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Alfredo Jocelyn-Holt L. Pedro Gandolfo G. Roberto Godoy A. Bruno Barla H. Carlos Oyarzún P. Abel González R. Massimo Alfieri Patricio Bulnes E. Virgilio Rodríguez S.
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Varios Autores. Ha-Lugar de un Encuentro. En Torno al Libro "El Acto Arquitectónico - 1ª edición - Valparaíso. Ediciones Universitarias de Valparaíso 2012. 108 p : 15 x 21 cm. : Colección HeteroGenios ISBN: 956-17-0338-6 1. Arquitectura. 2. Teoría Arquitectónica. 3. Estética. 4. Dibujo. CDD 720.1
Ha-Lugar de un Encuentro En torno al libro El Acto Arquitectónico © Varios Autores Inscripción Nº 218.140 ISBN 978-956-17-0521-0 .:Tig:. Taller de Investigaciones Gráficas Colección HeteroGenios 2 e[ad] Ediciones ESCUELA DE ARQUITECTURA Y DISEÑO PUCV Escuela de Arquitectura UNAB Sede Viña del Mar Facultad de Arquitectura, Arte y Diseño Universidad Andrés Bello Ediciones Universitarias de Valparaíso Pontificia Universidad Católica de Valparaíso Calle 12 de Febrero 187, Valparaíso Fono: +56 32 273087 Fax: +56 32 273429 www.euv.cl Valparaíso, mayo 2012.
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Colecci贸n HeteroGenios 2
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Alfredo Jocelyn-Holt L. Pedro Gandolfo G. Roberto Godoy A. Bruno Barla H. Carlos Oyarzún P. Abel González R. Massimo Alfieri Patricio Bulnes E. Virgilio Rodríguez S.
Tabla de Contenidos Presentación 11 Alberto Sato La Ciudad Abierta Como Acto Arquitectonico Patricio Cáraves S. y Manuel F. Sanfuentes
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Presentación del Libro El Acto Arquitectónico LA COMPLEJIDAD DE UNA OBRA Y SU HISTORIA PENDIENTE Alfredo Jocelyn-Holt L.
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Impresiones acerca de El acto arquitectónico Pedro Gandolfo G.
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SOBRE EL ACTO ARQUITECTÓNICO Roberto Godoy A.
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Homenaje de la Municipalidad de Valparaíso al Profesor Alberto Cruz Covarrubias y Presentación del Libro El Acto Arquitectónico Introducción 43 Bruno Barla H. Homenaje Musical Susana Espinoza V. y Carlos Oyarzún P.
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PRESENTACIÓN DE ALBERTO CRUZ COVARRUBIAS EN VALPARAÍSO Roberto Godoy A.
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Ecos de una propuesta Abel González R.
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Testimonio 65 Massimo Alfieri Sobre «El acto arquitectónico» Patricio Bulnes E.
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Presentación de «El Acto Arquitectónico» Virgilio Rodríguez S.
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Separata ENCUENTROS y DESENCUENTROS Carlos Oyarzún P.
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COMENTARIO ACLARATORIO Alfredo Jocelyn-Holt L.
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Comentarios 97
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Presentación Alberto Sato
Decano de la Facultad de Arquitectura, Arte y Diseño. Universidad Andrés Bello
Seré breve, damos un paso al frente y callamos. Nos sentimos honrados en acompañar discursos enriquecedores, francos, con pocos rodeos como el que alberga esta publicación, como es también la arquitectura en su cosa y quizás por tal razón sea de difícil traductibilidad. Celebramos este acto que expone nuevas aristas de tan extraordinaria experiencia poética y nos hemos involucrado aquí porque el respaldo debe ser materia concreta.
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La Ciudad Abierta Como Acto Arquitectonico Patricio Cáraves S.
Decano de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo PUCV. Manuel F. Sanfuentes
Director Ediciones e[ad]
La Ciudad Abierta de Amereida es extensión que da cabida. Esta vez dándosela al acto de presentación del libro El Acto Arquitectónico de Alberto Cruz Covarrubias. En la Ciudad Abierta realizamos actos; son ellos, los actos poéticos, los que nos ubican en la partida. Son inaugurales, y es que en ellos palpamos el origen. Amereida, en voz poética, nos indica con reiteración: “es por esto que mañana partimos a recorrer américa”. Con ojo atento, advertimos que esta partida es también culminación; es partida que avisora una llegada. Así, bien se entiende, no es sólo dar inicio como una puesta en marcha, no. Es partida, que extendiendo el espacio, ofrece lugar y sostiene el Acto para que transcurra la palabra, y así, el encuentro entre los hombres que constituyen mundo. Esta construcción de acto, es ejercida aquí, retirando la presencia de los que la sostienen, para ceder el espacio a los que se presentan y así, nombrarlos huéspedes. Este ofrecimiento es para oír de los otros, estos textos discursivos y retenerlos nosotros. Pensamos que con ocasiones como ésta, se nos permita ir accediendo a la comprensión de la palabra hospitalidad, con la que construimos la ciudad y, desde ella, el continente.
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Habitamos en dicho acto arquitectónico junto a la impropiedad que nos otorga la poesía; y es en esta brecha donde recibimos lo que se nos dice, agradecidos. Los textos que aquí se leen –presentados en la Ciudad Abierta de Amereida y en la ciudad de Valparaíso– ahondan precisamente en estas dos cuestiones, a saber: la dimensión de poiesis en el quehacer arquitectónico y de todo oficio, y el propósito histórico que «debiesen» develar o develan sus acciones. Admitir la demora, como se señala en el libro que se presenta, nos permite hablar desde lo irresoluto por tanto –se nos ha señalado– la abertura de la palabra la deja siempre en un cuestionamiento que reconoce el desconocido en el que se haya. Esto no impide ni desmerece el diálogo en torno a estas cuestiones amereidianas que comienzan a tratarse más allá de su propio ha-lugar; y menos, propone un modelo que quisiera guiar las dimensiones creativas de cada quehacer. Ello nos llama a pensar la hospitalidad como el lugar de encuentro que provoca la abertura de lo que se ha guardado como una intimidad que en su momento toca al mundo con su palabra, no como una respuesta. Valparaíso, Agosto 2011.
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Presentación del Libro El Acto Arquitectónico Sala de Música Ciudad Abierta, Corporación Cultural Amereida Miércoles 13 de Octubre 2010.
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«Este escrito-lectura será breve, será denso y ralo», Juan Borchers; Cosa General. Escrito-lectura para Isidro Suárez y Alberto Cruz.
Agradezco a mis compañeros de mesa, a Pedro Gandolfo y Roberto Godoy, y a la comunidad de Ciudad Abierta, esta honrosa invitación a hablar sobre la obra artística que vienen haciendo y proponiendo ustedes bajo el extraordinario liderazgo de don Alberto Cruz Covarrubias. Me siento verdaderamente muy honrado. Puesto que no existe una historia acabada del trabajo hecho desde que don Alberto se integra a la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica de Valparaíso, hace ya casi seis décadas, he pensado que sería quizás útil sugerir algunos pocos alcances y provocaciones que podrían servir a una reflexión futura de esa índole. Historia que, ojalá, se escriba, dado el valor, originalidad, y complejidad de una obra colectiva que este nuevo texto, El Acto Arquitectónico, viene a resaltar y confirmar aún más. Estoy plenamente consciente de los valiosos aportes de estudiosos como Fernando Pérez Oyarzún, Rodrigo Pérez de Arce, Enrique Browne, Ann Pendleton-Jullian, Rafael Andrés Moya Castro, Manuel Sanfuentes, Mauricio Puentes, Manuel Moreno, Humberto Eliash, y muchos otros, para divulgar, contextuar y analizar el trabajo llevado a cabo en la Escuela y en Ritoque. Pero, concordemos que se podría ahondar aún más en el tema. Tengo la impresión que lo que se ha adelantado hasta ahora, está todavía en un estadio previo, tentativo, arqueológico por así decirlo (con todo el respeto que me merece la arqueología), focalizado en querer constatar y registrar la existencia de esta escuela-obra-proposición colectiva desde un punto de vista predominantemente arquitectónico partiendo de sus principales hitos, sus proyectos realizados o no, la importancia que le ha cabido a la poesía, y la manera de cómo se trabaja la enseñanza entre ustedes. Lo que, en sí, no está nada de mal, pero dado que la propuesta es muchísimo más amplia, original, y ambiciosamente inter-
LA COMPLEJIDAD DE UNA OBRA Y SU HISTORIA PENDIENTE Alfredo Jocelyn-Holt L.
Historiador
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disciplinaria, es posible que se corra el riesgo de congelarla como una pura creación plástica, morfológica, o estrictamente estética. A fin de que me entiendan, les cuento que mi primera vocación y formación fue en historia del arte y literatura, pero muy luego, sentí que era necesario, para fines de comprensión, ampliar el radio de análisis disciplinario. Por eso me especialicé en historia de las ideas, luego estudié derecho y tiendo a asumir en mis estudios históricos una perspectiva generalista, interpretativa, lo más alejado posible de la erudición puramente factual. Perspectiva por la que de nuevo me inclino cuando intento abordar tentativa y muy insuficientemente sin duda un tema como el que me han invitado a discutir este mediodía. Es en ese sentido que me gustaría que se entendiera lo que tengo que decir. Lo primero que me llama la atención en los trabajos ya adelantados es la insistencia en los orígenes universitarios de esta propuesta. La salida de Cruz Covarrubias de la Universidad Católica de Santiago, el contexto académico singular en que se produce dicha salida, su invitación a sumarse a la escuela de Valparaíso extendida por el entonces rector Jorge González Foster que, en todos los recuentos –conste– se le asocia a la orden jesuita. Me perdonarán pero la calificación de Jorge González Foster como jesuita es tan llamativa como, a contrario sensu, me resulta siempre la omisión del origen venezolano de Andrés Bello en la fundación de nuestra universidad «nacional». Al parecer, importa, y no poco la filiación sacerdotal de dicho rector, aunque no queda claro hasta qué punto y en qué sentido. También el hecho de que haya sido la Universidad Católica de Valparaíso donde se inició el proceso de reforma universitaria. Tergiversada o no, esa reforma tuvo consecuencias eventuales muy discutibles. Según Mario Góngora, muy amigo de Alberto Cruz: Los movimientos de Reforma Universitaria, iniciados en la Universidad Católica de Valparaíso con fines puramente intelectuales e institucionales, se transforman en movimientos partidistas en todas las universidades
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del país, exigiendo el cogobierno de esas corporaciones por Profesores, Estudiantes y Universitarios [...] El resultado fue que el nivel intelectual de las Universidades no subió un punto entre 1967 y 1973. Góngora es tajante; no entra a fundamentar su impresión. Lo cual no significa que esté errado –de hecho, tiendo a simpatizar en buena medida con su diagnóstico–, pero así expresado, pasa por alto el grado de responsabilidad que le cupo también a posturas gremiales, no sólo político-partidistas, en el desenlace eventual tan pernicioso que siguió. A estas alturas, sabemos bastante respecto a las posturas gremiales o gremialistas y cuánto ayudaron a radicalizar el proceso chileno. De ahí que resulte algo ingenuo sostener que haya habido un polo meramente purista, aséptico, apolítico, ergo «inocente» ideológicamente. Cuánto le cabe al reformismo gremial inicial haber generado el escenario eventualmente revolucionario e incontrolable es una pregunta que, obviamente, Góngora no se plantea. Góngora habla aquí como testigo y partícipe involucrado. En cambio, para nosotros hoy en día, el asunto ha venido develándose un tanto distinto de cuando Góngora escribió lo anterior, el año 1981. Esta dimensión supuestamente «apolítica» –de hecho dudosamente tal– no se la puede seguir esquivando; hay que someterla a análisis, interpretaciones, posibles conjeturas y falsificaciones si corresponde, duela o no. En efecto, todos los trabajos que disponemos de esta obra (la de ustedes), la hacen aparecer en un vacío político y social absoluto. Lo cual no se compadece con el contexto sobrecargado –como nunca en la historia de este país– de radicalización, politización y enfrentamiento en que surge y prospera. He aquí un nudo que cualquier explicación histórica tendría que entrar a desentrañar y desenredar. La Ciudad Abierta se funda en 1970, una fecha de por sí emblemática, preñada de significados. Se instala, además, en terrenos disponibles gracias a la Reforma Agraria tengo entendido, uno de los cataclismos políticos, sociales e institucionales más trastornadores que hemos tenido en Chile. Al alero, por lo demás, de un grupo de profesores de una
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universidad católica y que, al igual que todas las de entonces, públicas o privadas, sufrían tomas, manifestaciones, y enfrentamientos diarios. La Universidad era el espacio político por excelencia en ese momento. Sin embargo, lo que ustedes se proponen es un audaz trabajo comunitario –muy a tono con la época–, pero curiosamente, inspirados en un esfuerzo de corte eminentemente poético, y con visos fuertemente religioso contemplativos. Es más, inspirados en proposiciones como el llamado a «cambiar de vida» y no «cambiar la vida» (como señala Cruz en p. 142 de este nuevo libro), es decir, «no cambiar el mundo» como lo relata puntualmente Enrique Browne; proposiciones derechamente provocativas, a contrapelo de lo que se planteaba justo en ese momento en el resto del país. Otro aspecto que me llama la atención de esta obra liderada por Alberto Cruz Covarrubias son las redes y conexiones que dan cuenta de innumerables afinidades y sensibilidades compartidas, más allá de la arquitectura propiamente tal. Recién mencionaba a Mario Góngora, personaje que conozco bien y admiro muy por sobre los restantes historiadores contemporáneos chilenos. De hecho, no se me escapa que ustedes han homenajeado a Góngora, incluso le han levantado un reconocimiento público a modo de monumento o placa en el atrio de la iglesia de La Matriz, y se le suele mencionar una y otra vez en los recuentos de los orígenes de esta escuela justamente por las afinidades y concordancias que comparten con él. Pero, ojo, Góngora es una figura complejísima, política, cultural, religiosa e ideológicamente hablando. La suya fue una trayectoria intelectual y búsqueda personal muy rica, también muy accidentada. Él mismo terminó por auto-calificarse como un «derrotado» y «escéptico» a concho. A Isidro Suárez –otra figura cercana a Alberto Cruz y a esta casa de estudios– Góngora le escribiría, en 1980, la siguiente confesión descarnada: Salí del comunismo, feliz, a fines de 1940: la chispa vino, no del catolicismo (en el fondo nunca lo dejé) sino de la lectura de Nietzsche. Pero te falta en tu enumeración
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el eslabón más importante, y el que me acompaña hasta ahora: la germanofilia. Fui durante la Segunda Guerra Mundial entusiasta partidario del Eje Roma-Berlín Nunca he sido un demócrata, y mis maître a penser son todos antidemocráticos. Pertenezco, salvadas todas las proporciones, a toda una generación europea que, desde 1900 a 1940 fue todo (comunista, fascista, tradicionalista, falangista, rexista, etc.), antes que partidarios de la realidad y de la palabra democracia. Y ahora, a los 65 años, pienso eso con todas mis fuerzas... Yo soy uno de los vencidos (intelectualmente) de la II Guerra. Y, a Teresa Pereira, refriéndose a su desencantamiento con los «ismos» de su época, le agregaría en 1984: «Soy un escéptico total, pero... un escéptico histórico». Conste que Góngora hace extensivas sus inclinaciones a toda una generación, si bien «europea» dice él, también chilena lo más probable. Una generación que se alucinó con el romanticismo alemán, el historicismo que recoge Friedrich Meinecke, con Herder, Hegel, Spengler y Alberto Edwards, en algunos casos con Heidegger, con la poesía de Stefan George, Rilke, Huidobro, que incursionó también en el milenarismo de índole místico, y que profesó siempre una fuerte crítica y antipatía para con el mundo anglosajón, finisecular francés, y eventualmente con el norteamericano por su acentuado racionalismo y materialismo burgués, capitalista y liberal; otro tanto habría que decir respecto del desarrollismo, la tecnocracia y el economicismo en la medida que fagocita al humanismo, en particular aquí en América Latina. Una generación que, en otro alcance que hiciera el mismo Góngora, éste catalogara como de «renovación católica» incluyendo en ella figuras como las de Oscar Larson, Jaime Eyzaguirre, Clarence Finlayson, Armando Roa, Rafael Gandolfo, Osvaldo Lira, Roque Esteban Scarpa, Manuel Garretón, Eduardo Frei, Bernardo Leighton, Ignacio Palma, Jorge Prat, Jaime Castillo, Juan Salas Infante, Eduardo Anguita, Braulio Arenas y el grupo Mandrágora, Roberto Matta, Miguel Serrano, Félix Schwartzmann, Jorge Millas, Luis Oyarzún, Raúl Ampuero, Joaquín Luco, Néstor Meza,
