8.
El juramento de los Centenera
9.
Mala luna
Lydia Carreras de Sosa Rosa Huertas
10.
Las carpetas
11.
Sé que estás allí
12.
Tuerto, maldito y enamorado
13.
OK, señor Foster
14.
Mi abuelo Moctezuma
15.
La Ciudad de las Nubes
16.
Ne obliviscaris
19. 20.
Eliacer Cansino
María García Esperón
Una novela sobre los secretos, la memoria, y los afectos a través del tiempo.
Sandra asegura que esta novela la escribió en una casa de campo, donde había un laurel partido del que se contaba que había sido alcanzado por un rayo. Lo que no sabemos es si también conoció a la que llamaban la Bruja del Laurel o si solo escuchó su historia.
Sandra Comino
Eduardo Abel Gimenez
Fernando Alcalá Suárez
La piel de la memoria
Jordi Sierra i Fabra
Vuelta al sur
Mario Méndez
Monstruos por el borde del mundo
Eduardo Abel Gimenez
La feria de la noche eterna
Joan Manuel Gisbert
El faro de la mujer ausente
David Fernández Sifres
EDELVIVES
21.
Rosa Huertas
Entre sus obras se destacan La casita azul (Premio Iberoamericano de Novela), La enamorada del muro (Premio “A la orilla del viento”) y Así en la tierra como en el cielo (finalista del premio NormaFundalectura).
EDELVIVES
18.
Lydia Carreras de Sosa
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EDELVIVES
17.
Márgara Averbach
Sandra Comino nació en Junín, y actualmente vive en la Ciudad de Buenos Aires. Es escritora, periodista y docente. Coordina talleres de escritura y de lectura en voz alta. También capacita docentes en literatura infantil y juvenil en todo el país y ha dado talleres y charlas en el exterior.
La Bruja del Laurel
Últimos títulos publicados:
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En un lugar en el medio de la nada se encuentra el paraje Alegrías del hogar. Allí llegan, perdidos, un fotógrafo y su hijo. Y se quedan, primero a pasar la noche, y luego el resto de sus vacaciones, deslumbrados por la vida del lugar en general y en particular por las historias que se cuentan sobre la Bruja del Laurel y el Brujo del Naranjo. Sin embargo, descubren que no son solo historias, que la cercanía de los gitanos influye de alguna forma en la vida de todos. ¿Y en la de ellos?
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LAURELES Y NARANJAS
Ella sabía que el laurel tenía poderes como, por ejemplo, desviar los truenos de las tormentas eléctricas. Gracias a eso, se refugió muchas veces bajo su copa y fue su árbol preferido. Por esa devoción hacia él, la llamaron la Bruja del Laurel. Su laurel tenía hojas verdes oscuras y un perfume que no se parecía a nada, pero se diferenciaba de todo. Florecía en verano y las hojas disecadas servían para condimentar comidas. La planta en la entrada de la casa la protegía. Él decía que la naranja combatía los males, por ejemplo, la tristeza. E inspirar su perfume lo tranquilizaba. Tomaba litros de jugo y masticaba las cáscaras. Por esa veneración hacia la planta, le decían el Brujo del Naranjo. Sentía que la naranja era como él. Tenía dos pieles: una superficial, la cáscara, y debajo un pellejo más tierno. Percibía el perfume de sus flores entre dulce y amargo. La
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infusión de pétalos de azahar lo ayudaba a dormir serenamente y era capaz de curarle males físicos y espirituales. La Bruja del Laurel y el Brujo del Naranjo vivieron cerca desde niños. Y se quisieron casi por cien años.
