una silla de palo mejorada con la almohada, con un par de fotos de familia al costado de la mesa, una caja de madera labrada llena de lápices que nunca se usan, golpeteando con furor un obsoleto Macintosh –PowerBook100– del año de la «cocoa», queriendo insinuar que los escritores amamos el computador como Roy Rogers, el «king of the cowboys», a su caballo. Yo, inundado de tonterillas, no soy escritor ni por las tapas; cubro mi portátil con un trapito de lana de guanaco boliviano, como si fuera un canario, para que no vaya a pescarse un virus. Es que mi laptop tiene vida: le cuestan las «a» y las «s», hay que insistir, presionar dos o tres veces, en cambio, es una bala para los «&», «$» y los «%». Soy patético, cómo no corro de inmediato al pueblo, me compro uno nuevo, bonito, sencillo, barato; si sólo lo necesito para escribir mientras dure este entusiasmo, y salgo enseguida, raudo,


Capítulo Quinto

41

airoso, triunfante, de este singular apuro en que me encuentro. Creo que no lo hago porque al escribir más rápido, luego de este ahorro, me quedaría mucho tiempo libre, y probablemente me sentiría un preclaro ocioso, sin talento para disfrutar del ocio; como si este tiempo del que dispongo, no lo mereciera, ni lo hubiera ganado honradamente con las artes de la poesía. Voy, de a poco, paralizándome; dejé de fumar hace diez años, y de tomar, uno. Mis amistades me admiran, no sin cierta picardía, pero esto no es suficiente para que pueda escribir en paz, y sacar adelante este proyecto de una novela que ocupe mis días reencantándolos, y que, en algún ilusorio momento, me llevó a creer que podía suplir mis inclinaciones y vencer la insípida condición en que me encuentro. De alguna manera, estar sentado, me remonta a los tiempos de colegio, en los que esta posición equivalía a estar en lo correcto, aunque el estudio cundiera poco y sólo se tratara de «calentar asiento». Tiempos en los que el mero hecho de estar sentado era meritorio. Hoy, veo lejanos los días en que pensé presentarme al Premio Planeta, debiera haber escrito al menos una página diaria y no sólo dos en lo que va corrido del mes de febrero. «¡Qué bonita va, con su pollerita al viento, que linda va!».


Camarico, martes veintiséis de febrero del 2008.

No puedo estar más distraído (no sé de qué); en estas circunstancias, no soy capaz de ayudar a Bárbara, de devolverla al presente y a su lugar. En la madrugada he tenido que meterme a una tina llena de agua bien caliente y dejar caer del grifo una gota regular para que me ayude a marcar el ritmo del corazón, tal como lo hace un marcapasos. Este corazoncito que llevo adentro, sin mérito ni culpa, me está jugando una mala pasada, anda a todo galope, desordenado, arrítmico. Una inesperada andanada de emociones recibidas, antes de ayer, sin preparación ni aviso, me tiene enteramente desconcertado. Creo que de las emociones, la vergüenza, el remordimiento, la culpa y el inmenso pesar que éstas provocan, son de lejos, las más difíciles de sobrellevar. Lo único que deseo en este instante es cariño. (No sé si deseo darlo o recibirlo). Las emociones, qué difíciles, ni siquiera sabemos a ciencia cierta cuáles y cuántas son: felicidad, miedo, tristeza, sorpresa, ira, asco, a las que habría que agregar, cuando menos, los celos, la vergüenza, el desprecio, el rubor, sumándoles la gran cantidad de sinónimos que las acompañan y vienen a matizarlas.

De nada sirve este alegre y positivo excurso, porque ella va: «¡A comprar quesitos frescos a la ciudad!». «¡Qué bonita va!». Y, la «Lecherita», va también camino a la ciudad, soñando en lo que va ha hacer con el fruto de la venta de su cántaro rebosante de leche que lleva en perfecto equilibrio sobre su cabeza. Pero Bárbara, no va a ningún lado; el tren, y todo lo que ahí pasa, le da lo mismo (le importa un huevo), ella está distraída. Y yo, al paso que voy, de seguro me despeño en el abismo de la esterilidad. Pensar que estar o andar distraído es algo sumamente habitual en este mundo de ahora, tan propenso a generalizar, a las globalidades y veleidades. (El mundo no es propenso).


Capítulo Quinto

42

¿Es verdad que afectan nuestras vidas de una manera tan decisiva que sobrepasan con mucho, los dominios del prestigiado juicio y de la altiva inteligencia? ¿Son las emociones los reales distingos que humanizan la razón, a veces embelleciéndola? ¿Es cierto que lo emotivo convive, en un mismo ámbito, con los deseos y las creencias? Basta mirar el reflejo de una emoción en la cara de un niño para descubrir cuándo es positiva, cuándo es respuesta a un deseo satisfecho o cuándo se trata de una negativa que responde a un deseo frustrado. Así es, pero nosotros hemos aprendido a ser muy educados, grandes actores espontáneos, príncipes de la simulación, reyes de mascaradas. Estoy angustiado; hasta el punto de querer modificar el cuerpo doce de la letra en que estoy escribiendo, agrandándolo a catorce; con esto, aumentar un tanto las cinco páginas que he escrito durante todo el mes de febrero que está por terminarse este viernes. Es una vergüenza, pero ¿para quién? Mi hijo menor acaba de incorporar dos horas de canciones de Bob Dylan a mi escaso repertorio musical; esto ayuda, Dylan cantando y yo escribiendo, un dúo mortal: yo tocando rítmicamente el teclado (porque para esto sí que mi computador es un real aporte) y él, rasgueando su guitarra y haciendo gemir, de tanto en tanto, su alegórica armónica. «Oh yeah Charly» dice él y «aquí vamos Bob» digo yo, acoplándome. (Bob Dylan jamás azuzó al público con un «come on everybody» o «everybody now»).


«Dime mujer qué tendré que hacer para sentir el inocente fragor que te invade, princesa de los delirios, vagabunda de las emociones; verás que la canción te llevara más lejos que el sonoro silbido de un tren llegando antes de tiempo a la próxima estación; corsaria de altamar, desnudada en las arenas, eres el deleite de los lugareños, la amada de los vientos, la última querida de las sombras; la dulce marinera de los encuentros fortuitos». Debo escribir, aunque sea compulsivamente, de no ser así, lo más probable es que caiga de lleno en medio de una ola emotiva que me revolcará sin piedad hasta que le dé puntada (a la ola), provocándome una conmoción emocional de la que no habrá razón que me salve por razonable que sea. (La razón no es ni será jamás, salvífica). La razón es un malentendido, una ponencia un tanto simplona; hay que ser demasiado irracional y burdo para afirmar tozudamente que se está en lo cierto. «Tener la razón» es la peor de las posesiones imaginables y, querer tenerla, el peor de los deseos. No porque haya comprado once libros, en la Feria del libro, en la plaza, esta mañana, voy a agregarle un grano de entusiasmo al ánimo perdido, o, estoy, mejor dispuesto a perdonarme por haberlo perdido. Además, el humor a veces nos traiciona, porque creemos que quien ríe último ríe mejor, ergo, es mejor no reír primero, sino después, teniendo la certeza de que no va a aparecer alguien por sorpresa, que reirá al final; la otra opción es aceptar no reír mejor sino peor, así podemos reír primero sin ningún problema, porque sabido es que los últimos serán los primeros y, por último, no importa tanto ser segundones. Habría que agregar que es una pésima costumbre estar en permanente competencia. Debo seguir, aunque no pueda esconder la semejanza de mi acción a la de un náufrago. Bárbara empezó a sentir en su columna el pasar de cada uno de los durmientes que atravesaban los rieles del tren. Esto lo consideró un aporte del entorno para que ella no se esfumara y resituara


Capítulo Quinto

43

lejos de ahí. Nicolás percibió con fuerza su presencia puesto que algo envolvente y ahora irresistible emanaba de ella. Un aroma tenaz le perturbó los sentidos hasta tal punto que un gusto nuevo lo invadió estremeciéndolo en su interior sin que ninguna manifestación externa de sí mismo lo delatara. ¿Nuevo? Sí: nuevo, ignorado; nunca antes conocido. Son las doce del día, hora clásica en la que se almuerza en los campos y se interrumpe la jornada de trabajo. Reina un silencio en el que la mosca debuta, no molesta tanto como en otras horas del día, teniendo en consideración que un silencio total podría conducirnos a estados descorporizados y hacernos sentir desprotegidos, casi sin cuerpos y con el alma viva. Esta puede llegar a ser una experiencia triste para un narrador, al mediodía, a la hora de almuerzo, en el campo, por muy intelectual que éste sea, haya sido, o pretenda ser. He comprado algunos libros por lo atractivo de sus nombres: Wittgenstein y el Lenguaje, Delirio y Metáfora, Bambúes, La Nada Cotidiana, Altazor (el mejor). Se ven bien sobre la mesa; nuevitos; unos sobre otros, alcanzando una altura de quince centímetros, bien ordenados según sus tamaños. Cuántas tipografías, texturas, colores, brillos (cada año que pasa los libros son más brillantes), cuánto trabajo escondido, comprimido en un simple montoncito de libros, cuántas esperanzas, sorpresas, ilusiones.


Acabo de comprar una portátil, una laptop, asesorado por mi hijo menor. Se acabaron las penurias, las sesiones orquestadas, las luchas tecnológicas. Ahora, a escribir como una serpiente que ya ha visualizado la presencia de Eva en el paraíso terrenal. Entonces, puesto que la alegría de las cosas nuevas dura demasiado poco, a escribir sin titubear, como aquella paloma que rauda trajo la ramita de olivo cogida en su pico desde la tierra firme a esa arca que flotaba con su carga preciosa, en medio de las aguas, que en aquellos días, cubrían la faz de la tierra.

Esta novedad, tipo juguete, me transporta a la idea de organizarme (además de iniciar la campaña de una laptop por persona mayor de sesenta años); no en vano estos computadores se llaman «ordenadores». He pensado una sencilla estructura para El Narrador; dividirlo en dos partes equi-

Santiago, martes cuatro de marzo del 2008.

Cumbayá, martes once de marzo del 2008.

Escojo un libro de entre el montón, saco el de Wittgenstein. Abro una página al azar (estoy por creer que el azar no existe), sale la página cuarenta y cuatro (terminación del año en que nací, además de que estamos en la página cuarenta y cuatro), leo un párrafo: «Las paradojas de Russell venían a mostrar que una proposición, aun cuando su realización gramatical y sintáctica fuera correcta, puede no obstante ello, desembocar en un ‘sinsentido’, por lo cual el criterio que permitirá establecer la verdad o falsedad de una proposición cualquiera, deberá ser, pues, la conexión que ésta establece con el hecho que describe». ¿A quién le gustaría caer en la cuenta de que sus proposiciones, sus reflexiones escritas, sus palabras, o las acciones de su misma vida, en apariencia adecuadas y correctas «gramaticalmente», son, desde ya hace un tiempo, un evidente «sinsentido»? La palabra «sinsentido» da escalofríos, provoca una sensación de pánico en el bajo vientre y una infinita pereza en la mente. No quiero llegar a sospechar que este libro pudiera llegar a ser un «sinsentido», una desaparición de la esperanza, un cubo de hielo abandonado, sin más, al sol.


Capítulo Quinto

44

valentes (tal, como con ambas manos se parte, se abre en dos una manzana a punto). La primera parte, que ya está prácticamente escrita, y que está afectada por el que narra a lo largo de sus páginas, con todo lo que le pasa y no le pasa a este intruso personaje y que, además, trata de usurparles el merecido protagonismo que sólo a Bárbara y Nicolás les corresponde. Y, una segunda parte, que estará destinada exclusivamente a ellos, y en la que él no debiera aparecer bajo ninguna circunstancia. No le permitiremos interrupciones, aunque llueva y truene; que no vaya a suceder lo que pasó en la primera, por la impertinente intromisión del que escribe: un texto discontinuo, plagado de «como», de «que», de palabras terminadas en «mente». Esta narración, que corresponde a la verdadera historia de Bárbara y Nicolás, y del viaje que hicieron en tren del Pacífico al Atlántico en la década del sesenta, debe conformar y consolidar una nueva pareja, tan significativa y decisiva, que pueda entrar en la secuencia de las parejas que han hecho historia, como la primera, Adán y Eva, o algunas de las últimas, Romeo y Julieta, Manuela Sáenz y Simón Bolívar. Sin lugar a dudas, nuestra pareja (tan trascendental) merece toda nuestra atención, un trato privilegiado, cariño, y respeto a toda prueba.


Cumbayá, jueves trece de marzo del 2008.

En los tiempos de Bárbara existía el walkman. Fue una suerte para Nicolás que se le hubieran acabado las pilas en el momento en que el tren salía de la estación.

Estoy oyendo Sad Eyed Lady of the Lowlands que mal traducido podría ser «Señora de los ojos tristes de las tierras bajas»; no, no está bien. Es fantástico cómo los jóvenes de hoy pueden trabajar y escribir mientras están oyendo música con los audífonos puestos. Yo estoy desesperado, mi hija menor acaba de programar una serie de canciones; luego de mucho lidiar con los comandos de esta portátil, en iTunes, me salió un Rock & Roll; parece que me hizo una mezcla aleatoria, porque ahora salieron los Beatles con Honey Pie, sin duda esto hizo, porque ahora está Juan Luis Guerra con Para ti… no hay nada imposible. (¿Han reparado en que varios de los grandes cantantes han terminado cantando canciones religiosas?).

Casi todas las parejas históricas se nombran hoy en día con el nombre del varón primero, contraviniendo la caballeresca convención ladies first. (¿Es importante?). Nosotros nos quedaremos con Bárbara encabezando la dupla; como Manuela y Simón. ¿Podré en la segunda parte atenerme a escribir, en sus cincuenta páginas, sólo sobre Bárbara y Nicolás? ¿Puede, por ejemplo un beso, dar para escribir unas cuatro páginas que no sean pura «literatura»? El Premio Planeta sigue rondándome. ¿Por qué evalúa en unos veinte dólares el valor de cada palabra de una novela provista de unas cincuenta mil palabras? «Un gusto nuevo lo invadió estremeciéndolo en su interior, sin que ninguna manifestación exterior lo delatara», diez y seis palabras, igual a trescientos veinte dólares.


Capítulo Quinto

45

Definitivamente este siglo va a ser tecnológico, a pesar de algunas predicciones que dicen que ha de ser religioso. Es más ecológico tener un computador que un auto, y una flauta que el primero, siendo más económica, nos puede llevar muchísimo más lejos. Todo hacía prever que el amanecer vendría como en La Odisea; y el alba, aparecería rosácea, desnuda, como la lluvia en primavera. Bramó el ganado ante la inminente tormenta matutina, mas el tren siguió su rumbo, moderno, impertérrito. ¿Tendríamos que atenernos a nuestras creencias para no enloquecer? ¿Con cuántas palabras se han de llenar los huecos dolorosos del alma? ¿Saldrían ambos, libres y alegres, sin que, verde de envidia, el hada maligna viniera a destruir el fresco encanto de sus entregas?


Extraordinario esto de la música-laptop; ahora me tocó Bruce Springsteen, Dire Straits y nuevamente Bob Dylan, me siento en una discoteca de las antiguas, con la diferencia de que no hay sudor, ni olor a cigarrillo, ni a trago, ni mujer; sentado en una silla, frente a esta pantalla y bastante incómodo; ¡pobres secretarias y amantes del computador!, aunque hay que reconocer que es un juego de lo más estepario, que linda con la intimidad. Un escritor debería aprender a montar primero, a tener una relación perfecta con el animal antes de dedicarse al ser humano. Un poeta debería cabalgar, cabalgar y cabalgar, hasta llegar a la unidad perfecta con el animal, hasta vislumbrar el espacio y la palabra como lo que son: bienes irrenunciables del ahora y el aquí. Es tremendo darse cuenta de que la poesía puede ser cantada; la única opción es que exista otra vida donde podamos escoger, con tranquilidad, otros largos caminos. La poesía, tantas veces árida, como mucho arte conceptual. Hay algunas razones contundentes para vivir enajenado, o en su defecto, ausente. El ritmo, siendo básico, sigue siendo escaso. Claro, dirán muchos, el ritmo del corazón nos acompaña mientras vivamos. Cierto, pero la palabra, que es nuestro albedrío, no, y muchas veces desconcierta, es desmesurada, desequilibra las relaciones de la manera más torpe. Tengo la suerte de tener destinadas las cuatro últimas páginas, de la primera parte de esta narración, para exponer en ellas cuanto se me pase por la cabeza: ritmos, cadencias, impulsos, pasos de baile, tarareos sincopados, asertivos, reiteraciones o arritmias verbales. Encoger los hombros como si fueran ostras vivas bajo el efecto del limón y tocar el teclado con gracia y fruición, dando alaridos de gusto o haciendo jilgueritos. «Si los americanos no fuéramos tan peleadores y tan desconfiados, el mundo no se nos vendría chino». El narrador. «Rosa, de piel morena, norteamericana; bien por ese acto que llevaste a cabo en mil novecientos


Capítulo Quinto

Cumbayá, domingo diez y seis de marzo del 2008.

46

«No se puede ser bueno a medias». León Tolstoi. «La abeja y la avispa liban las mismas flores pero no logran la misma miel». Joseph Joubert.

sesenta, al no pararte de tu asiento, para que se siente en él, por ley discriminatoria, un hombre norteamericano, con la piel de color blanco». El narrador. «Rock, más samba, más salsa, todavía puede ser una fusión imbatible». El narrador. Tendrá que haber otra vida. Necesitamos más tiempos para usar todas nuestras posibilidades. ¿Han visto una prensa (no los periodistas) más repugnante que la actual, donde quiera que ésta se encuentre? ¿Sistemas de gobierno más obsoletos y destructores de la decencia de cada uno de nosotros? ¿Rebeldes? Linda palabra con tres «e» al hilo. «Cuando no tienes nada, no tienes nada que perder» siguió diciendo Bob Dylan siendo multimillonario. ¿Quién no discrimina? Mientras no nos toquen, todos somos predicadores. Qué fácil resulta presentar al del lado como al eterno culpable. Detesto la política, y sobremanera la mía. Dan ganas de dar rienda suelta a las pataletas y tirarse al suelo como un niño poseído por su niñez, de revolcarse en el barro y chillar como lo hace un verraco ante su eminente muerte; y luego, de «ser un pez y navegar en tu pecera» verificando la densidad objetiva de tus labios. «La falta de sencillez lo estropea todo». Miguel de Unamuno.


Todos los días sale en el periódico una frase célebre. Me gustaría colocar en la segunda parte de El Narrador una de estas frases por página, son fantásticas; creo que debo seguir sus proposiciones, son verdaderas oraciones, por ejemplo, «hoy he de escribir sencillo», lo malo es que uno rápidamente se olvida de aquello que no entra a fuego. «Se sienten menos necesidades cuando más se sienten las ajenas». Gotthold E. Lessing. «Dos cosas me admiran: la inteligencia de los animales y la bestialidad de los hombres». Flora Tristán. «Hacer de dos términos uno, esto es arte». Carlos Covarrubias. Un monje me contó que para acceder al paraíso y a fin de que se abran las puertas del cielo, había que enunciar una frase célebre. Aunque célebre significa famoso, singular, extravagante, me imagino que el monje se refería a una frase acertada, como si el punto estuviera en que el sentido de dicha frase no permitiera la posibilidad de otra cuya certeza la contradijera. «Hacer de un término dos, esto es arte». C. Covarrubias, ¿es igualmente válido?; creo que si fuera una frase de André Breton, sí lo sería, y éste entraría al cielo a conversar con quien quisiera. ¡Cuántos amigos desconocidos y abiertos al diálogo nos esperan en algún recodo del tiempo!, y qué máximo placer es jugar en estas tres páginas que me quedan, antes de comenzar la laboriosa cuesta de la «segunda parte»; éstas son tres regalos de los dioses. Pensar que Sad Eyed Lady of the Lowlands o Desolation Road duran más de once minutos cada una. Se quedan un tiempo con nosotros; son canciones sólidas. Cuando joven las esperaba con verdadera ansiedad (ahora más que nunca) para sacar a bailar a la mujer que me gustaba, son diez veces más largas que I Will o I am Happy Just to Dance with You, de los Beatles, que duran sólo minuto y medio. ¿Por qué el romanticismo entró en tanto desprestigio? (Sartre, tal vez).


Capítulo Quinto

47

Está anocheciendo. Me llaman, debo bajar, dejar esta cueva acústica, oír la voz de los otros habitantes de la casa a pesar de que no concordamos, de que no están de acuerdo con lo que digo. Al almuerzo afirmé que si los jóvenes no fueran a la guerra, éstas se acabarían. Me mandaron literalmente a la mierda con una variedad imbatible de argumentos, como el que los jóvenes desposeídos iban a la guerra porque ésta les daba trabajo. Yo estaba dichoso con el mero pensar de que un movimiento mundial de jóvenes optara por un movimiento de brazos caídos, que no tomaran las armas por motivo alguno, bajo ningún pretexto, ningún punto de vista o amenaza. Entonces, los señores políticos de la guerra se quedarían con los crespos hechos, y vacío el saco de sus insaciables ambiciones. «Si los jóvenes no acataran, y no fueran más a la guerra, es posible que estas desaparecieran, por largo tiempo, de la faz de esta tierra». C. Covarrubias. «Los recuerdos, los proyectos, todo lo que no está, ejerce una fascinación indebida con respecto a lo que sí está». Carlos Alfredo Covarrubias. «Brava es la bravidad de la mujer montaraz». Anónimo del siglo xx. «Para escribir bien hay que montar mejor». Anónimo del siglo x. Debo ampliar un poco la sugerencia de la página anterior, donde digo que para poder escribir limpio y fluido, tal como corre el agua cristalina, una buena escuela es aprender a montar. La afirmación se sustenta en que montar implica una perfecta relación del que monta con el caballo, y escribir, una perfecta relación del que escribe, con lo escrito.


Cumbayá, martes diez y ocho de marzo del 2008.

Cumbayá, lunes diez y siete de marzo del 2008.

Miro a la gente tomando helados, cuchareándolos con unas galletas duras y crujientes, rodeados de niños, uno que otro perro amarrado a las patas de las mesas, dos gatos y un coche con una guagua junto a una señora de unos treinta años; pero algunos escritores no toman helados rodeados de niños; no sé qué más decir al respecto. ¡Ah! Me tomé un café, aunque de mil amores me hubiera tomado una copa de vodka puro con tres hielos y una rodaja de limón, es posible que, después de un rato, junto con el segundo helado que devore la señora gorda que tiene la guagua en sus brazos, y que ahora verraquea como

El caballo hace lo que uno le pide; pero hay que pedirle aquello en lo que él es sublime, si no, se desperdicia, se trastoca y pervierte. Y uno también se pervierte pidiéndole peras al olmo. No se trata de escribir un tratado sobre este asunto, es un una mera indicación; Cervantes lo sabía. Sé que me van a salir con que en esa época todos montaban y ahora todos andan en auto, sí, es cierto, ¿y qué? Lo que importa aquí es que el animal es un ser vivo y el auto una máquina. (Ayrton Senna habría podido escribir muy bien, en cuanto su relación con la máquina era excelente, pero la máquina no tenía relación con él, hasta lo que se sabe). Lo peculiar, cuando se cabalga, es que se trata de una doble relación. Ahora, sin duda, que un escritor capaz de vivir en pareja, en una relación de igual a igual, de semejantes, podría llegar a ser óptimo, pero ¿escribiría? Es magnífico cuando se logra una relación con un serrucho, un trozo de madera y el corte específico que se ha de hacer en ella, todo fluye, como el río al mar. Y qué brutal resulta lo contrario. Ahora, estar cortando a favor y no en contra de la madera (o del universo, que viene a ser lo mismo) es un placer. Así debería ser también escribir, ir, sólo ir por la página como por una buena pista de baile, con una pareja encantada, deslizándose con los ojos cerrados por las simples esencias del goce.


Capítulo Quinto

Cumbayá, miércoles diez y nueve de marzo del 2008.

48

Una hoja de papel en blanco tiene algo de virginal, no así el espacio en blanco en el computador, rodeado de signos, donde se corrige, y todo queda de nuevo como nuevo.

salamandra con sed, me tome un segundo café y vuelva a morirme de ganas de una copa, tan sólo una, no otra, de vodka puro, con una torreja de limón de pica y, esta vez, con un sólo hielo flotando a gusto en el líquido denso y cristalino. Estoy despistado, como una silueta buceando. Desorientado, como una lechuza en una obra de teatro. Desubicado, como avioneta en el hipódromo. Descarriado, como pez en panadería. «Cómo quisiera tenerte entre mis brazos…». «Como antes, como ahora, te querré, la ra rira la rari ra la rara…». ¿Tendrá que haber un conato de asesinato para que esta novela cobre cierto interés? Hace unos ocho meses leí una novela de la cual no recuerdo absolutamente nada. «La memoria es una amiga ocasional».


Luz, oscuridad; hay veces en que quisiéramos que fueran contrarios para hacerlos incompatibles, siendo que sólo son distintos; vivimos una cultura de contrarios que han de estar, de todos modos, en contra. Del cielo y el infierno se nos ha enseñado que al cielo se entra vestido y al infierno, desnudo; castigo y premio, ambos son incentivos malignos que destruyen todo intento de fraternidad; ganar y perder; ¿quién no conoce la despectiva y cruel expresión «es un perdedor»? Blanco y Negro (¿nunca será el Amarillo?). Mujer y Hombre, ¿será esta la última guerra que emprendamos antes de aceptar el destino ineludible a lo distinto, a lo diferente, a lo desigual y, asimétrico? Un farol encendido esta tarde, por error, compite mano a mano con la luna llena. Pálida, la luna se desliza pacífica por su inmenso e inconquistado territorio. Nuestro farol, colgado del poste, anclado al suelo, emite una luz amarilla, cálida y viva. La luna, flotando en el cielo, está un tanto más alta que la nítida ampolleta. Ambas tienen presencia. ¿Será porque están presentes? Una, claramente no viene de mano humana; la otra, sí. La luna cambiante acaba de esconderse detrás de una nube, velándose del todo. La ampolleta, con sus destellos, con su pequeña aureola radiante, parece alegrarse al recibir un rol tan predominante. No hay luna, las nubosidades se han hecho extensas, misteriosas, dubitativas. El farol está representando el papel que jugarían: Una lucecita encendida en la noche, si nos encontráramos perdidos en el bosque. La luz que dejamos encendida cada noche, por si acaso. El mediodía que en la noche inventamos cuando cerramos los ojos. La negrura que cuida y amamanta, cuando haciendo el amor, el pudor nos cohíbe. La oscuridad que hace del cine uno de nuestros buenos inventos.


