Primer capitulo de El Padre de Cain

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I. UN HOMBRE A LA INTEMPERIE

¿Cuánto vale una vida? No hay nada más frágil en la existencia, por eso está tan imbricada con la muerte. Vivimos rodeados de muerte y la vida deja de serlo de un momento a otro. La muerte es lo sólido, lo estable, mientras que la vida es lo quebradizo y lo efímero. La gran paradoja de la vida es que necesita de la muerte para existir. Vivimos de la muerte y sólo sobrevivimos porque matamos. Eloy se dio cuenta un día en el que, ya sin más futuro que aguardar la romántica mano de nieve que lo arrancara de la existencia, fue de compras con Mercedes. Cuando se lo contó a la psicoanalista que los socorría a ambos, a él y a su mujer, lo llamó insight: «Cuando un hecho te revela algo que tu inconsciente sabe, pero de lo que tú no eras consciente hasta que ese hecho te lo revela», le dijo, más o menos, la acogedora profesional de cabello rizado, gafitas breves e infinita capacidad de comprensión... Sucedió en una mañana tan aburrida como cualquier otra para un hombre de acción en situación especial, en la que acompañó a su mujer para hacer la compra semanal en el mercado de Maravillas, en el bullicioso amazonas madrileño que es la calle de Bravo Murillo, cerca del barrio de casas militares donde vivían. Pues para luchar contra la molicie del ostracismo, al pasar a ese estatus, Eloy había recuperado intereses olvidados y también había descubierto otros singulares e inesperados. Entre los primeros, la lectura casi compulsiva de historia de España, de historia militar mundial y de literatura clásica española..., y la escritura refleja que le provocaba y que alimentaba el apasionado re-enamoramiento de Mercedes. Entre los nuevos, una impensable atracción por la estética y una habilidad artística que no prometía su dibujo en las clases de expresión gráfica de la Academia General Militar ni en las de topografía de toda la carrera. La ejercitaba en melancólicas acuarelas de paisajes y naturalezas 7


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muertas. Cada vez que salían de excursión, lo que hacían a menudo, solos o con la hija y su marido y el nieto, se equipaba con su caja (de campo) de acuarelas Cotman y el bloc de papel Guarro de grano medio donde pintaba y que tanto les gustaba mirar a su hija y a su nieto. Por eso, igual que iba a museos y galerías de arte a ver pintura, le había tomado gusto a recorrer el mercado y disfrutar del paisaje de su pescadería favorita, de la carnicería, de la volatería: los mostradores atestados de piezas perfectamente colocadas, ejemplares limpios, con formas y colores tan atractivos; hasta los lechones en su indefensa desnudez y los lechazos de cabezas desolladas en su martirizada estampa entre un san sebastián y un bacon; incluso el puesto, o parada, de despojos, con su violento contraste entre colores pastel y sanguinolentos. Disfrutaba del espectáculo y, si coincidía con la lista de la compra de su mujer, escogía las piezas de las que más tarde haría un boceto de bodegón, sentado a la mesa de la cocina, por distraerse y por estar cerca de Mercedes el mayor tiempo posible. Eloy tenía un vago miedo a estar solo o a que la vida le volviera a arrebatar de repente del único noray que lo retenía. Y fue esa mañana del paseo por el mercado, esperando turno en la pescadería, cuando se le ocurrió contar por encima el número de ejemplares de los mostradores, —Nena, ¿cuántos peces crees que hay en esta pescadería? —Hijo –lo miró con extrañeza–, ¡yo qué sé! —Calculo que unos ochocientos o mil... Por seguirle la corriente, a ver en qué desembocaba, Mercedes miró con atención los distintos departamentos de cada uno de los seis mostradores. —Pocos me parecen: entre los mejillones, las almejas y los bígaros ya hay más de mil. Pon, por lo menos..., dos mil. Y me quedo corta... Oye, nos toca. Julio, póngame... Camino del ultramarinos, le preguntó a Eloy para qué quería saberlo. —Nada..., pensaba que si multiplicas esos dos mil por el número de pescaderías, carnicerías, volaterías..., los puestos del mercado, y luego repites la operación y multiplicas el resultado obtenido sucesivamente por el número de mercados que pueda haber en Madrid, en la provincia, en toda España, en Europa y en el mundo, ¿qué sale? 8