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UNA NOCHE
El paraje Alegrías del hogar estaba aislado del mundo. Si bien decían que tuvo la intención de ser un punto de encuentro, lo cierto fue que dividió en dos la zona agraria. Al oeste, la colonia de campesinos y al este, la Bruja del Laurel y el Brujo de los Naranjos. No se podía decir que era un pueblo porque las casas estaban a muchos kilómetros unas de otras, pero —contaban los ancianos— que pretendió ser una aldea, con iglesia, almacén y escuela. Sin embargo, solo prosperaron el paraje y la escuela rural, donde iban los hijos de los lugareños. Casi nadie cruzaba al este por temor a la Bruja del Laurel y al Brujo del Naranjo. Y aunque nadie los visitaba, todos sabían que ellos sí se frecuentaban a diario. Las personas del oeste no se animaban a llamar a esas puertas, ni siquiera a traspasar la primera tranquera, que ya no tenía ni color, la madera se había vuelto gris, y el verdín que se le pegaba en los inviernos lluviosos se volvía cáscara en verano. Se
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sabía mucho acerca de ellos, casi siempre de alguien que decía que había oído algo. Eso era muy asombroso. Si no fuera por los pastos que crecían cerca de los tablones que se cruzaban formando equis de la tranquera arruinada, se diría que allí todo estaba muerto. De un lado del paraje las casas presumían jardines, galpones pintados, sus dueños tenían teléfonos, televisores y, algunos, hasta computadoras. Del otro, luz a velas, lámpara a kerosene o a batería. El lado este nunca fue elegido por los campesinos. Decían que los pocos que alguna vez lo hicieron comenzaron a abandonar sus chacras. Otros huyeron atemorizados por lo que oían acerca de los brujos y muchos temieron por la posible y anunciada llegada de los gitanos, que tenían vínculos con los hechiceros. También aseguraban que los gitanos compraron tierras de ese lado porque nadie las quería por estas razones. Y estaban los que creían que los gitanos les temían a los brujos. —Gitanos en el campo, ¿dónde se ha visto? Muchos chacareros arrendaron sus tierras y se fueron a la ciudad. Unos cuantos renunciaron a sus pertenencias y las dejaron al libre albedrío de las malezas, que las había de todas clases. Una familia, que se enteró que algunos gitanos estaban por llegar a un campo lindero, abandonó la casa a la hora del almuerzo, y con la mesa puesta. La casa de la mesa puesta quedó sola con la ventana abierta, y a través de la reja se podía ver el mantel que cubría la mesa y sobre él platos, vasos, cubiertos y una jarra de jugo. Algunas sillas todavía estaban tiradas en el piso,
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como si las personas se hubieran levantado de golpe y echado a correr desesperados. El oeste, en cambio, progresaba. Pero los chicos crecían bajo la juzgada mirada de los adultos que inculcaba el miedo a los brujos y a los gitanos, por lo tanto, esa desconfianza al este se heredaba. La noche caía sobre el paraje y casi todos dormían. Violeta lavaba los vasos y los ponía boca abajo sobre la rejilla. El paraje que se había convertido en almacén de ramos generales, o bar de paso, panadería, a veces correo, y hospedaje para viajantes o forasteros, se hundía en la noche. Estaba sobre un camino de tierra al que los paisanos llamaban ruta aunque nunca llegó a serlo porque alguien había usado el dinero destinado a asfaltarlo para otra cosa. Pero los mapas no se enteraban de los incumplimientos. Y era, por ese motivo, que quien le hacía caso al mapa tomaba ese camino, y entre ellos algunos viajeros llegaban al paraje para preguntar dónde estaba la ruta marcada en el mapa. El paraje existía desde antes de que el camino intentase convertirse en ruta y perduraba hasta hoy gracias a que la ruta nunca llegó porque le hubiese pasado encima. Así, como se quedó sin ruta, conservó los clientes. En temporadas de lluvia cuando el camino se tornaba imposible de ser transitado, por el barro, la gente que no podía ir a comprar a la ciudad, lo hacía allí. Y en invierno, durante los temporales de nieve, todos negociaban, hacían trueque y Salvador, dueño de Alegrías del hogar, vendía toda la mercadería
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acumulada. También en verano, en los días de sol, los viajeros paraban a tomar refrescos o a comprar alguna fruta. Era un almacén favorecido por la lejanía de los pueblos y su nombre le hacía honor a lo que provocan algunas situaciones. Eso creía Salvador, por eso le había puesto así. Alegrías del hogar eran también unas flores que adornaban los ventanales.
