Mundos en Tinieblas
Mundos en Tinieblas Cuentos fantásticos y de horror
Prólogos de Bárbara Duhau y Agustín María
Mundos en Tinieblas vol. III / Pablo M. Burkett [et.al.]. —1a ed.— Buenos Aires : Ediciones Galmort, 2010. 136 p. ; 20x14 cm. — (Mundos en tinieblas; 4) ISBN 978-987-26034-3-4 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título. CDD A863
© 2010, Obra colectiva © 2010, Ediciones Galmort
www.edicionesgalmort.blogspot.com Imagen de tapa: Stefano Luciani (stefanoluciani@me.com) Flickr: http://www.flickr.com/photos/50259324@N08/ 1ra. edición: diciembre 2010
ISBN: 978-987-26034-3-4 Hecho el depósito que indica la ley 11.723 Impreso en Argentina
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cuentos fantásticos Es hurgando nuestra vida diaria donde podemos encontrar el misterio y reconocer que no todo en el mundo es definitivamente como lo vemos. Julio Cortázar
Escribir un prólogo no es una tarea fácil, en especial cuando no se cuenta con un gran pasado, como es mi caso. Sin embargo, siempre es más fácil comenzar a hablar desde la experiencia personal. La mía no es particularmente vasta, pero puede traducir la incertidumbre que genera acercarse por primera vez a un mundo inmenso como es el fantástico. Uno que, al mismo tiempo, deslumbra y desconcierta. Al comenzar a escribir, mi idea sobre la ficción –y con ella el género fantástico– estaba sólo ligada al lado de la lectura. Es decir, de mi experiencia como lectora. Si bien había escrito algunas cosas previamente, nunca las había considerado “ficción”, quizá por el hecho de que no tenía muy en claro qué significaba esto. Me había internado a leer unos libritos de misterio y suspenso cuando tenía pocos años. Me los devoraba en horas y, para mí, eran mágicos. Me transportaban a otro mundo, a otra realidad, y durante esas horas podía suceder cualquier cosa. Ahora bien, cuando me tocó escribir ficción, empecé a mirar más detenidamente el mundo, para encontrar esas cosas que, de otra forma, hubiesen pasado desapercibidas. Empecé a husmear en los momentos de la vida cotidiana que podrían hacer “explotar” un texto; muchas veces son los detalles los que nada informan ni comunican, pero son, al mismo tiempo, punzantes. Parten de una experiencia en la cual las certezas del sujeto que mira, y del objeto mirado, vacilan. Es la posibilidad de extraviarse, demorarse en curiosidades, en cosas que despiertan algo epifánico, revelador. Porque, en verdad, nunca inventamos del todo: la
ficción nace, sobre todo, de lo que miramos y vivimos todos los días. Es un hábito que se desarrolla: aprender a mirar, sustraer la mirada del automatismo de la visión cotidiana, volver a observar lo que parece obvio. No es simple, en este siglo, abstraerse de la mirada racional y automatizada que suele rotular la realidad en estereotipos, en determinado imaginario social, y por eso considero tan importante que se siga escribiendo literatura fantástica, que pueda condensarse el imaginario de una época y un tiempo en antologías como la que tenemos en nuestras manos en este instante. Recuerdo el relato de un amigo en el cual él utiliza la metáfora de “sacarse las pelusas de los ojos” para describir lo que le había sucedido al escribir y leer cuentos fantásticos. Y yo creo que eso es lo que logró en mí leer y escribir ficción, sobre todo la fantástica: debí desautomatizar mi mirada sobre las cosas más instaladas en mi conciencia práctica, intentar romper con los lugares comunes y, a veces, hasta usarlos como excusa para burlarme de ellos. Por ejemplo: ¿qué pasaría si un hombre se despertara transformado en cucaracha? ¿Qué pasaría si alguien fuera un “coleccionista de insignificancias”? Estas son, posiblemente, las preguntas que alguna vez se hicieron Kafka y Cortázar para escribir luego sus cuentos. Son preguntas que interrogan la realidad, dejando de lado todos los presupuestos, y que abren al mundo de la fantasía, desplegando una infinidad de posibilidades –y probabilidades–. La fantasía es el reino de lo posible, de lo que podría ser, podría haber sido o acaso será. Interrogar la realidad, “extrañarla” –como solían decir los formalistas rusos–, implica pasar al mundo del deseo, de la posibilidad o de hipótesis del “como si”, romper el orden establecido que impone la razón. Sin embargo, esa extrañeza resulta porque tenemos la visión de un mundo conocido, real, que de pronto adquiere carácter absurdo (tan absurdo “como si” un hombre se despertara, de un día para el otro, transformado en cucaracha). Por eso, cuanto más fantástica es la ficción, más atenta debe estar al detalle de la vida real. Sólo de ese modo, el mundo de ficción se vuelve verosímil, convincente y suspende la duda.
Lo fantástico, en literatura, es la forma original que toma lo maravilloso cuando la imaginación, en lugar de transcribir un pensamiento lógico, evoca los fantasmas concebidos por el sueño, la superstición, el miedo, la culpa, la ebriedad, por todos los estados mórbidos. Se nutre de ilusiones, de terrores, de delirios. Por eso, aunque haya florecido en otras épocas, parece responder más particularmente al gusto moderno. No está de más decir que hace ya más de doscientos años que la razón perdió su trono en la literatura… Es que, si el miedo pertenece a todos los tiempos y a todos los lugares, se va haciendo más difícil de provocar a medida que los hombres se vuelven menos ingenuos. Los escritores de hoy deben seducir a una imaginación más resistente, que cree que ya ha visto y oído todo. Pero entonces, ¿no estaremos ya demasiado acostumbrados como para estar atraídos por lo fantástico? Yo no lo creo así, y el éxito de tantas películas recientes prueba que no lo estamos. Creo, fervientemente, en el porvenir del cuento fantástico. Y si después de haber leído algunos de los cuentos que siguen a continuación pueden reconocer alguna de sus alucinaciones más frecuentes, entonces la ficción habrá cumplido su cometido: parecerse lo más posible a la realidad que lo rodea sin por eso dejar de ser novedosa y atrapante a la vez. La evolución del género queda esbozada en esta antología. Bárbara Duhau Buenos Aires, Noviembre 2010
cuentos de horror ¿Qué se esconde detrás del terror en la literatura? ¿Qué escondemos nosotros detrás de éste? ¿Qué produce en nosotros el miedo? ¿Qué lleva a un sencillo temor a convertirse en un incipiente terror? En una sensación que no nos permite movernos, en una corriente que rápidamente nos recorre y nos arrastra, nos anula, nos obnubila… No soy tan necio como para pretender dar una respuesta definitiva, pero si gustan acompañarme, intentaré bosquejar una posible (y ciertamente no única) respuesta a estas preguntas. La Real Academia Española define al terror como: “terror. (Del lat. terror, –ōris.) 1. m. Miedo muy intenso. 2. m. Persona o cosa que produce terror.[...] de ~. 1. loc. adj. Dicho de una obra cinematográfica o literaria y del género al que pertenecen: Que buscan causar miedo o angustia en el espectador o en el lector1”. Esta definición nos servirá de punto de partida para este pequeño viaje a través del terror. Ahora que ya hemos precisado de qué estaremos hablando, es necesario que lo desambigüemos. Podemos entender entonces que existen tres elementos componentes del terror. En primer lugar, tenemos el miedo intenso, y éste únicamente proviene de la persona, de quién lo padece. En segundo lugar, tenemos la persona o cosa que produce terror, el foro o factor externo que nos lleva a inmiscuirnos en los vertiginosos senderos del miedo. Y finalmente, encontramos el último elemento, el que nos resulta más enriquecedor y nos caracteriza, nuestros intentos por producir terror en otros. Analizando el primer apartado de la definición, me pregunto entonces: ¿qué es lo que lleva al miedo a volverse tan intenso? 1. Diccionario de la Lengua Española (22ª ED.), Volumen II, Real Academia Española. Diccionarios espasa, Madrid, 2001.
¿Qué transforma un susto pasajero en un terror que se aferra y no nos deja ir? Gastaría palabras en vano si, para contestar estas preguntas, no me refiriera a Carl Jung y sus extraordinarios trabajos: Símbolos de transformación2 y Siete sermones a los muertos3. No pretendo analizar estos textos, sino que me valdré de ellos, a través de grotescas simplificaciones, para enriquecer este prólogo. Entre sus varios conceptos, Jung establece tres diferencias entre lo que entendemos como “Yo”: una es lo que realmente somos; otra es lo que creemos que somos; y una tercera es lo que proyectamos a los demás. Jung denomina como “Sombra” a la distancia que existe, en el inconsciente del hombre, entre lo que cree ser y lo que realmente es. Es allí, en la “Sombra”, donde se encuentra el miedo. Y es a medida que nos adentramos en ésta que el miedo se vuelve más intenso, convirtiéndose en terror. La elección de la palabra “Sombra”, por parte del Sr. Jung, no es curiosa, ya que la oscuridad, la penumbra, la negrura, las tinieblas, son nuestro mayor temor. No importa qué tan fuerte seas, de qué armamento dispongas o qué certezas tengas: siempre hay algo allí, en la oscuridad, esperándonos. Es de este temor que se devienen dos comportamientos comunes a todos los hombres: primero, agruparse (la oscuridad en soledad es infinitamente más aterradora); luego, extinguirla. Donde quiera que vayamos, llevamos con nosotros la luz. Ya sea a través del fuego, la electricidad o las reacciones químicas, intentamos desesperadamente extinguir la noche. Sin embargo, sin desviarnos demasiado, es necesario que comprendamos que el miedo siempre nace de nosotros. Es subjetivo y, a la vez, universal. Subjetivo, porque cada uno de nosotros lo experimenta de maneras diferentes: a veces es un escalofrío que trepa por la espalda, a veces es contener la respiración, en ocasiones es sentir un sudor frío que recubre nuestro cuerpo. Universal, porque nuestros temores más profundos son comunes. Decimos “superar miedos”, pero realmente lo que hacemos es encontrar soluciones para evitar enfrentarlos. Agruparnos y cubrir todo con 2. Jung, Carl G., “Símbolosde Transformación”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2004. 3. Hoeller, Stephan A. (comp.), “The Gnostic Jung and the Seven Sermons to the Dead”, Quest Books The Theosophical Publishing House, Estados Unidos, 6ta Edición, 2005.
luz son dos paliativos, dos armas para la batalla contra nuestro miedo, pero de ninguna manera significan una victoria. El miedo sigue allí, tan latente como cuando de pequeños pedíamos a nuestros padres que dejasen una luz encendida, en el cuarto, hasta que nos durmiéramos. La sombra, que habita entre lo que creemos ser y lo que somos, es el lugar en donde aún habitan estos miedos, pero también otros temores ambiguos habitan allí, referentes a la sexualidad, a las deidades, a la realidad e, incluso, a lo que podemos llegar a convertirnos. Esos temores nos pertenecen, nos hacen únicos. Continuando con la definición del “terror”, en el segundo término, se halla el foro externo, que no es más que aquel elemento detonante de nuestros desasosiegos. El fósforo que enciende la mecha de nuestros miedos. Pueden ser de lo más minúsculos e invisibles hasta enormes e inmensurables. La construcción de este elemento externo es el trabajo más minucioso que realiza el cineasta y el escritor al momento de crear terror. Retomando nuevamente a Carl Jung, él realiza dos separaciones en torno al simbolismo4 que desata el terror en nosotros: lo “extraño”5 y “el otro”. Lo “extraño” es todo aquello que se nos presenta como similar, pero no idéntico a lo que conocemos. Se distorsionan elementos, particularidades y propiedades de la realidad que nos rodea. Se alteran los órdenes o, simplemente, se reconfiguran a partir de elementos peculiares. Lo “extraño” puede hacer referencia a elementos cotidianos únicos, como así también a cuestiones netamente antropomórficas. Son esas sensaciones inexplicables de que todo es igual, pero a la vez distinto. Esa inseguridad que se filtra entre nuestras certezas, anunciando la inminencia de un gran temor. Es saber que algo está mal, que no concuerda y, sin embargo, estar sumergido en la duda a la hora de señalarlo. En los textos de Lovecraft, es ese instante en cual la realidad se desdibuja ante los ojos del personaje, aunque no lo suficiente como 4. Nota: Estas separaciones no son directamente propias de Carl Jung, sino que son retomadas por él a partir de sus estudios de los textos de Freud. Luego de su ruptura intelectual con este último, las reformularía, pero los conceptos mantienen su base freudiana. 5. Traducción del autor de “uncanny”, palabra utilizada por Jung. También puede utilizarse extravagante, distinto, peculiar, etc.
para que pueda ser considerada irreal. Son esas rarezas extraordinarias, tan concebiblemente reales, que están presentes en las obras de Poe. “El otro”, por el contrario, sirve de disparador de nuestros temores a partir de la diferenciación. Se apoya en nuestras construcciones de lo diferente. El miedo a los arácnidos, a los insectos, a los roedores, a las bestias, a los monstruos. Aquí encontramos las quimeras del hombre, su perfecto opuesto, pero también se encuentra el hombre mismo, el mismísimo homo hominis lupus que inspiraría a Thomas Hobbes. Son esos seres extraños e irreales, tan propios de Somov y Zagoskin. Este detonante es el causante de guerras, invasiones y destrucción. Es un temor que nos revela cosas sobre “el otro”, pero también nos lleva a descubrir lo más profundo de nosotros. Esa honra y ese valor para sobreponerse, para enfrentar a la bestia; y asimismo, esa cobardía, esa bajeza más pura, únicamente característica en el hombre. Llegamos así al tercer término de la definición, éste que nos agrupa, que nos define y nos caracteriza. Nos esforzamos por desbaratar la imponente lógica, escéptica de lo misterioso. Caminamos entre nuestros textos, extinguiendo las luces que el conocimiento y la ciencia moderna han encendido. Buscamos acongojar al lector, ponerlo en contacto con sus instintos más básicos y justificarlos a través de los mundos disímiles que elegimos crear. Les quitamos la esperanza y los definimos a partir del desenlace de nuestras historias. Pero para ello volcamos mucho de nosotros en estas páginas en blanco. Nos convertimos en la tinta, en los personajes, en las situaciones. Nos preparamos para adentrarnos en nuestras propias “sombras”, llevando con nosotros una imagen difusa de aquello que buscamos como detonante. Exploramos los rincones oscuros de nuestros miedos y, lejos de vencerlos, hacemos rápidos bosquejos en lápiz y papel antes de huir. Trabajamos a partir de los bocetos, buscando transmitir esas sensaciones, esos instantes de terror vividos. Nos apoyamos en el más crudo realismo y lo tergiversamos tan ínfimamente que se vuelve imperceptible. O por el contrario, nos encausamos en la construcción de un imposible, de un nuevo Leviatán que nos somete a través del miedo.
Es esta particular y difícil tarea la que han realizado todos los autores cuyas obras se encuentran dentro de este volumen. Es el homenaje y la reinvención que buscan realizar a todos los autores, cineastas, pintores y personas que los han inspirado. Es su manera de explorar lo misterioso, lo extraño y lo fantástico de un mundo que cada día se propone más a sí mismo como insípido. Es la forma de dar rienda suelta a la imaginación, de contagiarla de lector en lector, de promover su uso. El miedo, entre estas páginas, saca a relucir lo peor de nosotros, pero también saca a la luz lo mejor de nosotros. Sin el terror, no habría valientes. No habría deseo de explorar un más allá, de enfrentarse a lo desconocido, a lo único y peculiar de esta vida. Con avidez, escondemos en estas sencillas tintas nuestras experiencias, nuestros deseos y, por sobre todo, nuestros terrores. Porque, como bien señalé antes, no es lo mismo estar aterrado y solo que estar acompañado en medio de esta oscuridad que ahora nos encierra. Y, ¿quién sabe?, tal vez alguno de nosotros traiga un poco de luz... Agustín María Buenos Aires, Noviembre de 2010
primera parte
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había algo allá afuera Pablo Martínez Burkett Ciudad de Buenos Aires
Todas las noches, luego de encender el sistema de alarmas, tengo que abrir la puerta de mi casa para que el circuito se active. No hay peligro alguno porque vivo en un barrio rodeado de alambrado olímpico, puesto de guardia en el acceso y rondines de seguridad por las calles internas. Eso me permite estacionar el coche cruzado, a dos metros de la entrada. Aquí, en las afueras de la ciudad, puedo llevar una vida reposada y sin muchas relaciones al punto que, para exiliar a los vecinos, me compré todos los lotes linderos. No es por nada, pero disfruto mucho de mi soledad. He sabido administrar con recato una herencia y soy de gustos más bien recoletos. Salgo lo mínimo indispensable para abastecerme y comprar algún libro. Prefiero la realidad que encuentro en la literatura a la ilusoria existencia del mundo sensorial. Mayormente, ocupo las jornadas en transitar por las queridas páginas. En verano, bajo el sauce; en invierno, ovillado junto a la chimenea. Una exquisita selección de música barroca es mi única compañía, salvo una señora que hace la limpieza y me consiente en las comidas. No necesito nada más. Antes de acostarme siempre verifico que todo conserve el orden preestablecido, acomodando cada objeto en la posición exacta Una errada perspectiva llevaría a catalogar mi conducta como trastornada. Pero no. Son simples precauciones que tomo. No hay nada de malo en revisar tres veces las llaves del gas y dos, la caldera. Tres y dos. O controlar que ventanas y puertas estén clausuradas. Sé que en mi celo reposa buena parte de la perpetua identidad de las cosas. Y la ceremonia nocturna sólo se completa 15
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al activar la alarma. La noche de mi condenación, introduje satisfecho la clave y abrí la puerta. Un hedor nauseabundo me hirió la nariz. Me pareció entrever un bulto sobre el coche. Unos perros lejanos gruñían. Convencido de que no había sido más que un engaño de los sentidos, me apresuré a cerrar y a subir. El día siguiente se sucedió sin sobresaltos, pero al llegar la tardecita, me encontraba infrecuentemente agotado. Comí de modo frugal y quise irme a descansar temprano. Apuré el examen. Tecleé los números y entonces recordé lo sucedido la noche anterior. ¿Será que una distracción ha desencadenado lo aborrecible? Aunque abrí cauteloso, me demoré un poco más, lo suficiente como para comprobar que nuevamente allí estaba. Atranqué con precipitación y me quedé apoyado contra la puerta, mientras intentaba que el corazón se aquietara. Los perros ladraban enloquecidos. No podría describir qué era, pero sin dudas, algo estaba sentado sobre techo del auto. Era oscuro, erizado, y sobre todo, con unos ojos que llameaban en la penumbra. Y no, no era un gato. Tampoco una comadreja. Era algo más grande y menos concreto. Y olía a cloaca. La aceleración de los pitidos anunciaba que pronto el sistema quedaría armado. Estuve tentado de permanecer ahí, para que se disparara la alarma y vinieran a rescatarme. Subí corriendo y me metí vestido en la cama. Un chasquido más largo me garantizó la protección del mecanismo electrónico, pero la tranquilidad no duró mucho. Unos arañazos sobre la chapa, quizás un bramido, me atravesaron el alma. Salté del lecho y febril, atisbé por la ventana, primero guarecido tras la cortina, luego directamente, a través del vidrio. No vi nada. Me felicité. Si llegaba la policía para conjurar los estragos de lo que no está, la conspiración de los vecinos hubiera quedado justificada. Pretendí explicar la aparente ceguera, culpando a las ramas de un liquidámbar que entorpecían la vista. Era impostergable su poda. Como ninguna precaución es suficiente, lo mandé a talar. Consternado, comprendí que en otoño ya no disfrutaría del concierto en ocre, amarillo y bordó, pero me resultó imperativo negar albergue a tan alevoso asaltante. También me comuniqué 16
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con la compañía de alarmas. Hice certificar la sensibilidad de los censores. Fue preciso adicionar una suculenta propina porque era la quinta vez en el año que los citaba. Ni así logré conmover el malhumor de los operarios. Últimamente hay cada guarango a cargo de la atención al cliente. Con todo, me había olvidado de la visita de unos sobrinos que, con la excusa de presentarme a su primogénito, venían a examinar mi estado de salud mental. Como si no supiera que ambicionan la propiedad y ya se figuran viviendo en ella. La inoportuna presencia no me privó de observar la liturgia pero sí de prender el sistema. Sé que son capaces de cualquier artilugio para despojarme de la casa y no quise afrontar lo que había ahí afuera con los parientes dentro. De todas formas, me quedaba el atalaya de mi cuarto. Con grave irreflexión, abrí la ventana. Como no conseguía ver, asomé casi medio cuerpo. Los perros estaban enardecidos y la pestilencia me dio arcadas. Arreciaba la codicia de lo maligno. Me acosté y mal dormí las dos noches que duró la revista familiar. En ambas, me desperté cuando el reloj marcaba las 3.33 de la madrugada. Era otra señal, otra certeza de que lo abominable reclamaba su trono. En la mañana, si bien no hubo forma de evitar que me exhibieran las monerías del pequeño energúmeno, igual me las arreglé para entregarme a toda clase de permutación numérica deseando descifrar el augurio. Probé cuanta alquimia pudo concebir mi pobre matemática, aún el significado de los sueños en la quiniela, pero fue inútil. Por suerte se marcharon, satisfechos de verme tan alterado. Ni les presté atención. Ahora tenía cosas más importantes que resolver porque producto de las pesquisas científicas, sabía que era el plenilunio. Por fin quedaría expuesto aquello que me hostigaba. De la excitación, no pude probar bocado. Ni siquiera un libro de Cortázar fue suficiente para mantenerme ocupado. –Lo único que me falta –pensé no sin una cuota de impudor– mi mente está representando una versión anómala de “Casa Tomada”. Procuré calmarme repasando las diferencias: yo vivo solo y nunca fui un pollerudo. No escucho ruidos dentro de la 17
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casa sino que vengo tolerando la amenaza de unos ojos repugnantes. Pero, por sobre todas las cosas, no estoy dispuesto a abandonar mi hogar. Pese al repetido espanto, voy a confrontar al usurpador. Despedí con anticipación a la mucama. Me hizo jurarle que me sentía bien. Mientras aguardaba la hora precisa, me abismé en el terror al descubrir que estaba indefenso. No tengo crucifijos ni imagen religiosa que blandir (en realidad, carezco de fe donde guarecer mi orfandad). No poseo armas de ninguna clase, salvo los cuchillos de cocina. Desahuciado, peregriné por las habitaciones. Del minucioso escrutinio, decidí descolgar una réplica de la espada del Mío Cid. Quizás hubiera sido mejor un ínfimo cuchillo. Al menos tiene filo. La espera había acabado, era tiempo de salir. Abrí con urgencia, confiando en tomar por sorpresa a las fuerzas hostiles, pero ni aún con la luz de la luna llena conseguí enfocar. Los perros aullaban como poseídos. De repente, estalló el olor infernal y luego, un par de brasas centellaron a menos de dos metros. Fue un instante de hesitación. Un ardor me inflamó el cuerpo. Aferré la falsa espada y cargué a los gritos. Una carcajada me devolvía los tajos con los que vanamente hendía las tinieblas. No estoy seguro, pero creo que un vecino me encontró tirado entre las columnas de la entrada. Cuando recobré el sentido, yacía en mi cama. Estaba incapacitado, supongo que bajo el efecto de un sedante. Alcancé a escuchar al médico cuchichear con la empleada y mis sobrinos detrás de la puerta. El veredicto me sonó vago. Algunas palabras me indicaron que se hacían arreglos para depositar a una persona en un reconocido hospicio. No quise imaginar la sonrisa en los pérfidos rostros y antes de dormirme, me desentendí del asunto. Ya era la vida de otros. Otros, que tendrían que lidiar con algo que había allá afuera.
