El señor Matsuda

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Así comienza a florecer una amistad entre estas dos personas de diferentes generaciones y nacionalidades, enterándose el pequeño no solo de que su nuevo amigo luchó en la Segunda Guerra Mundial y tuvo la desgracia de ver y vivir en carne propia cuando Estados Unidos lanzó la bomba atómica en Hiroshima, sino además que en un conflicto bélico ser el malo o bueno es algo muy relativo y depende de quién haya ganado la guerra o escrito la historia. Por su parte, el Sr. Matsuda aprende del niño que las tradiciones siempre se pueden flexibilizar cuando se trata de tener cerca a la familia.

En la portada: el acorazado japonés Nagato rumbo al puerto de Yokosuka, en 1945.

Felipe Jordán Jiménez

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El señor Matsuda

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Los niños del barrio conjeturan acerca del Sr. Matsuda, un japonés que ha llegado a vivir al vecindario e instalado un vivero, prejuiciados por las películas de guerra donde los nipones son siempre los malos. Se da entonces para uno de ellos, el protagonista de este relato, la oportunidad de trabajar con el nuevo vecino, ayudándole durante el verano en el vivero.

Felipe Jordán Jiménez

colección

• Caballo loco, campeón del mundo Luis Alberto Tamayo • La goleta Virginia Luis Alberto Tamayo • Réquiem para una primavera Gloria Alegría Ramírez • Mundo de cartón Gloria Alegría Ramírez • El rescate del Castillo Blanco Jorge García Fuentealba • El peligro de las islas Jorge García Fuentealba • El viajero de los sueños Sofía Fauré Valdivielso • El señor Matsuda Felipe Jordán Jiménez • Quítame la respiración María Pía Silva • Las alas de mi ángel María Teresa Carmona • Litho, descubridor de piedras Luis Alberto Tamayo • La hora extraña Jaime Herrera D’Arcangeli • Cuentos inquietantes Marta Sáez García

El señor Matsuda

F elipe J ordán Jiménez

Otros títulos de la colección ODISEA de EDEBÉ-Editorial Don Bosco

FELIPE JORDÁN JIMÉNEZ, nació en Santiago en 1964; es casado y tiene una hija. Cursó estudios de publicidad en la Usach y, posteriormente, de licenciatura en letras en la Universidad Católica de Chile, titulándose de profesor de Castellano (1994), profesión que ejerció por más de diez años, hasta que una enfermedad neurológica lo obligó a abandonar las aulas y continuar con su vocación docente como escritor. En 2004, publicó su primer libro, Gato, el perro más tonto del mundo, con Edebé, iniciando una carrera ascendente que ya cuenta con varios títulos publicados por diversas casas editoriales, además de importantes premios literarios como el Barco de Vapor (2006), el Municipal de Santiago (2007) y el Marta Brunet, del Consejo de la Cultura (2009). Sus libros suelen atrapar al pequeño lector con historias simples, pero trascendentes, en que la emoción y el humor se alternan para conformar un relato cálido, cercano y, sobre todo, ameno.

colección


El señor Matsuda © Felipe Jordán Jiménez

Edición y diseño: Equipo Edebé Chile

© 2014 by EDITORIAL DON BOSCO S. A. General Bulnes 35 Santiago de Chile www.edebe.cl docentes@edebe.cl

Registro de Propiedad Intelectual Nº 241.461 ISBN: 978-956-18-0905-5 Primera edición, junio 2014 Tercera reimpresión, noviembre 2017 Impreso en Gràfhika Impresores Santo Domingo 1862 Santiago de Chile

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o electrónicos, incluidas las fotocopias, sin permiso escrito del editor.


EL SEÑOR MATSUDA Felipe Jordán Jiménez



ÍNDICE

I

Nippon

13

II

Samurái

25

III

K iku

31

IV

Yamato

43

V

Nagano

53

VI

¡Banzai!

75

VII Tokkotai

95

VIII

Hiroshima

Acerca de un poeta japonés y otras yerbas

103 121



“La muerte de cualquiera me disminuye, porque soy parte de la humanidad…” (John Donne).

A todos… (y a mí, por supuesto).