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UN VIAJERO
Violeta miraba por la ventana, como siempre antes de ir a dormir. Veía cómo estaba el camino y se aseguraba que el afuera se sumergiera en una medianoche tranquila. La negrura del campo estallaba en silencio, que se rompía con algún ulular de búho. Ella era la última en acostarse. Preparaba un té de menta porque le traía bienestar físico y mental. Lo necesario para conciliar el sueño y levantarse al día siguiente e ir a trabajar a la escuela y, por la tarde, hasta la noche, ayudar a su padre en el almacén. La casa en silencio quedaba envuelta en un leve olor a humo que se desprendía de la estufa del salón, donde ya no ardía la madera con la intensidad del día. El vapor del té subía a los anteojos, los empañaba, pero Violeta no limpiaba inmediatamente los cristales porque a esa hora podía esperar a que se desempañaran solos. Afuera, el viento del este traía humedad que chocaba con el aire helado del campo. El viento estancado
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guardaba gotas que no tenían fuerzas para convertirse en lluvia y se hacían niebla. No muy lejos del paraje, Samuel conducía despacio entre esos bancos de niebla que parecían telas envolventes. Llevaba horas por caminos de tierra que no lo transportan a ningún lado. El niño que viajaba en la parte de atrás dormía. Cada tanto un monte y cierta luz que salía de alguna ventana. O un perro que cruzaba el camino para seguir el auto unos segundos, y los ladridos se desarmaban en el eco de la noche. Samuel buscaba desesperadamente un pueblo. Llevaba más de medio día perdido en esos caminos de tierra sin conseguir hospedaje. Habían comido lo que quedaba en la heladerita portátil. No sabía si eran caminos privados o si conducían a alguna población. Lo turbaba que alguien apareciera de la nada y atentara contra ellos. Luego reaccionaba. No estaban en la ciudad, solo había tierra, alambrados, pastizales y más tierra. La oscuridad para él tenía el sonido de su música. La voz del cantante le recordaba a su tierra, por eso no oía si el viento intentaba elevar la niebla. Pero sí veía que la niebla serpenteaba. Dentro del auto en esa noche fría con bruma, y con la música que le acaparaba los sentidos, Samuel intentaba alcanzar un estado de bienestar. Miró al niño por el espejo retrovisor y sonrió. Hubiera logrado estar despreocupado de no haberse perdido, claro. Aunque no tenía apuro por llegar a ningún lado en especial. Solo deseaba comer y dormir. La quietud, a decir verdad, tampoco le molestaba tanto.
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Los momentos felices llegaban de diferentes maneras a las distintas personas. Para Violeta era leer algo que la tuviera atrapada todo el libro. Para Salvador oír los partidos de fútbol por la radio, para algunas personas podía ser comprar cosas, para otras viajar, comer, salir, contemplar el mar. Para Corel, la niña que tanto quería Violeta, era bailar. Para Samuel ser feliz era hacer lo que deseaba. Se sentía dueño de la noche aunque estuviera perdido. Porque estar en el medio de la nada le hacía pensar que estaba adentro del horizonte donde se juntaban el cielo y la tierra. De pronto, una señal indicaba el final del camino. La vio de casualidad y frenó de golpe. Luego, se dio cuenta de que, tal como lo indicaba el cartel, el sendero se separaba hacia un lado y hacia otro. Como si fuera una “T”. El camino por donde él venía se dividía en una senda hacia la derecha y otra a la izquierda. Tenía que tomar una decisión. Encendió la luz interna del auto y revisó por décima vez el mapa. El mapa decía que era una ruta. Quedó detenido aunque sabía que por la niebla no debía hacerlo. Al mismo tiempo pensaba que nadie pasaría por allí. De golpe, la niebla movediza despejó el otro lado del camino y lo que podría haber parecido el reflejo de la luna era una luz alta. También vio una casa grande. La neblina se movía y él cruzó. No iba a tomar ninguna dirección. Estacionó. Guardó la cámara de fotos. Cerró con llave, aunque le pareció una precaución inútil. Y caminó. El niño seguía dormido.