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ocho minutos Jimena Rolando
Quilmes, Buenos Aires
Lucas había estado jugando al fútbol con sus amigos durante más de tres horas, ya no tenía las fuerzas necesarias para correr aunque se viera en la necesidad de hacerlo. Al ser interrumpido por la tormenta, el último e inconcluso partido llegaba a su fin súbitamente. Habían estado jugando durante media hora bajo una llovizna constante, pero al encontrarse a pocos pasos de la playa, las olas y la agitación, propia de aquellas aguas, les advirtieron que era el momento de regresar a sus hogares; por otro lado, el castigo por parte de sus respectivos padres sería menor mientras más rápido acabara la diversión. –¡El martes por la tarde tengo cita con el médico! –gritó Lucas mientras colocaba la pelota bajo su brazo derecho y comenzaba a alejarse del equipo. Entonces un relámpago alumbró el mar inquieto. –De acuerdo, luego veremos un día para juntarnos aquí nuevamente –respondió su compañero alejándose de forma contraria a la de Lucas. Lucas levantó el dedo pulgar y apretó los labios, correspondiendo así las palabras de su amigo. Dio media vuelta hasta quedar de cara a sus amigos y corrió dando saltos sobre la arena, que se pegaba en sus piernas mojadas. Sujetó fuertemente la pelota y, junto a Dani y Fede, comenzó a avanzar hasta, finalmente, alejarse de la playa. 19
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Fede hubiera preferido caminar por la vereda, de esa forma, las estrechas cubiertas que daban inicio a los negocios del centro evitarían que se mojaran aún más. Pero Dani lo vio inútil pues, a estas alturas, no sólo lucían agotados, sucios y preocupados por algún posible castigo, sino que también parecía que se habían dado un chapuzón en el mar. El cabello castaño y crecido de Lucas goteaba en sus puntas, al igual que sus ropas. Había comenzado a oscurecer debido a la hora y la tormenta encapotaba la costa con enormes y esponjadas nubes grises. –Miren el cielo –dijo repentinamente Fede mientras caminaba por el borde de la calle. Sus amigos fijaron los ojos sobre aquel oscuro panorama–. Ojalá llueva toda la noche, así se inunda la escuela. –Eso de nada sirve. De todos modos, nuestra aula está en el segundo piso –mencionó Lucas. Continuaron caminando tras charlas en donde predominaba la tecnología, en especial los aparatos electrónicos. El Counter Strike era el juego favorito de Fede, aunque también optaba por el GTA cuando decidía cambiar la rutina. A Dani le gustaban mucho más las carreras y los autos veloces bien equipados; a su parecer, el Need for Speed reunía aquellos requisitos. Lucas sólo se interesaba por el fútbol, su equipo predilecto era el Barcelona, con Messi a la cabeza, a la hora de un campeonato Pro–evolution. –Quizá, cuando viaje a Buenos Aires para ver a mi abuela, ella me regale la Play 3 –dijo Lucas esperanzado. –Es muy cara, tu abuela no tiene dinero, ¿o sí? –continuó Fede bajando de las nubes a su codicioso amigo. Lucas se encogió de hombros y no pronunció palabra. –Si Lucas le pide eso a su abuela, yo también puedo hacerlo. Le diré que necesito una nueva consola –continuó Dani–. Si no, juntamos dinero entre los tres. Podemos vender comida o arreglar el jardín de las casas. Ir a las estaciones y vender sándwiches. No sé. 20
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Al llegar a la avenida principal, Fede debía separarse y caminar unas cuantas cuadras hasta ingresar a su calle, para luego localizar su hogar plantado en la arena. –¿Por qué vinimos por aquí? –preguntó Lucas más bien para sí mismo. –No lo sé. Acompañemos a Fede y luego vamos a nuestras casas –sugirió Dani. Ahora que una distracción los había enviado por el camino más largo, decidieron acallar sus charlas y procurar llegar lo antes posible a sus hogares. Al salir del suelo pavimentado y poner los pies sobre la arena, aceleraron el paso cuando las gotas comenzaron a hacerse más fuertes y pesadas. Visualizaron la casa de Fede y acompañaron a su amigo hasta la esquina. Luego de despedirse y asegurarse de que éste ingresara, continuaron su camino. –¿Por qué no cortamos camino por el bosque? –preguntó Dani. Lucas rió asombrado. –Claro que no, es peligroso. Conoces las leyendas. –Pero yo no tengo miedo. Muchas personas cruzan por allí todo el tiempo, hasta han marcado un sendero. Vamos, Lucas, en cinco minutos estaremos en casa –insistió Dani. Era evidente, Lucas hubiera preferido caminar durante veinte minutos más antes que ingresar a aquel bosque, centro de atención por parte de los turistas, pero repleto de historias por boca de los lugareños. Sólo serían ocho minutos de camino, cinco si corrían hasta llegar al otro lado. La mirada de Dani lo acobardó ante él y la vergüenza se convirtió en su mayor miedo. Compartieron una mirada de complicidad al momento en que Lucas asintió una vez con la cabeza. 21
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Caminaron rápidamente en dirección al bosque. La arboleda cubría gran parte del terreno, y la arena desaparecía progresivamente del suelo mientras ingresaban. Lucas avanzó en primer lugar y Dani volteó hasta poder ver la calle que se abría a sus espaldas. Luego se colocó junto a su amigo. –¿Corremos? –preguntó Dani sorpresivamente agitado. Lucas le lanzó una mirada fugaz. –No –respondió con la voz entrecortada. Lucas sujetaba su pelota bajo el brazo, los dedos presionaban el cuero artificial que le daba forma; mientras, Dani fijaba sus ojos en el suelo y esquivaba las ramas que comenzaban a herirle el rostro. Sus mentes no divagaban. Intentaban por todos los medios señalar un sendero inexistente. –El martes tengo cita con el médico. –Se recordó Lucas–. Mi mamá se va a enojar si no llego a casa en unos minutos. –Si vendiéramos diez sándwiches por día a cinco pesos cada uno, en total ganaríamos… –calculaba Dani preocupado, sintiendo que su cuerpo se inmovilizaba. Repentinamente, la lluvia se acumuló en las hojas de los árboles y aquellos ocho minutos se convirtieron en ocho horas, ocho semanas, ocho años de búsqueda. Y aunque Lucas se vio en la terrible necesidad de correr, no se sintió fuerte para hacerlo al momento de huir.
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los archibald Franco Festa
Bahía Blanca, Buenos Aires
La casona me llamó bastante la atención en la oscuridad de la noche. Estaba sola, poco cuidada y tenía un enorme patio con yuyos y zarzas de medio metro de alto. No tuve que esperar mucho hasta que el chirrido de la podrida puerta me indicó que abrían. Me atendió un hombre de buena estatura, con una extrema palidez en la piel que insinuaba enfermedad, y me hizo un ademán para que ingresara a la vivienda, sin decir una sola palabra. Lo hice y el hombre cerró lentamente la puerta provocando aquel ruido a bisagra oxidada; luego se dio vuelta y pude mirarlo con más detenimiento. En la pobre luz del descuidado vestíbulo observé con dificultad, pero al fin y al cabo claramente, que el individuo tenía unos dientes muy llamativos. Eran repugnantes, sarrosos, con una mezcla de colores pardos antinaturales. Aún así, hice a un lado mis perturbadores pensamientos de su persona en general, ya que, Rubén, el hombre que me contactó con la familia, dijo que estaban dispuestos a pagar lo que me pareció un salario excesivo a la persona que aceptase el trabajo de jardinero familiar. Animado por esto, hablé: –¿Señor Archibald? –aventuré. El hombre asintió con la cabeza, abrió la boca y, con un sonido de gárgaras, respondió: –Lo esperábamos. No sé por qué, no lo sé, pero el aliento que expulsó por las comisuras de los labios casi me provoca un terrorífico desmayo de asco y, peor aún, de horror. Algo en mi instinto decía que ese olor, que 23
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llegó hasta los rincones más profundos de mi cabeza, estaba muy mal. Mi cara se frunció completamente por repulsión un segundo. De todas formas, con un esfuerzo, logré recomponerme, pues siempre amé el dinero y este nunca abundó a pesar de ser muy trabajador. No iba a permitir que esa oportunidad se me escapase por una mala primera impresión. No hizo caso a mí actuar, en forma alguna, y con un ademán me indicó que lo siguiera por un pasillo bastante oscuro al otro lado del vestíbulo. Cuando uno miraba los cuartos, las paredes y el interior de la casona, saltaba a la vista, casi al instante, que todo dentro de la propiedad estaba poco cuidado. A decir verdad, había muy pocos objetos de la actualidad, pero más extravagante aún era el hecho de que los Archibald eran poseedores de una gran cantidad de artículos fuera de lo común. Las figuras de una extraña criatura se repetían una y otra vez, y daban la fuerte impresión de ser de naturaleza oculta. Todos esos objetos saltaban a la vista perfectamente porque yacían en una especie de vidrieras o pedestales, adornando los cuartos y pasillos. Estaban en las más perfectas condiciones. Después de pasar por varias habitaciones y corredores de la curiosa residencia, llegamos a una simple puerta de madera y el señor Archibald se dirigió hacia mí: –Le presento a mi familia –dijo con su inquietante voz de gárgara, y empujó la puerta para que yo pasara. Ingresé en lo que, sin duda, era la sala de estar. Estaba adornada con un gran cuadro de quien parecía ser un antepasado importante de la familia, ubicado encima de la repisa del hogar. Bajo él estaban quien deduje como la señora Archibald en un sofá, y sentados en el suelo, indudablemente por el parecido, su hijo y su hija. La esposa era alta, de miembros estirados, huesuda y tenía ese color enfermizo pálido que me inquietaba de manera extraña, al punto de sentirme molesto conmigo mismo por el efecto que tenía en mí. Sus niños no tendrían más de cinco o seis años y eran horribles. Parecían frágiles, tenían los ojos muy abiertos, como las personas que cargan con algún problema psicológico y daba la sensación, por su aspecto, que habían sufrido numerosas enfermedades en su corta vida. Los tres me saludaron al unísono: 24
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–Buenas noches, señor jardinero –expresaron con voz chillona. Les devolví el saludo débilmente, pues, al escucharlo, sentí un sudor frío en mi espalda a pesar del calor en la habitación. ¿Por qué? Ese canturreo de bienvenida, a mi juicio, era sostenido por ellos usualmente y no pude evitar sentir mala espina por lo distante de la frase. Que paranoico me sentía. La señora, al ver mi cara, se puso de pie rápidamente y se acercó hacia donde yo estaba: –Sus aposentos lo esperan a través de esa puerta señor jardinero –me indicó apuntando con un huesudo dedo una entrada a mi izquierda. Iba a replicarle molesto que mi nombre no era señor jardinero y que resultaba de mal gusto para una presentación laboral. Pero nada salió de mi boca más que un sonido ahogado e uniforme, ya que lo sentí otra vez: ese asqueroso olor a podrido, ahora proveniente de la señora Archibald. Ella volvió a repetirse impasiblemente y me obligué a hacerle caso como pude, porque quería esconder la debilidad que me impactó en las piernas y el estómago. Aguantando el aire, ingresé a los tumbos en el cuarto: –Muy bien señor jardinero, es usted muy obediente –canturreó con un dejo extraño que denotaba locura y felicidad esa ya insoportable voz. Y eso fue el límite. A pesar de ver manchas, estar pálido, asqueado y sudoroso, me volví para decirle mi nombre y apellido completo a esa mujer que me asustaba como nadie: –¡Mi nombre e...! –Pero jamás llegué a terminar la frase porque, frente a mí, estaba el señor Archibald, quien sostenía con firmeza una barra de hierro sobre su cabeza. Y en sólo un instante la dirigió con todas sus fuerzas sobre mi frente con una mueca de maldita satisfacción. El cráneo me estalló y todo quedó negro. Al recobrar la conciencia, no abrí los ojos inmediatamente. Por un momento me asaltó la alegre idea de que toda la situación era una pesadilla, pero me percaté enseguida de que la cabeza me ardía y me palpitaba sin misericordia. Esto no era para broma. 25
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Cuando por fin levanté los párpados me sentí profundamente angustiado al ver un manchón blanco con el ojo derecho, probablemente ahogado con la sangre de mi cabeza. Estaba tirantemente atado de pies y manos con esposas. Ni bien me sentí algo lúcido, examiné el cuarto con mi ojo hábil y deduje que estaba en una especie de sótano antiguo. Pero nada me preparaba para lo que iba a presenciar a continuación: Al mirar hacia un costado, la figura encorvada del señor Archibald entró en mi rango de visión; este tenía algo en la mano derecha. Fijando la vista un poco más, caí en la cuenta de que ese algo era una mano humana, y parecía totalmente carcomida o, dicho exacta y horrorosamente como debe ser, masticada. No se había percatado hasta ese momento de que había recobrado la conciencia, pero el corazón me empezó a latir dolorosamente y creo que comencé a balbucear de miedo, porque el hombre me taladró con una mirada de insania. De todas maneras, yo ya ni me oía porque se me habían tapado los oídos del horror. El señor Archibald abrió su pestilente boca: –Delicioso. Rubén hizo un buen trabajo –dijo expresando su regocijo por mi terror–. Mi familia y yo somos, como puedes ver, muy especiales. Somos lo que un ignorante llamaría: caníbales. Desde hace generaciones, los Archibald hacemos honor al acto de comernos ignorantes como tú. Nos devoramos su cuerpo, su alma. ¡Nosotros comemos y así le damos nuestra vitalidad al Gran Ospa todopoderoso, y él nos paga con su bendición en la vida y en la muerte! –aseveró agitando los brazos en alto y mirando hacia el mohoso techo–. Ahora es tu turno, jardinero número nueve –finalizó mientras se acercaba lentamente, relamiéndose. Y al fin entendí: la manera distante de tratarme, el horrible hedor en la boca, los objetos ocultos que era lo único a lo que realmente se le daba atención en esa estropeada casa, su cómplice Rubén, la horrenda dieta que degeneraba más aún a la familia. Todo encajaba, y el mundo se me vino a los pies. Locos, estaban completamente locos. Para qué llamarme por mi nombre, si no soy nada más que otro alimento de la despensa. Todos lo éramos.
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siete espacios Juan Manuel Valitutti
Ciudad de Buenos Aires
La señora Nora Torres completaba los casilleros de un juego de palabras cruzadas, cuando levantó la cabeza y espió por la ventana. Las pequeñas Irina y Alexia se acercaban por el sendero dejando tras de sí un camino hecho con bolitas de pan. La vieja dama soltó la risa. Recordó el momento en que descubrió a sus nietas tomando la gran hogaza de pan que humeaba aún en el horno de barro: “¿A dónde creen que van con eso?”, les preguntó. Las gemelas miraron a su abuela y señalaron la zona boscosa: “Vamos a jugar a Hansell y Gretell con un monstruo que encontramos en el bosque”, respondieron. Y agregaron: “Le dejaremos un caminito de pan para que sepa dónde está nuestra casa.” La dichosa abuela se llevó las manos a la cara, al tiempo que abría muy grandes la boca y los ojos, y dejaba escapar un: “¡Wooooowww!”. Entonces las dos rubiecitas festejaron desde sus rostros candentes y se marcharon con su botín. Y allí estaban de vuelta: Irina iba al frente; cada tanto se volvía y le indicaba a su hermana dónde debía dejar el próximo bollito de pan; Alexia, obediente, corría y apoyaba el preciado tesoro en la blanda tierra, entre las matas que el invierno comenzaba a quemar. La señora Torres exhaló un suspiro y volvió a sus palabras cruzadas. Había una en especial peliaguda que no le permitía avanzar. “No importa”, pensaba la anciana, mientras mordía la goma de borrar en el extremo del lápiz. “Yo no me rindo tan fácil, ¿eh?” 27
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A todo esto, las gemelas habían remontado los escalones del porche (depositando, en cada uno de ellos, un pedacito de pan) y ya cruzaban el umbral de la sala de recepción, cuando oyeron una voz cascada y cálida que las interpelaba: –¿Hasta dónde piensan llegar con ese camino, señoritas? ¿Hasta Marte? Las gemelas le dedicaron una sonrisa enorme a su abuela y le contestaron que lo terminarían justo en su habitación, para que el monstruo durmiera con ellas, bien tapadito. –¡Oooouuuh! –rumió la señora Torres, sin separar la vista de las confusas casillas. Dicho lo cual, Alexia desapareció rumbo a los dormitorios, con la intención de completar el trayecto de blancos bocadillos, mientras Irina se acercó a su abuela y se trepó a sus rodillas. –¿Qué hacés? –curioseó. –Cruzo palabras –sentenció la anciana, y frunció el ceño sobre el pliego bicolor. –Ya casi terminás –observó la niña. –¡Casi, sí! –La obcecada jugadora reprimió una exclamación. “Siete espacios”, masculló para sus adentros. “Son iguales, y no lo son.” –¿Abuela…? –probó Irina con tono de: “Quiero pedirte algo que tal vez no me des.” –¿Sí, mi cielo? –Nora Torres esperaba la evidente petición con un mohín de la nariz. –¿Me prestás la bolsa de dormir? –rogó. Y aclaró, urgente–: ¡Es para el monstruo! –Sí, mi vida, sí –espetó Nora Torres, contraatacando la cuadrícula–. ¡Cómo no! Irina se apeó entonces de las viejas rodillas y corrió al dormitorio muy, muy contenta. 28
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Era de noche. Nora Torres enjuagaba la vajilla en el fregadero de la cocina. El agua la tranquilizaba, y la hacía pensar: “Siete espacios. Son iguales, y…”. La interrumpió un ruido proveniente de la sala de estar. –¿Alexia? –Se secó las manos con un repasador–. ¿Irina? –Se desprendió el delantal de la cintura y se encaminó a la sala–. ¿Niñas? ¿Son ustedes? El lugar estaba vacío. Sobre la mesa, junto a la ventana parcialmente abierta, ondeaban los folios del suplemento de palabras cruzadas. Se acercó al hueco que se abismaba a la noche y cerró las hojas con traba. Mecánicamente, tomó el lápiz de la mesa y lo apoyó en el primer cuadrado disponible. “¡Qué vieja estás!”, resopló. Y, con un gruñido, porfió: “¡Pero nunca te rindes!” En ese momento, algo percibió de reojo… Era el negro umbral que conducía a la habitación de las gemelas. “Pescarán un resfriado esas dos”, se dijo. Iba a cerrarles la puerta, cuando notó sin mayor sorpresa que el zigzagueante reguero de pan que encauzaba los pasos al cuarto de sus nietas había desaparecido. “¿Qué pasó con el caminito?”, se oyó decir, momentos antes de estirar el cuello, hurgar en el interior del dormitorio ensombrecido y descubrir que… …¡y descubrir que la pieza estaba vacía! Nora Torres se volvió, con la alarma encendida en los ojos. –¿Niñas? –La mujer atravesó la sala rumbo a la puerta que conducía al porche, a la noche y al reino de altas y tupidas copas del bosque–. ¿Dónde…? Antes de llegar a la puerta, vio… 29
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En realidad, nunca pudo precisar qué había sido primero: si la visión o la audición. Porque también le había llegado una voz, una voz con un algo de gorjeo, y con un algo de inhóspito y rabioso cloqueo, que la hizo detenerse con los dedos temblorosos sobre el picaporte de la puerta, para hacerla ver… ¿Para hacerla ver… qué, en nombre de Dios? Algo torcido e irregular, algo grande e innombrable que se afanaba sobre la mesa. ¿Y qué era lo que había dicho la voz o cloqueo o gorjeo de ese amorfo… ser? Había sumado siete letras, desde luego. Había dicho… …gemelas. Nora Torres abrió la boca: no gritaría –era demasiado vieja y práctica para eso–; sólo formularía una pregunta: “Oye, tú, ¿qué has hecho con mis bebés?” ¡Pero no pudo ser! ¡La cosa del bosque partió tras un parpadeo de la observadora! La anciana entonces se limitó a decir: –¡No! –Y juntó algunas cosas: un cuchillo, una linterna, una hogaza de pan, la bolsa de dormir. Finalmente se puso una mantilla sobre los hombros: “¡Qué vieja estás!”, pensó. Sin embargo, tan pronto abandonaba la casa, rugió–: ¡Pero nunca me he rendido! Se hundió en la noche –noche de estrellas y de vastas y frondosas copas–, rastreando las migajas de pan que una criatura ignota dejaba caer desde las fauces insaciables.
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la ruta Alejandro Varela
Ciudad de Buenos Aires
Era una noche lluviosa, oscura, andaba con mi auto por la ruta ocho. No era la primera vez que tomaba esa ruta, ni tampoco la primera lluvia que tenía que soportar, pero aquella noche llovía demasiado, no se veía nada y el camino estaba demasiado negro. De repente, en medio de la nada y de la oscuridad, vi una sombra sobre el pavimento, seguido de un estruendo, y un golpe que dio contra mi auto y contra mi parabrisas. Alcancé a reconocer una sombra humana volando por sobre el capó, miré por el espejo retrovisor pero todo era muy oscuro, nada se podía ver. Continué frenando y detuve el auto unos metros más adelante, dude en bajar, son esos segundos en los cuales uno piensa en escaparse y desea que nada hubiera pasado, tenía miedo. Acomodé el auto en la banquina y caminé hacia el lugar del accidente, crucé un mojón que decía km 45 y cuando estaba llegando vi venir un niño de no más de 11o 12 años, con el rostro lleno de sangre y tomándose el brazo derecho; tenía lágrimas en los ojos y lloraba desconsoladamente. Se acercó y dijo “perdón, tuve que hacerlo, tuve que cruzar, perdón, perdóneme”. Lo subí al auto de inmediato, en el asiento del acompañante, mientras le preguntaba qué hacía solo en medio de la ruta con esa noche; respondió que estaba asustado, que estaba escapándose. Me dejé caer en mi asiento y salí rápidamente hacia el hospital más cercano. 31
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–¿Cómo es tu nombre? –pregunté. –Juan –dijo en voz muy baja. –De quién escapabas, ¿Juan? “De mi padre”, dijo y volvió a llorar, “él es ciego”, continuó contando, “y yo lo cuido, depende de mí para todo. Pero su ceguera es tan profunda como su maldad. Él me pega, me tortura, me dice que nunca voy a poder irme, que necesita que esté siempre a su lado. Yo no quiero cuidarlo, no quiero, yo quiero vivir mi vida, ya no podía vivir para él. Algo tenía que hacer. Perdón, perdóneme. Tuve que escapar. Necesitaba hacerlo. Usted tiene que entender.”. Mientras hablaba, lloraba desconsoladamente. Llegamos al hospital, en medio de la tormenta y de la noche; lo curaron, limpiaron sus heridas y enyesaron su brazo. El médico dijo que fue un milagro que se hubiera salvado, que tan sólo su brazo estuviera lastimado. A decir verdad, yo pensé lo mismo cuando vi el frente de mi auto destruido por el golpe, realmente había sido un milagro. Se quedó a la noche internado en el hospital para control y yo me quedé a su lado, durmiendo en un sillón y tomando su mano para que se duerma. Todavía estaba asustado y nervioso. A la mañana siguiente cuando despertó se lo veía mucho mejor. Prendí la televisión y puse el noticiero mientras Juan desayunaba. Cuando terminó su desayuno, lo abracé y le dije que todo había pasado, que iba a volver a estar bien. Fui hasta el bar del hospital a tomar el desayuno. Me senté en una mesa alejada, desde la cual podía ver el televisor, y continué mirando el noticiero. Por suerte la lluvia había parado y el sol estaba terminando de secar los restos de una noche agotadora. Estaba terminando el café cuando en el noticiero dieron una noticia de último momento. El periodista indignado contaba que, ayer a la noche, durante la tormenta en la ruta 8, en el km 45, un hombre había sido atropellado. Un ciego que intentaba cruzar 32
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había sido embestido por un auto y su conductor se había dado a la fuga, dejándolo abandonado como a un perro, al costado de la ruta, sin siquiera detenerse a acompañarlo mientras moría por las heridas causadas por el choque. Fui corriendo hacia la habitación, pero el niño ya no estaba, la cama estaba vacía y el televisor todavía seguía prendido. Me quede escuchando al periodista que entrevistaba a una mujer: ella decía ser la vecina del hombre atropellado. La vecina no podía entender cómo aquel ciego se había animado a salir con esa noche de tormenta solo. Siempre iba a todos lados acompañado de Juan, su hijo. No podía explicarse, por qué motivo aquel hombre, se había animado a cruzar la ruta sin que estuviera Juan, tomándole la mano.
