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Mundos en Tinieblas



Mundos en Tinieblas Cuentos fant谩sticos y de horror

Pr贸logo de Lucas I. Berruezo


Mundos en Tinieblas / Ignacio Javier Olguin... [et.al.].—1a ed.— Buenos Aires : Ediciones Galmort, 2009. 80 p. ; 20x14 cm. — (Mundos en tinieblas; 1) ISBN 978-987-24376-2-6 1. Narrativa Argentina. CDD A863

© 2009, Obra colectiva © 2009, Ediciones Galmort

www.edicionesgalmort.blogspot.com

1ra. edición: abril 2009

ISBN: 978-987-24376-2-6 Hecho el depósito que indica la ley 11.723 Impreso en Argentina

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prólogo Tenemos ante nosotros una selección de cuentos fantásticos y de horror, presentada por Ediciones Galmort. Antes de adentrarnos en los cuentos que conforman esta antología, es pertinente hablar un poco sobre el género en cuestión. ¿QUÉ ES LO FANTÁSTICO? Si bien la literatura fantástica nace como género a fines del siglo xviii (con El castillo de Otranto de Horace Walpole y la novela gótica subsiguiente) y se consolida durante el transcurso del siglo xix al xx, podemos decir que siempre hubo historias que, de una u otra forma, se relacionaron con el género. Esto se debe a que el fantástico pone en escena aquellas cuestiones que socavan una de las emociones más primitivas (sino la más primitiva) del ser humano: el miedo. En efecto, si bien no toda la literatura fantástica es de horror (ni toda la literatura de horror es fantástica), muchas veces ambas confluyen en el relato. Historias de fantasmas, de demonios o incluso aquellas leyendas de seres sobrenaturales como “el chupacabras” o “la luz mala” pueden verse como antecesoras al género. Ahora bien, podríamos definir la literatura fantástica como aquella que pone en escena y problematiza la relación de lo natural con lo que no lo es. Para decirlo brevemente: lo fantástico sería la inclusión de un elemento sobrenatural en un mundo regido por leyes naturales. De esta manera, en un mundo cotidiano, nuestro, gobernado por leyes conocidas que se consideran inmutables, irrumpe algo (un suceso, un objeto, un ser) que pone en jaque a dichas leyes y a su imperturbabilidad. Por esto mismo, las obras que pertenecen a este género (sean cuentos, novelas o, incluso, películas) generan en el lector una conmoción, una sensación de indefensión y de incomodidad que, según el caso, puede llegar a experimentarse como perturbación o como miedo. Muchos autores que reflexionaron sobre el tema han privilegiado este “efecto” construido en


los textos como aquello que define a lo fantástico, ya se trate del simple miedo ante lo desconocido (H. P. Lovecraft1) o de la vacilación entre darle a lo sobrenatural una explicación racional o dejar que permanezca en lo racionalmente inexplicable (Tzvetan Todorov2). Sea que consideremos o no al “efecto” como el elemento definitorio de lo fantástico, una cosa es segura: las mejores historias fantásticas son aquellas que lo provocan. LA IMPORTANCIA DE LO FANTÁSTICO Distintos autores han vaticinado la muerte del género fantástico. El ya mencionado Tzvetan Todorov aseguraba que el género había muerto en el siglo xix con Maupassant, y que lo que se vio después, desde Kafka en adelante, no es sino un nuevo género fantástico. Por su parte, Lois Vax afirmaba (allá por los sesenta) que lo fantástico se encontraba en un momento crucial: debía cambiar para no perecer y ser reemplazado por otro género que iba cobrando fuerza, el de la ciencia ficción3. Como podemos corroborar desde el siglo xxi, ninguna de estas oscuras proyecciones se han cumplido: las historias fantásticas y de horror continúan con la misma fuerza y el mismo ímpetu que hace cincuenta, cien o doscientos años. Por más que la ciencia avance, que los espacios de lo desconocido se vayan restringiendo paulatina e inexorablemente, o que la irreligiosidad haga que las personas piensen cada vez menos en lo sobrenatural, siempre van a quedar lagunas por cubrir, espacios en blanco (o en negro) por explicar y elementos extraños por temer. Además, como si todo esto fuera poco, nos quedará la muerte, esa seguridad de que tarde o temprano moriremos (nosotros o nuestros seres queridos), esa imposibilidad de 1.“Los genuinos cuentos fantásticos incluyen algo más que un misterioso asesinato, unos huesos ensangrentados o unos espectros agitando sus cadenas según las viejas normas. Debe respirarse en ellos una definida atmósfera de ansiedad e inexplicable temor ante lo ignoto y el más allá” (Lovecraft, Howard Phillips, El horror sobrenatural en la literatura, Buenos Aires: Leviatán, 1998). 2. "Dimos, en primer lugar, una definición del género: lo fantástico se basa esencialmente en una vacilación del lector –de un lector que se identifica con el personaje principal– referida a la naturaleza de un acontecimiento extraño. Esta vacilación puede resolverse ya sea admitiendo que el acontecimiento pertenece a la realidad, ya sea decidiendo que éste es producto de la imaginación o el resultado de una ilusión; en otras palabras, se puede decidir que el acontecimiento es o no es” (Todorov, Tzvetan, Introducción a la literatura fantástica, México D. F.: Ediciones Coyoacán, 2003). No obstante, para Todorov, el género fantástico puro será aquél que no resuelve la vacilación, sino que la mantiene hasta el final de la historia (su ejemplo de fantástico puro es Otra vuelta de tuerca de Henry James). 3.“En nuestros días parece retroceder, sobre todo en los países anglosajones, ante la literatura de imaginación científica: es posible ver en la ciencia ficción la muerte o la resurrección del cuento fantástico” (Vax, Louis, Arte y literatura fantásticas, Buenos Aires: Eudeba, 1965).


saber a ciencia cierta qué hay del otro lado. De esta manera, podemos decir que mientras exista la muerte, existirá el género fantástico, que es una forma de abordarla y de hacer más llevadera nuestra existencia. Como escribió alguna vez Stephen King: “Y el gran atractivo de la ficción de horror, a través de los tiempos, consiste en que sirve de ensayo para nuestras propias muertes”4. El género fantástico, entonces, no va a morir, y el desarrollo que ha tenido en el cine da pruebas de ello. La supervivencia del género no sólo está garantizada por la eterna presencia de elementos desconocidos y temibles, sino también por la función que cumple o puede cumplir entre nosotros. A su modo, y muchas veces en contra de la propia voluntad de los autores, el género fantástico ha permitido que vieran la luz cuestiones que de otra forma, por tratarse de temas tabú, no hubiesen podido publicarse. Así, podemos nombrar como ejemplo el mito del erotismo que encarna el tema del vampirismo, que nace en la Inglaterra victoriana y es consecuencia de la fuerte represión que se vivía en aquel entonces. La ficción fantástica permite que vean la luz aquellas cuestiones que de forma explícita no podrían tratarse. Por esto, podemos ver lo fantástico como un género subversivo5, que mina lo real y nos permite pensar en otra/s realidad/es, que nos da la oportunidad de dudar de la rigurosidad científica y de sus postulados, que nos enseña que nada es tan frágil como lo que se considera inmutable. Lo fantástico, pues, nos permitiría pensar diferente, aunque ese pensamiento se limite al espacio del texto y de la lectura y muy rara vez tenga un correlato efectivo en la vida fuera de ellos. UNA ANTOLOGÍA DE CUENTOS Como dijimos, el género fantástico es un género de efecto. Ya sea que afirmemos que dicho efecto sea la vacilación, el horror o simplemente la sorpresa, la cuestión es que el texto fantástico debe producir algo incómodo, siniestro, en el lector. Por esto mismo, el formato que mejor se adapta a las exigencias del género es el cuento. El cuento, debido a la economía de recursos y a la dirección de la acción hacia un fin inminente, está organizado justamente para producir una conmoción en el lector de 4. "King, Stephen, “Introducción”, en El umbral de la noche, Barcelona: Plaza & Janés, 1985. 5.Esta idea fue tomada de Rosemary Jackson: “El fantástico moderno, la forma que adopta el fantasy literario dentro de la cultura secular producida por el capitalismo, es una literatura subversiva”. (Jackson, Rosemary, Fantasy: literatura y subversión, Buenos Aires: Catálogos, 1986).


la que éste no puede protegerse. La novela, por otra parte, al tener que desarrollar una historia más o menos extensa (con momentos álgidos y tibios), le da al lector las herramientas necesarias para que pueda ir asimilando lo sobrenatural con el único fin de avanzar en la historia. Así, para explicarlo de forma gráfica, el lector de cuentos se vería bruscamente arrebatado de su concepción cotidiana de las cosas, como si alguien (el autor) lo metiera en una gran bolsa, lo golpeara hasta dejarlo dolorido y después lo devolviera al mundo real. Por el contrario, ante una novela, el lector va asimilando los datos de a poco, contando con el tiempo y los altibajos que el autor está obligado a otorgarle. El cuento, entonces, es el formato perfecto para lo fantástico. Por esto mismo, los grandes exponentes del género fueron, ante todo, grandes cuentistas: Ernest Theodor Amadeus Hoffmann, Edgard Allan Poe, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, etc. También por esto, las antologías son amigas del género, aunque por lo general respetan una única tendencia: la de incluir a las grandes glorias del pasado. Basta abrir cualquier antología para ver, aparte de los recién nombrados, a escritores canónicos como Ambrose Bierce, Guy de Maupassant, Robert Louis Stevenson, Bram Stoker o Howard Phillips Lovecraft. La producción actual parecería estar enterrada más profundamente que los muertos que reviven en las historias de los autores mencionados. Y teniendo en cuenta que los miedos y las formas de representarlos cambian con el correr de las generaciones, es una lástima que no dispongamos de antologías que nos muestren nuestras propias pesadillas. Pero por suerte, de vez en cuando aparece una editorial que se interesa al respecto y saca a la luz una antología de autores contemporáneos. Y este es el caso de la selección que estamos presentando, que nació del certamen Mundos en tinieblas 2008 y que ahora ve la luz en forma de libro. No queda más que agradecerle a Ediciones Galmort por la posibilidad de experimentar nuevas pesadillas, todas ellas actuales, todas ellas nuestras. Y ahora, sin más preámbulos, a leer los cuentos. Lucas I. Berruezo Buenos Aires, Febrero de 2009


primera parte

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zoología fantástica Por Ignacio Javier Olguin Cansado de la interminable repetición producto de la rutina, decidió cambiar el rumbo de su típico paseo dominical. La soledad le propinó el placer de no tener que avisarle nada a nadie, y así pudo aventurarse por calles que no figuraban en el circuito comercial. Poco dotadas de luz, no así de mugre, contenían otro tipo de belleza, el de no querer venderse, el de ser tal cual como eran, como nacieron. Así, caminó por esas callecitas, esquivando ciertas inmundicias que, por el carácter de inusuales en su vida común, no dejó de observar con grandeza. Contento de haberse involucrado en este episodio, dando saltitos y largando risas por doquier, total nadie se encontraba en esas calles para juzgarlo, se topó con algo que no borró por completo su felicidad, pero sí la cubrió de incertidumbre, de modo que no asomaba a la luz. Se trataba de un local. En la puerta, un cartel decía: Zoología fantástica. Se acercó de a poco, sin dar lugar a nuevos esquivos por no sacar la vista de esa hermosa vitrina. Animales de los más exóticos reinaban la pantalla. Perros con dos colas, gatos con el cuello largo como una jirafa, gallinas que ponían huevos de oro, y loros que hablaban latín. La puerta del local estaba entreabierta, y el cartelito colgado decía "abierto, siempre abierto". Más allá de la intimidación, con su mano derecha empujó con paciencia aquel umbral y, luego de asomar la cabeza, metió su cuerpo entero. Adentro, los animales dominaban. El local era enorme, gigantesco, era una selva. El elefante con jorobas paseaba sin que nada lo estorbara. Ni hablar de los monos con patas de araña, siempre tenían un árbol a su disposición. En el local nada tenía precio, como así nada tenía denominación, y no había quien atendiera. Se internó un poco más en aquel lugar. Recorrió sus dimensiones. Se sentía familiar allí dentro. Ningún animal lo molestaba como tampoco él molestaba a nadie, salvo por inquietantes y perturbantes miradas producto del desconocimiento. De pronto, una puerta corrediza se abrió delante de él. Sorprendido, miró para atrás y se dio cuenta de que la puerta por la que había entrado

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Mundos en Tinieblas ya no existía. Cuando volvió hacia su frente, un señor lo señalaba, y en un idioma muy parecido al suyo, le oyó decir: —Quiero a ése. Al mono que habla. Lo pagaron entre veinte y treinta pesos.

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dejá vu

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Por Sebastián Gabriel Barrasa Cuánta calma que genera la mirada del fogón. Uno puede quedarse frente a la leña ardiente durante horas, intentando olvidar. Aunque es el fuego mismo el que convierte las brasas en figuras, y entonces resulta inevitable dibujar allí ese rostro. Un rostro que no puedo recordar y que a la vez me es imposible olvidar del todo. No pudo ser el entrerriano, ni la artesana de las piedritas, ni ninguno de quienes compartieron con nosotros alguna cena o un juego. Jamás llevamos a un “extraño” a la bahía; para eso hicimos el pacto. María señala el plato que hay en mi mano, tan lleno como cuando me lo sirvió, “ya sé que no somos virtuosas cocineras”, me dice, “pero aparenta estar delicioso”; y con los ojos señala a los demás que mastican y se relamen como si no lo hubieran hecho en días. Aunque, en realidad, el que no comió nada aún fui yo, “hace cuánto que no comíamos carne”, agrega; y yo estoy seguro de que anoche, aunque todo lo de anoche… No quiero responderle; para qué. Para que ella también me diga que me deje de molestar con esas cosas, que ya basta, que desde ayer… Entonces Carlos propone ir otra vez, y la calma del fuego se me apaga. No puedo regresar a ese lugar. Sé que es sugestión, que es falso. Pero mi corazón está latiendo otra vez a mil por hora y el sudor frío empieza de nuevo a correr por mi cuello y no puedo hacer otra cosa que intentar volver al fuego. Creo que Fernando fue el primero que lo propuso; quizá, Carlos. Los dos estuvieron en este camping el año pasado. El camino del bosque no es una senda de ésas que llevan a un sitio especial, como un mirador o una cascada. Es un camino anónimo, abierto a punta de machete por quién sabe quién, que se entrega cauteloso sólo a quienes se atreven a desafiarlo. Bordea la costa sur del río y se pierde luego entre los matorrales. Detrás de un cañaveral, los chicos encontraron otro camino que se desvía por detrás del bosque y que llega a un claro en la bahía. 6. N. del E.: la expresión "Dejá vu" es una castellanización de la expresión francesa "Déjà vu" ("Ya visto").

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Mundos en Tinieblas Nos sabíamos guiar por el reflejo de la luna en el agua. Hubiera sido extremadamente sencillo perderse si el río no estuviese allí: a la derecha, para ir; a la izquierda, para regresar al campamento. Llevábamos linternas, aunque, en general, las manteníamos apagadas. Excepto para cruzar un tramo difícil o peligroso como el pantano: un lodazal de agua estancada, lombrices y mosquitos, que para el gordo Joaquín era el terrible pantano de la leyenda, con sus arenas movedizas capaces de tragar a cualquiera… Era habitual contarnos fantasías de este tipo durante la caminata, para generar el “clima”, hasta llegar a la bahía y sentarnos en círculo a relatar una historia de misterio y de terror. Fernando había clavado en el centro de la bahía, lo que él llamó nuestro estandarte: una caña con un trapo blanco atado. Un trapo que alguna vez fue la remera de un desconocido, y que Fernando encontró tirada en el camino cuando regresamos de la primera caminata. Entonces el pacto tuvo que haber sido la noche siguiente. Cuando regresamos a la bahía, clavó una caña en el centro de la explanada y nos dijo que a partir de ese momento éste sería nuestro lugar en el bosque. Nadie, fuera del grupo, podría entrar jamás en nuestro sitio. Y para eso debíamos sellar un pacto de sangre. Todos nos pinchamos un dedo con su cuchillo y dejamos caer una gotita en el blanco de la remera. Sólo una por cada uno y el lugar quedaría bajo la protección de los demonios. Luego recitó unas frases en latín mientras ataba el estandarte a la caña. Y nos invitó a que nos sentásemos en ronda para contarnos la historia de esos demonios, que terminó con las chicas abrazadas a nosotros, y yo aproveché para acercarme a Johana. Después, Fernando, nos asustó como siempre durante el camino de regreso, porque las chicas pidieron volver “inmediatamente”; y Carlos señalaba cosas moviéndose entre los arbustos, o sonidos lejanos como un aullido, o un grito, y nos mostraba ojos rojos que nunca veíamos, y las chicas gritaban y nos abrazaban más fuerte, y todos jugábamos el mismo juego. Pero ayer, luego de que Fernando relató la historia de una niña que reaparecía en las noches sin luna con su túnica blanca levitando las aguas… justo después de que Fernando relató esa historia, y con dificultad pudimos cruzar el pantano, yo noté una ausencia. Nos conté. Éramos ocho; sin embargo yo hubiera jurado que salimos nueve. Les grité a los demás para avisarles que habíamos perdido a uno. Carlos se acercó y nos señaló con su linterna, y dijo que no, que estábamos todos, que éramos ocho como fuimos siempre. Miré los rostros: Carlos, Fernando, Johana, el Gordo, María, la Colo, Gloria, estábamos todos.

