Mundos en Tinieblas 2

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Mundos en Tinieblas



Mundos en Tinieblas Cuentos fant谩sticos y de horror

Pr贸logos de Ignacio Olguin y Lucas Berruezo


Mundos en Tinieblas vol. II / Myriam Claudia Peradotto [et.al.]. —1a ed.— Buenos Aires : Ediciones Galmort, 2009. 160 p. ; 20x14 cm. — (Mundos en tinieblas; 3) ISBN 978-987-24376-5-3 1. Narrativa Argentina. CDD A863

© 2009, Obra colectiva © 2009, Ediciones Galmort

www.edicionesgalmort.blogspot.com

1ra. edición: diciembre 2009

ISBN: 978-987-24376-5-3 Hecho el depósito que indica la ley 11.723 Impreso en Argentina

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cuentos fantásticos Buenas noches. Mi nombre es Ignacio Javier Olguin y soy el encargado de escribir el prólogo de literatura fantástica; así que, con una copa al lado de mí, y la luz del monitor que alumbra mi rostro y buena parte de la oscura habitación, me dispongo a comenzar. Lo primero que quisiera dejar en claro es qué diferencia a la literatura fantástica de otros géneros. Digo de empezar por aquí porque no hay texto que no contenga (al menos un poco) de fantasía. En el género fantástico, aparece algo ajeno al orden de lo natural que irrumpe en el mundo cotidiano: lo que hace su estructura es ubicarte en un contexto que creés conocido, en algo que podrías vivir todos los días, y de repente, ¡zas!, lo inesperado, lo que no puede pasar en la realidad, lo que te desubica y te saca de lo cotidiano, de lo habitual. Escribir este género tiene algo de particular para quien se dedica a ello: en el fondo, tiene una libertad de la que muy pocos géneros gozan: la de poder romper, sin límites ni frenos, todo lo establecido, la de recrear nuestro mundo para luego crear el propio del artista: el de calles que se repiten cual déjà vu, el de muertos que aparecen sin motivo aparente en un pasillo y nadie se hace cargo, el de la fantasía, básicamente. Poe y su "Corazón delator" es un claro ejemplo de este tipo de género: un hombre asesina a su mujer y la entierra debajo del piso de su casa (algo que, mal que mal, podría pasar en la vida cotidiana). Y es allí donde irrumpe lo fantástico: el corazón de la fallecida no deja de latir y vuelve loco al asesino hasta hacerlo confesar. Escuché un ruido detrás de mí, disculpen… Voy a seguir escribiendo por si es alguien, así no sospecha. Sonó como si se hubiese


cerrado la puerta de la habitación. Y unos pasos, que ahora pararon. Estoy temblando, pero sigo escribiendo. No voy a dejar de hacerlo y, es más, ahora escribo más rápido. Otros dos pasos, el silencio nuevamente me invade. Me corro un poco de enfrente del monitor para ver si puedo ver el reflejo de ese alguien. Nada. La única luz de la habitación es la de este maldito monitor, que me cega y no me deja ver reflejos. Acá no hay ventanas; lo único que hay es una puerta, a unos metros detrás de mí. Y esa puerta dejó entrar a alguien que no se quién es. Temo darme vuelta, me da pánico. Mi corazón late muy rápido (malditas coincidencias, me puede delatar) y nuevos pasos suceden con el tiempo. Uno, dos, tres... No debe estar muy lejos. No sé cómo referirme, si decir "alguien" o "algo"... Quizá ya esté lo suficientemente cerca como para poder leer lo que estoy escribiendo. Prefiero no pensarlo y seguir escribiendo. La literatura fantástica es un género que otro ruido sonó detrás de mí. Y éste fue muy cerca... Intento cerrar los ojos para pensar en otra cosa, pero la luz del monitor me atrae como a un imán, y la fantasía de un posible reflejo me atrapa. Ay, no puedo pensar en otra cosa. No puedo. Y ahora no sé si es mi imaginación u otra cosa... Siento una respiración en mi espalda... Una respiración tranquila, expectante, mucho más calma que la mía en este momento. Siento que es el momento de darme vuelta y ver quién está aquí conmigo. No me animo... Si estás leyendo esto, no me animo. Y encima jugás conmigo, con tu silencio... La respiración se acrecentó y siento algo que pasa cerca de mi hombro, que me toca y que huye, y que vuelve a tocarme... Escribo rápido e intento tapar con el ruido de las teclas el sonido de su respiración. Debo darme vuelta. No me animo, pero lo haré. A la cuenta de tres lo haré. Voy a darme vuelta a la una... Voy a darme vuelta a las dos... Voy a darme vuelta a las tres... Ignacio Olguin, noviembre 2009


cuentos de horror En el prólogo a la edición de Mundos en Tinieblas vol. 1 hablé principalmente del género fantástico. Allí dije que el fantástico es un género de efecto, y que entre los efectos que puede y debe causar se encuentra el miedo. Ahora, para esta edición de Mundos en Tinieblas vol. 2, y dado que me ha tocado prologar la sección de cuentos de horror, me gustaría hablar sobre el miedo. LA ESENCIA DEL MIEDO El existencialismo, con Jean Paul Sartre a la cabeza, definió el ser dividiéndolo en dos partes: el ser "en sí" (propio de las cosas naturales) y el "para sí" (propio del hombre). Esta dualidad intentó superar a la que distinguía entre ser y nada, ya que la nada estaría incluida en el "para sí" que define al ser del hombre. La cuestión es más o menos así: los animales y vegetales son seres "en sí", esto significa que su ser se define por la continua repetición. Las generaciones de seres "en sí" se van sucediendo sin que nada nuevo aparezca en ellas. Por el contrario, los hombres son seres "para sí", y esto significa que la nada está presente en ellos, y como la nada a su vez está definida por la "negación" (la posibilidad de negar al ser, para decirlo de alguna manera), el hombre es el único ser que posee libertad (libertad de decir no, es decir de no repetirse y por lo tanto de hacer cosas nuevas). Por esto mismo, la historia sólo es posible con el hombre, ya que es él, y sólo él, el que trae al mundo lo nuevo y, con esto, el cambio (la historia de los seres "en sí" no tendría sentido, ya que sería siempre la misma). Por


supuesto, la ontología no sólo debería estudiar esta dualidad por separado, sino que tendría que ocuparse del Ser con mayúscula, buscando la integración de ambas definiciones (aunque ésta sea imposible). Ahora bien, ¿qué tiene que ver la definición que el existencialismo da del ser con el miedo? En realidad no mucho, pero lo que me pareció interesante es relacionar, desde un punto de vista personal, esta idea del ser "para sí" con lo que podría ser la esencia del miedo. De alguna manera, podríamos pensar que todo miedo se reduce al miedo a la muerte: lo que me atemoriza es, en última instancia, lo que me podría matar. Por supuesto que hay excepciones (siempre las hay), pero por lo general le tenemos miedo a los ofidios y a las arañas y no a las hormigas o a las moscas. Todo lo que represente la posibilidad de morir da miedo. Supongamos que tenemos un encuentro con nuestro Creador y éste nos da el don de la inmortalidad, entonces dejaríamos de temerle a las guerras, a las enfermedades y a muchas otras cosas que en un caso normal nos aterrarían, ya que sabríamos que cualquier cosa que nos pase quedaría atrás sin dejar huellas. Tal vez estamos simplificando demasiado el tema. Podrán decirme, con toda razón, que la gente no sólo le tiene miedo a la muerte, sino también al sufrimiento, a la muerte de un ser querido, a la soledad, etc.. Por supuesto, y aquí quería llegar. El miedo a la muerte simbolizaría mejor que ninguno el verdadero miedo del hombre, sin ser él mismo ese miedo esencial. Lo que se esconde detrás de todo miedo es, ni más ni menos, que el miedo a la nada. Es a esto a lo que en verdad tememos, a la nada, a no-ser. Basta con que alguien diga que hay algo después de la muerte (y que se le crea, por supuesto), para que el miedo a ella desaparezca y más de uno esté dispuesto a recibirla con los brazos abiertos, como hacían los cristianos en el Coliseo. Si realmente supiéramos que después de la muerte hay algo, y no nada, entonces nuestro miedo desaparecería o al menos se vería transformado. Por ejem-


plo: más de una vez he oído, de personas distintas, que es preferible la idea del infierno a la de la nada; y es que en el infierno al menos se sigue siendo, mientras que en la nada todo acaba. Lo que se esconde detrás de todo miedo es, entonces, la nada. Ya vimos cómo el existencialismo relacionaba la nada con la libertad, y es que si sólo hay nada, entonces la nada pasaría a ser, y si el ser sólo es nada, entonces nada hay que limite y restrinja. En Sartre queda claro que la nada necesita del ser para ser, ya que ella misma se define como la negación del ser, por lo que si sólo hubiese nada, entonces se sería completamente libre, ya que en última instancia no se sería (al menos no de la forma en que se concibe el ser). Pero nosotros, los hombres, no soportamos esa idea de libertad, ya que nos aferramos a la idea de ser-para-siempre, es decir, de ser como somos actualmente. "¿Y qué ocurre con aquellos que no temen su propia muerte, sino la de alguna otra persona?", se me podría preguntar. En ese caso, estaríamos en una variante de la misma situación: lo que se está temiendo en ese caso sería la nada que dejaría la falta de esa otra persona en nosotros y en nuestra vida. Siempre tememos la muerte de algún ser querido (sea éste familiar, mascota o ídolo del rock) y no la de algún desconocido. Podemos sentir la muerte de alguien ajeno a nosotros después de que haya sucedido (ocurre muy a menudo con los jóvenes y los niños o con las personas consideradas "buenas"), pero nunca la tememos de antemano. El temor se basa en nuestra cercanía con la nada, en el hecho de que la nada vaya ganando espacio en nosotros, aunque sigamos siendo un tiempo más. LA OMNIPRESENCIA DEL MIEDO… El miedo es una de las emociones originarias del ser humano. Antes de que el hombre pudiera sentir amor, de una forma cerca-


na a como lo sentimos hoy, ya sentía miedo. En estos días, comenzado el siglo xxi, parecería que el miedo, estimulado y muchas veces generado desde los medios de comunicación, amenaza con ocuparlo todo en nuestras vidas. No sólo tenemos miedo de contraer alguna enfermedad, sino también de salir de nuestras casas, de volver a ellas, de lo que puede pasar por las noches, pero también por las mañanas y las tardes, de viajar en la ruta, de ser espiados, vigilados, despojados, humillados, torturados, etc. Y esto, por supuesto, les permite a algunas personas hacer dinero con ello. Demos como ejemplo la medicina: desde que dejó de ser “el arte –la techné– de curar a los enfermos”, como se creía en tiempos de Hipócrates, y se convirtió en “la ciencia de prevenir enfermedades”, pasamos de lo concreto a lo posible, y desde allí directamente a la neurosis. Ya no tenemos que ocuparnos de nuestra enfermedad específica, sino de todo aquello que podemos contraer; por eso, debemos prestarle atención al cáncer de próstata, al de piel, al de mama, al de pulmón, a los problemas cardiovasculares, al mal de Parkinson, a la presión alta, al colesterol, etc., etc., etc. Y si no lo hacemos, hay un Día Internacional de cada enfermedad para recordarnos que no es que nosotros seamos saludables, sino que todavía no nos encontraron algo de lo que seguramente tenemos o en cualquier momento vamos a tener. Y de esto, como decía antes, viven muchas personas: Obras Sociales, prepagas, doctores, laboratorios y hasta empresas relacionadas directa o indirectamente con la salud1. Con esto no quiero decir que la prevención o la concientización sea mala, no, lo único que quiero decir es que cuando mencionamos una enfermedad, sea en 1. No quiero dilatarme mucho, pero es interesante ver cómo se hace hincapié en la salud de una forma extorsiva. Diferentes publicidades se centran en la enfermedad para vender sus productos, por ejemplo: ya no es más saludable lavarse los dientes, ya que los cepillos son el lugar perfecto para la acumulación de bacterias, a no ser que se los lave con ese cepillo de esa marca; o el agua que sale por nuestras canillas puede ser muy dañina, a no ser que se tenga esa marca de cañerías, que cuida el agua y, por ende, nuestra salud.


el contexto en que sea, de algún modo la estamos invocando, y así uno se estresa. El resultado: pocas personas que se sientan sanas (aunque lo sean), niños y jóvenes con enfermedades de adultos, la enfermedad siempre presente en nuestras conversaciones o nuestros pensamientos, etc. Y ni hablar de la inseguridad, el miedo al futuro, al caos, todo utilizado como medio de dominación política. Por esto mismo, ese miedo a la nada, que ha existido desde siempre, hoy (y desde hace ya unas décadas) se encuentra en un momento especial: en el de su absoluta manipulación. EL MIEDO… EN ARGENTINA Más de una vez me han dicho: "Para las personas que escriben horror, vivir en la Argentina es el lugar ideal, basta con ver la televisión o leer el diario para inspirarse". Las personas que me han dicho esto, más o menos todos con las mismas palabras, creen que vivir en un país donde reina el miedo es inspirador para los que escriben horror. Me gustaría discutir esta idea. Por mi parte, creo todo lo contrario. Soy una persona que trabaja con el género del horror y lo fantástico tanto desde el lugar de crítico como desde el de escritor, por lo que creo poder hablar desde ambos lados. Vivir en un país donde se respira el miedo en cada momento del día no representa una ventaja, sino una prueba. No es fácil asustar en la Argentina. Para hacerlo, hay que recurrir a historias que sean más terribles que la realidad, y la realidad que nos toca es bastante terrible por sí sola. Por eso, me parece destacable que en este país todavía haya gente que se proponga asustar a otra. No es una tarea fácil, pero es posible. Habrá que esforzarse, pero el resultado siempre es reconfortante. No hay mucha literatura de horror publicada en la Argentina en particular ni en Latinoamérica en general. Debido a esto, autores como el español Luis Martínez de Mingo aseguran que


el fantástico hispanoamericano tiene como característica y aporte fundamental el no buscar producir miedo, sino “la ampliación de las puertas de la percepción del mundo”2. No es mi intención discutir la postura de Martínez de Mingo (de hecho, su trabajo me parece interesante), sino resaltar esta característica del fantástico hispanoamericano y, en lo posible, relativizarla: es verdad que no hay mucha publicación de literatura de horror en Hispanoamérica, pero dudo de que la producción sea escasa. Simplemente no se llega a las grandes editoriales y librerías. La prueba la da este libro que estamos presentando, donde los ejemplos de cuentos propiamente de terror no son escasos. Me gustaría terminar este prólogo con una nueva felicitación y un prolongado agradecimiento a Ediciones Galmort, que una vez más ha apostado a escritores contemporáneos y a un género que, aunque florece en otras partes del mundo, en Argentina está todavía luchando por labrarse su camino. Lucas I. Berruezo, noviembre 2009

2. Martínez de Mingo, Luis, Miedo y Literatura, Madrid: Editorial Edad, 2004, p. 161.


primera parte

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el pasillo Por Myriam Claudia Pedarotto En el pasillo, ocho puertas. Detrás, ocho familias. Universos diferentes se conjugaban día a día. Era un simple puente a sus pequeños mundos. Una mañana se oyeron gritos cuando Catalina, la chica del sexto, arribó al pasillo. Los habitantes del lugar comenzaron a aparecer, en pijama, camisón o a medio duchar. Nadie quería perderse lo que acontecía en aquel metro y medio. Lo visto fue aterrador: un hombre tendido de bruces. Los más corajudos se acercaron para comprobar si estaba muerto. Parecía que sí, pero no había nada que delatase una herida. Era de mediana edad y aspecto común. La primera en hablar, entre sollozos, fue Clotilde: –Hay que llamar a la policía. María, la del primero, estaba por utilizar el teléfono cuando su esposo le recriminó: –¿Por qué tenés que ser vos la que llame? Harán preguntas, habrá un interrogatorio. No, señores, este hombre apareció muerto en el pasillo que nos pertenece a todos, así que la denuncia habrá que hacerla en conjunto. Catalina explicó que no podía quedarse, debía ir a trabajar; Arturo, el del segundo, alegó idéntica excusa; y así, uno tras otro, fueron exponiendo sus pretextos. Nadie se hizo cargo, y el muerto quedó tirado en el pasillo.

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A la media hora, el día comenzó para todos. Al pasar junto al cadáver, algunos se persignaban; otros miraban el cuerpo que ya iba tomando distinto color. Al poco tiempo del tenebroso hallazgo, el olor se volvió intolerable. En sus departamentos, cada habitante encendía sahumerios, hornitos con aceite. Pero eso no alcanzaba a cubrir el tufo que, desde el pasillo, iba penetrando en cada hogar. Al tercer día, Alfredo, el del quinto, reunió a todos en su casa. El tema por tratar sería el olor, como si éste fuese “el problema”; ninguno mencionó al muerto, que era la verdadera causa del hedor. En la reunión se aportaron ideas: rociar cada media hora el patio con acaroína; llenar el pasillo de sahumerios; y, la más descabellada, bañar y perfumar diariamente al cadáver. Esta proposición fue descartada rápidamente, ya que ninguno estaba dispuesto a hacerlo. Cuando la asamblea parecía terminar sin una solución, tomó la palabra Jorge, el del octavo, dijo que sabía qué hacer. Acariciándose astutamente la calvicie, demoró el relato de su propuesta, creando ansiedad en sus vecinos. Su actuación histriónica duró interminables minutos, hasta que María le exigió que hablase. Jorge se acomodó en su silla y dijo: –Lo que tenemos que hacer es simple. Cada uno de nosotros, durante varios días, tirará un balde de cemento sobre el cadáver. Con eso terminaremos definitivamente con el mal olor. Entusiasmadísimos, aprobaron la propuesta y no faltaron los aplausos. Al día siguiente, comenzaron la tarea. Al mes, una montaña de concreto sobre un costado del pasillo era lo único que testimoniaba lo ocurrido. En los departamentos ya no había mal olor, y la imagen tétrica había pasado a ser historia. Al tercer mes, tuvieron la ingeniosa idea de refaccionar el pasillo. Hacía falta mejorarlo. La montaña de cemento en mitad del 18


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pasaje era inelegante. Con rapidez hallaron la solución. Sobre la loma de hormigón construyeron un cantero, en el que colocaron bellísimos lazos de amor que caían hasta el piso. Terminada la decoración, quedaron conformes y convencidos de que aquello que en su momento fue problema lo supieron revertir a su favor. Su rápido y discreto actuar evitó sobresaltos. Aquel hecho sólo había modificado un pequeño aspecto de sus vidas. El pasillo era ahora más angosto en su parte media. Pero nadie podía negar que se veía más hermoso. El único problema ocurría al salir con bicicletas o changuitos para las compras. Se hacía incómodo el trayecto. Pero, en fin, “¡nada es perfecto!”, aseguraron. Excepto sus propias vidas, las que no estaban dispuestos a alterar por nada ni por nadie.

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huésped Por Mabel Nélida Loureiro Cuando empujó la pesada puerta de hierro, ese jueves a las tres de la tarde, Norma no imaginó que su vida cambiaría definitivamente. A medida que subía por los gastados escalones, un temblor le recorría el cuerpo; sin embargo siguió, su objetivo era más importante que ese primer temor. Todo había comenzado en febrero. En la última charla que había mantenido con Rosalía, su vecina de ochenta y dos años, surgió el nombre de María Juana. Norma pudo ver con cuánta nostalgia su querida vecina le hablaba de esa otra amiga a la que no veía desde hacía diez años. Había perdido su teléfono y lo único que recordaba era que vivía en el barrio de Congreso, en la calle Combate de los Pozos 270. –Algún día voy a tomar un remís para ir a visitarla. ¿Te gustaría acompañarme, Norma? –Por supuesto. –Mintió; su mente ya estaba en otro lado. Qué mejor que obsequiarle a Rosalía aquella sorpresa: ella contactaría a las dos antiguas amigas. Alguna tarde, dentro de los trámites que habitualmente hacía para su jefe, incluiría la visita a la casa de María Juana. Y ese día llegó. Se impresionó ante la antigüedad de la casa y el estado calamitoso en que se encontraba la fachada. Al balcón le faltaban pedazos de mampostería, y algunos hierros oxidados asomaban como flechas apuntando hacia la vereda de enfrente. Una maceta hacía de sostén de un lazo de amor sediento de agua. No había timbre, pero la 20


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puerta cedió al empujarla. Al llegar al último peldaño, desembocó en un hall donde la mugre y el descuido saltaban a la vista. Esperaba encontrar a una señora mayor, pero prolija, como su vecina; por el contrario, su vista chocó con una mujer joven, desgarbada, con la mirada perdida vaya a saber en qué. Después de escuchar atentamente el motivo por el cual Norma estaba allí, la invitó a pasar a una habitación mientras pronunciaba estas palabras: –Roby, tenemos un huésped. “Tenemos un huésped”, esa frase la perseguiría durante todos los días que permaneció cautiva. Los hechos se sucedieron tan rápidamente que no tuvo tiempo para reaccionar. Un portazo, el sonido de la llave poniendo el cerrojo y eso fue todo. Ante la sorpresa, llamó, golpeó la puerta; luego el llamado se convirtió en un grito; los golpes, en patadas. Su furia era tal que ni siquiera vio la decadente habitación en la que se encontraba. Después tendría tiempo de sobra para recorrer y conocer cada rincón, cada pedazo de ladrillo asomando a través del revoque de la pared, cada tabla faltante en el piso, cada recorrido de las hormigas. Se lamentó por no tener un teléfono celular; se lamentó por no haberle avisado a nadie que iría a esa casa. Cuando la puerta se abrió, un hombre alto, delgado, con barba desprolija y la misma mirada perdida que vio en la mujer, le salió al encuentro. Norma gritó, intentó abrirse paso, pero él no estaba dispuesto a perder su presa y le aplicó un golpe, el primer golpe. Entonces Norma lloró, imploró, pidió perdón por molestarlos y dijo que lo único que quería era salir de allí. Por toda respuesta, recibió una amenaza. Si intentaba escapar, la matarían. Otro portazo, otro ruido de llave y otra vez la soledad. El pánico la fue ganando, pensó que eso no estaba sucediendo, que era un horrible sueño. Se acurrucó en un rincón y se quedó dormida. 21


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Durante los primeros días, intentó escapar, gritar, (no le importaban las amenazas) hasta que venía el cúmulo de golpes. En varias oportunidades, la ataron a la cama y la amordazaron. Llevaba un mes allí cuando decidió que ya no valía la pena pelear y con resignación aceptó su nueva vida. Se fue acostumbrando a ese cuarto, al ropero con una pata rota, a la cama de hierro, al colchón sucio, a la frazada agujereada, a comer las sobras que le daban. Hasta se fue acostumbrando a sus propios olores. Sólo le permitían salir para ir al baño, una o dos veces al día. Para no enloquecer, buscó recuerdos en su mente. Pensó en sus hijos, en su marido. Buscó momentos de felicidad. Buceó dentro de sí. Cuando los recuerdos la llevaron a las primeras vacaciones que pasó con Pablo, las lágrimas comenzaron a caer. Pensó que todavía la estaría buscando. Sintió cuánto extrañaba sus abrazos, sus caricias, sus pasos, sus desencuentros, y se preguntó si él también la extrañaría así. Recordó los disfraces de sus hijos para cada fiesta de fin de curso. Recordó cómo disfrutaban con las historias de pájaros, delfines, reyes y princesas, soles y nubes que les solía inventar cuando eran niños. Se refugió en lo que más le gustaba, que era escribir cuentos infantiles. Pensó en el último. Tendría que apurarse a encontrar un final para sus personajes, Aníbal y el lobito de mar, y tuvo miedo. Fueron noventa y tres días con noventa y tres noches las que Norma vivió en ese cuarto antes de morir, ¿de tristeza?, ¿de soledad?, ¿de inanición? Durante todo ese tiempo, su preocupación más inmediata fue que se terminaran las hojas de su agenda y no poder concluir su cuento. Su temor más profundo, morir allí, sola, sin sus afectos. No le tenía miedo a la muerte, pero se aterrorizaba al pensar que la iba a sorprender ahí, en un lugar que no era el suyo. Nunca supo por qué la secuestraron. Tampoco nunca supo que había pasado con María Juana, pero imaginaba que algo malo. 22


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Nunca apareció el cuerpo de Norma, sólo indicios de que estuvo ahí. Cuando dos años más tarde demolieron la casa, aparecieron algunas hojas rotas de agenda en las que se podía leer: “... finalmente... Aníbal se dio cuenta de que... ese pez negro con bigotes no era un pez, sino un lobito de mar,... decidió acompañarlo... Muchos caminos... mares, olas gigantescas... dejaron las montañas... en un bloque de hielo... Feliz el lobito... su familia... en el país del frío.”.

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arnoldo, el fantástico Por Sofía Ferro Caminaba, como susurrado por el viento, por una de esas anumeradas y perdidas calles de Avellaneda. Cabizbajo, y atado a un traje que le zurcía el alma hacia el frente, su reflejo avanzaba sobre la pared de mármol de aquel edificio, que en sus inicios había sido banco y ahora parecía ser algo más. Algo como una cartelera municipal, el sostén de las propagandas políticas que se habían estacionado elección tras elección. El apuro lo llevaba a un ritmo casi espasmódico, y balanceaba su maletín como a un niño inquieto tomado de su mano, hamácate que te hamaca. Entretanto, se cruzaba con otro personaje que no hacía más que ir en contra de él. Un aquél, que andaba con un tetrabrik en la mano y otras desilusiones en su corazón. Conducíase al fondo, donde no había más que una puerta a medio pintar y con medio picaporte. Un cartel sobre ella decía “Casa china de té”. Debajo, “Golpes en corchea serán atendidos, deje su zapato en el pasillo”. Arnoldo tardó, no por incapacidad, sino porque no sabía si dejar el zapato izquierdo o el derecho. Finalmente resolvió dejar el izquierdo, ya que su media derecha había sido atacada por polillas y no iba a ser cuestión que le vieran las partes flojas. No llegó a terminar de golpetear la puerta cuando una señora oriental la abrió del otro lado. Tampoco traía zapatos y su piel era sumamente extraña. “Amarilla y con lunares”, pensó, “nunca conocí a una señorita oriental que tuviera tantos lunares en su piel como pepitas de chocolate hay en una galletita”. Observó también, que en aquel lugar había relojes que gritaban la hora de las 24


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diferentes capitales del mundo en una perfección que asustaría a cualquier suizo. –Buen día, señora, porque…ya no se dice buen día, ¿cierto? La gente directamente no saluda, o empuja y no se disculpa, o se retira pero no dice adiós, ¿será por el dolor de una despedida no deseada? No sé, me lo pregunto muy a menudo –dijo Arnoldo, buscando algo de expresión en aquellos ojos rasgados, que eran todo menos amigables. –A veces me gustaría que dijeras la mitad de las cosas que decís, Arnoldo. –Disculpe, sólo me dejé llevar. –Nuestro hombre reconocía sus derrotas cuando el ánimo ajeno no acompañaba al suyo, y entonces su esfuerzo apagaba los motores. –Pasá, pasá. ¿Qué me traés hoy? –Le traje un maletín repleto de medias tazas, de las que le gustan y estoy casi seguro que no tiene. –Y desplegó el armamento de porcelana. Algunas tazas se complementaban; otras, no. Otras eran del gusto de Gustavo, un hombre mayor que siempre se sorprendía con las tazas importadas, no podía comprender cómo países del primer mundo seguían distribuyendo ese tipo de vergonzosos artefactos. Le gustaban, además, los refranes y las tostadas de pan de salvado, pero eso no viene al caso. La señorita no tardó un momento en decidir qué tazas compraría, cuáles reservaría y cuáles apartaría mentalmente con la ilusión de cambiar la decoración de los interiores de la casa de té. “Así deben de ser las mujeres orientales”, pensó Arnoldo. La comparación que hacía de esa señorita con su esposa, quien no tenía tanto orden en el cuerpo como para economizar su tiempo y espacio de esa manera, lo dejaba exhausto. Aquella –le gustaba llamarla Aquella– escuchaba Edith Piaf mientras se bañaba y luego vagaba desnuda por un rato, en el seno de su tímido departamento de San Telmo. Luego su cuerpo se secaba, y comenzaba a notársele la piel gallinezca, lo cual denunciaba la pronta llegada de Arnoldo. Pero la vibración de la espera lo transformaba frente a sus ojos, y él no 25


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era él. Era Théo Sarapo asomándose con un ramillete de flores silvestres para la Piaf. Entonces, sus sueños se cruzaban en una fantasía con tufito a sepia e infidelidades inciertas. Por un momento, permaneció extrañado e inmóvil. Sus pensamientos desfilaban y le presentaban pancartas sobre el tiempo que corría maratones cíclicas en su reloj: no había caso, aunque hubiera querido retornar temprano, sabía que, cuando saliera de aquella casa de té, la ciudad estaría envuelta en un manto de luciérnagas anaranjadas, como palos de luz con razón de ser o estrellas que habrían caído demasiado temprano. Era toda Buenos Aires un parque de diversiones: veredas partidas, linyeras durmiendo en las entradas de los edificios, semáforos mudos. Las luces, y la falta de ellas, aumentaban el efecto. Camino a casa, no había mucho más que decir o comentar. Tampoco tenía compañía. Faltaba seso con el cual compartir sus teorías. Una de ellas, basada en estadísticas caseras, afirmaba que siete de cada diez automovilistas se sacan los mocos entre las siete y las ocho pm, en el trayecto Avellaneda–San Telmo, sin acaso moquearse, valga la redundancia, por los otros tres que los observan. Tenía su alivio en el hogar y en aquella manzana pelirroja que era su mujer. En ese discurrir del destino, a medida que las cuadras se agigantaban proporcionalmente a su deseo de llegar a casa, tuvo un reencuentro con aquella alma a la cual le gustaba el vino. Fue sorpresa suya hallarlo en la esquina del ex banco, impregnado con la inscripción Escuela de Literatura Potencial en su pecho. “Es el del tetrabrik”, pensó, “pobre hombre, está loco, fuera de sí” y se inclinó hacia él. –No me des una moneda, no me sirve de nada, ¿no te das cuenta? –le dijo, y Arnoldo se erizó como puercoespín que, por curioso y errado, debe tomar otra dirección y continuar su rumbo. –Disculpe, no era mi intención ofenderlo –contestó en un murmullo bajito y volviéndose a su camino rutinario. 26


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–No, pará…vení, vení –le dijo, algo peleado con su entrecejo: lo tenía fruncido–, la gente como vos piensa que un jabalí con pico y plumas blancas es un cisne deformado. No. No es ni jabalí, ni cisne, ¡es la tercera vía! Siempre encerrados y tercos… literatura fantástica, relato de horror… sos tan predecible. Si no nos hubiéramos encontrado, seguramente estarías en tu casa transformándote en cucaracha a lo Gregorio, o haciendo alarde de tu otra personalidad esquizofrénica con tu esposa, como el tipo de El gato negro. –¡¡¡Yo nunca le haría daño a mi esposa!!! –Entonces serías la cucaracha o peor, un alienígena de otro loco mundo. Arnoldo estaba cada vez más confundido. El hombre reía por dentro. –Sos igualito a tus tazas: duro, blanco, incompleto. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Cómo vas a seguir? Causa, consecuencia, causa, consecuencia… Mirá que todavía tenemos la hoja en blanco. Arnoldo ya no podía seguir, no podía contestarle. Pensó que tenía razón, no quería atacar a su esposa por una aventurilla. Y los vocablos se hicieron carne. Y la carne… la carne se hizo otra cosa. –Fue un gusto, nos vemos –dijo el hombre, mientras hacia gestos con la mano, ahuyentándose a sí mismo del lugar. Se levantó, esquivó aquella estructura de porcelana blanca que alguna vez había sido un hombre psicótico en potencia, y continuó a encontrarse con la señorita de la casa de té, con quien se pondría a discutir sobre medias tazas llenas, medias tazas vacías, y otras literaturas banales.

