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FemĂŠnite
LA PECERA Sofía compró los peces porque vio atrapada su angustia en esos ojos. Detrás del cristal de la pecera, esos globos saltones atrapaban las preguntas que ella acostumbraba hacer al vacío. Sintió la vista acuática recorrer su piel, los párpados caídos, las mejillas tersas, bajar por el cuello hasta entrar por el costillar, golpear el plexo para que la respiración regresara intacta y poder sentirse viva. La noche anterior a la compra aún tenía las marcas de insomnio en la cara por el terror a sentirse presa de un amor enfermizo que ya no compartía. Tenía razón la soledad: era prisionera y los reclamos de su esposo la iban avejentando. Le llenaban la cara de surcos que, por más cremas que utilizara, le arañaban el rostro, volviéndole una anciana treintañera. De aquel amor inaugural que la había enfrentado a sus padres, a los compañeros de escuela, no quedaba más que la sombra de aquel “Es mi decisión” que dijo apretando puños con los ojos fijos en un futuro prometedor. Ahora los peces, que una tarde de domingo compró en un tianguis, le muestran su rostro detenido en las burbujas. Gotas de aire del universo acuático suben a la superficie y revientan liberando el grito fantasmal que Sofía siente necesario. Aquella tarde, que hubo de transcurrir entre gritos y amenazas, fiel a la costumbre de su esposo, Sofía decidió quedarse en el parque del centro de la ciudad para ver corretear las aves tras las migas de arroz, intentar una sonrisa al mirarlas desprender sus plumas mientras levantan un tenue vuelo, huyendo de las manitas de los niños que las alimentan. Esperaba que el hombre con el que vivía se calmara y le hablara al teléfono portátil. Mientras tanto dejaría que el calor la consumiera, ofreciendo el rostro al sol. Era preferible el calor incendiario a ser consumida por la angustia de permanecer en casa. No importa perderlo todo. Ese hogar que han adornado a su capricho, el auto deportivo, el cuerpo delgadísimo producto del gimnasio por las tardes y las clases de baile en el club social. Los múltiples regalos e incluso el trabajo en las mañanas le sirven para huir del aburrimiento. El hastío se enreda cual nauyaca entre sus piernas, apretando el corazón con las escamas del tedio.
Tampoco importó la amenaza de divorcio. Él estaría con ella siempre. Lo había dicho en la iglesia junto a las promesas mutuas. Incluso lloró al ver realizarse el sueño de tener a la niña que siempre había amado. Vivía para recordárselo. Si a eso pudiera llamarse amor. Sofía quizá ya no lo intentaba, no quería hacerlo; no estaba segura si el sentimiento de salir del hogar paterno fue amor por este hombre o arriesgarse a una vida nueva. Cómo llamar a la relación que los mantenía juntos al borde del estallido que los conducía a los golpes. “No eres mi dueño”, solía gritarle a su esposo después de cada pleito. Pedro estaba conforme con lo poco que ella le daba. Aquel hombre de cejas cerradas, dientes apretados y pómulos secos sólo necesitaba saber que él la amaba y eso, ni ella ni nadie podría evitarlo: “Te lo doy todo y nunca dejaré que te vayas”, decía la voz por el teléfono. Sofía se seca las lágrimas al regresar a casa, nuevamente doblegada. Intenta permanecer a salvo detrás de esa muralla de recuerdos con que aquel hombre pone candados a sus salidas. De regreso a casa Sofía anduvo cinco cuadras para llegar al tianguis donde se exponía la venta de animales para mascotas. Miró un conejo. Sostuvo en sus manos a un curie. Se quedó atrapada en el verde plumaje de los loros, y la escandalera de los periquitos australianos le arrancó la risa casi en el olvido. Entre jaulas, ladridos y pelos de gato, escuchó la voz sobre los tímpanos. Su propia voz que había querido mantener encerrada y ahora le hablaba a través de los ojos de los peces dorados, subía con las burbujas de aire estallando como un eco sordo hasta sus tímpanos. Los peces dorados la miraban con sus ojos acuosos, en cuya oscuridad Sofía observó su alma atrapada arañando la superficie. Presa dentro de esos ojos, dentro de la pecera, en su propia casa, en el interior de su cuerpo. A dónde huir, cómo sostenerse si él siempre se encarga de todo. El trabajo se lo había conseguido un amigo de su esposo. Pedro la llevaba y la iba a buscar sin contratiempos. Ni un minuto más en la oficina después de la jornada. Con la pecera en el sitio que le ha escogido, cerca de la ventana del jardín, permanece horas, sentada, mirando el ondular de sus dorados cuerpos. En el fondo de los ojos mira el encuentro con su amante. Las escapadas por las tardes cuando su esposo trabaja. Invitarlo a casa y manchar las sábanas del matrimonio. Aquel amor que pronto se hartó de la indecisión y una madrugada se alejó diciendo: lo tienes todo menos
aventura, eres una niña aburrida sin intención de rescatar su vida. Y después del No te vayas, recuerda la respuesta: Ya vendrá alguien más. Tenía razón. Las imágenes se precipitan entre las burbujas: diversos rostros la hacen gritar en el espejo, pintarlo con labial, romperse las uñas para abrir las puertas del hartazgo. Las persecuciones con que sueña, amenazada: te encontraré donde vayas. Su corazón late apresurado. Le duelen las muñecas, moradas por los apretones, el maquillaje cubre los malos tratos, el labio roto, los lentes oscuros, el disfraz de femme fatal que oculta la violencia doméstica en que sobrevive. Sofía junto a la pecera todo el día, absorta, comiendo yogurt con miel y bebiendo pequeños sorbos de té de jazmín. No piensa más que en la voluntad de sentirse viva, y el sexo no ha sido esa posibilidad. Ha paseado la casa reconstruyendo cada adorno y el momento de adquirirlo, cada historia con esos hombres que horadaron su cuerpo para rescatarla y que sólo consiguieron enterrarla más en su mutismo, en su miseria. Empaca sus cosas en un maletín de cuero y regresa junto a la pecera. Mira los peces ir y venir en el encierro del cristal. Su esposo llegará en cualquier momento, con su cara de felicidad por verla sobre la cama, doblegada. Durmiendo o llorosa con el insomnio de siempre. Ya no será así. Baja de nuevo, corta una fruta y se queda mirando los peces dorados. No quiere huir a escondidas, quiere verlo de frente y decirle adiós. Ha apagado las luces de la casa para no mirar el cadáver de la tristeza que se derrama por la escalera. La puerta pronto dejará caer los cerrojos que anunciarán su llegada. Su partida. Quita el oxígeno a la pecera y derrama en el agua dos puñados de sal. Espera mientras recorre cada espacio de lo que pudo ser su hogar, pasa los dedos por las paredes, sale al patio, mira las cerradas ventanas de su dormitorio, va hacia la cocina, abre los cajones, la alacena, se detiene frente al refrigerador y lo desconecta. El tiempo camina lentísimo y Sofía busca evitar los espejos de la sala. Regresa junto a la pecera. Mira como la respiración de los peces empieza a atragantarse. Engulle la pulpa de la fruta. Se queda fija en la mirada de los peces y ve extinguirse la luz de esos discos jugosos donde se petrifican los colores y se abandonan los brillos. Para Sofía el pasado ha muerto con los peces. Pronto la puerta se abrirá.
Allá va. Es él, ha llegado. Gira el picaporte. Sofía se levanta con decisión. El maletín de cuero en la mano. Su futuro relumbra en el cuchillo que ha quedado entre las cáscaras y el bagazo de la fruta, ahí, sobre la mesa.
LUMINISCENTE JANDRA Este dedito se fue al mercado.., quería comprar carnita, y preguntó aquí, aquí, aquí, y decían que No, que no le decían, y preguntó ¿aquí?, ¿aquí?, No, decían otra vez, y solamente aquí… pinchaba con el dedo índice sus costillas. El juego siempre era igual, la niña acababa riendo una y otra vez, risa que risa la sirenita, risa que risa la madrugada. ¿Está lista la niña? Está lista y preciosa. Ve mi amor, ve con abuela. La hija de Jandra gira con la punta de los pies, levantando los talones, y el vestidito rojo se extiende con el impulso, luego corre hacia dentro de la casa. Jandra tiene que enfrentarse al monótono día gris del sinsabor costurado en las cobijas nupciales que no pudieron ser; en ese desgastado anuncio de ser mujer y ser entera, reconocerse amplia para sus propios ideales. Su piel, sus brazos, sus dedos y ojos llenos aún con esa pelusa lustrosa que queda después del abandono, de la huída, después de las carreras y la sobrevivencia: tuvo que escapar. Este dedito se fue al mercado... Todo era idéntico al planear los fines de semana. La niña, vestidita y dibujada, se iba con la abuela de Jandra a pasear, y Jandra a la piscina de la casa, a consumir los días en el agua que todo lo diluye, las lágrimas, las penas, las vengancitas de la carne, ¡a qué vivir enojada!, ¡a qué continuar con la rutina de ensimismarse! Sus 22 años apenas en puerta, y una vejez interior le arruga, una a otra, las glorias y los claroscuros del recuerdo que a ratos muerden. Un moretón acá, un pellizco al otro lado, y sube sube sube la magia del raciocinio con sus alas de diamantina: sobreviré.., sobreviví y viviremos en paz. Cierra los ojos, harta: Déjame dragoncito, déjame tranquila. Tiene vieja la mente. Nada media hora diaria para mantener la juventud del cuerpo, pero los fines de semana que se queda sola, nada y nada, y descansa remojada en la piscina, hasta que la piel se le vuelve como el de una salamandra que habita los helechos de este melodrama que no para de consumirla. Hace tres años que los días pasan a tiempo, precisos. Jandra se despierta siempre a las 5 de la mañana, enciende un churro, aspira y retiene largamente, hasta que la claridad se le mezcla en los ojos. La vida de refugiada quizá sí es conveniente. Al menos ha dejado atrás los ácidos y los aceites, pero uno no puede arrancarse los vicios de un día para otro; además, falta que quiera; y ella sostiene en cada dedo el orgullo canábico de
las libertades, rasposas y de aromas dulzones, que la mantienen en la tranquilidad de sentirse poderosa, ilusionada en este espacio de felicidad que nunca la apura y la mantiene cuerda. Érase una vez un hogar desparramado y tres niñas olvidadas en las habitaciones; No, érase una vez una chica montada en caballito de madera –los padres discutiendo-, que venía de viaje a consolarla por la infancia en que había crecido, la infancia de cada quien y cada cual su propia infancia, ¿acaso otros tienen mejor niñez si se admiten igual de débiles e inocentes?; el fantasma de sus primeros años llega con los cirqueros, de trapecista, resbalando en el circo familiar que le tocó vivir. Repasando las noches brumosas, las noches en que no pudo huir, sin desinterés ni culpas descaradas, sin decir así crecí, sino con la claridad de saberse el resultado de sus propias decisiones, lo que ella ha querido ser para ella misma, sin ataduras. No es bueno culpar a los demás de nuestros propios actos; jala y sostiene el humo en la boca, en la garganta. Va dejando salir el humo de a poco, expulsando igual las tristezas, se mira en traje de baño y se admite hermosa. No intenta probar el agua de la piscina, brinca hacia dentro de ella. La mariguana del amanecer siempre le aclara la mente, le impide revolverse en las disculpas, lo sabe, y se aferra: los libertarios que somos, que siempre fuimos, ¿y qué?, es delicioso volar a cada hora, en cada día, todas las mañanas: mami tienes rojitos los ojos, mami despierta tengo hambre, mami esa ropa ya no me queda, mami me lastimas al peinarme, ni siquiera me miras: ve con tu abuela amor, dame un beso y vete con tu abuela. Los días oscuros de Jandra se abrieron de golpe. Todo empezó la tarde soleada de fin de curso. Terminada la preparatoria, el encerrón del festejo había sido desde el mediodía. Cristóbal no la dejaba ni un minuto salirse del viaje porque eran muchos los planetas a recorrer y el tiempo estaba delicioso. Quédate. No puedo y no insistas. Vive conmigo entonces. No lo dices en serio. Lo digo tan en serio, como que esta noche mataremos dragones, atraparemos brujas, encerraremos a los cuervos, juntos, y ni siquiera los fantasmas querrán perdérselo. Va, entonces préstame el teléfono, -la chica marcó los varios números requeridos- ¿Y dónde viviremos? Si no te late acá, el Mau se va pa’l Canadá y me dejará su cueva al menos dos años. Sirve que conseguimos luego algo mejor. Entonces a matar dragones y construir la leyenda, ¿va?, remató la chica, tapando el auricular del teléfono. ¡A construirla! Esa es mi bruja violeta, mi violenta bruja cazadora de unicornios, esa es mi bruja encandilada.
Y Jandra llamó a casa de su madre: No volveré, dijo pretenciosa, y se alejó el auricular de la oreja. -Pero qué dices pedazo de idiota. –dijo una voz femenina sumida en el hartazgo; maldita hija desconsiderada, maldito vientre descompuesto, maldita cesárea de siempre, maldita hija de 18 años irrecuperables. -No volveré a casa, viviré con mi novio. Y las luces les fueron trepando por la piel, el humo, la luz, el humo. Cogieron como dios manda, y se amaron largamente, embelesados en el viaje, en las hormonas, en el sentido de libertad que se enredaba entre sus cuerpos. -¿Qué día es hoy? -No tengo la más puta idea. Quieres que te prepare otro. -¿No tienes hambre? - Hace rato creo que tuve, pero la verdad… No sé cuánto hace que no pienso claramente, no sé ni donde estamos. - Como un mes que andamos trepados en la escoba. - Un mes sin dejar de lamerte. - Por eso no tienes hambre. - Me la estás parando… ¿Nos queda coca? - Nos queda. - Ármate unas líneas, mientras troncho unos churros. No tiene caso descansar... Tienes que clorar la piscina, Jandra, y nada de meter pendejos a la casa, demasiado tengo contigo. –la abuela se violentaba siempre. Jandra solo respiraba tranquila, ¡a qué discutir!, mantenía la sonrisa del cinismo tatuado en la cara, qué otra cosa quedaba que el insulto, si la sobrevivencia era una cosa y vivir de arrimada otra muy distinta- la niña va a estar bien conmigo. Cuídate. Trata de andar tranquila y no te metas más mota, por favor,
duerme, descansa. Te dejo dinero para que te compres comida. No te lo vayas a gastar en... bueno, sé un poco responsable con tu vida, ¿quieres? - ¿No tienes que irte ya?, -remataba Jandra. Los besos mojados a la hija, y los cariñitos infernales que se iban alejando. Nunca podría controlar el devenir de los días, ni el marcaje que existe dentro de todos los destinos. Jandra tragaba aire y sumergía la cabeza en la piscina: -Conseguí que me dieran un poco más. Pero tenemos que venderlo. No podemos quemarlo… - Tengo frío… - Si lo hacemos y no lo vendemos, vamos a aparecer en pelotas y sin cabeza en alguna calle del sur de la ciudad, o en alguna cajuela. - Yo me quedo con tu cabeza, la guardaré en una pecera. - Cásate conmigo. – Cristóbal la consentía. Y la felicidad estaba en esas cuatro paredes en que permanecían, en el colchón, el sucio baño, los brazos entrelazados, la venta de uno a otro lado de la ciudad. Para el descanso siempre estaban sus cuerpos adelgazados, la falta de higiene, o el agua fría que lo cortaba todo, o se filtraba en el intento. ¿Son esos tus excrementos? - Estoy embarazada. –Cristóbal abrió los ojos. El golpe de sangre le ayudó a ordenar sus pensamientos. Desde el sitio donde estaba recostado, levantó los brazos: - Soy el rey, el dios eterno de tu carne. Y he acá a mi principito. –le acariciaba a Jandra el vientre plano. Jandra respira lento mientras atraviesa la piscina como si atravesara de nuevo el tiempo. Una mueca aparenta el recuerdo de ese pequeño lapso de felicidad que le tocó vivir, y una y otra y otra vez trata de encontrar, mientras bracea, esos pedazos de alegría para rescatarlos y hacerlos suyos, suyos y de nadie más. No todo puede pasar en lágrimas y enojos. Aquello de En el principio pasó tan rápido, algún monstruo volteó aprisa las hojas de su historia. Sumergiendo la cabeza, Jandra espera que el agua le corra las lágrimas, y el sol arranque algo de la humedad de su cuerpo envejecido. Nada hacia el otro lado braceando con rapidez, en medio de la piscina se detiene. Flota boca
arriba en el agua mansa como una barca a la deriva. El sol pica cada gota que dibuja estelas en su piel. -La felicidad debe ser esto, -dijo Cristóbal aquella noche mientras la abrazaba. Desde entonces pega la oreja en el vientre de su mujer, esperando. - Lo es. - A mi hijo le enseñaré a no dejarse derrotar jamás, le enseñaré las libertades. Míranos, somos felices y libres, hacemos lo que queremos y sin rendirle cuentas a nadie. - Hay que parar de vez en cuando, me crece la panza. - La panza, sí, parece que te tragaste un planeta. –y de nuevo pegaba la oreja, azul oreja de caracol sobre el vientre de Jandra- Es mi universo este bebé. Esto deben sentir los dioses. - Ahora soy como la vía láctea, -había dicho Jandra apretándose los senos. - Soy tu dios, dame de beber. - He acá al hijo de dios… -ella acariciaba al niño que llevaba en sus adentros. - Échate una línea, Jandra, hay que morderle la cola a los dragones, y que no se levanten. Ven mi cazadora, a trepar la cima. - Ora no quiero, bebé. Quiero que el niño nazca bien. Tengo miedo que le pase algo. - ¿Y crees que yo quiero hacerle daño? - No tú, bebé, no tú, pero quien sabe si… - Esos son mitos televisivos… Hace más daño el alcohol y la coca cola. - El bebé puede sufrir daños, lo leí, estoy segura. - Ahora crees en supercherías, pensé que esto era la felicidad… para los dos. Cristóbal perdía los estribos - Lo es. Te juro que lo es.
- Entonces no me dejes solo. Métete una línea. –la jaló del cuello hacia el espejo que estaba en la mesita de centro. - Sólo un poco, para relajarme. Tu hijo no me deja de joder todo el día. - ¿Qué fue eso? –Jandra inhaló un poco y tiró el resto de la línea pensando que Cristóbal no se daría cuenta. - ¿Te burlas de mi? - ¿Qué cosa?, -dijo Jandra sonriendo, y pasándose el antebrazo en la punta de la nariz. - Botaste la línea… ¿te estás burlando? - No, cómo crees. - Puta madre, Jandra. ¿Me vas a abandonar ahora? ¿a mí, que siempre te he cuidado? ¿Ahora resulta que solo tú te preocupas por el bebé? –y con las dos manos la tomó del rostro, y con un movimiento rápido la atenazó del cabello, jalándoselo hacia atrás, porque Jandra quiso soltarse y manoteaba. Sometida, fue arrodillándose con lentitud, implorando. - Siempre he estado para ti. –remató Cristóbal, con los ojos inundados. - No es eso, no es eso. Suéltame, me lastimas. - ¿Te lastimo?, ora me acusas de que te lastimo. ¿No te invité a vivir conmigo? ¿No te doy lo que necesitas? - Tú qué sabes lo que necesito, ni siquiera comemos. - ¿Te estás quejando? - Sólo vivimos drogándonos. –y Cristóbal le dio un puñetazo en la nariz, rompiéndosela, haciéndola caer de espaldas. - ¡Me has roto la nariz! –gritó la chica desde el suelo, llevándose las manos al borbotón de sangre, intentando contener el dolor y las lágrimas.
- No quise lastimarte, perdóname pequeña, perdóname. –se arrodilló junto a ella, intentando ver el daño. - No quiero que me toques. Vas a lastimar al niño. - Cómo crees que lo voy a lastimar, nunca le haría daño ni a él ni a ti. - ¡Me has roto la nariz, pendejo! - Párate sola entonces. –y la empujó de nuevo. - Qué tal si lastimas al niño. - Deja lo del niño en paz, ¿quieres?, te dije que no fue mi intención, me sacas de quicio con esas tus mamadas moralinas: ¿qué tal si nace mal, qué tal si… valga madre cualquier cosa? - Llévame al doctor. –Jandra seguía en el suelo, inclinando la cabeza hacia atrás, intentando controlar la hemorragia. - Has cambiado con eso del bebé, estás insoportable. –Jandra se quedó paralizada. Cristóbal caminaba a su alrededor, se pasaba las manos entre los cabellos, cerraba el puño de la mano izquierda y mientras agitaba los brazos, golpeaba el puño cerrado contra la palma abierta de la otra mano. - ¿Me acusas porque tengo que comer bien y cuidar al bebé? Tengo seis meses de embarazo y jamás me he quejado de nada. Tengo miedo que le pase algo al niño. - Dale con esa pendejada, pareces campaña del gobierno, eres una hipócrita. - ¡No nos alimentamos bien, entiéndelo! Es nuestro hijo; porque te quiero lo estoy protegiendo. Eres un imbécil. Cristóbal se arrodilló frente a ella, la tomó de la nuca con ambas manos y comenzó a sacudirle la cabeza, luego le dio un golpe con el puño cerrado en el vientre. Jandra se dobló por el dolor, pero Cristóbal se levantó y comenzó a patearla en el abdomen, los muslos, la cabeza.
Jandra patalea con lentitud en la piscina. Abre y cierra los ojos, y el efecto de la luz del sol en sus pupilas la tranquiliza. Los risueños ojos de su hija le acarician el recuerdo, (este dedito se fue al mercado), los dedos incompletos y malformados en las manitas de su hija ya no importan con tal de mirarla sonreír. La vida de refugiada quizá sí es conveniente. Piensa que algún día podrá reconciliarse con su madre. A pesar de los regaños, le agradece a la abuela que le permita vivir con ella. Hace el cálculo de cuánta yerba le queda para el fin de semana que se quedará sola. Todos los sábados, su abuela lleva a la niña a ver a la mamá de Jandra. Se ha prometido que del dinero que le dejó la abuela no gastará ni un centavo en droga, pero… no puede con tanta soledad.
ÚLTIMA JUGADA Fue el temblor de manos cuando le levantaban la blusa. Ella intentando complacer a mamá aceptando la compañía de un hombre hundido en la mediocridad, y el tipo con las erecciones después de cada roce que la joven le hace en el brazo. ¿Cómo se ha divertido con él? Pero el sudor de macho y su pestilente aliento le obligan a apretar las piernas y rechazarlo con un mohín de asco. - Ricardo ha respondido como dijiste. Es la repetición de algún síndrome. - Tú insististe en probar. - Me has enseñado a dudar de todo ¿y ahora quieres que crea siempre en lo que dices? Ricardo olfatea el aire, percibe el olor de sus axilas, y se da cuenta del charco bajo sus rodillas. Mira la mujer bajo su cuerpo, hecha un ovillo, rechazándolo. - ¿Te has orinado? –le pregunta. Paula ríe sin mirarlo. La madre de la chica mira la escena desde la puerta. Ve a Ricardo levantarse y gruñir, y se tapa la boca con la mano derecha conteniendo la risa. Paula y ríe a carcajadas, golpeando el colchón con la palma de ambas manos. Su madre aprueba; siempre aprueba con el movimiento de cabeza de quien todo lo sabe. ¿Acaso Ricardo creyó que tendría que soportar estar a la defensiva, que así se enamora a una mujer inteligente? - Hace seis meses que salimos. –discutía Ricardo momentos antes, con el miembro rígido y sin querer detenerse. Paula apenas le contenía las manos, apartándolo.– Seis meses y aún no permites que suceda. ¿Qué pasa contigo? - Si no te llena lo que ofrezco, vete. No estoy hecha para el sexo y los amoríos acabó diciendo Paula. Ricardo se levantó y salió azotando la puerta. Este mismo Ricardo, con las rodillas embarradas de orina, pasa por la puerta empujando con su hombro a la madre de Paula, que intenta hacerse un lado sin quitar la sonrisa de los labios. -¡Las dos están locas!
Annie y sus costumbres de espiarla. No podía evitar seguir a Paula en cada uno de sus movimientos. En el fondo, una especie de calor se acumulaba en el pecho cada que Ricardo venía a la casa. Sabía que el tipo no era del agrado de Paula, pero su amiga tenía que ceder por los caprichos de su madre. Annie no podía evitar las ganas de defenderla. No podía impedirse el gusto que le provocaba estar junto a Paula en la cama, buscándola en la escuela, intentando ser más simpática, mejor arreglada, solicitada por los hombres, tratando de convencerse de que su cuerpo o su rostro eran mucho más atractivos que los de su amiga. La derivación de sus celos permanecía atenuada por la forma de vestirse provocativa, coqueteando con ese Ricardo, tan ansioso de penetrar en algo, en alguna mente para sus músculos, en algún caño donde pueda jugar a ser domador y victimario. A Paula no le interesa el juego de las vanidades. Para Annie encandilar a los hombres es reconocerse plena. Annie se pasea por los patios y corredores del colegio segura de su caminar de lince. Ricardo la ve a momentos y ella logra sentir esa mirada escalando pantorrillas y llegar hasta la nuca. Hay mucho de hoguera en este cuerpo, mucho de asedio en esa mirada abrasiva. Es una provocación insana de parte de Annie. Paula está segura que lo hace por molestar. Pero Annie no puede remediarlo. Han sido muchos meses sin dejar de verla y competir. Quizá fueron los besos de Paula, quizá el calor de los senos de ambas bajo las colchas, o la forma en que Paula le talla la espalda en la regadera. - ¿Por qué tienes que verlo? - Tengo y punto. No te metas. Al final, la noche siempre será de nosotras. - Es tan poca cosa. De esos que sólo buscan penetrar una mujer y listo. - Así es Ricardo. - ¿Y? - Jamás lo hará conmigo. No te preocupes. - Es que te dejas besar tanto.
- No podrá hacérmelo. No pasará, no me hagas repetirlo y repetirlo. -Paula mantenía el control y se apartaba de los sentimientos. Para la pasión Annie tuvo que conformarse con Rebeca, esa hembra poderosa que Paula era en los momentos de perderse en el espejo. Cuando Paula no podía controlarse aparecía Rebeca; Annie le tenía miedo pero la deseaba con un ardor de espina enterrada. Ante esa doble hembra no podía luchar ni resistirse, estaba dominada, condenada a seguir en esta casa como un náufrago en pleno océano. Sólo le quedaba descubrir con cuál de las dos mujeres que habitaban el mismo cuerpo se encontraba a cada instante, si con Paula la mujer de hielo, obsesionada, o por la mujer de los espejos que era Rebeca. Annie se duele el vientre, se lastima la quijada por desearla, por defenderse de esas manos delgadísimas que la escarban como un cuervo lo hace con las tumbas. Vidrio irreal, a eso sabe Paula, a beso y ambrosía de redescubrirse sanas y pequeñitas, cada una para su espera, como dos niñas límpidas en un cerrazón de mañanas que ya no pueden desprenderse del cuello. Hay un mucho de vampírico en hacerse irresistible. Annie la busca y Paula la ha encontrado en su cabellera. Era Ricardo un mono desnudo de razonamientos, para qué competir por él. Ofrecer sin entregarse, y ver qué ocurre. Nada de celos, no los merece, mucho menos de tu parte, dulzura, no llores ni me saques de quicio, decía Paula mientras le besaba los párpados. Ellas se han pertenecido desde la era del fuego, desde las calderas del aquelarre donde descolgaron el péndulo para sitiarse hogueras una en la otra; alas y alas que no dejan de agitarse. Así es la cordura de las hembras que ya no desfallecen, fálicas y absolutas en el reconocerse intactas y voluntariosas. Annie la buscaba, Paula se ha dejado encontrar. Y en medio de ambas, la madre de Paula como un Dios. - Cómo puedes despreciar a Ricardo con lo hermoso que es. Qué tonta. - Si te gusta, tómalo. – a Paula no le agradaba que su madre se fijara en Ricardo. No lo quería, pero constituía una pertenencia que le hubiera gustado que fuera sólo para ella. Una tiene derecho al egoísmo con sus presas. Eso que son los hombres sin saberlo, trofeos, una tarjeta de crédito, quien las lleva y trae de todos lados. Alguien para pagarse los caprichos. Ya era demasiado saber que Annie se vestía provocativa para su novio, como para que su madre saliera ahora con esto de los reclamitos. Mucho menos su madre quien siempre saltaba de un hombre a otro.