Bandera de la Marina Imperial Japonesa


La Segunda Guerra Mundial, ocurrida entre los años 1939 y 1945, efectivamente fue la mayor confrontación bélica de la historia de la humanidad en la que, de una u otra manera, todos los pueblos alrededor de la Tierra se vieron involucrados, directa o indirectamente. La lucha armada se extendió por todo el orbe, especialmente en los mares en los que barcos y submarinos enemigos se atacaban donde fuera que se encontrasen. En seis años de continuos enfrentamientos, países enteros fueron devastados y millones de personas murieron, entre soldados y civiles. Aun al concluir, para los sobrevivientes nada volvió a ser lo mismo, especialmente en las naciones derrotadas, cuyos pueblos, en la mayoría de los casos, nunca comprendieron cabalmente las razones de sus dirigentes al lanzarlos hacia la desastrosa aventura de la guerra. El Japón fue uno de esos pueblos… 9


El acorazado japonĂŠs Yamato explota tras ser bombardeado el 17 de abril de 1945. 10


La tormenta implacable destrozó mi jardín. Las flores volaron hacia el mar infinito, pero no lloré por eso, sino por mí: no pude ir con ellas y no fui. (Nishida Matsuda)

11



I NIPPON1

Durante la Segunda Guerra Mundial, la Armada Imperial Japonesa llegó a contar con más de cuatrocientas naves de guerra de gran tonelaje y cerca de trescientos mil efectivos. Al final del conflicto, casi la totalidad de sus barcos habían sido hundidos o inutilizados y menos de un tercio de sus hombres regresaron con vida a Japón.

1. Nippon (o Nihon), así le dicen los japoneses a su país. 13


Pågina 12: Puente de mando de destructor clase Fubuki.

Tropas japonesas ocupan Hong Kong en 1941.


E

n las películas de guerra los japoneses siempre eran los malos y el cine es una verdad que, a los diez años, no se cuestiona. Además, esos hombres pequeños, enfundados en sus grises uniformes, siempre enojados (salvo cuando comían, única escena de todos los filmes que vi en la que se reían, invariablemente con la boca llena de arroz que saltaba hacia la cámara), sin duda despertaban recelo con su mirar oblicuo y esas espadas afiladas como navajas. Había en los japoneses de las películas un sello de maldad irrefutable que se traducía en esa fealdad estética que los caracterizaba, desde el corte de pelo estilo samurái, hasta sus aviones y barcos tan insulsos, toscos y rudimentarios. Sin embargo, aun con lo poca cosa que parecían, fueron capaces de darle dura pelea a los héroes incondicionales de Hollywood, hundiendo 15


sus barcos en traicioneros ataques por sorpresa, derribando sus aviones con pertinacia irreverente sobre el Pacífico Sur y, finalmente, lanzándose sobre sus portaaviones en un desesperado picado para morir por el emperador. Así las cosas, fue un alivio que perdieran la guerra, aun cuando tuvieran que rendirse ante el devastador argumento de las dos bombas atómicas que los buenos les dejaron caer sobre sus cabezas, aplastando su malignidad para siempre. A mis diez años, las cosas eran blanco o negro, tal como en la televisión, y los buenos eran los buenos y los malos… terminaban muertos. Luego del The End inexorable, costaba volver a la realidad y nunca se hacía del todo. Mis amigos y yo éramos prueba de ello, pues admirábamos a los soldados de su majestad, al séptimo de caballería, a los legionarios franceses, a la Real Fuerza Aérea, a los infantes de marina, etc., y odiábamos a los malos fueran rebeldes, pieles rojas, árabes, alemanes o, por supuesto, japoneses. Aún no sabíamos que el gris también existía y que los buenos no siempre lo eran del todo y los malos, tampoco. Por ello, la aparición inesperada del señor Matsuda nos descolocó tanto. Allá por los años setenta, sin duda había muchos extranjeros en Chile, pero muy pocos eran de lugares 16


tan lejanos y extraños como Japón. Debido a esto, la llegada de un japonés al barrio, fue todo un acontecimiento social. Mi barrio de niño, casi al borde mismo de la ciudad, era prácticamente un pueblito provinciano, de casas con chacras y calles de tierra, por las cuales solían transitar más carretelas tiradas por caballos que automóviles. Era apacible, acogedor y carente de peligros, como no fueran los que surgían de nuestra propia imprudencia al escalar un árbol demasiado alto o lanzarnos a las correntosas aguas de un canal de regadío, por ejemplo. Nadie era rico, pero, de cierta manera, nadie era pobre tampoco. Recuerdo que tuve muy pocos juguetes, sin embargo, a cambio nunca me faltaron amigos con quienes jugar. En suma, creo que esa época fue la más feliz de mi vida, a pesar, incluso, de la llegada de ese japonés taciturno, como todos sus coterráneos de las películas. Eso era, sin duda, un muy mal augurio para mis amigos y para mí, que nos aprestamos a lo peor. Creo que por eso nos paseábamos tanto por el frente de su casa, la del terreno más grande, donde instaló un vivero que pronto se llenó de coloridas flores y aromas dulzones que atrajeron no solo las abejas, sino también a las vecinas curiosas y, lo más interesante de todo, a una clientela de foráneos que llegaban en automóvil, lo que le 17


dio cierto aire de progreso al barrio, pero que no alcanzó para más. Dos o tres vehículos por día no podían corromper la paz campechana de nuestras existencias. Pero, para la fértil imaginación de un niño, todo es posible, hasta lo más absurdamente truculento.

