Fragmento (cap. III) de 'La cara oscura del capital erótico', de José Luis Moreno Pestaña

Page 1

Otros títulos publicados

Lecciones políticas en «Juego de Tronos»

Michael Hardt y Antonio Negri Declaración Federico Campagna La última noche Anti-trabajo, ateísmo, aventura

Perry Anderson Imperium et Consilium La política exterior norteamericana y sus teóricos

Jorge Moruno La fábrica del emprendedor Trabajo y política en la empresa-mundo

Antonio J. Antón Fernández Crónicas del neoliberalismo que vino del espacio exterior Costas Lapavitsas y Heiner Flassbeck Contra la Troika Crisis y austeridad en la eurozona

tony phillips (ed.) Bajo el yugo neoliberal Crisis de la deuda y disidencias en las periferias europeas

Andrew Zimbalist Circus maximus El negocio económico detrás de la organización de los juegos olímpicos y el mundial de fútbol

Mark Weisbrot Fracaso Lo que los «expertos» no entendieron de la economía global

ISBN 978-84-460-4332-4

9 788446 043324

www.akal.com

Este libro ha sido impreso en papel ecológico, cuya materia prima proviene de una gestión forestal sostenible.

51 la cara oscura del capital erótico José Luis Moreno Pestaña

Pablo Iglesias (coord.) Ganar o morir

¿Por qué nuestra apariencia corporal nos inquieta tanto? ¿Qué es lo que se valora socialmente en ella? ¿Se tasa en todos los entornos del mismo modo? Una reconstrucción histórica permite ver que los cuerpos no se valoraron siempre igual; tras esta, el autor nos propone leer la presencia de un capital ligado al cuerpo (un «capital erótico») como el efecto de transformaciones en el campo de la salud, de la relación entre las clases sociales y de nuestra idea de cuáles son las condiciones de una persona consumada. Esas transformaciones nos permiten avistar posibilidades de transformación. Porque una cosa es que nos expresemos como deseemos con nuestro cuerpo y otra muy distinta que se nos impongan exigencias y que éstas, además, nos adentren en caminos próximos a la patología. Un estudio empírico sobre trabajadoras, cualificadas y de oficios obreros, nos ayuda a tener un mapa contemporáneo de cómo se conecta el capital erótico con los trastornos alimentarios. Un análisis de los conflictos existentes nos permite avistar formas de movilización contra los modos más dañinos de capital erótico. Así, este libro nos propone tareas concretas para una política del cuerpo: en el mundo del trabajo, de la salud y de la acción del Estado.

Akal Pensamiento crítico

Akal Pensamiento crítico

la cara oscura del capital erótico Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios

José Luis Moreno Pestaña

José Luis Moreno Pestaña, profesor de Filosofía en la Universidad de Cádiz, filósofo y sociólogo, formado en la tradición de Pierre Bourdieu, investiga y publica sobre filosofía política, sociología de la enfermedad mental y sociología de la filosofía. Es un reconocido especialista en la obra de Michel Foucault y en la sociología de los trastornos alimentarios.


José Luis Moreno Pestaña, profesor de Filosofía en la Universidad de Cádiz, filósofo y sociólogo, formado en la tradición de Pierre Bourdieu, investiga y publica sobre filosofía política, sociología de la enfermedad mental y sociología de la filosofía. Es un reconocido especialista en la obra de Michel Foucault y en la sociología de los trastornos alimentarios.


akal / pensamiento crĂ­tico 51


Diseño interior y cubierta: RAG Motivo de cubierta: Antonio Huelva Guerrero @huelvaguerrero guerrerohuelva@gmail.com www.gorroloco.com

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

© José Luis Moreno Pestaña, 2016 © Ediciones Akal, S. A., 2016 Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 918 061 996 Fax: 918 044 028 www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4332-4 Depósito legal: M-22.792-2016 Impreso en España


CAPÍTULO III Una patología del capital erótico

Conforme el cuerpo se convertía en capital, se desarrollaron comportamientos desviados. Estos fueron leídos como una enfermedad: representaban modelos de adaptación socialmente inadmisibles a los requerimientos del capital erótico. Podemos discutir si merecían considerarse enfermedad mental: no cabe duda de que las personas experimentan graves problemas y los generan entre quienes los rodean. En otro lugar he abundado sobre el particular (Moreno Pestaña, 2010a). Definidos como enfermedad, experimentados como tal, puede admitirse que, en cierto sentido, lo fueron. Ahora bien: la anorexia no fue, no ha sido, una enfermedad mental común. Dado que parte de este libro se apoya en las experiencias de trastornos alimentarios en el mercado de trabajo, debe justificar qué hace a estos trastornos una patología del capital erótico. El filósofo canadiense Ian Hacking (1998a: 9) habla de enfermedades mentales transitorias, refiriéndose a aquellas que aparecen en un lugar y en una época determinados: por tanto, pueden también desaparecer. Para existir, la enfermedad mental transitoria requiere cuatro vectores. Si falta alguno de ellos, desaparece el nicho ecológico. La metáfora del nicho ecológico resulta algo naturalista y podemos hablar, sin seguir en eso a Hacking, de una configuración social determinada, compuesta de cuatro elementos interconectados y absolutamente necesarios. En los análisis de Hacking se comprueba que cada uno de los vectores –o de las dimensiones de la configuración– penetra desigualmente en la realidad social donde se instala: incluso dentro de una cultura compartida. En ese sentido cada vector invita a un conjunto de cuestiones sociológicas: dónde y cómo se instala cada uno de los vectores y cómo se conecta con el conjunto. 105


Una enfermedad mental transitoria puede o no ser más o menos inclusiva dentro de un mismo tiempo y área cultural. Una vez que existe, consolida una serie de comportamientos que reciben el nombre de enfermedad mental (34).

