Luces de tormenta, Alandar 146

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Luces de tormenta Ignacio Sanz

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TORMENTAS

Mi padre suele decir que hasta en lo de creerse distintos se parecen todos los pueblos. Si él lo dice por algo será, aunque imagino que entre los pueblos habrá matices, como entre las personas. Si los pueblos fueran iguales, la gente no viajaría. Visto uno, vistos todos. Supongo que el clima y la geografía también imprimirán carácter a sus costumbres. Y, de la misma manera que hay pueblos marcados por el mar, por el frío o por la nieve, por una mina, por una fábrica o por un castillo, mi pueblo está marcado por las tormentas. A falta de otros acontecimientos de mayor relieve, las tormentas han sido una constante en el pasado y lo son en el presente. Por eso los rayos han dado tantísimo juego en las historias locales. Lo siguen dando. Sobre esas historias me propongo escribir ahora para dar satisfacción 7

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a la profesora Castillejo y, de paso, para aclarar un poco mi propia vida. —Escribe de todo lo que se te ocurra —me dijo. La Castillejo es muy larga. —Atraviesas un momento crucial. Por un lado, vi­ ves envuelta por ciertas tensiones familiares y, por otro, estás conociendo el hormigueo del amor, del primer amor, que es el más hermoso de todos. —¿Es que cree que voy a tener muchos amores? —le pregunté asustada. —No, mujer. Bueno, ojalá no, ojalá el primer amor sea el definitivo. Quiero decir que ojalá te dure para siempre. Aunque eso nunca se sabe. Mira alrededor. Pero la escritura te va a llevar hacia un espacio de luz. Por eso quiero que escribas. La escritura va a actuar dentro de ti como una claraboya. —¿La escritura como una claraboya? —Tal cual. Así me lo dijo. —Es que escribir, escribir, yo no he escrito nunca, profesora. —No te preocupes por eso. Tú tienes un conflicto. O, mejor dicho, algunos conflictos pugnando entre sí. Tampoco te alarmes. A tu edad todo el mundo tiene algunos conflictos. —¿Un conflicto en relación con qué? —Un conflicto en relación con todo lo que te rodea. Las olas te azotan por todos los frentes como esos islo­ tes que están en medio del mar. —¿Piensa que soy un islote? 8

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—En cierto modo todos somos islotes expuestos al embate de las olas. Tú escribe y verás cómo los conflictos, poco a poco, los echas fuera. Dicho de otro modo, escribir te hará más fuerte, lo único que tienes que hacer es seguir un cierto orden. —¿Solo eso? —Solo eso, ya lo verás. Y, por supuesto, si puedes, evita palabras como «guay», «mogollón» o «flipa». Ya sabes a qué me refiero, todas esas palabras comodín que lo mismo os valen para un roto que para un descosido; me horripilan por su ambigüedad. Con lo rico que es el idioma. Y, por supuesto, desnúdate. —¿Qué quiere decir? —pregunté asustada. —Que no se te quede nada en el tintero. Que todo lo que tengas que decir, lo digas. Escribir es una manera de desnudarse. Tienes que hurgar en tu interior y no mentirte. A eso me refiero. —Ah, bueno —respiré tranquila. Hace dos años atravesé con mi madre una playa nudista y me moría de vergüenza. Pues bien, como ya han pasado las fiestas y estoy de vacaciones, creo que ha llegado el momento de empezar, y lo haré escribiendo de mi pueblo, de mi familia y de mí misma. Mi pueblo se extiende en mitad de una llanura quebrada por leves ondulaciones y pequeños barrancos; la tierra de labor es bastante suelta porque se mezcla con la arena silícea que, según dicen, imanta a las tormentas. En la Plaza Mayor, situada cabalmente en el centro del pueblo, hay una fuente de cuatro caños 9

