El mundo clausurado
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El mundo clausurado AntologĂa de escritores
San Antonio / Monterrey, 2020
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El mundo clausurado, antología de escritores d. r. © Letras en la Frontera unam San Antonio, tx / Ediciones Morgana Primera edición: 2020 Fecha de término de la edición: 20 de agosto de 2020 e-mail: convocatorias@letrasenlafrontera.org
e-mail del editor: ediciones.morgana@yahoo.com La presente publicación, en formato digital, es de divulgación gratuita. Los contenidos de esta antología pueden citarse siempre y cuando se dé el crédito correspondiente al autor o autora. Prohibida su venta, bajo las sanciones establecidas por la ley. 4
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El mundo clausurado Alfredo Ávalos para René
Uno sabe de pestes por la literatura o por las historias que cuentan los abuelos. Ha leído sobre gente con los nodos linfáticos reventados muriendo en las calles, también de cegueras súbitas mientras se espera el cambio de luz del semáforo o, incluso, que los síntomas del cólera pueden confundirse con los del enamoramiento. Con frecuencia la literatura nos presenta estos eventos acompañados de un barniz de heroísmo y solidaridad humana, que nos hacen sentir orgullosos de pertenecer a la especie porque “en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”.1 Apenas comenzado el 2020, escuchamos en las noticias como en la provincia china de Wuhan se preparaban para poner en cuarentena a millones de personas porque alguien había hecho una sopa de murciélago, contrayendo un virus que en tales mamíferos es inocuo, pero que, al haber saltado al comensal, se estaba propagando entre la gente. La historia era tan inverosímil que parecía sacada de una novela de Stephen King o de algún otro maestro del terror. En fin, era otro caso 1 Albert Camus. La peste. 5
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apocalíptico distante que poco afectaría nuestra vida cotidiana. Además de compartir el hashtag #PrayHuwan, como antes habíamos compartido #PrayForParis, #PrayForAustralia, #PrayForTheAmazon, seguimos con nuestra vida normal. Luego vimos con fascinación como China construía en tiempo récord dos hospitales para atender a los enfermos y cerraba sus fronteras. En cosa de días comenzaba la clausura de Asia, la región más poblada del planeta. En Europa se reportaban los primeros casos; otra vez en la historia de las epidemias le tocaba a la vieja Italia enfrentarse a un enemigo invisible que daba muestra de su capacidad de expansión y velocidad del contagio, tenía ya nombre, covid-19, y las proyecciones que la ciencia hacía sobre sus alcances como pandemia tenían tintes de novela. ¿Dónde hemos leído esto? Y llegó, a principios de marzo se contaban por cientos los casos de covid-19 en Estados Unidos, comenzaba a crecer su presencia en México y en el resto del continente. Para mediados del mes se hacía oficial la clausura del mundo. Seguimos con atención las noticias de países europeos en donde se llenaban los hospitales y se contaban muertos por cientos cada día. Nos encontrábamos, ya, en las páginas de La Peste de Camus, completamente rebasados por un ente desconocido que nos arrebataba el control de todo lo que creíamos era nuestra existencia y nos ponía en manos de las autoridades, cuya primera medida era la restricción del movimiento social. Se cancelaban las reuniones, los eventos, las clases, los viajes. Nadie entra y nadie sale. Abastecerse de papel higiénico y víveres se volvió nuestra principal consigna. ¡Al diablo la solidaridad, el que tiene más saliva come más pinole!, parecíamos gritar haciendo filas en las tiendas. Los primeros días de encierro fueron hasta cierto punto una novedad, más tiempo para leer, agotar el catálogo de Netflix, aprender recetas nuevas y todas esas cosas que nos robaba la prisa, el tráfico, la vida pre-pandemia. La pleonexia de Occidente 6
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nos decía que era una obligación salir con más cosas en nuestro haber y un currículo más grande que con el que entramos en la reclusión. Para algunos esta antología sea quizá solo eso, la necesidad de mostrar que no “perdimos el tiempo durante el encierro”, que como escritores que somos hicimos lo debido: escribir. Para otros será emular las historias del Decamerón, aunque, entiéndase bien, sin el elemento erótico de este. Para finales de marzo ese virus nacido en un mercado de Wuhan le hacía la guerra al aire en nuestros códigos postales y su cercanía apagaba a un sol del Caribe. Hubimos de decir adiós a nuestro querido René Rodríguez Soriano, quien era la poesía entre nosotros, y sin tener el consuelo de los abrazos. amigo te lo debía sanguilla y te lo pago nunca haré tu poema ni hace falta cada vez que alguien te nombre aún por tu nombre o te recuerde –flaco del carajo jodedor y buenagente– desangrará la espita de la rabia para abatir la noche uniformada que te secó la risa con su ráfaga 2
Convocamos a los miembros de Letras en la Frontera a escribir desde el aislamiento. Y lo hicieron de formas muy diversas, mostrando una vez más la enorme variedad de estilos que convergen en esta comunidad de escritores; otros, entregados al dolce far niente o sencillamente porque no estaban los tiempos para escribir cuentos y poemas, hicieron caso omiso. En cada hogar del mundo se libra una batalla, no estamos todos en el mismo barco, dicen, pero sí en el mismo mar. De esta pandemia nadie saldrá ileso. 2
René Rodríguez Soriano. Juguete Sagrado 7
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En los laboratorios se trabaja a toda marcha en la vacuna que nos devuelva el aire limpio de covid-19, aunque paradójicamente en estos días de encierro el aire está más limpio que antes. Las economías sucumben y millones, desempleados, no tienen qué llevarse a la boca. Los gobiernos culpan a la gente que no observa el distanciamiento social, la gente a sus gobernantes que no han respondido a la altura del doctor Reiux. Ahora que los muertos se cuentan por miles y miles, que seguimos con el mundo clausurado, hemos visto como ocurre en las novelas, actos de heroísmo y solidaridad, así como actitudes despreciables en la gente. Lo peor de la pandemia aún está por venir, dicen los que hacen de su oficio el vaticinio, y esta antología sea quizá el capítulo uno de la nueva gran novela de la peste que alguien escribe.
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Pandemia Santiago Daydí-Tolson
La sola palabra –pandemia– evoca, con su raíces griegas, imágenes apocalípticas de enfermizas profecías y demoníacos tiempos contaminados del mal. Tiempos de pecado y peste, días para la destrucción –lluvias de azufre, meteoros del desastre– y el castigo. Días de gloria y triunfo para los justos, de tortura y perdición para los descreídos, los faltos de fe, los lacayos del Malo. Decir pandemia es pronunciar la condena. Pero no aquella que los infinitamente ingenuos le atribuyen a los dioses, sino la que el mundo –los que somos– se ha autoimpuesto por sus propias descabelladas acciones. El globalismo de los capitales y los intereses de unos pocos –suerte de pandemia también– tienen su correspondiente manifestación global en la propagación de la peste. Como burlándose de la sobrepoblación, que es un propagarse desmedido con mucho de peste, el virus de nuevo cuño, el aterrador por desconocido, se reproduce indiscriminadamente hasta vencer y destruir el organismo en que vive. Mata y muere, o más bien, deja de existir. Proceso absurdo, círculo vicioso del sinsentido. Se vive para la muerte. Ha sido así desde el momento en que la especie se supo mortal y, abrumada, se ha inventado un sinnúmero de fantasías 9
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trascendentes. De poco le sirven cuando la patética realidad la enfrenta a lo evidente. Si estás vivo morirás. Memento mori ha sido el retintín constante en el oído de quienes hemos pululado –ciegos miembros del hormiguero– desde el inicio de los tiempos y seguiremos pululando per saecula saeculorum. Las circunstancias, el modo como el mundo se ha transformado en un enorme refugio de la cuarentena, casi obligan a pensar en términos de una lengua sagrada, habituada desde hace dos milenios al exorcismo del terror a la muerte desbocada en pestes, en hambrunas, en invasiones, en actos genocidas de sus reyes de divina estirpe y, por lo mismo, implacablemente inmorales. Como esos pueblos medievales, ingenuamente ignorantes y por lo mismo lastimosos y crueles, somos los actuales. Impotentes ante el asalto incontrolable de una fuerza natural que pareciera estar determinada a erradicar del mundo a la especie humana (una nada criticable empresa, después de todo), no nos queda otra alternativa que la que tenían nuestros indefensos antepasados: escondernos los unos de los otros porque nosotros somos la peste. No cabalga otro corcel que el cuerpo humano, el jinete pestífero del Apocalipsis. Mulas, llaman a quienes cargan la droga escondida en su cuerpo. Mulas somos, que no cabalgadura briosa del invasor, todos los humanos. Tercas mulas del contagio que, encerradas en nuestros pesebres, nos encontramos cara a cara con la Erinia de la soledad. No es una ninfa griega la soledad, ni una semidiosa romana. Un demonio, más bien, la representaría mejor a vista de una mayoría entre nosotros. Uno de esos demonios culpables de todo lo que no queremos ser responsables. Compañía demoníaca la soledad, salvo para algunos pocos que la prefieren a cualquier otra compañía, animal o humana. 10
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Enfrentados al demonio, las multitudes de solitarios en cuarentena mundial sufren un anticipo del Infierno que les tienen prometido las sagradas amenazas. Se atormentan a sí mismos. Les devoran las entrañas los demonios menores del aburrimiento y se envenenan con las adormideras del ocio. Comer deja de ser una necesidad biológica y se convierte en una urgencia vital. La gula del tedio, no muy diferente a la de todos los días en tiempos normales. Muchos hay, sin embargo, que sabiamente se resisten a la malevolencia del no hacer nada en su retiro aparentemente monacal de solitarios y optan por una visión clásica, de antigua, luminosa y sensual tradición de humanismo grecolatino, y se complacen en la dicha de la vida retirada y sus placeres, más o menos sencillos, más o menos complicados y sensuales. Es el ocio un concepto que proviene de la cultura griega y su inclinación por el saber y por hacer de la vida un arte dirigido a alcanzar esa pagana aurea mediocritas de la que no pueden saber los ciegos dogmas de la fe en lo que no existe, en esa fantasiosa trascendencia que desdeña la humanidad de la especie por apropiarse la fantasmagoría sobrehumana de la vida eterna. Objetivo del ocio no es ese prosaico y vulgar dolce far niente de los desganados y perezosos filósofos del cinismo nihilista o de la vulgar sensualidad de los holgazanes. Es todo lo contrario; es un hacer gustoso lo que lleva al objetivo de la vida bien vivida: filosofar, es decir, mirar a fondo y entender; explicarse lo que se propone como inexplicable y nada tiene que ver con dioses ni mitologías celestiales, y todo con la condición humana y sus virtudes. Se dice que el concepto de ocio se expresa, literariamente, primero en una obra romana: Iphigenia, de Quinto Ennio. Es este el pasaje que se cita como ejemplo y que expresa claramente lo que el ocio significa: 11
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Otio qui nescit uti plus negotii habet quam cum est negotium in negotio; nam cui quod agat institutum est non ullo negotio id agit, id studet, ibi mentem atque animum delectat suum: otioso in otio animus nescit quid velit [….] Incerte errat animus, praeterpropter vitam vivitur.
Texto que podría traducirse más o menos así: “Quien no sabe usar su tiempo libre tiene más trabajo que cuando hay trabajo en el trabajo porque a quien se le ha dado una tarea la cumple, la desea y con ella deleita su mente e intelecto. En la inactividad la mente no sabe lo que quiere […] divaga indecisa, excepto en saber que la vida se vive”. Nada tendría que ver el ocio con la inactividad. Es esta la que hace daño, la que intranquiliza al que no sabe de las virtudes del ser ocioso, que es un estar activo en un hacer carente de objetivos prácticos, propios del ne-gocio, es decir de lo que no es ocio. He aquí lo principal del tener tiempo para ser ocioso. He aquí lo que los clásicos consideraban un valor insustituible que, normalmente, llevaba a un regusto por estar solo y en retiro. Haciendo eco de esa sabiduría precristiana, Fray Luis de León escribe su impecable, bellísima “Oda a la vida retirada” que más tiene de vigor pagano que de sentimentalismos religiosos pseudotrascendentes. Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido 12
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canta Fray Luis parafraseando el segundo de los epodos de Horacio, “Beatus ille”, que es el que trata el tópico de la vida retirada, de antigua procedencia y prolongado uso hasta nuestros días. Beatus ille qui procul negotiis, ut prisca gens mortalium paterna rura bobus exercet suis, solutus omni faenore, neque excitatur classico miles truci neque horret iratum mare, forumque vitat et superba civium potentiorum limina.
Escribió el romano: Dichoso aquel que lejos de los negocios, como la antigua raza de los hombres, dedica su tiempo a trabajar los campos paternos con sus propios [bueyes, libre de toda deuda, y no se despierta, como el soldado, al oír la sanguinaria trompeta [de guerra, ni se asusta ante las iras del mar, manteniéndose lejos del foro y de los umbrales soberbios de los ciudadanos poderosos.
En contraste con la sobria visión clásica de la vida de ocio en soledad, la asfixiada por el ciego dogma del pecado original y su castigo, el motivo que lleva a los anacoretas medievales tiene más de temor que de goce, más de cuarentena para huir de la peste que de gozoso ejercicio intelectual. Importantísima diferencia que define la condición esencialmente humanística 13
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del modelo clásico y la concepción oscuramente pecaminosa, negadora de lo más humano, de la cultura cristiana trascendentalista, que prefiere sobre lo concreto y real de la vida perecedera, lo fantasmagórico y fantasioso de una eternidad en multitud de coro en perpetua alabanza temerosa del castigo. De dos maneras se puede vivir la cuarentena. Del modo sabiamente gozoso de los “sabios que en el mundo han sido” o de la forma atormentada de los que ven demonios en todas partes y ángeles de flamígeras espadas y destempladas trompetas del Apocalipsis. Queda por ver quiénes sobreviven mejor la prueba y cómo será el mundo cuando se abran las puertas de este purgatorio y volvamos al escandaloso negocio de vivir a toda costa y a costa de todos, aunque se hunda el mundo. Erradicada la peste que llevó al encierro, volveremos a nuestras propias funciones de exterminio como la peste que somos, la peor de todas.