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Lugares Retomamos el paso. María mencionó que había logrado asustarla con mi juego. Tal vez todos creían que era un juego, porque Fernando se reía como aplaudiendo, y las chicas me decían que ya basta, y yo seguía buscándole un rostro, o un nombre… No podíamos dejarlo ahí, solo, en la inmensa oscuridad del bosque. Durante lo noche no pude dormir. Johana se fue a la carpa de las chicas diciendo que no me soportaba más. Me quedé completamente solo, pensando en por qué era yo el único que parecía sentir esta ausencia, y a la vez, por qué no podía recordar más que eso. Esta mañana, intenté volver a hablar del tema con Johana y ella me dijo que para la caminata de la noche estaba bien, pero que ya era más que suficiente. Su reacción es comprensible. Supongo que yo hubiese respondido igual si me dieran los buenos días con el mismo delirio con que me acosaron toda la noche. Me fui a caminar por la costa del río. Hacia el norte, por supuesto; porque ni loco me volvería a meter solo en el bosque. Aunque fuese de día. Ni solo, ni en grupo; jamás volveré a ese lugar. Sentado en la playa me convencí de que tal vez el exceso de sol, el frío, el dormir mal. Que debe ser un error en mi memoria. Como cuando vivimos algo que creemos que ya ocurrió. Como un dejá vu. No sé realmente cuánto tiempo estuve dormido. Me despertó el frío del anochecer, y volví suponiendo que estarían preocupados por mi ausencia. Los chicos ya habían encendido el fogón. Las chicas preparaban la cena. Ninguno me preguntó dónde había estado todo el día. Tampoco me reprocharon no haberles ayudado a buscar leña, ni a lavar los cubiertos, ni a preparar la comida. Incluso María me ofreció un plato con carne… y yo creo haber comido carne ayer, aunque no voy a insistir, porque mi memoria no está funcionando del todo bien… y Carlos vuelve a proponer la caminata, y me dicen que es sólo sugestión, que me quede tranquilo, que no tenga miedo. Es posible que estén en lo cierto; he dormido muy poco. Somos ocho, siempre fuimos ocho. Creo que hace mucho que no comemos carne. Entonces uno vuelve a ser parte del equipo y devora como los demás su cena, deja el plato junto al de sus compañeros y camina con ellos hacia la costa, para bordear otra vez el río y llegar hasta el pantano, y cruzarlo, con las linternas encendidas y extremando precauciones, porque la noche está cada vez más oscura, la luna está menguando, hace un frío muy seco. Al fin se abre ante nosotros la bahía: nuestro lugar en el bosque. Y nos sentamos alrededor del estandarte blanco con sus manchitas rojas; la

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Mundos en Tinieblas remera de un desconocido con el pacto impreso. Esa especie de aquelarre sellado con nuestra sangre; con nuestras once gotitas. Y uno lo mira flamear y de pronto siente no estar más ahí; todo gira muy revuelto, como velado, y una voz le resuena en la cabeza; una voz que no es nueva, pero que le es imposible asignar a un conocido; la voz de alguien que intenta mostrar la incongruencia en el estandarte. Entonces la imagen, no de su cara, sino de un gesto en su cara; de un gesto como de pánico, como de no comprender por qué ninguno se da cuenta, que suplica para no volver y que insiste con que falta uno, que once gotitas, que otra vez carne, que esto ya ocurrió. …y así regresan de contarse historias de miedo, desde lo que ellos llaman su lugar en el bosque. Historias de espectros, de monstruos, de gente que desaparece en un bosque como éste. Y luego de cruzar el pantano, con algo de dificultad, porque la noche está muy oscura, un tal Joaquín, intranquilo, les pide esperar: —Creo que falta uno —reclama, y Carlos los cuenta en voz alta señalando a cada uno con su linterna. —Quedate tranquilo, Gordo, estamos los siete. Siempre fuimos siete.

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hotel calypso Por Federico Guillermo Milicich A Francisco Lezama Recuerdo el paisaje estival y abrumador. Recuerdo la entrada; una entrada compuesta por dos columnas dóricas y un arco donde se leía en letras grabadas, de tipografía recta y prolija, pero gastada por el paso de los años y por el descuido del abandono, Hotel Calypso, casi cubierto por una hermosa enamorada del muro. La maleza crecía a los pies de aquellas columnas y les daba un aspecto agreste y campechano, más allá de que, antaño, aquel sitio era monopolizador de turistas y atracciones veraniegas. Las advertencias de los pueblerinos no hacían más que acrecentar mi atracción hacia el hotel. “¡No vaya! ¡Está maldito!”. Quizá lo estaba, o quizá sólo estaba abandonado y encantado por el imaginario autóctono. Fuere como fuere, ingresé entre esas columnas roídas por el tiempo, bajo ese arco cubierto de hiedra, leyendo la inscripción Hotel Calypso en cada cartel, coloreado únicamente con los vestigios de pinturas brillantes y chillonas. Un botones famélico y cubierto de polvo me abrió la puerta saludándome con un gutural “Bienvenido al Hotel Calypso. La recepción se encuentra al frente”. Seguí sus indicaciones y me vi cara a cara con un alto mostrador sobre el cual descansaba una campanilla y el recepcionista, huesos ya, que sonreía con esa simpatía que tienen los que están en el otro mundo. Al ver el estado de mi servidor, decidí proveerme personalmente de una llave. Elegí, como de costumbre, una de las habitaciones ejecutivas. Dejé en la caja el monto indicado y me dirigí hacia las escaleras principales del famoso Calypso. Subí cada peldaño con esfuerzo. Las valijas con las que cargaba, definitivamente, no entraban en la categoría de “livianas”. Raro me pareció el hecho de que el botones no me haya tendido una mano, pero luego las palabras “maldito” y “no vaya” resonaron en mi conciencia. Llegué a mi habitación —la 154— e introduje la llave en la cerradura. Hice girar los

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Mundos en Tinieblas engranajes, gastados por el tiempo, e ingresé en aquella tumba turística. Debo reconocer que, más allá del polvo y del olor a encierro, estaba bastante presentable. Acomodé mis pertenencias en el armario que había en la pared sur y me arrojé sobre la cama. Al rato sonó la puerta. “¡Servicio a la habitación!” se escuchó del otro lado. No recordaba haber ordenado nada. Abrí y me encontré con un camarero en muy mal estado que empujaba un carrito sobre el cual había una bandeja con un cubre platos. Le dije que no había pedido nada por el momento, pero él no me escuchó. Ingresó a la habitación empujándome, destapó la bandeja descubriendo un suculento pollo a la parrilla con ensalada rusa y se dirigió hasta la entrada nuevamente. Allí mantuvo la mano abierta y luego la cerró. “Muy amable”, dijo, y se fue. Aquel pollo no estaba para nada mal. Me calcé el traje de baño y bajé nuevamente a la recepción para ir a la piscina del complejo, a la cual sólo se podía acceder por el frente. Al llegar me encontré con el sonriente y difunto recepcionista en su acostumbrado lugar, junto a la campanilla, y al lúgubre botones abriéndole la puerta a un turista invisible y pronunciando las palabras “Bienvenido al Hotel Calypso. La recepción se encuentra al frente”. Seguí camino hacia la explanada donde se encontraba la pileta. Descendí la escalerita de tres peldaños que conectaba el edificio principal con el predio no techado. Pasé frente a una barra, una casilla construida con troncos de palmera y de aspecto rústico y tropical, la cual estaba cubierta con “mojitos” que el barman, un hombre viejo y arrugado, no paraba de preparar. Una tras otra, las copas nuevas iban empujando a las más viejas. Sobre el suelo había un colchón de vidrios rotos y hojas de menta. Me acomodé sobre una de las reposeras y me dispuse a untar sobre mi piel el factor veinte que había comprado en el pueblo. Sentado ahí, pude divisar una figura flotando en la lujosa piscina: un esqueleto con camisa hawaiana y traje de baño azul. El individuo estaba sentado sobre un flotador que simulaba ser muy cómodo. Llevaba lentes de sol y sobre la cabeza ostentaba un sombrero de mimbre. En una de las manos tenía una piña partida y rellena de cóctel, prácticamente podrido por el paso del tiempo. Una maraña de moscas revoloteaba alrededor. No pude más que sentir envidia por el muchacho. Tal era la sonrisa que sostenía en su pálido rostro que logró transmitirme la verdadera

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Lugares alegría de las vacaciones. Mi cabeza se vació de pensamientos y se relajó. “¿No necesitará protector solar?”, pensé. Me erguí para ofrecerle un poco, pero la felicidad que se reflejaba en sus dientes perlados me hizo darme cuenta de que él estaba perfectamente. Suspiré de tranquilidad. El aire, mitad puro, mitad pútrido, llenó mis pulmones lentamente. El sol brillaba intensamente. De tanto en tanto, soplaba una brisa fresca, que generaba pequeñas ondas en la superficie verdosa de la pileta, haciendo que tanto las marañas de algas como el esqueleto vacacional se mecieran en el agua. La visión de esto me transportaba más allá de los sueños. Sentí sed. La garganta me picaba un poco. Fue entonces que me levanté de mi reposo y caminé hasta el pequeño barcito de palmera. Elegí, de entre las infinitas copas de mojitos, una que aún estuviera fresca —y con contenido, dado que los ingredientes se debían de haber ido agotando con el pasar de los años—. Tomé un gran sorbo y me apoyé sobre la barra con el codo, teniendo la precaución de no cortarme con ningún vidrio. Suspiré nuevamente. “¡Ah, qué tranquilidad!”, le dije al cantinero, quien no sólo no me respondió, sino que continuó con su actividad como si fuera mandato divino. Viré la mirada hacia la pileta. Desde allí, el esqueleto con camisa hawaiana parecía sonreírme, invitándome a acompañarlo en su ocio veraniego. “Qué bien que lo pasa ése, ¿no?”, comenté al cantinero, sin obtener, como antes, respuesta alguna. Dejé mi trago en la barra. “¡Gracias!”, exclamé. Observando a aquél de la pileta, había decidido no quedarme atrás en la diversión. Caminé resuelto hacia el extremo más profundo de la piscina y me planté de lleno allí. Miré con detenimiento el agua verde, plagada de plantas e insectos calculando mi trayectoria. Sentí con seguridad el piso bajo los dedos de mis pies. Flexioné levemente mis rodillas y me impulsé con fuerza, lanzándome de cabeza al agua. Fue una zambullida perfecta. Al salir a la superficie, sacudí mi cabeza y observé al esqueleto moviéndose con violencia por mi incursión en la pileta. Subí la escalerita. Caminé hasta el extremo de la piscina y me planté allí. Observé el agua fijamente y calculé mi trayectoria. Sentí el piso con los dedos de los pies. Flexioné mis rodillas y me lancé de cabeza al agua. Subí la escalerita y me zambullí nuevamente, una, y otra y otra vez.

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Mundos en Tinieblas

el descanso Por Claudia Susana Macchi A Irina le cuesta abandonar el sueño, un cansancio pesado la adormece. El sonido del despertador la sobresalta; haciendo un esfuerzo supremo, salta de la cama. El agua fría de la ducha le quita los últimos vestigios de modorra. Luego de frotarse vivamente con la toalla se mira en el espejo medio empañado. Ve su propia imagen delgada, el rostro pálido, con profundas ojeras, los hombros caídos, como vencidos de soportar tanto peso. Trata de sobreponerse, sacude su largo cabello marrón y lo ata en una delicada colita. El sonido de la cafetera y el aroma a café logran reanimarla. Lo bebe deprisa, mientras escucha las últimas noticias por la radio. La temperatura es muy baja, parece que el invierno se niega a dejar Buenos Aires. Toma su tapado y su cartera marrón, cubre su rostro con la bufanda y sale al frío de la calle. Un sol tímido comienza a asomarse por el Este. El silbido del tren le recuerda que se le hace tarde y corre hasta la estación. Una masa humana la empuja, la aprieta y la acompaña hasta abordar el vagón. El mismo trayecto, el mismo cansancio, las mismas caras. Como todas las mañanas, camino al trabajo, ve el cartel en las distintas estaciones: “Cansancio, stress, agotamiento físico… Casa de campo El Descanso”. Invariablemente, ese nombre le queda rondando por la cabeza… El Descanso. Ella se merece un buen descanso, ha sido un año muy duro. Realmente, se lo merece. En la oficina, una y mil veces repite esa palabra: “descanso”… Le suena como bálsamo para su alma dolorida. Sus compañeros la notan distraída, agobiada y, convidándola con un cafecito, bromean sobre un viaje por el Caribe. Las vacaciones parecen tan lejanas… Si tan solo pudiera tomarse unos días. Recuerda el anuncio de la estación y decide tomar nota del teléfono para reservar una fecha. De regreso, ya tarde, intenta leer los anuncios. Para su sorpresa, en los carteles sólo figura una dirección, en las afueras de Buenos Aires. No hay modo de averiguar precios, disponibilidad, ni ningún otro detalle. Aún

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Lugares así, determina que hará el viaje en el fin de semana. Ella se ha ganado ese descanso. Salió el sábado temprano, era una mañana muy fría. Luego de un par de horas de viaje, un colectivo destartalado la dejó frente a un portón de hierro en el que se leía en letras de un bronce ya verdoso: El Descanso. Las rejas antiguas y de un negro descascarado se abrieron solas. El camino de entrada se perdía entre un espeso bosque. Finalmente la divisó, era una antigua casona de campo: alta, sombría, de un rosa descolorido, rodeada de una amplia galería. En el techo, brillaba bajo la llovizna la veleta de un gallo. Imponente en su magnificencia supuso que debió haber sido el casco de una estancia. Como la puerta estaba abierta cruzó el zaguán hacia el comedor, desde donde provenía una luz. Los pisos de cerámicos rojos reflejaban su paso de tan brillantes que eran. Una enorme puerta de roble con vitrauxs dejaba pasar la luz, dibujando arabescos en las paredes. Con el solo roce de su mano, la puerta se abrió. El silencio era total. Ellos estaban ahí, como petrificados, sentados alrededor de la mesa, cada uno en la última acción de sus días. Aquél con la cuchara casi rozándole los labios, ella mordiendo suavemente una fruta madura, el otro en plena acción de trinchar un pavo... Y esa gota de vino, detenida en el tiempo, que nunca llegó a la copa, pendiendo del pico de la botella. Parecían una foto en sepia, un recuerdo, una instantánea. Levemente tocó a cada uno; acarició al gato dormido junto al fuego de llamas inmóviles y sintió la tibieza de su cuerpo, ese hálito casi imperceptible de la vida en suspensión. —¡Un hechizo, un encanto! —pensó, y para dar cabida a la realidad gritó con todas sus fuerzas. Sus palabras rebotaron en un eco interminable por todas las paredes de la casa. Asustada, salió en puntitas de pie al jardín, el viento le azotó la cara. Buscando una salida se encontró con una fuente que elevaba un chorro de agua que nunca caería. El agua formaba un semicírculo que parecía hecho de hielo, perfecto, inmóvil, con las graciosas gotas suspendidas en el aire. Tocó una de ellas y la sintió fría. Al contacto con su dedo, la gota dejó un reguero en la piel, una línea brillante que desapareció debajo de la manga. Tuvo una sensación rara en el dedo, no podía moverlo. Palpó la zona donde antes estuviera la gota, y no registró el contacto, parecía

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Mundos en Tinieblas que la piel estaba insensible. La mano con que antes acariciara al gato se negaba a moverse, como si de pronto se hubiera paralizado. Decidió huir, ya había visto demasiado. En ese momento, el zumbido de una abeja junto a su cara la sobresaltó. Trastabilló y sin pensarlo se sujetó de la fuente para no caer. Las gotas le salpicaron la cara, la pierna y el brazo derecho. Inmediatamente sintió que cada parte del cuerpo que había tocado el agua ya no le respondía, y entonces cayó tendida en el césped. El contacto con el pasto era suave, una somnolencia se fue apoderando de ella. Luchó con todas sus fuerzas para levantarse: quedó en una posición ridícula, medio parada, medio acostada, con el grito apretado en la garganta. Alcanzó a ver a la abeja atrapada en una telaraña. Inmóvil como ella, detenida para siempre en el tiempo. El lunes, en la oficina, sus compañeros se extrañaron de su ausencia. “Se la veía muy cansada”, comentaron, “se debe haber tomado un merecido descanso”.

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Lugares

50 cm Por Agustina Arias Nos conocimos a fin de año, un jueves que hacía como 30 grados. Yo estaba mirando la vidriera de un negocio de Palermo y de pronto me cayó una caja pesadísima en la cabeza. Creo que estaban remodelando y con tanta mudanza se ve que calcularon mal y bueno, una de las cajas se cayó por la terraza y me dio justo. Fue en un segundo, todas las cosas volaron por el aire y yo no atiné a nada. Por suerte, un empleado que estaba en la puerta me ayudó. Me levanté como pude, le agradecí y me alcanzó una bolsa de hielo. El dolor que tenía era terrible. Decidí llamar a un amigo para que me pasara a buscar porque estaba tan mareado que era peligroso irme caminando así, veía todo borroso. Y cuando me senté en el cordón de la vereda para esperarlo, empecé a escuchar a alguien que lloraba como un bebé. Entonces, me di vuelta para ver qué pasaba y lo vi. Al principio pensé que era una alucinación por el golpe. Pero no. Era real. Yo nunca había visto algo así en toda mi vida: era una especie de duende, medía 50 cm. Cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando, trató de esconderse atrás de un cantero, pero yo me arrimé para verlo más de cerca. Estaba fascinado, nunca había visto a un duende, pensaba que no existían. Ahora se había puesto en cuclillas, se tapaba la cara con las manos como los chicos que piensan que así se vuelven invisibles, y me espiaba entre los dedos. Yo no lo podía creer, un trol de carne y hueso. Tenía que ser cuidadoso, no quería ahuyentarlo. Me acerqué un poco más, lo toqué en el hombro y le dije —Disculpá, pero te escuché llorando, ¿estás bien? Me surgían miles de preguntas, si sabría castellano o si hablaría en algún idioma raro, en un dialecto de los duendes o algo así. Quizás se comunicaba en un lenguaje de sonidos, como los delfines. Pero mientras yo pensaba todo esto, el duende se secó las lágrimas y me dijo: —Eh, sí, nooo… lo que pasa es que no sé si está permitido que hablemos. El tema es que soy tu ángel guardián. —¿Mi ángel guardián? Pero, ¿y tus alas?

