Diversión ilimitada

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Ulla Wikander De criada a empleada Poder, sexo y división del trabajo (1789-1950) Richard Van Dülmen El descubrimiento del individuo 1500-1800 Feng Chen El descubrimiento de Occidente Los primeros embajadores de China en Europa (1866-1894) Saskia Sassen Inmigrantes y ciudadanos De las migraciones masivas a la Europa fortaleza Gareth Stedman Jones Lenguajes de clase Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa (1832-1982) Zev Sternhell, Mario Sznajder y Maia Aheri El nacimiento de la ideología fascista

ISBN 978-84-323-1741-5

9 788432 317415 www.sigloxxıeditores.com

Este libro ha sido impreso en papel ecológico, cuya materia prima proviene de una gestión forestal sostenible.

Kaspar Maase

Diversión ilimitada

El auge de la cultura de masas (1850-1970)

Kaspar Maase, nacido en 1946, estudió filología germánica, historia del arte, sociología y teoría de la cultura en Múnich y en Berlín oriental. Editor y publicista, actualmente es profesor emérito de etnología de la cultura popular en la Universidad de Tubinga. Especialista de prestigio internacional, entre sus publicaciones cabe destacar Schund und Schönheit. Populäre Kultur um 1900 (2001), Die Schönheiten des Populären. Ästhetische Erfahrung der Gegenwart (2008), Was macht Populärkultur politisch? (2010), Das Recht der Gewöhnlichkeit. Über populäre Kultur (2011) y Die Kinder der Massenkultur. Kontroversen um Schmutz und Schund seit dem Kaiserreich (2012).

Diversión ilimitada

Clemens Zimmermann La época de las metrópolis Urbanismo y desarrollo de la gran ciudad

Desde 1850, pocos procesos han cambiado tanto la vida cotidiana europea como la cultura de masas. La producción a gran escala, las nuevas técnicas y los cambios en los procesos industriales permitieron concebir la cultura como un poderoso elemento democratizador. Sin embargo, el entretenimiento popular no conquistó el tiempo libre de manera pacífica: su éxito conmocionó a las jerarquías intelectuales y tuvo que superar barreras sociales y culturales. Venciendo una tenaz resistencia, los despreciados entretenimientos de la clase baja se han convertido en cultura básica de las sociedades occidentales. La historia de la cultura de masas es una historia de engaños y de autoengaños, de opresión y creatividad, de esperanzas utópicas y lamentables adaptaciones. Diversión ilimitada expone cómo las artes populares se convirtieron en artículos de primera necesidad y muestra las polémicas que han acompañado el ascenso de la cultura popular. De este modo, Kaspar Maase reconstruye una dimensión esencial y poco explorada de la historia social de Europa.

Kaspar Maase

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CIENCIAS SOCIALES HISTORIA PSICOLOGÍA FILOSOFÍA y pensamiento educación


Kaspar Maase, nacido en 1946, estudió filología germánica, historia del arte, sociología y teoría de la cultura en Múnich y en Berlín oriental. Editor y publicista, actualmente es profesor emérito de etnología de la cultura popular en la Universidad de Tubinga. Especialista de prestigio internacional, entre sus publicaciones cabe destacar Schund und Schönheit. Populäre Kultur um 1900 (2001), Die Schönheiten des Populären. Ästhetische Erfahrung der Gegenwart (2008), Was macht Populärkultur politisch? (2010), Das Recht der Gewöhnlichkeit. Über populäre Kultur (2011) y Die Kinder der Massenkultur. Kontroversen um Schmutz und Schund seit dem Kaiserreich (2012).


Historia


Diseño interior y cubierta: RAG Motivo de cubierta: «Das Wochenende», Berlín, 1927

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Título original: Grenzenloses Vergnügen. Der Aufstieg der Massenkultur 1850-1970 © Fischer Taschenbuch Verlag GmbH, Frankfurt am Main, 1997 © Siglo XXI de España Editores, S. A., 2016 para lengua española Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 918 061 996 Fax: 918 044 028 www.sigloxxıeditores.com ISBN: 978-84-323-1741-5 Depósito legal: M-25.744-2016 Impreso en España