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Zona restringida I  
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Salvoconducto Virginia Hernández Reta
Afuera. Dehors. Elena sabe que las preposiciones son lo más difícil de dominar en otro idioma. Afuera hay sol y ella toma la bolsa para salir. Tiene muchos años viviendo fuera. Tantos que ya podría considerar que vive dentro, en, sobre ese otro territorio que no es el suyo, pero casi. Sin embargo, ahora, con lo que está pasando, se siente, más bien, entre. Entre el país en el que reside con su esposo y sus hijos y aquel donde nació y permanece el resto de su familia hay un mundo de diferencia. Pero ahora la sensación de estar entre es mayor. Por primera vez se da cuenta de que, viviendo en la línea divisoria entre Francia, donde está su casa, y Suiza, donde está su trabajo; no sabría, si algo pasara, de qué lado le correspondería pedir ayuda. Se asoma de nuevo. El cielo es azul, después de varios días grises de lluvia. Abre la puerta y el aire frío le pega en la cara. No importa. Regresa para ponerse una chaqueta ligera, una mascada y el cubrebocas. Agradece, como una bendición, poder salir. Camina, atravesando las calles desiertas del pequeño poblado en que habita. Las cortinas de los negocios están abajo, vers le bas. El joven del quiosco donde compra el periódico también ha cerrado. Recuerda la extraña pregunta que él le hizo hace tiempo, cuando le pagaba el ejemplar de Le Monde: —¿Por qué usted siempre sonríe? 17
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—¿Será porque soy mexicana? –se le ocurrió contestar. El joven, sin expresión alguna, le dijo: —Sí, eso debe ser. Hoy Elena no hubiera sonreído. Ha escuchado en la radio la cifra de muertos. Se pregunta si, de haber estado abierto el quiosco, el joven lo hubiera notado. Pero no, recuerda: trae cubrebocas. Elena piensa que los franceses son complicados. Sus mismas amigas lo aceptan: “Nosotros los franceses nos quejamos de todo. Si aquí pasara una mínima parte de lo que sucede en tu país, ya estaríamos reclamando”. Si les pasara, decían los franceses, pero ahora esto les pasa a todos en todo el mundo. Y no hay con quién quejarse. Camina un par de cuadras más. La patisserie está a la vuelta. Podrá caerse el mundo antes de que los franceses cierren sus pastelerías. “El pueblo tiene hambre, su alteza”. “¿Hambre?, pues denle pasteles”. Estos le costaron la cabeza a María Antonieta, si es que alguna vez la tuvo en su lugar, piensa Elena. Y ahora un pastel la ampara, le permite, por unos momentos, estar afuera. Ha tenido que imprimir la autorización donde se estipula a dónde irá, mientras la distancia de su destino esté dans un kilometre de radio. El papel tiene vigencia de un día. Así que, de querer salir de nuevo, tendrá que imprimir otra autorización. ¿Y si se le acaba la tinta a la impresora?, se había preguntado ayer al presionar el botón de imprimer. En la caminata ha constatado que ninguna papelería está abierta ya. No son negocios de primera necesidad, hasta que lo sean, cuando nadie en el pueblo tenga tinta. Entonces nadie podrá salir ni siquiera a recoger un pastel que se ha encargado antes de que todo esto empezara. A cambio, la patisserie está abierta como si el mundo siguiera girando autour del Sol. Abre la puerta y escucha el alegre sonido de la campanilla que anuncia su presencia, la única. Dentro, se 18
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abre un espacio de fantasía. Las luces cálidas cuelgan acogedoras sobre el mostrador. En las vitrinas todavía se exhiben algunos macarrones de color pastel, profiteroles de vainilla, choux a la créme, éclairs au chocolat. contra la pared, unas cuantas baguettes reposan dentro de cestas blancas, sobre un armario antiguo adornado con espigas. En el pequeño refrigerador luce un pastel: el de su esposo, el que los empleados de él le mandaron elaborar como sorpresa de cumpleaños. Elena se detiene delante de esa tarjeta postal que es el mostrador y, a pesar del cubrebocas, inhala profundamente el aroma de pan dulce y de horno. Aquí dentro nada ha cambiado, piensa. La dependienta le pregunta qué se le ofrece. Su impaciencia obliga a Elena a voltear. La joven, vestida como panadera, pero con guantes y también cubrebocas, la mira desde atrás de un acrílico transparente que han colocado frente a la caja para limitar el contacto entre los despachadores y los clientes, aunque no haya más cliente que ella. —Buenos días. Vengo a recoger un… –inicia Elena en perfecto francés, señalando el único pastel dentro del refrigerador. —¿Tiene el número de comanda, madame? Elena asiente. Consulta su teléfono móvil y le dicta la cifra. —¿A nombre de quién está el encargo? —Allard. Elena da el apellido de la chica, quien, en nombre de los empleados de su esposo, encargó el pastel hace más de un mes. En circunstancias normales esa chica habría pasado a recogerlo y lo hubiera llevado a la oficina. Ahí lo hubieran repartido entre el equipo de su marido, a la hora de la comida, y le habrían cantado el Joyeux anniversaire. Pero no son circunstancias normales. —No tengo ese nombre registrado. —Pero te he dado el número de la comanda. —Necesito que el número de la comanda corresponda con el nombre de quien lo encargó. 19
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Elena mira a la joven que la observa, a su vez, inexpresiva, desde la distancia de sus ojos claros y la improvisada muralla de acrílico transparente. A pesar de los macarrones coloridos, le viene a la mente el quiosco del periódico y las noticias de la radio. Elena da el nombre completo: —Solange Allard. Ella encargó el pastel. —Sí tengo un pastel encargado por una Solange, pero no es Allard. Elena parpadea. No ve otro pastel más que el que espera dentro del refrigerador, con letras que dicen, lo alcanza a ver, “Felicidades, jefe”. —Ah, sí, quizá ese sea su apellido de soltera –concede Elena–. Quizá dio el de casada. —Necesitaría rectificarlo, madame –le responde la chica con los brazos en jarras, pertrechada detrás del mostrador. Elena marca en el teléfono, pregunta y cuelga. —Baudin. La comanda está a nombre de Solange Baudin. La joven revisa en su cuaderno y asiente. —Efectivamente. ¿Puede pedirle a la señora Baudin que le mande fotografía de la comanda? Elena no puede creerlo. ¿Por qué la chica insiste en complicarle la existencia? No hay más que un pastel en el refrigerador, una comanda en el cuaderno y el nombre de una Solange escrita en él. —¿Cómo? —Usted no trae la impresión de la comanda. Necesito rectificar que su amiga la tiene. Elena marca de nuevo mirando a la joven. Tras unos instantes le muestra la fotografía de la comanda. —Y si su amiga puede mandar una fotografía de su identificación… Elena la fulmina con la mirada. Incólume, la chica termina: —Es el procedimiento normal. 20
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Nada es normal, tiene ganas de gritarle Elena. Que este lugar esté vacío, que venga ella a recoger un pastel cuando hay gente muriendo infectada por miles en todo el mundo, que su marido cumpla años en medio de una pandemia, que el planeta esté paralizado desde hace un mes y que la cotidianidad parezca tan lejana, hacia atrás o hacia adelante o con cualquier preposición que se decida usar. Se controla y articula con frialdad: —No hay nadie más que pueda venir por ese pastel en este momento. La joven lo duda por unos instantes. Baja la mirada y se dirige al refrigerador. Afuera. Dehors. Elena sale al sol y al aire. Atrás queda la pastelería. Va con el paquete hermosamente envuelto en las manos, y con la venganza de no haber comprado, como hubiera querido, macarrón, éclair o choux alguno. Sin embargo, en la esquina se detiene. Voltea la cabeza. Alcanza a ver que adentro, dans la patisserie, la chica se ha sentado sobre un banco, detrás de su muralla transparente, y se mira las manos. Quizá la joven, se le ocurre a Elena, la haya visto salir con ese pastel como se ve volar una hoja donde se ha escrito algo que no debe extraviarse. ¿Y si el pastel había sido para la chica, como para ella, el último reducto de normalidad? Elena mira el paquete en sus manos, el salvoconducto que, en pocas cuadras, dejará de serlo. Antes de atravesar la calle, voltea a un lado y al otro, innecesariamente, pues sabe que no hay autos. Se encamina de nuevo, todavía afuera.
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Bolsas para cadáver Amélie Olaiz
Desde que inició el confinamiento, Laura había hablado muy poco con Isabela. Supuso que estaba ocupada con los niños y las medidas de higiene que debía tomar; la imaginó entre burbujas de jabón lavando frutas y verduras, desinfectando los objetos que entraban a su casa con paños empapados en cloro. El interminable lavado de manos y cara a los niños que, conociéndolos, debería ser veinte veces al día. En esas cavilaciones estaba cuando le escribió el primer mensaje de WhatsApp. Varias horas después recibió la respuesta de Isabela. La conversación confirmó sus suposiciones: el trabajo había aumentado, no solo era la pandemia y todas las medidas de seguridad que implica, sino los niños y las clases virtuales, que requerían la supervisión constante para que no se distrajeran. Son demasiado chiquitos para estas locuras, dijo. Pero dentro de todo había algo positivo: su trabajo, en lugar de disminuir, como les pasaba a muchos, había aumentado. Nos ha ido muy bien, dijo, los pedidos aumentan como la espuma que mata al virus. A la gente le urge hacer ejercicio en casa, y nos compran casi todo lo que maquilamos en China, y, por supuesto, productos nuevos. Así que ya te imaginarás la cantidad de trabajo, entre los niños, la casa, la pandemia y los pedidos de Amazon y Mercado Libre. ¿Y qué es lo que más 22
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están vendiendo?, preguntó Laura, ¿las ligas de ejercicio o las bicicletas fijas? Sí, mucho de eso, pero sobre todo tapabocas, caretas, bolsas para cadáver y todo. Laura soltó el celular sobre el cojín del sillón y fue hacia la cocina hasta llegar al congelador. Lo abrió. En cuanto el frío le golpeó la cara se dio cuenta de que había olvidado qué buscaba. Regresó por el celular para leer de nuevo lo que había escrito Isabela: Bolsas para cadáver. Conocía bien el humor negro de su amiga, a ella le gustaba que fuera así, en general se reían mucho, pero… ¿bolsas para cadáver? Neta??????, tecleó con una histeria creciente. Sí, escribió Isabela, junto a un emoji lleno de lágrimas. Es el negocio del momento, agregó. De ahí pasó a recomendarle un distribuidor de la central de abastos que llevaba todo a domicilio, le mandó las listas de precios y de productos. Yo despedí a mi personal de servicio, con goce de sueldo, y la que limpia ahora soy yo. Me la paso entre la cocina, el trapeador y la chamba del despacho, le dijo Laura. Le daba mucha envidia pensar que Isabela seguía contando con la ayuda de dos espléndidas muchachas. Ya no son dos, afirmó. Una se fue; que el papá, ya sabes, las mentiras que dicen. Espero que la otra me dure hasta que esto se acabe, si no, me muero, terminó diciendo con un emoji diabólico. Laura prendió la televisión, quería ver el informe del subsecretario de salud sobre la pandemia, recordaba vagamente alguna cifra con relación a los muertos por covid, pero sintió la necesidad de estar actualizada. Aunque hablaban de un modelo centinela (multiplicar las cifras oficiales por 8.2), Laura no confiaba en la información del gobierno. El presidente populista había ido ganando la desconfianza de la población más letrada, incluso de quienes votaron por él. No solo por sus malas decisiones financieras, su paso firme por encima de la ley y sus licitaciones a modo, sino porque había dilapidado poco a poco las instituciones culturales. Quiere volver más brutos a 23
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todos, aseguraba Laura. Los discursos presidenciales, bastante rupestres, iban dirigidos a la población más pobre, más ignorante, que creía ciegamente en una esperanza, en una idea que les habían dado como carnada y que, a fin de cuentas, pensaba Laura, era la que sufriría los estragos más severos de la pandemia. En Iztapalapa, una colonia popular, todos andaban en la calle como si fueran inmortales. O porque no les quedaba otra, pensó, si no se morían de covid se morían de hambre, vivían al día. Once mil seiscientos treinta y tres casos confirmados, mil sesenta y nueve muertes, sin tomar en cuenta los que habían muerto por neumonía atípica. La novedosa causa de muerte que había incrementado desde que inició la pandemia, pero que no se sumaba a las cifras oficiales de defunciones por covid. ¿Cuáles eran las cifras reales? Pasaron varios minutos hasta que Laura volvió a teclear algo. ¿Cuántas bolsas para cadáver has vendido? No hubo respuesta, dieron las doce de la noche e Isabela no contestó. Laura dormitaba soñando con cosas muy extrañas: Sus muchachas, ¡las suyas, de años!, vestidas con kimonos negros, cubiertas con largas mantillas, también negras, sentadas frente a máquinas de coser que, en lugar del habitual sonido mecánico, producían un ruido similar al de las plañideras, mientras se veían caer al inframundo infinidad de bolsas de colores, bolsas para muertos, con grandes etiquetas que señalaban la talla: small, medium, large y extra large. No pueden ser unitalla, afirmaba Laura entre sueños, ya cerca de las tres de la mañana. Se despertó sudando y volvió a ver el celular con la expectativa de encontrar palabras de Isabela. Algo esperanzador como reconocer que había sido una broma, como tantas otras. Pero nada, ni siquiera estaban las palomitas azules del WhatsApp. ¿Cómo podía dormir Isabela, a pierna suelta, sabiendo que en ocho días tendría que entregar un pedido de cientos de bolsas para cadáver en Tultitlán? ¿Cuántas de cada tamaño? Laura amaneció mal dormida y de malas, 24
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recibió un pedido del súper y mientras desinfectaba todo hacía un poco del home office pendiente, atendía a las perritas, a la cotorra, preparaba algo para la comida de su hijo y su esposo, y limpiaba la casa. Le dieron las tres de la tarde. Buscó su celular. Isabela no había contestado, ni siquiera había visto el mensaje. Tres días más en los que, en sueños, Laura y sus máquinas plañideras habían cosido alrededor de treinta mil bolsas para cadáver. Al cuarto día Isabela contestó. No he vendido ni una todavía, escribió, parece que el gobierno tiene el negocio acaparado y no hemos conseguido los permisos de importación. ¡Uf!, creí que era verdad. No, aún no, pero ya estoy mercando con las costureras que hacen los uniformes de Miguelito, la tienda esa de ropa para baile. Ellas se dedican ahora a coser bolsas para muerto.
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Aquel lugar antes llamado cine Daniel Sibaja
Imaginemos el presagio ermitaño del actor a través de la pantalla. Un Leonardo teñido del cabello y de un embravecido Lacoste blanco como su único uniforme hollywoodense recibe una de esas siluetas tan opacas que, borrándose en las filas del teatro, trata de persuadirnos para volver a la selección de asientos por una ráfaga de ansiedad y nostalgia después de la parálisis mundial a causa de una pandemia. Eso es una tonta excusa, dicen los comentarios de abajo, una chica revuelta levanta la voz a través de su móvil y decide escribirle que esas son puras patrañas. Hablemos del conflicto de manera desapercibida, vuelve a decirnos Leonardo, porque hay un agujero creciente en los teatros del mundo y su fondo es intocable. Se puede notar en nuestros maravillosos hijos que pronto dejarán de pedir esas salidas nocturnas con el ticket promocional 2x1 en el bolsillo. 26
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Tal vez diremos, responde una vez más la queja de un fanático desde su habitación oscura: el día que nos cubrimos la boca al mundo enfermo se le aclaró la vista, y ese fue el recuerdo más inmediato de una sala de cine repleta con golosinas en el intermedio, un rincón para el agasajo de los novios recién aparecidos. No fue accidental, teníamos la advertencia. Desde que comenzamos a asistir a los mayores eventos de la metrópolis cada fin de semana. Después de achocarnos sin sentido en un espacio de conglomeraciones extremas con cantidades enormes de gente extraña, antipática, sudorosa. Tal vez, defiende un estudiante de comunicación, pasaremos a otra etapa de la humanidad, pues la tecnología es evolutiva y cambiará nuestras formas de vida. Esto lo afirma de manera solitaria gran parte de la audiencia, ya que construir teatros para mirar películas siempre fue –y esto lo deja en claro el mismo Leo, quien luego se convence por lo que mira en las plataformas– una estúpida y muy mala idea. Leonardo, entonces, camina y estornuda por un pasillo de asientos en ruinas, esconde el celular para dejar de leer los comentarios. Avanza despacio y hace explotar las últimas chucherías olvidadas en el suelo. Su prenda brillosa comienza a mancharse por los nachos y el queso, la bolsa encarecida-y-acaramelada de maíz con mantequilla, el charco templado y sin gas de Coca-Cola, alguna gomita de pingüino en varios sabores. Con todo y el rostro torcido, cabizbajo, barre lentamente –junto con el premio por el cual alguna vez lo ovacionaron– el teatro que años atrás era imposible concebir en una pantalla aún más pequeña y sencilla que la que vieron sus abuelos.