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sur Luis E. Roldan Firmat, Santa Fe
Sábado 3 de abril; el sur; el puerto. el paisaje es un abrazo de imágenes plagadas de lejía sobre la bruma antes del amanecer. En la dársena, se funden lazos de sentimientos abatidos, trágicas despedidas para algunos, sabor de esperanza para otros; el mar azota la rambla con furia, con esa misma furia concedida por oscuras almas, aclaradas por los destellos del amanecer, que evidencia el goce ignorante de la mayoría en el lugar. Devotos actos de patriotismo inundan de banderas la llegada de aquel barco, aquel carente de piedad, de siniestro futuro y de oscuros planes inciertos. Sábado 3 de abril. El sur; el puerto; el adiós. Ella derrama sus sueños, ante los ojos fragmentados de él, en un abrazo eterno de vértigo incontenible, ella le jura esperar cada segundo su vuelta, él busco entre sus miedos inexpresivos, la voluntad necesaria para prometerle que volvería. Y él partió hacia las sombras, hacia donde el viento muere de angustia, allí donde los males de ella cultivarán su reposo… Miércoles 7 de abril; la isla; el sur; él con cierta gravedad se atreve a soñar, que todo es un mal espejismo de su conciencia, que los truenos son un murmullo del mar, y esas ráfagas de estrellas, unas caricias de la brisa y que el temor es solo un capricho patético, cuando su mirada huérfana se pierde en las líneas del horizonte. Miércoles 7 de abril; el sur; ella y su cuarto; en su lecho de males rutinarios, ella teje esperanzas, sin perder de vista el ven34
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tanal, la nieve y el puerto, el miedo es el mismo fatigado en otro lugar, malgasta sus tardes en paseos por las dársenas, el mar sigue azotando la rambla y ella enhebra recuerdos melancólicos, que decoran su ilusión ante aquella promesa vaga… Martes 13 de abril; ella y su cuarto; el crepúsculo del día, trae noticias por la radio, ella sonríe después de tanto tiempo, seducida por las novedades de aquel lugar, ve mas cerca el fin, y se revuelca en íntimas cuestiones de soñar, del ropero saca el vestido y el traje para pulir las pelusas, y ultimar detalles estéticos. La fecha y la hora están pactadas, la promesa se avecina al lugar que escogieron… Lunes 26 de abril; el sur… La carta… Aquel tirano papel con la firma de la junta militar, reposa en el suelo de su cuarto, ella tendida en notorias angustias se desahoga sobre sus mantas, con inútil esmero su madre trata de consolarla, pero en el fondo sabe que ya es tarde cualquier palabra, inmediatamente ella corre hacia las dársenas, la promesa es ahora fragmento de recuerdos inertes, el mar golpea la rambla con mas furia y su esperanza ahora, es un pésame maligno hacia el destino… Sábado 1 de mayo; el sur; el puerto; él vuelve convertido en héroe, adornado por la patria, junto al sonar de una marcha absurda que no llena el vacío siniestro, de los Centenares de almas, que desde la primera nevada del día, esperan del mismo barco un milagro… Ella con arduo esmero espero, cada minuto, contando cada azote del mar sobre la rambla, mirando aquel horizonte de truenos y relámpagos, rezando por otros. Espero hasta que las dársenas volvieran a ser desiertas, hasta que la desolación se apodere de sus cuerpos. La fila de cajas perfectamente alineadas se disperso con las horas, se desvaneció lentamente, y allí nuevamente, como acto no grato del destino, ella y él a solas, como aquel amanecer… el adiós fue casi parecido y la promesa ahora era otra… Domingo 3 de mayo; la madrugada; el puerto; la decisión; ella se encontró sola ante la tormenta, la nieve cubría su alma huérfana, 35
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su mirada se dividía entre las olas que azotaban la rambla y las luces del pueblo, en sus manos abrazaba un amor profanado, y con cierto aroma a dulce demencia, traía consigo también aquel vestido y el traje que ya nadie usaría. Recordó por momentos caricias, palabras, y otras reliquias de su memoria, mientras la noche agonizaba en sus respiros, de repente en su discreto llanto de dolor, secó sus lágrimas con ternura y sonrió una vez más… y saltó hacia el mismo destino escrito por él, para cumplirle la promesa que la vida les hizo abandonar… Años mas tarde; el sur; la leyenda; cuenta la gente del pueblo, que una vez al año, luego de la de la gran tormenta, el mar vuelve con mas furia a azotar rambla, llegando a inundar las dársenas y mientras el invierno va cayendo abatido por el dios que nos alumbra, en la fecha y hora pactada, dos trajes vacíos6 cumplen su promesa, ante toda adversidad, y aseguran los moradores, que ellos esperan tal aparición cada invierno, porque traen consigo el cambio de estación… Anunciando la primavera… 1
6. En homenaje a D.L
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exclusivo Juan Pablo Cozzi
Ciudad de Buenos Aires
No era mi forma de mirarla. No era mi desdén ni mis casi inexistentes atenciones hacia ella. Tampoco era que… pero tan dulcemente, tan religiosamente me suplicaba que le dejara ordenar mis bocetos, que no he podido nunca decirle que no. La veo mirarme y tengo que dejarla con mis cosas. Pero sólo puedo mirarla por un segundo apenas, porque no me animo a sostenerle la mirada por miedo a vulnerar su psiquis. Se me hace tan frágil cuando la veo apilar mis notas; ella doblaba los dedos como con miedo no de romper la hoja, sino de romperse ella misma. Será que su admiración, digo más, su devoción por mí le hacían temer que el más mínimo contacto con mi cuerpo la haría derretirse. Quizá fui para ella como el poderoso volcán o como el sol: un semidiós tan atractivo y poderoso que atrae y calcina. Una especie de trampa en la que ella ya ha perecido y de la que ni el mismísimo Teseo hubiera podido liberarla. Confesaré (cuando deba confesar) que no me repugna en absoluto ese rol. Soy lo que ella quiso que sea. Lo soy, a imagen y semejanza de una fantasía en la que ella misma se fue recluyendo. Aunque no fue siempre así. Al principio, su presencia irrumpía liviana en el taller, como puede irrumpir una pluma en una catedral: una entidad impalpable, un ser sin peso. Entraba y recogía los trapos y los restos de comida que a veces llevaban semanas debajo de las telas. Barría con la escoba, como con la palma de la mano más suave, las ralladuras de carbonilla que lo ensuciaban todo. Me ofrecía agua o 37
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vino: yo asentía con gruñidos o con ruidos nasales que ni siquiera se escuchaban más allá de mi cráneo, aunque ella los oía con toda claridad. Con el tiempo le fui permitiendo pasar más ratos en el taller. La dejé ordenar un rincón en el que guardaba incontables láminas sin terminar. Gracias a ese gesto, supe que había una ventana detrás de una montaña de cuadros viejos. Poco tiempo duró la luz que se aparecía sesgada desde esa ventana. Creo que ella leyó en el fruncimiento de mis cejas algún tipo de molestia que se tradujo en mandato. Y sin que yo le pidiera nada (y fue lo único que hizo en su vida sin permiso) colocó un cortinado que devolvió la oscuridad al taller. Porque dos soles no caben en una misma bóveda. Casi sin mirar, por no perturbar la materia impregnada en los pigmentos, tocaba de reojo las enormes telas en las que pinté un centenar de mujeres desnudas, de piernas largas e inquietas, de ombligos profundos y bucles, de pezones tensos y cuellos erguidos, de pubis peludos y bocas de rouge, botellas, cigarros y prendas de desvestirse en las que nadaban largos e incompletos brazos. Ella, por pudor, no fijaba su vista en los cuadros, y no se sonrojaba, por temor a variar la perfecta temperatura de aquél aire macizo. Cuando me pidió ordenar mis anotaciones por primera vez, su voz se oyó como emergida de una tumba y sus pupilas tocaron las mías. La dejé ser. Poco a poco le fui dejando espacios. Pronto tuvo las llaves del taller y se apuraba a limpiar y ordenar todo antes de que yo llegara. Cuanto más tiempo pasaba ella en el taller ordenando mis cosas, más crecía su admiración por mí. Más temblaba ella (con esa imperceptible forma de sacudirse de la que sólo es capaz una mariposa) y más pugnaba por reprimir el rubor que la asaltaba al rozar con el blanco del ojo a mis mujeres pintadas. Creí ver en su cara, recortada por la tenue claridad que se filtraba a través de la cortina, un gesto como de empatía con alguna de las modelos de mis últimos cuadros; y un día, antes de irme, le 38
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dejé sobre la mesa un dibujo en carbonilla. Una gruesa pija trazada con tanta fuerza que había traspasado el papel. A la mañana siguiente, encontré el dibujo en el suelo, arruinado por la humedad. Y ella yacía junto al papel, rota.
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psycho-bus Sebastián Palavecino
Monte Grande, Buenos Aires
Miércoles, 3 am. La luna ilumina los pasajes de una ruta solitaria, en el medio de la nada. Un colectivo con siete personas adentro acelera a más no poder, dejando atrás todo rastro de humanidad. El recorrido le importa poco y nada al chofer, y menos a sus pasajeros, que viajan relajados, cada uno lejos del otro, mirando el paisaje desértico que ofrecen las ventanillas. Todos están perdidos en su propio mundo a la espera de algo que cambie el rumbo de la noche. Las anteriores vinieron vacías. No hubo diversión alguna, y ésta parece tener el mismo rumbo. –¡Eh, Carlos, empezá a hacer el recorrido de una vez, que no vas a levantar nada hoy! El vozarrón se deja escuchar desde el fondo del pasillo. En el último asiento, un anciano mira los ojos del chofer, reflejados en el espejo, y le ofrece su mejor cara de fastidio. El chofer le devuelve una sonrisa, mostrándole sus dientes amarillentos y cubiertos de caries. Se pasa la mano derecha por el pelo escaso y grasoso, luego mueve la palanca de cambios. El colectivo reduce su velocidad poco a poco y toma una calle de tierra, directa a un barrio residencial, donde comienza el recorrido habitual de todos los días. No hay nadie en las paradas, el turno de esta línea no dura toda la noche, nadie espera verlo pasar a esta hora. Una tras otra, las esquinas vacías son dejadas atrás, las que vienen siguen desiertas, no hay rastros de algún ser vivo, excepto por los ocupantes del vehículo que recorre el barrio. 40
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Carlos agudiza la mirada, cree reconocer la figura de una muchacha al llegar a una de las paradas de adelante, a dos cuadras. La muchacha levanta el brazo derecho para detener la marcha del transporte. –Mierda, justo cuando me toca manejar... Ella sale apurada de la casa de su novio. No quiere volver a ese lugar, quiere dejar todo atrás. En el camino, mientras trata de protegerse del incipiente frío, piensa si estuvo bien lo que hizo, si fue lo correcto. Nadie la juzgará por sus acciones, nadie sabrá que fue ella, pero aun así le preocupa su futuro. Trata de no pensar más en eso y apura el paso para llegar a la parada del 204, conoce el recorrido de memoria, pero sabe que el último pasa a las tres de la mañana. Mira su reloj, las tres en punto. Quizás si se apura llegue a tomarlo, una fina llovizna comienza a caer del cielo, levanta los hombros y corre la cuadra que la separa de la garita. Una vez en la esquina, reconoce a dos cuadras de distancia, la figura inconfundible de un colectivo, el cartel luminoso indica “204”, respira aliviada y extiende su brazo derecho. El vehículo para frente a ella, las puertas se abren y sube con tranquilidad. –Un peso con diez, por favor. Pensé que no llegaba a agarrar el último. –Tuvo suerte señorita, estuve 10 minutos parado por un problema en la ruta. De no ser por eso no lo hubiese tomado. No se preocupe por el boleto que no anda la máquina. –Bueno, gracias. Ella lo mira por un segundo, es bajito y morrudo, su rostro expresa mucha seriedad pero, por alguna razón que desconoce, le transmite cierta confianza. Mientras camina por el pasillo echa un vistazo al resto de los pasajeros, seis en total, sin contarse a sí misma y al chofer. Cruza
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miradas con algunos, pero no les presta atención y se sienta en el medio, para estar lo más lejos posible de cada uno. Como el viaje es largo, saca un libro de su cartera y comienza a leerlo. El anciano del fondo agradece su suerte y sonríe. Justo ayer que le tocó ser el chofer, no subió nadie y hoy que tiene libertad sube una mujer como esa. Hoy van a disfrutar. Lo ve a Juan Pablo pararse para hablar con Carlos, seguro planean algo. Escucha con atención lo que dicen, Carlos habla de una dirección, le dice que falta mucho todavía, ya le va a avisar cuando esté cerca. Le encanta el teatro que pueden hacer estos dos. Juan Pablo vuelve por el pasillo y en vez de sentarse en su lugar original, lo hace detrás de la chica. El anciano sonríe, sin Juan Pablo no sería lo mismo, por eso nunca maneja. Ella levanta la mirada del libro, sabe que el chico está detrás suyo. Dobla el libro y lo apoya sobre su regazo, mientras mira el paisaje. Hay algo raro afuera, no reconoce nada de lo que ve por la ventana. Juan Pablo huele el miedo en la chica, es muy hermosa. Mete la mano en uno de sus bolsillos y saca el trapo y la botella. Humedece el trapo, con cuidado de no pasarse con la proporción del líquido y con un movimiento rápido lo apoya sobre la boca de la chica. Abre los ojos con lentitud, siente los párpados pesados, al igual que el resto del cuerpo. Trata de moverse pero no puede, tiene las manos y los pies atados, tampoco puede gritar, un pedazo de cinta autoadhesiva bloquea todos los sonidos que emite. Esta acostada en el piso del colectivo, los pasajeros la rodean haciendo un corro, mirándola lascivamente. Están disfrutando la 42
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vista que ofrece su cuerpo, desnudo y maniatado, a merced de esos extraños. –Te dije que iba a calcular bien la proporción hoy. –Sí, menos mal. La anterior estuvo dormida una hora, ya ni sabíamos qué hacer para despertarla. –¡Carlos! ¿Dónde dejaste las cosas? –En la caja del fondo, abajo de los últimos asientos. –Bien... ¿Que tan lejos estamos del río? –Falta todavía. Se pueden divertir bastante. Sus ojos expresan terror al escuchar la última frase. En ese momento desea morir rápido, desmayarse, o que pase algo que le impida sentir lo que sea que tengan planeado hacer con ella, pero nada pasa. Sigue consciente mientras el joven se acerca con una sierra de cirujano y todos se acercan más y más. Media hora después, el río borra los restos de otra persona que desaparece en la región. Los diarios se ocuparán de su historia por algún tiempo, haciendo advertencias sobre la zona, como todas las veces anteriores. Las personas seguirán desapareciendo, y el "204" seguirá con su recorrido de la madrugada, llevando seis pasajeros y un chofer distinto todas las noches, siempre en busca de la próxima victima. Carlos elige el asiento del fondo esta vez, a la espera de que esta noche sea mejor o igual que la anterior. Hoy quiere disfrutar.
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los vecinos Matías Norberto Gago
La Plata, Buenos Aires
Los acontecimientos que se narran a continuación se llevaron a cabo en un aislado e ignoto pueblo surgido a orillas del ferrocarril. Allí, en un deteriorado edificio, ubicado frente a las vías del tren, vivían Benito Valdemarín y el señor Gutiérrez. El primero lo hacía en el 1º A y el otro, en el 1º B. Algún tiempo atrás los señores habían construido una sólida amistad. Por cuestiones del destino –que no vienen al caso desarrollar en el presente relato–, ambos enviudaron el último viernes santo. Desde ese entonces los ancianos no volvieron a dirigirse la palabra. Tampoco salieron del edificio. A un mes de la tragedia, se produjo una extraña interrupción de cinco minutos en el servicio eléctrico del edificio. Al día siguiente hubo otro corte, aunque esa vez se prolongó cinco minutos más que en la jornada anterior. En la noche tercera se repitió el apagón, pero, en esa ocasión, transcurrieron quince minutos hasta que volvió hacerse la luz. En el día cuatro se sucedieron veinte minutos sin electricidad. El horario de inicio del corte se repitió en cada ocasión. A las 21:25 horas del quinto día, todos los habitantes del edificio, a excepción de los vecinos del primer piso, se reunieron y le exigieron al portero una asamblea con carácter de urgencia. Ante el malestar generalizado, el portero se mostró preocupado y les informó a todos los presentes que se había contactado con la empresa que suministraba el servicio. Desde la compañía le aseguraron que en el lugar no se habían detectado defectos técnicos y en la computadora tampoco figuraban los cortes, por lo tanto, 44
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el sistema funcionaba correctamente al momento de producirse. Además, los cables y las tomas se encontraban en perfecto estado. Ellos no tenían dudas de que alguien con conocimientos técnicos específicos había provocado las interrupciones. Por lo tanto, el misterio continuaba irresuelto, ya que ninguno de los asambleístas tenía grandes conocimientos en la materia. Sin embargo, el portero omitió referirse acerca de Benjamín, el hijo de Benito y electricista de profesión. Cabe señalar que el muchacho no vivía en el edificio. Promediando la reunión, alguien preguntó por los ausentes. El encargado los apreciaba y los excusó. Mencionó al pasar el accidente e hizo una breve referencia del duro momento que atravesaban los hombres. No conforme con ello, una persona se refirió acerca de su diálogo con uno de los dos, concretamente con el anciano del 1º A. Así, el galán de la planta baja, captó rápidamente la atención de todos y describió, minuciosamente, el accionar del hombre en los minutos previos de concretarse las interrupciones. El ritual del antiguo ferroviario consistía, como primera medida, en colocar cuatro velas blancas en la puerta de su departamento para impedir el ingreso del fantasma. Estaba convencido de que todo aquello era generado por un espectro llamado Hugo, un antiguo adversario, a quien él había derrotado en sus años de juventud, cuando ambos se habían disputado el amor de Elvira. El ferroviario había triunfado y Hugo jamás había logrado superarlo. Parece que ella tampoco. Su rencor se había acrecentado todos estos años y ahora lo enviaba para vengar su frustrado amor. La segunda etapa de la defensa del anciano implicaba armar un círculo con velas rojas alrededor de su sillón, donde lo aguardaba sentado, rodeado de sus siete gatos, ya que él siempre le había temido a los felinos. Sin embargo, con ello no alcanzaba para detener sus arremetidas, ya que el fantasma no actuaba solo, sino que contaba con un aliado incondicional: el señor Gutiérrez. Las palabras del seductor no tuvieron un alto grado de credibilidad entre los presentes. Causó gracia en algunos y mucha 45
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bronca en la gran mayoría. Los hombres del primer piso eran muy respetados por todos. Entonces, con el fin de no desvirtuar la reunión, se definió un encuentro al día siguiente en caso de que se repitiese el corte. A las nueve menos diez de la sexta noche, el portero interceptó en la entrada del edificio a Benjamín Valdemarín, que llevaba consigo las provisiones diarias para su padre. El listado abarcaba frutas, verduras, algo de carne, algún dulce y, sobre todo, abundante alimento balanceado para gatos. En los últimos días, el viejo le había agregado al listado velas blancas y velas rojas. Aquella noche, a causa de su amnesia, había omitido la compra de las velas blancas. El encargado le contó al muchacho lo conversado en la reunión, porque sospechaba del joven debido a su enfermedad. El menor de los Valdemarín lo escuchó atentamente, disimulando cierto interés y compromiso. Sin convicción afirmó no saber nada del asunto y aseguró que siempre visitaba a su padre una hora después de los cortes. Aquella noche había adelantado su presencia a causa de una cita y hacía mucho tiempo que no tenía una. Pero al concluir la charla se olvidó de todo. Se encontraba demasiado enfermo desde la muerte de su madre. El último mes su amnesia se había agravado y sus desmayos ocurrían con mayor frecuencia. Estaba perdiendo su vida por culpa de la falta de memoria. Cuando abrió la puerta del departamento, los siete gatos salieron a su encuentro, rodeándolo en una atmósfera lúgubre. El olor a pis era insoportable. Lo primero que el anciano hizo fue pedirle las velas. Lo maldijo hasta cansarse al enterarse de la ausencia de las velas blancas. El espectro ingresaría fácilmente al departamento sin esas velas. Benjamín se enfureció, harto del maltrato del viejo. Recordó cómo insultaba a su madre. Sintió una violenta necesidad de golpearlo hasta asesinarlo. De pronto, a la hora señalada, todo se volvió oscuro. Un vendaval se desató sobre el apartamento. Los gatos maullaron y sacaron sus garras, dispuestos a defenderse. Los insultos de los inquilinos retumbaron por todo el edificio. Pero todo se silenció rápidamente allí dentro. Lo único que se escuchó en medio de la oscuridad fue el ruido que hizo Benjamín al momento de desmayarse 46
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Media hora después se despertó. Había luz, muerte y desolación a su alrededor. Restos de gatos por todo el lugar. No había rastros de su padre en el lugar. Desesperado, salió al pasillo en su búsqueda. Las manchas de sangre y los gritos del ochentón lo condujeron hacia la terraza. Allí lo encontró crucificado, acostado y desnudo dentro de un círculo de velas negras. –Debo hacerlo. Él se lo merece. Nos maltrató a todos e hizo que se mataran. Esta es nuestra venganza Benjamín –habló el señor Gutiérrez por detrás del joven. –No lo hagas, por favor –suplicó el muchacho sin voltearse y, de inmediato, se desmayó. Benjamín abrió los ojos en el departamento 1º B. En su mano derecha tenía un cuchillo ensangrentado y, en la otra, un trozo de cable. A su lado yacía el cadáver del señor Gutiérrez. Dos policías y el portero lo observaban horrorizados. Habían pasado treinta y cinco minutos de las 21 horas de la noche siete.
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retirada Daniel Miguel Forte
Ciudad de Buenos Aires
Nos replegamos, esa es la orden, romper el contacto con el enemigo. Veo a mis hombres, encorvados bajo el peso de la impedimenta, pasar a mi lado como sombras en esta semipenumbra. Están agotados. Los pies se hunden en un lodo viscoso y nauseabundo y cada paso es una tortura, pero no podemos detenernos. El horizonte resplandece, no son relámpagos y aunque el fragor de la batalla no llega hasta aquí, todos saben que es otro tipo de tormenta la culpable de esos destellos. No logro recordar cuando fue que combatimos y sería imprudente preguntarle a mi segundo; un jefe no duda y además, no sé quién es, tal vez sea ese joven teniente que me saludó hace un rato; llevaba el capote desgarrado y en su gorro de piel brillaba una diminuta estrella roja; no entendí lo que dijo y me limité a hacer un gesto indefinido, –¡¡К вашим услугам, товарищ капитан!! –dijo al hacer aparatosamente la venia; luego giró sobre sus talones y al retirarse me pareció ver que de su nuca emanaba sangre. Veo una sombra confusa y hasta no tenerla al lado no puedo distinguir qué es; dos hombres cargan a un herido, llevan pequeños cascos rematados en una especie de mástil y fusiles Máuser en bandolera, el herido va casi inconsciente, cada tanto susurra –merci...merci. Hago esfuerzos por recordar, ¿quién es el enemigo?, pero es como si mi memoria hubiera sido vaciada, solo se que debo retirarme con mi unidad, pero ¿hacia donde? 48
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Hace frío, saco un cigarrillo; no tengo fuego. De la fila se separa una figura pequeña cuya cabeza esta cubierta con un sombrero de paja en cono muy abierto, en el instante que duró el destello del fósforo con que encendió mi cigarrillo pude ver sus ojos oblicuos, sus pies descalzos y el orificio negro azulado en su sien izquierda. En silencio volvió a la formación. Busco en mis bolsillos y en la cartera que cuelga de mi costado algún documento, un mapa o algo que me indique dónde estoy, por qué combato, quién soy. Un agudo silbido rompe el silencio, los hombres y yo nos echamos cuerpo a tierra; el obús explota bastante lejos; el destello del fósforo debe haber alertado a algún artillero. Por varios minutos permanecemos así, mojados y ateridos sobre el barro. Me incorporo y los hombres me imitan, solo uno permanece en el suelo, es el herido que vi llevado por aquellos dos; llego hasta él y en la penumbra percibo la paz de su rostro, casi está sonriendo, me arrodillo a su lado y le cierro los ojos. Luego busco sus placas de identificación, no tiene, permanezco un instante junto al cadáver en posición de firmes, luego ordeno reanudar la marcha situándome en el flanco de mi unidad. Ahora todo es silencio. Me pregunto por qué el muerto no llevaba sus placas; abro mi capote, mi anorak, la camisa; busco alrededor de mi cuello y no las encuentro, yo tampoco llevo placas de identificación. Absorto en mis pensamientos no reparo en el hombre que está frente a mí, lleva birrete del que pende una borla de colores lila, amarillo y rojo, me observa con su ojo izquierdo ya que donde debiera estar el derecho hay solo un manchón de sangre coagulada, me ofrece su bota de vino –¡beba, mi capitán!–. El zumo áspero y tibio baja por mi garganta, es agradable calentar el garguero en esta noche; devuelvo la bota y le agradezco, el hombre la engancha al cinto, se echa su viejo fusil al hombro y prosigue la marcha; le pregunto por sus placas, tampoco tiene. Se me ocurre que tal vez tengamos radio, si así fuera ordenaría comunicarme con mis superiores y trataría de averiguar algo; busco entre mis combatientes y descubro a uno con ropas 49
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de civil. Viste un sobretodo cruzado por dos correas y porta una Schmeysser bastante oxidada, debería reprenderlo; no se trata así a la herramienta de la que depende su pellejo. Le pregunto por el oficial de comunicaciones –scussi, capitano– obtengo por toda respuesta, lo tomo por las solapas y acerco mi cara a la suya, le ordeno que diga mi nombre, el me mira sin comprender, solo repite su estúpido –mi scussi, capitano–, ¡es inútil!, dejo que siga su marcha. Así anduvimos varias horas hasta llegar a una hondonada, agrupo allí a mi gente para un corto descanso, los hombres se acuestan sobre el lodo; yo sobre un tronco reseco y chamuscado. A mi lado hay un enorme moreno fumando y mascando chicle, me ofrece una pitada de su minúsculo cigarro que huele a pasto quemado; ante mi negativa saca de su campera un paquete de Camel, enciende uno y me lo da, ahora ambos fumamos tapando con el cuenco de la mano el resplandor de la colilla, el negro cada tanto tose y de su boca surge una espuma sanguinolenta que es apartada con el antebrazo, le pregunto si sabe mi nombre, da una chupada a su cigarrillo y mira hacia la nada –Don’t know, boss. We all call you captain. Está oscuro, pero alcanzo a ver a un hombre que viene hacia mí, a unos metros es interceptado por uno de los soldados de casco con mástil, lo abraza y me llega su voz como un susurro –Du hast wiederkomt, mein Freund!, Ist alles gut? –.–Oh oui –responde y sigue avanzando; al llegar a mi lado se cuadra y me hace la venia. –¡Pardon pour le retard, monsieur le capitaine! No es posible, ¡es el francés! –¡pero estabas muerto!– . Alza los hombros y sonríe –et je ne suis pas le seul, monsieur le capitaine–, da media vuelta, cambia de hombro su Lebel 86 y con paso cansino se aleja. El vacío se hace insoportable, ¿qué hago aquí con esta pandilla de desquiciados que me llaman capitán, que me entienden y yo a ellos no, que obedecen y no preguntan?, ¿será un sueño?, ¡es eso!, es una atroz pesadilla, ¡los muertos no resucitan así nomás!, la memoria nunca se pierde totalmente; –¡¿entienden imbéciles?!, 50
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¡ustedes no existen!– cuando despierte voy a reírme de esto y contarlo a mis amigos, a mis amigos que no recuerdo. Sin darme cuenta estoy de pie y gritando, los hombres me rodean; saco de su funda la pistola y pongo una bala en recámara, el chasquido del metal hace eco y se replica atenuándose en cada una de las repeticiones; –¡es una pesadilla y sé cómo despertar!, los hombres me observan indiferentes cuando apoyo el cañón en mi pecho. Alcanzo a oír el estampido Nos replegamos, esa es la orden, romper el contacto con el enemigo. Veo a mis hombres, encorvados bajo el peso de la impedimenta, pasar a mi lado como sombras en esta semipenumbra. Están agotados.