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que se orientan a los cuatro puntos cardinales; es decir, la fuente, a su manera, nos invita a pensar que el mundo está lleno de caminos y que somos un punto minúsculo dentro del mapa; dicho de otro modo, que no deberíamos creernos el ombligo del mundo. No lo somos. A un lado de la plaza, descollando sobre el caserío, se levanta la iglesia con su torre, su nido de cigüeña y su pararrayos protector y, al otro, justo enfrente, el Ayuntamiento con su reloj marcando las horas. De la plaza arrancan las calles principales con sus casas de dos alturas y sus balcones. Y, entre las casas, se encuentran la panadería, la carnicería, la pescadería, las dos tiendas de comestibles, los tres bares. No quiero que se me olvide el taller de reparación de calzado de Zoilo, que va a tener su protagonismo en esta historia. Ni la fábrica de quesos, ni el pequeño taller de chapa. La escuela, a la que asistí durante años, está en las afueras, muy cerca de la carretera. Al lado de la escuela está el frontón, y muy cerca del frontón, la piscina. En un cotarro alargado que queda a tiro de piedra del pueblo se abren paso las bodegas, ochenta o noventa bodegas subterráneas donde la gente prepara sus cuchipandas y monta sus peñas durante las fiestas. Lo demás es campo, caminos que se entrecruzan y se pierden, dos arroyos por los que corre el agua en primavera que van a morir al río, dos lagunas de tencas y de ranas que sirven de descansadero a los patos, algunos chopos y encinas solitarias que crecen aquí y allá, y tierras y más tierras que normalmente se siembran de trigo, de cebada o de girasol, y alguna 10

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parcela de regadío sembrada de alfalfa, de zanahorias o de puerros. Salpicadas entre las tierras se levantan tres o cuatro naves de cerdos, una de vacas de ordeño y otras dos naves de ovejas con sus tejados de chapa ondulada; entre las naves se alza también un antiguo gallinero ampliado por uno de sus laterales con ocho acacias en el patio delantero. Es de mi padre y lo destina a la cría de gallos de corral. Quedan restos ruinosos de cijas antiguas donde pernoctaban los rebaños. El cementerio está en lo alto de un pequeño altozano. También hay cuatro o cinco chozos antiguos de piedra vana dispersos por el término para que, en caso de tormenta, sirvan de refugio a los pastores. El bosque, una mancha oscura de árboles, queda algo más alejado. En realidad son dos bosques, uno muy grande de pinos que se alarga de manera irregular por toda la comarca y otro más pequeño de encinas cercano al río. En el extremo del encinar crecen dispersas unas cuantas sabinas. En los terraplenes del bosque y entre los setos de zarzas, jaras y retamas viven las alimañas: lobos, zorros, corzos, jabalíes, tejos y jinetas… Quizá los lobos procedan de bosques más lejanos. Sabemos que son grandes corredores y que, de cuando en cuando, hacen lobadas nocturnas. Sobre todo atacan a las ovejas. Por suerte, de tarde en tarde. Para lobadas las que cometen las comadrejas. No las he visto, pero a mi padre le han causado más de cuatro destrozos. Son voraces y sanguinarias y tienen debilidad por los gallos de corral. Se ve que cultivan el paladar. Mi padre, además de cerrar a conciencia por las noches las trampillas por donde 11

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salen los gallos a picotear en el patio de las acacias, se ha visto obligado a reforzar la tela metálica para evitar nuevos sustos. En la primavera, los trigos y las cebadas reverdecen y el campo se pone precioso. Pero precioso, precioso. Me extasío mirándolo. Cuando sopla el viento las espigas se mecen suavemente y en esos momentos parecen un mar ondulado. A finales de junio, con las primeras calores, el campo va tornando del verde al amarillo. Poco después llegan las cosechadoras dando vueltas con sus grandes rodillos metálicos y comienzan a cosechar, es decir, a separar el grano de la paja. A veces, según avanza la cosechadora, salen los polluelos de codorniz o los polluelos de aguiluchos revoloteando de sus nidos. O los pequeños lebratos encamados entre el cereal. Los tractores van y vienen desde los campos a los silos con los remolques cargados de grano. En esos días de primeros de julio ya estamos de vacaciones y siempre hay dos o tres empacadoras de paja haciendo paquetes enormes mientras nosotros, la «estudiantela», como dice mi abuela, a la caída de la tarde, cuando salimos de la piscina, jugamos al frontenis o al fútbol en las eras, o damos una vuelta en bicicleta por los caminos. En verano lo pasamos muy bien. En esos momentos parece que las vacaciones no se van a acabar nunca, que la vida es un eterno recreo y que para combatir el calor se inventaron los refrescos y las zambullidas en la piscina para los niños y los jóvenes, y el agua con limón, y los abanicos para la gente mayor como mi abuela. La noche de los viernes, Juan Pablo, el concejal 12

