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ISBN 978-84-460-4420-8
9 788446 044208
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Este libro ha sido impreso en papel ecológico, cuya materia prima proviene de una gestión forestal sostenible.
59 el lugar de los poetas Luis Alegre Zahonero
Andrew Zimbalist Circus maximus
En las situaciones de crisis de régimen, cuando las convicciones más sólidas se erosionan, es posible ver y pensar lo que de ordinario nos resulta invisible; no es de extrañar, pues, que sea entonces cuando la filosofía cobre un papel especialmente destacado. Son estos los momentos en los que es posible ver hasta qué punto hay grandes batallas (teóricas y políticas) que se libran en ese espacio misterioso –«el lugar de los poetas»– donde se ponen las palabras a las cosas. La reflexión respecto al problema del poder que emana del nombrar ha cobrado en las últimas décadas la forma de una reflexión sobre el populismo o sobre los significantes vacíos. Sin embargo, este es ya el meollo de la Crítica del juicio de Kant; a partir de ahí, el problema ha ido ocupando de un modo creciente el corazón mismo de la historia de la filosofía: Schiller, todo el Romanticismo, Nietzsche, Freud e incluso los principales autores marxistas del siglo xx que, de un modo u otro, se vieron obligados a desplazar el centro de sus investigaciones hacia el terreno de la estética. El lugar de los poetas pretende ser un recorrido crítico y ameno por ese hilo conductor que recorre secretamente la historia de la filosofía al menos desde la Ilustración y que, sin embargo, sólo aflora en situaciones excepcionales.
Akal Pensamiento crítico
Akal Pensamiento crítico
el lugar de los poetas un ensayo sobre estética y política
Luis Alegre Zahonero
Luis Alegre Zahonero es profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid (en el Departamento de Historia de la Filosofía, Estética y Teoría del Conocimiento). Es autor de distintos libros, entre los que destaca El orden de «El capital» (con Carlos Fernández Liria, Akal, 2010; Premio Libertador al Pensamiento Crítico). También junto a Carlos Fernández Liria y otros, ha publicado en Ediciones Akal Educación para la Ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de Derecho y la serie de libros de texto de Filosofía. Ha sido uno de los miembros fundadores de Podemos, coordinador general de la ya histórica Asamblea de Vistalegre, secretario general de Madrid y miembro de la dirección estatal hasta su regreso a la vida académica.
Luis Alegre Zahonero es profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid (en el Departamento de Historia de la Filosofía, Estética y Teoría del Conocimiento). Es autor de distintos libros, entre los que destaca El orden de «El capital» (con Carlos Fernández Liria, Akal, 2010; Premio Libertador al Pensamiento Crítico). También junto a Carlos Fernández Liria y otros, ha publicado en Ediciones Akal Educación para la Ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de Derecho y la serie de libros de texto de Filosofía. Ha sido uno de los miembros fundadores de Podemos, coordinador general de la ya histórica Asamblea de Vistalegre, secretario general de Madrid y miembro de la dirección estatal hasta su regreso a la vida académica.
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Mapa de posiciones El siglo xx ha sido un gigantesco laboratorio para todo tipo de experimentos de ingeniería social. Apenas ha habido una idea, por delirante que fuese, que no se haya tratado de llevar a la práctica y construir una sociedad a partir de ella: desde la exaltación de los elementos más primitivos de la sensibilidad (para fundar a partir de ellos un imperio basado en la supuesta supremacía de un pueblo y una raza), hasta el delirio totalitario del hiperracionalismo estalinista (basado en una presunta filosofía de la historia), pasando por la no menos estrafalaria utopía de construir una sociedad exclusivamente basada en el intento permanente de aprovecharse unos de otros en el mercado. No podemos, ciertamente, realizar aquí un análisis detallado de las distintas posturas políticas que confrontaron en el siglo xx. Sin embargo, debemos trazar al menos un mapa con el que ver hasta qué punto las alternativas en disputa son básicamente las mismas que confrontan de un modo explícito y teóricamente elaborado al menos desde la antigua Grecia. Este mapa nos permitirá comprobar en qué medida una parte no menor de la tragedia en la que consistió el siglo xx se basó en la negativa (muy humana) a asumir la precariedad del cierre entre razón y sensibilidad que (con Kant y Schiller) hemos defendido aquí.