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Lawn Bags Dolores Gloria
Antes de irse a dormir, Aarón prometió que al día siguiente todo cambiaría; por fin iba a empezar a ser un hombre de bien, nada de flojeras ni medias tintas, hasta ese momento toda su mala suerte había sido resultado de su necedad, pero a partir de “mañana” sería un hombre nuevo. Tuvo una visión, y sintió alivio cuando por su ventana vio la calle atestada de gente. Supo entonces que estaba decidido a cambiar. Durmió con esa sensación extraña de ansiedad por el alba, como quien espera el día de su boda o un viaje lejano. Cuando despertó se dirigió a su jardín con esa plenitud de nueva vida, no sabía por dónde empezar y al mirar el pasto cubierto de hojarasca supo que su nuevo comienzo consistiría en limpiar hasta la última hoja y respirar el otoño; ya se imaginaba cómo cada hoja que levantara representaría un triunfo. Así que fue al supermercado más cercano a comprar lawn bags. En la primera tienda le preguntó a uno de los empleados: ¿Dónde están las lawn bags? El empleado le dijo que en esa tienda y en esa temporada siempre se quedaban sin lawn bags. Aarón trató de mantener la calma, pero la misma agonía que lo visitaba todas las noches ahora lo acompañaba con la ironía de la simpleza: no hay bolsas para la hojarasca. Iré a otra tienda, pensó Aarón cuando su negación se aferraba a la esperanza. Cuando visitó la segunda tienda ya estaba desesperado; el encargado le dijo que no se preocupara, 28
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que tal vez no había hoy, pero que regresara al otro día. Aarón replicó, tiene que ser hoy, y se marchó frustrado; el pueblo era pequeño y caminó hacia la última tienda, pensó en su vida, el porqué de su soledad, pensó también en sus días felices y en la transformación que se le iba de las manos, trató de sostener la razón por un momento, pero a la razón le gusta ser fugitiva. Cuándo entró al último local del pueblo la ira había invadido su rostro y sus pasos. Ya, en el pasillo del jardín, vio de nuevo el estante de las bolsas vacío, vio también su vida vacía, su corazón vacío. Así que solo compró una cuerda, porque eso sí estaba in stock, y llegó hasta el árbol de su patio trasero, lleno de hojas de otoño, lleno de muerte, y pensó en su imagen colgando al pie de la miserable hojarasca. Pero la soga no sostuvo su cuerpo y, al caer, se rompió el cráneo con una piedra del jardín; y las hojas se encargaron de cubrir su cuerpo con el otoño cada vez más severo. Algunos meses después no solo dejó de haber bolsas para la hojarasca, dejó de haber alcohol, agua y hasta papel higiénico debido a una pandemia que volvió loco al mundo entero creando un desabastecimiento de casi todo. No sé si Aarón sigue ahí, al pie del árbol, pero hoy me pregunto si habrá hojarasca, si habrá otoño que pueda cubrir cuerpos este año, o si la visión de Aarón era mejor que la de nosotros.
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Las siete palabras Bertha Jacobson
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Incapaz de ver nada en la negrura de la caverna, atontado por las pastillas para dormir, con corrientes de agua empujándolo como si fuera un barquito de papel y asido a una soga porque en ello se le iba la vida, Rodolfo Vallejo clamó una y otra vez la conocida frase de la pasión de Cristo. El libreto original no incluía dicho anticlímax, pero Rodolfo recurría a la improvisación desde mediados de marzo, cuando la pandemia del covid-19 los obligó a cancelar la obra de su famosa tía abuela, la dramaturga Inés Fonseca –su maestra y a quien él veía como una madre. Alcanzando características apocalípticas, la infección se propagó sin respetar fronteras y se impuso el distanciamiento social como una nueva norma de vida. Cientos de miles de personas desempleadas, entre ellas Rodolfo, quien aceptó la invitación de Inés y se mudó temporalmente a San Antonio, Texas, para convertir la obra musical al aire libre en una serie por Internet. —¡Esto será mejor que Jesucristo Superestrella! –afirmó Inés, entusiasmada. Rodolfo intentaba abrirse camino como actor, y un año atrás su tía le había asignado el papel estelar. Tomando muy en serio esta oportunidad, el joven invirtió gran parte de su tiempo libre, en el 2019, para transformarse en el personaje de Jesús. Se 30
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dejó crecer la barba y el cabello. Ahora lo llevaba en un chongo tipo man bun y, además de broncearse, se sometió a una rutina de ejercicio y alimentación que lo dejó con quince libras menos y una tonalidad muscular envidiable. Hubo también un cambio interno. ¿Cómo representar a Jesús y repetir las conocidas frases de la Biblia sin un renacimiento espiritual? Una necesidad tan intensa de oración se apoderó de él que lo llevó al ayuno y la reflexión. Acudía antes del amanecer a un parque cerca de su apartamento en Phoenix, donde los saguaros reemplazaban los olivos de Getsemaní. Ya que sus ingresos como actor eran casi nulos, Rodolfo vendía condominios de tiempo compartido y tenía contacto continuo con multitud de personas de todo el mundo. Debido a que la tía Inés era mayor y, por lo tanto, vulnerable al virus, cuando el joven llegó a San Antonio, por acuerdo mutuo, decidieron mantener la distancia. A pesar de habitar en la misma casa, no comían juntos y trabajaban en cuartos distintos, utilizando sus celulares para comunicarse. El programa del Domingo de Ramos fue un fracaso, con tan solo treinta visitas. —Tía, ¿no sería mejor esperar y reanudar este proyecto el próximo año? —Por supuesto que no, Rodolfo –contestó la tía, impasible–. Algo se me ocurrirá. Y así fue. Algo se le ocurrió, pero cuando lo compartió con Rodolfo, este enfureció. —¿Cómo puedes presentar la pasión de Jesús y engañar al público? ¡Es detestable! —Imagínate la impresión que causará la noticia de que la ilustre dramaturga se contagió del virus y su talentoso sobrino nieto, en solidaridad, continuará con el programa –repuso la mujer–. Tus escrúpulos son una tontería. Soy productora y escritora. 31
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Esto es teatro, hacer creer a la gente cosas que no son ciertas. Allí radica mi éxito. —¿Y si me niego a participar? —Ay, hijo, ¿cuántos años llevas rodando de audición en audición para obtener algún papel notable? No has logrado salvo unos cuantos comerciales locales. Bajando la mirada, Rodolfo reconoció que deseaba seguir adelante tanto como ella. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, le vino a la mente y se sintió vil e hipócrita. Utilizando las etiquetas #quedateencasa-covid19, #inesfonseca -covid19 y #semanasanta-covid19, la tía lanzó una campaña publicitaria atiborrada de fake news. Dando a entender que se debatía entre la vida y la muerte, el número de likes y visitas a su canal de YouTube acrecentó de la misma manera que el número de casos en la pandemia: exponencialmente. La transmisión del Jueves Santo alcanzó diez mil visitas en la primera hora. Los sentimientos encontrados de Rodolfo iban del éxtasis al arrepentimiento. —Haré penitencia, tía. Permaneceré en el sepulcro desde el Viernes Santo hasta el Domingo de Resurrección. Quiero sentir la misma oscuridad por la que pasó nuestro Señor. La tía Inés aplaudió desde la otra habitación y exclamó: —¡Así se habla, sobrino! Nada mejor que una inyección de telerrealidad para incrementar la popularidad de nuestra serie. Con esta noticia el canal recibió todavía más visitas. El programa del Viernes Santo, con escenarios virtuales y efectos especiales, superó los cuarenta mil visitantes. Rodolfo, vestido únicamente con un pañal para adultos debajo de una túnica blanca, se recostó sobre la mesa de piedra cubierta en lino. Antes de que cerraran la puerta ubicó a su derecha la línea de vida, una soga de seguridad que circundaba la caverna y podría guiarlo hacia la salida, en caso de emergencia. El director insistió en que llevara agua, una linterna y su 32
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celular, pero Rodolfo tan solo movió la cabeza y lo despidió con un movimiento de la mano. Cara a cara con la nada, el actor se tocó los ojos porque no podía diferenciar si los tenía abiertos o cerrados. Oía el correr del agua en la distancia y el aleteo de murciélagos. La Caverna Sin Nombre, en Boerne, Texas, era su sepulcro. A los pocos minutos, las pastillas para dormir empezaron a surtir efecto y los párpados del joven se tornaron pesados. Lo despertó la sensación de bichos deslizándose por sus brazos y piernas. Con un sobresalto se sentó en la cama de piedra, sacudió el cuerpo y no se percató de haber girado 180º. La soga a su derecha, que al principio apuntara hacia la salida, ahora lo llevaría en dirección opuesta. Recostado de nuevo, intentó conciliar el sueño, pero su mente divagaba en un raudal de pensamientos desconectados. El engaño de la tía, sus lecturas bíblicas, la situación del coronavirus, los pecados del mundo. Con la humedad de la caverna, su cuerpo empezó a titiritar de frío. ¿Qué tontería había cometido? ¿Cómo fue a meterse a la boca del lobo sin preparación alguna? ¿Acaso pensó que el interpretar a Jesús le concedía el don de hacer milagros? Con palpitaciones en las sienes, entumido por el frío y el corazón saliéndosele del pecho, ninguna de las técnicas de relajación y meditación surtió efecto. Preferible ser considerado un cobarde que morir de hipotermia. Se incorporó y tomó la soga a su derecha. Caminó lo que calculó sería suficiente para llegar a la puerta, pero al tantear a su alrededor no encontró nada. Regresó sobre sus pasos hasta la mesa e intentó recordar la distribución de la caverna. En medio de la oscuridad era imposible concretar algún punto de referencia. Asido a la soga incorrecta, caminó de nuevo sin saber que se adentraba más en la cueva. Empezó a rezar en voz alta, pero su voz aumentada por el eco de la gruta no hacía sino erizarle la piel. Sus pies tocaron 33
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fango y se hundieron un poco dificultando su marcha… el agua filtrándose en los muros de la caverna le salpicó las mejillas. La mente ofuscada y confundida de Rodolfo no registró el peligro hasta mucho tiempo después. Siguió avanzando como en un trance, aun cuando sus pies se hundían en el fango y el agua corría entre sus pantorrillas. La túnica mojada le pesó y se deshizo de ella. Con las manos en la soga como única guía, siguió avanzando hasta que su frente topó con una estalactita y cayó al suelo, las rodillas se hundieron en el fango y la corriente de agua le golpeó el pecho. Aterrado, clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. La telaraña mental rescató un recuerdo lejano… en este sistema de cavernas comunicadas, allá en el 2007, el antiguo dueño de este lugar había fallecido ahogado en la caverna conocida como la del hombre muerto. Rodolfo era un adolescente y la noticia le impactó. ¿Sería posible que el fantasma de aquel desdichado lo mandara a traer hasta aquí para no penar en solitud? Su cuerpo agotado y los dedos engarrotados en la soga empezaron a ceder. “En tus manos encomiendo mi espíritu, y todo está consumado”. ¿Serían estas las dos últimas frases de su vida? Un haz de luz lo cegó y sintió la fuerza de varios brazos levantarlo en vilo. Suspiró aliviado cuando lo recostaron en una camilla y lo cubrieron de la cabeza a los pies con frazadas calientes. La luminosidad del día era tan intensa que lastimó sus ojos y le pusieron un antifaz encima. El cuerpo le dolía tanto que imaginó haber estado dentro de una mezcladora de cemento. Tenía guijarros enlodados adheridos a su piel y magullones por los golpes de la corriente. —Tengo sed –musitó, y alguien le dio una cucharadita de hielo raspado. Lo conectaron a una intravenosa y el efecto de la medicina, junto con el vaivén de la ambulancia, fue arrullándolo. Allá, a lo lejos, percibía la conversación de los paramédicos. 34
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—Tuvo suerte que instalaran cámaras de visión nocturna en la caverna. Recibimos más de cuarenta llamadas de personas que veían la transmisión en vivo. —Pues es un lunático. Mira que hacer esto en cuarentena y sin ayuda de nadie. La pobre tía agonizando y este irresponsable se entierra en vida. El primer impulso de Rodolfo fue gritar que la tía estaba bien y que todo era una farsa, pero reconoció que él era tan culpable como ella. “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí está tu madre”. —El sensacionalismo vende, por simple curiosidad entré a ver esta estupidez en YouTube y tiene más de trescientas mil visitas. ¡Trescientas mil visitas! A pesar del dolor, una sonrisa de felicidad asomó al rostro de Rodolfo. “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
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Sobre el hielo Virginia Hernández Reta
No cree saber mucho sobre el hielo, ella que habita en una ciudad de un país no tan lejano al Ecuador. Sabe que el hielo necesita de la ausencia, de la nada, de los cero grados de calor. Sabe que altera el sabor del martini, que la ginebra debe sacudirse cinco veces, ni una más –así lo hace su marido–, con el hielo frappé dentro de la martinera, antes de vaciar el licor en la copa transparente, el líquido transparente y el hielo transparente. Su tía S no dejaba a sus hijas tomar nada con hielo. Tampoco helados. Temía que se irritaran la garganta. La tía S murió de cáncer cerebral a los 43. Las primas quedaron huérfanas siendo adolescentes. Nada tuvo que ver el hielo. Sabe que el hielo –lo ha visto en fotos– tiene unas tonalidades hermosas en el Cono Sur, allá al fondo del continente. Sabe que se cae en trozos gigantescos con un sonido no de vidrio quebrado, como se podría imaginar, sino de avalancha sorda, opacada por el frío y la desolación. Sabe también que el hielo fue la causa de la tragedia del Titanic. Traicionero el hielo que se esconde en los oscuros mares del norte, mostrando solo la punta. Traicionero el hielo negro que se disfraza en el asfalto, después de que se derrite la nieve en los países fríos y vuelve una pista de patinar el pavimento. Una pista de patinar. 36
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Sabe que se acumuló una vez cuando era niña, en forma de granizo como manto en el jardín, y otra vez cuando sus hijos eran chicos y que abrieron la puerta de cristal para ir a recogerlo en puñados macizos, casi blancos, un tanto sucios por el polvo de la ciudad. Sabe que el de las bolsas de plástico, en los refrigeradores afuera de los supermercados, presume no haber sido tocado por la mano del hombre. En cambio, los grandes bloques que los repartidores bajan de los camiones, les han servido de silla en el trayecto y salen arrastrados por el piso metálico del vehículo hacia las carnicerías. Los hombres los sacan con grandes pinzas como fórceps, y el hielo, sucio y manoseado, nace pesadamente a la luz. Sabe que se labran figuras de hielo para decorar banquetes. Le parecen un poco tristes, no por ser efímeras, sino porque piensa que el hielo no tiene vocación de ser otra cosa más que lo que es. Alguna vez visitó una exposición de esculturas de hielo en la ciudad forastera de H. Afuera hacía un calor que derretía las palmeras del parque. Adentro de una carpa, había otra instalación hermética a la que se podía entrar para admirar las esculturas conservadas a -13 grados Celsius. Jamás había estado a esa temperatura. Entró. Le decepcionó ver que las figuras estaban coloreadas y las que no, eran blancas y no transparentes. Había imaginado perderse en un mundo de cristal y ahora estaba delante de grandes escenografías contradictorias: la representación de una playa con arena, pelota de colores y gaviotas, todo hecho con hielo teñido. Como plástico. Sabe también que el hielo sirve para desinflamar. Su abuela guardaba dos bolsas de hule grueso: la del agua caliente, alargada y aliviadora, y la del hielo. Ambas tenían ese mismo color rojizo deslavado y un lejano olor de droguería antigua. La bolsa para el hielo era circular, como una boina plástica, y nunca significó un consuelo. A veces es necesario colocar 37
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hielo y después calor. Y, después de unos días, solo calor. El hielo sirve al inicio, cuando el dolor es intenso y no se sabe qué hacer con él. Sabe lo esencial del hielo, que es frío y duro, algo que todo mundo sabe, pero que ella experimentó por primera vez cuando, adolescente, se resbaló en una pista de patinaje. Había ido con un chico que no le gustaba, pero del que después se hizo novia. Fue una decepción la superficie de la pista que imaginaba de una lisura casi filosa. De cerca, estaba llena de rayones y surcos de humedad. Las personas circulaban en bloque en un mismo sentido. Los patines rentados se sentían tan fríos que parecían estar húmedos. Después de un par de horas, se quitó los patines y el hielo fue un alivio por estar lejos de él. A pesar de ello, disfrutaba ver por televisión las competencias de patinaje, sobre todo la de parejas porque sabía que, generalmente, eran par dentro y fuera del hielo. Indisolubles, como cuando se pega la lengua al hielo y no hay manera de arrancar una cosa de la otra. Para separarse, es cuestión de elevar la temperatura, trasgredir la naturaleza del témpano. Pero los patinadores no se separan. Al contrario, parecieran pertenecer al hielo, imponerle el rasguño de las cuchillas afilando su superficie, brincar sobre él y, al caer, lanzar con un chasquido esquirlas de agua congelada para, después, deslizarse de nuevo, exactos, los patinadores. Sabe eso del hielo y hubiera querido no saber más, pero ahora se entera, leyendo la noticia, que el hielo nunca será igual. Se imagina a los voluntarios abriendo las puertas a esa pista de hielo donde hasta hace poco se garabateaban los círculos trazados por los patines de los pobladores. Ahora, se escribe nada. Van los voluntarios colocando, poco a poco, sobre el hielo los cadáveres que ha dejado en pocas semanas la pandemia. En lo que han sido días de infierno y a falta de anfiteatros, la pista de hielo de M, al otro lado del mar, se va llenando de 38
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cuerpos alineados en pilas. Imagina a los voluntarios esperando, esperando que no lleguen más, que alcance el espacio, que eso se acabe. Los muertos, esperando también, que haya quien los encuentre, quien los identifique a tiempo, que el frío los conserve… Y la humanidad entera, descolocada, esperando a que todo, incluido el hielo, encuentre su lugar.