índice

Introducción................................................................................ 11 Apocalípticos, integrados e historiadores................ 15 I. ¿Ocaso o democratización de Occidente?, 15 – Lo nuevo después de 1900, 19 – Delimitación y desencanto, 21 – Formas lingüísticas y ataduras del pensamiento, 24 – Arte de masas, arte superior y diversión, 29 – Sentido y sensualidad, 32 – Engañarse a sí mismo y traspasar el horizonte, 34 II. Verbena, baile y bandas de música................................ 37 Aparece el tiempo libre, 37 – «¿Solaz razonable?», 45 – Modernización de las atracciones, 53 – Distracción para todas las clases, 58 – La fiebre del sábado noche, 64 – Procesos de aprendizaje, 70 – Antes de la ruptura, 76 III. Fútbol, literatura barata y cine.................................. 79 Inglaterra, adelantada, 79 – El arte como artículo comercial, 90 – Material para mitos modernos, 96 – Civilización de la diversión, 103 – El poder de las imágenes, 108 IV. Radio, jazz y americanismo............................................ 115 Tornasol, 115 – Gestión del estado de ánimo, 117 – Atención al cuerpo, 134 – Poder, censura y capricho, 141 – Más allá de «E» y de «D», 149 – Pretensión exagerada, 156


V. Protección de la juventud y persecución del «negro»..................................................................... 159 Ora et labora, 160 – Estigma, 164 – Burgueses y socialistas en la «lucha contra la cultura de pacotilla», 167 – «Vuelta a la sencillez de los antecesores», 172 – «Cuanto mayor la masa, más estúpida», 174 – La República, «peligrosa y pornográfica», 178 VI. Cuerpo, Estado y nieve para todos.............................. 185 Racionalización, 185 – Un modelo italiano, 187 – Tiempo libre dirigido, 195 – «La vida nos pertenece», 199 VII. Terror, swing y Kraft durch Freude............................ 203 Espantosamente moderno, 203 – «Normalidad» y violencia, 208 – Unificación (Gleichschaltung)…, 213 – … y arte popular como artículo de primera necesidad, 219 – ¿Adelantados de la sociedad del ocio?, 231 – «Viva el swing», 237 – Herencias, 243 VIII. Adormecimiento televisivo y cultura pop.................. 245 El final del ascenso, 245 – El mundo en el cuarto de estar, 249 – Efecto ascensor, 259 – Un pueblo transcultural, 263 – ¿Tomar por asalto las cimas de la cultura?, 270 – Llegada de la democracia de masas, 277 IX. Delicias de la normalidad............................................ 281 Milagros, 281 – Un hijo no deseado, 282 – Aglomeración, 284 – Desplazamientos del poder, 286 – Extrañeza, 288 – A-moralidad, 289 – ¿Nuevas fronteras?, 291 Epílogo para la edición española.................................................. 293 Índice de figuras........................................................................... 303


Bibliografía recomendada............................................................ 305 Cronología................................................................................... 311 Índice onomástico........................................................................ 317


I.  APOCALÍPTICOS, INTEGRADOS E HISTORIADORES

¿Ocaso o democratización de Occidente? Umberto Eco ha distinguido dos formas contrapuestas de hablar de la cultura de masas. Los «apocalípticos» solo ven la imparable decadencia de los valores y quieren dejar constancia pública de que ellos no se adaptan. Los «integrados» anuncian la buena nueva de los grandes conglomerados empresariales que controlan los medios: por fin los bienes de la cultura son accesibles a todo el mundo. El panorama histórico que aquí presentamos tiene un diferente punto de partida. Quiere entender la cultura de masas como elemento del proceso democratizador de la modernidad. A mediados del siglo xix predominaban las artes y las diversiones que eran cultivadas por una burguesía acomodada y culta: ópera y teatro, pintura y monumentos, poesía y música seria. Al exhibir representativamente la «alta cultura» resaltaban estas capas sociales su pretensión de dirigir la sociedad. En el curso de algo más de cien años, la cultura burguesa, en este sentido, ha dejado su sitio a la cultura popular moderna. Su ascenso ha sido parte de todo un haz de procesos que, ya en 1918, Max Weber denominara «democratización de masas activa»1. Las masas, burdas e incultas (a los ojos de la burguesía), los «carentes de formación» (desde el punto de vista de los estudios terminados), irrumpieron en la escena social. Todos los hombres y mujeres consiguieron el derecho universal de voto. Surgieron organizaciones de intereses, partidos y movimientos que afirmaban hablar en nombre del pueblo. Un nuevo tipo de políticos (que no era raro que fuesen demagogos) iba desalojando de los parlamentos a los grupos dirigentes burgueses y nobles. Las clases subordinadas iban consi1   M. Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, Tubinga, 1972, p. 862 [ed. cast.: Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 2014].