La sociedad de mercado: una utopía estrafalaria Según nos transmite Heródoto de Halicarnaso, el rey persa Ciro se refería a los atenienses diciendo: «Ningún miedo tengo 335
de hombres de los cuales es carácter el que el centro de sus ciudades esté constituido por un espacio vacío al que acuden para intentar bajo juramento engañarse unos a otros»1. Con estas palabras, expresaba su convicción de que una comunidad de este tipo (en la que el centro de sus ciudades está ocupado por un mercado) no puede de ningún modo ser una comunidad muy sólida. En efecto, en Atenas encontramos una sociedad que no sólo comercia con comunidades exteriores sino que, además, instaura en el ágora un espacio para que sus ciudadanos comercien entre sí. Ahora bien, en Atenas, ese mercado era una institución de la ciudad y, de hecho, una institución muy minuciosamente regulada por la autoridad política. Es decir, en Atenas se abre un espacio en el que, en efecto, se permite que cada uno haga todo lo posible por lograr el máximo beneficio individual en su competencia con los demás pero, en todo caso, se trata de un espacio bien delimitado que abre y regula el cuerpo político mismo (cuerpo político que, obviamente, debe quedar constituido por otras vías distintas). Se trata, pues, de una sociedad ciertamente con un mercado en el centro, pero en absoluto de una sociedad que se pretenda constituida según criterios de mercado. Lo que resulta enteramente ajeno a la mentalidad ateniense es la idea de edificar por entero una ciudad sobre los cimientos del mercado, es decir, la pretensión de que la ciudad pueda ser el resultado de agregar individuos que no estén vinculados más que por el intento de aprovecharse unos de otros. Como hemos visto ya, la polis griega se piensa a sí misma, de un modo prioritario, como comunidad (aunque esté lejos de pensarse como una comunidad sin espacio para los individuos). Recordemos el modo como Schiller elogiaba «aquella naturaleza de los Estados griegos, que permitía al individuo gozar de una vida independiente, sin perjuicio de sumirse en el todo, cuando fuera preciso», por contraposición a ese «complicado e ingenioso aparato de reloje1 Citado por Felipe Martínez Marzoa, «Estado y polis», en Manuel Cruz (comp.), Los filósofos y la política, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 105.
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ría, en el cual, por composición de infinitos trozos inánimes, se infunde en el todo una vida mecánica y artificial»2. A lo que llamamos «sociedad de mercado» (algo enteramente distinto de las sociedades con mercado, en las que el mercado es una institución de la sociedad que, constituida por otras vías, lo instaura y lo regula) es a ese planteamiento que, en primer lugar, establece la anterioridad y primacía de los sujetos individuales (con sus intereses bien definidos) sobre la República y, en segundo lugar, pretende que es posible fundar una República sobre la base de un mercado autorregulado, o sea, simplemente agregando átomos de estos que, con su voluntad plenamente establecida en privado, no persiguen, en el marco del cuerpo político, nada más que su propio interés particular. Como ya vimos, nada hay más ajeno a un planteamiento como el de Aristóteles, para quien «por naturaleza, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros. Ya que el conjunto es necesariamente anterior a la parte»3. Una de las la posturas más absurdas que Aristóteles (tanto como Robespierre) podría imaginar es la pretensión de concebir la Ciudad como mero espacio de confluencia de deseos individuales y, a partir de ahí, pensar la política como una regulación infinitesimal del encuentro entre esos átomos. Ciertamente, para Aristóteles resulta obvio que, o la Ciudad es en algún sentido anterior a cada uno, o no hay Ciudad en absoluto. Sin embargo, la exacerbación liberal del individuo se tradujo en una extraña utopía: no hay mejor fundamento para el orden social que el intento permanente de engañarse unos a otros. El liberalismo secuestró la imagen de la «mano invisible» propuesta por Adam Smith y construyó, a partir de ella, el «manual de instrucciones» de la sociedad ideal4. Según este planteamien F. Schiller, Cartas sobre la educación estética del hombre, cit., carta VI, p. 114. 3 Aristóteles, Política, 1253a. 4 Debe advertirse que el abuso liberal que se ha hecho de la imagen de la «mano invisible» es interesado e injusto con Adam Smith, o como mínimo desinformado. «El hecho de que Smith observara que el comercio mutuamente beneficioso era muy común, no demuestra, en absoluto, que pensara que sólo el egoísmo, o la prudencia en un sentido amplio, pudie2