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Pandemia Girl Luisa Govela
Amanece y me vuelvo invisible. Como otros se vuelven católicos o testigos de Jehová, o algún animal que reencarnaron en otra vida. Seguramente me va mal en esta vida porque fui malvada o perversa en una vida anterior. Pero no creo en la reencarnación, son solo pretextos inocuos de mi fantasía para explicarme este castigo de tener que convivir con mis padres 24/7. No entiendo qué hice para merecer esta pesadilla de la cuarentena forzosa. Y me cansa oír que vamos a salir ganando, nos vamos a transformar en mejores personas. Yo me conformaría con volverme tigre o lobo o vampiro. O simplemente invisible. Quizá esto es lo más sencillo: la invisibilidad. No ha sido fácil, no, es un proceso complejo, de larga duración, esto de volverse invisible. Y no solo cuando amanece me transformo. A veces ocurre en forma inesperada. Por ejemplo, después de bañarme. Me seco, y de repente ya no veo mis dedos de las manos ni de los pies, ni mucho menos la punta de mi nariz. ¡Como por acto de magia! El mago deja caer un lienzo sobre la paloma que extrajo de su sombrero de copa. Su joven y bella asistente, en bikini cubierto de lentejuelas, gira alrededor de la mesita donde la paloma tiembla, la chica distrae la atención del público. Entonces el mago, tras unos ademanes misteriosos, levanta el lienzo y ¡zas!, la paloma ha desaparecido. Como por obra de un espíritu emplumado, sabio y legendario, casi hombre, casi dios, una llamita que el 40
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viento apaga, ahora un simple soplo de aire perdido en el espacio inmenso que nos envuelve. No ha sido fácil, no, nada fácil esto de volverme invisible, o transformarme en el fantasma de mí misma. ¡Cómo quisiera volverme invisible cuando Mamá me grita o me da una bofetada porque quiero defender a mi papá! Cierro los ojos y me lleno de fe, me arraigo de las raíces de la esperanza, ¿esperanza de qué? La vida nos ofrece muchos caminos. Admito que aún no domino por completo el arte de la invisibilidad. Me esfuerzo, cierro los ojos y me concentro: viajo dentro de mí. Todo en mi interior es fresco, flexible. Quiero que el espíritu de la paloma me habite por completo: me llene hasta la punta de los dedos, hasta la punta de cada uno de mis cabellos. Lo importante es seguir practicando, hasta dominar el arte y transformarme cuando sea más conveniente. Por ejemplo, en este tiempo de encierro forzoso que padecemos por la malignidad de un miserable virus. Se trata, por supuesto, de un demonio invisible. ¡Qué envidia del virus que puede permanecer invisible todo el tiempo! No es que todo lo de antes fuera formidable. De ninguna manera. Pero tener que convivir todo el día y toda la noche con mis padres es superior a mis fuerzas. Mi madre se levanta, deja el libro y mira el reloj. Tiemblo: se acerca un huracán y puede acabar con mi mundo, con mi vida entera. Mamá está tomando medidas preventivas por si el pirata Lorencillo vuelve a atacar. Lorencillo el pirata es el nombre de cariño que he dado a mi padre. Para mí, Papá es tan guapo como Johnny Depp. Quizá lo rebautice con el nombre de Jack Sparrow, pirata temible pero amoroso. ¡Ay, mi Lorencillo Johnny Depp con su barba partida y su mirada pícara, cómo lo amo! Siempre ha sido cariñoso y comprensivo conmigo. Mi princesa encantada –me dice– y veo en sus pupilas mi reflejo iluminado por la luz de su amor 41
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(aunque suene cursi, así es, ni más ni menos). Cuántas mujeres dieran el oro y el moro por tener en su haber el amor de Johnny Depp. Yo lo tengo gratuito y a domicilio. Pero, por favor, no se confundan: el nuestro es un amor filial, puro, inasible e inmensurable. Papá me ama tal cual soy, y yo a él, igual. Con la ayuda del amor paterno siento que puedo enfrentarme a cualquier adversario: me puedo reír del coronavirus en su cara, puedo desarmar con dos golpes de mi espada Excalibur al terrible demonio pandémico. ¡Ayy, pero mi madre acaba con todas mis esperanzas, pulveriza todas mis fantasías! Mamá sostiene que mi padre es un desastre. Opina que es un hombre pusilánime y perverso, un cobarde sin ambición alguna. Quisiera poder transformar su juicio con el mío: Papá es bueno y gentil. Quiero volverme invisible cuando Papá llega tarde y Mamá no lo deja entrar. Esta noche ha colocado las sillas de comedor junto a la puerta de entrada para que no pueda abrirla. Entonces Lorencillo el pirata intenta derribar la puerta a patadas y golpes, grita iracundo y se pega al timbre y Mamá también vocifera y me cubro los oídos por el escándalo. Han despertado a los vecinos que nos gritan de cosas y temo llamen a la policía. Estoy que reviento de vergüenza y nervios. Me acerco a quitar las sillas para que mi pirata pueda entrar al puerto y mi madre me jala violentamente de los cabellos, y me duele mucho y la rasguño y me pega una bofetada. Cuando por fin logra entrar, mi Jack Sparrow llega trastabillando como si fuera un pirata de verdad, con una pata de palo. Corro a abrazarlo y Mamá me jala del cuello del vestido. Siento que me ahorca y toso porque me falta el aire. Papá quiere protegerme de ella y Mamá lo golpea en la espalda con los puños cerrados, y Lorencillo vomita sobre la alfombra blanca de la sala. Esto es más de lo que ella puede soportar. Es fanática de la limpieza, sobre todo ahora con la amenaza del coronavirus. 42
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Entonces mi madre, a su vez, vomita una letanía de insultos a mi padre: ¡Inútil! ¡Borracho de mierda! ¡Eres un irresponsable, rata inmunda, sales a tomar cuando estamos en cuarentena! ¡Poco hombre, pones en riesgo a tu familia! Y llora y grita a todo pulmón. Papá también llora y masculla insultos: ¡Pastillera! ¡Higiénica! Yo me siento mareada y harta de tanto escándalo y agresiones y me transformo en un horrible monstruo, más horrible que el coronavirus. Lanzo un temible aullido: ¡Basta! ¡Me van a volver loca! ¡Ya no puedo más! ¡Chinguen a su madre los dos! Mis padres callan y me contemplan, asustados. Mamá corre a encerrarse en su recámara, dando un portazo y dejando afuera a mi papá. Pero me siento aliviada de que no se encierren juntos a seguir peleando porque temo se puedan agredir más. Con tristeza e irritación contenida, ayudo a mi papá a quitarse la camisa mojada por su vómito. Le quito los zapatos y él se desploma en el sofá de la sala, entre hipos y mascullando excusas e incoherencias. Traigo una cobija de mi cuarto y lo tapo. Después me encierro en mi recámara a tratar de dormir un poco, porque mañana debo estar presente y activa ante mi laptop para recibir mis clases virtuales y no quiero que los otros niños vean mi cara hinchada por el llanto ni a mi Johnny Depp roncando en el sofá. Mayo 2020
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Los efectos secundarios del coronavirus Carlos Ponce Meléndez
Supe de él una tarde de diciembre. “El coronavirus está causando estragos en una provincia de China”, decía la nota en el periódico. Al principio no le di importancia, los noticieros reportan millones de catástrofes para asustar a la gente y así seguir vendiendo noticias alarmantes y chismes del jet set. Si lo sabré yo que fui reportero del Noticiero Chingüengüenchón. Claro, eso fue antes de que muriera papá y me dejara su negocio de arreglar zapatos y vender sandalias y huaraches de México. Pero el lunes siguiente me llamó mi hermana Felicidad para decirme que había visto en la televisión que ese virus podría acabar con la mitad de China. Mi hermana estaba muy preocupada, pues su negocio de importar productos medicinales de ese país se podía venir abajo. “Imagínate, Pedro, si mis clientes se enteran de que ese bicho viene de China, ya me chingué, ya no me van a comprar mis mejunjes; y ahora que me está yendo tan bien con los tés para adelgazar a huevo”. “No te preocupes, Felicidad, es pura propaganda del presidente que quiere joder a los chinos y se está agarrando de una gripita para que ya no nos vendan tanta porquería”. El viernes fue cuando ya me comencé a preocupar, mi vieja me vino con que habían cancelado el retiro de abril de la Cofradía de las Beatas Ingratas. Eso ya me alarmó. Para que las 44
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Beatas dejen de ir a su encierro anual en San Antonio se necesita que sea algo serio. Además, eso me perjudicaba pues yo iba a aprovechar que Juana se fuera una semana a su reunión para irme a Las Vegas, digo, para compensar, ella rezaba y rezaba y yo pecaba y pecaba; bueno, solo un poco. Me puse a leer las noticias y a ver los reportes en la televisión. Me pareció que era más humo que lumbre: se habían muerto trescientos o cuatrocientos chinos, pero en un país con un chorro de millones de pelados ¿qué tanto son unos cuantos cientos? Lo que sí me pareció preocupante es que decía que ese virus se esparcía como chisme de vecindad y pronto podría llegar a Texas. Ah, chingao, ¿y si le da a mi mamacita que ya tiene 80 años? No por nada, pero eso ya no me gustó. El lunes siguiente Juana me gritó desde la cocina: “Pedro, arráncate a comprar unos chiles para el pozole”. Ya iba a agarrar las llaves de la troca para ir por los chiles cuando pensé, ah, chingao, ¿y si me agarra el coronavirus? Capaz de que la Juana se quiera deshacer de mí y esta es la trama perfecta. A mí me toca el maldito virus y mi mujer se queda con la casa, la troca y el changarro de reparación de calzado. Ni madres, que ella vaya por los chiles. Esa noche cenamos el pozole sin chile, sabía a comida de McDonald’s. El martes llegó mi compadre Liborio, muy alegre, a verme a mi negocio. “¿Ya está listo para Las Vegas, compa? Yo ya empaqué mis calzones para que salgamos el jueves en el primer vuelo”. “No, Liborio, no se va a poder, mi mujer canceló su retiro, así que no voy a poder ir. Además, no hay que arriesgarse, ¿qué tal si pescamos el coronavirus por andar de coscolinos?”. “No la friegue, compa. Eso del virus es puro argüende de los doctores para vender más píldoras. Y a mi comadre le puede inventar de que tenemos que ir a una convención, en Dallas, de zapateros, para que no sospeche. No sea menso, no deje pasar 45
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esta oportunidad. Ahora que es temporada baja, los hoteles están bien baratos en Las Vegas y las chicas de los lap dance están desesperadas por vender sus caricias. Yo conseguí unos cupones en que ofrecen tres bailadas por el precio de una”. Pues me dejé convencer. Fui a la casa de mi primo Tomás, quien también iba a ir, para comprar el boleto por computadora, pues él tiene cuenta con Southpest Airlines y le salen más baratos los vuelos. Pero cuando le dije que ya era hora de comprar los boletos se alarmó. “No la jodas, primo, ¿no ves cómo está la situación? Los chinos están cayendo como moscas por el virus, en Italia ya empezaron a infectarse hasta las cucarachas y nosotros somos los que seguimos. Ya verás que muy pronto lo vamos a tener hasta en los tacos aquí en Houston”. “Tomás, Tomás, Tomás, no seas ingenuo, es puro cuento, es una pinche gripe pero la están haciendo de tos, tos con fiebre para asustarnos. Además, si nos vamos a morir, pues qué mejor que morirnos en Las Vegas, en los brazos de unas vedettes buenísimas que lo único que nos pueden pegar es una gonorrea”. “Estás loco, Pedro, ese virus hace que no puedas respirar, es muy doloroso y, además, ¿a poco le vas a dejar a tu mujer el mal rato de que te hayas muerto por andar de parrandero? Infórmate, el coronavirus viene pegando con tubo y nosotros peligramos, yo con diabetes y tú con tu gordura que hasta pareces luchador de sumo. Piénsalo, si quieres compramos tu boleto, pero yo no voy. Aún tengo hijos menores a los que debo sacar adelante y no los voy a dejar desamparados por andar de caliente, y tú estás igual con dos chilpayates, piensa en ellos, aún están muy chicos”. La verdad sí me hizo pensar. Le dije que regresaría en la tarde. Lo peor que me puede pasar es quedarme dudando. Me dieron envidia Liborio y Tomás, Liborio porque toma todo a la ligera, todo le vale madre y no se preocupa por nada y disfruta 46
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la vida. En cambio, Tomás siempre está pensando, planea todos sus movimientos y es muy considerado. Son los dos polos opuestos y yo soy como una veleta, cuando estoy con Tomás me convenzo de que hay que ser calmado, prevenido y sensato. Pero luego llega el loco de Liborio, se me olvida todo pues ese cuate se la pasa vacilando, no toma nada en serio y hace chistes de cualquier cosa. Hasta cuando se le murió su papá andaba echando relajo en el velorio, decía: Y ahora que se murió mi papá ¿quién me va a dar mi papa? Lo pensé mucho. En la tarde llamé a Liborio y le dije que yo me rajaba, que mejor me quedaba a cuidar a Juana y a mis hijos. Me llamó mandilón, maricón, rajón y todos los insultos que existen en la lengua española, y hasta algunos en francés y otros en italiano. Lo curioso es que me sentí bien. Pensé, ahora sí estoy actuando responsablemente, creo que ya estoy sentando cabeza. Justo cuando colgué el teléfono llegó Juana para decirme que la cofradía había decidido hacer el retiro a pesar de todo. El padre Smith no iba a ir, pero algunas de las beatas sí. No me importó, en mi nuevo papel de hombre maduro le dije que estaba de acuerdo y que no se preocupara por nada, yo me encargaría de Pedrín y Martita, nuestros hijos, y de que todo marchara bien en casa. Juana me llamó un santo, me colmó de besos y me prometió traerme un regalo sorpresa de San Antonio. La siguiente semana se fue. No me preocupé mucho, pues aunque el virus estaba pegando duro en New York, en Texas había pocos casos y menos en San Antonio, ciudad de mochos pobretones que ni viajan al extranjero. A los tres días suspendieron las clases en las escuelas de todo Houston. Pedrín y Martita se la pasaban viendo televisión y esa mañana, cuando yo estaba leyendo el periódico, me comenzaron a gritar: “¡Papá, papá, mamá está en la televisión! ¡Ven a verla!”. Pensé, ¡ah!, qué chiquillos latosos, ha de ser Paquita la del Barrio que se parece a su mamá. De cualquier manera, me fui a 47
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verla para complacerlos, y que me llevo la sorpresa de mi vida. Allí, en la pantalla de la tele, estaba Juana con otras cuatro damas de la cofradía, siendo arrestada por haber ido a un club de striptease de hombres en Las Vegas, violando la prohibición de no salir a la calle más que para asuntos urgentes. La fianza me salió en mil dólares, pero ni modo, no la podía dejar en Las Vegas. Después de todo, Juana es una buena esposa y no me podía hacer cargo de los niños yo solo. Eso sí, cuando llegó, le leí la cartilla y la puse en cuarentena. No la dejé salir a comprar maquillaje, ni zapatos de tacón. Pero su peor castigo fue que la expulsaron de la cofradía de las beatas. Desde entonces anda muy mansita y se ha vuelto una madre ejemplar. Si esos son efectos secundarios del coronavirus, pues bienvenidos. Otra secuela fue que perdí la amistad de Liborio. Se la pasó haciéndome burla por tres días, hasta que ya no lo aguanté y lo mandé a la fregada. Me dolió un poco perder su amistad, me la pasaba bien con sus ocurrencias, pero Liborio no sabe cuando pararle. No he tenido mucho tiempo para extrañarlo. El padre Smith me reclutó para ayudar en la despensa de la iglesia, pues con la pérdida de las 5 damas de la cofradía les faltaban voluntarios para hacer despensas para los que han perdido su trabajo. ¿Qué puedo hacer?, pinche virus, tan chiquito y tan diabólico.