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guiendo tener tiempo libre y capacidad adquisitiva, y desarrollaron una demanda de arte y de diversiones desconocida hasta entonces. Se constituyó un mercado cultural de masas abastecido por empresas especializadas que se orientaban según los deseos de la gran mayoría o, más exactamente, según las diferentes preferencias de las minorías de las que estaba compuesta la mayoría que no hacía uso de la alta cultura. El dinero, el tiempo y la atención de estas personas eran escasos. Y esperaban al emplearlos diversiones fuertes, de gran efecto, de fácil acceso, relacionadas con sus experiencias. Tenían que ser artes cotidianas, artes útiles, aun cuando ofrecieran sueños, sentimientos extraordinarios y evasión de la estrechez. Se trataba de la consumación de la vida, de la comprensión de sí mismo, del gozo de las impresiones fuertes y de logros posibles de conseguir y, no, en última instancia, del disfrute sensual de la riqueza que se producía cada día con duro trabajo. El móvil de la industria de la cultura era obtener beneficios, no educar, hacer propaganda ni ofrecer algo edificante. Precisamente por eso pudieron las gentes sencillas adaptar las modernas artes de masas a sus preferencias y a sus costumbres vitales. Desde el punto de vista de las posibilidades de elección espiritual, la incorporación al mercado de los productos culturales suponía una irrupción revolucionaria, una liberación de la tutela que ejercía la burguesía. A lo largo de todo el siglo xix, las iglesias, las autoridades educativas y las organizaciones dedicadas a la instrucción popular se habían esforzado por limitar al pueblo el alimento espiritual que consideraban que era capaz de asimilar. Por su propio bien, se argüía, había que poner a los «carentes de instrucción», a los incultos, bajo tutelar vigilancia. Ahora, los principios liberales de la autodeterminación y de la libre decisión en el mercado los reclamaban aquellos para los que no se habían ideado en su origen. El cuarto estado se apropiaba a su manera del impulso de la emancipación espiritual de la revolución burguesa. La sociedad industrial capitalista había hecho escaso honor a lo que prometiera el lema «Libertad, Igualdad, Fraternidad». Quienes se atuvieran a los ideales de la Ilustración y quisieran liberar la riqueza intelectual y estética de la humanidad tenían que contemplar con sentimientos ambivalentes la historia del éxito de la cultura de masas. La cuestión decisiva era, en todo caso: ¿Desde qué perspectiva se criticaba? ¿Se aceptaban básicamente las artes po16


pulares como medios sociales de vida y de entendimiento? ¿O se negaba uno a tomar el gusto y las costumbres de ocio de quienes solo habían pasado por la escuela elemental tan en serio como los de los académicos? Quizá resulte útil la comparación con la escolarización obligatoria. Alabada como vía real hacia la libertad y la democracia, no impidió en mayor medida que la cultura popular el surgimiento de dictaduras que se hicieran con el poder y unificaran instrucción y medios de comunicación social. Y, sin embargo, no es imaginable progreso alguno (en el sentido de justicia social, igualdad de oportunidades y ampliación de la democracia) sin procesos de aprendizaje de las «masas». Y para ello se necesitan escuelas tanto como artes de entretenimiento, unas y otras según su modo y manera incomparables entre sí. Hay todavía otro aspecto en el que la historia cuya exposición hacemos en la presente obra está vinculada con la democracia de masas. Desde la industrialización se identificaban las diversiones multitudinarias y la literatura barata, los cafés cantantes y el cine con las nuevas clases bajas urbanas. El ascenso de la cultura popular –precisamente porque tropezaba con la terca resistencia de los pudientes y de las clases ilustradas– se convirtió en símbolo de la aspiración a la igualdad que animaba a las «masas». En la difusión alcanzada por el gusto popular podía leerse hasta qué punto se había impuesto la «gente sencilla». Entretanto nos encontramos con la cultura de masas y su preponderancia en todos aquellos sitios en los que la sociedad y la política se presentan representativamente en la escena. Las catedrales de la cultura contemporánea no son ya los ostentosos teatros de la ópera, sino los palacios del deporte, los teatros musicales, los parques temáticos y las aldeas de vacaciones totalmente climatizadas. Ningún debate en la Organización de las Naciones Unidas tiene tanto eco como la entrega de los Oscar, y los hombres de Estado procuran aparecer en los medios de comunicación con la selección nacional de fútbol o el saxofón de jazz. Desde el arte pop de los años sesenta, el intercambio creativo entre las bellas artes y las artes populares se ha convertido casi en norma, y parece como si fueran los géneros populares los que dan el tono. La cultura de masas se ha establecido como «cultura dominante» de la democracia de masas. El hecho de que consiguiera imponerse frente a la 17