Una taxonomía médica para los estragos del capital erótico El primero de los vectores de la configuración lo constituye la taxonomía médica. Obviamente, sin ella, un comportamiento no pasa a denominarse enfermedad. Conviene resaltarlo: necesitamos percibir ciertos comportamientos como resultado de un problema de salud para considerarlos enfermedades mentales. La taxonomía médica de una enfermedad transitoria, por supuesto, se encuentra abierta a debate. La fuga disociativa (una enfermedad mental existente en Europa entre 1887 y 1909) abrió una encrespada confrontación acerca de si era un síntoma de la histeria masculina (con automatismo ambulatorio y temblores) o una epilepsia. Precisamente tal falta de acoplamiento en las categorías existentes vuelve a la enfermedad centro de interés y permite singularizarla (Hacking, 1998a: 31-50). Esos debates no son sólo intelectuales: se encuentran íntimamente conectados con prácticas sociales y dinámicas institucionales. En Estados Unidos, la enfermedad no tuvo relevancia debido a la inexistencia de programas de investigación sobre la degeneración de los vagabundos (grupo en el cual se reclutaban a personas con síntomas de la enfermedad). Los vagabundos franceses, por el contrario, fueron escrutados y medicalizados, acabando muchos de ellos en prisión y otros incluidos como ejemplos de fuga disociativa (65-66). Una cosa son las prácticas y otra que estas se incluyan dentro de un concepto: a través de este –y del modo en que condiciona nuestro comportamiento– aquellas modifican también su sentido. En el siglo xix existían todavía ayunadoras por motivos religiosos –normalmente jóvenes de extracción humilde y rural–; otras ayunadoras, de clase media, comenzaban a recibir atención de los médicos. Los diagnósticos de las ayunadoras enfrentaban, en un aspecto, a la elite urbana y médica de clase media con el 106


mundo religioso rural; en otro, a hombres maduros con mujeres jóvenes a las que consideraban ejemplo de la propensión del sexo débil a las enfermedades nerviosas. Entre los propios médicos neurólogos existía un debate entre quienes consideraban que no existían enfermedades sin problemas orgánicos, frente a otros más eclécticos que defendían el organismo como totalidad y produjeron argumentos –a la vez médicos y filosóficos– sobre la interacción de la mente y el cuerpo. Mas, en los Estados Unidos de finales del xix, nadie relaciona aún a tales ayunadoras con la anorexia nerviosa (Brumberg, 1988: 90-91). ¿Eran o no casos de anorexia? La respuesta, si no nos referimos a un contexto más global, carece de sentido. Algunas de las historias en las que se apoya este trabajo no entran en los prototipos sobre los trastornos alimentarios: la literatura médica habla muy poco de la anorexia resultado de perseguir un empleo o de mantenerlo. Otras de nuestras trayectorias, por ejemplo las referentes a las artistas, sí se encuentran incluidas dentro de los prototipos de enfermedad mental, aunque siempre desde sesgos analíticos muy diferentes. Escasos autores radican la etiología de los trastornos alimentarios en las exigencias corporales de sectores del mercado de trabajo. Las políticas de salud al respecto son nulas y de una pusilanimidad extrema (más adelante se hablará al respecto del intento estatal de regulación de las tallas). Las taxonomías clínicas miran siempre de reojo a los casos clínicos: estos concretan a aquellas en un contexto. El contexto que aquí se presenta no se encuentra dentro de los modelos que se manejan habitualmente. Nadie ha planteado que los trastornos alimentarios pudieran ser incluidos como enfermedad profesional resultado de ciertos entornos de trabajo. ¿Por qué? Porque el prototipo básico –no el único, ciertamente, pero el básico– es el de una enfermedad de jóvenes de clase media. Una breve reconstrucción de la historia del diagnóstico y tratamiento de los trastornos alimentarios nos permitirá comprender una historia que se encuentra cercando e impulsando nuestro conocimiento y nuestra acción. El comienzo del diagnóstico, además, resulta significativo desde el punto de vista institucional. 107