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Profeta del distanciamiento Santiago Daydí-Tolson
No me hablen de distanciamiento social, no ahora, después de los tantos años que llevo predicando, a quien quiera oírme, que la humanidad sería tanto mejor, tanto más sana, si no anduviéramos unos encima de los otros como rebaños y avisperos; si mantuviéramos distancia y retiro; si les aprendiéramos al tigre y al puma los hábitos de la soledad y el escondite –calla por un instante para tomar aliento y comprobar el efecto de lo que dice. Se oye a sí mismo en el eco de la calle sin gente–. Nada bueno –continúa perorando– produce el apiñarse en grupos, el armar equipos contrincantes, el fundar iglesias para las aglomeraciones. Nada bueno viene del conglomerarse, del armar ejércitos, tropeles, mangas de langostas, hormigueros, nidal de víboras, infestación de chinches, gusaneras –se moja los labios, resecos de resentimiento y sigue–. De peligroso tiene la multitud lo del ciempiés: su millar de cilios ponzoñosos, sus innumerables patas en coordinado desorden... Le habla al viento, solo en el abandonado cruce de avenidas sin nadie. Tardío profeta de voz irrelevante.
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Solo de noche Rebecca Bowman
Solo de noche le toca pensar en eso. De día se ocupa con los niños, los quehaceres, dándole a Beto otra taza de café y no repara en lo que sucede. El vecino de arriba da vueltas y vueltas, el de abajo grita a su mujer, pero ella apenas los nota con tanta risa y tanto juego a su alrededor. A Karla se le cayó un diente y Gustavo no encuentra su figurita de Batman. Estos apuros llenan su día. De repente mira hacia la ventana: un espacio entre gris y verde la saluda. Los días lluviosos no le permiten ni salir al balcón y el encierro la fatiga. Ya no cae exhausta, como antes, al terminar el día; tampoco los niños: en la oscuridad salen carcajadas bajo sus cobijas; se oye, por el pasillo, el chirriar de unos carritos de metal aún en la madrugada. Beto se pone latoso, más de lo normal, quejándose por el punto del arroz o el fideo… los dineros no andan bien. Pero lo que la hiere es, más bien, el vacío de la noche, la falta de proporción, la incertidumbre. Susana, que siempre hacía planes, que enlistaba en su cuaderno azul todas las fechas de sus compromisos, ya no tiene ese recurso para ordenar su mundo. El futuro se extiende sin puntos reconocibles, solo miedo y zozobra. El destino suyo no le inquieta, pero no puede ni un segundo pensar en que se vayan a contagiar los niños o Beto, pues aunque en los últimos días le choca estar viendo su mismo 50
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rostro y, de repente, hasta le quiere dar una patada, su ausencia sería inaguantable. Antes, cuando sufría de insomnio, abandonaba la cama y se iba a un rincón de la sala, ahí una lámpara iluminaba un círculo tibio de luz, suficiente para poder escribir. Iba soltando letras sobre un cuaderno escolar, escribiendo cualquier cosa hasta que llegaba el sueño; ahora intenta usar la misma táctica y de su pluma inmóvil y ansiosa no brota ningún garabato. Piensa en su padre, en las últimas horas de su agonía, en cómo en la media luz de un cuarto de hospital ella, su mamá y sus hermanos lo acompañaban hace más de cinco años; la resignación y la valentía impostora. Hasta que dejó de respirar, de repente, se dieron cuenta que no era la escena de una telenovela mal producida, sino un hecho. Y los días de encierro, de furia contra un Dios que no los amaba. Pero, quizás, porque la imagen de un universo indiferente no le permitiría seguir viviendo ni tener siquiera una pizca de felicidad o porque sus niños necesitaban una mamá serena, esperanzada, Susana dejó de encogerse. Vio los colores a su alrededor, volvió a sonreír cuando sus hijos se le acercaban. Dejó de estar alerta ante el desastre. Un perro ladra a lo lejos y las sirenas pasan con tanta frecuencia que casi ni las escucha. Su mamá la llama por teléfono, hacen visitas de Zoom, intercambian en un chat recetas con lo que queda en la alacena. Ahora va más seguido a la recámara de sus hijos a escuchar su lenta respiración, a inhalar el aire con olor a durazno que despiden, a sentir gratitud porque siguen ahí. Dios no sería Dios si no nos amara. Hay que recordar eso. Hay que recordarlo siempre. Pero ¿cómo reconciliar eso con el peligro que los acecha? Las noticias la ponen histérica. Sus hermanos, que se quieren pasar de bravos e ignoran las sugerencias, 51
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la vuelven fúrica. Quisiera salir al parque a buscar una flor o una catarina, sentir el sol, pero aún llueve. Los días siguen idénticos pero el tiempo más rápido; piensa en las Furias: la que hila, la que mide, la que corta. La que corta no es la mala, la mala es la que mide y determina hasta donde se extenderá la hebra, ¡claro!, la que corta es cómplice; ellas también están atrapadas en su papel. Y es eso, el no saber cuánta vida les queda. El tiempo es breve y lo ha malgastado. Se acuerda de su padre enfermo, un día que lo visitó, estaba tan malo que ni podía hablar y ella se sentó con él, hojearon juntos un libro de arte, sus ojos ávidos devoraban los cuadros de paisajes, el mar, las olas infinitas. Sabía tan poco de él, sus anhelos, las horas frustradas. Su vida, un misterio. ¿Acaso había él visto este libro antes? Y a ella cuánto le falta por ver y entender, por decirles a sus hijos que ahora respiran dulcemente en su alcoba. De día pelean, discuten, estallan en carcajadas y ella los acosa con sus abrazos, con sus besos, de repente los abriga y los aprieta; ellos, resistiendo, quieren seguir en el juego. La lluvia cae, llora el fundamento. No llora por ellos. Es indiferente. Los objetos a su alrededor, los acumulados a través de los años, parecen una burla. Tanta cosa inútil, nimia, ridícula… ¿en esto ha gastado su tiempo, sus recursos?, ¿es esto un resumen de su ser? Ese reloj tan feo, el cuadro que pintó la tía, su ropa barata y mal cosida. El intentar vivir mejor, en este momento, le parece un acto hipócrita, una especie de soberbia, queriendo ser más que lo que uno es o como los pecadores que solo al último se confiesan, un acto de oportunismo o desesperación. Solo de noche le toca pensar en esto. De día, sus obligaciones, gracias a Dios, la liberan. Casi pisa un carrito de Gustavo. Lo levanta y va hacia su recámara para guardarlo en su lugar. 52
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Fauna local Carlos Román Cárdenas
Durante el decimoquinto día de la cuarentena, la naturaleza comenzó a reclamar lo que es suyo. Flores nacen de las banquetas; jabalíes, osos y venados pasean por las calles. El cielo se ha deshecho de su velo cenizo para pintarse de un azul muy intenso. Por las tardes Angie, de seis años, acerca una silla a la ventana para observar el desfile de animales silvestres. Le gustan los unicornios y no pierde la esperanza de ver uno desde que su papá le contó que estos aparecen cuando el sol cae. Pero hoy Angie no tuvo suerte. Solo vio dos patos, un mapache y un hombre peludo, de pies enormes y cara de simio. Hace dos semanas bajé al pueblo. Exploré, conocí el terreno, recorrí las calles. Fui ganando confianza. Pronto, las ventanas se llenaron de espectadores. Las reacciones fueron varias: asombro, miedo, sonrisas nerviosas. Me tomé mi tiempo, ellos también. Posé, tomaron fotos. Fue tanto el gozo que hasta canté. No lo pude evitar. Elegí Nessun Dorma. Algunos se animaron a salir de sus casas. Se abrazaron, se tomaron de las manos. A más de uno se le escurrió una lágrima. Fue conmovedor. Hice una caravana y, cuando me retiraba, escuché gritos. Un hombre viejo salió con su escopeta y me apuntó. Fueron momentos tensos. Me acerqué y le sonreí. Supo que yo no representaba amenaza. Le extendí mi mano. El anciano 53
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bajó el arma, avergonzado. Lo abracé. Antes de partir, una niña se acercó y me entregó una flor. Me despedí, la gente aplaudió. Cómo me gustaría poder compartir mi experiencia. Pero sé que no entenderían, el tener contacto con humanos es tema espinoso en nuestra comunidad. Estoy por terminar esta entrada de mi diario, no había tenido oportunidad de escribir sobre mi visita al pueblo. Espero que algún día todos puedan leerlo. En fin. Me siento un poco mal, me duele la garganta y tengo algo de tos. No es nada de cuidado, con tantita miel y limón estaré bien. Quizá solo necesito descansar. Sí, eso debe ser.
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El ventanal Aragelia Salazar
Las horas escapaban; el despertar de cada mañana llegaba tan rápido que la necesidad de ver el reloj, en forma de gato negro, se hacía obsoleta. Por un instante olvidó la angustia que le causaba observar el frenético movimiento de los ojos de acrílico y la lentitud de las manecillas. Esa mañana era diferente. Faustina se dirigió al ventanal. Abrió, de una en una, las tablas viejas de la persiana del cuarto principal de la vieja casona. No quiso hacer ruido. El visitante había llegado puntualmente, se lo hacía saber golpeando con su pico el cristal del ventanal. Era todo un espectáculo. Abría, altanero, sus alas grises y sedosas, dejaba ver su penacho blanco y abundante como la espuma del mar. Aleteaba orgulloso, giraba acomodándose en un extremo del ventanal. Se sabía admirado. Hinchaba el pecho al escapar su canto de cuatrocientas voces. Faustina dio un paso hacia atrás, se soltó la bata blanca de seda, se desplegó sobre el elegante diván gris de terciopelo, llenó de aire sus pulmones y dejó escapar su bel canto: se preparaba para debutar en el gran teatro La Fenice. El cenzontle, a su vez, construía un círculo de hojas, pasto y tierra. Pasaron los días, el invierno moría lentamente dando paso al aroma de vida que traía la primavera. El viento mantuvo intacto el nido. La noticia de un virus contagioso llegó acompañada 55
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del aroma a gardenias. La gente quedó confinada; la muerte azotó con violencia al mundo. Las noticias que recorrían la ciudad desprendían olor a podrido. Faustina cerró las ventanas. Observó a las aves cruzar el cielo gris nostálgico. ¿Quién les podría asesinar el vuelo a esos seres libres?, ¿robarles las nubes, el perfume de las flores? Escuchaba muchos cantos y, entre todos ellos, distinguía el de su ave. Como cada mañana, Faustina esperó. Se acercó al ventanal y observó a través del cristal que el nido tenía manchas rojas; a un lado, de unos frutos pequeños escurría algo parecido a la sangre. Su pulso se aceleró, luego la tos. Una tos que parecía el cauce de un río desbocado que arrastra pedazos de cuerpos. Su garganta desgarrada opacó el cristal con pequeñas gotas. Sintió la brisa helada pasar por la boca como si hubiera tragado mil aves para después vomitarlas, de una en una, mientras se iban resbalando y perdiendo entre la saliva. Asombrada, se dio cuenta que había perdido la voz. Sintió vergüenza de que su visitante la descubriera. Molesta, se alejó de la ventana. Sin fuerzas para esperar la llegada del ruiseñor de alas grises, se recostó sobre el edredón blanco. La impresión por haber visto aquel espectáculo de sangre sobre el nido le espantó el apetito y le provocó un grotesco dolor de cabeza. Durmió. No supo cuánto. Al despertar, notó un resplandor que entraba por la rendija. Vio una pluma cayendo, lenta, horizontal, hasta tocar el suelo. Se paró sobre la percha del ventanal. Abrió sus alas blancas y frondosas. Sintió una inmensa felicidad al descubrir la desnudez de su cuerpo, por fin libre. Voló y voló por el crepúsculo cuando el sol despertaba. Impregnó su cuerpo de olor a nubes. Gozó. Cantó y cantó para silenciar su verdadera vida de mentiras. Descendió en círculos sobre llanuras de campos verdes, plenos de vida. 56
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Cayó en la cuenta de que aún no terminaba su encomienda y regresó. Levantó con el pico un diminuto pedazo de madera del viejo ventanal, lo colocó sobre el nido. Sintió la mirada de un extraño que la observaba con curiosidad desde el otro lado del cristal. Soltó el pedazo de madera, hinchó el pecho, aleteó y de su garganta nació la graciosa fioritura que había estado ensayando.
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En la calle Santiago Daydí-Tolson
A mí esto de la peste me tiene sin cuidado –se lo dice a sí mismo, enrabiado con todo–; nunca me he enfermado de nada y no voy a enfermarme ahora de un mal inventado por políticos descarados para manipularnos. Encerrarme en casa, como ordenan hacerlo los incompetentes, es lo último que haría. Salgo a la calle –aunque preferiría quedarme en casa mirando televisión, que es lo que hago normalmente– por protestar, por probar que esto de la cuarentena es una maniobra diabólica de condenados que quieren hacerse del poder a fuerza del terror. Si todos los justos saliéramos, como lo hago yo, a las calles e invadiéramos los lugares públicos con nuestro poder espiritual y nuestros himnos y oraciones, la peste se daría por vencida y volvería con todos sus demonios a su tierra de origen y sus miasmas infernales. Pero la gente es estúpida y se cree todo lo que le dicen, todas las falsedades que se transmiten para confundirlos. Se ha vuelto loca de espanto: esto de esconderse como alimañas asustadas es de cobardes, desconfiados del poder de la vida, el don supremo. Un exorcismo –vade retro– es lo que corresponde hacer en vez de esconderse como ratas en sus agujeros malolientes. 58
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Habla solo. No hay nadie en la calle; nadie en el parque, donde esperaba encontrar a otros que, como él, anduvieran dando orgulloso testimonio de su superioridad, de su poder contra la mentira y el engaño. Nadie con quien compartir su indignación y su soberbia. Busca en vano a los otros, a los valientes, en la calle principal, la de las tiendas y los restaurantes. No hay un alma a la vista. Los que pasan en sus autos van también huyendo, encerrados en sus celdas móviles. Lo han cerrado todo –dice, como si alguien lo oyera–; han clausurado el mundo. Y se siente el único, el sobreviviente. El elegido.