Paula intuye sus desdoblamientos, conoce de sus arrebatos de doncella bipolar cuando se maquilla: un poco de rubor por este lado, los párpados y el negro, o ¿acaso el blanco es una imposición? Y en el espejo observa la similitud con Annie o con Rebeca, el maquillaje, como un grillete, del que quiere soltarse. - No me descubrirás las arrugas, aunque te quedes mirando. –dice Annie sonriendo. - Quisiera saber cuándo estás alegre, cuándo lloras. - No más juegos Paula, por favor, toma mi mano y dime que soy preciosa. – Annie se para sobre el taburete, con las manos en las caderas, como un Peter Pan alucinante, lleva una bata de seda blanca, abierta y colgando de los hombros, que baja hasta sus pantorrillas. - Brillas de tan oscura. - ¿Y ahora? – deja caer la bata. - Me agradas desnuda. - Me encanta que pueda gustarte. - ¿Es a mí a quien quieres gustar? –pregunta Paula mientras recorre con su dedo índice la espalda de la mujer, tomándola de los cabellos y jalando su cabeza hacia atrás. – ¿Saldrás hoy? - Iremos a bailar –coge la mano de Paula, intentando soltarse. - Bailar y bailar. - No vienes porque no quieres. –Annie desciende del taburete- Somos jóvenes y la piel empieza a aburrirse. Cuando te des cuenta ya nada será lo mismo. - Eso dices. – Paula sale del cuarto y deja a Annie sentada frente al tocador. Prefiere meterse al baño y no mirar cuando se vaya. Su amiga hace un último intento acercándose a la puerta del baño. Se detiene a escuchar. Sólo el agua de la regadera. - No tardaré.
- Que te diviertas. – dice Paula, y Annie da media vuelta y sale de la casa. Noche de juerga, insomnio, llantitos en la madrugada, un coche se detiene, pequeñas voces de despedida, se abre la puerta y los cuentos de siempre: fuimos a tal lado, la música estaba padre, no se por qué no vienes, estás haciendo de Ricardo un perfecto idiota. Eso era Annie, un lugar común que siempre la sitiaba. Paula sabe que no quiere recrearse en otros ojos que no sean los propios. No necesita actos del amor y esas derivaciones que todas corren a buscar al final de un carnaval, cuando se han entretenido en la monotonía de la salsa, el reggae o la cumbia que los vuelve ajenos a la idiosincrasia. Está harta. Necesita olvidarse de la voz de esas mujeres: su madre, Annie y hasta Rebeca. Annie y su lengua que todo lo escarba, la vagina, las axilas y la comisura de la boca. Eres tan necesaria, piensa, y yo tan delgadita y aterrada. - Un vampiro con ropaje negro y las hormonas en el horno, eso eres -decía Annie para molestar, pero Paula no mostraba signos de prestar atención.– Te piensas que soy tonta, pero me divierto. Los hombres disfrutan verme. Sí, soy la más tonta. –el maquillaje se corre con la lágrima - ¡pero la más bella! - Tú lo has dicho -responde Paula recostada y alzando las piernas, la mirada en el techo.– Lo enojoso es que me confundan contigo. Sé bella Annie, sé la más hermosa, pero te pido que no se me acerquen. Su madre cree que la única cuerda de la familia es ella. Se lo dijo mientras le arrancaba la ropa. Estás en edad, déjate de estupideces y trata que no quede huella de los hombres que te he regalado. Paula aún era niña, y su madre quería derribarla. Para sobrevivir tenían que estar juntas, luchar juntas, así que nada de mojigateces: Tienes que actuar, no todo es observar desde el armario o detrás de las cortinas. - Madre te lo pido, no me obligues. – y el silencio aleteaba por las ventanas de la casa. Tres mujeres viviendo juntas y los hombres esperando por un beso. Desde ese día apareció Rebeca. Y Rebeca es la única verdad que Paula se ha impuesto, el sobrenombre de no recuperarse. Creo que tengo doble personalidad, y parece ser una silueta buscándose la delgadez en el espejo. Su piel seca, su cuerpo de cadáver y tanta cafeína. Esa capacidad de mostrar los ruidos blancos de las ideas, la
aptitud natural para el estudio que, como su madre, las compañeras del colegio no logran ver. El orden y la limpieza por los rincones, y su falta de sueño; su aroma sin el remolino de los perfumes artificiales. Todo lo tiene Paula cuando sale transformada en otra, sin saberlo ni recordarlo, hacia las discotecas en esa cacería de siempre, cacerías que Rebeca vive contándole en el espejo. Para la caza, poca ropa. Para la casa y la vida solo Paula. Su madre la interroga cuando la descubre en un sex shop comprándose ropa e instrumentos sexuales: -No me gusta que te vayas a escondidas. -¿Quieres que te invite a mis recuerdos? - Deja de juzgarme. La vida que te he dado, y el ejemplo, son para hacerte vivir como estás acostumbrada. No para que andes regalándote, dios sabe donde. Y lo dices tú que no puedes controlar la hormona, piensa Rebeca de su madre, con el rencor al borde de los dientes, Que no has sabido protegerme de tu lujuria. ¡Ustedes no serán quienes logren apartarme!, -grita Rebeca hacia el rostro de Paula en el espejo. -Y si quiero salir y no volver hasta la mañana, o arrancarme la ropa en las azoteas, lo haré. Paula continúa guardándolo todo, como si lo hiciera debajo del colchón en que se mueve ufana, solitaria, mirando sus piernas que tocan el techo. Ahora todo es un crujir de huesos: mírame Rebequita, mírame sangrar ajena a todas esas costumbres que mi madre nos impone. - Mi madre ha sido la más acomplejada. Ahora lo entiendo. De niña le guardé rencor. Siempre supo que Ricardo no podría con el respeto a sus ideas. Había azotado la puerta al salir, esperando que lo detuvieran. Paula no lo hizo, pero su madre lo llamó al día siguiente. El deseo cumplió lo que Paula suponía. Tendrán sexo, es seguro. - Las mujeres maduras compiten con sus hijas. Tu madre intentará todo para no sentirse vieja. – le escupió Annie mientras le lavaba el cabello. Annie le ayudó a recuperar aquel bloqueo. La infancia antes que el padre las abandonara.
- Me veo caminando por el pasillo hacia el cuarto, con el sigilo de siempre, para avisar que quería irme a casa; mi madre quiso que la acompañara a cobrar el dinero que le debían, ir al taller mecánico del hombre que ahora sí le pagaría los encargos. Y fue cuando la descubrí cogiendo con el mecánico que se decía amigo de papá. Ella se me quedó
mirando
sin
dejar
de
gemir,
yo
estaba
paralizada,
perdí
el
habla
momentáneamente, y mi madre sonreía mientras le apretaba las nalgas al tipo y le daba mordiscos en la oreja. Luego fueron los regalos y la solicitud de silencio, acumular los secretos que entre madre e hija deben guardarse. Pero a Paula sólo le importaba que la dejaran en paz. Una tarde que no paraban de fastidiarla le contó a su padre. - Mamá no me ha perdonado. Papá huyó de nosotras, y supe que su matrimonio era algo que mal llamaban amor o tradición impuesta. Annie le seca el cabello con una toalla blanca. Paula se abraza a sus piernas, dócil y tierna. Y así se descubren de nuevo: Annie dejaba al novio en la sala y subía al cuarto de Paula para entretenerse con su piel. Y cuando descubrió a Rebeca dentro de ese mismo cuerpo, no pudo evitar fundirse con ellas para siempre. Los novios de Annie fueron apartándose. Paula le consumía todo el tiempo, Rebeca la enardecía. Y sin haberlo planeado, un día Annie despertó en casa de Paula, y decidieron que podría quedarse. - La vida, juntas, será divertida. - Alguna vez tendrás que irte. - Cuando muera. - Es una opción interesante, pero, -Paula hizo una pausa y sonrío divertida- cuando mueras seré yo la que se marche. Paula tuvo la certeza cuando miró la luz que se apagaba en el cuarto de su madre. Como una chispa algo comenzó a incendiarse en su interior. Annie junto a ella, sobre ella, dentro de sus piernas, con las manos agitadas, mordiéndole la nuca. Habían escuchado las escaleras, las risas y que cerraban la puerta de la habitación contigua. - ¿Quién eres ahora? – se detuvo Annie al ver esa chispa creciéndole en los ojos.
- Soy Rebeca carajo, para dominarte siempre seré Rebeca, - y la tumbó en el colchón. Se sentó sobre su vientre, apretándole el cuello con ambas manos -mírame de frente, puta, que ellos llegaron para hacerse cariñitos.– con sus rodillas detenía los intentos de Annie por moverse, manteniéndola con la espalda en el colchón, y atrapando sus muñecas. - Déjala que se divierta. ¿Acaso te importa ese hombre? –apenas pudo decir Annie. - ¿No lo entiendes? No hay paz en esta casa, si tú no me limpias los recuerdos. Sabes cómo me ha tratado, me ha vendido desde chica. - Ella te ha mantenido… -y ya enojada Annie le ordenó- Muévete, vamos, quítate de encima. –peleaba por soltarse. - Para tener a su puta y asegurarse la vejez. Yo no seré de Ricardo ni de nadie. Ella no puede tolerar que yo te quiera. - No tuviste que decirle. –y Rebeca la golpeó con el dorso de la mano. La boca sangrante de Annie manchaba las sábanas. - Nunca serás mi machito. Sabía que no lograrías amar esta doble hembra que soy. Y se ahogan los gemidos. Ha cerrado a golpes la garganta de Annie, sus manos cuelgan fuera de la cama. El rencor sigue palpitando, nada lo suple en esta adrenalina. Paula sale de la habitación, coge la pistola de una cajonera situada en el pasillo y se acerca a la puerta del cuarto de su madre, la carga y entra de golpe. - Ven hija, Ricardo aún tiene fuerza para otra. ¿No es así cariño? No hubo respuesta. Sirenas, luces y correr por las calles que se van achicando, haciendo largas, achicando, haciendo largas, y luego la mujer se mira dentro de la amplitud del campo, lo verde que ahora la refugia. Rebeca mira el rostro de Paula en los charcos. Ella es un charco que no termina de ahogarse.
ANTE UN ESPEJO El agua ha hidratado su piel y el jabón le ayudó a retirar el exceso de grasa que le daba brillantez. Se siente opaca, traslúcida. Mira su reflejo e intenta reconocer el rostro descolorido, sin luz ni ánimo para seguir esta carrera que le ha arrebatado los años. Al atardecer se deshará de las imágenes de sí misma. Ahora prefiere concentrarse en esa piel sin brillo. Quiere ser real y sin engaños, como en el nacimiento. Volver a sentir un vestigio de inocencia, aunque sean los últimos instantes. Sabe que llegarán. Que su Gustavo no podrá defenderla, ni interponer el cuerpo ante esa bala que, igual lo sabe, viene marcada para ella. Para Silvia y esos rostros que ha sido bajo las pelucas y el maquillaje. En cualquier país, atravesando fronteras, o en el engaño que le brindaba la oportunidad de saberse viva. Gustavo tuvo su propia bala, muy justa y certera, y se desmoronó como una montaña hasta los pies de Silvia. Los borbotones de sangre no dejaban de salirle del cuello. Ella miró los ojos de su amante oscurecerse. Crecer el disco de sus pupilas por ese terror ante la muerte que planeaba y movía su manto por encima de las cabezas de ambos, él como cuerpo detenido en el asfalto, ella de rodillas mojándose las botas en la sangre, queriendo reconocerse en los ojos de ese rostro bello que no tuvo tiempo para llorar, que no tuvo oportunidad de arropar con besos de despedida. Tuvo que huir porque él se lo exigió. Corrió por la ciudad con las luces mercuriales marcándole el paso. El sudor le pica los ojos a Silvia, y las puntas del miedo van pinchándole la espalda para que no se detenga. Gustavo está en los relojes y en el insomnio, en el dolor de los músculos en tensión. Está detenido en el asfalto formando una cruz de carne, señalando un punto exacto en el mapamundi que dice: acá es, no sigan tras ella, acá encontrarán el tesoro. Silvia quiere convencerse que Gustavo no murió esa noche, mientras los minutos de ausencia llegan plenos a morderla. Los cuervos van deteniendo su vuelo en el ventanal por donde mira las calles oscurecerse. Su hombre estaba vivo, aún latía en sus venas, en cada espasmo, en cada mirada que se desliza buscando un lugar para olvidarse de todo. Con dedos finos Silvia recorre los recovecos de su anatomía. Centímetro y centímetro de piel y violencias escurren por el agujero del drenaje. Se quita el maquillaje como piel antigua. Sentada en el banquillo del tocador, la memoria juega su última partida.
Ahí está el rostro de su padre y aquel tufo de alcohol que le rodeaba su cuerpo de niña. Ella, desde su colchón, daba la espalda a los bultos que se retorcían con furia y manoteaban al otro lado del cuarto sucio y mal iluminado. Se le quedaron grabados los gritos de su madre, y aún ocultaba el rostro bajo las almohadas, odiando los monstruos cada anochecer. Esa es Silvia de pie y recargada en un poste, a la espera de clientes. Mira el avanzar lento de ojos que calculan su carne de niña y soban sus pechos diminutos. Pasan automóviles en cámara lenta, como los recuerdos y aromas de la calle. Se observa fatigada, y con desgano da chupadas a ese cigarrillo. Apenas unos meses que ha dejado atrás a la pandilla de la infancia, y las balas zumban en sus oídos. Entran ruidos de la ciudad hasta su habitación. El sol es una silueta detrás de las nubes que anuncian el chaparrón para la tarde. Silvia enciende la luz eléctrica y mira la blancura del cuarto. Las paredes, el piso y el techo como un augurio impuesto en el cuidado de su húmeda piel luego del baño. Silvia es blanca como el cuarto de este hotel. Intenta reconocerse bajo las capas enteras de otras identidades que ha tenido. Probándose su rostro original se mira con detenimiento. -Me gustan tus ojitos de perrita abandonada, de paloma enfurecida -le había dicho Gustavo mientras le pasaba el cabello tras las orejas. -Suelta, qué te crees. -ella rezongaba con disimulado fingimiento y arrugaba la nariz. El monótono bisbiseo de los insectos del agua atraviesa el umbral de la ventana para volar cerca de los oídos. Las balas zumban mientras escapa por las calles de la mano de Gustavo. Van colgados de la adrenalina. - Ya no podremos dejarnos –pensó muchas veces al reposar con su hombre, en la oscuridad del callejón que habían habilitado para pasar las noches. ¿Cuántos años han transcurrido? Silvia no lo puede recordar. Al huir de casa, sobrevivió unida a esos mocosos delincuentes con quienes todo era ritual y juego. Fallar era inapropiado. Sólo la muerte indicaba el fracaso. Y en ese arriesgarlo todo se les iban los días. Tanto Silvia como Gustavo conocían las reglas, no había que rajarse ahora. Con el rostro pintado de negro asaltaban ancianos y mujeres que solitarias pasean por las calles, al salir de las oficinas, rumbo a casa. Era divertido. Desamparados bajo las
luces mercuriales dormían sobre las bancas de los jardines públicos. Robaban tienditas de videojuegos, escuelas, dulcerías. Hasta terminar en la Correccional con el rostro manchado de sangre. Silvia reconoce cada cicatriz sobre su cuerpo mientras va pasando los dedos a su desnudez y el espejo le recrea un mapa mental. Aquellos chicos callejeros fueron sus hermanos desde que huyó de casa. Mamá había muerto, a qué quedarse. ¿A ser la sirvienta del gordo ebrio? Su pestilencia rozando las mejillas. Era mejor la calle. Pero los chicos crecen. Se han ido. Se los ha tragado el mar de la indiferencia. En su mente, Silvia sigue fiel a su esquina. No quiere huir más. Sentada frente al espejo contempla sus manos. Los poros abiertos en la piel que le ha dejado el agua calientita de la regadera. Siendo callejera conoció a Gustavo con sus ideas de salir a la luz. Robar no solo por droga, robar para irse de ese mundo. Construir su propia vida. Servir de mulas o burritos, darse a notar. Demostrar que no puede haber remordimiento. Y así, mostrándose en las calles, ya sólo eran dos, Silvia y Gustavo para ser correspondidos por los narcos y ayudar al Imperio, sirviendo junto a las escuelas o en las discotecas. Distribuir la droga o esconderla, curarla, entregarla a quien la necesite. Imperio de violencia contenida, donde la voz de la metralla y el coraje de arriesgarlo todo son lo único que importa. De nuevo el silencio viene a corromperla en esta habitación blanca e iluminada con la luz eléctrica. Afuera los borbotones de agua inundan el aire. Silvia se mira en silencio con las manos en el tocador. Las manos de Gustavo le acarician el cuello. Ella se deja tocar por ese fantasma. Por la sensación de niebla que sube por las pantorrillas. -¡Ya basta! -Se levanta sacudiendo la memoria, empujando fuera las manos del fantasma, y camina hacia la ventana del cuarto. Deja entrar la brisa húmeda de este día nublado. Tímidas gotas la mojan. Es una mujer más en una ventana de este edificio, de todos los edificios, de cualquier ciudad. Eran los edificios oscuros ante sus gestos de niña, ¿cuántas mujeres en una ventana? ¿Cuántos rostros huyendo de sí mismos? Gustavo huyendo de los judiciales. Ella y él huyendo de sus antiguos hermanos de la alcantarilla que por lana, ahora quieren acabar con ellos y cobrar la recompensa que los capos han circulado: vivos o muertos. Han puesto precio a su cabeza por no entregar la última ganancia. Por creer que lo pueden todo: huir hasta las nubes, encumbrarse. Huyeron con el producto de una venta, y la traición no se perdona ni entre criminales.
Gustavo ya no está en el apartamento. Queda su sangre en esta ciudad donde al fin ella detuvo la carrera. Se quedó tirado en la calle mirando el cuerpo de Silvia hacerse pequeñito mientras se alejaba. ¿Habrá grabado esa imagen mientra su último aliento se escapaba? ¿Tendrá memoria la muerte? Esperar nunca ha sido tan fácil como ahora. Al cumplirse el plazo el avión abrirá sus puertas, los asesinos recorrerán las calles hasta el escondite donde ella, tranquila y sin maquillaje, espera frente al tocador. Subirán por las escaleras hasta hallarla sentada en el departamento, con los trozos del espejo regados por el piso. Primero pensó en apuntar la pistola sobre la puerta y llevarse al primero que entrara. Luego decidió que al mirarlos se pegaría un balazo con el cañón dentro de la boca. Pero ha tirado las balas por la ventana. Quiere estar desnuda y con la cara limpia. Dejarse morir sin oponer resistencia. Alcanzar a su Gustavo. La lluvia cae. Con ella se lavan las historias de la ciudad. Todos se guarecen. Se cierran las ventanas de los edificios. Las demás mujeres en sus ventanas se guardan de la noche. En este cuarto ella solo espera.
UN DÍA NECESARIO Ya no recorrerá la casa con esa lúgubre silueta por ser introvertida. El hospital y sus olores característicos le dan tranquilidad. Saca del bolsillo derecho de su bata clínica el bilé. Se remarca los labios. Con ese gesto se siente protegida y poderosa. Ahora sabe que todo lo puede. Será cuestión de acostumbrarse a esta calma. Se dispone a pasar el tiempo, paladeándolo. Lo tendrá de sobra en esa casa que será solo suya, o de quien quiera compartir con ella, quizá Enrique, quizá, o algún otro que aún no despliega su rostro en el cerebro. La han dejado en paz y el futuro es un camino allanado. Desde la infancia supo que era diferente a la igualdad física que le mostraba el rostro de su hermana, y quiso mantener, a toda costa, la sensación de ser única. Elsa nació unos minutos después que ella, y cuando tuvo conciencia supo que les habían dividido el alma. La odió en silencio. A su mente llega la estampa de esos tres rostros que la han ido cercando año tras año. Los mira desleídos detrás de los cristales que no dejan escapar sus gritos. La futura psiquiatra pudo descubrir a tiempo los signos de la enfermedad: La mancha del silencio marcada en la silueta de su gemela, que se cubre la cabeza con las sábanas del hospital. Los gestos de su madre, arrastrada por la angustia; los ojos como gotas de aceite en un charco. La mirada silente de Raúl, cargada de espejismos. Teresa se detiene para abrocharse los tacones, ¿tiene dudas? No. Se ha librado de ellas y de él. Su madre no pudo entender las diferencias entre sus hijas. Estaba convencida que el juego genético del gemelismo le permitiría sentirse más madre que las demás, y tendría razón en quererlas idénticas. Todo se complicó cuando la pubertad entregó aromas y estilos: Elsa con el halago de los que la rodeaban, Teresa con el mundo en tonalidades grises. Camina despacio por el corredor del hospital. Disfruta la superioridad que ostenta al reconocer la locura de los otros. Al final del pasillo la espera Enrique. El cigarro en los labios. Con el humo que exhala se elevan sus gestos medidos.
- ¿Todo listo? - Sí, todo de acuerdo al plan. A los doce años vino la enfermedad de Elsa. El silencio paseaba de puntitas por la casa, tocando el hombro de los personajes que convivían en ella. Podían ver en los ojos de su hermana la sensación que dejaba el roce de la muerte en cada uno de sus músculos. Teresa miraba su propio rostro en el de su gemela, ese cuerpo hirviente de la chica que perdía kilos. La madre ardía en oraciones, burbujeos de plegarias por la hija, unos minutos menor. - Lo eres todo, resiste hija mía, tú lo eres todo para mi- dijo la madre y al hacerlo alejó los pasos de Teresa hacia el pasillo, del pasillo al cuarto, del cuarto hacia el interior de sí misma, hasta sentir la soledad meterse en sus huesos. La muerte comenzó a reírse, con esos dientes de muerte pura. Estridentes carcajadas en el espejo la perseguían, y ¿quién escuchará su desesperación sí parece invisible en casa? Tuvo que apretar la almohada contra el rostro, rezar las fórmulas que le enseñaron en el catecismo para que las voces cedieran. Pero regresaban constantes, crecían con Teresa, y tuvo que acostumbrarse a escucharlas todo el tiempo. Elsa no murió, pero en Teresa la mirada se guardó seca. Después apareció Raúl con sus gestos de niño consentido para meter sus anhelos entre las paredes de la casa femenina, persiguiendo con sus miradas las formas similares de las gemelas, sin decidirse por ninguna. De pie junto a su carro, Teresa se quita la bata clínica y la tira a la parte trasera del vehículo. Frente a ella el hospital siquiátrico la observa. Se pasa de nuevo el bilé en los labios, mirándose en el espejo de mano, se hace una coleta en el cabello, se polvea la nariz, y guarda todo en el bolso. Desde temprana edad todo lo juzgaba a través de los rostros que de ella misma se había inventado; discutió noches enteras la posibilidad de abrir el muro y permitir la entrada de Raúl a su vida: ¡Estás loca! ¿Si nos descubre? ¿Quieres que sepa de nosotras y nos eche de tu lado? ¿Te hemos hartado, Teresa?, Estamos contigo porque nos necesitas. ¡Queremos apoyarte! - No es que no las quiera, pero debo encontrar alguien más. -¿Para qué, te aburrimos?
- No es eso. -Y la razón pudo más. Las voces pudieron más, clausuró sus pensamientos. Ha atravesado el estacionamiento con Enrique siguiéndole los pasos, el futuro brilla en la pintura roja de su automóvil. Hacia el frente la luz, atrás queda la oscuridad de una vida absurda de la que ahora se deshace. Raúl no pudo romper las barreras que Teresa había puesto. Ella lo escuchaba con desgano, con fastidio, escondiéndole su mundo, fuera de él y de todos. - ¡Déjalo, es un tonto! -Le decían las voces una y otra vez. Enrique la toma de la mano, le ayuda a subir al carro y cierra la portezuela. Va hacia el lado del copiloto y toma asiento cuando el motor se pone en marcha. Tere sigue pensando en su madre con los ojos encendidos por el horror. ¡Nunca olvidará esos ojos! - Deja que el tiempo lo arregle todo -dijo Enrique y Teresa recorrió con la vista su cuerpo adelgazado. Lo miró al acomodar el espejo retrovisor y tragó silencio. ¿Para qué verter nuevas palabras si ya todo está dicho? Mirará el futuro como una pluma que se eleva. Enrique paseará con ella. Al fondo de la memoria quedará esa familia con la que creció por veinticuatro años. Fueron años de sentirse perseguida por el grillete social que su madre quería imponerle. No te conoce como cree; se fuerte y piensa. Todo es un juego de ciegos, se guían unos a otros por intricados laberintos, le dijo Enrique minutos después que había llegado a su vida. Y era cierto. Teresa persiguió la inteligencia como un ave de presa. Las lecturas le han devuelto la esperanza. De niña su refugio era la biblioteca cercana a la casa. Cuando joven necesitaba de los encierros en el baño, por la madrugada, para descubrirse en las historias que le parasitaban el cerebro. Muchas veces detuvo sus charlas, con esas voces que decían entenderla, justo cuando Elsa o su madre entraban a su recámara. - ¿Por qué te encierras? –Tere sonríe. Nunca sabrán qué se siente estar inundada de pensamientos. Elsa sospechaba algo turbio creciendo en el interior de su hermana. Sentía que la soledad de Teresa la consumía. Se resistió a aceptarlo y quería que su hermana
escapara de esa agonía. Pero no supo cómo acercarse a ella. La barrera que Teresa había puesto entre ellas, luego de la enfermedad que casi le cuesta la vida, era infranqueable. ¿Cómo hablar con alguien que siempre está a la defensiva? - Tere, dime por favor qué pasa. - Averigua qué pasa contigo. - Cada día estás más rara. - Lo mismo digo. - No sales, y este cuarto tiene un olor a... - Nadie te pidió que entraras. - Debes salir con alguien... - No necesito lo mismo que tú, entiéndelo de una buena vez. Y un día se dio cuenta. Su madre, su hermana y Raúl, eran presa de alguna de las enfermedades que sus libros señalaban. Enrique se lo había intentado hacer notar pero ella no quería creerlo. Ahora se ha convencido. Tiene que hallar la forma de ayudarlas. Su cuarto era territorio sagrado. Ahí tenía lo que necesitaba: libros, revistas de ciencia y, desde hace unos meses, a Enrique. - Habla tanto de él y no quiere que lo conozcamos. ¿Algún maestro? –discutían Elsa y su madre. Tere cerraba la puerta rápido para que no se dieran cuenta que las oía. Enrique apareció el último semestre de la especialización en psiquiatría clínica. Fue mutuo el reconocimiento. El silencio puntiagudo hizo un hoyo profundo en su cerebro y por ahí logró colarse. Todo fue un continuo pasearse por los jardines del campus hasta convertirse en la burla de los estudiantes. Enrique gozaba de unos hermosos labios apretados y las palabras justas que Teresa requería (o quería) escuchar. - ¿Percibes como yo que somos iguales? - Odio eso, es justo de lo que he huido siempre.