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moscas Por José María Marcos "Cuando el cristal se caiga en el mar, verás que toda esta canción es agonía". Charly García, “Cuchillos”.

Descubrió sin entusiasmo que las moscas que volaban adelante de sus ojos estaban vestidas. Las criaturas componían una constelación peculiar en un planeta a punto de autodestruirse. Sus pequeños trajes de lentejuelas reflejaban el resplandor del sol, que invadía la habitación, y sus profundos ojos negros les daban un toque de reservada expresión. Era mediodía. Era sábado. Era 15 de enero. Estaba solo. Solo frente a las ausencias. Solo de cara a ese insólito milagro. Le faltaban las fuerzas para levantarse. Paralizado en su cama, desnudo y transpirado a causa de la agitada noche, se sentía un títere abandonado en una ciudad diezmada por el Capitán Trotamundos. Se había acostado muy cansado, después de una jornada agotadora de trabajo, pero la calma le fue esquiva y se levantó varias veces para mirar la televisión, escuchar la radio, dar vueltas por el departamento, sacar la tierra de los muebles con un plumero, tomar unos mates amargos, lavar los platos, entrar a internet a leer las últimas noticias, mirar por la ventana y descubrir un cielo cerrado sin estrellas.

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A las tres o cuatro de la mañana, buscó un libro de Akutagawa, que solía releer con frecuencia, y al final se quedó dormido con el ejemplar abierto sobre su pecho. Desde hacía semanas, Antonio Barragán sentía “una vaga inquietud”, como escribió el autor de Rashomon antes de tomar cianuro. No sabía qué hacer con su vida y le pesaban sus cuarenta años que habían transcurrido desde una lejana niñez hacia un futuro que podía ver reflejado en demasiados espejos. Como le venía ocurriendo noche tras noche, ese viernes volvió a pensar que pactaría con Dios convertirse en predicador a cambio de un poco de paz y de fe en la vida, aunque sólo lo haría si aparecía Dios en persona y sin intermediarios. A lo sumo, aceptaría pactar con algún demonio, si éste pudiese demostrarle que efectivamente era un enviado de Dios... un enviado que, como decía su padre, trajo sus mejores intenciones a la tierra y creó justamente este mundo. Ya dormido, Antonio se topó con una masa de fotógrafos que registraban riéndose las imágenes de una guerra, como si ante ellos solamente hubiese escenas de seres simulando ser asesinados, y se encontró con la cabeza de un soldado que seguía hablando y decía que ya era tarde para comprender que la vida es un bien efímero. –Un bien efímero –repetía–, pero el más preciado... Largos y perturbadores habían sido esos sueños. Por eso, quizá, cuando despertó le costó reaccionar ante la irrealidad del ballet que ejecutaban las moscas sobre su cabeza. Tardó en percibir que las pequeñas le estaban ofreciendo la coreografía sobre el Biombo de las Figuras Infernales, que tantas veces imaginó a partir de las descripciones del propio Akutagawa. Difícilmente aquello fuera real, pensó Antonio, aún soñoliento, mientras seguía tirado en la cama, pero sus ojos lo estaban viendo, y sin pensar demasiado decidió levantarse en busca de un insecticida.

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Cuando regresó a la habitación, las moscas seguían su enloquecida danza, y Antonio, aún medio dormido, apretó el aerosol sobre ellas y provocó el fin de la coreografía. Una vez caídas sobre las sábanas blancas, comprobó que se trataba de simples moscas, sin atuendo ni maquillaje; moscas que podrían haber estado sobre un muerto cualquiera, en algún rincón de la triste ciudad, o, bien, husmeando en las bolsas de basura, codo a codo con los perros o los vagabundos. Parado al lado de la cama, Antonio respiró tranquilo. Se sintió afortunado por estar en su sano juicio y comprobó que ya podía afrontar ese sábado de hastío. Nada había cambiado. Sus incertidumbres seguían intactas. Aún no estaba preparado para aceptar un milagro en medio de tanta soledad.

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el origen Por Daniel M. Forte Una opresiva semipenumbra reinaba en ese lugar. El cielo, o por lo menos el lugar en donde debería estarlo, lucía un profundo negro sin estrellas. A lo lejos, cada tanto deslumbraba algún relámpago, un silencioso destello huérfano de truenos y temblores. Pasado el fogonazo, otra vez la nada. ¿Cómo había llegado a ese lugar? ¿Por qué estaba ahí? No lo sabía, sólo su intuición, su vieja e infalible compañera, le dio la respuesta. Era doloroso. Ese punto, la coordenada cero, provocaba en ella una sensación de vacío en las tripas. Languidez y asco trepaban hacia el pecho mutando en la más profunda de las angustias. En el origen, todo era oscuridad, una pegajosa oscuridad que ponía en tensión sus sentidos teñidos con la certeza de ser atacada de un momento a otro. La primera vez que huyó, alejándose cada vez más de ese punto, se desdobló: se vio a sí misma corriendo y perdiendo poco a poco cada una de sus moléculas, que curiosamente volvían al origen. Todo su ser se iba disolviendo: su piel desaparecía, ahora era una masa de músculos en permanente disolución, los humores se esfumaban y se reagrupaban en el origen; ella corría, se disolvía y se recreaba en el punto de partida y todo eso era observado por ella en forma impersonal. Por fin se derrumbó el esqueleto y nuevamente se vio en la soledad, otra vez en el origen, nuevamente en el dolor. Sobrepuesta al desconcierto inicial, trató de entender lo que pasaba. Volvió a intentar la huída tomando distintas direcciones; en todas ellas el fenómeno se repitió. Allí sacó su primera 31


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conclusión: el proceso de disolución y reagrupamiento era independiente de la dirección que tomara. Era difícil razonar en medio de la angustia; respiró hondo y se sentó en el piso con las piernas cruzadas tal como lo hacía durante las clases de yoga, ¿las clases de yoga? Recordó las clases, recordó el trabajo, las reuniones con amigos, su historia: ella tenía una historia fuera de ese punto inicial en donde se encontraba, y eso demostraba que la huída era posible, o tal vez no, tal vez sólo era posible salir de allí a condición de volver. Se incorporó, dijo en voz alta: –¡Voy a volver! Comenzó lentamente a alejarse, un paso, dos, diez, sus pies descalzos pisaban el suelo tibio y arenoso; allí se dio cuenta de que estaba desnuda y vulnerable. –¡Voy a volver! Ya no se veía, caminaba en la semipenumbra repitiendo la frase como un conjuro. Abrió los brazos y comenzó a correr, a saltar y a girar sobre sí, ejecutando una extraña danza para luego detenerse y volver al paso, a la cautela que sólo el miedo exterioriza. –¡Voy a volver! Una sensación de alegría la invadió. Estaba huyendo, era posible la huída, no sabía hacia dónde, no importaba, se podía, era posible, ya nunca más esa opresión en el pecho, nunca más el dolor, ¡nunca más! Se sorprendió llorando de felicidad con los brazos en cruz sobre el pecho y caminando, ahora con paso más ligero, se vio a sí misma en forma impersonal, angustiosamente objetiva: se vio disolverse y recrearse en el origen. Cayó de rodillas y lloró, el origen no cree en palabras, el origen es un dios impiadoso que percibe nuestros pensamientos, anticipa nuestras intenciones y aborrece nuestros sentimientos. –Es posible escapar –se dijo y se incorporó. Buscó a su alrededor algo que la ayudara a huir, algo duro y filoso que le trajera 32


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la liberación del brazo de la muerte; percibió la nada; el origen era el vacío. Quedó largo rato arrodillada en el suelo con la cabeza caída sobre el pecho; su silueta era la imagen misma de la derrota. Pensó en pedir ayuda, se irguió y comenzó a gritar, a clamar, a suplicar. Un eco lejano y ligeramente radiofónico devolvía sus palabras; entonces, presa de la más terrible desesperación, empezó a golpearse el vientre con los puños, castigó su cuerpo en un ritual frenético; el vientre, los pechos, la cabeza. Su cabeza golpeó levemente contra la ventanilla del colectivo. Se despertó, siempre se despertaba en el mismo sitio: a dos cuadras de la parada en la que debía descender al volver a casa.

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el barrio de los zapallos Por María Rita Gil Vivían dentro de un zapallo. Quizá por su color ocre naranja cálido, su interior mullido, las semillas incrustadas sugiriendo una esperanza, el advenimiento de algo nuevo, y esa capa externa dura, inaccesible. Ignoraban su tiempo de permanencia dentro de aquella atípica vivienda. En realidad, no les importaba demasiado. Estaban acompañados en aquel barrio cuyos vecinos moraban en sus mismas condiciones. Cada tanto se reunían. Hablaban de cosas del alma: poesía, música, pintura, leyendas, magia; en fin, arte. Los temas terrenales parecían no tener cabida en aquel entorno. Nadie preguntaba a los demás acerca de sus vidas. No interesaban ahí. Los pasados rengueaban afuera mientras ellos vivían aquel paréntesis existencial. Sólo el movimiento de traslación de la tierra alrededor del sol, les brindaba una noción del tiempo. Y sólo bajo aquellos techos anaranjados y cóncavos, delimitaban su peculiar y elegido universo. Gala cantaba en cada reunión. Su voz aguda y suave se elevaba dejando por detrás un brillante polvo plateado, como escombros de mil estrellas remontando. Su extrema blancura similar al nácar contrastaba con las oscuras prendas que vestía. Sólo una flor roja de seda adornaba su larga y oscura cabellera. Gaspar se acurrucaba contra la pared, envuelto en su rústico ropaje, mientras observaba embelesado las notas que salían de los labios de la cantante. A veces se levantaba y atrapaba una 34


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nota con su arrugada mano para guardarla dentro de su bolsito de arpillera. Leopoldo lloraba a lo largo de toda la melodía. Las lágrimas iban llenando dos copitas que sostenía bajo sus ojos. Al final de la canción, bebía el líquido de ambas copas y sonreía aliviado. José se recostaba contra la cóncava pared, fundiéndose en un mundo de sueños y alegorías. Cada tanto emitía un melódico sonido infantil como si estuviera plácidamente acurrucado en el regazo materno. Pedro era el poeta. No había logrado abandonar la vanidad de exigir absoluto silencio. Su espeso entrecejo dorado se fruncía en gesto de disgusto cada vez que escuchaba algún leve murmullo. Cuando lograba el requerido silencio, comenzaba a recitar con su profunda y cautivante voz, modulando los tonos de acuerdo al texto. Realmente, hipnotizaba a la audiencia que lo escuchaba con un dejo de escalofriante fervor. Sara lloraba sujetando un pañuelo fuertemente dentro de su boca a fin de evitar algún sonido que perturbara al poeta. José se mecía rítmicamente como si estuviera contenido dentro de una ondulante cuna. Ariel, el mago, colocaba su galera en forma horizontal a fin de que las palabras del poeta penetraran en su interior Alana era pintora, y pasaba sus días realizando murales sobre las duras caparazones de los zapallos. Sus pinturas estaban llenas de símbolos, como secretos que se deslizaban por los pinceles para desparramarse en manchas y formas de distintos colores. Sólo el techo del zapallo en el cual se reunían en tertulia tenía la enorme figura de un ave negra grisácea. Había tardado un mes en finalizar aquel mural que era su orgullo y la admiración de todo el grupo. Los otros simplemente estaban por convicción o circunstancia. Pero nada dura por siempre, es sabido. La propia naturaleza del hombre quizá sea quien desteja el ovillo de la armonía. 35


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Y en este caso, fueron Gala y Pedro. Demasiado terrenales, competían entre sí. Y de este modo, se autoexigían diariamente. Practicaban su arte encerrados en sus zapallos a fin de superarse en la próxima reunión. Y así fue como, en una fría noche de invierno, Gala emitió una nota tan alta y penetrante que el techo del zapallo se quebró y se derrumbó ante el asombro y el pánico de los presentes. Y por esa cosa de la física que asegura que la modificación que se produce en un átomo repercute en otro idéntico, aun a la distancia, todos los zapallos se quebraron simultáneamente. Ya no existe el barrio de los zapallos. Pero he escuchado decir que, al quebrarse las duras cáscaras, se juntaron todas las semillas, como imantadas, formando un gran semillón naranja, del cual finalmente emergió una gigantesca ave negra grisácea, que trasladó a los habitantes, adentro de su enorme pico, a una caverna en las rocas, frente al mar. Gala ya no canta, puesto que la culpa (por el derrumbe que causara su aguda voz) la sumergió en una afonía crónica. Pedro ya no recita, como si sus últimos versos yacieran enterrados con la catástrofe. Leopoldo y Sara ya no lloran como si un viento seco y árido hubiera cauterizado sus lagrimales. El mago Ariel ha olvidado los trucos de magia y sólo usa su galera para protegerse del intenso sol. En fin, que deambulan perdida y desflecadamente como esfumadas sombras de las sombras que fueron.

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una estadía en el hotel grand salpêtrière Por Pablo M. Burkett "Había algo que vi y que me disgustó, pero ya no sé si miraba el mar o la piedrecilla". Jean–Paul Sartre, “La Náusea”

No sé qué falta de tino me llevó a hospedarme en el Salpétriére. No es que el servicio sea malo, hay que reconocer que es de una eficiente asepsia. Tampoco puedo culpar al personal, que es correcto y por demás amable, pero supongo que algo anómalo, algo fuera de lugar, me crispa los nervios. Quizá haya sido el fastidioso rellenar de formularios en una conserjería, bastante estrecha y definitivamente estancada en una estética que atrasa, al menos, un cuarto de siglo. Encima, los teléfonos no dejaban de sonar. El lugar estaba atestado. No me asombra con los tiempos que corren. Los rigores de la vida moderna ambicionan un asueto de la propia existencia y, según dicen, esto es de lo mejorcito en plaza. Tengo entendido que reciben pasajeros de las más diversas latitudes, atraídos por las promesas de descanso y recuperación. Aunque enfaticé que no pensaba allegarme hasta la piscina y demás facilidades gimnásticas, no pude eludir la extensa revista médica a la que me sometieron ni bien admitido. ¡Qué gente tan considerada! Además, me ofrecieron todo género de hors d’oeuvre que al instante calmaron mi ansiedad y me dejaron bien dispuesto para recibir las curas que le han valido su fama. Yo no sé por qué postergué tanto este momento.

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Pronto fui conducido a mis habitaciones. Otra vez esa sensación. Seguramente me chocó un poco el estilo despojado. Sin duda, el decorador adscribirá a algún minimalismo de vanguardia, yo que toda la vida fui barroco hasta la desmesura. No es que me desentienda del valor de la publicidad, pero me disgusta ese evidente esfuerzo por merecer la portada de revistas de diseño bajo zalemas del tipo: “ambiente neto, donde una solitaria cama de hierro antiguo se recorta en paredes blanquísimas, recubiertas con mayólicas de demolición”. Me tengo que acostumbrar, es lo que hay. Previsiblemente, la cama crujió un poco al acostarme y aunque unos trasnochados andaban por los pasillos a las carcajadas, con algún vértigo me fui deslizando en la inconciencia. Así empezó mi estadía en el Grand Hotel Salpêtrière. Ya he dicho que el trato es de una singular amabilidad y por momentos raya directamente con la impertinencia, pero a esta altura, poco he podido hacer con ciertas obcecaciones, como la que exhibe la mucama que se empeña en cortarme las uñas. Vanas fueron las apelaciones al decoro, la sensatez o el libre albedrío, ni las uñas de los pies se salvan. Y así con todo. Otra de las curiosidades reside en la repetición a perfectos intervalos del menú. Luego de una temporada aquí, creo que con sólo olfatear cerca de la cocina, se puede predecir el día de la semana. Por ejemplo, sé que es noche de jueves porque huelo a pizza. A mí el día que más me gusta es el viernes, que sirven helados. Pero esa sincronización monástica no es nada, comparada con la exasperante tenacidad a la hora de ofrecer los tentempiés que marcan el curso de las horas. No importa en qué remoto paraje del complejo uno se encuentre, un camarero de blanco se hace presente con las diminutas viandas y los imperativos refrescos y no se marcha hasta comprobar que uno se lo haya tomado todo. No es que añore la vorágine del tránsito, los vencimientos, los jefes irresolutos pero enquistados, las esposas, las amantes arrumbadas, los hijos y los políticos enardecidos, pero la indolente molicie que reina en la mayoría de los días hace que el vacío temporal sea difícil 38


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de llenar. Cuando me descubro ganado por la inquietud, prefiero perderme por el enorme jardín de añejas especies. Alguna vez llegué hasta las alambradas del fondo. Cada tanto suele acompañarme uno de los gatos que habitan el parque. En otoño, los colores de los árboles me emocionan hasta el llanto (no sé por qué, pero se me ha dado por llorar seguido). Caminar por la alfombra de hojas estridentes invita al ensueño. A mí me gusta sentarme bajo una palmera. La que planté en mi casa debe estar así de alta, o más. Esporádicamente, la recuerdo. Otras veces envidio la irresponsable libertad de los gorriones, insensibles a la idea de una existencia ruinosa. Por fortuna no me sucede a menudo y mayormente estoy de buen ánimo, feliz de haber alcanzado este estado de saludable sosiego. Quizá no debiera anotarlo, pero algunos de los compañeros exhiben, por así decirlo, excentricidades impropias de un caballero. Muchos, no se me escapa, practican con igual intensidad la continencia. La mayoría se reparte aquí y allá, sin otra preocupación que prorrogar el reposo. Los más se arrumban frente al televisor. Todos se ajustan a la rutina que impone este encorsetado universo. Aunque no soy muy dado a mezclarme, mis intentos por confraternizar han sido coronados por un estridente fracaso. Pretendí batirme al ajedrez con un taciturno profesor de pelo cano, rigurosamente peinado hacia atrás, como si fuera Beethoven; pero presiento que ni siquiera reparó que tomé asiento frente a él. En una etapa asistí a las improvisadas reuniones de fe de una suerte de predicador que teníamos. Siempre me fascinaron los juegos de palabras y este hombre realmente era extraordinario con los malabares dialécticos que inventaba en torno al Juicio Final. La reiterada referencia a cataclismos venideros me fue apartando del redil. La virulencia de su prédica sobre los últimos días se tornó inaguantable la tarde que nevó. Admito que no tiene nada de extraño ver nevar en invierno, salvo en Buenos Aires, cuyo registro anterior se remonta a unos cien años atrás. Cuando entrevimos un par de trombas marinas sobre el Río de la Plata, el pastor se terminó de alterar y, poco después, se ausentó definitivamente, como otros muchos colegas que no vimos más.

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Otro de los viandantes es un muchacho, prematuramente calvo, que exhibe poco cuidado con su aliño indumentario. Todo el día en pijamas y una cochambrosa robe de chambre que deja flamear a guisa de capa. Se declara poeta y anda borroneando palabras. Las ocasiones en las que me dejó examinar algunas décimas quedé pasmado por un plurilingüe catálogo de la más feroz escatología. Sin embargo, no era el único que presumía de escritor. Había un tal José Tuntar, quizás uno de los pocos nombres que aprendí. Se quejaba constantemente. Un día era que le habían robado toda su obra, que por supuesto, consideraba meritoria e insustituible; al siguiente, que lo habían despojado del amor de una pelirroja, sueca o danesa según parece, que nunca había llegado a ser su novia, porque justamente se la había birlado el mismo ladrón literario. No se requieren conocimientos de experto para advertir que a esta gente le hace falta una muy larga temporada de descanso. Deben ser ellos los que gritan por las noches o los que meten miedo con sus repentinas risotadas. Hay veces que los odio. Anoche estuvieron peor que nunca, andaban como desatados. Me pareció que hizo falta un esfuerzo mayor para llamarlos al orden. Se conducen así a propósito. Con lo que necesitaba dormir. Justo esta mañana me toca mi primera sesión de terapia alternativa. Cada vez que titilan las lámparas y se sacuden las paredes, mi turno está más cerca. He aguardado ese momento con pavor, pero también con ilusión. Por fin el alivio de todas mis tribulaciones. Sé que encontraré finalmente la paz. Temblando de miedo, traté de discernir dónde estaba y me topé con mi ignorancia. Quise reconocer en el espejo al hombre a quien le afeitaban la cabeza y fracasé. Me fue ganando un progresivo espanto. Una aguja me atravesaba el brazo. Una canilla mal cerrada goteaba con pena. Esto no es una pesadilla, es la inconcebible vigilia. Esto no es un hotel, esto es el infierno. ¡No dejen que me hagan eso!

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nieve roja Por José Héctor Rodríguez Desde hace horas, está nevando sobre la ciudad de Ushuaia, que vive apretada entre el mar y la cadena de montañas situada a su espalda, que de hecho ha empezado a escalar porque no tiene por dónde seguir creciendo. Creo que fue acertada mi decisión, hace algunos meses, de aprovechar la beca y venir con mi familia al lugar más austral del mundo, prácticamente el fin del mundo, para trabajar en el doctorado de Biología Marina. Los niños están durmiendo, agotados de jugar con nuestro perro; mi esposa lee una novela de misterio, arropada en la cama; y yo aprovecho la tranquilidad para trabajar en mi tesis, al lado de la chimenea donde chisporrotean los troncos al rojo vivo. Me relaja ver caer la nieve del otro lado del ventanal, siempre me fascinó el silencio con que sucede. No es como la lluvia que embarra, salpica y hace ruido; es un prolijo amontonamiento de copos de inmaculada blancura, que va cubriendo todo lo que existe, de lo más grande a lo más ínfimo, como una frágil ramita de un árbol, o tan esbelto como los cables del alumbrado. De vez en cuando, una brisa hace bailar los copos en caprichosos remolinos, pero sin truenos ni relámpagos, sólo el gran silencio blanco. Cerca del fuego, acurrucado a mis pies, dormita el perro. De pronto, su fina sensibilidad de pastor alemán detecta algo que le hace levantar la cabeza con las orejas erguidas y mirar en todas direcciones. Comienza a ladrar y rasguña la puerta queriendo salir. Le abro, miro, no veo nada raro, y vuelvo a trabajar. Siguen los ladridos, ahora con más ferocidad, hasta que un aullido largo, como de dolor, antecede a un pesado silencio. “¿Qué sucede?”, pienso, no se oye más nada. Busco la linterna y me arropo para salir al jardín: sólo la nieve. 41


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Llamo al perro y no viene. Con sorpresa veo gotas de sangre y señales de lucha con más sangre. Sigo las huellas y, al iluminar detrás de un grupo de árboles, se me presenta una escena espantosa: el perro yace muerto, destrozado; dos aves muy grandes lo tienen sujeto con sus garras y lo están devorando con sus largos picos puntiagudos; tienen una cresta del mismo tamaño del pico y alas membranosas como los murciélagos; sus ojos son rojos luminosos y lanzan graznidos amenazadores. Retrocedo espantado y tropiezo con algo, caigo en la nieve. Mientras trato de recuperar la linterna, oigo ruidos de pisadas que se alejan y un batir de alas. Vuelvo corriendo a la casa, mi esposa intenta ver a través de la ventana, abre la puerta. –¿Qué pasó? –Me dice–. ¡Tenés sangre en la ropa!... ¿Estás herido? Le relato agitadamente lo sucedido. –¿Cómo aves? –Dice ella–. ¿De qué tipo de aves me estás hablando? Las que conocemos no matan perros… Por el tamaño podrían ser petreles gigantes o albatros… ¿Qué otra cosa podrían ser? –¡No! –contesto–, estos no tienen plumas, ¡jamás vi nada igual! Conozco bien la fauna de la región, parecen salidos de una pesadilla… ¡Son monstruosos! Después de tranquilizarme, vuelvo al jardín, meto el cadáver del perro en una bolsa y la oculto para enterrarla al otro día. A los niños les diremos que escapó, no sé si lo van a creer, pero no se me ocurre otra cosa. La nieve sigue cayendo, tapa las huellas del hecho, pero yo no logro dormir. Al día siguiente, domingo, para compensar la aflicción de los niños prometo traer otro perro en poco tiempo y los llevamos a la excursión que recorre la bahía de Beagle en catamarán. Siempre es hermoso ver la ciudad nevada desde el mar, con el fondo imponente de las montañas. Avistamos la Isla de los Lobos, pero lo que más me interesa es observar con los prismáticos la Isla de los Pájaros, tratando de descubrir algo como lo que había visto anoche, pero es inútil, allí no están. 42


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Cuando me reintegro a mi trabajo en el Instituto Oceanográfico, relato lo sucedido y nadie ha visto nada parecido, pero me dicen que hay dos estancias dedicadas a la cría de ovejas, una en Punta Arenas, en la parte chilena, y otra en las cercanías de Río Gallegos, que reportaron haber hallado, siempre a la mañana, los restos de corderos destrozados de tal forma como no había sucedido antes. Siguen llegando noticias cada vez más alarmantes: en las pistas de esquí de El Calafate, mientras hacían el tradicional descenso nocturno con antorchas, varias de estas feroces aves atacaron a los esquiadores. Dos de ellos no pudieron huir y fueron encontrados al otro día completamente devorados. Pero quizá lo más terrorífico fue lo sucedido en las afueras de nuestra ciudad: en horas del atardecer, dos de estos monstruos cayeron en picada sobre una mujer que se desplazaba llevando a su hijo en un pequeño trineo, que arrastraba al lado de ella. Sus gritos no los espantaron, luchó cuanto pudo, pero no logró impedir que se llevaran a la criatura en sus garras. El pánico se apoderó de todos nosotros y se organizaron piquetes de vigilancia con hombres armados que patrullan las calles apenas cae la tarde. Se determinó el toque de queda, aunque nadie se arriesga a salir de sus casas en horas de la noche. Los expertos en fauna discutimos intensamente con qué tipo de ave nos enfrentamos, pero no llegamos a ninguna conclusión, hasta que uno de los piquetes nocturnos logra abatir un espécimen. Entonces se programa una gran reunión en el famoso Museo Paleontológico de Trelew, para su estudio con los especialistas biólogos de todo el país e invitados especiales de Finlandia, Alaska, Canadá y Japón. Pasaron más de veinte días de arduas disputas y se plantearon las más arriesgadas teorías. Finalmente, la que tuvo más consenso fue que los pájaros son lo más parecido a lo que se conocía como pterodáctilos; aves consideradas como reptiles prehistóricos que sobrevivieron a los dinosaurios, pero que se extinguieron hace millones de años. La otra gran incógnita, o tal vez la más grande, “¿cómo llegaron hasta nosotros?”, se resolvió de la siguiente forma: el calentamiento global, que es la causa del retroceso de los 43


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glaciares, indujo también la incubación de los huevos de estas aves, una vez liberados del hielo. Volvemos a Ushuaia sin más alternativa que intensificar las guardias y no salir de noche. Después de varios días, comienzan a aparecer ejemplares muertos, sin que se conozca la causa: dos, flotando en el Canal de Magallanes; uno, frente a nuestro puerto; tres, en la bahía Lapataia; otro, cerca de El Chalten; y tres más, en el Canal de los Témpanos, frente al glaciar Perito Moreno. Los expertos creen que no pudieron sobrevivir a las condiciones climáticas, a pesar de que favorecieron su nacimiento o no resistieron el contacto con nuestros virus y gérmenes. No se conocen nuevas agresiones, pero la incertidumbre queda latente en todos nosotros para siempre.