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to, el modo más eficaz de alcanzar el bien común sería conseguir que cada uno se ocupase sólo de lo suyo. Dado que, en principio, uno persigue con más ahínco el beneficio propio que el de los desconocidos, el mejor resultado para todos se obtendría sumando los beneficios obtenidos por cada uno. Esto, desde luego, exige algún mecanismo prodigioso capaz de transformar el vicio privado en virtud pública, es decir, algún modo de agregar los intereses individuales para dar como resultado el interés general. Ese mecanismo sería, en efecto, el mercado: aunque cada uno no busque nada más que su propio interés, una «mano invisible» les conduciría a lograr un objetivo que en absoluto entraba en sus propósitos: fomentar el interés de la sociedad de un modo incluso más eficaz que si realmente hubieran pretendido hacerlo. Respecto a la ingenuidad teórica (en el mejor de los casos) de este planteamiento, cabe destacar que no se «descubriera» hasta 1950 que el intento generalizado y sin límites de aprovecharse unos de otros podía terminar resultando perjudicial para todos. En efecto, fue en 1950 cuando los investigadores Merrill Flood y Melvin Dresher descubrieron, con gran sorpresa, que no era cierto que se lograse necesariamente el mejor resultado colectivo a fuerza de agregar agentes individuales que persiguieran cada uno por su lado sus intereses privados. Albert W. Tucker bautizó este descubrimiento como el dilema del prisionero (por el relato con el que se suele ejemplificar). Lo que este dilema pone de manifiesto (de un modo estrictamente formal) es que hay innumerables situaciones en las que sólo es posible lograr un resultado querido por todos si se introducen criterios vinculantes de decisión colectiva (digamos, decisión política y mecanismos de coacción capaces de garantizar su cumplimiento)5. ran ser adecuadas para una buena sociedad. En realidad, mantuvo justamente lo contrario». Amartya Sen, Sobre ética y economía, Madrid, Alianza, 1999, p. 41. 5 Esto puede ilustrarse con cualquier ejemplo trivial: imaginemos que todos quieren un alumbrado público (para evitar en sus ciudades la inseguridad que genera la oscuridad) y para ello deben cooperar pagando impuestos. Si cada uno decide radicalmente por separado y no trata de lograr más que su propio interés, cada uno sólo puede razonar de este modo: «si los demás
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El asunto empeora notablemente si, en vez de discutir sólo los principios formales de esta utopía, la juzgamos desde el punto de vista de su implantación histórica y sus consecuencias materiales. El intento de llevar a la práctica esta utopía es la historia de una matanza. El programa del liberalismo económico trató de desarraigar a los individuos de todas las relaciones orgánicas en las que se hallasen inscritos. A diferencia del republicanismo democrático, el liberalismo económico llamaba «libertad» precisamente a la desconexión, el aislamiento y el desarraigo de los individuos del conjunto de relaciones sociales, familiares, culturales o comunitarias de las que formasen parte. El programa de imponer el modelo de una «sociedad de mercado» necesitaba destruir cualquier tipo de relación espontánea entre los humanos que no se basase en el contrato explícito (establecido entre sujetos desvinculados cada uno de los cuales, encapsulado en sí mismo, no debía perseguir más que su propio interés). Tiene sin duda razón Polanyi cuando, analizando el modo como se impuso la utopía de una «sociedad de mercado», sostiene que separar el trabajo de las otras actividades de la vida y someterlo a las leyes del mercado equivaldría a aniquilar todas las formas orgánicas de la existencia y reemplazarlas por un tipo de organización diferente, atomizada e individual. Este plan de destrucción se llevó a cabo mediante la aplicación del principio de libertad de contrato. Es como si en un momento dado se decidiese en la práctica que las organizaciones no contractuales fundadas en el parentesco, la vecindad, el oficio o las creencias, debían ser liquidadas, puesto que exigían la cooperan y pagan sus impuestos, para mí es preferible no hacerlo, pues de todos modos tendré alumbrado público y me habré ahorrado ese dinero. Si, por el contrario, los demás hicieran lo mismo, a mí me seguiría conviniendo no pagarlos (pues de todas formas me quedaría sin alumbrado y así, al menos, no habría sido yo el único incauto que los paga)». Dado que, en términos de interés privado, a cada uno le interesa siempre no pagarlos, el resultado sólo podría ser quedarse sin algo querido por todos. Para lograr alumbrado público, haría falta alguna instancia coactiva capaz de imponer la decisión tomada colectivamente.