- No como tu gemela. Somos iguales sin comparaciones a la ligera. No fue casualidad que Teresa escogiera la especialidad en psiquiatría. Ha logrado darse cuenta a tiempo de los males que aquejan a su familia y a Raúl. La locura primigenia puede ser tratada con tiempo y vigilancia diaria. Deben tomarse las medidas necesarias de inmediato, para que logren la recuperación. Lo ha dicho el mismo director del hospital. Como su ayudante, Teresa ha mostrado avances por su dedicación con los enfermos. Se ha ganado el reconocimiento y la confianza del médico. - Nunca he platicado tanto con alguien.-le dijo Enrique en la cama. Se contaron frustraciones mutuas, y Teresa se descubrió intoxicada. - ¿Y Raúl? ¿Qué harás con él? - Qué puede importar ese estúpido. - ¡Cállate, que te gustaba Raúl! - Claro que no. Nunca nos gustó de verdad. - Tú qué sabes. - No me interrumpas. Tere, diles que no me interrumpan. - Dirás que no nos interrumpan. - No las escuches. - No hagas caso Tere, ninguna sabe lo que dice. - ¡A callar! –gritó Teresa mesándose los cabellos. Y desde entonces sólo fue Enrique Ha sido fácil diagnosticar a los que la persiguen. En sus gestos y ademanes se palpa la posibilidad del trastorno de los sueños: amor al poder, a sobresalir, a destacar. Ansiedad que causa frustración. Fallas anatómicas producto del mestizaje. Los continuos fracasos amorosos de su hermanita. El desencanto, la lujuria, la búsqueda del sexo fácil. Esa paz efímera a través del arrepentimiento y la penitencia religiosa. ¡Tantos años lleva su madre disculpándose por todo! ¡Temiendo castigos después de la muerte! Mientras las observa detrás del vidrio, las mira rascar el suelo y las paredes. Se han vuelto conejillos
de indias en los apuntes de Teresa. Ella y el orden establecido que le ha enseñado Enrique: tomar notas y ofrecer hipótesis. Sólo falta la comprobación de sus ideas. Mientras hace el amor con Enrique frente a los espejos que ha dispuesto en la sala, reconoce la lujuria y la decadencia como aros del mismo grillete. Le queda disfrutar el miembro que en este momento la penetra. Quisiera sentirse como el pobre Raúl ansioso siempre por la piel desnuda de cualquier mujer. Elsa no alcanzó a decir palabra, los gemidos del orgasmo quedaron atrapados por la mordaza y las cuerdas que unieron su espalda y nuca al pecho y abdomen de Raúl. Teresa siempre supo que la engañaban. Las miradas cavilosas de Enrique resbalan por las paredes a la hora de enfrentarse a ellos. Junto con Teresa los han sorprendido teniendo sexo. Luego el martillante juicio de ¿por qué lo haces? Somníferos y despertar en el siquiátrico. La madre llegó histérica al hospital. Teresa la recibió en la oficina del director. Todo estaba preparado; el doctor ha confiado en su alumna, y sucedió tal como Teresa había dicho: habrá que dormirla de prisa. - Has hecho bien en internarlos. Hacen falta muchachas como tú, que tomen en serio la profesión. –dice el director dejándola a cargo. Enrique y Teresa los cuidarán hasta que ella acabe el posgrado, ahora arquea las espaldas cuando le llegan al fondo. Aprieta las piernas sobre el torso de Enrique: yo te cuidaré, ha sido la promesa. Teresa se mira en el espejo. Se siente como si fuera Elsa con su mismo corte de cabello. No alcanza a ver el vibrador pero lo siente completo en su interior. Con una mano continúa masajeando los pechos, su abdomen, sus labios y se humedece los dedos con la lengua, con la otra mano se encarga de hacer entrar y salir el dildo. Sonríe y se mira lúcida y completamente sola, contorsionándose frente a la mujer del espejo. La voz de Enrique le dice cuánto la necesita y ella baja la otra mano a su vagina. - Acá estoy. Toda para tí. -Se contesta poniendo los ojos en blanco.
LOS DÍAS TRANQUILOS Todos los días han sido diferentes para Niza. No hay rutinas. Por los corredores se la pasa fumando y bebiendo agua en vasos desechables. Un sorbo de humo y un trago de agua a cada momento. El humo pasando de la boca a su nariz y hacia los ojos, siempre enrojecidos. Ella se levanta a comer de madrugada, ratoneando por la cocina hasta hartarse. Sobrepasa unos quince kilos su peso normal. En ocasiones se queda de pie, por horas, junto al álamo del patio de la casa, o bien sube al techo y se acuesta desnuda para que el sol le muerda las piernas. Puede sentarse en la terraza a ladrar a los perros que pasan por la calle o a tirar piedrecillas a los camiones de pasaje. Nunca ha atentado contra su vida, ¿para qué? Cuando vienen visitas a la casa, ahí está ella mirando a las personas y participando de las pláticas. Con una soltura que sorprende puede hablar de cualquier tema. Pero algunos días no se levanta ni para ir al baño, anochece y hay que limpiar el batidero que deja en la cama con sus pestilencias. Años de terapia circulando en horarios de pastillas sin creer en la volatilidad de los medicamentos. Cuando su madre se harta de verla caminar desnuda por la casa, untar las paredes con pintalabios, sentarse en el suelo del baño a comer sus excrementos, resulta sencillo doparla y llevarla a su cama. Es un estorbo. A sus treinta no es la sombra de aquella joven hermosa que estudiaba mercadotecnia. Cuando me hice novio de Paula, le fue difícil hablarme de su hermana. Días después de que estuve presente en uno de los continuos ataques, mi novia quiso enseñarme una foto de su hermana donde aún podía vérsele linda y en paz. Llevaba puesto aquel vestido rosa y permanecía sentada sobre una piedra grande en la inmovilidad del tiempo que el papel fotográfico logra detener. Niza remojaba los pies en el agua de un río, reía de forma diferente a la de ahora, sin esa agitación que se le presenta en los ojos.
Apoyé a Paula y logramos convencer a su madre que esa fotografía, incrustada en su marco de madera, debería estar en la pared de la sala, frente al sofá, como un buen recuerdo de los días de tranquilidad de Niza. Desde hace unos días, en la revolución de su mente, Niza comenzó a quedarse largo rato mirando el televisor cuando este se encuentra apagado. Una ocasión me pareció ver que lo encendió sólo con mirarlo. Luego mira la fotografía en la pared y acaricia su imagen. También se queda observando con detenimiento cada uno de los ladrillos del piso de la casa, uno por uno. Se tira al suelo y se va arrastrando hasta recorrerlos todos, y va dejando un rastro de colores. Al principio creímos que se trataba de sus orines, pero las tonalidades pastel de esos líquidos, que poco a poco se volvieron gelatinosos nos hizo odiarla más. Más de una tarde, después del paseo por el piso de la casa, su madre la zamarreó de los cabellos, intentando quitarle esa sonrisa estúpida de la cara, mientras la atábamos a la cama para pasar la noche. De cuando en cuando los ojos se le ponen en blanco, y cuando volteas a verla para saber si no ha sido la imaginación, Niza te mira fijo y ríe agitada, como una hiena. Esta tarde su madre fue a surtirle sus medicinas. Mi novia se sentía enferma, con calentura, y se ha quedado dormida en la habitación. Estoy en la sala cuidando que mi cuñada no vaya a salir a la calle. Viene hacia mí y me quedo ahí sentando, mirándola. Me pide un cigarro, se lo doy y le ofrezco la flama del encendedor. Da una chupada larga mientras cruza las piernas acomodándose en el sofá sobre sus muslos, en posición de flor de loto. Escupe el humo en mi rostro, mientras veo el hormigueante color de esa vellosidad casi transparente del pubis. Comienza a reír, y puedo distinguir esos rastros de lo hermosa que un día fue. Con el humo escurriendo por los dientes amarillos dice: He decidido probar ir en contra de todo y hacer lo que se me pegue la gana. Aprieta con los labios el cigarro. El humo va elevándose circundando su rostro. Coge el cigarrillo con los dedos para mirarlo y se transfigura en humo. Toda ella comienza a dar vueltas por la sala, pegándose en las paredes, subiendo por el techo. Sus
ojos permanecen risueños en la niebla. Me repliego contra el sofá y todo el humo que la conforma viene hacia mí. Vuelvo a reconocer sus labios. Se eleva y se va a refugiar al televisor que se enciende. En la pantalla hay un campo cubierto por hierba y al fondo un río que deja escuchar su recorrido. Miro la fotografía, frente al sofá en que me encuentro. Desde el fondo se levanta la mujer con su vestido rosa y comienza a correr amaneradamente hacia el primer plano. Niza con muchos años menos, el rostro limpio y sin manchas. El televisor va cambiando de imágenes para mostrarme su memoria intacta. Ella desde la fotografía se asoma, ríe ante los recuerdos que se precipitan en la pantalla. Las imágenes de su primer día de escuela, la pubertad y el éxtasis, desfloramiento, vómitos, encierro, la niebla de hoy, yo con cara de asustado y de nuevo la niñez de Niza. Paula aparece de pronto en la sala. La despertó el grito que di al ver a su hermana transformada en humo. Camina somnolienta y cuando pasa junto al televisor lo apaga. Niza desde la fotografía mira a su hermana y regresa a sentarse en la roca junto al río. Parece enojada. Mi novia se sienta sobre mis muslos, se acurruca en mi pecho y comienza a besarme. Estoy excitado. Hay que aprovechar antes que su madre regrese de la farmacia.
DESDOBLARSE LOS AROMAS Tuvo que hacerse la desentendida la mañana que su esposo llegó a casa con el perro. Preparar la cena, lavar los trastes, sacar los botes de basura, cualquier acción la sumía en esos restos del matrimonio que se hundían por el fregadero hacia el drenaje. Retenía en la mente el último disgusto que su marido le ocasionara, y cómo picaba. Prometió llegar temprano a casa para que ella saliera con su amiga, y esa noche se sentía hermosa para un encuentro femenino tantas veces retardado. Las horas pasaron y del esposo ni sus luces. No hay sonrisa en la espuma de los trastes, sólo fingir en este hogar a punto de irse por el fregadero. Mientras tanto, la espera camina por su piel, hiriendo de a poquito. Él decidió renunciar a su trabajo en el gobierno para crecer independiente y en menos de un año había dejado al matrimonio en quiebra. Con todo, ella pudo conseguir trabajo en el despacho de un conocido de su amiga. A esa “chingada vieja” la tengo entre ceja y ceja: la muy puta siempre presumiendo, y la mirada del esposo cruzaba la habitación para cazar los ojos de su mujer, como los murciélagos detrás de las luciérnagas: furiosos y alterados. Era cierto que con un proyecto él alcanzaba, en un mes, el sueldo que ella conseguía al año. Pero las oportunidades no caen del cielo y su carácter no le ayuda. Horas enteras perdidas en la computadora. Para ti es fácil porque la putita de tu amiga te resolvió la vida; sólo tienes que mover el trasero y cuidar que no se te caigan las tetas. No me empujes. Pues no me mires de esa forma. La realidad no es andar quejándote mientras yo pago las cuentas, piensa la esposa mientras va separando la basura, dejándolo rumiar su enojo. ¡Y ese pinche perro!, cómo cree que lo vamos a mantener. Los escarceos femeninos con su amiga la tenían al borde. Hacía tiempo que el orgasmo era una ilusión en casa; los resoplidos de su esposo y la falsedad de una sonrisa de parte de ella: tres minutos y a enjuagarse el semen con la regadera. Le era necesaria esa salida con la amiga, de alguna forma suponía algún inicio y, por qué no, sacudirse por completo la rutina. Aquella noche él no llegó sino hasta las dos de la mañana y la despertó para que ella pagara el taxi. Cuando entró a la casa vio la computadora (con todos sus proyectos) hecha pedazos, y la sonrisa de triunfo marcada a la perfección en el rostro de su esposa.
Más que la computadora fue esa sonrisa abierta y radiante como de flor en primavera, la que llevó al “hombre” a perderse en la violencia que le iba hinchando las venas del cuello, raspándole los brazos cual si mil murciélagos de pronto se abrieran paso por su carne, haciéndolo bramar de ira; tanto, que pudo ver reflejado su rostro de animal enfurecido dentro de los asustados ojos de su mujer quien, cabizbaja, tuvo que ceder a recogerlo todo, con el labio roto, mientras aquel se iba al patio a dormir la borrachera. Ella no quiso hablar de divorcios ni separaciones. A la mañana siguiente se hizo la desentendida cuando su esposo llegó con el perro, y ni siquiera le armó escándalo, aun cuando era claro que ella tendría que recoger los excrementos. Al contrario, se esmeró en cada cosa que iba limpiando por la casa, mientras en la mente se le aclaraban las ideas. Dime que estamos bien, que ya no estás enojada. Te traje este perro de regalo para que te cuide cuando yo no esté, para que te cuide hasta de mí. Ella guardó silencio. Ahora, además de los resoplidos de su esposo, debía tragarse el aullido del perro gimiendo por las noches. Para qué discutes con borrachos. Ella pasó el dedo meñique sobre el labio roto, miró con ternura a su esposo y lo supo: le entregaría todo hasta que él dijera basta. El puritito deseo le animaba la carne: dime que soy tu puta, le gritaba intentando convencerlo de que él era su dueño. Y al esposo le fascinaba esta nueva etapa de su mujer. Era mentira eso de que a las chicas la ternura las derrite; su esposa no lo quería tierno, debía ser como un dios cubriendo su cuota de bestia y ángel sobre la piel de su: “¿princesa?”. Otra vez, era la frase recurrente de ella, todavía puedo una vez más. Los días pasaron y los calores que inundaban el hermoso y endurecido cuerpo de la esposa no cedían por lo que su marido comenzó a pretextar cansancio. Y entonces ella dió el siguiente paso: no quedó compañero de oficina que no le haya recorrido el cuerpo con los labios. Se sabía sola y dispuesta. En el fondo estaba convencida de que no podría detenerse, que le era necesario explorarlo todo, había dicho que “le haría el amor hasta que dijera basta”, pero no fue suficiente. Y justo cuando el esposo prefirió colgarse de un proyecto que lo mantuviera fuera de casa por lo menos un mes, ella aprovechó la ocasión para meter a su amiga entre las sábanas del matrimonio. Fue ese remolino de aromas de hembra proveniente de la recámara, lo que hizo crecer los aullidos del perro en el patio, aumentando la fuerza de su continuó rascar la puerta queriendo entrar a la casa. El olor que transpiraban las mujeres entrelazadas en la
habitación incitaba al animal. Era una esencia agridulzona de fluidos y sudor que escapaban de las sábanas hasta hurgarle el hocico y la nariz y enredarse en su lustroso pelo, caminando despacito hasta su piel y más adentro. Tal vez fue el instinto de todo predador que no quiere permanecer domesticado, o quizá fueron las feromonas, el caso es que el perro brincó una tarde sobre la hembra humana que se paseaba desnuda después de tomar un baño, justo cuando abrió la puerta para sacar la basura al patio. Tal vez fue la fuerza del animal y el poder de la visión de tenerlo encima, con las garras rasgando sus pezones, o por lo repulsivo que le pareció la imagen del hocico de la bestia dejando caer su baba sobre su rostro que, soportando las rapidísimas embestidas, la otrora esposa fiel alcanzó esa muerte pequeña que brinda el orgasmo, y luego vomitó. Los días siguientes fueron vértigo tras vértigo. Se decidió a abandonar a su amiga, sin mayor explicación, para entregarse al recuerdo de ese instante que en parte le aterraba y de continuo se le presentaba nebuloso: el perro ladraba con furia y chirriaba los colmillos sometiendo a su presa, y ella se hacía líquida sin poder contenerse. Era constante el imaginarse desnuda y jadeante sobre las rocas de un acantilado, mientras el oleaje marino le salpica en el rostro restos de sal, fósforo y azufre. Ella tenía que levantarse aprisa de la cama para sentarse bajo el agua fría de la regadera apretando muslos y piernas. La búsqueda había terminado, sonrió extasiada. El esposo regresó del viaje y ella lo recibió serena y diligente. Sabía que a partir de ahora, con el perro andando por toda la casa sin restricciones, y justo después de los tres minutos de gloria que el marido aún exigía para sentirse poderoso, ella podía encerrarse en el baño, amarrarse un pañuelo en la boca, y restregar su cuerpo desnudo sobre la pelambre de la bestia que, tenía razón su marido, había llegado a casa para protegerla.
Ciudadanizarse
UNA VENTANA, UN EDIFICIO Y LOS CHARCOS DE SIEMPRE Existe un sitio exacto en que el recuerdo se atora en nuestro cuerpo. El dolor se extiende entre el estómago, las muelas y el rostro. Pero aún con esa sensación que no permite el sueño, uno no debería sentirse amargo sino hasta que el atardecer nos descubre pensativos. Detenido a un lado del mueble, de frente a la ventana, el hombre va pasando la vista por cada uno de los frascos que han quedado ahora sin uso y se da cuenta que ella siempre tuvo un momento personal para el espejo. Sentada en el banco de su tocador con las toallas húmedas se quitaba con lentitud las sombras de los ojos… Hoy, en cambio, la luna del espejo está empañada, y él nada hace por borrar esos rastros de memoria mientras se ajusta la corbata. - No tienes más corbatas y hoy será un día especial –su mujer le acomoda el nudo de aquella prenda única mientras con sus dedos va ordenando sus cabellos detrás de las orejas. Minutos atrás el nuevo día los descubrió despiertos, abrazados y en silencio. Sin mucho apuro salieron de la cama; ella pone agua para el café, mientras él se deja caer encima el chorro de la regadera, para espantarse la mala noche. -Tendremos que robarnos una a la primera oportunidad, ¿te parece?… Una que combine mejor con tus camisas- Terminó de acomodarle la corbata, luego intercambiaron espacios dentro del cuarto. Ella a la regadera, él sentado ante la mesita, que hacía de cocineta, para beberse el café. Quizá la ocasión ameritara algo de elegancia porque, luego de meses de intentarlo, al fin la editorial aceptó publicar su primer novela, y ella le dijo que quizá era cierto aquello de ‘la primera impresión cuenta’. Nada se perdía con estar presentable para la cita con los editores. - La verdad es que quisiera acompañarte al médico; debería postergar la reunión. – comentó taciturno, mientras soplaba tenue sobre la taza; el aroma del café le calmaba los pensamientos. Se apagó el sonido del agua corriendo en el baño. Ella salió desnuda, su piel como una bóveda celeste, brillaba por las gotas de agua. Se detuvo un instante a
mirarlo, cogió el cepillo, e inclinándose frente a él, dejó caer hacia delante su larga cabellera. Comenzó a cepillarlo y le habló decidida: - Para qué perder esta oportunidad. Si te apuras, y la entrevista es rápida, me alcanzas en lo del doctor. Él se levantó, dejando la taza de café en la mesita. Le acercó a ella un vaso con yogurt y se puso con lentitud la gabardina. Ella se sentó en la cama y mientras lamía un poco del yogurt que aun quedaba en la cucharita, le insistió en que estuviera tranquilo. Mordió la cuchara, se puso de pie, dio unos pasos alrededor de su compañero para aprobar su vestimenta, jalando un poco de tela por el frente, alisando un poco en las solapas: - Verás que no pasa nada. –se dejó besar la nariz y lo despidió en la puerta del cuarto. Desde aquella mañana él no había notado lo empañado que había quedado el espejo con la ausencia de su mujer. Ni siquiera se percataba del paso de las horas. Hoy, al sentarse frente al tocador, la recuerda y se detiene a contemplar lo que ella miraba cuando se quitaba el maquillaje. Solía pasar mucho rato frente al espejo, y de reojo mirar frente a la ventana el edificio en construcción. Hoy sólo queda la soledad del cuarto. En su mutismo, observa los carros desde la ventana mientras asimila su ausencia. Pasa los dedos de la mano izquierda por la luna del espejo, y se observa pálido. Baja la vista y apoya sus manos en el tocador para no caer. Levanta el rostro para observar cómo el edificio, que construyen frente a su apartamento, camina para arriba, y los constructores, en su jornada acuosa, no se inmutan por la lluvia o el sol que les calcina las espaldas. Apenas hasta ahora se ha dado cuenta de ese paisaje gris que ella quiso compartirle, y qué él había obviado. Los días pasan y hay que continuar la construcción del edificio, y él tiene que continuar su vida. - Allá siguen y tú…- se dice al tiempo que los albañiles van pasándose las cubetas con la mezcla de cemento uno al otro, y suben por los andamios como lo hacen las hormigas una detrás de la otra. Cualquier equivocación y el asfalto podría comérselos. Cargan, aprietan, cubren, tapan, mezclan, mientras corren los minutos y él, de nuevo,
ignora la corbata, bebe una taza de café insípido, se pone con lentitud la gabardina, cierra los ojos al espejo y sale del apartamento. Hay que lanzarse a la calle, pasar las avenidas, detenerse a hojear las revistas en los puestos de periódicos, insultar a algún taxista que le pringa un charco en los pantalones, empujarse uno al otro para hacerse camino. Piensa en la novela y busca una opción que le dicte la manera de hablar sobre la distancia de los cuerpos, como la de los planetas. Llega al café donde se verá con su editora. Mientras se rasca la barbilla, raya en su original algunas frases que no terminan de agradarle. Sorbe un moka aderezado con cajeta en espera de abandonarse a esa nueva relación con su editora, sabe que hay algo más en la mirada de esta nueva mujer; se siente descubierto por ella y reconoce que quiere escalar con dedos puntiagudos sus pechos y su espalda. Piensa que quizá pueda ir exorcizando el recuerdo del amor a pesar de los nubarrones. Meses atrás todo era intentar reconciliarse con el tiempo. Luego de las primeras semanas de conocerse e irse a vivir juntos, con un tronar de dedos la felicidad se fue desdibujando en los rostros y todo fue precipitándose hasta acabar por consumirlos. Él tenía que pasarse todo el día sin desvestirse, de la casa al hospital y del hospital al trabajo. Estar detenido junto a la cama hospitalaria donde aquel delicado cuerpo, que días antes estuvo cabalgando con él entre cobertores, iba desapareciendo a este mundo, consumiéndose en la enfermedad que apareció como los murciélagos desde las cuevas a la noche. Tenía que apretar los dientes al mirar los ojos somnolientos de la mujer detrás de la máscara de oxígeno, conectada a tubos y mangueras, cerrándose en silencio. Tenía que hacerse el fuerte frente a ella. Sólo fue flaco de alma por momentos. Ocurrió durante el tiempo que duró la agonía; al ducharse, el agua caliente caía sobre su cuerpo doblándolo, haciéndolo hincarse y levantar los hombros entre sollozos. - Te ves… tan débil… Decidió vivir con ella cuando supo que al tenerla cerca estaba completo, y juntos quisieron habitar la felicidad; atreverse a las mordidas en la nuca, traspasar el cuerpo de ella recostada sobre su espalda, el calor de los senos, los pequeños pies fríos caminando pantorrillas.
- Ya deja de escribir que tengo frío en los pies y necesito un poquito de ti... Él pasaba horas frente a la hoja en blanco, y se robaba las noches para olvidarse de todo en los brazos de su mujer. - De día muerdo, y de noche leo, lo sabes. - Yo espero tus dientes, aquí merito. Pero la noche los maldijo y quedó el café colgado en las paredes, las sonrisas de la penetración debajo de la cama, las manchas de la ausencia ensuciando el espejo. Todo aquello de atragantarse con estrellas y recuperarse con el beso en la barbilla fue desecho de golpe cuando les dieron la noticia. Ocurrió de repente, como un río al desbordarse, sin aviso para ponerse a salvo. Y desde aquel día, al abrir la puerta del apartamento supo que ella no habitaría más los rincones. Con los ojos a punto de estallar mira el edificio en construcción, y la ventana le inactiva la sonrisa. Ahora, en el café espera que su editora llegue y, girando la cucharita dentro de la taza, recuerda que junto con su novia fueron deshaciendo los mitos sociales tal como lo habían planeado. Dibujaron con sus pies los círculos de humedad que aparecían en el techo cada vez que abrían el agua caliente, al condensarse el vapor. Se abarcaban en el abrazo: musgoso abrazo de pertenecerse a pesar de los disparos callejeros, los temblores, las pocas horas de comida y el pago de tanta mala suerte. - No podrán durar las vacas flacas. Verás que vuelves con la noticia de que les interesa la novela, y hasta te firmarán un contrato por otra, y entonces brindaremos -había dicho ella antes de despedirlo. Él corriendo a la reunión con los editores para luego alcanzarla en lo del médico. Los dolores de cabeza no la dejaban descansar. Permanece en el café listo para las últimas correcciones, antes que la novela entre a la imprenta. Vuelve a sentir el orgullo al redescubrir su nombre en la tapa. - ¿Te agrada la portada? - Se ve bien. - ¿Bien? Pienso que es excelente. – sonríe su editora acariciando la impresión que poco antes le mostrara.
Tiene una sonrisa macabra. En verdad te hubiera gustado conocerla. No es como tú, es algo así como tu inversa. - Una buena portada para una buena novela. - Exageras. - Si le apuesto a tu obra es porque creo en ella. Ya verás. Y vuelve de nuevo esa necesidad de hablar con ella: - Me gusta su manera de pedir que quite esta frase o dé más fuerza a las escenas que siente que se caen. Antes de ella sólo tú habías leído el texto. -Está sentado junto a la tumba. El calor de su mano va marchitando las flores que le ha llevado. El montoncito de hierba, que poco a poco juntó sin darse cuenta, se deshace; el viento le tira al rostro el cabello que ha crecido, y tiene que limpiarse en el abrigo las manos enlodadas -Siempre se viste de blanco. Es como una manía que tiene– juega con el ramo de flores que sostiene. -Sé que no te gustan las flores, pero estaba necio por contarte, y me han servido de pretexto para venir. (¿Necesitas pretextos?). -La rama de un árbol cae de repente, haciéndole levantar la vista. El cielo cerrado de nubes se traga el tráfico y su imposible humo. Frente a su apartamento los constructores no cesan: acá una nueva pared, ahí una estructura de metal que la última vez que miró no estaba. Ya han colocado las paredes del lado oriente. Aquel chaparro, que siempre grita, no ha venido esta mañana. Piso por piso meten cables, amarran acá, destruyen ahí, rehaciéndolo todo como desde antes que ella se fuera. No hay nadie a su alrededor en este cementerio y él habla sin contenerse. Era la ventana, el edificio o el hospital con sus camas silenciosas y la luz blanca, con sus olores de amoniaco, que lo retenían: Hoy fue la última reunión. Acabamos rápido. No puse peros y accedí a quitar esa escena que me gustaba, porque confío en su experiencia. Al final, será mi primer novela y, tuviste razón, ella me ha dado la oportunidad de firmar un adelanto por la próxima. Nos faltó aquel brindis que propusiste. Si todo fuera tomarse las manos al bajar del metro, si fuera como antes. - ¿Srita. López?
- Un momento. Estoy esperando que llegue mi novio. Si es usted tan amable, quisiera que él estuviera acá para escuchar el resultado. Ha estado muy preocupado ¿sabe?… -ella quiere mantener la calma. Cada trecho de camino andado, cada reunión de conocidos, los tragos repletos de historia no cesan de darle vueltas: aquel paraguas roto que ella cargaba, esos sus lentes que siempre se le caían con todo y los alambres que les iba amarrando… - ¿Qué? Son muy mis lentes ¿o no? - No he dicho nada. - Pero me ves como bicho raro –y le untaba, con un dedo, la espuma del café moka en la nariz. Ahora es la editora quien lo observa y le sonríe del otro lado de la mesa, él tiene un bigote formado con la espuma del café frapé. A él se le ha escapado una sonrisa sin darse cuenta, y se siente incómodo por ello. Revolviendo la cuchara en la taza del café. Esa mañana despertó y ella no estaba junto a él en la cama. La llamó y ella respondió desde la azotea: Sube, quiero recordarte así, con poca luz. (se abre un espacio de silencio). Se asoma, y la ve recargada en la baranda, fumando. –Hace frío, deberías entrar.– (¡Ese largo abrazo!) Por un momento sintió que temblaba. –Mira cuántas luces. No hacen falta estrellas en esta ciudad.– ella dice conteniendo la tristeza de sus ojos. Se lleva el cigarrillo a los labios. Él se acerca y la conduce al hueco de su pecho. A veces tu mirada me asusta. Junto a la tumba el viento arrecia. Enormes gotas caen sobre su abrigo inundándolo con el sonido que desprenden al chocar con la tela. Tiene que hablar más fuerte: cada frase tuya… la tengo aquí... atorada entre los dientes... La lluvia rompía aquel silencio claro, como el que se produjo después de escuchar el diagnóstico. Ella calladita y quieta, con la respiración constante, las manos le sudaban al apretar las de él. - No quiero estar sola. -Dijo quedito y por unos segundos evitaron mirarse, hasta que ella se levantó y salieron a la calle.
- Quiero que me compres algodón de azúcar. –lo soltó y corrió por el parque, poniendo la cara al sol, agitando los brazos como queriendo volar. La noche iba creciendo cada vez más sobre su apartamento y ella va limpiándolo todo meticulosamente. Se detiene ante el espejo y sonríe levantándose la cabellera, modelando. Él desanuda la corbata y la tira con desgano hacia el colchón: ¡Me va a gustar verme calva! Sonríe por complacerla, levantando los hombros. - Si te pones triste no podré soportarlo. Tienes que hacerme feliz. -le dice mientras le besa las manos, lo atrae hacia sí y continúa- Párate acá. Junto a la ventana. Mira los albañiles de enfrente. Así como ellos, me las ingeniaré para construir un puente que me traiga a ti todo el tiempo, ya verás. Luego abrazarse todo el día, desnudos entre los cobertores: Voy a exprimirte día y noche. ¿Y las medicinas? No. ¿Y los tratamientos? Solo quiero tenerte a mi lado... -Sé que voy a revolcarme de dolor, pero cuando más mal me sienta, tendrás que hacerme el amor. –sonríe. - No sé si pueda. - Tienes… Y fue la ventana el sitio exacto para extirparse el recuerdo. El edificio alguna vez tendrá que terminarse. Despertar y mirar cada pedazo de acero, el concreto que va llenándole la vista. Los albañiles siempre se renuevan, como las células de un cuerpo. ¿Y cuándo esté listo? ¿Qué piensas que puedo hacer cuando terminen? Las manchas del techo ¿dónde han quedado?, el recuerdo de esos pies pequeñitos haciendo círculos en el aire, ¿qué es de ellos? Van girando sin detenerse y él sigue en el espejo, sin corbata, la camisa arremangada, y el golpe de los martillos entran por la ventana hasta sus oídos. - ¡Me gusta verme calva! ¿Y a tí?- A veces tu mirada me asusta - ¡Ya basta! No puedes tomar las cosas a la ligera -La regaña y ella guarda silencio– Lo que nos pasa no es cosa de risa, tienes que entenderlo, tienes que entenderme -Ella deja todo y sube de nuevo a la azotea.