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escaleras abajo Por Claudio Sylwan El día que se mudaron a aquella casa, Eduardo se paró en el dintel de la puerta de entrada junto a su hija y, mientras la miraba a los ojos, le dijo: “casa nueva, vida nueva”. El último año había sido muy duro. El accidente de María lo había enfrentado crudamente a una realidad para la que no se sentía preparado. El pasaje repentino de matrimonio feliz a viudo melancólico y triste le había opacado la vida. Le tomó unos meses a Eduardo darse cuenta de lo irreversible de la situación y de las necesidades de Malena, que ahora, sin madre, requería todo el cariño y la atención de él. “Hay que volver a aprender todo”, pensó Eduardo, y creyó que una vida sosegada y calma lo acercaría más a su hija. Tomó así la decisión de abandonar el centro de la ciudad y comprar esa casa aislada junto al bosque, que siempre lo había atraído. No sin razón, pensó que la cercanía a la naturaleza y alejarse de las urgencias y apuros de la ciudad iban a fortalecer el vínculo con su hija. La casa era la sensación de los arquitectos jóvenes de la ciudad. Sus líneas rectas, el blanco etéreo y su volumen integrado al bosque vecino le daban a la construcción el aspecto de una delicada volatilidad y, a su vez, de una fortaleza de naturaleza fértil y fecunda. Si bien se encontraba un poco alejada de los suburbios, el rápido acceso con vehículo le daba a Eduardo la tranquilidad de saber que en pocos minutos podría alcanzar cualquier punto de la ciudad, en caso de ser necesario. 45


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Rápidamente, se adecuaron a la nueva vida. Eduardo organizó sus actividades de manera tal que se superpusieran con los horarios escolares de Malena. Salían juntos de mañana y regresaban del mismo modo al atardecer. Pronto descubrieron que el living, en parte integrado a la cocina, era el lugar preferido de ambos. Un espacio totalmente blanco, amplio, con una iluminación diurna proveniente del gran ventanal que miraba al bosque, lo que le daba al ambiente un clima muy acogedor. La rutina les hacía una buena pasada. Al regresar a la casa, casi diariamente, ambos disfrutaban sentarse junto a la gran mesa del living y jugar al dado. Inútil le había resultado hasta ahora a Eduardo intentar explicarle a una niña de cuatro años el juego de la generala, por lo que habían inventado el juego del único dado. Era sencillo: tiraban el dado una vez cada uno y Eduardo sumaba hasta que el ganador llegaba a cien. Así pasaban largos ratos, ya que la alegría de Malena, en esos momentos de tirar el dado, le daba a Eduardo la certeza de que estaba haciendo bien las cosas. Por ahora, el mundo de mayor regocijo de su hija giraba alrededor de esa mesa, en la que reían y jugaban en torno al dado solitario. Uno de los recuerdos que conservaban de María era una radio bastante destartalada que ella amaba. Aunque le faltaban algunas perillas, la radio funcionaba correctamente y, como tenía un contenido afectivo tan fuerte, Eduardo nunca fue capaz de reemplazarla. El verano de ese año fue muy caluroso. Frecuentemente, debía interrumpir esos ratos de juego con su hija para ir al sótano a regular la intensidad del aire acondicionado. Siempre le había llamado la atención ese sótano, tan planificado, con todas sus maquinarias relucientes y una tecnología sin escatimar gastos. Sin embargo, el hecho de que la puerta de entrada sólo tuviese acceso por medio de un picaporte exterior, le había hecho reflexionar al respecto. Ante tanta tecnología, el tener que poner un listón de madera entre la puerta y su marco para impedir que la puerta se cerrara sin la posibilidad de abrirla 46


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desde adentro, le parecía no sólo un anacronismo, sino también un enorme error de planificación. –Un día de estos –se dijo para sí una vez más–, voy a tener que instalar un picaporte en esta puerta. Ese día comenzaron a jugar temprano. Prendieron la radio y, como siempre, la pusieron sobre la mesa. Malena estaba en uno de esos días en los que el dado sólo mostraba el número seis, sacando gran ventaja sobre Eduardo. Después de un rato, el calor se estaba haciendo casi insoportable. Decidió interrumpir el partido para bajar al sótano y aumentar la regulación del aire acondicionado. Le dijo a Malena que lo esperase. Bajó las escaleras y se encontró frente a la puerta del sótano. Eduardo la abrió, casi rutinariamente, y puso el listón de madera. Al cabo de una simple inspección, se dio cuenta de que la falta de refrigeración era causada por la pérdida de agua de una manguera. Abrió el cajón de las herramientas y comenzó a reparar la avería. Ante la tardanza, Malena se dirigió hacia el sótano. Eduardo comenzó a escuchar los sonidos de la radio cada vez más cercanos. Agachado, tratando de reparar la manguera, vio a través de la puerta entreabierta a su hija bajar las escaleras con la radio en su mano derecha y el cubilete en la otra. De pronto, y ante su impotencia, vio a Malena trastabillar y caer escaleras abajo, para terminar desplomada sobre el piso. El aparato rebotó escalón tras escalón. Como si fuese una ironía del destino, vio cómo la radio aterrizaba sobre el listón de madera. La puerta se cerró instantáneamente. Tardó Eduardo algunos minutos en tomar conciencia de la situación. La imposibilidad de abrir la puerta desde el interior del sótano lo desquició. Su hija, afuera, seguramente lastimada, y él ignorando la gravedad de su estado. La radio, a un volumen altísimo, le impedía escuchar cualquier signo de vida de Malena. 47


Se dio cuenta del paso del tiempo cuando la radio, lentamente, acus贸 el desgaste de sus pilas. Lo 煤ltimo que crey贸 escuchar fue el resultado de la Loter铆a Nacional. El dado, junto a la manguera reparada, marcaba un seis.

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segunda parte

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nada más que un cuerpo Por Daniel Andrés Campano La oscuridad de la noche se cernía sobre las calles como un buitre sobre los restos de un cadáver. Si bien la noche era de luna llena, la luz del astro era absorbida por una espesa capa de nubes, que proyectaba su espectral sombra sobre las vacías calles del pueblo. Las casas, con sus persianas cerradas, dormían al igual que sus ocupantes. El sepulcral silencio sólo era interrumpido por el ocasional maullido de algún gato en busca de pareja. Una silueta oscura se desplazaba por una de las callejas. Era un hombre de unos treinta y cinco años, de aspecto fornido. Se llamaba Héctor. Llevaba un bulto grande sobre sus espaldas y caminaba procurando no alterar la quietud del momento. La tibieza del cuerpo muerto que portaba en sus hombros, atravesaba la bolsa plástica que lo cubría, y era una clara evidencia de que el cadáver había sido un ser vivo poco tiempo atrás. Héctor no parecía inmutarse por lo tenebroso de su carga, y estaba bien que así fuera, dado que su oficio se vería amenazado si alguna vez sintiera algo de culpa, remordimiento o simplemente impresión. Miró el cielo y sólo vio una tupida alfombra oscura, con algunos matices de blanco fulgor, allí, donde la capa nubosa era más delgada. Acomodó su pesada carga, tomó un poco de aire y pensó: “es nada más que un cuerpo”. Eso es lo que solía pensar cada vez que se veía a sí mismo transportando un bulto de semejantes características.

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Unas semanas atrás, lo habían llamado a su celular desde un número desconocido. La voz sonaba asustada, pero él estaba acostumbrado a eso. Lo que lo sorprendió fue que el cliente vivía en su pueblo. En sus casi diez años de oficio, jamás lo habían llamado desde su pueblo. Era una villa bastante pequeña. La sola idea de tener que asesinar a alguno de sus vecinos lo trastornó un poco, pero a fin de cuentas no tenía amigos de verdad. Lo que lo perturbaba, en realidad, era la idea de enfrentarse a su cliente y exponerse ante alguien conocido. El encuentro con el hombre de la voz asustada fue en un bar de poca monta en las afueras de la villa. Era el lugar ideal, ya que prácticamente siempre se encontraba desierto, más allá de uno u otro borracho que no revestía mayor peligro. Héctor llegó a la cita unos minutos antes. Decidió asistir a la reunión ocultando su verdadero rostro, valiéndose para ello de una barba falsa, unas gafas oscuras y un curtido sombrero de ala. No era costumbre suya la de aceptar encuentros personales con sus clientes, pero dada la circunstancia, hizo una excepción. Se encontraba distraído, mirando la mesa a través del pardo líquido contenido en su vaso, cuando una sombra frente a él lo sobresaltó. Levantó la vista y tuvo que hacer un esfuerzo para no gesticular sorprendido. Empilchado con un decolorado traje gris, y con un evidente nerviosismo a flor de piel, se encontraba el Dr. Giménez, el médico del pueblo. La idea de que uno de los personajes más respetados y amados del pueblo precisara los servicios de un matón le resultaba extravagante. El asustado hombre se sentó incómodamente, sacó un pañuelo amarillento y se secó las espesas gotas de sudor, que se condensaban en su gruesa piel. Miró a Héctor con evidente temor. El disfraz había cumplido perfectamente su función, no lo reconoció. 52


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–Hace cosa de un año –comenzó a decir con resignación el doctor–, un sujeto violó a Serena, mi niña de ocho años… Serena murió desangrada… La encontraron en una de las zanjas de riego de la zona de chacras. Héctor miró al Dr. Giménez simulando indiferencia. En realidad, por dentro se comenzaron a remover los recuerdos. El caso de Serena había cobrado una increíble trascendencia en el pueblo. Todos los habitantes de la villa se habían unido en el dolor del doctor, que para colmo de males, tenía como única compañía a su hija, dado que su mujer había muerto de cáncer tres años antes. El culpable nunca había aparecido. Se sabía bien en el pueblo que la depresión en la que se vio inmerso Giménez, desde la muerte de su mujer, se profundizó hasta abismos impensados a partir del crimen de la niña. –La cuestión es… que finalmente descubrí quién fue el asesino de mi Serena –prosiguió el doctor–. Sé que fue él, no tengo dudas… Y nada debería impedirme ser yo mismo el que acabe con su existencia, dado que él no sólo acabó con la vida de mi nena, sino también con la mía. –El doctor hizo una pausa para suspirar, una lágrima bajó a paso lento por su mejilla–. Pero no puedo… no puedo hacerlo yo… No me atrevo, y eso sólo aumenta mi dolor. –No se preocupe –dijo Héctor con voz tranquila–, yo puedo acabar con él. –Lo sé… lo sé… Pero aún no terminé de explicarle. Este sujeto… el asesino de mi niña… yo… yo lo conozco, lo conozco bien. Por esa razón, mi impotencia es aún mayor. De alguna forma, quiero participar en su asesinato. Yo mismo cavaré su fosa y planearé un encuentro nocturno en el pasaje Herm; reconocerá a su víctima porque nunca hay nadie en ese pasaje. Pero para evitar confusiones, el sujeto tendrá una boina. Deberá llevar una bolsa negra para meter el cuerpo, y luego llevarlo a cuestas hasta la fosa que yo habré cavado a unos trescientos 53


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metros del primer camino rural, sobre el margen este del acceso sur. Haga el transporte a pie… No quiero que ningún vecino vea interrumpido su sueño. Héctor continuó su avance con el cadáver a cuestas. Hacía tan sólo una media hora, había acudido, como lo acordado, al pasaje Herm, una calleja de unas dos cuadras de largo, que terminaba en un gris paredón de concreto. El pasaje en sí era un rincón sin ninguna función en el pueblo, y por esa misma razón carecía de iluminación. En resumidas, era el lugar perfecto para realizar el trabajo. Se había preguntado durante todo el día cómo habría hecho el doctor para citar al criminal a ese tenebroso lugar, a esa hora de la noche, y procurando que vistiera una boina. A unos cien metros de la entrada del pasaje, Héctor vislumbró con su linterna la silueta de un hombre con boina, y en seguida gatilló tres tiros con su pistola silenciada. Se acercó a oscuras, para evitar el uso de la linterna, y tanteó el cuerpo buscando el pulso. Una vez que corroboró que se hallaba frente a “nada más que un cuerpo”, lo introdujo en la bolsa negra de plástico, con evidente habilidad para tales menesteres. Divisó en una temporal claridad de la noche, el matorral tras el cual estaba la fosa. Se aproximó al mismo y se abrió paso entre las ramas con marcada expectativa. Esperaba que el doctor hubiese cavado la tumba porque el transporte lo había fatigado bastante y no le agradaba la idea de ponerse a excavar. Tras la enramada, observó la fosa cavada prolijamente y la pala clavada en el suelo, esperando finalizar el trabajo. Soltó el cuerpo en el agujero y tomó la pala satisfecho. Limpió el sudor de su frente con la manga de su camisa y enterró la pala en el húmedo montículo de tierra, que se erguía sobre el lateral del rústico sepulcro. Cuando volcó la primera carga de tierra sobre el cuerpo muerto, la espectral luz 54


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lunar encontró un resquicio entre el cielo nublado e iluminó la fosa. En su interior, el cadáver medio torcido había salido en parte de la bolsa tras la caída. Cuando Héctor vio por primera vez el rostro del criminal, se encontró con un rostro familiar. Era el Dr. Giménez.

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traslados Por Federico Coutaz “Son los secretos misterios que las tinieblas esconden son los ecos que responden a la voz del que da un grito como un lamento infinito que viene no sé de dónde” José Hernández

Cuando vio los patrulleros, se levantó pensando en bajar en la ruta. Pero apenas vio que estaba Aguirre, volvió a sentarse y decidió seguir hasta la comisaría. El colectivo llegaba a Helvecia, eran las cuatro de una madrugada helada. En el viaje desde Santa Fe, Cardozo le contó al chofer que lo habían trasladado castigado, culpa de otro. También le dijo que en esa comisaría había varios castigados, que eran unos “cabeza de tacho” y que la otra noche se habían tomado 14 tetrabriks entre cinco. Lo que no le dijo era que Aguirre era el gracioso del grupo y que se creía el más “poronga”. Ni que él ya lo conocía de antes, de la escuela de policía donde lo había sufrido. Tampoco le contó que a lo mejor era por eso que lo agarraba de máquina desde que llegó, que ya se estaba pasando de la raya

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y que ya era hora de pararle el carro, pero que le tenía miedo desde siempre. Cardozo sentía dolor en el cuello. Seguramente, se debía a la posición en que se había dormido, en alguno de los pocos momentos en que logró hacerlo, a pesar de la luz que se encendía a cada rato, el movimiento de la gente que subía y bajaba y de las pesadillas cada vez más insistentes. Se bajó a cinco cuadras de la comisaría, en una de las calles de tierra sin luz. Antes de bajar, volvió la mirada hasta el asiento en el que venía un tipo joven de saco, que le parecía que lo había relajado. No lo vio, estaría dormido. Cuando arrancaba el colectivo, Cardozo vio detrás de una ventanilla el dedo que hacía fuck you. No se veía la cara, sólo el brazo y el dedo erecto, pero Cardozo sabía cuál era la cara que no se veía. Corrió el colectivo, gritó. El chofer no escuchó. Cardozo se detuvo, agitado, rojo de rabia, pensó. Pensó que el colectivo todavía daba una vuelta por el pueblo y que podía llegar antes a la terminal. Corrió. Llegó a tiempo, agitado, temblando de rabia, esperó. Ni bien el colectivo frenó, Cardozo se subió de prepo antes de que bajara nadie, empujando a todos, buscando al pelotudo que se hacía el vivo. Llegó hasta el final del pasillo, no estaba. Cardozo le preguntó al chofer dónde se había bajado el tipo que estaba sentado en el asiento desde el cual había venido la seña. El colectivero le dijo que nadie había bajado después de él, que se habría bajado en Cayastá, que no sabía de qué tipo hablaba. Cardozo se sintió mareado, se sentó en un asiento, miró al piso para que el mareo parara. Se incorporó de golpe, bajó del colectivo rápido sin saludar. Cardozo caminó solo por las calles del pueblo por varios minutos, tratando de poner la mente en blanco, de no pensar, silbó. No había alcanzado a caminar tres cuadras cuando vio, a cincuenta metros, una silueta que, en la oscuridad, saltaba desde un tapial.

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Cardozo gritó, el tipo corrió, Cardozo corrió atrás. Marisa se había quedado dormida con las caricias, su cuerpo había olvidado las caricias hacía años. Marisa lloraba sola cada noche y lloraba más en las noches en que su marido, borracho, llegaba y la cagaba a palos. Por cualquier cosa, siempre había un motivo. Quince años hacía que lo aguantaba, por los chicos, por la casa, porque sus padres la abandonaron cuando iba a segundo grado. Marisa se despertó de un salto cuando escuchó el ruido del colectivo. Se vistió desesperada y desesperada despertó a Julio. Julio se despertó y tardó unos segundos en darse cuenta de dónde estaba y qué hora era. Segundos antes, en el sueño, Julio estaba en Santa Fe, durmiendo con su esposa. Julio vivía en Santa Fe, pero desde hacía tres meses trabajaba en el Juzgado de Helvecia, con la esperanza de ser trasladado antes de los dos años. Julio la besó rápido y salió por el patio, a saltar el tapial de atrás, como las dos veces que había estado antes ahí. En el apuro, se olvidó el saco. Cuando Julio vio el uniforme, creyó que el que gritaba era el marido de Marisa, no estaba todavía despierto del todo. Corrió como en un sueño, con todas sus fuerzas, escuchó los gritos, escuchó los disparos, corrió, cayó, se levantó y corrió más fuerte. Llegó a la esquina, no podía pensar, no sabía dónde estaba ni adónde iba, sólo la respiración agitada y el cuerpo latiendo, la cabeza latiendo, como a pocos segundos de explotar. Llegó hasta otra esquina, saltó una verja, se tiró entre unas plantas tratando de controlar la respiración, los gemidos. Sintió por primera vez la puntada en la espalda, vio la sangre que mojaba la tierra, intentó pararse, se derrumbó.

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Los gritos de Cardozo despertaron a mucha gente, la ambulancia lleg贸 a los pocos minutos. El cielo estaba rojizo. Cardozo estuvo dos semanas sin hablar, lo internaron. Cuando se repuso, relat贸 los hechos con todos los detalles que le requirieron, con la calma de quien dice la verdad. S贸lo tuvo que mentir cuando le preguntaron si alguna vez hab铆a visto a ese hombre antes.

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la vastedad de los espejos Por Juan Manuel Valitutti No me fue posible averiguar la naturaleza de la serie de experimentos que mi colega del Instituto llevaba a cabo hasta largas horas de la noche, ya que tenía la habilidad de desaparecer sin dejar rastros, tan pronto yo deslizaba la puerta que se abría a su estudio. No pude averiguarlo, digo, hasta que hoy me aventuré por una entrada secundaria, cuya existencia me fue revelada por un informante que, hasta el momento en que escribo estas líneas, permanece oculto en las sombras. Durante un instante no vi nada y temí que mi compañero se hubiera percatado de mi presencia, con el tiempo suficiente como para iniciar el mutis; sin embargo, la luz repentina de un candil, suspendida a pocos palmos de mi puesto de observación, me advirtió que no estaba solo, y que mi cometido continuaba su propósito original. Me agazapé tras la mampara que separa las camas del cubículo destinado a las probetas, redomas y mecheros, y vi a mi compañero. Lo vi, pero no como el lector supone… Su imagen se recortaba en el marco de un espejo de cuerpo entero apostado en medio del cuarto; ¡pero él, es decir mi colega, no permanecía de pie ante el espejo, no por lo menos en forma visible! ¿Qué significaba esta pasmosa revelación? 60


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Me mantuve en mi puesto, petrificado como una estatua, mientras la idea nebulosa de un accionar deplorable comenzaba a apoderarse de mi espíritu, cuando noté que la imagen especular de mi compañero se apartaba del marco, desapareciendo de mi campo de visión. Desesperé, pero prontamente mis ojos inquisitivos descubrieron el furtivo movimiento sobre el secretaire. Vi una pluma que obedecía presta al trazo que una mano invisible imprimía sobre un bibliorato; vi –¡oh, sí, vi, sin lugar a dudas!– que sobre las amarillentas cuartillas del bibliorato comenzaban a perfilarse, como las huellas de un minúsculo geniecillo, una serie de caracteres que, concluí, dejaban constancia seguramente del evento portentoso al que yo había asistido, cual profano testigo. ¡Qué infandos fueron entonces mis pensamientos, qué fieros eran los golpes que retumbaban en mi pecho, anegando con su ponzoñoso veneno los acueductos de mi alma! Lo que había sido el esbozo de una idea malsana, tomó el cariz de un accionar sacrílego, y con tal ímpetu, que todo mi ser quedó abocado enteramente a la tarea de llevar tan negras elucubraciones a la práctica. ¡Y, oh, con qué fanático arrebato concreté mi vil acto! Los mismos ojos que momentos antes descubrían el azaroso movimiento sobre el secretaire, repararon entonces en el atizador inclinado sobre la alta reja del hogar. “¡El secreto de la invisibilidad al alcance de mis manos!”, pensaba para mis adentros, al tiempo que, semejante a una sombra sigilosa, me acercaba a mi víctima, enarbolando el bruto peso de mi improvisada arma. “¡Seré el hombre más temido y poderoso de la Tierra!”. Asesté el golpe letal con primitiva ferocidad. Sentí que los huesos saltaban como astillas arrancadas a una escultura grotesca; sentí, sin poder ver, que el cuerpo fofo se desplomaba, con un estertor desarticulado, sobre el ingrato piso 61


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de granito; me acuclillé entonces para palpar, no sé qué, salvo el horrendo aborto que era la macabra obra sobre la cual me afanaba, como un coyote famélico que hurga entre la carroña. ¡Estaba muerto! ¡Oh, sí, estaba maravillosamente muerto! Posé mis ojos asesinos sobre el secretaire, y el bibliorato abierto de par en par se me apareció con la totalidad de sus exquisitos secretos, expuestos a mi sed insaciable de poder. Me incorporé y hurgué mi trofeo. Como supuse, era uno de los pesados ejemplares sobre los que los estudiantes volcaban la secuencia de sus experiencias de laboratorio. ¡La cadena, paso a paso, de lo que a mi entender era el descubrimiento más portentoso llevado a cabo por la iniciativa humana! Acariciaba el libro como si se tratara de la piel de una amante, al tiempo que la sangre invisible se extendía con sus cálidos dedos sigilosos bajo mis pies, cuando un ruido a mis espaldas me obligó a interrumpir mis blasfemas elucubraciones. Me volví, cruzado el bibliorato sobre mi pecho, cual escudo enristrado de guerrero. ¡Y mi corazón, mi negro corazón, se detuvo! ¡La imagen de un hombre se dibujaba en el marco del espejo que poco antes reflejara el éxito de mi compañero! ¡Oh, dioses, y era la imagen de un hombre al que yo conocía perfectamente! ¡No otro sino el informante que me había revelado la existencia de la abertura accesoria, por la cual me había sido posible deslizarme en el estudio de mi víctima! Distinguí su sonrisa infernal a la luz parca del cuarto, en el momento en que se disponía a saltarme encima, agitando el frío gélido de un cuchillo de carnicero, con el frenesí aberrante de un demonio idiota. Mis temblorosos dedos se cerraron instintivamente en torno a un pesado candelabro de seis brazos que descansaba sobre el secretaire y, con un impulso ciego, lo lancé con la intención de 62


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alcanzar a mi enemigo; sin embargo, todo lo que logré fue hacer mella en la superficie espejada, que saltó en pedazos, reproduciéndose en su caótico derrumbe en un millar de pequeños destellos de hirientes muecas de desprecio. Me lancé con todas mis energías hacia la nada que blandía el cuchillo; logré esquivarlo, no sin que el demonio lograse abrirme una herida en el hombro derecho que, hasta la fecha en que transcribo la crónica de estos hechos, me hunde noche a noche en hiperbólicas pesadillas de arabescas alucinaciones. Embestí entonces, con toda la potencia de mi magullado cuerpo, la puerta principal de acceso al estudio, que me depositaría en el pasillo de común circulación para los residentes. Sentí el golpe en mi hombro, el mismo de la herida; sentí que un dolor infinito me recorría la médula del espinazo, hasta explotar en mi cabeza; dicen, no recuerdo quién ahora, que me encontraron a la mañana siguiente, sin conocimiento, tirado en medio de la desierta galería. No sé más. Tal vez, pienso, el loco ser hecho de espuria nada abandonó el cuarto por la puerta secundaria, la misma que me había conducido a mí hacia la concreción de mi acto maldito. ¿Que por qué abandonó el libro? ¿Que por qué no acabó entonces con mi vida? No lo sé… Escribo estas líneas, lector, en las últimas cuartillas del horrendo bibliorato en el que yacen los secretos químicos de la invisibilidad. He revisado las fórmulas detenidamente: lamento infinito reconocer que las entiendo punto por punto. Nada aclara la pluma del investigador sobre el complejo fenómeno de reflexión que posibilita que los espejos se erijan en los únicos veedores de los entes invisibles. No importa, en realidad. Como siervos obedientes y mudos, los espejos me asisten. Me sirven hoy, mientras escribo en una sala atestada de múltiples ejemplares, de todos los tamaños y formas. Son mis guardianes, los protectores que frenarán el embate que no se ve, en caso de que avance hacia mí empuñando su cuchillo de locura maníaca. Sobre la identidad y 63


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proceder de mi oscuro agresor, tengo varias hipótesis, aunque nada concreto. Pero tampoco eso importa ya... Me ha llegado un ruido. Un ruido a mis espaldas. Deberé dejar la pluma a un lado. Tengo miedo de volverme; tengo miedo de mirar en los espejos. Hay algo… vasto en ellos; algo ciego y abismal y primigenio. Otro ruido, a mis espaldas, y otro más…