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Eduardo Cruz-Coke, Juan Gómez Millas, y específicamente en el área arquitectónica, y por eso la validez del alcance y contexto que hace alusión Góngora en esta cita y por qué la traigo a colación: Juan Borchers, Godofredo Iommi, Alberto Cruz Covarrubias e Isidro Suárez. Dada esta conexión y genealogía compartida, me pregunto si no es aquí –en este componente católico renovado, afín a sensibilidades poéticas, a la vez que duramente crítico del politicismo de corte liberal y partidista tan pronunciado en Chile hasta la década de 1920 para luego decaer en los años 30– donde reside buena parte de la clave de por qué, en el caso de ustedes, se omite sistemáticamente el carácter político en una de las, irónicamente, más políticas décadas que ha atravesado Chile, las de los años 60 y 70. ¿No será que la obra de ustedes es la culminación de esa genealogía revisionista y por eso los lazos y vínculos tan estrechos con personas como Mario Góngora quien explicita tan honestamente –él después de todo es historiador y debe hacerlo– este carácter ideológico anti-político? Si ese fuese el caso, y, de hecho, sospecho que lo es, comienzan a calzar muchas cosas que, hasta ahora, si nos hemos de guiar por la literatura meramente «arqueológica» al respecto, aparecen como piezas sueltas de un puzle que reclama una explicación histórica más comprehensiva. Desde luego, por qué nacen ustedes al alero de una institución universitaria católica; presidida, además, por un sacerdote jesuita (evidentemente de vieja guardia, todavía no aggiornado con ocasión de los cambios que se sucederán al interior de la Iglesia tras el Segundo Concilio Vaticano); por qué se revive una propuesta comunitaria conventual de trabajo de maestros y aprendices, en los márgenes, en la «frontera» (un concepto muy jesuita), de su tiempo e incluso espacio; con visos utópicos, es decir, americanos pero también, en algún lugar no lugar todavía indeterminado al que hay que trazar e ir a buscar bajo el prurito de «andar andando»; con pretensiones atemporales y contemplativas, ajenos a toda praxis y accionar dirigido a «cambiar el mundo»; lejos del mundanal mundo y ruido; por lo mismo, desvinculados de
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la agitación y bulla colindante de aquella época, concedo que ruidosa, muy ruidosa. Y, es más, por qué ustedes pueden llegar a montar una «ciudad» (entre comillas), «abierta», con «ágora», espacios «públicos», pero carentes de todo sentido público como yo –por el contrario, que vengo de un mundo liberal, laico, ilustrado, anticlerical, individualista, afrancesado, anglo-inclinado, admirador incondicional de la institucionalidad oligárquica liberal tradicional del Chile del siglo XIX, y, por supuesto, ajeno a todo sesgo colectivista– entendería por ciudad, es decir, con ciudadanos con derechos, garantías, y compromisos políticos. Cuestiones que, evidentemente, a ustedes les importan poco o nada; si no es el caso, por favor corríjanme. Nuevamente, es Mario Góngora quien, en una de sus esclarecedoras entrevistas, provee la explicación que pareciera estar faltando. Refiriéndose a la ausencia y necesidad de un «renacimiento» intelectual católico en 1976, cita al pensador existencialista Peter Wust en un texto de 1929: «De cierto, nosotros los católicos necesitaríamos en primer lugar de un pequeño círculo intelectual, estrictamente católico, religiosa y espiritualmente cerrado, como fuente de una nueva formación sustancial, una especie de Círculo de George católico [Georgekreis en referencia al círculo en torno a Stefan George], en que el punto central no fuese George [Stefan George], sino Cristo. A partir de este círculo, orando, deberíamos llegar a configurar algo nuevo (que sería en el fondo lo más antiguo de nuestros antepasados), en medio de este mundo desesperado». En un artículo de 1983 en la revista Realidad del movimiento gremialista volvería a más o menos la misma idea pero más puntual y atingente –presumo– al experimento llevado a cabo en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica de Valparaíso. «Es difícil creer en estabilidades en estos finales del siglo XX: el avance soviético en Asia, África y Latinoamérica, los grupos de ultraizquierda, el caos en los países «tercermundistas», el terrorismo, la disolución de la familia
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en todo Occidente, etc., etc. hacen que tal meta sea casi ilusoria. Y por desgracia Chile está ahora situado de tal manera en ese horizonte mundial (tanto efectiva como publicitariamente) que su estabilidad es una meta igualmente difícil de alcanzar. Pero si, con todo, quisiéramos lograr una relativa estabilidad, diríamos que ella solamente es posible en la medida que exista una élite dirigente que asegure alguna continuidad política, social y cultural. La formación de una nueva élite sería la tarea primordial a mediano y largo plazo, y ella puede salir únicamente de la Universidad. Cuidar de la formación de una élite universitaria, libre y altamente seleccionada, sería la tarea fundamental, si se quieren evitar los terribles peligros de una democracia de masas. Creo que hoy es más verdadera que nunca la frase de Heidegger en una entrevista: ‹Sólo un Dios puede salvarnos›». [Esta última acotación, de 1982]. En el fondo, la solución que propone Góngora para sortear la crisis en que creía que vivíamos era fundar pequeñas células, comunidades, sectas «catecúmenas» de prosélitos e iniciados, desde donde volver a «salvar» y regenerar la sociedad y cultura general decadente. Parecido, si lo intuyo bien, a como Ignacio Balcells, por todos ustedes conocido, en sus memorias, La Mar. Una versión de la Vida ante el Mar y del Viaje a Solas por las Costas de Chile, publicado en 2001, habló de esta Ciudad Abierta como «El Arca de Babel». Conversé telefónicamente con Ignacio, un poco antes de que enfermara, para ponernos de acuerdo y me explicara mejor los pasajes tan dramáticos y duros que le había leído y me impactaran. De entonces data, en parte, mi interés por la obra de ustedes. Su lamentable muerte prematura impidió esa conversación. Los historiadores tenemos que oír todas las versiones, con mayor razón las escritas. Pero volviendo a lo anterior, leyendo estos textos de Góngora, creo comprender la enorme afinidad que tuvo él con muchos de ustedes, con don Alberto por cierto. Explican, mejor que cualquier otro registro que yo conozca, un experimento como el que se han abocado en estas casi ya
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seis décadas. Será, quizá, porque Góngora era un historiador y ustedes carecen de uno a la fecha, que estas referencias en oblicuo me hacen mucho sentido, me permiten entender sus objetivos. De más está señalar, que no los comparto. Por mucho que admire la labor que han hecho, sus magníficos espacios, intenciones poéticas, oficio, conciencia continental espacial y utópica, creatividad y vocación de enseñanza también evidentes, para qué decir sus buenas intenciones humanistas que, por cierto, no cuestiono, me ubico en las antípodas de sus propósitos. De ahí que no pueda ocultar mis también reservas, algo críticas. Pienso que el apoliticismo que me parece que profesan los expone y vuelve sumamente vulnerables. En efecto, no se entiende, no lo han explicado debidamente; cuestión que una eventual historia, oficial o no, tendría que entrar a explicitar y ofrecer luces aclaratorias. Desde luego, como ya lo he insinuado, el apoliticismo se confunde con el gremialismo de los años 60 y 70, y sabemos que éste de apolítico y no-ideológico no tuvo nada. Fue más bien una impostura, una falsa conciencia, que permitió y terminó legitimando una dictadura militar brutal y represiva en este país causando demasiado daño humano e institucional en el «camino recorrido». Es más, la abjuración retrospectiva que hiciera, por ejemplo, Thomas Mann de su propio apoliticismo, desafía y emplaza cualquier apoliticismo posterior. Cómo fue que ante reconocimientos de ese orden, conocidos en Chile sin duda que entre gente culta –gente como Góngora– se siguiera insistiendo que se podía ser «apolítico» es algo que no sólo no se entiende, los expone a que se les tache de irresponsables. Sospecho, además, que cierto revisionismo histórico crítico podría emprenderlas en contra de ustedes de igual manera como se ha hecho con la Bauhaus tardía, bajo la dirección de Mies van der Rohe y en pleno Tercer Reich; en efecto, no me sorprendería que un ángulo de análisis en esa línea los termine por emplazar duramente en el futuro cercano. El solo hecho de que en los recuentos y análisis que
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se han adelantado –lo que yo he llamado la exposición «arqueológica», no histórica– no se mencione siquiera lo que estaba ocurriendo sincrónicamente aquí mismo en el campo de detención de Ritoque entre junio 1974 y 1975, resulta extraño por decir lo menos. No se les escapará –supongo– la crítica y sombra histórica que se ha tendido sobre Weimar (la ciudad civilizada por excelencia de Goethe, Schiller y Herder) por su proximidad con el campo de exterminio de Buchenwald durante la Segunda Guerra Mundial. Aun guardando las proporciones, no resultaría raro que se haga, alguna vez, una analogía similar –me temo– con ustedes. Más complicado aún, quizás, es que dificultades de este y otro tipo impidan sopesar el valor altamente positivo de esta Escuela y su propuesta. Me perdonarán, pero la falta de una historia como Dios manda, puede que justifique que a ustedes se les siga percibiendo como una mera excentricidad, una apostilla curiosa del movimiento moderno, sin mayor trascendencia más allá de su efecto puramente marginal. Si abogo porque se haga una historia es para que se les haga justicia, tanto para con su aporte, originalidad, como audacia. En una de estas, algunos de ustedes, prefieren este papel exótico. De ahí que gusten y cultiven cierto hermetismo, por no decir, cierto ensimismamiento autosuficiente, adictivo, como si éste fuera para puro consumo interno dirigido a iniciados. Algo de eso se desprende del lenguaje un tanto etéreo, rebuscado con que, a menudo, postulan sus propuestas teóricas y poéticas. Reconozco que, en lo personal, la oscuridad e ininteligibilidad del lenguaje que emplean grava duramente la paciencia de este lector. Me pasa también con Góngora como cuando en su casi siempre lúcido Ensayo Sobre la Noción de Estado en Chile, para dar a entender qué entiende él por «Estado» recurre a dos definiciones francamente macarrónicas. Una de Edmund Burke en que dice que el Estado no es esto o aquello –no es el Fisco ni la burocracia– sino algo que debe reverenciarse –«una sociedad sobre toda ciencia, una sociedad sobre todo arte, una sociedad sobre toda virtud y toda perfección no es solamente una
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sociedad entre los que viven, sino entre los que están vivos, los que han muerto y los que nacerán». Y otra tomada de Spengler en que se sostiene que «el verdadero Estado es la fisonomía de una unidad de existencia histórica». Llevo años, treinta años para ser exacto, desvaneciéndome los sesos tratando de entender qué diablos quisieron decir Burke, Spengler y Góngora, y la verdad, confieso, es que paso. No soy el único. En cambio, Max Weber definió el Estado con tanta más claridad y precisión (‹una organización que mantiene con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la violencia sobre un territorio determinado›), y eso porque fue concreto, al callo, esquivando malabares y tentaciones metafísicas y esencialistas. Aún admitiendo la posibilidad de que ustedes, al igual que Góngora, quieran distanciarse de racionalidades convencionales, me temo que la tendencia en historia apunta cada vez más a apartarse de explicaciones poco transparentes o, peor, abstrusas o oscuras. Cuánto ha entorpecido la posibilidad de hacer una historia de la obra de ustedes esta ininteligibilidad algo forzada, por tanto, es una pregunta que tiro simplemente sobre la mesa por lo que valga. Me llama, eso sí, la atención que los recuentos que se han hecho de la Escuela de Arquitectura de Valparaíso recurran con demasiada frecuencia a meras glosas de postulados de los escritos y manifiestos que han salido de aquí. Con todo, por muy brillantes y lúcidos que estos sean, me parece que el efecto de rebote que esto produce puede que les esté jugando una mala pasada. Yo presumo que esta escuela es bastante más elocuente que la impresión de que se está ante una ars poetica permanente que es como suele proyectársele; de ahí también la imagen de locuacidad algo delirante con que se les asocia, quiero creer que un tanto injustamente. Perdonen y discúlpenme si he abusado de la hospitalidad que ustedes, tan válidamente, se sienten orgullosos habiendo hecho de ella uno de los pilares más sólidos de su notable comunidad. Si he optado por ser crítico y hablar derechamente frente a ustedes es porque admiro lo que han hecho; me maravillan algunas personas afines a su trabajo y aporte
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con que los asocio –evidentemente Góngora, espero que haya quedado claro–; y aunque me sitúo en la vereda de enfrente, aprecio la necesidad de que se haga una historia de la Escuela, de esta Ciudad Abierta, y de sus extraordinarios líderes e inspiradores. Historia que falta por hacer, que los insto a hacer para, desde luego, desvirtuar cualquier error por ignorancia en que yo mismo haya incurrido, si es del caso. Entiendo la historia como reflexión y diálogo honesto, no complaciente. Agradezco, pues, su gentileza e invitación. Y felicito a don Alberto por haber ayudado a crear un espacio tan vivo donde eso sigue siendo posible.
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Quisiera, ante todo, poner énfasis en la subjetividad de estas reflexiones ante un texto que tiene múltiples puntos de abertura. 1. Primera Impresión
El trato profesional con los libros, me produce una sensación inevitable de cansancio. Es que, pienso, que el libro mismo está ya un tanto cansado y me transmite su cansancio. Siguiendo las reflexiones leídas en un libro, cómo no iba a ser, El Didaskalikon de Hugo de San Víctor, escrito por Iván Illich; el libro, en cuanto cierta organización de un texto, habría estado definitivamente consolidado a fines del siglo XIII d.C. Desde ese período hay libro tal como lo conocemos hoy, primero manuscrito y luego impreso. Desde luego que el texto, solo o asociado con imágenes, existe desde mucho antes, pero no con esa organización característica que conserva hasta hoy (el rollo o volumen fue la forma típica anterior). No hay un inventor del libro porque su aparición tampoco se da de manera súbita, sino progresiva, a través de una sucesión de enmiendas y perfeccionamiento en la que concurren muchos individuos anónimos; pero si contamos su edad, este maravilloso objeto tiene algo más de 700 años. Una edad considerable, tanta que muchos anuncian, no sin razón y sin perjuicio de su proliferación, el final de la civilización del libro. La acumulación produce un indudable desgaste, abaratamiento, en contenido y en formato. Cada vez es más fácil publicar un libro y cada vez es más difícil que un libro nos sorprenda poniendo a luz la esencia del ser libro. Este pequeño esbozo histórico tiene por propósito manifestar, ante todo, que mi lectura de El Acto Arquitectónico, de Alberto Cruz, lejos de producirme aquel cansancio, me impactó en su formato y en sus ideas, como algo radicalmente nuevo, vital, pleno de energías. De un lado, el hecho de que el texto base esté contenido en cuadernos manuscritos, la esmerada preocupación por el formato, por la concatenación de los capítulos, por el diseño de cada una de las páginas, la intrincada conjunción de imágenes y escritura, trae a la memoria vitalmente a lo originario del
Impresiones acerca de El acto arquitectónico Pedro Gandolfo G.