Va tras ella: - Perdona… no debí… ser tan egoísta -la mira recargada en la baranda, fumando. Hoy ha clausurado la ventana con unos pedazos de madera, cortando de tajo con los constructores de enfrente. En el cementerio estuvo horas hablándole de su editora y de la manía que ésta tiene por la ropa blanca. También le dijo de la nueva oportunidad que se le presenta: Te hubiese agradado conocerla. Tal vez me morderías la nuca, pero al final tomarías mi mano porque sabes que intento rechazar la tristeza. Meses antes, en el hospital, ella tomó la decisión. –No quiero que llegue el momento en que ya no pueda reconocerte. –dijo con poco aliento– Tienes que prometerlo. –su voz era más un gemido. Él le sostenía las manos de vidrio, delgadísimas. Los ojos somnolientos le miraban con ese algo de firmeza que apenas le quedaba, detrás de la máscara de oxígeno. –Que no te quepa duda. El viento esparce las flores que le ha dejado sobre la tumba. Se aleja con la lluvia que va mojándole el rostro y el abrigo. La mujer cerró los ojos y sus pequeños pies se estiraron con lentitud. Le hizo el amor hasta que el cuerpo de ella quedó flácido. Luego la bañó y le puso ese vestido amarillo, ancho, de flores negras, que tanto le gustaba. Eres tan hermosa dormida, así tan calva como prometiste. Sin dudarlo, le había puesto la inyección final.
IZQUIERDISTAS Afuera se ve a un niño de la mano de su padre. Intenta subirse a un carrito electrónico que le hará pensar en escapar por un momento de este concreto, en el vaivén de sirenas y música que va parpadeando mientras sube y baja las colinas del viento y la imaginación. Su padre le va haciendo la mano de “adiós adiós” y el niño sonríe saludando de la misma forma, la mano derecha en el volante sin soltarse, pidiendo a su padre que le ayude a evitar esas colinas, que le cuide. Las sirenas sonando, y el niño ríe, pocos dientes, la chamarra gruesa y los cariñitos sobre su cabello revuelto, bajo la mirada alegre del hombre que se representa como el futuro, ¿o es que el niño es el futuro como dicen todos los eslogans? Ahí continuaba mirando hacia fuera del café, sentado, con el libro de Naipaul abierto sobre la mesa, detenida la lectura en las últimas hojas de la novela y aún no sabía el final abrumador que el escritor me daría para seguir disfrutando la vida ajena de mí, dentro de otras imágenes que ahora se cumplen en la mente. Creo que algo decía Ileana sobre el libro de Kundera (que a su vez, ocupaba la parte de la mesa que le correspondía), pero no me interesaba escucharla, no hacía falta en ese momento, con el clima lluvioso (carajo, ¿siempre tiene que haber lluvia para sentirse pleno?), me iba dando sus olores, y la plaza se llenaba de charcos, abrigos y paraguas a las puertas del templo cristiano donde algún cristo se quejaba por el frío y todos corrían a llevarle el humo del incienso. Ileana me llamó de nuevo para cerciorarse de que yo le había oído: - ¿Te pasa algo? - Me pasas tú y todo lo que me rodea. Hice bien en venir a verte. Creo que podría vivir ahora siempre en este sitio, si todo se trata de mirarte las manos, tomar café con chocolate y escuchar el ruido de todos los que llenan la plazoleta y no dejan de hacerme sentir iluminado en este momento. Y es que desde que te vi en el aeropuerto venir con tu ropa hindú amarilla con blanco, el pelo mojado, los labios rojos y esa flor que llevabas en las manos, imaginé que no podría vivir nunca más sin tu presencia. - Tienes razón con Kundera, va a lograr que yo te odie. La noche fue de cabalgarnos con mucho ruido y hacer que la litera de nuevo caminara, como siempre han caminado las camas en donde nos hacemos el amor. Tú
sobre mi, yo dentro de ti, y en ese vaivén donde te oprimo los senos y no puedo dejar de mirarte los ojos en blanco y como metes los dedos entre tu cabellera y te muerdes el labio inferior. - Te guardé el recorte del suplemento, donde te publicaron el texto que escribiste sobre tu maestro de narrativa. - Sabes que llevo días sin poder escribir una frase. Que todo se ha vuelto escribirte versos, que quizá no sean publicables, porque nadie podrá comprender eso de pantera blanca que me encanta decir de ti, de tus muslos. - Ya no quiero que te vayas, quisiera que pudieras quedarte amarrado a mis tobillos. El niño ahora llora porque el carrito se ha detenido y su padre le va acariciando la mejilla mientras se busca en el pantalón alguna moneda que haga de nuevo que el juego mecánico vuelva a moverse. Ya pasan de las tres de la tarde y la lluvia no quiere ceder. Hace rato que la mesera no sube para preguntarnos si queremos algo más. A un lado de nosotros unas personas hablan sobre algún documental o anuncio que quieren comenzar a filmar, y si necesitarán alguna cámara extra para grabar el lento caminar de una tortuga terrestre. Y te recuerdo en la playa subida en la cuatrimoto, mientras yo me quedaba con los chicos del voluntariado, dejando que la tortuga de carey depositara sus huevos, y tú te ibas alejando por la arena; la noche, los puntos blancos sobre las cabezas, y ese cuadrito de luz roja que iba haciéndose pequeño. Meses después henos acá bebiendo algo caliente, exhaustos de las horas de placer que nos hemos ofrecido, entusiasmados en los libros que nos hemos comprado, yo leyendo para mi, mirando todo lo que tú tienes que ver día con día. Ileana se mueve un poco al otro lado de la mesa, y volteo a verla. - ¿Qué..? Dime... –me dice en una sonrisa, con un cigarrillo entre los dedos, y sus lentes rotos sobre la nariz. Faltan aún algunas horas para que tenga que regresar a casa, viajar de nuevo. Abordar el aeroplano y tener que despedirme de ella. Se que me hará tristear por algún momento. Pero igual se, que cada minuto a su lado me dará nuevamente la oportunidad de pensar que ahora todo está a punto de adecuarse solamente para que podamos compartirlo por completo, el tiempo puede esperar. Se escucha un frenón de llantas, alguien ha chocado en la calle, y una camioneta negra pasa a gran velocidad mientras las patrullas van siguiéndola, la gente mira hacia el sitio, pero la música no se detiene, y
luego de apenas unos segundos siguen con su compra de churros de dulce y de abrazos, besos, vino y café, todos arremolinados para sentirse llenos de cultura, o al menos en espera de que los anales de la historia puedan señalar que fueron parte del movimiento que pervive en Coyoacán. Dentro de unas horas, al despertar para irme a la oficina, podré ver por la televisión a algún comentarista hablar sobre la persecución que se ha suscitado, o sobre que ha habido algún bombazo en los cajeros automáticos de algún banco, y ella estará abordando el Metro para irse a Reforma, de ahí cruzar hasta Río Elba, subir los diez pisos, mientras yo me guardo las noches a su lado, el estallido de su risa, sus ojos mirándome detrás de los lentes rotos, esperando que pueda pronto, alguna tarjeta de crédito, volverme a pagar el avión para ir de nuevo a verla, y pasarme otro fin de semana disfrutando de su cercanía. Todo ha quedado detrás de esta hoja en blanco que tardo en darme cuenta voy escribiendo rumbo a su mente, anhelando no tener que detenerme en los corredores del baño a recordarla con su ropa hindú, recordar a ese niño trepado en el carrito mecánico, o esas noches cuando le contaba los planes de ser parte de algo grande, que juntos pusiéramos un pie en la revuelta, y no dejar que pase de lado la historia de este país que se está yendo por el caño. La mesera tardó en regresar, y luego caminamos con la noche sobre nosotros, ella peleando con algún taxista y yo disfrutando de sus humores de niñavieja que se le van quedando en la piel blanca de no tomar ya el sol en las playas donde yo siempre que podía la llevaba para distraerse de la monótona ciudad. No quiero pensar en su cabello gris y en sus ojos cálidos que no me vigilan el sueño. No deseo sus palabras camino a la ducha, cuidándome de los otros reos que siempre están pendientes de que uno se doble un poquito con el amor, sobre todo si has puesto bombas en los cajeros automáticos. No basta con que te pongan en la madre los traidores, entregándote a la federal preventiva, hay que estar atento de que todos los que te rodean en el patio de prácticas quieran compartir el camastro, o pelear por él cuando las luces se apagan a las diez de la noche añorando la libertad de una calle, de un cuarto de dos por dos en Coyoacán donde nos desvestíamos a prisa, porque no tienes derecho a fianza y esperas que te acusen de terrorista, y no de ser un perseguido político; el caso es que ella en el Metro me había dicho: - Sí estalla la revuelta en Oaxaca, nos vamos juntos para ahí.
Quizá Kundera hizo que no confiara en mí. Quizá el chico del piso nueve de Río Elba que la tenía más tiempo que yo, ahí mismo en las oficinas donde trabajan juntos, no lo sé; tal vez el hecho que la idea de sumarnos a la revuelta solo fue algo pasajero que se dijo, como se dijo tantas veces “estaremos juntos”, pero caigo en cuenta de que eran cosas mías que ella no compartía del todo; mientras a mi lado dos hombres se hacen cariños salvajes, sudándose las pieles. Ileana queda en la memoria, y un café y los libros, y el avión que se eleva para decirnos adiós. El caso es que me fui solo para Oaxaca, y en estos meses ella no ha venido a verme a la prisión. LOS MANIFIESTOS DE MANIFESTARSE …el áspero sonido rasgó telas, resquebrajó vidrios e hizo a la manifestación disgregarse como en un tiro de billar. Los cuerpos de los manifestantes iban de un lado a otro, golpeándose entre sí, y los gritos no podían distinguirse de forma individual, sino como un enorme amasijo de sonideros que subían fundiéndose bajo el terrible acto despellejante del calor solar. Era casi medio día y el pavimento no respetaba la piel de las jovencitas que, pecho tierra, moqueaban aterrorizadas por la ráfaga de -tres o cinco- balas que se habían soltado. Jóvenes de pinta oscura, de estandartes rojos o anaranjados, tatuadas pieles, de pearcings en el rostro y en salvas sean las partes, ademanes de “soy un radical rojísimo”, ahora pedían el refugio de los brazos de mamá. El alarido crecía y los iba abrazando y sujetando con violencia, para luego lanzarlos por la avenida, como se lanza un trompo, disgregándolos en la carrera. Los débiles cayeron y fueron abandonados a su suerte. Los listos, así como los abusones, fueron los primeros en levantar polvareda tras sus pies y, sin voltear, no les importó abandonar monumentos o estatuas de sal que fueran quedando al cimbrarse, con disparos, esa parte de la ciudad. Pocos vieron la llegada de las camionetas antimotines, cerca de ellos, observando. Pocos se percataron de los pasos del comandante hacia el centro de la multitud, abriéndose camino a codazos, para intentar tomar la palabra. La protesta era debido al insulto cometido al pueblo por la imposición de ese fallido monumento. Se trataba de una burla que reafirmaba el colonialismo. Apretar la herida moral de los caídos que, durante siglos, habían luchado contra la opresión del rico sobre
el pobre, del conquistador sobre el conquistado. Un monumento a la barbarie, levantar en bronce una estatua que dignifica el racismo, la discriminación. Apenas el comandante logró acercarse al centro del barullo, una detonación desató la furia y el terror de la masa que, como gigante herido, se sacudió arrojando sus células, a manera de cuerpos humanos. El comandante, por instinto de supervivencia, extrajo su pistola tipo escuadra del cinto y levantándola, haciendo el esfuerzo ante los empujones que lo iban arrastrando en la barahúnda, lanzó tres disparos al aire para que la gente se replegara. Uno de los oficiales, parapetado junto a las camionetas antimotines, con los demás policías, como espectador de la protesta, no pudo controlar el miedo a que un proyectil lo alcanzara, y tras escuchar el estallido y las balas disparadas al aire, abrió fuego hacia la multitud que intentaba escapar; cerrando los ojos, y sin dejar de pensar en sus dos niños que a esa misma hora se encontrarían cómodos y alegres en su salón de clase en una escuela primaria del sur de la ciudad. Tuvo que pensar: a que lloren en mi casa a que lloren en la tuya, que lloren en la tuya. Más adelante se supo que tres víctimas fueron alcanzadas por las balas: aquel vieneviene que ayudaba a acomodar los carros en esa zona de la avenida, junto al café Impala, la señora del silbato que siempre anda sucia y alcoholizada y que constantemente suena que suena una botella de plástico donde tiene metidas algunas piedritas, y un hombre de poco más de cincuenta años que limpiaba las ventanas del banco hsbc, frentito al monumento. Los primeros que huyeron, no tardaron en llegar a El Templo. Se trataba de la mayoría de los organizadores, junto con algunos jóvenes que corrieron en la estampida, siguiendo los pasos sin saber a dónde se dirigían, en busca de refugio. El calor y la carrera habían sido tremendos. Nada como llegar a la sombra y bajo la frescura del aire acondicionado que ofrecía el bar mencionado, en el que constantemente se realizaban las reuniones, cargadas de ideologías, y desde donde se había lanzado, dos meses atrás, la convocatoria para la protesta, que exigía sin miramientos y sin retroceder un palmo, a las autoridades del Ayuntamiento retirar de forma inmediata aquel monumento, signo de la deshonra a un pueblo maya que todos teníamos latiendo en nuestras venas. Las reuniones habían comenzado en un café. Luego las redes sociales acrecentaron el número de seguidores. Las columnas en periódicos, las bitácoras electrónicas, los
mensajes a celular, y la transmisión de eslogans en estaciones de radio de la Internet poco a poco hicieron mella en la conciencia pública. En los cafés del Centro Histórico se escuchaban las mismas pláticas. Era el tema de todos los días y todo aquel que se preciara de conducirse como ente izquierdoso, sabiendo a pie juntillas la vida del Ché Guevara, hasta llevarlo tatuado en la mente, el pecho, hombro, tetilla o nalga, tendría que aceptar como deber el apoyar la causa. Ay de aquellos ilusos que no querían sumarse a la protesta. Cómo podían dormir sin utilizar su pluma con el coraje que implicaba ser escritor. Cómo escribir sobre la hoja en blanco sin señalar, junto con toda la masa creciente, la deshonra con que, a mansalva, la administración pública, había golpeado a la sociedad justo cuando iba a entregar la alcaldía a sus sucesores. Los tipejos que soltaban sus diatribas en contra de la protesta no eran más que unos fariseos ilusos, que hacen la cruz en la frente y se santiguan al ver el color rojo y el dorado del martillo y la hoz ondeando en las banderas. Besa oligárquicos, ladrones o estafadores. Cómo se llaman escritores. Por eso nadie lee sus libros, jamás publicarían en la verdadera prensa escrita de la Gran Ciudad, esa de la dignidad y qué se yo. Ya en El Templo, donde las reuniones se hicieron continuas e intimistas, donde de ser desconocidos con el tiempo fueron considerándose familiares, hermanos, compañeros todos, hasta convertirla en Centro Cultural Alternativo, y no refugio de vagos marginales, como algunos reporteros vendidos acostumbraban señalarlos; ya en El Templo, y a buen resguardo, fueron acercando las mesas para sentarse a departir sus testimonios. ¿Cómo pudieron dispararnos? Algunos aun estaban a la espera de que llegaran por ellos y los arrestaran. El dueño del sitio, que los conocía a todos, escuchó y tomó al aire muchas de las historias que de manera dispersa iban soltando cada uno para ir tejiendo la imagen de lo que había pasado. Puso a los meseros a servir de inmediato cervezas heladas que mitigaran sed y miedo, para que la adrenalina fuera bajando, y pidió que se cerraran las puertas. “Si alguien más llega, que se identifique o se vaya a la chingada; nadie más entrará que no sea conocido”. Una vez que los refugiados hubieron empinado las botellas para refrescarse, y después del ahh, necesario en el suspiro, la calma volvió a todos y el silencio se hizo presente.
La mañana de ese día era prometedora. Los estudiantes llevaban semanas esperando la fecha, y una vez que sus padres o madres los dejaron en la puerta de sus escuelas, fueron juntándose por las esquinas, engrosando minuto a minuto el contingente. En la cháchara mañanera, discutieron estrategias, platicaron las noticias nacionales –era necesario estar informado- encendieron cigarrillos, trazaron sus lemas y consignas en cartulinas rosadas, amarillas, verdes, tratando de dejar en claro que su rebeldía y su rayar las clases ese día era por una causa que justificaba totalmente su vida que comenzaba a abrirse a los ideales. El eco de los mártires del 68 volaba sobre sus conciencias, los acuerdos de San Andrés, la matanza de Acteal, Atenco, todo junto, hasta el rescate de los mineros de Chile, eran motivo de inspiración para tomar el ánimo justo que requería ser partícipe del movimiento. ¡Qué nos duran los narcos!, gritaban, ¡Abajo los políticos! Y alguien encendía una bachita de olor dulzón y la rolaba con las quinceañeras preparatorianas que se habían arremangado las faldas de tablones, se subían las blusas blancas dejando al aire los ombligos, y exhalaban, muy entronas, el humo verde de la vida verdadera, ¡Qué nos duran los malditos partidócratas! Y metían el humo una vez más para aguantarlo en el pulmón, mientras pasaban el cigarro a sus compañeras. Fueron llegando al lugar de reunión de manera puntual, agrupándose en la explanada del Impala, en la entrada del Gran Café, en los camellones. Hasta que el oficial que dirigía el tráfico en el crucero tuvo que pensar que era mejor moverse, ya que eran demasiados los jóvenes de aspecto “raro” que se empezaban a reunir a su alrededor. Una patrulla llegó pero sus tripulantes no descendieron del vehículo (algunos manifestantes luego dijeron haberse percatado que hacían llamadas por la radio). Fue entonces cuando dos de los organizadores saltaron al tráfico para pedirle a los vehículos, que transitaban por la calle 47, que no doblaran sobre la avenida. Los manifestantes entonces tomaron la calle en tres movimientos: Los organizadores previeron con antelación no importunar el tráfico. El reloj pulsera marcaba las 8 con 30 de la mañana del 12 de octubre y muchos de los voluntarios cubrieron la entrada al Paseo de Montejo, sobre la calle 60, mientras otros bloquearon la entrada hacia el paso conocido como El Remate. Un grupo más atajó el carril norte-sur de la avenida, desviando el tráfico hacia la calle 45, la de las casas gemelas. El tráfico estaba
contenido. Entonces habilitaron un amplificador, micrófonos, altavoces y uno de los ideólogos del movimiento tomó la palabra. El discurso fue breve pero conmovedor. El ideólogo tenía callo. Había formado parte del PSUM y presumía haber trabado amistad, en aquellos días, nada menos que con el mismo José Revueltas, cuando el escritor recorriera el país entero formando a los jóvenes comunistas. Sus días de mozuelo los había pasado entre las filas rojas. Había contado innumerables veces como había estado cerca del Charras. Los primeros años de 1970, cuando el partido oficial era duro con las juventudes. Los estudiantes de la Escuela Secundaria Federal Número 1 se habían rebelado tomando el edificio y sacando a la planta docente a la calle. El mismo Charras había ido a la escuela para ver el movimiento juvenil que se había gestado. El director del centro educativo llamó a las autoridades. La información llegó hasta oídos de los universitarios, y de ahí a sus líderes, que acudieron en apoyo de los alumnos. Fue entonces, cuando nuestro orador, de este presente, miró la espigada figura de aquel reformador del sindicalismo yucateco caminar por el patio de su escuela secundaria. Incluso presumía cómo el Charras se detuvo ante él para removerle los cabellos con su morena mano, dedicándole una sonrisa abierta. Por ello, cuando el cuerpo del Charras apareció descuartizado en el monte, a orilla de la carretera, se le estrujó el corazón como hoy al recordarlo. Ahora sabía que pronto llegaría el momento para pasar la estafeta. Pero así como el mismo Juárez se había dicho innumerables veces que no podía dejar la presidencia por miedo a lo qué sería del país, nuestro orador tenía miedo de abandonar la lucha social mientras ningún joven demostrara la capacidad de ser un dirigente capaz. Mientras aun tuviera fuerzas seguiría trepado en sus ideas, uniéndose a la juventud, y educando en la ideología libertaria. Nuestro orador rebasa los cincuenta años pero rebosa juventud. Lleva siempre pantaloncillos dockers brinca charcos, generalmente color caqui, o de mezclilla furor o levi’s; tenis blancos, las más de las veces, que no pueden ser sino adidas o nike. Su tez es morena, por ser digno representante del campo en donde nació, y tanto las canas en su pelo rizado, como las prominentes entradas en su cabeza, junto con sus lentes, beneton, para apoyarle en su miopía, son signos de la experiencia que tiene en sus espaldas.
Una vez que el tránsito vehicular estaba controlado, y que algunos reporteros madrugadores habían llegado y tenían el boletín de prensa que enviaron los organizadores, el orador sacó su blackberry y comenzó a dar lectura a un discurso que conmovió. Para concluir su intervención dijo algo más o menos así: “resulta inmoral e innoble que en esta Muy Leal Ciudad de…, permitamos al grupo de oligárquicos en el poder, la vergüenza de levantar el monumento…, que no hace más que demostrar, una ciudad dividida entre los del dinero, y los que somos el verdadero pueblo”. Algunos reporteros, que conocían su trayectoria, se miraban unos a otros porque no entendían que el orador señalara aquello, cuando era de todos sabido que gozaba de un sueldo como asesor cultural en el gobierno actual. Que había brincado de partido en partido, intentando ser, sin conseguirlo, diputado o alcalde. El orador llevaba años a sueldo en el gobierno, pasando de un sexenio a otro, siempre a tiempo para tomarse la foto con el gobernador en turno, sin importar los colores partidistas, ni las ideologías sociales. Todo un aviador jamás comprometido con otra causa que no fuera la suya. “Por eso compañeros y compañeras –continuaba- nos hemos reunido acá, con huevos, con ovarios, -la equidad siempre presente-, para gritarles en la cara: Que no levantamos estatuas a los asesinos. No edificamos homenajes a los conquistadores. Decimos: No a la discriminación. Gritamos: Yo no discrimino”. Los manifestantes se contagiaron de la euforia porque, levantando el puño gritaban: No a los Montejo, No a los Montejo, y las voces y porras se intercalaban con: Yo no discrimino, Yo no discrimino. Cuando la temperatura sube y el sonido se levanta como un enorme dragón cargado de decibeles, la euforia se contagia y se transmite piel a piel, de mirada en mirada, y se esparce por los sudores. El griterío era tal que muchas parejas aprovecharon para fundirse en besos, abrazos; otros se acariciaron al sentirse contagiados de estas emociones que los situaban por encima de la historia. Una mujer delgadísima dio unos pasos adelante, se desprendió de la túnica que la cubría y quedó desnuda frente a todos, solamente portando unos lentes oscuros. Los organizadores junto con algunos voluntarios hicieron retroceder a la gente, y la mujer escaló el monumento, permitiendo que hasta los más lejanos pudieran apreciarla en todo su esplendor.
El reloj marcaba las 9 y 40 de la mañana. A esa hora la luz permanece sus tonalidades de azul y la mujer, a la distancia, parecía mucho más bella que lo que en verdad es, lo cual resultaba excelente para su representación, por el golpe visual que representaba. La mujer, que acá llamaremos La Monodidáctica, escaló ágilmente el monumento. Se situó de forma tal que pudo tomar con la boca el dedo de uno de los personajes ahí representados en el bronce, el cual mantenía el brazo extendido hacia el frente. Cuando tuvo el dedo dentro de la boca comenzó a chuparlo y lamerlo, mientras frotaba su cuerpo contra los bultos metalizados, usando manos, senos y piernas para acariciar el bronce todo, de los dos personajes representados. Cuando La Monodidáctica presentó a los organizadores la idea del performance, había explicado que lo que intentaría representar era el sometimiento del pueblo, y el triunfo del amor sobre el odio de los conquistadores. Puede más un beso que una bala, había dicho, es mejor un orgasmo que un asesinato, recalcó. Lo estaba consiguiendo. La multitud languidecía frente a su representación. La mujer lucía un delgado trasero, muy estético, y llevaba cortado el vello del pubis al rape. Mientras realizaba la felación al dedo, se contoneaba y gemía, enseñando el culo en todo su esplendor a la miradas silenciosas de los manifestantes, por lo que los suspiros de la multitud crecían y excitaban a los ahí reunidos (¿dije que muchos eran preparatorianos?). No faltaron parejitas que se brindaron arrumacos románticos necesarios en esta revolución de ideas, en consonancia con La Monodidáctica. Por ello pocos vieron a los policías llegar y rodearlos. Súbitamente, como alcanzando el orgasmo, La Monodidáctica sacudió el cuerpo en varios espasmos, empujando la cadera hacia la pelvis de uno de los monigotes de bronce, de inmediato tomó una lata que oportunamente le habían acercado, y se derramó encima su contenido -pintura roja- sobre sus pequeños y respingados pechos de niña. El efecto del sol en el cuerpo manchado de pintura de la mujer fue un acto erótico que muchos de los que tuvimos la oportunidad de presenciar, jamás nos arrancaremos de la mente. Alguien le acercó un listón de color claro, de cinco centímetros de ancho, que llevaba escrito: Yo no discrimino. Lo levantó para luego amarrárselo en la frente.
Fue el parangón. Las pancartas y otros listones que habían sido repartidos oportunamente, fueron levantándose sostenidos por la multitud. Los fotógrafos de la prensa aprovecharon para disparar sus cámaras, y el remolino humano comenzó a lanzar escupitajos sobre aquel símbolo de bronce. Un joven se sacó el miembro flácido y orinó la base del monumento, mientras otros jóvenes intrépidos pegaron, con cinta canela, pancartas alrededor del mismo basamento. Eso sí, todo mundo se cuidó de no dañar la obra con pintas o roturas: un poco de orina y algunos salivazos, no importaban. Fue cuando el comandante se abrió paso entre los cuerpos juveniles, y la detonación se hizo escuchar causando conmoción y pánico. El acto reflejo del comandante fue disparar al aire, y el terror del agente que creyó que podría morir ahí mismo, dejando a sus hijos huérfanos: “a que lloren en mi casa, que lloren en la tuya”, le obligó a abrir fuego sobre la multitud. Tres personas cayeron por las balas y la multitud, al huir descontrolada, dejó varios desmayados, muchos con raspaduras y laceraciones. El agente fue detenido. Esperaba el regaño en la parte trasera de la patrulla. Llevaba la cabeza gacha y no dejaba de llorar. Hubo más de cuarenta detenidos. Una mujer de larga cabellera de no más de 17 años, corpulenta, llevaba una camisa blanca que tenía pintado en letras verdes: ¡Has patria, mata un…! Fue esposada y trepada con lujo de violencia a una camioneta. La bota de un agente fue a estrellarse contra sus piernas, flancos, brazos, hasta romperle la nariz y los labios. Se lastimó sola, dijeron, durante los empujones la pisoteó la muchedumbre. Los organizadores habían desaparecido de la escena. La detonación fue un petardo, hecho con pólvora y sosquil, de uso común en las festividades de las iglesias y los gremios, cualquiera pudo soltarlo, pero los 40 detenidos fueron fichados e interrogados durante semanas. Las autoridades acusaron formalmente a la mujer de la camiseta blanca con el slogan al que calificaron como: incitar a la violencia, poner en riesgo a la ciudad. Mientras eso ocurría en la calle, los organizadores, y los que pudieron lograrlo, se refugiaron en El Templo. El silencio volaba sobre los ahí reunidos que mantenían las caras largas. Pocos aún respiraban de manera entrecortada. La cerveza comenzaba a realizar su función, aflojar
músculos, relajar el pensamiento, sonreír la travesura. Quizá para romper el silencio, La Monodidáctica dijo: - Al menos el tiempo alcanzó para que todos miraran el performance… Uno de los organizadores, muy querido por la banda marginal porque su pensamiento iba de acuerdo a sus actos, perdió los estribos y se volteó hacia ella, con los ojos cargados de ira: - ¿Es lo único que te interesa? –hizo una pausa intentando contenerse y apretó la mano sobre la botella de cerveza, bebió un trago y sin lograr calmarse continuó- Puede haber gente muerta, pudimos perder a muchos camaradas y tú sólo piensas en tu performance… El orador del blackberry puso su mano en el hombro de La Monodidáctica y está bebió su cerveza, bajando la cara, mientras lo escuchaba: - Ella tiene razón. Grabé en video el performance, y el inicio de los disparos. Ya lo he subido a mi Muro. Ahora sí le partiremos la madre al gobierno. Ese contingente de paramilitares que nos atacó no quedará impune. Sacaremos de la cárcel a los detenidos, y haremos pagar a los oficiales, empezando por el secretario de seguridad pública. Despídanse de ese maldito monumento –al decir esto no dejaba de levantar en el aire su oficina móvil, mientras que algunos aplaudían y silbaban. Los ahí reunidos se arremolinaron junto a los tres que debatían, brindándole mayor importancia al orador que levantaba el blackberry, como si fuera una reliquia que curara todos los males milagrosamente. Alguien preguntó: - ¿Ya tienes comentarios? ¿Qué han dicho? - Hay cinco. Uno es de Ciudad Juárez y dice que es indignante, que difundirá el video. Dos son de Cuba, incluso. También hay del Distrito federal. Uno te felicita -le dijo a La Monodidáctica empujándole la cabeza gacha hacia abajo, en señal de camaradería. La mujer levantó la vista y preguntó: - ¿Y qué dice? –entonces el orador mirando hacia el fondo de la cerveza que en ese momento se empinaba, se tomó el tiempo en recostarse en el asiento de la silla, estiró las piernas, se limpió la boca con el antebrazo y sacudiéndose un poco la pereza, dijo:
- Han preguntado si pude tomar más fotos. Que tus tetas son deliciosas. El silencio los cubrió a todos con su manto. La Monodidáctica sonrió apenas y dejó que su vista planeara sobre los ahí reunidos sin detenerse a mirar a nadie, hasta que su mirada, con timidez, incluso, se perdió en la luz verdosa que cruzaba el cristal de las botellas que estaban en la barra del bar.