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—¡Qué va a salir! –lo miró un poco alarmada. Desde la muerte del hijo se vigilaban estrechamente el uno al otro–. ¡Una barbaridad! Pero, ¿por qué lo dices? —Me acabo de dar cuenta de que nos estamos comiendo el mundo. De que vivimos gracias a la muerte. La psicoanalista lo llamó insight y no le dio mayor importancia, pero a Mercedes le inquietó. Eloy nunca había sido un hombre de rarezas; todo lo contrario, actuaba con una sencillez tan lineal que era absolutamente predecible en su rutina y hablaba como en blanco y negro, sin sobrentendidos ni ironías. Pero la muerte de Daniel los había cambiado. A Mercedes no le desagradaban los cambios operados en su marido; a esas alturas, incluso le podía parecer agradable tenerlo mosconeando a su alrededor casi todo el día, a mano de una debilidad. No salía solo casi nunca, ni con los amigos ni a la partida de dominó, que antes no perdonaba como no estuviera enfermo, pero tampoco a sus cosas, salvo las visitas a su oficina en la Dirección General, donde lo animaban a reincoporarse sin que él terminara de decidirse. Y es que Eloy era un hombre a la intemperie. Desde el asesinato de Daniel, en la vida de Eloy siempre llovía, siempre era jueves, París y era aguacero. Cesarvallejamente, sobre su vida caía una lluvia fina y dispersa que, en comparación con el resto –agua en tromba, racheada, mansa; el cielo negro, nulo, grisáceo incluso cuando salía el sol–, parecía una muestra de piedad de los dioses. O de sarcasmo, porque no tardaba en levantarse un vendaval que iba cerrando el día y terminaba por convertirlo en un túnel sin salida donde se desataba con brutalidad la furia de los elementos. A veces, Eloy pensaba en dejarse caer, tumbarse cara al cielo y ahí se las dieran todas. Alguna vez lo hacía, más por estrategia que por convicción, pero cuando sentía que había llegado al límite, su estrangulador aflojaba el cerco para dejarlo seguir adelante: una tormenta de verano que tras el chaparrón ventoso daba paso al sol y a ese gotear de lotería. Pero siempre llovía. La lluvia de Eloy es la peor, la lluvia de uno. Cuando el resto de la humanidad se solea, la humedad hace de sus huesos el acerico favorito; cuando a su alrededor hablan en voz alta, se ríe, se oye música o se ve la televisión, el viento golpea sus ventanas, hace vibrar los cristales y dispara dardos sibilantes al fondo de sus tímpanos. 9


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Pensaba, por pensar –ajeno a las tantas veces oídas palabras de los oficios de difuntos resonando en los ecos de la iglesia–, en la lluvia que no cesaba, que desde el aterrizaje del helicóptero en el cuartel de la Guardia Civil en el barrio donostiarra de Intxaurrondo había escoltado el recorrido durante todo el día y que ahora, pertinaz, asistía al funeral por el hijo asesinado en forma de insidiosa humedad y lo teñía de una grisura que los cirios funerarios apenas coloreaban. * De madrugada, sólo llama el lechero. El viejo dicho, dicen que de Churchill, pero escrito por Herbert Morrison, su secretario del Foreign Office –«Si alguien llama a la puerta de madrugada, probablemente sólo será el lechero»–, que estuvo tan de moda en la España del tardofranquismo y la Transición, era una de las aspiraciones de los ciudadanos demócratas, porque lo cierto es que el lechero nunca entró en las casas españolas; quienes entraban en las casas de madrugada eran dos ajados individuos vestidos de gris grasiento, con sendas filas de hormigas recorriendo sus labios superiores, enseñando con gesto de prestidigitador tramposo sus placas de funcionarios –«Inspector»– de la Brigada Político-Social, acompañados de sendos guardias vestidos de uniforme también gris. Para que, cuando entraran a deshoras, fuera para ponerse al servicio de los habitantes de la casa o porque éstos hubieran hecho méritos para que la sociedad los pusiera a buen recaudo, no para impedir el desarrollo de la libertad. Pero, Churchill-Morrison excusarán la licencia, que una vez establecida la democracia no llame a tu puerta de madrugada ni el lechero es, sencillamente, la tranquilidad. La madrugada es la noche desnudada de todo misterio, de toda atracción; la noche cruda, donde sólo reina la desgracia, la urgencia, la enfermedad, la muerte...: lo indeseable. Un pálido reino del espanto. Esa claridad turbia que prolonga en sombras el mobiliario y ablanda los perfiles, que hace del dormitorio una bodega estibada de bultos imprecisos, es la que ilumina el ánimo de a quien, de madrugada, el destino lo llama a su presencia. Una luz que desanima y predispone. Es sabido, muchos lo conocen, y sobre el conocimiento común, la experiencia de quienes desempeñan un oficio de servicio público. De cien 10