desvalorización y la exclusión de decenios hizo cambiar la relación de fuerzas entre la «gente sencilla» y las elites culturales. Al mismo tiempo, este proceso es signo de un cambio de las maneras de concebir la vida. De forma paralela al auge de la cultura popular palidecieron los valores burgueses clásicos en el firmamento de los ideales sociales. El «ascetismo del mundo interior» (M. Weber) y la ética profesional puritana fueron relevados por la orientación hedonista profana. Hoy las satisfacciones procedentes del ámbito de la vida situado más allá del trabajo y la obligación, procedentes del ocio, del tiempo libre en sentido amplio, constituyen un fuerte impulso –para muchos el impulso más fuerte– para tener un rendimiento por encima del término medio. Esto es aplicable a todas las clases. Las concepciones relativas a la moral del trabajo, al sentido de la vida y a la realización personal se han igualado en gran medida en el ancho ámbito medio de las sociedades industriales posburguesas. Esta no ha sido la última de las bases para la evolución de las diversiones populares hasta convertirse en fundamental oferta cultural. Al mismo tiempo, las artes de masas se han diferenciado de modo notable: por géneros, medios y posibilidades de actividad, así como por su contenido intelectual y estético. Desde el punto de vista de los usuarios ofrecían un rico acervo para las crecidas aspiraciones de individualización. A partir de él podían componerse los más distintos perfiles de la praxis propia. Las tradicionales barreras entre lo «alto» y lo «bajo» se superaban con más facilidad y de manera creciente, al tiempo que la herencia cultural ganaba claramente resonancia en el curso de los últimos 100 años. Han desaparecido las formas religiosas de culto a lo clásico. Pero lo elevado de las ediciones, la cantidad de puestas en escena y de reproducciones, y también del número de quienes se ocupan de estos productos culturales, ha crecido, sin lugar a dudas. En 1889 había en Alemania, en todas las facultades, 29.000 estudiantes de enseñanza superior (exclusivamente varones). En 1991 eran 1.640.000, de los cuales, solo en filosofía, había 20.000, y unos 125.000 seguían los estudios de historia de la literatura, el arte y la música2. 2   Statistisches Jahrbuch 1994 für die Bundesrepublik Deutschland, Stuttgart, 1994, p. 416.

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La socialización de la herencia educativa iba unida a un importante cambio de función. En el burgués siglo xix, la cultura superior servía para crear un grupo dirigente homogéneo y relativamente pequeño. La formación humanística les garantizaba a los componentes de ese grupo los puestos altos y los más elevados. Entretanto, los conocimientos se ponían a disposición de una parte de la población relativamente amplia. La función de validación social y procuradora de privilegios de la formación en la cultura superior ha menguado claramente, aun cuando dista todavía mucho de haber desaparecido. A las elites se las define hoy por otras características. El ascenso de la cultura de masas a cultura base, si bien no ha sido la causa del cambio, le ha imprimido, por así decirlo, el sello espiritual.