—Ayer vi salir un auto lleno de alemanes — dijo el Chico, señalando hacia el vivero del señor Matsuda. —¿Alemanes? —dudé yo, que conocía al Chico de toda la vida y sabía lo chamullento que podía ser—. ¿Y cómo supiste que eran alemanes? —Porque eran todos rubios —me contestó muy convencido. —¡Chis! Yo soy rubio y no tengo nada de alemán —le repliqué. —Pero no tienes los ojos azules como los rubios de ayer —me contestó con cara de pillo. —De todos modos, eso no asegura que fueran realmente alemanes —dije, más por molestarlo que por no creerle—. ¿Los oíste hablar? —Tanto alemán que sé yo… —se burló. —Yo tampoco sé alemán, pero lo distingo del inglés —repliqué sobrado—. Tus rubios pudieron ser gringos. 18


—Ningún gringo visitaría a un japonés —me refutó enfático. —Cierto —refrendé esta vez convencido. —Te digo que eran alemanes… —¿Y qué hay con que fueran alemanes? —pregunté. —¿Cómo que qué hay? —el Chico me miró sorprendido—. ¿Y si están planeando una nueva guerra? —¡Seguro! —me burlé yo esta vez—. Justo aquí, al barrio más apartado de Santiago, en Chilito, vienen los alemanes y japoneses a armar la Tercera Guerra Mundial. —¿Por qué no? —me replicó muy serio—, aquí no hay gringos cerca que puedan espiarlos… Tenía razón el Chico, no pude negarlo, pero algo me decía que ni eran alemanes los que mi amigo vio salir del vivero, ni el señor Matsuda pretendía provocar otra guerra.

Mis dudas se despertaron un día en que mi madre me hizo acompañarla a lo del japonés, pues había comprado algunas plantas y quería que la ayudara a llevarlas a casa. Aunque no me gustó la idea de exponerme a que el señor Matsuda diera rienda suelta a su naturaleza maligna contra mí, no me quedó otra que ir con ella. 19


Sin embargo, todo lo que imaginé de aquel hombre siniestro, no se acercó para nada a lo que mostró ser en realidad. En primera, siempre supuse que sería muy difícil comunicarse con él, pero resultó que hablaba bastante bien el español. Tampoco fue tan serio ni su rostro tan adusto como solía verlo en la calle, sino que sonrió, y mucho, con unos dientes extremadamente blancos, mostrándose muy simpático y, sobre todo, gentil. Mi mamá estaba encantada y conversó largo rato con él, mientras yo bostezaba aburrido. —Niño se cansó ya de estar aquí —dijo el señor Matsuda, sorprendiendo mis bostezos—. No le gustan las plantas parece… —A él solo le gusta jugar —respondió mamá—. Sobre todo ahora que salió de vacaciones y se lo pasa en la calle… —Mentira —negué yo de inmediato—. Todos los veranos tengo que ayudar al papá en el taller. —Pero, por ti no lo harías —me replicó ella. —Quizás el papá paga poco —intervino el japonés. —¡No paga nada! —exclamé yo y el señor Matsuda largó una risotada. —¿Y qué querías, fresco? —me dijo mamá también riéndose—. Él te mantiene todo el resto del año, justo es que lo ayudes en verano. 20


—Pero, podría pagarme algo, por lo menos —me quejé. Entonces, ocurrió lo más curioso e inesperado de mi vida hasta ese momento. —Yo necesito un ayudante —señaló el señor Matsuda—. Y yo pago, no mucho, pero más que el papá. Si quieres, y tu madre lo permite, puedes trabajar aquí conmigo. No supe qué contestar. ¿Yo trabajando para un japonés? ¿Un japonés sospechoso (como todos)? ¿Y después de haberme alegrado tantas veces al ver derrotados a sus compatriotas al final de las películas? Eso sería, sin duda, una traición a mis convicciones. ¿Qué dirían mis amigos si me vendiera por unos cuantos yenes1? No, no podría hacerlo nunca. De todos modos, con mi súbito silencio, dejé que mi madre le prometiera al señor Matsuda que hablaría con papá, para ver si me daba permiso. Como siempre, ellos pretendían decidir por mí, lo que no me gustó mucho que digamos. Pero, la sorpresa mayor me la dieron mis amigos, en especial el Chico, cuando le conté. —¡Es perfecto! —exclamó—. ¡Puchas, la suerte tuya! —¿Qué? —pregunté sin entender nada… 1. Yen, moneda japonesa. 21