Capítulo Quinto

Cumbayá, viernes veintiuno de marzo del 2008.

49

Hoy cumplo un año sin tomar una copa de vino. Mañana he de celebrarlo. Un año entero sin beber una sola gota, y en el que, ni siquiera, he catado mi propio vino. He querido que esta fecha coincida con el término de esta «primera parte» de El Narrador. ¿Cuál es el apuro? De niño quería, lo más pronto posible, terminar las tareas del colegio para salir a jugar. Supongo que estoy jugando en estas cuatro últimas páginas; y, en especial, en esta penúltima. Así es. Confío en que a alguien le guste seguir este juego, porque, lo que es a mí, más bien se me contrae el estómago, siento como imagino que pudiera ser un parto, un parto a medias, puesto que falta la «segunda parte», en la que he puesto todas las esperanzas. ¿Por qué funcionamos, así, tan ajenos al presente? Hoy es Viernes Santo, no me soporto, estoy inquietísimo con este trabajo, me muero de ganas de terminar; esta expresión suena un tanto femenina siendo también masculina; tal vez se trate de un punto más de encuentro del hombre y la mujer. Podría dejar la página final a medias y santo remedio. ¿Es por flojera, o es que la desesperanza es natural?

La noche que despierta las ganas al descanso. La precisa luz en la hoja del libro que nos tiene encantados. La luz silenciosa, encendida en la canoa, en plena noche estival, mientras pescamos. El calzón negro, liso, que dejas entrever en las mañanas, tan sorpresivo como aquel blanco de encajes. Ahora, la luna ha vuelto a aparecer con más fuerzas, ahora sí que es de noche, y muchas otras luces se han encendido para ahuyentarla.


¿Es que escribo poesía de puro inútil; porque es rápida, contractada; una mísera e insignificante semilla? Me gusta esto de inútil y mísero, en un mundo donde todo tiene que ser útil y abundante so pena de ser desterrado por ineficiente. Bárbara y Nicolás no son flojos ni nada que se le asemeje: son jóvenes, tiernos e ingenuos. Crédulos, cándidos e inocentes. Las tres virtudes que el adulto pierde por puro miedo, puesto que las considera posibles fuentes de burla y de infelicidad. Y, como ser adulto es ser experimentado, versado y experto, ¿cómo va a resultar posible ser franco, sincero, pródigo, y sobrevivir, si estamos regidos por un mundo de adultos que van, poco a poco, haciéndose, transformándose, con enormes esfuerzos, cultamente, en fariseos? (Fariseo es de las pocas palabras que no tienen ni tendrán sinónimo). «Nadie puede vivir la vida de otro». Anónimo contemporáneo. ¿Podríamos, de algún modo, en nuestra imaginación, ayudar a Bárbara y a Nicolás, construyéndoles, desde nuestra experiencia, el primer fondo del amor? ¿Hay algo más cruel que la apatía ante la incertidumbre? Mil veces sufrir mil veces, que no amar por temor a sufrir una vez más. Quedan un par de docenas de líneas para un final honroso, como en la ópera, donde las cortinas del escenario se cierran, para luego, si es del caso, volver a abrirse, con la aparición jubilosa de los personajes que ya dábamos por desaparecidos. Así, esta primera parte se termina, y habrá que dar vuelta la hoja, para que los que naturalmente deseen reencontrarse con nuestra querida pareja, que ahí van, acurrucados, ante el frío del amanecer en la pampa, construyendo con todas las instancias de su ser, el primer esbozo de un posible amor. ¿Nos gustaría ser, a nosotros, ellos?; ¿a nosotros, que tal vez alguna vez lo fuimos, y que, si no lo fuimos, por qué no serlo ahora mismo, aunque sólo fuera, esta vez, a través de ellos?


Fin del Capítulo Quinto

Cumbayá, sábado veintidós de marzo del 2008.

50

Preparo todo lo necesario para iniciar la segunda parte de esta narración, de igual modo que se alista la maleta para salir de viaje por largo tiempo: la recién inaugurada laptop Toshiba, Satellite L45, pantalla grande de treinta y tres centímetros por veintiuno, con todos sus accesorios a la mano, centrada sobre una mesa antigua de setenta y tres centímetros por cuarenta y tres y por setenta y ocho de alto, forrada con un manto rojo atravesado por líneas azules, bermellones, verdes, amarillas, situada frente a una ventana, de ciento treinta y cinco centímetros por ciento sesenta; en un segundo piso, orientada a un selvático jardín interior. A ambos lados de la mesita, dos sillones de cuero cada uno con sus magníficos ponchos de colores andinos: uno, ecuatoriano; el otro, boliviano (estos, para imaginarme que pudiera tratarse de un viaje a caballo por la cordillera), una silla giratoria con dos cojines de pluma forrados con un paño grueso, rojo, tejido en telar. Mucho rojo, para sentir entusiasmo. Todo está simétricamente ubicado para simular el puente de mando de una nave que ha de navegar por aguas o aires desconocidos con posibles turbulencias. Compruebo los ajustes, los audífonos, los anteojos, la lámpara de brazo articulado para las noches oscuras; dos pendrives listos para guardar la información. Regulo la altura de la silla. Calibro los parlantes, en caso de que quiera acompañarme, en los momentos difíciles de esta travesía, de esta aventura desconocida, por música archiconocida, y no sentir todo el rigor ilustre de la soledad. Alisto todo para zarpar –sin falta– pasado mañana.


Nicolás murió el diez y ocho de septiembre de 1958 a los trece años.

Francisco y Nicolás.

Esta Segunda Parte de El Narrador está dedicada a mis dos hermanos:

Segunda Parte



6



Cumbayá, jueves 27 de marzo del 2008.

Cumbayá, lunes 24 de marzo del 2008.

Claro está que la niñez de Bárbara ocurrió en los Lowlands, donde aprendió, entre otras cosas, a montar a caballo como si caminara. Cuentan que verla pasar a galope seguro, equilibrado, ca-

Son festivas las tormentas matutinas de verano cuando traen la lluvia bajo el sol. Y en aquellas pampas la presencia de estas lluvias es celebrada por todo ser vivo. Fueron juntos al coche comedor dispuestos a tomar un magnífico desayuno. El carro, forrado en madera noble, con las manillas de bronce pulidas, era de un lujo desconocido para Nicolás; no así para ella, que los conocía desde pequeña en los innumerables viajes que hacía con su abuelo de Edimburgo a Londres. Ahora iban en uno de esos antiguos trenes ingleses que hacían la travesía transoceánica en la América del Sur; uno de los orgullos del Imperio británico. Sería francamente más fácil que Bárbara fuera latinoamericana, por ejemplo, ecuatoriana o chilena (todavía es tiempo); ello nos sacaría de varios apuros, en especial, cuando se trate de narrar su niñez, de la cual ni Nicolás ni yo tenemos la más mínima sospecha.

Amanecía, el rocío escarchado se deshacía lento bajo el primer sol, los campos parecían humear con el vaho condensado que brotaba de la tierra oscura. La luz matinal hería los rostros que habían permanecido guardados por la noche. Tomándolo por sorpresa, ella pidió a Nicolás que le contara del tiempo transcurrido durante su niñez. Le costó contestar; sabía que se enfrentaba a un difícil relato; por esto, aprovechó la ocasión para pedirle a ella que hiciera lo mismo: le propuso que fuesen entreverando sus relatos, o, si ella lo prefería, hiciera el suyo al final, cuando él ya hubiera cumplido con su encargo. Bárbara, demorándose, pensó que la primera opción resultaría más amable, y respondió con un afirmativo y ridículo sí. (Un sí que sonaba cómico pronunciado en el castellano de una céltica escocesa, en un vagón de tren al amanecer).


Capítulo Sexto

Cumbayá, viernes 28 de marzo del 2008.

51

Parece que debería llevar esta narración adelante como si estuviera escalando, con los ojos puestos en la cima, pero como todos sabemos, «no por mucho madrugar amanece más temprano». (¿Recuerdan La Bamba, la trillada canción de Trini López en los sesenta: «para subir al cielo se necesita una escalera larga y otra cortita»?). ¿Por qué no hacer caso a las opiniones comunes y corrientes? ¿Cuál será la escalera cortita que nos lleve a una Bárbara real, querida; deseable como hija, como amante, como esposa, o sencillamente como alguien a quien admirar por su estupenda transparencia?

dencioso, equivalía a ver un águila dejándose llevar por una corriente de aire caliente emplazada próxima a los acantilados.


En La Odisea, muchas cosas tuvieron que pasar antes de que Odiseo pudiera llegar a Ítaca su patria y reencontrarse con Penélope; además, habiendo llegado a su hogar, no pasó mucho tiempo para que volviera a partir y a internarse y perderse más allá de las columnas de Hércules. (He aquí otra pareja célebre que aparece de tanto en tanto en nuestras tantas conversaciones culturales sobre parejas). Nicolás tuvo una niñez despreocupada, así que comenzó sus cuentos con facilidad y fluidez. No tardó en darse cuenta de que Bárbara se había equivocado en su petición; lo que realmente quería saber era cómo vivió su adolescencia. Pero igual le contó que en los comienzos del invierno todo niño chileno soñaba con tener un par de botas de goma, negras, de caña alta (treinta centímetros), o en su defecto, de media caña (quince centímetros), para pasar por cuanta poza de agua se les pusiera por delante, sin desviarse en el camino ante nada y ante nadie. Ese año, Nicolás esperó con ansias la llegada de las primeras lluvias, seguro de que este invierno sí obtendría, dada su edad, su primer par de botas de agua. Pero su madre, que tenía su carácter y su propia manera de ver las cosas al igual que todas las madres de este mundo, decidió comprarle en cambio un par de «garlochas», imagínense, unos toscos forros de goma negra para cubrir los zapatos. Eran pesadas y protegían del agua sólo hasta cinco centímetros de altura. Las botas, propias de los espadachines, de los piratas, de los vaqueros, de los jinetes, eran una maravilla; todos los compañeros que habían sido favorecidos con un par, metían los pantalones dentro de las cañas y hacían gala de sus botas saltando como cabros monteses en cuanto charco de agua encontraran a la redonda. El caso es que nuestro Nicolás, estático, miraba, morado de frío, el exuberante chapoteo de la mayoría. Los argumentos de las madres son por naturaleza imbatibles: la suya se había plantado en que las botas eran heladas y, a pesar de los calcetines de lana, provocaban en el corto plazo severos res-


Capítulo Sexto

52

fríos. Nicolás llegó a proponerle llevar los zapatos en la mochila y ponérselos al llegar al colegio, para no resfriarse. Llegó a pedirle que le comprara unas de tres o cuatro números más grandes para usarlas con tres o cuatro pares de calcetines gruesos, además de que, podrían durarle hasta que saliera del colegio aunque le siguieran creciendo los pies. Como fue imposible convencerla, optó por sacarse las garlochas a escondidas apenas salía de la casa, y ponérselas a la vuelta. Los zapatos pasaron estilando todo el largo del invierno, y si no se murió de pulmonía fue de puro orgullo. Más de una vez se lanzó a los charcos a darle su puñete a algunos compañeros que se mofaban del «gato sin botas». Cuando le tocó el turno a Bárbara, ella desenfundó una historia aun más cruel. De chiquita le pidieron en la escuela un buzo (calentador) para hacer gimnasia los días de frío, su madre fue a la tienda y encontró en realización un calentador de algodón afranelado que, además de apropiado, le pareció económico. Muy de mañana, ese día de invierno todavía oscuro le puso apurada la prenda y la mandó soplada a la escuela. Bárbara no acababa de llegar cuando sus compañeras comenzaron a burlarse de ella. Andaba con el pijama más vendido en todo el pueblo, azul con nubecitas blancas, que muchas de sus amigas usaban naturalmente para dormir. De nada sirvió que la mamá de Bárbara tratara de reparar su error la siguiente semana y mandara a Bárbara al colegio con un buzo olímpico marca Slazenger color naranja encendida, de origen holandés. Nicolás se sintió obligado a superar, con alguna historia personal, la vergüenza que había sentido Bárbara, para demostrarle que casi todos los niños del mundo sufren por causa de sus padres.


Cumbayá, miércoles dos de abril del 2008.

Cumbayá, martes primero de abril del 2008.

Ante la magnánima oferta, Nicolás no lo pensó dos veces; desde que tenía recuerdo había soñado con tener un caballo propio, y antes de que cantara un gallo le comunicó a su padre su claro deseo. Una yegua, ojalá alazana, que algún día le daría también una cría, a lo mejor un potrillo al que sin duda le pondría «Adalid», palabra que no conocía muy bien pero que, según su profesora significaba, individuo importante, líder; un potrillo que él amansaría desde su nacimiento, y al que llamaría con un silbido único, tanto, que sólo Adalid lo entendería. Por favor, permítanme salirnos un segundo de esta historia. Tengo una gata llamada «Saba», porque cuando me la regalaron dijeron que era un gato, al que de inmediato llamé «Salomón» por su asombroso parecido con el opulento y no tan sabio rey. Saba busca el calor como el ternero a la vaca; por las noches cuando leo, se acuesta sobre mi pecho; esto me halaga, porque quiere decir que tengo buen corazón y soy fiable. Saba me acompaña a todas mis gestiones caseras, y en particular, a escribir. Mi nuevo computador irradia un calorcillo sumamente atractivo para ella, y ahí se instala, arrimándose a la salida de la ventilación: me digo que lo va a fundir, porque tapa la circulación de aire al ventilador; pero me siento bien con ella al lado, mirándome con sus ojos misteriosos que ojalá los tuviera una mujer de carne y hueso, puestos en mí, provocadores, quiméricos. Ojos como paisajes lejanos, rendijas invitantes al secreto; manifiestos del más allá.

Los padres suelen prometer más de la cuenta; y de las promesas cumplidas por Dios Padre, poco sabemos. Nicolás le contó a su, desde ahora, flamante compañera de infortunios juveniles, que, para premiar el hecho de haber sido durante tres años el primero de su curso, su padre le daría como regalo algo que él escogiera con toda libertad, siempre que lo escogido estuviera al alcance del bolsillo paterno.


Capítulo Sexto

53

Luego de pasadas las fiestas de fin de año, la familia, como todos los años, partió al campo. Al despertar, Nicolás levantó a su padre de la cama recordándole la promesa. Las notas de ese año, entregadas a fines de diciembre, habían resultado especialmente sobresalientes; Nicolás obtuvo un siete grande trazado en rojo sobre toda la papeleta de notas, con un seis pequeñito en conducta, que daba a entender que no había que descuidar este ítem tan importante en el desarrollo de un niño. Nicolás estaba radiante, miraba cara a cara, mostrando toda la complicidad posible que un niño puede tener respecto de su padre. Literalmente lo obligó a salir al fundo vecino donde pastaba una manada de caballos criollos criados a todo campo. El padre decidió ir solo, temiendo que el autoritarismo materno revirtiera su promesa. El vecino mandó en el acto a rodearlos para que escogieran. Era una manada bellísima, todos de la misma raza, y relativamente dóciles, puesto que no se oponían a la faena de captura de los capataces. Por supuesto que, en medio, estaba la yegua soñada por Nicolás. La enlazaron, la ensillaron y se la presentaron para que la montara. Era una yegua de unos cinco años, amansada, que respondía bien al freno. Nicolás la caminó, la galopó, y al frenarla, miró a su padre guiñándole apenas el ojo.


Volvieron en el Chevrolet gris claro de techo aerodinámico que caía hacia atrás como un peinado de águila. Nicolás, tomó un copioso desayuno en la cocina de la casona: una marraqueta redonda de pan integral recién salida del enorme horno de barro que abastecía de pan a todo el campo. La abrió en dos mitades y dejó derretirse, sobre cada una de ellas un buen pedazo de mantequilla. Se hizo un tazón de café con una mitad de leche. No le gustaba el dulce, y se quedó observando el pote de mermelada de frambuesa; el rojo frutoso, contiguo al morado de la mermelada de mora, que la cocinera con la cara encarnada por el calor de la cocina de leña había puesto junto al otro. Este gesto alegró aun más esas primeras horas llenas de ilusión de la extraordinaria mañana. No todas las cocineras son gordas y de mediana edad. Esta era una simpática, risueña y joven campesina que adoraba a Nicolás porque él era siempre el primero en llegar, como un torbellino, a disfrutar del desayuno. El desayuno lo llenó por dentro, y frenético, empezó a hacer todo tipo de cálculos con respecto a su regalo. Dicho sea de paso, la yegua se llamó desde el primer instante Alazana; tal como él la señaló para que se la apartaran del resto de la manada. La ley de Murphy tiene razón: ¿Estás contento? No te preocupes, ya se pasará. El verano siguió adelante tan caluroso como todos los veranos que, desde que tenía uso de razón, había pasado en el campo durante los dos meses de vacaciones. Ya a comienzos de febrero, Nicolás comenzó a percibir que algo andaba mal; había pasado todo un mes y su yegua no llegaba, y no llegaba. Una noche oyó por azar en el salón una conversación de adultos en la que su padre contaba cómo una sobrina lejana había muerto arrastrada por un caballo desbocado, incapaz de desprender su pie del estribo, mientras la cabeza daba tumbos contra el suelo.


Capítulo Sexto

Cumbayá, viernes cuatro de abril del 2008.

54

Acabo de recibir por la prensa la noticia de que Jorge Edwards ganó el Premio Planeta-Casa de América de Narrativa. Qué orgullo; el premio quedó en casa. Recuerdo, como si lo tuviera hoy en mis manos, un librito suyo llamado El Patio, gracias al cual pensé, que la prosa podía ser poética y que también con ella, al igual que con la poesía, se podía salir a navegar por los espacios siderales del entusiasmo, pero con más equipaje. Bárbara vagaba con frecuencia por las estepas y páramos de las tierras bajas de Escocia. Las encierras eran inmensas, proporcionadas para hacer pastar en rotación al piño de lanudas ovejas; ella tenía un poni blanco de un metro cuarenta y cinco de alzada. Era remolón, manso, a la vez que andariego. Bárbara nunca se atrevió a saltar una pirca con él, pero abordaba largos paseos por esas tierras deforestadas, descoloridas, de crudos inviernos. En primavera los lugareños le sonreían al verla tan campante con sus botas verdes de goma, su chaleco grueso de lana tejido por su abuela, llevando el sol en sus mejillas. Frecuentaba el arroyo, dejando a la noble bestia beber agua fresca de vertiente, y pastar, hasta hartarse, unas gramíneas que el animal escogía como niño malcriado.

Su padre se había acobardado. La yegua era briosa, ligera; tal vez, cuando él lo vio montado, pequeño, niño, frágil, se le vino el recuerdo de aquel accidente, y en su inconsciente decidió arrepentirse. Algo sutil se perdió en la relación de ellos pasado ese verano. Nicolás, sin motivo aparente para sus padres, descuidó ostensiblemente sus estudios; sus notas bajaron y su conducta lo hizo merecedor de más de un castigo.


Quingue, miércoles nueve de abril del 2008.

Otra vez junto al mar. Es el atardecer, estoy bañándome en el sendero de luz que traza el sol poniente; flotando en las crestas suaves de estas olas, cara al sol, encandilado. El propósito de no interrumpir la narración es para mí imposible de cumplir por ahora. Durante el viaje a la costa que dura unas buenas seis horas, puse un casete cualquiera, mientras manejaba; comenzó a retumbar el eco de Violeta Parra en una canción interpretada por Mercedes Sosa: «Cambia, todo cambia», mientras rápidamente iban quedando atrás los colores verdes de la prolífera vegetación. Una media hora más tarde, ya habiendo bajado de la sierra y de lleno en los ca-

Ella se sentaba en una piedra plana, tibia cuando el día estaba soleado, con sus catorce años, madurando, queriendo pegar el estirón; estaba comparable a una semilla de quinua, pequeña, maciza todavía. Miraba en lontananza, pensando en nada. Podrían perfectamente haber estado sucediendo, durante esos mismos días, los acontecimientos por los que Nicolás no obtuvo su regalo. Podría haber sido en esa misma época, en que ella fue destinada a él y él destinado a ella, por artificio de los premonitorios enanos de las estepas que todo lo saben y por el ave-rey de las cordilleras, que todo lo ve. Ella ensoñada en las cimas de esa isla del norte, él sumido en el sur, cavilando sobre si algún día sería suya la yegua que había hallado entre aquella notable manada de caballos. Ahora, en el tren, autónomos, con sus cuerpos fuertes, no sin un nudo en la garganta provocado por los recuerdos amargos, ambos, se encontraban distraídos, mirando hacia adelante; ella le tomó decididamente la mano para mitigar el sinsabor de aquel regalo que nunca llegó. Lo hizo con la mano sólida de mujer acostumbrada a llevar las riendas, tomar la pala y plantar bulbos, mujer de campo, de pueblo lejano, de sueños que un buen día la llevarían a dejar su lugar de origen y a arriesgarse.


Capítulo Sexto

Quingue, jueves diez de abril del 2008.

55

El mar, inagotable, silencia cualquier otra voz, incluso aquella mentada voz interior que ni su mismo portador puede encubrir; ¡insospechado don que el mar nos brinda! La pesca, este trabajo sencillo hecho para conseguir el pan cotidiano; gente que día a día sale a hacer su ardua labor; inmensa mayoría. La obra emprendida, por insignificante que parezca, definitivamente redime. «Te ganarás el pan con el sudor de tu frente» es amenaza lanzada como un dardo a la libertad del hombre. Pero existe el carpintero que de alguna manera goza con lo que está armando, una mesa o una ventana; en su corazón ya no importa la paga, por un instante es un pequeño dios creador de algo que no estaba ahí y que ahora llena un hueco en el espacio y ocupa un tiempo en la insondable temporalidad. ¿Está haciendo aparecer lo propiamente humano?

lores del trópico, surgieron por los cuatro parlantes los sonidos de «The times they are a changing» de Bob Dylan. Claro, voy de la sierra al mar, de los tres mil metros al nivel cero de la costa, de estar acompañado a estar solo, del presente a los recuerdos, que a través de la música, impajaritablemente me retornan a esa época en la que tenía diez y ocho. El presente ocurre sin piedad, y yo, que soy ahora cuatro veces diez y ocho menos ocho años más viejo, me encuentro discurriendo, mentalmente, sobre que el presente no puede por naturaleza ser despiadado, aunque tenaz el cuerpo insinúe lo contrario. ¿Es que realmente aceptamos los cambios? ¿No son más aceptables las permutas?


Quingue, sábado doce de abril del 2008.

La sonrisa que aprueba el trabajo celebrado, el hacer ingenuo, las imperfecciones, la rusticidad; todo concurre a la construcción de una eternidad habitable. Bárbara, luego de aquel día en que fue con pijamas a la escuela, forjó una personalidad férrea y aguerrida. Comenzó a ser más temeraria que pusilánime. (Hasta ahora creía que la pusilanimidad era sólo atribuible al varón). Las largas cabalgatas solitarias la hacían soñar con los ojos entrecerrados; imaginaba lugares, personas, amores. Salir era para ella el verdadero aprendizaje, ese que se le iba dando en la medida en que las cosas tenían que darse, para realmente incorporarse a la consistencia de su tierno ser. Cuántas rugosas montañas suavizadas por el viento, faldeos dispersos, conformando las distancias del paraje. Ella sabía que algún día no lejano saldría de su lugar de origen, por anhelo, y no por despecho. ¡Qué distinto es un lugar frío en el lejano norte, de uno caliente en plena línea ecuatorial! Es seguro que el paraíso tiene que haber sido caliente; a no ser que Eva fuera sumamente peluda para poder andar alegremente desnuda. Nicolás también venía de una región con las cuatro estaciones. Cambios fuertes, grandes diferencias entre unas y otras. Pero en las regiones ecuatoriales, el extranjero siente un continuo verano, aun cuando los locales pasan frío en lo que ellos llaman invierno. Iban en pleno verano del Cono Sur, en un tren, en medio de una tormenta veraniega que les armaba un espacio casi épico, a pesar de la seguridad del tren. Tal vez sea el tren la vía de transporte

Humano es Ubaldo trabajando a mi lado, él, emitiendo ruidos de tanto en tanto, el corte con serrucho, el martillar, el silencio cuando toma medidas. Y yo, en cambio, escribiendo temeroso a su lado, las yemas de mis dedos tocando antojadizas el teclado, como tocarían a un espíritu fugaz.


Capítulo Sexto

56

más segura. ¿Será que al ir enrielados no es posible descarriarse? Así, la aventura (¿aventura viene de viento?) más bien corría por dentro (de sus adentros) que por fuera: espíritus, corazones, almas, zonas ventrales. Hubo momentos en que Occidente podría haberse unificado por la música, y no por las grandes palabras: igualdad, fraternidad, libertad. (Me importa un corno ser tildado de insatisfecho o de algo similar: «Mente ociosa es taller del diablo»). Diletancia, estupefactancia, martirio, bugambilia, moscata, perfume, alondra, laucha… «Mientras haya vida en este mundo… Te amaré, vida mía… Mientras haya pájaros que canten al rayar el nuevo día… Mientras haya última esperanza… Mientras corra sangre por mis venas… Te amaré vida mía». En Nicolás, los pensares saltaban de un lado a otro, como conejos despavoridos. Tomaron desayuno frente a frente. Bárbara llevaba en sus ojos la pista; la inducción. Sí que era bella. ¡Otra tontera supina! Era muchísimo más que eso, era laudable. La letra de imprenta da estatuto a lo dicho, el computador, la máquina, es un «estatus dador» de la palabra. ¡Cuánta porquería escrita, cuantos millones de palabras de porquería acumuladas! (El puerco no es el animal más sucio y hediondo del planeta).


Quingue, domingo trece de abril del 2008.