ESCOLOPENDRA Sólo éramos Alicia y yo separados por la delgadez de la madera. Yo junto a la puerta del baño, atrapado en la rendija donde filtra esa luminosidad. En la nariz el olor de la piel húmeda. En la piel las astillas del temor a ser descubierto. Una hoguera se iba gestando en el vientre, un estallido de los capilares en los labios, en la punta de los dedos, en los ojos. Y acá está desnuda de nuevo, inmersa en la boca abierta del silencio, calladita e inmóvil sobre la plancha metálica. Es el azul de sus labios, los moretones y los coágulos cubriendo centímetros de piel. Hace frío en la habitación. Miro la sequedad de sus células. Apenas me avisaron recorrí las calles de la ciudad rumbo a la morgue, con el escozor en las venas, cual si el tiempo se comprimiera al romper los espejos de la mente, y es ahí donde vuelvo a mirar aquel animalejo que subía por las paredes, sus patas me recorren otra vez la espalda y pienso en la lengua de Alicia ensalivando mis axilas. Con los minutos descolgándose del reloj de la pared, iba una escolopendra por la verticalidad del muro, ajustando sus articulaciones, goteando su ponzoña sobre las losetas del suelo mientras mis piernas permanecían atrapadas, como si estuvieran contagiadas del veneno del bicho que caminaba por el muro, junto a la puerta, junto a mí; y yo entumido e inmóvil recargado en el deseo, observando a Alicia desvestirse. - Es ella. El agente del ministerio público sostiene la sábana con que le cubren el rostro. La médico forense, con sus delgados dedos cubiertos de látex, va mostrándome las heridas y los moretones en el cuerpo de mi prima. Los costados han sido desgarrados, a lo mejor por animales de rapiña que abundan en los basureros donde encontraron el cadáver. Tiene piquetes de insecto en toda la espalda y en los muslos. Me fijo en los dedos de la médico, en el color café obscuro de sus uñas, en la delgadez de su muñeca, tiene el pelo recogido, el cuello alargado, los pómulos realzados y las cejas bien cuidadas. Detrás de la bruma, miro cada movimiento cuando me acerqué al lugar exacto, esa aspereza de la puerta del baño, puedo sentirla aún: la cubierta de sequedad arcaica, las líneas inexactas de las circunvoluciones, eran lo único que me separaba de Alicia. El
obstáculo que detenía mis impulsos de niño que abría los ojos ante la humedad del sexo. Mis trece años dominando el tumbo de mi corazón, las venas quemando las entrañas. La tarde que me atreví a espiarla había llovido, la humedad se sentía en las paredes y una brisa fresca entraba por los resquicios de las ventanas. Mi abuela había salido como siempre a alguno de esos rezos vespertinos en que las ancianas se entretienen. El cielo mantenía su negrura amenazante; yo me hacía tonto mirando el techo y descubrí la escolopendra caminando por los rincones de la casa. La humedad la había hecho salir de su escondrijo a recorrer el techo y las paredes, dispuesta a la cacería. La capturé y evitando la mordida la introduje en un frasco de cristal. Cuando salí de la morgue, llevé conmigo el collar que de niño le había regalado a Alicia. Era el artrópodo de la niñez dentro de un cubo de cera. Igual he guardado el número de teléfono de la médico forense, su letra limpia y ágil me dan esperanza. Su risa se había destartalado cuando se dio cuenta que le coqueteaba. - Llegó hace tres días, pero fui posponiendo la cita para verla- explicaba mientras me entregaban sus pertenencias. Había sido asesinada como otras tantas mujeres. Se haría la investigación con todos los tiempos y deficiencias que eso implica. Cuando Alicia se metió al baño supe que era el momento de aprovechar para correr a sus cajones y hurgar entre su ropa interior para encontrar la imaginaria de sus olores. Hasta aquel momento me conformaba sólo con esto. Pero esa tarde la oscuridad del cuarto me permitió darme cuenta que por las ranuras de la raída puerta del baño, la luz filtraba. Escuché el agua de la regadera. Ahí estaba yo, junto a la puerta, mirando la transfiguración de todos mis sentidos, encandilado por la luz como un insecto. Dejé el frasco con la escolopendra en el suelo e introduje la vista. Alicia se pasaba el jabón por las piernas, subiendo sobre los muslos, y haciendo crecer la espuma sobre la vellosidad del pubis. Mis manos quedaron pegadas a la puerta y la pupila creció, como si se tratase de esos juguetes de esponja que vienen comprimidos dentro de un huevito de plástico, y aumentan su tamaño cuando les echas agua. Ella cerró la llave de la regadera y salió a escurrirse. Cuando estuvo frente a mi, la toalla corrió sobre sus pechos, redondos y relucientes, sorbiendo gotas como la lengua de
un monstruo que no se cansaba de paladearla. Se cerraba alrededor de su talle y se abría de nuevo sobre la cadera, para terminar por enredársela al cabello que gotea su espalda. Alicia dio un paso enfrentando mi respiración; se acercó a la puerta, y las piernas se me hicieron una masa gelatinosa por el calor que me envolvía. Fue cuando sentí la herida en la pantorrilla, grité y Alicia me descubrió, el bicho sintiéndose libre me había hundido sus quelas. Con un manotazo, me lo arranqué, no me dio tiempo de meterlo al frasco, y corrí hacia mi casa. - Yo avisaré a sus padres- le había dicho a la médico forense mientras firmaba los papeles que daban constancia de su identidad, y tuve oportunidad de rozarle la mano, ella me lanzó una mirada invitadora. Quedamos de ir a cenar. Bajo la bata clínica me he percatado de sus diminutos senos y no pude resistir, de nuevo, la tentación. Yo ardía en calentura cuando me visitó Alicia en mi cuarto. El veneno del artrópodo me dejó indefenso. Mi prima había traído el animal dentro del frasco, remojado en alcohol. Desde entonces comenzó a meterse a mi cuarto tumbándose en la cama para quedarnos mirando el techo, y le enseñé mis juguetes con los que torturaba insectos, y otras alimañas. Pusimos el frasco con la escolopendra enfrente de la cama, y Alicia me enseñó a recorrer su cuerpo: primero a mordiditas, y luego sorbo a sorbo hasta quitarnos el aliento. Me acostumbré a esa mágica furia con que supo atrapar mi lengua. Yo le presumía mis aficiones de diversión con toda esa fauna rastrera que la gente odia, y son parte de mí. Comenzó a ayudarme a alimentar tarántulas, a ver cómo los alacranes sujetan a los grillos para devorarlos; toda esa violencia depredador-presa, nos excitaba hasta el orgasmo. Llegamos a cazar escolopendras para dejarlas caminar sobre la cama mientras enredábamos la piel. Nos acostumbramos a su ponzoña. Por eso le regalé el collar. Había enrollando la escolopendra como un caracol. Lo cubrí con cera líquida que al enfriarse formó un cubo sólido, hice unos cortes con un micrótomo, luego lo guardé en un relicario que robé en una iglesia, le crucé una cadena de plata que era de mi madre, y se lo colgué al cuello, para que cayera entres sus enormes pechos, hasta que llegara el momento de olvidarnos. Y supe que, a pesar de los años que me llevaba, por más que quisiera, no podría arrancármela de encima.
- Quiero pasar contigo las vacaciones, -había dicho por teléfono. Pero no pude reunirme con ella hasta que la policía vino por mí. Encontraron su teléfono portátil con la última llamada a mi número. Su cadáver tirado en la basura. Camino por el interior de este parque con el collar de Alicia entre los dedos. Puedo ver la rigidez del miriápodo dentro de la cera. La sequedad de mi prima en la memoria, sobre la plancha metálica, sin más gritos de dolor y sangre escurriendo. Al anochecer pasaré por la médico forense para ir a cenar. He atrapado algunos alacranes para divertirnos.
ATRAPADO EN LA LUZ Con la heladez pinchándole la carne recorría las bancas de la plazoleta sin encontrar una que estuviera desocupada para tumbarse a pasar la noche. Se refugiaba en las calles como una sombra, rumiando sus pensamientos y necesidades con lentitud, observando el momento oportuno para tomar de la basura lo que los otros hubieran desechado. Era débil. Los otros vagabundos le habían dado puntapiés y ni un trago de aguardiente quisieron compartirle para entrar en calor. No lo soportaban. El frío era un cuchillo lunar, el viento un latigazo. Tenía que frotarse las manos sobre los brazos lampiños, mordiendo el aire, tiritando. Decidió echarse bajo el laurel vetusto, dentro del arriate, y como la sombra que se presentía comenzó a hundirse en la penumbra. Tuvo suerte que las rondas de los patrulleros no lo descubrieran. Demasiado era soportar a estos parias sin hogar en las sillas del parque, pero encontrar gentuza destruyendo los jardines era inaceptable. Se vio sorprendido por la luminosidad en el interior del tronco. Apenas pudo abrir el ojo doliente, casi cerrado por los golpes que había recibido, para encandilarse con la luz que surgía cálida y a su vez amenazante. El resplandor ahí estaba, sintió el calor que desprendía y quiso ser parte de él, acercar las manos a la luz refulgente como se acercan las manos al fuego, y de súbito el golpe electrizante. Un calambre recorrió el espinazo, se le torcieron las piernas y sus músculos comenzaron a moverse sin control, mientras él solo podía acallar los gritos con la lengua entumida: el brillo, el brillo, el brillo del árbol, la diminuta voz de su conciencia: me muero, tuvo que pensar, me muero, y se miró en aquel columpio: el día era claro, su madre iba meciéndolo lenta y delicadamente, mientras su padre frente a él, estiraba las manos para que se sintiera feliz; aquellos adultos del recuerdo eran todo lo que le quedaba de la infancia, luego las correrías rompieron el silencio. Su padre con la sonrisa quieta y el hilillo de sangre en la mandíbula, había quedado recostado en la plancha de cemento sin meter las manos, alguien gritaba ¡al suelo al suelo!, y ya no había manos que siguieran empujando su espaldita. No podía mirar hacia atrás por miedo a caerse del columpio. Se quedó quieto hasta que el columpio dejó de moverse; luego otro adulto corriendo se detuvo al verlo, y el brillo del metal le cegó unos instantes; unas manos lo levantaron del sitio donde se había quedado sentado. El hombre de la sonrisa quieta como una sombra en la memoria. No vio más a la mujer que le empujaba, tal vez sería hermosa, el recuerdo le ofrece tan sólo unas piernas recostadas en la arena, y el correr
de todos hacia cualquier parte. Un sonido hueco iba gritándole al oído, ¡están encapuchados, cambio, han caído civiles, cambio! y el sonido de la estática; la corredera, los pasos alejándose, cerró los ojos para perder por siempre la imagen de las piernas de mujer y la sonrisa petrificada de su padre. El brillo, el brillo y el ardor corriendo en barahúnda, sus músculos seguían en el estertor. Sentía que se tragaba la lengua. La mandíbula comenzó a dejarse caer para que la saliva escurriera, el brillo, el brillo y una contaminación infame de silencio lo arropaban con la noche como un monstruo que abriera las fauces para devorarlo. Silencio duro, pegajoso, que tapaba los oídos. Niebla brillante y poderosa se le metía en los párpados, no podía más que mover las órbitas de un lado a otro, de un lado a otro, y esas alas blancas fueron tomando forma en su mente. Aquel rostro del sueño y la sonrisa y las manos hacia delante que pensaban recibirlo si se animaba a saltar desde el columpio; miraba sus pequeñas extremidades y tenía miedo de voltear, sentía las manos que lo empujaban, el sueño que se repetía: mi queridito, mi angelito, mi pequeñito, ven con papi, salta, ven con papito. Ven puto de mierda, te voy a dar lo que te mereces, lo que has estado pidiendo con tus ademanes de niña, princesita, ven con tu papi. Y todos los cuartos de hotel que había recorrido con esa estúpida sonrisa de terror en el rostro. Tal vez era el cinismo o la costumbre, no puede recordarlo. El rostro desencajado de los hombres que lo levantaban en la avenida cruza ante sus ojos, y el estertor continuo, la lengua entumecida, la baba chorreando sobre su pecho. Me muero, tuvo que pensar. No recordaba cuando comenzó a tragarse el semen, a entregar su miedo de abordar mujeres; le quedaba un latido en el insomnio, una nube púrpura se le plantaba en el labio partido, y aquel director del orfanato que se metía entre sus sábanas, que lo conducía de la oreja hasta su luminosa oficina a recibir el castigo por ser tan callado, me gustas por tu boquita de nardo, podría enamorarme de ti, pequeñín, pero sé que no soy la única, nunca el único para ti maldito maricón de mierda, y golpe a golpe aprendería, porque soy viejo, un maldito viejo con adicciones gastadas, y ni siquiera mi mujer ha podido comprenderlo; tendrás tu castigo por sonreírme tanto, esto quieres ¿no?; el pene colgando junto a sus labios y los golpes en el rostro, no me muerdas hijueputa, te voy a enseñar a ser más dócil, a ser una señorita como debiste serlo siempre, y aprendió a no sonreír. A tener miedo a los cuartos luminosos de tan blancos. Se olvidó de las lágrimas para darse cuenta que no tenía mayor forma de sobrevivencia que aceptarse como parte de la calle, como los semáforos, los botes de
basura y los postes de luz, supo que este era su sitio, dormitar en cualquier parte, y el dolor en el brazo, el brillo que lo cubre todo. No había otra forma para obtener comida, sitio donde dormir, un poco de trago, un poco de hierba, pastas, no más dolor en el vientre, no más diarreas, no más piojos, las amistades parque a parque, golpe a golpe, su debilidad, sus lindos ojos aceitunados, sus rizos castaños que le caían sobre los hombros. Tienes que volver a Ishvar, la voz le calaba los oídos como si fuera una nube que de pronto oscureciera el cielo de sus pensamientos, una voz aullante que iba penetrando entre sus recuerdos: él todo lo sabe y lo ve, él todo lo siente; vuelve hacia su luz, alza la vista que ya él te ha encontrado, reconócelo: ¿quién te lo da todo?, la lluvia, el sueño, la noche, el recuerdo, la luz, la experiencia, sólo Ishvar, tu dios que te acepta como eres; déjate llevar por su viento cálido que todo lo circunda, despierta hacia la calma de su espíritu, siempre estará a tu lado, sostendrá tu mano. Las manos a la cabeza y los gritos ahogados en la baba que le cuelga y le inunda el pecho, acrecentando la formación de lodo sobre su piel y su raída ropa, el árbol, el grito, y el ardor acomodándose en las costillas. No más desiertos de soledad, rari rari rarotonga y venga la voz del cabaret a quemarle las colillas en los nudillos; mi yaar, mi querido pana, mi hermosura, ven a comprenderte, desángrate las piernas mi querido ratoncito, mi principito rosa, ahí los brazos esperando, acá las delicadas manos empujando tu espaldita. Empujado hacia la calle, hacia las amistades oxidadas con quienes había preparado el robo, con quienes había fracasado, y es que hay quienes nacen con mala estrella, y los astros no te dejan ni siquiera respirar, rari rari rarotonga, y dale que dale zumba el viento. Pero nunca pudo prepararse para la carrera, para la fuga si resultaban descubiertos y así se le cruzó la ley de la sociedad que siempre le había escupido al rostro, ay mi pana, mi yaar, mi principito menso, lo sabes, alguna vez alguien tuvo la certeza de que sí era un niño limpio de tan usado, pero la cárcel le destruyó la amargura, le maceró la esperanza y de nuevo a las avenidas. Alguien lo observó dolerse, lo miró abandonado y lo supo, con esa carita de nardo la calle no puede ser prisión, y le dio cariño. Cariño salvaje de perro callejero al que se le da de comer en el patio. Ishvar que todo lo circunda, levántate hermano. Y aquel obrero cincuentón se lo llevó a casa y le quiso dar un hogar, oh mi tierno jovencito de quince años, para disfrutar su brilloso anito, su lampiño rostro, su cuerpo delgado de niña buena, su pecho de parvulito que tantas veces recorrió a besos; te amo, principito, trabajaré para ti, te daré mi pensión y ahí se estuvo hasta cumplir los 19; pero aquel obrero murió de cáncer y él tuvo que regresar a la calle. No tenía nombre ni excusa para decir por qué
habitaba ese departamento. No tenía más que esas paredes donde su amado esposo lo escondía, lo escondía de todos y lo adoraba así, prisionero y secuestrado. Era un ídolo de piel. Le había enseñado a leer, aunque siempre era atolondrado, y los bastonazos en la mollera, y se le escapaba un diente y una mordida tenue, pero el obrero siempre sabía pedir perdón con un regalito, una salida a cenar a lugares discretos y casi abandonados, ese romanticismo de los que se enamoran y se reconquistan, ir al cine, tomarse de la mano, al río a bañarse y a que le perforaran el culo con el ruido de las cascadas. Soy Ishvar la luz, esa luz que trae paz a tu conciencia, el brillo, el brillo, el brillo del árbol, y esas manos y rostros y la estática, acá tengo un niño conmigo, cambio, se ha rescatado un niño, cambio, y las piernas de la mujer, y la sonrisa del padre en el cemento. Siempre esconde la mano que jode al otro, o algo así, córtate el miembro que jode al otro, y el ano sangrante y la boca con olor a semen, y había lamido tantos, y la luz y los estertores, y tú como Ishvar que te perdona, todo se te perdona, levántate y anda. Anda a chingar a tu madre pinche dalai lama. Dejen de joder al pobre puto, que ya tiene demasiado con andar ebrio y madreado, para que vengan ustedes con sus cánticos de las cavernas y su imposición de manos que nadie les ha solicitado. Y los vagabundos vinieron a espantar a los carroñeros de túnicas anaranjadas, esos rapaditos estilo kung fú que le hablaban al hombre que dormía en el arriate. Dejen de joderlo que lo picó una tarántula anoche y no se nos quiere morir de pendejo el pobre puto, y estos pinches seguidores de Krishna, que lo habían encontrado convulsionando por el veneno, ahora se alejan con sus ropas holgadas que van barriendo el polvo del parque, polvo somos y en polvo nos convertiremos, cuando llegue la hora. No te nos mueras cabrón, y esos Krishnas a ocupar su parte del jardín del parque para su repetido y diario tai chi, convocando a sus seguidores, oficinistas, amas de casa, los de la tercera edad, y los que vienen a ligarse a las solteras. Los vagabundos se levantan, esconden sus cartones (sábanas o almohadas) entre los árboles. Lo miran babearse con los ojos cerrados por los golpes de la noche, con el brazo negro por la picadura y el árbol de laurel incendiado en mariposas y luciérnagas, guarida perfecta para la tarántula que le ha encajado las quelas al pobre principito asustado. Qué pendejo eres, mi perro; cómo te atreviste a meter la mano en su nido. Venga pa cá. Lo llevaremos a la Cruz Roja a ver si lo quieren atender. Lo ayudan a ponerse en pie. Lo arrastran hacia el hospital atravesando el parque, mientras los
seguidores del agua-fuego-aire realizan sus acrobacias en busca de controlar el estrĂŠs de los ciudadanos todos, en esta maĂąana que apenas se hace blanca.
SOMOS LUGARES COMUNES Las mujeres son como los autobuses, había dicho Manuel y me acostumbré a esta idea: subes en una esquina y te bajas a la siguiente. Los dardos del machismo en el que uno crece: Hay un dios y una virgencita, que es su madre, para quedarnos de rodillas bajo el sol esperando que el agua nos cubra las facciones y esconda nuestras lágrimas. Todos corriendo a los burdeles y de ahí al confesionario. Las cosas no siempre son como uno cree, sólo pueden verse tres lados del cubo; y a pesar del machismo, a Manuel siempre le partían la cara, con facilidad, otros machos alfa, en esas jaurías que corren a las discotecas. Andaba siempre de una chica a otra y cuando alguien se sentía herido en su hombría, ya encabronado, se la cobraba. Mi cuñado era tan malo para los golpes. Y con eso de los amores de secundaria (y sus reclamos de ésta es mi vieja que siguen heredado), ellos van defendiendo a sus mujeres como si eso hiciera que ellas los admiraran (me hace sentir protegida), sin darse cuenta lo bien que gozan abiertitas la llegada de otros hombres a su cama. Alguna vez me dijo Ana, luego que supe que hablaba mal de mí y la enfrenté para pedirle que fuera honesta: Las mujeres cuando mentimos no podemos echarnos para atrás. No podemos decir: me equivoqué. Anduve con Manuel de correrías durante la época que enamoraba a su hermana Claudia. De vez en vez podía entretenerme, a sus espaldas claro, con su novia en turno: Jazmín era eso que llamamos una lolita. A sus trece la hormona le había descubierto las formas y ella gustaba de mostrarlas. Yo había cumplido apenas quince. La novia de Manuel y yo solíamos besarnos en las reuniones de la familia política. Podía meterle los dedos entre las piernas, bajo la mesa, cuando comíamos juntos en alguna fiesta, ella frente a mí, junto a mi cuñado; yo con Claudia a mi costado. Llegamos a manosearnos en la terraza de aquella casa mientras esperábamos a nuestras respectivas parejas, porque siempre hay momentos para escapar de las miradas. Incluso Ana, mi amiga de la infancia, sabiendo mi noviazgo con Claudia, me reclamó: Me traes a esta fiesta, y apenas llega Jazmín te vas con ella. No tienes madre. Claudia nunca tuvo que enterarse de todas las veces que la engañé con su cuñada. Pero igual terminamos porque yo andaba con otra mujer, perdido en sus esferas. Ocurrió sin darme cuenta, cuando quise regresar fue tarde. Hay cierta sustancia mágica en un mundo mil veces repetido: terminé con Claudia y mis amoríos con Jazmín se fueron al caño. De mi amiga Ana tengo vagos recuerdos. Me alejé
de todo aquel grupo de la adolescencia. Crecí junto con mi sexo, y la bola de nieve rodó, rodó, y acabó más y más oscura reventando en lodo. He pasado de una chica a otra sin darme espacio para la soledad. - Los hombres piensan que las mujeres creen lo que les inventamos. Nada más equivocado. - ¡Salud! –gritó el joven con tamaña sonrisota, alzando su vaso. La cantina del puerto estaba casi desierta, con la rocola apagada en el rincón, y el bisbiseo del ventilador de techo, que apenas escupía un aire cálido, enojoso, para mantener el sudor a raya, pegado sobre las camisas de los hombres, sentados en sillas blancas de plástico, en una mesa desarmable, cuya superficie mostraba quemadas aparentes de cigarros. El trasvesti, entrado ya en años, que regenteaba el bar, se entretenía de la cocina a la barra, de la barra hacia la mesa para traer la raquítica botana, y de paso mirar y sonreír coqueto al hombre joven que levantaba el vaso de cerveza, y golpeaba con la palma de la mano, la doblada espalda del hombre entrado en años que acariciándose la desarreglada barba, cerraba los ojos a sabiendas de que para poder beberse unas cervezas, tenía que entretener al jovenzuelo citadino. - No te burles. –el anciano lo miró de soslayo, y con desgano levantó también su vaso para el tintinear del brindis. -Lo digo en serio, viejito –y volvía a palmearle la espalda- Continúa… Vamos... No te ofendas. -No soy tu payaso. –y al decirlo entre dientes, jugaba con la humedad que dejaba el vaso de cerveza sobre la mesa, formado delgadas hileras cual si fueran ríos que se precipitaran intentando hundir imaginarias comarcas de fantasmas infinitesimales, habitantes sempiternos que sobrevivían de los restos de botanas que iban cayendo en las oquedades del tejido plástico con que estaba formado el ahora mueble que sostenía vasos, platos botaneros y botellas. -Exageras viejo. Venimos a divertirnos. ¿Otra cerveza? ¡Mesero..! –el travesti volvía de la barra, exagerando sus ademanes amanerados, para traer a la mesa otro litro de cerveza; el viejo reanudó su plática:
Manuel acabó casado a los diecisiete luego de embarazar a una de sus novias (Jazmín lo dejó; no volví a verla). Conozco varias versiones de compañeros que se han cogido a mi ex cuñado cuando anda borracho. Eso de soltarse con el alcohol: los que presumen de machitos luego-luego son unas lindas mujercitas. Hay que andarse con cuidado. - Habla por ti, viejo. –y bebió un largo sorbo mientras estiraba los pies, con las botas llenas de lodo, acomodándose sobre la silla, guiñándole un ojo, como signo de complicidad, y siguiendo el juego al dueño del lugar quién, muy pendiente, se mantenía en silencio limpiando uno a uno los vasos de cristal, detrás de la barra. -La fidelidad es la resistencia de nuestra especie a los instintos básicos, alimentada por la moral cristiana… -el anciano levanto un poco su vaso, miró hacia la barra, para interactuar también con el trasvesti, y guardó silencio unos segundos, para enseñar una sonrisa de dientes negros y añadir -¿Cómo ves?- luego empinó el codo. - Uta, andas punzante… -el joven aplaudió como signo de aprobación.- ¡Salud, ancianito!, - y tomando con sus manos la cabeza del hombre entrado en años, la sacudió como si fuera una pelota. –Así me gusta, me encanta tu filosofía. Con el tiempo fui inventando mis propias premisas que consideraba invaluables en cuestiones de ligue: nunca termines con una mujer, deja que ellas terminen contigo. Nunca les digas que no las amas, tú nunca dejarás de amarlas, que sean ellas quienes tomen la decisión de dejarte, que ellas sean las que truenen. Eso las hace sentir mejor. Las hará creerse poderosas, capaces de doblegar tus instintos: puertas abiertas, carnal, siempre deja las puertas abiertas y así podrás regresar a gozártelas. También en los brazos de Diana me confesé, justo después que Damiana le mandó esos textos que yo me escribía con otra chica (la muy perra): - ¿Cuántas veces has pasado por esto? -Diana preguntaba sobre el sentimiento al terminar una relación. Luego coger hasta que el sudor enfriara la carne y platicar sobre el abandono. -Podemos ser amigos- Había dicho, recostada sobre mi pecho, para tantear una posibilidad. Su desnudez era una cascada inacabable de espasmos. Apenas podía respirar. Se desparramaba de espaldas sobre mi costado derecho, y estiraba su pierna izquierda, dejándola caer sobre mis muslos, segura de que yo le pertenecía, atado en esa
cama. Era su cabello húmedo y su espalda sudorosa los que manchaban mi tranquilidad. Con una respiración atragantada contesté: - No creo mucho que se pueda ser amigos luego del dramatismo en que nos hemos gastado. No soportarías que te cuente que ando con otra. - ¿Tú soportarías saber que ando con otros? - Todo amor es una utopía, ¿para qué engañarnos? Aunque somos fuertes, no conseguiríamos confiar el uno en el otro. Además, ya tienes a Ismael. -Tú eres casado. Yo tengo un hombre para disfrutar cuando me siento sola. Si tú estuvieras conmigo, sería toda para ti. - Por qué te empeñas en decir eso. Sobre todo en creerlo. -Eres casado, ¿cómo te atreves a juzgarme? Tienes una mujer todas las noches en la cama; yo tengo a este hombre, estamos parejos. Ismael sabe de ti. Soy tuya. Él me brinda pláticas y café; no es sexo, tienes que entenderlo, siempre seré tuya. No nos buscaremos. Le dije mientras la penetraba. Con sus rodillas y manos en la cama, la tomaba del cabello y sus nalgas se aporreaban a mi vientre. Estirando los brazos, le apretaba los senos que intentaban volar como palomas. En cada empujón hasta el fondo los insultos iban caminándonos la boca, como una caries que no tiene cura, como mil arañas tejiendo su amargura dentro de los dientes. Nosotros los infieles siempre queremos asumir que no es el sexo lo que importa. - Planear contigo es esperar como una mosca en la tela de una araña. - No crees en lo nuestro. Por eso te vas con quien sea. Pero, eres libre de irte. Se que soy libre, no serás tú quien me lo diga, me dijo exasperada, y agregó: - He decidido que serás mi meta, mi fin, mi tumba. Aunque ahora tenga un hombre no significa que no siga necesitándote cerca. Me gusta, pero jamás será como tú. Puedo embarazarme si lo deseo, puedo llenarme de hijos como me lleno de semen, pero tú estarás ahí, en el horizonte, marcando mi final. - Esos teatritos tan gastados...