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Mundos en Tinieblas —Sólo tienen alas los que las necesitan —me contestó sonriendo un poco. Lo miré desconcertado. Agregó —Si fueras piloto o si vivieras en el piso 70, si te dedicaras a escalar montañas, quizá yo tendría alas, pero con vos no hacen falta. Noté que tenía un acento raro y le pregunté si era de acá. —No, no, vengo de Formosa. Antes cuidaba a una señora ahí, ¿viste? Era buenísima la “vieji”, pero se nos fue y bueno… Me trasladaron a Buenos Aires cuando naciste vos. Y ahí nomás largó el llanto de nuevo. Yo no sabía qué hacer, le ofrecí un pañuelo y me salió darle una palmadita en la cabeza, como si fuera un cachorrito. —Gracias, pero dejá, no vale la pena. No sirvo para nada, ¿no ves? ¿No te das cuenta de que no te puedo proteger con todo lo que pasó ya? El año pasado, que nos dejó tu novia y no pude hacer nada… el martes cuando te caíste en ese pozo, y en vez de salvarte, yo también me caí. Y, ¿te acordás el día que te robaron la billetera en el cine? Bueno, me había quedado dormido en la butaca de atrás tuyo, es que esa película era un bajón. Te pido disculpas, de verdad. Le expliqué todo al jefe, que esto no tenía nada que ver con tu libre albedrío ni nada de eso, que había sido error mío. Y traté de negociar algo para compensarte. Que no te enfermaras por un año o que ganaras de por vida en el chinchón. Pero a mí nunca me dan bola, no sé si es por mi altura o qué. Y esto de la caja voladora ya fue demasiado, no doy más. Intenté calmarlo, pero no había caso. —Hagamos una cosa —le dije—, vamos a dar una vuelta así te tranquilizás un poco. ¿No querés tomar algo? Levantó la mirada y aceptó. —Bueno, está bien: un licuado de uva por favor. Pobre, estaba desconsolado, ¡me daba una lástima! Decidí llevarlo al bar de la esquina, el del gallego. Me propuse levantarle el ánimo porque no lo podía ver así. Un duende tiene que estar contento, haciendo travesuras. Él insistió con que no era un duende sino un ángel de la guarda y para animarlo un poco, cuando nos sentamos a la mesa, le di el gusto: —Una cerveza para mí y un licuado de uva para mi ángel de la guarda —le pedí al gallego. Ni se inmutó el viejo, estará medio sordo o quizás es de esas personas que ya no se sorprenden con nada. Habrá visto cada cosa en ese bar que debe estar curado de espanto. Llegaron las bebidas

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Lugares y el gallego nos regaló papas fritas y matambre. Eso hace sentir mejor a cualquiera. Pensé bien qué decir, tomé aire y empecé: —Mirá, ángel, ¿querés un consejo? No te hagas tanto drama por esto. Vos no tenés nada que ver, yo tuve mala suerte toda la vida. Y la verdad es que no me afecta, estoy acostumbrado. ¡Para qué! Se me largó a llorar a moco tendido de vuelta. Se puso tan mal que se tomó todo el licuado de una, y eso que era enorme. Apoyó el vaso en la mesa, con sus manitos de duende, me miró fijó y me dijo: —Yo sé que me querés ayudar, pero tendría que ser al revés, ¿no te das cuenta? No tiene sentido negarse a la realidad, tengo que aceptarlo: seré un ángel, pero de guardián no tengo nada. No puedo cuidar ni a un cactus. Tal vez, mi destino sea dedicarme al mal, Dios y la Virgen Santísima no lo quieran. De pronto, me entró un miedo terrible de ir al infierno. Lo único que faltaba es que por mi culpa el duende se pase al otro bando, al lado oscuro de la fuerza. Se me venía a la mente la escena de Anakin Skywalker convirtiéndose en Darth Vader. Si se enteraba mi abuela que le había generado una crisis de fe a mi propio ángel de la guarda, me mataba. Ella que es tan creyente seguro que sabía exactamente qué hacer. La cuestión es que tenía que decir algo rápido para convencer al ángel. —¿Estás loco? ¿Cómo te vas a dedicar al mal? No seas tonto, vos sos un buenazo, se te nota en la cara. —Bueno, lo dije por decir, que sé yo. Tal vez me ponga una carpintería como San José o lo ayude a San Pedro con las llaves. Pero yo no quiero causar más accidentes. Se terminó: renuncio. Y ahí nomás se levantó y se fue. Yo me quedé frío. Me empecé a acordar de todas las clases de catequesis a las que había faltado cuando era chico, de todas las misas de las que me escapé en el colegio, de aquel evangelista al que eché a patadas y del día que prendí fuego a ese pobre gato. Y me arrepentí de todo. Por primera vez, entendía ese tema del karma, de que todo vuelve en la vida, y era así cómo Dios, el destino o lo que fuera, me cobraba todo aquello. Con mi ángel de la guarda abandonándome en mi propia cara y yo sin poder hacer nada. De repente escuché un ruido y me pareció que otra caja de mil kilos, mucho más pesada que la de la tarde, se me caía encima. Pero no pasó nada, fue un susto nada más, al gallego se le habían roto un par de platos. Tuve miedo de salir del bar, me sentía desamparado. Traté de distraerme mirando la tele, pero en el noticiero estaba el “hombre araña”, ese ladrón

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Mundos en Tinieblas que trepa la pared de los edificios y entra por la ventana. Y temblé pensando que me atacaba de noche, mientras yo dormía sin nadie para defenderme. Y si no era eso, iba a ser otra cosa. Cuando uno está así de indefenso, todo es un peligro. Me imaginé la llave del gas abierta, un insecto venenoso que me picaba, un rayo de una tormenta eléctrica que caía justo sobre mí. Pero no iba a dejar las cosas así. Tiré unos billetes en la mesa y salí corriendo del bar, gritando “¡ángel, por favor, volvé!”. Salí tan embalado que crucé la calle sin mirar. Un auto venía como loco y juro que vi toda mi vida en un segundo, desde mi primer recuerdo de jardín de infantes hasta la charla con mi ángel unos minutos antes. Fue todo tan rápido que me quedé paralizado. Pero el auto, que venía a toda velocidad, frenó justo a 50 cm de mí.

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Lugares

triskel Por Pablo Martínez Burkett Todo lo que nos rodea, todo aquello que miramos sin llegar a ver, todo lo que nos roza sin que lo conozcamos, todo lo que tocamos sin palpar, todo aquello con lo que nos topamos sin distinguirlo; ejerce en nosotros, en nuestros órganos, y por ello mismo, en nuestras ideas, en nuestro corazón, rápidos efectos, sorprendentes e inexplicables. Guy de Maupassant, El Horla

A mi amigo Javito, testigo de estos hechos… Londres, 13 de noviembre de 2007. Querida Alicia: Te sorprenderá recibir la carta que ahora te escribo. Para cuando el correo llegue a Buenos Aires, seguramente ya te habrás enterado de aquello que aún desconozco, pero sospecho inminente. Imagino que estarás llorando y, sin embargo, prefiero recordar la sonrisa con la que recibiste el anuncio de que me iba a Londres. Bien sabés que, aunque jamás he estado antes aquí, ni en otro lugar del Reino Unido, desde que guardo memoria padezco una suerte de fascinación por la ciudad que serpentea a orillas del Támesis. No es ninguna novedad que puedo referir hechos históricos con la certeza de un testigo o enumerar detalles de palacios o monumentos como quien los ha visto nacer. Ya no te hace gracia examinar la infalibilidad de mis conocimientos con una enciclopedia o guía de viajeros, ni te asombra que en una película sea capaz de identificar de sólo un vistazo parajes y calles. Reconozco que a veces se me hace difícil explicar de dónde provienen todas estas excentricidades porque, más allá de la tolerancia de parientes y amigos, tolerancia que me ha permitido fingir una falsa ascendencia británica (y en momentos de verdadero exceso, hasta invocar ilusorios lazos familiares con la casa reinante), no tengo ningún vínculo con la Rubia Albión. He construido una realidad

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Mundos en Tinieblas a partir de un simulacro. Pero al relatar obviedades estoy perdiendo un tiempo que ya se aleja. El vuelo se me hizo eterno. Dormitaba de a ratos y mayormente me preguntaba cómo sería, sí la ciudad real se asemejaría a la ciudad de mi imaginación. Una vez arribado, el viaje desde el aeropuerto me causó regocijo y desdicha: Londres desplegaba toda su magnificencia y yo la veía pasar a una perversa velocidad. Podría decirse que aspiraba las imágenes, el cielo, las banderas, los edificios, las cabinas de teléfono, los policías, los demás taxis, los double deckers; mientras me daba un atracón de sonidos, de olores, de sensaciones. Por momentos, pensé que iba a quebrarme de la emoción; por otros, que necesitaba bajarme para abrazar a los transeúntes. Pero como los compromisos profesionales presentaban una agenda escrupulosa, no hubo más tiempo que para una ducha, afeitarse, lucir un traje de tres piezas y comenzar con el intercambio de tarjetas, sonrisas y trivialidades. Es increíble que así se haga dinero. Te consta mi contracción al trabajo, empero esta vez a duras penas lograba concentrarme y mi único deseo era finiquitar cuanto antes las negociaciones para lanzarme a contemplar el río imperecedero. Más allá de los salones del hotel, sentía el latido de la urbe y la presencia se me hacía intolerable. Por supuesto que el atasco con una cláusula indómita extendió la reunión más allá de lo previsto, y al terminar la jornada resultó aconsejable merodear por Piccadilly Circus, la distinguida Regent Street, el siempre moderno Soho, la flemática Oxford Street y, por supuesto, las sastrerías de Savile Row. Mañana miércoles habría tiempo para recorrer a la luz del día las añoradas riberas, sobrevivientes de invasiones, guerras, reinados, bombardeos y otras modernidades. Mapa en mano, salí dispuesto a sumergirme en el encantamiento de la ciudad que es todas las ciudades. De forma inaudita, leí como arriba lo que estaba abajo y en lugar de tomar para la derecha puse rumbo a la izquierda y no fue hasta dar con Hyde Park que descubrí el error. Complacido, trepé por Park Lane dispuesto a disfrutar la involuntaria adición de calles al paseo. No es infrecuente que un signo sea interpretado de manera anómala, pero este yerro originó la cadena de efectos que me llevó a abismarme en los entresijos de la historia. Pronto ya no podré salir de esta progresiva agnosia, "abandonado al sueño de almas" que en definitiva somos. En uno de los últimos cruzamientos, te escribo estas líneas con la vana esperanza de que, al menos, mi existencia perdure en tu mente. Pero no quiero adelantarme y mejor sigo con el relato tal como se fueron enlazando los hechos.

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Lugares En mi indolente deambular me topé con la St. James’s Piccadilly Church, en cuyo atrio había una feria de antigüedades, uno de los tantos gustos que compartimos. Aunque la desproporción de la libra esterlina me persuadió de silenciar cualquier oferta, no evitó que me demorara en cada puestito, maravillado con los objetos, las monedas, los cuadros, la cristalería y las porcelanas. En el momento, añoré que no estuvieras allí, pero ahora me felicito por tu ausencia, sobre todo cuando me allegué hasta un tendido que ofrecía toda clase de cuños y matrices. No se te escapa que hace rato que venía buscando un ex libris para los habitantes de mi biblioteca, así que figurate mi excitación cuando frente a mí se desplegaba un sinnúmero de pequeñas obras de arte de una exquisita hechura y mejor gusto, especialmente confeccionadas para indicar pertenencia. Los precios eran colosales, pero no hizo falta mucho esfuerzo para autoconvencerme de que los libros de un falso Lord tenían que estar estampados con una marca original, adquirida en una iglesia de Londres. Me puse a revolver en la caja lamentando no poder llevármelos todos. Los había con formas heráldicas, con imágenes, con alegorías y con seres mitológicos. Súbitamente, me topé con un cuño mucho más pequeño, de unos tres centímetros de lado, que me atrajo con urgente magnetismo. Era un sello de diseño geométrico, formado por tres espirales engarzados entre sí, que claramente no se correspondía con sus congéneres, pues no poseía ninguna referencia bibliófila. El ucraniano o ruso del puesto indicó que era un “driscol”, y mientras me invitaba a sostenerlo en la mano, me decía en un torpe inglés: “No se elige, te elije a ti”. Podrá parecerte un desatino, otra de mis habituales invenciones, pero en cuanto lo tomé sentí que me traspasaba un relámpago. Me miró fijamente a los ojos y se puso a repetir: “Muy poderoso”. Al inclinarme para verlo mejor, mi corazón dio un respingo, pero lo atribuí a la emoción del lugar y al momento. En efecto, reconocí que se trataba de un triskelion, nombre que daban los romanos al milenario talismán celta. El vendedor, aunque ahora dudo de que realmente lo fuera, me explicó que las formas helicoidales que entran y salen del círculo representan las fuerzas duales en constante interacción y equilibrio, mientras que el círculo externo simboliza la totalidad en transformación permanente. Tuve que haber notado el cambio en la voz, la repentina abundancia en el idioma, pero arrebatado por sus revelaciones, le escuché decir que el triskel oficia de llave para atravesar la puerta que conduce al mundo supraterrenal. Con gravedad agregó que sólo los druidas tenían permitido portar el símbolo sagrado que reúne todos los misterios del

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Mundos en Tinieblas cuerpo, la mente y el espíritu. Yo no le podía sacar la mirada de encima, hipnotizado por esa rueda que es en sí misma la idea de perpetuo movimiento, de eterno retorno. Increíblemente, el eslavo me lo regaló. Hasta se ofendió cuando quise darle un billete de veinte libras. Me dijo que era una profanación. Para aplacar la irreverencia, me lo puse con gran ceremonia en el bolsillo de la camisa, señalándome el corazón. Conmovido, pero a la vez satisfecho, seguí mi peregrinaje por la feria. No me preguntes cómo, querida Alicia, pero de repente me encontré dialogando con el Pastor, quien luego de algunas trivialidades, me llevó a conocer el laberinto que está en el jardín trasero de la parroquia. Aunque las visitas guiadas son sólo los domingos, no hubo forma de eludir su invitación. Yo no sabía que había allí uno de esos artificios hechos para perderse. El Pastor me aclaró que éste era una réplica del que se encuentra en la Catedral de Chartres, y que al desandar sus múltiples caminos es posible obtener una experiencia mística. Ensayé una disculpa sobre mi lejano abandono de toda fe, pero no me escuchó y siguió dando su sermón, alentándome a traspasar la puerta del conocimiento último con mente abierta y espíritu dispuesto. No me quedó más remedio que afrontar el desafío, y al principio con algún prurito, luego con decisión, comencé a caminar. En esta época del año en Londres anochece temprano; no obstante, una suerte de luminosidad me rodeaba. Era como si avanzara con un candil que no alcanza para hendir la penumbra, pero que es suficiente para sospechar las adyacencias. No creo que haga falta decirte que el fulgor provenía del triskel en mi pecho. Los contornos iban adquiriendo una extravagante dimensión que, antes que espanto, engendraba un estado de placidez, de mansa quietud. Las bifurcaciones eran infinitas o, al menos, tan numerosas que parecían infinitas, y aunque al principio no me di cuenta, con cada nuevo giro fue más notorio un rumor, un eco. Te concedo que puede parecer totalmente inverosímil si digo que de algún modo supe que ese susurro era la minuciosa orfebrería del Universo. Pero hay aún más, porque a medida de que me abismaba en estados más profundos y saludables de conciencia, también empecé a ver las ideas como percibimos los objetos a través de los sentidos. Y finalmente pude entrever el tiempo vario, superpuesto y múltiple; como múltiple y superpuesto son los varios universos. Y desde entonces, todo se ha precipitado. No sé dónde estoy, en cuál de todas las Londres en las que he vivido me encuentro. Tengo una inaccesible evocación de haber regresado al hotel, a tientas, como borracho, pero también recuerdo que el ruso y el Pastor me arrastraban de los

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Lugares brazos. Por momentos son la misma persona, por otros, nunca existieron sino en mi fantasía. Estoy sentado en mi habitación, a oscuras. Sobre el escritorio está el talismán, iluminado por el chorro de luz de una lámpara. Vuelve a adquirir ese extraño resplandor. Nuevamente siento el siseante rumor de los átomos chocándose entre sí. El portal está a punto de abrirse. Ya veo un árbol, una piedra, el sol. Rostros pintados de verde. Te escribo esta carta, Alicia tan querida, que es la carta del final. Confío en que, en una de las posibles trayectorias, tenga tiempo de echarla en el correo. Me encomiendo a que en alguno de tus pasados yo haya existido. Aguardo lo que habrá de sucederme con pánico, pero también con esperanza. Que yo exista en alguno de tus posibles futuros depende de esta carta.