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sumisión del individuo y limitaban por tanto su libertad. Presentar este principio como una medida de no injerencia, como sostenían comúnmente los partidarios de la economía liberal, equivalía a expresar pura y llanamente un prejuicio enraizado en un tipo muy particular de injerencia, a saber, la que destruye las relaciones no contractuales entre individuos y les impide organizarse espontáneamente6.
Para convertir en mercancías tres elementos que jamás lo habían sido (el dinero, la tierra y el trabajo) fue necesario disolver toda comunidad orgánica. El modelo de una «sociedad de mercado» no tiene su origen en la emergencia, con la Ilustración, de la libertad individual. Por el contrario, se basó en la expulsión de los campesinos de sus tierras para convertir tanto estas como a aquellos en objetos de intercambio en el mercado. Conviene desde luego no perder de vista las enormes dosis de violencia que se pusieron en juego históricamente para llevar a cabo esta privación generalizada del acceso a la tierra. El proceso de expulsión de los campesinos de las tierras que les habían proporcionado sustento durante generaciones es uno de los episodios más sangrientos de la historia universal7. El proletariado moderno (que en definitiva es la forma de individualidad que corresponde a la sociedad capitalista) no surge a fuerza de libertad, sino a fuerza de expropiación y disolución de todos los lazos sociales. Sólo tras esta expropiación y esta disolución pasamos a encontrarnos, de un modo efectivo, con átomos flotantes, desarraigados y desvinculados unos de otros, átomos sin patria, ni familia, ni cultura, ni bandera, ni nada8. K. Polanyi, La gran transformación, Madrid, La Piqueta, 1977, p. 267. Sobre ese proceso histórico, resultan esclarecedores tanto el análisis de Marx en los dos últimos capítulos del Libro I de El capital, como el ya citado texto de K. Polanyi La gran transformación: los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. 8 Con una lucidez al menos equivalente a la de Polanyi, Naomi Klein analiza cómo se despliega ese mismo programa de destrucción en los últimos 40 años. En efecto, respecto a la aplicación del programa de Milton Friedman a partir de 1973 y la extraordinaria violencia que necesita poner en práctica, Naomi Klein sostiene: «La Escuela de Chicago y su modelo de capitalismo tienen algo en común con otras ideologías peligrosas: el deseo 6 7
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Jamás se ha logrado este desarraigo por la vía de la libertad ni se ha instaurado una «sociedad de mercado» a base de democracia. La construcción de los individuos como partículas egocéntricas desvinculadas, encapsulados de un modo hermético sobre sí mismos, maximizadores puros del propio interés, pequeñas computadoras de cálculo egoísta, entregadas por entero a buscar el mayor beneficio en términos individuales, esos átomos desarraigados sin capacidad para establecer más relaciones que las mediadas por contrato no son (ni han sido nunca) el resultado de la libertad y la Ilustración. Por el contrario, el aislamiento de estos «átomos» ha sido sólo el objetivo siempre perseguido (aunque nunca plenamente logrado, pese a los enormes esfuerzos realizados) por el despotismo de mercado. Esa «nada social» que es el proletariado, ese ser humano desarraigado –sin patria, sin familia, sin dioses, sin parentesco, sin cultura, sin costumbres– es el producto de un diseño utópico delirante llevado a cabo por medio de una violencia extrema. Sólo bajo estas condiciones se ha producido históricamente la expansión del mercado hasta convertirse en la principal institución que regula la vida de las sociedades, y sólo bajo estas condiciones ha cobrado fuerza la idea utópica de que este mercado básico por alcanzar una pureza ideal, una tabla rasa sobre la que construir una sociedad modélica y recreada para la ocasión. Esta ansia por los poderes casi divinos de una creación total explica precisamente la razón por la que los ideólogos del libre mercado se sienten tan atraídos por las crisis y las catástrofes. La realidad no apocalíptica no es muy hospitalaria para con sus ambiciones, sencillamente. Durante más de treinta y cinco años, el motor de la revolución de Friedman ha sido la singular atracción hacia un tipo de libertad de maniobra y posibilidades que sólo se da en situaciones de cambio cataclísmico. Cuando las personas, con sus tozudas costumbres e insistentes demandas, estallan en mil pedazos; momentos en los que la democracia parece una imposibilidad práctica. Los creyentes de la doctrina del shock están convencidos de que solamente una gran ruptura –como una inundación, una guerra o un ataque terrorista– puede generar el tipo de tapiz en blanco, limpio y amplio que ansían. En esos periodos maleables, cuando no tenemos un norte psicológico y estamos físicamente exiliados de nuestros hogares, los artistas de lo real sumergen sus manos en la materia dócil y dan principio a su labor de remodelación del mundo». N. Klein, La doctrina del shock, Barcelona, Paidós, 2007, pp. 45-46.