Hay cosas que resultan, otras no. Si se quiere escribir desnudo frente al computador, la coraza blindada de este ridiculiza la piel, los pelos, el sudor del que trabaja, inquieto por lo que está haciendo. Puede ser el mar, las palmeras, el calor pegajoso, pero sentarse desnudo en una silla y ponerse a escribir como quien no quiere la cosa, con desparpajo y desinhibición, hace que a los pocos minutos, uno empiece a sentir ese maldito temor al ridículo: ¡si llegara alguien de sopetón, y te encontrara «pilucho», con las nalgas pegadas al asiento, la espalda un tanto encorvada, la mesa, rectangular, sólida, y tú, todo hecho de carne, perecible, expuesto, sensible hasta la ameba! El computador, de ahora en adelante, «la compu», toda perfecta, impávida ante los rigores del clima, lustrosa; la perfecta burguesa. No es raro que se enamoren del «compu» o de «la compu», estas se actualizan, cambian, como todo cambia, como el dólar, como los tiempos, que están continuamente cambiando. Uno, en cambio, se resfría con las inocentes corrientes de aire tibio que vienen del mar, por la noche la tos seca y rebelde no te deja dormir. «La compu», en cambio, duerme a tu lado a pata rajada, cerradita como una almeja amurrada. ¿Qué hacer?, ¿esperar que venga misia redención para vivir acorde con los infinitos llamados de la infinita infinitud? El mar, aquí, en Quingue, no es azul, tal vez en ninguna parte del mundo lo sea. Es verdoso, grisáceo, amarronado; no tiene ninguno de los colores llamados puros: ni rojo, ni azul, ni amarillo. Hay muchos brillos al mediodía, espuma blanquecina moteando la ancha franja, de unos cien metros, del rompeolas. Aquí, en este villorrio hay sólo una máquina de coser; es curioso que al hacer en ella un simple doblez de una bolsita, de treinta y cinco centímetros, este resultara culebreado. Aquí hay culebras que zigzaguean hacia la espesura cuando uno pasa. La bolsita es para cuidar, proteger «la compu» del influjo marino. En la costa todo se oxida, hasta lo inoxidable. Me contó un local que un plástico, con los años, se había oxidado; bueno, así será, si lo dice. Bárbara es preciosa ante los ojos, encandilados por sus ojos, de Nicolás. El amor no es ciego,


Capítulo Sexto

57

deslumbra al enamorado –esa luz radiante que invade todas las penumbras, esquinas, y reservas. Debían ser las ocho y treinta cuando Nicolás quedo electrizado por el brillo de los ojos de su compañera; el sol entraba por la ventana del vagón, como amante a la alcoba de la amada; seguía lloviendo. De nuevo tendremos problemas con el color, esta vez, con el de los ojos de Bárbara ¿verdosos, aleonados, ambáricos tal vez? Esta máquina es un demonio, siempre me está corrigiendo. «Ambáricos» sí existe, pero ella, como la profesora jefa del parvulario, la absoluta dueña de casa, la madre superiora, llega y te subraya con rojo ondulado la palabra en cuestión. Sí sé que se dice «ambarinos», pero los ojos de Bárbara eran más ambáricos que ambarinos. Nicolás le tenía una sorpresa: durante la noche, recordó, en sus desvaríos, una de las frases señeras de su vida: «El orden espontáneo es y será siempre superior al orden decretado». Entonces, poniendo cara de inocente le soltó la frase, así de sopetón, como quien, con la mirada perdida en un horizonte inexistente, tira el as de corazones en una partida de cartas o suelta al perro fiero tras la perra en celo. Ella, usando todo su pasado entre flemático e impasible le contestó fría como una anguila del mar del norte: «Todo depende de lo que tú entiendas por espontáneo y luego, por decretado».


Quingue, lunes catorce de abril del 2008.

Nada hay en este mundo que pueda gustarnos más que el que aquello que nos ha rebajado, nos ha dominado y ridiculizado sistemáticamente, durante largo tiempo, caiga estrepitosamente

Por suerte para Nicolás, las palabras tenían la misma raíz latina en los dos idiomas. Espontáneo se atribuye también a ese ser cualquiera que se lanza a la arena en una corrida de toros, le arrebata el toro al torero y comienza a hacer pases al animal con su chaquetilla de jeans. Y agregó para ella, «tal como lo hizo el Cordobés». (Acaba de ocurrir otra imperecedera puesta de sol en pleno horizonte marítimo). Ella se sintió defraudada con esta truculenta definición. Para ella la espontaneidad se adelantaba al cálculo, pero tampoco era un arrojo como en el caso del Cordobés. Nicolás cayó en la cuenta de que entrarían en una discusión: a él le parecía que los decretos pecaban de torpes, que el ser humano siempre encontraría la manera de quebrantarlos; que todo decreto es dominio de unos sobre otros, y que la espontaneidad es una fuerza bruta que aparece en defensa de la integridad cuando esta se halla en peligro por un orden arbitrario y en apariencia razonable. La humanidad se va ordenando o desordenando según una estructura desconocida. Nunca sabremos si nuestros cálculos son para mejor o para peor. No hablo del cálculo necesario para la construcción de un puente, hablo, por ejemplo, del cálculo del futuro que muchos nos hacemos. Y así, Nicolás le lanzó la segunda frase célebre de la mañana: «El futuro no está escrito en ninguna parte». Ella se sintió ofendida; ¿por qué él tenía que andar diciendo frasecitas a cada rato como si no supiera conversar o dialogar? Lo miró y le arrojó al oído en un flamante inglés: «Any time at all», para luego rematar la idea con un sonoro «All you got to do is go».


Capítulo Sexto

58

por su propio peso, pesantez, o pesadez. Cuando algo tan pesado como el plomo derretido cae, dejando un forado en el piso. Cuántos sistemas absurdos, estúpidos, arbitrarios imperan sobre nosotros. Cuánto quehacer obligado e inútil, fruto de medidas que tal vez en el pasado fueron necesarias, pero que hoy no tienen el menor sentido: como lo ilustra la historia de aquel ranchero que habiendo vendido su caballo para comprarse un automóvil, como desde su infancia tenía el hábito de, al levantarse, darle un cubo de agua al caballo, siguió poniendo el cubo frente al auto en el establo que ahora le servía de garaje. Como se dio cuenta de que algo andaba mal con esta costumbre, para mejorarla empezó a abrir el capó cada día y a echar agua al radiador; luego botaba el saldo de agua, que era prácticamente el total. A la mañana siguiente volvía a repetir la operación con agua fresca. Su hijo de siete años lo miraba consternado. Muchas veces ya su padre le había exigido, cuando estaban atrasados, que llevara a cabo este extraño ritual. Bárbara presintió algo similar en la erudición que Nicolás trataba de mostrarle; algo de maestro prematuro, de monje joven, de devoto a pedante. ¿Habría leído, a escondidas de sí mismo, algún librito de la Inquisición?; ¿habría aprendido algo inquisidor que aún perdura en su mente y que reaparece cuando está en vena para la tontera y la iniquidad? Había algo pérfido en la mirada de Nicolás, algo similar al nocturno deslizarse del lince sureño. ¿Pretendía mostrarse sagaz? Lo escueto en el lenguaje puede ser a veces signo de maldad, de avaricia, supone acuerdos tácitos que no son ni pueden ser los mismos para todos. Nicolás la miraba como si abundar fuera un recurso necesario sólo para tontos de capirote; poniendo «carita de Sartre» con visos «beauvoirianos».


Bárbara no estaba dispuesta a cejar así no más; mirándolo por sobre el hombro, le dijo: «all you need is love», tomó aire, «love is all you need» ¿Le habrá susurrado también: idiot? Parecía un diálogo, no de sordos, pero sí de «ñurdos». (Por suerte para los hispano-hablantes, hoy en día, el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española está actualizado; así podemos usar modismos a destajo sin ser acusados de criollos locales). Curioso, me acabo de dar cuenta de que soy «hispano-hablante», un título más para mi currículum vitae, además de varón, hijo, padre, hermano, poeta, criador de caballos, tío, padrino (nuero), agricultor, latinoamericano, chileno, esposo, profesor, adulto mayor, cuasi-jubilado, amigo, extranjero, suegro, sobrino, supino, sustancial, sumiso, suertudo, silente, sarcástico, sempiterno, sensible, serio, severo, saleroso, seco, solitario, sublime, socio, selenio, saxofonista mental, súbdito de mí mismo y sobre todo, sordo. Un barco largo, de casco negro y cubierta blanca navega hacia el sur, justo por la línea del horizonte, recortándose perfecto el perfil de su silueta contra el cielo. Sí que hemos hecho cosas bellas, aunque el barco no sea precisamente una de las cóncavas naves dirigiéndose a Troya para reconquistar a Helena, ni tampoco una de las tres carabelas buscando las Indias: es un petrolero gigantesco que retorna de Europa con la idea fija de llevar otro embarque igual o mayor, en cuanto se lo permita la elegante línea de flotación. (Y pensar que ya el canal de Panamá nos quedó chico; y todavía los «Verdes» no son lo suficientemente todopoderosos. Sueñan los estadistas con agrandar el canal y los tonelajes de estos gigantes. Mientras tanto, habrá que pegarse la vuelta por el estrecho de Magallanes que no es tan estrecho y por donde todavía puede pasar cualquier monstruo inimaginable. ¿Podríamos cobrar peaje, marinos de la nación?). Este capítulo está a punto de terminarse y poco o nada hemos avanzado en la relación de Bárbara y Nicolás. ¿Por qué tendríamos que avanzar como en las campañas militares o políticas, avanzar,


Capítulo Sexto

59

avanzar? ¿Hacia dónde? ¿Moscú? ¿Cuál es la meta? ¿Quién la puso? ¿Llegar a los cielos sin pecado para poder entrar campantes, raudos, por la puerta grande? ¿Entrar a dónde? ¿Al cielo? ¿Por la puerta? Tampoco el conocimiento científico nos abre la puerta ni nos da el paso; nos permite dejar nuestras inquietudes en el umbral, pero no contesta nuestras más esenciales preguntas. ¿Aún queremos seguir haciéndolas? Bárbara no tenía nada en contra del futuro. Al parecer son los sudamericanos los que se preocupan por este imaginario. Ser, en el futuro, desarrollados a la manera de los europeos; dejar de ser tercermundistas en un tiempo posterior, entrar al selecto Grupo de los Diez, luego de un asfixiante, estricto, y maldito trabajo ganancial. Se miraron con cierta ternura, ambos se dieron cuenta de que estaban compitiendo, iniciando una pequeña guerra intercontinental. Bárbara fue la primera en suavizar el conato de disputa. Comenzó a narrarle su última aventura ecuestre con su abuelo. El abuelo era un gran cuentista, bebedor que nunca llegaba a la ebriedad, enamoradizo que no llegaba al altar. Se parecía fisicamente y en la manera de ser a Sean Connery, pero ¡ojo!, al Connery de ahora, del siglo xxi y no al de «I am Bond, James Bond». ¿Cuál será el atractivo de Sean, que lo hace ser, según las más variadas señoras, lo máximo en aquella zona descrita como la virilidad, y que nada tiene que ver con el machismo?


Quingue, martes quince de abril del 2008.

Subiendo por una colina que se perdía a lo lejos el abuelo habló. Bárbara frisaba los quince años y ya era toda una mujer. El abuelo montaba un caballo macizo como si hubiera nacido para que él lo montara. La proporción entre los dos era sorprendente. La joven hindú fue su gran amor de juventud, hasta el punto de que viajó a la India a pedir su mano. Ella estaba estudiando en las islas británicas, como muchos hindús de la casta privilegiada. estudiaba Arquitectura en Edimburgo. Solía viajar por los alrededores apenas podía, ella tenía una moto que le permitía una tremenda autonomía. Un día, virando en una curva, vio cómo un caballo negro se espantaba con el ruido sorpresivo de su moto. El caballo, que había sido recientemente domado, comenzó a corcovear buscando una salida por donde arrancar despavorido. Su jinete, con sangre fría digna de un escocés de las Lowlands, logró devolverle la calma hablándole, aquietándolo con suaves palmadas en el fuerte cuello del poderoso animal. Ella detuvo la moto y le pidió disculpas. Podría no haberlo hecho, puesto que no tenía culpa. Su leve gesto lo sedujo.

Como ya sabemos, a Bárbara le encantaba perderse en las lejanías escocesas montada en su poni blanco. ¿Como la nieve?, no; blanco como el blanco del ojo. Ella no usaba silla inglesa. Montaba sin estribos sobre un par de preciosos pellones, bien curtidos, de oveja salvaje. No herraba a su caballo, pero sí le mantenía los cascos pulidos y las uñas recortadas. Tampoco le ponía freno, sólo lo guiaba con una jáquima de cuero trenzado que hacía algunos años una dama hindú le había regalado a su abuelo. Cada vez que el abuelo veía esta jáquima, una lágrima densa rodaba de su ojo izquierdo para perderse entre sus labios. Una vez, Bárbara le insistió en que le contara la causa de esta lágrima que lo delataba, aunque su rostro se mantuviera impávido al reconocer la jáquima puesta en el caballo.


Fin del Capítulo Sexto

Cumbayá, miércoles veintitrés de abril del 2008.

Cumbayá, lunes veintiuno de abril del 2008.

60

Veía en Bárbara una potencia tan parecida a la suya, que le llenaba el corazón de gusto.

El abuelo de Bárbara no ejercía como tal, nunca había querido asumir esa parte de su condición. A él le hubiera gustado ser amante, y punto. Como un espadachín solitario poniendo su espada al servicio de las causas nobles, atractivas, emocionantes. La vida doméstica le aburría, lo sumía en un lago de tristezas, comenzaba a oprimirlo, a envolverlo como uno de esos pulpos gigantes descritos por Julio Verne. Él se sentía llamado a la vida épica, a lances en los que pudiera poner en juego su natural arrojo. Pero la vida es más cauta, lenta, posiblemente mucho más sabia. El abuelo no quería ser sabio, no había sido juicioso en su juventud, tampoco ponderado, y la sabiduría lo remontaba a un supuesto estado que no era para su carácter; con el pasar de los años, él ya se había convencido de que esta virtud jamás sería suya. Se sentía pletórico de energía, como si todavía tuviera muchas cosas que hacer, y era más que apropiada a sus proyecciones toda esa fuerza que afloraba por cada poro de su ser.

Los abuelos de hoy día no son como los de antes, ni serán como los que están por venir.


7



Bárbara, de alguna manera, lo aquietaba, le permitía soñar; por último, le permitía creer que lo que él no alcanzara a hacer, ella lo lograría. Sean no tenía proyectos formulados, conclusivos; solía tener más bien visiones de cómo debía vivirse la vida para que esta tendiera su mano. Así, con esta gran aliada, se atrevía a emprender nuevos caminos por los misteriosos vericuetos del atrayente desconocido. Proyectos o amores, eran casi la misma cosa para el abuelo de Bárbara. Nunca tuvo un proyecto en el cual no estuviera involucrada una mujer. Así fue, con la bella hindú, con la sudamericana (un secreto del que poco o nada se supo) o con la madre de Bárbara; su vida fue transcurriendo de amor en amor, como si hubiera sido uno sólo, continuo. Muchos abuelos de hoy día han de ser impuestos a sus nietos como una obligación. No basta, como antes, con los chocolates, con la misérrima mesada que algunos abuelos otorgaban como una dádiva, no: el nieto de hoy es más interesado y el abuelo, un no muy ligero estorbo proyectado por el sentir de los padres, es decir, por sus hijos. El abuelo de hoy vive más, molesta más, ya no es el patriarca; es la carga que disminuye el ingreso familiar de sus hijos y de sus nietos. El abuelo de hoy hace justicia al dicho: «Un padre alimenta a seis hijos pero seis hijos no pueden, por las razones que fuere, alimentar a un padre». A Sean poco le importaba esta realidad, que ya en su época comenzaba a perfilarse. Él se mantenía ágil y económicamente independiente; había aprendido a ser frugal a pesar de la exuberancia de sus ilusiones; era austero aun cuando se excedía. Este modo de ser le otorgaba una enorme libertad, impulsándolo a encontrar soluciones de manera distinta y creativa ante las interminables encrucijadas que se presentaban. Sus placeres eran sin costo, él desde joven afirmó que el placer por la vida era gratis, era un don, y que no había dinero en este mundo que pudiera comprarlo.


Capítulo Séptimo

Quingue, domingo cuatro de mayo del 2008.

Quingue, sábado tres de mayo del 2008.

61

Sean hizo con Bárbara lo que no pudo hacer con su hija: quererla incondicionalmente. Las maneras de Sean nunca calzaron con las de su hija; ella era formal, temerosa del qué dirán, preocupada de las apariencias, en fin, una joven de acuerdo con las enseñanzas de aquellas provincias lejanas. Tuvo que pasar una generación para que Sean encontrara el modo de entregar su afecto. Bárbara alcanzó a ser parte de la época de los grandes cambios en la relación padre-hijo, profesor-alumno, autoridades y subordinados. Bárbara era de la época en que nacieron las calculadoras, mágicas maquinitas que resolvieron de una plumada todas esas tediosas operaciones aritméticas en las que las probabilidades de equivocarse, para deleite de muchos profesores, eran demasiadas. (Concentrarse, qué difícil ejercicio para una joven adolescente como ella).

Y, otra vez junto al mar. El mar puede ser bravo como un hombre bravo; mejor aún, un hombre puede ser bravo como el mar, que es bravo y manso, y no por esto, ambiguo.

Él creía a pies juntillas en esta afirmación, y vivía de acuerdo con ella. Ahora, ya abuelo, se sentía preparado, bien dispuesto a seguir por esta senda hasta morir.


Se estaba ad portas de una década tecnócrata, en la que todo podría calcularse, a excepción de la gratuidad, la levedad, y la solidaridad. (Expresiones del ser que por su naturaleza, inquietaban a una significativa mayoría de jóvenes). La juventud percibió que algo no iba a funcionar. Alimentos había para toda la humanidad que habitaba el planeta, pero millones de seres humanos pasaban hambre. Los jóvenes se desesperaban con el consumismo, fastuoso gasto de energía para satisfacer un tipo de ansiedad cuya naturaleza era precisamente su insaciabilidad. Veían cómo sus padres se separaban por montones, dejando estructuras que nada tenían que ver con el hogar: lugar incondicional en el que no se vive ni por méritos ni por culpa, lugar natural, acogedor como el fuego en una noche fría y oscura; lugar donde se está en la más absoluta confianza, lugar donde uno puede ser el que es, sin ninguna necesidad de aparentar lo que no se es, lugar legítimo dado al ser para que crezca, lugar que cuesta dejar, lugar protegido que, a su vez, nos protege; lugar que dan ganas de imitar y de construir a su semejanza. Los de entonces vieron venir una ola mucho más desoladora que la provocada por la Segunda Guerra Mundial. No estaba quedando en pie ninguno de los «ismos» que habían constituido al pasado: el cristianismo, el comunismo, el ateísmo, el socialismo, etc., estaban siendo sustituidos por una búsqueda de valores, de orientaciones por seguir, en culturas alternativas, orientales, primitivas, ocultas, y por sobre todo, búsquedas en lo interior de sí mismo, más socráticas, místicas; tal vez más verdaderas. Paz, los jóvenes pedían la paz con toda violencia, como si la paz no fuera asunto de ellos sino de los mayores. En este sentido eran dependientes, y fue justamente esta dependencia la que no les permitió llevar adelante muchos de sus ideales. Aquella, era una violencia psicológica: el desprecio por las gestiones de los adultos, la burla hacía el trabajo, hacia lo establecido. Sin duda que lo que más se sabe y comenta hoy con respecto a esa época es el mentado amor


Capítulo Séptimo

Cumbayá, lunes doce de mayo del 2008.

62

Por razones que desconozco, da la coincidencia de que durante este mes se cumplen cuarenta años de la mítica Revolución de Mayo de 1968. Estuve presente en ella. Sean tendría unos sesenta años cuando ocurrieron esos acontecimientos, la edad que yo tengo ahora; a mi vez, yo tenía la edad de Bárbara y la de Nicolás cuando estuve en París. Es posible que Sean haya alcanzado a entrar a París cuando se produjo la llegada en masa de tantos jóvenes de los países aledaños. Parece que ocurrió ayer pero ¡han pasado nada menos que cuarenta años!

libre. Los jóvenes se vieron impelidos a recorrer las estepas del amor «haciendo el amor», que es una bella manera de expresarlo, «a troche y moche», que es una tosca manera de practicarlo. El amor, la sexualidad extendida como una sábana en el mar. ¡Qué emoción! Pero era emocionante en demasía; puesto que muchos, habían de vivirla ayudados por alucinógenos que de alguna manera perturbaran los grados de conciencia y ocultaran cierta sacralidad, cierta lucidez propia a tal intimidad. Sin lucidez, el acto perdía su esplendor singular, su original consistencia; su admirable instancia. Tal vez Sean se había adelantado a su generación; su desprecio por el orden burgués era absoluto. (Está claro que hablar de los burgueses en general equivale a hablar de los peces en particular).


Sí que es probable que él haya querido estar ahí, coreando la consigna «la imaginación al poder». Aunque no sería extraño que se hubiera dado cuenta de que hay una contradicción, puesto que justamente la imaginación es el rechazo del poder, so pena de perderla, y quien está ocupado en mantener y mantenerse en el poder ha de dejar a la imaginación en casa y darle vacaciones, si no, ¿cómo? Fue la imaginación la que descubrió con toda certeza que el poder corrompe. Como frase alegre, juvenil, primaveral, resultó estupenda al son de las flautas, de los pelos largos al viento, de los cuerpos coloridos, sensuales, desinhibidos. Pero ¿quién está eximido de haber deseado el poder, aunque fuera por una sola vez, con todo su corazón y toda su mente? ¡Cuántas veces nos hemos repetido la misma cantinela!: ¡Si yo pudiera cuántas cosas haría! En esa época había muchos latinoamericanos en París; y Londres le estaba ganando la mano a París. Desde siempre el mundo occidental (¿tanto como el oriental?) ha querido tener una magnífica capital, algo así como un gigantesco templo laico: Atenas, Constantinopla, Nueva York, Moscú, Roma. No me parece conveniente atribuirme el saber qué es lo que el mundo quiere, tal vez se trate de algunas cabezas gregarias que no quieren tener que escoger y creen que todos podríamos estar bajo el mismo manto y ser hijos de una misma capital, regidos también por una misma cabeza que ojalá no gobernara, que fuera una cabeza imaginaria, una cabeza sin mente, sin forma de cabeza para que no pareciera decapitada; que tampoco fuera redonda como una pelota, para que no pudiéramos ponerle apodos; ¿cabeza triangular? ¡Por ningún motivo! «Voy a perder la cabeza por tu amor». Una capital única donde nadie nunca se perdiera algo: un gran concierto, una final de tenis, la entrega del Premio Nobel a la ingenuidad, o la Edith Piaf en el Olimpia cantando Non rien de rien; con una Ópera inmensa, para millones de personas, todas en palco oyendo al dúo dinámico: Plácido Domingo y Luciano Pavarotti cantando Yesterday. Una capital espectacular donde la Brigitte


Capítulo Séptimo

Cumbayá, martes trece de mayo del 2008.

63

Bueno, en todos nosotros hay agazapado un carácter totalitario que está a la espera de la ocasión para saltar sobre su presa y manifestarse con todo boato. En la década del sesenta se hablaba mucho de ser ciudadano del universo, los cantantes proclamaban una sola gran cama donde todos pudieran amar a destajo. El amor libre, planteado como un gran copón, un sólo grandilocuente amor del que todos pudieran beber. Un sólo Dios que nos amaría a todos por igual, moros o cristianos, que incluiría a los musulmanes, a los budistas y a los «neosocráticos». Una sola moneda que abriera las puertas como por arte de magia. (Moneda que no podía ser el dólar, que ya en esa época tenía pésima fama por la actitud de los hippies norteamericanos que participaban de las ollas comunes que hacíamos para indicar el sublime valor del compartir).

Bardot en un mano a mano con la Marilyn Monroe se batieran en un cuadrilátero dorado, haciendo ambas de Million Dollar Baby, pero claro, sin hacerse daño, en un mundo de paz lésbica, sin derramar ni una sola gota de sangre. Roma, ¿qué hiciste para que toda ciudad, después de Cristo, quisiera imitarte? ¿Habrá algo más grande? Pero todo esto pasó en París; yo estaba ahí, y a lo mejor también Sean, al lado, hablándome en inglés y yo a él en castellano. Sí, así fue, ahora lo recuerdo nítidamente. Parecía un hombre libre que había renunciado al poder para vivir su vida; vida que nadie viviría por él, y de no ser porque él la hiciera suya, irremediablemente se perdería.


Ellos, fáciles de reconocer por su aspecto, se retiraban silenciosamente de estos verdaderos machitunes catacúmbicos, a cambiar sus Traveler’s checks para zamparse un hotdog gigante con mayonesa y ketchup en el McDonald’s más cercano. (Aunque no lo crean, ya habían comenzado a florecer en el París gourmet). Se lo embutían a lo largo con la «mayo» lubricando la inserción en el hocico, figurando un acto erótico, que a nosotros, los siempre hambrientos, nos dejaba, si no enajenados, con francas ganas de torturarlos. (¿Cuándo dejaremos de ser hambrientos, o por lo menos de divulgarlo, nosotros los del sur del continente nuevo? ¿Por qué los gringos son tan grandotes?). Una vez más, pido disculpas por la mala costumbre de generalizar, de usar palabras como: todos, siempre, nunca, etc. Es más que probable que algún norteamericano no comiera hotdog sino una de esas hamburguesas rechonchas, chorreantes, que al ser redondas y sin orientación, eran devoradas a mordiscos indistintos, exuberantes; simulando también un acto «sado» con dejos «maso». Nosotros los latinoamericanos, en cambio, en algún café del arrabal más cercano (60% más barato, a pesar de la larga caminata), nos rellenábamos con baguettes añejas y quesos algo pasados, ambos sólidos, bien regados con vino tinto a un tris de avinagrarse, servido en jarra de vidrio. Pero nuestra ciudad, habría de ser por igual la ciudad de todos. París, en ese breve lapso que vivimos, alcanzó a hacernos creer que era La Cuidad en común, la nueva Roma Abierta, y que finalmente la nacionalidad dejaba de ser un atributo y por lo tanto, se abolía. Sí, París fue de todos nosotros los jóvenes y también de Sean como un representante de los adultos. «París bien vale una misa», nos recordaba Sean, mientras miraba cómo nos encerraban los lujosos escuadrones de las fuerzas especiales. ¿Será cierto que su uniforme lo diseñó Yves Saint Laurent? (Ver foto en La Revolución y Nosotros que la Quisimos Tanto). Al día siguiente, a toda persona con visos de extranjero les eran solicitados sus documentos en un


Capítulo Séptimo

Cumbayá, martes veinte de mayo del 2008.