Las ayunadoras por motivos religiosos animaron un debate entre los creyentes y los médicos. Se debatía si las ayunadoras se encontraban o no tocadas por la gracia divina o, en otras versiones más racionalizadas e intelectuales, si el espíritu podía controlar el cuerpo. En 1867 Sarah Jacob, una de ellas, fue sometida a escrutinio por enfermeras comandadas por médicos de Londres y acabó muriendo. Sus padres, que celebraban las cualidades preternaturales de su ayuno, fueron acusados de negligencia. Los médicos no habían aislado, como se señaló más arriba, a estas chicas pobres, deseosas de singularización, como otra cosa que histéricas con afecciones orgánicas en el estómago o la garganta o, en las versiones menos amables, como simuladoras. Esta piedad popular fue perdiendo poco a poco el apoyo de las comunidades religiosas, aunque este continuaría de manera más estable en Estados Unidos, donde las sectas protestantes militaban ardientemente contra la causa médica. Los médicos respondían persiguiendo anomalías orgánicas: dependiendo de que se encontraran o no sus signos (por ejemplo, tras las autopsias), se concluía que eran enfermas o impostoras. Hasta ese momento, sin duda, no puede hablarse de anorexia nerviosa (Brumberg, 1988: 46-73, 92): los síntomas anoréxicos se distribuían entre múltiples enfermedades y nadie los convirtió en una entidad autónoma. La categoría aparecerá al cambiar el reclutamiento de las ayunadoras y, muy importante, cuando intente encontrarse un marco terapéutico adecuado para ellas. La anorexia comienza a ser habitual en los ambientes urbanos de clase media. Los padres tenían pánico al ingreso psiquiátrico que hubiera puesto a sus hijas en contacto con los pobladores de los manicomios. El interés médico por la enfermedad y la demanda familiar de un tratamiento específico extendió la atracción por el problema. Al principio, el rechazo a comer se diagnosticó como sitofobia. La categoría de anorexia, que refiere ese pánico a una clase de edad específica, gana predicamento entre 1873 y 1930 (Brumberg, 1988: 110-112) cuando, como se ha visto, el capital erótico se encuentra estabilizándose. Esta vinculación entre una escena terapéutica protegida de la miseria del manicomio y una categoría diagnóstica puede perseguirse hasta hoy. 108


Un debate importante fue y es si debe aislarse o no la anorexia como una enfermedad específica. Fue la posición del médico victoriano William Gull. William Smoult Playfair, uno de sus colegas, consideraba que exageraba la autonomía de la enfermedad y que cabría reubicar a la anorexia dentro de un conjunto de desórdenes funcionales incluidos en la neurastenia. Posteriormente, ya en el siglo xx, se avecinó la anorexia con la enfermedad de Sismondi, en la época de prevalencia de la endocrinología: el tiroides y los efectos de las ingestas impulsaron el debate médico en el periodo de entreguerras (Brumberg, 1988: 149, 208). Hace poco tiempo, y para los trastornos alimentarios, el DSM-V modificó los criterios del DSM-IV: redujo la frecuencia de los atracones para ser clasificado, eliminó la amenorrea como requerimiento diagnóstico para la anorexia, incluyó el diagnóstico por atracón y redujo la preponderancia de los trastornos alimentarios no especificados (Keel, Brown, Holm-Denoma, Bodell, 2011: 553-560). Una historia exclusiva del mundo psiquiátrico deja claves sin resolver. Pese a las transformaciones y los avances, aún se enfrentan, como al principio, dos fracciones en el campo del tratamiento (Moreno Pestaña, 2010a: 77-80). Los potentes movimientos de familias suelen abogar por unidades específicas de tratamiento de la anorexia y la bulimia. Otras fracciones, por el contrario, pretenden que la anorexia debe ser tratada en las unidades habituales de salud mental –separadas, todo lo más, por clases de edad–. Además, denuncian la tendencia de la primera fracción a exagerar la singularidad de la enfermedad: los diagnósticos, en bastantes ocasiones, podrían distribuirse en otros cuadros clínicos. La anorexia, se argumenta, es un producto de «anorexólogos», de psiquiatras y psicólogos impulsados por una visión inflacionista de la enfermedad. Los movimientos de pacientes y las familias (como sus homólogas del siglo xix) suelen mirar con horror el internamiento en unidades de salud mental. Su apoyo, por tanto, se dirige hacia la fracción «anorexóloga». La posición expansionista puede aducir razones científicas en favor de su causa, qué duda cabe, mas una buena porción del apoyo que reciben de las familias se nutre de ese miedo. El reclutamiento de clase 109


social, pero también de clase de edad, interfiere así con la elaboración médica. Evitar el manicomio fue una razón fundamental para establecer un nuevo mercado terapéutico entre médicos y pacientes jóvenes de clase media (Brumberg, 1988: 113, 125). En el año 2000, la dinámica continuaba entre nosotros. El diagnóstico diferencial (que aísla a un enfermo de otro) y el prototipo sociológico de la enferma se encuentran, entonces, estrechamente vinculados. Una historia de las taxonomías clínicas resulta indisociable de una historia sociológica de la clientela médica, de la imagen social de las instituciones de salud mental y, por supuesto, de las diferentes fracciones en el mundo terapéutico. Del mismo modo que se aisló la anorexia, y posteriormente los trastornos alimentarios, un día pueden distribuirse sus casos en otras categorías diagnósticas. En ese momento, la enfermedad dejaría de existir aunque siguieran ayunando, con riesgo grave para su salud, muchísimas personas. Se desarmaría entonces la configuración que sostiene las enfermedades transitorias: desaparecería la categoría que las define como tales. Umbrales de detección Los umbrales de detección constituyen un segundo vector en las enfermedades mentales transitorias. Durante la epidemia de fuga disociativa, Estados Unidos no realizó diagnóstico alguno, lo mismo que el Imperio británico: ninguno mantenía un ejército de conscriptos y, en el caso de la república americana, la colonización del Salvaje Oeste aventaba los movimientos de población. Si la fuga tuviera raíces orgánicas, es decir, si algo biológico impulsara a la gente a escapar de su casa, los afectados hubieran pasado completamente desapercibidos, integrados como estaban en un espacio cultural que no escrutaba con inquietud los movimientos de la población. Describiendo el caso de uno de los primeros diagnósticos de anormalidad sexual, Foucault (1999: 277) nos recordaba cómo se enfrentaban, en un mismo espacio social, dos concepciones de la sexualidad: la primera, acostumbrada a una sexualidad infantil más o menos asalvajada y clandestina; la 110