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autorregulado podía (e incluso debía) convertirse en la única institución social. Pero este «mercado autorregulado», además de tener un origen estremecedor, desencadena efectos desastrosos cuando se pone en marcha sin ninguna restricción política. Baste como ejemplo recordar las condiciones laborales, de salario y duración de jornada que se generan en ausencia de limitaciones políticas. En la Europa surgida de la derrota del fascismo tras la Segunda Guerra Mundial, nos hemos acostumbrado a sistemas fuertemente regulados, con salarios mínimos fijados por ley y jornadas de trabajo máximas, derecho a vacaciones, protección sanitaria, educación obligatoria, etc. De hecho, se trata de sistemas en los que más de la mitad de los recursos económicos pueden ser gestionados desde instituciones públicas. Sin embargo, allí donde no ha habido (o han desaparecido) estas regulaciones, se puede comprobar, por ejemplo, cómo se genera una espiral de competencia que inevitablemente conduce a jornadas interminables y a salarios de mera subsistencia (en el mejor de los casos), por muy rica y próspera que sea la «sociedad» de la que se trate. La propia economía liberal nos recuerda que los mercados autorregulados y eficientes necesitan una determinada tasa «natural» de desempleo (por encima de la cual se produce la catástrofe inflacionista y el colapso)9. Sobre este trasfondo, esa masa de trabajadores en paro (que necesitan a toda costa algún salario para subsistir) están siempre dispuestos a trabajar durante más horas o a cobrar menos con tal de conseguir un empleo. Y siempre es siempre, no importa lo miserables que sean ya los salarios ni lo largas que sean las jornadas. La historia de la lucha por la limitación de jornada durante el siglo xix da buena prueba de esto: pocos años después de la instauración de un mercado «autorregulado», tuvo que convertirse en una reivindicación política de la Milton Friedman, «Inflation and Unemployment», Journal of Political Economy 85, 3 (1977), p. 458. Es importante señalar que este concepto se convirtió rapidamente en un lugar común de la teoría económica convencional. Véase, por ejemplo, P. A. Samuelson (con W. D. Nordhaus), Economía, Madrid, McGraw-Hill, 1986, pp. 259-261. 9
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clase obrera alguna ley que impidiera que, por lo menos los niños menores de 10 años, trabajaran más de 12 horas diarias10. Ahora bien, la necesidad ineludible de introducir regulaciones políticas (es decir, decisiones colectivas que se imponen a todos con carácter vinculante) plantea a la utopía de un mercado autorregulado problemas no sólo respecto a sus consecuencias, sino también, dada la estrechez del concepto de libertad que aceptan, respecto a sus principios. Si se admite, con toda la tradición republicana, la anterioridad en cierto sentido del cuerpo político sobre cada uno de los individuos, el asunto no presenta mayor complicación: es perfectamente aceptable que el resultado de la deliberación común (en un espacio ciudadano de argumentación y contraargumentación) rija sobre todos los individuos como decisión de la República. Sin embargo, si la República se entiende como una mera suma de individuos (que deciden sus preferencias en privado), en primer lugar, no hay realmente derecho a hablar de una «decisión del cuerpo político en su conjunto» (salvo en el caso excepcional, y puramente contingente, de la unanimidad). Lo único a lo que en este esquema se puede denominar «democracia» es al intento de agregar (con las mínimas fricciones posibles) el conjunto de los sistemas privados de preferencias, es decir, al intento de producir una «voluntad general» por medio de la suma de las voluntades particulares. Y si hay preferencias individuales que resultan mutuamente excluyentes, por «voluntad general» no podrá entenderse más que voluntad de la mayoría, lo cual genera los problemas de legitimidad que ya comentamos. Sólo es posible considerar «libres» a sujetos sometidos a regulaciones políticas (es decir, vinculados con un carácter obligatorio a las decisiones colectivas) si se encuentra el modo de construir cuerpos políticos cuyos miembros admitan libremente la anterioridad de la República sobre cada uno de sus miembros. El objetivo de que no rija más principio que el mercado (es decir, la agregación autorregulada de individuos a los que no une 10 Para un comentario más detallado de todo este proceso, véase C. Fernández Liria y L. Alegre Zahonero, El orden de «El capital», Madrid, Akal, 2010, pp. 403-416.