Lo nuevo después de 1900 Ya siglos antes de la industrialización existían productos culturales que se hallaban muy difundidos y que llegaban con sus mensajes a las capas sociales sencillas, iletradas. Las hojas volanderas, impresas con un lenguaje iconográfico comprensible para la gente común, tuvieron un público muy numeroso durante la Reforma, y otro tanto cabe decir en relación con el material de lectura barato de los siglos xviii y xix. Ya en 1850 existía en Inglaterra y en Francia una prensa popular que, con tiradas que superaban los 100.000 ejemplares, hacía tiempo que habían sobrepasado los límites del público lector burgués. No obstante, hay muchos factores que inducen a situar el definitivo afianzamiento de la moderna cultura de masas propiamente dicha en el decenio que precedió a la Primera Guerra Mundial. Esta cesura, como toda otra, tiene algo de arbitrario. Pero resulta adecuada para la exposición que contempla las diversiones populares y la democratización de las masas en su recíproca cohesión. Se formaron entonces estructuras que hoy siguen teniendo eficacia. En el punto central había un público con expectativas de ocio caracterizadas por la vida urbana y el moderno trabajo asalariado, así como un nuevo sistema de artes populares comerciales. Cuando en adelante hagamos referencia a la cultura de masas, nos estaremos refiriendo en todos los casos a la unidad de ambos elementos: la oferta y el modo en que se hace uso de ella. 19


Los ofertantes extraen sus recetas de una base internacional de fórmulas de éxito, y sus productos se difunden por todo el mundo a través de modernos medios de comunicación y de transporte. Podían consumirse los nuevos productos artísticos de modo individual (novelas de perra gorda) o colectivo (espectáculos deportivos), pero se trataba, en todo caso, de productos al alcance de todos los bolsillos y comprensibles para personas con una formación sencilla. La oferta tenía como finalidad el beneficio y estaba estandarizada y cortada al gusto y la situación vital de la mayoría. A las artes de masas las determinaba el empeño por ganarse la atención de muchos dentro de la cotidianidad moderna y de ofrecerles una experiencia estética satisfactoria. Se acomodaron sistemáticamente a la celeridad y la competencia de estímulos fuertes, a un público fatigado y disperso y a la fuerte necesidad de diversión. Hacía tiempo que existía una oferta basada en estas premisas: novelas publicadas por entregas, en los periódicos o en cuadernillos sueltos, teatro de bulevar, el cuplé y la prensa ilustrada, revistas musicales y espectáculos que buscaban la sensación (entre los que hay que contar los de carácter deportivo). Pero ahora, en el decenio que precedió a la Primera Guerra Mundial, estas artes se convirtieron en parte de la vida cotidiana de la mayoría. Se necesitaron para ello condiciones de vida y de formación algo mejoradas, pero también nuevas técnicas y medios de reproducción, tales como los discos de gramófono, las películas, o la radio. Es ahora cuando podemos hablar en sentido estricto de cultura de masas. Cientos de miles, millones de personas en todo el país (y más allá de las fronteras) veían, escuchaban o leían de manera prácticamente simultánea las mismas obras e intercambiaban sus opiniones al respecto. Las artes populares ofrecían la materia prima para una comunicación verdaderamente social. El primer arte de masas moderno, en el pleno sentido del concepto, fue la película narrativa. En 1914 había en Alemania y en Inglaterra mayor número de plazas en salas cinematográficas por cabeza que hoy en día. También el grado de alfabetización habla en favor de considerar que el corte en este proceso se produjo antes de la Gran Guerra. A raíz del cambio de siglo creció, incluso entre la clase trabajadora, la primera generación que poseía algo más que una mera alfabetización y era capaz de leer de manera regular textos de ficción literaria y de consumirlos con placer. Las 20


novelas por entregas tenían tiradas semanales de varios cientos de miles o hasta de 100.000 ejemplares por número. Si se tiene en cuenta que cada cuaderno lo leían más bien diez que cinco lectoras y lectores, cabe hablar aquí de comunicación de dimensiones nacionales. Para ello era necesario tener algo de dinero disponible y una cierta cantidad de tiempo libre y de capacidad de percepción intelectual. También en este sentido se habían constituido hacia finales del siglo xix, en los países de Europa avanzados desde un punto de vista socioeconómico, las premisas de la moderna cultura de masas. Pero no tendría sentido limitar el objeto de nuestro estudio a las ofertas que se producen a través de los medios de comunicación. Hemos de considerar asimismo diversiones tales como el baile o la asistencia a actuaciones en vivo, como el teatro, las variedades, los conciertos y los espectáculos deportivos. No caracterizan la cultura popular del siglo xx las delimitaciones tajantes, sino, antes bien, las transiciones y la interacción de efectos entre los distintos géneros y «niveles».