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de Cultura, proyecta películas en la plaza del pueblo; las pelis al aire libre nos gustan por igual a la gente joven y a la gente mayor. Cada cual se lleva su silla y aquello, con la fresca, parece una playa nocturna muy concurrida. Con el verano también llegan las tormentas. Bueno, en realidad las primeras llegan en primavera. Incluso antes. Pero abundan sobre todo en los días de calor sofocante. A veces vienen por partida doble, una por la mañana y otra por la tarde. Algunas llegan también en plena noche y entonces nos despierta la tronadora. Mi padre dice que, entre la abundancia de arena silícea y los pequeños barrancos calcáreos, se produce un choque térmico que las atrae, y dice también que las tormentas se desencadenan porque el cielo se resquebraja por la presión atmosférica que dispara el calor y entra en contraste en las alturas con capas de aire muy frío donde se produce el granizo. Bueno, más o menos y dicho toscamente, que no quiero pontificar. En esos casos el cielo es como una caldera que explota por el contraste de temperaturas. Es decir que, en realidad, el calor del sol y el frío de las capas altas es el desencadenante fundamental de las tormentas. A mi padre solo le preocupan las tormentas cuando todavía no ha cosechado; una tormenta de granizo fiero puede arrasar con la cosecha. En ese caso, el esfuerzo del año y la inversión realizada se echarían a perder. Una desgracia. Como tirar agua al mar o como las heladas negras de mayo que arrasan con los plantones tiernos de la huerta de las que tanto me hablaba el abuelo 13

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Abilio. Por eso mi padre, tan templado por lo regular, anda siempre con prisas a la hora de cosechar; si llega una tormenta cuando ha recogido la cosecha, suele decir despreocupado: «Si quiere explotar, que explote el cielo, que yo ya tengo el grano en el granero». Es el grano que comen los gallos de corral. Algunas tormentas feroces han producido tragedias, es decir, han producido muertos. La gente de mi pueblo teme a las tormentas tanto o más que a una enfermedad. A una enfermedad, mejor o peor, se la puede combatir, pero combatir una tormenta es una tarea llena de dificultades. Aunque se pueden tomar algunas medidas preventivas, por supuesto. De ahí que cuando asoma una tormenta lo primero que hace la gente que anda desguarecida en el campo es desprenderse de herramientas metálicas como las hachas, los azadones, las palas o simplemente una navaja. También de las monedas, de las llaves y de los teléfonos móviles. Lo mejor es esconderlo todo debajo de una piedra o al pie del tronco de un árbol. Incluso de las insignias, horquillas, medallas, alfileres se desprenden las mujeres. Y hasta del cinto, por la hebilla, se desprenden los hombres. Y de ciertas prendas con botones metálicos. Por seguridad. La seguridad es lo primero. El metal atrae a los rayos. Por eso lo pasa tan mal la gente a la que le han colocado una prótesis metálica en la rodilla o en la boca. A mi abuela, una vez que fue a la consulta al hospital, el médico le sugirió una prótesis y ella le dijo: —Quite usted de ahí, doctor, que no quiero servir de imán a las tormentas. 14

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Como las bicis son de metal, lo que hacemos los chicos y las chicas si la tormenta nos pilla en un camino es abandonarlas, en la cuneta o recostarlas, contra el tronco de un árbol y volver andando al pueblo o buscar un refugio próximo. Aunque dicen que a los vehículos, es decir, coches, tractores o bicicletas, no les afectan las tormentas porque los neumáticos los aíslan. Pero de las tormentas no hay que fiarse. Nunca. Firmar un pacto con ellas sería como firmarlo con un lobo hambriento. Por eso me dan miedo y procuro no pedalear nunca bajo el granizo racheado de una tormenta. —Algún día harán las bicis de madera compacta para evitar peligros —dice mi abuela. —O de fibra de vidrio —le digo yo. A mi abuela, como tiene un olfato especial para las tormentas, siempre la pillan en casa. Y mientras se desencadenan, para espantarlas, suele rezar una oración a Santa Bárbara y otra oración a San Bartolomé, que es el patrón del pueblo: San Bartolomé estaba en su cuna y le dijo Dios: —¿Dónde vas, Bartolomé? —Voy al cielo con usted. —Pues quédate en tu casa, porque con este don y otro don, en la casa que se diga esta oración no caerá rayo ni centella, ni morirá mujer de parto, niña de espanto ni hombre sin confesión. Amén. 15