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segunda parte
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capgras Fabián Kon
Ciudad de Buenos Aires
Descubrí el cuerpo humano. Conocí las diferentes capas de tejidos que recubren órganos, vísceras con funciones desconocidas, aunque por lo visto imprescindibles. Juro que no fue fácil, para un oficinista como yo, adentrarse en ese universo de texturas que emanaba líquidos sin una lógica definida. Pero tuve que hacerlo. Cuando conocí a Nadia, me impresionaron su bondad y su candidez. En forma repentina, como una revelación, supe que ella era la mujer. Ante la noticia de que tendríamos un hijo, nuestro efímero noviazgo devino en casamiento. Hubo la ceremonia de rigor, con la bendición de ambas familias. Todo empezó cuando se le ocurrió estudiar guitarra en esa academia apestada de simpáticos imberbes. Reconozco mis celos, pero no fueron la causa de lo sucedido. Ella cambió. En lo físico, la nueva Nadia componía una fidelísima réplica de la anterior; pero había una enorme diferencia en su conducta, en los detalles. En la forma de ordenar la cocina, en la rutina del lavado de dientes, en su dificultad para dormir, en los gemidos del acto conyugal. Mi sorpresa inicial mutó hacia un estado de alerta permanente, de observación minuciosa que me presentó nuevas evidencias, alte55
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radas formas de actuar. Alguien podrá pensar que eran solamente trivialidades, pero trivialidades de una devastadora significación. Me convencí: ella no era ella. La interrogué sobre el pasado. Demostró conocimiento general de los años anteriores. Busqué la prueba a través de los detalles, las situaciones vividas, las enormes minucias que sólo Nadia y yo conocíamos. No obtuve respuesta, se mostraba atemorizada y esquiva. Cuando le pregunté quién era realmente, no hizo más que agredirme. Llegó a decirme que estaba loco. No tuve opción, no lo digo para buscar el perdón de nadie. Soy consciente de mis actos… Pero repito: no había alternativa. Ninguno de nuestros amigos o familiares me ayudaron. Por desconocimiento o complicidad, sostuvieron esa farsa. “Ella es ella”, decían. A algunos mi preocupación les resultaba graciosa, otros desviaban el tema hacia mi persona: “¿Por qué no buscás ayuda profesional?”. Finalmente, para eludirlos, consentí en ir al consultorio de un psiquiatra. El “profesional” me escuchó durante dos sesiones, hasta que en la tercera –a la sazón, la última– le pedí una opinión. El resultado fue ridículo: –Es prematuro el diagnóstico, pero veo en usted los síntomas del síndrome de Capgras. –¿Capgras, doctor? –No se asuste, se trata de un trastorno en el que alguien, usted en este caso, cree que alguna persona cercana ha sido sustituida. –Usted me está sugiriendo –dije haciendo acopio de toda mi paciencia– que soy un trastornado. Pero yo le presenté pruebas. ¡Pruebas concretas, doctor! –Tranquilo, mi amigo –dijo aquel estúpido hundiéndose en su sillón presidencial– en este cuadro se reconoce la cara del otro, pero se pierde la vivencia emocional de familiaridad. Es como 56
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usted lo cuenta: se cree que el otro es un impostor, que fue reemplazado. Esto tiene tratamiento, quédese tranquilo. Sí, sí: me quedaría bien tranquilo. Nunca encontré con quién hablar, alguien que me escuchara y creyera en mí. Elucubré ardides para descubrir quién era ella realmente. En rigor, no pensaba en otra cosa. Mientras tanto la convivencia se volvía intolerable, ella no quería contestar a mis interrogantes, e incluso evitaba el contacto físico. El cuerpo de una esposa siempre nos resulta familiar. Pero cuando profundicé en su contenido, tuve la certeza de que esa masa sangrante no era ella. Si nadie me ayudaba, debía buscar la verdad por mí mismo, probar que ella había sido replicada. Una copia perfecta –¿o casi perfecta?–. Ella era igual, hasta en la cicatriz de la cesárea, pero eso es algo fácil de copiar: sólo un corte superficial en la piel. Aunque en el útero también debería existir una cicatriz. En esa búsqueda de la verdad, perdí a la impostora. Pero, cuando salga de esta cárcel, buscaré a Nadia. Faltan tan sólo quince años.
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Destellos
la tercera Mónica Gaeta
Ciudad de Buenos Aires
Un grito desesperado brota de su garganta, despierta sudado y siente cómo un frío entra por su boca y le recorre todo el cuerpo. Parece que va a congelarle el corazón, pero éste late más fuerte, hierve la sangre y lo deja en un estado de excitación que no puede contener. Desde aquel encuentro maldito en el río, las pesadillas de Manuel no desaparecen, aumentan, y cada noche el sueño es más real, más vívido, más aterrador. Deja de dormir por un tiempo, y cuando sucumbe ante el sueño acumulado, se reencuentra con nuevas y oscuras pesadillas. Para olvidar, escapa de su casa y va al encuentro de sus amigos de la calle, en la esquina más oscura y sórdida de las barracas. Trabajan arduo rato para dejarlo preparado. Lo atan de pies y manos con mucho esfuerzo, parece que el rigor mortis llega antes de lo que la experiencia indicaría. Tardan en encontrar una roca que sirva de peso para hundir el cuerpo. Hacen lo que deben hacer, aunque no sienten que la tarea esté terminada, y ante el temor de que el espíritu del difunto estuviera observándolos, lo arrojan con apuro al río turbio y fangoso; y como si las aguas no quisieran ser cómplices, demoran en ocultar el cadáver. Esa tarde, Manuel había tomado vino a la salida de la escuela con unos pibes del Dock. Rumbo a su casa, cortó camino por las barracas, costeando el Riachuelo. El mareo del alcohol barato lo obligó a bajarse de la bicicleta. Escuchó un grito y sintió curiosidad. Asomó la cabeza y tardó en comprender lo que estaba 58
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pasando. Dos tipos cargaban algo pesado. ¿Qué hacen esos dos locos en la costa del río contaminado? Manuel alcanzó a ver un cuerpo sumergiéndose. Era un chico extraño Manuel. Se crió en las barracas, cerca de las curtiembres de Avellaneda. Su fascinación por quienes vivían en la marginalidad lo había llevado a conocer los lugares más recónditos de los galpones del sur. Tenía una sensibilidad poco habitual. Era raro y, para algunos, tenebroso. Dicen que lo han visto vestido con harapos y mezclado con vagabundos. Contaba historias extrañas, fábulas que con el correr del tiempo se comprobaban reales. Cuentan las viejas del barrio que, siendo un bebé aún balbuceante, hablaba de viejos que habían desaparecido, de personas que habían muerto mucho antes de que él existiera. Sus padres, temerosos, acudieron a una curandera; les dijo que estaba maldito. Luego de ver aquel cuerpo hundirse en el río, Manuel no volvió a sentir tranquilidad. ¿Debía hablar con sus padres? Ellos no tardarían en asociar lo que había visto con los hábitos de la “mala junta” que Manuel frecuentaba. No era conveniente hablarles del asunto. No podía confesar su secreto, y éste lo estaba consumiendo. Así decidió recurrir a María de los Milagros, la curandera a la que lo había llevado su madre. La bruja lo observó largo rato y le dijo: “siento por qué viniste”. Manuel la miró, algo incrédulo, y le preguntó, desafiante: “¿Por qué vine?”. Se hizo un largo silencio y sollozando, exclamó: –¡Porque te sigue la muerte! Comenzaron a caerle lágrimas al muchacho. La bruja balbuceó: –Cuídate, las cosas no van a salir como planean, todos van a salir perjudicados… Manuel quedó atónito, no entendía nada. Y María de los Milagros, pálida, le pidió que se retirara. No quiso seguir atendiéndolo. Se sintió más perdido, más angustiado. Acudió a las drogas para olvidar. Se tiró en la cama. Durmió durante dos días. Cuando despertó, asomó su pálido rostro por la ventana. Había dos hom59
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bres observándolo. Eran ellos, los tipos del río. El efecto de las drogas ya había pasado hacía mucho tiempo. ¿Qué sucedía? ¿Su mente estaba inventando esa imagen? ¿O era real? ¡Esos tipos lo habían encontrado! ¡Él había sido testigo del crimen y ahora lo estarían buscando para hacerlo callar! ¿Pero cómo lo habían encontrado? Quizá el uniforme escolar que llevaba aquella tarde lo había delatado. Con horror, Manuel cerró la ventana. Y, como siempre, no se animó a hablar con nadie. Luego de tres noches, el joven decidió escaparse de su casa para ver a algunos amigos del barrio. Previamente, estuvo un buen rato observando por un tragaluz. No había nadie. Bajó por la ventana. Cruzó la calle. Sintió un golpe en la nuca. Lo arrojaron, lo ataron. Le vendaron los ojos. Perdió el conocimiento. Un tiempo después, lo despertó un dolor agudo. Varios días lo tuvieron encerrado. Escuchó gritos, discusiones, el sonar de un celular. Luego, largos silencios. No se necesitaba saber demasiado para darse cuenta de que todo andaba mal. Tembló como nunca. Sudó. Sintió dolor, miedo, tristeza. Esa vida que tanto lo había atormentado le parecía un mundo maravilloso comparado con lo que sospechaba que le estaba esperando. Manuel tenía una sensibilidad, un sexto sentido, decían las viejas, y esto era lo peor que podía sucederle. Le sacan las vendas. Con dificultad, ve al más bajo de sus raptores. Es uno de los tipos del río. La mirada del rufián delata sus intenciones. Lo lleva a la costa del río contaminado. Manuel había sido secuestrado, para posteriormente cobrar una jugosa recompensa. Algo sale mal, él nunca sabrá qué. Deciden deshacerse de él. Lo arrastran por un lecho de piedra. Hay un olor desagradable y conocido. A la distancia, una quema a cielo abierto contamina el aire y la noche se torna oscura. Los vertederos de los mataderos y de las curtiembres lanzan sus desperdicios al oscurecer, para evitar el ojo de la ley. El mercurio y el arsénico queman sus pulmones. Es una noche de una peculiar belleza siniestra. Parece que todo alrededor sabe que un crimen va a cometerse. El viento sopla con la furia de un dios traicionado. La luna, acobardada, se oculta 60
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detrás de una nube negra. Los pájaros huyen. El aire gélido corta la cara. Las aguas oscuras golpean con la fuerza de un huracán. Y mientras una lechuza augura un presagio funesto, vuela sobre sus cabezas un cuervo que olfatea, extasiado, la muerte. Con rapidez, lo arrojan al río. Mientras Manuel puede observar la escena, recuerda lo que está viendo. Él ya vivió ese momento. No es un déjà vu. Se da cuenta de que todas esas pesadillas son nada más que recuerdos. Mientras sucumbe en el barro, logra comprender la extrañeza de su saber: él había vivido anteriormente, había tenido otra vida, y reencarnó en ese niño débil y enfermizo. Tarda en comprenderlo; cuando finalmente lo hace, su cuerpo se hunde en las aguas espesas del río negro. Siente la falta de aire. Traga agua espesa. Se ahoga de a poco. Siente frío y calor al mismo tiempo. Tiembla, tiembla. Ve luces. Ve oscuridad. Siente miedo y un alivio delicioso a la vez. Siente un dolor extraño y placentero, percibe calor y humedad. Ve una luz enceguecedora, no lo soporta, y alcanza a ver el rostro sonriente de una parturienta.
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bruxismo Ernesto Bollini
Ciudad de Buenos Aires
El cazador sintió, o le pareció sentir, que un dolor agudo le había atravesado el cuerpo, como una explosión. Con los ojos nublados de ira, se agachó un poco para bajarse la media. Nada advirtió, pero sí se fijó en el cuerpo ondulante y artero que se escurría ya entre las rocas. De pronto, lo único importante para el hombre fue vengar el dolor, la afrenta. Como estaba nervioso, apretó las dos hileras de dientes entre sí, produciendo un desagradable chirrido. Los carrillos se le hincharon, sus mejillas se colorearon de rojo. Extrajo el rifle del morral, colocándolo a su lado, y luego se despojó del pantalón, que ya comenzaba a ajustarle sobre la pierna, el zapato derecho y la media, de la cual colgaba ahora, como un delicado rubí, una pequeña gota de sangre. El terreno era bajo, desértico. El hombre confió en que su destreza de avezado perseguidor le permitiría consumar la revancha. Se inclinó de nuevo hasta tocar el suelo con la nariz. Podía percibir el olor acre de la alimaña; la posibilidad de hallarla escondida vilmente bajo un cúmulo de pedruscos grisáceos que se amontonaban a pocos pasos del lugar, si bien obedecía a las reglas de la lógica más pura, le provocó un ligero estremecimiento. Sudaba bastante, a pesar del viento frío que, en rachas irregulares, barría la superficie del páramo. Cuando se incorporó, un vahído lo obligó a sentarse en el suelo. Estuvo en esa posición varios minutos, acaso media hora, apretando involuntariamente los dientes. Por un momento le pareció que sus labios se disolvían bajo la tensión 62
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agarrotada de las mandíbulas, como si hubiera comenzado a devorarse a sí mismo. Enseguida tuvo la urgente necesidad de rascarse el pie desnudo. No lograba divisarlo con claridad, pero atinó a masajear la zona con rabia, molesto por la comezón. Luego de dos o tres movimientos circulares de la mano se vio obligado a retirarla, maldiciendo: algo le había mordido una falange, arrancándola de cuajo. No sangró, sin embargo, ni sintió demasiado dolor esta vez. El dedo, separado de la mano, cayó entre las rocas, ocultándose para atacar más tarde. Con la palma examinó el sitio, advirtiendo que todos los dedos del pie presentaban una grieta en el borde, como si les hubiera nacido una boca menuda a cada uno. El cazador cayó en la cuenta de la situación: se habían transformado en diminutos reptiles que lo acosaban ahora, arrojándole tarascones de piraña a su mano herida. Había que hacer algo, y pronto. En poco tiempo más caería el sol, y la alimaña estaría a salvo para entonces. Llenándose los dientes y las muelas de saliva, mordiéndose las paredes internas de la boca, se arrastró hacia el morral y buscó el hacha. A duras penas la levantó, enderezándola hacia el pie que había adquirido tan súbita autonomía. De un tajo limpio amputó el nido de perversas fieras recién nacidas y lo arrojó lejos. El pie seccionado, resbalando blandamente en un charco de tintura negra, cayó junto al zapato, que pareció estremecerse extrañamente al contacto del desperdicio. Temiendo que el corte no fuera suficiente para aventar el peligro, el hombre seccionó también la pierna hasta el límite de la rodilla. Mientras la arrojaba pudo comprobar que se erguía en el aire, amenazante, y le mostraba sin pudor sus fauces negras en un frenesí de furia destructora. No la dejó caer. A pesar del mareo, con una certera pedrada la incrustó dentro del charco, junto al pie asesinado. Todas las bocas estaban por fin cerradas. Libre ya del deformado enemigo, contempló con alivio el muñón de su pierna derecha, satisfecho por la osadía de su decisión. El manojo de arterias recién cortadas se movía ahora con vida propia, bailoteando burlonamente, estirándose hasta el muslo y volviendo a contraerse luego, en un minué ágil, ser63
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penteante, atrevido. Presa de una incontenible ofuscación, quiso estrangular el haz con su mano, pero el hueco que dejaba el dedo inexistente permitió que las arterias resbalaran de su puño y regresaran, indemnes, al muñón. Se dijo que debía mantener la calma si pretendía consumar su desquite contra la alimaña, pero sintió que los labios y las mejillas habían sucumbido ya, tragados por sus propios dientes. A pesar de todo, estaba convencido de que nada de lo ocurrido carecía de sentido; ya su médico le había hablado del bruxismo y no le extrañaba que, en su cuerpo de cazador aguerrido y potente, se manifestase con tanta violencia. Únicamente la ausencia de hemorragias visibles lo desconcertaba un poco. Cerca, la pierna y el pie amputados nadaban en la tintura negra. Por fuerza debía tratarse de sangre, cuyo color iba oscureciéndose por efecto del crepúsculo. Satisfecho con la explicación, pensó sin embargo luego en la pomada negra de los zapatos, y en una tarde en la que su madre lo había castigado por no embetunar su calzado escolar. Con un pisotón, como ella solía hacer, un cruel pisotón en el pie que yacía ahora, yerto, en medio del charco de tintura negra. Las cosas comenzaron a latir y a palpitar en derredor. Las rocas, el cielo, las nubes grises y abigarradas, llenas de frío, y también la monstruosa alimaña, que volvía a acercarse ahora, viscosa, sucia, traicionera. Resbalando en el polvo gris, sacando la lengua obscena, intentó montarse a su pie derecho, pero el pie derecho faltaba, y luego se introdujo por el muñón, atravesando el camino seguro que marcaba el paquete arterial, enredándose, copulando infernalmente con los vasos sanguíneos que también eran reptiles ahora, que se alejaban de a poco, cayendo al polvo, empujados y atraídos hacia sí por el monstruo que luego los desechaba, haciéndolos sonar a hueco al desplomarse contra el suelo duro y rocoso. En poco tiempo más se haría de noche y ya no tendría arterias que transportasen su sangre, acaso tampoco pies para huir. Sudaba a mares. De pronto, una sombra nubló aún un poco más su mirada perdida. Levantó la cabeza justo a tiempo para advertir el vuelo 64
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rasante de su dedo arrancado, que le rozaba ya el cabello con su uña dura y blanca como una muela, desconociendo a su dueño, ostentando la violencia de un revólver o de una madre castigadora. Era el momento de actuar. Se miró la mano inutilizada y pensó que tendría que recurrir a su único compañero fiel. Se arrastró a duras penas hasta el morral, rechinando los molares, empapando de saliva las encías, lanzando dentelladas a diestra y siniestra. A su lado había quedado el rifle, como otro reptil seco y abandonado y tieso. Lo asió con dificultad, utilizando su única mano hábil. De un disparo certero, disparo de cazador, se arrancó de golpe el enjambre de arterias que ya le subían por el cuello, la pierna traicionera, que se había levantado de su charca y comenzaba ahora a estrangularlo, doblándose y estirándose con maestría de mercenario, el pie amputado, que procuraba sofocarlo introduciendo sus dedos en las narinas, clavándole las uñas, carcomiéndolo salvajemente con las cinco bocas que le habían nacido. Enseguida oyó el estrépito con el que acababa de caer al suelo el dedo amenazador, y luego percibió un ligero estertor a su derecha. Con mirada legañosa y húmeda vio a la alimaña, que se retorció por un instante y quedó paralizada en medio de una ciénaga transparente y viscosa. Supo entonces que su tarea de cazador había concluido, y que ya podría descansar. Cerró los ojos.
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las voces María Rosa Llinares
Ciudad de Buenos Aires Dedicado a Jorge, con cariño.
Tocó el timbre con el íntimo deseo de encontrar lo que buscaba, hacía ya unos días que había cobrado el seguro del coche y no había visto nada. La verdad era que, con la plata que tenía, no podía aspirar a mucho. “Qué me van a ofrecer acá, –pensó– otra porquería, seguro”. Tuvo ganas de irse, pero en ese momento abrieron la puerta. –Buenas, –dijo– yo soy Damián, el que llamó por el coche. –¡Ah! ¡Sí! Pasá pibe, pasá, perdoná si te hice esperar. Damián se quedó mudo al verlo. El coche de sus sueños. De pronto su esperanza se desvaneció totalmente. Nunca podría pagar semejante bote. El tipo que lo vendía le empezó a contar que a su pesar lo tenía que vender, que los papeles estaban bien, pero que él se iba afuera y necesitaba la plata, y patatín, patatán, al cabo de media hora habían arreglado todo y en una semanita más, firmados todos los papeles, se llevaría el auto a su nombre y sin deber ni un peso. Damián no podía creer la suerte que había tenido, el coche full negro, su color favorito, tapizado impecable en gris perla, limpito, lustrado, con todos los detalles, el motor a nuevo, la carrocería sin el menor bollo. Cuando Damián se fue el vendedor se tiró en un sillón con un bufido de alivio y luego gritó: –¡Vieja! ¡Al fin nos lo sacamos de encima! 66
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A los ocho días Damián era el orgulloso dueño del auto; ahora sí podría hacer buenos clientes, no es lo mismo aparecer con la vieja catramina que tenía (y que nunca dejaría de agradecer a los que se la robaron) que con ese autazo. Se lo llevó a su amigo Oscar, el mecánico, más para darse corte que para hacerlo ver; se notaba a la legua que estaba todo perfecto. Oscar le hizo abrir el capó, revisó todo y fue para el baúl. Lo abrió. –Che, apagá la radio… ¿Qué porquería estás escuchando? –le dijo a Damián. –Yo no prendí la radio. ¿De qué hablás? –¡Qué raro! ¿No? Buen, por ahí fue alguien que pasó por la calle llorando. Mal. Ernesto había llegado a la Capital hacía un par de semanas y estaba buscando un coche para movilizarse, leyó en los clasificados un anuncio y se fue a verlo. El coche estaba guardado en un garaje que aparentaba ser un taller mecánico, a pesar de la suciedad del lugar el coche estaba en condiciones impecables. De inmediato, un ansia feroz por ser su dueño se apoderó de él. Convino el precio con el dueño –una ganga– y a los diez días, hecha la transferencia correspondiente, salió ufano del lugar sintiéndose un jeque árabe arriba de tan hermoso auto. Cuando Ernesto salió del garaje, Damián se tiró encima de un viejo y sucio sofá y con una risotada de alivio gritó: –¡Oscar! ¡Por fin me lo saqué de encima! ¡Gracias viejo, vos sí que sos un amigo! Ernesto se paseaba orgulloso en su nueva adquisición, decidió darle una sorpresa a su novia, iría a visitarla al pueblo ese fin de semana. El viaje de seis horas le corroboró la buena compra. Llegó feliz a la puerta de su novia. Marisol no podía creer que ese hermoso coche le perteneciera a su novio. Fueron a la casa de los padres de Ernesto que salieron dichosos a admirar el auto. Ernesto les mostró todos los detalles, cuando abrió el baúl su padre tomándose las orejas le gritó: 67
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–¡Apagá esa radio hijo! Me reventaste los oídos. ¡Qué feo eso que escuchás! –¡Qué radio viejo! Yo no prendí ninguna radio –le contestó Ernesto pensando: “el viejo está chapita”. Los padres de Solange estaban muy orgullosos de su hija que había terminado la carrera con todos los honores. Decidieron regalarle un coche, una profesional no podía seguir viajando en colectivo. Les comentaron que alguien vendía un buen auto a muy buen precio en un pueblo vecino, fueron a verlo y sintieron que era el coche ideal para su hija. Estaba impecable, debía ser mucho más caro de lo que ellos podrían pagar, pero el precio fue acorde a sus necesidades y a las dos semanas, hechos los papeles pertinentes, se lo llevaron contentísimos pensando qué alegría le darían a su hija. Ni bien vio el coche dar vuelta la esquina, Ernesto entró a la casa de su novia, se tiró sobre el sillón del living gritando: –¡Ya está Marisol! ¡Al fin me lo saqué de encima! ¡Qué feliz estoy! Cuando Solange vio el regalo que sus padres le llevarón se quedó estupefacta. Se puso al volante sintiendo que no podía ser más feliz y que sus padres eran los mejores del mundo. Dieron una vuelta por el centro del pueblo y volvieron a la casa, lo examinó por todos lados; era perfecto. abrió el baúl y lo cerró de inmediato, tambaleante, demacrada. –¡Qué te pasó Solange! –corrió su madre a abrazarla. –¿Oíste mamá? Esos lamentos. ¿De donde salían, mamá? Y así fue que Solange le vendió el coche a Javier, Javier a Elena, Elena a Gustavo y Gustavo a Santiago. Cuando Durko llegó a su casa, luego de seis años de estar detenido cumpliendo una condena por robo a mano armada, casi acogota a su madre, (a la que dejó casi sin aliento) al enterarse que había vendido su auto, y por una bicoca. “SU AUTO”. Le había 68
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dejado bien claro que se lo ponía a su nombre por unos “problemitas judiciales”. “Qué querés hijito, vos necesitabas plata y yo no tenía” –murmuraba ella mientras Durko le apretaba el cuello–. Al fin la soltó; ahora que estaba afuera necesitaba quién le hiciera la comida y le lavara la ropa. Para eso nadie mejor que ella. Durko consiguió que su madre le diera la dirección del tipo que le había comprado el coche y se lo fue a ver. El pobre tipo se pegó tal susto que a los cinco minutos ya iba rumbo a la casa de Damián. A éste sólo le interesó sacárselo rápido de encima, así que le dio la dirección de Ernesto. Hacia esa casa partió Durko, esperando reunirse con su auto de una vez, para su sorpresa se encontró con que había sido vendido a una tal Solange. Con lo afectada que había quedado la pobre chica luego del episodio del coche, no le costó nada sacarle el nombre del comprador, Javier. Y así Javier le dio el de Elena, y Elena el de Gustavo, y Gustavo el de Santiago Cuando llegó a la casa de Santiago, a éste lo habían internado en un instituto psiquiátrico, pues decía escuchar voces, lamentos en su auto. Por suerte para ellos mismos, los padres de Santiago tenían un poder por el cual le restituyeron el coche a su primitivo dueño, sólo querían sacárselo de encima. Durko se sentía plenamente feliz conduciendo su valorado auto. Mientras manejaba le parecía oír las voces de sus víctimas suplicando, pidiendo clemencia, mientras las poseía, y luego cuando las llevaba en el baúl del auto antes de matarlas, y después, recordándolas, mientras iba en búsqueda de una víctima más…
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memento mori Guillermo Klimt
Lanús, Buenos Aires Denn du bist was du isst und ihr wisst was es ist... Rammstein, Mein Teil
Si están leyendo esta carta, quiere decir que no estoy más entre ustedes. Y lo que escribiré a continuación es acerca de cómo y por quién fui asesinado. Así es, mi partida hacia los avernos ha sido forzada por alguien. No era aún mi momento, aunque, ¿quién soy yo para juzgar? Me tiembla el pulso solamente de pensar que las palabras que voy a escribir sobre este papel se transformarán en breve en mi realidad. No sé cuándo, pero sé que en los próximos días seré asesinado. Siempre le tuve miedo a la muerte, sin embargo, ahora que tengo la certeza de mi fin, como si no la tuvieramos todos, y hasta la manera en la que sucederá, esa sensación ya no me oprime, pero me aterra el no existir, el simple hecho de dejar de ser. Mi hermano Alex y yo, Jonás, siempre habíamos sido muy unidos desde pequeños. Siendo él mayor, invariablemente tuvo esa responsabilidad extra del hijo primogénito de tener que cuidar de mí. Con el paso del tiempo, cuando nuestros padres fallecieron, esa tarea fue convirtiéndose lentamente en una obsesión. Al principio me pedía que me quedara siempre en nuestra casa, para que no me pasara nada. Luego, fue en mi habitación para estar más seguro. Pero algo en su mirada, cuando sus ojos se posaban en mi persona, había cambiado. Y el paso siguiente fue estar encerrado 70
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en una jaula en la que me encuentro ahora. Pude escaparme luego de muchos esfuerzos, y por eso consigo que mi mano forme las líneas de las palabras que garabateo. Pero es imposible abandonar la casa. Por eso escribo, al menos para que sepan qué fue de mí. “No puedo dejarte seguir viviendo”, me dijo el otro día. “Pero no te preocupes, me encargaré de que estemos juntos para siempre”. Y me dio a conocer su macabro plan. La frialdad con la que me indicó cómo se tragaría mi carne, masticaría mis órganos y deglutiría mi piel, me hizo vomitar en el acto. Y estoy seguro de que será así como él dice que sucederá. Lo he visto en sus ojos, no mentía. Y, como me explicó, jamás encontrarán mis restos, ya que hará el acto más asqueroso y repulsivo que se pueda ocurrir. Me engullirá, como si fuéramos los dos animales: yo, una presa y él, un depredador; sé que lo hará con mi cuerpo aún caliente luego de matarme. El otro día vino de una tienda de mascotas con varios animales. Los pobrecitos cachorros movían la cola, a los gatos le brillaban los ojos, los hamsters y demás roedores se movían sin cesar. Estaban felices por su nuevo hogar, los ilusos. Observé a Alex cómo golpeaba a los indefensos animales para calmarlos. Los pobres gemían de dolor, aunque no lo hicieron por mucho tiempo. La imagen brindada a mis pupilas era la de un hombre transformado en una bestia sobre sus cuatro extremidades, sumado a los horrendos ruidos de sus dientes masticando a ratas, perros y gatos. Tuve infinitas arcadas mientras intentaba evitar ese espectáculo sanguinario. Estaba practicando, lo sentía, para su acto final: yo. Y la persona que cometerá estas acciones monstruosas que acabo de relatar, me repito todo el tiempo, no es nada menos que mi hermano Alex, mi hermano el protector, de quien nadie sospechará porque es un hombre respetado en el ámbito de las leyes. Yo ya sé que mi final está decidido, pero con la poca fuerza que le quedaban a mis miembros escribí esta carta, con el deseo de que, al dejarla escondida donde Alex no podrá encontrarla, alguna vez, alguien que pregunte por mi desaparición, la encuentre y sepa lo que realmente pasó. 71
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Me despido. No falta mucho para que Alex regrese a la casa. A todos a quienes les haya hecho algo malo en vida, les pido perdón; y sólo me resta decirles que nos veremos pronto. En estos momentos finales de mi vida, sólo me pregunto, ¿qué es el hombre?, ¿qué es realmente el hombre? ………………… “Y ésta, la que les acabo de leer, es una de las tantas cartas de mi hermano Jonás, claro ejemplo de la demencia que está sufriendo. Sus palabras muestran el nivel de delirio y paranoia que tiene, y las descripciones presentadas indican los grandes trastornos que posee.” Uno de los hombres de leyes ahí presente, sin levantar la vista de los documentos que estaba leyendo, le preguntó con una voz indiferente a Alex: “¿Y dónde se encuentra ahora su hermano?” “Su estado de salud está muy deteriorado”, respondió serenamente. “Hoy tuvo un decaimiento y no pudo venir a presenciar el juicio”. Unos minutos más tarde todo el tribunal se pronunció a favor de la petición de Alex, la cuál lo transformaba en el representante legal de su hermano, como así también en heredero único de todos sus bienes. Luego de salir del edificio, Alex salió caminando hacia la calle, lentamente, sintiendo la brisa mover sus cabellos. Se sentía contento por la exposición que había hecho frente a los expertos de la ley; sus pensamientos deambulaban en las palabras pronunciadas pocos momentos antes, repitiéndoselas una y otra vez, para sí mismo. Súbitamente, un perro callejero se le cruzó haciéndole detener su marcha, forzándolo a volver a la realidad. Se detuvo y lo dejó pasar. Una mueca extraña se dibujó en su cara. Estaba sonriendo.