Delimitación y desencanto Tal como hemos mencionado, los contemporáneos atribuyeron el nuevo fenómeno a las clases bajas urbanas. Y, efectivamente, fue la gran cantidad de compradores de estas capas sociales la que creó el mercado para el arte y las diversiones baratas. Constituían la mayoría del público y ayudaron al surgimiento de la cultura popular comercial. De hecho, la cultura de masas era moderna precisamente en la medida en que no representaba una cultura clasista. Su hechura se remonta a técnicas estéticas y prácticas de comercialización de las artes de entretenimiento mantenidas por la burguesía acomodada y por grupos de la aristocracia y de las clases medias. Entre sus antecesores se cuentan los fabricantes de literatura Dumas y Sue, Marlitt y Doyle, los genios de la «música ligera», tales como Offenbach y Strauss, los artistas del cartel como ToulouseLautrec y Mucha, los autores cómicos como Labiche y Feydeau, los empresarios circenses del estilo de Schumann y Renz, o los directores de los grandes espectáculos de variedades. Al fin y al cabo, gran parte de los autores de novelas por entregas, directores de 21


cine y letristas y compositores de canciones de moda tenían un estilo de vida y una formación perfectamente burgueses. Ya en 1914, las clases subordinadas no eran las únicas que consumían la cultura de masas. Da la impresión de que en Alemania surgieron precozmente rasgos que superaban las barreras de clase. Incluso antes de la Primera Guerra Mundial se contaban entre su público sirvientes, obreros y obreras, empleados y artesanos, parte de las clases medias burguesas y grupos de la burguesía acaudalada y de las elites artísticas e intelectuales. Como es natural, la cultura popular no constituía ninguna masa homogénea. En el ocio se abrían paso las desigualdades sociales y culturales. Constantemente había grupos que trataban de imponerse como únicos y superiores. Los esfuerzos comerciales de estandarización y de esquematización se quebraban ante la necesidad de hacer honor a los deseos marcadamente diferentes del público. Desde la perspectiva a vista de pájaro del rechazo elitista pueden pasarse por alto las diferencias entre el boxeo y las películas exóticas, la novela rosa y los bailes desenfrenados, del mismo modo que entre el papel de periódico, barato, de las novelas por entregas y la encuadernación en corte dorado de la literatura de entretenimiento; entre los bancos de madera de las desnudas salas de los cines de los suburbios y las butacas tapizadas de los teatros cinematográficos del centro, con su decoración Estilo Juventud. Quien pare mientes en las prácticas simbólicas con las que los seres humanos se presentan ante los demás y ocupan un determinado lugar en la sociedad deberá prestar gran atención a semejantes diferencias. Las diversiones populares anteriores a la Primera Guerra Mundial estaban claramente vinculadas a las tradiciones de clase baja, como filmaciones de luchas entre animales o una comicidad cruda y grosera. De ese modo se desafiaba, muchas veces de manera demostrativa, aunque con frecuencia inconsciente, al «buen gusto» dominante. Con ello se ha contado desde entonces con un medio probado de marcar de manera simbólica las contradicciones sociales, y se han mantenido vivas y polémicas las artes populares. Para señalar claramente esta característica utilizaremos en adelante el concepto «popular» para fenómenos que se atribuyen a las clases subordinadas: lo «popular» significa amplia aceptación transclasista. Los esfuerzos por establecer delimitaciones y las luchas en torno al gusto movieron desde el primer momento la cultura de ma22