Escritor
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libro, al libro en su fuentes, al códice, a los primeros libros, a los libros niños. Acto Arquitectónico me evoca la época infantil del libro, a lo que, por designarla de algún nombre, lo llamaría «lo librino» para contraponerla a esa dimensión cansina y senescente, que la llamo, usando esta vez una palabra en curso, «lo libresco». Ningún gesto de este libro en su forma o en sus ideas, en su parte manuscrita, ha sido hecho por hábito, desde esa rutina libresca de siete siglos. Todo tiene para mí, al menos, un aire inaugural, mañanero. De otro lado, este libro posee una dimensión que mira ya no hacia el pasado, hacia el origen, sino hacia el futuro. A qué me refiero: este libro no sólo tiene un carácter referencial, no habla acerca de «el acto arquitectónico», sino que también actúa el acto arquitectónico, lo pone en escena, lo va ejecutando, es él mismo un acto arquitectónico. En sede filosófica se denomina a este aspecto: dimensión performativa. En este plano creo que el libro de Alberto Cruz C. ha pergeñado un objeto muy particular, un libro envolvente que, por ejemplo, no tanto habla de la melancolía cuanto nos pone en medio de ella, menos explica «la observación» que directamente «observa». Así entre el pasado y el futuro, El Acto Arquitectónico es un libro bifronte, con dos caras, como el dios Jano, el dios de las puertas. 2. Segunda Impresión.
Me resultó que este libro de Alberto Cruz, embaraza. Es embarazante en ese doble sentido que asignamos a esa palabra. Embaraza, de un lado, porque deja preñado, porque fecunda. Su lectura es seminal, siembra semillas, pero no sabría decir yo de qué plantas y árboles me siento embarazado. Y esto, porque según yo creo entender, no pretende transmitir un saber clausurado, cerrado. La «conclusividad» es el tema central de la obra y que va siendo desplegada en cada capìtulo y determinada por ellos: cada determinación opera como una restricción, como una limitación de esa conclusividad. El pensar de Alberto Cruz no se despliega
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como algo acabado, terminado, denso, sino abierto, holgado, en marcha. Me gusta aplicarle una palabra que concurre una y otra vez en esta misma obra: «lo achurado». Así percibo este libro, un pensar «achurado» que entre-ve, más que ve o que deja entrever. No es un pensar, en modo alguno, que ponga al lector en un estancamiento, que lo fije, sino que lo impulsa a una peregrinación del pensamiento a través de sus fisuras, huecos, vacíos de luz y oscuridad. La preocupación de este libro, en otras palabras, es cómo llegar a lo concluso sin concluir, porque concluir implicaría apropiarse de lo inapropiable, de lo desconocido. Y el acto arquitectónico, en cuanto arte, tiene por misión poner a resguardo lo inapropiable. Embaraza, de otro lado, porque deja al lector pasmado, en un pasmo inquieto, agitado, desasosegado y ello porque Acto Arquitectónico está escrito, en su propio idioma, «la obliqua», un lenguaje que obedece sólo parcialmente a la lógica gramatical del idioma cotidiano, lógica que tiene que ver, de una parte, con las solicitaciones que provienen de las ideas que propone y también, de un cierto aire polifónico, conversacional, vestigio quizás del mundo coral y oral en que se fraguó, vestigio de un proto-libro, repleto de «palabras suspendidas», de «sobreentendidos», de deslizamiento que vienen de la poesía o de la filosofía. Para un lector que no participa de las claves de esa proto-escritura, Acto Arquitectónico adquiere rasgos de belleza inalcanzable pero incitadora a acercarse y continuar esa conversación. 3. Tercera Impresión
Creo percibir que este libro (que está ordenado lineal y espacialmente según un formato estricto, despliegue que viene exigido por la misma naturaleza de la escritura y del dibujo) está instalado en verdad en una simultaneidad: una visión, un pensamiento, una estrella. Es, pues, un ejercicio tentativo de desplegar espacialmente y diacrónica lo que originariamente está contractado en el tiempo y en el espacio. Esa visión, que como a una única estrella sigue este pensamiento, no es un «sin» (ese «sin» que hace abandonar
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lo concreto y nos priva de él, y que daría lugar a una arquitectura sin cuerpo ni forma) ni es un «en» (ese «en» que, al contrario nos adhiere y atasca a lo concreto, nos somete a su dominación y daría lugar a una arquitectura sin poesía) sino es un «entre» que permite evolucionar libremente (espiritualmente, mejor) a través de lo concreto y lo mantiene operante y comunicado («en quehacer permanente») con lo incondicionado o inapropiable. «Buscamos por doquier lo incondicionado y encontramos sólo cosas», se lamenta Novalis. Quizás porque lo que el poeta intuye es la necesidad de superar ese movimiento que, frente a las cosas, es una dialéctica del abandonar («Sin») o del adherir («En»). El «entre» de este libro (lo inefable, lo inapropiable, lo incondicionado) nunca adquiere una forma concreta, no se cosifica, pero se despliega en formas concretas, siempre en expansión, a través de las cuales se expresa sin agotarlo nunca. El pensar que habita en esta obra se mueve, así, entre dos polos: se aparta de lo vago e indiferenciado (en busca de lo conclusivo) y también de la dominación de lo concreto (en busca de lo espiritual): no se atasca, no se adhiere, no se ata, pero tampoco se priva, se desliga, se disuelve: un signo de lo sabio. Gracias.
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Para llegar hasta aquí los caminos se han ido estrechando y las veredas han ido creciendo hasta hacerse extensiones del habitar, estudiar, trabajar, deambular y contemplar. Estamos en el lugar donde se reúnen sus habitantes y hablan de lo que piensan sobre el hacer una ciudad, su ciudad, que estando ya abierta, sigue gestándose sin parar en El Acto Arquitectónico. El libro de Alberto Cruz trata sobre este Acto y podría pensarse que, por ser un texto dibujado y ordenado en capítulos, cada uno de ellos con un actuar y pensar nombrado, señalado y desarrollado, viene a ser un libro concluyente, es decir aquél que da coordenadas definitivas por las cuales debe necesariamente cumplirse el actuar arquitectónico. No es así. Desde el mismo comenzar a leer, las palabras, frases y párrafos se van abriendo en sí mismos y por sí mismos, internándose, sin perder ese orden ya estipulado de lo visible, hacia órdenes premonitorios, escudriñadores, que en inesperados giros dan curso a otros itinerarios, que a su vez se van multiplicando, sea en lo inmediato, sea en ilimitadas perspectivas y fronteras, ilimitadas en cuanto que no detienen su avance hacia el «dentro» y el «ante», en un ir haciéndolos imprevisibles, inéditos e indefinibles, según un sucesivo o brusco desenvolverse de los textos. Se nos desvela entonces que en lo ilimitado de estos escritos y trazados hay una imparable faena del pensar en acción. Como si muchos concurrentes caminaran con Alberto Cruz, sin dejan de hablar y dibujar a través de innumerables lugares, reflexionando, meditando, contemplando, en un deambular de años, lentos o veloces, organizando o deshaciendo definiciones, dudas y edificaciones que establecen las vías y las maneras del actuar arquitectónico. En este ir y venir de palabras sonoras y dibujadas, en su claro o ilimitado comunicar, estamos los lectores que no somos de la Ciudad Abierta y que al leer, sentimos la urgencia de comprender lo que leemos e intuimos, para así también atribuirnos el derecho a hablar, sobre y en medio de las aberturas y rupturas de textos y dibujos, desatando
SOBRE EL ACTO ARQUITECTÓNICO Roberto Godoy A.
Arquitecto.
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o descubriendo libremente otras rutas que las confirmadas o adivinadas en ellos. El Cuaderno, ahora Libro, es entonces un acto más, un actuar más que convoca, como un edificio al cual se invita a recorrer para vivirlo y hablarlo, indicando, aquí y allá y con palabras habladas, las ventanas o puertas que nos permiten ver la luz o no luz de esas o aquellas habitaciones, como un ágora actuante en que verbalizamos, oralizamos las señales del dentro y del ante. Asumimos ese hablar de hablares y dibujar de dibujares que Alberto Cruz en su permanente ejercer el discernimiento de las voces múltiples nos ha expuesto como convocatoria para seguir desde lo público, del fuera donde me sitúo, el deambular pensante del acto arquitectónico. Por este motivo, me interpela lo inesperado e imprevisto que emana del orden de lo visible en su ir a lo invisible. Tesitura personal que enuncia respuestas a los llamados del Libro, practicando recapitulaciones de términos y sentidos en un interpretar casi volátil, imaginando aquello que quisiera que fuese esta Ciudad Abierta, y desde ésta, otras, y de las otras el completo resonar o habitar poético y en ciernes del hombre que ocupa el espacio y sus continentes. Entonces: Deseo que los habitantes en tensión recorran su ciudad con la mano pensante, deliberante gracias no sólo al dibujar de dibujares, sino también a sus ojos y a su boca, y en ésta más que nada a la lengua y las cuerdas bucales, encerradas y protegidas cuando están calladas en el almenado de los dientes, gestando su hablar próximo, preparándose para en cualquier momento abrirse al aire y comenzar a pronunciar el hablar de los hablares. Tras ello espero que poseídos todos de la melancolía que hace esperar e ir hacia aquello que está fuera de nosotros mismos, deseando dejar de ser lo que somos y examinar lo que nos rodea en el estado de ensoñación que, de repente con furia o con lentitud, regulan en lo frío y lo caliente, los vínculos entre las Musas y sus oyentes, constructores de ciudades.
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Convencido que desde esa condición de oyentes de la poesía que indica el «ha lugar», se desvelará lo estático y móvil de territorios y paisajes, construidos o no, y se detendrá el observador en un vórtice de fastos para que con la mano dibujante, la lengua declarante, la melancolía reinante, pueda desentrañar sus esenciales llamados. Entonces sobrevendrá en todos los ejecutantes, y venido del «dentro» y el «ante», un inconsútil lenguaje no cosido, sin trampas, sin interrupciones, sin litorales, existente en un solo continuum y sólo sometido a las variables densidades y movimientos de las manos, ojos y bocas, frutos de aquella gracia sólo concedida desde la distante o cercana voz de los poetas. Será sin duda la hospitalidad que oye la poesía, la que saludará esta llegada, en un gesto tan vasto de observación melancólica y de múltiples lenguajes, que el habitante escapará, al igual que el visitante recibido, de los límites de su propio cuerpo, para reconocer, en conjunto, expandiéndose las raíces de su hablar. Queda así circundado y traspasado el Acto hacia su conclusividad gracias al temblor de un trayecto de perfección inmedible que da fecundidad al Acto y lo consuma en la Santidad de la Obra. Es el «ciernes». Siempre puesto en acción desde su esplendor escondido, señalado por la poesía y presentido con fervor en la entonación permanente de la Música de las Matemáticas. Hay entonces un entregarse a una zona que no muestra su rostro y que expresa lo que puede ser la luz verdadera que va envolviendo hasta su última extremidad al Acto en la Santidad de la Obra. «Lo desconocido» se llama también en el libro, sin lo cual no hay acto concluso. Vislumbro esa presencia ignota y la veo sumergida en ese aire sin luz, sea del alma o de las ciudades y sus naturalezas exteriores, que parece poseer todo interrogarse, dudar, perderse y reencontrarse, sin transición, es decir, la global presencia de la oscuridad. Ella es la gran acompañante de la luz en gestación del cuerpo habitante, de su melancolía, lenguaje, observación,
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hospitalidad, poesía, ciernes, música, obra final, heredad, y los sin medida dentros y antes del espacio que nos rodea. Repito y digo algo más sobre la oscuridad. La luz que ilumina lo que yo quisiera, esos pasos que he dicho hace un momento, están, a causa de lo visible que se ha hecho desconocido, rodeados, sin duda para mí, por una oscuridad primordial que de alguna manera hemos de asumir. Sin la oscuridad no podemos tener la luz que permite reconocer, pensar y habitar esos interrogantes e imprevisibles. Claudio Girola y José Vial con su obra «El Pozo» trazaron un camino hundido y descendente al subsuelo, en un acto de presagio de la oscuridad sobrevenida por la excavación, haciendo patente con ese luminoso umbral que vemos, que esas sombras son el sustento de nuestro suelo y la posibilidad de transformar el cuerpo sensitivo en una indefinible y poderosa reorganización de las percepciones. Toda oscuridad nos concierne. Los extensos y deseables subsuelos que sostienen con tinieblas la vida urbana de una ciudad; las cavernas en montes o dunas, son invocaciones de la oscuridad, incitaciones al pensar sustentador de lo que se erige desde y sobre ella. Pero más aún nos concierne el imaginarla elevando su negro ser hacia arriba, hacia nosotros, como la noche más cerrada y expansiva posible del universo, hacia allí donde se hallan las obras traídas por la trasparencia del aire que respiramos y oímos en el hablar entre lo alto y lo bajo, para que así proyectando formas suficientemente oscuras habitemos campos propicios y puros para la búsqueda del contemplar la cara de la gloria, del ciernes, de la poesía, el observar, el lenguaje, la heredad, lo hospitalario. Sobrepasado ese iniciático camino, El Acto Arquitectónico hará resplandecer otra y nueva luz. Tales han sido algunas de las intuiciones que hoy puedo indicar como nacidas del libro cuaderno, actuante e interminable de Alberto Cruz «El Acto Arquitectónico».
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Homenaje de la Municipalidad de Valparaíso al Profesor Alberto Cruz Covarrubias y Presentación del Libro El Acto Arquitectónico Organizado por la Escuela de Arquitectura de la UNAB, Sede Viña del Mar, en el marco del "Seminario Internacional Arquitectos Siglo XXI” III Forum Internacional de las Culturas Programa Recuperación Desarrollo de Valparaíso (PRDUV) Ilustre Municipalidad de Valparaíso Salón de Honor, Edificio Consistorial IMV Miércoles 10 de Noviembre 2010.
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Introducción Bruno Barla H.
Arquitecto, profesor Escuela de Arquitectura Universidad Andrés Bello.
Referencias: Amereida, Editorial Cooperativa Lambda, Santiago de Chile 1967. Ediciones Universitarias de Valparaíso, Colección Poesía. Valparaíso 2011. Proyecto COREM, Corporación Empresarial V Región 1979. Archivo Histórico José Vial, Reg 219. e[ad] Escuela de Arquitectura y Diseño PUCV.
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La cual resuena con el clavecín y la flauta en los títulos de las obras musicales, que colocados a continuación, son aquellos de las partituras que allí se escucharon.
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«Bon Jour Mon Coeur» Orlando di Lasso (1532-1594) Clavecín «Andante» Antonio Vivaldi (1678-1741) Flauta dulce y clavecín «Fantasía» Alonso de Mudarra (1510-1580) Clavecín «Orfeo y Eurídice» Danza de los Espíritus en el Elíseo. Melodía Orfeo en los Infiernos ante Hades y Perséfone. Christoph Willibald Gluck (1714-1787) Flauta dulce y clavecín.
Homenaje Musical Intérpretes Susana Espinoza V.
Clavecín
Carlos Oyarzún P.