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Zona restringida II 
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Epidemia Marlo Brito
El isleño recibió la tarea en la aurora, cuando el mar aún conserva su oscuridad continental, repitiendo aquella rutina de situarse en la orilla y mirar el naufragio estelar en cada amanecer. Prendió fuego a la hoguera insulsa, mientras desgrana viejos afectos con cada leño diminuto que lanza a la fogata. Las hojas muertas caen como suntuosa descripción de la tragedia, el café está listo y el sol alarga su luz invariablemente intensa, aterradora. El isleño toma un sorbo de café, no sabe qué hacer, mientras mira los cuerpos, centenares de cuerpos que no se quieren ir, el mar tampoco los acepta. 8 de abril 2020
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2025, Cuento para dormir a un niño Alfredo Ávalos
Al tercer día olvidamos darles cuerda a los relojes En el alféizar de la ventana apareció un nido de golondrina (imitando a los gatos) la acosamos por un tiempo maullándole detrás del vidrio pronto nos acostumbramos a la presencia de la dulce mensajera y a los rayos de sol que fluían por las rendijas de la casa Horneamos un pastel con manzanas enlatadas mientras el mismo rompecabezas ceñía nuestras manos Vimos como afuera el fuego verde de la primavera –sin nosotros– iba tocándolo todo crecían las enredaderas los nísperos en las ramas 64
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Panteras se adueñaron de las calles Su pelaje era la noche y sus ojos de marihuana perseguían luciérnagas y retozaban en las aceras como bestias mansas Nos creció el cabello las uñas el grosor de la cintura esperando el retorno del péndulo Nos hicimos expertos en todo sin entender nada Después vino el verano lo supimos por un olor a fruta podrida y por el río que llegó hasta nuestra puerta como un perro extraviado que anhela nuestra risa Algunos se atrevieron a salir y un rayo los calcinó al instante quedaron sus cenizas en las calles hasta que un viento de otoño se apiadó llevándoselas lejos Se fue la familia de golondrinas de la ventana justo antes de la primera helada No hubo luces ni cantos ni fiestas ni regalos apenas un trozo de pan llegado en cajas de gobierno Fueron meses largos y fríos y los alumbramos a la luz de la única lámpara 65
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en la oscuridad del mundo –la pantalla del televisor– y naciste tú concebido en la novedad de los primeros días de encierro
Un día nos despedimos de tus abuelos –ellos te habrían amado tanto– y salimos a labrar la tierra
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Tríptico del miedo María Elena Espinosa Mata
I Tengo miedo, Señor, soy vulnerable en esta pobre humanidad que me ata. ¿Cómo no he de temblar ante el azote que cebándose está en mis flaquezas? No voy a maldecir lo incomprensible ni a pedir que nos quites este cáliz. Solo pido tu mano. La compasiva luz de tu mirada borre el cansancio del encierro, y la hora en que, brutal, la Muerte arroja oscuridad sobre los cuerpos.
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II El miedo es un lazo opresor en la garganta, detonaciĂłn que trepida una y otra y otra vez en el cerebro. Cuando afuera crece la amenaza Âżes el temor el Ăşltimo baluarte? Es necesario, entonces, aferrarnos con rabia a la existencia.
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III ¿Vencerá el miedo? No. Bastante hemos vivido y la muerte no es ningún secreto. ¿Por qué angustiase mientras cantan los pájaros de abril y las palomas? Dentro, en el ser, la luz se abre camino. No hay oscuridad. Solo las horas machacan esta calma, este lapso de vida en que avanzamos un duro paso al intelecto. No desmayemos. Uno ha de transcurrir sereno como el río que lame dulcemente las orillas; uno ha de ser flexible como el tallo que ante la tempestad confía en sus raíces.
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Un gato calicó y pausa Lucia Emauer
Afuera, una batalla virulenta llena el aire de esa ansiedad ajena de no saber vivir consigo mismos Soy libre en esta ausencia moratoria abismo fortuito entre ellos y yo. Me desprendo de la vida estática Y Renuncio a esas mañanas de gestos inútiles Aunque es hora de enfrentar de nuevo A las hojas en blanco A mis errores temblorosos Náufragos de sal
Me hundo en la almohada En la pausa En el tintineo taciturno de un cascabel
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Pase de abordar Marisol Vera Guerra
Mi padre me previene del coronavirus aunque le digo que tengo suficientes leucocitos y no he ido a China antes de cerrar la puerta del coche él me pone el kit salvador a la espalda: cubrebocas gel desinfectante una estampita para rezarle al santo de mi devoción no ve al verdadero enemigo el que escanea mi entrepierna el que ausculta mi axila recién afeitada el que revisa si tengo un pañuelo alrededor del cuello una píldora en la mano / muslos de antílope o guepardo listos para escapar y no se lo digo luego de subir mi valija al techo del mundo él se irá entre volutas de aire quisiera correr a abrazarlo como nunca corrí cuando era niña no lo hice tampoco al cumplir diecisiete y abordar un tren hacia el vacío ni las tres veces que lo cambié por otro hombre y fracasé 71
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miro las yemas del tiempo mis uñas mordidas lo entiendo llevo en el bolsillo mi pase de abordar mi navaja de explorador mi rayito de luna voy a volver le digo cuida entre tanto a los nenes esta noche ellos soñarán con abejas desde un país lejano y papá no encenderá la televisión no hace falta hace mucho hemos aprendido a dormir bajo sábanas envenenadas
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Sin dopamina Silvia Mar
Mi casa: un hábitat desconocido, el purgatorio en tiempos de confinamiento Yo: glotona, sin sostén, descalza, taciturna, hipocondríaca andando entre lúgubres días, inmóvil frente al ordenador Al fondo, Vicentico, Calamaro, la Sosa son un periplo que me lleva al Sur e irrumpen voces silenciosas que estrangulan con mano férrea los recuerdos Y la nueva rutina empieza a hablar con los ausentes extrañando risas y miradas, el bullicio usual de la cotidianidad, ahora una reminiscencia ajena, congelada o hecha escombros… ¿Hasta cuándo? Y de pronto, frente al espejo, descubro mi propia carne en mis propios huesos, 73
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y entre morir y no hacerlo me visto de esperanza con la conciencia colectiva, y germinamos la vida que nos queda. Abril 10, 2020
 
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Fauna en cinco sueños Miguel Marzana
I Hay un código en el lenguaje las puertas son las mismas vestigiales He estado tan perdido que no recuerdo mi nombre o si fui libre alguna vez hay tantas cosas en el mundo que no entiendo y que no puedo explicar necesito que alguien me diga quien soy en este nudo de fuego Libérate, ayuda a liberarme, libéranos.
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II Ve con el silencio de los hombres que tiemble la tierra en la mañana del mundo donde se vacía todo y se desintegran nuestras palabras, tal vez no comprendo tu dolor solo sé que no va a terminar y al final va a desfigurar su luz interior, entenderás las puertas tocarás lo que nos toca el labio, ve con el silencio dentro del ruido del silencio y desde la sangre que brota sabrás que no se trata de lo que nos aleja.
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III Dime si me amas, ataré una cuerda alrededor de tu cuello para que sientas esto que llevo dentro y cuando avances como sombra te desconozca en este canto estrigiforme, reconozco mi connotación ligera estoy condenado a morir libre y soñar y tomarte de la mano como si me quisieras porque en la distancia de tus ojos hay un pájaro que no es para ese altar de piedra.
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IV Te vi traficando la muerte. Anoche nos morimos sin saberlo nos envenenaron con agua prohibieron nuestras vidas nos quitaron la cabeza y separaron nuestros cuerpos.
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V Dime si me amas con las manos en el cuello sensible dime si me amas para arder y purificarnos en el fuego dime si me amas estos dĂas de nuestras vidas.  
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Zona restringida III 
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Al cerrar y abrir los ojos Jorge Saenz para Noé
Dos días de encierro son una bendición; treinta, un descenso a la locura. No consigo dormir sin pastillas. Doy decenas de vueltas en la cama. Navego en círculos el catálogo de películas por el servicio de streaming. Difícil que los dos coincidiéramos en una. Como Tere y yo tenemos gustos diametralmente opuestos en lo que al séptimo arte se refiere, terminábamos por ver múltiples cortos, deliberando por alguna película u otra sin llegar a ver ninguna. Era entonces que decidía gastar mi tiempo en la caminadora fija, aprovechando mi nueva vida sedentaria que no se alejaba mucho de la antigua, pero al menos ejercitándome me brindaba un propósito: Cuando todo esto acabe, el mundo me redescubrirá como un hombre nuevo, delgado y atractivo. Tere observaba mi masa informe caminando con torpeza, trotando en la máquina que solo un desquiciado pudo haber inventado para medir la resistencia de los hámsteres. Sentada, con el teléfono en la mano, cambiaba las canciones. Su manía obsesiva compulsiva por saltar a otra antes de terminar el estribillo me frustraba, podía rotar cien piezas en treinta minutos, lo que duraba mi rutina caminando en esa cinta que a pesar de moverse no iba a ningún sitio, como yo en ese momento. Aunque no dejaba que se acabaran las canciones, agradecía que Tere 83
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fungiera como DJ, pues si al momento de escoger un filme no coincidíamos, en la música siempre nos complementábamos. Otra integrante del hogar era la tía Matuta. No se animaba a correr, salvo las cortinas, las cuales abría y cerraba dependiendo del clima, la hora y la intensidad de la luz, meneándose con una destreza de bailarina clásica. Esto lo lograba dado que era espigada y alta desde niña, al punto de que en la primaria la apodaban la Escoba. Pero, contrario a aquel objeto al que solo se parecía en su delgadez, la tía Matuta fue hermosa, con un rostro delineado que le causó tres divorcios y ningún hijo. Vivía con nosotros porque crio a Tere desde chica. Pero Tere había madurado y, al no necesitar más cuidados de su parte, la tía Matuta la suplantó por Benjamín, un perro yorkie lanudo que solo a ella obedecía y con el cual pasaba horas jugando. Lo acariciaba, bañaba, le arrojaba el pequeño peluche para que lo recogiera y lo volviera a traer. A simple vista, la tía Matuta parecía extraña e inclusive retraída. Su mente vagaba por todos sitios excepto donde habitaba. Su cerebro altamente creativo la dotaba de una curiosidad infinita. Algo de esto se ejemplificaba cuando ejercía pedagogía canina sometiendo a Benjamín a complejas tareas, que implicaban la elección de recompensas alimenticias, o cuando lo aleccionaba en la difícil faena de matar a las moscas que interrumpían su vuelo al estrellarse contra la puerta de vidrio. Ella, al igual que nosotros, disponía de muchas horas libres. La tía era jubilada, mientras que Tere y yo suspendimos nuestra actividad laboral por diferentes razones: yo, por publicista; ella, por psicóloga; ambos trabajadores “no esenciales” en una economía dividida entre dispensables e indispensables. Tere, en su estado de desempleada, se distraía limpiando casi todo el día. Era una manía total. Limpiar y volver a limpiar, barrer, trapear, solo para volver a hacerlo un par de veces más, sobre todo cuando Benjamín cometía la imprudencia de retozar sobre la 84
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duela antes de que se secara, dejando sus huellas marcadas en la madera. ¿Podrían esas diminutas patillas traer la enfermedad entre sus dedos? En tiempos de pandemia, Tere veía los virus por donde quiera, por lo que aunado a la limpieza agregaba el procedimiento de desinfectar. En aquello se ocupaba para no pensar en el cierre de su despacho innecesario, porque en la época del coronavirus al parecer los psicólogos estorbaban. ¿Y qué hacía una psicóloga cuando estaba desempleada? Lo mismo que cuando estaba activa: ordenaba, juzgaba, hacía un marco estereotipado de los demás y los sometía a esos prejuicios, pero, a diferencia de antes, sus nuevos sujetos (es decir, sus cohabitantes domésticos) no le pagábamos. La tía Matuta, Benjamín y yo nos convertimos en el reducto de sus sesiones psicoanalíticas. En otras ocasiones, éramos nosotros quienes teníamos que escucharla en disertaciones sociales. Decía que por ser mujer su paga era inferior a la de un hombre que ejercía la misma profesión. Ignoraba si era cierto, la verdad es que ella ganaba más que yo, y solía suceder que al tener esa plática mi autoestima se veía reducida al tamaño de un cacahuate, aunque nunca le decía nada. Porque ella era y es feminista y yo siempre le daba y doy la razón en todo, más cuando quiere analizarme y aleccionarme sobre el comportamiento o el funcionamiento jerárquico del mundo, no solamente porque ella era y es más inteligente que yo, sino porque estando sin trabajo no deseaba alterar sus nervios, ya que eso podría volverla loca. Su situación económica fue mejorando a los pocos días. Logró concertar citas virtuales con algunos clientes de vez en cuando, no igual ni tan seguido que antes, pero ganaba su dinero, ignoro si más o menos que sus colegas masculinos. Prefería no discutir con ella, así también le daba su lugar, que supiera que ella también podía ser el sexo fuerte, tener la última palabra, ordenar y tomar decisiones, porque a mí eso me tenía sin cuidado. Prefería que ella se ocupara de dirigir mientras yo me 85
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sentaba en el sofá con un manojo de apio (la única botana que me permitía comer). ¿Qué puedo agregar sobre su feminismo si así la escogí? Muchos años atrás, en una manifestación pueblerina de mujeres a favor del aborto en la que apenas se reunían un par de decenas a protestar, antes de que existiera el hashtag de metoo y que el feminismo fuera una fuerza de mainstream, ahí estaba ella. Yo era un joven despistado que, atraído por el ruido y aquella algarabía, me acercaba sin saber que ese día cambiaría el resto de mi vida. Ella, montada en los hombros de otra chica, con los brazos arriba, exhibiendo los puños, vociferando cosas ininteligibles. Tere completa. Tere en su inmensidad. Tere luminosa. Jamás le he dicho, pero mi mujer era y es preciosa, igual que su tía, pero a diferencia de esta, el cuerpo de Tere tiene ondulaciones perfectas. Sus ojos son grandes, con pestañas pronunciadas. Su cabello es extremadamente oscuro, azabache, siempre despierta sospechas de no ser natural. Disfruto el contraste con su piel blanca, casi transparente. Desnuda, puedo ver las arterias azules en sus pechos indicando el sinuoso camino a sus pezones rosados. Un día noté el parecido excesivo con la guitarrista Annie Clark. Tere era y es desafiante, felina, hermosa, fatal. Todavía ignoro por qué se fijó en mí, y me detestaba por no hacerle el amor como ella se merecía. Quince años después de ese encuentro estábamos ahí, ella psicoanalizando a seres en su oficina improvisada en la recamara y yo, a diferencia de ella, sin añorar mi profesión, por el contrario, detestándola. Siempre deseé ser escritor, pero como no escribía y lo poco que escribía era muy malo, decidí hacer lo mismo que todos los escritores malos: crear eslóganes. Y mis eslóganes también eran malos, pero había un grupo de gente a la que le parecían buenos, por lo cual me pagaban y así poco a poco me fui haciendo una vida. Ahora estaba dedicado a otras cosas, quizás igual de triviales: pensar diez veces al día en comida y resignarme a comer solo en tres ocasiones, someter a mi cuerpo a una dieta basada en 86