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a memoria de duval

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Por María Eugenia Duró Londres es una ciudad de sombras, niebla y misterio; cuna de las más espeluznantes, enigmáticas y fascinantes historias. Caminaba yo por una de sus tenebrosas calles cuando un grito ronco me sacó de mis cavilaciones. Alguien había pronunciado mi nombre. –Buenas noches, capitán O’Brian. Atónito, sorprendido, y debo confesar que hasta un tanto aterrado, me detuve en medio de la acera y vi una sombra emerger de la espesa bruma. Con un movimiento torpe, tanteé la pistola que llevaba en el bolsillo de mi gran saco azul marino. El extraño me habló nuevamente. Su nombre era William Taylor y aseguró tener en su poder algo sumamente valioso para mí y que si le invitaba una copa me revelaría su secreto. El trayecto hasta Ravengood, la taberna del viejo Jones, transcurrió en un profundo silencio. Al llegar, nos sentamos en una de las mesas del fondo y ordenamos dos cervezas negras. Luego de unos minutos, que a mí me parecieron eternos, mi acompañante dijo sin rodeos: –¿Le gustaría poseer la memoria del general Duval? De inmediato solté una carcajada. Creyendo que había sido víctima de un truco, una treta tan inofensiva como efectiva, de un viejo loco con ganas de tomar una cerveza, hice ademán de levantarme, pero Taylor me detuvo. Era más fuerte de lo que parecía 65


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o de lo que debería según los años que aparentaba. Me miró a los ojos, los suyos eran claros, pero tenían una película húmeda que los opacaba. Me habló con una voz áspera, profunda, que parecía venir de su columna vertebral más que de sus cuerdas vocales. Me aseguró que no estaba loco. Me rogó que escuchara su historia. Decidí que no tenía nada que peder, ordené otra ronda de cervezas y me dispuse a escucharlo. Me contó que hacía algunos años había sido miembro del regimiento del general Duval, un héroe de la Primera Guerra a quien yo personalmente admiraba por sus logros y a la vez aborrecía por no haber podido imitar. Taylor había hecho una brillante carrera bajo sus órdenes, y la noche en que el General fue herido de muerte, agonizando en su lecho, le confió su memoria, ya que según una vieja creencia, para que un héroe fuera recordado como tal era menester que su memoria viviera en otros cuerpos y se mantuviera viva de generación en generación. Tal vez fueron las cervezas o el hecho de que esa extraña situación le daba un cierto matiz excitante a mi aburrida vida, pero la verdad es que creí la descabellada historia. Él, entonces, me increpó nuevamente: –¿Quiere usted la memoria del general Duval? Le contesté que sí con la condición de que me explicara por qué me había elegido a mí, un Capitán retirado del ejército sin honores y con el peso de una posible corte marcial por deserción sobre los hombros. El hombre más cobarde del mundo, el último hijo varón de la familia O’Brian, el heredero y responsable por la continuidad del apellido y tradición de la familia y que había hecho exactamente lo opuesto que se esperaba de él: arruinar a la familia. El viejo no me respondió. Sólo dijo que la transacción ya se había realizado, que confiaba en que con el tiempo entendería, y 66


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se marchó, no sin antes subrayar en tono dramático que llegado el momento yo debería hacer lo mismo, encontrar a alguien que quisiera la memoria de Duval. Me apresuré a pagar las bebidas y corrí tras él, pero al llegar a la calle miré a ambos lados y sólo vi la niebla, nada más. Había desaparecido como un prestidigitador en la ciudad fría y brumosa. Esa noche tardé en conciliar el sueño. Demasiadas preguntas se agolpaban en mi cabeza. A la mañana siguiente, mientras leía el periódico frente mi taza de café, me encontré con una noticia que me dejó estupefacto. Había sido hallado muerto el coronel William Taylor. Supuse entonces que me había obsequiado la memoria de Duval horas antes de morir. Ahora todo cobraba mayor claridad, pero seguía sin entender por qué a mí. Los días se sucedieron y comencé a notar algunos cambios. Yo esperaba recordar datos, fechas, como en los libros de historia. De hecho, había leído la biografía del general Duval cientos de veces y conocía los hechos que constituían la vida de la celebridad, del héroe. Pero los recuerdos que vinieron a mí, poco a poco, no eran de aquellos que aparecen en los libros, eran las memorias del hombre. Venían no sólo en imágenes sino en una explosión sinestésica de colores, sabores, sonidos. La habitación de la posada, más que modesta, en la que me hospedaba, me resultaba cada vez más extraña, mientras que a mi mente venían imágenes de una gran casona a orillas de un lago que jamás había conocido y que sin embargo me resultaba tan familiar. Ya no podía recordar el nombre de mi madre ni en qué fecha había fallecido; en cambio, una tarde en que recorría los corredores del Museo de Historia Militar, el retrato de una joven me resultó familiar. Debajo se leía: Mary Stuart Masterson Duval, Joven esposa del legendario General. Era bellísima, y de repente me sentí transportado en el tiempo a un momento, un instante en que pude ver y sentir el reflejo del sol en unos rizos dorados, el contacto con una piel suave de porcelana y un beso dulce. Se me aflojaron las piernas. Al salir para recobrar 67


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el aire, la explosión del escape de un vehículo me trajo el olor a pólvora, el miedo y la adrenalina del campo de batalla. Imágenes de trincheras, de cientos de cuerpos desparramados bajo la lluvia, fuego de cañones y gritos. Por las tardes, paseaba por las plazas y, mientras alimentaba a las palomas, me descubría relatando a niños, ancianos y demás personas que allí se encontraran, sobre todo a las damas, asombrosos relatos de batallas y hazañas heroicas, grandes empresas que jamás había realizado y que sin embargo recordaba con lujo de detalle. Entonces ocurrió lo que en aquel momento confundí con un milagro, la gente por la calle me reconocía como un hombre de bien. Comencé a relacionarme con la más alta aristocracia londinense. Frecuentemente, asistía a reuniones en que era homenajeado por un intachable pasado, que no era mío, y poco a poco de tanto recordar triunfos ajenos olvidé lo agrias que sabían mis derrotas. Y mientras disfrutaba de los beneficios de una vida que no había vivido, dejé pasar la oportunidad de cumplir con la misión que daría a mi vida un sentido: mantener con vida la memoria de Duval. La muerte me sorprendió una tarde, ebrio de una fama robada sin darme tiempo a heredar el precioso tesoro que poseía. Entonces entendí: Taylor había tratado de darme la última posibilidad de reivindicarme en la vida, de hacer una vez las cosas bien, y yo la había despreciado como tantas otras más. Poco después de mi muerte, nadie recordaba ya al general Duval. Un don nadie se había llevado su memoria y el más grande de los héroes de guerra había desaparecido junto con el más grande de los cobardes.

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la gárgola Por Rosa Esquivel Mi aflicción comenzó la noche que ese extraño ser se cruzó en mi camino. En el parque oscuro, cercano a la catedral, sentí que seguía mis pasos. Comenzó a llamarme con chistidos, su figura era pequeña, su andar como el del murciélago, vacilante y silencioso. Me oculté en un recodo, asustado; él seguía llamándome. Cuando pasó frente a mí, salté y lo derribé. El ruido a piedra rota me inquietó. Me acerqué y vi su cara. Si es que podía concederle condición humana, parecía implorar. Al costado de él, yacían parte de un brazo y un ala quebrada. Estaba frente a lo que la razón llamaría una estatua rota, mutilada, pero inesperadamente viva. Mi incredulidad se vio desbordada cuando sus ojos, de un rojo mortecino, me miraron, y luego cuando comenzó a hablarme. Sumiso, me dijo su nombre, rango y raza: Grifo, líder caótico, gárgola. La que relato es su historia de cientos de años aquí, en la Tierra. Sin Aquiles, y sin la Ilíada, Alejandro no habría emprendido la conquista de Oriente, y Grifo, sin la adolescencia, no habría tenido la valentía de emprender, como aquél, su largo viaje al universo mitológico del que hablaban los adultos.

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Él era lo que sus pares denominaban “caótico”, pues no pertenecía a los leales ni a los neutrales; de hecho, se encontraban mezclados y sólo se diferenciaban por el color pétreo de la piel, algo que provocaba frecuentes peleas. Grifo contaba ya con cinco años y no le importaba cuánto le costara: verdad o mito, llegaría a su objetivo a pesar de saber que, si partía, no podría volver. Invocó al dios del conocimiento y cruzó el umbral prohibido. Desnudo, mojado, en un territorio desconocido, procuró ocultarse. Por un sendero, entre extrañas moles, vio venir hacia él anómalas criaturas. Dos pasaron; una retrocedió y al verlo huyó chillando y se perdió entre las luces de ese insólito mundo, más abierto que las cavernas de Eriloe, lugar que él y los suyos habitaban. El hecho de no tener que comer y beber favorecía sus planes. Una claridad desconocida comenzaba a lastimarle los ojos. Buscó asilo en el oscuro corredor que le ofrecía la torre de piedra en la que estaba escondido, y al entrar comenzó a subir en vez de bajar; bajar hubiera sido una forma de claudicar en su decisión. La humedad y el moho de las paredes lo tranquilizaron. Finalmente, pudo dormir. Entre sueños, venían a su mente los de su mundo, atados al temor a lo sacrílego, que habían impregnado en él sus conciencias, esa verdad que ahora concebía absurda, pues él estaba allí, en el universo de arriba. La oscuridad lo fue envolviendo todo nuevamente; abajo bullía de seres de disímiles: algunos caminaban y otros parecían deslizarse sobre enormes patas, y en su interior llevaban, como si los hubiesen devorado, a dos o más caminantes. Su excitación creció y se animó a abrir las alas y a sobrevolar el terreno. Comenzó a caer una fina llovizna.

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Ana caminaba apurada, queriendo escapar de la lluvia. El vestido largo y la capa le dificultaban el andar. Grifo, que seguía sus pasos, la vio caer y levantarse nuevamente. Con cautela, buscó la forma de posarse detrás de ella. En la soledad de la calle, la muchacha sintió que la miraban. Al girar se sobresaltó: un extraño la observaba, desnudo, gris, con los ojos fríos y desafiantes. No supo por qué, pero tendió su mano a esa visión que ella consideró fruto de su inconciente. Irreal. El temor de la gárgola ante el gesto, en ese mundo concebido por él como regido por fuerzas invisibles e incomprendidas, lo conmovió. La frialdad y las escaramuzas eran corrientes entre sus congéneres. Ana, atemorizada, se quitó la capa y muy despacio lo fue cubriendo con ella. Al rozar la espalda, notó las protuberancias que mostraban sus alas. Por la mirada fija y aterradora de la gárgola, supo cuál sería su fin. Un fuerte golpe la hizo caer. Grifo, fascinado por la fragilidad de la mujer, conciente de su poder, había quedado instruido sobre su función en este mundo. Sentado en su torre de piedra, aguardaría todas las noches, imperturbable, al próximo solitario, para atacar por sorpresa una y otra vez. Mientras escuchaba su herética crónica, me incorporé. Al rato lo vi morir. Yo lo había vencido, triunfador que no puede contar su hazaña. A fin de cuentas, ¿quién lo creería?

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el sobre Por Agustina Carranza Caminando por aquella ciudad para descubrir un lugar donde esperar tranquilo, divisó en uno de los canteros que adornaban con plantas secas la extensa peatonal un sobre con papeles, que supuso alguien había olvidado. Su primera reacción fue dejar todo donde estaba; seguramente, la persona que los había olvidado los buscaría ahí cuando advirtiera que no los tenía. Así estuvo durante mucho tiempo, esperando a un amigo que nunca llegó, y observó que nadie aparecía buscando los papeles. Entonces decidió volver a abrir el sobre, por si encontraba algún papel que le indicara a quién pertenecía y así devolverlo. A él ya le había ocurrido algo similar y hubiera deseado que alguien le devolviera lo que había perdido. Abrió el sobre, sacó uno por uno los papales que estaban dentro y encontró, entre algunas facturas de impuestos, un documento de identidad que pertenecía a Elena Licciardi, una mujer joven, según mostraba la fotografía, que vivía a unos pocos kilómetros de su casa. Habían pasado ya dos horas desde que se sentara en el cantero a esperar que su amigo llegara y, por fin, se levantó resignado para volver a su casa y llamar a quien no asistió esa tarde a la cita. Al otro día, despertó y recordó que debía ir a devolver el sobre que había encontrado el día anterior. Planeó sus actividades de manera tal que, a última hora, antes de regresar a cenar, pudiera pasar por la dirección que indicaba el documento de la mujer. 72


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A eso de las siete de la tarde, estaba en la puerta de una casa en aparencia abandonada, que curiosamente coincidía con la dirección del documento. Pensó que, tal vez, aún viviera alguien en el lugar y tocó la puerta. Al instante, una anciana apareció; y él le preguntó si era la casa de Elena Licciardi. La mujer respondió afirmativamente y preguntó qué deseaba. En ese momento, el hombre le contó la historia del sobre olvidado. Después de escucharlo, la anciana afirmó que ella había perdido ese sobre, pero que el suceso había ocurrido hacía casi medio siglo atrás, cuando tenía 24 años, y que, además, nunca encontró el sobre cuando volvió a buscarlo en aquel cantero de la peatonal. El hombre se sintió algo confundido por lo que dijo la anciana, aunque consideró que podía ser posible que alguien lo hubiera dejado nuevamente allí después de tantos años. Quiso entregarle el paquete para no sentir que había viajado para nada, pero la anciana no lo recibió y cerró la puerta sin despedirse. El hombre entendió que debía volver y se arrepintió de haber levantado el sobre el día anterior. Cuando llegó a su casa, pensó en cómo se le había podido pasar ver en qué año había nacido la mujer para saber qué edad tendría ahora la persona que buscaba. Miró nuevamente el documento para confirmar la fecha de nacimiento y se sorprendió al ver que, según ese dato, la mujer debería tener en la actualidad 24 años y que cumplía los 25 ese mismo día. Sintió rabia por haber creído en la anciana y no haber dejado el documento como lo había planeado. Trató de justificarla pensando que la edad hace más odiosa a la gente, pero fue en vano, nada podía sacar de su cabeza el portazo que recibió en la cara sin necesidad. Meses después, caminaba distraído por la peatonal y creyó ver a la mujer del documento. La siguió sigilosamente para asegurarse de que era ella antes de hablarle. Cuando tuvo la seguridad, se acercó y le preguntó si era Elena Licciardi. La mujer contestó que sí. “Yo tengo su sobre, el que olvidó en un cantero hace unos 73


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meses”, le dijo el hombre. Ella lo miró sorprendida y contestó que no había perdido ningún sobre. “Sí, un sobre con su documento­”, afirmó el hombre con vehemencia. La mujer, más sorprendida todavía, sacó de su cartera el documento y el hombre vio que era exactamente igual al que él había encontrado. Ante el desconcierto, sólo le preguntó si ella vivía en la dirección a la que había ido meses atrás. La mujer le dijo que sí, pero repitió seriamente que ella no había perdido nada. Confundido, se sintió avergonzado nuevamente y decidió no volver a pensar en ese sobre nunca más. Saludó a la mujer y le pidió disculpas por haberla molestado. Con todo, no pudo sacarse de la cabeza por varios días el extraño suceso. Después de algunas semanas, ordenando su habitación, encontró el sobre y lo tiró pensando que no pertenecía a nadie. Elena Licciardi no le dio importancia al hombre que decía haber encontrado un sobre suyo y rápidamente lo olvidó. Un año después, un día antes de cumplir veinticinco años, decidió salir a la peatonal para pagar algunas cuentas y metió todas las facturas y su documento en un sobre de papel madera que olvidó en un cantero. Cuando volvió a buscarlo, no lo encontró. Después de cincuenta años, el día de su cumpleaños número setenta y cinco, un hombre apareció en su puerta con el sobre y ella, sin despedirse, le cerró la puerta en la cara.

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el hombre de la mirada perdida Por Facundo Landriel Volvió a la estación donde tres días antes había visto a aquel hombre. Durante ese tiempo, sin razón alguna, no se pudo sacar su imagen de la cabeza. Y cuando volvió, para su sorpresa, seguía ahí, con la cara inexpresiva y con la mirada apuntando hacia ninguna parte. No se veía como un indigente ni mucho menos, pero parecía que llevaba bastante tiempo ahí sin que nadie reparase en él. Sin atreverse a acercársele, se sentó en un banco que se estaba lo suficientemente lejos para que no advirtiera que lo observaba, pero lo bastante cerca para no perderlo de vista. Desde ese punto estratégico, buscó la manera, el plan perfecto, para poder saber qué hacía ahí, para tratar de encontrar la razón de por qué no lo podía olvidar. Algo tenía que haber, no porque sí lo había retenido en su mente sin poder olvidarlo. Se acercó con sigilo, como con miedo de lo que podría pasarle si le hablaba. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, le preguntó: –Disculpe, ¿no sabe usted, por casualidad, a qué hora…? –Se interrumpió al ver que no le respondía, que ni siquiera daba señales de haberlo oído. Por un momento, pensó que era sordo, pero por alguna razón descarto esa idea, así que hablo más fuerte: –Disculpe…–comenzó de nuevo, y se volvió a interrumpir cuando notó, otra vez, que no había respuesta. Empezó a irritarse y subió aún más el volumen de su voz–: ¡¡Disculpe!! –Nada. 75


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Estiró el brazo para tocarlo pero, al intentar hacerlo, una sensación de pánico lo invadió: se quedó paralizado, sin poder alcanzarlo, como si cuerdas invisibles lo hubieran atado imposibilitándole el movimiento. Cuando volvió en sí, apartó su mano y se alejó apresuradamente sin mirar atrás, sin atreverse a mirar atrás. Los días siguientes fueron iguales: siguió su rutina al pie de la letra, salvo por un pequeño detalle: todas las noches, sin excepción, tuvo pesadillas en las que veía a su cuerpo alejarse sin que él pudiera moverse. Imposibilitado completamente de cualquier movimiento, no podía siquiera pestañar, y el hecho de no poder moverse le producía una sensación de asfixia. Se sentía como si se encontrara en una pequeña caja que se encogía cada vez más. Estas pesadillas lo acompañaron durante toda esa semana y la que le siguió. Una de esas noches, antes de dormir, tomó una decisión: iría hasta aquella estación y enfrentaría al culpable de su sufrimiento. Tenía la certeza de que él era la razón de sus pesadillas y de que de alguna forma, si lo enfrentaba, podría librarse de esas pesadillas que lo estaban destruyendo. La pesadilla de esa noche, por alguna razón, le pareció la más terrible de todas. No había gran diferencia con las anteriores, pero al despertar le costó empezar a moverse. Sentía como si la pesadilla se hubiera vuelto realidad. Cuando, por fin, logró levantarse, cayó en cuenta de que eso que tanto temía era imposible que ocurriera, y aún así el miedo no se fue. El resto de la mañana pasó con normalidad. Pero al caer la tarde, se dio cuenta de que el momento había llegado. Tenía que ir hacia la estación donde se encontraba aquel hombre de mirada perdida y cara inexpresiva. Una vez en la estación, se puso en la tarea de observar a aquel hombre que tantos interrogantes le causaba pero, al intentar acercársele nuevamente, lo invadió el pánico; por alguna razón, 76


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le costaba respirar. Así que decidió sentarse en el mismo banco donde se había sentado la última vez, como haciendo tiempo, retrasando la hora de la verdad. El hombre seguía tan impasible como siempre. Pero, al darse cuenta del tiempo que llevaba observándolo, en un arrebato de vergüenza, y por el miedo injustificado que sentía, se levantó de golpe y se dirigió hacia él. Trató de entablar conversación nuevamente pero, como sospechaba, no hubo reacción; así que tomó la última opción que le quedaba. Se acercó lo suficiente como para tocarlo y extendió su brazo. Cuando estuvo a tan sólo unos centímetros de aquel hombre, volvió a sentir esa sensación de pánico que le había impedido avanzar la última vez, pero no se detuvo. Cerró los ojos y siguió avanzando lentamente, hasta que logró sentir, con la yema de sus dedos, una sensación de presión: había hecho contacto. Cuando abrió los ojos, vio cómo su cuerpo se alejaba.

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doña encarnación Por Mariano Alberto Córdoba Dicen que era una persona envuelta en las sombras del misterio y marcada por las garras de un destino inquietante. En la calle, los vecinos la saludaban con respeto, ya que pensaban que era una mujer capaz de armar una maldición. Los niños, con sus trazos de voz sincera, hacían desfilar las burlas porque veían que en su aspecto no había sido beneficiada por la naturaleza. Sus cabellos en desteñidos rulos de histeria, su piel surcada miles de veces por los cinceles de hondos sufrimientos y los labios demasiado oscuros confirmaban que la hermosura estaba lejos. Tenía ojos de volcán, y daba la sensación de que en cualquier momento saltaría una lágrima y se deslizaría por esa montaña que en su rostro daría paso a la respiración. En el barrio, la conocían como Doña Encarnación. Algunos lugareños hoy aseguran que se dirigía a través de gestos extravagantes y escasas palabras desprendidas de su gastada garganta. Habitaba una pálida casita de madera, la cual hacía bastante que había abandonado sus horas de esplendor. Estaba metida en el medio del matorral, al costado del cañadón de las alimañas y a pocos pasos del firme chirrido de los vagones. Allí la mujer pasaba el tiempo sola en su soledad. A pocos metros, en leve diagonal, hoy vive Don Robustiano, quien recuerda que para llegar a la casita había que cruzar un pequeño puente de leños antiguos, carcomidos por la humedad. 78


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Él comentó que todos los días, al atardecer, desde afuera de la casita y en dirección al ventanal, se observaba el movimiento de una vieja plancha de carbón que aplastaba la ropa de las intrigas. Con sus años apilados a montones, Robustiano es memoria pura y aún no sale de su asombro cuando evoca aquella noche espeluznante de un febrero de 29 madrugadas. Entonces, el temor comenzó a sobresalir apenas los truenos iniciales golpearon la tensa espera de una gran tormenta. Esa noche, para Robustiano, el primer signo de la rareza fue ver el ir y venir cada vez más enardecido de la plancha, como si despidiera una furia incontrolable de intenso rojo infernal. Desde el techo, bajaba una increíble luz verde flúor cargada de una despiadada fuerza, siendo otro elemento alucinante. En la pared, se alojaba la cabeza horripilante de un jabalí de protuberancias azules, iluminadas con la intensidad del neón. En contraste, el candil colgaba languidecientemente. El relampagueo permitía descubrir el desorden en el interior de la vivienda y muchas imágenes paganas con sus respectivas velas. Pronto, de las plantas brotaron heridas, fulgurantes destellos rajaron el cielo y las estrellas ocultas ya no protegieron. Robustiano estaba con la boca abierta y los ojos enloquecidos, casi sangrando susto, prisionero del espanto, suponiendo que ya vendría lo peor. Así vio salir a la mujer con un enorme cuchillo en la mano. Era el anuncio de algo crucial. Sin demorarse, de frente, la intrépida levantó el brazo izquierdo, con la empuñadura bien sostenida, mientras lanzaba unos gritos agobiantes. La hoja de metal de ese facón parecía un imán en donde se reflejaban los latigazos de los rayos y las centellas. La melena erizada chocaba contra el viento y se energizaba sin dificultades. 79


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No fue la única vez que Encarnación hizo esta ceremonia. Antes también la encontraron con puñales e incluso con un machete y sal. Dicen que, en esos rituales tormentosos, ella se unía a los presagios de un exótico prestidigitador de capa negra que experimentaba en silencio. Completaban el escenario del terror los maullidos desesperados de los gatos, pero de vez en cuando la realidad evadía la fantasía. Lo verídico despojaba a la imaginación. ¿Por qué? ¿Cómo pudo atreverse? Si no fuera así, ¿cuántas otras creaciones podrían impresionar? Si alguien se detuviera a pensar, quizá creería que las vacilaciones en las mentes se vivieron igual en más espacios de otros siglos con similares fabricantes de historias, repletos de inventos replicados y nuevamente irradiando los mismos espectros, apariciones grandiosas, quimeras inolvidables, espíritus perturbados, artimañas confusas y más allá... las ficciones engañosas. Sin embargo, antes de volver a la verdad, hay que saber que Robustiano, en la oscuridad de la tempestad, potenciaba el voltaje de su mirada. Era un chiquilín amedrentado divisando el disparate. La mujer explotó en desplazamientos abruptos y, ya satisfecha, giró la cabeza. A tranco cansino, retornó a su morada atrayendo a las estrepitosas gotas que empezaron a llegar. En ese instante, el hombre de sombrero y capa negra entró a la casa de madera y, en presencia del aguacero, las llamas totalmente endiabladas calcinaron para siempre los delirios en aquel pueblo de tantas mentiras.

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el abismo circular Por Agustina del Vigo Me encontraba parado en el acantilado con mis manos extendidas sobre el abismo, con un temblor frió que recorría todo mi cuerpo, contrastando brutalmente con un extraño sentimiento de felicidad que me invadía, y que mi consciencia, sin saber por qué realmente, rechazaba. Seguidamente, desperté, y el único sentimiento que permaneció constante fue ese tipo particular de tristeza mezclada con holgazanería propia de los lunes, ya casi un hábito en la vida de todo trabajador ordinario. Supe entonces que era tiempo de comenzar de nuevo. Mi taza de té estaba lista, así como mi cepillo de dientes y mi traje, elemento indispensable para la obtención de nuevos clientes en esta profesión de vendedor ambulante en la que ocupo mi existencia día a día (mañana tras mañana, vida tras vida). Pero también estaba allí Lola.... siempre mi adorada Lola, dándome esperanzas para seguir en esta realidad desesperadamente inútil (como todas las mañanas de mi vida… y por toda la eternidad). Estaba deliciosamente vestida con ese vestido rojo a pequeños lunares blancos, que siempre me había fascinado. Aunque estaba particularmente alegre esa mañana (y eso no era lo extraño dado su temperamento), no sé por qué encontraba en su sonrisa una mueca triste de resignación, que simulaba una inevitable despedida, como aquella que las mariposas deben tener (si alguien pudiera ver su rostro) cuando termina el día. Pobrecita, me amaba tanto… En el momento en que iba a preguntarle si todo estaba 81


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bien, agarró mi maletín, lo puso en mi mano y me empujó adentro del ascensor, despidiéndose con unas palabras demasiado frías para la ternura de su mirada: “Es momento de empezar de nuevo… mi amor”. Mientras bajaba en el ascensor, me puse a pensar en mi padre y en aquellas palabras que solía decir (que enarbolaba como si fueran el estandarte de su vida): “Lo que horroriza al hombre no es aquello que le está predestinado, sino el concepto de destino en sí”. Estaba seguro de que el viejo habría tenido sus razones para llegar a semejante conclusión, pero también tenía la certeza de que nunca llegaría a comprender realmente esas palabras. Y debo decir que no me importaba demasiado; soy un hombre sencillo, con un trabajo ordinario y una vida simple… Lo único realmente extraordinario que tenía en mi vida era Lola, y si de acuerdo a mi padre todos tenemos un destino, yo podía estar seguro de que ella era el mío… ya que yo vivía por ella, así como ella vivía para mí, y era cierto que mi vida no tenía ningún sentido sin esa mujer. Cuando por fin salí a la calle, no pude evitar pensar en la insoportable luminosidad que irradiaba el sol aquel día. Así, me dispuse a comenzar con mi caminata diaria. “¿Quisiera probar nuestra nueva fragancia, señora?”. “¿Le gustaría ver, caballero? No lo encontrará más barato en ningún lugar…”. Las personas no estaban interesadas en los perfumes… ¿Quién podía preocuparse por oler a rosas cuando su vida era una mierda y olía como tal? Obviamente, nadie se preocuparía por un perfume, sino por mejorar su propia existencia. Pensé que ése era un razonamiento muy inteligente de mi parte y, en consecuencia (luego de haber estado cinco horas tratando de venderle perfumes a personas más necesitadas de un cambio de vida que de aroma), decidí concluir mi jornada laboral. No suelo terminar 82


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temprano, generalmente recorro cada barrio hasta el anochecer. Sin embargo, sabía que ése era un día realmente especial, tal vez el único en mi vida. Cuando llamé a Lola, me resultó raro que no se sorprendiera de escucharme, ya que no suelo llamarla durante el día. Luego de decirle cuánto la amaba, le propuse hacer un pequeño picnic, como aquellos que solíamos hacer cuando recién nos habíamos conocido, cuando todavía yo no significaba demasiado en su vida y ella lo era todo en la mía. Me dijo que ya había preparado todo y que estaba lista para partir; entonces acordamos encontrarnos en la estación del tren, para dirigirnos a ese lugar en los suburbios, donde me encantaba ir cuando tenía sed de ver algún paisaje teñido de verde y no de urbe. Cuando llegué, la encontré parada cerca del vagón; apenas me vio, me tomó fuertemente del brazo y nos subimos al tren. Se veía tan hermosa al mirar cómo las casas se iban empequeñeciendo y mezclando velozmente unas con otras a medida de que avanzábamos. Tenía una mirada tan calma que me transmitía una paz interior inusual y, al mismo tiempo, un tono frenético en su voz que iba aumentando a medida de que hablábamos. Supuse que sería por esa obstinación repentina que tenía de querer decirme todas las palabras que una persona puede transmitirle a otra, en el transcurso de una vida, en ese pequeño lapso temporal de veinte minutos que duraba nuestro viaje. Entonces me hubiera gustado sencillamente decirle: “Quedate tranquila, mi querida Lola… tenemos toda nuestra vida para decirnos tantas cosas”, pero supuse que no lo entendería. Únicamente cuando el tren se detuvo, ella finalizó su verborrea frenética, y ni una palabra más salió de aquellos labios ahora sellados. Mientras caminábamos a través de la maleza sin cortar, alejándonos de la estación, buscando nuestro árbol preferido, me encontré a mí mismo adelantándome para alcanzar ese antiguo acantilado que estaba en los suburbios de nuestra ciudad desde que había sido construida. Recordando, pensé en aquel extraño hábito que tenía cuando era 83


joven, de tomar el tren después de la escuela o por la noche, escabulléndome de casa, para ir a reposar mi vista en aquel paisaje. Cada vez que me paraba a un paso del abismo, podía sentir que estaba en otro lugar, y me invadía un sentimiento extraño de locura y poder irreal a medida que pensaba en las cosas que podría hacer y que finalmente haría… Y aunque un temblor bajaba por mi espina dorsal pegándose a mis entrañas, infundiéndome un miedo más profundo que la soledad y la oscuridad que se respiraba alrededor, lograba experimentar una felicidad sádica al darme cuenta quién era yo realmente. Una vez más estaba allí parado, como muchas otras veces, con mi amada Lola a mi lado… con mi dulce mujer llena de vida… la cual, repentinamente, comenzó a mirarme con un miedo extraño en sus ojos, que nunca antes había notado en ella… Pero ya era demasiado tarde para salir de la inmersión en que me habían subsumido mis pensamientos, mis sentimientos, mi especial y temible temblor… Cuando la miré nuevamente, me invadía una felicidad frenética que no podía esperar ni un segundo más para explotar; me di cuenta entonces de que Lola ya no estaba al lado de mí, sino enfrente, cubriendo ese espacio que me separaba del abismo. No hubo nada más que decir: mis manos ya estaban extendidas, y Lola no se interponía más entre nosotros (mi destino y yo). Nunca supe cuánto tiempo pasó después de ese episodio; lo único que sabía era que me encontraba parado en el acantilado, con mis manos extendidas sobre él, con un sentimiento de alivio que se apoderaba de mi corazón y una sensación de culpa que iba invadiendo poco a poco mi cabeza. De repente, desperté… y entre una mezcla de sentimientos que iban a mi encuentro, en lo único que podía pensar era en que era tiempo de comenzar de nuevo, una vez más.