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llamadas de madrugada, una comunica la caída de un enemigo de la sociedad, la resurrección de un moribundo, que un alma se ha salvado o una buena noticia...; noventa y nueve son atentados mortales, agonizantes que dejan de serlo para siempre, condenados al fuego del infierno o más malas noticias. Eloy soñaba con una romería; todo era alegría, comida, bebida y música en la campa, movimiento continuo al son de la alegre trikitixa y del pandero, cuando un txistu desafinado impuso su sonido sobre la algarabía, que fue cesando ante su insistencia estridente y entrecortada. Uno a uno, los músicos y festejantes se iban callando y todos se volvían a mirarlo, en actitud de espera de que solucionara el asunto quien podía hacerlo: Eloy. El sonido del txistu fue adoptando el inconfundible del teléfono... Apenas habían transcurrido quince horas desde el sueño, pero le parecían años. Y es que los timbrazos impenitentes del teléfono anunciaban, como el fin de una clase o el comienzo de otra, una nueva vida, paradójicamente; mejor dicho, una nueva forma de vivir: la de ir muriendo sin consuelo. Lo descolgó con aprensión y el mal presagio se lo confirmó el oficial de guardia del gabinete telefónico de la Guardia Civil. El grave «A sus órdenes, mi teniente coronel» con que empezó a cumplir el penoso deber de informarle del asesinato de su hijo descartaba cualquier mal menor, cualquier dolor soportable; las jaculatorias y los sacrificios ofrecidos de sujetos más lógicos de malas noticias –irreparables, como el padre de Eloy, su suegra o un buen amigo, o no, un accidente de un familiar–, formuladas para sus adentros en los pocos segundos que pasaron entre el despertar, decolgar el teléfono y contestar «Dígame», se esfumaron al oír la primera palabra de la voz grave y apenada del guardiacivil —Daniel... –musitó Eloy. «(...) acabó de confirmarme ese presagio, la trágica noticia, mucho más allá de lo que podía esperar por mi trabajo, o de lo que correspondía anotar en el haber natural de las despedidas definitivas de amigos y familiares en aquel momento de nuestras vidas, en la de Mercedes y en la mía. Podía esperar el anuncio del repentino fallecimiento de la madre de Mercedes, enferma por los años y por un corazón frágil y caprichoso en su manera de latir; cabía la noticia del adiós de mi padre, con la razón arrebata11


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da por el vacío y la locura; el espanto de un accidente familiar o la muerte de una persona amiga, arrebatada por una dolencia largamente escondida. Nada de esto, algo mucho más espantoso: aquello que provoca un cambio brutal en tu visión de la vida, un espasmo irreversible en el alma, aquello que instala un velo hasta la muerte entre el mundo y tu conciencia, lo que rompe la ley natural a la hora de abandonar este mundo. Mi hijo, nuestro hijo, el de Mercedes y el mío, había sido asesinado en un atentado, en las proximidades de Hernani, en una carretera secundaria, cuando hacía, junto a otros dos compañeros, una patrulla de rutina: un simple servicio para proteger a la comunidad». Eloy repitió «Daniel...» en voz ronca y el nombre del hijo penetró como un cuchillo en el sueño algodonoso aunque ya inquieto de Mercedes, que se despertó súbitamente con un —¿Qué...?, y un gemido ahogado que, junto con la sangre golpeando en las sienes de Eloy, sumieron en una brumosa lejanía el pésame del oficial de guardia, las palabras de dolor y condena mezcladas, igual que se fusionaban el compañero compungido e indignado y el civil afectado por la tragedia ajena. La despedida —Siempre a sus órdenes, mi teniente coronel. —Gracias, hijo..., lo cogió sentado en el borde de la cama, con las lágrimas fluyendo lentamente, sin esfuerzo ni deseo, los hombros hundidos, el teléfono aferrado con las dos manos entre las piernas y en su espalda las manos de Mercedes engarfiadas: «¿Qué, qué...!». Un repentino sollozo lo sacudió con violencia y, con frases entrecortadas por gemidos y borbotones de llanto que trataban de extraer la profunda angustia sembrada, crecida y enraizada en el corazón en un minuto, fue confirmando a su mujer la tragedia que ella había adivinado. —¡Daniel! –el grito estremecido de la madre barrió todos los silencios nocturnos. —Esos hijos de puta... ¡Nos han matado a Daniel! La macilenta luz del amanecer alumbró al matrimonio repentinamente envejecido, abrazado, llorando, sacudido por los sollozos, ocupa12