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Mundos en Tinieblas

el misterioso altillo de gloucester

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Por Susana Fernández Quesada Muchas historias se habían tejido alrededor de los viejos almacenes y embarcaderos en desuso a orillas del río Severn; durante años habían permanecido abandonados. Se los podía ver al recorrer el canal que unía el puerto de la ciudad con el estuario. Llamaba la atención uno de ellos en particular. Algo más sombrío que los demás, de maderas roídas por la humedad, presentaba un curioso techo a dos aguas con alero, debajo del cual podía percibirse un ventanuco con persianas que el viento movía a su antojo, y un par de vidrios que el tiempo había opacado. De tanto en tanto, yo solía descender en el amarradero junto al muelle. Luego caminaba por un sendero bifurcado que conducía al pórtico del almacén construido sobre pilotes. Era un ritual casi obligado para mí, que repetía los días en que conmemoraba la muerte de algún familiar querido. Iba al cementerio por la mañana, dejaba un ramo de flores y, después de rezar en silencio, me dirigía a la pequeña estación de lanchas colectivas. Compraba un boleto y partía rumbo al porche desvencijado, en el que me sentaba durante un rato en una vieja hamaca Thonet, que conservaba intacto su esterillado. Recién volvía después de contemplar el crepúsculo sobre las aguas siempre cambiantes de un río que no por conocido dejaba de sorprenderme. Tal vez sólo buscaba la soledad que el enigmático paraje me brindaba. Allí aprovechaba para reflexionar sobre la vida y sobre la muerte, para congraciarme con tantos recuerdos confusos en mi memoria, e intentaba al mismo tiempo ponerlos en orden. Por ejemplo, el misterio de la muerte de la tía Margaret, nunca develado por los peritos forenses. Ella siempre había gozado de buena salud, jamás se había quejado de dolor alguno, juraba y perjuraba que iba a morir longeva y tenía la firme determinación de hacerlo por causas naturales. El día en que apareció acuchillada nadie pudo entender quién podría odiar a Maggie, que era pura ternura. El olor de sus inigualables apple pies rodeaba su casa, y no pocas veces los 7. N. del A.: Gloucester —nombre compuesto por las palabras “ceaster” y “glow”— significa: “el fuerte que brilla en el río".

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Lugares vecinos solían visitarnos sin previo aviso justamente a la hora del té que, como en toda casa inglesa que se precie, no era un five o’clock tea, sino que era siempre más temprano. Los amigos elogiaban sus scons y los pastelitos de jalea de membrillo que eran otras de sus especialidades. Tampoco quedó claro el enigmático suicidio del tío Stephen, que apareció ahorcado en el baño. Era considerado el narrador de cuentos más gracioso de la zona, su fama había trascendido los límites de la ciudad. Dueño de un prodigioso optimismo, su trágica decisión había resultado incomprensible. Ni hablar de Doris, el ama de llaves que nos acompañaba desde su adolescencia, quien había tenido un curioso accidente: un espejo, con marco y base de roble, se había desprendido de la pared, y un filoso pedazo, como si fuera una lanza, le había atravesado la yugular. En cuanto a Cynthia, la costurera que cada viernes se presentaba a arreglar o modernizar las ropas que sacábamos del arcón escondido en el altillo de la bisabuela —del cual habíamos descubierto la vieja llave de hierro debajo de una de las maderas de pinotea del piso—, había sufrido un mareo saliendo de la iglesia. Al desvanecerse y golpear con su cabeza el cordón de la vereda, su muerte sobrevino de inmediato. Las fotos de la bisabuela habían desaparecido en forma inexplicable, sin que hubiera sucedido robo alguno en la casa. Mamá se había ocupado de guardarlas en una caja antes de morir (suponemos que murió, aunque esto nunca pudo comprobarse porque su cuerpo jamás fue encontrado; desapareció de la cubierta de un barco de excursiones una noche otoñal, cuando había salido a contemplar las estrellas). Cierto día, después de esos trágicos sucesos, quisimos volver a ver las fotos de la bisabuela Muriel, pero ya no estaban allí. Pienso en estas cosas y sigo sin entender la relación que puede haber entre todos estos hechos. Me alivia hamacarme, e intento poner la mente en blanco mientras lo hago. Cierta somnolencia me va invadiendo. De repente abrí los ojos, me había quedado dormida; debían haber transcurrido unas cuantas horas. Miré el reloj: eran las nueve de la mañana. Decidida a desafiar mis límites, me pregunté si debía entrar o no en el almacén abandonado. Nunca me atreví a hacerlo. La ciudad ya no se reflejaba, apenas percibía sus sombras. Caminé unos pasos, miré hacia arriba y vi las nubes en el espacio espejado de la pequeña ventana. Jamás había creído en la leyenda del altillo, que los supersticiosos repetían al calor del fuego de los hogares. Ninguno se animaba a acercarse, tal era la fuerza con que había arraigado la historia. Tampoco sabía de

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Mundos en Tinieblas nadie más que se hubiese aventurado a llegar hasta ese porche donde yo estaba. Al menos eso solía decirme el barquero, cuando rápidamente se retiraba del muelle después de dejarme. La puerta cedió ante la presión de mi mano y el llamador de bronce emitió un leve sonido metálico. Escuché la sirena de la embarcación que me había traído, y eso me hizo retroceder. Dirigí mis pasos hacia el muelle, me senté a esperar y llamé a los gritos a Freddy, el patrón de la lancha. Alcanzaba a verlo muy bien, con su pelo entrecano, sus cejas espesas y su infaltable pipa en la boca. Agité mis manos y volví a gritarle, esta vez con más fuerza. Inexplicablemente, no pareció escucharme. Siguió de largo a pesar de que el sonido de mis gritos retumbó de tal manera que me pareció sentir que los vidrios de las ventanas del altillo vibraban. Y sucedió lo mismo con las demás lanchas que pasaron. Nadie escuchó mis gritos. Al final del día, abandonada allí, sin saber qué hacer, decidí entrar en el almacén. Subí por la escalera de madera que conducía al entrepiso, y me animé a empujar la puerta entreabierta. Un viejo espejo, idéntico al que mató a Doris, se hallaba ubicado en un rincón. Me miré en él y, ante mi sorpresa, vi que no había reflejo alguno. Una brisa entró por la ventana abierta. Inmediatamente, una caja de cartón con letras azules cayó desde un estante, y por el suelo se esparcieron las desaparecidas fotos de la bisabuela. En todas ellas, mi imagen ocupaba el lugar en que antes había estado el rostro de Muriel.

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segunda parte

sensaciones


Sensaciones

hambre Por Elina Fernández —¡Qué asqueroso es comer carne cruda! —musitó el arquitecto. En realidad estaba solo, así que nadie escuchó su comentario. Pero estaba tan cansado de no tener con quien hablar, que el día anterior había empezado a hablar consigo mismo. Lo hacía para escuchar el sonido de una voz humana, aunque fuese la propia. A decir verdad, no tenía la certeza de que hubiese comenzado a hablar solo desde el día anterior. Allí donde se encontraba no era consciente de las distintas etapas del día, con su juego de luz y oscuridad: la luz persiguiendo a la oscuridad y viceversa; la eterna guerra entre Horus y Set, según la mitología egipcia, a cuyo estudio el arquitecto era aficionado. De manera que no estaba seguro de que el cálculo que llevaba con relación al paso del tiempo fuese correcto, pero, a juzgar por las horas que controlaba en su reloj de pulsera, había comenzado el día anterior con su soliloquio. Trató de concentrarse en el asunto de la carne cruda. Era un inconveniente, sin duda, pero no tenía otra opción que comérsela así. Suspiró resignado y se llevó a la boca el primer trozo. Lo masticó un rato con repulsión, pero se obligó a tragarlo. Lo peor de todo había sido la sangre que contenía esa carne entre sus tejidos. Le dio asco, pero tuvo que tragarla también. Trató de encontrarle el lado positivo: la sangre lo ayudaría a quitarle un poco la sed que sentía. Se puso a cortar otro trozo con la navaja que siempre llevaba incorporada a su llavero, pero no pudo terminar de hacerlo. Una arcada le sacudió el estómago y le subió por el esófago hasta llenarle la cavidad bucal con la carne a medio digerir; caliente y ácida a la vez. Maldiciendo, vomitó en un rincón, porque sabía que ese revoltijo humeante pronto comenzaría a apestar el aire. Durante un instante lo miró con curiosidad, tratando de decidir si le convenía volver a comérselo o no. La idea lo había seducido por una simple razón: se había visto obligado a comérsela fría, pero ahora estaba caliente y quizá le sentaría mejor.

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Mundos en Tinieblas

Abandonó la idea después de pensarlo un rato y se apartó del rincón. Tomó la camisa que estaba hecha un ovillo en el piso y se secó el sudor del pecho y la frente. —¡Qué asco que me da todo esto! —volvió a decir, en esta ocasión en un tono de voz más elevado. Se sentó un rato y apoyó la espalda contra la pared de acero. A su izquierda estaba el espejo donde lo escudriñaba un hombre despeinado, sucio, con la barba crecida y los ojos irritados por el encierro y la falta de sueño. —¡Estoy hecho un desastre! —le comentó el arquitecto al hombre que era él mismo. Deslizó la mano entre el cabello y trató de acomodarlo un poco. Se frotó los párpados y ahogó un bostezo. —Y menos mal que todavía no tuve ganas de ir al baño —dijo, mientras volvía a observar, sin abandonar su sitio, el revoltijo de carne del rincón—. La orina no es un gran problema, pero lo otro… Cerró los ojos y trató de dejar la mente en blanco, pero el hambre todavía estaba ahí, retorciéndole el estómago nuevamente vacío. —¿Quién te entiende? —le dijo al estómago mientras lo palmeaba—. Cuando te doy algo para comer vos me lo devolvés… Una risita forzada trascendió apenas la barrera de sus dientes apretados. Distraídamente, casi sin quererlo, volvió a sacar la navaja y se puso a jugar con el botón que activaba el mecanismo a resorte que hacía aparecer y desaparecer la hoja. Incansable, ésta entraba y salía con un chasquido indiferente. —Bueno, hagamos otro intento —resolvió el arquitecto. Ubicó el filo sobre la carne fresca y cortó varias lonjas. Las masticó despacio, concienzudamente, empecinado en no dejarse vencer por la repugnancia que sentía. Trató de convencerse de que lo que estaba comiendo era jamón crudo. —¡Qué absurdo! —le espetó el hombre del espejo—. ¡Sabés muy bien que no es jamón crudo, ni siquiera se le asemeja! El arquitecto hizo como que no lo escuchaba. Miró en otra dirección y prosiguió con su tarea. El calor ya se estaba tornando insoportable. Muy pronto también tendría que quitarse los pantalones y la ropa interior. Afortunadamente,

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Sensaciones pensó, llevaba puesto un cinturón de cuero el día en que había quedado atrapado a última hora, antes del inicio de la huelga, dentro del ascensor de la obra en construcción. De no haber sido así, no habría tenido con qué hacerse el torniquete alrededor del muñón del antebrazo amputado.

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Mundos en Tinieblas

parada Por Bárbara Duhau Cuando Laura descendió por las escalinatas de la Facultad llovía copiosamente. Las pequeñas gotas de lluvia se adherían a su mata de pelo negro azabache como una finísima capa de cristales, imitando a las gotas que se posan en las telas de araña y permanecen suspendidas durante horas. Laura, aunque furiosa porque su pelo quedaba inmanejable cada vez que un aguacero caía sobre ella, jamás llevaba un paraguas. Tal vez por incomodidad, quizá por desgano. El caso es que, pobrecita su alma, caminaba hacia la parada del 36 con las manos, los apuntes y el cuaderno sobre su cabeza para no mojarse. Esquivó unas cuantas baldosas flojas de la vereda de Ramos Mejía; no la arreglaban nunca. Saludó a Marta, la quiosquera, saltó un charquito de agua sucia y, finalmente, avistó, entrecerrando los ojos por el viento y la lluvia, la rotosa parada del 36. Dio algunas vueltas en círculo en la esquina buscando algún alero amigable que la separara de las gotas. Ningún árbol o techo la reparaba del agua. Era una esquina desierta, apenas un cantero con algunas flores y pasto chamuscado rodeaba una construcción. Enfrente se veía un edificio enorme, celeste y blanco, con venecitas diminutas que chorreaban litros de agua. En el medio del asfalto, un pozo gigantesco abría sus fauces; era casi una ciénaga. El lodo entremezclado con pequeños lagos de agua turbia semejaba un pequeño pantano en el medio de la ciudad. Ese pozo tampoco lo arreglaban… —Chist, ¿estás esperando el colectivo? —resonó una voz lejana, grave y sonora, pero ahogada por el viento y por la solapa del saco. —Emm, sí, sí —dijo Laura entre sorprendida y aliviada. El hombre que le hablaba tenía puesto un sobretodo beige larguísimo y portaba un paraguas azul enorme que parecía nuevo, recién estrenado por esa lluvia otoñal. —Vení, esperá conmigo —le ofreció el hombre. A Laura le pareció que negarse sería un comportamiento maleducado. Pocas veces había podido decir que no, de muchas de ellas continua-

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Sensaciones ba lamentándose. No obstante, asintió y se resguardó debajo del plástico gigante. Allí abajo se vivía un microclima. Lo sonidos parecían enmudecidos y las gotas que se agolpaban sobre el paraguas descendían en una enorme pendiente hasta caer rendidas en el asfalto, al borde de la ciénaga a la que iban a parar. Así se encontraba Laura, apretujada contra un extraño del que desconocía hasta el nombre. Más cerca de lo que hubiese estado con cualquier hombre que le gustase. Sin embargo, allí estaba. Sosteniendo el silencio, escuchando la respiración del anónimo, sintiendo la suave tela del sobretodo con su palma, oliendo el perfume dulce y asqueroso parecido al que usaba su tío abuelo. De repente, sintió que el hombre tocaba su mano. La deslizó suavemente por su piel, acarició su muñeca y metió lentamente la mano en uno de los bolsillos de su saco. Laura, en estado de shock, inmóvil, sentía que la mano del extraño parecía buscar algo. Pero si el hombre estaba bien vestido, un maletín tan grande, tan reluciente, unos zapatos tan nuevos, tan brillantes, tan negros; el pelo bien corto, bien peinado; los dientes parejos, blancos, alineados… ¿Qué quería este desconocido? ¿Qué buscaba en su bolsillo? ¿Dinero? ¿Una moneda? ¿Un papelito? Laura vio el rectángulo rojo furioso que doblaba en la esquina. Los números verdes y fluorescentes del colectivo la tranquilizaron por unos instantes. El corazón le latía a mil por hora. Sentía que las rodillas se le doblaban para los costados… Pero no, quieta Laura, quieta. Para no mojarse, para no ser maleducada, desubicada, para no decir que no, quieta. El colectivo llegó a la esquina. Laura se despegó del estático hombre y subió corriendo. Los tres escalones pasaron como un tren bajo sus pies. —De noventa —dijo Laura a un volumen audible hasta al pasajero del último asiento. Puso las monedas en la ranura y escuchó el “quiching, quiching, quiching, quiching” de la máquina. Sí, noventa, ahora el boleto, ahora sentarse. Laura se sentó en el primer asiento vacío que encontró y miró por la ventanilla al hombre de sobretodo beige, a la estatua en persona, al amable que le había prestado el paraguas para resguardarse de la lluvia, para esperar juntos el único colectivo que paraba allí. Sin embargo, el hombre no había subido, ni sacado el boleto, ni estaba sentado en un asiento. El colectivo arrancó. Laura giró la cabeza hacia atrás para observar por la ventanilla trasera si el hombre seguía parado en la esquina, tal vez

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Mundos en Tinieblas esperando un colectivo menos concurrido. Pero aquel desconocido había desaparecido. Ningún rastro se percibía del amable señor de sobretodo beige. Ni sus zapatos brillantes, ni su sonrisa blanca, ni su apestoso perfume. Laura suspiró aliviada y se acomodó en el asiento de cuero. Puso sus libros en el asiento de al lado y luego quiso guardarse el boleto en el bolsillo del saco. Lo intentó una, otra, y otra vez. Al cuarto intento observó su saco gris, el que traía puesto desde la mañana, el que le había regalado su madre en su cumpleaños, el que usaba casi todos los días, y se percató de que no tenía bolsillos.

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Sensaciones

buena mano Por Tamara Pequeño Sus ojos biliosos y opacos causaban escalofríos, no por la expresión de bestia enloquecida que llevaban, sino porque parecían ser el portal que encerraba a la propia muerte. Olía a hollín. Había pasado toda la madrugada arrancando la hierba mala, reuniéndola y quemándola. Su mujer vigilaba desde el umbral de la casa que terminara el mandado. Él ya no la oía, sabía, sin embargo, qué significaban sus gestos. Tenía una manera de pedir, imponiéndose, que lo desesperaba, y esta sarta de encargos no habían cambiado mucho desde aquella primera vez que lo mandó a pintar las macetitas abandonadas en la parte trasera de la casa —labor que en ese entonces, y hasta ahora, le parecía totalmente inútil y poco práctica—. Esa mañana florearon los limoneros que habían estado esperando. Era un día tibio y la mujer de Jacinto Bonifaz, sentada en el sofá, se había dejado ganar por la modorra mientras doblaba los pañuelos, que la noche anterior le había pedido que bordara al buenote de su marido. Ese olor de los cítricos le trajo a Jacinto, desde el galpón de su memoria, los sueños abandonados de su juventud. Él no había querido para sí esa vida. Su anomia se transformó en resentimiento, pronto en ira y podría decirse que hasta en odio, aunque no contra su mujer, realmente, sino contra la suerte que la vida le había reservado. Empuñó con fuerza la pala con la que se encontraba cavando el pozo para construir el pequeño sótano que su mujer le había encargado hace unos días. Se dirigió hacia la casa, se acercó a ella tan sigilosamente como un gato lo habría hecho, y le propinó a la inocente un golpe seco en el cráneo, causándole una muerte sin aspavientos. Arrastró el cadáver hacia el pozo y lo enterró. Dejó las herramientas sobre el montículo y fue a darse un baño calmado, como hace mucho que no se lo daba. Se puso la bata de dormir y las zapatillas de cama y vio la televisión hasta que el hambre le pidió que preparase un par de huevos revueltos con salchicha y queso, salpicados con una pizca de orégano, una receta que se le había ocurrido una de esas mañanas en que hacía todo para todos, menos para él mismo, según sus propios sentimientos.