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tercera parte

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hombre de palabra Por Gustavo Fernando Reyes El “Gato” Giménez estaba cumpliendo condena perpetua en Coronda por un triple homicidio, cuando, resuelto a escapar de aquel infierno, sobornó a su guardia cárcel. El carcelero en cuestión se llamaba Benítez, el “Gordo” Benítez; además de hacerle honor a su apodo, Benítez era un pedante y un tipo asqueroso, odiado hasta por sus propios pares de la penitenciaría. Cuando Giménez le propuso un trato, el Gordo ni se inmutó, como dando muestras de que ya estaba acostumbrado a esas cosas. Lo escuchó impávido, escrutándolo de arriba abajo a través de los barrotes de la celda, y una vez concluida la disertación del reo, se limitó a hablar del pago respectivo. Como el “Gato” Giménez no poseía familiares afuera ni ninguna otra solvencia económica, el Gordo debió conformarse con un paquete de cigarrillos y otros servicios personales que no vienen al caso aquí. El hecho es que por la noche, cuando el resto de los internos dormían y sus compañeros se entretenían moliendo a golpes a un presidiario de mala conducta, el Gordo se coló en la celda de Giménez y le explicó el plan detalladamente: –Te digo lo que vamos a hacer. En la enfermería está el Rulo, más en el otro mundo que en éste. Yo calculo que para mañana a la mañana ya tiene que ser fiambre. Al Rulo lo descosieron a puñaladas sus compañeros de celda. No puede aguantar mucho más. Aparte, hace falta lugar en ese pabellón. Una vez que retiren el cuerpo de la enfermería y lo trasladen a la morgue, yo 87


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vengo y te busco. Escondemos el cuerpo del Rulo en otro lado y vos te metés en el cajón. Como el Rulo no tiene parientes, nadie va a reclamar el cuerpo, o sea, lo van a llevar derecho al cementerio. Yo voy a estar todo el tiempo presenciando los hechos. Cuando todos se hayan retirado del cementerio, yo corro la losa del nicho y te libero. Vos te las tomás y nunca más asomás la nariz. Yo después me encargo de colocar el cuerpo del Rulo en su lugar. ¿Entendiste? El plan le sonó demasiado macabro al “Gato” Giménez, pero como no estaba en condiciones de exigir nada, asintió con la cabeza mientras tragaba saliva. –¿Pero cómo sé yo que no me vas a cagar? –inquirió no obstante el “Gato” Giménez. El Gordo lo miró a los ojos con odio. Cerró la enorme garra sobre su cuello. –Yo seré un gordo asqueroso, pero tengo principios. Ni muerto falto a mi palabra –masculló y soltó al interno, que se revolvió dolorido. A la mañana siguiente, el Rulo debía morir entre las cinco y las seis; sin embargo, no murió. Más aún, experimentaba una leve mejoría. De modo que el Gordo se llegó hasta la enfermería, entretuvo al médico de guardia con chanzas sobre sexo y mujeres, y filtró en el suero del paciente un brebaje letal. Media hora más tarde, el médico, ayudado por dos guardias cárceles, trasladaba el cuerpo del Rulo a la morgue y labraba el certificado de defunción correspondiente. El plan parecía tener éxito. Ahora sólo restaba lo más difícil: que Giménez se animara a meterse en el ataúd. No tuvo muchas opciones, a decir verdad; el Gordo lo forzó a meterse y selló el cajón como si nunca más fuera a abrirse. En un extremo del ataúd, le practicó una pequeña ranura para que el reo pudiera respirar hasta que él lo liberase. Luego 88


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escondió el cadáver descocido del Rulo en un armario y abandonó de prisa la enfermería. En ese instante, por la cabeza de Giménez pasaron una infinidad de imágenes. Escenas mezcladas de su vida con las de los sueños, los rostros de sus víctimas implorando misericordia, su propio rostro esbozando una sonrisa sin dientes… Cerca del mediodía, y como ya era habitual, extrajeron el ataúd de la morgue y lo cargaron en un móvil fuertemente custodiado. Fue entonces cuando corrió la noticia por toda la penitenciaría de que el “Gordo” Benítez había caído descompensado a enfermería, aparentemente víctima de un paro cardíaco. Cuando el móvil cargado del féretro arrancó, el Gordo expiraba en la misma camilla en la que el Rulo yaciera aquella mañana. Con este panorama desalentador, el plan estaba condenado al fracaso. El cementerio no quedaba muy lejos de la penitenciaría; un sacerdote joven recitó una plegaria aprendida y luego se dispusieron a inhumar los restos. No hubo flores, ni llantos, ni despedidas. Sólo apuro por terminar cuanto antes con un trámite engorroso y burocrático. Giménez, encerrado en su nueva prisión (ahora de madera) no podía saber lo que el destino le había deparado. Tres días después, un enfermero, alertado por un olor hediondo, descubrió el cuerpo del interno en uno de los armarios. Cuando constataron que se trataba del Rulo, rápidamente lo relacionaron con la desaparición inexplicable del condenado a perpetua. Tras obtener una orden judicial, se dispusieron a extraer de su nicho el ataúd que descendieran allí días atrás. Cinco nichos hacia el norte descansaba el guardia cárcel Ángel Benítez. Cuando apoyaron el féretro sobre el pavimento del camposanto, ya todos sabían con lo que se iban a encontrar. “Un plan perfecto que no prosperó”, se rió entre dientes el Director de la penitenciaría. La tapa de roble crujió lastimosamente y dejó ver detrás de sí un 89


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ataúd vacío, totalmente vacío, increíblemente vacío. Ni el Director ni los guardias entendían nada. Después de todo, el Gordo, pese a su pestilencia natural, había resultado ser un hombre de palabra…

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de par en par Por Mónica Alejandra López Una serpiente era la representación más clara del diablo. La tentación, la mismísima perversión y la maldad astuta y escurridiza estaban en el cuerpo de la bicha, sea cual fuere. Para peor, se trataba de una Pitón Reticulada de cinco metros y casi cuarenta y seis kilos. Carmen había vivido sola por años, desde el día en que se encaprichó con quedarse con la serpiente que había entrado por la ventana del patio. “Buscaba fresco”, dijo, y le ofreció su hogar. Habitualmente, cuando la sequía y el calor se apoderaban de toda la bahía, las víboras se metían en las casas. En esas épocas, Ovidia trabajaba sin descanso. Era capaz de hipnotizar hasta la más peligrosa. Palabras extrañas se adueñaban de ella y, en un diálogo casi diabólico, la serpiente buscaba la salida por sí misma. Nunca un golpe, ni un hachazo, ni nada que pudiera dañarla o matarla. Con las ventanas y puertas de par en par, era suficiente, el Diablo o el alma en pena de algún malvado se retiraba por propia voluntad. La convivencia con el Demonio tenía pactos. Cada tanto, alguna de ellas pegaba el mordiscón y Ovidia succionaba la herida tres días y tres noches, hasta que los ojos se le inyectaban de sangre, los dientes se ennegrecían y su cuerpo se escamaba por completo. Se devoraba la gallina o el animal que la familia le había ofrendado y, luego de digerirla y escupir huesos, pico, patas y plumas, todo volvía a la normalidad. La vieja dormía hasta reponerse y el moribundo volvía al ruedo. 91


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Ovidia, que leía el futuro en sus sueños, supo que el daño estaba hecho. Su vecina le había ofrecido el hogar al malvado. Compartía con la bicha el mismo espacio, cada una comía su propia comida, y mientras una dormía sobre la cama, la otra se enroscaba en la pata. Carmen agradecía la incondicionalidad del animal y se esmeraba por hacerlo feliz con los mejores manjares. Sin embargo, un día después de que una tormenta lo inundara todo, Carmen llamó a Ovidia. –Es Rosinha que no come –señaló Carmen–. No sé qué le pasa. Si está enferma o extraña. No sé –continuó mientras Ovidia exhalaba eructos con olor a huevo. La casa estaba inundada de cuerpos de animales en descomposición, que la bicha despreciaba. –¿Dónde duerme? –preguntó la vieja con voz áspera de ultratumba. –En el piso. Estirada a mi lado. –Con una mueca reconoció la nobleza de la serpiente y dejó ver la ausencia de casi todos los dientes–. Es fiel, no se aparta de mí. Todos se fueron y ella se queda a mi lado. –Ya es tarde –anunció Ovidia mientras abría puertas y ventanas de par en par–. No quiere irse –agregó. Carmen le sonrió a la serpiente. Estaba orgullosa. –Te va a devorar. Primero te mide y después traga entera. Quien muere en el vientre de una serpiente, no encuentra paz. Las vísceras del Diablo son brasas eternas a las que hay que temerles. Al menos, no provoques al Demonio, que no se detendrá hasta saldar las deudas con tu propia sangre –dijo, y se fue. Cientos de veces le habían advertido que un buen día el animal mostraría su instinto. A lo que Carmen respondía: “si pude con otras fieras, podré con ella”. Nunca más se supo de la anciana. Su hija Vera, luego de no haber logrado localizarla por teléfono, decidió ir a su casa. Un 92


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vaho asqueroso salía por cuanta rendija hubiere. Apenas incrustó la llave, supo que la desgracia, parada a un costado del cuarto, se relamía de salir a escena. La cama no tenía una sola gota de sangre, ni un vestigio de violencia. La había comenzado a ingerir desde la cabeza (Vera imaginó el rostro desencajado de su madre), luego se enroscó y trituró los huesos para seguir arrastrándola hacia el interior de su cuerpo. La boca se abrió una y otra vez, un poco más, hasta atascarse en la cadera de Carmen. A pesar de los intentos de la serpiente, el error en el cálculo era irreversible. Y ahí quedaron, ambas atascadas, ahogadas la una por la otra. Vera no podía creer lo que estaba viendo. El asco y la impresión se mezclaban con el terror a la serpiente y la tristeza por su madre muerta. Por unos instantes, imaginó que el cuarto se llenaría de cuerpos reptando hacia ella. Y cada ruido disparaba los miedos más remotos. Como pudo, se acercó a la puerta y escapó. Afuera estaba el día. Pensó en su hermano y sintió alivio. Él se ocupó de todas las cuestiones prácticas del velorio, del cajón cerrado, del incienso, del fuentón y de mantener las puertas y ventanas abiertas de par en par, para que los espíritus encontraran la salida. Y ahí estaba la mujer entrada en años, velándose a cajón cerrado, porque nadie la había podido sacar de las fauces del animal. Vera lloró por las tantas veces que no había querido llorar. En cambio, su hermano veló a su madre sin una lágrima. El barrio entero pasaba por la casa para darle el último adiós. Entraban, saludaban a la familia y mojaban las manos en el fuentón de agua bendita, en la puerta de entrada. En eso estaba Tarzinho, el nieto de Ovidia, cuando los recuerdos de la infancia se sacudieron como una alfombra llena de polvo. Vera sonrió al verlo y lo abrazó. Vera fue la primera en saberlo y del terror quedó muda. La mirada se le perdió a la altura del horizonte y el frío de su propio 93


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cuerpo contrarrestaba las bocanadas de fuego que exhalaba la tierra. El murmullo de las palabras que Ovidia do Santos nunca le había dicho, la aturdía. A pesar de que Tarzinho desconocía las causas, no le sorprendió que Vera se ausentase un tiempo de este mundo. Esa mañana, como tantas otras, la sentó en la mecedora que daba al patio y se fue a pescar. Tomó el mismo camino, el que atravesaba el morro y lo llevaba a la bahía. El aire tibio y húmedo se mezclaba con el aliento de las cañas, palmeras y helechos. El cuerpo le pesaba, pero Tarzinho no lo había notado. Los pasos sonaban cansados y los seres que reptaban a sus pies se hacían a un lado. El día apenas comenzaba a tomar forma cuando el joven regresó con lo necesario para los dos. Entonces se dio cuenta. Abrió la puerta y encontró a Vera en la misma posición que la había dejado. Se acercó y, como si una ráfaga le hubiera corrido el velo de sus ojos, contempló los pechos de su mujer. Grandes y firmes lloraban las lágrimas más dulces que había conocido. Un frío intenso lo abrazó y por un instante sintió miedo. Vera esperaba un hijo, sería padre. El terror lo invadió. Pensó en escapar. Pero sabía que de las almas no se puede huir, no hay fronteras ni tiempos que las detengan. Una noche, cuando los vientos de los cuatro puntos cardinales se agitaron, la tierra se levantó por el aire. Y el polvo lo cubrió todo hasta oscurecer la noche. Vera do Brito parió sin llanto y el diminuto fruto de su vientre reptó hacia el monte, dejando su huella en el polvo.

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el hombre que creía ver rostros en los filamentos de las bombitas de 25 vatios Por Mario Bolla Edmundo vivía solo. Desde el fallecimiento de sus padres, vivía solo. De edad madura, pasados los cincuenta, Edmundo creía que la vida no había sido hecha para él. Retraído, tímido al punto de parecer tonto, su experiencia con los placeres del mundo terrenal era casi nula. A lo sumo, tomar un helado de vez en cuando se erigía en la única fiesta que sus sentidos le permitían gozar. Vivía humildemente, sus únicos ingresos provenían de una pensión por discapacidad –aunque no era decididamente un incapaz– que le había tramitado un tío abogado (ya fallecido) jugando al límite de la legalidad. Enmarcada en una cotidiana (y forzosa) austeridad, fluía su vida, llena de previsiones y prohibiciones, carente de mayores expectativas. La crisis de fines del 2001 había sido un golpe de gracia para su menguada economía doméstica, y lo que antes era “ahorro” ahora había devenido en una actitud recelosa de miseria y mezquindad. Asustado por esa crisis, y preocupado por lo que él consideraba un excesivo consumo de energía eléctrica, había decidido dos años atrás reemplazar casi todos los focos de su casa. Cambió 95


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todas las bombitas de 75 y 60 vatios (no hizo lo mismo con los de 40 del baño, encima del botiquín) y, en su lugar, colocó lamparitas de sólo 25... Su luz era tenue y difusa, pero iluminaban al fin y servían al propósito para el que las quería: sentirse menos solo por las noches. A medida que utilizaba dichos focos, sus ojos se fueron acostumbrando a esa neblinosa luminosidad, y sí bien dejó de ver con nitidez, desarrolló una extraña habilidad: reconocer las personas y los objetos a través de sus contornos. De esa forma, aún con la luz del día, sus ojos veían sólo envases, líneas generales, envoltorios, cáscaras humanas, cuerpos delineados. Ante sus ojos, todas las figuras eran similares, sin rasgos propios característicos. En vez de asustarse o de concurrir a un oftalmólogo –o de reemplazar nuevamente los focos–, fue acostumbrándose a la nueva visión de la vida. Total, no tenía a nadie a quien mirar con detenimiento, ya que estaba habitualmente en soledad. Una tarde, casi noche, ingresó al pasillo que comunicaba (o aislaba, mejor dicho) su casa con el exterior. De pronto, sus pasos se detuvieron: una cara lo observaba: un rostro con los colores del ocaso, de rasgos borrosos, pero cálidos, le dirigía una sonrisa. La cara surgía del interior de los filamentos lumínicos de la bombita de 25 vatios que se erigía en el aplique, y lo miraba directo a los ojos. Se parecía a su tío, el abogado fallecido... De ahí, quizá, la sonrisa amigable. Extrañamente, llevaba su impronta. Hasta creyó ver que le cerraba un ojo en símbolo de complicidad, como diciendo: “Yo sé que me calaste, Edmundito... Yo estaré acá haciéndote compañía”. El hecho lo sorprendió hasta lo inimaginable, pero se repuso, se pasó la mano derecha por el pelo (gesto que repetía cada vez 96


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que una situación lo incomodaba) y se consideró preparado para hablarle al rostro que emergía de la lámpara de 25 vatios. “Hola, tío Mario, ¿qué te trae por acá?”, le espetó a la bombita. O mejor dicho, a la cara que brillaba tenuemente dentro de ella. Mayor fue su asombro cuando creyó que ésta le respondió: “Querido Edmundo... pasaba por acá y vine a ver si seguías cobrando la pensión, ¡ja, ja, ja!”. El grito aterró al vecindario. El Sr. López corrió pensando que habían entrado ladrones a la casa de su vecino, y llegando a la puerta del pasillo se topó con Edmundo que huía despavorido. “Edmundo, ¡qué pasa!”, gritó López. La vergüenza fue mayor que el miedo. No podía confesar lo ocurrido: “Nada, don López, ¡me saltó una rata desde el borde del paredón!”. “Tendremos que pensar en conseguir un gato... Imaginate si le salta a Rosa. ¡Se me muere acá mismo!”, dijo López. Las cosas volvieron a la normalidad (¿?). Edmundo ingresó nuevamente al pasillo y fue directo a la bombita. La cara, más risueña, seguía allí, pero en silencio. Tomó el llavero de su bolsillo, tanteó la trabex para abrir la puerta de chapa, la abrió e instintivamente direccionó su mano derecha hacia su derecha para prender el interruptor. Enmudeció y fue ganado por el asombro: ¡las dos lamparitas del aplique del recibidor se iluminaron con las caras de su mamá y de su papá! Corrió presa de la incredulidad hacia su cuarto, directo al velador, y al encenderlo se hizo presente el rostro de su primo Aníbal, el que se ahogó en el río en el verano del 96. En cada dependencia en la que ingresaba y encendía la luz, aparecía una cara familiar. Todos finados, por supuesto, pero firmes en sus recuerdos más queridos.

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Edmundo comenzó a quedarse de noche en su casa, durmiendo durante el día. En las noches, hablaba y hablaba, y juran los Espósito (vecinos cuyo departamento estaba pegado al de Edmundo, patio de por medio) que sin jamás ver ingresar a nadie, escuchaban diferentes voces y hasta risas todo el tiempo. Pensaron que había enloquecido, que la enfermedad que lo incapacitaba –nadie sabía bien cuál era, pero que la tenía, la tenía, como comentaban las vecinas en la frutería– se estaba manifestando hacia alguna forma de locura en la que los delirios lo llevaban a hablar solo, imitando diferentes voces y modismos (lo decían por Jaime, el primo cordoooobés, seguramente) y estaban convencidos de la necesidad de llamar a la Asistencia Pública para que cuidasen del pobrecito. Edmundo, ahora acompañado, vivía intensamente sus madrugadas entre rondas de mate en las que convidaba pero, eso sí, terminaba tomando solo. La vida le estaba devolviendo una felicidad que le había robado desde niño. Primero fue el tío Mario: al entrar una noche, la bombita hizo un pequeño fogonazo y se quemó. Directo al corazón, el golpe fulminó a Edmundo y lo llevó a explotar en una crisis de llanto. Corrió al polirrubro, aún abierto, y compró una lamparita de 25 vatios. Corrió nuevamente hasta el pasillo, la cambió, prendió el interruptor y nada... Nadie vino a habitar esa lámpara, sólo un filamento de luz rojiza. Esa noche, Edmundo lloró por segunda vez la muerte de su querido tío. En las noches siguientes, revivió cada fallecimiento de cada familiar. Una a una se fueron quemando las bombitas (cada vez las hacen de peor calidad) y fue perdiendo nuevamente a sus seres queridos en un martirio que, como un ritual, se repetía noche a noche, hasta volver a quedar solo.

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Hacia febrero de 2008, la Policía dio con las primeras pistas del vidriericida de las casas de iluminación: fueron los rastros dejados por las gotas de sangre los que la llevaron hasta la puerta del pasillo donde vivía Edmundo, actualmente alojado en un neuropsiquiátrico, dibujando infantilmente, con tizas de colores, caritas en las paredes del hospicio.

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el castillo winterhorn Por Liliana Weisbek Mammato Corría el año 1918. El prestigioso diario londinense London Herald decidió abrir una columna dedicada a ciertos misterios que circulaban por algunas comarcas de Inglaterra, muchos de ellos conocidos desde hacía varios siglos. Fue difícil para el Director del diario encontrar, dentro de su personal, alguien que se ofreciera para ese trabajo; nadie parecía dispuesto a correr riesgos. Por lo tanto, el Director debió poner un aviso donde solicitaba un periodista dispuesto a investigar historias misteriosas. Su aviso tampoco tuvo éxito. Sólo dos personas respondieron: un anciano periodista, quien apenas si podía con sus huesos, y un joven, recién llegado de América y con poca experiencia, que a falta de otra oferta resultó elegido. Al no ser del lugar, no tenía la carga de siglos de historias de fantasmas y aparecidos que circulaban por Inglaterra; más bien era un descreído de esas cosas. El Director lo contrató enseguida. Su primera investigación fue el misterioso caso de Lady Winterhorn, en el Condado de Sussex, a quien su prometido había abandonado en el mismo día de su boda, en octubre de 1793, para huir con una acaudalada Condesa francesa. La joven, sumida en una profunda tristeza, enfermó y, luego de un mes de padecimientos, falleció. A partir de entonces, muchas personas que vivían en las cercanías del Castillo aseguraban haberla visto, y la desaparición de varios jóvenes hacía presumir que ella estaba vengando en otros hombres la traición de su prometido. La 100


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última desaparición había sido un mes atrás: el ayudante de un contable, que había llevado unos papeles a un comerciante. Éste abandonó el pueblo luego de hacer su encomienda, pero nunca llegó a destino; la policía todavía estaba investigando. Fue así que el joven aspirante a periodista se dirigió al Castillo Winterhorn y se instaló en una posada cercana. Inmediatamente de haber llegado, comenzó con su investigación: primero, en la Estación de Policía, donde le informaron lo poco que sabían; luego, comenzó a hablar con algunos de los pobladores de la aldea, quienes le aportaron datos bastante fantasiosos; aunque no estaba muy conforme, el joven tomó nota de todo lo que le dijeron. Al anochecer, volvió a la posada y, cuando estaba subiendo la escalera para dirigirse a su cuarto, vio a una bellísima joven que bajaba desde el piso superior. Se hizo a un lado para dejarla pasar, y ella le sonrió dulcemente. El joven pudo observar su blanca tez, sus ojos color del cielo, el rubio cabello flameando ante cada escalón que la joven descendía, dejando en el aire un perfume a magnolias; quedó inmediatamente prendado de tan dulce criatura. Cuando descendió al comedor, intentó infructuosamente descubrirla entre la gente que poblaba el lugar. Le tocó sentarse en una mesa donde había tres lugareños bastante charlatanes y, cuando mencionó su trabajo, los hombres comenzaron a explayarse sobre el tema. Una vez terminada la cena, y con un montón de anotaciones en su libreta, el joven se despidió de sus compañeros de mesa y se dirigió a su dormitorio. Cuando estaba por abrir la puerta, desde el fondo del corredor vio acercarse a la muchacha que había cruzado anteriormente en la escalera. “Disculpe, señorita”, le dijo interrumpiéndole el paso, “quisiera presentarme: mi nombre es John Marriot y soy periodista del London Herald”. La joven sonrió, dulce, y susurró: “Mi nombre es Alice”, y se deslizó hacia la escalera. El joven durmió profundamente esa noche. En sus sueños, se mezclaron los dichos de los lugareños junto con la dulce mirada de Alice y varias hojas de papel donde había escrita sólo una palabra: “Help”. 101


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Se despertó temprano. Se higienizó, se vistió y salió al pasillo para dirigirse al baño. Cuando salió volvió al pasillo, Alice lo esperaba frente a la puerta de su cuarto. Sorprendido, se acercó a la muchacha. “Buenos días, Alice, qué agradable sorpresa”, le dijo. “Buen día, Mr. Marriot”, contestó ella. “¿Me estaba esperando?”, preguntó el joven. “Sí”, contestó Alice. En ese momento, otro pasajero pasó por el corredor y miró extrañado. El hombre se dirigió hacia las escaleras dándose vuelta un par de veces para mirarlos. “Perdón por esa mirada inquisidora”, dijo el joven. “No se preocupe, Mr. Marriot, no me molesta, y disculpe usted mi atrevimiento, pero quería preguntarle algo”, dijo la muchacha. “Espero ansioso su pregunta”, dijo el joven. “He oído en el comedor que usted está averiguando por el misterio del Castillo Winterhorn”, dijo la muchacha. “Así es”, contestó él, “¿sabe usted algo del tema?”. “Algo sé”, respondió la joven, “y también...., verá usted, yo me crié aquí y conozco desde chica el Castillo, solía jugar allí, en la parte que está abandonada, donde estaban los aposentos de Lady Winterhorn”. El joven le pidió que lo llevara allí inmediatamente, pero Alice le dijo que no era conveniente que los vieran bajar juntos las escaleras, y que sería mejor que se encontraran en el lado este del Castillo en una hora. El joven aceptó enseguida, Alice se despidió y sigilosamente se dirigió hacia el fondo del corredor. El joven bajó la escalera para desayunar. Estaba radiante. Su investigación iba tomando cuerpo. A la hora convenida, se encontraron frente a una herrumbrada puerta. La joven tenía una antigua llave con la que abrió la cerradura, y ambos ingresaron a un jardín. Esa parte del Castillo estaba en total estado de abandono. La muchacha lo guió por un estrecho sendero mientras le contaba en detalle la historia de la joven abandonada por su novio. Algunos detalles eran tan íntimos, que por momentos el joven pensó que Alice debía ser descendiente de Lady Winterhorn para conocer tales secretos. De repente, apareció frente a ellos la pared del Castillo. El joven miró a la muchacha y vio que 102