64

Me pareció que Sean no tenía el miedo espantoso que me poseyó cuando el escuadrón se nos vino encima. Él que libremente había optado por ser una persona anónima, sencilla, seguro que pasaría desapercibido. Qué carga nos sacamos de encima cuando caminamos con toda sencillez por la vida, sin contar los logros, los pesos; los días.

impecable francés; y ¡ay! del que no entendiera o del que no los tuviera. «París bien valía una Revolución» pensé, con la única diferencia con respecto a la frase originaria, que creía en que la imaginación gobernaría el mundo como aquella bella mujer del gorro rojo; la vestida de blanco con el seno izquierdo al descubierto. Con el tiempo, las tres gracias modernas: libertad, fraternidad e igualdad, comenzaron a usarse en nombres femeninos: Libertad Lamarque, Igualdad Jiménez, Fraternidad Pérez. Pasado Mayo del 68 se puso de moda, como lo máximo, el nombre Imaginación. Cómo no recordar y saludar en estas líneas, a la preciosa hija de mi amigo Alfredo Anguita y su esposa Clarita: Imaginación Anguita Andrade, engendrada esa mismísima noche al borde del Sena. Hoy debe andar por los cuarenta. ¿Seguirá tan bella? ¿Será cierto que la imaginación no se arruga, ni se gasta, ni se marchita? ¡Qué alegría! Sólo me falta un cuarenta y cuatro por ciento para terminar este libro. Ya es tiempo de dejar atrás aquellas preferencias defendidas como hueso de santo, como si se tratara de algo trascendental, o de vida o muerte: números, colores, símbolos, gustos culinarios, y sobre todo, la numerosa familia de los miedos.


Sean mostraba, sin quererlo, cierta timidez; timidez que en culturas antiguas era considerada una virtud; no así ahora que resulta ser sinónimo de pusilanimidad, de inadecuada cortedad de genio. Mostraba una suerte de pudor ante el atrevimiento descomedido que se había extendido como mancha de petróleo en el océano. Él había aprendido, a costa de fuertes costalazos, a distinguir el coraje del impulso; distinción que lo llevó a dejar de beber, y a atreverse a abordar las cosas en su verdadera magnitud. Estaría de acuerdo, si alguien me corrige, que es prácticamente imposible establecer el sentido de la verdadera magnitud. El metro que tiene su patrón referencial híper establecido, trae, a pesar de su reconocida certeza, todo tipo de problemas y entuertos: el metro corto, el metro largo, el más o menos, el metro diagonal, el metro artesanal, el alternativo, el psicológico, el teórico, el tácito, el metrosexual y por último, simplemente el Metro. Debo estar francamente mal; no sé por qué ya escribí al pie de la página –página sesenta y cinco–, como si ya la hubiera terminado. Una suerte de ansiedad descontrolada me lleva a querer terminar la tarea que me he impuesto; a pararme del pupitre y a correr como desaforado al patio, antes de que suene la campana que inicia el recreo. Tal vez la caracterización de Sean me ha alterado a tal punto que prefiero no seguir con ella. Quiero delinear un hombre de unos sesenta años que sea digno de emular, que no esté preocupado de la jubilación, de la erección, de las faltas de respeto que comienzan a abundar cuando se deja el poder; del dentista, del corazón, de las várices, de la próstata, yo que sé, «puta la güevada», de un fardo de problemas reales e imaginarios, de paradigmas, de falsos dioses tardíos, erigidos ante la inevitable proximidad de ella, la solapada. El terror a la muerte, que se acerca, escondida en la caída del cabello, de los dientes, de la piel, de los párpados, de la papada, de la guata, de los pechos. Uno empieza a preocuparse por la simpatía del alma, por la ecuanimidad, por cualquier cosa que no tenga que ver con el cuerpo. Pero Sean


Capítulo Séptimo

Cumbayá, miércoles veintiuno de mayo del 2008.

65

Cuando joven me daba ira (¿han caído en la cuenta de que todas las personas mimadas son propensas a la ira?) oírle a un adulto palabras groseras, encontrarle alguna revista con monas piluchas escondida en la parte alta de su clóset, o pillarlo en alguna supina mentira. Me producía lipiria. No sé lo que significa «lipiria», pero es algo atroz, terrible. Hoy me parece un desacierto hacerse el gracioso, el choro, diciendo insultos por escrito; estamos tan embadurnados de violencia que la mera palabra «puta» es llamarla a gritos, aunque según el diccionario Corominas la palabra «puta» derive del italiano putto, niño. Es indignante el espíritu belicoso, las matanzas, las palabras injustas, la indignación, pero todo comienza por uno.

estaba ahí, bien parado sin vientre abultado, calvo, pero risueño, con los ojos brillantes, y con una serenidad ante lo eminente, nunca vista; ni en el duelo de Kirk Douglas y Anthony Quinn en la película El Último Tren. Sí que quiero mostrar y mostrarme un camino adecuado para no transformarme en el viejo de mierda que todos los varones llevamos dentro; llenos de mañas, de falsos pudores, retóricos hasta el hastío, melindrosos, a excepción de uno que otro faisán desubicado, de pelo teñido, faja, sacando pechos, hablando chulismos, rodeados de jóvenes arribistas y, una vez más, «puta la güevada». ¡Estoy amargado!


Bárbara, literalmente, se saltó a su padre, le quitó la admiración que le corresponde por el sólo hecho de serlo, poniendo todo su amor filial, toda su esperanza, en su abuelo Sean. A su abuelo no lo juzgaba con la misma vara con que medía a su padre. Le era perentorio, a su edad, construirse un modelo; un ínclito varón simbólico (como en los cuentos) en el cual confiar. Ella decía con gusto y orgullo, este es «mi» abuelo; lo decía en propiedad, como si se refiriera a una de sus más preciadas pertenencias. Sean odiaba educar, y a pesar de su silencio, creía a ojos cerrados en que lo único que valía era el ejemplo. Sean detestaba mentir, prefería correr el riesgo de ser juzgado severamente por cualquier caída suya, por fuerte que esta fuera, que por mentiroso. Él no hacía esfuerzo alguno por encubrir sus caídas y errores. (Es fácil darse cuenta de por qué un desprestigio silencioso lo fue envolviendo hasta el final de sus días). Este carácter entre lúdico y sereno comenzó a encantarla cuando ella cumplió los trece. Los largos paseos a caballo fueron cimentando una relación basada en la plena confianza. Tuvo que pasar un tiempo antes de que alcanzara tal grado de confianza con otra persona que no fuera su abuelo. El abuelo disfrutaba lo indecible con la fresca elocuencia de ella, con la facilidad que con dos o tres parámetros construía teorías y afirmaciones imbatibles. Era una delicia discutir con ella, cómo se enardecía, cómo pataleaba de emoción cuando algo se le escapaba de su red y la amenazaba con estar equivocada. Esos diálogos iluminaron su vida para siempre, y ahora, en el tren, secretamente, ella buscaba sostener con Nicolás algún diálogo que estuviera a la altura de aquellos. Sólo le complicaba que era cosa muy distinta regalonear con su abuelo que con este apuesto joven sentado a su lado. Pero Bárbara era recatada, a pesar de sus encantos, nunca había consentido en entregar su cuerpo así no más, y esta manera de ser enloquecía a sus pretendientes, llevándolos, a


Capítulo Séptimo

66

casi todos por igual, al borde de la desesperación. Iba creando, con juegos de palabras, un erotismo sutil; llevando al otro a un campo encantado de su absoluto dominio. Con Nicolás fue distinto desde el mismo comienzo. (Tiene que ser radicalmente distinto, sino, ¿cuál sería la gracia de este cuento? No es llegar y plantearlo; porque lo distinto, la mayoría de las veces, termina siendo igual. Promover ideas claras y distintas suena macanudo, pero definirlas es más difícil que cuidar puercos en un aeropuerto). Fue distinto porque Bárbara, desde el primer instante, vio en Nicolás un dejo de su abuelo; y lo que vio fue justamente ese esbozo de timidez que había descubierto, aquel día de lluvia, en el corazón de Sean. Timidez que en principio rechazó, para luego comprenderla y amarla como un atributo hasta entonces desconocido por ella, culturalmente acostumbrada a los atributos institucionalizados que deambulan por las calles enmascarando a las personas que habitan, sin querer queriendo, esta vasta tierra. (Esta es una de las citas que más me han asombrado: «La felicidad cohíbe a la alegría»). Si algunos de mis lectores conoce el Mentholatum o el mentol chino, y le ha tocado no poder abrirlo porque está trancada la tapita redonda de metal, de latón, y no hay cómo meterle la uña, y uno no quiere entregarse a la triste realidad, porque está resfriado y quiere echarse un poquito en las fosas nasales, los lóbulos de las orejas, y las sienes; y uno la mira y remira, dándole vueltas, concluyendo que la cajita es bonita, proporcionada, roja, con letras amarillas, de cuatro centímetros de diámetro por uno de espesor, tamaño súper adecuado para la mano de una persona contemporánea; se le puede sobar, girar cuantas veces se quiera, mirar la letra chica, sopesar sus cien gramos; pomada mágica, universal, globalizada, que frotándola alivia: torceduras, golpes, resfriados, contusiones, picaduras de insectos, dolores reumáticos, dolores musculares.


Si alguno de mis lectores no conoce la cajita, olvídense del párrafo; no obstante, pensándolo bien, comprarse un pomo que venden en todas las esquinas y no vale más de un dólar, podría rejuvenecer, aunque sea sólo por el concepto que se tiene de las pomadas mágicas y sus efectos. La pócima del amor, el elixir de dioses, los artilugios, están en el fondo de nuestros registros; algunos, si no todos, soñamos con el milagro gratuito, el hechizo, la magia pura, eliminar de nuestros

Por indicaciones expresadas en el capítulo ocho del libro La Nada Cotidiana de Zoé Valdés, el Mentholatum opera como un exquisito lubricante sexual con características afrodisíacas. Pero, el único problema, es que en la oscuridad, ni ella ni él pueden abrir la cajita que lo contiene. La caja es terca, parece estar viva; él va a buscar un cuchillo con la idea de hacerle palanca, es la primera vez que van a usarlo, están nerviosos, ella le pregunta si no va a ser muy fuerte, si no les provocará un picor insoportable; él, que está más excitado que ella, lo niega; remata la idea con un «qué te pasa» seguido de un «por ningún motivo». Ella le replica que cómo lo sabe si no lo ha usado nunca. Trata de abrirla, se le resbala el cuchillo y se corta, ella se enoja con él, él se emperra y va a buscar un martillo, él quiere a toda costa usar el ungüento abrasador, prometedor de nuevas y exuberantes delicias. Sigue sin poder abrirla, ella se enfría, se le van, se le quitan las ganas, él corre desnudo al garaje a buscar un destornillador, y, ahora sí que sí, con este le resulta, va lentamente siguiendo el ruedo, de palanquita en palanquita, se demora como tres minutos y medio más, vuelve a la pieza, ella ronca sin conmiseración. Él se enfurece de puro deseo, y le aplica la pomada justo ahí, sin preguntarle; al segundo, ella salta despavorida, el mentol es del tipo extra-strong; ahora se siente vejada, violada, vilipendiada, enciende la luz. Ahí está él con cara de idiota mirándose el dedo ligeramente embadurnado de mentol.


Capítulo Séptimo

67

pensamientos frases como la de Mauriac: «No siento el menor deseo de jugar en un mundo en que todos hacen trampas». Acabo de caer en la cuenta de que supongo tener lectores; este supuesto parece ser de suma importancia. Implica que me debo a un público que me requiere, que me está impulsando a que siga adelante. Todo esto es falso; mis sueños son, en la medida en que pasa el tiempo, cada vez más utópicos; lo que no tiene nada de malo en tanto no quiera llevarlos a cabo. (Crear utopías y llevarlas a cabo a punta de bayoneta es y será sórdido). ¿Quién cree saber lo que quiere? Sólo un mezquino imbécil puede llegar a saber lo que quiere. El avaro quiere poco porque sabe, el miserable, que así puede lograrlo. ¿Qué queríamos en Mayo del sesenta y ocho? Hacer gala de nuestra juventud. Pero qué diferencia más bestial había entre la juventud de un estudiante universitario y la de un obrero de una fábrica, la de un francés en los barrios centrales y la de un extranjero viviendo en los suburbios; entre la de un artista que vivía en el barrio latino (extranjero o no) y un estudiante de Economía; «todos éramos jóvenes», pero qué diferencias. ¿Cuántos jóvenes obreros sostienen con sus brazos a un joven estudiante? Ni pensarlo. Mayo del sesenta y ocho, entre otras cosas, fue una fiesta, un festejo que duró prácticamente un mes entero. Cuántos fortuitos encuentros se dieron ahí. ¡Qué maravilla! Sigo pensando, si mal no recuerdo, que la cara exitosa de esta multifacética revolución fue sexual, profundamente sexual, sensual, y desenfadadamente joven. Y diría, sin ningún afán de ofender a nadie, que lo que más envidiaron los mayores, y por ende lo que más criticaron fue esta nueva libertad que nuestros padres ni siquiera se soñaron. Hoy, esto es imposible de comprender; la «píldora» va a cumplir medio siglo.


Hay otra reflexión que anoche me dejó sin dormir: los jóvenes son los eternos mandados. No me basta entender que esto es así porque son todavía dependientes; no. Ellos son la carne de cañón donde se satisface el delirio de mando asociado al deseo impúdico de poseer el poder. Van a la escuela, donde son mandados por los profesores, se entusiasman con ideologías regidas por ideólogos pasados de maduro; en los sindicatos son ordenados por la rigidez de los sindicalistas, en el trabajo son mandados por sus jefes, en la casa, por la severidad de sus padres; en la guerra, por sus superiores. (Cada ser humano debiera nacer con un pequeño bastoncito de mando que le bastara y neutralizara su eterna ansiedad por poseer el poder; que lo levantara dos o tres veces y listo. Hay algunos que creen que ya poseen el bastón mágico: ¿será el «zas pirulís zas»?). En Mayo, por primera vez, en un acontecimiento de proporciones, pareció que se mandaban solos. En esta fiesta revolucionaria no se vio a los líderes que los manejaban; fuera de algunos intelectuales que hicieron manifiestos y discursos, todo era espontáneo, fugaz, improvisado; flores, adoquines, flautas, frases. Una de las tesis que me parece de las más acertadas es aquella de que los jóvenes empezaron a esgrimir como su mejor argumento: «el derecho al propio cuerpo». Un joven tiene muy poco, es un adolescente cuyo asunto es adolecer. Adolece de muchas carencias: de experiencia, de dinero, de cosas; casi todo es de sus padres o del Estado, adolece de límites en su propiedad, nada es suyo, propiamente suyo. Entonces, aquí aparece en gloria y majestad su cuerpo: joven, potente, despierto, bello. Y es precisamente este cuerpo lo que se reclama como lo más propio. ¿Si mi cuerpo no es mío, y yo no puedo mandar en lo que es mío, entonces en qué podría mandar? ¿Será esta la clave? Ordenando esta historia, dejamos a Bárbara con sus veintidós años y a Nicolás con veintiuno, en el tren, tomando desayuno alrededor de las ocho de la mañana, un buen día de Mayo del sesenta y


Capítulo Séptimo

68

ocho. Tal vez, ese mismo día en París, se encontraban conversando, Sean, con sus sesenta años y el narrador, con veintitrés. Bárbara y Nicolás no tenían la menor sospecha de lo que estaba pasando en Europa, y Sean y el narrador (que podría ser el que habla) sabían poco o nada de lo que ocurría en Latinoamérica. Estos cuatro personajes deberían conformar los lados de un cuadrado virtual que, como tal, debiera tener lados iguales, sin privilegiar ni menoscabar a ninguno de los cuatro. Dos generaciones que en el sesenta y ocho estuvieron de punta. A los viejos no se les ocurrió nada más inteligente que marchar por la triunfal Avenue des Champs Elysées. (Si Eliseo hubiera visto esa masa de adultos marchando hacia el Arco del Triunfo se hubiera caído de espaldas, se hubiera quebrado la crisma, y hubiera sido el gran héroe de los adultos establecidos en los tibios parajes de su mediana edad). Por supuesto que Sean no marchó con ellos. Él sabía que la juventud no lograría nada más que la alegría de esos pocos días. Los dormitorios de las francesas se llenaron, también los de los franceses. Todo un carnaval europeo al modo de Río de Janeiro. A pesar de la modernidad que reinaba en aquella época (el hombre alunizando), deben andar muchos hijos procreados, sin querer, durante ese mes. Hay que mirar bien a los que en febrero cumplen cuarenta, no sería raro que algunos fueran un primaveral «recuerdo de mayo». Sean caminó todas las noches de ese mes, le gustaba el sonido de sus zapatos en los adoquines. La razón de estar en París nada tenía que ver con lo que estaba aconteciendo. Él miraba con recelo los encontrones entre el poder y los jóvenes, aunque esto le parecía una broma de mal gusto comparada con la guerra. Lo único que quería es que las cosas no pasaran a mayores. Un adoquín es contundente, la policía, imperiosa; ojalá no prenda la mecha, pensaba mientras caminaba. Mayo tuvo «ángel»; nadie encendió esa mecha.


¿Será esta la última utopía? Hoy son los ecologistas los que están tratando de cambiar el curso del mundo; diría que, una vez más, son en su mayoría jóvenes. ¿Una nueva esperanza? ¿Cuidar bosques donde hacer el amor a la antigua, rincones puros donde respirar a pulmón lleno, aguas donde saciarse, rebautizarse, donde rememorar el vientre materno? Por favor, no más violencia, por ningún motivo. Sólo compartir, compartir con gusto. «Cambiar de vida y no la vida»; repetía un maestro en la arena, sin cesar. No podemos echar en saco roto a Jesús, Buda, Gandhi, a título de utópicos; no sólo tienen la razón: tenían también la certeza. Qué fácil resulta echarle la culpa a algo, a lo demás, a lo establecido, a cualquier autoridad, al gobierno, a las ideologías, a los profesores, a la generación anterior, a los padres que nos criaron, a la iglesia, a Dios, a la suerte, y finalmente, al que tenemos siempre más cerca, es decir, al prójimo. Hoy me cuesta matar un zancudo; tiene que joder mucho y yo, estar de mal genio. (Lo digo desde el hipócrita y retórico que he construido pacientemente, puesto que, llegado el momento, lo mato, tal como lanzo la «pachotada» ante el menor desacuerdo). Culpa, estamos rebosantes de culpabilidad; a buscar un culpable para echarle la culpa. Sean observaba. Él no había sido obrero, pero conocía el trabajo sujeto a un patrón; no había terminado los estudios de una carrera universitaria, pero conocía bien la universidad y sus intimidades. Sean cayó en la cuenta de la agradable primavera que lo acompañaba en sus paseos por París y dedujo que ella, la primavera, era uno de los más certeros apoyos que los acontecimientos de Mayo tuvieron para que duraran un mes. Percibió que las calles estaban llenas de jóvenes mujeres, cosa nunca vista antes por él. Recordó que la famosa píldora anticonceptiva había comenzado a venderse libremente el año anterior, y se vendía a la luz del día en la agitada ciudad; había leído recientemente que la cantidad de


Capítulo Séptimo

69

estudiantes en Francia se había cuadruplicado en los últimos quince años y que un tercio de los alumnos de sus prestigiadas universidades, estudiaban en las Facultades de Letras. ¿Qué iban a hacer en el futuro esa inmensa cantidad de letrados para ganarse el pan de cada día, en medio de un siglo cada vez más tecnificado y científico? ¿Escritores? ¿Sabían cuántos escritores viven de sus letras? ¿Poetas? ¿Sabían que los poetas que comen, a partir de la «comer-cialización» de sus poemas, son contados con los brazos de un pulpo? Lo más probable es que encontraran trabajo en las fábricas que atendían a las grandes peticiones de la humanidad, que fueran colaboracionistas del sueño del siglo, «auto per cápita», sueño que en América se transformó en delirio. Pensó que a los jóvenes obreros les hubiera gustado no volver a sus trabajos, pero su grado de rebeldía sumado al hábito creado por la rutina laboral, no les permitían pedir un cambio radical más allá de un aumento del salario y de la reducción de las horas de trabajo. Hablar de un trabajo creativo, de que el trabajo es un don, de que una fábrica ha de ser el lugar que resulte del matrimonio de la poesía con la arquitectura, esto ya era asunto de los que viven confinados en las letras; en aquellas que pueden ser escritas en los muros, pero no pueden volverse realidad. (Conversaba con una buena amiga de aquel mes; un tanto alterada me dijo: «Eso que tú piensas es lo que tú piensas; además, es el pensar de una sola persona». Le contesté sin ningún afán contestatario que estaba absolutamente de acuerdo con el pensar de ella).


Cumbayá, domingo primero de junio del 2008.

¡Yo estuve ahí! ¿Cuántos lo podrán decir? ¿Un millón? (Fui parte del «top million»). Estaba ahí, en París, en el Barrio Latino, en la Sorbonne, en la École Pratique des Hautes Études, con el número de inscripción 233, estudiando la historia del esoterismo cristiano con Monsieur Secret; vivía en Saint Germain des Prés en el número catorce de la calle Des Prêcheurs, en los altos, en una buhardilla para chambres de bonne que trabajaban en los departamentos del viejo edificio. Desde mi balcón, a la derecha, veía el mercado, podía oler el pan fresco, los quesos, las hierbas. Por esto, bajaba. Era fácil distinguir en la horda a los obreros, los estudiantes, los hippies. Había un ambiente de estadio lleno, de alegría. Coparticipaba un poco de cada uno de los tres, pero en el fondo, no merecía ninguna de las tres calificaciones. Estaba anonadado con Europa, con los acontecimientos que

Por fin salimos de mayo. Hay tanto escrito sobre este mes como quizá sobre ningún otro; no es raro, si un tercio de los estudiantes que participaron de cuerpo presente en el festivo mes eran de Letras. Cuando digo festivo no lo acentúo de modo peyorativo; había un espíritu lúdico, primaveral. Nosotros los extranjeros latinoamericanos estábamos más bien agradecidos de la hospitalidad de París con respecto a otros lugares del mundo. Yo estudiaba, tenía trabajo, techo, pan y vino, y podía relacionarme libremente con quien quisiera. Tomaba el té en una mesa de bridge con Monsieur Secret y otras dos eminencias, y estudiábamos hasta que caía la noche, esoterismo cristiano; al esotérico que esconde San Pablo. ¡Qué emoción! Salir a respirar la noche en busca de un café. Esos tiempos, esos días, fueron más de palabra que de acción. La década del setenta fue ya otra cosa; ni siquiera se acerca al prestigio que todavía mantiene la década anterior. Pero sean comprensivos; haber estado ahí, por las razones que fueran, ¿no constituye un pequeño galón que engalana nuestro acervo revolucionario?


Fin del Capítulo Séptimo

70

marcaron mi juventud: la muerte de Kennedy, de Martin Luther King, del Che Guevara; la música de Bob Dylan, los Beatles, los Stones; el amor libre, la paz, recorrer el mundo, la vida poética, el presente, el ahora y aquí. Francamente, no recuerdo cómo conocí a Sean. Pero su presencia ahí, viendo cómo se nos venían encima las fuerzas especiales, él, en mangas de camisa, las manos en los bolsillos de su amplio pantalón y, un esbozo de sonrisa luego transformada en risa, en medio de los lamentos nacidos de los golpes sordos, profesionales que nos infringieron, diría, a todos sin excepción, no me ha resultado fácil de olvidar. (Hoy tiendo a imitarlo cuando me ha tocado encontrarme en situaciones-límite). Creo que fue él quien habló primero preguntándome si me encontraba bien. Su incipiente calvicie, acompañada de una corpulencia adecuada, lo hacía aparecer como una persona fiable. A él no le pegaron porque no se movió. Se quedó ahí impertérrito, cual jefe de policía, en fin, qué sé yo; el caso es que era imponente o transparente, como si fuera parte de la calle, una estatua de una galería o un ministro de la fe, pero no lo tocaron. Muchos nos reíamos, revolcándonos en el suelo, como en el colegio, cuando había castigos masivos. Me pareció que la policía discriminó, en cuanto pudo, a favor de las jóvenes en desmedro de los jóvenes. La similitud en las vestimentas y en las cabelleras era grande. Vi que las mujeres se levantaron antes que los hombres, haciendo gala de su feminidad.


8



Cumbayá, dos de junio del 2008.

Nos volvemos a despedir por ahora de Mayo; es increíble la cantidad de literatura que está circulando en estos momentos alrededor del tema. Dejemos señalados tres nombres: Simone, Catherine, Marguerite. Tres apellidos: De Beauvoir, Deneuve, Duras. Tres trabajos creativos: El Segundo Sexo, Belle de Jour, El Amante. Tres personas, tres mujeres. Dejémoslas reposar en sus obras; y nosotros, a leer o a releer los dos libros; a ver o volver a ver la actuación de Catherine Deneuve en Belle de Jour. (No me es claro por qué he relacionado estas tres mujeres con los acontecimientos de Mayo. Hoy, con ocasión de la muerte de Yves Saint Laurent, aparece una foto en el periódico local en la que Catherine va llevándolo de la mano). Bárbara temblaba sin darse cuenta. La mañana ya había calentado el ambiente, y el desayuno le había resultado pleno, como nunca, exquisito. Volvieron a sus asientos con todas las ganas de estar uno junto al otro. Nicolás la dejó pasar dándole el asiento de la ventana; ella interpretó este signo como un acto de extraña caballerosidad, que recordaba haber visto sólo en su abuelo. Hacía tiempo que las mujeres y los hombres habían comenzado a batírselas por igual. Tanto ellas como ellos llevaban su propia carga, y podía llegar a ser un insulto que un varón pretendiera rebajar a una mujer al ofrecerle llevar la carga de ella. Se sentían tildadas de impedidas cuando se les insinuaba llevarles la mochila. Al final, muy al final, uno siempre terminaba cargándolas. Se arrepollaron en sus lugares y se cubrieron con la manta de vicuña que Nicolás literalmente le había expropiado a su padre bajo la consigna de que él, al dirigirse a los países fríos, la necesitaría. Estaba desgastada por el tiempo y el uso, era bellísima, color crudo, de ese café que llega a


Capítulo Octavo

71

acercarse a un dorado patinado y sobrio, tono que irradia y recibe a la vez. La traía escondida en el fondo de su bolso. Recién ahora, ya lejos de su casa, se atrevió a sacarla. Ella la acariciaba como si fuera la piel misma de su acompañante. A pesar del calor, se envolvieron en la suave cobertura; era un paño generoso capaz de cubrir el cuerpo de un agricultor de cierto tamaño; es posible que hubiera sido tejida hacía un siglo para algún hacendado de la zona central o algún poderoso estanciero del lejano sur. Sentían la complicidad que tienen entre sí los niños cuando juegan a la pieza oscura, y están escondidos en silencio, casi sin respirar para no ser descubiertos; el miedo ficticio, la mano tibia del que busca rozándoles el rostro, los pasos que se acercan, que se alejan; las risas ahogadas. La mezcla de los aromas de sus dos cuerpos jóvenes produjo en ellos el efecto liberador de desconocidas esferas de lo erótico; de todo aquello que se encuentra oculto, envuelto, enfrascado; de cavernas marinas bañadas por las olas.


