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La hora extraña Jaime Herrera D’Arcangeli Cuentos inquietantes Marta Sáez El extraño caso Jack Hooligans Luis Alberto Tamayo Caballo loco, campeón del mundo Luis Alberto Tamayo Réquiem para una primavera Gloria Alegría Ramírez Mundo de cartón Gloria Alegría Ramírez El peligro de las islas Jorge García Fuentealba El señor Matsuda Felipe Jordán Jiménez Los viejos del Fénix Felipe Jordán Jiménez La isla que navega a la deriva Jorge Díaz
Elisa acaba de pasar a quinto básico y sabe los nombres de muchas plantas y para qué sirven. Cuando llegan las vacaciones, acompaña al campo a su mamá que en los veranos trabaja cerca de Melipilla, cosechando arándanos. Allí conocerá esta labor y la forma de vida de las temporeras y a Cristóbal, el nieto de los dueños del fundo, un niño insoportable para ella. Durante esas vacaciones, que serán decisivas en su vida, Elisa además recibirá noticias de su padre que quiere conocerla.
Elisa, flor de arándano Rafaela Bósquez Pérez
Rafaela Bósquez Pérez
Otros títulos de la colección ODISEA de EDEBÉ
Rafaela Bósquez (Santiago, 1980). Estudió Pedagogía General Básica con mención en Castellano en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente trabaja como Profesora de Lenguaje, donde promueve día a día el gusto por la lectura. Sus primeras creaciones literarias surgieron en los talleres impartidos por Cecilia Beuchat. Edebé Chile, entre sus novedades, presenta dos de sus obras: El Arca de Noé y Milton López a su servicio. Una autora que nos sorprende por su fluidez narrativa, humor y delicado uso del lenguaje. Literatura que viene a refrescar el panorama actual de la literatura infantil y juvenil.
Elisa, flor de arándano Rafaela Bósquez Edición y diseño: equipo Edebé Chile © Rafaela Bósquez © 2019 Editorial Don Bosco S.A. Registro de Propiedad Intelectual: A-304589 ISBN 978-956-18-1152-2 Editorial Don Bosco S.A. General Bulnes 35, Santiago de Chile www.edebe.cl docentes@edebe.cl
Primera edición, agosto 2019
Impreso en Salesianos Impresores S.A. General Gana 1486 Santiago de Chile
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Elisa, flor de arándano Rafaela Bósquez Pérez
A Jamil, Rafael y Sarita, mi huerto de riego. A mis padres quienes me legaron la palabra.
I
La fiesta de fin de año era la más esperada por todo el curso. Comíamos cosas ricas, nada del otro mundo, pero mi abuela se lucía con su torta de zanahoria y manjar. La mamá de Gabriel traía unos pancitos con huevo. Además, nos daban el regalo de fin de año. No esperábamos un gran regalo porque, en primero básico, nos dieron una toalla de playa. En segundo, un bolso para educación física y en tercero, una mochila con dibujos animados que nos habían dejado de gustar en kínder. “Igual sirve”, había dicho Jorge, uno de los más optimistas del curso. Claramente, la persona que elegía los regalos, no tenía idea de qué tipo de cosas le gustaba a los niños. En fin, de todas formas no dejaba de ser un regalo. Era el último día en el colegio y después de dos meses nos volveríamos a ver. Nuestros profesores nos decían que quinto era muy diferente. Tendríamos distintos profesores para cada asignatura. Además, nos daba pena dejar de estar con la señorita Maca. Era linda, sus manos siempre estaban frías y suaves. Nos consolábamos pensando en 7
que, como estaba embarazada, al año siguiente al menos no volvería a hacerle clases a ningún curso. Todas queríamos ser como ella. En segundo básico nos hacíamos unas colas de caballo en el pelo. Y cuando en tercero se cortó la chasquilla, más de alguna de nosotras imitó su peinado. Los niños también la querían mucho, incluso el Joaquín que era el más desordenado, se portaba bien cuando ella le acariciaba la cabeza. A veces, le pedían que mostrara fotos del auto de su marido. Le preguntaban qué equipo de fútbol le gustaba o alguna otra cosa igual de aburrida. Algunos se irían de vacaciones a la playa, al campo, otros viajaban por unos días a la ciudad. En cambio yo, partía todo el verano al fundo con mi mamá. Durante el año, cuando yo estaba en clases, ella trabajaba en un supermercado cerca de mi colegio, pero en las vacaciones nos íbamos a trabajar al campo. Le llamaban trabajo de temporera. Durante ese tiempo vivíamos en unas habitaciones dentro de una gran casa. Los dormitorios tenían hartas camas. En el mismo espacio había otras señoras. Muchas eran tan jóvenes como mamá, pero no tenían hijos o al menos no estaban allí. Mi abuela no nos acompañaba, se quedaba en Melipilla. Algunos sábados después de almorzar volvíamos a casa en un furgón, un poco más grande que el del colegio y los domingos en la noche regresábamos al fundo. 8