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Mundos en Tinieblas Muy temprano, a la mañana siguiente, lo despertaron los ladridos de unos perros. Su intuición y, sin duda, algo de culpa, acabaron con su adormecimiento dominical. Pudo oír también el sonido de unas sirenas. “Me buscan”, pensó. De inmediato encendió el fuego de la parrilla y preparó el aderezo rojo a base de ají colorado y ajo. Era común en esa región preparar asados en días festivos. Comenzó a desenterrar el cadáver de su mujer y lo trozó lo más rápido que pudo con la cortadora que usaba para las reses, luego le quitó los restos de tierra. Sin ningún tipo de angustia, aunque con el rostro encendido y lleno de sudor por el esfuerzo físico, colocó las carnes a remojar en la tina que contenía los aderezos. Tres horas después, las carnes reposaban en unas fuentes, habían adquirido una perfecta cocción, un maravilloso color y un delicioso aroma. Los inspectores llegaron a casa del buen Jacinto. Él los invitó a pasar a su pequeño terruño, les alcanzó unas sillas y continuó calentando las carnes mientras echaba a la brasa también algunas papas. Jacinto estaba tranquilo y le contaba a la policía sus secretos para hacer una buena parrilla o un asado en su punto. “La selección de la carne, por ejemplo es fundamental”, decía, “así como la calidad del fuego y la paciencia”. Los policías se miraban entre sí. Para no perder más tiempo, decidieron preguntar por aquello que los había llevado hasta ese pueblo. “Señor Jacinto, ¿ha oído hablar de ‘lavado de dinero’ por esta zona?”. Don Jacinto, que era hombre de campo y que no tenía la menor idea de lo que la policía estaba hablando, contestó serio: “Aquí no nos preocupamos por esas cosas, señor jefe, aquí entregamos el dinero así nomás, sucio, como esté, si igual con las manos de trabajo se va a terminar ensuciando”. La policía se dio cuenta de que Jacinto no iba a poder brindar ninguna información valiosa, así que rieron un poco con éste, le aceptaron un vasito de buen vino y un plato de asado. Los perros de los inspectores también gozaron del banquete, el fuerte aroma del ají y del ajo habían distorsionado las reales cualidades de la carne que los hombres engullían. Los inspectores se alejaron con la panza llena y felicitaron a Jacinto por su buena mano. Era la primera vez que lo felicitaban por algo.

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Sensaciones

la criatura Por Graciela Isabel Möen Volví sobre mis pasos convencida de que me estaban siguiendo. Pero no. Sólo me topé con el viento moviendo las amarillas hojas del otoño de Buenos Aires. Retomé mi camino, esta vez apretando el paso, sólo para escuchar el mismo ruido unos minutos después. ¡Esta vez estaba segura! Alguien me seguía y estaba cada vez más cerca. Decidí no retroceder y esperarlo encaramada en la entrada de un negocio. Esperé unos momentos que me parecieron horas, pero nada. Retomé el camino nuevamente cuando, de pronto y sin aviso, apareció ante mí. Era un hermoso niño rubio, de unos siete años de edad, con enormes ojos verdes mirándome cuan grandes eran. Al principio tuve un poco de miedo por la sorpresa, pero ¡era tan hermoso! ¿Qué peligro podía representar un pequeño tan bello como él? Me acerqué a la encantadora criatura y le susurré al oído: —¿Dónde está tu mamá? ¿Cómo te llamás? —se encogió de hombros dándome a entender que no sabía. Un grupo de “chicos de la calle” se me acercó por detrás. Sus rostros sucios y sus ropas harapientas me pusieron en alerta de inmediato. ¡Seguro que venían a lastimar a la criatura! Instintivamente tomé al rubiecito y lo apreté entre mis brazos. —¡Déjenlo tranquilo! —grité. —¡Che, doña! ¿Qué le pasa? —se enfurruñó uno de ellos—. ¡Ese maldito mató a mi gato! —¡Sí, claro! —repliqué con ironía, en tanto iba retrocediendo con el chiquito bien pegado a mí—. ¿Por qué no se van a molestar a otro lado? ¿No les da vergüenza meterse con alguien más chico que ustedes? —¡Él mató a mi gato y me las va a pagar! —el odio se vislumbraba entre las lágrimas del morochito. Los chicos se abalanzaron sobre nosotros. Sin pensarlo dos veces, tomé mi pesado bolso con una mano y entré a repartir golpes a

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Mundos en Tinieblas diestra y siniestra, en tanto que con la otra no soltaba al pequeñito. Afortunadamente, llegó un policía y empezó también a los golpes con su bastón, tras lo cual los harapientos muchachos salieron corriendo, no sin antes seguir gritando: —¡Él mató al gato, vieja bruja! ¡Él mató al gato! Pasado ese momento de violencia, el oficial nos llevó a la comisaría. Allí colmaron al niñito de atenciones en tanto me tomaban declaración. Me hubiese encantado en ese momento llevarlo a mi casa a pasar la noche, pero la Ley no me lo permitía. Con todo el dolor del alma tuve que dejarlo en ese feo lugar, si bien a la mañana siguiente estuve a primera hora. Cuando llegué a la comisaría había un revuelo tremendo. Ni bien me vieron se me abalanzaron acosándome a preguntas sobre el origen del niño. Yo sólo quería darle un beso y un abrazo, y no me dejaban acercar. —¡Bueno, basta! —grité al fin—. ¡Sólo quiero verlo! ¿Qué les pasa? —¿A nosotros? —exclamó el Principal, un moreno imponente de cerca de un metro con noventa centímetros de altura y mirada arrogante—. Por lo visto no sabe en la que se metió, ¿verdad? Ante ese comentario me quedé petrificada. —No entiendo —balbuceé. —¿Quiere ver a la criaturita? —me preguntó sarcásticamente. —Sí —respondí titubeante—. ¡Claro que sí! —Bueno. Venga. Me tomó del brazo y me llevó a través de oscuros pasillos llenos de humedad y de sombras; allí, al fondo, vi una cabecita rubia entre rejas. Me pareció una crueldad total encerrar a un niño solo en ese lugar. —¡¿Cómo pudieron…?! —¿No lo ve? —me tomó del codo con fuerza, acercándome más a la celda. Lo que vi me erizó la piel, sentí ganas de vomitar. Un animal abierto de par en par con sus intestinos afuera estaba desparramado, en tanto el bello niño jugaba a las bolitas con lo que parecían los ojos del pobre animal. Creí que me desmayaba. El Principal me sostuvo un momento hasta que me recuperé. —¡No entiendo! —le dije con voz quebrada. Él sonrió. —¿Cómo…? ¿El niño es tan hermoso que no puede ser cierto lo que ve?

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Sensaciones Sonrió y su dentadura blanca resaltó en el rostro moreno y fuerte. —Era el gato de la comisaría. Estuvo con nosotros por años, hasta que esta “hermosa criaturita” lo encontró. Pensé en mi gatito con espanto. Todavía hoy me estremece recordar ese rostro tan bello.

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Mundos en Tinieblas

algo pasa afuera Por Jorge Carrasco De su muerte bien pudo haber sido culpable ella misma, señor. Sí, no se ría, que todavía no sabe cómo fueron las cosas. Usted sospecha de mí y yo sospecho de esa tal Bernarda, la que también me acusa a mí de haberla matado. O quizás fuimos las tres las culpables. Yo ya no sé qué pensar. La que da la cara soy yo, señor, que soy su nieta y estoy sola. Ahora le volveré a contar con detalles lo que usted no quiere creerme. No importa. Para eso estamos las mujeres: para decirles a los hombres lo que no quieren oír. Esa noche el grito de mi abuela me quiso despertar, pero yo ya estaba despierta hacía rato. No me pude dormir. Los ladridos venían de la calle. Cada vez más lejanos. Me levanté otra vez y me asomé a la oscuridad. La perra había escapado por la puerta de atrás. La vieja, mi abuela, en la cama, estaba nerviosa, como ya le dije. Se quejaba, eructaba, hacía ruidos extraños. Como usted sabrá, a lo que primero sucumben los viejos es a la rebeldía de los ruidos. Después, a la de los movimientos. Le dolían los huesos y las articulaciones y no paraba de quejarse. Hacía ya tres años que estaba tullida, sin poder levantarse. Desde allí odiaba al mundo. Ese día, ella escuchó los ladridos antes de dormir la siesta. Me preguntó qué pasaba afuera que ladraban tanto los perros. Me preguntó también por la Cuca, la perra de la casa, que no estaba durmiendo debajo de su cama. Como le dije, le había puesto unos trapos a la perra debajo de su cama, según parece para sentirse menos sola. Le contesté que estaba adentro, en el patio. Era verdad. La perra estaba adentro, pero tenía ganas de irse con los perros. Usted me entiende. Yo no le dije eso a mi abuela porque sabía que se iba a poner mal. Y cuando se ponía mal se la agarraba conmigo y me hacía la vida imposible. Ella siempre tuvo problemas con las perras. No le gustaba que se entretuvieran con los perros delante de sus ojos. La ponía mal. Vaya a saber una por qué. Eso empezó hace mucho, algunos años después de haber llegado del Norte, cuando aún trabajaba en la escuela de los salesianos. Ella me lo contó varias veces y cada vez le añadía un detalle. Ahora lo cuento como si las cosas me hubieran pasado a mí, y hasta me daba por corregirla cuando se apartaba de lo que me había contado. Fue

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Sensaciones una noche de julio, muy fría, de madrugada. Dijo que escuchó los gemidos detrás de la puerta de calle y salió a ver qué era. Una perra y un perro fornicaban con total desparpajo, mientras tres perros esperaban su oportunidad, intercambiando mordiscos y miradas hostiles. Ella, horrorizada, los corrió con la tranca de la puerta, pero los perros, tras alejarse unos metros, volvieron a ladrar y a festejarse con ladridos cortos y dentelladas furiosas, muy cerca de la puerta. Agarró una piedra y se la arrojó casi sin violencia. No tenía fuerzas para esas cosas, señor. Parece que todas las fuerzas se las gastaba adentro de su cabeza, donde no tenía paz con nadie. La piedra hizo una curva en el aire y cayó cerca de las patas de los perros. Los perros se alejaron unos metros y siguieron su labor, seducidos por el olor que emanaba del sexo de una perra pequeña, de pelaje marrón opaco, de incierto linaje. Sí, así decía siempre ella: “De incierto linaje”. También decía: “Con total desparpajo”. Le gustaba decir esas palabras. Ahora yo las repito, señor, son mías. Las palabras son de quienes las usan, creo yo. Ella sintió un dolor en el brazo y se vio obligada a dejar de arrojarles piedras. Los perros respiraban con la lengua afuera del hocico, lanzaban mordiscos al aire, a la espera de su turno. Supongo que los hombres se ponen idiotas como los perros cuando se enamoran. Así me dijo una vez ella. Por eso no dejaba que se me acercaran. La cosa es que no aguantó la instintiva descortesía y fue a la cocina y volvió con un bidón lleno de combustible. La perra estaba siendo montada por un perro collie, y cuando ella los quiso separar, los perros quisieron abrirse para escapar del ataque, pero no pudieron superar la fuerza que los imantaba desde sus sexos. Estaban pegados, señor. Mi abuela abrió el bidón y roció frenéticamente el combustible sobre los animales. Aterrorizados, los perros apoyaron con fuerza las patas en la tierra para separarse, inquietos por el olor que emanaba del combustible. Ella sacó un fósforo de una cajita, lo frotó con ahínco, como si de la fuerza que pusiera dependiera el tamaño de la llamita, así me dijo la última vez, y con el fósforo encendido siguió a los perros, el rostro desfigurado por una mueca de siniestra avidez, los ojos abiertos como una boca hambrienta. Los perros se arrastraron unos metros, con la lengua afuera, la baba resbalando de los hocicos y la respiración acezante. El fósforo cayó sobre el lomo de la perra y una llamarada saltó con apagado estrépito, y los perros comenzaron a aullar, enloquecidos por el dolor y el espanto, y de pronto se separaron y largaron a correr como bolas de fuego hasta desaparecer de la vista de mi abuela. Ese asunto fue el comienzo de todo, señor. Las cosas se hilan desde muy lejos y nunca se sabe. Esta historia me la contaba con un poco de

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Mundos en Tinieblas cinismo, con una sonrisita diabólica en los labios. Muerta esa perra, mi abuela juró que nunca más iba a tener otra mascota y menos una perra. Pasó el tiempo y un día cayó a casa Bernarda Santini con una hermosa pastorcita alemán. Ésa murió atropellada poco después, en invierno, cuando tenía siete meses, sin llegar a su madurez sexual. Entonces vino Cuca; fue la tercera perra que Bernarda Santini le traía de regalo después de que mi abuela se hubiera jubilado. El día que la trajo estábamos con mi abuela haciendo mermelada de membrillo. La perrita tenía un mes de vida y apenas sabía dar dos o tres pasos sin temblar. Era marzo y hacía un calor de los mil demonios. Mi abuela, al principio, rechazó el regalo, pero Bernarda la convenció de que hacía mal en rechazar las dádivas. Siempre la hacía sentir culpable. “Los regalos no se rechazan, Blanca”, le dijo. Mi abuela le replicó: “No se trata del regalo. Es una perra. Algún día se le dará por ser madre”. Bernarda se permitió una broma: “Te dará nietos. Los que nunca tuviste”. Y se largó a reír, muy fuerte, con algo de maldad en los ojos. Mi abuela se puso muy pensativa y tardó un momento en responder. Al final le dijo: “Es la tercera perra. ¿Por qué, mejor, no me regalás perros?”. Así le dijo, y ya entonces, como usted ve, a mi abuela le parecía raro, y a mí también, eso de recibir perras de regalo, sin quererlas. Más de una vez me había contado que ella y Bernarda Santini fueron, además de amigas, compañeras de trabajo. Ambas llegaron a Villa Regina a principios del mismo año y se pusieron a trabajar en la escuela de los salesianos. Bernarda había nacido en Sacanta, un pueblito apacible de la provincia de Córdoba, y mi abuela llegó de Bariloche, pero había nacido en Gualeguaychú, sí, ese pueblo de carnaval donde las mujeres bailan en pelotas. A pesar de que Bernarda tenía unos años menos, la soledad de los primeros meses y las actividades de la docencia las predispusieron a hacerse amigas. En Las Varillas habían estudiado en el Instituto María Inmaculada (Bernarda vivía en la casa de una tía) y se fueron muy jóvenes al Sur, a trabajar en la escuela. Cansadas de la moralidad religiosa, se pasaron a la educación pública. Bernarda Santini también vivía sola. Pero si el trabajo las había unido, fue también lo que las desunió. Ambas ya tenían unos años en la docencia. La antigüedad y los cursos de perfeccionamiento, que casi eran iguales, les hizo tener un puntaje parecido para aspirar a cargos directivos. Un día la directora de la escuelita en que trabajaban se jubiló. Se pidió el puntaje de las maestras para designar a su reemplazante. Mi abuela y Bernarda eran las de mayor puntaje. Bernarda la sobrepasaba por medio punto, pero mi abuela estaba segura de que su puntaje no era el correcto porque, según

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Sensaciones sus cómputos y el seguimiento de los cursos que había enviado a Viedma, tendrían que por lo menos estar empatadas. Mi abuela se fue en secreto a la capital de la provincia e hizo efectivo el reclamo. Bernarda, creída de que el cargo era suyo, se quedó tranquila y sólo esperó la llegada de la designación. Mi abuela no le dio a conocer sus intenciones y sólo le dijo que se iba a Las Varillas, a ver a sus padres. Bernarda incluso le dio una carta para que se la entregara a su tía, carta que luego mi abuela nunca le devolvió. La respuesta le dio la razón. En el nuevo listado, venía medio punto sobre su amiga. Mi abuela asumió la dirección de la escuela. Bernarda, tras haber llamado a la Junta de Calificación, se enteró de todo y no olvidó la ofensa. Sí, señor, ya vuelvo a los hechos de ese día. Ya va a ver que lo que dije no es por vicio. Mi abuela me dijo que la perra se había levantado de debajo de su cama, donde dormía todos los días. Desde el lecho ordenaba la casa y me daba las órdenes y la perra se pasaba casi todo el tiempo durmiendo debajo del colchón y del cuerpo de la anciana. Mi abuela, que Dios la tenga en su reino, era una mujer odiosa. El descanso, como usted sabe, es insoportable cuando el cuerpo se va a descansar con excesivo reposo. El cansancio es sólo una bendición para quien está cansado. No sé si me entiende. Esa noche los perros seguían alborotando y nadie los podía callar. Cuando uno se enoja, empieza a ser otra persona. Eso me pasó a mí, que enseguida obedecí a lo que ella me mandaba. Me decía que agarrara el bidón de combustible y les rociara a los perros, que hacían sus cosas en la calle. Le dije que también estaba la Cuca, pero ella insistió desde su cama. Tenía la voz desfigurada por la rabia, por una especie de desesperación que le apretaba la garganta y le desconcertaba el sentimiento. Pensé que se iba a morir. Por eso me costó poco agarrar el bidón, abrir la puerta de calle con violencia y rociar el kerosén a los perros, también a la pobre Cuca. La cosa es que los perros, envueltos en llamas, salieron disparados. La Cuca hizo lo mismo. Algún impulso de lucidez le habrá quedado porque la orientación se impuso al dolor y a la desesperación. Largó a correr hacia la casa. En mi apuro, yo había dejado abierta la puerta, así que la perra pasó corriendo hasta la pieza de mi abuela y, creo yo, se fue a echar debajo de la cama. Volví a la casa corriendo. Una humareda terrible no dejaba ver nada. Fui a la habitación de mi abuela; estaba ardiendo. Enormes llamas subían del colchón y ya no se podía distinguir nada, señor, ni las frazadas, ni la bacinica, ni la mesita de luz, ni el crucifijo de barro sobre la almohada, ni el cuerpo de ella, señor. Poco después, las llamas cubrían toda la casa.