—¡Claro, puh, pajarón! — me soltó, dándome una palmada en la espalda—. Serás el héroe que espíe y desenmascare al japonés maldito y sus malditos cómplices alemanes, que pretenden iniciar otra guerra mundial… —¡Espera, espera! —pedí yo más confundido aún—. ¿De dónde sacaste que yo quiero jugar al espionaje? —¡Buena, James Bond! —me embromó, pero luego se puso serio y agregó—: ¿Acaso te da miedo esta misión? —¡A mí no me da miedo nada! —salté molesto—. ¿Y de cuál “misión” me estás hablando, tarado? —De la que no te atreves a aceptar —me respondió, mirándome con cierto desprecio que no me gustó—. Mañana mismo voy yo a lo del japonés a ofrecerme para el trabajo ese. ¡Yo descubriré su malvado plan! (y, de paso, me ganaré unos pesos para comprarme pan de huevo en la playa…). —¡No harás eso! —exclamé indignado— ¡La pega me la ofreció a mí, yo voy a trabajar con él y seré yo quien descubra lo que sea que quieres descubrir tú! —¡Ese es mi amigo! ¡Un temible operario del recontraespionaje! —me dijo sonriendo y yo me sentí como un tonto. 22


Ya estaba frito. Mi papá levantó las cejas, sorprendido y, aunque no pareció gustarle la idea de no tener a su regalón ayudándolo ese verano, no se opuso a que yo trabajara para el japonés. “A ver quién de los dos es mejor jefe”, fue lo único que me dijo algo picado, pero después supe que había ido personalmente a hablar con el señor Matsuda sobre las condiciones de mi trabajo.

23


Así comienza a florecer una amistad entre estas dos personas de diferentes generaciones y nacionalidades, enterándose el pequeño no solo de que su nuevo amigo luchó en la Segunda Guerra Mundial y tuvo la desgracia de ver y vivir en carne propia cuando Estados Unidos lanzó la bomba atómica en Hiroshima, sino además que en un conflicto bélico ser el malo o bueno es algo muy relativo y depende de quién haya ganado la guerra o escrito la historia. Por su parte, el Sr. Matsuda aprende del niño que las tradiciones siempre se pueden flexibilizar cuando se trata de tener cerca a la familia.

En la portada: el acorazado japonés Nagato rumbo al puerto de Yokosuka, en 1945.

Felipe Jordán Jiménez

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M atsuda

El señor Matsuda

El

Los niños del barrio conjeturan acerca del Sr. Matsuda, un japonés que ha llegado a vivir al vecindario e instalado un vivero, prejuiciados por las películas de guerra donde los nipones son siempre los malos. Se da entonces para uno de ellos, el protagonista de este relato, la oportunidad de trabajar con el nuevo vecino, ayudándole durante el verano en el vivero.

Felipe Jordán Jiménez

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• Caballo loco, campeón del mundo Luis Alberto Tamayo • La goleta Virginia Luis Alberto Tamayo • Réquiem para una primavera Gloria Alegría Ramírez • Mundo de cartón Gloria Alegría Ramírez • El rescate del Castillo Blanco Jorge García Fuentealba • El peligro de las islas Jorge García Fuentealba • El viajero de los sueños Sofía Fauré Valdivielso • El señor Matsuda Felipe Jordán Jiménez • Quítame la respiración María Pía Silva • Las alas de mi ángel María Teresa Carmona • Litho, descubridor de piedras Luis Alberto Tamayo • La hora extraña Jaime Herrera D’Arcangeli • Cuentos inquietantes Marta Sáez García

El señor Matsuda

F elipe J ordán Jiménez

Otros títulos de la colección ODISEA de EDEBÉ-Editorial Don Bosco

FELIPE JORDÁN JIMÉNEZ, nació en Santiago en 1964; es casado y tiene una hija. Cursó estudios de publicidad en la Usach y, posteriormente, de licenciatura en letras en la Universidad Católica de Chile, titulándose de profesor de Castellano (1994), profesión que ejerció por más de diez años, hasta que una enfermedad neurológica lo obligó a abandonar las aulas y continuar con su vocación docente como escritor. En 2004, publicó su primer libro, Gato, el perro más tonto del mundo, con Edebé, iniciando una carrera ascendente que ya cuenta con varios títulos publicados por diversas casas editoriales, además de importantes premios literarios como el Barco de Vapor (2006), el Municipal de Santiago (2007) y el Marta Brunet, del Consejo de la Cultura (2009). Sus libros suelen atrapar al pequeño lector con historias simples, pero trascendentes, en que la emoción y el humor se alternan para conformar un relato cálido, cercano y, sobre todo, ameno.

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