La primera noche en esa habitación siempre era extraña. Me costaba dormir. Sentía temor. En casa dormía en mi pieza, solo me pasaba a la cama de mamá cuando tenía frío o estaba asustada, pero acá dormíamos juntas en una cama pequeña. Además, la habitación tenía unas ventanas con marcos de madera que crujían, y cuando uno miraba hacia afuera se veía todo oscuro, negro, y por más que uno pestañara no lograba ver nada. La primera mañana también era especial. Yo no era tímida, pero al principio me ponía muy vergonzosa, aunque ya no tomaba el té en platillo. Desayunábamos más de veinte mujeres en una mesa larga. Algunas conversaban y reían. Otras me ofrecían leche y tocaban mi cabeza. Me tenía que hacer el moño más de una vez en el día. En la cosecha de arándanos trabajaban solo mujeres. El patrón decía que estos frutos requerían manos pequeñas para ser arrancados. El frío de la mañana era muy distinto al de mi casa. Me abrigaba con chalecos y gorros. “Solo la lana te protege del frío, no esas telas artificiales que inventaron ahora” me repetía la abuela. Llegábamos a las plantaciones de arándanos cuando aún era de noche. La luz de la luna nos alumbraba el camino. Con los primeros rayos del sol, el rocío brillaba en pastos y arbustos. Para mí era el momento más lindo del día. Aunque tenía mucho frío, los rayos del sol me daban justo en la espalda cuando estaba cosechando arándanos. 9
En realidad yo no trabajaba. En más de una oportunidad había escuchado decir al patrón: “Puede quedarse la niñita, pero que no trabaje, porque o si no, yo lo voy a pagar muy caro”. Así que llegaba con mamá a las plantaciones, y cuando todas las mujeres se agachaban para coger los frutos, yo caminaba entre los arbustos y espinos, me entretenía cambiándoles el morral lleno de arándanos por uno vacío y a ratos caminaba junto al estero ubicado atrás de los naranjos y paltos. Una mañana, cuando caminaba cerca de unos limoneros que bordeaban el camino hacia la casa de los patrones, escuché unos ladridos agudos y desesperados. Corrí hacia las zarzamoras y encontré un pequeño perro blanco enredado en ellas. Con mucho cuidado, saqué sus patitas y revisé que no tuviera espinas. Era un perro muy divertido. Vestía chaleco a cuadros y tenía un peinado muy gracioso, como el de mi profesora de inglés. Lo acaricié. Al parecer, no había alcanzado a dañarse. Con él en brazos, caminé hasta la casa grande. Me imaginé que ahí se encontraban sus dueños. Estaba a punto de llegar al portón cuando desde la puerta principal de la casa escuché: —¿Qué le hiciste a Coco? ¿Dónde estaba? Hace un rato se me arrancó y yo no puedo salir corriendo detrás de él, mis piernas no me lo permiten. 10
Me quedé paralizada ante tantas palabras. No sabía si acercarme o arrancar. Me incliné para dejar al perro en el suelo y la señora gritó: —¡No, puede estar lastimado! Acércate, ponlo en mis manos. Caminé, no sé por qué me tiritaban las piernas. Cuando llegué frente a ella pude darme cuenta de que era una anciana muy bonita, de ojos claros, pero con una expresión de pena y mucha rabia. No sé si estaba enojada conmigo o con todos. Me miró fijamente a los ojos y luego bajó su vista a mis zapatos. Lo único que atiné a hacer fue esconder un pie detrás del otro. Estaban un poco sucios con el barro de mis andanzas de la mañana. No eran los mejores que tenía. Los nuevos los usaba solo los sábados. Tuve el impulso de darle una explicación por mis zapatos, por su perro, por estar ahí, pero no pude. Estiré mis brazos. Ella tomó a su perro. Entró a la casa y cerró la puerta con gran estruendo. Yo seguía como atontada. Solo pude decir: —Buenas tardes.