Cumbayá, sábado 7 de junio del 2008.

Cumbayá, jueves 5 de junio del 2008.

Finalmente, no viajamos a la costa, caí enfermo, con la respiración entrecortada, tercianas por las noches, dolores musculares, y con el genio hecho mierda. Me había hecho grandes esperanzas: escribir acompañado por el ritmo del mar. Puede que sea esta una invención antojadiza, no importa, en todo caso, es una invención imaginaria del posible poder del mar: la idea de que su ritmo me induce a escribir. Lo más probable es que sea la manera de pensar de un ideático. Nosotros los ideáticos nos aferramos a lo escaso, para que el ventarrón del spleen no nos constele y en seguida nos desconstele, sin explicación y sin razón alguna. Spleen: palabra que quedó enterrada en el pasado y que ha sido reemplazada por «La Neura», «El Estrés», «La Depre», «El Bajón», «La Histeria». El spleen de la época de Baudelaire parece más ar-

Mañana viajamos a la costa. Son siete horas de viaje. He preparado el Jeep como para una olimpíada: llantas nuevas, labradas para los caminos con barro, acabo de asegurarlo contra todo evento, revisión de frenos, arreglo del choque que me mandé contra una vaca, ruidos varios subsanados, reposición de accesorios insignificantes pero que le quitan ese aspecto de tarro usado y dejado de lado, el tanque lleno de gasolina, limpieza interior a fondo, matriculado, revisión técnica, seguros obligatorios; todo al día. Voy lleno de leseras: herramientas, cables eléctricos, cuerdas, hamacas, lapiceros, la laptop, ropas ligeras, mosquiteros, pan integral, verduras. Qué manera de llenarme de cosas. Lo mejor de la película La Misión es cuando Robert de Niro es liberado por un aborigen del enorme peso que llevaba a cuestas: su armadura, armas y preciadas bagatelas, y puede seguir adelante liviano de equipaje, liviano de fondo, de corazón. ¿Pero a uno, quién podrá liberarlo? ¿Un accidente, una quiebra estruendosa, un tsunami, una conversión tardía, cometer uno de esos magistrales errores?


Capítulo Octavo

72

tístico, más merecido, menos descalificante. (Vistas desde cierto ángulo, las ideas pueden ser un aporte; aunque no hay que confiarse, suelen dar certeras puñaladas por la espalda). Busco una frase que calce con el estado en que me encuentro, estado febril y desolado que comienza por el cuerpo y continúa invadiendo todos los otros estadios en los que arbitrariamente nos hemos autofraccionado cual piezas de un muñeco inteligente. La cuesta que se nos viene encima, pasados los sesenta años, si tenemos la intención de remontarla, es de suyo agreste y empinada. Todo nos indica que vamos cuesta abajo, querámoslo o no; además, empezamos a resfriarnos bastante más seguido. Qué lástima. «Cuántos y cuánto nos disipamos, entre raras y pequeñas hazañas del todo incomprensibles». En apariencia, hay opciones: el camino del héroe o el del pequeño dictador; ambos cohabitan en lo recóndito de cada uno de nosotros, pero no es así, no hay tales opciones, ni las habrá; siempre se trasciende. Hoy, domingo ocho de junio, es el día del padre. Mi hija menor me ha regalado dos libros sobre Mayo del sesenta y ocho; es que me ha oído pontificar durante todo mayo.


Cumbayá, lunes nueve de junio del 2008.

Pareciera que el ideal más fuerte de un joven es el descubrimiento de que existe alguien distinto a sí mismo y por el cual se siente irremediablemente atraído. Ese atractivo es más fuerte que el entusiasmo casi bélico por corregir a la generación anterior desde su mirada todavía desinteresada. Este descubrirse mutuamente debería ser el único tema, el único propósito de estas veintiocho páginas que todavía dispongo. ¿Por qué tanta angustia? Es que dar cuenta de lo íntimo, sin retórica, sin caer en el campo estéril, es tarea de nunca acabar. El interés por el descubrimiento de lo radicalmente distinto es algo que nos acompaña hasta el

Escribir en computador es, de alguna manera, un atentado. Contamos con el eficiente back space, esa flechita orientada hacia la izquierda que permite volver atrás, modificar, recuperar lo anterior y borrar sin dejar huella; todo lo escrito puede ser mejorado, enmendado, una y mil veces, como si lo ya hecho no tuviera valor ni derecho a permanencia. En cambio, en la vida las cosas van sucediendo y «a lo hecho, pecho». Bárbara y Nicolás se buscaban con una delicadeza digna del aseo cotidiano de una gata ceremonial. Hay momentos del cariño cuya ternura despeja, abriendo las circunstancias a lo ignoto. ¿Qué santos cielos nos lleva a olvidarlos, o a creer que sólo son posibles en los inicios? ¿Qué factor nos conduce a la rigidez que estereotipa, que encasilla, y que por último, termina por transformarnos en serios desencantados? La belleza que emanaba de ese escondrijo, las risas entrecortadas, la complicidad absoluta y distendida de esa pareja, creaban una fuerza inmanente que sobrecogía a los que pasaban, cualquiera fuera su sexo, edad u oficio, caminando por ese pasillo de aquel tren que viajaba certeramente rumbo a la otra orilla, al otro océano, de nuestro continente.


Capítulo Octavo

73

día de la muerte. Claro que podemos renunciar formalmente a él, pero en el fondo, una vez descubierto, seguirá vivo. A la larga, viene a resultar algo más fuerte que el deseo; una compulsión parecida a lo que podría ser la esperanza en la otra vida. El otro es la posibilidad de lo otro: otro beso, otro aire, otra vez, otra oportunidad, otro lago, otro yo. (No todo momento es literalmente asesinado por el que viene). Bárbara, como toda mujer (esta expresión «como toda mujer» se usa en Córdoba) avanzó. Protegida por el poncho, enlazó sus dos manos con las de Nicolás intercalando todos sus dedos con los de él. Veinte dedos entrelazados; como era imaginativa, descalzó a su pareja y se descalzó, tratando de entreverar también todos los dedos de los pies. Por la noche, veo una película solo. La India fraccionándose. La locura adueñándose del ser. Un millón de muertos; la misma cantidad de amigos que quería tener un cantante brasilero. Veo, en la misma película, la alegría que irradian esas ligeras vestimentas hindúes en una boda. Las mostacillas, los espejuelos, las tinturas terrígenas, el caballo vestido de fiesta llevando al novio, ofreciéndolo a la novia.


Quingue, lunes diez y seis de junio del 2008.

La misma India que por azar nos dio una nombradía: los indios árticos, los indios piel rojas, los indios aztecas, los indios andinos, los indios mapuches, los indios magallánicos, los indios antárticos; un eslabón clave a la espera de ser descubierto. Veinte dedos intercalados. Ellos están muertos de la risa, porque más que una postura erótica inspirada en las costumbres amatorias de los hindúes, en el universalmente difundido Kama Sutra, ensayan una postura circense y se encuentran a un tris de descoyuntarse. Los vecinos de viaje poco entienden lo que está sucediendo bajo ese poncho chileno de vicuña; algunos imaginan lo peor, otros menos, lo mejor. Como tienen manos y pies ocupados, sólo les quedan para tocarse, de una manera plausible, los labios, las lenguas. Se miran con la vista empañada por las lágrimas, se restriegan las narices como los esquimales, se olfatean como panteras en calor, y no quieren desprenderse por ningún motivo. Esta tenacidad les provoca más risas, están llegando al borde de la histeria, como si fuera la finalidad última de sus rebuscados malabares. «Te amo como a las noches serenas sin luna que se duermen silenciosas en las faldas agrestes de los Lowlands». El único Lowland que Nicolás había oído nombrar era el Sad Eyed Lady of de Lowlands que aparecía en la letra de la canción de Bob Dylan, y, francamente no le evocaba más que un sentimiento de fría melancolía. Pero el juego del amor es con sorpresas y creatividades, por lo que le contestó en un canturreado inglés: «Lay lady lay, lay across my big brass bed; stay lady stay, stay with your man a while…», y, al olvidársele el resto de la letra remató con un sonoro «please, stand by me… my way», poniendo la inflexión en my way. Ella entendió que ese my way se refería a ella, y esto definitivamente le gustó: ella era su «way»; ella era el único «way» de Nicolás. I am Nicolás way, dijo para sus adentros. Se sentía sánscrita, iluminante sacerdotisa oriental. Esto último la llevo a atreverse a llevar adelante un acto reflejo de un sacrificio ceremonial. Acercándose lo más que pudo, le mordió un lóbulo de la oreja, el izquierdo para ser más preciso, y sostuvo la mordida,


Capítulo Octavo

74

restregando las mandíbulas por unos buenos setenta y cinco segundos. Nicolás sintió un vacío en el estómago, se sintió calado en lo hondo como si fuera una sandía lista para ser devorada, en pleno verano, a campo traviesa, por cuatro sedientos jóvenes campestres, al mediodía, con los rayos del sol cayendo directos sobre sus recalentadas cabezas. Se dice que el hombre va a la zaga. Esto nos viene de la leyenda de Adán y Eva. Es Eva la que prueba primero el fruto prohibido, y ella la que invita a Adán a hacer lo mismo. ¿Es por esta manera de proceder, una mala mujer, o la mala de la película? Algunos intérpretes de leyendas han procurado que sea así. ¿Estoy tratando el tema un tanto a la ligera? Sí, quiero continuar y contarles que es lo que hizo Nicolás en respuesta a la mordida tan parecida a la inigualable mordida de Eva a la manzana prohibida. El lóbulo nunca ha sido materia de prohibiciones, se dice que es un punto sensible que al ser mordido excita a algunos seres humanos. ¿Excita al que muerde o al mordido? Personalmente creo que al que muerde y remuerde esa carnosidad blanda del tamaño de la yema del dedo pulgar. Lugar preferido de aros y pendientes, donde las joyas refulgen. Nicolás, se vio compelido a la reciprocidad. No sabía cómo proceder puesto que nada espontáneo se le venía en mente. ¿Morder, sí, pero morder qué? Entonces fue cuando se le ocurrió morderle la nuca como había visto hacer a un potro que se hallaba cortejando a una yegua.


Quingue, martes diez y siete de junio del 2008.

Cuando era niño, siempre dejaba mis deberes y tareas para el final. Que faltara un trimestre para terminar el año, era una eternidad más que suficiente, en la cual mejoraría sustancialmente todos los promedios de notas, incluido el de conducta. Han pasado cincuenta años y no he cambiado, debieran otorgarme un premio a la persistencia, celebrar las bodas de oro de este tenaz espíritu de postergación. La pregunta que corresponde que me haga, y que ahora he de contestar, es si realmente esta devoción por este sistema me ha dado buenos resultados o, por lo menos, los resultados que he esperado. (Francamente no puedo contestarla). En las pruebas de resistencia, la última cuarta parte es trascendental, es el fruto de un cálculo, de una premonición. Todo lo contrario de mi natural sentir; me gusta el poema porque es escueto,

Cuando América fue encontrada por los europeos –quienes tenían, desde los griegos, una concepción del mundo– aportó a la Tierra una cuarta parte más de territorio, además de asentar, de una vez por todas, la tranquilizante redondez del mundo. Hoy, cuando los promedios de vida alcanzan la friolera de ochenta años, la cuarta parte es una cifra que desde el punto de vista de la superficie no deja de ser significativa. Digo todo esto, porque todavía queda disponible y por escribir, una cuarta parte de esta novela, en la que los cuatro personajes: Bárbara, Nicolás, Sean y el narrador (que está narrando exasperadamente), debieran adquirir toda su personalidad, carácter, agilidad, y prestancia.

Con la máxima destreza que la situación permitía, logró girarse y atrapar entre sus dientes la bella nuca que ella guardaba bajo el pelo: suave como la piel de una recién nacida intocada por el sol o por la luna. Ahí se quedó sosteniéndola con la presión justa. Ella ni chistó; tampoco se movió. Sólo emitió un largo y claro suspiro de complacencia.


Fin de las tres primeras cuartas partes

75

corto, rápido, ceñido, por lo mismo, la carrera de cien metros; al partir ya se está llegando. No sé cómo será este sentir en el resto de la gente, debe haber de todo en la viña del Señor, pero yo soy de tiro corto. Por eso me he propuesto una novela (o lo que resulte ser) medida, de no más de cien páginas, con un máximo de cuatro protagonistas. Estoy en la gloria, a algunas líneas de terminar las primeras tres cuartas partes. Presiento la recta final, ojalá sea una recta y no una tortuosa sinuosidad que me emborrache y haga que pierda la fe que he puesto en los cuartos finales. Estoy frente al mar, el día está nublado, brumoso, no hace frío aquí en la mitad del mundo. Está cruzando de norte a sur una barcaza con dos banderolas, viene cabeceando, el mar está encrespado; nos muestra una combinación de tonos de grises y de verdes apagados. La barcaza es voluntariosa, ahora enfila hacia adentro, perpendicular al horizonte. Es proporcionada; está a escala de ese ser humano que no ha triunfado del todo sobre lo que le es dado; aquel ser que todavía lleva en su intimidad el sentido épico, como esos animales en extinción que miran con cierta bondadosa fiereza. Con que la otra vida sea sólo la comprensión de esta, conocer a fondo los misterios de esta tierra y toda la gama de sus amores, vale la pena: ser leves, alimentar esperanzas, envejecer sin miedo y seguir adelante, raudos como los pájaros que jamás miran atrás.


Mordeduras, dedos entrelazados, encubrimientos, misterios bajo la manta de vicuña, semiahogos, risas guturales, exhalaciones de aromas generosos; todo este conjunto, más la inevitable dosis que la imaginación trae consigo, hizo que una señora madurona, creyendo representar el sentir de todo el vagón, llamara al inspector para que pusiera orden en los asientos veinticuatro y veinticinco del carro de segunda clase del tren expreso con destino a la gran ciudad ribereña que lleva el distinguido nombre de Buenos Aires (a pesar de ser intolerable el aire que se respira en ella durante todo el verano). La señora se empinó sobre el asiento para ver mejor lo peor, estaba segura de que estarían desnudos haciendo el amor de la manera más impúdica, así como no le cabía la menor duda de que había una ley que sancionaría este atentado público a las buenas costumbres. El inspector tuvo que tocar el silbato para que le hicieran caso. Emergieron dos rostros encarnados, juveniles, magníficos exponentes de lo más granado de la generación que estaba cumpliendo su absoluta mayoría de edad en esa fecha tan particular; aquella que quedó grabada en la historia como «Mayo del sesenta y ocho». Jóvenes que el destino había juntado, tal vez no tanto por azar sino para que en ellos se cumplieran los más nobles sentimientos que nacen al calor de los encuentros fortuitos. Seres encantados, inocentes, y sobremanera fieles todavía a su lozana condición. (Es probable que la inocencia, por mucho que se quiera, nunca se pierda). Fue Bárbara la que sacó la cara por los dos y en un pésimo castellano le preguntó al inspector si necesitaba algo que ella pudiera solucionarle. El inspector se cohibió ante la joven extranjera y no supo qué decirle; la señora, al verla enteramente vestida, fue encogiéndose hasta alcanzar la postura de la correcta sentada y comenzó a hojear una revista como si nada hubiera pasado. Nicolás, adoptando la manera de un latifundista latinoamericano expropiado, no se dignó a dirigir ni la mirada ni la palabra al inspector; se levantó silenciosamente de su asiento y fue directo hacia

Comienzo de la última cuarta parte.


Capítulo Octavo

76

Oigo Forever Young, canción que a mi edad sí que tiene sentido y entusiasma. Aunque el final de Dorian Gray fue catastrófico, hoy en día, ante la cruel experiencia de Dorian hemos creado el sueño en la existencia del «joven de espíritu» o «joven de corazón», aunque por fuera el sujeto en cuestión esté transformado en una pena caminante. La vida sedentaria tiene sus bemoles; sigo sin entenderla. ¿Por qué será que con la edad fallan las piernas, será debido a la fijación en ese auto que tanto deseamos desde los primeros años de nuestra conciencia motriz?

la matrona. Ésta, al verlo acercarse, gritó como si hubiera una rata ascendiendo por debajo de su vestido lila, él, despechándola, continuó su camino hacia el coche comedor, compró una botella de champagne Brut, pidió dos copas, volvió a su asiento, descorchó haciendo todo el ruido que pudo, derrochó la efervescencia que brotaba, llenó las copas rebalsándolas, y brindó con ella por el mero hecho de existir-existiendo. Eran las doce del día, el champagne helado y burbujeante, además de oportuno, les cayó de perilla. Nicolás tenía sus aciertos en perfecta proporción con sus desaciertos; pero los aciertos eran de una categoría superior a los desaciertos, razón suficiente para que Bárbara se enamorara perdidamente de él. (Es difícil enamorarse encontradamente). A Nicolás, como ya sabemos, le bastó con verla una vez, de reojo, cuando apenas salía el tren de la capital chilena, para declararse perdido. Ahora, a estas alturas, habría dado la vida por ella. (¡Dar la vida! es una expresión improbable).


Que los grandes hombres mueren jóvenes (Cristo) y los grandes viejos no mueren (Dios Padre), es una preocupación propia de viejos. Entonces, aunque no corresponda, vamos a tratar de situar a Sean y al que escribe por sobre los sesenta años para reducir a dos la gama de las edades de los personajes que tenemos que abordar. Vamos a dejar a Sean en Mayo del sesenta y ocho, en París, en un café, a las dos de la mañana, tomándose unas botellas de Cabernet Sauvignon, cosecha del sesenta, con un grupo de participantes de aquella jornada en la que fueron elegantemente arrasados y reducidos por las fuerzas especiales. Lo vamos a dejar conversando de un poeta, Lautréamont, de un filósofo, Heidegger, y de los célebres sueños de la juventud de aquellos años. Bárbara y Nicolás continuarán viajando hacia Buenos Aires, también en Mayo del sesenta y ocho (última vez que nombro dicha fecha, que si no cumplo, me parta un rayo) a las doce del día, en pleno brindis de celebración de la existencia por la existencia (ellos también conversando, esta vez, sobre la trascendencia de la liberación: interior, religiosa, y femenina). Y al que narra, lo vamos a mantener solo, frente al mar, de noche, oyendo, mientras escribe, el álbum The Best of Dire Straits, tarareándolo como si fuera su favorito, sintiéndose un poco «in» al hacer tres cosas al unísono: tararear, escribir y recoger el ritmo del mar en la escritura; «in becil» ha de sentirse de revelar tantas nimiedades en vez de decidirse a escribir «el poema» del siglo veintiuno que inspire a las presidentas y a algunos presidentes a desmilitarizarse, desarmarse, descongestionarse, desintoxicar el aire que respiramos, desfosilizarse, desmaterializarse, desburocratizarse, descentralizarse, despolitizarse, desideologizarse; en pocas palabras, a despreciar el poder como primera prioridad y como segunda, a abandonarlo así como así, como quien deja pasar una hoja volante que se cruza en nuestro camino transportada por el viento de la tarde. Y, una vez cumplidas las anteriores, dar curso a una tercera prioridad: desarticular el mundo binario que incita a tomar partido: blanco o negro, hombre o mujer, izquierda o derecha, cielo o infierno, bien o mal, joven


Capítulo Octavo

77

Eran las tres de la mañana del famoso día, el grupo había hecho suyo el café, y la conversación ardía. El tono general era de una elocuente alegría a pesar de haber sido reducidos y devastados por la soberbia policía antidisturbios de París. El brindis había achispado a Bárbara, el calor del mediodía le había soltado la lengua. «Liberar», esa es la palabra, decía en tono pícaro, sugerente. Respetuoso, Nicolás le consultó qué había o qué entendía por «liberar», y ella entre risitas le contestó que «un hombre no es tonto o inteligente, es libre o no lo es». Y él, cuestionándola con la mirada, le preguntó si esto también era válido para la mujer, puesto que ellas eran intuitivas y a lo mejor, por lo mismo, no cabían en la categoría de «tonta o inteligente».

o viejo, gordo o flaco. Es esta categorización la que más inhibe la inteligencia emocional de todos nosotros, obligándonos a decidir entre «a» o «b», como si siempre los opuestos estuvieran en conflicto y hubiera que, por decreto supremo, rebajar perentoriamente al mínimo su oposición, o eliminar a uno de los dos. ¡Está difícil! Para Breton, la luz puede tomar sólo tres caminos: «poesía, libertad y amor». Para Lautréamont, «la poesía debe ser hecha por todos». Para Heidegger, «la libertad es la conciencia de la necesidad». Para la juventud anónima, «hagamos el amor y no la guerra». Aquí podemos constatar que para que la luz ilumine, irradie, transmita, han de cumplirse ciertas condiciones. «Yo soy la luz, el camino, y la vida» decía Cristo. Sería espléndido saciar en una sola frase –llevando a cabo la proposición que ésta implica– la insaciable sed de certeza que nos atormenta desde que el hombre es hombre.


Bárbara le respondió que él era un cabroncillo machito brincón, que mejor que no se metiera en conversaciones de adultos preparados, y que de seguro, no conocía a Safo de Lesbos. Nicolás se anduvo anonadando con la mezcla conceptual que ella le descargó de una. Reponiéndose en el acto, y con la máxima adustez que pudo dibujar en su rostro le dijo: «El palto necesita otro para fructificar, libélula licenciosa, libertina, lúbrica, liberal». Ella sólo entendió las «eles» de las palabras y estalló en una carcajada que espantó al pobre Nicolás quien creía que con esa serie de carácter poético iba cerrar la discusión, sellándole la boca. Estas discusiones, que en un comienzo son puro juego, a Sean le habían costado varias relaciones. Los juegos son una alternativa a la guerra que en definitiva es la inspiradora de múltiples juegos. Sin duda que el mundo lúdico ejerce una atracción especial en el corazón del ser. No se puede vivir en permanente gravedad, en desproporcionada trascendencia; no se puede estar al borde del abismo o en la cuerda floja manteniendo un equilibrio a punta de enorme esfuerzo. De tanto en tanto todos (nótese que nuevamente ocupo la tribuna para representar a «todos»), todos deseamos distendernos, descansar del peso específico de la vida y jugar alegremente a cualquier cosa que no tenga consecuencias más allá de perder o ganar de manera retórica y conceptual. Sean llevaba desde su niñez este espíritu lúdico que nunca abandonó (ni él al espíritu, ni el espíritu a él) a pesar de que la vida le jugó, como a todos, severas partidas, en las cuales, por lo menos en apariencia, él aparecía las más de las veces como un claro perdedor. Soñaba con morir con una placentera sonrisa dibujada en su boca (sólo pensarlo le daba risa). No le importaba que otros vieran en él una suerte de ligereza, de desapego a ciertas cosas que otros consideran muy importantes. Los bienes para él significaban innecesarias ataduras, preocupaciones irrelevantes a merced del tiempo entendido como algo favorable. Sean veía el tiempo (ese tiempo que nunca tiene tiempo), como el maldito asesino de toda buena relación; aquel dios, Cronos, del que casi


Capítulo Octavo

78

todos nosotros somos adoradores. Con qué orgullo lo llevamos en la muñeca mostrándole al mundo nuestra condición de esclavitud; en lo posible, ha de ser de oro, para que brille y refleje su autoridad. El tiempo adueñándose de sus pacientes esclavos. Sean había superado los límites de la propiedad privada, hacía suyo los lugares con sólo conocerlos, recorrerlos, habitarlos. Por ahora estaba en París; ciudad que sentía tan suya como las ciudades de Escocia. Observaba el comportamiento de policías y jóvenes como quien mira crecer las flores de su jardín. No hay que olvidar que los policías también son jóvenes, se dijo para sus adentros con sólo mirarle los ojos a aquel joven policía de casco brillante y negro. El abuelo de Bárbara escribía poco, a pesar de que le gustaba mucho. Poco, como todo es poco en la esfera humana; escaso como las noches imperfectas ante el mar; ajeno como esos atardeceres que sacan lágrimas al revelar la ausencia. Nuestro narrador está mal; mal de salud. Le han asignado un diagnóstico, aunque provisorio, un tanto alarmante. Padece de una arritmia crónica consecuencia de la fibrilación auricular que lo acompaña desde los treinta y cuatro años. Hasta aquí vamos bien, pero un cuadro de neumonía asociado a una insuficiencia cardíaca moderada lo mantiene semipostrado con un síndrome obstructivo. Está funcionando con una capacidad cardíaco-respiratoria disminuida aproximadamente en un cuarenta por ciento.