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ciencia Rodrigo Gonzalez Rosario, Santa Fe
A mi abuelo Luis Sibrins y a mi familia
Dos palabras del libro Alfa, de Aristóteles, habían captado sobremanera la atención de Elvio: “Ciencia Divina”. A pesar de que el autor tratase de imposible la adquisición de esta ciencia por parte de los hombres, Elvio pasó días y noches tratando de encontrar una forma de llegar a ella. Todas sus teorías e ideas se desvanecían casi de inmediato, no encontraba argumento firme para sostener sus pensamientos, los cuales provocarían cierto rechazo por parte de filósofos reconocidos. Elvio ya no atendía a ninguna de sus necesidades físicas, se pasaba las horas encerrado en su casa, sentado y escribiendo locuras e insensateces, o quizá no lo fueran. Elvio sentía que su cuerpo envejecía aceleradamente, pero sólo era una extraña sensación. Muchas veces se quedaba dormido, con su cabeza recostada sobre pilas de hojas y borradores, y al despertar seguía poniendo en papel sus locas ideas. Una noche, llegó al común razonamiento de que el acto más divino era dar vida, traer raciocinio, luz a un mundo en tinieblas; pero no se quedó con esa inteligibilidad, le parecía muy vulgar. Siguió buscando en el mundo de las ideas. Su alma, si es que tenía, había cambiado. Elvio no tenía amigos, no tenía mascotas y no tenía familia. En un momento de lucidez, unos escasos segundos en que logró apartar su pensamiento del embrollo de la “Ciencia Divina”, se preguntó si alguna vez había visto a otra persona; sacudió la 73
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cabeza, un claro gesto de que aquel pensamiento era una locura. Se volvió a internar en sus análisis. Al momento de llegar al punto extremo de la demencia, encontró lo que sería su base firme para acercarse a la gloria divina de los dioses: la imaginación. Elvio comprendió que, a través de la imaginación, podría intentar crear un mundo, crear vida. El problema se presentaba en que él no podría estar el resto de su vida, ni siquiera unos días, imaginando aquel complejo mundo. Decidió intentarlo. Comenzó su misión de una ambiciosa manera, imaginando el mundo completo, no el mundo que conocemos, sino un nuevo mundo, su mundo. Primero creó la superficie, los terrenos por donde sus seres imaginarios caminarían, “vivirían”. Luego las estructuras, modernos edificios, lo mas confortable para sus futuros habitantes. Más tarde, al finalizar todos los detalles, su mundo ya estaba preparado para hospedar seres “vivientes”. Así comenzó Elvio a imaginar su mundo, trataría de que fuese un mundo perfecto, tan perfecto que los dioses envidiarían su creación. Fracasó en su primer intento: le fue imposible mantener la paz entre las distintas civilizaciones creadas. No pudo evitar imaginar el monstruo de la guerra, que desgarró y acalló la “vida” de todos los habitantes. Todo un planeta devastado y sus habitantes ya olvidados por su creador. Decidió volver a comenzar; pero esta vez sólo imaginaría un país. Fue más detallista que la primera vez; si lo imaginado no era la perfección, entonces no era nada, nada podría igualar aquel lugar. Para crearlo, estuvo mucho tiempo, esta vez trataría de dejar a un lado las distracciones, las imaginaciones brutales y enfermizas que rondaban la compleja y psicótica mente humana. Volvió a fracasar: esta vez el sueño lo venció (en realidad nunca se sintió cansado, solo quedó inconciente). Al tomar consciencia, lamentó la pérdida de aquellas “vidas”, de aquella creación, su creación. Elvio volvería a intentar las veces que fuese necesario. Pero si fracasaba en todas, tendría que seguir buscando la ciencia de los dioses. 74
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En su tercer intento, decidió que solamente imaginaría a un hombre en su casa. Se imaginaría a él mismo en su propia casa; luego esta imagen se iría expandiendo lentamente hasta llegar a formar un mundo perfecto. Decidió ocuparse, antes de comenzar a imaginar, de los momentos en que quedaba inconsciente, en que “dormía”. No se complicó: cada vez que se quedara “dormido”, sus creaciones dormirían y se despertarían cuando él lo hiciese. Pasaron varios días, la imaginación avanzaba progresivamente, ya contenía a todo un barrio. De repente, todos los seres imaginarios, todo lo imaginado, desapareció para no volver a aparecer. Elvio dejó de “pensar”, de “imaginar”, se esfumó sin darse cuenta, dejó de existir. Quizás, él formaba parte de la imaginación de otro ser.
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zoóforo Silvia G. Franco
Castelar, Buenos Aires
El día está claro y demasiado frío; a través de los cristales empañados pueden verse desdibujadas las imágenes que la mirada nos devuelve, a veces invertidas, de la vida. Intento esquivar los preconceptos, prefiero juzgar con mis propios sentidos. La puerta no es el límite de mi existencia, o no debería serlo; en el exterior, el frescor, los perfumes, el sol, esplendoroso en su cenit, me atrapan. Nada permite presuponer que, en esta mañana igual a otras, algo especial pudiera acontecer. De repente, un rayo de luz hiriente, vertical, cruza punzante desde el cielo y se clava en la tierra, dividendo en dos la realidad. Aturdida, sin saber qué actitud tomar, ignoro dónde ubicarme. De un lado, la visión aterradora de hombres y vampiros enfrentándose en lucha descarnada paraliza mis movimientos. En principio, no puedo entender lo que sucede. No sé si son los hombres quienes intentan frenar el ataque de los vampiros, o éstos últimos los que tratan de protegerse. A simple vista, los hombres carecen de fuerzas suficientes, están desprovistos de armas y, como sabemos, los vampiros son criaturas casi demoníacas, cuyos filosos colmillos pueden sumirnos en oscuros abismos. Poco a poco comprendo mejor la situación. Los vampiros cambian constantemente de forma y color, confundiendo a sus rivales, que en su afán por liberarse de ellos, se reagrupan y contraatacan. Es una lucha desigual, despareja; por el momento, los hombres no parecen jugarse demasiado. Vestidos de traje y corbata, rechazan los embates tratando de no estropear su vestimenta, ignorando en 76
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apariencia que con esta actitud pueril su suerte está echada. Un paso me distancia de ese mundo, lo suficiente como para no permitirme ser parte de él, aunque soy consciente de mi impotencia. Si no tomo una decisión pronto, el tiempo trasladará el rayo de luz irreversiblemente. Entonces, sin poder evitarlo, quedaré inmersa en el escalofriante escenario. En un segundo, los hombres, quizás, sean presa de los vampiros; eso, no quiero verlo. Mi mirada, al fin, logra desviarse a través del rayo que divide los dos mundos. Del otro lado puedo ver una plaza colmada de personas y animales, confundidos en sus formas y actitudes. Un perro alzado sobres sus dos patas traseras arrastra con una correa invisible a un hombre en cuatro patas. El hombre ladra como perro y agradece, como animal que cree ser, las dádivas que su amo–perro le arroja; de un salto, las atrapa con maestría y mueve feliz su supuesta cola. A pesar de estar rodeados por una multitud, a nadie le molesta esta visión perturbadora. Cuando aún no he podido reponerme de la sorpresa, se acerca de frente un hombre cargando una jaula. La lleva sujeta con la mano, pero debe arrastrarla, porque parece ser muy pesada. Su cara fruncida y transpirada es reflejo del esfuerzo que realiza. Al pasar a mi lado, un impulso repentino me moviliza a apartarme con horror. Dentro de la jaula hay otro hombre. Encerrado, conforme e ignorante de su verdadera condición, mira sorprendido a través de los barrotes y saca afuera sus manos. Sus ojos inexpresivos le restan humanidad. La visión en su conjunto me genera un sentimiento de culpa que no puedo evitar, a pesar de ser ajenos a mí por completo. Creo que no me han visto. De haberlo hecho, se habrían detenido a consolarme, ya que no he podido negarme al llanto. El tiempo, inexorable, no se detiene y el rayo de luz hace su camino con rapidez. Debo decidir pronto antes de que este universo me absorba. Mis ojos, cansados y lacrimosos, se cierran. Al abrirlos puedo ver que en el otro universo la situación ha cambiado radicalmente. Los hombres han sufrido una metamorfosis. Ya nos les interesa preservar sus vestimentas. Les han crecido alas incoloras, resplandecientes, y músculos descomunales. Algunos recitan en voz alta 77
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ciertos versos que ahuyentan a los demonios. Los vampiros eran más frágiles de lo que ellos suponían; ¿y dónde están sus dientes? Al parecer los perdieron al hacerse pequeños, tan pequeños que casi ya no pueden verse. Una bandada de pájaros revolotea amenazante por sobre nuestras cabezas. El rayo de luz me está atravesando. Ya no podré regresar para ver mi mundo a través de los cristales; soy parte de este mundo. Pero debo tener cuidado, porque estoy segura de que los vampiros nunca desaparecen.
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el veintinueve Pablo Gracia Beccar
Banfield, Buenos Aires
Tras dos meses de espera, el llamado de la “Clínica Gerontológica Modelo” nos tomó por sorpresa: por fin había llegado la mañana en que atenderían a mamá. La levanté bien temprano, hubo un rápido desayuno. La abrigué, me puse el sobretodo y partimos. Dudamos entre caminar o tomar un colectivo, pero en tiempos duros siempre nos decidimos por la caminata. Aun cuando no era lejos, los lentos pasos de mamá, y también mis años, nos demoraron. Una multitud se amontonaba en la sala de espera. Retiramos nuestro número, el 28 y, mientras ella tomaba un asiento que le cedieron, fui a Administración a presentar el carnet. Parado frente al mostrador, me volví y le eché un vistazo: pronto se quedaría dormida. Ése era su nuevo achaque, pobrecita: narcolepsia. Apenas se quedaba quieta, se adormecía. Y eso me preocupaba. Al volver, no quise despertarla. Tomé el diario y descubrí con satisfacción el pequeño titular: “Atrapan a la banda de la bolsa”. El caso me indignaba: un grupo de malandrines se dedicaba a estafar a los viejitos con diversas tretas. No podía entender cómo se dejaban embaucar con ilusiones tan mal elaboradas. Quizás el ser incauto constituya una dolencia más con la que nos castiga la vejez. Me consolé pensando que mamá me tenía a mí para protegerla. Antes de seguir leyendo, recorrí con la mirada al resto de los pacientes. Reconocí a doña Mabel, la esposa de don Anselmo, el 79
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verdulero; a doña Amelia, la viuda de enfrente, y acaso vi a don Vittorio, el profesor de piano del barrio, aunque dudé: si era él, se mostraba muy envejecido. A mi lado dormía una ancianita con aspecto de abuela de cuento. En Administración parecían estar todos abocados a sus tareas. Puntualmente, a las siete y media, llamaron al primer paciente. Varios se despertaron con el grito de la enfermera, y les noté la satisfacción: el regreso al hogar se acercaba. Luego, la sala retomó su silencio. El tiempo transcurría lentamente, confirmando que no siempre es igual. Acaricié con cuidado el cabello blanco de mamá: no quería molestarla, necesitaba descansar. Habrían pasado unas quince personas cuando comencé a inquietarme. Los números eran voceados, los viejos se levantaban, arreglaban sus arrugadas ropas, iban hacia la puerta del pasillo de los consultorios… y nunca más se los volvía a ver. Nunca más. Desaparecían. Miré a mi alrededor alarmado. ¿Yo era el único que lo había advertido? En ese instante, hasta el ambiente mismo mutó. El aire escaseaba, las luces perdieron brillo, las caras de los de la Administración ya no eran amistosas: denotaban fastidio, vigilaban. Un enfermero pasó cerca con un aparato desconocido, sospechoso. Intenté razonar: nunca había estado allí, y las esperas son tediosas. Qué frágiles y asustadizos nos volvemos al envejecer. Impaciente, me acerqué sin llamar la atención a la misteriosa puerta. Seguro de encontrar una salida, me puse en puntas de pie y miré hacia adentro, hacia el corredor. Quedé desconcertado: la luz era escasa al final del largo pasillo y propiciaba la duda. Por un momento, alcancé a vislumbrar una puerta de salida en el otro extremo, aunque inmediatamente creí distinguir una sólida pared. No pude llegar a una conclusión definitiva y no quise arriesgarme a que me descubrieran. ¿Había una puerta o una pared? La respuesta amenazó con ser 80
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tan aterradora que debí sostenerme del picaporte cuando me flaquearon las piernas. ¿Y ahora qué hago?, me pregunté aturdido mirando hacia los asientos. Solamente quedaban seis personas; entre ellas, mi madre, la esposa del verdulero, la viuda de enfrente y la abuelita. Y esas caras hoscas de la Administración, que de seguro me habían estado espiando. Comencé a caminar de un lado a otro, debía analizar la situación, proteger a mi madre. ¿Había una puerta o una pared? Tomé conciencia de que mis pasos nerviosos podían llamar la atención. No terminaba de formular este pensamiento cuando se me acercó un enfermero. –¿Qué pasa, amigo, vio un fantasma por allí? ¿Se siente bien? ¿Quiere que lo acompañe a algún lado? ¿Me estaba amenazando? Apenas pude balbucear una respuesta y me alejé rápidamente bajo la mirada torva del personal de Administración. –¿Usted también lo notó? –me preguntó Mabel, la esposa del verdulero, apenas me senté. –¿A qué se refiere? –A que los pacientes no vuelven. –¿No vuelven? –repetí. –No vuelven. Desaparecen. –Bueno…sí. Pero debe haber una explicación sensata. Por eso me asomé al pasillo de los consultorios. –Claro, yo tampoco conozco el lugar. ¿Y qué vio? ¿Alguna puerta trasera, una con el cartel de salida? –No estoy muy seguro –dije con cierta vergüenza, bajando la voz: mi madre se despertaba de a ratos y pegaba el oído–. No lo sé, pude haberme confundido. Había poca luz. Mi vista… los nervios, ¿vio? 81
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–Bueno, joven, no me sorprende –dijo doña Mabel moviendo la cabeza–. Imagino que usted conoce los rumores que circulan sobre esta clínica. Imaginaba bien. El Director de la institución, un doctor alemán con un pasado legendario –o acaso no tanto–, levantó el edificio sobre los restos de una antigua fábrica de vidrio. Su propietario, se comenta, desapareció sin dejar rastro. Pronto circularon infinidad de rumores sobre la clínica y sobre su fundador: experimentos extraños, comportamientos sospechosos. No faltaron quienes incluso descubrieron conspiraciones. Ocupado en el cuidado de mamá y de la casa, nunca presté mucha atención a las habladurías y me mantuve firme frente al murmullo ocioso. ¿Habría sido un error? ¿Tendría razón mamá cuando decía que uno es ciego sólo para lo que no quiere ver? –No voy a negar que acá pasa algo raro –reconocí para ganar tiempo –. Pero permítame decirle que no creo en habladurías. –¿Pero por quién me toma? –dijo doña Mabel, amoscada–. ¿Usted me cree una incauta? –Perdóneme, no fue mi intención. Pero vamos, creer en esos rumores… –A veces pueden ser ciertos, ¿no? –insistió la vecina –. Además, por algún motivo usted se asomó a la puerta. A ver, m' hijo, dígame: ¿adónde se van los pacientes? –No lo sé, doña Mabel. Pero, si usted sospecha algo extraño… ¿por qué no se va? –¿Y perder mi turno? Ni loca. Hace meses que lo espero. Además, en la salita de auxilios ya no atienden… ciertos casos. Por si fuera poco, los rumores sólo hablan de ancianos. ¡Y yo no lo soy! A margen de que, efectivamente, muy anciana no era, la fuerza de su argumentación me dejó pensando. Miré a mamá, que seguía durmiendo. ¡Qué dulce se la veía! Tuve que contener mi ansiedad por llevarla a casa. ¿Puedo ser tan flojo como para doblegarme ante unos chismes ridículos? Admito que, dadas las circunstan82
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cias, quizá fuera sensato retirarnos sin más, pero nosotros también habíamos esperado meses por nuestro turno y, si nos íbamos, quién sabe para cuándo nos darían otro. A mí no me van a engañar como a los viejitos del diario, me dije convencido. –Ahí vienen a llamar a otro –anunció la abuelita de cuento. La miré y me di cuenta de que había escuchado mi conversación con doña Mabel. Por fortuna, mamá seguía en la suya, cabeceando. –Número 24 –gritó la enfermera desde la puerta; por el tono, barrunto que con malicia. Tranquilo, se levantó quien yo suponía que era don Vittorio. Enfiló para la puerta. –Pobrecito –dijo la viuda Amelia, quien se había unido al grupo–. Don Vittorio era tan buen profesor... Mis hijas estudiaron con él, y lo bien que tocan el piano. A mí me dijeron que todo esto es obra de los nuevos vecinos, para que desaparezcamos y les dejemos el barrio libre. ¿Acaso no lo notó usted? No pude más que coincidir. El barrio ya no es lo que solía ser. Resultaba notable cómo había cambiado. Y sí, ahora que lo mencionaba, quedábamos pocos para apreciarlo. Pronto seremos menos, pensé con amargura. Cada vez menos, hasta que no quede ninguno. Observé con recelo a un enfermero que pasó a mi lado y casi me levanto para interpelarlo, pero logré controlar mis impulsos. Cuando volví mi atención al grupo, la viuda ya no estaba. Miré con furia hacia Administración, pero ellos simulaban trabajar. –La llamaron a la viuda –dijo piadosamente Doña Mabel–, y creo que se fue resignada. A lo mejor podrá olvidar a su difunto esposo. La miré desconcertado, aunque no pude menos que maravillarme por la serenidad con que pronunció esas palabras. Dicen que las mujeres sueñan los peligros que acechan a sus seres queridos, y que los hombres lo hacen únicamente con los que se aba83
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ten sobre ellos. Acaso eso explique su tranquilidad y mis nervios incontenibles. Sin sorpresa, le llegó el turno a la misma Mabel. –No se preocupe –me calmó–, yo le voy a avisar. Como le dije, no soy una anciana, no les intereso. En cuanto salga, vuelvo para notificarle que está todo bien, que hay una puerta. Quédese tranquilo. Sólo atiné a pensar cuán coquetas son las mujeres, que ni siquiera frente al peligro develan el sagrado secreto de la edad. Cruzó la puerta sin vacilar. Tenía el número 26. Por razones que aún no logro comprender, en ese mismo instante me prometí que iría a la verdulería para comunicarle a don Anselmo la mala nueva. Tras mirar de reojo a Administración, hice un rápido cálculo: quedábamos –¿faltábamos?– la abuelita de cuento, mi madre y yo. Durante la conversación, me pareció entrever que un anciano se había levantado y marchado sin pronunciar palabra. Y nadie lo había detenido. Con envidia, festejé silenciosamente ese triunfo. Pero yo no me iría por nada del mundo. “¡Veintisiete!”, dispararon desde la puerta. Deben estar apurados, cada vez tardan menos, pensé angustiado. –Bueno, me llegó el turno –dijo la abuelita. Sus palabras sonaron con tanta resignación, me deprimieron. –Suerte –atiné a decirle. –Para mí es lo mismo –me calmó mientras se encaminaba hacia los consultorios–. Yo ya estoy demasiado vieja, mi edad es una exageración. Miré a mamá con una lástima profunda, eterna. Realmente la amaba y apreciaba lo que había hecho por mí durante tantos años, la manera en que me había educado, su amor, su dulzura. Pasaron unos minutos interminables. El miedo me paralizaba. ¿Había una puerta o una pared? “¡Veintiocho!”, gritó la enfermera desde la puerta. Besé a mamá muchas veces, más de las acostumbradas. Ella se levantó y comenzó a caminar con el mismo paso lento que nos había demo84
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rado por la mañana. Creí advertir que los de Administración la miraban con ansiedad. –Nos vemos, cuidate hijito –se despidió. Sus palabras me golpearon sin piedad. ¿Las dijo porque sabía o sólo por costumbre? ¿Había una puerta o una pared? Las piernas se me aflojaron y me senté. No me atreví a abrir la boca, solo a mirarla con cariño. Mis sienes martillaban con desesperación y para contener el temblor de mis manos decidí hundirlas en los bolsillos. Los dedos, trémulos, rozaron un trozo de papel, rectangular, pequeño, áspero. Lo supe al instante. El 29. Miré hacia Administración. Las caras de esos empleaduchos me sonreían, gozando de su innata perversidad. Vi cómo mi madre desaparecía tras la puerta del pasillo. Entonces me levanté decididamente y salí corriendo. A mí no me iban a atrapar esos desgraciados…
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sábado Gonzalo Salesky
Ciudad de Córdoba, Córdoba
Otra vez estaba solo en el comedor. Su esposa y su hija habían partido hacia la ciudad vecina, como todos los sábados al mediodía. Pensó una vez más en la enorme prisa con la que se alejaban de él aquellos días que no trabajaba y se quedaba en casa. Como ya era de costumbre, había organizado su opíparo almuerzo y sus lecturas para el resto del día. Tenía ganas de empezar con Chéjov. Cerró la puerta con llave, le dio de comer al pez y encendió la única hornalla de la cocina que funcionaba bien. Sacó el periódico, la revista escondida detrás del armario, los libros, su cuaderno y sus lápices. Dejó todo sobre la mesa y observó cada objeto en silencio, mientras comía sin masticar. Pronto se dio cuenta de que el cansancio de la semana era más fuerte. Luego de terminar decidió hacer la digestión en su cama y sólo llevó con él unas hojas de papel. Volvió a la vida real con el timbre de su departamento. Hacía unos veinte minutos que dormitaba, entre la vigilia y el sueño. Vestido a medias, se acercó a la mirilla con su ojo izquierdo, sin cerrar el derecho. ¿Su madre? No podía ser... ¿Era ella del otro lado de la puerta? Imposible, había muerto años atrás. No estaba soñando, pero la visión era extraordinariamente vívida. Miró nuevamente y esta vez un rayo de luz negra apuntó a su retina y lo desmayó. Entraron sin violencia. Eran tres. Sentados a la vieja mesa de roble, comían y bromeaban en el mismo idioma que el dueño de casa. De 86
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todas formas, él todavía no llegaba a entenderlos. Les sirvió su segundo plato y cuando terminaron, lo hicieron sentar junto a ellos. Escuchó atentamente los planes que tenían para apropiarse del planeta. Se preguntó cuántos más habría en este momento, intentando lo mismo con otros seres humanos. Sintiéndose cómplice o partícipe, pero sin remordimientos, recordó a su familia y deseó con todas sus fuerzas que se encontrara a salvo. Al menos, su pequeña hija. Antes de despedirlos, se dio cuenta de que había algo nuevo en su mente que le impedía estar en desacuerdo con el plan. Por más que éste implicara muertes, epidemias, secuestros, vigilancia a miembros del gobierno y de los medios… Ni siquiera aparecía el rechazo lógico que en otro tiempo hubiera tenido frente a las horribles imágenes que habían entrado de alguna forma en su cerebro, desde el primer momento. Era incapaz de sentirse mal mientras procesaba esa información. Se fueron y cerró la puerta. Sólo allí tomó conciencia del dolor en los párpados. En el espejo del baño vio sus pupilas dilatadas y sus ojos completamente enrojecidos. ¿Habría sido aquella luz que vio por la mirilla y lo había desmayado quién sabe por cuánto tiempo? Con el miedo de olvidar algún detalle, se sentó y quiso dibujar a los intrusos en su cuaderno pero no pudo. Intentó escribir la fabulosa historia pero le era imposible. Llamó al celular de su hija, al de su esposa –que siempre estaba apagado– y a sus vecinos. Cuando finalmente alguien lo atendió, su garganta no logró emitir un solo sonido. Probó con mensajes de texto pero en cuanto comenzaba a describir lo sucedido una fuerza invisible lo detenía. Lo mismo le sucedió con su computadora. ¿Cómo diablos hacían para doblegar de tal manera su voluntad? Su esposa y su hija volvieron por la noche. Él seguía aterrado pero no pudo referirse al tema de ninguna manera, tal cual lo esperaba. Sólo podía hablar, escribir o comunicar cualquier otra cosa, sin poder mencionar absolutamente nada de su encuentro de ese mediodía. 87
Destellos
Los siguientes sábados por la tarde fueron un calvario para él. Les pedía una y otra vez que no lo dejaran solo, pero ellas… Estaba seguro de que solamente ese día de la semana los extraños volverían para ejecutar la segunda parte del plan. ¿Cómo será? ¿Cuánto tiempo falta? ¿Por quién vendrán primero? Ya no lo recordaba, sólo quedaban en su cabeza vestigios de aquellas imágenes de batallas, asesinatos y enfermedades que los alienígenas le habían permitido conocer. Detalles siniestros que entraban y salían de su mente más allá de su voluntad. Jamás había imaginado la posibilidad de encontrarse con extraterrestres en su propia casa y que éstos fueran así, tan… Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, el temor se alejaba. Poco a poco, todo volvía a la normalidad. Al vigésimo sábado, aquella terrible experiencia se parecía cada vez más a un sueño lejano, difícil de recordar. Despidió a su hija con un abrazo y un beso, y a su esposa con la fría mirada de siempre. Se sentó a comer. A los cinco minutos tocaron la puerta cuatro veces. Era la señal que usaba su familia. Estaban de vuelta, seguramente por algo que habían olvidado. ¿Las llaves o el teléfono? ¿Qué será esta vez? Sin usar la mirilla, abrió y les preguntó qué pasaba, pero ninguna de las dos pudo responder. Se dio cuenta de lo que ocurría cuando vio su mirada. Las pupilas dilatadas, los ojos inyectados en sangre. Su mente en blanco. Ahora, al igual que él, ellas también formaban parte del plan. Y el día para ejecutarlo estaba cada vez más cerca.