segunda, resultado de una nueva ética de la familia, concentrada en la interdicción de la sexualidad infantil. Con la primera concepción, la persona sólo hubiera merecido reprimendas morales y el «caso» se resolvería, nos recuerda Foucault con gracia, en el «registro de las bofetadas». Con este, ningún psiquiatra urbano hubiera visitado la Francia profunda para interesarse por un marginal. Por tanto, la detección exige tanto dispositivos técnicos de observación como umbrales de sensibilidad socialmente compartidos. Las ayunadoras del finales del xix, antes de que el diagnóstico sobre anorexia se impusiera, veían escrutar sus excrementos para comprobar si, efectivamente, comían o no (Brumberg, 1988: 96-97). El problema que se dirimía era el de la capacidad del alma para vivir sin comer y, alrededor de este, se confrontaban la ciencia y los movimientos religiosos y, en la primera, los materialistas radicales (reclutados entre los neurólogos) y los partidarios de concepciones más eclécticas (más proclives a reconocer las hazañas de las ayunadoras). Por lo demás, el propio Charles Lasègue –psiquiatra francés que codificó la enfermedad a la vez que William Gull, cuyas descripciones resultan más ricas clínicamente que las del inglés– señalaba cómo las enfermas alteraban la vida familiar rechazando la comida materna (Brumberg, 1988: 128-130). Ese rechazo resulta mucho más difícil de detectar entre las clases medias y altas contemporáneas, a menudo ungidas a la individualización alimentaria (un plato para cada uno) y que recurren bastante a la comida preparada. Pero lo que eran pautas de las familias burguesas del siglo xix generan abundantes conflictos en familias modestas de principios del xxi (Moreno Pestaña, 2010a). Por otra parte, en el siglo xix, las chicas se encontraban sometidas a un intenso escrutinio para encontrar marido y favorecer las estrategias de reproducción familiar. Debido a la unificación de los mercados de belleza, el modo de alimentarse simbolizaba una nueva moralidad. Más de un siglo después esa nueva moralidad sigue materializando estilos de clase, aunque el gobierno familiar del mercado matrimonial se ha transformado considerablemente. Los sistemas de detección condicionan el perfil social de los enfermos y la definición de la etiología. La detección de los tras111


tornos alimentarios, en la actualidad, se realiza raramente en los centros de trabajo, donde las autoridades de salud mental no acuden a diagnosticarlas –algo que sí hacen en los colegios e institutos–. La propia historia de este trabajo es sintomática al respecto. Cuando presenté una versión del mismo ante profesionales de la salud, se consideró por parte de algunos que se trataba no de un problema sanitario, sino económico. Nadie puede legislar sobre la libertad de querer ser delgada en el centro de trabajo y la de la empresa en exigirlo. Los prototipos de los trastornos alimentarios (chicas adolescentes) y de su etiología (trastornos biológicos, problemas de reconocimiento) ayudaban a excluir el lugar de trabajo como espacio de detección. Pese a toda la movilización contra la anorexia y la bulimia, el horizonte de atención saltaba de registro cuando se hablaba del empleo: la moralización sanitaria se detenía ante la sagrada libertad de mercado. Detrás de semejante exclusión –que permitía a los profesionales acorazarse en la libertad de empresa y retirarse del registro de la salud– se encuentran políticas sanitarias, económicas y también umbrales de sensibilidad de clase. Respecto a esta última (es una intuición resultado de la observación de aquel día), no resulta sencillo asumir que las tiendas donde uno compra pueden funcionar como centros patógenos. Por tanto, y pese a los muchos años de persecución de los trastornos alimentarios, los dispositivos de detección no se instalaron en los centros de trabajo. Tales dispositivos no deben concebirse como grandes maquinarias institucionales: simple y llanamente, y dentro de un mismo marco cultural, las taxonomías orientan la atención hacia la lectura etiológica de determinados comportamientos –en determinados lugares–; en otros, activa registros de atención diferentes. Este ejemplo permite recalcar algo: los vectores de la enfermedad mental transitoria no separan únicamente épocas históricas, sino espacios sociales y culturales dentro de una realidad que nunca se ordena según patrones homogéneos. Debe recalcarse porque, en ocasiones, se centra la atención en la existencia de instrumentos técnicos. El IMC, con sus discriminantes de peso, lleva alrededor de un siglo entre nosotros y se encuentra ampliamente extendido. Pero su existencia no es lo determi112