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II
No le conté a mamá lo que ocurrió con el perro y la señora de la casa. Yo siempre le contaba todo, incluso cuando miré hacia al lado en la prueba de historia porque se me había olvidado dónde vivían los mapuche. Yo sabía que era en el sur de Chile, pero mi abuela tenía una amiga mapuche y ella vivía en Estación Central, así que me confundí. Pero contarle que había estado casi adentro de la casa, sería solo para preocuparla. Además, me había dicho muchas veces que ni me acercara y me prometí no volver a hacerlo, ¡jamás! El día estaba muy caluroso, así que me saqué los zapatos, calcetines y metí mis pies a una pequeña acequia. Mientras jugaba a poner pirigüines en un frasco vi pasar una pequeña rueda por el camino hacia abajo, y luego escuché: —¡Cuidadooooooo! Un niño que venía en un carrito con tres ruedas pasó junto a mí levantando una tremenda polvareda. Tropezó con unas piedras y luego cayó justo al 13
lado de la acequia. Salí corriendo, sin zapatos, para ayudarlo. Le ofrecí mis brazos para que se apoyara. —Noooo, no te preocupes —me dijo poniéndose en pie de un salto—, es la caída número catorce desde que estoy construyendo mi auto de velocidad turbo flash. Además, la sangre de las rodillas es porque se me rompió la costra de la costra que me hice la semana pasada. Luego fue corriendo a buscar la rueda perdida y comenzó a subir por el camino de tierra por donde venía. —¿Por qué andas sin zapatos? ¿Eres pobre o eres un conejo salvaje que se convirtió en niña hace unos segundos? ¿Se te perdieron? —me preguntó. Pensé que era el niño más desagradable que había conocido en mi vida, y eso que en mi curso hay algunos que se ganan el premio a los más desagradables del mundo mundial, así que no le respondí nada y volví a la acequia para recoger mis zapatos y calcetines. Pero debía limpiarme los pies, porque al salir corriendo para ayudarlo, se me habían embarrado. Metí mis pies al agua y los moví para que se despegara el barro. —¡Qué buena idea! —dijo y se sentó junto a mí. Se sacó los zapatos y metió los pies al agua para enjuagar las heridas de sus rodillas. —¿Cómo te llamas? ¿Por qué estás en el campo del abuelo? ¿Siempre andas por acá? Yo lo miré y no le respondí. De esa forma mi abuela demostraba su enojo. No me sentía ofendi14
da porque me preguntó si era pobre o un conejo. Yo no lo era y sí tenía zapatos, incluso calcetines. Lo que me molestó de ese niño es que no me saludó y mi abuela siempre me obligaba a saludar. Además, ni me agradeció la ayuda. —¿No hablas mi idioma? —volvió a hablarme saltando como un loco en el agua. —Sí lo hablo y con mucho vocabulario, como me dice la señorita Maca. —¿Cómo? ¿Te llamas Maca? Yo me llamo Cristóbal. Este es el campo de mi abuelo, estoy de vacaciones. Llegamos la semana pasada con mis primas. Mis papás no vinieron. Llegarán para mi cumpleaños que es en febrero. Terminó de decir sus últimas palabras acostado a lo largo de la acequia. Ya era demasiado. Este niño no sabía comunicarse como correspondía. No me escuchaba y cacareaba como las gallinas de la señora Mirta. Entonces salí del agua. Me sequé pasando mis pies por el pasto y me alejé de él lo más rápido que pude para ponerme mis calcetines y zapatos. —¡Maca, Maca! Ven, se te quedó tu frasco con gusanos acuáticos. —No me llamo Maca, mi nombre es E-li-sa —le dije bien enojada—, Elisa y no me importan los pirigüines… solo tíralos al agua —terminé de decirle mientras me iba por el camino hacia las plantaciones. —¡Espérame! —me volvió a gritar y corrió, todo mojado. Pensé que venía a disculparse por 15