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Mundos en Tinieblas
serina nilsdotter Por Martín Makarevicius
Lanús, Buenos Aires
La novia aguardaba impaciente. Se inclinó desde lo alto de la proa, sobre la baranda tubular apoyando su cuerpo. Allí vio a su prometido, estaba registrando el equipaje. Pronto llegaría el momento tan ansiado por ella. Sólo dos días para celebrar la boda sobre cubierta, en medio del mar noruego. Nunca hubiera soñado con algo así, resignó el compartir ese momento con su familia, pero una propuesta tan auténtica y con tanto glamour le fascinó. El transatlántico surcaba las aguas heladas mientras en el salón principal se conmemoraba la ceremonia. Varios amigos de Morten Nilsdotter, el novio, celebraban con frenesí, bebiendo y bailando como si fuera la última fiesta de sus vidas. Llegó el momento del vals con un cuarteto de cuerdas formado por integrantes de la Filarmónica de Luxemburgo. Los compases iniciales enardecían al mas tosco y Anatolia sintió la música penetrar por su piel. El clima íntimo, pero vivo, motivó a todos a rodear la pista central. La novia fue acompañada por el capitán del gran barco y cedió la pieza al novio. Ella sentía abisal emoción, agradeció con lágrimas el preciado momento y bailó sensual, como en sus sueños más profundos. Notó cierta torpeza en Morten, sus pasos eran cortos y trastabillaba. No importaba, el mar y el brillo de la luna reflejado ocultaban cualquier traspié. Luego él, con retraimiento confesó que tuvo una malformación en sus pies y eso le causaba inestabilidad.
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Destellos
Las noches que siguieron en el crucero fueron puro romance y ella por dentro soñaba con un fruto de ese amor tan latente. Después de once días volvieron a sentir tierra firme. Ella con deseo de ver la mansión en la cual compartirían sus días y también ansiosa, nerviosa por conocer al resto de su familia. Conoció a su madre, pura casualidad, acompañando a Morten en viaje a una convención en Polonia. De túnicas y pelo blanco, casi platinado. Su imagen fría y distante le causó algo de temor, como si de una familia real impenetrable se tratara. Del padre nunca tuvo el placer siquiera de verlo en fotos. Sólo unas pocas referencias de Morten quien aduce profundo respeto y adulación. El carruaje los llevó hasta la entrada, de inmediato varios hombres vestidos con sotanas negras tomaron las valijas y condujeron a los nuevos amos a la gran casa. –¿Se visten así siempre? –preguntó Anatolia risueña. Morten sólo gesticuló afirmativamente. Sorprendida y un poco asustada, siguió a su esposo por el parque de entrada quien saludaba a toda la servidumbre, hasta que se detuvo ante el supuesto mayordomo. Hombre alto, de tez pálida y vestido de monje. Anatolia prefirió callar y pidió que la acompañen al cuarto. Una mujer entrada en años y simpática tomó sus maletas y pidió que la siga. Rengueaba notablemente y parecía tener una pierna mucho más corta. Al fin Anatolia se puso a dormir, el viaje desde el puerto fue eterno. Despertó poco antes de la cena, el padre se haría presente, suponía, y se vistió para el evento. Bajó al inmenso comedor, rodeó la mesa y quedó pasmada al ver dos tenebrarios de oro en ambas puntas. Altos y con sus velas encendidas. Se sentía el calor proveniente de ellos y la luz flameaba en el ambiente. No se percató, alguien estaba con ella, giró súbitamente y frente a la mesa una señora anciana, del mismo pelo que le vio a la madre, pero con una sonrisa amplia y amable. Le ofreció la mano y, ni bien tocó su palma fría, la anciana abrió los ojos y dijo: –Será madre, ¿sabe usted? Veo que el viaje ha sido intenso… 90
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Anatolia la miró sin decir palabra y fue en busca de su amado. En la noche no se habló de eso, sentía una extraña felicidad que le permitió sobrellevar la imagen impactante que vio al conocer al padre. El hombre, muy disminuido, estaba en silla de ruedas, sin su pierna y su brazo derecho; era en extremo delgado, raquítica su cara; apenas pudo balbucear algo. –¿Qué le ha pasado a tu padre? Habrá sufrido un grave accidente, pobre hombre… –dijo Anatolia a Morten luego de la velada. –Está entregado, ha donado prácticamente su cuerpo y su vida. Es nuestro ejemplo –comentó pensativo Morten. Anatolia se quedó mirando su expresión y no comprendió bien el sentido de sus palabras. Los meses pasaban rápidamente. El embarazo la llenó de vida y compartía mucho tiempo junto a la anciana, que era una antigua conocida de la familia, con ciertos poderes hechiceros. Su esposo, ocupado día y noche en los campos y en las costumbres religiosas, apenas tenía tiempo libre. Cierta tarde, plagada en hojas de otoño, salió a caminar junto con la hermana de Morten. Adina era su nombre, muy reservada, apenas se muestra en público y siempre enclaustrada en su cuarto. Para Anatolia, esa rara mujer algún misterio oculta. Vestida del cuello a los pies con esas horribles sotanas negras y su pelo, al igual que su rostro, sin arreglo alguno. Entre los árboles deshojados, en un retome empedrado, se sentaron en un banco. Allí se puso en evidencia, su mano derecha no la utiliza en nada. –Tu mano…, la que viste el guante. ¿Le ocurrió algo? –preguntó con tono amable. Adina bajó su rostro y sólo dijo tener un problema congénito, "está atrofiada". Para Anatolia ya eran demasiadas coincidencias. En alguna ocasión observó descalzarse a su esposo notando que sus pies tenían una gran sujeción en la punta, como una extensión ortopédica. 91
"Morten, el padre, la hermana, el ama de llaves, toda la familia sufre de alguna malformación. ¡Santo cielo!, mi bebé podría padecer algo así. ¡Nunca me advirtió sobre esto!", reflexionaba Anatolia preocupada, con un amargor creciente que día a día le quitaba su sueño. Al inicio de la primavera, en una noche estrellada, nació Serina. La madre ansiosa, con esa duda que la martirizó tantas semanas, al fin develó su gran incertidumbre. Si llevaría dentro suyo un heredero deforme o un bebé normal. Levantó su cabeza de inmediato, la matrona y médica de familia alzó a la hermosa beba y se la tendió. Íntegra y preciosa, de ojos azules y con fino cabello castaño. Lloró de alegría. "Tienes que amamantarla muy bien, que en pocos días será bendecida y será la nueva integrante, la más pura de la familia", dijo la madre de Morten. La mañana soleada despertaba con su luz embriagante a Anatolia, giró, la beba recién nacida no estaba junto a ella; ni Morten ni nadie. Salió corriendo a la sala principal, escuchó llantos fortísimos, como nunca se los había escuchado, corrió al cuarto y se abalanzó. Estaba allí, dentro de una gran cuna negra. Cuando vio que Serina estaba con su brazo amputado, con su gran herida cocida entre gasas sangrantes y un fuerte olor a desinfectante quiso matar a todos. Gritó, aulló e insultó a voz alzada. Detrás de ella, la anciana, su consejera y amiga, miraba sin pestañar con guantes y barbijo. Anatolia se agachó rendida y repleta de llanto. La matrona dijo con voz suave y tranquila: –Estará bien, ella es una elegida y podrá sobrevivir a esa herida. Ahora es una más de nuestra familia. Su bracito te salvará.
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tercera parte
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seis puertas antes de adela Noelia Antonietta
Bell Ville, Córdoba
Había un improvisado altar en cuya tarima un dios sincrético, entre hindú y cristiano, soportaba sobre los hombros varios rosarios. No me asustó, ni siquiera me sorprendió, ella me había hablado de su presencia. Haciendo caso omiso de sus instrucciones, las cuales consistían en ingresar hasta el fondo sin llamar, golpeé la segunda puerta con los nudillos. Me había descrito seis puertas, las cuales yo debía trasponer sin vacilación hasta dar con una sala pintada de azul en la que me esperaría, sentada ante la misma computadora mediante la cual me había conocido. –Adela… –llamé, inútilmente, todavía con cinco puertas por delante. Abrí y crucé la segunda. Ante mis ojos se reveló una sala pulcra de grandes ventanas, completamente vacía. Mis pasos arrancaban ecos abovedados del suelo de cerámicos. Llegué hasta la otra puerta, la tercera. Mi ansiedad establecía una dependencia absoluta con el miedo, como rémora en boca de tiburón. Las sensaciones encontradas, una que pujaba por avanzar y otra que me infundía cobardía, se mezclaban y formaban un amasijo confuso que pugnaba por constreñirme la garganta. Me había hablado minuciosamente sobre sus exóticas devociones, por tanto tampoco me extrañó, tras la tercera puerta, divisar un enorme pentagrama de trazado azul eléctrico sobre el techo de la habitación. Quería tanto tenerla entre mis brazos. Estaba seguro de que nuestra relación había logrado burlar los límites virtuales. Sentía que la conocía desde siempre, que a pesar de que iba a su 95
Epitafios
primer encuentro la tenía diluida en mi propia sangre, parte de mí mismo a la que retornaba para completarme. Atravesé la cuarta puerta, anhelante. Descubrí música oriental, aroma de sándalo y un papel, el bosquejo impreciso de un área que semejaba al mapa de un tesoro. Era un plano de la propiedad y, con una cruz roja, estaba señalado el sitio exacto donde me hallaba parado. En letras pequeñas se leía mi nombre. Adela tenía esas costumbres, ese comportamiento lúdico y, por momentos, extravagante. Decidido a llegar hasta el final, me detuve en seco frente a la advertencia de la quinta puerta. En descuidada letra masculina decía: Toque. Toqué. El papelito adherido, quién sabe mediante qué tipo de pegatina, se desprendió y dejó ver un segundo y final aviso: Ahora sí, pase. Deduje entonces que, desde allí, desde la quinta y penúltima puerta, ella podía escucharme. Los golpes le acusarían mi llegada, mi cercanía; le darían el tiempo necesario para echarse un sobretodo rojo sobre la piel desnuda, de aplicarse labial carmín, de calzarse tacones tipo stiletto o de esparcirse alguna fragancia. Me aguardaría ataviada de elegante pero simple pieza de noche, propicia tanto para cena como para baile. Tardé un momento en decidirme, pues, a pesar de haberme tomado un taxi hasta allí y de haberme calado hondo el amor por nueve platónicos meses, una suerte de incertidumbre me cosquilleaba en el vientre, una clase de profético temor. Para evitarla sólo tenía que retirarme a tiempo. Pero eso es lo que venía yo haciendo desde hacía años: retirarme a tiempo; lo cual sólo me había deparado una soledad perversa que me condenaba a los soliloquios. En la última entrada pendía una nota con idéntica caligrafía que la anterior: Pase. Reparé en lo mucho que me inquietaba que Adela no me tuteara. Todos estos meses tuteándome y ahora este retraimiento. Lo adjudiqué al nerviosismo. Quizás, al igual que yo, estuviera ella preguntándose si yo correspondería con exactitud al concepto que se había formado de mí durante todo este 96
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tiempo; la decepción es un bicho taimado al que muchos tememos. Decía Pase y junté valor. Hice acopio de todas mis fuerzas y empuñé el pomo de la puerta. Nada. Paradójicamente, estaba cerrada y, agachándome para espiar por entre la cerradura, pude verificar que del otro lado la llave estaba puesta. Toqué y llamé, también me acomodé el cabello. En ese momento, un alarido desgarrador retumbó en la sala contigua y me estremeció profundamente. Grité su nombre muchas veces y agarré la puerta a empellones. Alguien deslizó una hoja por debajo, que decía: Deje de empujar, gracias. Con los nervios alterados y tiritando, hice caso. El miedo surte un insólito efecto de obediencia. Alguien del otro lado tenía el timón, y no era Adela. Me quedé estático, como esperando instrucciones. Pero no tuve más directivas. Un disparo y un perro que comenzaba a aullar fueron las únicas espeluznantes señales. –¿Adela? ¿Adela? –tartamudeé, pero no respondieron. Las garras del animal, ansioso por salir, rascaban la puerta insistentemente–. ¿Estás ahí, Adela? ¿Esto es un juego? El perro, al oír mi voz, puso énfasis en su lastimero aullido y en el rascado de la madera. ¿Sería Toby, su carismático caniche, aquel que tantas veces había visto mediante la webcam? Una voz masculina entablaba un diálogo. Estaría comunicándose con alguien por teléfono. No llegaba a descifrar lo que decía, pero oí muy claro cuando colgó el auricular y destrabó la cerradura. Vacilé ante la puerta sin llave, franqueable ahora. Conté hasta tres conteniendo las ganas de sucumbir al miedo y darme a la fuga, y empujé la puerta. Era una amplia habitación cuya única ventana estaba provista de gruesas e inaccesibles rejas. El perrito me vino al encuentro, saltándome. En efecto, era Toby. En contra de una de las paredes había una mesa rectangular de escritorio con una notebook sobre la cual reposaba la cabeza enrulada de Adela. Su cuerpo, tirado así en contra del mueble, parecía laxo y endeble. Me aproximé, en vilo, a tientas como un ciego, temblando como si hiciera frío. El corazón me palpitaba desbocado y me retumbaba en los oídos. 97
Epitafios
Estaba muerta. Sus cabellos rojos y encrespados combinaban y camuflaban la sangre, sólo visible en la cercanía. La toqué, giré su cabeza, miré sus ojos abiertos en un rictus de terror y sorpresa. Era ella. El diálogo en su ventana de Messenger exponía nuestros cariñosos cumplidos, nuestra cursilería. Pero había un hecho insoslayable: la charla acababa antes de anunciarme la dirección de la casa. Aterrado, con las piernas débiles y la mente embrollada, busqué el arma. No la encontré por ningún lado. Di vueltas el lugar y espié tras la ventana, alguien podía haberla arrojado… Había una nota final en la ventana. Postdata: Huye de tu crimen, decía. ¿Iban a asesinarme? ¿Por qué? No, no tenía sentido. Antes que pudiera siquiera traspasar la puerta y desandar el camino hecho, una patrulla me dio alcance. Me tumbaron al piso, me leyeron los derechos, me esposaron y me ordenaron callar, por mi bien. Las únicas huellas que hallaron en el lugar correspondieron a las mías y a las de la víctima. Mi testimonio quedó desacreditado por la imposibilidad de escape del presunto asesino, pues las rejas estaban intactas y en la única puerta me hallaba yo, indeciso de cruzar. El arma nunca fue encontrada y la dinámica de la bala descartaba el suicidio. En vano me afané en contarles de la existencia de las vidas pasadas y del karma negativo que pesaba sobre su lindo espíritu; de un novio celoso que había muerto hace años, que la custodiaba y amedrentaba; de una sesión de espiritismo que había tenido lugar en el recibidor y que había dejado como saldo un huésped indeseable; de la invocación equívoca a un demonio arameo que nunca terminaron de exorcizar; ni de aquel espectro parásito que se le colgaba a las espaldas y me vituperaba cada vez que ella activaba la cámara web para que yo la viera.
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Mundos en Tinieblas
el niño en la noche Ernesto Parrilla
Villa Constitución, Santa Fe
La imagen acuciante del niño acercándose, envuelto tan sólo en una sábana blanca motivó los primeros gritos de pánico entre la gente que aquella noche estaba apostada en las mesas exteriores del bar ubicado sobre la avenida. Pero no era sólo la estampa solitaria del pequeño de ocho o nueve años, avanzando por el medio de la calle apenas iluminada por las luces del alumbrado público. Difícil sería explicar con palabras lo que aquellas decenas de personas vieron con las miradas algo turbias por la cerveza y el cansancio de un largo día. Había algo más que la escuálida y frágil figura caminando con paso lento y la vista perdida. Era la sábana blanca que por momentos perdía su virginidad inmaculada en enormes manchas de tinte rojo, que no podía ser otra cosa que sangre. Eran los pies descalzos, sucios de barro al igual que las rodillas. Pero sobre todo, era aquello que traía sosteniendo en su pequeña mano derecha, como si fuese un bolso. Aquella cabeza humana, chorreando sangre de donde uno se imaginaba daría continuidad al cuello, mostrando los ojos abiertos y desorbitados, la boca en un rictus de horror y el cabello revuelto y bañado también en sangre. Fue entonces que los gritos dieron lugar a la estampida, a las sillas cayendo contra el suelo y más de una mesa dándose vuelta y derrumbándose sobre la vereda, golpeando piernas que querían escapar a toda velocidad.
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Epitafios
Y allí impávido, sin posibilidad alguna de mover un solo músculo, quedé yo. Las dos chicas que había conocido en un pub cercano y que me acompañaban a la mesa, desaparecieron en un cerrar y abrir de ojos. En la huida dejaron caer sus vasos por lo que la cerveza recorrió la superficie de plástico en dirección a mis piernas, sobre las cuales, como un minúsculo salto, terminó derramándose. Ni siquiera el frío líquido empapando mis pantalones logró sacarme el embrujo que la imagen de ese niño viniendo hacia donde estaba, obraba sobre mí. A medida que sus pasos lo acercaban, los detalles eran más nítidos y el horror más latente. Sus infantiles dedos aferraban el cabello de esa cabeza decapitada con fuerza y la escena se me hacía de pesadilla. Deseaba desviar la mirada, pero entonces mis ojos se posaban sobre las manchas de sangre y de allí saltaban a ese rostro inocente aún cubierto por la penumbra de la noche, haciendo imposible ver sus rasgos, arriesgar un indicio de locura o miedo en su semblante. Me di cuenta sin observar alrededor que estaba solo. Que la macabra compañía de ese niño era toda para mí. Ahora más cerca, podía incluso oír el ruido de sus pies al rozar el pavimento. El sonido de las gotas de sangre al estrellarse pausadamente sobre el suelo. Pero más nítido que otros sonidos, el jadeo del niño. Por Dios, ese sonido... Y de pronto sus ojos se posaron en los míos y me di cuenta que no avanzaba más por el medio de la calle, sino que se había desviado en mi dirección. Subió la vereda y llegó a altura de las primeras mesas, a unos diez metros de donde estaba. Una de las sillas caídas enganchó la sábana y donde debía estar su cuerpo desnudo y frágil, solo había cicatrices y gusanos y la cabeza, aquella que sostenía su pequeña mano derecha no era otra que mi rostro, tan solo el rostro, porque había sido decapitado... Desperté temblando y sintiéndome enfermo. 100
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Agitado. Casi sin poder respirar. Mi cuerpo estaba mojado de pies a cabeza. Instintivamente me llevé la mano al cuello. Lo palpé y más allá de la humedad, no encontré nada fuera de lo normal. Miré a mi lado y mi esposa dormía bajo las sábanas. Tragué saliva. Hubiese dado todo por un vaso de agua, pero no acostumbraba a llevar uno a la mesa de luz al acostarme. Y en ese momento, aunque sonara infantil, no me sentía seguro como para ir en la oscuridad hasta la cocina. Estaba aún aterrado por esa pesadilla. De solo pensar en ella se me erizaba la piel. Estaba seguro que tardaría días en olvidar esos detalles tan macabros. Me pasé la mano por la cara. Lo único que deseaba era acurrucarme en la cama, con las sábanas hasta la cabeza y dormirme de inmediato. Entonces escuché los golpes. Eran más bien golpecitos. Venían del ventanal del lado de mi mujer. Llevé mi vista hasta allí, temeroso. Ahogué un grito pero por instinto, porque luego comencé a gritar sin reparo. La fina cortina impedía la vista, pero el contorno que me dejaba entrever era claro, determinante, agobiante: la imagen de un niño, de ocho o nueve años, parado del lado de afuera sosteniendo una cabeza decapitada y envuelto en lo que parecía ser, una sábana blanca. Y no cesaba de golpear la ventana, porque quería entrar. Hice un esfuerzo por controlarme y zamarree a mi mujer por la espalda, para que se despertara. Pero fue para peor. La sábana que la tapaba se descorrió y una mancha de sangre ocupaba el lugar de su cabeza. Salté hacia atrás y caí de la cama. Aún escuchaba los golpes cuando el mundo comenzó a ponerse oscuro, muy oscuro... Mañana es la sentencia. Nadie cree mi historia. Me he resignado a que sea así. El niño vuelve de vez en cuando en pesadillas, pero aún no he podido descubrir quién es.