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su rostro estaba surcado por lágrimas. Le preguntó qué le sucedía; ella le respondió que siempre la emocionaba contar esa historia que era muy triste. El joven le preguntó entonces si Lady Winterhorn había sido antepasada suya. La muchacha lo miró intensamente y asintió con la cabeza: “Muy cercana, demasiado cercana”, respondió. El joven no se animó a preguntar más. Entonces ella le hizo señas para que la siguiera. Escondida tras un gran árbol de magnolias, había una pequeña puerta. La joven la abrió. Estaba sin llave. Ambos ingresaron a un pasillo en semipenumbras y lo recorrieron en silencio. Tal como la joven había dicho, esa parte del Castillo estaba muy abandonada y sucia. Pasaron por lo que debió haber sido un salón y llegaron a un ancho corredor. Al fondo del mismo, se veía una puerta muy antigua. “Ahí está”, dijo la muchacha, “el cuarto de Lady Winterhorn”. Al joven, el corazón le comenzó a latir fuertemente. La muchacha abrió la puerta y ambos entraron al recinto. Había mucho olor a humedad y a podrido. La poca luz que había se filtraba por entre las maderas que tapiaban las altas ventanas. El joven dio unos pasos y tropezó con algo que pensó sería una piedra. Se volvió hacia la joven y la vio junto a la puerta. “Que extraño”, dijo la muchacha, “¡La puerta no está muy pesada!”. La tocó al hablar, y ella se cerró de pronto, con un golpe. “¡Dios mío!”, dijo el joven, “no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Nos hemos quedado encerrados los dos!”. “Los dos no. Uno solo”, dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y desapareció. Cuando el joven pudo salir de su asombro ante lo ocurrido, miró al alrededor de él. Ya sus ojos se habían acostumbrado a la poca luz y podía distinguir mejor lo que lo rodeaba. Un espantoso grito salió de su garganta al ver que con lo que había tropezado era el cuerpo de un hombre en estado de descomposición, y que el piso del lugar estaba sembrado de esqueletos. Gritó, gritó, gritó hasta quedar sin voz… Unos días después el diario para el que trabajaba mencionó su misteriosa desaparición en un pequeño recuadro en la página cuatro. 103


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reencarnación Por Leandro A. Kreitz Cuando sus ojos se posaron en mi cuerpo oscurecido por una marea de gusanos que se alimentaban de la muerte misma, supe que era el indicado. Contemplaba el abismo de mis ojos rodeados por una aureola de pus renegrida, embelesado por el horror que tenía delante. Casi tanto como yo mismo ante el esplendor de su belleza. Se acercó con paso vacilante a mi cuerpo ancestral. Lo observé parpadear varias veces, tratando de convencerse de que las sombras del callejón no le estaban jugando una mala pasada. Dejé que se pusiera en cuclillas a mi lado, siguiéndolo con la vista fija, manteniendo mi postura sumisa, sentado con la cabeza entre las rodillas, sujetándome los tobillos con mis dedos descarnados. Contrajo los labios en una mueca de repulsión; era consciente del hedor que despedía, pero no había ducha que bastara para sacármelo de encima. Levantó las manos como si hubiera sentido el repentino impulso de comprobar que era real, pero finalmente sus dedos se agarrotaron, incapaces de llevar a cabo la tarea. Deslizó la lengua, humedeciendo sus carnosos labios adolescentes de una femineidad reprochable en un hombre. ¿Acaso sería yo el primero en experimentar un cosquilleo al contemplar su oscura belleza? ¿O sólo eran los gusanos que roían mis entrañas? No pude contener la sonrisa que deformó mi rostro, mostrando 104


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una hilera de dientes brillantes y amarillos, acariciándolos con mi lengua negra, que alguna vez fuera tan rosada y sensual como la del muchacho, que apretaba bien fuerte los párpados, ocultando a sus ojos un horror real. De ellos brotó una lágrima que arrancó destellos de diamante a los faroles de la calle. Aproveché su distracción para arrodillarme de frente a él. Mis huesos húmedos se quejaron con un chasquido acusador. Acaricié su mejilla con mi dedo supurante para recoger esa única lágrima y llevarla a mi lengua, como si fuera una libación. La ofrenda era para mí. Sus quejidos entrecortados me infundieron ánimos; supe que no iba a darme problemas. Me puse de pie, descubriendo mi pecho hundido, carcomido por las aves y los perros que se me habían acercado confundiéndome con mera carroña. Por fortuna, me había vengado de cada uno de ellos, aunque ninguno había resultado suficientemente bueno. Lo tomé por los cabellos finos, sedosos y ondulados como la marea de altamar a merced de una tempestad, cabellos claros y deslumbrantes como el mismo sol. Incluso sentí que su contacto abrazaba mi espíritu, seduciéndolo. Los gemidos que profirió cuando comencé a arrastrarlo hacia lo profundo del callejón no hacían más que excitarme. No veía la hora de poseerlo, de encontrarme dentro de él… Apreté mi paso torpe, sumiéndonos en la oscuridad del callejón, rengueando hacia lo profundo, fuera del alcance de los sentidos humanos. Un gato fue a parar contra la pared de ladrillos, rebotando entre maullidos de sorpresa más que dolor, víctima de un puntapié impaciente. Nunca había notado que mi morada estaba tan dentro en el callejón… A menos que estuviera bajando rumbo al mismísimo infierno. 105


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Efectivamente, tras un espeso manto de oscuridad, me recibió el esplendor incandescente de las llamas parpadeantes, que consumían almas y oxígeno por igual. Fui incapaz de dominar mi rostro, que no cesaba de gesticular y deformarse con muecas de entusiasmo, los ojos aún más desencajados (si es que era posible), a punto de saltárseme de las órbitas. Creí que se me iba a desencajar la mandíbula si seguía riendo como un poseso. Sin perder un segundo más, me volví hacia el muchacho de codiciada hermosura que yacía sollozando sobre las rocas ásperas del suelo, apretando los puños casi tan fuerte como los párpados que cubrían sus ojos y los protegían con pestañas espesas. Lo levanté en vilo, haciendo uso de una fuerza que nunca había imaginado poseer en ese cuerpo. Lo sostuve del cabello con una mano, mientras lo despojaba de sus ropas con la otra, como un amante impaciente. De la misma manera acaricié su cuerpo, bebiendo las lágrimas directamente de sus mejillas. Cuando sentí que mi cuerpo estaba a punto de estallar, me fundí con él en un abrazo pegajoso, maldiciendo eternamente al cachorro que había mordisqueado mis genitales, desprendiéndolos de mi cuerpo antes de que pudiera espantarlo, privándome de la magia que me proponía ese momento. No tenía que perder más tiempo. Sus chillidos me extasiaron cuando lo clavé por la espalda en los ganchos que colgaban frente a mí, y me dejé llevar, ejecutando una danza frenética. Cuando abrió los ojos como platos, contemplé la deslumbrante profundidad de sus ojos azules… mis ojos azules. Sin pensarlo siquiera, hinqué mis uñas en la carne tersa de su pecho imberbe, desgarrándola desde la tráquea hasta el pubis; me sorprendió que se sintiera excitado precisamente en ese momento, y no pude más que darle el gusto, lubricando mi boca con 106


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su propia sangre. Desafortunadamente, no fue consciente de su último orgasmo, aunque no estaba muerto. Me puse de pie, masticando tranquilamente lo que me había entregado, para contemplar la abertura de su pecho. Supuse que sus órganos deberían estar escurriéndose, con metros de tripas que tendrían que haberse desplegado sobre mi cabeza, cubriéndome como si fueran guirnaldas; pero sólo se veía un hueco negro. Un vacío… ¡El cuerpo estaba vacío! Me apresuré a adentrarme en él, metiendo primero mis piernas, como si se tratara de un traje térmico de buzo, estirando mis manos hasta calzarlas en sus dedos, acomodando mi propia cabeza como si la estuviera cubriendo con una máscara. Un estallido de dolor se apoderó de mis cuerpos al momento de la unión, como si me encontrara en el interior de un horno de fundición, y una descarga eléctrica estalló en mi cabeza cuando ambos cerebros se fusionaron en uno, arrebatándome la poca conciencia que me quedaba, derribándome sobre las rodillas. Cuando desperté, desplomado sobre mi pecho rejuvenecido, un par de ojos azules absorbieron la luz del sol radiante, reconociendo el fondo del callejón y a su propio cuerpo, preguntándose por qué estaba sonriendo, completamente desnudo.

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el vaticinio Por Jorge Almirón A Uriel podía notársele un cambio de actitud repentino. Desde que Rosina Brandan, su ex novia; había dejado de formar parte de esta vida, Uriel comenzó a frecuentar un templo espiritista en los suburbios de la localidad de Quilmes. Allí, una mañana, el médium decidió realizar una sesión de Tarot por pedido insistente de Uriel. Éste le suplicó que necesitaba saber qué le deparaba el futuro con su nueva pareja, Melinda Karrol. Antes de hacerlo, el médium le aconsejó no dejar influenciarse por lo que fueran a decir las cartas, recordándole que el hombre es quien elabora su propio camino del destino y que éste jamás está escrito. Uriel asintió en silencio. El médium barajó los arcanos e hizo que Uriel cortara el mazo en tres partes, de izquierda a derecha. Luego tomó una y comenzó a interpretar lo que se iba presentando sobre la mesa. Mientras hablaba de un amor sólido y una relación estable y duradera con el tiempo, la siguiente figura llamada “El Diablo” apareció acompañada de una visita representada en “La Copa”. Uriel vio preocupación en el rostro del médium y preguntó qué relación tenían esas dos cartas. Éste levantó la palma de su mano como para pedir silencio, limitándose a observar detenidamente las figuras. Cuando expuso la siguiente, denominada “La Parca”, sus ojos se engrandecieron. Su próximo movimiento fue atinar a juntar el resto para guardarlas. –No es bueno continuar con esto –contestó algo nervioso. –Espere... Quiero saber qué vio, no me lo oculte. Se lo suplico –dijo Uriel y le sostuvo ambas manos con fuerza. 108


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El médium suspiró profundamente. –Está bien, Uriel –respondió al fin–, está bien... Las cartas hacen mención de algo trágico que va a ocurrir más adelante en tu vida; otra gran pérdida que está relacionada, de alguna manera, con algún tipo de juego y una visita inesperada. Esta visita aparecerá para aclarar un motivo. Intentará saldar una vieja cuenta, pero en nombre de una persona desdichada, quien le ofrecerá una buena remuneración a cambio. Escúchame bien, Uriel: no quiero que te sugestiones por esto que acabo de decirte, ni mucho menos que te martirices por tu primer amor perdido. Debes continuar la vida normalmente y lo mejor que puedas. Como te dije antes, está en tus manos decidir el rumbo de las cosas. De tus decisiones depende una felicidad matrimonial que definitivamente podría cambiar el rumbo de tu vida.

Aquella sugerencia jamás fue tenida en cuenta. El tiempo transcurría y la preocupación de Uriel se hacía cada vez más inevitable. Pese a que nunca confío a nadie el vaticinio del médium, ni mucho menos a Melinda, Uriel comenzó a mostrarse temeroso hacia los sucesos de la vida cotidiana. Su atención se enfocaba hasta en los mínimos episodios que veía. “Tal vez, las cosas podrían no darse de la manera que uno espera”, pensaba. Y el límite fue tal que hasta los gatos callejeros, que habían usurpado el patio de su casa, lo alarmaron. Llegó a convencerse de que ellos observaban sus movimientos con cizaña; que se agrupaban poco a poco, para tarde o temprano atacarlo dentro de la casa; y que seguramente sería durante la noche, mientras dormía. Una mañana, pensó que debería acabar con ellos. Recogió las sobras de arroz con atún de la noche anterior y las puso en una bandeja. Luego le vació una medida de cianuro y la colocó por encima del tinglado de cinc. Después se marchó al laboratorio a cumplir con su trabajo. 109


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Melinda había notado que su novio la sobreprotegía demasiado y que actuaba extraño. Comprendía que la mala experiencia con su antigua novia le había cambiado la actitud. Pero no podía dejar que esto afectara el presente de la relación. Decidió aprovechar la ocasión del día para jugarle una broma y así levantarle un poco el ánimo. Recordó que era el día de los inocentes, y como bien sabía, no era una fiesta que aquí se festejara demasiado, por eso supo que Uriel jamás lo sospecharía. Se vistió y se levantó de la cama para poder pensar en una buena idea. Horas después, antes de ir a la Facultad, Melinda se dispuso a limpiar el patio de la casa. En eso, una gran cantidad de gatos en el tinglado le atrajo la atención. Fue tal su repugnancia al verlos que se dirigió a espantarlos con la escoba. Cuando vio la causa de aquella reunión, una maliciosa sonrisa se dibujó en su rostro. Sacó el celular y una tarjeta del bolsillo que decía: “Rosticería el buen comer”. Al final del día, durante el regreso del trabajo, Uriel pudo advertir que sus pasos eran seguidos por una figura envuelta en sobretodo, sombrero negro y gafas oscuras. Algo extraño porque ya había empezado a oscurecer. Aquel hombre parecía sostener algún tipo de fotografía que miraba a cada momento. Entrar a una galería colmada de gente hizo que Uriel pudiera despistarlo. Ya en la casa, y mientras aseguraba puertas y ventanas, el timbre empezó a sonar insistentemente. Alarmado, Uriel espió por la mirilla y vio un muchachito con un paquete en mano. Le preguntó, sin antes abrirle, qué necesitaba. Éste le respondió que traía un encargue de comida por parte de Melinda Karrol y que la cuenta ya estaba pagada. Preparada la mesa, Uriel quitó el envoltorio del paquete. Rápidamente, se levantó de la silla apretándose la nariz con la servilleta. “¡Por Dios!”, dijo y estiró el brazo para alcanzar el tenedor. Desparramó el arroz, descubriendo en el fondo de la 110


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bandeja un mensaje escrito que decía: “Feliz Día del Inocente”, firma: Melinda. Mientras sonreía y decía en voz alta “¡el que ríe último...!”, respondió su mensaje en un plato de porcelana. Luego vació la bandeja en ella y le agregó mucho condimento. Recalentó la olla de arroz con atún de la noche anterior y la colocó en el centro de la mesa. Dejó todo preparado para Melinda, que ya estaba al caer. La esperó un momento, pensativo y algo intranquilo por el hombre misterioso de la galería. Cuando escuchó el manojo de llaves en la puerta, corrió hacía la habitación a recostarse. Ya casi amanecía cuando un leve forcejeo venció el picaporte de la puerta. La figura envuelta en sobretodo entró sigilosamente. Corroboró su fotografía con el cuerpo sentado a la mesa, tomó los signos vitales y examinó con cuidado los restos de arroz con atún. Su olfato le aseguró un olor amargo como el de las almendras. Le arrojó un fósforo encendido y notó inflamarse la sustancia. Meditó un instante la situación. Caminó hacia una de las habitaciones y abrió la puerta. La cerró y se comunicó en voz baja por radio: – Hola, por favor con Eugenio Brandan. – Sí, soy yo, ¿quién habla? – El investigador del caso de Rosina. Le tengo noticias. Tal como lo sospechábamos: el ex de su hija también acaba de asesinar a su actual novia, pero esta vez de una forma diferente. Lamentablemente, tuve que esperar a que esto sucediera para descartar la idea del suicidio de Rosina. Pareciera que jugar esta broma macabra por el Día de los Inocentes lo agotó al muy atorrante y ahora se encuentra descansando. Pobre infeliz, no sabe lo que le espera. Lo que más me duele es esto que dice la tarjeta junto al regalo que ella le traía.

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la verdad tras la mirada Por Ernesto Parrilla Siempre he sabido el secreto que guardan. Lo descubrí de pequeño, cuando jugaba con ellos. Si bien mi madre no lo permitía, porque temía (y con razón) que me rasguñaran, cuando ella no estaba me tendía por horas en el piso disfrutando de su presencia y prácticamente obligándolos a jugar conmigo. Más de una vez, salí lastimado. Pero fue en esa intimidad, ganada a base de tiempo, paciencia y más que nada, puro capricho, que fui tomando nota de un conocimiento inadvertido por la mayoría. Por qué, me preguntaba silenciosamente, abrían así de grande los ojos, con ese amarillo inyectado convertido de pronto en una enorme yema, mirando la nada misma, en un rincón, en una pared, detrás de mí. Quizá de niño tengamos algún sentido extra, o sea simplemente la curiosidad de la edad, pero lo cierto es que mis observaciones y meditaciones me llevaron a una única y sencilla explicación. Los gatos veían gente que no estaba. Veían muertos, fantasmas, espíritus, como queramos llamarles. Noté cómo no solo sus ojos se fijaban en un punto invisible en el espacio aledaño, sino las señales que sus cuerpos despedían: las garras afuera, los lomos erizados, la boca retraída, los dientes amenazantes. A veces presentaban un solo signo, otras, dos o tres a la vez, y en ocasiones, todos juntos. 112


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Otorgué en mis anotaciones el valor más bajo cuando sólo había mirada. Y fui agregándole a esta escala, proporcionalmente se sumaba otra señal, un punto más hasta llegar al máximo exponente, que sólo podía indicar la presencia de un ser no vivo de carácter peligroso, que llevaba a los felinos a desplegar todo su instinto hostil. Por supuesto, siendo un niño, mis afirmaciones fueron tomadas como todo intento de un niño de sobresalir en un mundo de mayores: con risas. Decidí no perder el tiempo, pues difícil me sería derrumbar la muralla de inmadurez que me rodeaba como estereotipo claro y retrógrada de una sociedad conducida por seres que se alegraban de usar traje y corbata y corresponder sus necesidades alimenticias con un ritual estúpido alrededor de una mesa, del cual, con mis más arteras artimañas, aprendí a rehuir desde que tengo uso de la razón. Mis estudios continuaron en privado, en la oscuridad de mi habitación, en los callejones húmedos y peligrosos de la ciudad y en el mismísimo cementerio. Utilicé gatos domésticos y no tantos, lo que explican las cientos de heridas que mi cuerpo atestigua y de las cuales mi mente, aún hoy, no reniega. Con los años, orienté mis estudios a las especialidades que fui creyendo más propicias para poder demostrar mi teoría. Siempre me sentí cerca de poder develar el misterio, no obstante, cada vez que creía tener en mis manos las pruebas fehacientes, los experimentos fracasaban. Alejado de la sociedad, para evitar la intervención de terceros en más pruebas fallidas, y encerrado en una vieja mansión victoriana en las afueras de un pueblo cercano, prácticamente desierto ante el éxodo de sus habitantes hacia horizontes con mejores perspectivas económicas, busqué por todos los medios arribar a la verdad. Y debo decirles que, luego de centenares de fracasos, y gracias al aprendizaje de los mismos, puedo hoy comprobar fehaciente113


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mente que los felinos tienen el poder oculto, quizá milenario, de poder ver a los muertos, a los espíritus de estos que aún deambulan en la tierra de los vivos, y no sólo contemplarlos, sino también combatirlos, puesto que he descubierto que ésa es su misión en la tierra y no jugar con ovillos de lanas o perseguir ratones, como la tradición nos lo ha enseñado. Los combates, feroces y mortíferos, se desarrollan en las noches de luna resplandeciente, y las batallas son cruentas, desleales, salvajes. No veremos jamás los restos mutilados de los espíritus derrotados, pero sí seremos testigos de las heridas de los felinos, que de no mediar esta explicación, jamás sabríamos a qué atribuirles. Los regresos nocturnos de los animales, a veces cortados en el rostro, otras cojeando con dolor, lacerados en un costado o simplemente con una oreja desgarrada, representan la marcha de los sobrevivientes en la lucha eterna para la que han sido bendecidos desde su nacimiento. Disfruto de este conocimiento por el que he abandonado la sociedad, las comodidades, la cordura. Esta verdad me pertenece, es fruto de mi vida y producto de mi muerte. Por años buscando la respuesta, comprendí muy tarde que la misma había estado siempre en mis manos. Aún en la mansión victoriana, si alguien se atreviese a entrar en la que llaman “la guarida del loco”, podrían observar mi cuerpo humano pendiendo de la horca, en el candelabro principal. Mi cuerpo espiritual deambula libre en otro plano de la existencia, compartiendo con los gatos (que solo me miran) ese amor sincero y leal que les he tenido desde pequeño, sabiendo que no ignoran que mi naturaleza no es la de hacerles daño, sino la de comprenderlos como nadie hasta el momento.

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la danza de recoleta Por Lisandro Ciampagna A Gilberto le dolía la cabeza. Sentía como si le estuvieran golpeando los ojos con un martillo. Un martillo tan fuerte que le cortaba la respiración y sus costillas, gimiendo con cada bocanada de aire, no le ayudaban. Probó mover piernas y brazos. Las piernas respondieron bien, lo mismo que el brazo derecho; sin embargo, alguien había puesto algunos vidrios rotos en el izquierdo. Al levantarse, sintió náuseas y tuvo que apoyarse en un poste de luz para ponerse de pie. Ya parado, se preguntó por qué le dolía todo y dónde estarían Marcos y el auto. Además, notó el inmenso edificio a su derecha. Era enorme, complejo e intimidante. Pero en la entrada tenía una fuente brillante y un parquecito de cemento con varios árboles bien cuidados y algunos bancos de piedra. Se arrimó temblequeando a uno de estos. Ya sentado, se esforzó por respirar y se fue acostumbrando al dolor. Empezó a notar el frío que hacía y pudo pensar un poco. Ya podía reconocer el shopping center, notó sus enormes galerías vacías y las salas de cine desiertas. Miró el reloj, pero estaba roto: el doce titilaba rojo e inmutable. Vio la calle vacía y recordó que era sábado y que el Village tenía función trasnoche: tenía que ser de madrugada. El viento helado le lamió las heridas y para distraerse del frío y del dolor 115


Epitafios

trató de hacer memoria. ¿Adónde habían ido después de la fiesta? Recordaba que su amigo había insistido en manejar porque él había tomado de más. Se veía a sí mismo entrando al auto, pero después sólo recordaba el dolor de cabeza. Instintivamente, buscó el celular. Llamaría a Marcos o a Luciana al departamento. Pero no encontró el móvil, ni las llaves, ni la billetera. Empezó a imaginar el robo cuando escuchó la música. Pensó en un boliche abierto y la posibilidad de un teléfono. Pero al girar hacía el sonido sin levantarse, encontró una orquesta callejera. Estaban en la vereda de enfrente apoyados a la sombra de un gran paredón de ladrillo. Sólo distinguió tres bultos, pero reconocía los instrumentos: guitarra, tambor y flauta. Se sorprendió de lo bien que los escuchaba. Era una música vieja, pero animada. Tenía un tono campestre que resonaba en las galerías vacías del shopping, en el paredón sepulcral y en los huesos adoloridos de Gilberto. Una melodía que invitaba a bailar en grupo, a enlazar los brazos, a marcar el ritmo con las palmas y a zapatear con fuerza. La melodía lo animó tanto que logró levantarse para cruzar la calle. Al caminar, les preguntó a los músicos si no tendrían un celular, explicándoles que lo habían asaltado y que estaba perdido; ellos le respondieron tocando un poco más fuerte. Insistió pidiéndoles alguna moneda para el colectivo, pero las tres figuras permanecieron a la sombra tocando cada vez más alto. La música terminó por tapar sus gritos, pero no pudo esconder otro ruido. Se trataba de una mezcla de puertas metálicas corriéndose, candados cayendo, cajas arrastrándose por el piso y pasos duros y sonoros como dados con zapatos de madera. Levantó la vista hacía el muro: la fuente del sonido estaba del otro lado. Era una pared alta que parecía alcanzar el cielo. 116


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Sus ladrillos rojos eran firmes aunque ahuecados por el tiempo y remendados con telarañas. Justo encima de los sempiternos músicos, había un cartel verde: “Aquí descansan quienes nos precedieron en…”, y no leyó más porque una mano huesuda lo distrajo. Detrás del primer esqueleto, vino un segundo y a éste le siguió un tercero, después vinieron muchos más. Todos eran menudos, adolescentes e impacientes. Bajaron a la calle a través de un desgarbado árbol, con risas enmohecidas y ropas antiguas. Apenas tocaron piedra, empezaron a bailar al ritmo de los anónimos intérpretes. Gilberto no se asustó y su calma, tan sobrenatural como los bailarines fúnebres, lo convenció de que tenía una pesadilla. Una pesadilla que pronto se vio muy concurrida. Los demás invitados estaban doblando la esquina. Sus pies de hueso repiqueteaban por el asfalto al ritmo de la música. Casi ninguno tenía carne sobre la calavera, pero todos iban con trajes y vestidos elegantes aunque un tanto empolvados y con uno o dos agujeros de polillas. La fiesta se animó rápidamente. Las rondas esqueléticas se volvieron más y más grandes, y diversos grupos se fueron armando. Los niños espantaban algunos gatos callejeros. Los rancios patricios fueron a un pub cercano a discutir controversias políticas tan muertas como ellos. Las damas de alcurnia caminaban por las galerías observando las modas decadentes de los vivos. Pero la mayoría bailaba bajo aquella música medieval. Gilberto se fue dejando arrastrar por la alegre danza y con algo de práctica logró integrarse a la coreografía de los muertos. Terminó bailando con una agradable jovencita, que aún conservaba bastante carne en el cuerpo, y luego se quedó charlando con un viejo caudillo del interior, escuchando sus anécdotas militares. Ya no le dolían la cabeza, ni el pecho, ni nada. Sólo cuando Marcos le tocó el brazo sintió una ligera punzada de dolor. 117


Epitafios

Gilberto lo saludó invitándolo a sentarse y oír las historias de los salvajes unitarios, pero su amigo quería hablar con él y tuvo que levantarse, ofendiendo al General. –Linda fiesta –le dijo a su amigo para entrar en tema. –Es bueno que lo sea, es la última –le contestó aquél con una sonrisa lánguida. Caminaron por el borde de la gruesa pared, alejándose de la música, hasta llegar a la entrada marmórea de la necrópolis. Gilberto miró sin terminar de entrar. Vio que había casas viejas con formas eclesiásticas y otras modernas con esquemas geométricos. Las había con símbolos masones y otras tenían ángeles por porteros. Había puertas con aldabas y otras con candados. Como todas las ciudades, había un par de bellos monumentos y pequeñas plazoletas en sus veredas bien cuidadas. –Acá nos separamos. –¿Estoy muerto? –No, todavía. –Estuvo lindo… el baile… y todo lo demás. –Sí, pero vos sabés… Todo se acaba. Se dieron las manos como buenos amigos y luego se abrazaron entristecidos. Entonces Gilberto cayó en la inconsciencia. Lo encontraron tirado contra las puertas del cementerio con un brazo roto y la cara llena de moretones. Al parecer se había arrastrado hasta ahí desde el auto chocado. Su amigo había salido volando a través del parabrisas. Gilberto había tenido suerte.