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dos por la terrible pesadilla que ya formaría parte de sus vidas, que estaría presente a todas horas, en cada instante de sus existencias. * Las honras fúnebres terminaban por fin. Desde hacía mucho tiempo le incomodaba la repetición de tópicos de los funerales, especialmente en los de las víctimas de los terroristas: las palabras de condena, las llamadas a la paz, al perdón, la moral, los mandamientos y las hipotéticas penas infernales, le llegaban muy lejanas, irreales, repetidas y oídas hasta la saciedad en demasiadas ocasiones, gastada su buena voluntad y contradichas después por otras voces y otros ámbitos, también de curas e iglesias... Hacía muchos años que Eloy había limitado su relación con la Iglesia a las meras ocasiones sociales que lo requerían, y a ese alejamiento no fue ajena la actitud proteica de la Iglesia española, quizá de la universal, que la hacía centralista en Madrid y nacionalista, cuando no terrorista, en Euskadi. ¿Cuántos párrocos se habían negado a oficiar funerales de miembros de los cuerpos de seguridad o de la milicia si se cubría el ataúd con la bandera de España? ¿Cuántos a que en «su iglesia» se recordara con un funeral el aniversario de un asesinado por ETA? Si no eran mayoría, la connivencia de la jerarquía los generalizaba; si no era connivencia, la anuencia de la jerarquía los perpetuaba... En esta ocasión, Eloy experimentaba la misma incomodidad, aunque, por fortuna, aquí estaba entre compañeros, y junto al párroco titular, que había colaborado en todo, oficiaba el capellán de la Guardia Civil. Terminado el funeral, fue el primero en darle el pésame; bajó del altar seguido del párroco y lo abrazaron sucesivamente. A continuación, el ministro del Interior, los representantes del Gobierno vasco, el director general del Cuerpo, los compañeros de Intxaurrondo y de la zona y sus esposas y algunos de los pocos amigos hechos, a pesar de todo, en el País Vasco... De pronto, más de veinte años después, el pasado le salió al encuentro. «(...) la vi venir por el pasillo central de la iglesia, entre los bancos abarrotados de asistentes; despacio, con la cabeza baja, el cabello ya canoso recogido en un moño bajo, el mismo porte, con su cuerpo esbelto y el mis13


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mo estilo de vestir: un chubasquero blanco, medias oscuras y zapato bajo, llevando un bolso en bandolera y un paraguas en la mano. Levantó la cabeza a pocos metros de mí y posó su profunda mirada, también gastada como la mía por el tiempo, en mis ojos, como una caricia, como un regalo. Me estremecí ante el féretro en el que yacía muerto nuestro hijo, el de Mercedes y mío. Begoña, aquella mujer que durante algún tiempo compartió mi amor con Mercedes, me abrazó suavemente, recostó por unos instantes su cabeza en mi pecho y dejó sus lágrimas muy cerca de mi corazón. Me volvió a mirar, ya con los ojos húmedos, y me dio la mano, depositando un papel doblado entre mis dedos». Eloy se guardó el papelito en un bolsillo de la guerrera; pensó que sería un billete de pésame, quizá la nueva dirección de aquel viejo amor, relación, lo que hubiera sido.

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