Flauta dulce
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Para presentar a mi maestro y arquitecto Alberto Cruz Covarrubias he de recurrir a lo que a través de mi experiencia de alumno y discípulo he percibido en él, aprendido y conocido, desde cerca o a distancia, como su quehacer más iluminador, trasmitido a generaciones de arquitectos egresados de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica de Valparaíso. Serán sólo señales de lo que para mí es la energía germinal de una vida dedicada al desvelamiento del espacio y el evanescente tiempo que lo acoge con sus habitantes en movilidad constante. Alberto Cruz es llamado en 1952 por las autoridades de la Universidad Católica de Valparaíso para integrarse a la Facultad de Arquitectura de esa casa de estudios. Lo acompañan Miguel Eyquem, Francisco Méndez, Fabio Cruz, José Vial, Arturo Baeza, arquitectos que comparten su forma de pensar y hacer la arquitectura. A ellos se une el poeta Godofredo Iommi que aporta al reflexionar y hacer de los arquitectos, la palabra de la poesía y la forma del acto poético. Con ellos crea el Instituto de Arquitectura que bajo su dirección va a desarrollar, como órgano reflexivo, la forma en que los principios que nutren su concepción de la arquitectura, puedan aplicarse en la formación de los alumnos de la Escuela. Una fuerza posee a Alberto Cruz desde siempre: la fuerza de la contemplación. Contemplar es detenerse en un punto, lugar, texto o circunstancia, y en una espontánea y exhaustiva intervención de los sentidos, de la mente y del espíritu, ver aparecer o desvelar las diferentes tramas que lo constituyen. Tales desvelamientos, en el contemplar de Alberto Cruz, lo llevan a lo que es para él una ineludible acción: escribir y dibujar sobre el objeto contemplado, extrayendo así su modo de surgir y articular, en un orden que atraviesa su realidad y lo que imagina de ella.
PRESENTACIÓN DE ALBERTO CRUZ COVARRUBIAS EN VALPARAÍSO Roberto Godoy A.
Arquitecto.
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Sabemos, y esto es aceptado por el contemplador, que el croquis acabado o el pensamiento ya escrito siempre será insuficiente debido a la incertidumbre que invade la línea que se traza o la frase que busca su definición. Es la zona oscura de la observación, que en el misterio del conocimiento y su emerger, acoge a la poesía y al acto poético. Así, palabra y trazado, en contemplación desbordada de significaciones, son en Alberto Cruz el germen de su pensar y gestar obras en el espacio. Esto será lo que trasmitirá como eje y fundamento de todos los aprendizajes y estudios de los jóvenes de la escuela universitaria que le ha sido encomendada. Contemplación y acción que se llamará «la observación», y que los alumnos la ejercerán en un cuerpo urbano hecho de laberintos y mar, la ciudad de Valparaíso. Se esparcirán solitarios y tomando rumbos propios por sus calles y plazas, recorriéndolas, y sólo deteniéndose cuando se sientan llamados, sea por la presencia de una plaza anudada entre cerros, una ventana repleta de niños o una torre dando campanadas. En ese detenerse dibujarán y escribirán sobre lo que parece requerirles, tratando de definir sus propias visiones, interrogaciones, sentimientos. Muchos de ellos, arrastrados por el cúmulo de las percepciones habitadas, querrán ir más allá, hacia lo que yace olvidado, desocupado y que en su aparente abandono cumplen una misión no apreciada, como puede ser la oscuridad de los subsuelos con sus túneles que llevan al mar o los recintos olvidados sin destinos aparentes. Valparaíso se ve así acometido y atravesado por estos peregrinos de los espacios habitados y no habitados en cuyos vórtices se detienen a observar y penetrar. Inmersión en el existir de una ciudad que sin duda va trastocando sus modos de percibir lo visible. Los sentidos, acostumbrados, educados, institucionalizados en una reiterada y limitada forma de reconocer e investigar, se van mudando en la soledad de la observación, hasta mezclarse unos con otros, ampliando y agudizando el soporte sobre el que encuentran los sucesos más escondidos del lugar que los convoca.
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El contemplar del contemplador se ha extendido así hacia la observación de toda una Escuela universitaria que habla, escribe y dibuja desde el percibir de cada uno. Sin embargo, nada –a excepción del íntimo presentir individual– es privativo de nadie, pues esos textos y croquis de las observaciones, se exponen y discuten entre todos, maestros y alumnos, estableciéndose con ello un pensamiento colectivo de sólida consistencia, aquella que da autoridad para describir y vislumbrar la verdadera, evidente o secreta, forma de la ciudad. La ciudad de Valparaíso comienza con ello a definirse de otra manera, distinta a las consabidas de la época; su acontecer está siendo fundamentado y analizado con otros sentidos, desde lo más mínimo y variable hasta lo más global que impregna la totalidad de su existir, como puede ser, y es, su destino frente al Pacífico. De ese coherente cuerpo de reflexión –y desarrollados por Alberto Cruz y los profesores y alumnos de la Escuela– surgen hacia la luz pública de la ciudad, múltiples proyectos que buscan perfeccionar y defender esta vocación de ciudad y océano en las concatenadas envolturas que lo componen, como son la Avenida del Mar, la población de Achupallas, la Escuela Naval, el estero de Viña o la Estructuración del borde costero en Barón y el Almendral; todos los cuales desgraciadamente no llegan a hacerse realidad quizás por ser soluciones que la ciudad no es capaz de asumir o por tener condicionantes muy adelantadas a su época. Así y todo su valor de testimonio permanece como manifestación de lo que es, ha sido y hubiera podido ser o contener la ciudad de Valparaíso desde la observación de esos itinerarios, antes inéditos y ahora reconocidos y concluyentes, al servicio siempre de crear continuidades en el desarrollo actual y futuro de la ciudad. Con todo, nada se detiene y Alberto Cruz, y los poetas y maestros continúan incansables. La Escuela de Arquitectura sigue, y la observación, ya imparable por haberse hecho carne en la naturaleza
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de sus miembros, acrecienta sus destinos y horizontes geográficos. La inquietante incertidumbre de lo que en el croquis hecho y la palabra escrita del observar, que como decía antes, acogen a la poesía y al acto poético, llevan ahora a la Escuela a una aventura continental en y sobre nuestra América. Nace Amereida y de ahí la Ciudad Abierta, trazada y erigida en las dunas frente al océano. Ella es la sede donde se gesta y desde donde partirá la primera Travesía de Amereida que realizan Alberto Cruz, maestros arquitectos, poetas, filósofos, escultores y pintores, proyectando la Cruz del Sur en el suelo de nuestra América. Es un recorrido hecho de avances, detenciones, actos poéticos y elevaciones de signos o señales, que iluminados por la contemplación, observan lo ya existente y descubren lo encubierto de su ser, y simultáneamente instauran, en el observar y actuar, nuevas formas por las cuales emanan otros secretos de la inquietante incertidumbre. Esta inicial y fundamental Travesía de Amereida se amplía hacia los alumnos de la Escuela que comenzarán a realizar otras travesías por diversas rutas de Chile y América, como si fueran habitantes de una ciudad que sale de sí misma, y que hecha nómade se convierte en ilimitada, sin parar de generarse en la palabra, el dibujo y el construir en lo visible e invisible de sus rutas. Así, los alumnos irán obteniendo, además y aparte del bagaje de los estudios técnicos y científicos, propios de una facultad de arquitectura, la pericia del discernimiento de los sentidos, de su mente y espíritu, para construir la ciudad humana. Alberto Cruz Covarrubias, contemplativo y activo, ha sido y es, por no abandonar jamás el universo de la observación y su persistente acción, quien, con el poeta Iommi y los maestros arquitectos, ha fundado un pensamiento para una Escuela de Arquitectura, ha aportado su saber a la ciudad que la ha acogido, y ha establecido otra ciudad, esta vez abierta a salir al continente a través de la palabra
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po茅tica de Amereida, sin dejar nunca de escribir, hablar, dibujar, estudiar y concebir acerca del espacio y sus ocupantes, manteniendo una inalterable fidelidad al designio que lo llev贸 a ser maestro de arquitectos y por tanto maestro de la arquitectura. Gracias Alberto Cruz.
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Conversando con un ex dirigente de la universidad en el tiempo de la reforma, y que en la época era un convencido hombre de izquierda, me confidenció que a su juicio unas de las más importantes cosas que le aconteció en ese período, fue el encuentro con el mundo de arquitectura, liderado por Godofredo Iommi y Alberto Cruz. Después de un rato, se quedó callado y me dijo: «la verdad que nunca los entendí muy bien, pero creo que lo que decían era muy importante y decisivo». La anécdota hace recordar lo que muchos escuchamos al escritor Carlos León cuando hablaba de la novela moderna y específicamente del Quijote, diciendo que él siempre había intuido que Sancho no entendió al Quijote, y sin embargo, siempre estuvo obnubilado por sus palabras. Se podría decir que una cosa era clara: Sancho entendía que no entendía y que había allí algo importante y significativo. Digo esto porque muchos, como Sancho y el amigo de la anécdota, en el encuentro con este mundo de la arquitectura, quedaban a medio camino entre la comprensión y la incomprensión. Hablo aquí por invitación de mi amigo Bruno Barla a quien le dije que no me referiría de manera específica, en esta mañana, al interesante texto de Alberto Cruz llamado El Acto Arquitectónico, sin perjuicio, de constatar que en su lectura se intercalan importantes descripciones sobre la realidad cotidiana del habitar humano, y a partir de ellas, notas y afirmaciones significativas y de gran sutileza. Están aquí para hablar de este texto personas que son arquitectos de vocación y que podrán explicar e interpretar el sentido de las propuestas del Alberto Cruz con mayor autoridad y precisión. Como resulta obvio, no hablo desde el interior de la arquitectura, sino simplemente desde fuera como un observador, que por asuntos de azar, siguió de cerca las obras y los pasos dados por este grupo que postulaba la unidad de lo que se llamaba la vida, el trabajo y el estudio. Es interesante reflexionar sobre los efectos que estos discursos provocaron en el contexto más amplio de la ciudad. Es como si el grupo
Ecos de una propuesta Abel González R.
Profesor de Ética y Filosofía Contemporánea de la Universidad de Valparaíso.
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hubiera interpelado a la ciudad y la ciudad los interpelara a ellos. Este diálogo ha sido muchas veces confuso y basado en incomprensiones manifiestas. En más de una oportunidad, es posible encontrar algún humanista nervioso dispuesto a pedir rendiciones de cuentas sobre hechos históricos, políticos o de compromiso sin entrar a comprender de lleno y un poco más claramente las características y los pormenores de los discursos y las acciones que inspiraron ciertas posturas frente a la vida en comunidad. Con esto no se niega la importancia de la crítica, muy por el contrario, es importante enfrentarla y hacerse cargo de ella de frente a la ciudad. Una manera de comprender los malentendidos es tratar de describir las áreas y los ángulos que están en juego en esta propuesta. Como se señala en el pensamiento contemporáneo para comprender es necesario comprender el devenir de una realidad. Creo divisar tres órdenes de reflexión que marcaron la vida de este grupo: primero el compromiso con la tradición filosófica y el estudio de los textos bíblicos. En esta línea de cosas se pueden consignar los seminarios con el filósofo François Fédier que recogían temas como la mirada sobre el arte desde la perspectiva de Heidegger hasta el texto Sobre La Interpretación de Aristóteles. Segundo, lo relativo a la ejecución de actos públicos en medio de la ciudad y que en torno a la palabra poética interpelaban la actividad ciudadana, es lo que llamaremos el espíritu de la phalène, que vincula acto y palabra poética, lo que constituía en mi opinión, no solamente una instancia creativa, sino también agilizaban las preguntas y las polémicas. Esta es una de las características conflictivas, en el buen sentido, que el grupo liderado por Godo y Alberto marcaron la ciudad, todo ello, sin duda alguna, está inserto en un espíritu provocativo pero no demoledor. Espíritu demoledor es el de Nietzsche cuando habla de filosofar con el martillo para destruir los cimientos de la cultura occidental.
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Con todo y aunque parezca exagerado, había un cierto espíritu nietzscheano en estos juegos y actividades creativas, vinculados a las llamadas tres transformaciones del espíritu del texto Así Hablaba Zaratustra, en la que cuenta cómo el espíritu se trueca en camello y el camello en león y el león por fin en niño. El paso por el camello tiene que ver con cargarse de peso y habitar el desierto. El paso del espíritu hacia el león presupone un paso hacia la libertad, el león debe matar a ese dragón que es el deber y, finalmente el niño, es inocencia y olvido, un nuevo comenzar, un juego, una rueda que gira sobre sí, un primer movimiento, una santa afirmación. En esa época Zaratustra vivía en una ciudad llamada La Vaca Pintoja. Es en este contexto y en un espíritu de fiesta y celebración que las calles del Cerro Castillo se llenaron en algún momento de una alegría desbordante como aquellas maravillosas fiestas de fin de año, con baile, obras de teatro, ruleta, películas de Chaplín, y que terminaban esperando el amanecer al son de una trompeta. Un tercer orden de reflexión es a mi juicio el inicio de la reforma universitaria el 15 de junio de 1967. Quiero recordar a ustedes el primer párrafo del texto del consejo de profesores de la Facultad de Arquitectura: «una ola de cobardía cubre nuestra América, cobardía que nos oculta ya en frustración o complejo de inferioridad o en la desesperación de las violencias. Frente a tal cobardía nosotros proclamamos el lúcido coraje que lejos del arrebato y las transacciones, es viril porque es virtud». Aquí encontramos otro aspecto fundamental de la presencia del grupo de arquitectura en la ciudad de Valparaíso, señalando desde ya un diagnóstico fuerte y lapidario sobre la antiuniversidad de entonces y pidiendo una reoriginación de la misma y abrirse así a la aventura de ser lo que se puede ser. Lo que más llama la atención al lector en este primer párrafo de la declaración del consejo de profesores del Instituto de Arquitectura es el llamado a no caer en la desesperación de la violencia.
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Como señala la pensadora política Hannah Arendt, el problema más delicado de la violencia es que destruye la comunidad de la palabra y por ende destruye la comunidad política, la autora nos hace recordar que la violencia es siempre muda. El violentista no tiene voluntad de persuadir y se niega también a ser persuadido. Resultan importantes las afirmaciones que la declaración del 15 de junio hace sobre la violencia como fórmula de desesperación, porque como sabemos la década del sesenta fue la del entusiasmo por las soluciones radicales con la utilización de la violencia para alcanzar los fines esperados. Negar la violencia es mantenerse siempre en el interior del lenguaje y del horizonte de la palabra. Gran lucidez hay en este primer párrafo, pero nuevamente puede entrar en contradicción con el espíritu de la época. Estas diferencias de matices entre la opinión dominante de la comunidad y las propuestas del grupo liderado por Godo, Alberto y Miguel Eyquem y otros, otorgan pleno sentido al diálogo entre las partes, invitación que felizmente no es sólo un diálogo abierto sino también un diálogo inconcluso.
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Me encuentro entre testimonios personales de una historia que a mi me interesó muchísimo; como Bruno dijo antes, y lo agradezco mucho por haberme invitado personalmente a hablar hoy, aunque indebidamente también. Entonces en medio de estos testimonios de una historia importante, pongo un testimonio también yo empezando de un hecho personal, de un acontecimiento personal, un acontecimiento que tiene que hacer con una palabra importante que es Respeto, pero la utilizo en el original significado que viene de una palabra latina: respicere, es decir, guardar. Entonces, cuando nosotros respetamos a alguien, es decir que lo miramos. En 1992 vine por primera vez acá a Chile y afortunadamente amigos de la Católica de Santiago me informaron acerca de la Ciudad Abierta y yo vine acá finalmente para hacer una visita a la Ciudad Abierta, me acompañaba Manuel Casanueva y me presentó a Alberto, él escuchaba y hablaba poco, escuchaba mis palabras y seguía continuamente escribiendo algo en su libreta. Yo me encontré verdaderamente muy emocionado porque también el impacto físico de la persona de Alberto es bastante fuerte, significativo. Anoté muchas cosas, regresé a Italia con muchas fotos y después de unos 5 o 6 años –era, creo 1997–, finalmente organizamos un acuerdo entre las universidades y regresé acá; tenía la idea de hacer una investigación en torno a las obras de la Ciudad Abierta –en ese tiempo había un sólo libro sobre el tema, de Ann Pendleton-Jullian. Encontré nuevamente a Alberto, y aquí cabe la palabra respicere, porque en el ‘92 yo había ido en la primera visita junto con mi hijo que tenía 18 años; cuando encontré nuevamente a Alberto, la primera cosa que me dijo antes que todo, me reconoció y después me preguntó: «¿Y cómo está tu hijo?» Todavía contando esto yo me encuentro emocionado, porque acordarse de un encuentro, de un joven, mi hijo, que estaba detrás de mí, después de estos años me hizo entender el significado de la palabra respicere. Esta palabra tiene que ver con el hecho de la observación; para un arquitecto italiano... pasaron muchos años para entender el signi-
Testimonio Massimo Alfieri
Arquitecto, profesor de la Universidad de Roma III.