nante. Se señaló antes: al principio, nadie lo utilizó para determinar la norma de delgadez. La importancia hoy del IMC nos la recuerda cada frigorífico. Puede o no vincularse con la enfermedad según los espacios, las clases de edad y las relaciones sociales: en el trabajo no hay ninguna autoridad sanitaria que vigile la exigencia de medidas draconianas a las empleadas. Cuando los efectos del capital erótico conmueven la autoridad familiar, es más fácil que se utilice un diagnóstico psiquiátrico; si este puede obstaculizar el proceso de capitalización del cuerpo de los trabajadores, el adelgazamiento y sus estragos se atribuyen a la libertad de cada uno y sus riesgos. Cada espacio social, por tanto, establece criterios de qué es comer bien, cuánto, en qué ocasiones, qué ejercicio debe hacerse, a qué horas, en qué momento de la vida, qué ropa debe perseguirse, etc. Los umbrales de detección dependen de dispositivos sanitarios y de regulaciones económicas: estas distribuyen diferentemente la atención o no a la delgadez como síntoma, regulan prácticas de alimentación legítimas distintas, favorecen o no la presión a favor o en contra de la restricción alimentaria. La ambivalencia cultural Un tercer elemento del nicho ecológico lo constituye la polaridad cultural. Toda enfermedad mental transitoria incluye comportamientos respecto de los cuales una cultura mantiene actitudes ambivalentes. A la par que se extendía la inquietud por la fuga disociativa, aparecía la moda social del turismo que otorgaba al viaje pátina romántica e intelectual (Hacking, 1998a: 45). A finales del siglo xx, la personalidad múltiple permitía cohabitar, en Estados Unidos, la admiración típicamente posmoderna por la personalidad plural (que tiene versiones populares y otras sofisticadamente intelectuales) con el pánico a los traumas producidos por el abuso infantil y que generan, supuestamente, personalidad múltiple (Hacking, 1998b: 137-142, 352-357). Evidentemente, la polaridad cultural no penetra del mismo modo en toda la sociedad y, durante la pervivencia de una enfer113


medad mental transitoria, puede cambiar sus modulaciones. La fascinación que produce la delgadez –caso de los trastornos alimentarios– no se refleja igual en las novelas de Jane Austen que en la actualidad (si es que podemos hablar, cosa manifiestamente falsa, de una actualidad homogénea); tampoco entre las jóvenes de clase obrera que quieren adelgazar y las personas que reivindican una visión intelectualizada de la anorexia. Ya en la Nortea­ mérica fin-de-siècle el exhibicionismo de la enfermedad en general, y de la anorexia en particular, formaba parte del acervo de distinción de las clases dominantes que presumían de la fragilidad como si fuera un símbolo de su desdén por la moral utilitaria (Brumberg, 1988: 172). Desde finales del siglo xix y principios del xx, la delgadez ha reunido significados opuestos: símbolo de autocontrol moral y de frivolidad, encarnación de la diferencia social y del consumismo; en fin, emblema de buena salud y vecindad con una patología psíquica. Tal por lo que respecta a un aspecto de la polaridad cultural, el de su continuidad histórica. Pero debe subrayarse algo evidente respecto de cada momento histórico. Un espacio social, lo decíamos, jamás se encuentra completamente unificado y los motivos de fascinación y repulsa por la delgadez varían según las clases sociales, las culturas de género, étnicas, etc. Pueden delimitarse, dentro de un marco donde el capital erótico impone sus reglas, formas de defensa y de distancia del mismo y otras de apropiación y de idealización. La polaridad cultural, por lo demás, se infiltra dentro de cada práctica y tiende a dividirla en una parte valorizada y otra, menos. Anorexia y bulimia no gozan, incluso consideradas ambas como enfermedades, de idéntico reconocimiento: los prototipos asociados a la primera son mucho más positivos. Así, la posibilidad de ser incluida dentro de la categoría anorexia o bulimia deriva de estereotipos sobre los enfermos cargados con evidente densidad sociocéntrica: las prácticas restrictivas de chicas modestas podían pasar por bulímicas y las purgativas de chicas privilegiadas por anoréxicas (Moreno Pestaña, 2010a: 228-232). Importaban las prácticas, pero importaba también la presencia social, el discurso de los próximos y, en ocasiones, los propios fantasmas de los terapeutas. Una profeso114