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Mundos en Tinieblas La cosa es que, para mí, aunque usted no me crea, Bernarda sabía lo que iba a pasar. Sabía de la furia de mi abuela y de su costumbre de quemar perras en celo. Sabía también que la Cuca dormía debajo de la cama de mi abuela, y que mi abuela no se podía levantar, y que una de las perras regaladas, envuelta en llamas, iría a parar alguna vez debajo de la cama. Eso lo sabía. Estoy segura. Ella se anticipó a todo, señor, pero en los ojos se le nota a usted que no me cree, que no quiere creerme. Y entonces no vale la pena seguir. Mejor me callo. Además ya desembuché todo. Hasta lo que no pensaba decir.

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Sensaciones

la puerta Por Silvia Graciela Franco Alguien la sigue. No puede ver su rostro, pero escucha sus pasos. Todo está muy oscuro, no quiere darse vuelta porque tiene miedo. Piensa que mirar hacia atrás es una pérdida de tiempo; además sería fatal, pues la alcanzaría. Reconoce el palpitar de su corazón a extrema velocidad, los latidos golpean en su cabeza… está muy cansada. Presiente un estallido dentro de su cuerpo. El terror la invade. Cree que corre, pero realmente está paralizada. Los músculos no le responden. Oye un grito, no sabe si le pertenece, seguido del pasmoso silencio de su propia casa, de su propia cama, de su propia alma. No es la primera vez que despierta a media noche con esa sensación. La soledad, los pasos, como si fueran reales, el miedo. Pesadillas. Son terribles, tan reales. Quizá no recupere el sueño. Se desespera, intenta pensar en otra cosa. Por su memoria pasan los momentos vividos, trata de que sean los buenos. Intenta con insistencia y consigue finalmente dormirse. A la mañana siguiente se levanta muy temprano, como de costumbre. Se lava la cara, los dientes. Hace el desayuno para todos. Los obliga a despertarse. No comenta sus pesadillas. Todos tienen ocupaciones y problemas. No es necesario molestarlos con tonterías. Después de todo, lo que a ella le sucede es algo común, habitual. Los despide de a uno: los niños, a la escuela; su marido, al trabajo. Otra vez, la casa y ella. A su alrededor los colores son ocres, como su vida. Las cortinas, habría que lavarlas. El caso es que son tan blancas, la tierra se les pega. Piensa que a ella también se le pegan muchas cosas, como a las cortinas. Las reuniones tediosas a las que debe asistir, las conversaciones insulsas de las vecinas, las necesidades de todos, que no son las propias… Manchas que no deberían estar allí, son como las marcas de la vida. Las revistas en el piso, ropa sucia, esqueletos de chupetines y papeles de golosinas pegoteados… Restos de elementos cotidianos que dicen algo, aunque no hablan. Los adornos del aparador, habría que repasarlos. Las fotografías, un poco también. Es que el polvo, como el aire, se filtra por todos lados. No lo vemos, pero está, ayer y hoy… Suena el teléfono; no, no quiero atender, que dejen un mensaje.

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Mundos en Tinieblas —Hola, María. ¿Te acordás de que hoy hay yoga? Nos vemos en la clase. Con paciencia, toma la franela y, con mucho cuidado, vuelve a lustrar los portarretratos. ¡Hace ya tantos años! Los niños eran pequeños… Están tan grandes. Aprovecha, ya que está, limpia los otros muebles. Camina por toda la casa, recorre los recuerdos que dejó su familia ausente. Las carpetitas de las mesas de luz que tejió su madre, los tapices para el nuevo hogar hechos por la tía Angélica, pobre… El cenicero que dice “Recuerdo de San Rafael”; si nunca fumamos ¿para qué compramos un cenicero en la luna de miel? Cosas… Sus ojos se topan con el reloj; los minutos, como detenidos; el tiempo es largo y pareciera que la está esperando. Se pregunta qué quiere el tiempo de ella. Camina, incierta, entre esas paredes que hoy la contienen. De repente ve algo distinto, algo que antes no estaba y ahora sí está. Encuentra en su propia casa otra puerta. Es distinta a las demás. Tiene bordes y realces, como las puertas antiguas; es de caoba oscura. Toca el picaporte y lo suelta de inmediato para confirmar la nueva realidad. Desafiada por la intriga, desconfía. Comienza a disfrutar el sabor de lo desconocido, dulzón, pero a la vez agridulce, inquietante, perverso. La atrae su forma y color, el brillo. Todo el día en casa, todos los días, y nunca antes la había visto. Quiere vencer su propia inercia, pero carece de valor. Decide ignorarla. Sigue con las labores rutinarias. Muchas veces pasa por delante de la puerta y vuelve a verla. Otras veces pasa, pero no la mira. Es mediodía, no tiene hambre, no come. Antes, por la tarde, miraba la televisión. Descansaba un rato. Las tardes son difíciles, ya está todo hecho. La casa siempre desierta. Enciende el aparato, ¡pero qué frío! Habrá que pensar algo especial para la cena. Un segundo después los personajes irrumpen en su living y en su vida. Los sabe lejanos, irreales. La heroína está tomando un baño desnuda en el río, sin percibir que la están observando. Que te vean así… Un escalofrío recorre su cuerpo. Corte. Aprovecha para levantarse. Necesita tomar algo, agua, soda. Pasa por delante de la puerta, que ayer no estaba, está segura, y ahora está, sigue estando. Resuelve, impulsivamente, cubrirla con un mueble. El resto del día ya no piensa más en ella. Casi logra olvidarla. La casa está en orden. A eso de las cinco vienen los chicos y se llena de sonidos, de movimientos. A la noche regresa su marido. Conversan, cenan, hacen el amor, van a dormir. Día complicado, sin poder hablar con nadie sobre…

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Sensaciones Qué extraño, la familia pareció no verla. Ni siquiera notaron el cambio de lugar del aparador, ése que movió para cubrirla. Mejor así. De lo contrario tendría que dar explicaciones. Nuevamente la persiguen. Corre, está exhausta. Ve la puerta. Sabe que sólo tiene una alternativa. Sin dudar, la abre. Algo extraordinario, increíble, impensado hay detrás… Se despierta cubierta en sudor. Le es imposible recuperar la serenidad. No puede dormir. Está boca arriba en la cama y siente las piernas flojas. No entiende sus propios pensamientos; por la noche todo es confuso. Se incorpora, con la lentitud de quien conoce su inevitable destino. Verifica que su marido no haya notado sus movimientos. Aún duerme, se asegura. Camina hacia el cuarto de los niños. Hay una luz encendida. Puede distinguir la paz que irradian sus despreocupados rostros infantiles. Quisiera guardar esa imagen para siempre, pero al presionar con suavidad la perilla del velador ya no puede distinguirlos en la oscuridad. Cierra las puertas de las habitaciones. Se dirige hacia lo que quiso ignorar y no pudo. Mueve con cuidado el mueble que lo oculta. Allí está, se anima. Abre la puerta de una vez, la cruza y la cierra tras de sí.

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Mundos en Tinieblas

el asteroide Por María Enriqueta Roland Desde la calle se escuchaban los acordes de una música diferente. Las luces de la marquesina llamaron su atención por lo desconocido. Tenía colores fulgentes y parpadeantes que parecían tener un poder hipnótico: lo hizo entrar aun cuando ése no era su destino. No se sorprendió al ver la ambientación, ya el nombre le sugería algo extraterrestre. Todo estaba sumido en una bruma densa, casi fantasmal. Miró a los parroquianos sorprendiéndose por su pasividad; no había el descontrol habitual de los boliches que frecuentaba. La mayoría estaban sentados; su vestimenta era toda del mismo estilo, formal, sin detalles que los diferenciaran demasiado, y del mismo color. Se sentó en una mesa y se preguntó qué hacía allí. No era su ámbito, ni había nadie conocido. Sin embargo, la curiosidad parecía retenerlo. Sentía una sensación nueva y su asombro por lo que veía necesitaba saciarse. El personal lucía uniformes totalmente negros y la luz que iluminaba el lugar daba a la tez de sus rostros una pálida y cerosa apariencia. Había pocas personas, pero parecían conocerse, pues se comunicaban entre ellas familiarmente. De repente, alguien se acercó a tomar su pedido, uno de los tantos espectrales seres que hacían de mozos. Tenía un acento gutural, seguramente rastros de un idioma que no pudo reconocer. Pidió un vodka on the rocks. Se preguntaba cuándo había sido la última vez que había pasado por esa calle, no muchos días. Sin embargo, no recordaba haber visto ese lugar. El Asteroide… “¡Qué buen nombre!” —pensó—, “bien marketinero. Además, la ambientación extraterrestre y el misterioso poder de lo desconocido, seguramente, harán del bar el boom del momento”. Cuando llegó su bebida, entre las sombras vislumbró movimientos en la gente. Tomó un trago y notó un gusto raro en su boca. Entonces todo comenzó a girar y supo inmediatamente que la muerte lo esperaba. A su alrededor las cabezas empezaron a agruparse. Lo último que oyó fue: —Siéntense. La cena ha llegado.

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tercera parte

EPITAFIOS


Epitafios

presencia Por Tatiana Methol Una débil luz se filtraba a través de sus párpados. Los cerró con fuerza. La cabeza le latía de forma repetitiva, incesante, trituradora. Intentó concentrarse para recuperar el sueño. Giró en la cama, enredándose con la sábana, y terminó de convencerse sobre su suerte cuando algún perro vecino comenzó a ladrar con furia: hoy no sería su día. Volvió a girar en la cama y nuevamente cerró sus párpados, esta vez con más fuerza. No se había acostado de buen humor, y ésta no era la mejor manera de amanecer. De repente, y en contraste con la temperatura cálida de esa mañana estival, su cuerpo se estremeció. Un frío intenso se extendió por la habitación, como acompañando la caminata de alguien (o algo) que había ingresado al cuarto. Su piel se erizó, como cada vez. Desde pequeña vivía estas situaciones, sin poder delimitar la realidad de sus fantasías, de sus fantasmas, de sus almas perdidas buscando una médium con la cual expresarse. Se incorporó con esfuerzo y se sentó en la cama. Sus jóvenes piernas estaban cansadas, agotadas del esfuerzo infrahumano de resistir el día a día. Volvió a estremecerse. Siempre le resultó difícil resistir físicamente esas presencias, pero lo hacía desde que tenía memoria. El miedo inicial se fue transformando en habituación, y con el paso de los años, en quizá algo parecido a la indiferencia: aunque el último mes había sido muy diferente. Más allá de las presencias comunes, hacía prácticamente un mes había experimentado una presencia mayor, extremadamente mayor. Sospechaba su identidad, y temía lo peor. Caminó lentamente tambaleándose hacia el baño, sintiendo el familiar hedor insoportable que dejaba a modo de estela su singular compañero de cuarto. Su cabeza latía fuertemente provocándole nauseas. Sabía lo que ocurriría a continuación. Levantó la cabeza. El dolor era insoportable. Fijó su mirada en el espejo: su rostro pálido demostraba pánico, sus ojos estaban desenfocados. Entonces la vio. Aún estaba allí. Se movía suavemente tras ella. El abatimiento la invadió por completo. Cerró los ojos, al tiempo que sentía una mano helada recorrer su mejilla, aún cálida.

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Mundos en Tinieblas Hoy sería igual que todos los días, no la dejaría en paz. Respiró hondo y caminó lentamente fuera del baño, luchando con su mareo para no caer en el pasillo. Llegó a la cocina pensando que ya no podía seguir así. Sentía su presencia tras ella, acechando, hostigándola. Su frío era inconfundible. Su piel volvió a estremecerse y ella comenzó a llorar: estaba decidida a terminar el asunto. Su mano tembló cuando la apoyó sobre la fría hoja de metal. Miles de recuerdos llegaron a su cabeza. Sonrió y tomó el cuchillo. El piso comenzó a teñirse de sangre. La Muerte, algo decepcionada, salió silenciosamente de la casa.

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Epitafios

el pacto drago Por Javier González Andújar Dicen que el aburrimiento atormenta a los hombres, que produce el pensamiento al vacío, que los lleva por caminos de reflexiones sinuosas. Pocos lugares son tan propicios para las construcciones mentales etéreas; como la mesa de un bar, sobre todo si el vino abunda y, más aún, cuando afuera está oscuro y se impone el frío. Y ése era el caso aquella noche en el bar de la calle Drago. Pocos parroquianos recordaban un invierno tan inclemente, y eso que en el Bar Drago no faltaban memoriosos. El doctor Espinosa llegó tarde, y más tarde todavía llegó su compadre el notario Santillán. Como era costumbre, tomaron la mesa que da al ventanal. En la barra atendía Manuel, el dueño. Los clientes que todavía quedaban en otras mesas estaban a punto de marcharse. Por gracia de los caprichos que tiene el discurrir de las ideas ociosas, una charla que había empezado con carpintería desembocó luego en la muerte (como todo). Pronto la conversación pasó a tener como tema central el más allá y la vida perdurable. Y por último, el doctor Espinosa y el notario Santillán, se encontraban ya divagando sobre mesmerismo, necromancia y bultos que se menean. Manuel también se había incorporado a la charla, ya que aquélla era la única mesa ocupada en el bar. Las posiciones estaban divididas. Manuel creía fervientemente en la vida eterna, el notario Santillán no podía concebir que alguien se entregara a ideas tan infantiles y el doctor Espinosa sólo tenía dudas. La conversación, aceitada con la fluidez del vino tinto, se extendió por unas dos largas horas. Cada uno defendió su posición con cualquier recurso que tuvo a la mano: sentido común, citas literarias y pasajes bíblicos fueron las armas preferidas. El doctor Espinosa se había mantenido al margen de la discusión la mayor parte del tiempo, escuchando con atención la vehemente disputa que los otros dos hombres llevaban adelante. Cuando finalmente la charla parecía concluida sin haber llegado a ningún acuerdo, el Doctor decidió intervenir: “¿Saben qué, caballeros? No tenemos por qué quedarnos con esta duda. Esta misma incertidumbre sobre la continuidad de la existencia ha atormentado a los hombres durante miles de años. Pero nosotros somos

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Mundos en Tinieblas hijos del nuevo siglo, hijos del progreso, y la tecnología en nuestras manos es poderosa —el doctor alzó su mano y señaló un fonógrafo que se encontraba a un costado sobre la barra—, sólo debemos tener la determinación para usarla”. Ante la mirada estupefacta de sus distinguidos interlocutores Espinosa continuó explicando: “Si perdura la sustancia después de la muerte, ésta tiene que tener algún reflejo en el mundo de los vivos. Un difunto debería retener cierto grado de control sobre la materia. Hace algunos años leí sobre este tema en una gaceta de poca difusión que cayó en mi poder. El escritor de este artículo era un tal señor Lesage, un supuesto discípulo del mismísimo Hippolyte Léon Denizard Rivail, más conocido como Allan Kardec. Lo que se postulaba en aquel boletín era que los espíritus carecen de poder físico para intervenir en nuestro mundo, sólo pueden movilizar a su voluntad pequeños corpúsculos de éter produciendo débiles susurros. Estos lánguidos rumores sólo son escuchados por los animales y por médiums, que no son más que personas de oído especialmente agudo. Yo creo que estos susurros deberían poder captarse usando un mecanismo tan fino como el fonógrafo”. Al principio, el doctor Espinosa sólo obtuvo silencio de sus compañeros. Santillán lo miraba desconcertado, no esperaba escuchar semejantes palabras de un hombre de tantas luces. Pero era difícil desacreditar aquella suposición de Espinosa. La única forma de demostrar su falsedad era por el absurdo. Manuel fue el primero que se dio cuenta de este detalle, y por eso rompió el silencio con esta frase: “Como yo lo veo es simple. Sólo hay una forma de comprobar esto: que el primero de nosotros en morir siga a los otros dos hasta este mismo bar y deje plasmada su voz en aquel fonógrafo”. Esta propuesta fue tomada por el doctor Espinosa, quien luego la enunció en forma de pacto, un acuerdo de palabra entre caballeros. Y los tres hombres se comprometieron en cuerpo y sustancia, si es que tal instancia puede ser comprometida. No lo hicieron por el bien de la ciencia, ni por el progreso, sino para satisfacer su propia curiosidad. El pacto se cerró entre humo de cigarros, con apretones de manos y un trago de caña quemada. Los tres del pacto siguieron viéndose regularmente, pero nunca volvieron a mencionar el asunto. Aquello quedó como lo que en realidad fue: una promesa de borrachos sin importancia. El tiempo pasó al ritmo en que desfilan las alegrías y las penas: rápido. Cinco años se fueron de esta forma, y Santillán, el notario, cayó gravemente enfermo. Los doctores le diagnosticaron tuberculosis y lo