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atún, apio, pollo hervido y ensaladas. Una tortura solo para disciplinados, masoquistas impedidos a escapar encerrados en su casa, narcisos obesos que no pueden verse al espejo. Hacía esto deseando que la siguiente mañana, cuando pudiera salir de casa, otro cuerpo resurgiera a través de la puerta, uno que Tere mereciera. En otras ocasiones, sí ocupaba mi esfuerzo en actividades productivas como regar las plantas. En esa deliciosa sensación de caridad, por alimentar a la tierra y sus vástagos, un pequeño altruismo me levantaba el ánimo mientras observaba cómo al durazno le crecían flores y a la planta de ananá le brotaba una incipiente piña. Regaba el césped, el árbol de limón, los magueyes, los nopales, los framboyanes. Disfrutaba la jardinería, la carpintería y la repostería. Esas tres actividades con el mismo sufijo se las repetía a Tere cada vez que me acusaba de ser un hidalgo con ínfulas de patriarca. Solo lo decía porque ella limpiaba y yo me negaba a hacerlo. No se acordaba de las temporadas de huracanes cuando cortaba y empotraba la madera en las ventanas para evitar que los vientos las quebraran. ¿No armó Tere un escándalo, argumentando que sin aquella protección la casa se hundiría? La tormenta no llegó, pero igual trabajé durante una semana completa para resguardar a mi familia. El huracán se desvió a Houston, y aquí ni siquiera llovió. Nunca deseé más que llegara un tifón y que el siniestro nos alcanzara. En ocasiones anhelaba lo peor solo para convertirme en el héroe, aunque eso nunca sucedía. Trabajaba doble y quedaba usualmente como el estúpido. En todas las situaciones, Tere se colocaba victoriosa por encima de mí. Además de mis otros pasatiempos en beneficio del hogar, la repostería destacaba por ser la que me brindaba mayores satisfacciones. Les horneaba pasteles y galletas cuando Tere había tenido un mal día en el consultorio o cada vez que la tía lloraba por nostalgias que nunca compartía. Tere limpiaba el desastre que había hecho en la cocina, porque la repostería era 87
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y es muy escandalosa, dejando muchos trastes sucios a su paso. Ella fregaba los utensilios, no porque yo fuera machista; si no gustaba de limpiar era por una simple aversión a tocar lo sucio. Cuando Benjamín defecaba yo ni siquiera podía acercarme a donde yacía el excremento. Tenía que esperar a que la tía Matuta limpiara las inmundicias. En ese sentido era muy débil, casi un cobarde. Era tan profunda mi repulsa al cochambre y la chuquía que Tere tenía que encargarse de aquello en la cocina que yo mismo ensuciaba. Una metáfora de su eterna dedicación para mí. Y yo nunca le devolvía los favores, ni siquiera me atrevía a tocarla. Todo por ese olor apestoso de sus pies. La causa no era su falta de higiene, sino los malditos hongos. Había tratado todos los remedios posibles pero el reino fungi se apoderó de sus pliegues interdigitales de una forma tan férrea que a pesar de su limpieza continua, la aplicación de medicamento y la modificación de su calzado, este seguía invencible alimentándose de la piel de sus piececillos. No solo sus dedos olían, su boca también desprendía vapores nauseabundos a causa de una halitosis igual de inexplicable que su pie de atleta. Por eso preferíamos ver pornografía y cada uno tocarse en su respectivo lado de la cama. Otras veces esperaba sigiloso a que durmiera para irme al baño a vaciarme. Sospechaba que ella también hacía lo mismo cuando no me daba cuenta. En pocas ocasiones, cuando recién se lavaba la boca, nos besábamos, pero no pasaba de ahí, aun con una erección profusa no deseaba penetrarla al temer que cualquier olor doblegaría mi ánimo. Cuando recién se bañaba y se metía a la cama para buscar mi sexo, yo usualmente simulaba cansancio o buscaba excusas, aún podía percibir esas humedades odoríferas. Le preguntaba si se había puesto calcetines, para aminorar la peste. Siempre lo hacía, ya que era muy comprensiva. Yo, tan consciente de sus vapores, ignoraba si en esos momentos también los tenía, dado que ella no decía nada. Yo, tan incapaz de lavar un plato, tan incapaz de tocarla, en ese 88
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sentido era muy débil, casi un cobarde. Transcurrida la tercera semana de la cuarentena me hablaron del trabajo para decirme que necesitaban mi colaboración en un proyecto, una campaña publicitaria para exhortar a la población a quedarse en casa. Me hubiese negado si no necesitara el dinero. Tere trabajaba menos y lo poco que ahorramos no duraría el tiempo que los diarios indicaban que el virus tardaría en desaparecer. Las siguientes semanas transcurrieron igual de insignificantes, con la adición de que un par de horas la pasaba en el estudio en juntas virtuales, presentaciones sin sentido o llamadas telefónicas, con un whiskey en las rocas junto al teclado. No podía avanzar mucho en mi proyecto porque Tere y la tía Matuta eran muy estridentes. Tere veía la televisión a todo volumen, jugando al zapping con el control remoto como una obsesa. La tía Matuta tenía otra forma certera de distraerme: cantando. Describir los cánticos de la tía Matuta sería, para cualquier escritor, una labor difícil; para mí, imposible. Solo puedo decir que su timbre me reventaba los tímpanos, no porque fuera agudo, sino porque contaba con la tesitura perfecta para desagradar, de la misma forma que las arañas producen un miedo que va más allá de cualquier forma de razonamiento. Su inarmónica voz fue creada para no ser escuchada, al menos por un oído humano. Imaginaba a seres de otra galaxia tratando de descifrar esa tortura sónica, encontrando en sus tonos una forma de comunicación o un sentido metafísico que definiera la raza humana. Imploraba para que la escucharan y, en medio de una ensordecedora aria, la raptara un extraterrestre. Ese tipo de estupideces cavilaba en medio de aquella delirante cuarentena. Por lo mismo trataba de distraerme a través de la lectura. Decidí leer libros apocalípticos y supuse que un buen comienzo sería la Biblia. Leía lo suficiente para estar intranquilo, para comerme las uñas sabiendo que el ángel de la muerte sobrevolaba las calles. Pero mencionar a la muerte y al Demonio eran temas tabúes en 89
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casa de un psicólogo, tampoco se mencionaba al coronavirus. Cuando la tía Matuta encendía el televisor para ver las noticias, Tere salía al jardín en clara respuesta de evasión e inconformidad porque no había nada en él que le interesara, ni los nopales, ni los framboyanes, ni nada de cualquier organismo del reino vegetal que existiera. Tampoco le gustaban los espacios abiertos, prefería el encierro. Más allá de lo que pudiera gustarle o aborrecerle, su verdadera fijación era el temor a las enfermedades y por eso siempre las padecía ya fuese en su forma real o imaginaria. Era un espécimen perfecto para que en un grupo de control el efecto placebo triunfase sobre cualquier síntoma verdadero. De ahí radicaba entre otras cosas su extrema dedicación a la limpieza. Se tomaba la temperatura cada hora, y al transcurrir una hora se sentía con fiebre. Tosía, se tocaba el pecho, y no había noche en la que Tere no se despertara desvariando al creer haber contraído el coronavirus. ¡Pero si no has salido de casa desde que comenzó la cuarentena! ¿Cómo es que crees que te has enfermado?, le decía francamente consternado con sus chifladuras. Ella respondía con situaciones inverosímiles y contagios inexplicables. El paquete que había llegado, ¿quién sabe qué manos lo han tocado?, los abarrotes del supermercado, ¿se te olvidó desinfectar las alcachofas, te deshiciste de las bolsas de plástico? Preguntaba horrorizada. Por cualquier vericueto se podía colar aquel polvo de material genético. Si antes de la pandemia Tere era hipocondriaca, ahora se mantenía al borde. Yo trataba de calmarla, dejaba lo que estaba haciendo y me sentaba con ella en la sala, y abrazándola se nos iban horas platicando boberías o jugando baraja. Era romántico, pero me atrasaba en el trabajo, lo que me hizo pensar que jamás terminaría aquel proyecto de campaña publicitaria para mantener a la gente en casa y, por lo tanto, no solo me volverían a despedir, sino que contribuiría a que la gente hiciera caso omiso a las reglas de distanciamiento social. 90
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Con o sin empleo me sobraba tiempo. Lo único que daba constancia del transcurso de las cosas y de los días era mi cabello y mis uñas que crecían con rapidez, como si desapareciera todo y esos apenas perceptibles crecimientos de mi cuerpo fueran el único péndulo capaz de medir el tiempo a través de su largor. Los días eran borrosos: el martes era idéntico al sábado y un lunes podría pasar por un jueves. Las uñas, me las cortaba de vez en cuando, pero el pelo no lo tocaba por temor a perder el conteo de las semanas. Los barberos habían cerrado y aunque Tere peleaba por tomarse esa responsabilidad, yo me negaba. Todo se había detenido, menos mis pelos que ahora me cubrían el rostro. Parecía un indigente, me hacía una pequeña cola de caballo que a Tere le gustaba. Ella disfrutaba todo lo que me feminizara, como si en esto obtuviera un triunfo, una subordinación de mi parte. Yo pensaba que precisamente eso era contrario al feminismo; al igual que todas las peleas, la libraba solo en mi cabeza. Evitaba los conflictos. Prefería la tranquilidad. Confiaba que ese intervalo de horas vacías me brindaría el suficiente espacio para alcanzarla, a la par que me daría oportunidad de escribir, pero el ocio abarcaba todos los vericuetos, además de la abulia. ¿Qué escribiría? ¿Lo que escribo ahora? Para eso mejor callarse y no escribir. Estaba seco, no tenía nada que decir. La estúpida y aburrida vida de un clasemediero que cuenta su insulsa existencia y su intrascendente rutina a un lector desinteresado. Decidí no escribir, que las horas pasaran, que el peso del aire de afuera implotara dentro de una cuarentena desprovista de reloj, apoyada sobre un mechón de pelos. Sobrellevando los roces veleidosos de mi mujer, los cánticos estrambóticos de su tía y las heces del perro. Hasta ese día. Cerré los ojos… y en cuanto no vi nada, los abrí. 91
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Era el 30 de marzo, agrio como un invierno que se negaba a perecer. Cuarta semana de cuarentena. Recibí una llamada, era Gustavo contándome que Iván había sido hospitalizado. Tres semanas antes hablaba con Iván y estaba en perfectas condiciones, incluso me envío una foto en un restaurante donde aparecían también Gustavo y varios amigos, después de comer, con bebidas en la mano. Al parecer es el coronavirus –dijo Gustavo, afligido–, el viernes empezó con dolor en el pecho y casi no podía respirar, ayer domingo vino la ambulancia por él, y ya no respondía, tenía los ojos en blanco. Mencioné algunas cosas correctas para la ocasión, positivismos que no me creía porque cuando a un ser querido le sucede algo terrible, por más que desee su bien, siempre pienso lo peor, así de fatalista soy, aunque no lo diga, pero digo lo contrario y sirvo de apoyo, aunque yo carezca de donde asirme. Por eso la gente me llama cuando tiene problemas, porque brindo consuelo, aunque ello implique decir todo lo contrario a lo que pienso y en eso encuentran alivio. Le pedí me mantuviera al tanto de la situación. Colgué. Iván era mi mejor amigo de la universidad. Vivíamos lejos el uno del otro, pero nos hablábamos una vez al mes y nos veíamos dos veces por año. Nunca dejamos de ser amigos. Nunca discutimos, nos unía una amistad de largo aliento. Recuerdo que esa noche recé. Ignoraba la razón. No me reconciliaba con Dios, de eso estoy seguro, lo usaba como un último recurso, tal y como los proxenetas utilizan a las prostitutas para obtener provecho. Es verdad que pensaba que Dios no existía, pero en caso de que no fuera así, al menos me podría ayudar. Era ventajoso de mi parte, mas soy católico por herencia y los católicos somos así. Podemos llevar toda la vida siendo las peores escorias y en el instante final, en un segundo de arrepentimiento, se borra toda una vida de mezquindad y se nos brinda el Cielo. Por eso el catolicismo le place al ser humano. Aunque no sea practicante, a mí también me place, quizás por cínico y 92
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holgazán. En ese momento recé con todas mis fuerzas porque amaba a mi amigo y deseaba lo mejor para él. Tanto deseaba su recuperación que tuve que pelear contra mi razón, contra mi principio de saber que aquel a quien rezaba no escuchaba y que mis plegarias nunca serían atendidas. Al día siguiente, Gustavo nos llamó para decirnos que Iván se encontraba estable pero delicado. Lo tenían en cuidados intensivos y, aunque sus signos vitales se mantenían controlados, estaba asistido por un ventilador. Incluso, lo tuvieron que sedar para evitar que su ritmo cardiaco se disparara en caso de impacientarse. Cuando le comenté la noticia a la tía Matuta se puso muy triste, dejó de cantar y de comunicarse con los extraterrestres. A Tere la noticia no solo le ocasionó congoja, sino que, además, le incrementó su ansiedad y sus cavilaciones por enfermarse, por lo que sus manías vivieron una época de oro. De pronto aparecieron nuevas actividades monomaniáticas: contradecirme en la mayoría de las cosas, dejar de comer carbohidratos creyendo padecer diabetes y prohibir el uso de la televisión, esto último causó en la tía Matuta una gran molestia. La tía sustituyó las noticias televisivas incrementando las actividades junto a Benjamín. El pequeño yorkie lo agradeció, siendo animal con problemas de autoestima y deseos insaciables de afecto. Fue durante esa mala noticia que no encontrábamos asilo en actividades sociales. Ante el ineludible encierro los cuatro nos vimos en la necesidad de volver nuestra atención hacia nosotros mismos. Platicábamos demasiado. En esos momentos evocaba mucho a Iván, lo recordaba poniendo música en mi celular, con mis audífonos. Él era conocedor de la música indie, como la llamábamos en esos tiempos en que nos conocimos veinte años atrás. Yo no pertenecía mucho a la escena, pero él cada semana descubría una novedad musical. Chécate esta rola, está bien chida –decía–, y a mí instantáneamente me gustaba. En la universidad Iván me parecía paradigma de lo cool, con sus 93
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lentes negros de armazón grueso, sus cabellos de puercoespín, sus playeras ajustadas, muy hípster, pero no un hípster intenso de barbas, bigote de pirata, vegano y montado en bicicleta, no, un hípster menos haraposo y vintage, recién bañado, con playera de The Strokes o The Verve o algo así, hípster de corazón, al fin y al cabo. Ya muchos años después se le quitaría lo hípster y se volvería más sofisticado y urbano. Pero en aquellos años no. Buscábamos una forma de independencia al intentar ser diferentes, rehuíamos de lo convencional, amábamos lo extraño, por eso en Austin éramos felices. En esa época íbamos mucho a los festivales de música. Esto se lo platicaba a Tere, abrazados en el sofá: Recuerdo aquella vez que moríamos por ver a Björk, a mí me seducía más su rareza que su música; eso no lo decía a Iván porque me tildaría de hereje. Queríamos verla de cerca, solo daría tres funciones en los Estados Unidos y había escogido ese pueblo de hippies en Texas para uno de sus conciertos exclusivos. Éramos unos mortales veinteañeros inmerecidos de su presencia, sin embargo, se nos concedía, y por lo tanto teníamos que verla lo más cerca posible. Ignoramos el resto de los escenarios del festival para estar desde temprano ahí. Esperaríamos a ver todos los artistas de ese escenario con tal de ver a Björk al final. Fue así como nos perdimos de ver en los otros escenarios a The Killers, The White Stripes, Muse, Regina Spektor, Amy Winehouse. Todo por la reina de la bizarría. Nos mantuvimos expectantes en la misma área, a un par de metros de la tarima del escenario. No recuerdo los primeros grupos, aunque ya para cuando salió el tercero, una agrupación llamada Spoon, me dolían los glúteos de estar sentado en el pasto. No me sabía ninguna canción, me quejé e Iván se burlaba. Era normal que mi fastidiosa actitud aminorara ante su sentido del humor. Salió Demian Rice al escenario, solo me sabía una canción: “The Blower’s Daughter”. Como si la música llamara un extraño conjuro, fue que el viento comenzó a soplar. En 94