ra puede ser una persona con aspecto juvenil en un medio de intelectuales, y una anoréxica en un medio de trabajadoras de la limpieza: es el fenómeno contrario, donde la polaridad cultural, dependiente de la intersección entre el género y la clase, modifica el valor; son las privilegiadas quienes reciben un estigma. En el caso del mercado de trabajo, las condiciones de entrada a un empleo pueden exigir una determinada morfología: esta preceptúa prácticas que en otros entornos impedirán compartir momentos comunes sin que estos fuesen interrumpidos por rituales corporales constantes y perturbadores (contabilidad de calorías, exceso de deporte, movimientos permanentes, usos poco ortodoxos del inodoro…). En fin, respecto de la delgadez, las mismas personas que me proporcionaban contactos de gente con anorexia me rubricaban seguidamente lo extraordinarias y atractivas que les parecían. La caracterización y la valoración varían la evaluación de una práctica: lo que en un caso significa distinción, en otro egoísmo; lo que en uno espiritualidad, en aquel promiscuidad. Idéntica actividad obtiene valoraciones contrapuestas según los esquemas de percepción y juicio que se movilicen, según los prototipos sociales popularizados por medios de comunicación y profesionales, según las apropiaciones de las personas afectadas. En el puesto de trabajo, la polaridad, sin embargo, es menor o inexistente. Si el polo negativo marcase las tiendas de moda, las aulas o los bares, el reclutamiento de mujeres con capital erótico produciría mucha mayor inquietud sanitaria de la existente. Las capacidades de la patología Un cuarto elemento completa la configuración de las enfermedades mentales transitorias y es el más estrictamente sociológico. Estudiando la fuga disociativa, Hacking (1998a: 49-50, 82) encontraba ciertos patrones comunes en el reclutamiento social de los diagnosticados: eran trabajadores, de medios urbanos, con cierto control sobre su trabajo, como corresponde a empleados de servicios o a artesanos. Las personas que se enrolaron en la 115


fuga disociativa disponían de un empleo y cierta estabilidad laboral, sin llegar completamente a las clases medias. Gracias a la fuga, nos dice Hacking, pudieron completar proyectos que, de otro modo, les resultarían imposibles. Para ser clasificado dentro de la epidemia de fuga disociativa, existía una condición de posibilidad negativa y otra positiva. La primera, obviamente, excluía a las personas sin vínculos familiares, a los que nadie echa en falta, padecieran de lo que padecieran. Por tanto, no configuraron el prototipo sociológico de la enfermedad. La condición positiva incluía cierta familiaridad con las clases medias y su estilo de vida. Reclutamiento social y prototipo sociológico del enfermo se alimentan mutuamente. En este vector se encuentran dos criterios: cómo se registran los prototipos de cada enfermedad y quiénes, efectivamente, se integran en ella. Ese prototipo, por lo demás, tiene efectos en el reclutamiento: definir la anorexia como una enfermedad de chicas inteligentes permite que quienes se atribuyen inteligencia lo integren más fácilmente en su menú de posibilidades. Las ayunadoras religiosas se nutrían de chicas pobres y fueron abordadas por los neurólogos como efectos de la superstición. Las procedentes de ciertos ambientes urbanos merecieron otra atención: la clase de edad permitió diferenciarla de la sitofobia. Tales ayunadoras urbanas de clase media constituyeron un prototipo sin el cual quizá la anorexia no se hubiera codificado como enfermedad (Brumberg, 1988: 112). Y, ciertamente, igual que hubo personas con prácticas idénticas a las de la fuga que pasaron desapercibidas, muchas anoréxicas de clase baja pudieron terminar en el asilo y no fueron descritas morosamente en ningún caso clínico. Con ellas, el prototipo hubiera cambiado y el reclutamiento de los trastornos alimentarios no sería el mismo. Por otro lado, la práctica de la restricción alimentaria ha cambiado su significado. En el siglo xix comenzó el proceso de encarnación de la distinción en las elites sociales. A una joven, aconsejaba Lord Byron, jamás debe sorprendérsela comiendo. La falta de apetito o su control simbolizaba la distancia con las mujeres de clase trabajadora. La intelectualización de la delga116


dez, como se explicará más adelante, encuadró el cuerpo en estereotipos culturales y económicos: un cuerpo delgado, igual que el desdén por la carne, simbolizaba espiritualidad y profundidad. Cualquiera no podía formar parte de lo que la prensa llamaba la juventud byroniana (Brumberg, 1988: 182-188). Cuando algún intelectual, ebrio de populismo, cantaba al obrero musculoso, los más cultos de entre los trabajadores reconocían una trampa: nos quieren así, pero ellos celebran la languidez (Rancière, 1981). Hoy las prácticas de restricción se han extendido socialmente y los significados que se les asocian son mucho más plurales. La restricción alimentaria no requiere una gran inversión económica, exceptuando el caso de la bulimia. El acceso a prácticas restrictivas, una vez aceptada la vinculación entre delgadez, belleza y salud, queda al alcance de cualquiera. Poco a poco, los prototipos clínicos han ido sensibilizándose ante el nuevo público. Así, por ejemplo, en los años treinta del siglo xx, se incluyó la condición escolar de las afectadas a las que se caracterizó como buenas alumnas. Posteriormente, influidos por la literatura psicoanalítica y ya entre los treinta y los sesenta, se extendió la idea de que las anoréxicas rechazaban la sexualidad. Y ello pese al vínculo evidente entre los estratos distinguidos del mercado sexual y matrimonial y la persecución de la delgadez (Brumberg, 1988: 223225). Los prototipos de anorexia y bulimia, en la escritura clínica menos controlada, rebosaban hace poco tiempo de estereotipos de clase, quedando la segunda (enfermedad del descontrol y el hambre) asociada a lo plebeyo y la primera a lo excelso (Moreno Pestaña, 2010a: 228-232). En suma, el prototipo refleja el reclutamiento y, a su vez, lo filtra. Esa adecuación relativa entre las categorías médicas y las franjas de población se apoya, en parte, en la idea propuesta por el filósofo canadiense: la enfermedad capacita para hacer cosas que, de otro modo, serían imposibles. Indubitablemente la dificultad de adelgazar no es algo que se corresponda automáticamente con la posición de clase: la materialidad del cuerpo no sólo es social; contiene una herencia genética y prácticas culturales e idiosincrasias eróticas y afectivas imposibles de codificar 117