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Epitafios internaron en el Hospital Tornú, que se encontraba en una zona convenientemente deshabitada para evitar contagios. Allí Santillán estuvo aislado seis meses. El tratamiento más efectivo para tratar la tuberculosis era la Terapia Climatológica, y el Notario se sometió a ella. Pero, a pesar de todas las tardes que pasó al sol, finalmente falleció. Su muerte fue una inesperada causa de reunión para Espinosa y Manuel, ya que ambos asistieron a su entierro. El día nublado parecía querer acompañar a la viuda en su luto. La caravana iba encabezada por una negra carroza con penachos, arrastrada por una yunta de caballos color azabache, lustrados y engalanados con ornamentas de cuero y bronce. Subidos al pescante se hallaban el conductor y el lacayo, vistiendo galera, levita y guantes blancos. Los caballos, ya habituados a aquel derrotero, mansamente se dirigían al cementerio. En segundo lugar se encontraban dos carrozas más, con los deudos, y más atrás viajaba el resto de los dolientes en varios sulkis. Manuel y el Doctor Espinosa viajaron juntos. Iban en silencio al iniciar el trayecto y apenas cruzaron algunas miradas cómplices. Cerca del final del camino, casi llegando al cementerio, el silencio fue roto. —Antes de que diga usted algo, Doctor —dijo Manuel en voz baja—, sepa que no voy a faltarle el respeto a un difunto por una ridícula promesa entre borrachos. —Me alegra que haya sacado el tema usted, porque yo no sabía cómo hacerlo —respondió Espinosa—. No creo que sea una falta de respeto. El asunto es que tenemos un pacto, y no voy a ser yo quien lo rompa. Porque un hombre respetable siempre mantiene su palabra. Sé muy bien que Santillán también era un hombre respetable, y honrará su palabra si es que sigue siéndolo en estas condiciones —Espinosa señaló con la cabeza hacia la carroza—. ¿Honrará usted también la palabra empeñada, señor? Manuel se mostró dubitativo por un instante. En aquel momento la caravana estaba ya atravesando la puerta del cementerio. —Éste no es lugar para tener esta charla —respondió Manuel—. Venga esta noche al bar, allí hablaremos. Los dos hombres abandonaron el tílburi y marcharon siguiendo al féretro. Ese día fue triste, triste y raro. El Bar Drago no abrió por primera vez en muchos años. Las cortinas estaban bajas y un pequeño letrero que colgaba de la puerta decía “Cerrado por duelo”. Ya por la noche, el Doctor Espinosa se acercó hasta el establecimiento. Miró entre las cortinas y percibió una luz tenue que provenía del interior. Entonces se aproximó a la puerta y golpeó dos veces. Luego de unos

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Mundos en Tinieblas breves instantes, Manuel lo dejó entrar. Por su aspecto era obvio que el barman había estado tomando, probablemente toda la tarde. Una botella de vino abierta sobre una de las mesas confirmaba esta suposición. Había cierta tensión en el aire. Hubo muy pocas palabras aquella noche. La extraña visión del salón del bar completamente vacío acentuaba aún más aquel silencio. Los dos hombres parecían un poco nerviosos, incluso las manos de Manuel por momentos temblaban. Después de todo, él era un verdadero creyente y tenía sus reservas sobre este pacto. Manuel le arrimó un vaso de vino al Doctor, éste se lo tomó de un trago. Una vez que dejó el vaso sobre la mesa preguntó: —¿Está lista la máquina? —Sí, está lista —respondió Manuel. —Muy bien, entonces hagamos lo que vinimos a hacer aquí. Sobre el estaño se encontraba el fonógrafo, ingenio maravilloso que permite a los hombres escuchar su propia voz. Ya tenía un cilindro de cera virgen colocado. Si alguna vez usaron uno de estos artificios, sabrán que se vale de un gran cono y una membrana con una aguja para grabar sonidos sobre el cilindro. El mecanismo debía ser girado a mano valiéndose de una manivela. En vista de los constantes temblores de su compañero, Espinosa decidió hacerse cargo de la operación del aparato. Antes de empezar, y ya con la mano en la manija, dijo: “Santillán, donde sea que se encuentre, si me puede escuchar... ya sabe”. Fue una cosa bastante simple. Ambos guardaron el más estricto silencio. El Doctor tomó la manivela y la giró a una velocidad constante por aproximadamente dos minutos, ya que ése era el tiempo máximo de grabación que permitía aquel cilindro. Espinosa no pudo evitar sentirse un poco estúpido por un momento: allí estaban parados los dos grabando la nada con toda solemnidad. Volvieron nuevamente la aguja hasta la posición inicial del cilindro y conectaron los auriculares para poder escuchar en detalle. Estos auriculares no eran más que una manguera de goma que se bifurcaba en dos para llevar el sonido hasta los oídos, similar a un estetoscopio. Cada uno tomó un extremo; lo compartieron para poder escuchar al mismo tiempo. No se oía nada, excepto por una especie de fritura, que era en realidad un ruido de fondo, propio del aparato. Casi un minuto había pasado de esta manera. Manuel estaba notablemente aliviado; el doctor Espinosa también estaba aliviado, pero de forma menos ostensible. Después de todo, parecía ser mejor así; nadie se embarca en una empresa con estas características para obtener resultados.

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Epitafios Pero la grabación siguió corriendo y el alivio que reflejaban las caras de aquellos dos hombres se volvió espanto. Una voz se escuchó débilmente, apenas un susurro, pero ahí estaba. Era la voz del difunto Santillán. Sólo se escuchaban fragmentos mezclados entre la fritura de la grabación. “...estoy encerrado, encerrado sin cadenas, ni paredes... en... eternamente... nos equivocamos... para advertirles... no le corresponde saber al hombre... no le corresponde comprometer su alma... no le pertenece... todos debemos pagar...”. La grabación terminaba con un horripilante alarido que heló la sangre de los dos que lo escucharon. Por momentos se percibía de fondo otra voz, un leve murmullo constante hablado en una lengua desconocida. Parecía que el notario Santillán no estaba solo, y más aún, parecía que alguien le estuviera dictando qué decir. Espinosa se percató de esto: “No está solo —dijo—, y ciertamente no está en el cielo”. La historia se vuelve un poco confusa a partir de este punto. Algunos piensan que Espinosa y Manuel, conociendo su destino de condenados, intentaron torcerlo alejándose para siempre del Bar Drago y de la ciudad. Pero yo sé lo que en verdad pasó, yo sé que el diablo se los llevó aquella misma noche. Lo sé porque me lo contaron los médiums del pasaje Darquier, y ellos conocen la historia de la fuente más directa. Crean lo que quieran, lo cierto es que ya nadie volvió a verlos y el Bar Drago nunca jamás volvió a abrir. Sobre el destino del cilindro de cera, la única grabación existente de un alma condenada, se sabe que pasó de mano en mano durante años en círculos ocultistas. Muchos hombres han pagado fortunas e incluso han matado para poseerlo. Actualmente forma parte de la colección Sarbú, pero esa es otra historia que tal vez les cuente en alguna otra ocasión.

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Mundos en Tinieblas

recuerdo Por Rosa Esquivel Volver después de tanto tiempo, estar en el umbral de la casa vieja, con su humedad y la parra añosa... La galería silenciosa ya no parecía tan larga, caminé despacio, queriendo rescatar sensaciones y vivencias. Las baldosas flojas me trajeron al presente. Casi sin darme cuenta estaba parada frente al que había sido mi cuarto; la puerta despintada cedió con un chirrido al empuje de mi mano. Los muebles habían desaparecido en su mayoría; para mi sorpresa, la cama de hierro con su colchón de lana peinada, hundido en su centro, todavía estaba allí. Entré. El primer paso sonó hueco en las tablas gastadas del piso. Acaricié la superficie sucia y áspera de la cabecera y el cotín. Ese cuarto había sido mi guardián, llantos, alegrías, temores, todo lo guardaba allí. El sol de la mañana no era huésped habitual desde hacía mucho tiempo. El forcejeo fue inútil, no pude abrir la ventana, los postigos se resistieron. La atmósfera húmeda, en penumbras, trajo a mí sentimientos reprimidos. Tenía miedo, un terror que iba creciendo a medida de que volvían los recuerdos de mis noches allí. Sentada al borde de la cama sentí, al contrario de lo que pensaba, la seguridad de que un extraño se escondía debajo. Levanté los pies desesperada ante la idea de que una mano me sujetaría, la de un perverso, dispuesto a lastimarme. Recordé a mi hermano diciéndome: —No te asomes, debajo de tu cama se esconde el “Petiso orejudo”. Las terribles historias que escuchaba de los mayores abonaban mi temor. Recordé noches agitadas, tapándome hasta los ojos, inmóvil, hasta que el sueño me vencía. Era tan grande mi sugestión que algunas noches me parecía ver una silueta saliendo con sigilo; o sentía un movimiento veloz, errado, que no llegaba a agarrarme, ya que el pánico apuraba mi pase debajo de las mantas. Tenía que resolver ese enigma, miedo infantil, absurdo, que para mi fastidio todavía me consternaba. No sin recelo, me acomodé sobre el colchón. De a poco fui bajando la cabeza casi a ras del piso. Lo último que recuerdo son dos ojos desorbitados y malignos y una mano fría apretando mi cuello.

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Epitafios

despertar Por Ernesto Antonio Parrilla Regreso del sueño y no sé dónde me encuentro. Mis ojos apenas se acostumbran a la penumbra. Alrededor, el sonido de hojas secas que chocan entre sí en un baile fantasmal del que no hay testigos, pues la oscuridad las protege de ojos ajenos. Y el frío... congela la piel, corta los sentidos y agrieta el corazón. Un frío tan bestial como un témpano polar, como un sentimiento ausente. Me acurruco en un abrazo y acerco la cabeza a las piernas. Algunas hojas secas crujen bajo mi cuerpo, que yace tiritando e indefenso. La noche lo envuelve todo, como la mortaja al cadáver de un milenario rey egipcio. Un zumbido aterra mis oídos. Es la brisa helada de la noche, la misma que hace danzar las hojas y estremece mi piel con su punzante contacto. Y, en mis pensamientos, surgen interrogantes. Por qué el frío, por qué la noche, por qué la tierra bajo mis pies. Me siento desnudo a pesar de la ropa. El cuerpo tiembla y se agita. Las manos intentan devolverle la vida a los brazos y, entonces, frotan continuamente, como si quisieran encender un fuego. Pero la llama está sólo en la mente. Porque el frío persiste y el esfuerzo se vuelve estéril. Sin embargo, voy saliendo del letargo propio del sueño, como la marea de a poco se aleja de la arena. Y los sentidos comienzan a cobrar vida, y el frío, a ser menos doloroso, pero sin cesar de doler. Mis piernas logran sostenerme y veo en ese acto, un pequeño triunfo. Algo parecido a la esperanza aflora en algún recodo de la conciencia. A los tumbos y casi en una posición simiesca; si eso es avanzar, pues entonces es lo que hago. La tierra es blanda por momentos, y los dedos se hunden en la superficie cada vez que las rodillas se quiebran y me obligan a caer. Pero me levanto y avanzo entre gemidos y suspiros, percibiendo cómo el frío agarrota cada músculo y quiebra la fina piel de mis labios. No siento ya las manos. Sólo cuando la humedad de la tierra las atrapa con lujuria, como una apasionada mujer. Veo la tenue luz de la luna. La veo brillando en las piedras pequeñas y en el reflejo que provoca el rocío nocturno, que baña como si fueran perlas

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Mundos en Tinieblas de sangre los tallos y las matas de pasto. Y antes de que me atrape la locura, intento razonar con las pequeñas verdades: la tierra, el frío, la noche, la luna. Pero todo me lleva a un convencimiento peor, y la angustia se apodera de mi ser. Lucho y me resisto a creerlo. Y mientras tanto, sigo gateando en la oscuridad, tropezando contra pequeños obstáculos que, no obstante, se convierten en grandes molestias. Y así es como piedras del tamaño de un corazón de niño se transforman en afilados acantilados que laceran brazos y piernas, provocando que silenciosos hilillos de sangre rieguen las vestiduras, hasta convertirse en un pequeño rastro que voy dejando detrás, como si fuera una asquerosa y sanguinolenta babosa gigante. Los pulmones hacen un esfuerzo sobrehumano y por momentos parecieran a punto de reventar. El corazón se sobrecarga con cada movimiento y las arterias y venas se convierten en torrentes escarlatas, bombeando a rabiar. De repente, una pared que mis ojos no anticipan. La cabeza golpea con fuerza sobre la piedra, haciendo que la piel se abra con la misma facilidad que un cuchillo atravesaría el iris de un ojo. Más sangre abandona el cuerpo. Me asalta la sorpresa, pero más aún el miedo. Pues la pared (lo sé) es la respuesta. Y mis ojos se niegan a abrirse, se resisten a seguir el impulso. Pero los obligo a hacerlo y enseguida comprendo que la eternidad no será suficiente para el arrepentimiento. En medio del fantasmal danzar de las hojas montadas en la helada brisa invernal, la pared me devolvió la verdad. Una pared que no era tal. Una pared que tenía un nombre. Y la noche se quebró en dos cuando mis cuerdas vocales aullaron de terror, desgarrando el viento, desarmando el silencio, acallando las hojas y haciendo palidecer hasta a la propia luna. Era el grito de la locura, era cruzar el tapial y correr hacia el otro lado, donde corren sin sentido los que han perdido la razón. Y la demencia me envolvió, como antes lo había hecho la noche. Y sentí calor, el frío ahora remitía, las heridas cicatrizaban. Sentí que mis ojos se apagaban. Volvía al sueño, al descanso del que no tendría que haber despertado, pues nadie lo hace… En cincuenta años de trabajo, jamás le había sucedido algo así. El viejo Francisco lo afirmaba una y otra vez en el único bar del pequeño pueblo. “Menos mal que el sol ya había salido y las únicas sombras eran las que daban los viejos

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Epitafios olmos, porque si no, válgame Dios... No, no fue fácil incluso con el sol iluminando todo alrededor.” El espectáculo era macabro, irreal. Odiaba contarlo, repetirlo una y otra vez, pero siempre terminaba satisfaciendo la curiosidad de quien le sacara la conversación: “Sí, créame que aún me estremezco. Es que, verá, el cuerpo estaba agarrado a la lápida, como abrazándola. No sé qué pasó, y tampoco quiero saberlo, pero el cuerpo era el del maestro Gutiérrez de la escuelita rural, que entonces llevaba muerto unos nueve años. Y la tumba sobre la que apareció era la de su esposa, Ester. Había muerto hacía tres días... Dios, no sé qué creer, lo único que puedo decir es que nunca más pisé el cementerio. Renuncié como cuidador.” …y allí estaba ella. Ya no hacía frío y la sensación de soledad había desaparecido. Era como si hubiese estado esperando en alguna parte durante años. Yo había cruzado las tierras húmedas, soportado el frío y luchado contra el agotamiento. Y ahora, ahí estaba ella. Rodeó mi cuello con sus hermosos brazos y sus labios se apoyaron sobre los míos. Ya no estaban agrietados. El dolor había remitido. Y la sensación de paz fue intensa. Me tomó de la mano y me llevó por un camino blanco, muy blanco, y entonces una lágrima rodó por mi mejilla.

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pobre don rizzo Por Hernán Carbonel Cuando Don Rizzo puso los fideos sobre el mostrador y agarró la libreta para anotar el precio, un poco turbado todavía por la aparición, se dio cuenta de que Ramiro ya no estaba. Esperó un rato más, pero nada. Ramiro no apareció. Don Rizzo fue hasta la única estantería que tenía el almacén, acomodó el paquete de mostacholes en su lugar y regresó al mostrador. Mientras arreglaba el mate y armaba un tabaco, aún confuso por lo visto, no le quedó otra que pensar en Ramiro. Ese chico había sido siempre un poco raro. Ya de pibe tenía actitudes extrañas. Nunca jugaba a la pelota con los de su edad, ni iba de excursión a cazar pájaros. Según se sabía, tenía la costumbre de desaparecer de la casa por días enteros, o salía a caminar de noche, en invierno, vestido con el sobretodo del padre y un gorro de lana que apenas dejaba entrever sus ojos. Otras veces lo habían encontrado en el arroyo, surgiendo desde abajo del puente, con el agua hasta la cintura y lleno de algas, con caracoles, ostras de río y peces vivos en las manos. Nadie supo nunca cómo hacía Ramiro para cazarlos sin cañas ni red. Después vino ese tiempo en que desapareció del pueblo. Fue a los 17 ó 18 años. Nadie lo vio irse. En esa época todavía pasaba el tren, así que, sospechaban, se habría subido a algún carguero con rumbo desconocido. Desconocido, al menos, para la gente del pueblo. Por respeto, o por esas cosas que nunca se dicen, pero a veces se saben, nadie quería preguntarles nada a los padres acerca de Ramiro. Así pasaron cerca de diez años, hasta que la gente empezó a decir que Ramiro había vuelto al pueblo y que se les aparecía de noche, en las esquinas oscuras, desde los baldíos o desde las casas en construcción. Se empezaron a tejer miles de conjeturas: que vivía escondido en la tapera de los Zavala, en el camino que va a Tordillos, o que se había armado una especie de rancho abajo del puente del arroyo, y que andaba solamente de noche y comía lo que el arroyo y los alrededores le daban. En una época en que hubo malaria entre los vacunos, y se morían de a veinte y aparecían sin ojos y despellejados, las malas lenguas empezaron a decir que era Ramiro, que los mataba en las noches de luna llena. Cosa

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Epitafios imposible, porque la mortandad duró como un mes, en luna llena, nueva, menguante y creciente. Por esos tiempos, los padres dejaron de salir a la calle. Los mandados se los hacían el hijo del jefe de la estación de trenes, que era medio corto de sesera, y si tenían que ir al médico de urgencia, sacaban el auto y se iban a otro lado. Por esas cosas de los pueblos, cada tanto llegaba alguna indiscreción chiquita, pero Don Rizzo prefería no escucharla, no saber nada para no acodarse en la mentira. Por eso, ya por la tercera pava de mate y el segundo cigarro, había quedado tan perplejo. Porque era la primera vez que lo veía desde comenzada aquella sarta de versiones. Y no le podía contar a nadie que Ramiro había entrado al almacén. Iban a creer que estaba loco, que veía apariciones o que los setenta le habían empezado a caer en desgracia. Pero, a la mañana siguiente, mientras sumaba totales y hacía números con cuentas impagas, cuando Ramiro volvió a entrar en el almacén y pidió nuevamente un paquete de fideos mostacholes, Don Rizzo supo que aquello no era una aparición, que no estaba loco ni que debía temerle a la arteriosclerosis. Ramiro estaba ojeroso, tenía la misma voz ronca, como si estuviera resfriado, y llevaba puesto el sobretodo del padre, tal cual el día anterior. Una vez frente a él, con toda la serenidad que le fue posible tomar en el momento, y mirándolo a los ojos —unos ojos tremendamente grises, escondidos en los huecos de la cara— Don Rizzo dijo: —¿Como andás, Ramiro? Ramiro no contestó. Fue hasta la estantería, agarró un paquete de fideos mostacholes –el mismo de la mañana anterior, quién sabe– y regresó al mostrador. —Llevalos —dijo Don Rizzo—, invitación de la casa —y se dio vuelta, simulando hacer algo que no tenía que hacer. A sus espaldas oyó los pasos en dirección de la puerta y las tablas del viejo piso de madera crujiendo bajo los pies de Ramiro. Al volverse encontró el almacén completamente vacío, y el paquete de fideos ahí quieto, inútil, sobre el mostrador. Lo que sintió Don Rizzo esta vez no fue ni temor, ni perplejidad, sino una especie de providencial resolución. Tenía que hacer algo. No iba a quedarse con esa duda. Si todos en el pueblo preferían malgastar el tiempo en dimes y diretes, en inexplicables suposiciones, allá ellos. Él elegiría la audacia de la acción.

