Fango, Ala Delta Verde 97

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EDELVIVES

A L A

D E LTA

Fango Gonzalo Moure Ilustraciones

Ester GarcĂ­a

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Aviso: si no te gustan (mucho) los perros, no leas este libro.

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Como no podía tener perros

cuando era niño tuve libros. Libros en los que «vivían» perros, eternamente. Niebla, Buck, Argos, Kazán, Bari, Colmillo Blanco. En ellos me refugiaba, porque en casa ni hablar. Por aquella época, tener un perro en casa era una rareza. Y mi madre amaba los bosques y el mar, pero nunca sintió mucho aprecio por los perros. En cambio, sentía todo el aprecio del mundo por los libros. Me llevaba a las librerías de lance y me daba unas pesetas, y si yo le preguntaba qué libro me decía el que quieras; y si le preguntaba 5

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qué libro de su biblioteca podía leer me decía el que puedas. No solo buscaba libros de perros, la verdad, pero cuando me encontraba con uno en las páginas de un libro sentía que el perro estaba conmigo. Leí muy pronto (estuve casi un curso entero en la cama, con un soplo en el corazón) la Odisea y, si bien el libro me gustó desde el principio («Háblame, oh inspiración, del hombre de muchos senderos»), me conmovió hasta los tuétanos el final, cuando Ulises vuelve a su palacio convertido en poco más que un pordiosero, y el único que lo reconoce es su viejo perro Argos, que se levanta de debajo de una nube de moscas moviendo el rabo para lamer su mano. Tardé mucho en saber lo que es realmente amar y ser amado por un perro, vivir cerca de un perro, y para eso tuve que tragar mucha frustración, y sobre todo tuve que conocer a

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Antonio

decía siempre, desde niño: «Yo seré pastor». Antonio fue el primer amigo (amigo de verdad, porque la palabra «amigo» se compone de «amar» y «contigo»), y era distinto a todos los niños que yo había conocido hasta el momento. Antonio tenía unos meses menos que yo y, sin embargo, sabía cosas que yo entonces aún ignoraba por completo. Sus padres eran gallegos y con dinero, pero él de mayor no quería ser ingeniero ni perito ni abogado sino pastor. Aquella determinación 7

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me fascinó muy pronto. Estaba seguro de que Antonio había nacido en aquella familia de clase media alta por equivocación, que él debería haber nacido en realidad en una casa en el campo, rodeado de cabras y ovejas, con dos perros greñudos guardando su cuna. Su familia, que llegaba de La Coruña, había venido a vivir dos pisos más abajo que nosotros, y Antonio y yo pronto sintonizamos o, más bien, enseguida le admiré. En realidad, el primer contacto fue de rivalidad, porque él y su familia se nos adelantaron. Nuestras madres se habían conocido no sé dónde y habían quedado en hacer la mudanza el mismo día, pongamos el 1 de junio o el 1 de julio. Y esa noche las dos familias dormiríamos por primera vez en la nueva casa, de manera que ninguna podría decir que era más antigua en el vecindario. Pero ellos se adelantaron un día y durmieron en colchones, por el suelo del piso vacío, para que siempre constara que los Suárez vivían allí desde antes que nosotros. 8

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A mí me pareció trampa, una traición, de modo que al principio los miraba mal. Eran ocho hermanos y cundían mucho más, como si fueran dieciséis, así que tenía que estar mirando mal todo el rato. Hasta que una mañana (estábamos ya en vacaciones y aún no podíamos irnos de veraneo al norte, ni ellos ni nosotros), aparecieron unas vecinas nuevas, muy guapas, con una perra de raza pastor alemán más guapa aún que sus dueñas. Aquella perra se llamaba Pista. Antonio me demostró que lo sabía todo de su raza, y la perra estaba entusiasmada con él. No les hacía ni caso a sus dueñas, prefería a aquel niño que examinaba su paladar para dictaminar si era de pura raza, los nudos de sus patas para anunciar lo que iba a crecer, la firmeza de los cartílagos para determinar cómo tendría las orejas. Yo, que no había tenido aún un verdadero amigo, solo hermanos, primos y compañeros de colegio, sentí una inmediata admiración por él. Antonio llegó a ser mi mejor amigo muy pronto, y me gusta creer que él 10

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sintió lo mismo. Él enseñaba sin querer, yo aprendía queriendo. Pero los dos compartíamos la misma atracción por el mundo de los perros. No sé, no le puedo pedir ya que me hable de aquel tiempo, de nuestro encuentro, porque Antonio murió en un accidente hace ya varios años, y ya no me puede responder. Cuando Antonio murió heredé sus dos yeguas. Su hermano mayor, Luis, no sabía qué hacer con ellas y no las quería vender de cualquier manera, ni mucho menos a un picadero. Yo ya vivía en Asturias, en una casa que tenía prados grandes y cuadras vacías, y siempre había soñado con tener un caballo. Aquellas dos yeguas, además, eran parte de Antonio. Nunca montó en ellas, más bien eran parte de su rebaño de cabras y perros abandonados y, del mismo modo que estos, le seguían dócilmente por los caminos de Algete. Y siempre, por cierto, echaron de menos a Antonio. Muchas mañanas, cuando abría la cuadra y las cepillaba, me preguntaban por él. Quiero decir que me aceptaban, e incluso 11

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puede que me quisieran un poco, sí, pero me miraban como se mira a un impostor. Echaban de menos a Antonio. Tanto como yo. Además de las yeguas, heredé también su perra, una gos d’atura preciosa y dura, pero que era autista. Nadie sabía, ni su hermano, ni sus amigos, ni los que trabajaban en la granja tampoco, qué le había pasado a aquella perra. Antonio la había bautizado como Petra, porque cuando lograbas capturarla parecía convertirse en una perra de piedra, después de haberte lanzado un mordisco rápido, con un gañido. Es verdad, era autista, y solo con ternura, caricias y paciencia fue saliendo de ella misma; y se liberó por completo el día que por fin tuvo cachorros. Eso sí: tardó meses en subir una escalera. Parecía que chocara con un cristal en los dinteles de las puertas, y siempre conservó un pavor inexplicable por los camiones de basura. No me extrañaría saber que alguien la tiró a la basura siendo una cachorrita y que Antonio la había rescatado justo a tiempo. Pero no lo sé, no lo puedo saber ya. 12

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Pero volvamos al a帽o 1961, en Valencia. Antes de que la amistad entre Antonio y yo se fraguara a base de perros vagabundos, mi padre se apiad贸 de mi deseo de tener un perro y lo intent贸 con

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