Todo esto le parece, en primera instancia, un halo envolvente, como si un espectro desolador lo estuviera encubriendo, transformándolo en un perfecto capullo. Todo esto está sucediéndole a nuestro narrador en los momentos culminantes de los cuartos finales de su atribulada novela; todo esto, más algunos problemas estructurales, le hacen confundir al autor con el narrador (ya no sabe quién es quién). Su médico es francés: Benoit Jean-Marie Cordier; que le recuerda a Baudelaire, Rimbaud, Gérard de Nerval, Mallarmé. Hace frío, el diurético que le están dando para bajar la presión –¿la presión de qué?– lo mantiene en el baño, cuyo piso de baldosas heladas, lo prepara a pasos agigantados para una larga convalecencia. Él la mira con agrado, tal vez sea el único camino válido que lo lleve a terminar lo emprendido con tanta esperanza teórica y tan poca realidad práctica. Son las cinco de la mañana; el enfermo está en una casa de piedra en la precordillera; por la ventana se deja entrever un paisaje de árboles nativos que asciende por la falda andina de la cordillera. A nuestro narrador lo han pesado y medido; ha perdido seis centímetros de estatura en la última década. Pesa setenta y tres kilos, está midiendo un metro setenta y tres; tiene sesenta y tres años. Estas matemáticas lo hacen sonreír ante el diagnóstico presentado en un castellano afrancesado. Él está vestido entero de negro para asistir de luto a su funeral; considera esta broma una pieza magistral de humor, pero el único que la celebra es él. Se ha rodeado, en su lecho de paciente, de objetos preciosos para él. Un alegre tucán de madera de balsa pintado con colores de tucán, el libro ganador del Premio Iberoamericano de Narrativa, Planeta Casa de América 2008, premio que según él, le podría haber correspondido si hubiera terminado su novela a tiempo. Tiene un montón de películas sobre el cual pone el celular y los anteojos; conjunto que revisa de vez en cuando para asegurarse de que permanecen ahí. Tiene Las Minas del Rey Salomón con Deborah Kerr y Stewart Granger, Adiós a la Armas con Helen Hayes


Capítulo Octavo

79

y Gary Cooper, El Cid, con Charlton Heston y Sofía Loren, El Zorro del Mar con Robert Mitchum y Curt Jurgens, Las Nieves del Kilimanjaro con Ava Gardner, Susan Hayward y Gregory Peck, Charlie, con Charles Chaplin (yo me llamo Carlos, ja, ja, ja…), Las Cuatro Culibríes de Clí de Culibrí. Tiene un par de zapatillas con capellada, forro y plantilla de cuero, hechas en China, una chaqueta Super 100 de Corderoy (diablo fuerte) verde oliva oscuro, arrojada como si nada en el brazo de una silla (estas últimas dos prendas, compradas el último día antes de que se metiera a la cama por estricta orden médica). Tiene una botella de eau, water, wasser, acqua, de agua mineral gasificada Benedictino. Dale Charlie, dale; vamos Charla, vamos Charlita, terminemos la página y a dormir un rato. Imposible, faltan diez y nueve líneas. El quillay que está frente a la ventana tiene un verde-gris en sus hojas duras y pequeñas que invita a una esperanza sólida y real. Estos árboles son tan nuestros (todo hombre tiene sus propios árboles insertos en el corazón desde su niñez), que ahora entiendo el porqué del color de la nueva chaqueta, es del color del quillay en invierno: oliva, ceniza, austero. Son las ocho treinta. La casa se despierta. Los ruidos de la cocina indican que alguien va a tomar desayuno. Hoy es el día del bautismo de la nieta menor del narrador, sus padrinos serán los dos hijos menores de él, una joven de diez y siete y un joven de veinte. La casa se prepara para la fiesta. No es una fiesta a la italiana, con cantos, nonas, y vinos delgados, ¿serán así las fiestas de bautizo de los italianos? El narrador está expectante, les ha regalado un vino Late Harvest de uvas Chardonnay hecho por él; no ha podido catarlo, hace un año y tres meses que no bebe. Ha traído un Cabernet Sauvignon que sí conoce pero que ha de haber madurado, mejorado, con el año y medio de guarda adicional.


Sus hijos han de regalarle a la bautizada unas perlas (una cada uno) proporcionadas al tamaño de los lóbulos de las orejas de la niña. Se espera que ambos lóbulos sean del mismo tamaño, lo más probable es que, al igual que los pies, sean de tamaño distinto. A él le hubiera gustado acompañarlos a comprarlas. Al narrador le gusta regalar pequeñas cosas, aunque le critiquen este gesto; le gusta la gratuidad de la sorpresa que todo regalo esconde. Encarga también camarones (son ricos salteados al disco). Viene toda la familia del narrador al almuerzo del bautizo: se siente inédito, inseguro, inquieto, incompetente. El narrador necesita perentoriamente conversar. Iluso, va proyectando espacios abiertos a lo inesperado. Al parecer, Sean está asistiéndolo desde lejos, desde muy lejos. El narrador está dispuesto a terminar el capítulo ocho a como dé lugar. Va a usar como recurso la enumeración: una serie de frases cortas que van cayendo por la página como el agua de una cascada; cascada que él ha visto, que le trae recuerdos y buenos augurios. El narrador desvaría, cree que él y Sean (el Sean del sesenta y ocho transportado tal cual al presente) van a reencontrarse, ahora, aquí. Van a contarse cosas de la vida. Van a conversar de hombre a hombre. ¿Qué se cuentan los hombres pasados los sesenta?, se pregunta delirante. Cree que por la mañana van a salir juntos a caminar, dialogando, como cree que lo hacían los griegos del tiempo de Pericles. Se imagina a sí mismo admirando la madrugada como a una buena amiga. Se imagina sereno, a sus sesenta años que lo acompañan con cierta amable cordura. Piensa pasar la noche en vela, conversando en algún café.


Fin del Capítulo Octavo

80

Piensa que algo extraño le ha devuelto el presente. Una mujer se dibuja y desdibuja en la distancia fresca de la mañana. Cree que ama, que siempre opta por amar. (El narrador se trastoca, ha estado mirando películas compulsivamente. Piensa que no es halagador ver a Harrison Ford de sesenta y tres años en la película El Reino de la Calavera de Cristal haciendo, una vez más, de Indiana Jones. Piensa que el mundo de hoy es pomposo, que se pueda mostrar en un CD algo de Troya, de Aquiles (interpretado por Brad Pitt dándole forma de carne y hueso); que se pueda ver en un mismo día La Pasión de Cristo y Mahatma Gandhi). Guerras, disputas que nunca comprendimos ni tal vez comprenderemos. El demonio no es el otro; sólo existe en nuestro corazón (se recrimina). La lucha entre Zeus y Cristo, entre el rayo castigador y la palabra que perdona. Ama a tu enemigo, puesto que el enemigo es una invención tuya. Literalmente no existe, es tu propio temor, tus propios miedos. Si te roban la camisa, da también el manto; puede ser que el otro lo necesite más que tú. (Y en aquel París, tantos haciendo ostentación de «las maneras de la guerra»; como si Gandhi, sólo veinte años atrás, nunca hubiera existido. Sean lo tenía presente, le tocó la época de Gandhi; en cambio al narrador le tocó el tiempo del Che Guevara). Conversaban sin ruido, sin discurso, sin retórica, sin dobles intenciones; respetando el silencio. Pero lejos, lo más difícil, decían, si te golpean en tu mejilla derecha es dar también la mejilla izquierda. Lo más difícil para la mentalidad de un niño y casi imposible de comprender por un adulto. ¿Cuántas veces, a lo largo de sus vividos sesenta años, habían ellos, libremente, ofrecido la otra mejilla?


9



Santiago, domingo seis de julio del 2008.

El tiempo para ser amable debería haber sido dividido en cuatro: pasado, presente, futuro y pluscuamperfecto. ¿Y Dios? ¿En Padre, Hijo, Espíritu Santo y María?

Bárbara y Nicolás se miraban como si también ellos estuvieran ahí, participando de la intensa conversación que sostenían ensoñados el narrador y Sean. Imaginemos ahora a Bárbara, Nicolás, Sean y al narrador sentados en una mesa de lados iguales; mesa de bar, específica; mesa para cuatro donde ha de ocurrir algo distinto a lo que suele ocurrir cuando se forman tríos o comisiones tripartitas. (Esas temibles aristas del triángulo, como puntas de flechas dispuestas a encarnarse donde más duela). Imaginémoslos sentados en una mesa donde las generaciones y los tiempos se encontraran. Que por arte de «imaginación y encuentro» hubieran ingresado a un campo de juego con reglas propias donde todo es posible con vistas a un peculiar consentimiento. Un espacio propio, encantado, creado por los hombres para los hombres, donde a los hombres les sea posible igualarse a los mismos dioses que vehementes escrutan –desde lo alto– nuestros comportamientos elementales.

Bárbara, Nicolás, Sean, el narrador. Los héroes, Los dioses. Los hombres. La condición humana. Sócrates. Buda. Gandhi. Cristo.


Capítulo Noveno

81

Pareciera que no he entendido nada. He entrado en el tercer milenio y mi corazón sigue resentido. Es seguro que necesitaré un cuarto milenio y algo más. Los griegos de Homero morían por la gloria; que su nombre y sus hazañas los trascendiera. Guerreros dispuestos a morir jóvenes. Sean y el narrador especulaban en la actual dilatación de la vida, en la que justamente se busca no morir bajo ningún punto de vista, por ningún motivo. La vida, es de lejos, lo más preciado. Cavilaban ¿qué será de las románticas, de los románticos, de los amantes que –al parecer– morían de amor? ¿Cómo sería morirse, a comienzos del tercer milenio, de una neumonía mal cuidada y dejar cosas a medio camino y una novela a punto de terminarse, es decir, de liquidarla puesto que si no se terminara no llegaría a ser novela?; no cumpliría con esa necesaria estructura convencional: principio, medio y fin. Y si, sin muerte de por medio, encontrara una cuarta instancia, y la novela, una vez alcanzado su fin, por sorpresa retornara, como el ave Fénix que renace de sus cenizas. Y si el final feliz, o infeliz, siempre tan sobredimensionado, sin ninguna gracia (es decir desgraciado, porque no hay nada más desgraciado, fuera de las enfermedades, que el que las cosas se terminen), ocupara la importancia que le corresponde, siendo sólo parte de un continuo, un paso, del mismo modo que en un libro se pasa a la hoja siguiente y a la siguiente. Y, volviendo, si nuestros cuatro personajes se encontraran ¿de qué conversarían? ¿Qué tal que hablaran desde cuatro costados diferentes y el tema escogido fuera «el de poner la otra mejilla»? Ocho mejillas disponibles para unas palabras de suyo insospechadas.


Es mucho más que un tema: imagínense a jóvenes impetuosos ofreciendo a las fuerzas especiales parisinas la otra mejilla. Imagínense a Sean y al narrador haciendo lo mismo, con todo el respeto que se merecen por el mero hecho de haber pasado los sesenta años. Ellos, estando prontos a jubilar (ninguno de los dos, se entiende, con una previsión social adecuada y ni siquiera inadecuada), a entrar al cine y viajar en avión por la mitad de precio, a no hacer cola para votar, ni en los bancos o para entrar a lugares públicos, a que alguien les ceda el asiento de tanto en tanto, a tener anteojos ópticos para mejorar la visión (no la previsión) con descuentos especiales de acuerdo con sus edades (sesenta y tres por ciento, si tienes sesenta y tres años); imagínense al primer insolente que se les cruce por delante, tal vez atropellándolos, adjuntándoles un «córrete, viejo de mierda», imagínense, al narrador y a Sean ofreciéndole la otra descarnada mejilla. El narrador ya merece que desde ahora en adelante su artículo y su nombre sean escritos ambos con mayúsculas, al igual que El Cid. (Cid es una distinción árabe). Un silencio ha envuelto a nuestra mesa virtual (qué moderno es el término); Bárbara, la única mujer, se siente obligada a quebrarlo, su vocación ancestral de madre la hace pensar que esos tres varones han de ser espiritualmente iluminados, alimentados, y que es ella la responsable de esta profunda necesidad. «Nosotras siempre hemos dado la otra mejilla» dijo, no sin un cierto dejo de orgullo. Los tres quedaron boquiabiertos. Este tema debe ser abordado con extremo cuidado. La pasión de Cristo es el acto, la clave, que posibilita que la condición humana no se autoextermine. Y, aunque cueste creerlo, el hombre mayor, con ese sentido de inservible que se le ha impreso junto a sus arrugas, padece del desprecio de toda la generación anterior. Ha de ser severamente castigado; todo lo hizo mal; hasta los autos que andan por doquier contaminando el universo independientemente de sus usuarios, en su mayoría todavía jóvenes, son culpa suya. (Es posible que algún entusiasta perdone al creador


Capítulo Noveno

82

del Porsche, gris-perla natural, descapotable, turbo, que circunvala el mar Mediterráneo en primavera-verano, con esa bella acompañante italo-franca que viene con el auto como garantía a los primeros diez mil kilómetros y que, además, sabe revisar niveles, cambiar ruedas, aceite, cambiar de autopistas, y cambiar dólares por euros. Sabe encontrar hoteles acogedores, donde la persona sigue siendo persona y no es transfigurado en «turista», ser despreciable por lo avaro, que invade nuestros países respectivos sin querer dar nada y queriendo llevárselo todo. El muy estúpido no quiere aceptar la ganga de la torre de Eiffel en sesenta euros, tampoco quiere comprar dos torres en cien. ¡Turista tacaño, miserable, iletrado! ¿Creerá que París se construyó en un día; que nació por partenogénesis de Roma? Estoy furibundo con mi absoluta falta de espiritualidad; me distraigo. Pienso que lo hago a propósito. Cuántas veces he luchado para creer que dar la otra mejilla es el único camino hacia la paz. ¿Qué palabras usar con Bárbara y Nicolás? Sólo (de nuevo el recurso totalitario del «solo») están quedando en la jerga cotidiana pocas palabras que no sean las que se usan para producir; las otras suenan afectadas, relamidas, siúticas. Hoy están colocando unos marcapasos virtuales a los hipocondríacos. La hipocondría es para muchos un recurso, un gemido velado, un s.o.s. ¿A cuántas personas habrá ayudado esa modesta sigla de tres letras? ¿Qué significa s.o.s, aunque ya haya alcanzado toda la potencia de una convención universal? Significa Save Our Soul.


Miro por la ventana, veo una llama pastando apaciblemente; veo otra; son dos que viven juntas. La situación me sorprende, es una escena romántica, bucólica, pastoril. Por otro lado, el ruido regular de los tractores que van moviendo los colosos llenos de uvas domina el ambiente. Están cosechando las uvas Moscatel de Alejandría; ya comenzó el invierno. Las uvas están con la «peste noble» o botrytis cinerea (término que en latín refleja algo grave). Se trata de hacer un vino «Late Harvest» o «Cosecha Tardía».

Tengo cuatro yeguas, son preciosas, quiero que sean cubiertas. Me pregunto si son mías y si mi voluntad tiene algún sentido. Cuando falta el agua la naturaleza deja de ser fecunda. Cuando hay guerras los seres humanos también. ¿No estaré apostando a una fecundidad positiva en vísperas de un tiempo de paz? Busco los potros adecuados. En materia de caballos se habla mucho de la sangre. Hay potros bonitos pero su sangre es sin alcurnia y sus antepasados son desconocidos; meros nombres inscritos en un registro de raza. Hay otros que son feos, pero sus antepasados están llenos de premios, son campeones: Champions. Hay mucho racismo en los criadores de caballos. (Aquí la embarré, nunca más nadie me va a regalar una «monta»). Los caballos hay que cuidarlos; «cada uno es cada uno», pero, que este es hijo de este, este de este otro… No he podido montar a caballo desde hace ya un tiempo. Siento que he perdido algo. Detesto los autos como vehículo para trasladarse; el avión para qué decir. Ir es un acto.

Camarico, miércoles nueve de julio del 2008.

Camarico, viernes once de julio del 2008.

¿Quién puede salvar nuestra alma? Estar a salvo, estar seguro, es una situación sumamente rebuscada: seguro de vida, seguro del auto, seguro de las cosechas, seguro médico, seguro de las puertas para que no se caigan los niños, seguro de vejez. ¿Pero quién está seguro? Que la vejez es «segura», no cabe ninguna duda.


Capítulo Noveno

Santiago, catorce de julio del 2008.

83

Tengo cuatro yeguas en Camarico. Quiero que sean cubiertas en tres meses más para que luego de once meses nazcan las crías a comienzos de la primavera sureña. Estoy en cama con neumonía, a la que se suma un cuadro anterior de arritmia crónica. Esta situación me ha permitido ver varias películas (muchas): Charlie, un relato sobre la vida y obra de Chaplin, ha resultado fascinante; la he repetido. Evidentemente que con lo inseguro que soy, he comenzado a pretender que esta novela participa de un humor similar. (No me gusta Woody Allen, no es por nada Woody). Me agrada el personaje de Charlie con todas sus cosas. Quiero volcar a Sean y a El Narrador por este camino. ¡Acompañarlos hasta diluirnos todos en las soberanías de la lontananza existencial!

Don Quijote cumplió a cabalidad el acto de ir, cuando montado en Rocinante, partió a arreglar el mundo. El Cid cuando es expulsado del reino monta en Babieca, carga una mula con sus armas y se va sin mirar atrás. Siempre me ha sobrecogido Cristo entrando a Jerusalén en un burro. ¿Debiera tener un burro y partir humildemente a errar por la cordillera, llevando quesos de cabra, pan amasado, agua fresca, todo el conjunto bien estibado en unas alforjas de lana, para encontrarme a mí mismo en las alturas cordilleranas?


En verdad, son tantos los arbitrios que apuntan de lleno contra nuestra frágil condición humana, que el personaje de Charlie es absolutamente válido. Uno se enamora de él, se transforma en su incondicional. Lo que resulta extraño es que este entusiasmo por él perdure, se mantenga en el tiempo habiendo pasado incólume por la niñez, por la juventud y por la espléndida edad adulta. (Sólo se es adulto por error). Son pocos los entusiasmos que pasan las pruebas de las distintas etapas de la vida. Teatralizar el horror, el amor, la miseria, la injusticia con ecuanimidad suficiente, no es tarea fácil, ha de concurrir un sexto sentido que no se estudia ni se aprende. (Hacer reír es también hacer llorar). Sean tiene humor, no ese «humor británico» que se les atribuye a los ingleses: tiene el humor escocés que pocos conocen (yo, apenas). El Narrador también tiene su humor, pero tampoco participa de aquella modalidad del «humor chilensis», que significa entre otras cosas, ser bueno para la talla y el piropo, ridiculizar a las minorías y, a veces, de entre las minorías, a las más débiles. Tiene ese humor solitario muy poco conocido que se desarrolla en el extremo del Cono Sur; el humor como un lenguaje desesperado, como último recurso para expresarse y no quedar en el páramo del silencio. Aquella morisqueta hecha al profesor, quien, elegante saca su estilográfica negra y anota diciendo: ¡Covarrubias castigado el sábado por la tarde, de cuatro a seis, con ropa de colegio; para que así, todo el mundo sepa que está castigado! Covarrubias (castigo injusto según él) le contesta con una mueca que trata de demostrar superioridad y un «qué me importa viejo abusador», el «profe» lo «cacha» y volviendo a desenroscar la tapa negra de la estilográfica negra (¿cómo se llama la otra parte de la lapicera?) le prolonga el castigo para que venga al colegio también el sábado siguiente. A Covarrubias se le salen las lágrimas, pero hierático, mirándolo fijo, le guiña un ojo al soberbio


Capítulo Noveno

84

profesor. El «profe» se rinde ante las risitas del curso; Covarrubias, estoico, espartano, prepara su ánimo juvenil para cumplir con el doble castigo. Acumula, poco a poco, un resentimiento de calibre mayor. La razón inicial del castigo, según él, es hasta el día de hoy injusta. A Covarrubias le dan ataques incontenibles de risa; él los silencia con toda su alma, pero el rostro se le congestiona, y el profesor detecta esta congestión y le espeta «¿Covarrubias qué le pasa ahora?» (porque a Covarrubias siempre le pasan cosas); Covarrubias no puede contestarle sin soltar todo eso que tiene adentro de un modo incontrolado y salvaje. «Si no me contesta en el acto, lo castigo». Covarrubias emite un sonido gutural ininteligible, por lo que es castigado en el acto. Covarrubias se ríe. Estando por finalizar la semana, y a cinco minutos de terminar la clase, todavía no había sido amonestado por razón alguna. Fue esta constatación la que lo alteró y desató su ira ante la impotencia. Fue ella el inicio de que comenzara a desarrollar una risita nerviosa acumulativa, la que, a los tres minutos, tomaría el carácter de un volcán bucal irrefrenable. Pobre Covarrubias, él ya sabe que está «perdidito» y en el muy fondo de los fondos decide, para no llorar, que se está riendo de sí mismo y como él es parte del mundo, por ínfima parte que sea, él se está riendo del mundo entero: Lo encuentra «chato», demasiado redondo para tener un nombre tan severo, lo halla un tanto chico para sostener a los millares que se nos vienen encima; y como es joven, atribuye el hambre, la pobreza y la miseria, a la falta de tierras cultivables. A pesar de esto, se dedica con ahínco a las misiones que promueve la congregación misionera de su colegio. Su curso gana la campaña del «kilo» para África. Covarrubias ha cooperado como el que más.


Santiago, miércoles diez y seis de julio del 2008.

¿Qué estará pasando en el tren? Tenemos a Bárbara y a Nicolás sentados, uno junto al otro, rumbo a Buenos Aires y viajando a la vez hacia el interior de ellos mismos; a Sean y a El Narrador contándose su mejor momento, caminando hacia el final de un camino que va hacia donde no podemos suponer, y, tenemos la posibi-

Imaginemos a Sean y El Narrador conversando y alejándose por un camino que se pierde en la distancia (tal como se aleja Charlie). El Narrador le pregunta si tiene presente algún momento en el cual haya estado integrado con un sentido de pertenencia total, que se haya sentido a gusto, arte y parte del todo, en fin, así como el corazón ha de sentirse cuando todo se hace uno. Sean se ensueña recordando un momento especial vivido a los quince años con un grupo de amigos; han cantado hasta el amanecer la misma canción, han bebido, están mujeres y hombres disfrutando de una fiesta de «quince años». Repiten la misma canción con un gusto tal que enloquecen de alegría. Trata de recordar la letra con escaso resultado; el lugar, quienes estaban; pero lo que sí se le aparece con nitidez es el sentido de lo que le es incuestionablemente propio. Son momentos a los que se desea volver, que temperan la muerte, porque ¿no será que con la muerte del devenir del tiempo comienza la gran posibilidad de viajar a gusto por el misterio del acontecer? (¿De reencontrarse en Edimburgo en el año mil novecientos treinta y tres cantando a destajo como jilguero madrugador?). Son momentos en los que, en definitiva, dejamos el tiempo de lado y nada puede ser más importante que lo que ahí está sucediendo. Sean sonríe, murmura, respira, sigue caminando a paso acompasado, una ola de luz lo ha invadido y vuelve a sonreír: es que ha recordado algo. ¿No besó a Sabrina larga y profundamente en la boca, al despedirse, como si estuviera bebiendo agua fresca, cristalina, de vertiente desconocida, por primera y última vez?


Capítulo Noveno

85

lidad de armar esta mesa para cuatro (en general miden unas treinta y tres pulgadas en Escocia), de formar el famoso metro por lado que da como resultado el aún más famoso «metro cuadrado», el que, en relación a las bebidas, inspiró al «metro cuadrado de pilsocas» servidas sin vaso y a temperatura ambiente (ecológicos profundos los nobles bebedores de nuestro «Chilito»). Quien mucho tiene poco aprieta (parece que me subió la fiebre). Puede ser que convenga escoger la mesa para consolidar, hacer aparecer en gloria y majestad ese momento único en el cual nos hemos sentido plenos, a gusto, unívocos, integrados, acogidos a más no poder por la existencia, en una sola palabra: «presentes». En el colegio se pasaba lista en la primera hora de la mañana: –«¡Covarrubias!» –«¡Presente!» –«¿Presente qué?» –«¡Presente, profesor!». Luego el mismo alumno recordaría cómo en la película Reto al Destino el sargento fustigaba a Richard Gere para transformarlo de «gañán callejero» en «oficial de la fuerza aérea». (Esperamos que haya ganado con el cambio; yo no estoy tan seguro). ¿Recuerdan a Debra Winger con la gorra de oficial, puesta algo inclinada, saliendo de la fábrica en medio de las aclamaciones de todas las obreras, en brazos de Richard Gere, flamante nuevo miembro de la fuerza aérea, vestido con su impecable uniforme blanco? Para Debra, este ha de haber sido un momento absoluto.


Santiago, viernes diez y ocho de julio del 2008.

Estoy feliz también de dominar aunque sea parcialmente a esta «Monstrua mecánica». Mi compu es como «La Pérfida», «La mujer araña», «Gatúbela», «Cruela de vil», «La Bruja» (de Hansel y

Estoy feliz con mi hermano; él ha venido a ayudarme a ordenar estas últimas páginas. ¡Gracias hermano! No sé cómo ni de qué manera había modificado el margen de las páginas que estoy escribiendo. Los tenía diagramados con un margen de tres centímetros tanto a lo ancho como a lo alto. El punto es que estaba trabajando con dos y medio centímetros en el alto y todas las cuarenta y cuatro páginas de la segunda parte de El Narrador se habían descompaginado. Pienso dejar la primera parte con márgenes de tres por lado y la segunda, de tres al ancho por dos y medio al alto. Todo esto es válido para los efectos de Ediciones Quingue: mi «casa editora», hogareña, íntima y artesanal, en la cual voy a editar cuarenta ejemplares de El Narrador en formato A4, en un precioso papel Kimberly absorbente y en el cual la impresión de la letra queda sólida y atrevida. Además, las cien páginas irán acompañadas por diez dibujos, uno por capítulo. ¡Qué lujo! Amo a mi hermano; cuando estoy con él siento una cálida plenitud de pertenencia; no importa cómo ni dónde, pero me encuentro, sin ningún reparo, de lleno en este mundo.

Para ellos debe haber sido un momento pleno, claro está que la escena puede resultarle al mundo intelectual, frío y doctrinario, sumamente «melosa»; pero a la inmensa mayoría asalariada que todavía tiene expectativas, el fantástico rescate de esa obrera, quien de estar destinada a envejecer sin esperanzas en una fábrica alienante, sale al viento, al aire libre, al cielo abierto, en brazos de un piloto de aviones, de esos que cruzan los cielos, es sencillamente conmovedor. Es más que probable que esta escena sea odiada por las feministas; no porque no les guste Richard Gere, sino porque las obreras son muchas, los oficiales pocos y los «Richards», menos. ¡Pasémonos películas!


Capítulo Noveno

86

Gretel), «La Mala Hada» (de Blanca Nieves), «La Quintrala», «La Mala Mala», la «Devora Varones», «La Cuesta Arriba» (que alcanzada la cumbre despeña a sus adjuntos), «La Eriza» (de agua dulce), «La Peor Imposible», «La Yo no sé si tendrá amor la eternidad», «La Macha Almejada», «La Eva Ava», «La Tarántula Pasionaria», «La Tanto tiempo disfrutamos nuestro amor», «La Nena Diabólica», «La Y dios creó a la mujer», «La Enemiga de la Amante de Bill», «La Filosa Oriental». Mi compu es «La Toshiba» a quien le arrancaron el corazón el día en que nació y le pusieron a cambio un durísimo disco duro, blindado, a prueba de tontos, de moros y cristianos. «Estoy feliz porque me visto en Ortiz»; bien Carlitos, ese es un verdadero eslogan, a ver diga otro Carlitos, «estoy que me hago pis… miss». No, niño, ese no es un eslogan, es una denuncia. «Plis… perdón mi desliz… miss». Ese tampoco es, Carlitos. «Es que el pis… miss… ya corre feliz… miss… cual desliz… miss… por el tapiz». Castigado Carlitos, castigado por incontinente y mal educado. «Perdón… miss… acepte mis mistakes… plis». Carlitos pasó castigado seis años, durante toda la primaria, y Covarrubias, toda la secundaria durante otros seis años. Ahora, obligado a estar en cama, no debe hacer otra gestión que comer, dormir, ir al baño a su debido tiempo, cuidarse a conciencia y discreción y escribir aunque le cueste.


Santiago, sábado diez y nueve de julio del 2008.