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absolutamente ningún vínculo entre sí, ni siquiera el de reconocerse prioritariamente como miembros de un cuerpo político y, por lo tanto, con cierta voluntad en común más allá de los distintos intereses particulares) conduce a la descomposición completa de la sociedad en sus átomos y, a partir de ahí, a la imposibilidad de fundar propiamente una República. La exaltación de lo meramente individual frente a lo público no sólo encaja mal con las estructuras antropológicas más elementales sino que, además, torna imposible lo político mismo. El problema es siempre cómo lograr cuerpos políticos cuyas decisiones puedan tener carácter vinculante para todos sus miembros como ciudadanos. Y esto remite inevitablemente a la dificultad de conformar un pueblo de individuos libres: una comunidad política de individuos que, sin perjuicio de su libertad individual, asuman como propia la voluntad general. Los sujetos racionales pero sensibles somos, al mismo tiempo, libertad y naturaleza; podemos ocupar, al mismo tiempo, el lugar de la ley y el de nuestros intereses particulares, el lugar de cualquiera y el nuestro privado; podemos sentir, al mismo tiempo, la dignidad del legislador y la presión del provecho propio. Esta articulación implica dificultades ineludibles que nos obligan (nos guste o no) a movernos en el terreno de precariedad que vimos a través de Kant y Schiller. El problema, desde luego, no se resuelve ignorando que se trata de dos polos distintos y, mucho menos, tratando de destruir el más noble de los dos. En términos de Schiller, cabría definir el proyecto del liberalismo económico como un delirio bárbaro (derivado hiperracionalista de un principio simple) a favor de un mundo en el que no quepan más que pequeños salvajes (máximamente egoístas y absolutamente aislados). Desde el punto de vista de la constitución estética, la tarea del republicanismo democrático (ampliar el modo de sentir; ser capaz de ponerse en el lugar de cualquier otro) ha sido abandonada a favor de la educación estética del liberalismo económico, que exige estrechar o encoger el modo de sentir hasta que ya no seamos capaces de ponernos más que en el lugar de nosotros mismos. Este programa pasa necesariamente por aislar, desconectar, descoyuntar en la representación a cada individuo de todos los 344
demás y generar la ficción de imaginarnos a nosotros mismos como sujetos autoconstituidos desde la nada. Esta tarea de «vaciado» de la propia personalidad por la vía, precisamente, de aislar a cada individuo y encapsularlo de un modo hermético en torno a sí mismo; este «vaciado», que se ha producido a fuerza de aislamiento y de desconexión con el mundo ha tenido como consecuencia un nivel de homogeneidad sin precedentes en la historia. Como resultado del programa estético de una identidad de mercado, se han homogeneizado los gustos y las pautas de consumo a nivel mundial. Para empezar, nos encontramos con que el primer efecto de este «vaciado» es un cascarón susceptible de ser de nuevo rellenado casi con cualquier contenido y, en segundo lugar, nos encontramos con que cada vez son menos los centros de producción cultural desde los que se fabrican el conjunto de las identidades posibles. Los presuntos sujetos autoconstituidos desde la nada hemos resultado ser meros recipientes vacíos y, por lo tanto, indiferentes al contenido con el que vayan a ser llenados (es decir, susceptibles de ser «llenados» a su antojo por una industria de producción cultural cada vez más concentrada, centralizada, global y serial).