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ficado de esta palabra, porque el significado de esta palabra tiene que ver con un enfrentamiento a la arquitectura y de todas maneras al mundo, que es un enfrentamiento de tipo fenomenológico; y afortunadamente y desgraciadamente yo soy hijo de Aristóteles y de Platón, entonces de una cultura y de una formación idealista. ¿Qué significa? Necesito hacer un ejemplo que sale de mi experiencia de enseñanza universitaria: un alumno de arquitectura, de Roma por ejemplo, estudia una obra; una experiencia directa fue de visitas y de trabajo en la iglesia de Santa Agnese in Agone, en la Plaza Navona; y entonces, ha estudiado todo, conoce todo, hay una planta elíptica, el eje más grande de la elipse no es el de la manera en que se entra en la iglesia, hay un altar con un disfrutamiento de la luz particular que sale del alto y que baja de una cierta manera, hay los altares laterales los que tienen perspectiva falsa, y después de fuera hay una fontana que tiene que hacer cuando la puerta está abierta con esta situación del interior. El estudiante italiano, y yo también, estudia todo esto, podría también dibujarlo en plano y en un corte, y finalmente se va a la iglesia de Santa Agnese, entra con sus dibujos, y bueno... es una elipse, el eje es otro, el altar, la luz... «Bueno, me voy; he visto todo». Fuimos allá con alumnos y con un amigo chileno que estaba de visita en Roma; vamos con estos 20 a 30 alumnos a la iglesia de Santa Agnese y le pedimos a los alumnos que dibujaran dos horas por días, más o menos 4 a 5 horas de dibujar. Los alumnos se encontraron completamente desesperados: «¿Qué vamos a hacer durante 5 horas acá, ya que todo ya lo sabemos? !Hemos estudiado, ya sabemos todo¡» Entonces en un primer momento la cosa fue bastante difícil, pero al final cuando expusimos los dibujos a los mismos alumnos, resultó que no había una Iglesia de Santa Agnese in Agone, habían 20 iglesias de Santa Agnese in Agone. Y esta fue una cosa sorprendida, un alumno se había sentado por tierra, había mirado todo por debajo, basicamente todo el basamento; otro alumno se puso en el eje y entonces había dibujado en perspectiva central, etc. Entonces descubrimos
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todos que la observación tiene que ver con la libertad, es una demostración que no hay una iglesia de Plaza Navona para todos, pero hay mi iglesia de Plaza Navona y mis otras obras que puedo mirar. Esta es una primera cosa que me parece importante decir; yo he trabajado mucho –soy bastante lento en verdad– para entender esta diferencia de enfrentamiento entre lo idealista y lo fenomenológico, me ocurrió muchísimo tiempo. Pero finalmente he entendido algo, que no es que un enfrentamiento tenga que ser mejor que el otro, son dos enfrentamientos complementarios. Y entonces me encuentro verdaderamente con suerte porque tuve la ocasión de conocer las dos cosas; también con la gran ayuda del amigo Bruno, que es un gran testimonio particularmente importante de la obra de Alberto. Un segundo asunto es esto; lo llamaría «la cuestión de la palabra», esta es una proposición bastante fuerte; es una palabra, la palabra de los libros de Alberto y en general; la palabra como se utiliza en la Escuela de Valparaíso es una palabra que no explica y que te empuja a pararte, a detenerte; en cuanto no explica tú tienes que detenerte, porque uno dice: «¿Qué significa?... no se entiende». Este detenerse se transforma practicamente en un tropiezo. Esto es un gran problema, una provocación bastante fuerte: renunciar a la idea que lo escrito pueda ser entendido de una manera secuencial a como somos habituados, acostumbrados a utilizar lo escrito. No he llevado a cabo todo el problema, sigo trabajando con este asunto, pero se lo entrego a vosotros, porque seguramente muchos de los presentes, mucho mejor que yo, podrían decir algo; pero este asunto de la palabra que no explica y que empuja a detenerse, es un problema grande. Me hace pensar una cosa importante de algunas palabras y escrituras del evangelio y también a lo que en el pensamiento Zen indio se llama Koan, que quiere decir un tropiezo, algo que no se entiende de inmediato. He apreciado mucho lo que tú dijiste con respecto al Manifiesto de 1967, es una de las cosas más importantes que yo he leído investigan-
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do sobre los asuntos de la Escuela de Valparaíso y que es bastante secuencial aunque contenga palabras que hay que meditar muchísimo; me refiero particularmente a la utilización –que me golpeó muchísimo– de las dos palabras: pobreza y miseria, la diferencia entre pobreza y miseria es una cosa verdaderamente muy importante. La última cosa es una pregunta, es un asunto; tengo que decir que a mi me gusta mucho leer poemas, pero los poemas en sus diferentes formas tiene que ver con las diferentes partes del discurso; es decir, el sujeto, el adjetivo y el verbo. El sujeto tiene que ver con la épica y la épica tiene que ver mucho con Amereida, me parece; y hay la lírica que depende del adjetivo, es el enriquecimiento... que tiene que ver con el ritmo, con el sonido, como la música (tocada antes, el ritmo); y al final el verbo tiene que ver con la tragedia... pero afortunadamente no tenemos tragedia. Yo tengo que decir que a mi me encanta el poema más en el sentido lírico que en el sentido épico. Encontré la épica en ese poema y la encontré junto con la palabra que no explica. Estas son las ideas y el testimonio que he pensado llevar conmigo y entregar a vosotros como algo muy personal, y como también –en cuanto posible– homenaje a un hombre que me ha reconocido y esto ha sido muy importante para mí. Muchas gracias.
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Quiero agradecer antes que nada el haber sido invitado a participar en la presentación de un libro elaborado con tanto amor, primor y cuidado como es El Acto Arquitectónico de Alberto Cruz. Lo primero que quisiera tratar es lo que llamo el «retardo», lo segundo se refiere a lo que el autor llama «cuestiones cáusticas» y para terminar, y a propósito de lo que en el libro se menciona como «lo concluso cada vez», quisiera extenderme hacia la cuestión del fin del arte y de su historicidad. Lo primero que uno comprueba a poco de hojearlo es que El Acto Arquitectónico no habla de lo que suelen hablar los libros de arquitectura, de los elementos, puertas, ventanas, pilares, muros, confirmándose dicha impresión cuando se nos dice, a modo de justificación que el libro se aleja de la «corporificación» de la obra para evitar que se entienda el acto arquitectónico como una cuestión especializada y exclusiva de los arquitectos. ¿De qué habla entonces si no es de la realización de la obra? Habla de lo concluso de un acto creativo que no se agota en la mera construcción, entendiéndose por «conclusión» el cumplimiento de un conjunto de condiciones sin cuya concurrencia el acto creativo no sería tal. Aquí asoma, como es fácil de ver, la primera paradoja: este alejar y posponer la obra física supone sin embargo un acercamiento a la obra en tanto que acto concluso, es decir, estamos frente a un diferir o retardar del que paradójicamente depende lo concluso del acto; mientras más se retrasa la obra, o más se entretiene en el cumplimiento de sus condiciones, más se completa o consuma el acto arquitectónico. El libro es justamente la travesía por ese paradójico rodeo, que toma la forma de nueve estaciones, del cual resulta no tanto la obra construida, cuanto su significado, la composición íntegra que encierra su sentido, el haz de relaciones que la atraviesan, su temporalidad propia, sus conexiones con el pasado, con el presente y su proyección futura como tradición.
Sobre «El acto arquitectónico» Patricio Bulnes E.
Director Escuela de Arte, Universidad Andrés Bello.
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El texto de Alberto Cruz se sitúa en la línea opuesta a un planteamiento positivista o utilitarista del hecho arquitectónico y en su lugar hace un levantamiento del entorno físico, mental y espiritual, al que se ha de acoger la arquitectura si quiere ser y hacer obra. A la hora de determinar la índole del retardo es muy difícil no ver, en lo esencial, una cierta analogía con el esfuerzo que se propuso Heidegger en la conocida conferencia Construir Habitar Pensar pronunciada después de la 2ª Guerra Mundial ante los arquitectos alemanes, ávidos de ponerse a la obra de reconstruir las ciudades destruidas. Por medio de una de sus características fintas etimológicas, Heidegger, en lugar de animarlos a iniciar sin demora esa reconstrucción, diferirá la, sin duda, apremiante tarea, mostrando que el habitar antecede al construir, que ese habitar es equivalente a un cuidar y que este cuidar a su vez expresa el modo en que los mortales habitan la tierra, y por último que el construir es sólo una parte de ese cuidar. El retardo que Heidegger propone no es como se podría pensar un simple volver la espalda y desentenderse de la urgencia de vivienda refugiándose en una suerte de disgresión filosófica intemporal sino que es la respuesta, a contracorriente no hay duda, pero incisiva y pertinente, ante lo que él percibía como el movimiento esencial que amenazaba a la época moderna: el desarrollo extraordinario de la técnica que, estimulada por las necesidades de la empresa militar de la 2ª Guerra Mundial, había desembocado en la creación de la bomba atómica, alcanzando una nueva cota y amenazando la tierra con una explotación y estragos hasta entonces desconocidos. Ese es el sentido de su retardo y de un modo semejante a cómo en el libro de Alberto Cruz se van presentando las condiciones, encabalgándose unas sobre otras, componiéndose unas en relación con las otras, de tal modo que el avance preserve lo anterior, Heidegger entenderá que la obra auténtica brota de una composición que él denomina cuaternidad y que viene a determinar ese habitar, como es bien sabido, como un pagar la deuda con el cielo y la
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tierra, con los mortales y los dioses. En ambos, tanto en Heidegger como en nuestro autor, el cumplimiento de una nueva condición preserva la anterior, en ambos, al tiempo finalístico del progreso se le opone un tipo de temporalidad sintética de pasado y futuro que en el libro de Alberto Cruz es determinada cómo «retroavance» que vendría a ser el modo como se trama lo que hemos llamado el retardo en el tejido o composición misma del libro. Quisiera referirme ahora a una de las llamadas «cuestiones cáusticas». Con esta curiosa denominación, nuestro autor se refiere a algo que guarda un aire de familia con las antinomias, las antítesis y las paradojas, es decir, una suerte de dialéctica incipiente que opone dos proposiciones verosímiles pero aparentemente incompatibles o al menos discrepantes. En el caso que nos ocupa la primera proposición establecería que lo determinante del arte sería epocal por el arraigo de los artistas en la cultura de una época y porque los mismos procedimientos empleados tienen fecha; la otra proposición, la proposición discrepante, afirma por el contrario que el arte es «concluso cada vez» queriendo con ello decir que lo que hace que el arte sea arte está siempre presente sea cual sea la época. Enunciadas las dos proposiciones, el autor dictamina «Por tanto cáusticamente: lo concluso cada vez», con lo cual parece tomar partido por la segunda proposición, aquella que dice que lo propio del arte no es epocal. Teniendo en cuenta la importancia que tiene en «el acto arquitectónico» la observación, y los mismos dibujos son de ello prueba incuestionable, también cabría interpretar «lo concluso cada vez» como absorbiendo y preservando la primera proposición. Baudelaire, quien, como es bien sabido, es uno de los primeros en utilizar el término de modernidad, va a referirse a una doble composición de la belleza, una belleza con pretensiones atemporales y una belleza puntual, localizada en un momento del tiempo. Con ello va a reivindicar la historicidad de lo bello frente a lo
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bello absoluto (de origen platónico) e insistir en su doble composición, la de un elemento eterno, invariable y un elemento relativo, circunstancial (la época, la moda, la moral, la pasión). Serían estos últimos componentes los que harían para él digerible el elemento eterno. Según esto, el elemento transitorio y epocal formaría igualmente parte de su conclusividad porque, aunque siempre diferente, nunca estaría ausente. Pero dejando de lado este aspecto de la cuestión cáustica lo que me parece más intrigante es ese «cada vez» que Alberto Cruz adhiere a lo concluso. Porque toca de lleno una cuestión que ha gravitado sobre toda la estética contemporánea, que por primera vez y de un modo tangencial pero nítido planteó Kant y que posteriormente Hegel, con su visión de la historia del arte, formulará de un modo explícito: la cuestión del fin del arte y el tipo de historicidad que le es propia. En un pasaje de la Crítica del Juicio y a propósito del «genio», Kant establece la diferencia entre la producción artística y la producción científica. Refiriéndose a esta última, es decir, a la producción científica afirma: «Precisamente en que aquel talento está hecho para una perfección siempre creciente y mayor del conocimiento y de la utilidad que de él sale, y para la enseñanza de esos conocimientos a los demás, en eso consiste su gran superioridad sobre los que merecen el honor de ser llamados genios, porque para estos hay un momento en que el arte se detiene al recibir un límite por encima del cual no se puede pasar, límite quizá desde hace tiempo ya alcanzado y que no puede ser ensanchado; además, una habilidad semejante no puede comunicarse, sino que ha de ser concedida por la mano de la naturaleza inmediatamente a cada cual, muriendo, pues, con él, hasta que la naturaleza, otra vez, dote de nuevo, de igual modo, a otro que no necesita más que un ejemplo para hacer que su talento, de que tiene conciencia, produzca de la misma manera». Con la referencia a la «perfección siempre creciente y mayor del conocimiento y de la utilidad que de él sale»
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Kant está refiriéndose al progreso que es característico de la producción científica, y de la tecnología que genera, diferenciándolo expresamente de la producción artística –léase el genio– donde no hay progreso puesto que el arte se detiene al recibir un límite por encima del cual no se puede pasar, límite que no puede ser ensanchado. Frente a la inconclusión propia de la ciencia que permite el progreso, Kant destaca el carácter concluso del arte que, por la existencia de ese límite, lo excluye. La única forma de prolongarse el arte es por un proceso de perpetuo recomenzar, por el «cada vez» o como dice Kant, hasta que la naturaleza, otra vez, dote de nuevo, de igual modo, a otro que no necesita más que un ejemplo para hacer que su talento, de que tiene conciencia, produzca de la misma manera. Esta sería una posible interpretación del «concluso cada vez» y nos vendría a decir que la historia del arte se sustrae al tipo de historicidad que se representa como proceso y como «progreso» y que por ende no se da en la continuidad, como sí ocurre en la ciencia, sino en la discreción y la interrupción. En cada momento ofrece la consumación, la perfección, la presentación de algo completamente ajustado a su ser, es decir una «entelequia» en sentido aristotélico: lo que tiene fin, perfección, lo perfecto. Esto explica que muchas veces el público haya reaccionado indignado ante una nueva manifestación «artística» con un «Esto no es arte». Entendido lo que acabamos de explicar, esta reacción que los expertos pueden achacar a ignorancia o primitivismo probablemente tenga una legitimidad mucho más profunda de la que pueda parecer ya que es debido a su historicidad discreta que en cada momento el arte es otro arte, no sólo otra forma u otro estilo. Se podría decir que por la discreción o abismo que separa una manifestación de otra, el arte tiene esa capacidad de metamorfosearse y volverse irreconocible. Si la ausencia de progreso podía entenderse como un defecto o una pérdida, el «concluso cada vez» rápidamente se va a sobreponer y a convertirlo en una ganancia. Ésta ya no dice relación con la producción artística o científica
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sino con su recepción. Porque también aquí se establece una clara diferencia entre la recepción de los conocimientos científicos que el progreso de la ciencia ha ido dejando atrás y la recepción de las obras de arte del pasado. Del mismo modo que los conocimientos científicos, justamente por ser un desarrollo progresivo, van dejando atrás etapas que son irreversiblemente superadas, pongamos por caso el sistema geocéntrico de Ptolomeo, y van quedando arrinconadas en el desván de la historia y sólo interesan a los historiadores de la ciencia y a los eruditos; el arte del pasado, en cambio, no sufre un desgaste o usura semejantes y sigue vivo en el sentido de que sigue provocando placer, incluso, y esto es francamente intrigante, obras que en su momento fueron desatendidas son redescubiertas y generan vivas emociones. En un texto realmente notable y refiriéndose a los griegos, Carlos Marx se pregunta: «¿Dónde queda Vulcano frente a Roberts et Co., Júpiter frente al pararrayos y Hermes frente al Credit Mobilier? (...) ¿Es posible Aquiles con pólvora y plomo? ¿O la Ilíada con la prensa rotativa, o también con la máquina tipográfica?» Lo que está afirmando con estos interrogantes es que si bien existe una relación entre el surgimiento del arte griego, de la epopeya por ejemplo, y determinadas formas técnicas y sociales de desarrollo, cuando éstas últimas son abandonadas con la llegada de un desarrollo técnico más avanzado, este avance deja intacta la vigencia de la expresión artística que, no obstante ser un producto de la etapa anterior, conserva incólume su capacidad de proporcionar goce y de valer como norma y valor inalcanzable. Y termina diciendo y cito: «¿Por qué la infancia histórica de la humanidad, donde ésta se desplegó de la manera más bella, no debería ejercer un atractivo eterno como un estadio que jamás volverá? (...) El atractivo del arte griego para nosotros no está en contradicción con el estadio no desarrollado de la sociedad sobre el cual creció. Es, más bien, su resultado y está en conexión inseparable con el hecho de que las condiciones sociales inmaduras bajo las cuales
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surgió, las únicas bajo las cuales podía surgir, no pueden volver jamás.» En este caso la vigencia y el atractivo de lo concluso residen justamente en traer a presencia una ausencia, el trasfondo irrepetible que lo hizo posible y que nunca volverá.