- Lo digo en serio. Ni el sexo es bueno fuera de tu cuerpo. Es otra cosa lo que busco en ellos. Me escuchan y complacen. Es dura esta ciudad para lidiar con tanta soledad a cuestas. Tú no has vivido esta soledad que me devasta. Las jornadas se hacen largas en los vagones del metro, en los elevadores. Todo se compone de rostros, metal, rostros, metal, esos malditos rostros metálicos indiferentes que aletean sobre mi cabeza. Extraño tu cuerpo. La soledad es dura para quien la tiene mordiéndole siempre los pezones. - Estor orgulloso de ti pero no te creo. Conozco tu forma perversa de disfrutar el sexo. El amor que construyes con Ismael no se traduce en lamidas y encierros solamente. Cuando compartes la renta y el colchón, la honra es la única que queda desprotegida. El sexo casero se alimenta de las vísceras. Y en las vísceras se guarda la pasión. Se honesta ahora que vives con él. Esto que tenemos es secuestrar un poco de tiempo, nada más. Andaba yo en mi segundo matrimonio, y a pesar de los tres años de andar de amante con Diana se me presentó la oportunidad de tener otra chica. Esas oportunidades que brincan para entorpecerte la razón. ¿Quién tiene el humor de rechazar otra vaginita jugosa? No seré yo aquel cínico. El círculo del tiempo parecía un cinturón de calor que iba cerrándose sobre el poblado costero. El sol astillaba la arena en la calle, afuera de la cantina. El dueño de la cantina se esmeraba en atender a los dos únicos clientes que habían caído desde el mediodía. Ofreció lo mejor de su cocina, pero nada pidieron que no sea una cerveza tras otra. Litro tras litro había ido sirviendo a los dos hombres que se miraban de cerca mientras iban perdiendo la capacidad auditiva. El hombre viejo siguió con sus historias. La botana desaparecía con rapidez de la mesa, y el dueño del lugar pasaba su franela siempre a tiempo. Les había permitido fumar, incluso aceptó de buena gana ir a comprarles cigarros, siempre y cuando aceptaran el costo extra que eso implicaba. El hombre joven no tuvo reparo en ello. El viejo lo había interesado con su relato: Damiana llegó solita. Bueno, quizá puse un poco de mi parte en hacerle saber a su amigo, aquel mariquita chismoso, que ella me gustaba. Dí por hecho que iría corriendo a contarle: Damiana me vuelve loco, le dije con la seguridad que esas palabras llegarían a su destino. La perra era de mis más recalcitrantes gustos: flaca, desabrida, no muy linda, con el cabello hermoso, los tobillos delgados, las nalguitas paradas y esas clavículas expuestas. Hasta el hecho de no tener nada de tetas se compensaba con la forma en que
sabía dar las chupadas más ricas de toda mi existencia. (Los que se creen machitos… primero les gustan las niñas sin tetas, ¿no será su fijación por querer tirarse a un hombrecito?) Miento… te darás cuenta que miento… porque sabrás de esto igual que yo. Alguna vez me cogí una súper gorda, de esas cuyas tetas, cada una es del tamaño de mi cabezota. Fue cuando un cuate me vendió por una borrachera. Fuimos a la fiesta de la gorda, y cuando andaba bastante marihuano (siempre se puede estar peor) la gorda me ha puesto una mamada de lo más increíble. Me la chupó lo menos una hora. No podía terminar así nada más: la voltee y se la metí. Traicioné mi gusto por las flacas. -¿Por qué los distractores, viejito? Me estás contando de las infidelidades que te han hecho llegar a este punto. Dame tu vaso te sirvo un poco más… - Dile al mesero que se traiga más botanita. –apenas terminó de expresarlo y el travesti ya estaba levantando los platitos de plástico, pasar el trapo, para segundos después asentarles más botana. - Eso y… gracias –le dijo el joven tomándolo de la muñeca, para en correspondencia recibir de nuevo una sonrisa llena de sinceridad. El anciano llenaba los vasos de nuevo y atacaba con gusto la botana recién servida. El caso es que Damiana se interesó y no se iba por las ramas. Me dio su número y me pidió que la llamara. Fui a verla a su casa y la niña fue patética. Pensé que comenzaríamos a coger como locos y ya, pero: - Tú en ese sillón y yo en el de acá, vamos a platicar –y me dio risa su bobería; si quiere jugar a la niña inocente le seguiremos el paso, me dije. Nos fuimos enfrascando una y otra vez en las salidas. Ocupaba todas mis tardes y ya no me alcanzaba el tiempo para ver a Diana (mi verdadera novia, mi amantita pues), porque los fines de semana los dedicaba a mi esposa y a mis hijas. Damiana me fue absorbiendo, junto con el semen, todas las horas disponibles. El tiempo a su lado era tan cárnico. Siempre su sonrisa diciendo: deja que me atienda sola, y estirándose a lo largo de mi cuerpo, traspasada, herida, empalada y a gusto, sabía sacarle jugo a su delgadez. Empezó a meterse más y más en mi vida. Me hablaba de su familia, (siempre hablan de su familia cuando se ponen serias); me regalaba ropa, me
prestaba el carro, le bajábamos lana al marido. Gigolear tiene su atractivo. Es un golpe de adrenalina sobre la vanidad. - Te veo y…, así… todo jodido…, y… perdona pero…, me cuesta creerte… No serán solo fantasías tuyas, viejito… - Qué te pasa. No siempre he sido un alcohólico. Ni anduve jodido como ahora. Tuve mi pegue aunque te cueste creerlo. Nomás que ande arregladito y con mi carrito en la puerta y verás cómo se me suben las chamacas. El caso es que me la estuve cogiendo durante un año. Un maldito año que me cogía a las tres mujeres con quienes compartía las horas. Pero fui cayendo en la idiotez de no ser el verdadero hijo de puta que uno debe de ser para estas relaciones. Es decir, fui sincero. Damiana comenzó a hartarme con los “Dime que me quieres”, “Me gustas”, le respondía con desgano, “Quiero que me digas si me quieres, y que me lo digas ahora”, su rostro tenía eso de fuego que despierta el naciente rencor, y la lagrimita en el ojo le palpitaba con ternura; no imaginé, en ese momento, detrás de la lágrima, la furia. No me decidía; a dónde se fueron las cogidas salvajes, las fotos que nos tomábamos en los moteles, los videos porno que nos gustaba filmar, la marihuana, el burlarnos del esposo y su familia, el semen inundándole los labios, las penetraciones al ano. Por qué abandonar la diversión por el drama. Ya nada era divertido. Dónde el sexo sin involucrar el corazón: que todo sea piel, ¿ok?, nada de involucrar terceros. Como el pendejo que soy, fui cayendo con su carita de “te quiero y quiero vivir a tu lado”, y la muy estúpida se me embaraza. Ahí fue cuando todo cobró un verdadero grado sentimental. El decamerón trasladado a los guiones de la televisión venezolana (así de idiota). Se puso cachorrita y comenzó a vivir para lo que yo decía, y me fui volviendo sedita a sus caprichos. - ¿Y Diana? - Espérame, ahora te cuento esa parte. Tantas mujeres. Tanta relación fácil en el mundo y yo cayendo como siempre, víctima de la sinceridad. A pesar de los lagrimeos, uno tiene que aprender a decir adiós.
Darse la vuelta, olvidarlas. Siempre habrá otra mujer al doblar la esquina. Nunca debes detenerte ante la humedad de las lágrimas, ni de la sangre. - ¿Tienes otra, verdad?,- Damiana se esmeraba en enardecerme. - Estoy casado. - Sabes lo que quiero decir. Tu mujer no importa. Es la zorra que te viene a ver a la oficina. - Te equivocas. Diana no es la otra, en todo caso tú eres la otra, con Diana hace tiempo que salgo. –todo tenía que estallar. Damiana se fue encima de mí. Me tundió a golpes. - No te lo devuelvo –le dije mientras la tomaba por las muñecas- por qué estoy dentro de tu casa, pero no vuelvas a golpearme la cara. - Mal nacido –con la rodilla me alcanzó los huevos; caí al suelo y disfruté sus patadas hasta desternillarme de risa. Luego ella se sentó en las escaleras a llorar. Con el dolor por los golpes y la sangre del labio, ennegrecida, me arrastré, la cogí del cabello y la jalé hacia mí para besarla. Fue la última vez que nos hicimos el amor en su casa. - ¿Y Diana? Diana resultó ser lo mismo que yo. Era algo así como mi parte femenina. Hecha del mismo cordel con que yo había tejido mi vida. Lo que no soporto y no me queda claro, jamás lo sabré, es por qué ocultar sus relaciones cuando ella era libre. Supongo que era igual de necia que yo. Quería permanecer invicta en la mentira. Las mujeres cuando mienten no pueden echarse para atrás. No pueden decir: me equivoqué. - Pérame viejo, que voy al baño –interrumpió el joven. La tarde comenzaba a refrescar. El sol se diluía con esa lentitud con que el mar lo devora todo, atrayendo hacia la población ese frescor anaranjado de atardecer y grito de gaviotas. El silencio era tan sólo una idea inoperante, el sonido del oleaje, ahí en la cercanía, junto con la brisa tallando los árboles, el graznido de las aves y el ventilador con su ruido monótono anunciaban el ciclo, tantas veces repetido. Al quedarse solo, el viejo encendió un nuevo
cigarro, y se detuvo a mirar el ambarino líquido contenido dentro del vaso. Ahí flotaban aquellos rostros de los que hablaba, también el suyo, avejentado, y el recuerdo de aquellos espejos en que se contenía su infancia, una infancia de niño sobresaliente, esos días de luz que alguna vez llenaron su vida, luego la tan trillada oscuridad del divorcio de sus padres, la cual pudo pasarle inadvertida de no ser porque su madre se dedicó a pensar sólo en su macho, a sufrir y llorar; a la oficina desde las ocho de la mañana, de ahí a sus grupos de autoayuda, siempre preocupada por su propia felicidad sin que le quedara tiempo suficiente para la crianza de un niño de diez años; recuerda con claridad a los abusones de la secundaria, con quienes tuvo que liarse a golpes, ese perder su inocencia con una enorme mordida de la imberbe sociedad que le rodeaba, rapaces que jugaban a machitos, arrancando besos, rompiendo pequeños sostenes, y los más osados, dejando caminar algún dedo por debajo de los calzoncitos de las pequeñas ninfas que comenzaban a ponerse maduritas. Ese sentirse desde muy pequeño en soledad, encerrarse en el baño consiente de los pecados que significaba la masturbación para sus días de acólito. Tuvo que fumar largo y beber un trago enorme de cerveza para arrancarse esa melancolía, despabilarse al momento exacto en que su compañero regresó del baño, y trasladar la burla casi desde los labios de esos gnomos de la secundaria hacia el ahora para decir: -Bien atendido ¿eh?– para intentar herirlo acusatoriamente. - Tas loco viejo, yo no le hago a eso… –apenas ocupó su lugar, el travesti sonriendo les arregló de nuevo la mesa, quitando los platos botaneros y limpiando el líquido sudor de las cervezas frías. No tardó ni medio minuto en el baño pero al joven se le hizo eterno bajo la mirada cínica del anciano quien al verlo se reía a diente pelado, haciendo estragos en su hombría. - No te pases de rosca, viejito, sólo eso te pido –y conteniendo los músculos del rostro, el anciano se tragó su burla, por no perderse de la borrachera que le estaban pagando- sígale anciano, ¿dónde se quedó? Las cartas de Damiana sobre mí a Diana, fueron recíprocas, es decir, Damiana me mostró textos que Diana les escribía a otros tipos; no me preguntes cómo los consiguió, en cuestiones de amores supongo que lo mágico tiene su propio peso. Diana y yo nos enfrascamos en una lucha por el control: alguien debía ganar. Cuando dos de tus mujeres hablan entre ellas, o logran ir los tres a la cama, o entre ellas te mandan al carajo.
Diana se valía de las tardes y noches que no la veía para ver a quien quisiera. Sobre todo los fines de semana que yo pasaba con mi familia. Una noche que decidimos sincerarnos me lo contó: Se había tirado a Pablo, el actor que conoció en una galería a donde yo asistí con mi esposa, se fue a dormir con él apenas media hora después que se lo presentaron (era guapísimo, me sentí muy sola, y tú te habías ido con tu esposa, me dejaste enojadísima); continuaba cogiendo con su ex novio, (quería saber si había mejorado en algo, cuando fue mi novio era tan malo en el sexo; así que al irte de viaje nos vimos para tomar café, lo invité a la casa; la primera noche estuvo muy nervioso, por creer que llegarías, y sólo fue sexo oral, no logro la erección; la segunda ya fue mejorando y los dos lo disfrutamos; hace poco vino a verme, pero ya tenía yo a Ismael); con Elías, a quien se cogió bajo la regadera, (la tenía enorme, manos grandes, cabello largo, todo grande y yo necesitando; lo conocí en la feria del libro y esa misma noche ya nos estábamos bañando en mi casa, hasta miedo sentí al ver colgar aquello entre mis nalgas; tú te habías enojado, y creí que no volvería a verte, así que no te fui infiel; técnicamente habíamos terminado). Con Elías se fue a pasar la navidad, porque el tipo se había regresado a vivir a su lugar de nacimiento. Me pidió dinero –qué bárbara-, bajo el pretexto de no pasar las fiestas, sola. - No pude conseguirte más que unos pocos pesos. - Estarás con tu familia y yo estaré sola, maldita sea. –siempre me he preguntado cómo le hacía para derramar tantas lágrimas sin deshidratarse. Un lodazal era su rostro por el rímel que se le corría encima de sus blancas mejillas. Mitad moco, mitad agua salobre, el rostro descompuesto, si hacer ruiditos, de esos llantos silenciosos que deshidratan el amor. Después del llanto y darle el dinero se fue a pasar quince días en los brazos de otro. Me hablaba por teléfono en las mañanas mientras por las noches se lo cogía en el cuarto que la familia de él les habían dejado. A esa casa llegó presentándose como la novia tierna. Se propusieron matrimonio y conoció hasta a la abuelita. Recorrieron las librerías de viejo del Distrito Federal, y luego quería que yo las visitara con ella; tantos recuerdos le quedaban de Elías que, cuando la suerte nos volvió a reunir, quería repetir conmigo lo que tuvo con él. - Tienes que escuchar a Charly Parker. - Lo conozco.
- Tiene una pieza que me enloquece. Te haré el amor mientras la escuchamos.recordar al otro sobre mi cuerpo. Y ante todo, lagrimitas y lagrimitas que le dibujan el rostro de niña tierna, de niña rata, de niña íncubo. - Tú eres un maldito honesto, engañador y cínico, a mi me funcionan los llantitos. Somos iguales, de qué te quejas. –me fascinaba Diana cuando era así de precisa. Yo no me comprometo, sólo es sexo, tú en cambio, con todas quieres llegar a algo serio, por esa tu necesidad de ayudarlas siempre. De poderse, te casabas con todas. A pesar de todo este reflujo en que se situaba día a día, me culpó que cogía con otros porque yo no me dedicaba a ella. Yo era culpable de sus orgasmos y de su tristeza, todo junto. Para ambas fui el putañero. Ellas se desquitaban porque yo les había sido infiel. La infidelidad es un arma de dos filos. Diana me escupió al rostro: Querías que rehiciera mi vida. Me llevaste a la playa para terminar conmigo porque la flaca de tu trabajo te tenía trastornado y me querías lejos. -Aun así, te juro que he hecho muchas cosas por cambiar. -No se puede cambiar la raíz de uno mismo, viejito, no se puede… -y le volvía a palmear la espalda. - Me vas a botar la cerveza con tanto golpe-
pero el joven reía, y miraba con
insistencia hacia la barra, pendiente de cada movimiento del dueño de la cantina, quien coqueto se estiraba, movía su cabello lacio y largo, quemado por el resistero de las blancas arenas. El día avanzaba rápido. La brisa marina traía sus olores y era la sal, esa costra mágica, lo que retenía las historias y los sueños sobre la piel. A unos días del matrimonio con mi segunda esposa, realizamos un ritual donde quemamos papeles, fotografías y tarjetas que me unían a otra mujer. Renacer de las cenizas. Dos años duró el engaño de ser fiel. Diana apareció con su cabello negro, su corta edad, senos amplios, la mirada inteligente, y el divorcio tocó de nuevo a mi puerta. Tuvo razón Diana al decir, No vas a cambiar, lo quieres todo, si pudieras te casabas con todas. No es culpa mía, respondo como Diego Rivera, es una enfermedad esto de tener tantas ganas de coger siempre y a cada rato.
Damiana, por los disgustos que le hice pasar, perdió el crío. Cuando se enteró de mis relaciones con Diana, comenzó a andar con otros. Tenía más tiempo para Gustavo, el jefe de la policía, y se fue a vivir con él. Entonces comenzaron sus intentos por lastimarme. Una tarde me invitó a su casa para que el tal Gustavo me recibiera a golpes cuando apenas abrió la puerta. Tuve que reírme tras el madrazo –Estás enfermo- le dije mientras la sangre manaba de la ceja que me había roto. Eso de golpear al descontón marca un punto final. La venganza es un gusano que corroe. - Mira la cicatriz. Acá justito. - Ni hablar anciano, te tocó las de perder. No siempre se gana en esto. - Gajes del oficio, chaval, uno aprende a vivir con ello. Es fácil saber cuándo una mujer tiene a otro. De antemano la notarás más decidida. Uno debe conocer a su pareja y cómo se comporta. Su docilidad, su fortaleza, el movimiento de sus ojos, el tono de sus músculos, lo que dice con constancia. Tienen una marca muy personal que las hace diferentes. Puedes darte cuenta cuando han aprendido algo nuevo. El sexo no se aprende en las películas porno ni en los manuales escritos, es la práctica. Cuando se la has metido y está estrechita, y al cabo de los días se la vuelves a meter y no hay pared muscular que te apriete el pene, quiere decir que se la han estado perforando. Cuando eres tú el que les abre la vagina para metérsela y luego de días sin verla, es ella la que te agarra el pene y se lo acomoda, para luego apretarte los huevos con su mano, es que ha aprendido algo. Debes dejarla ser. Que se suelte y tenga fantasías con el otro mientras la penetras. Es la eyaculación la última barrera para los celos que te muerden. -Pero no creas que me sé todo en este hábito del sexo. -Sólo con verte me doy cuenta que no te ha ido muy bien que digamos. –el joven ríe. -Eres cansado cuando insistes en burlarte. Como te ves me vi, como me ves te verás. No quiero acabar como mi ex cuñado Manuel. Con un pene entre los labios, porque no pude conquistarme a todas las mujeres que me cruzaron enfrente. Me harté de sus
olores y sus desplantes. Ya no tengo quince. Soy un viejo de vicios a flor de piel. Tengo una barriga que da lástima. Pero todavía alcanzo a vérmela. - No presumas de más viejo. - ¿Se te antoja? - No digas estupideces. ¿La última? Mesero, otra ronda. El cabello se me escapa por atados cada vez que me ducho, lo cual compenso dejándome crecer la barba. Con tanta historia entre los dientes y la lengua, puedo decir que la pasión, el sexo y el amor, son cosas muy distintas. - Tres lados del cubo, ¿me explico? Luego de veinte años de reflexionar en una u otra relación, el tiempo me ha echado encima el velo de la ineptitud. Esta playa me consume. En el continuo ir y venir de los oleajes los nombres causan vértigo. Diana pudo ser Damiana, como Damiana pudo ser Ana o tal vez Claudia, la inigualable Claudia. O es que acaso todas son una misma mujer que he atesorado y de la cual nunca he dejado de escribir e inventar historias. Todas son, tarde o temprano, como Jazmín, una lolita imperecedera, botoncito de azúcar cargado de veneno. Hembra poderosa de olores afrodisíacos que a sus trece años me arrancó la venda y me liberó el deseo. Lo peligroso es que todos acabemos como Manuel, que el alcohol nos brinde ese permiso social para desfondarnos sexualmente. Para deshacernos. - Mira tú, dicen que hay que probar de todo alguna vez. –la mirada del joven estaba puesta en el lento desplazarse de las aspas del ventilador de techo. –Preciosa, tráenos la última y la cuenta, por favor. - Eres joven, tal vez tengas distintos intereses. Esas búsquedas hace mucho que las he dejado atrás. A mí el sexo no me representa más que fumarme un cigarro –y mostrándolo colgado a sus labios, el anciano lo encendió- jalas pa dentro el humo, y luego echas pa fuera en una larga exclamación. Me alejé de la familia cuando el marido de Damiana fue a hacer escándalos a la puerta de mi casa, que me orillaron al divorcio. Mi ex esposa logró impedirme volver a ver a mis hijas, y no sabes cómo cala. El esposo de Damiana terminó por darse una
cuchillada en la muñeca izquierda y casi se muere abrazado a las imágenes religiosas que saturaban su casa, pidiendo por el perdón de su esposa, y por cuanta pendejada le hiciera creer que había que pedir para que ella le volviera a recibir en su cama. Fueron tantos los golpes en el rostro los que el imbécil le había propinado; Damiana lo abandonó. Luego que el cirujano le reconstruyó la cara, quedó muy bien parada, viviendo con aquel jefe de la policía que me abrió la ceja al descontón. Alguna vez vino a traerme una botella de vino y a brindar por mi derrota. - Me gusta verte así, miserable y derrotado. - Soy feliz y no me quejo. - ¿Cómo puedes ser feliz viviendo en esta pocilga? - ¿Me dejas para unas botellas? - Te estás hundiendo. - ¿Quieres volver a coger o te quieres enjuagar ya? -Y los días se hacen sudorosos, macilentos, reprochables. El tiempo es algo sin sentido cuando no te preocupas por nada. - No sé cómo me atrevo a seguir viniendo a verte. Tienes que dejar de vagar en la playa. Pareces un pordiosero. Llevas la espalda destrozada y, mira tu cabello, lo estás perdiendo. Acabarás calvo si antes no te mueres de borracho. - Para de regañarme y déjame unos billetes. Vamos no seas una melindrosa molona. - Nada de billetes. Si quieres te compro algo de comer. - Ya te he comido hoy, y me ha sido suficiente. Déjame unos billetes, no seas tacaña. Mucho me ayudas no diciéndome cómo he de vivir- le dije lamiéndole la cara. Se levantó y tiró unos cuantos pesos en la cama, que alcanzarían para unas semanas, y salió furiosa. No he vuelto a topármela. En esta playa nadie me conoce y mis logros son un recuerdo que me deja la posibilidad de observar a los personajes que me rodean. Alguna vez tuve un nombre, un trabajo estable que me brindaba respeto, ¿qué es el respeto en estos días? Los oleajes y su continuo sonsonete me dieron aliento luego que la familia de Diana, todos juntos,
fueron a golpearme después de ver las películas porno que su pequeñita se dedicó a filmar en la capital del país; escribía los guiones de La bruja hospitalaria, una serie porno educativa. Acabé en el hospital con dos costillas rotas, la nariz torcida y una fractura expuesta en la pierna derecha que me impide tener agilidad. No soy más que un pobre rengo. Cuando Diana y yo dejamos de hablarnos pensé en refugiarme en esta playa, donde me pago unas putitas cuando tengo ganas, y el resto del día lo ocupo en leer cualquier libro que cae ante mis ojos. Vivo de todos y para todos. Haciendo mandados, cortando hierba, sacando basura, pensando en lo que tuve y regodeándome de la forma como lo perdí. Te puedo asegurar que estuve enamorado de las tres (incluida mi ex esposa), pero como el amor es una utopía, la fidelidad no puede establecerse más que en los cuentos de hadas (... y vivieron felices...), y porque sólo podemos mirar tres caras del cubo, aún de uno mismo, mi cerebro hizo corto circuito y acá me tienes. Afectado por la pasión y esta cojera que me recuerda lo que he sido. Me pierdo mendigando en este bar y contándote estupideces para beber a tus costillas. - Invítame otro trago... - Siempre es bueno mirarse en el espejo de otros. –el joven le llenó el vaso de cerveza, vaciando la botella, y pagó la cuenta. Paseó su vista por el desolado bar, y tuvo que extraer una sonrisa desde muy adentro, mientras el abuelo insistía: - Las cosas no suelen repetirse para todos. - Pero ayuda mirar la joda de los demás, ¿no crees? –el joven remató sin hacer aspavientos, se levantó para estirarse, como signo de que ya era hora de salir de la cantina, apurando en algo al viejo que seguía sorbiendo de a poco su cerveza. Luego de las bofetadas que le propiné a Diana en su departamento, de las mordidas con que nos marcamos, todos sus dientes en mi pecho, decidimos alejarnos antes de acabar matándonos. - Deja de mentir – le di con el codo en el pecho. Me fui sobre ella y comenzó a patalear para que no lograra alcanzarla. Luego de herirla a bofetadas comencé a
ahorcarla. Luchaba como una fiera. Mientras perdía aire, me arañaba el rostro. Sentí los hilos de sangre caer por la mejilla. El ardor de la herida me excitó. Le abrí las piernas y se la metí. Aflojé un poco su cuello y la jalé para que me besara. Casi me arranca los labios. Con las bocas ensangrentadas, me puso de espaldas en el colchón y a horcajadas, comenzó a cabalgarme. Más tarde me llevó al aeropuerto, y dejamos por fin de vernos y escribirnos. La vida nos mantuvo encadenados sexualmente. Súmale las amantes de cada uno de los hombres de ellas, y los de las mujeres de aquellos. Deberíamos estar enfermos. Las mujeres son como los autobuses, decía Manuel. No estoy de acuerdo y no lo digo por moralizarte, qué puede decir de santo un vagabundo que siempre le ha excitado aquello de la virgen-madre en que creemos los cristianos. Confío plenamente en las ideas del Marqués de Sade para el disfrute de los días. La noche ha caído sobre el mar. En las olas viaja la oscuridad hasta la arena y repta por la playa para cubrir el poblado y la cantina donde aquellos hombres caminan hacia la entrada. El joven sostiene al abuelo quien intenta cantar una canción pero no recuerda los versos. Tropezando a cada paso, con el abuelo a rastras, el joven ríe. Levanta el rostro buscando un sitio donde deshacerse del bulto humano que le ha hecho la tarde agradable. Lo ayuda a cruzar la calle y a sentarse en la acera. El anciano toma su brazo y lo jala: -Ahora lo sé, las parejas semejan autobuses. Te bajas de una, te subes en otra, y todos bajan y suben por la ciudad hasta que el autobús se estrella y todos nos morimos. ¡El primero que sea seropositivo que avise por favor! –sonríe alelado, dejando ver su devastada dentadura. El hombre joven libera su brazo dando un empellón al anciano, quien cae sobre su costado y al hacerlo, suelta una carcajada que se mezcla con el ronroneo del oleaje que sienten cada vez más cercano. El travesti se acerca al hombre joven, le dice que lo deje en paz, se introduce en su costado, jalándole el brazo para que el muchacho rodee su cintura. Se alejan abrazados mientras las risas del anciano aún golpean las heridas de su carne, su hombría, y como un animal ansioso, esas heridas, a manera de oráculo, vuelan hasta posarse en el cuello de un joven alcoholizado, dispuesto a divertirse, porque siempre tendrá uno tiempo para probarlo todo, como horas antes lo habría dicho al ir al
baño, el dueño del bar entró con él, se le quedó mirando el miembro mientras orinaba, sonriente y dispuesto, uno tiene que probarlo todo, dice una y otra vez, dándose valor para cruzar esa delgada línea imaginaria de las moralidades infames y las educaciones arcaicas, a estas alturas uno no puede andarse con miramientos de ningún tipo, no por divertirse un poco significa que se traicionan los ideales, las posturas, las afinidades, uno tiene que probar y listo, eso es el deseo, el sexo es como fumarse un cigarro. El travesti con recelo le había dicho en la mirada, ¿quieres que..? ¿puedo…? Y supo que no podría negarse. Ahora caminan abrazados por las calles vacías de un poblado costero, a mitad de la semana, cuando los vacacionistas escasean, sin nadie que haga un juicio o los señale con el dedo. El anciano y sus historias le han puesto la sangre hirviendo, eso y la ávida lengua de este travestido, porque vaya que le ha gustado el pequeño servicio interrumpido, esa probadita, apenas, que se había permitido antes de regresar con el anciano a la mesa. El amasijo de sombra en que ahora se miran es culpa del abrazo que los fusiona, se puede dar el lujo de permitir que le chupen las orejas, besarse con pasión a media calle, están inmersos en la oscuridad. El anciano se quedó dormido en la escarpa, con la cara roja, la boca abierta deja escurrir un hilo de apestosa baba amarilla. Junto a él aun arde un cigarro inacabado. Un ave blanca cruza encima del poblado, la noche baila sus remolinos de oscuridad cual velos que poco a poco logran envolver los cuerpos atontados de alcohol queriendo atrapar las historias que aun flotan en el aire.