sas. Se desarrolló un constante juego de adjudicación de etiquetas y de distanciamiento, exclusión, inclusión y demostrativos cambios de interpretación. Lo que se consideraba grosero o indecente, cursi o falaz, brutal u obsceno no eran características objetivas de las obras. Los juicios sobre el gusto («género de pacotilla») y las clasificaciones sociales («vulgar») eran reflejo de momentáneas relaciones de fuerza en la pugna por el reconocimiento de valores colectivos específicos. Los intentos de delimitación no eran nuevos. Lo que resultaba verdaderamente revolucionario y preñado de consecuencias era, antes bien, el poder nivelador de la cultura de masas. En una sociedad dividida en clases y culturalmente segmentada permitía que se dieran experiencias de común pertenencia, y se reducían la arrogancia y las sensaciones de extrañeza. A finales del siglo xix se escenificaban demostrativamente las diferencias sociales. Se dividía la sociedad en mundos separados, sin otro vínculo, acaso, que el personal de servicio. La exclusión de las masas y de su modo de vida era el denominador común de estos esfuerzos. Y la separación espacial de los barrios residenciales, de los círculos de amistades y de los lugares de ocio constituía un importante medio para tal fin. Todavía en 1912, un párroco socialmente comprometido constataba que las personas con una formación media era más fácil que visitaran el continente africano que el barrio obrero del norte de Berlín3. Pero ahora comenzaban los pobres y los ricos, los poderosos y los subordinados a encontrarse presenciando las carreras ciclistas o las exhibiciones aéreas, en los music halls y ante las pantallas cinematográficas. Podían percibir que tenían intereses comunes y que reaccionaban de modo coincidente ante lo emocionante, lo conmovedor o lo cómico. Los alumnos de la escuela popular y los aprendices devoraban las novelas policíacas, de aventuras, o la literatura juvenil, y otro tanto hacían los alumnos de segunda enseñanza y los cadetes de las academias militares. Los lectores de determinadas obras traspasaban todas las barreras de clase. Comenzó a hacerse evidente que también los grupos que se sentían «mejores que los demás» y que hacían ostentación de ello sentían inclinación por el «gusto de las masas». 3  G. Dehn, «Berliner Jungen», en Die Innere Mission im evangelischen Deutschland, NF 7 (1912), p. 97.

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En cierto sentido cabe decir que los obreros y los criados, las clases inferiores urbanas y rurales estaban durante el siglo xix fuera de la sociedad propiamente dicha: de la «buena sociedad». Sus necesidades estéticas, sus diversiones no formaban parte de la cultura nacional. De esta provincia extraña se ocupaban los ciudadanos y el Estado con medidas pedagógicas (y policiales, llegado el caso). Pero no le reconocían valor propio ni consideraban que realmente contara. Instituciones tales como las bibliotecas populares, las asociaciones para la formación de la clase obrera y las ediciones económicas de autores clásicos marcaban una tajante frontera que mantenía separado a este continente oscuro poblado por los indígenas en su propio país. Solo cuando se traspasó esta frontera pudo el que estaba dispuesto a formarse entrar en el «Reino de la Cultura», en el que se daban los logros intelectuales y estéticos que gozaban del reconocimiento burgués. El ascenso de las artes populares devaluó estas diferencias y las pretensiones de superioridad que a ellas iban unidas. La cultura de masas ha llegado a convertirse entretanto en la cultura normal. En cierto sentido: en la cultura dominante. Sirve como aglutinante comunicativo de la sociedad industrial capitalista posburguesa. Prácticamente todo el mundo participa en ella de manera regular. Incluso en los ámbitos más exigentes puede considerarse legítima esa participación, cuando se hace «con estilo». El conocimiento de tal comunidad de intereses y el hecho de que se practicasen también de manera pública ha reducido las distancias sociales y culturales. No cabe duda de que han existido estrategias más o menos calculadas, o hasta cínicas, para adoptar desde arriba «actitudes comunes». Pero también se ha producido en este siglo una especie de desencanto cultural que ha desvanecido el aura de quienes disponían del derecho a disponer y del poder de mandar.

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Desde 1850, pocos procesos han cambiado tanto la vida cotidiana europea como la cultura de masas. La producción a gran escala, las nuevas técnicas y los cambios en los procesos industriales permitieron concebir la cultura como un poderoso elemento democratizador. Sin embargo, el entretenimiento popular no conquistó el tiempo libre de manera pacífica: su éxito conmocionó a las jerarquías intelectuales y tuvo que superar barreras sociales y culturales. Venciendo una tenaz resistencia, los despreciados entretenimientos de la clase baja se han convertido en cultura básica de las sociedades occidentales. La historia de la cultura de masas es una historia de engaños y de autoengaños, de opresión y creatividad, de esperanzas utópicas y lamentables adaptaciones. Diversión ilimitada expone cómo las artes populares se convirtieron en artículos de primera necesidad y muestra las polémicas que han acompañado el ascenso de la cultura popular. De este modo, Kaspar Maase reconstruye una dimensión esencial y poco explorada de la historia social de Europa.

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