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Epitafios
la última cena Mariano A. Rivero
Ciudad de Buenos Aires
Jorge bebió el último sorbo de vino de aquella copa y exhaló un suspiro de satisfacción. No pudo dejar de sonreírse ante aquella idea, el “último” sorbo. –¿De qué te reís? ¿Te causa gracia? –No, Jorge, me estaba acordando de algo. Sirvo el postre, ¿te parece? Levantó los platos mientras evitaba su brazo grueso que trataba de asirla de la cintura. Estaba completamente ebrio. Ella sólo se había servido media copa de aquel tinto que él había insistido en traer, un cabernet sacado de la góndola de algún supermercado que no le habría costado más de 20 o 25 pesos. El resto de la botella se la había bajado él sólo. Lo miró desde la cocina, mientras ponía los platos en la pileta. Un verdadero simio. La mandíbula ancha y prominente, las orejas grandes, los brazos robustos y peludos. Usaba la camisa abierta y las mangas enrolladas, como orgulloso de mostrar tanto pelo. –Te pasaste con el morfi, Laurita. Un manjar. –Gracias, me esforcé mucho. Esperá a probar el postre. Sacó de la heladera una fuente de vidrio y la apoyo sobre la mesada. Lo miró por encima del hombro y le sonrió con picardía. En la oficina le decían “Oso”. Hacía un año que trabajaba ahí y ya había invitado a salir a la mitad del personal femenino. Presumía de las horas que pasaba en el gimnasio y se prendía en cada partido de futbol que se organizaba los jueves, o los viernes a la noche. 102
Mundos en Tinieblas
Ella estaba acostumbrada a que la miraran, pero su puesto como secretaria de la presidencia la mantenía en una posición que la había preservado de invitaciones suicidas. El miércoles anterior habían coincidido en el ascensor rumbo a la planta baja. –Qué rico perfume, Laurita, es el último de Kenzo, ¿no? Te queda bárbaro. –Parece que sabes de perfumes vos. Te lo tenías calladito –le contestó mirándolo de reojo. –Sé un montón de cosas, Laurita, el día que salgamos a tomar algo te puedo mostrar… Se había prometido no recaer en el tema con compañeros de trabajo. La última vez había sido un problema. Fue en un estudio de abogacía, el tipo resultó ser casado y cuando no apareció al día siguiente se armó un escándalo. Se decía que se había escapado con plata de un juicio, que lo habían secuestrado, que había abandonado su la mujer. El día que la policía estuvo haciendo preguntas se juró no volver a meterse con compañeros de trabajo. ¿Qué necesidad había? En cualquier bar podía conseguir todos los hombres que quisiera. A veces con sentarse en el banco de una plaza alcanzaba para que alguno se acercara a jugarse una ficha. Tuvo por un momento el recuerdo de Ariel, aquel chico tan simpático que había conocido en la cola del hiper y que la había hecho reír tanto. Dudó un segundo antes de matarlo, ella también era débil al fin y al cabo, y en esa duda él trató de escapar. Todo termino en un maldito enchastre y tuvo que cambiar la alfombra del living porque no hubo nada que sacara la sangre. –Terminó el cd este. ¿Tenés algo de Arjona? Yo soy fan de la música romántica. –Fijate que ahí debo tener algo, poné lo que vos quieras, Jorge, como si estuvieras en tu casa. Cortó un buen pedazo de tiramisú y lo acomodó en el medio de un delicado plato para postres, con la cobertura de chocolate dibujó un firulete alrededor. Jorge puso un cd de Alejandro Sanz, y se asomó a la ventana. Buscaba el aire de un séptimo piso que lo des103
Epitafios
pabilara un poco, quizás estaba más ebrio de lo que pensaba. Ahora que lo pienso tendría que cerrar esa ventana. Después del asunto con el abogado se había ido a vivir a zona norte. Consiguió un pequeño dúplex por Beccar y por un tiempo no hizo nada. Luego conoció a aquel instructor de Tae bo en el gimnasio, un tipo hermoso por donde lo mirara. Se había querido poner serio y hasta le mandó flores a la casa. La noche que la llevó a cenar al Tigre le habló de sus viejos, de su infancia en Avellaneda, de su sueño de tener su gimnasio propio. Después ella lo convenció de pasear por la costanera, lejos de las luces y de la gente. Tomados de la mano le dejó decir que esa era la noche más especial que había pasado en los últimos años. El agua del río limpió la sangre de su boca y de sus manos y se llevó las sobras. Matar afuera era un riesgo, pero la adrenalina lo hacía una experiencia especial. Sí, había sido una noche rara. –¿Te ayudo? –No, sentate, ya está listo. El Oso acertó al tiramisú con la cucharita al segundo intento. La noche era un completo fiasco hasta el momento. El tipo era más aburrido de lo que ella se imaginaba, sólo hablaba de él, de su auto y de su perro. “Es una suerte que nunca más lo voy a volver a ver”, pensó. –Esto está riquísimo flaca, te salió buenísimo. Sos una diosa, y encima cocinas como los dioses. Si seguís así me vas a hacer acordar a mi vieja. ¡Pero qué pelotudo! –Dale, Jorgito, ¿siempre sos tan chamuyero? Ya te invité a cenar, ¿donde más me querés llevar que me seguís verseando? El Oso se sonrió, sin saber qué contestar. Encima el alcohol le mezclaba las ideas. Pobre tipo. Inhaló una larga bocanada de aire y sintió cómo la temperatura bajaba varios grados a su alrededor. Tuvo la familiar sensación de que se le erizaba la piel de los brazos y de la espalda. –Decime, Jorge, ¿qué fue lo primero que pensaste hoy cuando te despertaste? 104
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El Oso levantó la vista de su plato con una enorme sonrisa boba plantada en su cara. –En vos corazón, obvio. La luz pareció volverse más tenue a medida que las sombras iban abandonando los rincones de aquel departamento y se estiraban sobre las paredes. –Te estoy hablando en serio Jorge. –Ya no había dulzura ni coqueteo en su voz, el juego estaba llegando a su fin–. Necesito que te concentres, esto es importante. La miró contrariado. ¿Qué le pasaba a esta mina? Primero gato infernal y ahora lo cagaba a pedos como si fuera la madre. Y encima de golpe hacía un frío bárbaro. ¿Estaría prendido el aire? Lo buscó con la mirada y entonces notó que estaban prácticamente a oscuras. Sombras danzantes iban y venían por las paredes como si hubiera velas prendidas. “Sonamos, se cortó la luz”. Laura no parecía haberse dado cuenta. Lo miraba desde el otro lado de la mesa, todavía seria. “Me parece que esta mina es una loca, yo mejor me las tomo”, pensó, mientras empujaba la silla para atrás y trataba de incorporarse. Ese vino de mierda que no lo dejaba pensar, tampoco lo dejaba pararse. –¿Adónde vas, Oso?, si la cena todavía no terminó. Sintió su voz en un susurro, justo detrás de su oreja. Se volteó acuciado por una sensación de miedo desconocida para él. Sólo veía oscuridad, una gran fosa negra abierta frente a su cara, un pozo de tinieblas sin fin. –¿Laurita? ¿Qué onda? ¿Está todo bien? Se inclinó hacía adelante y sumergió la cabeza tras los densos y pesados velos de oscuridad. Vino barato, fue lo último que pensó. Luego la gran boca se cerró, y ya no pensó en nada. Laura cargó otro balde con agua. Se había puesto sus shorts y una vieja camiseta y fregaba el piso del living descalza. Carraspeo nuevamente, sabía que era por los pelos de ese orangután, pero por la mañana la incómoda sensación ya se habría marchado. Se 105
Epitafios
preguntó cómo harían las demás chicas de la oficina: conocer un hombre, casarse, tener hijos. Todo eso a ella le parecía tan distante. “Ya no hay hombres”, pensó, y escurrió un trapo de piso teñido de rojo.
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cuentan las malas lenguas que fue verdad Atilio Amerio
Chajarí, Entre Ríos
Lloraba Floreal Moreira, recostado en la mesa del bar “El lapacho” la muerte de su amigo Ignacio Fonseca acontecida días atrás, luego de una abundante ingesta de empanadas picantes y vino que le taladró el alma. Lloraba desconsolado, recordando otros tiempos, otros meses de antiguas épocas cuando compartían juntos las siestas de verano cazando palomas a puro gomerazo. El pueblo ya no sería el mismo sin Ignacio. Floreal estaba convencido de que, junto con su hermano del alma, una parte de él también había partido. Iba por la sexta ginebra cuando en la mesa de al lado se acomodaron los primos “Tapón” Gigena y “Macuco” Grillo, los dos solteros más alegres de “Pueblo Corá”, dispuestos a tomarse unas cervecitas antes de partir hacia el baile en el boliche de Montiel. Fue verlo al Gringo Moreira llorar y maldecir con la cara entre las manos, suficiente para que una chispa de maldad iluminara sus mentes inquietas. La fama de chistosos de Tapón y Macuco les había granjeado, entre los habitantes del pueblo, enorme prestigio y temor (por partes iguales). Caer víctima de sus terribles bromas, muchas de ellas bien pesadas, causaba el espanto de locales y forasteros. Los primos cruzaron una mirada sagaz, y sin mediar palabra fueron a sentarse a la mesa del doliente anciano. –¿Y qué le anda pasando, don Moreira? Floreal, ahogado en lágrimas, carraspeó varias veces antes de articular palabra. 107
Epitafios
–Mi amigo… mi hermano… el Nacho… se fue, para siempre. –¿El Nacho Fonseca? –Fingió sorpresa–. ¿Y ‘ande se fue? –Partió de este mundo… ya es difunto… A esa altura de la conversación, los cerebros de los primos ya habían pergeñado la que sería su obra maestra, el punto culminante de sus vidas bufonas; algo de lo que se seguiría hablando durante décadas en “Pueblo Corá” y la región. Y que hoy inspira estas líneas. –Na pue’ ser, don Moreira… que se va ir, si yo mismito le’ visto ayer, por la asfaltada… saludado por todo el mundo, ‘taba feliz, chocho ‘e la vida… El Gringo Floreal, hombre de pocas palabras y puñal impaciente, quiso hacer frente al comentario de mal gusto de Tapón Gigena. –¡Pero qué decís, imberbe irrespetuoso! –Y manoteó la faca que llevaba a la cintura. Macuco intervino para apaciguar el ánimo de aquel hombre quebrado y alcoholizado, al borde de cometer cualquier locura. –¡Pare, pare, don Moreira! Mi primo no quiso burlarse de usté’, le dijo la verdá’… Es cierto, yo también le vi, llevaba puesta la pilcha de domingo y el sombrero de ala ancha… Floreal quedó paralizado. La mirada seria y fija de los muchachos lo hizo dudar. Había estado bebiendo y llorando durante los dos últimos días, los pensamientos no eran claros, la ginebra le nublaba el entendimiento. Provocó un movimiento brusco como para rebelarse, pero de nuevo Macuco lo frenó y con un gesto amable lo hizo sentar nuevamente. Largo silencio. Hasta que el Gringo Moreira habló. –Demuestrenló, babiecas… Demuestren lo que dicen, y si no llega a ser cierto, ahí sí que se las verán conmigo. El “Tapón” Gigena sonrió complacido y fue por más. –Hagamos una apuesta, don Floreal. ¿Cuánto se juega a que vamo’ con mi primo a buscarseló al Nacho y le traemo’ acá, pa’ que usté’ le vea con sus propios ojo? ¿Cuánto se juega, pué…? 108
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El viejo, dubitativo, parpadeó varias veces para aclarar la vista. No daba crédito a lo que escuchaba. Ellos sostenían con firmeza lo que decían. –Nada, no pienso apostar nada. Con que me traigan a mi amigo, para mí, es suficiente recompensa… No quiero nada de ustedes. –Nosotro’ capaz que le jugamo’ una cervecita… –Rieron tímidamente Tapón y Macuco. Estrecharon sus manos, los primos y el Gringo Floreal Moreira. Salieron del bar y en la vereda acordaron los detalles. –Mañana a las diez ‘e la noche le traemo’ al Nacho aquí, y le sentamo’ a su lado. Ya va’ ver que no le cuenteamos… –Hecho. “Macuco” Grillo y “Tapón” Gigena se escurrieron entre las callejas estivales y polvorientas. Moreira volvió a entrar en el bar, a sentarse a la mesa y continuar con su ronda fúnebre de ginebras y de lágrimas. A la hora señalada el bar estaba vacío. Raro para ser sábado. Floreal Moreira entró y buscó a los primos, no estaban. “Botarates”, pensó para adentro. Sobre su mesa de siempre encontró el porrón de ginebra, dos vasos y una nota mal escrita. Ni siquiera el “Pardo” Ruiz, el bolichero, andaba por ahí. Encendió una luz para aplacar la oscuridad, sacó los anteojos de leer de cerca y aproximó el papel a la cara: “Acá estoi, ermano, esperandoté. Bamo a tomarnos algo y holvidarno de lo problemas”. Leyó dos veces las líneas, levantó la mirada y ahogó un grito de espanto. Enfrente de él estaba sentado su amigo, el “Nacho” Fonseca, blanco como la luna y duro como el mármol, con su sombrero de ala ancha. Los primos le ganaron la apuesta pero, por pudor, nunca quisieron cobrársela.
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Epitafios
réquiem Leandro Kreitz
Bahía Blanca, Buenos Aires
Por primera vez en los cuatro años que llevaban de novios, Jessica estaba verdaderamente incómoda en presencia de Paco. Cuando dio vuelta la cara, con la intención de apartarla de su mirada extraviada, tan extraña en él, se topó con un brillante rayo de luna que se proyectaba a través de la ventana. Aunque las dos hojas de la ventana estaban cerradas, el halo plateado pareció fluctuar a sus pies, como una cortina a merced de la brisa. Jessica sabía que eso era imposible, y supuso que un pájaro se había cruzado al otro lado de la ventana, proyectando su sombra. –¿Por qué no dejás de una vez esa puta guitarra? –espetó con voz ronca. Paco la miró profundamente. Una sonrisa siniestra usurpaba sus labios resecos. Los dedos acariciaron toda la longitud del mástil en un gesto demasiado sugestivo, casi obsceno. Se detuvieron entre el segundo y tercer traste, componiendo un re menor. Paco rasgueó las primeras cuatro cuerdas en sentido invertido; la caricia de la púa sobre las cuerdas de metal generó un tañido plañidero, como el lamento de las almas en el purgatorio. A la luz vacilante de las velas, los ojos de Paco relumbraban con la abrumadora intensidad del infierno. Jessica desistió, confiando en que su rostro le transmitiría a Paco ese sentimiento de decepcionada consternación que se apoderaba de ella a pasos agigantados. 110
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Una secuencia de arpegios tristes y decadentes, ejecutados con el denuedo del talento bruto, echó tierra sobre sus ilusiones. Cuando las luces se apagaron, hacía ya un buen rato, por lo menos cuarenta minutos, lo primero que había captado la mente de Jessica fue “sexo desenfrenado”; pero, antes de que pudiera proponérselo a Paco, la guitarra ya descansaba sobre su pierna izquierda. El lugar que le correspondía a ella. "Esa maldita guitarra", pensó. ¡Cuánto se arrepentía de habérsela regalado! El instrumento en cuestión era una elegante guitarra de luthier, sin marcas pero con muchos detalles y adornos distintivos. Jessi había pensado que era una verdadera ganga por la relación precio–calidad. Ahora sabía por qué. Sentía que había regalado a su novio algo más que un instrumento, algo capaz de reemplazarla a ella. ¡Si hasta le había comprado una funda de cuero para que la sacara a pasear! Pero no eran celos lo que la molestaba. Jessica contemplaba el cuerpo negro de la guitarra, de una intensidad profunda, indescriptible. El resplandor vacilante de las llamas se proyectaba sobre la superficie lacada, produciendo un efecto fluctuante, que recordaba a la representación abisal de un agujero negro. El mástil estaba confeccionado en madera clara, del color del hueso. Los trastes estaban marcados por pequeños círculos de plata; en su interior, de manera intermitente, parecían asomar rostros, como si fueran pequeñas ventanas de una prisión. A Jessica le recordó el extraño fenómeno que presenció en la ventana. Pero lo más interesante de todo era el clavijero, que emulaba una mano esquelética, de una belleza abrumadora, delicada y perturbadora. Una mano extraña, compuesta por seis dedos, ubicados en una posición que parecía reclamar una dádiva. Desde el interior de la caja, vista a través de la boca, impresa sobre la cara interna de la tapa trasera y sumida en la apabullante intensidad del interior, una calavera blanca lucía su sonrisa descarnada, una imagen tan aterradora que Jessica se sentía al borde de la cornisa que descolla sobre las infinitas mareas de la locura. El rostro 111
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macilento le dedicaba gestos terribles, obscenos y alucinantes a un tiempo. La calavera parecía flotar en el centro de la boca, detrás de las cuerdas, como la enorme cabeza del gran Mago de Oz. Salvo por el hecho de que la calavera gozaba de un poder real. Al levantar la cabeza y clavar la mirada en los ojos de su novio Paco, Jessica sintió que le arrancaban un grito de terror absoluto a través de la garganta, que se alzó violentamente contra la quietud de la noche, planeando desgarradoramente a través de la tensa atmósfera, hasta que finalmente se crispó en una nota desolada y se quebró antes de extinguirse frente a ella. Donde antes encontraba el acostumbrado azul intenso de las pupilas de Paco, perfectas y lisas, resplandecientes como el cielo en una mañana clara, Jessica percibió una negrura insondable que le vació el alma en un suspiro. Como un agujero negro. El rostro de Jessica se crispó en una mueca que reflejaba un horror indescriptible. Desvió la vista al percibir un movimiento furtivo sobre el mástil de hueso. Los rostros detrás de las pequeñas reclusas de plata aullaban a todo pulmón; le daban la bienvenida. A Jessica le pareció distinguir el perfil de un guitarrista negro que lucía un extravagante peinado afro, tocado por una cinta de color en la cabeza, haciéndole gestos. Pero no le prestó atención a la diminuta figura; ella estaba concentrada en otra cosa. La mano de Paco, la izquierda, intentaba ejecutar un acorde imposible. Tenía los dedos estirados, cada uno separado por tres centímetros, ubicados en una cejilla horripilante. Ante la mirada horrorizada de Jessica, la carne entre los dedos índice y medio se rasgó como una costura sangrante. Del hueco comenzó emerger el extremo de un dedo descarnado. La yema del pulgar asomaba por la parte superior del mástil, enmudeciendo la sexta cuerda. La sangre brotaba de la carne lacerada con la morbosa intensidad de un surgente, chorreando a lo largo del brazo de Paco. Bajo la manga de su camiseta se estaba acumulando una buena cantidad de sangre, espesa y oscura, que finalmente se desbordó y fue a formar un charco en el suelo, entre los pies de Paco, 112
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salpicándole las zapatillas de lona blanca con punteras de goma. Parte del fluido se filtró por el interior de la manga, descendió hasta el codo y comenzó a formar una mancha oscura que crecía constantemente. Jessica no podía seguir soportando el horror que se desplegaba ante sus ojos. Apretando bien fuerte los párpados, se llevó las manos al rostro para hundirlo en ellas. Desde el interior de la guitarra llegaba el cloqueo de la calavera riéndose a carcajadas. Lo último que vio Jessica fue aquella mano espantosa, con seis dedos, de los cuales uno era un increíble hueso descarnado que había emergido de la carne como por arte de magia, ampliando el limitado rango de alcance digital de Paco, ejecutando un acorde tan antinatural como la mano misma. Jessica percibía el tenue resplandor de las velas, intentando filtrarse a través de la membrana de sus párpados, generando la sensación de que estaba encerrada en un cruento infierno de cavidades intrauterinas. De repente, el sonido se tornó absoluto y perturbadoramente intenso. Un soplo de aire mudo alcanzó las llamas, sumiendo la habitación en una penetrante negrura. La calavera también guardaba un ominoso silencio. Lo último que percibió el cuerpo de Jessica fue el sonido imposible de aquel acorde desgarrador, interpretado una única y certera vez, antes de que los cuerpos sin vida de los dos adolescentes se desplomaran, uno sobre otro, entre las dos sillas de la cocina. Pero el instrumento había desaparecido, dejando su eterno mensaje grabado con sangre. La muerte siente predilección por los músicos.
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Epitafios
retratos del abuelo Eliana Alejandra Ferreyra
Ciudad de Mendoza, Mendoza
No alcancé a conocer a mi abuelo Augusto, pero llevo su nombre. Supe, por mi abuela que él era diecinueve años mayor que ella, y que había contraído matrimonio dos veces. Con su primera esposa (que falleció joven) no consiguió tener hijos. Más tarde, y por relatos de mi madre (cuando le ataca la locura, y habla sistemáticamente pestes de la familia de mi padre), supe también que varios muebles que tenía mi abuela (segunda esposa) habían sido de su consorte anterior. Frente a la curiosidad, pregunté por esa mujer a varios familiares; sin embargo, aparecía la historia recurrente, que simplemente decía; “que era mucho mayor a mi abuela”. No obtuve más datos. En el año 1990, mis padres ampliaron la casa al punto de no poder habitarse durante el tiempo de remodelación. Como éramos cinco hermanos, mi madre decidió llevarnos por veinte días a la casa de fin de semana, en un bellísimo paisaje montañoso de San Rafael. Allí me aburría como un hongo y ejercía el básico arte de pelear con mis hermanos. Yo, con once años, le daba más trabajo a mi madre que mi hermanito con sólo diez meses. Con el fin de ganar instantes de serenidad, ella permitía que nos entretuviéramos con variados objetos que había en la despensa. Mi hermana Ludmila y yo podíamos entendernos, complotarnos y potenciarnos como en ósmosis, para investigar y hurguetear en el lugar más relegado de la familia. El depósito de la casa estaba a la derecha de la lavandería. Una pequeña ventana proporcionaba la iluminación básica y al 114
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borde de la “no visión”. Éramos conscientes de que no debíamos hacer ruidos de ningún tipo, ya que el bebé despertaría junto con mamá enfurecida. Una colosal estantería dejaba ver una indescriptible cantidad de cajas y cajones polvorientos, llenos de cuestiones desconocidas. Encontramos allí herramientas de madera con formas de morteros, objetos de caña con funciones incomprensibles, viejos discos negros de pasta que tenían ilegibles temas musicales, un teléfono viejo, calabazas secas, revistas viejas, cuadernos de mi madre de cuando era niña, pelos de niños en sobres fechados, horrendos zapatos viejos de mujer, tres vestidos de novia y cajas repletas de fotografías, entre los objetos más interesantes. Mientras Lud intentaba lucir en su delgado cuerpo uno de los vestidos de novia, yo comencé a revolver retratos: –Lud, ¿me podrías decir quién es ésta vieja? –le pregunté. –¡No seas tan insolente! Se dice “señora”. –Luego, ella observó la imagen y respondió–: ¡Qué sé yo quién es la vieja esa! –dijo de manera distraída, mientras intentaba meter un brazo en una de las mangas del vestido. Mi hermana era dos años mayor que yo, pero no sabía mucho más que yo. Nos llevábamos bien, y eso era suficiente. Ahora le preguntaba: –¿Quién es este “señor”? –Mis palabras acentuaron una macabra ironía. –Ese señor es el abuelo Augusto –respondió mientras intentaba abrochar una interminable cantidad de botones blancos, que evidenciaban una efectiva complicación en su maniobra, por su tamaño insignificante y el resbaladizo género que los recubrían. –¿Qué es lo que hay en la oreja del abuelo? –pregunté absorto. Ella se detuvo. Luego de haber fijado la vista unos segundos, respondió muy dubitativamente: –Debe ser una falla de la foto. –Siguió después enredada entre tules y decrépitas flores de tela. 115
Epitafios
–¡¿Qué ves en la foto?! ¿Qué forma le ves a “eso”? –pregunté muy preocupado. –¡Ayyy, nene! ¡Yo qué sé! –prontamente dijo–: parecen raíces. –Después intentó dar vuelta el vestido, porque no podía abotonarlo estando ella de frente a la interminable fila de botones. –¡Ese vestido te queda muy grande! –Reí–. Si no fuera por tus zapatillas verdes, parecerías una heladera –dije. Luego, noté en ella, un enojo incipiente. No puedo juzgar el carácter de mi hermana, esa tarde “ella” estuvo a mi lado, pero no conmigo. Puedo recordar haber encontrado más fotografías que correspondían al rostro del abuelo, y todas tenían la misma mancha en el mismo lugar: al lado de la oreja, bajando por el cuello. Mi abuelo de frente, de perfil, manejando un camión, mi abuelo con personas desconocidas. El error misterioso se repetía en casi todas las figuras; pese a ello, mi madre, mi padre y mis tías, simplemente respondieron que se trataría de un mal revelado, quizá viejas cámaras fotográficas, o un error en la instantánea. Solo soportó diez días mi forzada “buena” conducta en Valle Grande. Luego, papá me llevó a casa de la abuela Hermelinda (viuda de mi abuelo Augusto), esperaba entonces, darle un respiro a mamá. La casa de la abuela quedaba en Malargüe, a casi doscientos kilómetros de San Rafael. Con motivo de mi llegada (tratándose de pueblos pequeños, y más en los años noventa), hubo variadas visitas en casa de la abuela. Primos, tíos, y amigos de esos que parecen parientes. A la abuela, le gustaba usar la radio, más que la televisión. Por ese motivo, yo sentía una enorme sensación de paz y no tenía la pésima conducta que me caracterizaba. Ella “cosía” chalecos de lana de colores mezclados (pues en realidad los tejía, pero cuando se es niño, suelen decirse estas cosas); la abuela “descosía” (destejía) otras prendas para hacer regalos a sus nietos. Largos diálogos guardaré en mi memoria. Eran momentos de sosiego. Allí, me daba cuenta de que tantos aparatos eléctricos en casa me ponían 116
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más nervioso. Tal vez papá, en su afán de darnos lo mejor, nos haya dado lo peor sin darse cuenta. –¿Por qué murió el abuelo? –pregunté esa noche mientras oía un tema musical por la radio, cuyo locutor había dicho que sería de Troilo. –Tenía casi ochenta años. Además de una enfermedad muy rara –dijo mientras ovillaba lana amarilla, calmosamente sentada en un sillón de algarrobo con un almohadón verde. –¿Qué enfermedad tenía, abuela? –pregunté casi con temor de que no me respondiese. –Hijito… De esas enfermedades raras en las que se escuchan voces… se perciben cosas que no existen… y todo eso, mi cielo –respondió dulcemente, intentando, indirectamente, convencerme de que no hiciera más preguntas. Tal vez no era bueno mentirle a un nieto, pero el devenir de una verdad insoportable no es pantano para un niño. Su tono de voz era más que claro: quería cerrar un tema, y la comprendí. Después de la cena, preparó arroz con leche, fue una de las veladas más tiernas de mi niñez, en medio de un pueblo silencioso y solitario, al oído de la música de otros tiempos. Amanecí con faringitis, doce horas más tarde. La abuela me facilitó los álbumes familiares y variados libros entretenidos. Volví a examinar los retratos del abuelo que padecían la misma irregularidad, vislumbré que éstos, databan de su posterior viudez. Veinte años más tarde, junto a mi amigo Luciano, escaneamos una fotografía de frente del abuelo, con el fin de armar un “árbol genealógico” en Internet. La abuela presente, estaba muy feliz y le encantó la idea. Luciano utilizó un programa de edición de imágenes y retiró esa falla. La figura quedó perfecta. Antes de irse, un aviso en mi máquina preguntó: ¿Desea guardar los cambios efectuados en fotoabuelo.doc? Él respondió “Sí” de un sólo “clic”. Una voz espontánea, de mujer, extraña, fría, incomprensible, emergió desde la computadora y, en medio de lamentos, avisó: 117
Epitafios
"Augusto, te debo mi estancia en el infierno, te estoy esperando. Tuviste hijos con dos mujeres y ninguno conmigo". Minutos más tarde, mi padre llamó por teléfono desesperadamente, para revelarme que había encontrado en el sur a un hombre igual a él, pero con los ojos marrones; también llevaba su nombre. La abuela, que oyó todo, dijo: "El 'viejo' me es infiel aún… después de muerto".