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Me la sé de memoria de tantas veces como se la he escuchado. Mi abuela es muy religiosa. Se pasa las tardes de tormenta reza que te reza. Cuando no entiende una cosa, siempre anda con el «Jesús, María y José» en los labios. O con el «San Bartolomé nos proteja». O con: Santa Bárbara bendita que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita, en el ara de la cruz, paternóster, amén, Jesús. El abuelo Abilio, el marido de la abuela, por contraste, no pisaba la iglesia. Menos el día de su entierro, aunque ese día, pisarla, lo que se dice pisarla, tampoco la pisó, le metieron en ella dentro de la caja, con los pies por delante, como solía decir. Por cierto, la iglesia de mi pueblo tiene una torre monumental. A principios del siglo xx, cuando se generalizaron los pararrayos, para que su efecto protector fuera más efectivo, la levantaron veinte metros. Ahora debe de andar muy cerca de los cincuenta, que, para un pueblo como Centirrayo, no está mal. Se la divisa desde muy lejos. El añadido de la torre se hizo «a reo», es decir, con aportaciones de trabajo de todos los vecinos. Cada día, por turno, trabajaban cuatro. El único que cobró fue el maestro albañil de la época. Hay gente que dice que parece la torre de una catedral. Y no exageran. La primera parte, la antigua, es de sillares y sobre esas piedras le añadieron los veinte metros de ladrillo rematados con un tejado que 16

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se corona con la veleta y con el pararrayos. Por eso añadieron los veinte metros, porque los pararrayos, cuanto más altos, más protegen. Mi pueblo, creo que ya lo he dicho, se llama Centirrayo. Nuestro gentilicio es «centirrayenses». Una palabra curiosa. Me gustaría tener un primo que se llamara así: Gentilicio. A todo esto, todavía no me he presentado: me llamo Bina. Bueno, en realidad, me llamo Sabina del Páramo Menta. A veces, sueño que me llamo Sabina del Páramo de las Tormentas. Porque Centirrayo, como he dicho, está en un páramo y los vecinos de Centirrayo tenemos la obligación de conocer el aparato digestivo de las tormentas. Aunque parezca mentira, las tormentas tienen su aparato digestivo. Y su aparato nervioso. A mi madre no le gusta que yo haga juegos de palabras con su apellido y, mucho menos, que lo relacione con las tormentas. —Tú te llamas Sabina del Páramo Menta. Y déjate de frivolizar con tu nombre —me ha dicho en alguna ocasión. Quizá lleve razón, pero jugar con los nombres no es una tontería. Digo yo. Lo que pasa es que a mi madre le escama todo lo que tiene que ver con el pueblo. Querría que viviera con ella, en Madrid, con ella y con su nuevo compañero. Y querría que viniera a visitar a mi padre algunos fines de semana y un mes durante las vacaciones de verano. Pero, como soy mayor y puedo decidir, he decidido lo contrario. Esa suerte tengo, porque prefiero vivir en el pueblo. Aquí fue donde vi 17

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por primera vez la luz de las tormentas, donde crecí, donde aprendí las primeras canciones y los primeros juegos y donde conocí el mundo. Y eso tira mucho. Por eso el curso pasado, desde Madrid, decidí que me venía a vivir al pueblo. Allí, en Madrid, lo echaba mucho de menos, y lo más curioso: todos los sueños que tuve sucedían aquí. Por cierto, «Centirrayo», si uno se fija bien, suena a «cientos de rayos» o «rayos a cientos». ¿A que sí? Qué curiosos los nombres de los pueblos. «Centirrayo», bien pensado, también podría sonar a «centellas y rayos». ¿A quién se le ocurriría poner el nombre de los pueblos? Hay pueblos a los que el nombre les cuadra cabalmente y hasta les da su razón de ser. También hay nombres de personas como Zoilo, Petronilo, Laudelina o Etelvina que la primera vez que los oyes te suenan raros, pero una vez que conoces a sus dueños te dices: «Qué bien puestos están; si es que Zoilo solo podría llamarse Zoilo, Petronilo solo Petronilo, Laudelina solo Laudelina y Etelvina Vinorra, solo Etelvina Vinorra». Esas son algunas de las cosas que me gustan de mi pueblo. En fin.

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