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la despedida Victoria Beguet Day Nunca lo dijo, pero estoy segura de que lo que más le divertía de mí era mi gusto por lo excéntrico. Mi convicción ilógica de que existían los fantasmas, mi obsesión por visitar morgues, presenciar una muerte –una muerte de verdad–, mi necesidad constante de asustarme hasta sentir náuseas. Fue gracias a él que empecé con este extraño hobby. Y fue gracias a él que crucé ese umbral y perdí la única virginidad que realmente importa: la posibilidad de nadar en aguas conocidas. El tablero me lo regalo él. Lo compró, me acuerdo, en una feria de antigüedades, junto con unas postales viejas y unos caireles de los que no paraba de hablar. El Ouija –que muchos asocian con películas de terror baratas de los 80– es un juego con un mecanismo simple y transparente. Lo constituyen, por un lado, un tablero de madera; por otro, una cajita de madera liviana con una especie de ojo o círculo de vidrio, que se va deteniendo sobre cada letra. Sobre el tablero, están pintadas las letras del alfabeto. Debajo de las letras, están los números del 1 al 10 y, debajo de los números, una palabra (el que tengo en casa dice goodbye, pero, en todo caso, una palabra que denota despedida.). Sobre esto último, se tiene que tener una confianza ciega: quien nos visite aceptará irse o se verá obligado a hacerlo. De la misma forma en que un conjunto de cenizas permite detectar una hoguera, la quietud repentina después de una de esas “charlas” parece ser un fiel indicio de una actividad que no ha cesado. Queda siempre, después de una 119


Epitafios

visita, un leve tremor en el aire, la convicción de una respiración estrangulada, la seguridad de que la habitación o el living, con sus muebles inmortales, ha sido violentada de alguna manera, desnaturalizada. Al jugar, nunca temí por mi vida. La locura, con su elevación involuntaria, es mucho más riesgosa. Sin embargo, no puedo evitar querer acercarme, gateando, a ese vértigo. Quizá, todos deseamos en secreto una soledad definitiva y absoluta. Un día, tuve esa visita singular que, sin confesarlo, esperaba desde hacía meses. Mis dedos reptaban sobre el tablero con una inercia que –de tanto jugar– ya no me sorprendía. Yo acompañaba, distraída, los movimientos gráciles de mi anónima pareja de baila. El diálogo entrecortado (a pesar de las distracciones que me rodeaban: gente que entraba y salía del cuarto, las bocinas de los autos, ladridos de perros que venían de afuera) se iba entibiando, como un baño de inmersión. Mi mano, que ya estaba dentro de la bañadera, dibujaba letras perezosas sobre el tablero. Pausadamente, mi visita sin rostro fue cobrando vida, sus respuestas se volvían más rápidas, más enérgicas. Caí en cuenta de que estaba hablando con alguien. Y súbitamente –aunque sin sorpresa– reconocí a mi interlocutor. Su forma de responder, de deslizar tan lentamente la flecha sobre el abecedario, como un chico que aprende a hablar, era suya. Tenía hasta la misma aspereza suave de su voz; ese matiz rasposo, casi ronco, similar al viento que horada una piedra. Afuera, las hojas de un árbol acariciaban la ventana, con la belleza de lo que se mueve sin moverse. Pensé, sin que se acelerara mi pulso, que quizá él sabía. Me figuré la escalera vacía que conducía al primer piso. Las luces del living pestañaron débilmente y marcaron el momento de abandonar el juego. 120


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Intenté despedirme. Retuvo mi mano con una violencia inaudita y creo haber sentido dientes sobre el dorso de mi mano –acaso los suyos–. Dientes que se hundían en hielo. Empecé a correr, y el piano del living (un recuerdo de mi tía abuela) se deslizó con infinita docilidad. Quise gritar y era como si nunca hubiera tenido voz. Consideré negociar, pero lo di por perdido de antemano. Se me despejó en ese momento mi duda. Siempre sospeché que horas antes de morir ya lo sabía. El día que improvisamos su muerte –porque casi no fue planeada– tuve la certeza de que él nos había escuchado. Me lo imaginé sin lástima, parado al pie de la escalera, escuchando, la mirada extraviada, cubierto acaso de sudor frío. Siempre tardaba en enojarse, hasta cuando lo arrinconamos en el cuarto sé que no sintió enojo. Se dejó subyugar sin perder su férreo autocontrol. Una fragancia cómica, imposible, perfumaba el cuarto vacío. Con el piano absurdamente cerrándome el paso, noté que las teclas se movían y tardé unos instantes en entender que también producían sonido. Luego, todo se detuvo y pasaron siglos. Lo único audible era el compás de mi propia respiración, igual a la de un animal a punto de ser sacrificado.

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cuarta parte

sensaciones



la saña Por Maximiliano Luis Rizzi “... tear up the planks! –here, here!– it is the beating of his hideous heart!” Edgard Allan Poe, “The Tell–Tale Heart”

Con la mirada más vacía que la muerta, corrió a buscar el serrucho. De madrugada, lo había sacado de aquel viejo cajón de herramientas, que no recordaba haber abierto antes; así que fue hasta la cama y lo tomó. La bolsa de residuos ya estaba preparada, en necrológica espera, semiabierta en el centro de la sala. Decidió (si cabe la expresión) proceder sin mover el cadáver del lugar donde había caído cuando todavía era una persona. Sin titubear, tomó el brazo izquierdo y comenzó a rasgar la delgada capa de piel con la herramienta. La epidermis se deshizo con facilidad, también la carne –escasa a la altura de la muñeca–, y pronto se sintió el contacto con el hueso; él lo sintió. Agitaba el serrucho con seguridad, mientras el marfil crujía, rugía. Su sonido superaba el estruendo que se colaba desde la calle, que se estremecía en plena hora pico, y el ahora descuartizador lo sentía, pero no alcanzaba a oírlo. La sierra iba y venía, atravesando ya las primeras capas amarillentas, hasta que un bufido delató que el corazón óseo había sido alcanzado, y la fuerza de la aplicación pendular de la herramienta lo quebró. La mano sólo quedaba adherida al resto del cuerpo por un minúsculo segmento cárnico, que Américo arrancó con un tirón exagerado. El plástico de la 125


Sensaciones

bolsa chirrió de gusto al recibir la arácnida palma suelta, casi abierta. También ese sonido fue cubierto por el grito del húmero, que el hombre ya se apuraba a atacar. Nuevamente, la piel fue un prefacio simple y, al primer contacto con el óxido –ya ablandado en su mezcla con la sangre–, se abrió casi naturalmente, descubriendo el virgen músculo, que a su vez se iba deshaciendo en el metal que lo desgarraba, avasallante. El bíceps sucumbía, dócil, frente al avance de la dentadura grisácea y marronácea y roja de la máquina. Y, otra vez, el hueso. Y la obediente herramienta, al servicio de la necesidad, no reculaba ante la gruesa opacidad de aquél, y lo penetraba groseramente, lacerando y destrozando lo que pudiera quedar allí oculto de la esencia del movimiento. Y el sonido, el tremendo sonido, no cesaba ni por un instante, como un ronroneo horrible, inacabable; un mugido demoledor. Y entre toda aquella orquesta terrible, Américo sólo escuchaba el desesperado bombeo de su corazón, que apuraba, diligente, vastos litros de sangre espesa al cerebro. Y oía el brote incesante de la transpiración en su frente, en sus mejillas enrojecidas, afiebradas, y el sonido del hervor mineral de las gotas evaporándose en su cara o siendo absorbidas de nuevo, como en un intento de calmar esa inédita sed que le trituraba los labios y le raspaba la lengua, retorcido caracol bajo una tormenta de sal. Y todo esto sentía, pero nada de esto pensaba, mientras procedía ciegamente al descuartizamiento de la muerta. Finalmente, el hueso cedió, y el hombre retorció la extremidad para arrancar el pedazo de carne que aún la unía con el resto del cuerpo. En el primer intento, no lo logró, pero luego de varios tirones violentos y un poderoso swing de sierra, cayó sentado con su trofeo deforme. Ahora sí, se detuvo un segundo para doblar el brazo antes de acomodarlo en el fondo de la bolsa. Y velozmente tomó la muñeca derecha y repitió las maniobras. La herramienta iba y venía, entrando y saliendo hipnóticamente, desgarrando los músculos en cada envión, destruyendo la carne. Cada tanto, algunos fragmentos se 126


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desprendían y caían en el piso, luego de un movimiento de una violencia tal que el metal resbalaba y se salía de la senda del serrucho, rebanando el brazo en puntos aledaños. Antes de llegar al hueso, retorció la muñeca de Elsa varias veces, en sentido circular, y tiró hasta arrancarla. La mano viva lanzó a la otra hacia la bolsa, que recibió con indiferencia aquiescente el botín. Para apurar el trámite, Américo tomó el codo del cadáver, apoyó su pie en las costillas –tapando con su zapato los dos agujeritos negros unos centímetros debajo de la axila–, y empezó a tirar con fuerza. Un tronido acusó la dislocación del hombro y, a medida que hacía rotar el brazo, sentía cómo los ligamentos se rompían con brutalidad. La violencia con que el hombre se esforzaba por arrancar el miembro era musicalizada por el gradual crujido de las costillas de la muerta, hasta que el costillar no resistió la presión y el pie del asesino se hundió en la caja torácica, lo que provocó una escalada de sangre que brotó de la inerte boca semiabierta de Elsa. La náusea tornó morada la tez de Américo, que permaneció unos segundos petrificado, con los ojos verdes muy abiertos, erguido, y sosteniendo con sus brazos caídos el de la muerta. De inmediato, se lanzó de rodillas y recogió la sierra, que cayó con furia sobre el hombro muerto. Ya ablandado, el hombro se dejaba desgarrar y se entregaba, dócil, al sacrificio inducido. Con los ojos entrecerrados para poder ver a través de la sangre, que emanaba brutalmente, con saña, del cuerpo de Elsa, el animal continuaba su depredación. Cuando el metal se topó con el hueso, los movimientos se intensificaron, se tiñeron de ira, de pavor, en su constante vaivén, en su batalla con la piedra dentro del mimbre. Finalmente, el brazo –estirado por la mano izquierda del hombre, que lo sostenía por la muñeca mutilada– se desprendió y Américo voló un metro a sus espaldas y aterrizó a medias sobre el viejo sillón de los abuelos. Se levantó, triunfante, con la cara desfigurada, y metió el miembro arrancado en la bolsa. Pisó con su zapato ensangrentado los restos de la mujer, que se trituraron en el fondo. Acto

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Sensaciones

seguido, saltó sobre el cadáver y rodeó la pierna izquierda con su brazo; recomenzó el serrucheo. La piel se rindió fácilmente, pero la carne del muslo opuso resistencia. El cansancio y la desesperación se tradujeron en un incremento del grado de violencia. La sierra se clavaba, trabada, en el fornido cuádriceps, y el trabajo que le costaba desenterrarla de los músculos era frustrante. A los cinco minutos, apenas había logrado penetrar unos centímetros. Se detuvo un instante. Pensó, pero sólo ese instante. Se levantó y arremetió a puntapiés contra lo que quedaba de su hermana: patadas a un montículo de tierra. Nublado, en apagado llanto, se desplomó, con su cómplice aferrado en la mano. Miró, entre lágrimas coloradas, la mancha de humedad en el techo. Giró la cabeza y observó a Elsa. El rostro inexpresivo parecía restregarle su más reciente fracaso. Su puño cobró fuerza alrededor del ajado mango del serrucho y el hombre se incorporó. Volvió a arremeter contra el muslo, pero el arma se zafó de nuevo. Con la cara desencajada se lanzó sobre el cadáver y comenzó a golpearlo con la sierra, marcándolo con azarosos cortes, profundos y superficiales, no importaba, sólo golpes, tajos, en los lados, en el pecho, en la cara, y una penumbra iba cubriendo la escena y los golpes y la sangre y Elsa en el piso y Elsa en la bolsa y todo se tornaba cada vez más difuso y oscuro y como en cámara lenta, mientras un impotente Américo agitaba con esfuerzo y cada vez más lentamente el serrucho y se iba recostando despacio, abatido, en la negrura final.

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el bajo Por Juan Manuel Vila Pérez Venía acelerando el paso nocturno por una calle que reptaba por el bajo de Buenos Aires. Caminaba con la humedad cuando un hombre viejo me tomó groseramente del hombro y me pidió unas monedas. Yo intenté ignorarlo, o quise transmitir cierto repudio, ajustando vigorosamente mi saco en mi pecho. Lo original fue ver a un hombre idéntico a mitad de la otra cuadra, lo cual se conformó como la experiencia más extraña de mi vida. Sin embargo, a pesar de mi asombro, me incorporé a mi antiguo ritmo y seguí caminando. El hombre me pidió unas monedas y volvió a sujetarme del brazo. Quise ver una coincidencia, o incluso un engaño de la mente, y me negué a creer que aquel vagabundo había recorrido tan rápidamente los cien metros que creía haberme alejado. Pero en la tercera cuadra, el mismo viejo me tomó del brazo con una ensayada mimética. Aplicando puntualmente la misma fuerza en el mismo lugar de mi brazo izquierdo, insistí con más fuerza y con cierto pavor: –¡¡¡No!!! Aceleré el paso, pero no hubo caso: en la cuadra siguiente, el hombre actuó de la misma forma, pero con una rapidez justa como para alcanzarme. Y lo hizo. Y lo injurié. Sin embargo, seguí caminando. Pensé que quizá la quietud era espacial. Recordé a Zenón, pero luego recordé su refutación y procedí a mirar las 129


Sensaciones

señalizaciones. Las calles cambiaban su nombre con verosimilitud. ¿O era la misma calle que cambiaba su nombre? Así continué mi recorrido nocturno: la paz me invadía en las esquinas, y el terror me serenaba a mitad de cuadra. Entre tanta especulación y miedo, olvidé notar mi soledad. Mientras aumentaba el nerviosismo de mi paso, que solamente yo escuchaba, me dije a regañadientes: –¿Estoy loco? Como cualquier hombre moderno, temía y al mismo tiempo percibía la necesidad de declararme insano, demente. No parecía tener otra alternativa. O aceptaba mi condición u otros lo harían por mí. Pero mis sentidos se resistían a negar la realidad de mis visiones. Veía claramente a aquel viejo, que con fuerza apretujaba mi brazo, lanzándome un aliento hediondo y mirándome a los ojos como un lobo de la noche. Pensé en pedir ayuda, pero no había nadie en la calle a esa hora. Paseo Colón, y el ineludible hombre continuaba con su mendigue. Siempre esperándome a mitad de cuadra, su intención se me hacía cada vez más y más grosera, y mi irritación crecía a medida que sus movimientos se hacían más predecibles. Comencé a odiarlo, a odiar sus harapos y su rostro mendicante. Su voz gastada y sibilante acrecentaba la violencia de mi paso. Fue por eso que volví a mi desalentado ritmo inicial, desacelerando la caminata, evitando un choque, evitando lo peor, evitándolo, evitándome. Doblar no me servía, ni tampoco volver (ya lo había intentado), porque el hombre seguía allí, y aquella noche nadie estaba para cuidarme. –Mierda, la puta madre, quiero un taxi. No podía hacer otra cosa más que enfrentar al eterno hombre, que repetía su odiosa frase con el mismísimo tono. El viejo perpetuaba de forma infinita su presencia, que me era temible como un día en el calendario de un moribundo. 130


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Leandro N. Alem, y decidí enfrentarlo en cuanto pusiera el primer sucio dedo en mi ropa, que olía a él. Caminé con pausas, pero con la convicción de golpearlo. El viejo se me acercó una vez más, como el sol se pone y se vuelve a poner, y estallé en una forma enfurecida. Lo tiré al suelo y lo golpeé hasta el cansancio. “¿Será este pobre hombre el culpable?, pensé, “¿Estará muerto?”. La sangre transformaba una escena que ya demasiadas veces había sido repetida, conduciéndome indefectiblemente a la desesperación, a la locura, al crimen. Pero volví a verlo cien metros más adelante. Mi rostro se hundió en el terror, y mi mano, todavía con sangre, comenzó a golpear a uno, y a otro, y a otro, y a otro, y al otro. –¡Viejo de mierda! Comencé a gritarle a todo viejo mendigo que se me acercara a mitad de cada cuadra, con ese tonito de actuada desesperanza y con aquel diálogo pestilente. Y les gritaba a todos, y los golpeaba. Mi saco, enrojecido, se movía con violencia mientras continuaba con mi perpetuo asesinato. Y mi mirada, odiosa, se perdía entre las gotas de locura. Pero seguía gritando. Les gritaba y los golpeaba sin cansarme ni un poco, de la misma forma y con la mismísima fuerza, dándole los mismos golpes en las mismas partes de la cara, para verlo caer de la misma forma y morir otra vez, enredado entre el asfalto y el mismo charco de sangre, en su repetida agonía, y huyendo inútilmente de las garras del mismo asesino.

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lobo Por María Rosa Llinares Desde que Laurita nació, Lobo, el cachorro de ovejero alemán marrón y negro de la familia, se convirtió en su compañero inseparable. Lobo fue testigo de los primeros pasos, de los primeros balbuceos de Laurita. Crecieron juntos. Fueron cómplices de mil travesuras, todo el pueblo los conocía y admiraba la fidelidad del animal que tanto la cuidaba. Los padres de la nena, Mario y Elba, se quedaban tranquilos cuando ambos salían de correrías por los campos. Sabían que Lobo siempre traería a Laura de vuelta a casa. Cuando Laura comenzó a ir a la escuela, Lobo la acompañaba hasta la puerta y allí la esperaba, sentado, con las orejas paradas, la nariz expectante, vigilantes los ojos, hasta que ella salía y volvían retozando los dos a la casa, felices de estar juntos una vez más. Al cumplir Laura los ocho años, su cuerpito comenzó a debilitarse: una extraña enfermedad se había adueñado de ella. Mario y Elba veían consternados cómo el médico del pueblo nada podía hacer con sus medicinas. Tampoco doña Elvira, la curandera, pudo hacer nada con sus conjuros y sus hierbas. El pueblo entero rezaba unido en cadenas de oración pidiendo por Laura. Lobo no se separó en ningún momento de su lado, no abandonó a su compañera de juegos. 132


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Laurita se fue una fría noche, dejando a la familia sumida en el dolor. La velaron en su cama. Lobo se quedó allí, sentado, con las orejas paradas, la nariz expectante, vigilantes los ojos. Llegó el momento de despedirse. Envolvieron su consumido cuerpito en una mortaja de arpillera, a la usanza de los pobres que no podían mandar a comprar un ataúd a la ciudad. En medio de las lágrimas y la congoja de todos aquellos que la conocieron, fue llevada hasta el cercano cementerio, para ser allí enterrada. Lobo siguió los pasos del cortejo y no hubo forma de sacarlo de al lado de la tumba. Se quedó allí, sentado, con las orejas paradas, la nariz expectante, vigilantes los ojos, tan acuosos como los de Elba; también él la lloraba. Y llegó la noche sin que Lobo regresara a la casa. Mario y Elba intentaron descansar a pesar del sufrimiento. Al amanecer, Elba fue a la cocina, desde cuya ventana veía el camposanto donde ahora descansaba su Laurita. Conmovida, vio asomarse, por la ventana, las orejas paradas de Lobo, el pobre animal había regresado a la casa. “Se habrá dado cuenta”, pensó Elba, “de que Laurita ya no puede volver”. Quiso ver a Laura jugando con Lobo como siempre. Quiso oír su risa. Añoró sus travesuras. Pero no, era un sueño imposible. Laurita estaba allá, en el cementerio. Mario se acercó a la ventana. Al ver al perro, salió al patio para saludarlo; sabía que el perro sufría mucho también. Elba oyó el grito, más que el grito, el alarido de Mario, y corrió para ver horrorizada que Lobo había traído a Laura otra vez de vuelta a casa. Alelada, Elba mira la escena: Laura apenas envuelta en su mortaja de arpillera, enlodada y deshecha y Lobo a su lado; como siempre.

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Sensaciones

Mira a Mario que, jadeando, se lleva las manos al pecho y cae… La escena se sucede como en cámara lenta y Elba se siente muy rara, como si el dolor fuera imposible de agudizar. Va hacia Mario, le cierra los ojos y le da un beso en la frente. Luego le acerca un cuenco con agua y un poco de comida al perro, pero el animal lo rechaza. Vuelve a la cocina, se sirve un vaso de agua y toma la caja que guarda celosamente, detrás de todo, en la alacena. Regresa al patio y se sienta al lado de Lobo y de su Laurita, que ya despide un fuerte olor. Abre la caja, le ofrece un bocado al perro, que éste acepta, y luego toma uno para sí, otro para Lobo, un sorbo de agua, otro bocado; así va repartiendo, hasta terminar, la caja del veneno para ratas. .

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crónicas de un país ciego Por Luis Emilio Roldan ¡Argentina campeón mundial!... Fue un solo grito que se oyó desde Núñez hasta la Quiaca; la multitud dejaba el estadio rebosante de alegría, no paraba de cantar y saltar. Un hombre vestido de traje gris seguía la multitud; no se mostró tan desenfrenado, más bien era discreto con sus emociones, que acompañaban su andar lento. Sobre la solapa de su saco, mostraba orgullosamente una escarapela circular de Argentina, lejos de aquellas pintadas en la cara, banderas, banderitas y camisetas que mostraban el fanatismo regular del pueblo futbolero. Al salir del estadio, siguió por Figueroa Alcorta hasta avenida del Libertador y allí se detuvo para ver los millones de papeles que caían del cielo, como una representación calcada de una llovizna de julio. Mientras se mantenía inmóvil viendo las caravanas que se desplegaban, le llamó la atención un papel entre los muchos que teñían las calles de blanco. Este papel era amarillento y arrugado. Tenía escrito con sangre “adiós”. El hombre tomó el papel perfectamente doblado como para carta, llamado por la curiosidad, y se dispuso a leerlo… “Me basta mi memoria dañada para tratar de aliviar este sufrimiento que me agobia; como los segunderos de un reloj. 135


Sensaciones

En esos momentos invoco los recuerdos sepultados por mi inconciencia; para sonreírle a mi locura. Puedo constatar que sigo vivo porque tengo la suerte de probar el frío, como una infusión, llegando a penetrar en mis pensamientos presos. Cada vez son más heridas abiertas que aparecen, como imágenes que dan vueltas por este cuarto; son espectros mal heridos hilando este presente abatido de tristezas. Seducidos por la insensata muerte que me acecha. Y que en algunas noches de esquizofrenia llegué a abrazar, pidiendo a gritos que me arrope y le ponga final a esta historieta vaga sin sentido. Padezco cada latido moribundo de mi profanado corazón que se une a un coro de lamentos, de plegarias abandonadas por el cielo. Así cultivé mis últimos alientos, en un hueco desolado de este averno hielo; procurando cosechar algún indicio de vida. Me aprietan estas paredes lejanas y, sofocado, pido a gritos mi final, buscando cenizas de un pasado extraviado en las murallas de un tiempo sediento de piedad. Tiemblo a cada paso de los sicarios porque resuenan en mi cabeza, hasta el punto de estallar; ya sé que voy de paseo por los pasillos de fuego y sé que me espera mi ser para una batalla más. Se desvanece mi voz afónica en la niebla que emanan mis suspiros; ofrendas perpetuas de energías que cautivan mi ensueño. Que se enredan en los sueños de un infame poder impune. Debo decirle a mi captor que sigo libre a pesar de estas cadenas, como los pájaros que juegan en las mañanas, y que estoy lejos de ver por razones de necedad barata. 136


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Se escapa mi alma y vuelve como huérfana mirada de esperanza, que encierra en sus pupilas la más cruel llama. Y seguiré siendo el silencio que aturde mi alma; y preso absurdo de esta infamia; pero más que nada seré libre… libre donde vaya”. Al terminar de leer el escrito, el hombre sonrío irónicamente y dijo: –¡Ja! Encima de zurdo, poeta…–Y dejó caer nuevamente el papel para que otro lo encontrara. En ese instante, justo frente a él, se detuvo un Ford Falcón verde oscuro. –¿Quiere que lo lleve a algún lado, Coronel? –preguntó el hombre del auto. El hombre se acerco y subió al auto sin acotar ninguna palabra. –¡Qué alegría!, ¿no? –dijo el chofer sonriente. –¡Sí!... Hoy no hay ningún argentino triste –respondió el Coronel, pensativo y frío. Y mientras miraba de reojo el edificio de la ESMA, se alejaron de allí.

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una voz en el camino Por Guillermo Gustavo Klimt Abro los ojos. El techo… el mismo de siempre. Me miro los brazos… bien, aún siguen siendo brazos humanos. Desde que leí a Kafka, temo despertar y ser una cucaracha. Hoy no es el caso. “Nunca va a pasar eso, es ficción”, me dice una voz en mi cabeza. Me levanto dejando todo como está, la cama hecha un desastre y la ropa de ayer tirada en el suelo. Mis sábanas siempre quedan hechas un lío, tardo mucho en dormir y doy vueltas en mis pensamientos. “Muchas cosas en las que pensar”, parece confirmar esa voz dentro de mí. En la calle hace frío, pero para ir a trabajar hay que despertarse temprano. Correr y levantar bolsas. Basura. Volver a correr, y nuevamente recoger las bolsas. Más basura. “La gente es basura”, siento desde mis adentros. No lo niego… pero ahora sólo puedo concentrarme en levantar más desechos y apurar el paso para no quedar olvidado en el recorrido del camión recolector. Aún es de noche. Es tan temprano que ni siquiera el sol se ha dignado a levantarse. Nos acercamos a la esquina con los edificios que tanto detesto. Hay un vecino que jamás cierra la bolsa y siempre termino ensuciándome. “Hace que me sienta como las bolsas que levanto”, me digo. “No”, me responde mi cabeza, “él es la basura que deja las bolsas así a propósito para molestar a los recolectores”. Me sorprendo por un segundo por la respuesta de la voz. “No hay nada que hacer… 138


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ya pasamos el edificio y recién empezamos a trabajar”, digo dando el tema por terminado. “Al menos por ahora…”, susurra mi compañera invisible. Abro los ojos. El techo, mis brazos. Todo sigue igual. El frío golpeando mi cara, el sol sin asomar en el horizonte. Otro día más como tantos otros. Subo al camión. Correr, levantar bolsas… basura. Basura, basura. Realmente, mi acompañante incorpóreo tiene razón… la gente es la verdadera basura, ellos que ensucian tanto y que hace que otros se sientan tan mal y tan podridos como lo que tiran. Sobre todo las personas que no cierran las… me quedo sorprendido por un segundo. El maldito se debe haber olvidado de sacar sus residuos el día anterior y lo está haciendo ahora. Ya siento ese olor putrefacto. “Deberías matarlo”, me aconseja alguien en mi oído. Me doy vuelta y veo que no hay nadie. Me asusto por un segundo, pero me doy cuenta de quién me lo está diciendo. “No, no puedo. Me descubrirían”, digo. “¿Quién se daría cuenta?”, me pregunta, “nadie se daría cuenta y nadie extrañaría a un imbécil como ése”, me insiste. “No, no puedo…”, pero ya se nota en el tono de mi voz la duda. “No olvides la basura… el olor a cadáver”. Y esa frase parece ser todo lo que hacía falta. En el segundo antes de que su puerta se cierre, entro junto con él a su edificio y desaparecemos ambos en las penumbras del portal, de donde sólo uno saldrá caminando. El otro lo hará en bolsas. Ojos. Techo. Brazos. Me siento mucho mejor después de lo de anoche. “No es el único que se lo merece”, me dice como al pasar la voz, “Después de todo, basura hay por todos lados”. Sé que no se refiere a los residuos. “Es verdad”, me oigo decir, “hay que ir a trabajar”. “Hay que ir a trabajar”, repite a eco mi abstracta compañera. Oscuridad. Sólo iluminan las calles las luces mortecinas de los faros públicos. Las personas parecen espectros a esta hora de la mañana. Rutina: correr y levantar basura. En la esquina de los edificios, todo parece seguir igual. Pero hay una puerta abierta. 139


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Algún portero olvidadizo la habrá dejado así. “Esta vez demos nosotros el primer paso”. El “nosotros” me hace eco en la cabeza mientras entro y fuerzo la primera cerradura que veo. “Da igual quien sufra, todos son iguales”, opina mi cabeza, pero estoy confundido, no sé si soy yo o la voz quien piensa eso. Veo una cocina y… una habitación. Todo está oscuro y silencioso. Veo la cama, pero… no hay nadie. “Tiene que haber otra habita…”. Siento como un aplauso en la nuca. Tanto stress. Trabajo, trabajo y más trabajo. Siento que un día de estos voy a llevar una escopeta a la oficina y voy a matar a todos. Sobre todo a esos que siempre me preguntan “¿en qué estás ahora?”. ¡Por Dios! Me angustian. No es normal odiar a todos y a cada uno de la oficina, ¿no es cierto? La verdad es que siento que un día voy a perder el control y realmente lo voy a hacer. Menos mal que hoy es viernes. Voy a comer temprano e irme a dormir pronto. Mañana será otro día. Luego de comer, me duermo en pocos segundos. Escucho ruidos. Me despierto y estoy totalmente alerta. Alguien está dentro del departamento. Está todo oscuro aún, son las seis de la mañana. Me tiro rápidamente debajo de la cama y agarro el viejo palo de amasar de mi abuela. Trato de calmarme, estoy realmente nervioso. Escucho pasos muy suaves que se acercan. Pronto lo voy a ver en la puerta. Siento el martilleo de mi corazón tan fuerte que pienso que lo va a escuchar todo el mundo. Veo sus pies… y mi oportunidad. Al no ver a nadie, se da vuelta. Me levanto de un golpe y le doy en la cabeza con el palo. Cae al suelo, pero no detengo los golpes. Su sangre mancha todas las paredes, los muebles, y quedo completamente mojado. No sé por qué, pero siento una enorme calma al ver a este hombre muerto… pero es extraño. Al estar recostado en el suelo, su cuerpo sin vida está reposado en el suelo como si 140


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estuviera tomando un descanso. En su rostro asoma una leve sonrisa y adorna su mirada un tinte de sorpresa. Parece estar como aliviado. “Puedo patearlo un poco más”, escucho cómo me dice una voz. “¿Por qué no?”, me digo.