socialmente. Por tanto, reclutamiento y origen social no pueden ser leídos con correspondencias automáticas y cada contexto social propone formas particulares de acceso a la enfermedad. El trabajo, considero, es un lugar de reclutamiento posible para prácticas susceptibles de ser conceptuadas –también podrían serlo de otro modo…– como trastornos alimentarios. Sucede que la mirada sanitaria legítima no lo persigue allí. Para terminar, ¿podrían desaparecer en un futuro los trastornos alimentarios? Por supuesto, si las personas afectadas fuesen redistribuidas en otras categorías médicas. Eso no significaría, en absoluto, que desapareciesen las prácticas de restricción, la disputa acerca de si determinada morfología es insana o no ni la adecuación paradójica entre la búsqueda de la delgadez y su crítica. Para que desapareciesen, deberían desencajarse las piezas que, tras una evolución histórica muy compleja, confluyeron en construir el cuerpo humano como capital erótico.

118


índice

Introducción........................................................................... 7 I. Una historia de la capitalización del cuerpo... 9

La resistencia al capital corporal: el caso griego........ 10

Unificación de los prototipos de belleza.................... 15

Legitimación sanitaria de la delgadez........................ 23

La encarnación moral del capital cultural. La delgadez como unificador de los mercados de belleza.................................................................... 27 En qué sentido los valores corporales entran en un mercado 1. No mirar desde la cúspide las desigualdades corporales. La «moneda» corporal no es común................................................................ 32 En qué sentido los valores corporales entran en un mercado 2. La experiencia de la interpelación........... 37 Conclusión: el cuerpo como capital........................... 40 II. Del capital variable al capital erótico............. 45 Marx y la complejidad del capital variable................. 46 El capital humano como teoría y como ideología..... 52 Explicación sociológica, formas de capital e incorporación.............................................................. 57

Un trabajo emocional profundo: el capital erótico.... 65

La dimensión sexual del capital erótico..................... 71


Las ambigüedades del capital erótico en el mercado de trabajo.................................................................... 75 Sobre la extensión de la especie «erótica» del capital cultural............................................................ 84 El capital cultural adelgaza......................................... 87 Conclusión.................................................................. 100 III. Una patología del capital erótico..................... 105 Una taxonomía médica para los estragos del capital erótico......................................................................... 106

Umbrales de detección............................................... 110

La ambivalencia cultural............................................. 113

Las capacidades de la patología.................................. 115

IV. El futuro profesional y la biografía estética. 119

Una nota sobre psicología y sociología...................... 119

Describir los trastornos alimentarios al margen de la socialización primaria........................................ 121 La dialéctica del capital erótico en el cuerpo socializado................................................................... 123 Sociologías corporales de las familias para reconstruir trayectorias............................................... 126

Huida del destino de clase.......................................... 130

Un desplazamiento lateral en el espacio social y su impacto estético.......................................................... 132 Las disposiciones de clase y la ambigüedad del capital erótico............................................................. 136 La «curvatura estética del bastón» se extiende más allá de las elites........................................................... 142 La unidad del capital cultural y capital erótico llega a las clases medias y populares.................................... 146


Un esfuerzo más: crece el capital erótico en la alta cultura......................................................................... 154 Conclusión.................................................................. 157 V. El requisito de belleza profesional y la dominación simbólica entre la clase trabajadora............................................................... 159

Los juegos estéticos en el trabajo............................... 161

El capital erótico y las formas de poder: lograr deferencia, conseguir objetivos.................................. 165 El capital erótico no se reduce a las apariencias........ 171 Evitar la reducción brutal al aspecto físico................ 176 Los costes económicos y psicológicos de asimilarse al ambiente.................................................................. 181

Un lugar como especialista en la cadena de la moda... 188

La captación de hábitos identificados con la empresa....................................................................... 192 Las antinomias del capital erótico y la degradación de la identidad como trabajadora............................... 201 Los juegos estéticos derivan en trastornos alimentarios................................................................ 212 Menos canon estético y más identidad como trabajadora.................................................................. 221 Conclusión.................................................................. 227 VI. Cualificación técnica y cualificación corporal.................................................................... 231

Sánchez Ferlosio y la exigencia espuria de belleza.... 231

Sobre la relación entre profesiones sanitarias y trastornos alimentarios............................................... 235 Cualificación técnica y atractivo físico....................... 247