Para terminar, es interesante lo que observa mi amiga la escultora Eva Lootz, en su libro Lo Visible es un Metal Inestable (Ediciones Ardora, Madrid, 2007), respecto de esa actividad tan enigmática de los artistas que es el hecho de mostrar. El hecho de que muchas veces muestran algo que no está en su ángulo de visión, algo que no se han propuesto, algo que no pertenece a su intencionalidad artística y es así que a veces tendrán que trascurrir siglos para que otro observador descubra lo que estaba escondido en los pliegues de la visión, en su ángulo ciego. Y pone un ejemplo muy sencillo, casi trivial: «Aquella Venus de Cranach el Viejo en la Gemäldegalerie de Berlín: una tarde, la miré durante mucho tiempo. Recuerdo cómo llamó mi atención y me hizo sonreír un detalle nimio que, sin embargo, no me parece que carezca de importancia, y es que se puede ver en el cuadro cómo a la modelo, al posar desnuda ¡se le enfriaron los pies! Casi pude ver cómo se acercaba corriendo a la chimenea para entrar en calor. Y es que aquellos pies y también las rodillas tienen exactamente el ligero rubor que muestran los pies fríos de una mujer con una determinada constitución de la piel, la mía por ejemplo. Seguramente Cranach no era consciente de ello, él quería ser fiel a la belleza de una mujer, reflejar la realidad, quería ser veraz y lo fue. Dirigía su esfuerzo a plasmar un ideal y lo consiguió, su lugar en la historia del arte así lo atestigua. Pero en esa minuciosidad del registro de la apariencia de las cosas su pincel retuvo detalles fuera del foco de su atención.» Y termina diciendo: «En lo visible siempre hay algo que viaja de contrabando, en el interior de la bodega por así decirlo, un algo
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sin rostro y sin nombre que es transportado sin pagar peaje y sin pasar aduanas». Con este modestísimo ejemplo, unido a los anteriores, he querido mostrar las siete vidas de lo que Alberto Cruz llama «concluso cada vez».
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Al comienzo de esta palabras debo dejar establecido mi sorpresa y mi sentirme halagado cuando me propusieron que escribiera algo enmarcado en esta notable y justa celebración dedicada a Alberto Cruz Covarrubias, arquitecto, fundador del Instituto de Arquitectura de la hoy Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, profesor fundamental de la Escuela de Arquitectura de la misma universidad, teórico y creador en esas aulas, participante en la travesía Amereida, que fue núcleo para una forma de vivir, fundador de la Ciudad Abierta en Ritoque, miembro de la fundación que la contiene, premio nacional de arquitectura. Mi sorpresa estuvo provocada en gran parte porque la petición estaba dirigida a alguien que no es del oficio arquitectónico, y mi halago fue motivado por precisamente esa razón. Creo, en todo caso, que otro podría decir con mejor plectro las virtudes de la tarea que me fue propuesta, que consiste en llevar a cabo algunas consideraciones (considerar es también pensar ante el cielo estrellado o el espacio sideral) sobre uno de los escritos de Alberto Cruz, El Acto Arquitectónico. El libro en su conjunto entrevera su gran intensidad con una buscada manera de repetición. Dada la gran originalidad de lo que ahí se va exponiendo, lo anterior ciertamente que suena paradojal. Sin embargo, sabemos que en arte la repetición significa intensificación. Por lo que ella es una manera de intensidad que generosamente se da a la comprensión en ese ritmo entreverado entre lo intenso y su grado de entrega. Por otro lado, el libro se lee en un cierto trasfondo de religiosidad, en el que cada palabra pareciera tender, empujada por un afán generalizado, a una totalidad. Es precisamente la enunciada originalidad del escrito lo que me conduce a intentar dar cuenta de él mediante alguna analogía con lo que conozco. Así, por lo tanto, voy a proceder a darme una idea inteligible de algo que se constituye como lo esencial de la visión que se va percibiendo en sus páginas. Me refiero a ese núcleo central posibilitante que es el de la relación poesía-arquitectura. Es mediante la palabra poética que Alberto quiere dar inicio a su pensar arquitectónico, y
Presentación de «El Acto Arquitectónico» Virgilio Rodríguez S.
Poeta, Director Instituto de Arte PUCV.
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es mediante la arquitectura que se le da cabida a la poesía. Pietas está presente, o en un juego de palabras, dar pie a un comenzar. Para entender la relación de lo poético con el arte arquitectónico acudo entonces a la palabra del poeta Guillaume Apollinaire, cuando en su poema «La Linda Pelirroja» invita a explorar una comarca desconocida desde esa capacidad anticipatoria de lo que existe que tienen en poesía las imágenes. Y dice que hay en esa región «mil fantasmas imponderables», es decir, imágenes aun sin peso, «a los que hay que dar realidad». En esta relación poesía-arquitectura, por tanto, un constituyente material aéreo es invocado a la tierra, cobra lugar de acogida en la realidad, se inserta en una forma de vida. Esa era, por otra parte, también la búsqueda de Rimbaud: la del «lugar y la fórmula». Del lugar da cuenta la arquitectura, de la fórmula la poesía. El Acto Arquitectónico como libro quiere ser acogido por su lector de una manera determinada. De esta forma, inicialmente entrega sus coordenadas al respecto. Leemos entonces: «Este cuaderno se concibe y redacta según dos dimensiones: una, aquella de las ideas, las ideas de estudio (...) el fruto de experiencias llevadas a cabo durante un largo tiempo. La otra dimensión es aquella de la forma, de la forma de estudio y que así también queremos llamarla». Inicialmente el libro es un cuaderno, o tal vez una serie de ellos. En él, o en ellos, se da el estudio en ideas anotadas y en formas que se dibujan. En observaciones y croquis. Está así la mente y la virtud de la mano en un espacio escritural concebido desde la arquitectura. Continúa entonces la explicitación. Leemos: «Cabe referirse al tono general del cuaderno. Dado que él puede desenvolverse, por lo menos, en dos tonos primeros, básicos. Uno, que se demora en su hablar, tanto el escrito como el dibujado, abundando en todo, cual si por un momento le costara disponerse a avanzar. Es que se trata de revivir en alguna medida la experiencia que expone. A ese tono lo llamamos: lírico».
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Continúa diciendo: «El otro tono es el épico –así lo llamamos. Él da por seguro, en cierto grado que los lectores han padecido la experiencia, por eso avanza escuetamente, extendiéndose sólo a lo necesario. Lo necesario en cuanto a la consistencia y la completitud.» Es curiosa esta determinación de los tonos. Uno podría pensar que, contrario sensu, el tono lírico es el que debe dar cuenta de lo más condensado, cifrado, veloz en comparación al tono épico, que sin embargo en este texto parece ser el más condensado, escueto. Recuerdo, sin embargo, que en la épica oral la palabra es veloz, descriptora de acción y sin detención, por cuanto el cantor no puede detenerse en alguna situación que le pueda hacer perder la memoria de lo que está cantando. No obstante, hay que tomar en cuenta que no estamos ante los parámetros de los modos poéticos tradicionales, sino ante una nominación que hace uso peculiar de esos antiguos vocablos. Algo de la carga semántica tradicional de ellos se hace presente, no obstante, en el desarrollo posterior de lo citado, cuando se lee lo siguiente: «Naturalmente el cuaderno viene a ser un ritmo de alternancia entre ambos tonos básicos: el que ambos tienden a des-basarse. Por lo consiguiente: el tono lírico avanza sin mirar, sin leerse hacia atrás; el tono épico mirando, leyendo cada vez hacia atrás. Entonces, el desbasamiento es: que el tono lírico mire hacia atrás y el épico no mire.» Si el primero mira hacia atrás, ello tiene que ver con la resurgencia de la experiencia anotada. Recordemos que el tono épico la da por sentada. Se trataría, así, casi de pensar en la posibilidad de una historia en tono lírico, en tanto lo épico va dando cuenta de lo que se ve sucediendo en la realidad. Escuchemos por un instante el tono lírico, con su cuenta de experiencia: «Así, a la hora del inicio que es de reinicio, cada mañana al despertar, el cuerpo es detenido por el sonido, el segundo canto de un pájaro pues el primero que no oímos, fue para prevenirnos. La hora del comienzo de
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la jornada que detiene a través de nuestros estados de ánimo en que el espacio sonoro y visual se presentan como irreversibles, en que ir de aquí para allá y de allá para aquí son diferentes.» El tono épico podría estar en estos decires: «La observación es modo de ubicarnos en la realidad.» «En la observación el ubicarse cobra cuerpo mediante el dibujo y la escritura.» El Acto Arquitectónico es también un libro de sabiduría. Acudo otra vez a lo conocido para dar cuenta de una espiritualidad que se trasunta de lo escrito. Esa sabiduría y espíritu tiene alguna semejanza con lo que Michel Foucault alude cuando desarrolla la idea de cuidado de sí, o epimeleia heautou, entre los antiguos griegos. Pienso, en el mismo sentido, que la manera en que el oficio arquitectónico se ve descrito desde el arte, la conexión entre la conjunción poesía-arquitectura y el ámbito de lo religioso (lo en ciernes en el texto) lleva a considerar un especial cuidado en la relación con la realidad. Y está presente como desideratum el constante ejercicio de vida, trabajo y estudio. Retomando entonces el anunciado desarrollo de Foucault, diríamos que en tiempos antiguos, cuando surge como tarea el cuidado o inquietud de sí, el sujeto tenía que hacerse capaz de verdad. Para acceder a ella no valía el método, era necesaria una conversión. Esto lo realizaba ya sea mediante el amor (eros) o el ejercicio espiritual (una ascesis). La verdad, por tanto, llegaba a uno y lo iluminaba, mediante el amor, o bien accedía a la persona por medio de un trabajo que realizaba sobre sí misma (ascesis). Esto significaba que un acto de conocimiento no podía conducir a lo verdadero si no se llevaba a cabo previamente una transformación del sujeto mismo. La verdad sólo se depositaba en un alma que ya había experimentado un profundo cambio que lo convertía en otro respecto de quien era originalmente. Concluye Foucault diciendo: «Si se define la espiritualidad como la forma de prácticas que postulan que, tal como es, el sujeto no es capaz de verdad, pero que ésta, tal como es, es capaz de transfi-
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gurarlo y salvarlo, diremos que la edad moderna de las relaciones entre sujeto y verdad comienza el día en que postulamos que, tal como es, el sujeto es capaz de verdad pero que ésta, tal como es, no es capaz de salvarlo.» Respecto de la conclusión de la cita, habría que especificar que El Acto Arquitectónico diferiría en que contempla la gracia («ciernes», es una de las palabras que se usan en el libro para aludir a la dimensión de lo trascendente) en conexión con la verdad. En rigor, la equivalencia a esta manera necesaria para la verdad en la antigüedad la encuentro en el libro en la mostración de otra actitud fundamental para que el acto propio de la poesía y la arquitectura cobre lugar. Esa actitud es la de estar a disposición. Leemos: «Un acto poético. El poeta detiene. Los así detenidos por su voz, instintivamente se concentran a su alrededor equidistanciándose entre ellos; prestos en su estar de pie inmóviles. Es que están disponibles. La voz poética los lleva, en esta ocasión a ser en disponibilidad.» Y continúo intentando encontrar la equivalencia, cuando menos de un tono del espíritu. Cito de El Acto Arquitectónico algo que tomo in media res: «(...) En la doble manifestación de las Erinias: el lenguaje multívoco de la observación y el lenguaje unívoco matemático, abiertos cual compañía por la palabra poética. Con su ir y retornar a la lengua de los mitos; a la griega esta vez. Para advertirnos en un retorno que bien sabemos que se llegan al ciernes, que sin obediencia no hay libertad, una que nos haga libres para recibir el don del amor.» Como aquí se trata de la vida, del trabajo y del estudio, esa unidad poética, es la libertad la que transforma el alma para recibir el don del amor.
Quiero ir dándole conclusión a estas pocas palabras sobre un libro de gran abundancia, y por lo tanto inabordable en estos pocos minutos, poniendo en relación dos citas. La primera que extraigo brevemente dice:
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«El arte de la arquitectura, para serlo, ha de oír a la palabra poética.» La segunda corresponde a un pasaje más extenso: «El acto oye a la poesía. Puede ver al poeta. Que es nuestro caso. Entonces se vive la singularidad de su poesía. Ella es, oída por uno, la palabra que da curso. La palabra del «ha lugar». Que no se va, sino que permanece. Y llama en súplica. Al fondo sin fondo de la condición humana. En una época en que la palabra no rima a la acción, como lo fue en Grecia. Ahora y para siempre la palabra va delante de la acción, salvo que un pueblo de palomas venga a rimarlo.» Me parece que la primera cita y el pasaje reciente constituyen el núcleo principal, o al menos más explícito, de lo que el libro en su transcurrir nos va diciendo. No paso por alto, por demás, la prosapia del oír, desde Heidegger hasta estas páginas. Lo diferente es que en el caso de El Acto Arquitectónico, el fenómeno de la audición es demasiado real en los actos poéticos. No está metaforizado.