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tierra movediza Por Silvia G. Franco La vida suele tener depresiones, cascadas, quebradas y muchas veces planicies. En el camino de su geografía a veces nos sentimos confundidos, en especial si vamos como ciegos o autómatas, sin ver con claridad. ¡Es tan difícil encontrarnos con nosotros mismos en medio de un alud de imprecisiones! Porque, justamente, eso es la vida. Un sin número de eventos enlazados, sujetos por hilos invisibles que nos atan a las existencias humanas de otros seres que, con demasiada frecuencia, no son tan humanos. Y en la depresión podemos encontrar una mano que nos sacuda o una que nos empuje hacia el abismo. Al vislumbrar una cascada, deseamos lanzarnos para renacer a una vida nueva, con frecuencia imposible. Las quebradas nos engañan con sus trucos de caminos y escondites; pero sin duda, la peor geografía de la vida es la planicie, tan llana, tan eterna… Ésos son los pensamientos que me atormentan. No quiero que esta monotonía termine apagando mi existencia. Pienso en la marea de infinitas sensaciones alrededor, aquí y allá, que me quieren penetrar, invadir. No puedo permitir que sus imperfecciones y vaguedades crucen el límite de mi piel o torturen mis sentidos. Porque sé que, si lo hicieran, mi rostro sería indefinido; el infortunio y el desconsuelo alcanzarían a mi voluntad, y otras almas, portadoras de tentaciones y males, podrían doblegarme, para quedar luego vencido e inerme. 142


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Escapo a la mirada de quienes siguen atentos mis movimientos. Porque yo sé que ellos están aquí. Aunque no pueda detectarlos aún, los percibo y eso me ayudará seguramente en el momento menos pensado. Es lo que me diferencia del resto de los humanos: sé que ellos están aquí. No quiero disfrazarme y ser otro, quiero ser yo mismo, pero a veces no es fácil pretender ignorar lo que para mí es tan evidente. No puedo dejarme atrapar, como tantos otros y quedar sumergido en cualquier momento en tierra movediza. ¿Qué haremos entonces? No tengo la respuesta, ni para mí, ni para los demás. Todos los días, al levantarme busco dentro de mi razón una frase que sea útil, al menos por algunas horas. Es un buen ejercicio aunque impredecible. A ellos no les gusta, nos hace pensar en otras dimensiones. Luego de repetirla varias veces a lo largo de la mañana para no olvidarla, trato de acomodarla a las tareas cotidianas, a las situaciones domésticas, a los placeres irrenunciables de las pasiones. Como una pompa de jabón, la frase se autodestruye en un lapso imposible de medir con las medidas que habitualmente aplicamos al tiempo. Ni en minutos, ni en horas. En un espacio incontenible, insubordinado, macabro. La frase se diluye hasta quedar sólo palabras que, separadas entre sí, carecen de valor. Más tarde, apenas distingo las letras que no son inútiles, pues sirven para construir nuevas palabras, y todo comienza otra vez hasta formar otras frases… Busco. Veo mi casa, bonita y casi perfecta. Más: adentro de mi casa veo mi hogar, levantado sobre sólidos cimientos, pero desdibujado; es como si intentara distinguirlo, aunque algo nubla la visión. Y son ellos que interfieren con algún tipo de arma mortal a largo plazo. Intentan destruirnos desde lo más sagrado que pudieron detectar en los estudios que seguramente realizaron sobre los humanos, habitantes de este planeta. De alguna manera, se infiltraron, descubrieron las debilidades del alma y, de a poco, están ocupando su lugar. Entraron en algunos hogares y se apoderaron 143


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de las familias. En muchos casos, fueron tomando a sus miembros que, ahora dispersos, admiten desconocer las razones del distanciamiento de aquellos seres a los que amaban hasta la locura. Y no pueden recuperarse porque el paso del tiempo no sólo destruye las palabras, sino también los sentimientos, las ideas, los valores. Se sienten culpables; no lo son, eso es lo que ignoran. Hemos sido invadidos. Entes extraños se han apoderado primero de sus almas, luego de su voluntad, para finalmente dominar sus cuerpos. Y a veces hay accidentes inexplicables, suicidios, hasta asesinatos, y los adjudican a la inseguridad, a seres desquiciados, enloquecidos. No consideran que son atentados contra la vida de aquellos que no quisieron dejarse dominar. Aquellos que, como yo, saben que ellos están aquí. Y más aún: sabemos lo que desean. Porque no sólo no tienen lugar, están vagando en el universo, sino que tampoco tienen apariencia física. Son infinitamente pacientes para lograr sus objetivos. Penetran como pueden, empleando todos los medios a su alcance. Generan ansiedad al ambicioso; causan depresión al que es inseguro o tiene poca suerte en la vida; tientan con imágenes obscenas al desprevenido; trafican con toda clase de artilugios para torcer la voluntad aún del más honesto; y abren los ojos de los niños y de los no tan niños, que entonces dejan de ser inocentes. Yo sé que ellos están aquí, aunque no puedo verlos. Desde ayer tengo la certeza, estuvieron muy cerca, casi me toman. Fue en un sueño. Creo que en ese momento, cuando mi voluntad no me pertenece y parezco ser otro, es cuando ellos me pudieron mandar el mensaje. Toda mi casa, mi hogar, era una escenografía de frágiles paredes sobre tierra movediza. Uno a uno, mi esposa, mis hijos, eran tragados por la tierra fangosa y resbaladiza, y yo no podía hacer nada para salvarlos. Los entes estaban allí, en la dimensión de mi entendimiento, disfrutando de la visión de mi fracaso y mi deses144


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peración. Mientras, yo sucumbía paralizado de horror e impotencia al ver cómo todos los miembros de mi familia desaparecían. Me pedían ayuda y yo no podía dársela. Sus voces se escuchaban aturdidoras, con gritos de dolor y miedo; sus manos se alzaban para que yo las tomase, y cuando al fin lo hacía, resbalaban hacia el abismo. Luego de esos minutos inmensurables, estaba absolutamente sólo. Todo lo que había tardado años en construir había sido fagocitado por la tierra hambrienta. Lo peor de esto es que cuando insisto intentando explicar todo lo relacionado con la invasión y el terrible peligro que amenaza a la humanidad, me traen a esta clínica, y aquí me dejan. Me vienen a visitar, sí. Pero solo de dos en dos y una vez por mes.

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el sobreviviente Por Agustín María Con un enorme esfuerzo, logró liberarse de los escombros. Pensó en maldecirlos, pero a decir verdad, probablemente le habían salvado la vida protegiéndolo de las altas temperaturas. Encontraba trabajoso ver con claridad, en parte por el ambiente denso de tierra y polvo, y en parte porque nunca había tenido una gran vista. Intentó no desesperarse, debía moverse con cuidado. No sabía si la pila de escombros, que durante muchos años había llamado hogar, era estable. Procuró moverse rápido, deteniéndose eventualmente para evaluar la situación. Corrió, se detuvo, esperó unos instantes, y luego echó nuevamente a correr. Tenía miedo, estaba despavorido. Antes del estallido, aquí estaba su familia y alguno de sus amigos. Ahora no quedaba nada, ni siquiera un rastro de ellos. Finalmente, entre puertas, grietas y ventanas, logró escapar de la desmoronada construcción. Miró el horizonte y contempló atónito el color rojizo del cielo, cortado por las columnas y hongos de humo que se elevaban a la distancia. Nunca creyó que fueran a hacerlo, no imaginaba a nadie tan ingenuo como para arriesgar tanto. Caminó lentamente por los restos de su ciudad contemplando las calles por las que había revoloteado y jugado durante su infancia. Se detuvo frente a un montón de cascotes. Eran las ruinas 146


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del aquel bar en donde casi perdió su vida por robar un poco de comida. Aquella memoria oscura de su infancia parecía para él, sumergido en tanta destrucción, un recuerdo hermoso. A medida que se desplazaba por las agrietadas veredas de la ciudad, evitaba mirar dentro de los automóviles. En su mayoría, estas construcciones metálicas conservaban dentro los restos de sus ocupantes, y en algunos casos, se podían distinguir los cuerpos calcinados. Su pésima vista le permitió continuar su marcha sin detenerse a mirar. Sentía esa desgarradora sensación de saber que, al confrontarse con un cuerpo, vendrían a buscarlo sus recuerdos. Llegarían a él todas esas preguntas que conscientemente demoraba. Se preguntaría por sus padres, sus hermanos, su novia y sus amigos. Se preguntaría por esos conocidos lejanos y por aquellos cercanos. Entendería que ya no vivían, que él era el único que había sobrevivido. Se lamentaría y se hundiría en la pena, y muy probablemente se arrojaría a alguna fogata, deseoso de terminar con su vida. Caminó erráticamente durante horas por aquel escenario devastado. Se desplazaba rápidamente, luego se detenía, para más tarde retomar su paso apresurado. Vagaba queriendo encontrar un rumbo. No escuchó voces o gritos. No había ruido de vehículos desplazándose, de bocinas y frenadas. No se escuchaban aves que surcaran los cielos, ni siquiera cantaban los grillos que tantas veces habían impedido el sueño de los hombres. Tan sólo habitaban esta ciudad, el silbido del viento desplazándose y, ocasionalmente, los ecos del suicidio de algún escombro que no había podido mantener su estabilidad. Toda su vida había odiado las multitudes, detestaba ver cómo se agolpaban por un poco de comida. Sentía que se volvía uno más, insignificante, efímero en semejante masa. Las detestaba porque instintivamente lo eximían de pensar, de elegir. Le impedían realizarse, alcanzar aquello que tanto deseaba. Sin embargo,

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en este día las extrañaba más que nunca. Añoraba que estuvieran frente a él millones, y que estos, ignorándolo, se arrojaran sobre la comida como si fuera su última oportunidad de comer. Su primera noche la pasó recostado sobre el pavimento, alternando entre instantes de sueño y horas de angustia. No quería pensar en el día siguiente. No quería siquiera contemplar la posibilidad de que él fuera el único. El último. El amanecer lo encontró hambriento. Desde el estallido de las bombas, no había vuelto a probar bocado. Sabía que podía aguantar hasta días sin comer, pero no quería poner su cuerpo a prueba. Tenía hambre y quería conseguir algo de comida. Ése sería el objetivo de ese día. Una vez más, al igual que la tarde anterior, retomó su paso acelerado. Se detenía esporádicamente, observaba la situación, los potenciales peligros, y luego continuaba su marcha. Corría como si alguien lo persiguiera, corría como si su vida dependiera de ello. Huía de sus temores, de su ansiedad y, por sobre todo, de sus recuerdos. Cerca del mediodía, llegó a lo que una vez fue el centro financiero de la ciudad. Quiso pretender que su intención había sido la de terminar allí, pero lo cierto era que la casualidad lo había conducido hasta ese lugar. No había nadie a quien mentirle, no tenía porqué mentirse a sí mismo. Recorrió varias casas de comidas rápidas. En una encontró algo de agua, y en otra encontró los restos de un panecillo dentro de un recipiente metálico. Sin embargo, no estuvo satisfecho. No quería tener que atravesar la angustia de buscar comida todos los días. Aquella vida de miseria ya no existía más, hoy tenía la oportunidad de tener, aunque sólo fueran unas pocas, certezas. Visitó numerosos locales en búsqueda de alimento, y al cabo de unas horas había juntado algunos dulces y un poco de agua.

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Nunca había sido un fortachón y le costaba arrastrar las cantidades de comida que encontraba. Fatigado por tanta búsqueda, decidió descansar en los restos de un banco de plaza. Así, en el segundo día, su vida comenzó a tener un nuevo sentido. Creció en él la esperanza de que era posible pensar en un mañana. Lloró por los que había perdido, y se propuso que viviría para ver la tierra poblarse nuevamente. Sintió por primera vez en su vida que no todo estaba perdido. Esa noche, decidió circular por la plaza antes de ir acostarse. Caminó entre los restos de un monumento histórico; se trepó a las cortezas calcinadas de lo que alguna vez fueron árboles; y finalmente se revolcó en la tierra que hacía un par de días estuviera cubierta de verde. Notó cómo las cenizas cubrieron su cuerpo, y cómo él parecía estar a tono con el ambiente. No pudo evitar sentirse solo y deseoso de compartir ese nuevo mundo con otros. Sintió pena y toda la esperanza pareció desprenderse de él con la suave ventisca. Habían pasado dos días completos en ese nuevo mundo y aún no se había cruzado con otro ser vivo. Ni siquiera había escuchado los gritos o la agonía de algún desdichado. Decidió regresar a su banco antes de que cometiera una locura. Marchó rápidamente hacia su nuevo hogar con la cabeza gacha. De pronto, se encontró caminando sobre carbón. Al mirar con detenimiento, pudo distinguir que se trataba de un cuerpo humano. Se horrorizó inmediatamente y pensó en huir de la embarazosa situación. Sin embargo, con ayuda de sus antenas, se aproximó al lugar donde hubieran estado los oídos de este hombre. Colocó sus seis patas sobre su cráneo calcinado y entre rencores le susurró: –Esto es su culpa, ¡imbéciles!

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limo negro Por Jorge Benito Lo peor de todo es saber que no estoy loco. Este año, luego del invierno, cuando fui a la quinta que tenemos en Moreno para limpiar la pileta de natación, me encontré que estaba anormalmente sucia: una sustancia negra y hedionda quedó pegada al fondo y a las paredes. Me trajo el recuerdo de algo terriblemente viejo y corrupto. Costó mucho trabajo quitarla. Además, los sapos molestaban demasiado. Los sapos... Los vecinos se quejaban por el ruido que hacían, dijeron que se juntaban de a miles (qué exagerados). –Sí, vea –dijo Margarita, la vecina de al lado–. Y además esta lleno de esos pájaros carroñeros, los “Tiriri”. –Luego descubrí que el nombre científico de esos pájaros es Chotacabras, llamados así por su forma alargada–. Los sapos se reúnen de noche y empiezan a cantar, y esto pasa todas las noches. No se puede vivir así. Súmele que estamos todos nerviosos porque hubo gente que desapareció... como si se esfumaran. Y no es por decir, porque una no es así, pero vea este chico: la gente dice que es desde que se mudó ese chiflado a la casa de al lado suyo. Esto ya me interesó más. Sabía que tenía un nuevo vecino, pero todavía no lo conocía. Así que decidí aprovechar y visitarlo. Me recibió en forma muy amable. –Hola, soy Saúl Piedragata. Soy escritor.

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Al instante recordé su nombre, era escritor de temas de ocultismo, autor de Lovecraft, mitos y verdades, de Luchismo: su verdadera historia y otros que ya no recuerdo. –Creo que no le caí muy simpático a nuestros vecinos. No crean que a mí me cayó mejor. Tenía ojos saltones y una extraña forma de cruzar las manos una sobre la otra, manteniendo los dedos juntos todo el tiempo –Estoy retirado y me mudé acá para descansar y hacer algunos experimentos. Hizo un gesto, tal vez involuntario, que desvió mi mirada hacia la biblioteca que tenía detrás de él. Allí vi una serie de libros: el Necronomicón, De Vermiis Misteri, La segunda venida de Luchito, libro considerado la Biblia negra del Luchismo. Esto me hizo reflexionar. Además, ese gesto particular de manos dejaba ver un anillo muy particular: era de oro y tenía dos serpientes en su frente que se entrelazaban formando una letra ele, lo que podía indicar que era un adepto al Luchismo, demoníaco culto que por suerte la humanidad ha olvidado. Se lo pregunté: –Oh, no, no. Este anillo me lo regaló mi novia que se llama Liliana, por eso la ele. Es una pieza única de gran trabajo y de una antigüedad considerable. No creo en supercherías, me considero un estudioso de esos temas, soy un divulgador científico. –Entonces pediré su ayuda para resolver este misterio que atemoriza a nuestros vecinos. –Sí, claro, venga cuando quiera. La cosa quedó ahí, llené la pileta pensando que todo eran tonterías. Diez días después, el agua se pudrió; la noche anterior había

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desaparecido una de mis vecinas, la que me contó todo. Al hacer la limpieza, vi otra vez ese limo negro. Ahora me recordaba a sangre coagulada milenios atrás. Mi raciocinio empezó a fallar y decidí empezar a desarrollar una trampa. Una semana después, cuando desapareció Tití, mi vecinita preferida, mi corazón flaqueó: hacía tiempo que me gustaba, pero todavía no se lo había contado a ella. Me dirigí presuroso a la quinta; era noche de luna llena. Noche que quisiera poder olvidar: descubrí demasiadas cosas sobre las que Dios debería echar un manto de piedad. ¿Por qué la ciencia es tan soberbia con los sucesos extraños? ¿O es que tenemos demasiado terror para hacerlo? Sí, sólo echándole la culpa al terror puedo explicar lo que vi. Ojalá algún día pueda convencerme de que todo fue una visión inspirada por el miedo a que le pasara algo a la mujer que amaba. Vi cómo los sapos se tiraban a la pileta, como los “Tiriris” volaban sobre ellos y, vuelta a vuelta, los tomaban entre sus patas para volver a dejarlos caer, como si los zambulleran en la pileta, como si supieran que formaban parte de un ballet infernal. Entre los gritos de los pájaros y el ruido de los sapos, iban formando una melodía. Melodía blasfema y discordante. Nada humano podría repetirla. De repente, algo surgió desde el centro de la pileta: un sapo enorme que parecía flotar en el agua, sobre el agua. Inmediatamente, los demás sapos comenzaron una danza circular alrededor de él, que parecía el jefe. La música crecía. Y el olor, ese olor del cual los cadáveres corruptos saldrían huyendo, y que ellos respiraban con fruición, el mismo olor que todavía llevo pegado, aumentaba a cada minuto, como si presagiara algo. Los movimientos se hicieron frenéticos. Sapos y pájaros gritaban, saltaban por todos lados. ¡Eran miles! En ese momento, por el costado de la pileta, apareció Tití: caminando como hipnotizada, se acercó confiada a su inútil sacrificio. 152


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El jefe, ese sapo enorme y malsano, extendió su mano y la señaló. –¡Es la elegida para el sacrificio! Allí todo se derrumbó para mí. No se cómo alcancé a dominarme y no salir huyendo. Apenas pude presionar el botón de la bomba desagotadora, la cual había potenciado, que se llevó a los sapos y a su gordo jefe por las cloacas. Pero esto no trajo paz a mi alma ni la traerá nunca, por más que haya rescatado a Tití y ahora sepa que ella me ama. Porque no fue una visión, y entonces otros hechos que hasta ayer consideraba leyendas también podrían ser ciertos... Y es demasiado para mi pobre alma mortal. Pues cuando el sapo jefe clavó sus ojos saltones en Tití y la señaló, tenía en su mano extendida, con membranas entre los dedos, un anillo dorado con una ele. Y era una pieza única, había dicho él...

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el cazador y la presa Por Miriam Wagner Pamela salió bien de la intervención quirúrgica. Era tarde y el horario de visitas había terminado. Como los padres y el novio estaban sin dormir desde hacía por lo menos un día, me ofrecí a cuidarla esa noche. Ése sería mi pequeño grano de arena a la situación, ya que por ser tan sensible no pude donar sangre como lo hizo el resto de sus amigos. Así terminé en una sala del hospital con mi amiga dormida, encargada de que si surgía algún problema, avisara de inmediato a la enfermera. Ya sola en la pieza, revisé de un vistazo el lugar. Recuerdo que la habitación estaba pintada de un color amarillento y que había dos puertas verdes: la de salida y la del baño, que comunicaba a la pieza de al lado. “Cuántas enfermedades se habrán curado acá, cuántos bichos existirán en las paredes, digo, si no desinfectan bien…”. Me senté en una silla y me quedé contemplando a mi protegida. Recuerdo que empecé mi guardia a las once de la noche. Como a las doce, entró un enfermero, miró todo el lugar de un modo nervioso y, sin decir nada, salió. A la una de la madrugada, escuché ruidos afuera: una mezcla de sonidos que comprendía movimientos de ropas, un cuchicheo intenso y el rápido caminar por parte de un grupo de gente; estaban trasladando a alguien a la habitación de al lado. A las dos de la mañana, irrumpió un hombre de saco negro a la pieza donde estábamos Pamela y yo. Lo observé bien: recuerdo 154


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que sus ojos eran raros, como dos nebulosas negras que brillaban con cierta perversión; la nariz aguileña me hacía rememorar algún dibujo de Dante; sus labios eran gruesos y desalineados por un gesto de supremacía, lo que le daba al rostro un tono algo monstruoso a esas horas de la madrugada; sus dedos con uñas esculpidas sostenían una caja con precisión… Dijo que debía dejarla, ya que era reglamento del hospital que la misma estuviera en todas las habitaciones; según él, era un botiquín. No pude evitar notar la satisfacción en su rostro cuando vio a Pamela durmiendo. Esto me disgustó; de repente lo vi como si fuera un ave de rapiña y pensé que era un buitre que se traía algo entre manos. Dejó la caja sobre la mesa de luz, y antes de salir me echó una mirada de cuerpo entero y me guiñó un ojo, acción que me molestó aún más. Al quedarnos solas nuevamente, sentí curiosidad por el botiquín de color negro. Me levanté del asiento y vi con gran sorpresa que tenía un candado. “Bueno, debe ser por los robos, seguro que la enfermera tiene la llave para abrirlo”. A las cuatro de la mañana, advertí una molestia en la garganta, me agarraron náuseas: sentí un extraño aroma. Me levanté inquieta de la silla y me di cuenta de que el olor provenía de la caja negra; sentí realmente asco de ese hospital. A pesar de que el aroma fétido de la caja podía no ser molesto con la ventana o la puerta abierta, la pestilencia había inundado la habitación, ya que la estufa estaba prendida y todo estaba muy cerrado. Esto me desconcertó: no podía ser que hubiera un botiquín que oliera tan mal, algo podrido tan cerca de un enfermo. No podía sentarme tranquilamente con ese aroma extraño en el lugar. “¿Y si le contagia alguna bacteria o algo parecido a Pame? El tipo no tiene pinta ni de médico, ni de enfermero, podría ser un loco”. Decidí salir de la habitación para hablar con la enfermera, pero desistí en el acto; no quise dejar sola a mi amiga. Así que me senté otra vez en la silla e hice guardia sintiendo cierta repugnancia por el olor.

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Finalmente, agarré la caja y la puse en el baño, lejos de Pamela y de mí. Al sostenerla, pude apreciar por el peso que no contenía cosas chicas, sino algo denso que no se movía mucho, como un mazacote. Como el olor persistía, cerré la puerta del baño, cubrí a mi amiga con unas cuantas frazadas y abrí una ventana; el aire helado comenzó a ventilar el lugar. A las cinco de la mañana, me encontré cerrando la ventana; la estufa encendida pronto generó un clima agradable. De repente escuché un grito espeluznante de una mujer, mi cuerpo se tambaleó debilitado por el miedo. Clavé mis ojos en la puerta verde de salida y percibí que detrás, en el pasillo, la gente comenzaba a correr hacia la habitación de al lado. A los gritos de la mujer los sucedieron los de un hombre, la alarma era generalizada. –¿Dónde está...? ¿Dónde...? Usted lo juró, lo juró –gritaba desconsoladamente, y sentí miedo, terror, miles de ideas se cruzaron en mi cabeza: muertes, asesinos, monstruos y alimañas. Pero los segundos pasaron golpeándome por su indiferencia, como si el protagonista de las historias de mi mente fuera otro, que estaba, por los ruidos, en la habitación de al lado. Reaccioné y me controlé. Fui al baño, busqué la caja y la puse donde la habían colocado originalmente, quizá necesitarían un botiquín para la emergencia y yo lo había ocultado. Me senté tratando de calmarme y de golpe entró el hombre de negro y miró la caja, su rostro estaba desencajado de rabia; yo lo contemplé sorprendida, sin entender nada. Desde afuera, una voz masculina seguía profiriendo alaridos de angustia y le seguía gritando. –Adónde te pensás que vas... Me prometiste que no se iba a morir. El hombre retrocedió, salió hacia el pasillo.

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–No puede ser esto, nunca falló, no entiendo –se escuchó. Llantos, enfermeras corriendo y mi tensión nerviosa a punto de desbordar, eso quedó en mi mente de esa trágica noche. La hija del Gobernador de la Provincia había sido internada en ese hospital, de eso me enteré al día siguiente. Al escuchar el número de la habitación, me di cuenta de que era la pieza que compartía el baño con la de Pamela. Los doctores no se explicaban cómo los padres pudieron hacerle caso a los cuentos de ese estafador: ellos les habían dicho que el hombre de negro, que se apodaba a sí mismo “el cazador”, había jurado que, si le sacaban un pedazo del cuerpo enfermo de su hija, lo dejaban descomponer y lo ponían en otra habitación con alguien de edad similar y mismo sexo, la muerte se llevaría a otra víctima. “El cazador” les había asegurado que funcionaba, que la muerte no era un ángel ni un queronte, sino un animal que devoraba almas y que vivía tan hambrienta que, si se le daba otra presa, se devoraba sin problemas el espíritu de otra persona. El Gobernador y su esposa decidieron confesarlo todo en el marco del juicio que se abrió contra este señor que, abusando de la integridad mental y espiritual de dos padres desesperados, los había llevado a realizar semejante locura a cambio de una jugosa suma de dinero: –Nunca le deseé mal a nadie, yo sólo quería que mi hija viviera –dijo el político ante las cámaras de televisión. Así alivió las críticas de los opositores y de los moralistas. Pamela siempre cuenta esa experiencia de la caja en algún encuentro con amigos. Aunque me da pie para que hable del buitre, yo mucho no digo, aunque quizá, gracias a mí, algunos que murieron por “error” pudieron saldar sus cuentas con el ahora encarcelado “cazador”.

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contenido Cuentos fantásticos, por Ignacio Olguin Cuentos de horror, por Lucas Berruezo

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primera parte: lugares El pasillo, por Myriam Claudia Pedarotto

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Huésped, por Mabel Nélida Loureiro

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Arnoldo, el fantástico, por Sofía Ferro

24

Moscas, por José María Marcos

28

El origen, por Daniel M. Forte

31

El barrio de los zapallos, por María Rita Gil

34

Una estadía en el Grand Hotel..., por Pablo M. Burkett

37

Nieve roja, por José Héctor Rodríguez

41

Escaleras abajo, por Claudio Sylwan

45

segunda parte: destellos Nada más que un cuerpo, por Daniel Andrés Campano

51

Traslados, por Federico Coutaz

56

La vastedad de los espejos, por Juan Manuel Valitutti

60

La memoria de Duval, por María Eugenia Duró

65

La gárgola, por Rosa Esquivel

69

El sobre, por Agustina Carranza

72

El hombre de la mirada perdida, por Facundo Landriel

75

Doña Encarnación, por Mariano Alberto Córdoba

78

El abismo circular, por Agustina del Vigo

81


tercera parte: epitafios Hombre de palabra, por Gustavo Fernando Reyes

87

De par en par, por Mónica Alejandra López

91

El hombre que creía ver rostros..., por Mario Bolla

95

El Castillo Winterhorn, por Liliana Weisbek Mammato

100

Reencarnación, por Leandro A. Kreitz

104

El vaticinio, por Jorge Almirón

108

La verdad tras la mirada, por Ernesto Parrilla

112

La danza de Recoleta, por Lisandro Ciampagna

115

La despedida, por Victoria Beguet Day

119

cuarta parte: sensaciones La saña, por Maximiliano Luis Rizzi

125

El bajo, por Juan Manuel Vila Pérez

129

Lobo, por María Rosa Llinares

132

Crónicas de un país ciego, por Luis Emilio Roldan

135

Una voz en el camino, por Guillermo Gustavo Klimt

138

Tierra movediza, por Silvia G. Franco

142

El sobreviviente, por Agustín María

146

Limo negro, por Jorge Benito

150

El cazador y la presa, por Miriam Wagner

154


Este libro fue impreso en los talleres de La imprenta ya, av. Mitre 4031, Munro, Prov. de Buenos Aires, Argentina, en diciembre de 2009


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