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Le llamó la atención la construcción un tanto deteriorada. La casa tenía ventanas que daban al camino que el mapa decía que era una ruta. Caminó por la vereda de ladrillos que tenía gramilla en los bordes y había una zanja que la separaba de la falsa ruta. Un puñado de lirios secos acompañaba el sendero, al pie de la zanja, donde parecía que había agua estancada. Un leve olor a barro viejo salía de allí. Samuel reparó en la alcantarilla y parado sobre ella observó los focos blancos sobre el cartel de la puerta que decía: Paraje “Alegrías del Hogar”. Al mismo tiempo se encendió una luz adentro y un perro comenzó a ladrar. Se quedó a la espera de que algo sucediera frente a la puerta cerrada. Unas cortinas de metal en tiritas emitían un leve sonido agudo, como a llamador de viento. El perro avisó la presencia del forastero y por el ladrido pudo presagiar que no era grande, ni malo. Samuel vio que también había luz en otra de las ventanas y abrió las cortinas para buscar un llamador. Encontró un pasador de mano, que precisamente era una mano, y la levantó para chocarla en la madera. —¿Quién es? La voz que preguntó era de mujer. Y él contestó que necesitaba comer y pasar la noche en algún lugar. La mujer dudó. Si bien era un paraje, no era habitual que de noche llegaran viajeros, pero abrió. Samuel saludó agradecido. La chica le agradó. Ella se quedó mirándolo. Él vio que más atrás había
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una estantería que llegaba hasta el techo y en ella se arrumbaban botellas, sifones, cajones, frascos, latas. —¿Qué se le ofrece? —dijo la joven. Y él, antes de contestar, miró el piso de madera, al mismo tiempo que lo capturó un olor a alcohol mezclado con aroma a pan y otra cosa que no podía descifrar. Siguió los olores con la vista, si eso fuera posible, y llegó a ver el pan en unos canastos de mimbre al lado del mostrador de pino, luego un mármol y una canilla cuyo caño en forma de arco caía hacia la pileta. Un lavadero de vasos. A un costado, una mesa detrás de otra en fila, cada una con dos sillas. Cuatro mesas al pie de cuatro ventanas. Todo despertaba apetito. —Necesito comer y pasar la noche, es esto un albergue, ¿verdad? Somos dos. Ella percibió que era buena persona. Podía sentirlo en el acto. Ver en los ojos, en los gestos, en cómo se dirigió hacia ella. Samuel se quedó esperando la respuesta de la joven debajo del marco de la puerta del boliche. En eso apareció un señor, entrado en años, poniéndose un delantal blanco y con un escarbadientes en la boca. Samuel le hizo un gesto para preguntar si podía entrar y el viejo le asintió con la cabeza. Luego la muchacha le dijo al viejo: —¿Puede quedarse? —¿Podré cenar? El viejo miró a la joven y preguntó: —¿Podrá?
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Y ella sin responder al viejo, miró al joven y preguntó: —¿Lo que haya? —Lo que haya.
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El juramento de los Centenera
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Mala luna
Lydia Carreras de Sosa Rosa Huertas
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Las carpetas
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Sé que estás allí
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Tuerto, maldito y enamorado
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OK, señor Foster
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Mi abuelo Moctezuma
15.
La Ciudad de las Nubes
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Ne obliviscaris
19. 20.
Eliacer Cansino
María García Esperón
Una novela sobre los secretos, la memoria, y los afectos a través del tiempo.
Sandra asegura que esta novela la escribió en una casa de campo, donde había un laurel partido del que se contaba que había sido alcanzado por un rayo. Lo que no sabemos es si también conoció a la que llamaban la Bruja del Laurel o si solo escuchó su historia.
Sandra Comino
Eduardo Abel Gimenez
Fernando Alcalá Suárez
La piel de la memoria
Jordi Sierra i Fabra
Vuelta al sur
Mario Méndez
Monstruos por el borde del mundo
Eduardo Abel Gimenez
La feria de la noche eterna
Joan Manuel Gisbert
El faro de la mujer ausente
David Fernández Sifres
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Rosa Huertas
Entre sus obras se destacan La casita azul (Premio Iberoamericano de Novela), La enamorada del muro (Premio “A la orilla del viento”) y Así en la tierra como en el cielo (finalista del premio NormaFundalectura).
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Lydia Carreras de Sosa
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Márgara Averbach
Sandra Comino nació en Junín, y actualmente vive en la Ciudad de Buenos Aires. Es escritora, periodista y docente. Coordina talleres de escritura y de lectura en voz alta. También capacita docentes en literatura infantil y juvenil en todo el país y ha dado talleres y charlas en el exterior.
La Bruja del Laurel
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En un lugar en el medio de la nada se encuentra el paraje Alegrías del hogar. Allí llegan, perdidos, un fotógrafo y su hijo. Y se quedan, primero a pasar la noche, y luego el resto de sus vacaciones, deslumbrados por la vida del lugar en general y en particular por las historias que se cuentan sobre la Bruja del Laurel y el Brujo del Naranjo. Sin embargo, descubren que no son solo historias, que la cercanía de los gitanos influye de alguna forma en la vida de todos. ¿Y en la de ellos?
c o l e c c i ó n
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La Bruja del Laurel Sandra Comino
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