Finalmente, y en un homenaje a la arquitectura desde mi propia poesía, algo que desde luego puedo llevar a cabo porque he conocido algo de la perspectiva que ha extendido Alberto Cruz, termino con Tras la lectura de Dante: «Si el perdido entra en la casa de las palabras, en ella el espacio va abriéndose en muchas piezas, las que se continúan mientras las palabras siguen sonando. Ellas van descubriendo más recintos, pues son la fórmula que abre las puertas. Ellas van inventando el espacio, sólida realidad que sólo existe porque lo vamos midiendo. Medir, las palabras, como el Dante, da la dimensión de un espacio que nos ha sido asignado. Y la casa de las palabras va mostrando su cada vez más recintos, salas, vestíbulos, hasta que nos damos cuenta que no estamos dentro de ella, sino en las afueras, en el universo. En la construcción del universo, la arquitectura de la vida humana realiza su tarea más alta. En ese baldío infinito colocamos nuestros dinteles, nuestras piezas,
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nuestro mobiliario, habitamos ese espacio ya hecho a nuestra medida, y se puebla de vecinos con los que hablamos, pasamos de largo, discrepamos, compadecemos, amamos y lloramos. Dante nos muestra un universo asĂ construidoÂť.
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Separata Incluimos aqu铆 algunas escritos ad-hoc que han versado sobre los temas planteados en las ponencias, y que han atravesado toda la reflexi贸n hasta llegar al cumplimiento de esta edici贸n; nos ha parecido significativos puesto que manifiestan las abarturas que tal "acto arquitect贸nico" nos propone.
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Amigo Alfredo Jocelyn-Holt, Historiador (a propósito de tu ponencia La Complejidad de una Obra y su Historia Pendiente, en referencia a la obra de Alberto Cruz Covarrubias): Habiendo leído con detención el texto mencionado en el encabezado, y en favor de que lo dicho no siempre quede en palabras al aire, lo que siempre pasa, con modestia me dirijo a ti para referirme a ciertas inquietudes a que dicho texto me encaminan: Tiendo a simpatizar con todo aquello de la historia, creo te refieres principalmente a la obra de Alberto culminando en la concreción de la Ciudad Abierta y de su estado «arqueológico»; y más aún, al «riesgo que se corra de congelarla como una pura creación plástica, morfológica o estrictamente estética». Hay, reconozco, un gran trabajo por hacer y precisamente en el campo de ese riesgo. No debes ignorar sin embargo, que el riesgo es precisamente la materia prima de aquella obra y en este sentido me da la impresión que tus diagnósticos y proposiciones presentados en la ponencia, se mueven por parámetros equivocados o paralelos respecto al espíritu del objeto que se pretende analizar e influir positivamente; no tocándolo a veces, ni tangencialmente... En este caso, algo así como que respecto a su oficio, a un explorador le reprocharas una eventual carencia de certidumbres o conocimientos previos acerca del territorio que pretendiera explorar o descubrir, o que también le reprocharas su exposición arriesgada y extrema frente a lo desconocido; esto, constituiría por supuesto un error de apreciación en referencia a tal oficio... intentaré explicarme. Recogiendo cada una de tus palabras, frases y acertadas citas y valorando además la intención que les mueve, me da la impresión también, que podrías ser tú quien intentara recoger y correr el riesgo de superar de un modo esencial lo que propones como una eventual carencia. Pero antes, como lector involucrado, solicitaría entrar en ciertos acuerdos previos para que el inicio de cualquier posible tarea histórica al respecto tuviera como partida el espíritu
ENCUENTROS y DESENCUENTROS Carlos Oyarzún P.
Arquitecto.
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original del objeto aludido. Así, primeramente, es necesario advertir que la superación del riesgo mencionado por ti, no podría tener como motivación inicial necesidad alguna de encontrar cobijo o refugio frente a la «vulnerabilidad»... cualquier vulnerabilidad, aún en el plano histórico o de la memoria. Como nunca antes comprendo que la labor o el oficio de un historiador pudiera representar otro riesgo aún mayor que lo aludido por tí como vulnerabilidad; incluyendo lo referido de «una historia como Dios manda». Tal labor, trascendente quizá para la sociedad y la cultura, podría de un modo prolija y profesionalmente acertado intentar salvar para la posteridad, fidedigna y acuciosamente, algo que en este caso por esencia postula el no ser jamás reducido a una tal condición de literatura segura, so pena de desaparecer... Y allí pues, en esa amenaza, reside nuestra incomodidad, quizá una «incomodidad fundacional», pues el modo o método en que nos parece fundarías aquella tarea histórica, o el diagnóstico que le sustentaría, nos trae serias dudas... Nos parece que la amenaza a la que aludes como motivación generadora, aquel riesgo que podría hacer la obra «vulnerable» de entrar o permanecer en la memoria de la comunidad de un modo erróneo, incompleto o incluso tergiversado, ha sido hasta ahora considerado de todas las amenazas, probablemente la menor... Se podría hablar de prolijidad, abarcamiento cabal e incluso de fidelidad al modelo original y puede aun que entusiasme encontrar a alguien interesado desde el «exterior» (como tú te defines), pero cómo recoger la vivencia originaria para que pueda sobrevivir de un modo «originario», en los ojos y oídos de los que vienen tras nosotros... La dificultad, creemos, radicaría no sólo en reconocer lo que es relevante y separarlo de lo anecdótico o lo superfluo, sino además y principalmente, en reconocer en su esencia (u omitirlo) el fundamento mismo del objeto; en este caso, aquello que por definición se aparta o se niega a un congelamiento criogénico o una ortodoxa descripción literaria: esto es, la vivencia poética misma... que no una alusión
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o representación de ella. Tal dificultad residiría también, según entiendo, en que aquella vivencia sea realmente viable de ser llevada descriptiva o analíticamente a esquemas comprensibles por todos, incluyendo a quienes no les interese recoger un entendido tal... Sería por lo tanto necesario reconocer antes, en consenso con el historiador, un ámbito radical de entendimiento común... un suelo común, pero un suelo tal como el que ya ha sido definido y postulado contrario a lo académico y literario… un suelo semejante a: «una suerte de falla geológica donde se pueda encontrar alguien con otro capaz de recoger algo así como el testigo de una carrera de postas... correr la carrera, y finalmente entregarlo al sucesor... si lo hubiera» (palabras aproximadas de G. Iommi). Vale decir, lo opuesto a la academia literaria, en la que todo es entregable «como Dios manda»... quizá un radicalismo éste difícil de distinguir, de aceptar y de sostener, (como aquel del espíritu del explorador), pero fundamento al fin de aquella obra objeto de tu ponencia, a la que no se puede ni se debiera intentar reducir a un «ismo» más, ni siquiera a un «movimiento» artístico reconocible. Otra cita ilustrativa: «Hasta que nuestra propia desnudez (o libertad) no se transforme en traje... o uniforme, porque entonces todo fundamento muere...», son palabras de conversación diaria del otro grande de la travesía de Amereida, Godofredo Iommi, poeta, a quien has soslayado y también amigo muy cercano de Góngora. En tales palabras, las de Godo, hace residencia todo el afán de perduración o memoria suficiente que la empresa se ha propuesto y creo sigue proponiéndose. Por ello, sería éste el desafío o la quizá imposible tarea de un historiador como Dios manda, el poder transportar a «historia», el espíritu vivo (entendido además como inclinación revivible) hacia las generaciones que vienen tras nosotros... y cómo lograr además una historia que en ella haga suya lo frágil, lo vulnerable, lo precario, y lo efímero, además, de la obra. En tal situación, creo, se encuentran las fronteras que expliquen el estado «arqueológico» de la historia acontecida a que aludes. Me temo, lamentándolo también contigo, que tal estado pendiente
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de la historia, (el de sólo una sumatoria de concienzudos estudios, o de constancias valiosas), pueda ser una inevitable condición que ha gravado y gravará siempre lo que permanece vivo; de algo que tiende a evitar, como al demonio, reducirse a academia o a otro de los tantos «ismos» como los que quizá desencantaron a Góngora y lo hicieron definirse a sí mismo como un «escéptico histórico» (en la cita de tu ponencia). Las notables citas, o confesiones, de Góngora, todas, no hacen más que reafirmar reveladoramente lo anteriormente aludido, y espero que hayas reparado en ésa su personal postura del radicalismo a que pretendo aludir; en ellas vemos al hombre que no busca ni una posteridad digna, ni quiere cobijarse en invulnerabilidades memoriales. Tus advertencias respecto a la compleja personalidad de Góngora no hacen más que precisarlo. Debo también reparar, habiendo tú citado tantos y tantos nombres, (entre ellos un tío mío), en la omisión incurrida al referirte sólo a Alberto Cruz como «liderador» de «la obra de ustedes» sin mencionar el «liderazgo» (palabras que nos incomodan en extremo), de Godofredo Iommi. Hay, según nuestra visión, en esa dupla inseparable (de Godo y Alberto) la aparición de un germen creativo aún más profundo, no mencionado en la ponencia, respecto a la precedencia o a la colaboración, postulada como principio originador, entre la palabra poética y el actuar artístico (en este caso el «acto arquitectónico»), lo que está ampliamente tocado en el libro de Alberto y que constituye el eje fundamental de la obra que parecieras querer identificar como unitaria, amplia, original y ambiciosamente interdisciplinaria. Entre tus citas hay también algunas imprecisiones comprensibles que en beneficio de la prolijidad, me permito aclarar: el que la nefasta Reforma Agraria sólo entorpeció y no favoreció la adquisición de nuestros terrenos, debiéndonos acoger a la antigua Ley de Cooperativas para soslayar su oposición tajante a la compra de los mismos... aquella fue toda una batalla exitosa, pero contra la mencionada Reforma Agraria y gracias a la magnífica gestión de un abogado
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muy especial e involucrado en el proyecto. Así también, la Ciudad Abierta no comienza en 1970... le reconocemos sus orígenes más bien en 1967, o después en 1968 con «la bottega», o quizá décadas antes, es irrelevante, etc., etc. Respecto a tu acertado «situar» la obra en el contexto de lo que ocurría históricamente en aquellos años sesenta y setenta, época de fascinantes cambios y efervescencias políticas, es todo correcto e interesante, sin embargo, creo que incurres en un error de fondo al juzgar una cierta ineficiencia para montar un proyecto «colectivista» de ciudadanos en una «ciudad abierta» al hacerlo con una «vulnerable postura «a-política», (cito tus palabras: «cuestiones que evidentemente, a ustedes les importan poco o nada; si no es el caso, por favor corríjanme»)... Yo creo en cambio que, por fundamento, no habría cabido cálculo posible de eficiencia alguna, ni menos aún a considerarse que hubiera existido un intento de «movimiento colectivista» que pretendiera «cambiar el mundo», como al parecer sería tu interpretación de lo que está detrás del cambiar «de» vida y no cambiar «la» vida... (lo cual reconozco, estaba efectivamente a «contrapelo de lo que se planteaba justo en ese momento en el resto del país»; y peor aún para nuestros días). Lo que pensamos en cambio es que sí hubo un proyecto inédito y positivamente político, de «Ciudad Abierta», con ágora, cementerio y espacios públicos, pero proyecto carente de todo propósito sociológico de transformación colectiva alguna, con excepción, eso sí, como un «manifiesto»: para todo quien se sintiera invitado a participar, desde adentro, de un llamado a enfrentarse creativa y contemplativamente con aquello que Godo y Alberto poéticamente llamaron «lo desconocido del oficio» y ello, en la práctica de una peculiar y buscada unidad de «vida, trabajo y estudio». Referencia ésta que resultará, por supuesto, absolutamente incomprensible para quien busque corrientes colectivas o sólo referencias en lo generalizado, lo normal o lo usual, y entiendo que no logres aludirlo en tu análisis... ni acercarte, menos celebrarlo; menos aún si te sitúas, como dices, en la vereda opuesta... para ello pues, es necesario que deje de ser «la obra de ustedes».
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Amigo Jocelyn-Holt, al margen de los cálculos sociológicos, históricos o incluso filosóficos, el mundo se mueve hasta ahora por lo insólito, lo fortuito e incalculable, y tú más que nosotros, como hombre de la historia, serías el indicado para testimoniarlo a gritos. Todos los hechos de final de siglo lo corroboran, no hay futuros proyectables. Si existiere algún cálculo de futuros, o de objetivos estratégicos atribuibles al inicio de la obra «ciudad abierta» sería sólo el de cómo enfrentar, con «inocencia», precisamente el nocálculo; es lo que la hace única y quizá no identificable como reducción a otros «modelos». A diferencia, sin embargo, de lo que expresas respecto a la «a-politicidad» fundacional, entendimos en ese entonces por el contrario nuestra posición como una posición política clara, y de ello somos testimonio, con la fundación y permanencia de la Ciudad Abierta (pero no es del caso hablar de ello ahora); lo que no deberá entenderse como militancia contingente alguna con los moldes políticos de la época. ¿No has pensado alguna vez que lo esencial de la política se sitúe fuera de las contingencias? No imagino siquiera la posibilidad de haber hecho filas junto al gremialismo, o con la izquierda o la derecha... o con el centro, y espero que tú tampoco te refieras a esas alternativas (aunque las mencionas todas); sin embargo, sí admito posible que algunas de aquellas posturas pudieron haberse mostrado más o menos dañinas o inocuas... a lo que con astucia hubo que enfrentarse. En todos los casos sin embargo, incluidas la Unidad Popular o el Régimen Militar, hubo clarísimas muestras de antipatía, incomprensión, oposición y obstáculos hacia el proyecto... En realidad haría falta de un buen relato, y tú podrías colaborar en ello, para precisar, clarificar o desmentir tu sentenciante: «que la obra (la de ustedes), la hacen aparecer en un vacío político y social absoluto». Quizá lo que más puede irritar o desconcertar al espectador «externo» sea la falta de objetivos codificables o referencias reconocibles en modelos prefijados... no obstante, quizá también sea lo que le hace tan fascinante a otros que no buscan o se sitúan tras aquellos resguardos. Es en
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este punto donde vuelve a plantearse la incomodidad o la frustración que experimentamos en el toparnos con los intentos de una «codificación» de la obra mediante referencias que resulten impertinentes al acuerdo esencial o al consentimiento tan especial que le dan origen. Así como con «inocencia» nos instas a comenzar nuestra historia «como Dios manda», nosotros, con la misma inocencia, te invitaríamos a abrir el corazón a la posibilidad de ayudar en esa historia, definiendo primeramente el tipo de historia adecuado que le corresponde... que tendrá que haberlo... y lo principal: en la que pueda hacerse justicia a nuestro «andar andando» (cita gongoriana que le valió el homenaje en el atrio de La Matriz) o al «hacer camino al andar» (otro autor), o a la posibilidad que el espíritu (como inclinación) pueda dar con las verdades y logros de una historia, quizá «como Dios no mande». Recibe esta sincera invitación como manifestación de uno de los pilares de la Ciudad Abierta, (ciudad ésta que se extiende lejos más allá de Ritoque): el de la hospitalidad. Ya no una «obra de ustedes» sino nuestra, todo ello haciendo valer la generosa admiración que expresas hacia el final de tu ponencia. Es un buen desafío, en honor del citado maestro de la Historia (con mayúscula), Góngora, del que con justicia te halagas con haber sido su admirador y amigo... tal vez así pudiéramos encontrarnos, también adecuadamente, en nuestros orígenes americanos, pues al parecer aquel historiador reconoció en el «andar andando» un «rasgo identificatorio»... y aquella consentida búsqueda por los orígenes sí que es «prurito» muy propio de los «históricos»... y nuestra también. Con admiración y respeto.