EL OCTAVO DÍA ...no hay más Talpa no hay más Talpa no hay más Talpa no hay más. Repite incesante con un tac tac tac metódico. Ahí en la silla de madera, la mirada hacia el agua que escurre sobre los vidrios. No más Talpa. Talpa no es. Ya no más Talpa, ya no hay voz. No más Talpa. Talpa No. No. No. Nada queda en las memorias de alguien que mira el agua mientras todo escurre alrededor; deshaciéndose en el lodo del pensamiento, sobrevolando el recuerdo con la vista plegada sobre la hoja blanca; aquel tiempo detenido todo lo circunda como rueda calendárica que no se quiere prever, ni pretende imitarse. La cabeza del tiempo abre la puerta, penetra la habitación. Junto a la ventana Ernesto, sentado ante la máquina de escribir. Pase usted, parece decir o quizá fue un No me molesten, malintencionado. El tiempo, como mayordomo, con sus puntiagudos dedos de vidrio escarchados permite la entrada de Mauricio. Ernesto se mantiene a salvo en el recuerdo. Sonríe un Ah, eres tú y sigue tecleando. Hay un dolor sincero que sube del corazón a las mejillas, llega a la orejas para bajar hasta las clavículas, y se da cuenta. Detiene por instantes el tecleo, los personajes descansan. Ernesto echa hacia atrás la cabeza, pone la mano izquierda bajo la nuca y desde esa postura puede ver el techo polvoso o alguna araña perseguida por un geko; no disimula su fastidio, se truena los dedos de ambas manos uno a uno, despacito, mientras Mauricio jala una silla pretendiendo una conversación necesaria. Ernesto no tiene humor, sus ojos parecen mirarlo, pero Mauricio sabe que sólo mira hacia dentro de sí. Ernesto regresa al eco del tac tac tac agonizante e impúdico, mientras la sombra de su amigo extiende la mano para detenerlo. Tienes que parar… Ernesto mira la máquina de escribir. El recuerdo permanece planeando sobre ambos como un cuervo. Una voz clama en su propio desierto, Ernesto lo sabe, Mauricio reconoce que por más que su amigo quiera, no puede escucharlo. No lo logra. Por eso lo toma del hombro derecho y lo hace voltear hacia él. Cara a cara. Los ojos de Ernesto ahí, no miran. Una visión interna permanece en el reflejo de sus pupilas. La nombra de nuevo: Ángela, ¿la has visto? En la parabólica distancia sólo es ella sin rostro. Ángela, con esos rostros que siempre se le representan agitados, a veces diosa, a veces personaje, a veces memoria. Sólo los soldados y los poetas tienen una memoria privilegiada, ¿sabías?
Ha de ser la caricia mental de los orgasmos en que se refugia uno, piensa Ernesto. La furia de la masturbación o el desgano. Mauricio habla pero Ernesto no escucha. Monólogo intimista en voz alta, fruto de una polifonía recurrente que brinca ante sus ojos, sus oídos. Recorre aquellos días. Ángela, Martha, Gordio, todos juntos, todos, y el taller de Las buganvilias. Todos hablan mientras Ernesto escribe, se recuerdan, se retan, se acarician, se contienen. Los personajes continúan su marcha hacia todos lados y ninguno. Permanecen. Ah los poetas y su privilegiada memoria, tac tac tac. Estoy dentro de la misma novela que tantas veces me persiguió los sueños, detenido, mientras se escribía aquel terrible Informe sobre ciegos que me ha desbaratado, escribo, escribo, escribo, ¿qué me impide mirar la luz y me mantiene sumido en este sótano, refugiado en este segundo piso, guardado en la azotea?: aléjate de las ventanas era el grito. No hay que sentirse cohartado, al menos no se está en un sótano, como pudo estarlo Martha, caminando de abajo a arriba, de arriba a un costado, por las paredes mohosas, esperando a sus verdugos, Yo no me voy a ir, yo no voy a correr, Ah los poetas, y su memoria privilegiada, era Martha bailando en las tabernas, en los cafés, era Martha bailando ante sus verdugos (Tuvo que sonreír al primer golpe, estoy seguro), Martha escapando, bailando, en el zigzagueo de un péndulo que continuamente te hace hundir el abdomen para que no te rasguen los filos de las navajas, o quizá ahora mismo, sobre las heridas de Ángela, qué digo Ángela, de Martha, que siempre tuvo una sonrisa ante mis infidelidades, ay querida mía, nadie curará tus llagas. Nunca podré arrepentirme de lo que pasó. Quizá no tenga sentido cicatrizar, ni venderse por algunos billetitos que nos quiten la sed. Las barricadas siempre fueron muchas y ningún auxilio se vislumbraba en el ahumado vidrio de las bombas molotov, justas, anhelantes. Las calles se habían oscurecido cuando cortaron la electricidad. Sólo las llamas del fuego que los manifestantes avivaban cada tres esquinas. Martha me dejó aquella noche, en la carrera. Tienes que parar Ernesto, salgamos a la calle a caminar. Toda la noche he caminado, hemos caminado y la distancia entre Martha y nosotros se hizo eterna. Y Ángela ¿la has visto? Ernesto escribe sobre sí mismo y sobre todos, esas lagunas que en la mente ahogan y diluvian los sentidos: ¿dónde quedó la ropa que Adriano Meis dejó sobre del puente?, ¿Quién puede encarar al Matías Pascal de Pirandello que tantas veces huyó de su destino? Si Ernesto lo supiera, si hubiera puesto el punto final luego de aquel incendio, pero no lo hizo, Santa María ardió y nada pudimos. Ni tú ni yo seremos quienes frenen
este volver siempre y a cada rato a las lecturas para buscar explicaciones. Escúchame… Tienes que parar… Eso buscamos, un exorcismo, una expiación. Lo que queríamos era que todos vivieran. Pero somos muerte y pergamino, lo sabes Mauricio. Iconoclasta pergamino de recordarlo todo. Así nos vamos mirando como Heathcliff preparándose la propia tumba, y Ángela como su propia Catherine de uñas amargas; presentirse lívida y ahogada. Encarándola en cada latido. Así ha quedado Ernesto en la ventana, detenido el tiempo sobre cada gota que cae, resbalando su pereza, tac tac tac... Mauricio sale del cuarto, regresa, sale de nuevo, trae un vaso de agua, una inyección, llamen al médico, todo podría ser peor ¿existes? Ernesto continúa esa manía de verse rodeado de espejismos. Mauricio se ha ido, de nada sirve el reclamo, de nada sirve la preocupación. Ernesto seguirá escribiendo y sólo se detendrá para la posesión del cuerpo de la señora Zaid, y luego, de nuevo a la escritura. No tiene caso, te lo dije, explica la señora Zaid a un Mauricio que se aleja cabizbajo de la casa. No importa, vendré todos los días si resulta necesario. Ernesto en la ventana, tac tac tac. No nos ve, su mirada solo vuela sobre los recuerdos. La señora Zaid entra a la casa, recuesta la frente en la parte trasera de la puerta, suspira. Hemos huido también a nuestra propia vida, huido sin detenernos a mirar las espaldas de esos que caminan con lentitud fuera de mi cuerpo, fuera de la lente, fuera de foco, fuera de lugar. Los días pasan de puntitas y apenas se detienen a mirarnos, a nosotros, los mismos de siempre, parásitos, mitad depredador, mitad vegetarianos. ¿Qué fruta mía ha caído en esta selva en la que ya nadie quiere levantarse a vislumbrar la nueva luz de la mañana? Ayer salí a caminar bajo la lluvia en ruinas. Escribe y paladea. El miedo continuo a la sal que no deja de buscar nuestra quietud. ¿Por qué ha escurrido sobre el pensamiento esa sonrisa? Eres una estatua de sal, no mires ni retrocedas, sigue corriendo. Ahí vienen los de la preventiva. No esperes la anticipación del verso, todo tiene que pervivir y reclutarse incómodo. Hasta los espejismos. Éste es nuestro recuerdo que surge de los envases de cerveza. Nadie escucha. Es la sal. Huimos sin mirar atrás. Ella miró, ella es la estatua de sal. Que sirvan las copas, mientras sigan leyendo, no se detengan. Fue Martha la que secuestraron, no fue Ángela, nunca fue Ángela. Fue Ángela no Martha, o no fue ninguna o fueron todas las mujeres refugiadas en ese mismo rostro desencajado. Dos mujeres boca abajo en la cama de la camioneta, ahí
quedaron las huellas de las botas sobre la espalda de sus blusas. Tac tac tac. Cualquier mujer en el desierto de la espera, ahí dentro, entre sus pliegues y el agua tibia en que solía tallarle la espalda. Martha continuará bailando, con esa su sonrisa de siempre, de dientes cánidos y labios lepidópteros. Martha fue la que secuestraron y todos huimos. La detuvieron no la secuestraron. El poeta y su privilegiada memoria, ríe Ernesto. Mauricio le va dando a cucharadas un poco de sopa. Todos leímos en el taller de Las buganvillas a donde confluimos cada noche, cual fanáticos. Ángela con las manos sobre las paredes, las piernas abiertas ofreciendo el culo; hay que escupirse siempre, un poco de saliva y dejarse ir hacia adentro. Y es entonces, con esa presión sobre la carne del pene apretado, apretándole las tetas, mordiéndole la nuca, que voy hacia dentro de ti, explorando, qué hombre tan solo soy; la mejilla sobre los azulejos y dejar que escapen las mordidas a los dedos que te entrego para que tragues el dolor, como tu recto se traga mi semen completito, unido a ti. No debimos escondernos, no debimos huir. Ernesto le mira el rostro, se mira escribiendo la historia, y apreta el cigarro con los dientes. Muerde, muerde, muerde… No hay problema. Pudimos pervertirnos todo el tiempo, divertirnos de lo grande, regodearnos en nuestros orines; oríname la cara te decía y tú te parabas, un pie a cada lado de mi cabeza, te inclinabas un poco y soltabas la orina cálida, de esa tibieza que tienes dentro, lluvia dorada que me impulsaba los sueños y me decía: acá está el amor, para ti he nacido, detendré el sol en el cenit para que nunca te apartes. Porque habríamos de bebernos día y noche, noche y día, desde ese justo momento en que te conocí. Bajaste del autobús, yo bajaba de la montaña, bebía café y platicaba con el que vendía pajaritos en los portales, y tú caminabas tus pasos de pantera blanca por un lado y otro de esta histórica roca que forma el edificio. Ahí estabas destilando tu inmundicia citadina, tus olores de hembra fanerógama, con eso de dientes que siempre supe que eras para darme mordiditas. Ángela y las presentaciones. Ángela y las cervezas. Ángela y tus ojos de caoba, mirando hacia el pozo profundísimo de mi alma. Fue tu terrible ala sobre mi ceniza y no pude disculparme de ser el viejo que soy, el viejo que he sido para tanto cuento partido por la mitad. Te dije me gustas, y me invitaste a descansar en tu lengua. Recuerdo el vacío de tus ojos y cómo me desgasté esa tarde para llenártelos. Y entre las cinco de la tarde y las cinco de la mañana te hice tantas promesas mientras grababa en tu carne el signo precioso de la histeria. Acá está mi corazón deshabitado. Esta es mi crin, cógela. Y dijiste que nos entenderíamos. Que la amalgama podría, tal vez, imposibilitar aquello de
llamarnos amor, todas las tardes. Pero no habría problema, la ceiba siempre crecerá y el inframundo será nuestro constante lamentarnos la distancia. Todo es un revolverse en la distancia. Y tú que no me abortas, no me aplastas. No queda más que ese mismo rostro, de dientes podridos y surcos bien marcados hasta el hueso; eso soy, y no hay reflejo que venga a contemplarme. Dijiste que al terminar el día sabríamos que la sangre nos perteneció todas las lunas posibles. Pero cuando comienzan las secas, las flores ya no están más a tu alcance, entonces habría que inaugurar nuestras propias fuentes, nuestros propios pastizales. Ángela, Ángela, Ángela, que nunca Martha por las noches, que nunca Martha para los días anaranjados. Que nunca Martha para los secuestros. La carne de sus muslos había reventado. Martha, bien, en su casa leyendo. Tú sólo reías sobre mis besos. Martha sólo es bruma después del arresto. No supimos más de ella hasta que la encontramos en el basurero. Desfigurado rostro, desdibujado anhelo. Éramos cinco los que emprendimos la carrera y nos desperdigamos. Quedamos sólo tres. Mauricio, Ángela y Ernesto. Lo sé, lo sé, estuve ahí. De qué sirve darle vueltas al recuerdo, cada día se presenta diferente. Ellas ya no están y hay que seguir. Acabaré por no saber cómo termina la historia. ¿Quién quiere que termine? Es necesario. Tienes que detenerte. Descansar. Ernesto respira profundo. Sonríe tercamente y en los ojos, el reflejo de una llama que no logra extinguirse. ¿Descansar? No queda más que sentarse en la plaza y mirar las manifestaciones. Dormíamos en cualquier espacio de tierra que nos diera calor por tanto frío. Yo me detuve junto a la cerca, en el jardín del hospital donde la dejé abandonada; tuve que abandonarla, y correr para escapar a las persecuciones, a los arrestos en que muchos fueron depredados. Si no lo hacía la hubiera perdido. Ángela hubiera muerto. No me dejes, suplicaba estirando los dedos de la mano; no hay lágrimas, no más, Talpa no hay, ni más milagrería de juguete, milagrería y disparo, ¿para qué habría de tenerlas?, tac tac tac, pero la enfermedad le hacía delirar, temblaba; no te mueras me dijo luego, y la he creído muerta. No, No, No, nunca se muere cuando se ha dejado tanto escrito con el caminar de sus pies diminutos en mi vida. Y si estuviera muerta ¿sería distinto? Ella permanece. ¿La has visto? Ya no sigas. La noche pasó silenciosa como un pequeño ángel de la muerte, y una sonrisa plena, luminiscente, como una estrella fugaz, me señaló el camino. Ella ha muerto tuve que
pensar mientras me escondía dentro de la varicosa piel de la señora Zaid. En un intento de olvidarla. La señora Zaid nunca me ha importunado con preguntas. Cuando me trajo a su casa me lavó el cuerpo entero. Primero con agua, luego con lágrimas y aceite, luego con su lengua me fue abriendo los ojos, las fosas nasales. La señora Zaid me ha devuelto la sangre perdida. Le estoy agradecido. Todos le estamos. Sí, pero nunca ha venido a importunarme como tú. No quiero importunarte. Entonces lárgate y no vuelvas. Si estoy acá, es porque ella está asustada de tu estado. Anoche, mientras le hacía el amor ¡no se quejaba!, dijo Ernesto elevando la voz. Fuera del cuarto, sentada en sofá, la señora Zaid lee alguno de los mecanuscritos que le ha entregado Ernesto. La voz planea hasta sus oídos. Arruga los papeles con las manos, y echa la cabeza hacia atrás en el mueble. El polvoso techo necesita una limpieza. Voy como Gordio a engordarme de cerveza y a morirme de pie sobre los desperdicios del mercado, quién pudiera huir como tú huyes, escapar como él lo consiguiera. Y Gordio no pudo más que reconocer el olor desbaratado de Ángela en mi piel cuando, en la huída, nos encontramos a destiempo. Gordio y sus prosas cargadas de futuro, sus lemas libélula inquietante. Siempre lo supo. Si la revuelta estallaba el saldría de cualquier forma, hasta sobornando. ¿Qué importaba que lo llamaran cobarde? La vida necesita héroes y cobarde que puedan escribir la historia. Gordio lo sabe, lo supo, tenía que salir de ahí, cueste lo que cueste. Me lo dijo tantas veces: no podemos sentir lástima por Ángela, hay que seguir. Quiero ser como Gordio, venir, dar talleres, conocer a los participantes de una revuelta fallida, escribir algunos ensayos, y descansar en alguna playa. Todo debía ser como una huída falsa, en desbandada, y Ángela ahí acostada tiritando con la fiebre o la pulmonía que tuvo por amarme, por seguirme en este recorrer las manifestaciones, por escondernos en el tinaco. Antes que la abandonara, que la dejara en el jardín del hospital, antes que nos abandonáramos en aquel cerco de balas y altavoces. Las malditas barricadas con sus amenazas de bombas, con sus ademanes de guerrilleros víctimas, abandonados a su suerte. ¿Si no por ella, por quién sentiremos lástima? Tenía razón Gordio, no hubo opción. Que no me digan de intentos sobre la hoja blanca, y tampoco sobre el mar literario que ahora es insondable. No más Talpa, no más Talpa, continúa el tac tac tac incansable. La risa se le ha desencajado y ni con todos los besos de la lluvia en los párpados ni el peso eterno de la mierda social en que se ha envuelto el país puede atreverse a cerrarlo
todo. ¿Dónde estabas tú cuándo dábamos vueltas y vueltas a la plaza grande peleando los derechos? ¿Dónde estabas tú escritorzuelo? ¿Escribano? ¿Afilaste los machetes antes de morder la fe con tu editorial? Ahora lo sabemos todos, uno no puede colgarse de luchas ajenas. No debimos escribir editoriales ni panfletos a favor de nadie. No tiene sentido mentar madres si no tienes dónde caer muerto. Todo es el simple y monótono tac tac tac de siempre y cada hora, de todos los segundos hirientes y paranoicos que llevas a cuestas. ¿Te arrepientes? Qué puedo decirte. ¿Dónde está ella? Preguntan. ¿Dónde estabas aquella noche? Para la noche la hoz y el martillo, contestas; y el golpe de pistola sacándote dos dientes. ¿Conoces a esta mujer? ¿Son esos mis pies ahí abajo? ¿Por qué no siento el piso bajo mi cuerpo? Levedad levedad levedad, soy libre al fin. Vuelo. Estoy volando. ¿Conoces a esta mujer? Mira que ha preguntado por ti. Hay una mujer, una mujer escondida en aquella isla. Volaré hacia ella. Dime maldito poetastro, dime si conoces a esta mujer. Ella ha hablado de ti, dice que te conoce, que eres su pareja. Levedad levedad. Dinos su nombre ¿Son esos mis pies que no tocan el suelo? ¿Por qué me han colgado de las muñecas? ¿Son estas costras manchas de felicidad? Ha preguntado por ti, dice que estaba contigo. Te damos la oportunidad de que nos lo digas, ¿la conoces? ¿Dónde estabas aquella noche? Mira, huevón, si nos lo dices la soltamos a ella y a ti, solo necesitamos información. ¿Eres tú de los que hacían los panfletos? ¿Eres del mismo grupo de ella? ¿Conoces a los líderes del movimiento?
Mira, amigo, de esta no van a librarse tan fácil. Creen que pueden ir
diciendo por ahí: soy escritor, soy escritor, sin pagar las consecuencias. Contesta o te cargará la chingada. Para qué mentar madres si no tienes dónde caer muerto. He volado tantos días y aun no logro llegar a ella. Ahí queda atrás la serranía. Ahí están los ríos, tengo sed, tengo sed, tengo sed, la quinta palabra, siempre me dicen, me han dicho, me dijeron. ¿Es ella sentada en la punta de esa montaña esperándome? Es Ángela, es Martha, es la señora Zaid. Su cuerpo desnudo me da la espalda y me detengo junto a ella. Giro y giro buscándole el rostro, y ella gira y gira dándome la espalda. ¿O es que su rostro está perdido entre todos los rostros que alguna vez he buscado en cada sitio? tac tac tac, continúa la lluvia de palabras cayendo a la hoja blanca, tac tac tac, la lluvia sobre los vidrios de la ventana. Aléjate de ella. ¿De la ventana? De ella ¿La conoces? Ella te ha mencionado. Ha dicho tu nombre. ¿Y dónde están aquellos que los protegían? Mira si no son pendejos con sus poemitas y sus mariconeces. A esos burros
revoltosos ustedes no les importan. Que cada quien entierre a sus muertos. ¿No crees? Ya te cargó la chingada. Ella pasó junto a mí. Lo supe al verle los pies llenos de costras sanguinolentas. Amor, amor, tuvo que gritar al olfatearme. Igual a mí me llevan con la cara tapada. Me tuve que contener. Me dolían los labios, la lengua, los pezones aun me ardían por la quemadura de los choques eléctricos. Las muñecas sangrantes, los hombros a punto de dislocarse. No encontré palabras. Amor amor, era su grito, y el silencio la respuesta. ¿No que muy machitos? ¿No que mucho ‘somos escritores’, ‘deben respetarnos’? No conocen ni los códigos de ética. Las cosas se hacen siguiendo órdenes. Yo sigo órdenes. Doy y sigo órdenes. Acá está su libertad, escritorzuelos mediocres. A ver, dime, ¿por qué no vienen por ustedes? A ti y a tu amiguita ya los cargó la chingada. No que muy panfletario. Se que no debí escupirle. La mancha de sangre quedó sobre su uniforme, sus medallitas doradas se tiñeron de mi saliva roja. Los golpes me cerraron los ojos. Lo sé, lo sé. Tienes que olvidarte de lo que pasó, y seguir para adelante. Ahora estará muerta. Nosotros los de siempre, tan hermosos y revolucionarios (que es más que revoltosos y haciendo marchas sin sentido por toda la ciudad). No me repitas más en esta hoja blanca, con tu tac tac de la impaciencia y todas las neuralgias que no pueden desatarse. Eres mi Informe para ciegos. Hay que ser imbécil para no retratarse con los ojos cerrados, sí, como los muertos, o no morirse de la risa dentro de una novela de Henry Miller, lamiéndose las axilas, y esperando que la verga entre completita para las notas de siempre, de la muy querida Anaïs. La Nin se ha quedado en ese morbo. Leer sus infidelidades, como lo fuiste tú, querida Ángela, tú que te arrimabas desde la infancia a cualquier hombre que te sudara la camiseta, tú que recorrías uno a uno los filosos labios de parduzcos niños que apenas iban descubriéndose la hombría. ¿Y Martha? Bien, en casa, leyendo algún ensayo. Bien, en casa, bailando como cada noche. Tú, Ángela, que corriste a mis brazos apenas bajaste del autobús. Eras como Anaïs, linda y regalada. Los chismes que puede uno entender de la vida de Miller, el decir de las piernas bien abiertas para recibirlo entero; crecer al monstruo, crecer la nostalgia de un mal terreno de hojas blancas y lápices sin puntas, donde todo son manchas y manchas de carbón. Tú eres mi propio monstruo y que nadie diga lo contrario. ¿La conoces? Ella pasó junto a mí. Nos reconocimos los pies. Así, con toda la idiosincrasia que nos queda, la federal preventiva cierra las salidas de la ciudad, los manifestantes se parapetan en el barrio, nosotros, que sesionábamos en
el taller de Las buganvilias quedamos entre dos fuegos cruzados. Ángela, Gordio, Martha, todo fue refugiarse en el mismo sin sentido de la pólvora, los altavoces y los gritos. Mauricio y yo corriendo: ¿No que nos dejarían libres si dejábamos la universidad, no que todos nos daremos estrellitas y regalos? Tuviste que ser una puta Ángela, tuviste que disfrazarte de Martha para venir a mis parajes. Yo no puedo estar quieto. No como Gordio, no como Mauricio. Ellos en el taller de siempre, exponiendo sus poemas y expulsando su envidia. Gordio siempre lo dijo: si comienzan los disparos, yo me largo para la capital, cueste lo que cueste. Yo no puedo con tanto ultraje, si una hembra busca encuentra, dije, y encontré tu cuello, Ángela. En qué momento las letras se volvieron consignas. Los poetas y su memoria prodigiosa. Martha. A Marthita no tienes por qué nombrarla, ella no ha sido bailarina como tú, ella no se ha regalado como tú, ella no descendió del autobús con sus dones de niña rica para venir a presentarme sus pechitos y volverme loco, insanamente loco, para perderme de un lado a otro de un lado a otro y hacia arriba. Ángela, diabla mía. Si te dejé en el jardín del hospital lo hice por tu bien. La nostalgia me tiene arrinconado pero no siento culpa. Tienes que parar. Olvidarla, olvidarlo todo. Ella pasó junto a mí, estoy seguro de haber reconocido sus pies descalzos. Tuve miedo, está bien… tac tac tac, la hoja rota espera junto a la basura. Tuve miedo pero borraré la página, como he intentado borrarme la memoria. Ángela está muerta. ¿Y Marthita? Yo no lo sé de cierto, pero supongo que todo es cuestión de historias; déjame ver que escurra el agua sobre los vidrios de la ventana, sobre los vidrios nos haremos viejos. Así como si nada, el tiempo siempre acaba borracho empinándose las cervezas, y pasan los años, y al rape debemos decidirnos si con la luna o con el sol, si vamos a ser centralistas o simplemente nos dedicaremos a la pornografía. Si le haremos caso a Marcuse, a Fujiyama, o nos lavaremos la huella de Jung y sus predecesores. Yo no le creo a ciegas al degenerado Boff. Ni un ápice que me cure la soledad. Ella siempre se reventaba las venas (¿Martha, Ángela, la señora Zaid, si me hacen el favor?) con esas jeringuitas y nada que ver, acá se está bien, en el bajón de siempre. Acá te espero, dije. Volveré por ti. Tenía que decir. Ella tenía fiebre. Tuve que entregarla. Tuve que negarla. Olvidarla, olvidar, olvidarla, tac tac tac. Tuve que llevarla al hospital porque la pulmonía la iba consumiendo. Gordio me dijo: hiciste bien. No todos tenemos suerte.