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el benandanti Víctor Olivera
Ciudad de San Juan, San Juan
De nosotros se sabe poco y nada. Hay quienes nos acusan, injustamente, de pertenecer a la misma calaña que ellas. Tales acusaciones, producto de artimañas y de la incapacidad de discernir entre el bien y el mal, serán castigas a su debido tiempo; puesto que Dios todopoderoso no deja nunca de obrar con justeza. De ellas, las bestias, la mayor parte de su mitología se basa en rumores y supersticiones. Por lo tanto, nadie sabe con certeza a qué le teme exactamente. No es el caso de nosotros, los Benandantis, expertos en combatir sus oscuros designios. La vida es, a diferencia de lo que se cree, una fárfara de varias capas. Mientras el resto de los mortales no trasciende de la primera superficie, los Benandantis recorremos con voluntad propia los diversos y vastos mundos. Más precisamente el reino de los sueños, que es donde reside la fuerza de nuestra estirpe. No obstante, por más entregados que estemos a la noble causa, el alma del hombre es débil y alma es lo que nos sobra. Érase una vez entonces yo demasiado necio como para admitir que me pudiera suceder lo mismo que a Chuang Tzu, que soñándose mariposa, se despertó convertido en ésta; y según cuenta la leyenda (todas los leyendas son ciertas), una mariposa se soñó convertida en Chuang Tzu. Así, habiendo deambulando de costa a costa, bajo tantas lunas y tantos soles, en la vigilia que existe entre este mundo y el otro, me era imposible concebir un mero atardecer, no sin antes forzar la memoria. El agotamiento físico y mental al cual estaba sometido no era algo de 119
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mi constancia. Y tarde o temprano habría de pagar mi condición de humano. No pongo en duda ahora que la bestia conocía de esta enfermedad que me acechaba desde temprano y que algunos llaman edad. Ser viejo, en definitiva, no es fácil. El primer día del octavo mes, tiempo ha, escuché la puerta de mi alcoba entreabrirse en la penumbra de la noche plutónica, esperaba encontrarme a la criatura del otro lado; y efectivamente, ahí estaba ella, la Bruja, mirándome como nadie me había mirado nunca. Sus ojos parecían estar vivos, pero lo cierto es que su mirada había muerto hace tiempo… Con una intensidad hipnótica, y sin titubeo alguno de mi parte, le correspondí el agravio. No podía dejar de hacerlo. No creo haber pestañeado ni siquiera una sola vez. La veía respirar cada vez más fuerte y entrecortado, como si le costara. Las paredes resonaban, se doblegaban junto a ella. Gemía, jadeaba de rabia y mi ser se entumecía en los atisbos del engendro. Estuvo así un largo rato, mirándome con desprecio, con odio; luego, babeando de cólera, dio media vuelta y se retiró a paso apresurado mientras maldiciones en una lengua muerta salían de su boca de moho. Apaciguados una vez mis nervios, me recosté boca abajo y me dejé caer en estado cataléptico, con asaz ansias de volver a verla al menos en uno de mis tantos sueños. Ahí me aseguraría de encontrarla y, como buen siervo del Señor, erradicaría su errática presencia. Pues toda criatura –en especial las arpías, dado que persiguen los más diabólicos propósitos– cuya fuente de alimentación sea la noche debe, y ha de perecer, en manos fieles. “Dios proveerá”, me dije. Y Dios proveyó, pensé, cuando la Bruja, de inefable apariencia, se presentó delante de mí en lo que yo creía era parte de mis dominios. El hedor, tan violento como repulsivo, que emanaba su presencia, encendió en mi corazón una vorágine difícil de contener. Aunque esta vez era diferente, ya no sólo me encontraba paralizado, sin control alguno de mi cuerpo, esta vez además tenía miedo. ¿Yo, un Benandanti de alto prestigio, con miedo? ¡Qué disparate más absurdo! Y sin embargo tan cierto. Tan triste. 120
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Tratando de aparentar una bravura que no tenía, proferí: –Demonio que, errando por galerías de sombras y penas, corrompes el espíritu de débiles pueblerinos, ¿qué oscuro propósito esconde este desagradable reencuentro? ¿Acaso, harto de blasfemar contra la fe cristiana, has venido en busca de la redención que reposa en el filo de mi daga? El zascandil demonio no dijo nada; un hilo de pus pendía de lo que parecía ser una sonrisa sardónica. Habiendo visto que la Bruja no retrocedía ni se inmutaba con mis acusaciones, acrecenté la injuria: –¡Habla! ¡Habla y que tus palabras sean el leño de tu hoguera! ¿Cómo osas invadir la privacidad de un Benandanti? ¡Loca has de estar! ¡Este mundo de los sueños es mío y tuya será la muerte en él! Me observó con desdén y dijo: –Viejo senil, hubo una época en la que quizá tuviste valor e ideas lúcidas, pero eso que tú consideras Dios, te ha entregado el peor de los pecados: el paso de los años. Tu mente se pierde en nimios entresijos; y tu cuerpo, inerte y decrépito, es una carga que no puedes soportar. ¿Hace cuánto que deliras sin saberlo? En éste último período de tu vida no has hecho más que correr en círculos, con los ojos vendados y la cabeza gacha. Sus palabras de insolencia se lanzaron sobre mi abatido orgullo como perros de presa, desmembrándolo. Oh, ¡cuán dura y amarga resultó ser la verdad! Un brebaje en el medio del desierto que hubiese preferido no tomar. Con el último vestigio de honor que me quedaba, desafíe a la Bruja, pero su sombría sonrisa se encargó de apaciguar cualquier rastro de brío. –¿Lo has entendido, verdad? Lo ocurrido anteriormente fue el sueño. Esta es la realidad –dijo ella, tronando los vidrios con su vulgar risa–. Tuviste tu chance y la desperdiciaste, Benandanti. Ahora, muere. 121
Epitafios
Cuando quise rezar ya era demasiado tarde. Me tomó del cuello con sus fétidas manos y me ahogó en el veneno de sus garras de buitre. Creo que trató de musitarme algo al oído, pero, perdiéndome ya en el silencio, tan sólo alcancé a sentir el gélido escurrir de mi sangre que alguna vez supo estar tibia caer sobre el suelo, irremediablemente. No quisiera recordar y sin embargo recuerdo. Ya lo único que me queda por anhelar –lo he anhelado todo– es que la eternidad no se prolongue más de la cuenta. Confío en que Dios, en su infinita piedad, obrará con el olvido. No he vuelto a saber nada de la Bruja. Salvo que, de vez en cuando, me quita el sueño el horrible eco que produce su carcajada desde las mismísimas entrañas del infierno.
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el caso harris María Rita Gil
Ciudad de Buenos Aires
Paradas frente a la cama del señor Harris, Sonia y Leticia, entre horrorizadas y perturbadas, se miraron. ¡Vaya momento para morirse! Amen de la penosa situación, aquella era noche de reunión, como todos los primeros viernes de cada mes. En menos de media hora comenzarían a tocar el timbre los invitados de siempre. En la planta baja se hallaba la mesa puesta y las bebidas (cosa indispensable en aquellas veladas) ya expuestas junto a las copas. Era muy tarde para cancelar la velada y tampoco funcionaba el teléfono debido a la intensa lluvia del día anterior. Carecían de celulares por elección propia. La vieja casona estaba bastante alejada del pueblo y, al fin, si el Sr. Harris ya estaba muerto ¿que mal podría hacerle que continuasen con la fiesta programada antes de notificar su deceso? De todos modos, Harris jamás concurría a las veladas musicales. Pero ¿qué hacer con el muerto tan sobre la hora? Evidentemente el inquilino había sufrido un paro cardiaco en la cama. Ni sabían si el pobre hombre tenía familiares. Se trataba de un señor mayor, silencioso y amable, que escribía, leía y realizaba caminatas por el extenso jardín trasero. Hacía seis meses que se alojaba en la casa, abonando su alquiler mensual rigurosamente. Las hermanas evaluaron la situación y decidieron dejarlo recostado, tapado con una manta como si estuviese durmiendo; prendieron el ventilador de pie a fin de mantener el cuerpo lo mas frío posible para demorar su descomposición. Después cerraron la puerta. Los invitados tenían un baño abajo, y de subir, siempre se dirigían al ala opuesta. Luego, bajaron presurosas. Controlaron la vajilla, llevaron la comida a la mesa y destaparon la bebida. Leticia acomodó las flores en el jarrón que hacía las veces 123
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de centro de mesa. No tardó en escucharse el primer timbrazo. De a poco fueron cayendo los habituales invitados. Las hermanas los recibieron acogedoramente como era su costumbre. Se sirvieron las bebidas y se brindó por el nuevo encuentro. Después de un lapso de amena y alegre charla, se dirigieron hacia el comedor. Como de costumbre, comieron y bebieron copiosamente entre risas y bromas. Después llevaron el café a la sala de música donde las hermanas se sentaron al piano, mientras Raúl y Lautaro, los tenores, aclaraban sus voces. Y de a poco comenzó la velada musical. Esteban había bebido tanto que dudosamente llegaría a recitar el poema escrito en el papel que yacía en su temblorosa mano derecha. Embebidos en la música, nadie se percató de la súbita ausencia del poeta. Es que Esteban aprovechó el embelesamiento de los invitados para arrastrarse escalera arriba a fin de echarse un reparador sueñito. Ya en el piso superior, enfocó la vidriosa mirada por el pasillo, eligiendo el ala equivocada y enfilando hacia una puerta marrón. En su embriaguez sonrió y comentó: –Este…este cuarto me estaba esperando… Así fue como entró en la habitación de Harris. Lo observó de lejos con un: –Hola, amigo… ¿Por qué esta acá solito? –Ante el silencio del muerto, el poeta acercó una silla a la cama, ofreciéndole su copa con bebida–. Tome, beba, le hará muuuuuuuucho bien. Al no obtener respuesta, se puso a llorar como solía hacer durante esos ataques de melancolía ocasionados por la bebida. –¡Nadie me quiere! Nadie me habla. ¡Dígame algo! –Y en medio del ebrio ruego tomó la mano del señor Harris–. Pero amigo, ¡está helado! ¡Como un pez! Ya sé, voy a apagar ese maldito ventilador. Con torpeza se levantó y al acercarse al ventilador tropezó cayendo junto al aparato. Esto causó un estruendoso ruido audible desde la planta baja. 124
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Mientras Magda bailaba flamenco, las hermanas escucharon el ruido proveniente de arriba. Leticia se incorporó susurrando al oído de Raúl. –Acompáñeme con discreción. Hay un secreto en la casa. –Sigilosamente ambos abandonaron la sala hacia la planta alta. Antes de llegar al cuarto del occiso, Leticia adelantó: –Se ha muerto el señor Harris. –¿Cómo? –preguntó sorprendido el tenor. –Justo antes de que ustedes llegaran, lo encontramos en su cama inmóvil, muerto. Y ¿qué hacer a esa hora? ni siquiera tenemos teléfono. Decidimos dejarlo en su cuarto hasta primera hora de mañana. –Comprendo, ¡qué mal momento! Pobrecito señor Harris –comentó Raúl mientras entraban en el cuarto del occiso. Sentado en el suelo, junto al ventilador caído, se hallaba Esteban, quien milagrosamente sostenía su copa en la mano. –Está muy, muy frío…y no me habla –articuló el poeta con dificultad. –Levántate ya, Esteban. Y deja tranquilo a Harris que está muerto –ordenó Leticia con firmeza. El poeta se incorporó lagrimeando y murmurando “mi pobre amigo…”. Levantaron el ventilador ubicándolo en su lugar de siempre y asimismo con la silla que Esteban colocara frente a la cama del occiso. –Bien, bajemos a comunicar la noticia a los demás –sugirió el tenor agarrando de un brazo al tambaleante poeta. Ya informados acerca de la situación, comenzaron a delinear los próximos pasos a seguir. –Es muy tarde para molestar a la policía esta noche –afirmó Lautaro. –Sí –coincidió Sonia–. Descansemos un par de horas y a las siete de la mañana una de nosotras acompaña a Raúl en su auto a comunicar la situación a la comisaría. De paso Esteban se pone en 125
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condiciones como para recibir a los agentes. Cada uno se dirigió a su cuarto en la planta superior, en el ala opuesta a la habitación de Harris. A las siete, las hermanas ya habían preparado un estimulante café. Todos bajaron prolijos, cambiados y peinados como si hubiesen dormido toda la noche. Bebieron su café en silencio. Luego, Leticia y Raúl sacaron el viejo auto del garage y se dirigieron al pueblo. Recién después de cuarenta minutos, apareció la policía junto al médico forense quien vivía en la ciudad más cercana, a una media hora de distancia. Todos en la zona conocían a la respetable aunque excéntrica familia de las dueñas de casa. El forense constató un paro cardiaco ocurrido a la hora aproximada que declararan los moradores de la casa. Al no saber nada acerca de algún pariente de Harris, se decidió enterrarlo en el cementerio municipal. Pero los moradores de la casona pidieron una media hora a fin de velarlo adecuadamente. El agente se encogió de hombros diciendo que ese sería el tiempo que demoraría en llegar la ambulancia que pasaría a retirar el cuerpo del occiso. Entonces las hermanas e inquilinos subieron al cuarto de Harris. Primero los tenores cantaron un emotivo Ave María a capella, luego Esteban recitó una melancólica poesía de despedida y Magda hizo repiquetear sus castañuelas mientras daba un giro final de adiós al occiso. Lo curioso fue que un agente encontró una llavecita en el bolsillo de la bata de Harris. No pertenecía a la casa. Los agentes, con sus almas de sabueso, revisaron todo el cuarto. En el cajón del fondo del ropero, hallaron un cofrecito. La llave lo abrió con dificultad. Adentro había una carta manuscrita encima de un fajo de dólares, sujeto por una gomita. Sorprendidos, escucharon el contenido de la carta que dejara Harris, leída con voz profunda por el agente Fernes: –“Es mi voluntad que se repartan estos 20.000 dólares de la siguiente forma: 5.000 al poeta a quien no pude contestarle mientras me hablaba; 5.000 a los tenores que me dedicaron el magíifico Ave María, 5.000 a Magda por su conmovedor adiós flamenco, y 5.000 a Sonia y Leticia a fin de que puedan continuar por siempre con sus espléndidas veladas musicales. Firmado: Hugo Harris”.
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reencuentro Fabián Antonio Mancilla
Avia Terai, Chaco
Había bebido toda la noche en aquella fiesta del día del amigo. No acostumbraba a eso pero tanto tiempo sin verlos y la alegría del momento, lo desbordaron. Aquellos viejos amigos habían tenido una idea fabulosa al organizar la reunión allí, en su querido pueblito, como una manera de desenchufarse, escapar a la vertiginosidad de la gran ciudad, y de paso visitar a la familia. Seis años no eran muchos aunque tampoco escasos, desde la última vez que estuvo en su querido Avia Terai, aunque sólo fueran unas horas. Cuando comenzó a estudiar, esa carrera que tanto lo atraía, había descubierto mundos atrapantes, mundos que invitaban a soñar, mundos nunca antes imaginados por su mente escueta y cerrada, herencia de padres herméticos y castradores, de una sociedad atrasada y supersticiosa como la de su pueblo. Había crecido allí repleto de temores y complejos. Con el título bajo el brazo, todo fue más fácil. Seis años de estudio debían empezar a compensarse de alguna manera. Consiguió trabajo en un instituto terciario privado donde formaba a futuros docentes. Los objetivos propuestos al inicio se cumplían lentamente. La tranquilidad lo ganaba, se sentía casi feliz. Pero como sabemos, es tan difícil ser justo con la felicidad, lo que hoy se ha ganado, mañana puede perderse. En la puerta, entre diálogos cortos y saludos de rigor, trataba de convencer a Petra, el anfitrión, de que llegaría sin inconvenientes. Entre risas y promesas de reencuentro, trató de caminar derecho, simulando evadir las caricias de Baco. La casa de sus padres se 127
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hallaba del otro lado de la plaza, casi seis cuadras por delante. La plaza y los recuerdos se agolparon en su mente: “Ella” transparente y bella, majestuosamente blanca. La gente del pueblo murmuraba una superstición. Hablaba de la “acompañante”, mujer de largo vestido blanco, alma femenina que se le aparecía a toda persona en vísperas de su deceso. Era la “adelantada” decían, y se dejaba ver siempre en las inmediaciones de la plaza. Por aquella época de juventud, solía soñar repetidas veces con “ella”; entre sudores y espasmos despertaba empapado y exhausto. “Ella” había sido dueña de sus húmedas y tormentosas noches adolescentes. Deshizo corajudo estos pensamientos y prosiguió su marcha. Cuando salvaba el último tramo de la plaza, justo en la esquina, divisó una figura: era una mujer. La adrenalina comenzó a trabajar por su cuerpo. Rápidamente su vista se posó en la vestimenta: llevaba jean y una campera oscura. Esa imagen lo tranquilizó. Debía pasar junto a ella. –Hola –dijo él. –¿Cómo estás, Oscar? –dijo ella. Lo sorprendió el escuchar su nombre. Hurgó mentalmente entre sus recuerdos pero no alcanzaba a descifrar su rostro. Percibía que algo conocido había en el. –Sabés mi nombre –dijo. –Sí, conozco a tu familia. Por ellos me enteré de vos; eres igualito a como te describieron –Afirmó confianzuda. Era una familia numerosa la de Oscar, varios ya habían fallecido pero aun así seguían siendo muchos. La charla continuó entre ellos y al rato ya parecían dos grandes conocidos. Ella hablaba, él escuchaba, ambos reían. Ella propuso un lugar más cómodo, él no pudo negarse. Los descubrió la madrugada entre caricias y la inminente trabazón carnal. De pronto, ella lo detuvo delicadamente. 128
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–¿Me permitís un deseo? Sólo cuando ella se levantó, mágica y bella en su semidesnudez, él se percató que durante todo ese tiempo, la mujer había llevado un pequeño bolso consigo. –Claro –dijo él, con una sonrisa sensual–. Por vos hasta la vida… –Me gustaría lucir algo, ahora, ante alguien y una ocasión tan especial, dijo misteriosa. Seguidamente extrajo de su pequeño bolso y ante la mirada perpleja de él, un níveo vestido, transparente y bello, majestuosamente blanco.
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Epitafios
síntomas vitales Por Pablo Mazzoni
Martínez, Buenos Aires
Nunca hablaba de su trabajo. Nunca. Guardaba el mayor de los secretos y existía con su mujer un pacto de silencio. Ella sabía que el suyo era un trabajo lícito y que lo hacía a solicitud de los juzgados penales, pero nunca preguntaba los detalles, le bastaba suponerlos. Como todos los días al regresar a su casa, se bañó cuidadosamente durante largo rato y lavó sus manos con la mayor dedicación posible. Lentamente. Enjabonó y cepilló cada minúsculo intersticio y cada una de las uñas. Era una obsesión y una necesidad. Comieron frugalmente, miraron noticieros y se fueron a dormir temprano. Esa noche, lo citaron urgente al hospital regional. Mal indicio. Cuando lo llamaban sin previo aviso, sobre seguro era por algo grave. Como perito forense había visto los casos y las cosas más extrañas. Observaba y analizaba crímenes terribles, muertes insondables. De todo un poco. Estaba acostumbrado al contacto con cuerpos humanos. No se trataba de una actitud macabra, era una curiosidad permanente. Le hechizaba, a partir de un cuerpo inerte, intuir que sucedió y como fue el desenlace de la muerte. Era un juego de intrigas, donde con muy pocos rastros debía determinar de quién era el cuerpo, cómo murió y cuáles fueron los móviles del hecho. Un juego cruel. No siempre crímenes, también suicidios, accidentes, enfermedades y muertes sin causa evidente. Trató de no despertar a su mujer, pero no lo logró, pese a ello, se vistió en silencio con la luz del dormitorio apagada y salió sin 130
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golpear la puerta. Bien abrigado caminó apurado por las calles que recorría diariamente. Casi a oscuras. Generalmente los casos para peritaje los derivaban al hospital regional que poseía todo el equipamiento de investigación necesario. Aislado del resto de los edificios de la zona, rodeado por un parque boscoso, se erguía la inmensa mole de acero y cemento. La única puerta de acceso a la guardia médica estaba cerrada. Golpeó y le abrieron. Saludó al pasar, simplemente con la mano en alto, y fue directamente a la sala de autopsias. Por lo que pudo observar desde un primer momento, no era un caso común. Policías de uniforme custodiaban el ingreso. Junto al secretario del juzgado, había varios médicos del hospital y algunos otros hombres, de traje, que no reconoció. "Demasiado misterio", pensó. Le anticiparon lo que sabían de la situación. Pocas horas antes alguien notificó la aparición de un cuerpo sin vida al costado de un camino vecinal, a medio hundir en una pequeña laguna, cerca de allí. Lo recogieron en una ambulancia y lo llevaron directamente al hospital. Los que habían estado en contacto con el cuerpo, por normativas sanitarias, los habían trasladado en un sector alejado y aislado. Antes de entrar observó el interior de la sala a través de una cámara de televisión del circuito cerrado de seguridad. Apenas se veía, con poca nitidez, un cuerpo sin forma humana sobre la camilla metálica. Muy extraño. En el vestuario, se quitó la ropa de calle, tomó otra ducha bien profunda y se colocó un traje totalmente cerrado con visor transparente, especialmente diseñado para evitar contagios y mantener la asepsia del lugar. Entró en la sala con el andar lento y torpe que le ocasionaba la rigidez de la ropa. Finalmente llegó al lado del cuerpo. El resto de las personas miraban por el monitor y escuchaban sus palabras a través de un micrófono que colocaron en el traje para grabar su voz y seguir la evolución del estudio. Pese a sus años de experiencia en ese trabajo, quedó boquiabierto y sin saber cómo describir lo que veía. Se tomó unos minu131
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tos para pensar y dictó las primeras observaciones: “no puedo identificar de qué tipo de cuerpo se trata. No sé si es animal o humano, pero es ciertamente algo biológico. Carece de miembros externos. Es una gran bolsa viscosa de piel rosada y flexible, en algunos lugares opaca y en otros apenas transparente. La bolsa no es totalmente lisa, tiene algunas protuberancias, pelos enmarañados y dientes esparcidos. Objetos que aparentan ser huesos se marcan sin romper la piel. No se parece a nada conocido ni tiene síntomas vitales de ningún tipo“. “Un cuerpo amorfo y repugnante“, sentenció despectivamente. Las personas a cargo tomaron la decisión de que solamente él estaría en la sala de autopsia y que debía permanecer allí adentro hasta dilucidar el caso. Llamó a su mujer para contarle la causa de su ausencia. El tiempo había transcurrido sin que se diera cuenta. Amanecía. Hasta que preparasen los equipos para realizar los estudios, decidió dormir unas horas en la misma sala. Antes de acostarse, para evitar que se descompusiera demasiado rápido, la llevó a la cámara de frío. Trasladó la camilla de acero con la informe bolsa desnuda. Luego se durmió en un sillón pese a la incomodidad del traje. Era mediodía cuando despertó. Tomó una taza de té caliente. Sacó el cuerpo de la cámara de frío e inició los estudios. Logró envolver el cuerpo con una sábana y así lo movía con la mayor suavidad posible. Rayos, resonancia, tomografía y extracción de piel, pelo y sangre, o lo que se pareciera a esas tres cosas. Finalizados los estudios, regresó el cuerpo a la gélida cámara de frío. Sintió congelarse con solo entrar y salir. El informe de los estudios demoró el resto del día. Con la información disponible, arribó a la conclusión que se trataba de restos de un cuerpo humano rodeado por una membrana de piel. Como si lo hubieran destrozado y arrojado las partes en su interior en forma desordenada. No pudo determinar cómo se cerró la bolsa, ya que no había cicatrices. Ni una costura. De acuerdo a los estudios, los huesos 132
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estaban partidos en pedazos, los órganos rotos y desparramados, los dientes y los pelos esparcidos por todos lados. Dado que el cuerpo se mantenía en razonables condiciones, decidió esperar hasta el día siguiente para iniciar la autopsia, por lo cual volvió a introducir la camilla de acero con el cuerpo en la cámara de frío. Apenas abrió la puerta de la cámara, el aire congelado se esparció por la sala. A esta altura de la investigación y con los resultados de los estudios, determinó que ya no era necesario el traje aislante, se lo sacó y quedó vestido con un guardapolvo de médico y una campera abrigada. Al día siguiente, antes de iniciar la autopsia, nuevas conclusiones de los estudios permitieron comprobar que lo que había en el interior de la bolsa habría sido de sexo femenino, aunque nada externo permitiera inferirlo. La miró una vez más sobre la camilla de acero helado y, salvo por su olor un poco nauseabundo, no mostraba síntomas externos de descomposición. Esperó hasta el mediodía. Preparó el equipo para la autopsia. Hacía mucho frío en la sala. Se abrigó bien antes de comenzar. Tomó el bisturí y abrió lentamente una sección de la bolsa donde, al tacto, parecía contener restos de la columna vertebral. Al cortar rozó un hueso, lo que produjo un ruido seco apenas perceptible. Siguió el corte con cuidado y acercó su oído al lugar para asegurarse de no cometer otro error como el anterior. Escuchó otro ruido en el interior de la bolsa, esta vez parecido a un balbuceo. Extrañado, se acercó aún más al lugar del corte y, desde adentro de la bolsa una voz femenina, muy suave, le dijo: “tengo frío, mucho frío….”.
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contenido Cuentos fantásticos, de Bárbara Duhau Cuentos de horror, de Agustín María
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primera parte: lugares Había algo allá afuera, Pablo Martínez Burkett Ocho minutos, Jimena Rolando Los Archibald, Franco Festa Siete espacios, Juan Manuel Valitutti La ruta, Alejandro Varela Sur, Luis E. Roldan Exclusivo, Juan Pablo Cozzi Psycho-bus, Sebastián Palavecino Los vecinos, Matías Norberto Gago Retirada, Daniel Miguel Forte
15 19 23 27 31 34 37 40 44 48
segunda parte: destellos Capgras, Fabián Kon La tercera, Mónica Gaeta Bruxismo, Ernesto Bollini Las voces, María Rosa Llinares Memento mori, Guillermo Klimt Ciencia, Rodrigo Gonzalez Zoóforo, Silvia G. Franco El veintinueve, Pablo Gracia Beccar Sábado, Gonzalo Salesky Serina Nilsdotter, Martín Makarevicius
55 58 62 66 70 73 76 79 86 89
tercera parte: epitafios Seis puertas antes de Adela, Noelia Antonietta El niño en la noche, Ernesto Parrilla La última cena, Mariano A. Rivero Cuentan las malas lenguas que fue verdad, Atilio Amerio Réquiem, Leandro Kreitz Retratos del abuelo, Eliana Alejandra Ferreyra El Benandanti, Víctor Olivera El caso Harris, María Rita Gil Reencuentro, Fabián Antonio Mancilla Síntomas vitales, Pablo Mazzoni
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Este libro fue impreso en los talleres de La imprenta ya, av. Mitre 4031, Munro, Prov. de Buenos Aires, Argentina, en diciembre de 2010, a単o del Bicentenario Nacional.