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Agradezco lo que me pareció y me sigue pareciendo, en general, una buena acogida de mi intervención en octubre pasado en Ritoque. Comprendo, por cierto, que algunas personas se sintieran provocadas (o bien tocadas) por algunos alcances críticos míos, e intentaran, con legítima razón, por tanto, querer rebatirlos o complejizarlos. Es propio de la discusión, del debate y de la conversación, que se generen intercambios de este tipo; sólo así se puede avanzar algo en el análisis. Con todo, aprovecho esta nueva oportunidad que gentilmente se me brinda para despejar algunos puntos específicos. Por de pronto, no creo haber «confesado» en ningún momento ser o considerarme un historiador del arte «derrotado por [la] historia política» como errónea y algo torcidamente se argumenta en uno de los posteos posteriores. Sí, pienso, que la columna vertebral de la disciplina y reflexión histórica en Chile sigue siendo, a la fecha –gústenos o no–, política. De ahí que sospeche que tarde o temprano, a la Ciudad Abierta se la juzgará, contextuará, y analizará conforme a criterios de este tipo, es decir, políticos. Por eso, sigo pensando, también, que no sería una mala idea que ustedes como comunidad se propongan hacer una historia que hace tremenda falta, de lo contrario contaremos con sólo alcances «arqueológicos», «estéticos» o «poéticos». Por cierto, estos alcances son valiosos pero no terminan por «situar» el proyecto de esta comunidad en su tiempo y espacio. Por arraigadas convicciones historicistas (que en mi caso, en parte, me fueron inculcados por Mario Góngora) pienso, además, que esta historia debe ser hecha «desde dentro», no desde fuera, y menos desde la vereda del frente; es decir, gente como yo puede leer crítica y ávidamente una historia hecha por ustedes mismos, pero no le compete participar en su confección. Ahora bien, si quizá me «anticipé» en la anterior ponencia a esa historia que está por hacerse, y señalé por donde podrían ir ciertas inquietudes que habría que responder, es porque estoy convencido que hace falta y dichas inquietudes ya existen, debiendo saberlo ustedes si es que aún no han reparado en ello.
COMENTARIO ACLARATORIO Alfredo Jocelyn-Holt L.
Nota de la Edición: Al sábado siguiente del día de la presentación en la Ciudad Abierta, en la Editorial de La Tercera, 16 de octubre 2010; titulada Desde dentro, hacia Afuera, el autor señala: «Me perdonarán que sea tan personal esta vez, pero el rescate de los mineros coincidió, en mi caso, con dos asuntos totalmente inconexos, pero que me han ayudado a comenzar a entender este extraordinario fenómeno. Mientras se llevaban a cabo las faenas de rescate me encontraba en Ritoque, presentando un nuevo libro, El Acto Arquitectónico, de Alberto Cruz Covarrubias, fundador y motor aún vital de esa original creación colectiva de ya 40 años, la Ciudad Abierta. La reunión tuvo lugar en la Sala de Música, un recinto de madera, simple y acogedor, con un tragaluz al medio parecido a una lámpara china grande. Afuera, el día estaba radiante. Contribuían a la luminosidad ambiente los contenidos del libro y una sala atenta, colmada de colaboradores y discípulos de don Alberto. Se habló de poesía, historia, arquitectura y de cómo se puede abarcar el continente americano entero desde esta costa esquinada, perdida, del mundo: algunas de las inquietudes recurrentes de este nonagenario y lúcido creador. El acto me pareció más de recogimiento y merecida admiración (y eso que
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hubo discusión y críticas), que un típico lanzamiento de libro a que estamos acostumbrados. (...) Me sirvió haber estado en Ritoque y escuchar las piezas musicales la noche anterior. Pude apreciar lo que nos pasa siempre con las obras musicales, arquitectónicas y poéticas, supongo también con las matemáticas, la física y cualquier obra humana contemplativa que producen honda admiración. Las palabras que usamos a diario para explicarnos racionalmente se vuelven torpes, cortas de sentido, impidiéndonos reproducir emociones fuertísimas que llevan simplemente a conmovernos».
Ése, no otro (y menos querer «salirme de madre» «incendiariamente») fue el propósito de mi ponencia. Si, por el contrario, no se entendió así, lo lamento –en una de éstas me expresé mal–, y pido las disculpas correspondientes. Lo que no puedo aceptar, sin embargo, es que se confunda una provocación intelectual hecha en buena leche, con un mero afán de llamar la atención o querer polemizar por polemizar. Que sea, pues, el lector quien tenga la última palabra y juzgue al respecto. Por último, permítaseme una pequeña corrección a la respetuosa carta (que, por supuesto, agradezco) de Carlos Oyarzún Polanco. En su último párrafo, equivocadamente, el señor Oyarzún da a entender que yo me considero «amigo» de Mario Góngora: nunca lo fui. A lo sumo, fui alumno suyo en dos cursos, y aunque leo y releo su obra, y por ello me detengo largamente en ella en mis trabajos, nunca me he considerado siquiera su «discípulo». Reiterando mis agradecimientos por la oportunidad y hospitalidad que se me ha dado, los saluda afectuosamente.
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Sergio Meza C. • 15 de octubre, 2010 a las 4:00 pm •:
También valorizo importantemente el hecho de subir las palabras del historiador invitado. Me parece tal transparencia. Herbert Spencer • 15 de octubre, 2010 a las 5:22 pm •:
Lamento no haber podido estar ese día porque la discusión que se desprende de las charlas es de gran relevancia. Me parece que la interveción de Alfredo Jocelyn-Holt (primer audio) apunta, con gran coherencia, a la necesidad pesante y creciente de definir una visión de mundo o postura política inclusiva e incluyente (desde la poiesis a la praxis) de la escuela y la Ciudad Abierta con respecto a la ciudad, a América y al mundo. Se nos vuelve patente que cada obra posee esa dimensión cifrada en ella. Porque cada obra considera una visión del hombre y del mundo en la cual se inscribe. Dejar ese espacio desierto sin palabra es dejarlo disponible a las lecturas equívocas. No hablar de política es no hacerse cargo del término en cuanto fin / finalidad. La pura apertura, se nos recuerda, es altamente irresponsable. José de Nordenflycht • 15 de octubre, 2010 a las 9:41 am •:
Sin dejar de saludar al libro y a su autor nuevamente, es obvio que la presentación del mismo tuvo en la comparecencia de un historiador un punto de inflexión que no podemos dejar pasar. Con el rigor y talento de polemista que le caracteriza no se podría esperar otra cosa de don Alfredo, sin embargo más allá de todos los detalles sobre los que podríamos ir desbrozando precisiones conceptuales y testimoniales, me temo que en este caso el oficio del historiador debería ir «mas allá» de las provocadoras conexiones analíticas de don Alfredo, ya que no basta con la hiperconectividad oportuna para la constatación de una hipótesis de trabajo que –por lo demás parece de entrada una tesis bastante clausurante– donde todo debe ser centrifugado por la historiografía política.
Comentarios Con posterioridad a la presentación del libro, publicamos en la web de la escuela una breve noticia del acto en la que incluimos los audios de las ponencias; en ese momento no teníamos los escritos de cada uno de los autores y nos pareció propicio que nuestros lectores pudiesen asistir a través del registro del audio de las presentaciones. Lo que se lee aquí corresponden a los comentarios posteriores al fragor de una controversia en línea.
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¿No existe acaso la responsabilidad de una historiografía del arte que pueda dar cuenta en su oficio de las obras desde su sistema de relaciones? ¿No es acaso eso mismo más propiamente político? Es decir, de la «política de obra» en lo propio que le cabe desde su extensión en la esfera pública. Curioso resulta que don Alfredo se declare de entrada un historiador del arte derrotado por historia política –como confiesa de entrada en su «texto-conferencia»– como si esa sola contundencia no haya sido debatida en estos últimos 100 años, donde esa derrota se convierte en victoria, toda vez que los exclusivos análisis formalistas que identificaban el rol y la función de la historia del arte, hoy están acompañados de un sinnúmero de herramientas que han llegado a redefinir el estatuto epistémico de la disciplina. Claramente los historiadores del arte que hoy levantamos este oficio con un mínimo de responsabilidad y exigencia, estamos en otra cosa muy distante de la mera «arqueología». Obviamente en este «más acá» estamos trabajando hace un rato, tal vez desde tan cerca que a ratos casi no se ve. Sergio Meza C. • 15 de octubre, 2010 a las 3:47 pm •:
El historiador que habló, obviamente desde mi particular punto de vista, dijo ignorancias de índole filosófico profundísimas. Jocelyn-Holt es muy político, y por eso le cobra la política hasta a la cazuela de ave que se come. Pedirle al arte que obligatoriamente se haga cargo de la política es un despropósito risible, dada su supuesta formación y alcances intelectuales. Yo creo que a Jocelyn-Holt le encanta salirse de madre por el solo hecho de hacerlo; disfruta con estas cosas, y es capaz de permitirse estos gustos inclusive pagando costos de rigor discursivo. ¿Por qué tiene que hacerse cargo una escuela de arte de lo político especialmente? Mi respuesta es una sola; una escuela donde el arte es
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su principal afán, tiene que hacerse cargo de aquellos aspectos que gatillan su quehacer inaugural, desde sus postulados poéticos, que alcanzan mucho más allá que el tema político, muchísimo más allá. Es casi una obsesión la que tienen las personas invadidas en su pensamiento por lo político que todo le tiene que hacer genuflexiones a su ideas. Yo creo que esto es simple ceguera mezclada con una ignorancia fruto de no darle a cada dedicación de los hombres su lugar libre en el mundo. Sergio Meza C. • 15 de octubre, 2010 a las 4:44 pm •:
José de Nordenflycht fue demasiado gentil en este caso con su colega [entendible]. Yo no me lo he permitido, dado el «numerito» de proporciones que se mandó. Herbert Spencer • 15 de octubre, 2010 a las 5:14 pm •:
Alberto una vez dijo en una entrevista respecto a la postura de la escuela: «Nos parece que la condición humana es poética, vale decir que por ella el hombre vive libremente y sin cesar en la vigilia y coraje de hacer mundo». Entiendo que el debate que se abrió apunta a que, como arquitectura y diseño construyen la polis (entre otros muchos oficios), la condición de «hacer mundo» no ocurre en aislación. Los «haceres de mundo» sufren traslapes y colisiones. La visión de mundo que los ilumina (o la melancolía del modelo) corresponde, entiedo yo, a la declaración explícita del modelo. Esa política me gustaría imaginar que se nos cobra, y no creo que haya un muro entre esas categorías, ni que sean excluyentes. Es más, creo que la consistencia del oficio tiene que ver con el contínuo entre ambas: arte y polis. Sergio Meza C. • 15 de octubre, 2010 a las 11:55 am •:
Herbert, yo creo que al historiador al que aludimos no le da para tanto; el autor al que comenta (Alberto es el autor) le quedó como poncho. Demostró no tener ni las más remota idea de lo que podría ser lo artístico filosóficamente hablando; e históricamente le aplícó
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un tamiz ideológico cerrado, estanco, prejuicioso, etc, etc, etc. Yo creo que está obsesionado por «romper» todo aquello que acomete, pero como un niño en el jardín infantil; que se pasea pateando las torres de cubos de sus compañeros. Un niño hablando de adultos; mala fórmula. Shepard Leonard G. • 15 de octubre, 2010 a las 11:04 am •:
Desde el min. 5:30 del primer audio comienza un análisis certero y lo suficientemente interconectado con ideas interesantes, para considerarlo una de las intervenciones más notables antes hechas del grupo Ciudad Abierta. Rollo Bulger • 15 de octubre, 2010 a las 10:20 pm •:
Sin ser un fan de Jocelyn-Holt, me parece que su exposición expresa muchas de las aprensiones que se hacen desde afuera a la experiencia completa de la escuela de Valparaíso, desde la integración de poesía y arquitectura hasta la construcción misma de una ciudad abierta que no es ni ciudad, ni abierta (y entiendo perfectamente que no aspira a ser ninguna de las dos cosas explícitamente). Me parece que la estrategia de «dispararle al mensajero,» como hace Sergio Meza, es algo más infantil que la que le imputa al conferencista, apareciendo como amurrado por una crítica que no es liviana, ni ignorante, ni prejuiciosa. Podrá no gustarle, pero sería de adultos combatirla con ideas y no con arrebatos del tipo «niño de jardín infantil». Concuerdo con el conferencista en que hace falta aún un relato no comprometido de la escuela de Valparaíso que dé cuenta de su planteamiento, porque hasta ahora lo que hay son palabras vacías y queda aún por demostrar en qué está esa integración entre poesía y arquitectura, que es una linda idea, pero en el peligro de quedar como una idea vacía. Y debiéramos concordar todos, incluso los incondicionales, que ser críptico no ayuda, sino más bien parecie-
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ra demostrar que alguna razón hay para ser críptico e ininteligible si no es estrictamente necesario. Es hora de que la escuela de Valparaíso asuma una adultez y discuta frente a la disciplina aquello en que cree, sin escudarse en el lenguaje del extrañamiento, que sólo esconde todo aquello que, estoy seguro, es tan maravilloso en lo que han hecho. Saludos. Sergio Meza C. • 15 de octubre, 2010 a las 7:07 am •:
Ya opiné lo suficiente. Ahora le toca a los demás, así que no seguiré respondiendo, sin perjuicio de esto, leyendo mis dichos juraría haber argumentado. Debo haberlo soñado. Saludos a todos. Andrés Zagal • 15 de octubre, 2010 a las 10:58 pm •:
Sergio, «la complejidad de una obra y su historia pendiente». Me parece muy bien todo lo que dice el Sr. Holt. Claro, la mención al partir con una expedición historiográfica cuando aparece la mencion a «jesuita», es decir, los lugares comunes... invita a ver. Lo que la Reforma Agraria permitió al disponer de los terrenos, se termina cuando se comienzan a construir «casas» como la que está junto al Palacio del Alba y del Ocaso. Evidentemente allí comenzó otra instancia de ciudad abierta, más cerrada y entregada a los «lugares comunes». Bien por ver nuevamente y decir las ideas o exponerlas. Etxer • 15 de octubre, 2010 a las 6:46 pm •:
Bien o mal. José • 15 de octubre, 2010 a las 10:00 pm •:
Estuve ahí, así como también estuve en el coloquio «Lenguaje, Espacio y Forma», y en otras instancias donde últimamente esto mismo, lo que se discute acá, se nos ha planteado, quiza de una manera no tan incendiaria como Jocelyn-Holt, como una realidad que la
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escuela debe hacerse cargo, algo sobre lo cual debemos pronunciarnos. Ciertamente es algo que no nos preocupa, pues nosotros estamos en la voluntad de construir la épica de la escuela, no la historia. Pero sería un error no escuchar estas voces, o no recibir el mensaje de Alberto cuando nos habla de la apertura que debe tener la escuela en este «instante segundo» Avanzamos sobre eso, como dijo Alberto ese día, y como recalca Etxer, bien o mal Andrés Zagal • 15 de octubre, 2010 a las 10:41 pm •:
«Bien o mal» lo dijo en el lugar que había sido desde donde había salido el primer viaje de Amereida, en Concón, y que ahora es un bar de un hotel con el mismo nombre. El argonauta. De difícil arquitectura de día... marcando el hecho de algo que es una acción, la distancia de cada travesía a Santa Cruz de la Sierra . Mientras Miguel Eyquem dibujaba un yate que dejaba en su inclinación que apareciera el viento.
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Colofón: La presente edición de 500 ejemplares se terminó de imprimir en el mes de mayo, en Litografía Garín en la ciudad de Valparaíso. Se utilizaron las familias tipográficas Minion Pro para los cuerpos de textos, y Din Pro para titulares y elementos gráficos editoriales. La edición estuvo a cargo del Taller de Investigaciones Gráfica de la Escuela de Arquitectura y Diseño de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. .:Tig:. e[ad] Valparaíso, mayo 2012.