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medio del calor insoportable agradecía ese abrupto fenómeno de frescor. Parecía que los violines, los chelos y la voz de Rice invocaran una nostalgia que vendría a recordar trece años después. Había algo de ese momento que me hizo pensar en mi propia mortalidad, que compartida con Iván adquiría un sentido más profundo. Era cursi, pero todos los sentimientos se empalagan de cursilería para quien no los experimenta en carne propia. Durante ese fragmento de tiempo aconteció la primera confrontación que tuvimos, al menos de manera adulta, con nuestra propia mortalidad. ¿Has notado que está increíble el día? Ojalá durara mucho tiempo –decretó Iván de forma inesperada–. ¿Sí sabes que todo termina? –le dije en mi actitud pesimista e irritado todavía por mi trasero aplastado–. Ya sé, todo tiene fin, es así como disfrutamos lo irrepetible –dijo mientras se acostaba en el pasto y cerraba los ojos–. ¿Cómo íbamos a saber que trece años después él estaría en un cuarto de hospital con tubos dentro de su cuerpo, inconsciente, y yo encerrado en mi casa porque una pandemia nos amenazaba ante cualquier contacto humano? Imagino que en aquel instante en que Iván abrió los ojos vio la vida de nuevo, no por primera vez, pero de forma distinta, dotada de algo previamente faltante. Extraño los espacios exteriores llenos de tumultos –le dije a Tere–, pero extraño más a Iván. Ahí acabó nuestra primera juventud –continué la historia– junto con la actuación de Demian Rice. Ya, aliviánate que sigue Björk –le dije a Iván mientras lo empujaba–. Me di cuenta de que ya andaba borracho. Los dos estábamos un poco pasados de cervezas. No nos habíamos percatado, ya estaba una masa de gente alineada detrás de nosotros. Nos rodeaban por todos lados. Sería difícil salir y volver a encontrarnos si es que queríamos comprar más alcohol. Björk salió al escenario, la gente estaba vuelta loca. Su DJ tocaba a través del contacto que hacía con una pantalla de luz que proyectaba hilos de electricidad y que, al tocarlos, emitían sonidos. Su coro de islandesas 95
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con cornos franceses alzaba banderas con escudos medievales y les impregnaban a las canciones una atmósfera suntuosa y etérea. Al aparecer en el escenario Björk, con su vestido metálico color dorado, fue la apoteosis de todas las emociones. A nadie le importaba que una de las bocinas del escenario comenzara a incendiarse, tampoco a la cantante, que no lo advirtió hasta que se hizo una gran lumbre. Tere no podía creer lo del altoparlante envuelto en llamas, todo era verdad. El viernes tuve una conferencia por video con el equipo de la agencia publicitaria. Sonó el teléfono. Era Gustavo. El corazón se me detuvo. Desde el primer momento que internaron a Iván, hacía cinco días, Gustavo se había comunicado conmigo estrictamente por mensajes de textos. Yo evitaba la interacción por celular, siempre he sido pésimo para lidiar en persona o por teléfono con temas delicados. La impersonalidad de los mensajes de texto me permite formar una barrera y no evidenciar la emoción. Contesté el teléfono y me salí de la habitación sin siquiera cerrar la teleconferencia. El resto de los compañeros de trabajo junto con el jefe solo vieron una escena extraña donde un empleado salía del cuarto en medio de una junta sin dar motivos para ello. Me hablaron por teléfono, me enviaron mensajes de texto y yo no contestaba, solo escuchaba la voz quebrada de Gustavo: ¡Se nos fue Iván, se nos fue! Intercambié unas cuantas palabras. Lo que deseaba era colgar. Mi mente no podía asimilar su muerte y no quería hacerlo, quería llorar, no me salían lagrimas; deseaba llenarme de coraje y no sentía eso. Estaba hueco. Salí de la habitación y la tía Matuta estaba cocinando. Le di la noticia y la voz se le quebró, era otra persona, sus facciones se le deformaron, sollozó. Yo la envidié, ¿por qué yo no era humano como ella? Al escucharla, Tere salió de nuestra habitación. Pronto nos vimos abrazados los tres. Tere aún con un termómetro en 96
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la mano, la tía Matuta sin oportunidad de quitarse el delantal con manchas de guisado de res. Fue ahí que imaginé un mundo sin Iván. A partir de ese momento no formaría más parte de mis días, no volvería a acompañarme en mis cumpleaños, a recomendarme música que nunca había escuchado, a burlarse junto conmigo de la falsedad ajena, a compartir anécdotas que solo los dos vivimos, a ayudarme a no sentirme solo. Y en esa ausencia lloré intensamente como hacen los niños, con el rostro desencajado. Lo más triste de aquella partida era la imposibilidad de estrechar a los sobrevivientes. Debido a la enfermedad de Iván, no se podía visitar al cadáver. Fueron entregadas sus cenizas en una urna impersonal. Gustavo tuvo que guardar una cuarentena forzada. Nadie podía visitarlo. No hubo abrazos de parientes ni amigos. Tenía que vivir el luto en soledad. La misa en su honor fue transmitida de forma digital. Los mensajes de apoyo fueron pequeños corazones en las redes sociales. Era tan impasible, tan frío. Yo quería manejar diez horas a donde estaba: de nada habría servido, no me iban a dejar verlo. Gustavo se hallaba en cuarentena. Pedí un par de días para no trabajar en el proyecto y así recordar a Iván. Estaba tirado en mi cama, con los ojos hinchados cuando reviví aquel choque de hace diez años en el que Tere y yo casi perdimos la vida. Veníamos de una taquería un primero de enero. Iván iba en otro carro atrás, siguiéndonos. Él nos contaría al día siguiente, cuando volví a cobrar consciencia, que cuando la camioneta, que venía en sentido contrario, se fue a estampar conmigo de frente pensó horrorizado que habíamos muerto de forma instantánea. Iván había sido testigo de una muerte que me duró un par de segundos, y de mi regreso a la vida para asuntos que aún ignoro. El estuvo conmigo siempre (palabra difícil pero certera). Yo no había estado con él en su despedida. Y ahora era tan egoísta al quererlo vivo para siempre, aunque eso solo significara el tiempo que me quedaba a mí. 97
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Solo a mí. Como si fuese mi sufrimiento el único. Sin saber que su tiempo era otro tiempo al igual que su existencia permanecía en otras existencias. ¿Hubiera sucedido de igual manera de haber vivido cuarenta años más? ¿Le recordaría con ese ardor? Es cierto que dolió más que nada que me haya sufrido antes. Pero aquella llama no se desperdiciaba. Y si llegaba a algún sitio es a donde pertenecía. Porque si bien Dios no existía, tenía la certeza de que Iván y yo nos volveríamos a ver. De la misma forma que un simio si le es dada la eternidad puede escribir todo Shakespeare sin equivocarse. Nos volveríamos a encontrar. Un día sin más, despertaríamos en otros ojos. ¿Nos reconoceremos? Lo ignoro. Pero quizás lo veré fumando un cigarrillo solo por fumar, con esa forma tan indigna en que agarran el cigarro quienes nunca aprendieron a hacerlo y yo, imprudente, le preguntaré una indiscreción y será como si nada hubiese pasado, como si los milenios nos quedaran cortos y, sin saber nuestros antecedentes, seremos amigos por lo que dure aquella otra película en la que jugaremos a ser actores con libre albedrío. Estoy consciente del crimen que implica describir a Iván con dos o tres anécdotas. Con un par de adjetivos. Simplificarlo. Me conforta saber que lo seguiré reescribiendo en mis memorias. Historias que al recordarlas quizás sean imprecisas, aunque no menos sinceras y verdaderas. Y al final quedará lo que de él y de mí se recuerde. Seremos reducidos hasta la no presencia. Por eso, una parte mía se va con él. No solo somos lo que fuimos, sino lo que los demás hacen de nosotros. Cometo una falta en abreviar a mi gran amigo. Quizás si fuese un escritor de verdad pudiese haber realizado un mejor trabajo. Sin embargo, lo evoco. Y lo haré hasta que cierre los ojos como cada noche, hasta que aquel nocturno de orillas sin límites no tenga más luz.
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Y aquí llega el final. No el de la cuarentena, esa no ha terminado, sino de lo que escribo. Ha pasado un mes desde la muerte de Iván y esta reclusión no ayuda a disipar el peso de su partida. He bajado algunos kilos, sigo ejercitándome de forma compulsiva, como si la caminadora fuese mi mente y ambas le diéramos una constante vuelta a las cosas solo para regresar a donde mismo, al punto inicial del pensamiento que inexorable se rehúsa a cualquier escapatoria. La vida es tan irreal como un filme, pero el filme es toda mi realidad. Tere me observa sentada. Su obsesión por cambiar canciones cada treinta segundos ha desaparecido. Deja puesta una lista de música que Iván disfrutaba, desde música norteña hasta edm. Sin importar el género, ignoro por qué nos gustaba esa música tan depresiva. Lo intuyo como un acto deliberado para hacernos sufrir al recordarlo, hasta en la muerte Iván nos guiña el ojo. Termino y Tere se monta a la caminadora. Ha dejado las pastillas por el ejercicio y ya no se toma la presión tan a menudo ni se revisa la fiebre. Yo la estimulo a comer bien y a mantenernos sanos. Me he vuelto productivo, pues trabajar me ayuda a no pensar en la contundente ausencia. He terminado el proyecto que me fue asignado y ha sido un éxito a medias, pues a pesar de su impecable hechura, la gente hastiada del encierro ha comenzado a salir, contrario al mensaje publicitario. Al menos, entregarme de lleno al trabajo me ha ayudado a distraerme, me evita la melancolía. Pero es difícil de evadir, ataca en cualquier esquina del pensamiento. Creo lucir mejor. He decidido dejarme cortar el cabello. Tere aprendió a cortar el cabello en tutoriales de Internet. Ya no temo sus trasquiladas ni extraviarme en la marisma de los días. Agradezco que me corta el cabello con sutileza y paciencia, testimonio del profundo amor que me tiene. Cuando lo hace lloro, como un niño, como si esa ternura fuese un contacto solo concedido a los que guardan cuarentena con alguien a quien aman. Sollozo inconteniblemente. A diferencia 99
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de antes, hoy no me importa evidenciar lo que siento. Tomo las manos de Tere tratando de sujetarme a algo, como si lo real se suspendiera de aquellos dedos. Los beso, logrando que diminutos cabellos recién cortados se adhieran a mis labios. Tere sabe lo que me sucede y lejos de preguntarme, me deja que la necesite desesperadamente como un crio a su madre. Pienso que Iván y Gustavo ya no están juntos y me aferro a Tere como quizás Iván se aferraba a la vida al cerrar los ojos en aquel concierto, entre la brisa fresca y el pasto húmedo, sabiendo que las nubes estaban arriba sin verlas y que ese momento era un axioma: efímero y perpetuo. De la misma forma que Iván abría los ojos, yo veo los pedazos de cabello caer. Como una piedra que se ha llevado cuesta arriba de la montaña para verla rodar de nuevo rumbo al precipicio, el cabello cae, como aquellos ojos que se abrían, el cabello lentamente flota en su viaje inevitable al piso. Y al verme al espejo, con la cabeza monda y los ojos secos… el peso ha cedido. La tía Matuta continúa embelesada con Benjamín, dice que algún día ella y él se comunicarán en un lenguaje híbrido que resulte de la combinación del habla perruno y el humano. Es cierto que la tía canta menos, por lo que imagino ha cedido su comunicación extraterrestre en aras de la canina. La observo como los padres ven a sus hijos y, de pronto, descubro que extraño abrazar a mis amigos, salir al cine, a algún concierto, a cenar. Extraño salir a un parque o a un lugar sin tapabocas, que el viento me dé en la cara sin temor a estornudar y morir. Soy menos pesimista, he cambiado el Apocalipsis de la Biblia por los poemas de Walt Whitman. Busco la enseñanza de lo perdido, de aquel viaje a Nueva York que organizamos todas mis amistades para celebrar mis cuarenta años. Ese mismo en que Gustavo e Iván nos acompañarían. Me hubiese gustado ir 100
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a Broadway, con Iván, o a Mary’s Crisis a disfrutar aquellas rarezas que un día nos definieron y ponernos a cantar, aunque no nos supiéramos la letra de los musicales. Corrijo. Iván se la sabría, yo no. Quedaron esos boletos sin canjearse. Nueva York en este momento es una ciudad llena de cadáveres depositados en improvisadas cajas refrigeradas de camiones, de nosocomios desbordados de enfermos y gente cuyo único contacto con los demás se limita a ver desde lo lejos, o desde sus balcones a gente aplaudiendo o cantando por los héroes con cofia y batas blancas que luchan en los hospitales contra un enemigo invisible. Aun cuando Nueva York volviese a la normalidad, Iván no estaría presente físicamente y todos los lugares recorridos solo serían el recuerdo de su ausencia. O, por el contrario, me acompañará de la forma que lo hacen los amigos: sin necesidad de estar. El corazón de Tere se comprime al verme sufrir. Ella, además de feminista, es sumamente sensible, percibe el sentimiento ajeno, sabe mejor que yo distinguir el bien del mal y tiene una enorme capacidad de empatía. Es, en resumen, mejor persona que yo. Creo que en medio de la adversidad sus manías han disminuido y las mías han aumentado. Ella es una superviviente y siempre ha sido más fuerte que yo. En ocasiones se aleja, y lo hace porque le doy la espalda. Estas últimas dos semanas la he aprendido a amar con mayor intensidad, a comprenderla con más detenimiento. Su halitosis continua, igual que su pie de atleta, pero hemos aprendido a disfrazar los olores con calcetines gruesos, enjuagues especiales y velas aromatizantes. Creo que, la verdad, me han dejado de importar aquellos asuntos. La necesito más que nunca y la abrazo como si fuese el último día. Hemos dejado de masturbarnos y ahora nuestras manos nos tocan. Volvimos a encontrar el amor a través del dolor, a apreciar aquello que es efímero y a aferrarnos a ello. Ya logro conciliar el sueño de forma voluntaria, he logrado dormir y soñar. Disfruto más que nunca a la tía Matuta y su comida, 101
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inclusive sus cánticos no parecen tan estruendosos. Benjamín paulatinamente ha aprendido a quererme, ya no huye al verme. De forma voluntaria, me he asignado la tarea de limpiar sus desechos. Cada fin de semana le cocino a la familia un delicioso pastel. Esos emotivos momentos manifestados en sonrisas por parte de ellas y lengüetazos por parte del perro son lo único que hace llevadera esta cuarentena: saber que ante la despedida de mi mejor amigo y del espíritu de la muerte que recorre las avenidas hay algo que me empuja a seguir. Supongo que Iván nos observa desde un futuro que nos espera, con la certeza de que las personas que amo están frente a mí, y que a través de la pérdida y el encierro nos reencontramos día a día. Me lo dice al cerrar los ojos. Y al abrirlos estamos un instante aquí.
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Índice El mundo clausurado/ 5 Alfredo Ávalos Pandemia / 9 Santiago Daydí-Tolson Zona restringida I Salvoconducto / 17 Virginia Hernández Reta Bolsas para cadáver / 22 Amélie Olaiz Aquel lugar antes llamado cine / 26 Daniel Sibaja Lawn Bags / 28 Dolores Gloria Las siete palabras / 30 Bertha Jacobson 103
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Sobre el hielo / 36 Virginia Hernández Reta Pandemia Girl / 40 Luisa Govela Los efectos secundarios del coronavirus / 44 Carlos Ponce Meléndez Profeta del distanciamiento / 49 Santiago Daydí-Tolson Solo de noche / 50 Rebecca Bowman Fauna local / 53 Carlos Román Cárdenas El ventanal / 55 Aragelia Salazar En la calle / 58 Santiago Daydí-Tolson Zona restringida II Epidemia / 63 Marlo Brito 2025, cuento para dormir a un niño / 64 Alfredo Ávalos 104
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Tríptico del miedo / 67 María Elena Espinosa Mata Un gato calicó y pausa / 70 Lucia Emauer Pase de abordar / 71 Marisol Vera Guerra Sin dopamina / 73 Silvia Mar Fauna en cinco sueños / 75 Miguel Marzana Zona restringida III Al cerrar y abrir los ojos / 83 Jorge Saenz
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El mundo calusurado, antología de escritores, edición digital de descarga gratuita, se terminó de editar el 20 de agosto de 2020, en Monterrey, Nuevo León, México. Se usaron tipos Stencil 18, Segoe Script 12 y Adobe Garamond Pro 18, 14, 12 y 11. El cuidado de la edición estuvo a cargo de Marisol Vera Guerra y Alfredo Ávalos.
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El mundo clausurado
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