haber sido tan fastidioso, así que dejé de caminar. —Dime, te escucho —agregué, muy seria. —Tengo una idea. Ayúdame a arreglar mi auto y nos tiramos por acá. Si quieres yo te empujo la mitad del camino y después te suelto. Tú debes poner los pies arriba del fierro y afirmarte bien, porque todavía no le pongo frenos. Pero, no importa… después inventamos una forma de frenar y manejar el auto. Ahora, solo debes dejarte llevar. Cristóbal no paraba de hablar. Yo ya no pensaba en sus ofensas. Solo pensaba en una de sus frases “ahora, solo debes dejarte llevar”. Eso era exactamente lo que nunca había podido hacer. Mi madre y mi abuela no me daban permiso para jugar con los niños del barrio. Solo iba al colegio y volvía a casa. Me divertía leyendo, armando flores con papeles de colores y, a veces, viendo un poco de tele. Así que de inmediato respondí: —No, mi mamá no me da permiso. —Tú mamá no está acá. Tranquila, yo te doy permiso —me dijo haciéndose el serio. Él era un poco más alto que yo. Tenía el pelo claro y era muy chascón. Me imaginé que si mi abuela lo peinara de la misma forma que a mí, seguro que el orden le duraría unos minutos y su pelo volvería a ser nuevamente salvaje. —Pero, ¿si me subo y el auto se va para todos lados y no lo puedo parar… y llego hasta el final del camino y me caigo? 16
—No te preocupes tanto. Lo más probable es que te caigas. Si te caes hacia allá está la acequia, si te mojas, después te secas. Si te caes sobre los yuyos, sería lo mejor, porque están blanditos. No lo pensé más y mientras Cristóbal atornillaba la rueda al auto me preparé para la aventura. Estaba aterrada, pero él no debía enterarse. Teníamos más o menos la misma edad, así que no podía actuar como un bebé. Entonces, me subí, me enganché en los fierros del auto, me di cuenta de que el asiento estaba hecho de muchos diarios apilados, que los fierros estaban oxidados y que una rueda era más pequeña que las otras. Cerré los ojos y vi la cara de mi abuela diciéndome: “más vale prevenir que lamentar”, por eso los abrí enseguida y Cristóbal ya había comenzado la cuenta regresiva… —¡Para, para! ¡Noooo, mejor no pares! —grité mientras volaba por el camino hacia abajo. —Saquemos unas ciruelas. Estas son las más ricas que he probado —me dijo Cristóbal. —No es correcto. Mi abuela me dice que no puedo comer las frutas sin lavar y menos si están calientes. —Tu abuela parece general del ejército… Dale, son exquisitas. Mi abuela no parecía general del ejército, pero sí me cuidaba mucho. Antes de prohibirme algo siempre me decía algún dicho y como esos parecen tan sabios, yo me quedaba tranquila. Nunca 17
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La hora extraña Jaime Herrera D’Arcangeli Cuentos inquietantes Marta Sáez El extraño caso Jack Hooligans Luis Alberto Tamayo Caballo loco, campeón del mundo Luis Alberto Tamayo Réquiem para una primavera Gloria Alegría Ramírez Mundo de cartón Gloria Alegría Ramírez El peligro de las islas Jorge García Fuentealba El señor Matsuda Felipe Jordán Jiménez Los viejos del Fénix Felipe Jordán Jiménez La isla que navega a la deriva Jorge Díaz
Elisa acaba de pasar a quinto básico y sabe los nombres de muchas plantas y para qué sirven. Cuando llegan las vacaciones, acompaña al campo a su mamá que en los veranos trabaja cerca de Melipilla, cosechando arándanos. Allí conocerá esta labor y la forma de vida de las temporeras y a Cristóbal, el nieto de los dueños del fundo, un niño insoportable para ella. Durante esas vacaciones, que serán decisivas en su vida, Elisa además recibirá noticias de su padre que quiere conocerla.
Elisa, flor de arándano Rafaela Bósquez Pérez
Rafaela Bósquez Pérez
Otros títulos de la colección ODISEA de EDEBÉ
Rafaela Bósquez (Santiago, 1980). Estudió Pedagogía General Básica con mención en Castellano en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente trabaja como Profesora de Lenguaje, donde promueve día a día el gusto por la lectura. Sus primeras creaciones literarias surgieron en los talleres impartidos por Cecilia Beuchat. Edebé Chile, entre sus novedades, presenta dos de sus obras: El Arca de Noé y Milton López a su servicio. Una autora que nos sorprende por su fluidez narrativa, humor y delicado uso del lenguaje. Literatura que viene a refrescar el panorama actual de la literatura infantil y juvenil.