Nuestro cuarteto, ya sentado en la mesa, está distribuido de la siguiente manera: Bárbara frente a El Narrador, a su izquierda Sean, sentado frente a Nicolás. Dos hispano hablantes y dos anglo hablantes. Como habíamos afirmado, ocho mejillas dispuestas a tocar un delicado tema. Dos personas con sus tres cuartos de vida recorridos y posiblemente un cuarto por recorrer y dos personas con dos cuartos de vida vividos y dos cuartos probables por vivir. Las mejillas, ahí, vírgenes, porque aunque usted no lo crea ninguno de los cuatro han puesto la otra mejilla de manera clara y decidida. Entre ellos reúnen unos ciento sesenta y cinco años. Pero no seamos literales; rebuscando por allí o por allá, es seguro que algo encontraremos sumido en lo recóndito. Es evidente que los dos mayores se sienten más incómodos puesto que –teóricamente– han tenido más oportunidades. Sean piensa rápido, a lo mejor en ese mismo instante se le está dando la oportunidad de poner la otra mejilla; hay que estar atento. En verdad, son dos los temas; tenemos también el de la existencia de aquel momento en el cual la plenitud esplende de modo tal que el momento bastándose a sí mismo, no requiere ser expresado. (Como hay besos a los que no es necesario agregarles la explicación de que esos besos son realmente besos que besan). Han sobrepasado decididamente la esfera de la confirmación del hecho a través de la palabra: son plenos, no les falta nada para ser todo lo que tienen que ser. ¿Podrán los cuatro personajes de esta mesa, contarse aquellos instantes en los que sí han sentido pertenecer decisivamente a esta tierra? Yo no soy de este mundo, dijo Cristo. ¿Deberíamos nosotros afirmar lo contrario, puesto que nosotros no conocemos otro, y lo justo es afirmar que sí somos de este mundo? Pertenecemos a él, y él nos pertenece. El mundo es la casa del hombre y nuestro hogar; es en él donde comenzamos y cuyo fuego mantenemos encendido. De no ser así, el mundo viene a ser una molestia tanto para Dios como para los hombres. ¿Por qué decirle a alguien «mundano» es rebajarlo, es volverlo


Capítulo Noveno

87

equivalente a algo vano, a la semilla que no puede fructificar? ¿Será poner la otra mejilla la única manera de sentirse cómodo y a gusto en este mundo? ¿Es cierto que si uno deja de tener enemigos aparecen las personas y todo comienza a presentarse amigable ante nuestros asustadizos ojos?, preguntaba Nicolás a sus mayores. Nuestra mesa necesita humanizarse aún más, a pesar de lo virtual de esta situación. Pidieron, de una sola vez, a un mozo imaginario, cuatro copas, dos botellas de vino, una de blanco y otra de tinto. Nicolás y El Narrador llenaron las suyas con vino blanco, y Barbará y Sean, con vino tinto. Y a conversar se ha dicho. La tarde está cálida; las luces de la ciudad comienzan a encenderse, la jornada de trabajo tiende a declinar, lo hecho, hecho está, ahora sólo queda distenderse; esto no es un doble de tenis por la final de Pamplona. Nada más agradable para los adultos que la presencia de jóvenes, de sus inquietudes, de sus creencias, de sus pasiones. Nada más acogedor para los jóvenes que la inclusión de sus opiniones en un mundo de adultos preparados. La mesa se ve armónica. La terraza bajo los árboles constituye una situación urbana inmejorable. Van a «picar» también (tal como pican los peces, las gallinas, los cernícalos) para acompañar el vino con alguna exquisitez.


Santiago, martes veintidós de julio del 2008.

Están pidiendo tostadas, panes crujientes, integrales, con tajadas de jamón serrano, unos trozos de queso fresco de cabra, aceite de oliva nortino, rodajas de manzana, tomates salvajes, frutillas sin crema, aceitunas amargas, granadillas, pistachos, macadamias. La mesa es de madera gruesa, recontra usada, impregnada de años de servicio; basta pasarle rápidamente un paño húmedo para que quede inmaculada; lista y abierta a recibir la manera humana; los codos, los puños, los utensilios, las migas, las manchas, las palabras. La mesa es invención del hombre para el hombre. Mesa de negociación, de comedor, de velador, de cocina, en fin, no me voy a poner a enumerar todas las mesas posibles; es esta mesa la que nos importa ahora (uso el «nos», en plural, para no sentirme solo). Quisiera creer que estas dos realidades que nuestro cuarteto se han propuesto desarrollar son de interés común y que se aparecen en el horizonte humano de tanto en tanto. Acabo de ver una película de ficción en la que el presidente de Estados Unidos decide no devolver «diente por diente» y cortar el ciclo, el «ping-pong» de agresiones mutuas que continúan en un campo perfectamente dispuesto para que así suceda; me parece que el primer paso es no reaccionar de inmediato en contra, detenerse un instante y no contragolpear, dice El Narrador a sus tres atentos oyentes. Puede suceder entonces que el otro requiera volver a agredir, a golpear, a sacarnos «otro diente» para que además del primero que ya nos arrancó, pueda sacarnos «de casillas», entonces diremos indignados, esto no puede ser, esto no puede continuar, este está pasándose de listo y yo me estoy pasando de tonto, tal vez yo no sea más que un cobarde invadido de terror. Bárbara y Nicolás se han tomado la mano por debajo de la mesa. Ellos están seguros de que nadie se ha dado cuenta y no saben que cuentan con la complicidad incondicional de sus dos compañeros de mesa. La mesa podría ser redonda; no, no lo es. Se acarician las yemas distinguiendo cada una de cada otra: la del meñique, que pareciera ser la


Capítulo Noveno

88

que menos se ocupa, la del pulgar, acusativa, la que se usa para verificar la huella dactilar, la yema más ruda. Todo un lenguaje lleno de complicidad. (Este juego del tacto nada tiene que ver con los juegos de ahora, en los cuales, jugando debajo de la mesa puede pasar de todo, hasta se puede quedar «agua va» esperando guagua). «Ojo por ojo, diente por diente». Tremenda sentencia; aterrorizadora. ¿Qué hacer ante tanta evidencia? Ambos jóvenes rozan, soban, frotan sus yemas, tratando de entender a través de las caricias la ley del Talión. Sean piensa para sus adentros que la única opción de transmitir algo con cierta certeza, para que este algo sobreviva a la desconfianza que hemos ido acuñando a lo largo de la historia, es predicar con el ejemplo. Trata de recordar, desesperadamente, algún episodio de su vida que se haya acercado a la todavía para él, extraña proposición de Cristo. Es que ofrecer la otra mejilla no puede hacerse por temor ni por arrogancia. Ha de ser un acto que nazca de una fe capaz de superar el instinto.


Santiago, martes veintidós de julio del 2008.

Trata de recordar, de sumirse en el pasado puro; él sabe que la nostalgia distorsiona, entristece o sublima. Algunas cosas se le presentan nítidas, otras vienen envueltas. ¿Es que todavía ama? Aquella mujer hindú está viva. ¿Qué pasó con ella, con él, con ellos? Sean trata con todas sus fuerzas de estar presente. La memoria se ha enseñoreado de él y lo pasea sin piedad. Él quiere, si pudiera, estar en todos lados, pero la candidez de la joven pareja lo jala, lo devuelve en el tiempo. Él no puede afinar lo que está, trata de focalizar, como se hace regulando los lentes de los anteojos largavistas, pero las imágenes se montan unas sobre otras y sólo recibe una ola de recuerdos entreverados. Es invierno en el campo, la neblina luminosa se queda reposando hasta media mañana, hace frío, un frío seco, austero. Nuestro Narrador (ahora ya en franca simbiosis con el autor) tiene que guardar cama, cuidarse, asumir su edad, ubicarse y, sobre todo, alegrarse. Ha estado enfermo durante algunos largos meses, su cuerpo se rebela; busca estar en paz. Lo más cercano que encuentra para cumplir con dicho propósito es ir donde su tía Paz. Algunas personas llevan muy bien su nombre y ella es una de ellas. Hemos dicho que El Narrador y Sean (el traído del pasado) tienen la misma edad. El mundo contemporáneo se vanagloria de que el promedio actual de vida para el hombre sea de setenta y seis años y que es posible que aumente a los ochenta durante esta década. Los huesos sí sienten, deben sentir un frío escalofriante y un pavoroso temor a las quebraduras cuando alcanzan los ochenta años. Habrá que usar ropa interior abrigada de colores clásicos, gris, blanco, azul; ponerse en invierno y verano juegos de ropa interior de algodón peinado: camiseta de mangas largas y calzoncillos hasta los tobillos. No son muy estéticos, pero qué se le va a hacer, a lo mejor habrán unas mallas, ojalá no plásticas con algún diseño «retro» como el traje del hombre araña. ¿Se calmará del todo el apetito sexual a esa edad? Porque sacarse la malla Spider no


Capítulo Noveno

89

debe ser fácil ni expedito ¿tendrán las mallas «marrueco» en el año dos mil veinticinco? Estar enfermo en cama trae otro tipo de reflexiones. Pero mientras El Narrador siga escribiendo, estará bien, muy bien. Ahora espera que se abrigue el día para levantarse. Tiene una mesa con ruedas cuya cubierta puede meterse por sobre la cama, se regula con unas perillas negras y redondas, tanto el alto como la inclinación. Todo mecanismo trae consigo una sensación, aunque leve, de poder. Antes, estas mesas estaban diseñadas sólo para dibujar, hoy sirven además que para comer, para escribir con la compu en la cama; parecen volantes de micro antigua, lo importante es sentir que uno maneja algo, por lo menos la mesita que se mueve por sobre la cama, que se inclina para mejorar la iluminación del teclado, que se sube o baja para alcanzar la altura justa, lo que es una vulgar falacia porque la altura justa sencillamente no existe. La mesita sirve también para que El Narrador la describa y siga adelante con su tortuosa novela. Había olvidado señalarles que El Narrador padece de pánico escénico desde que en el colegio lo llamaron por primera vez a salir adelante, a la pizarra, frente a todo el curso a escribir su nombre (es zurdo). Ahora, cincuenta y ocho años después, está literalmente aterrorizado de que su escrito salga a la luz y sea leído por más de uno que no sea él mismo y que algún queridísimo amigo intelectual le diga: «Con los amigos hay que ser franco, la franqueza es el signo de la verdadera amistad» y luego, mirando al sudeste, le zampe así como así: «¡Tu novela es banal, dicho en castellano, una porquería!».


(Porquería viene de puerco, no de chancho; de chancho se deriva «chancha» y «chanchada»). Hipotéticamente creo que El Narrador preferiría «chancha» porque además de ser una expresión de la época, es menos grotesca, más lúdica, aunque signifique cosas distintas. ¿No sería más simpático (me patea la palabra simpático, es decididamente descalificativa, anodina) que el amigo imaginariamente íntimo hubiera dicho al pasar: «Tu novela es chancha, una real chanchada, lo pasé chancho leyéndola»? Chancha como «la chancha». Esa primera manifestación de idolatría que empieza a perfilarse apenas se deja de ser niño; esa bicicleta adorada, artesa, casera, llena de engendros y calcomanías de todos los géneros, con una infinidad de espejos retrovisores, de luces rojas de alerta, doble dínamo, doble freno, doble parrilla, doble antena con colas de zorro, todo doble, toda arreglada, toda mejorada (por otros y por uno mismo) y que constituyó, sin quererlo ni buscarlo, el primer amor materialista de muchos jóvenes del Cono Sur. Yo envidiaba a mis amigos que le decían «mi chancha» a su bicicleta, no sé, eran a lo mejor más claros en sus amores que yo. Nunca tuve una «chancha», tampoco una «bici»; sólo tuve una bicicleta común y corriente que servía para andar, dar la vuelta a la manzana, solo por la vereda y, con permisos ocasionales, para ir a la casa de los primos y a la plaza del barrio aunque estuviera prohibido andar por las veredas y plazas, según la ley de uso de veredas, plazas y parques. «La chancha», premonitoria en cuanto a idolatrías de aquella otra idolatrada que vendría a destronarla de un sólo bocado: «Brigitte», debutando a los diez y siete años en Y Dios creó a la Mujer. Nosotros todos (diez años menor que ella en la realidad y cinco en la película), bordeando los trece y comenzando la dura etapa del teenager, sin equivocarme, diría que caímos fulminados, enamorados de ella hasta el tuétano, por dentro, por fuera, «hasta las patas». No había ningún problema en compartirla, al revés, nos contábamos los hallazgos sobre su vida, que medía un me-


Fin del Capítulo Noveno

90

tro setenta (nosotros estábamos en el metro cincuenta promedio), nos mostrábamos las fotos, conseguíamos sobornar al vendedor de entradas para el cine, porque estaba catalogada como un drama para mayores de diez y ocho años, y especialmente prohibida por la censura de la Acción Católica. Lisa y llanamente, era una película que no se podía ver sin pecar; verla constituía un pecado no venial sino grave; no me acuerdo si mortal o no, pero sí recuerdo como hoy día que nos cuestionábamos sobre si al venir un terremoto durante la película muriéramos sin alcanzar a confesarnos ¿nos iríamos de «hacha» al infierno? ¿Tendría la Brigitte el infierno asegurado? Todavía existe la orientación católica dada por la Fundación Cinematográfica Católica. Cuenta con siete categorías, entre las cuales la séptima, es película «desaconsejable». Curiosamente en estos días están dando una sola película de esta categoría, se llama El Pejesapo. No creo que la vea; sí que voy a comprar una antología del cine clásico que están vendiendo en todos los quioscos de diarios del país: Et Dieu… créa la Femme con Brigitte Bardot. «La chancha» desde que esa sensual visión irrumpió en Chile por el año cincuenta y siete o cincuenta y ocho, arrasando y abrasando (de brasa) a cualquier adolescente vivo que la mirara, quedó desterrada (no digamos que para siempre) oxidándose en un rincón oscuro de una fría bodega al fondo del jardín. «La chancha», aunque su nombre se perdió, es probable que haya generado esa famosa y sencilla canción popular que dice: «Y yo que te quería chanchita… chanchita… chanchita…».


10



Santiago, domingo tres de agosto del 2008.

Último Capítulo. ¡Qué pena!

No va a suceder nada extraordinario en este tren, ningún atentado, descarrilamiento por error humano, ataque sorpresivo de alguna horda del tipo que quisiéramos imaginarnos. Tenemos

Bárbara y Nicolás siguen tomados de la mano; manos escondidas bajo la mesa imaginaria; siguen en el tren que partiendo desde el Pacífico va rumbo al Atlántico; están ahora para siempre ocupando un hueco en el corazón de Sean y permanecen explícitos dibujados en el horizonte de El Narrador, quien desea fervientemente (sin éxito) que este capítulo sea exclusivamente sobre ellos, para ellos, por ellos, de ellos. El Narrador ha de sacrificar, ahora o nunca, a Sean y a sí mismo; aunque sabemos de sobra que lo único que desea es seguir hablando de él haciéndose el viudo, el víctima, el desterrado, el desolado, el inconsolable, el de la torre abolida. Miren cómo sigue buscando reintroducirse en este escueto y último capítulo. «¡Vade Retro… Narrador… Is Now Or Never… Narrador… Evácuate… Deshabítate… Vacíate… Narrador…!» (En todo caso, si hubiera que escoger quedarse con uno, entre Sean y El Narrador, mil veces el primero, puesto que Sean sí que ofreció una vez la otra mejilla, el único problema es que no recuerda cuándo ni cómo ni por qué. En cambio El Narrador, a pesar de decir que sí la ofreció, es posible que no sea cierto). Bárbara y Nicolás son los únicos protagonistas de esta narración. Bárbara y Nicolás son los únicos protagonistas de esta narración. Bárbara y Nicolás son los únicos protagonistas de esta narración. (Escribir cien veces). Este tren no será el último sobre el cual se escriba como tampoco es el primero. Es un tren que va corriendo por su vía el año mil novecientos sesenta y ocho. Es un tren sobre el cual se está escribiendo en el año dos mil ocho. (Escribir veinticinco veces).


Capítulo Décimo

91

que centrarnos en esta sencilla pareja que espero que desde ahora en adelante nos representarán, tenemos que poner en ella nuestras más sublimes intenciones y darle curso a esa admirable inclinación que naturalmente tenemos hacia el otro. Ellos no van a terminar haciendo el amor en el baño o haciendo malabares entre dos vagones. No van a raptar al maquinista y cambiar el destino del tren volviendo a las costas del Pacífico a contravía, no van a descollar en nada; sólo van a seguir yendo tal como van hasta ahora: admirados el uno por el otro, sorprendidos, encantados, ligeros, sonrientes, amables, corteses, traviesos, sinceros, acogidos por ese leve respeto que los ilumina. Contrariamente a lo que pudiéramos pensar, se necesita audacia para estar presente. Miro por la ventana del departamento seiscientos uno cuando son las once cuarenta y uno de la mañana (a la misma hora, miran por la ventana del tren nuestros protagonistas). ¿Qué sería de nosotros si no existieran las ventanas? Hay un sol de invierno que una mujer asomada al balcón aprovecha para secarse el pelo en el piso octavo del departamento de enfrente, tiene el pelo corto y claro. Su edad no tiene la menor importancia. Lo hace con tal fruición que no puedo quitarle la vista.


Se acerca el mediodía. Un calor húmedo se adueña del interior del vagón. A Bárbara y Nicolás les da exactamente lo mismo; están más allá del clima. Ni el clima ni el tiempo les importa, tampoco el lugar. De alguna manera, no son de este mundo. Están ceñidos por el mismo viento; por la misma bocanada de calor; por la misma inconsistencia de lo temporal. En ellos nada caduca, nada los asusta. Ellos sienten el mismo placer. Si hubiera un estado ideal de lo que significa estar presente, sería precisamente este. Hay que seguir definiendo, afinando; hay que intentar ser asertivo para encontrarse en la dimensión en que ellos se encuentran. Tomemos aire; ellos han pasado la barrera del olvido. Han transgredido la intolerable indiferencia. Han triunfado sobre el desprecio por lo sacro. Han disuelto la tendencia al no. Han burlado las leyes que mantienen la codicia. Han logrado la justa y necesaria paz para estar ingrávidos. ¿Han nombrado, también, a las cosas por su nombre? De alguna manera hay que seguir insistiendo: es mediodía y las torcazas se resguardan entre el follaje de los escasos árboles diseminados por la pampa, mientras que en el Pacífico las ballenas saltan fuera del agua para que los pescadores afinen sus relojes. Una campanada lejana detiene la jornada. Grupos de tres o cuatro encienden fuego a la sombra de un tamarindo. Es probable que no sea un tamarindo sino un árbol cualquiera. Nicolás es joven y todavía no sabe precisar. Bárbara es agreste y todavía es brava. La soberbia inculcada con la mejor de las voluntades ha sido desplazada por una ingenua prestancia. Es sobrecogedor verlos. Un pasajero que odia con toda su alma a la humanidad en general, al pasar junto a ellos ama en ese instante la particular sapiencia que irradia de aquella ingrávida pareja. Bárbara y Nicolás deciden ir a la puerta trasera del vagón y recibir, en la juntura, el aire tibio enfriado en parte por la velocidad de aquel tren que va traspasando el caliente mediodía. La ropa


Capítulo Décimo

92

suelta de ambos flamea al viento. Por supuesto que se besan con un gusto infinito por besarse. Por supuesto que desaparecen perdiéndose en las regiones etéreas de la gracia. Él la sujeta. Ella lo ampara. Ellos creen, sin decirlo, que el tren se va a elevar o por lo menos, que ese carro va salir volando. Va a remontar los aires en busca de una brisa fresca, de una luz templada, de una manera silenciosa de avanzar sin esfuerzo. Ellos creen que en el aire van a encontrarse súbitamente solos y que el carro, cuando esto suceda, tomará una posición horizontal. Ambos están creyendo lo mismo. Esa es la virtud de todo beso, la elegancia del acuerdo, la prestancia del sello, pensaba Sean, al imaginarlos al mediodía, reflejados en la transparencia de la copa que solitario llevaba a sus labios secos por la larga trasnochada. Suponemos que el tren ha de llegar a las once y diez a Buenos Aires. Nadie estará esperándolos. Somos apacibles; nuestro carro nos acuna, dijo Nicolás al oído de Bárbara. Somos apenas lo que somos, murmuró El Narrador que los observaba desde la penumbra de un rincón espiritual, con el cariño hambriento de un abuelo. Bárbara era la única que había caído en la cuenta de que todo beso despoja de necesidad al alma, de urgencia al cuerpo, de temor a la aventura y de ansia a la pasión.


Quingue, sábado nueve de agosto del 2008.

Santiago, lunes cuatro de agosto del 2008.

Ambas, frases o cifras, lo que resulte más acogedor, corresponden a personas adultas. Bárbara y Nicolás tratan de hacerse los adultos. La primera en darse cuenta es, naturalmente, ella. ¿Por qué cuando somos jóvenes nos hacemos los «sabidos» y cuando adultos los «yo sólo sé que nada sé»? ¿Qué será esta tendencia a no estar donde se está? ¿A qué edad empieza a desarrollarse? ¿Por qué nos cuesta tanto vivir como se debe? ¿Quién sabe cómo se debe vivir? ¿A quién no le gustaría vivir como Dios manda? ¿Alguien sabe, a ciencia cierta, lo que Dios manda para vivir como Dios manda? ¿Por qué se nos ha hecho todo tan complejo? Un barquito oscuro va surcando a contraluz, no por el horizonte como los barcos grandes, sino que va cerca de la orilla porque es más chiquito; va tranquilo y sin apuro. Está anocheciendo, el mar se torna acerado, el cielo, cruzado por nubes semiiluminadas por el sol recién escondido bajo el horizonte. Dan ganas de terminar la jornada. No sé cómo es posible estar escribiendo ante un

Es probable que la página anterior, la noventa y dos, en vez de acercarnos a Bárbara y Nicolás, nos aleje de ellos. Digamos que nada de lo anterior fue dicho; que sólo fue imaginado. Entonces, es evidente que algo hay que decir, que algo tiene que quedar dicho: «Tu sombra acaricia mis pesares… mas tu cimbra corrige mi memoria».

¿Qué significa todo esto? ¿No sería más certero decir que «todo beso roba la lujuria a la pasión»? La retórica, ¡qué manera de estar desprestigiada! «Hechos y no palabras» fue una famosa consigna política que triunfó hace medio siglo en mi país. ¿Cuántas veces hemos oído la expresión «es puro bla bla» ante un simple discurso? No digas «Señor, Señor» sin antes darle una mano a tu hermano, nos fue enseñado desde los comienzos. «La palabra es el más inocente, a la vez que el más peligroso de todos los bienes del ser humano» nos fue propuesto en los tiempos universitarios.


Capítulo Décimo

93

paisaje tan entero. No sé que habría que hacer para ser parte integral de él y dejar a la humanidad descansando con sus complejidades. Me adviene una solidaridad inesperada por el sólo hecho de pensar en la suerte del hombre que va timoneando la diminuta embarcación; solidarizo con él, puesto que también yo voy vagando por la novela y ya está haciéndose de noche. Siento que la luz amarilla de la ampolleta de la lámpara que acabo de encender para ver mejor el teclado, es equivalente a la luz de popa que él acaba de encender para señalar que existe, que va por ahí, cabeceando rítmicamente, él y su barquito, por el vasto océano. Desde este instante veo casi nada, encandilado por la pantalla de la computadora; esto no significa que el barquito no siga su camino, ni que su piloto haya dejado el timón. Apago mi máquina y nuevamente aparece en el mar. A mi izquierda (frente al mar el norte está a mi derecha) sigue la arrojada y graciosa lucecita desplazándose lenta hacia el Polo Sur. Timonear al atardecer, cuando el sol ya se ha ocultado, es acercarse al ritmo incuestionable de la vida amable. Escribir cuando está anocheciendo, frente al mar, es perpetuar las ganas que a veces nos asaltan de que la trascendencia exista.


Quingue, lunes once de agosto del 2008.

«Viajar en tren es agradable; is agreable». «No sé si tanto», le responde Nicolás con el afán de entablar una nueva conversación donde aparezcan el juego, la disputa, el intercambio de ideas que tanto le gusta; «hay momentos en los que lo único que deseo es llegar, pisar tierra firme, dejar de oír el continuo traqueteo, caminar, optar…», termina diciéndole. Ella, apoyando la cabeza apenas en su hombro, le responde que está acostumbrándose a tenerlo a su lado, a su alcance, a sentir su calor, su cercanía y que sólo presentir la llegada la asusta; la llegada que ha de seguro devolverlos, seguramente, a los planes que cada cual traía (sabe que al llegar, de seguro se acabará esa sensación de estar en capilla, de estar protegidos por esa determinante que es viajar juntos en tren). Nicolás la besa con agrado. La protege, como si quisiera adelantarle con el beso la posibilidad de un final distinto. «Todo es modificable», le susurra mirándola de reojo. Ellos a pesar de no tener miedo a los cambios, puesto que todavía no les ha tocado tener que decidir por sí mismos, presienten, como los animales, la inminente conmoción de la llegada. Ella se emociona, siente fuertes sus latidos al ver a Nicolás enérgico y decidido. Un elemento nuevo ha llegado a perturbar el espacio que poco a poco se había ido formando desde un comienzo y que ahora, próximos a la llegada, se les revela por entero. Un vientre cálido, seguro, exclusivo, que hasta el momento ha sido sólo de ellos, ha de ser abandonado. Nicolás se arrepiente de lo que dijo primero, él tampoco quiere que este viaje de ellos, en este tren, por estos parajes, termine así, abruptamente. Está atardeciendo. En las extensas pasturas argentinas todo se arrebola y la tarde entra con fiereza al interior. Está caliente. Nicolás siente en su hombro el peso de esa cabeza llena de pensamientos encontrados, adivina en ella un dejo de tristeza aunque los colores encendidos por doquier parecen celebrar un triunfo. A Nicolás se le ha hecho un nudo en la garganta. Tiene la misma sensación que sintió aquella


Capítulo Décimo

94

tarde cuando el profesor de aritmética lo castigó por encontrar dibujada en su boca una sonrisa de dudoso origen. Tendría que quedarse, sin apelación posible, una hora más después de clases. Pero él había quedado de encontrarse, justo ese día y a esa hora, con su mejor amiga a la salida del colegio para luego acompañarla a su casa. Secretamente había decidido «declararse» ese día viernes; (si le decía que sí) irían el sábado por la noche ya «pololeando» a la fiesta de cumpleaños de la íntima amiga de ella. Él había calculado decírselo caminando, para que le resultara más fácil, más espontáneo, según él. Había buscado las palabras toda la semana y cambiado la fórmula cien veces, pero finalmente le diría «te quiero», a secas, a lo mejor podría hasta repetírselo, «sí, te quiero». Lo haría a la tercera cuadra, ya que ella vivía sólo a cuatro del colegio y así, en caso de una negación, aunque improbable, tendría que continuar sólo la cuadra restante junto a ella. Él sabía que se pondría rojo hasta la raíz del pelo, sabía que le transpirarían las manos, sabía que no se atrevería a mirarla a los ojos, pero sí sabía, Dios mediante, que lo haría. Nicolás hasta ahora sabe que se hubiera atrevido. Las consecuencias de este castigo mal habido, como todos los castigos de este mundo, fueron graves para el pobre Nicolás. Ella, que había esperado un par de meses a que él se decidiera, interpretó la tardanza como signo de desprecio y cuando, un mes después, Nicolás encontró la ocasión para declararle su amor, bailando con ella justo al final de una romántica canción, para ser preciso «Is now or never… come hold me tight… darling I love you… be mine tonight…», le contestó con un rotundo y sonoro «no».