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índice
Introducción........................................................................... 9 I. Filosofía y poesía: un conflicto que viene de antiguo.....................................................................
17
La expulsión de la Ciudad.......................................... 17
El mundo de la oralidad............................................. 21 Poesía y conservación de la memoria viva, 21 – La cuestión homérica, 23 – La tecnología verbal de la oralidad, 25
Téchne, ars, arte........................................................... 32
La mímesis.................................................................. 37
El cierre orgánico de virtud y felicidad...................... 45 Rey filósofo vs. Rey poeta........................................... 48 Aprender es recordar.................................................. 52
Mathema y poema....................................................... 64
Tanto aquí como después, seremos dichosos (si somos buenos)........................................................ 69 II. El surgimiento de un mundo plenamente accesible a la razón. La escisión entre razón y sensibilidad............................................................
77
El reinado de la razón en el conocimiento. La escisión de razón y sensibilidad en el orden teórico......................................................................... 77
La revolución galileana, 77 – Verdad y método. La posibilidad de una Mathesis Universalis, 89 – Sobre el necesario fracaso de todo ensayo en teodicea, 101
El reinado de la razón en el derecho y la moral. La escisión de razón y sensibilidad en el orden práctico....................................................................... 113 El reinado de la razón en el derecho, 113 – El reinado de la razón en la moral, 127
III. La restitución del lugar de los poetas. ........... 151 Introducción............................................................... 151 Primera aproximación a algunos conceptos clave de la Crítica del juicio................................................... 153
A la libertad se llega por la belleza............................. 172 La más urgente necesidad de nuestra época, 172 – Salvaje, bárbaro y hombre cultivado, 174 – La polis griega y el Estado moderno, 190 – El mapa de posiciones en la Revolución francesa, 202 – El impulso de juego, 207
De nuevo el problema del juicio. Juicio determinante y juicio reflexionante................. 220
La reacción romántica................................................ 234
La primacía de la metáfora sobre el concepto........... 240 Metáfora y concepto, 240 – El problema de la clasificación verdadera, 248 – La muerte del dios de los filósofos, 258 – ¿Qué es entonces la verdad?, 262 – ¿Qué queda entonces de la moral? (La genealogía de la moral), 274 – Ciencia y Derecho: voluntad de nada, 286 – El Superhombre: intelecto liberado, juego y conducta estética, 289
La fe en el progreso.................................................... 296 La «Feliz casualidad», 296 – Poesía: un arma cargada de futuro, 306 – El lugar de la política, 324
IV. El lugar de los poetas en los escenarios de crisis. El breve siglo xx y el incierto siglo xxi. ................................................................... 335 Mapa de posiciones..................................................... 335 La sociedad de mercado: una utopía estrafalaria, 335 – La «estetización de la política» en el Tercer Reich, 345 – Ciencia de la historia y estética marxista, 356
La asunción de la precariedad.................................... 368
La performatividad del lenguaje................................ 386
Construir en granito nuestras moradas de una noche........................................................................... 396 Epílogo. La situación actual en España (por Carlos Fernández Liria).............................................. 403 Bibliografía citada.................................................................. 421
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el lugar de los poetas un ensayo sobre estética y política
Luis Alegre Zahonero
Luis Alegre Zahonero es profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid (en el Departamento de Historia de la Filosofía, Estética y Teoría del Conocimiento). Es autor de distintos libros, entre los que destaca El orden de «El capital» (con Carlos Fernández Liria, Akal, 2010; Premio Libertador al Pensamiento Crítico). También junto a Carlos Fernández Liria y otros, ha publicado en Ediciones Akal Educación para la Ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de Derecho y la serie de libros de texto de Filosofía. Ha sido uno de los miembros fundadores de Podemos, coordinador general de la ya histórica Asamblea de Vistalegre, secretario general de Madrid y miembro de la dirección estatal hasta su regreso a la vida académica.