Carne, apariencia e identidad en la transmisión universitaria................................................................ 257 Carne e identidad: una relación conflictiva. Tres formas de sanción del capital erótico................. 265 De cómo una estética correcta deja de proteger contra el capital erótico.............................................. 275 El capital erótico, la intimidad y la identidad profesional: la delgadez como encarnación moral..... 280 Conclusión. La dialéctica de la deferencia y los objetivos...................................................................... 284 VII. Descapitalizar el cuerpo....................................... 289 Salud y política............................................................ 289 Deslegitimar el odio a la gordura: desabrochar salud y capital erótico................................................. 293 Competencia técnica contra competencia estética.... 297 Emulación, alternancia, ambivalencia, autarquía....... 303 Calmar la tensión del cuerpo: fronteras porosas para la autarquía simbólica......................................... 305 La ciudadanía laboral y el capital estético: entre la alternancia y la ambivalencia...................................... 320 La asunción de la propia diferencia y la desconexión absoluta del capital erótico.................... 332 El Estado y el capital erótico...................................... 335 Modelos de políticas del cuerpo................................. 338 Conclusión general........................................................ 355 Apéndice metodológico............................................................. 359 Bibliografía............................................................................ 371 Personas entrevistadas y papel de las mismas en la argumentación....................................................................... 389


Akal Pensamiento crítico Otros títulos publicados

Pablo Iglesias (coord.) Ganar o morir Lecciones políticas en «Juego de Tronos»

Michael Hardt y Antonio Negri Declaración Federico Campagna La última noche Anti-trabajo, ateísmo, aventura

Perry Anderson Imperium et Consilium La política exterior norteamericana y sus teóricos

Jorge Moruno La fábrica del emprendedor Trabajo y política en la empresa-mundo

Antonio J. Antón Fernández Crónicas del neoliberalismo que vino del espacio exterior Costas Lapavitsas y Heiner Flassbeck Contra la Troika Crisis y austeridad en la eurozona

tony phillips (ed.) Bajo el yugo neoliberal Crisis de la deuda y disidencias en las periferias europeas

Andrew Zimbalist Circus maximus El negocio económico detrás de la organización de los juegos olímpicos y el mundial de fútbol

Mark Weisbrot Fracaso Lo que los «expertos» no entendieron de la economía global


Otros títulos publicados

Lecciones políticas en «Juego de Tronos»

Michael Hardt y Antonio Negri Declaración Federico Campagna La última noche Anti-trabajo, ateísmo, aventura

Perry Anderson Imperium et Consilium La política exterior norteamericana y sus teóricos

Jorge Moruno La fábrica del emprendedor Trabajo y política en la empresa-mundo

Antonio J. Antón Fernández Crónicas del neoliberalismo que vino del espacio exterior Costas Lapavitsas y Heiner Flassbeck Contra la Troika Crisis y austeridad en la eurozona

tony phillips (ed.) Bajo el yugo neoliberal Crisis de la deuda y disidencias en las periferias europeas

Andrew Zimbalist Circus maximus El negocio económico detrás de la organización de los juegos olímpicos y el mundial de fútbol

Mark Weisbrot Fracaso Lo que los «expertos» no entendieron de la economía global

ISBN 978-84-460-4332-4

9 788446 043324

www.akal.com

Este libro ha sido impreso en papel ecológico, cuya materia prima proviene de una gestión forestal sostenible.

51 la cara oscura del capital erótico José Luis Moreno Pestaña

Pablo Iglesias (coord.) Ganar o morir

¿Por qué nuestra apariencia corporal nos inquieta tanto? ¿Qué es lo que se valora socialmente en ella? ¿Se tasa en todos los entornos del mismo modo? Una reconstrucción histórica permite ver que los cuerpos no se valoraron siempre igual; tras esta, el autor nos propone leer la presencia de un capital ligado al cuerpo (un «capital erótico») como el efecto de transformaciones en el campo de la salud, de la relación entre las clases sociales y de nuestra idea de cuáles son las condiciones de una persona consumada. Esas transformaciones nos permiten avistar posibilidades de transformación. Porque una cosa es que nos expresemos como deseemos con nuestro cuerpo y otra muy distinta que se nos impongan exigencias y que éstas, además, nos adentren en caminos próximos a la patología. Un estudio empírico sobre trabajadoras, cualificadas y de oficios obreros, nos ayuda a tener un mapa contemporáneo de cómo se conecta el capital erótico con los trastornos alimentarios. Un análisis de los conflictos existentes nos permite avistar formas de movilización contra los modos más dañinos de capital erótico. Así, este libro nos propone tareas concretas para una política del cuerpo: en el mundo del trabajo, de la salud y de la acción del Estado.

Akal Pensamiento crítico

Akal Pensamiento crítico

la cara oscura del capital erótico Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios

José Luis Moreno Pestaña

José Luis Moreno Pestaña, profesor de Filosofía en la Universidad de Cádiz, filósofo y sociólogo, formado en la tradición de Pierre Bourdieu, investiga y publica sobre filosofía política, sociología de la enfermedad mental y sociología de la filosofía. Es un reconocido especialista en la obra de Michel Foucault y en la sociología de los trastornos alimentarios.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.