En aquella época, la influencia generalizada en la juventud de la música norteamericana era digna de ser tomada en cuenta. Por razones imposibles de explicar, un extraño pensamiento asociado al recuerdo pasó como pájaro de mal agüero por su mente. ¿No habrá sido la canción que escogió para declararse la culpable de la lacónica negación que recibió, cual cachetada en la mejilla, esa noche santiaguina de verano? ¿No sería la evocación de Elvis Presley lo que produjo en ella tal categórico rechazo, mientras bailaba cadenciosa, entregada en sus brazos, en la terraza, sobre un lustroso piso de baldosas, cuarenta por cuarenta, alternadas, blancas y negras, configurando un tablero de ajedrez? Nicolás se quedó perplejo y pensativo ante la duda que se le presentaba. Presley era para muchos lo que hoy día se denomina abierta y claramente un «sex symbol», lo opuesto a Pat Boone considerado sólo como «amoroso» (expresión cariñosa que se usaba para referirse por ejemplo a los poodles, ositos peluches, hijos regalones o conejitos blancos de angora). Pat era de canciones mucho más domésticas y relamidas. Justamente la canción anterior que habían tocado era «On a day… like today… we past the time away… writing love letters… in the sun…». Nicolás en un momento pensó que podía haber sido esa la canción apropiada, pero prefirió aquella noche, esperar la siguiente. Le tocó en suerte la de Presley. Ahora y aquí, sentado al lado de Bárbara, caía en la cuenta de que entre «sé mía esta noche» y «pasar el tiempo escribiendo cartas de amor en la arena», había, y hay, una bestial diferencia. ¿Se habrá asustado? Es probable que sí. ¿No se le decía a Elvis Presley en algunos círculos «Elvis

Este decisivo suceso le ocurrió a Nicolás por ahí, por el cincuenta. Digo decisivo porque ese día aprendió que asuntos externos a la voluntad pueden torcer violentamente los más deseables deseos. ¿Por qué ahora, seis años más tarde, temía que algo similar volviera a sucederle?


Capítulo Décimo

95

Pelvis»? (De más está decir que la niña, educada en un colegio de monjas norteamericanas, hablaba fluidamente inglés). No sin un fuerte apretón en el estómago acompañado de un sabor amargo en la boca y un acentuado disgusto conmigo mismo que pronto podría tornarse en exasperación, veo cómo ante mis propios ojos se van acabando y malgastando las pocas páginas que quedan, en disquisiciones locales sin el menor interés para el gran público. ¿Crees que alguien se acuerda o podría significar algo que a Elvis le dijeran «Pelvis»? (Narrador, me sugiere una vocecilla, el «gran público» no existe, «no te pongas el parche antes de la herida», el pasaje de la «declaración de amor fallida» a algún compañero generacional le va a resultar, si no gracioso, por lo menos, identificable). ¡Ánimo Narrador, no seas idiota, el arte no se explica! Narra… Narri… Narra… Avanti… Narrador… Avanti… pa pa pá… pa pa pá… pa pa pá… pa pa pá… Na rra dor… por los palos… tierra derecha… Na rra dor adelante… Na rra dor… Na rra dor… Na rra dor… Na rra dor… Nicolás calculó que llegando a Buenos Aires convidaría a Bárbara a salir, a comer, a bailar; tango, por ningún motivo, odiaba el tango, porque, primero, no sabía bailarlo y, segundo, su nacionalismo, aunque escaso, no se lo permitía. Pisando Buenos Aires, nada argentino, nada porteño, nada «che»; todo «chi»: chi chi chi… le le le… chi le.


Bárbara, al intuir la incertidumbre que se había apoderado de Nicolás, ciñó su mano. Por primera vez en el trayecto, sintió algo indecible; no se atrevía a ponerlo en palabras, no fuera a equivocarse y rebajara la intensidad de aquello que la invadía. Toda la energía de Nicolás se transmitía por su mano y ella recibía una descarga positiva, poderosa, permisiva. Estaba aferrada a él como mono al árbol; como aquél que los turistas estúpidos tiran de la cola para desprenderlo y acercarlo a sus niños no menores de diez y seis años de edad. (Qué tiene El Narrador contra los turistas y sus hijos «guailones»; cómo es posible que lance todo un párrafo para denunciar una actitud harto conocida y corriente, aunque –en verdad– se trate de puro prejuicio y envidia a que familias con medios económicos viajen por lugares exóticos y desconocidos para el común de los mortales. Es prejuiciado, porque ningún turista, por estúpido que parezca bajo su hábito turistoide, tira de la cola a un mono, porque es sabido que los monos muerden, que los monos grandes no tienen cola larga, que los monos que tienen cola se aferran con ella al árbol hasta el final, y para terminar de una vez con este temita, es «pan comido» que la mayoría de los turistas, sin ser del todo cobardes, tampoco podríamos decir que son valientes, y es de lo más improbable que se atrevan a agarrarle la cola a un mono por mucho que sus hijos piten, verraqueen o se lo pidan de rodillas). Bárbara, mi adorada Bárbara, qué hacer contigo, preciosa pelirroja escocesa, nada de imperialista (ni antes, ni ahora, ni después). ¿Cómo dar cuenta de tu real y esquiva realeza? «Mujer… quién sabe por dónde andarás, quién sabe que aventuras tendrás, que lejos estás de mí…». Bárbara recogió en su cuerpo hasta el último atisbo de sol que entró esa tarde por la ventana del vagón del tren que pujando se acercaba a la gran ciudad con su potente foco encendido en plena trompa de la poderosa máquina hecha con ahínco por el hombre. Un inmenso barco petrolero navega decidido por la línea del horizonte, al parecer va vacío por


Capítulo Décimo

Quingue, miércoles trece de agosto del 2008.

96

La creciente oscuridad, a medida que se retira la tarde, los aproxima, los reúne. Qué seguros se sienten a pesar de que en pocas horas más el tren ha de detenerse, y al igual que al final de una película, se encenderán las luces, habrá que salir del espacio mágico, del tiempo suspendido, del reino, del paraíso (¿por qué no?) a afrontar con hidalguía la ineludible realidad, aunque cueste, llueva o truene.

lo rápido que se desplaza y lo alto que se ve el casco. Es largo, sin mástiles, pulcro en su función, eficiente; posiblemente navega con piloto automático. Va hacia el sur ¿No suena mejor sur que norte, o es pura idea mía? Esta noche, ya se sabe, la luna casi llena se pondrá en el horizonte (en el mismo por el que navega el petrolero) a la una y cuarenta de la mañana. Si no hay barra y las nubosidades desaparecen, la puesta de luna promete ser espléndida o esplendorosa, como prefieran. Pongo el despertador a la una y media, aunque ya presiento que la densa barra existente que ha tapado la puesta de sol no se esfumará en las siete horas siguientes. Tengo la impresión que sólo con la esperanza de ver la puesta de luna es ya suficiente, y no atenderé al reloj despertador sino para apagarlo.


¿Será posible prever este momento, prepararse, hacer algunos cálculos previos, para que exista esta vez una posibilidad de éxito?, pensaba Nicolás mientras resistía el fuerte apretón de mano con que Bárbara lo hacía suyo. Qué doloroso era aquel día implacable (día que se repitió doce años seguidos) con el que terminaban las vacaciones de verano y había que volver al deber, a hacer tareas, al uniforme, a los horarios, a los ceños fruncidos, a los múltiples cumplimientos habidos y por haber. Y uno, que se había relajado un tanto durante esos dos meses, por decirlo de una manera sutil, había llegado a pensar que el mundo estaba hecho para nosotros y no nosotros para el mundo. En pocas palabras, que la justicia divina existía y operaba –por lo menos– durante un par de meses en verano. Nicolás, preso de una inquietud que le era conocida, fraguó un plan. Este debía ser infalible, como de novela policial, un plan perfecto con un grado de infalibilidad mayor que la del Papa. Un plan de dos caras: una cara destinada al fin del viaje, a cómo abordar la llegada, y la otra, orientada a cómo dirigirse al corazón de Bárbara en el mismo momento en que el tren se detuviera. Contaba con algunas horas, buscaría primero las palabras correctas, y, luego, la acción acertada. Esta vez no se «declararía», lo encontraba muy local, tal vez ella no entendería, además ya estaba grande para «pololear». ¿Pero qué le diría entonces? ¿Acostémonos? ¿Shall we go to bed, together? ¿Just you and me? ¿Only both? (¿Qué tal my english?). El sólo pensar que no le entendiera o lo rechazara de cuajo le provocó un instantáneo ataque de pánico, le aflojó el estómago, le ablandó las piernas hasta tal grado que no pudo levantarse y estuvo a un tris de hacerse pis in situ. ¡Qué fuerte es el miedo ancestral al rechazo! ¿Será religioso? ¿Vendrá de esa prematura expulsión del paraíso? (Mezquino paraíso que no alcanzó ni siquiera a ser disfrutado por una segunda generación. ¿De dónde habrá salido que en el paraíso se disfrutaba?).


Capítulo Décimo

97

Temo que esta narración va a terminarse en Quingue, mañana, al anochecer, frente al mar. Acaban de comunicarme las ocho mujeres que me acompañan que estaremos hasta el sábado aquí, en la costa norte del Pacifico sur; y si, en una de estas, mañana viernes escribo la tres últimas páginas restantes ¡oh desconcierto! todo habrá concluido.

Nuestro Nicolás que desde los albores de su niñez conocía el miedo, con el tiempo había construido todo tipo de defensas y estudiadas argucias para aplacarlo. Continuaba en su labor, a pesar de que sus esfuerzos parecían ser cada vez más vanos. Los resultados estaban a la vista de quien quisiera constatarlos. El asunto ahora era Bárbara, quien percibía con franca alarma el estado en que Nicolás se encontraba. (Si hubiera podido leerle el pensamiento, cuánto más fácil le habría resultado a Nicolás desarrollar el plan, el camino mental emprendido). Pero Bárbara estaba ahí, a su lado, podía tocarla, besarla intensamente, decirle en el idioma que quisiera, lo que quisiera. De seguro, ella lo acogería, si no con furor y pasión, por lo menos con ese espíritu maternal que a toda mujer le aflora incluso para decir no. No, igualmente terminante y negativo, aunque dicho con mimo, con gracia, con garbo, con cariño, con bondad, y hasta con finura; sólo que en inglés sonaría un poquitín más largo, más sostenido, más decisivo: «nouuu…».


Quingue, viernes quince de agosto del 2008.

¡ta…ta…ta…tan…!

Nicolás, haciendo gala de su educación escolar alemana, estoico, aguantó el retorcijón que le martirizaba el estómago, poniendo en juego su capacidad de controlar las partes más delicadas de su juvenil cuerpo. Sí que era bravo, el octavo de sangre mapuche que corría por sus venas se había hecho presente sacándolo en el acto del apuro. Mito o no, los mapuches son lejos, el pueblo más valiente de toda la América del Sur; nos referimos a los mapuches del lado del Pacífico Sur, naturalmente: chi chi chi… le le le… Buenos Aires, no es que pasara desapercibido por la enredada trama que se entretejía en las circunvalaciones, ya un tanto recalentadas, del cerebro «nicolaciano» de Nicolás. Buenos Aires no es cualquier cosa, es nada menos que la capital de Argentina. Y un sureño de ese largo país que pareciera estar permanentemente cayéndose al agua, por valiente que sea, se achica, se pergeña, se chupa, ante la «diosa argenta», ante el mero acento que emana de la boca de la «diosa airosa», porque ¡no me vengan con cuentos!, no hay ciudad que le corra un metro, y ese pueblo bonaerense, deslindando peligrosamente con lo europeo, vestido de cachemira del torso para arriba, culto, como el dinero del culto, rubio sino teñido, seco para el bife chorizo escoltado siempre por un don tonto botellón de Malbec, de la mejor cosecha del año antepasado. Enclave cultural que nos recrea con esas promociones bestiales de seis libros por cinco dólares más uno de yapa, con liquidaciones permanentes de mocasines de gamuza, chaquetas de gamuza, corbatas de gamuza, calzoncillos de gamuza… Nicolás tenía más de una razón para estar cohibido; eran tantas las coordenadas, siendo sin duda Bárbara la sustancial, que esperaba con ansias un paro, no cardíaco, sino mental, que detuviera la celeridad con que su mente producía alternativas ante la inminente llegada. El potente silbato del tren había comenzado a sonar cada vez más seguido, lo que podía entenderse como el anuncio de la urbe, cuya proximidad se hacía sentir, en el interior del carro, por la

Primeras de las últimas 3 páginas


Capítulo Décimo

98

encubierta agitación que había cogido a la mayoría de los pasajeros. (A nadie le gusta mostrarse agitado ante nada, más bien a todos nos place parecer sólidos, de piedra, de roca, con nervios de acero. Nos gusta parecer, sólo parecer). A deducir por la semblanza, el pánico reflejado en cada uno de los rostros denotaba incertidumbre aguda, miseria espiritual y un cansancio infinito. (Todo esto queda validado, comprendido, sólo cuando se trata de viajes largos; muy largos). Bárbara, que no tenía el menor problema con los viajes largos, con Bueno Aires, con la llegada, ni con las declaraciones amorosas, se veía relajada mirando de tanto en tanto por la ventana, mas en los entretantos, auscultaba el estado anímico de Nicolás. Era escocesa, aguantadora, resistente a los americanismos. (Párale Narrador, no tienes la menor idea de cómo son las escocesas). Bárbara descubrió, en uno de estos intertantos, un tic incipiente en el hombre que –tarde o temprano– vendría a ser su eterno compañero. Como era mujer de agallas, decidió erradicarlo del modo más certero y definitivo, plantándole un papirote en el lóbulo de la oreja derecha, puesto que el otro lóbulo le quedaba al lado contrario. Un papirote señores, así de simple y santo remedio, nunca más, en el largo de su larga vida, Nicolás volvió a padecer la aparición de dicho específico tic. Tal era la fuerza, la intuición, la capacidad de persuasión de nuestra escocesa. Nicolás ni chistó, total, en un santiamén le había erradicado un tic ante el cual toda su familia había fracasado.


La súbita extirpación del tic contribuyó a sacarlo del estado en que se encontraba, el sacudón lo despertó anímicamente, y en un acto de desprendimiento personal, botó su doble plan por la borda de su espíritu recién renovado y libre. Este cambio de ánimo de Nicolás no dejó de sorprender a Bárbara. Claro que después del papirote, justo-justo en pleno lóbulo derecho, cualquier reacción, por excéntrica que fuera, hubiera sido válida (dicen que el derecho es el más sensible; los curas alemanes siempre jalaban en ese lado para manifestar su desacuerdo con algún acto cinético llevado a cabo libremente por el alumno). Nicolás respiró como si viniera emergiendo, sacando la cabeza de las profundidades del insondable mar. Y atolondradamente, porque era atolondrado, le dio un «pato», no un beso, un «pato» en la boca. A Bárbara jamás le habían dado un «duck» en la boca. (Como ella contaría, más tarde, a sus amigas en su país de origen). Le gustó, sí, le gustó mucho, muchísimo. Fue un «pato» sincero, decidido, arrojado, mojado, a todo dar, jugoso, amoroso, oso, peri-coloso. «El Pato» que le dio fue en el más puro estilo y espíritu «chilensis»; estableciendo así, con ese particular beso, un hito definitivo, una pica en Flandes que determinaría con toda claridad quién es quién («pequén»), en Buenos Aires, en París, o en la Quebrada del Ají. Sí un nacional lo hubiera visto dando semejante kiss, hubiera dicho: «Se puso los pantalones»; claro está, que sin haber visto antes el chirlo o el papirote que, sin previo aviso, nuestro héroe acababa de recibir. «Patos y Papirotes», ¡quién lo hubiera pensado!, Dios ayuda, pero no «a palos». Luego de este feliz e inesperado intercambio, la relación se distendió del todo. Eran otros, eran pareja de hecho y de derecho, eran lo que fuera: brisas que engalanan, luciérnagas furiosas, nido de víboras, caja de Pandora, camas y petates, uña y mugre, oreja y cerote, David y Betsabé, pompa y circunstancia. Eran «dame coca leca, dame coca leca, dame coca leca que la mar está seca». Los primeros efluvios del Río de la Plata, esa lengua de mar que se interna voraz en nuestra América,

Segunda de las últimas 3 páginas.


Capítulo Décimo

99

se hicieron sentir. Un saludo se adelantaba, dándoles a esta pareja de extranjeros que acababa de tirar los dados, la más amplia bienvenida. («Un golpe de dados jamás abolirá al azar», murmuró Mallarmé desde lo alto). Nicolás gentilmente, luego de derivar el «pato» en beso y el beso en «besuchi», le bajó la mochila junto con su escuálido bolso de mano. Nicolás detestaba las mochilas por sobre todos los medios existentes para transportar cosas, pero este naciente erotismo recién nacido del encuentro, le llevó a aceptar la voluminosa mochila que acarreaba su escocesa, como si la gravedad no existiera. La máquina bramaba, tu tu tu tú… tu tu tu tú…; si hubiera sido una ballena, habría saltado fuera del agua –de puro gusto–, dando un coletazo en el aire. Los pasajeros agotados sonreían (sin querer ser pesado) como verdaderas hienas cercanas a la presa. Bárbara y Nicolás volvieron a sentarse. Nicolás posó suave su mano en el sexo tibio de su amada, ella entreabrió las piernas sólo lo justo y necesario para que la mano estuviera allí, luego se apoyó, con toda el alma, en el firme regazo de su amado.


Cumbayá, domingo diez y siete de agosto del 2008.

Ergo, la última.

Veo un Dios conformado por todos los rostros habidos y por haber: rostros de todas las edades, de todas las razas, de todos los tiempos; cada uno dando cuenta de una peculiaridad humana, cada uno, sin excepción alguna, ni siquiera la que confirma la regla. Dios, un rostro multifacético (como el ojo de la mosca) que los comprende, los incluye, los privilegia, los mima, los premia a todos (no como en las olimpíadas), de un modo tal, que siempre resulte una distinción absoluta, y no como esos premios indistintos, desalados, generalizantes que se suelen dar a todos, para no marcar las diferencias, y que dejan a todo el mundo disconforme, se repetía Nicolás, al mismo tiempo que sentía la seguridad incondicional que Bárbara le estaba entregando mientras el rechinar de las ruedas metálicas al resbalar por los rieles de acero hería sus oídos. Al fin se detuvo, y el zamarrón final fue el claro indicio de que debían emprenderlas. Emprender, abrir puertas, dar curso, orientarse a los vientos contrarios de manera tal, que avanzaran tornando lo desfavorable en favorable, los avaros «no», en amados «sí». Cuando, en una mañana de pleno sol, caminando por la orilla del mar, nos cansamos de que el viento haga volar nuestro sombrero de paja, arrojándolo a veces al agua, nos cansamos de alegar el por qué el sombrero no tiene fiador, nos cansamos de reclamar contra el viento marino, y, mirando hacia abajo, con la cabeza inclinada para oponerle menor resistencia al viento, furiosos por los escasos resultados, portando el sombrero empapado y deformado como si fuera una cruz, de súbito, sin culpas ni méritos, despertamos y comenzamos a ver que las piedrecillas que aparecen de tanto en tanto en la arena pueden ser otra cosa que meras piedras en el camino, y, al ocurrírsenos colocar algunas sobre el sombrero, nos vamos dando cuenta, luego de algunos ajustes con

«Entre amar y sufrir, y no amar y no sufrir, amar y sufrir… cien veces».

Tercera de las últimas 3 páginas.


Fín 100

respecto al peso, que ya no se nos vuela, y ante el magnífico resultado, comenzamos a sentirnos geniales, y agradecemos haber nacido humanos y no ángeles ni nada similar, y, en el colmo del espíritu de celebración, de jolgorio, que se ha apoderado en el intertanto de nosotros (el mismo de los pájaros que celebran la caída de la tarde), ya seguros de nuestro sombrero que ahora nos protege, se nos ocurre mirar al lado. Y vemos el rostro sereno de la mujer que nos está acompañando, y, junto con verla, la recreamos, la besamos, esa mañana, a pleno sol, caminando por la arena mojada de la orilla del mar, sorteando piedras de distintos colores, tamaños, formas, brillos. «Entre amar y sufrir, y no amar y no sufrir, amar y sufrir… cien veces». Lo que es falso en esta sugerencia no es la primera, sino la segunda de las afirmaciones. No amar no garantiza de manera alguna no sufrir, sucede algo infinitamente peor, el gusto se torna anodino, neutro, desabrido, es decir, un serio disgusto… El Narrador.


En Cumbayá, temprano por la mañana del viernes veintidós de agosto del 2008.

He sentido un vacío en los días corridos de esta semana; uno de esos vacíos –de cierto grado– que no desaparecen así no más con la ingesta diaria de la elegante fórmula moderna, natural por supuesto, compuesta por sólo tres hierbas mágicas, tres damas que apaciguan al indómito espíritu humano: valeriana officinalis, pasiflora coerulea y melisa officinalis. Ahora, cuando finalmente, imaginando un epílogo, he decidido sentarme a escribirlo, al instante, como por conjuro, he recomenzado a estar contento, alegre, feliz. ¡Qué manera más agradable de iniciar el día rodeado de estos nuevos y grandes amigos: Bárbara, Nicolás, Sean y El Narrador! Deseo trasgredir, con esta página, la supersticiosa cábala de las cien páginas propuestas como medida de longitud (aunque a esta no voy a ponerle número), con vistas a una larga y sana vida para esta narración. A la vez, quiero corregir la última afirmación de El Narrador «amar y sufrir» (página cien) en la que está implícito que amar trae consigo sufrir. Sí, es cierta, en tanto y cuanto, justamente, no amemos, y estemos tan sólo entusiasmados, deseosos de obtener placer, y poseídos por una exquisita egolatría. No quiero dejar a Bárbara y Nicolás ante el sabor amargo de que si aman van a sufrir irremediablemente. Es que cada día que pasa más me convenzo de que el sufrimiento es fabricado, elaborado por uno mismo; de que es el resultado de la imposición de nuestras propias condiciones a los demás y a nosotros mismos; condiciones que no tienen de dónde ni por qué cumplirse; son nuestros antojos, miedos, deseos, proyecciones, en fin, tal cantidad de exigencias, que el amor, siendo pura gratuidad, desaparece en la penumbra de la ambición o en el conocido «yo te doy si tú me das»; ese trueque que termina consumiendo toda posibilidad innata de amar confiados, sin esperar retribución. No puedo dejar ahora de expresar lo que siento; como aquel condenado a muerte que es persegui-

Epílogo


do, que va escapando, y que al encontrarse a punto de ser atrapado se sube a un árbol bajo el cual se abre un mortal precipicio. Resulta que el árbol es un manzano cargado de coloridas manzanas. Nuestro condenado, ante tal encrucijada, decide que no tiene nada mejor que hacer que escoger una de las bellas manzanas que penden ante sus ojos. Acto seguido, sobándola contra su camisa hasta dejarla reluciente, le da un buen tarascón, hundiendo sus dientes, con toda perfección, en el cuerpo terso de aquella fragante fruta; un sabor justo, fresco, invade su boca satisfaciendo al instante su agotado cuerpo ya al borde del colapso (el presente, ni antes ni después, es lo único real, fiable, habrá pensado). Con sólo ver lo que estaba ahí, en ese instante, ofreciéndose ante sus aterrados ojos, la absoluta realidad de una simple manzana, el condenado recobró la noción del regalo que es la vida, y la del paraíso perdido (perdido por culpa de otra hermana-manzana). Cuento aparte; qué exquisitas son las manzanas, tan buenas las de piel verde como las de piel roja o las de piel amarilla. Deberían existir catas de manzanas, en las que alegres catadores expresaran el misterio de este fruto prohibido. Cierto es que en «amar implica sufrir» hay una sentencia, que, aunque nos deje indiferentes, parezca acertada o pedante: es falsa. Es una frase de acongojados adultos que tratan de mostrar apariencia de sabios y que confían en que la mera edad es signo de sabiduría. Adultos entre los cuales, para ser honesto, me incluyo (la caridad comienza por casa). Mis muy queridos Bárbara y Nicolás, he aquí una fina y perspicaz alternativa: «Amar es vivir la realidad sin miedo».




+

+

+

+

Valparaíso, septiembre 2015.

Las ilustraciones fueron realizadas por la artista plástica Dolores Andrade el año 2007 con motivo de la primera edición príncipe hecha en Ecuador.

Los textos fueron compuestos en las familias tipográficas Libertad para las notas editoriales, indicación de lugar y fecha del escrito y Borges para el texto general.

Se imprimieron 300 ejemplares en los talleres de Ograma Impresores en Santiago de Chile. El formato es 14,8 x 21 cm. Para el interior se utilizó papel Bond Ahuesado 80 grs. y para las tapas cartulina Bristol Celeste 240 grs. La encuadernación es costura hilo.

El Narrador corresponde al tercer número de la Colección HeteroGenios de la Escuela de Arquitectura y Diseño de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. La edición estuvo al cuidado del Taller de Ediciones e[ad].

Colofón




4 Los Ojos del Gato & El Retoque Inacabado Memorial de Edison Simons Edición bilingüe portugués–español Gerardo Mello Mourão (2013)

3 El Narrador Carlos Covarrubias F. (2015)

2 Ha-Lugar de un Encuentro. En torno al libro El Acto Arquitectónico de Alberto Cruz C. Varios Autores (2012)

1 Carta de Alemania Jaime Reyes G. (2010)

De la Colección HeteroGenios


«Entre amar y sufrir, y no amar y no sufrir, amar y sufrir… cien veces»


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.