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Mundos en Tinieblas Abrió la alacena. Sacó el cartelito de “ya vuelvo” y lo colgó en la puerta. Cerró así nomás, sin llave. En el camino, bajo el cómplice sol de la mañana, fue viendo a los pibes correr en bicicleta; al sulky de Don Barrera cruzar arrastrado por un caballo abatido; el límite del pueblo al final de la calle, detrás de la hilera de plátanos, más allá de la tranquera de los Mansolini. Intentó no devanarse los sesos. Una idea se le amontonaba detrás de la otra y él intentaba aplacarlas, darles freno como para que la tranquilidad no se desbarrancara. Dobló un par de veces, cortando por el lado de las quintas, hasta llegar al taller de chapa y pintura. El padre de Ramiro había abandonado el negocio cuando le agarró la hemiplejia y quedó con la mitad del cuerpo duro. Al galpón le faltaban las dos hojas de la puerta y parecía a punto de caerse, sostenido penosamente por cuatro postes y unos trinquetes de alambre caseros. Abajo, descolorido y lleno de agujeros, dormía el chasis de un viejo Rambler. Al lado estaba la casa. El frente inundado de gramilla alta, algunos yuyos creciendo desordenados desde el techo y la juntura de los ladrillos, las paredes embutidas por la humedad. Don Rizzo golpeó la puerta y esperó. Nada. Volvió a golpear. Tampoco. Le pareció de mala educación entrar sin anunciarse, así que esbozó un tímido “holaaaa” y empujó la puerta. Lo que vio fue para él algo inimaginado. Gallinas revoloteando; nidos de pájaros en las alacenas y entre los muebles; paredes sin metros enteros de revoque; las chapas del techo como un colador. Además, olía un fuerte olor a pis de gato. Don Rizzo balbuceó un apagado “permiso” y fue recorriendo el resto de los ambientes: una sola desolación, el mismo paisaje desierto. Un abandono que parecía llevar años. Lo que más lo espantó, lo que Don Rizzo jamás hubiera creído posible, fue la escena montada en una de las habitaciones. A los pies de la cama, frente a una mesa, había un esqueleto atado a una silla, dos grilletes a los pies y otros dos a las manos. Ninguno de los huesos blancos llegaba al plato de comida vacío, al que ni siquiera merodeaban ya las moscas.

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Epitafios

el sueño Por María Rosa Llinares Se despertó transpirado, inquieto. Se levantó sin encender la luz y fue hacia el ventanal que daba al jardín. Entreabrió las persianas para comprobar, una vez más, que aún era noche cerrada. Luego las cerró y, a oscuras, fue al baño; sabía el camino de memoria. Noche tras noche, desde hacía un tiempo, tenía ese sueño recurrente. No lo asustaba, no había porqué. La casa estaba tranquila, silenciosa, como corresponde a esa hora de la madrugada en la que sólo se escucha algún que otro lejano perro ladrar. Solamente lo preocupaba la idea de que le costaría volver a dormir (el sueño lo desvelaba totalmente), ya que debía ir a trabajar a pesar de una mala noche. Así que volvió a la cama e intentó descansar las dos horas que faltaban para que sonara el despertador. En la oficina lo notaban un poco raro, cansado, pero siendo un hombre tan cerrado, parco, nadie se ocupó de preguntarle qué le sucedía. Pensaron que sólo era una nueva faceta de su retraído carácter. Anselmo vivía solo desde hacía varios años, había quedado viudo muy joven. Emilia, su mujer, siempre fue débil, enfermiza, no pudo tener hijos y la tristeza la condujo a un fin prematuro. Él siguió con su monótona vida sin proponerse ningún cambio, aceptando su solitario destino. Y así fue hasta hacía unos pocos meses atrás, cuando comenzó a molestarlo ese extraño sueño, que le traía un único inconveniente: la falta del merecido descanso. Pero ya hasta a eso se estaba habituando. El primer día que faltó a la oficina los preocupó a todos. Jamás, en tantos años, había dejado de cumplir con sus obligaciones. Parecía mentira que una persona de la que no se notaba su presencia, se hiciera notar, de ese modo, en su ausencia. Esa noche el sueño se convirtió en algo tremendo, poderoso, resonante, sobrenatural. La locomotora se acercaba en medio de resoplidos, el piso vibraba con su fuerza, el aire se llenaba del vapor que emanaba de la máquina, la luz inundó la habitación, el silbato se hacía ensordecedor, insoportable.

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Mundos en Tinieblas Un pesado sopor mantenía a Anselmo aferrado a su cama, totalmente paralizado; un sudor frío le cubría el cuerpo; sus sienes latían al ritmo de mil caballos; el corazón, feroz, parecía querer reventar dentro de su pecho. Esta vez el sueño se había convertido en algo espeluznante, el miedo era tan atroz; no sabía si aún dormía, pero esto no podía ser otra cosa más que una horrenda pesadilla. Anselmo rezó para poder despertarse… Al tercer día, sus compañeros, ya muy preocupados, dieron aviso a la policía. Tuvieron que derribar la puerta para entrar. La casa estaba perfectamente cerrada y no había signos de que se hubiera querido violentar ninguna puerta o ventana. Les llamó la atención el vapor espeso, raro, que flotaba en el aire. Todo estaba en su lugar, silencioso, ordenado, limpio. Por eso fue tan asombroso lo que hallaron en el dormitorio: el cuerpo de Anselmo yacía sobre la cama, desmembrado, como si hubiese sido arrollado por un tren.

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Epitafios

victoria Por Maximiliano Brina El carguero Gibraltar se erguía inmóvil frente al puerto de Buenos Aires con las luces de cubierta apagadas y la arboladura desnuda. Las velas habían sido recogidas y la tripulación, en el puente, esperaba con la vista fija en tierra la autorización para atracar. Cerca de allí, los porteños festejaban en la costanera el primer centenario de la Revolución de Mayo. Los destellos de los fuegos artificiales se colaban entre los mástiles produciendo sombras efímeras que eran seguidas por una figura inmóvil desde la cubierta de popa. Los empleados de la aduana recordarían durante mucho tiempo a la única pasajera del Gibraltar, esa pálida dama de los Balcanes, bajando la escalerilla del barco envuelta en una gruesa capa negra de terciopelo con una abultada valija por único equipaje. Victoria tuvo leves percances para hacer pasar el ataúd por la aduana y, de hecho, varios de los estibadores se negaron a cargar el funesto embalaje. “Nada me separará de mi esposo, ni la muerte”, se limitó a decir a las autoridades que, en vista de las circunstancias y de la elevada hora, dejaron a un lado la burocracia y le franquearon el ingreso al país sin ponerle mayores obstáculos. La dama de los Balcanes adquirió una vieja casona en las afueras de Palermo. Era esquiva a los vecinos que, de hecho, en los años en que permaneció en Buenos Aires, apenas la vieron; salvo alguna salida al Colón. A pesar de pertenecer a la nobleza europea evitó contacto con la alcurnia local y rechazó indefectiblemente cualquier invitación a fiestas y reuniones sociales. Con el tiempo estableció un prostíbulo que alcanzó gran prosperidad; políticos, militares y tahúres lo frecuentaban por igual. A veces Victoria se dejaba ver en el salón un par de horas, pero no mantenía ningún tipo de contacto con la clientela o con las trabajadoras del lugar que iban y venían. Se ignoraba su edad y, a pesar de que su blanca piel irradiaba juventud, en sus ojos se percibía la vejez. Su figura, altiva, pálida, imponía en unos y otras un profundo respeto no desprovisto de cierta aprensión. Aprensión incrementada por su mutismo; nadie sabía nada de ella salvo que había llegado en 1910 con una valija y el ataúd de

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Mundos en Tinieblas su esposo, actualmente en una bóveda en el Cementerio del Pilar. Había quienes sostenían que fue un medio para ingresar valores de contrabando. Las cosas cambiaron con la llegada de Roberto. Roberto era un joven escritor de ascendencia germánica o prusiana, que comenzó a frecuentar el establecimiento en la medida que su magro salario se lo permitía. Dicen los que estaban que Victoria se fijó en él desde el principio y para sorpresa de todos, al mes, lo hizo acudir a sus habitaciones. Subió la escalera y, en el pasillo, se encontró cara a cara con ella. Estaba parada en el marco de la puerta de su alcoba. Sin decir una palabra, dio media vuelta esperando que el joven la siguiera. La habitación estaba lujosamente amueblada y decorada en tonos carmesíes. Candelabros de cristal iluminaban todo, había un gran retrato al óleo en una de las paredes que a Roberto se le antojó conocido y cortinas de terciopelo junto a las ventanas. La puerta se cerró sin ruido. Al despertar, como las otras veces, estaba solo; las cortinas estaban corridas y la luz del sol inundaba la habitación. Ni rastros de Victoria. Al principio, la situación, al igual que el mutismo de la dama, le había molestado, pero ya se había acostumbrado, no necesitaba más. Comenzó a vestirse. Al creer haber ganado confianza, le había propuesto hacer otro tipo de vida, salir, frecuentar gente. Ella no respondió, pero a la noche siguiente lo sorprendió con entradas para el teatro. Terminaron a la medianoche con unos amigos de Roberto en El telégrafo. Victoria estaba claramente a disgusto y armó una escena cuando quisieron fotografiar al grupo. Roberto se dio cuenta de que nunca había oído su voz. A regañadientes y sólo porque él se lo pidió consintió un grabado. Recordaba el episodio con una sonrisa mientras se anudaba la corbata. Terminó de vestirse y salió. En la calle, a una cuadra de la casa de Victoria, un hombre se lo llevó por delante tirándolo al piso. “Necesito verlo, es urgente, hoy a las cuatro en El telégrafo”, dijo el hombre de acento desconocido mientras le ayudaba a incorporarse. “¿Qué? ¿Está loco o algo?”, dijo Roberto aún aturdido. “Tengo que verlo, es sobre esa mujer. A las cuatro en El telégrafo”. Roberto dudó: “No, a las tres en El Tortoni, si quiere venir, venga...”, repuso después de un momento, dio media vuelta y se fue. Esa tarde conversaba con un compañero del trabajo cuando sintió una mano posarse en su hombro. Era el hombre de la mañana. “Bueno, veo que estás ocupado, no te entretengo más”, dijo el amigo a modo de despedida y el desconocido ocupó su lugar. Roberto lo midió con la mirada. “¿Qué

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Epitafios quiere?”, le preguntó por fin. El hombre se tomó su tiempo para responder. Era viejo, llevaba la ropa desarreglada y la barba de varios días. “¿Qué sabe de la mujer con la que duerme?”, dijo. “Eso no le incumbe”. “Sí, me incumbe y más de lo que usted cree”, tenía un acento extranjero que no podía reconocer. El desconocido encendió un cigarrillo y comenzó su relato. Roberto estaba estupefacto. Lo que había escuchado era a todas luces un disparate y sin embargo algo le impulsaba a darle cierta credibilidad. El desconocido le sacó de sus ensoñaciones. —Tiene que ser esta noche, ¿va a ayudarme o no? Roberto callaba. —Lo que dice es imposible —le respondió. —¿Ah, sí? ¿Por qué lo cree entonces? —Yo, yo... es imposible, eso es literatura —dijo Roberto. —Es una realidad y usted duerme con ella. Tardé diez años en encontrarla y antes de eso la perseguí por toda Europa. Le repito, tiene que ser esta noche. ¿Va a ayudarme? Roberto bajó la mirada, no contestó. —Como quiera. No vaya hoy, entonces. Tenga, protección. Si algo sale mal querrá escapar y no sé lo que pueda llegar a hacer con usted —dijo el desconocido y le entregó un paquete. Roberto lo abrió con cuidado, contenía una estaca de madera y un pequeño crucifijo. —Debe haber un error, no tiene contacto con nadie salvo conmigo y nunca me hizo nada. —Ella no lo quiere para eso. Ve en usted una suerte de reencarnación de quien fuera su compañero... —El cuadro —interrumpió Roberto que ahora se explicaba la familiaridad que siempre percibía en él. —... por otro lado, no necesita hacerle daño alguno. El vampiro se alimenta de cualquier fluido corporal, no sólo de sangre. Usted mantiene relaciones con ella… Roberto apuró de un trago lo que quedaba de su bebida y fijó la vista en el fondo vacío del vaso. Para cuando levantó la vista, el desconocido se había ido. Estaba confundido. Prefirió tomar distancia y no ir esa noche. No estaba seguro de avisar a alguien sobre el desconocido. Lo más probable era que fuera un loco, pero aún así podía ser peligroso. Después de cenar con-

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Mundos en Tinieblas tinuó con el borrador de la novela en que venía trabajando. Debía estar cerca el alba cuando sintió una corriente de aire frío que le heló la espalda. Levantó la vista y vio, reflejada en el espejo que tenía sobre el escritorio, la puerta del balcón abierta de par en par. Sin ocultar su disgusto, colocó la pluma en el tintero y se levantó a cerrarla. La figura pálida de Victoria se recortaba sobre la opacidad de la noche sin estrellas. Se acercó a ella. Un delgado hilo granate, en la comisura de los labios, interrumpía la blancura de su rostro. Roberto volvió la vista hacia el escritorio. Intuía lo que significaban esa mancha y la que se adivinaba bajo la capa, mayor y más oscura. Aunque ella parecía estar bien, la ausencia de reflejo en el espejo del escritorio llenó de pavor a Roberto y eliminó todo rastro de júbilo. “Sabía que vendrías”, le dijo sin animarse a verle la cara. “¿Me esperabas a pesar de que te dijeron que a esta hora ya habría muerto?”. Su voz era desafiante, fría como el viento glacial que entraba por el balcón. “Sabía que vendrías a verme antes de irte”. “No vine a verte. Vine a llevarte conmigo”. Roberto tanteó lentamente el bolsillo interno del saco, aún tenía lo que le había dejado el desconocido. Palpó el crucifijo. Sus dedos buscaron la estaca. Curiosamente, ese 22 de junio sería recordado por mucho tiempo por los porteños como el único día en que nevó en Buenos Aires. Claro que a nadie se le ocurrió relacionar el fenómeno meteorológico con la desaparición de la dueña de una de las más prominentes casas de citas de la ciudad, ni con el hallazgo, en dicha casa, de un ataúd vacío y el cuerpo salvajemente descuartizado de un ciudadano húngaro que había llegado unos meses atrás a la ciudad. Del joven escritor no se supo más nada; hasta que ocho años después publicó su primera novela.

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contenido Prólogo

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primera parte: lugares Zoología fantástica, por Ignacio Javier Olguin

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Dejá vu, por Sebastián Gabriel Barrasa

12

Hotel Calypso, por Federico Guillermo Milicich

16

El Descanso, por Claudia Susana Macchi

19

50 cm, por Agustina Arias

22

Triskel, por Pablo Martínez Burkett

26

El misterioso altillo de Gloucester, por Susana Fernández Quesada

31

segunda parte: sensaciones Hambre, por Elina Fernández

36

Parada, por Bárbara Duhau

39

Buena mano, por Tamara Pequeño

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La criatura, por Graciela Isabel Möen

44

Algo pasa afuera, por Jorge Carrasco

47

La puerta, por Silvia Graciela Franco

52

El Asteroide, por María Enriqueta Roland

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tercera parte: epitafios Presencia, por Tatiana Methol

58

El Pacto Drago, por Javier González Andújar

60

Recuerdo, por Rosa Esquivel

65

Despertar, por Ernesto Antonio Parrilla

66

Pobre Don Rizzo, por Hernán Carbonel

69

El sueño, por María Rosa Llinares

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Victoria, por Maximiliano Brina

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Este libro fue impreso en los talleres de Multigraphic, Av. Belgrano 520, Ciudad de Buenos Aires, Argentina, en abril de 2009.


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