Que no puede escribirse una historia de esa forma porque se agitan las conciencias y nos llaman retrógradas futuristas, sucios realistas, retrofuturistas tirados al caño en este cosmopolitismo incierto, donde todas las pastillas tricolores vienen, una a una, a mi cafeína y me inundan el ambiente con su música estercolera de bandas y de dj’s que ya no se disculpan con el narco. Al narco amar, con el narco navegar. Con el narco me levanto, con el narco me acuesto. Esa es la felicidad y ni la Preventiva podrá decir lo contrario. Porque las barricadas eran altas, pero las armas eran tan sólo tanques de gas domiciliar, machetes, algunas pistolas y rifles, paren de contar. En estas rocas edificaré mi patria, parecían decir, y nosotros, ahí, siempre juntitos, leyéndonos poemas. ¿Cómo debieron odiarnos los manifestantes? Nos encontramos entre dos frentes. Cantábamos mientras la ciudad ardía. La señora Zaid prestándonos su casa. La señora Zaid prestándonos su lana. La señora prestándonos su terrible coño. Así está mejor, ¿nunca lo pensaste Ángela? ¿Nunca te atreviste a abrirme la cartera y no volver el rostro dentro de la sábana? Sabes que ahí siempre te esperaban mis piernas abiertas, abierta la distancia y mi cerebro abierto, palpitando. Ahora, después de inundarse la cantina con tanta lluvia, y cuando el alcohol parece terminarse, vienen las autoridades a servirnos de nuevo las copas y nosotros, los escritorzuelos, que nos propusimos no caminar nunca, atados a los estandartes, y no protestar nada más si llega otro McDonald a plantarse en suelo patrio, tuvimos que decir que sí, tuvimos que decir que somos cobardes, tuvimos que decir que No marcharemos más si no se riega bala, pero la bala vino y nos encontró durmiendo y se volvió a su propia guerra. ¿La conoces? No, no la conozco. ¿Es tu mujer? Dice que es tu mujer. ¿Es tu mujer? No, no es… ya no más por favor, mi mujer se llama Martha. Mi esposa se llama Martha. Ya no más por favor, ya no más… No que muy liberales. No que Vamos a tirar el gobierno. Ya no más por favor, paren, pare por favor, ya no… Ustedes los poetas no sirven nada más que para los desfiles del día de la madre. Sólo son unos maricones extasiados. Que bueno que no la conoces. No te gustará saber todo lo que los muchachos le han hecho hasta ahora. Débiles al fin como las misas de difuntos, ahí nos vamos a tomar de nuevo las cervezas hasta el fondo, mientras dictamos sentencia en la hoja en blanco y que se le cargue todo al erario o a la junta de agua potable, o por qué no... a la señora Zaid que nos ha prestado dinero a todos, nosotros los escribidores y escribientes, escribanos hasta el fin de los tiempos. Salud.
No Talpa, no Martha, ya no más Ángela, ¿cuándo vas a regresar?, ¿caerás del cielo en medio de las batallas de Gabriel y Saladín por conquistar el mundo? ¿La has visto? ¿Era Ángela al amanecer, o el canto de la alondra? Tienes que parar, me dices, pero uno es terco y seguiré caminando. Siempre y a través de los desiertos, caminando hasta perdernos en el mar; ¿o te irás a refugiar al calor caribeño entre las pastosas letras de Naipaul?; sangrante, sin que nadie te vea, entrarás en sus guerrillas porque las nuestras nunca funcionaron, ni al poner las bombas en los cajeros automáticos, y mucho menos cuando firmamos aquello de la Asociación de Guerrillas, sociedad anónima; estallaron los ductos de petróleo mientras pintábamos consignas en las bardas; habría que abrirnos la barriga con un machete, habría que desollar los cuerpos y quitarles su esencia, habría que nacer entre restos de pescado sin tener olor. ¡Arriba el pueblo, abajo el mal gobierno! Tuviste que decirle que sí. Que las mujeres boca abajo con las botas en la espalda. Que nunca más. Que a ti nunca te ha importado más revolución que la de la carne. Si la entregué fue porque estaba enferma. Si la negué fue por protegerla. Tuve que decir que no, que no la conocía, tenía la boca sangrante y las manos, y el dolor en la espalda, y el dolor en la conciencia, y el dolor… ella pasó junto a mi, le vi los pies descalzos. Me mantuvieron colgado de las muñecas mientras me preguntaban si con la luna o con el sol. Nos cruzamos en el corredor. Era como otra niña de la sierra, con los pies descalzos, rotos pies huidizos. Nunca conocí a sus padres, para qué avisar. ¿A quién? La tuve, nos tuvimos, huimos, nos agarraron. Tú lo sabes mejor que yo, Mauricio. Sálvese el que pueda, jugamos cuando niños. Base para todos mis amigos, pero ya no se puede salvar nadie en esta guerra. No podrás volver. No podré esperarte. Ella pasó junto a mí. Yo iba, ella venía, los dos con la cabeza gacha, los dos con una bolsa de tela cubriéndonos el rostro, yo le vi los pies, ella tuvo que ver los míos. Amor amor había dicho, yo guardé silencio. Seguro volvería a negarte, más de tres veces, mucho más. ¿Cuál guerra? Tienes que parar. Detente. Tendré que llevarme la máquina o las hojas en blanco, para que puedas dormir. Tranquilo. Está bien, no me llevaré nada; pero aléjate de la ventana. Qué razón tuvo la señora Zaid, quien siempre me decía de sus novelas favoritas, haciéndose la snob para que el Estéfano no se la gigoleara tercamente. Y el Estéfano fumando de las bachitas de todos, escribiendo sus poemitas cursis, y leyendo a cada hora los mismos versos de Sabines. Siempre lo supe, alguien daría el aviso, alguien nos entregaría. Haz lo que debas hacer, le habíamos mirado. Tuvo que entregarnos.
El rostro desencajado de Ángela tirada en los jardines del hospital, mientras me alejaba. ¿Qué puedes decir a eso Mauricio? Dirás que no tuve opción. Y mientes, como todos hemos mentido en esta furia de sálvese quien pueda. No tienes boca ni paredón encima en que gritarte: que mi sangre sea la última sangre derramada, no tienes más que la disculpa por habernos traicionado. ¿Dónde estabas tú? En el mismo techo. Te vi meterte con ella al tinaco. Y tuve que guarecerme en la azotea contigua, en mi propio escondite de agua. Los ví meterse juntos. La oí gemir. Los vi salir. Te vi entregarla. Nada pude hacer por acercarme a ustedes. Los policías estaban por todos lados. Me quedé esperando hasta que sacaron a Martha y se la llevaron, luego la sacaron a ella. Pasaron dos días para que la sacaran. Estaba en el edificio de enfrente. En la azotea. Escondido. Tac tac tac. Ernesto no lo escucha. Tac tac tac. Sigue escribiendo en la máquina. Ah, eres tú, no te oí llegar. ¿Y Martha, la has visto? A qué culpar a Estéfano, cada quien su lucha interna, sus propias acciones que rumiar. Pero hay de él si me lo encuentro, dijiste tantas veces. Gordio escapó. Logró burlar las barricadas, los retenes de la policía, encontró el justo salvoconducto para salir. Mauricio no tuvo la misma oportunidad, ¿Y tú, dónde te escondiste? Estéfano sigue pegado a la teta del gobierno. Sabe que no tuvo la culpa, son los genes, lo rojo viene en los genes, tantas veces me lo han dicho. Tú eres Estéfano. Todos somos Estéfano, ¡afuera los pasamontañas! Es el nombre con el que la Señora Zaid le gusta llamarte. ¿Y Martha?, ¿acaso Martha es Ángela que ha reencarnado? La risa de Ernesto es contagiosa. Fueron varias noches las que nos refugiamos dentro de los tinacos de los techos, Ángela pegada a mi como lamprea. Ahí fueron los abrazos, temblando por el miedo a los disparos y el aporrear de botas en nuestra búsqueda. Yo te aporreaba el vientre sobre las nalgas. Fueron tantas noches seguidas y ellos no llegaban, pero bastó una noche, sólo una con su día colgado en el reloj, para que ella enfermara. Mortales los tinacos, mortal el agua. Tenía razón la señora Zaid, ella podía protegernos hasta donde sus influencias se lo permitieran, pero nada de escondernos dentro de la casa, que hagan como en Tlatelolco, escóndanse en los techos, dentro de los tinacos. Ahí estábamos reducidos a caricias. Ahí fuimos monos aulladores sobre el grito.
Antes de ese instante, antes de ese día, todo fue planes y estrategia, las reuniones de todos nosotros, los escribidores, que luego del tallereo, siempre llegamos puntuales a casa de la señora Zaid, quien se fascinaba de actuar siempre cual Mecenas; la verdad era que le encantaba rodearse de chavitos; más cuando Estéfano se la estaba atendiendo con gusto, un trago de semen un sorbo de hierba, un trago de semen un sorbo de hierba, y siempre algún versito; es bueno el trato, mientras nos deje abierta su biblioteca, y nos ayude para las publicaciones, nosotros seguiremos adorándola. Así nos íbamos reuniendo para las críticas y los panfletos. Que marchara la raza, ya luego nosotros firmaríamos y publicaríamos las ideas centrales de esta revuelta; pero no creímos que se les hincharían los huevos a los malditos diputados para que nos tirarán a la federal preventiva. No creímos que el Estéfano rajara. Tuve miedo. Ustedes los poetas sólo sirven para los desfiles. No que muy libres. No que muy hambrientos de justicia. Apúrate, que ha venido una dama a preguntar por ti. Mírate nada más como te ves ahora. No que el gran poeta: ¡Abajo el mal gobierno! ¡Abajo el mal gobierno! Y mírate ahora. Hasta miedo de mi sombra tienes. Apúrate, que ha venido una dama a buscarte y no quiero hacerla esperar. Ahí dentro del agua del tinaco éramos dos cuerpos arrugándonos. Todo fue la misma fuerza de las caricias; dos o tres sabrosos palos, presas del terror del momento en que levantaran la tapa, o que rociaran metralla por pura diversión. Pero las incomodidades y el frío comenzaron a desquiciarnos; más de 24 horas sirven para atraparse una pulmonía. Seis días remojados tuvo que ser demasiado. La lluvia siempre está presente en esos momentos neurálgicos de una historia. No puede haber narración de penas y tristezas donde el sol se mantenga a plomo, en el cenit, y nos vayamos quemando los huesos, secando, diría en este momento, y la lluvia sigue cayendo, palmo a palmo. Han golpeado la puerta, pero Ernesto no tiene intención de levantarse a abrir. Su terrible ánimo de ahora se le ha enredado en la garganta, tac tac tac; piensa en el cuerpo tembloroso de su Ángela, la exterminadora, tac tac tac, todo sea por las lecturas arduas y noctámbulas de Sabato, pensándose presa de los estertores de una pulmonía, tac tac tac, sólo le quedan las tenues oscilaciones fonéticas de un “nnnoooo- pppppuueeeeddooommmmaaasss” y tirar la tapa del tinaco; los dos fueron un parto prematuro, el cuerpo de ella ardía a pesar del frío; esperar desentumirse; no podía gritar, todo era un castañetear de dientes, no podía arrimar las manos, no puedo más, tuvo que decir, no puedo más y su cuerpo ardía; una sobre otra al levantar las piernas, y luego de arrastrarse para salir,
sacarla a ella, con la temblorina que le aporreaba el cuerpo, le hacía arquearse y la lluvia cayendo a plomo (debió haber sido el sol, él más que nadie lo sabe, con el sol todo hubiera sido diferente). La he abandonado, se la llevaron los de la federal preventiva, luego supe que también capturaron a Martha, pero igual que tú, Mauricio, acá estamos en esta guarida esperando que las cosas puedan componerse; de nuevo en la azotea, de nuevo junto a la ventana, escondidos hasta recuperarnos. Come un poco Ernesto, no todo debe ser café y cervezas. No tengo intención de recuperarme de nada, no me interesa más que esta almendra maquinaria desquiciante que me mantiene alerta, los ojos con las venas estallando, rojo rojo para adentro, todo es una nube de sangre, en espera que la máquina de escribir deje por fin de sonar su tac tac tac que me tiene hasta la madre, tú igual me tienes hasta la madre Mauricio, tac tac tac, vete a la chingada y no vuelvas, y trata de no llenarme de nuevo de mocos la camisa. No me toques. A qué has venido. ¿Has visto a Ángela? No me hables de Marthita. Mauricio salió de la habitación dejándolo frente a la máquina de escribir, junto a la ventana. Todos los días es igual, para qué regresas, había dicho la señora Zaid con la frente recostada sobre la puerta, dejando escapar un suspiro. Tuve que abandonarla. Tuve que guardar silencio cuando ella me reconoció y gritaba, Amor, Amor, Amor, el silencio ha sido mi cómplice. Fueron sus pies descalzos los que nombraron mi cobardía. Me dolían los golpes. Me dolían los huesos, los dientes. No encontré fuerza para nombrarla. ¿Que iremos por ella?, son huesos ya, lo sabes, no habrá oportunidad de verla de nuevo más que en esta historia donde quiero recrearme sus miradas y sus formas, como todas esas veces que nos metimos entre la piel, a dentelladas, siempre caminándonos las manos sobre la pradera. Tienes que ver su tumba, el sitio donde está enterrada. Tienes que recordar. Detente ya. Si todo ha sido un desgastarse la forma, en este tiempo que no para, por nosotros, que viene siempre a contemplarnos el rostro marcado por los surcos de una edad pretérita en que ya no sé cuántas veces nos hemos reencarnado; si tal vez yo fui ese escribano del que tantas veces nos pusimos a hablar, del que tantas veces hemos ocultado las respuestas de un oráculo que ya no represento. Si era yo el Estéfano, si eras tú Gordio. Y cómo pudiste escapar. Y cómo pude negarte. Y cómo nos doblegamos. Todo era caos, Ernesto. Todo consistió en un sálvese quien pueda. Pasarán muchos días para
poder comprender bien lo que a muchos les ha pasado. Tú lo has dicho sin lavarte las puercas manos. Hubieron disparos. Ellos dicen haber respondido las agresiones de los manifestantes. ¿Qué fácil, no? Pero eso dicen. Hay averiguaciones abiertas. Pero los soldados que estuvieron esas noches con sus días ya no están acá, los han movido a otra parte del país. La verdad yo pienso que nada puede hacerse. Ahora acuéstate. Ven, te voy a cubrir con la sábana. Quédate tranquilo. ¿Y Martha? La señora Zaid subirá al rato a ver si necesitas algo. Tienes que descansar. Mauricio. Dime. ¿Hemos sido cobardes? Ni tú, momia mía, querido Mauricio y tu lagrimar constante. Qué tierno te veías escapando entre las balas, agachando la cabeza, las manos levantadas, brincando los charcos, como un simio; no dejé de verte, era una tarde especial, de olor a pólvora. No Mauricio, no puedes darte cuenta que ella y yo, cada noche nos hemos detenido para hablarnos de libros y novelas, dilucidar acerca de la Yourcenar o de la Nin, de la Wolf y hasta de la Peri Rossi; nos hemos acercado mas a la caricia de figurarnos nuestras propias muertes, todos contemplando los incendios de Santa María, los golpes en el rostro a Fedra y el borracho de Onetti emulando a Faulkner; así es como ella se ha detenido en la hoja en blanco; así es como Ángela me llena la mano, con todas sus angustias. Es como Martha, se me figura. Tal vez nunca existieron, hazme creer que jamás las tuve cerca. Martha y sus constantes celos de Ángela. Eran amigas. Eran compañeras nuestras. Éramos un taller que sesionaba en plena revuelta. Mira Mauricio, ahora estoy con la señora Zaid, y no importa lo que pienses. Ya conoces el camino de agua de la Storni, la pólvora pasional de la Agustini, todo para no revolvernos en la misma esencia sino ser la poderosa voz de Pizarnik, que siempre se atribuyó los males de la vida; o los versos de sensualidad comunista en que se desborda la Gioconda Belli, esa hembra sandinista y fanerógama. Ángela será eso mismo, una fantasía recreada en la misma hoja en blanco de las heroínas. ¿Y Martha? Deja en paz a Martha, con esas desfiguraciones en su rostro tendrá que ser algo diferente a la heroína, algo tal vez igual de poderoso pero diferente. Supimos que la madrearon y la desaparecieron. Que esa misma noche la torturaron. Tienes que calmarte. Estoy seguro que ella bailaba mientras la torturaban. Martha siempre bailaba cuando estaba triste, cuando estaba molesta. Bailaba si quería que la amara, toda la noche. ¿Y Martha has dicho? Bien, en casa, leyendo algún ensayo. Si sigues escribiendo las historias cada vez serán más confusas. Mauricio quédate. Mauricio lárgate y ya no vuelvas. Y de nuevo el tac tac tac en la distancia.
Hay que concebirlas tenuemente al principio, para que Gordio no vuelva afligido a decirnos que no sabemos cómo vamos a escribirlo a él. Seguro habrá escrito algún ensayo y estará tomando cervezas en alguna playa. Lo dijo claramente, yo me largo, cueste lo que cueste. Que no supimos cómo escapó. El pudo cruzar los retenes, salir de este infierno. Cómo lograremos escribirnos todos. La misma primigenia escritura que tanto anda buscando Nerval, o hasta Umberto Eco en sus calamidades ensayísticas, siempre en busca de la lengua perdida; no podemos perdernos más sobre la gota de lluvia que aporrea el vidrio, no podemos mas que violentarnos si queremos que la noche se nos cuadre descompuesta, porque hay tantos olores de Ángela que pueden recordarse, que no pudiera definir si la ambrosía o el amaranto le quedan para las axilas, y no se si ya se han inventado los signos necesarios para que en esta novela nos podamos arredrar el sentimiento y sólo narrarlo todo así, desde el principio, o desde el final, o cíclicamente como le encanta a las nuevas tendencias; sin principio pero con muchos finales, o por entregas múltiples, tal vez a ti o a Gordio les puedan tocar los capítulos terminales, o tal vez no tenga sentido que ya no se iluminen sus pestañas, que nunca se termine; ¿he dicho Gordio? Ya no se ni lo que digo. El muy marica logró escapar, el muy cobarde se fue, el desgraciado abandonó a nuestras mujeres, tac tac tac… Dile a la señora Zaid que suba. Que hoy si tengo un hambre. Que me comería dos platos, incluso, de lo que ella quiera. Eran las nueve apenas cuando Gordio nos alcanzó en Las bugamvilias, eran las nueve treinta cuando intentamos cruzar la barricada. A las diez era un hecho, venían por nosotros. Estéfano nos había delatado. Ernesto, cálmate. Y esa chusma a la que le entregábamos panfletos, ésos que siempre fueron los que marchaban, no quisieron recibirnos. Lo escrito, escrito queda, decían, y son escritores los que andan buscando. Si los dejamos entrar, tendremos a la preventiva con pretexto de atraparnos a nosotros, dijeron y nos abandonaron. Corran a esconderse en otro lado, y levantaron el puño. Al principio corríamos juntos: Ángela, Martha, Mauricio, Gordio y yo. Los cinco de siempre corrimos para despertar a la señora Zaid. Moría de pena. Moría de vergüenza. Se sentía enamorada y la traición era enorme. Soy intocable pero tampoco me dejaré comprometer. Estéfano pagará pero sabré esperar el momento. Corran hacia los techos. Que vuelva a comenzar siempre, como en esos infiernos en que los antiguos creían, esos infiernos que dejamos de temer tan rápido, no sólo asimilando el Dios ha muerto de Zaratustra, sino entre las letras que aparecieron en los muros: la democracia ha muerto;
esas consignas que leímos cuando jóvenes, adentrándonos en los momentos de compartir lecturas, como el cálido Dios es puto que aparece en Jasón (no el de los argonautas); cuando nos juntábamos a diferenciar lo que era la escritura automática de Bretón, o a platicar sobre la caída de las torres gemelas. Mauricio, lárgate y no vuelvas. Déjalo ya, no puedes seguir viniendo a verlo. Él no parará, decía la señora Zaid, mientras tomábamos café. Eres joven aún, yo me haré cargo de él. Tú, rehaz tu vida. Eres joven y guapo. La señora Zaid le acariciaba a Mauricio la barbilla. La cafetera pitaba en la estufa. No que muy machitos, tac tac tac, suena la máquina desde el cuarto. Lo mismo daba hablar de política que de religión, del cambio de poderes que de la fuerza de las metáforas: imagen ritmo y sentido, imagen ritmo y sentido, imagen ritmo y sentido y las luces corriendo en las paredes. Los reflectores buscándonos. Las botas, los gritos, las órdenes, y el agua cubriendo nuestros cuerpos. Te amo, estoy seguro que dijo Ángela, y seguro estoy que le dije que se callara, que haría que nos encontraran. Martha había desaparecido, luego supimos que la torturaron esa misma noche. Gordio logró brincar las barricadas. ¿Dónde estuviste Mauricio? Los tinacos, tuvieron que ser los tinacos. Son muchos los que se han desligado de nosotros, después que logramos agruparnos, todos querían que esto funcionara, más que como una asociación civil para ser escritores y ya, sino que nos pidieron darle vueltas a la retorcida política del país ¿de qué nos serviría? Que el ejército vuelva a sus cuarteles era la consigna, y mi voluntad está cansada. No que muy machitos. Levántate que ha venido una dama a preguntar por ti. Trae orden de que te dejemos libre. Qué suerte la tuya, mariconcito. Una vez que llegamos a Oaxaca, Ángela y yo te invitamos a venir, había dicho Mauricio. Lo reconozco, no todo fue como lo he dejado escrito. Ángela estaba contigo y la invité a mi vida, ¿qué quieres que te diga, Mauricio?, era tu mujer y yo lo sabía. Las cosas pasan por algo, y no se puede echar marcha atrás. Cuando llegué, ya la señora Zaid les había abierto las puertas de su biblioteca y una cosa de tallerismo se fue convirtiendo en guerrilla, de eso ha dejado constancia Naipaul en sus novelas, la lucha de siempre. ¿Acaso piensas culparme? Tac tac tac, suena la máquina, tac tac tac, la lluvia sobre la ventana. Pero no quisimos ser carne de cañón; cuántas veces le reclamaron a Maiakovsky que no hablara de guerras si no estaba en el frente, y el poeta nunca hizo caso; así nos
hemos vestido, eso creo. Nunca pensé que las cosas fueran a pasarse por lluvia, de tanto inundarnos el sentido y perderlo, y que Ángela y Martha se fueran, se despellejaran en manos de los mortales. Tac tac tac, ve con tus cuentos a otra parte Mauricio, no me interesa que pienses en lo cobarde que he sido. Se han ido las mujeres, pero nunca los orgasmos, eso lo sabes. Tú, sobrevivirás, leerás, escribirás de nuevo. Y tendré que estar tranquilo. Ya nadie pregunta por mí, he recuperado mi dentadura. Han sido tú y Ángela quienes me invitaron al grupo. Pero mi historia es más aventurera, más clásica: cuando Ángela bajó del autobús, yo bajaba de la sierra, y ahí nos hemos encontrado. Dilo como quieras, pero éramos amigos y ahora no quieres volver a ser ni a estar a mi lado. Sal de este maldito cuarto. ¡Estás vivo! Haz que valga la pena. No haré más construcciones románticas. Ángela está muerta. Seguro estoy que reconoció mis pies cuando cruzó a mi costado. Amor amor, ella gritaba, yo solo guardé silencio… Ahí viene de nuevo, puedo escucharlo. Esa resaca cotidiana del tac tac tac que detiene el pensamiento, como un resetearse y comenzar de nuevo en este escupitajo de historias a medias en que suelo quedarme a recordarla. A medios signos, a medias palabras, para no decir amor sino aeroplano que desciende, para no gritar guerrilla sino fruta que ya no puede madurarse, para no gemir vida nueva sin tener que escupir desde un décimo piso en que ella habita todos los días del tiempo. Yo estaba colgado de las muñecas. Mi boca sangraba, mi cuerpo sangraba. Todo yo era sangre. No sé quien es Ángela. No sé quien es Martha. Los gallos están muy lejos para escuchar sus cantos. No que muy machitos. Maldito tiempo traidor siempre debajo de la ventana, ahí, mirándonos a través de todas las caricias a esta hora de la noche, siempre lo he visto: deshojaremos margaritas mientras el ahorcado cuelga. ¿Quién recordará los muertos durante la toma de Oaxaca? ¿Quién podrá recordar a Ángela? Mi luz es otra, tac tac tac, hacerla inmortal, a ella, a Martha, al fugaz Gordio con todo y su eterna fuga, al taller de Las buganvilias todo. Quedamos tú y yo, Mauricio, tienes que entenderlo. Martha y sus celos de Ángela, tú con tus celos de mí. Gordio que pudo escapar. ¿Te ha gustado? ¿Te ha gustado el maldito gusano que me habita los dientes? tac tac tac ¿A eso veniste? No tiene sentido continuar con la desesperanza, al final del día, no todo será cortado en pedacitos como las horas, no todo puede ser negado por la
historia. Ni todos los disparos, ni los moretones, ni las calumniaditas y los pornoversos que nos escribimos noche a noche, tac tac tac; que si los alambres y las vitrinas y la luz mercurial que siempre nos embiste. Todo está a la venta en el aparador, mi voluntad está a la venta, mi ser todo se ha vendido y ha venido la paz, la señora Zaid compró mi voluntad, mi paz y mi semen. ¿Recuerdas cuándo se apagaron las luces y todo fueron aullidos de sirenas?, así nos fueron cazando, esa misma tarde Martha fue a dar a la tortura, y ni siquiera nos enteramos. Nosotros protegidos por la señora Zaid salimos ilesos. Y tú entregando a Ángela. Hijo de puta. La pulmonía era terrible. ¿Qué sabes tú de mis días fríos? ¿Qué sabes tú de mi terror a perderla? Yo la ví caminar junto a mí, por el pasillo, ella tuvo que reconocerme, ella gritaba: Amor, Amor, ayúdame, y yo guardé silencio… tac tac tac Fue estar remojado en un orgasmo casi seis días o siete. Me vine dentro de ella quizá tres veces, quizá mil, aun puedo escuchar su armonioso espasmo, su risa contenida en el gemido. Era ella mi espacio completo, mi juego favorito. Mi presencia vital. La puedo escuchar decir, dentro del tinaco, dentro de ella: te amo, y me escucho decirle: shhh, cállate, ¿no puedes guardar silencio mientras te penetro? Nos encontrarán. Se dará cuenta Mauricio de que estás acá conmigo. Entre el agua y el escurrimiento de nuestros líquidos, todo chorreaba para quedarnos remojados en nuestro propio jugo sexual. Esa vida que tuvo que transformarse en pulmonía (si hubiera habido sol al amanecer). Todo era buscar las experiencias, y los gritos y los golpes; debiste vernos jalándonos el pelo tantas veces, insultándonos. Así de duro nos amamos. Acá tengo aún la marca de sus uñas, garras de arpía que siempre me clavaba, la muy perra, es por eso que tengo que mantenerla a punto, no se puede uno detener por una muerte, hay que hacerla cómplice. Serás mi monstruo, mi tumba, y al octavo día que la dejo desmayada en la puerta del hospital. Seguiré escribiéndola aunque cada día la nombre de forma diferente, en la creación de esta novela, donde formo parte yo mismo de todos los personajes, donde me he pretextado el cambio de rostro; quiero ser Ángela y mirar mis pies, reconocerme, y gritarme Amor amor sin escuchar respuesta. Quiero ser Martha torturada en silencio, cuerpo abandonado en el basurero, donde la encontramos. Seguro bailó toda la noche. Le habrá sostenido la mirada a sus verdugos. Ser Estéfano, que abre los ojos al escuchar: la señora Zaid te manda este regalo, y recibir las balas en el pecho. Quiero ser Gordio,
desaparecer, burlar las barricadas. Ser el amor mismo, el ritual de sexo durante la toma de Oaxaca, estar ahí, en esos camastros, en los techos, todas las tejas cayendo, cayendo, lentas; una mujer con su chal rojo, y su cabello arrancado, pedazo a pedazo, casi con los dientes; en esos rostros que siempre quiso mantener en la cercanía de su carne. Ser como tú, Mauricio, venir a verme todos los días, esperando que alguna vez… ¡Qué iluso! Ser un joven que prepara la bomba molotov. Si hubiera estado en Talpa. Talpa no hay tac tac tac, Talpa no es tac toc tac. Ángela era mi esposa, deja de nombrarla, deja de nombrarla, déjala tac tac tac. Y sacudirse el cuerpo entero como perro sacándose las pulgas. Sacudirse tomado de los hombros como un chico regañado por su padre. Todo continúa. Tienes que parar, detenerte, escuchar. Abre los ojos, ábrete, tienes que continuar. La vida sigue, está ahí afuera y no sobre la hoja blanca, torturándote. Yo tuve que enterrarla no tú. Cae la lluvia. Todo es agua sobre agua, anegarse. Mauricio sale de la habitación. Regresará mañana. Ernesto permanece reclinado sobre la máquina de escribir. No se escucha más el eco del tac tac tac continuo, rutilante. La hoja blanca es arrancada de la máquina. El silencio se desborda. La lluvia se detiene y flota un instante pequeñísimo. La memoria espera que despunte el sol, mientras la señora Zaid, en la cocina, apura a la sirvienta que prepara la comida, para enseguida deslizarse por la casa, mirando de vez en vez el techo. El polvoso techo que es necesario limpia
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